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EL FIN DE LA INVESTIGACIÓN: DIOS Y EL ALMA

Al comienzo de los Soliloquios (I, 2), que es una de sus primeras obras, Agustín declara el fin de su investigación:
"Yo deseo conocer a Dios y el alma. ¿Nada más? Nada más absolutamente."

Dios, en efecto, está en el alma y se revela en la más recóndita intimidad del alma misma. Buscar a Dios significa buscar
el alma y buscar el alma significa replegarse sobre sí mismo, reconocerse en la propia naturaleza espiritual, confesarse.
Cuando aclara la naturaleza de la inquietud que ha dominado inicialmente su vida y le ha conducido a disiparse y
divagar desordenadamente, se da cuenta de que en realidad nunca ha deseado otra cosa que la verdad, de que la verdad es
Dios mismo, de que Dios se halla en el interior de su alma. ' No salgas de ti mismo, vuelve a ti, en el interior del hombre
habita la verdad; y si encuentras que tu naturaleza es mudable, levántate por encima de ti mismo" (De vera rel., 39).
Solamente la vuelta a sí mismo, el encerrarse en la propia interioridad es verdaderamente abrirse a la verdad y a Dios. Es
menester llegar hasta el más íntimo y escondido núcleo del yo, para encontrar más allá de él ("levántate por encima de ti
misino") la verdad y a Dios. En la búsqueda de esta interioridad que se trasciende y se abre a Dios, se encuentra una certeza
fundamental que elimina la duda.

LA BÚSQUEDA DE DIOS

La verdad es Dios: éste es el principio fundamental de la teología agustiniana. El carácter fundamental de la verdad
reside en el hecho que ella nos revela lo que es, en contraste con la falsedad, que nos hace aparecer o creer lo que no
es. La verdad es la revelación del ser como tal. Es el ser que se revela, el ser que ilumina la razón humana con su luz y
le suministra la norma de todo juicio, la medida de cualquier valoración. En esta revelación del ser hecha al hombre
en su interior, en este valor suyo para el hombre como principio que ilumina su investigación, consiste la verdad. Pero
el Ser que se revela y habla al hombre, el Ser que es Palabra y Razón iluminadora, es Dios en su Logos o Verbo (De
vera rel., 36). La verdad no es otra, por tanto, que el Logos o Verbo de Dios. La primera y fundamental determinación
teológica del Dios cristiano nace, pues, del planteamiento mismo de la investigación agustiniana. Precisamente en
cuanto el hombre busca a Dios en el interior de su conciencia, Dios es para él Ser y Verdad, Trascendencia y
Revelación, Padre y Logos. Dios se revela como trascendencia al hombre que incesante y amorosamente le busca en
la profundidad de su yo: esto quiere decir que El no es ser, sino en cuanto es a la vez manifestación de sí mismo como
tal, esto es, Verdad: que no es trascendencia sino en cuanto es al mismo tiempo revelación, que no es Padre sino en
cuanto también es Hijo, Logos o Verbo que se acerca al hombre para traerle a sí. Las dos primeras personas de la
Trinidad se manifiestan al hombre en la investigación; y también la otra, el Espíritu Santo, que es el amor. Dios es
Amor, además de Verdad; amor y verdad van juntos porque no puede haber amor si no es por la verdad y en la
verdad. Amar a Dios significa amar al Amor, pero no se puede amar al Amor si no se ama a quien ama. No es amor el
no amar a nadie. Por esto el hombre no puede amar a Dios, que es Amor, si no ama a los otros hombres. El amor
fraterno entre los hombres "no sólo nace de Dios, sino que es Dios mismo" (De Trin., VIII, 12). Dios se revela como
Verdad a quien busca la verdad; Dios se ofrece como amor sólo a quien ama. La búsqueda de Dios no puede ser, pues,
solamente intelectual, es también necesidad de amor: parte de la pregunta fundamental: "¿Qué amo, oh Dios, cuando
te amo a ti? " (Confesiones, X, 6).

