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Guía de prevención y tratamiento de problemas

en la adolescencia

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Guía de prevención y tratamiento de problemas
en la adolescencia

Margarita Olmedo

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leyes, reproducir, registrar o transmitir esta publicación, íntegra o parcialmente, por cualquier sistema de
recuperación y por cualquier medio, sea mecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o por
cualquier otro, sin la autorización previa por escrito de Editorial Síntesis, S. A.

© Margarita Olmedo

© EDITORIAL SÍNTESIS, S. A.
Vallehermoso, 34. 28015 Madrid
Teléfono 91 593 20 98
http://www.sintesis.com

ISBN: 978-84-995878-1-3

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Índice

Prólogo

Introducción

1. La adolescencia: el significado del cambio


1.1. El estereotipo de la adolescencia
1.2. El valor adaptativo de la adolescencia en el ciclo vital
1.3. Temperamento, estilos de crianza y su influencia en los problemas de los
adolescentes
1.3.1. ¿Qué traemos puesto? El temperamento
1.3.2. ¿Qué es lo que nos ponen? La influencia de los estilos de crianza
1.3.3. El resultado

P ARTE I
P ROBLEMAS EMOCIONALES EN LA ADOLESCENCIA

2. La adolescencia como factor de riesgo en el desarrollo de problemas


emocionales
2.1. El efecto Flynn y el efecto “Flan”
2.2. Definición y diagnóstico de la depresión
2.3. Incidencia de la depresión y factores de riesgo en la etapa adolescente
2.4. Definición y diagnóstico de la ansiedad

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2.5. Incidencia de la ansiedad y factores de riesgo en la etapa adolescente
2.6. La comorbilidad entre depresión y ansiedad. La explicación a través de modelo
tripartito

3. Prevención y tratamiento de la depresión y la ansiedad en adolescentes


3.1. La prevención
3.2. El tratamiento
3.2.1. Incremento de la autoestima
3.2.2. El aprendizaje en técnicas de relajación
3.2.3. Desarrollando su percepción de autoeficacia: el entrenamiento en
solución de problemas
3.2.4. El entrenamiento en habilidades sociales
3.2.5. La aplicación del Análisis Transaccional a la educación emocional

P ARTE II
T RASTORNOS DE CONDUCTA

4. Déficit de atención e hiperactividad


4.1. Diagnóstico y epidemiología
4.2. Factores etiológicos (o de riesgo)
4.3. La prevención
4.4. El tratamiento

5. Trastorno del comportamiento perturbador


5.1. El diagnóstico
5.2. Desarrollo normal y comportamiento perturbador
5.3. La prevalencia
5.4. Los subtipos evolutivos de TC
5.5. Los factores de riesgo
5.5.1. Factores biológicos

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5.5.2. Factores familiares
5.5.3. Factores conductuales y cognitivos
5.5.4. Importancia de las condiciones comórbidas
5.6. Prevención y tratamiento
5.6.1. La prevención
5.6.2. El tratamiento
5.7. Una manifestación concreta del comportamiento perturbador: el bullying

P ARTE III
LAS ADICCIONES

6. Adolescentes y drogas
6.1. Diagnóstico
6.1.1. El tabaquismo
6.1.2. El alcoholismo
6.1.3. Las drogas de diseño

7. Adicción a Internet y a las redes sociales


7.1. Uso, abuso y diagnóstico de adicción
7.2. Incidencia del problema
7.3. Uso problemático y diagnóstico de adicción a las nuevas tecnologías
7.4. Prevención y tratamiento de la adicción a Internet y a las redes sociales
7.4.1. La prevención
7.4.2. El tratamiento

Una pequeña reflexión final

Nota bibliográfica

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Prólogo

La adolescencia es la fase de la vida de la persona en que las cosas cambian más y más
deprisa tanto física, como personal y socialmente. Tanta variación es sinónimo de
problemas, puesto que, como es bien conocido, los cambios son una de las fuentes de
estrés más comunes y generalizadas. Los adolescentes, con gran frecuencia, se hallan
confusos e indecisos, porque sus sistemas de hábitos, de referencias, de intereses y
motivaciones, que habían ido formando durante su infancia, sufren ahora un vuelco
profundo. Sienten que han de inventarse y reconstruirse a sí mismos, sin tener
experiencia ni saber cómo hacerlo. Muchos de esos cambios, especialmente aquellos
físicos y personales, han sido objeto de mucho estudio, y están en buena medida
clarificados por una larga trayectoria de investigación que ha ido proporcionado
argumentos sólidos respecto a cómo llevar a cabo una prevención eficaz de aquéllos. En
nuestra tradición psicológica en español encontramos unos cuantos nombres que son ya
lugares clásicos donde buscar sugerencias e información. Me refiero a nombres como el
gran psicopedagogo de la Institución Libre de Enseñanza Domingo Barnés, el pionero de
la psicología mexicana Ezequiel Chávez, o el argentino Aníbal Ponce, que hace ya
muchos años que se plantearon el análisis de la adolescencia, en sus líneas generales.
Precisamente sus libros nos sugieren algunas reflexiones. En efecto, cuando uno se
asoma a sus obras, en busca de información o sugerencias para nuevos trabajos, aparece
patentemente que aquellos aspectos o elementos de la vida de los adolescentes que tienen
un carácter físico, o bien mental y personal, permanecen relativamente estables e
invariables. Por el contrario, lo que podríamos considerar como la tercera pata del banco
de la adolescencia, a saber, la que se refiere al complejo mundo de lo social, ha cambiado
completamente. En este preciso terreno, los problemas son nuevos; se encuentran nuevas
desviaciones, y, sobre todo, van apareciendo nuevas soluciones. Es decir, que aunque la
problematicidad de la adolescencia permanece, es sobre todo en su elemento social
donde esta se alveola y radicaliza.
Por eso el tema de la adolescencia es siempre cambiante y está abierto
constantemente a revisiones: porque la sociedad es un organismo vivo en constante
transformación, en que se generan incesantemente nuevas perspectivas desde las cuales
se ven de una manera nueva tanto los problemas como sus soluciones.
Precisamente, una de las características de las sociedades contemporáneas es que,
en ellas, la figura global de la adolescencia ha estado sometida a grandes y profundas
novedades. Por ello es tan importante analizar cómo se conjugan los cambios sociales

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(poblacionales, sanitarios, familiares, industriales), que tienen lugar en nuestro tiempo,
con los cambios biológicos más o menos constantes y estables, que tienen lugar en toda
adolescencia. En este marco es en el que hay que situar este libro al que estas palabras
ponen prólogo.
Éste es, si no he contado mal, el séptimo libro en solitario que publica su autora, en
una editorial de prestigio y con gran difusión nacional. Es una obra que pondrá al alcance
de los profesionales, los padres y los maestros una información relevante y bien elegida
sobre los adolescentes, que son en realidad sus clientes, específicos, integrados por
personas que desempeñan unos roles muy básicos, los de hijos y alumnos
respectivamente.
Su autora, Margarita Olmedo, es una profesora especializada en estos temas, acerca
de los cuales viene trabajando desde hace años, como una competente profesora titular
de la Facultad de Psicología de la Universidad Nacional de Educación a Distancia. He
tenido la suerte de verla trabajar en sus investigaciones, prácticamente desde sus
comienzos. Comencé dirigiéndole algunas de ellas, y luego hemos colaborado en trabajos
posteriores; he pasado de ser su profesora a ser una compañera de viaje. Su interés se ha
ido centrando en torno al mundo de las emociones, con incursiones hacia el mundo del
trabajo adulto, y