* Aquí está el nudo de la investigación acerca del alma y de Dios, nudo que
es el centro de la personalidad de Agustín. No es posible buscar a Dios si no
es sumergiéndose en la propia interioridad, confesándose y reconociendo el.
verdadero ser propio: pero este reconocimiento es el mismo reconocimiento

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de Dios como verdad y trascendencia. Si el hombre no se busca a sí mismo
no puede encontrar a Dios. Toda la experiencia de la vida de Agustín se
expresa en esta fórmula, ya que sólo más allá de sí mismo, en lo que
trasciende la parte más elevada del yo, se vislumbra, por la misma
imposibilidad de alcanzarla, la realidad del ser trascendente. Por un lado, las
determinaciones de Dios se fundan en la investigación; por otra parte, la
investigación se funda en las determinaciones de la trascendencia divina.
Cierto que el hombre no puede admitir la trascendencia si no busca; pero no
puede buscar si la trascendencia no le llama hacia sí, y no le sostiene
revelándose en su inescrutabilidad. Dios, por su trascendencia, es el
trascendental del alma, la condición de la investigación, de toda su actividad.
Al mismo tiempo, es la condición de las relaciones entre los hombres. Dios
es el Amor, que condiciona y hace posible cualquier amor. Pero no es
posible reconocerle como amor, y, por tanto, amarle, si no se ama; y no
puede amarse más que al prójimo. Amar al Amor significa, en primer lugar,
amar; y no se puede amar sino al hombre. El amor fraterno, la caridad
cristiana, condiciona la relación entre Dios y el hombre; y al mismo tiempo
está condicionada por ella. También aquí el Amor divino, el Espíritu Santo,
es en su trascendencia el trascendental de la búsqueda que lleva al hombre
hacia los demás hombres.
El tema de toda la investigación de San Agustín es el mismo, y es el tema
de su vida: la relación entre el alma y Dios, entre la investigación humana y
su término trascendente y divino. Pero esta relación se manifiesta en San
Agustín religiosa y no filosóficamente. Su acento no cae sobre la posibilidad
humana de la búsqueda de lo trascendente, sino sobre la presencia de lo
trascendente al hombre como posibilidad de la investigación. La iniciativa se
deja a Dios. Precisamente mientras el hombre se da a la investigación y
quema en el ardor de ella las escorias de su humanidad inferior, debe
reconocerse que la iniciativa no parte de él, sino de Dios, que él consigue
entrar en relación con la trascendencia divina sólo porque ésta se le revela, y
llega a amar a Dios, sólo porque Dios le ama. El esfuerzo filosófico se
transforma en humildad religiosa, la investigación se convierte en fe. La
libertad de la iniciativa filosófica aparece como gracia. La exigencia de
referir cualquier esfuerzo, cualquier valor humano a la gracia divina no es un
puro resultado de la polémica contra los pelagianos, resultado que negaría
los motivos agustinianos más profundos, sino una exigencia intrínseca de la
especulación agustiniana. Tal exigencia se funda en la relación con que en la
personalidad de Agustín se enlazan la filosofía y la religión, la investigación
y la fe: relación de tensión, por la cual se atraen, y al mismo tiempo se
oponen una a otra.
162. EL HOMBRE
La posibilidad de buscar a Dios y de amarle está fundada en la misma
naturaleza del hombre. Si fuésemos animales, podríamos amar solamente la
vida carnal y los objetos sensibles. Si fuésemos árboles no podríamos amar
nada de lo que tiene movimiento y sensibilidad. Pero somos hombres,
creados a imagen de nuestro creador, que es la verdadera Eternidad, la
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eterna Verdad, el eterno y verdadero Amor; tenemos, pues, la posibilidad de
volver a él, en el cual nuestro ser no volverá a morir, nuestro saber no tendrá
errores, nuestro amor no incurrirá ya en ofensas (De civ. Dei, XI, 28). Esta
posibilidad de volver a Dios en la triple forma de su naturaleza, está inscrita
en la triple forma de la naturaleza humana, en cuanto imagen de Dios. "Yo
soy, yo conozco, yo quiero. Soy en cuanto sé y quiero; sé que soy y quiero;
quiero ser y saber. Vea quien pueda cómo en estas tres cosas hay una vida
inseparable, una vida única, una mente única, una única esencia, y cómo la
distinción es inseparable, y, sin embargo, existe," ( Conf., XIII, 11). Los tres
aspectos del hombre se manifiestan en las tres facultades del alma humana:
la memoria, la inteligencia y la voluntad, las cuales, juntas y cada una por
separado, constituyen la vida, la mente y la sustancia del alma. "Yo, dice
Agustín (De Trin., X, 18), recuerdo que tengo memoria, inteligencia y
voluntad; sé que entiendo, quiero y recuerdo, y quiero querer, recordar y
entender." Y recuerdo toda mi memoria, toda la inteligencia y toda la
voluntad y de la misma manera, entiendo y quiero todas estas tres cosas; las
cuales, pues, coinciden plenamente y, a pesar de su distinción, constituyen
una unidad, una sola vida, una sola mente y una sola esencia. En esta unidad
del alma que se diferencia en sus facultades autónomas, cada una de las
cuales comprende las otras, está la imagen de la trinidad divina: imagen
desigual, pero siempre imagen.
La misma estructura del hombre interior hace, pues, posible la búsqueda
de Dios. Que el hombre esté hecho a imagen de Dios significa, por tanto,
que el hombre puede buscar a Dios, y amarle y referirse a su ser. Dios ha
creado al hombre para que éste sea, puesto que el ser, aunque en grado
menor, es siempre un bien y el supremo Ser es el supremo Bien; pero el
hombre puede alejarse y apartarse del ser, y en tal caso peca. La
constitución del hombre como imagen de Dios, si, por una parte, le da la
posibilidad de relacionarse con Dios, no le garantiza, por otra, la relación
necesaria de esta posibilidad. El hombre, en efecto, es, en primer lugar, un
hombre viejo, el hombre exterior y carnal, que nace y crece, envejece y
muere. Pero, en segundo lugar, puede ser también hombre nuevo o
espiritual, puede renacer espiritualmente y llegar a someter su alma a la ley
divina. También este hombre nuevo tiene sus edades, que no se distinguen
por el correr del tiempo, sino por su progresivo acercamiento a Dios (De
vera rel., 26). Todo individuo es por su naturaleza un hombre viejo; pero
debe convertirse en hombre nuevo, debe renacer a la vida espiritual. Este
renacimiento se le presenta como alternativa entre la cual debe escoger; o
vivir según la carne y debilitar y romper su propia relación con el ser, esto
es, con Dios, y caer en la mentira y en el pecado; o vivir según el espíritu
estrechando su relación personal con Dios y prepararse para participar de su
misma eternidad (De civ. Dei, XIV, 1, 4). Pero la primera elección no es
verdaderamente una elección, ni una decisión. La verdadera elección es
aquella con la cual el hombre decide adherirse al ser, esto es, relacionarse
con Dios. La causa del pecado, tanto en los ángeles rebeldes como en los
hombres, es una sola: la renuncia a esta adhesión. "La causa de la felicidad
de los ángeles buenos es que ellos se adhieren a lo que verdaderamente es;
mientras que la causa de la miseria de los ángeles malos es que ellos se
alejaron del ser y se volvieron hacia sí mismos, que no son el ser. Su pecado

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fue, pues, el de soberbia" (Ibid., XII, 6). Consubstancial con la soberbia de la
voluntad que nos aparta del ser y nos ata a lo que tiene menos ser, es el pecado.
El cual, por esto, no tiene causa eficiente, sino causa deficiente, no es una
realización (effectio), sino una defección (defectio). Es renuncia a lo sumo
para adaptarse a lo inferior. Querer hallar las causas de tal defección es como
querer ver las tinieblas u oír el silencio, tales cosas sólo se pueden conocer
ignorándolas, mientras que, conociéndolas, se ignoran (Ibid., XII, 7).

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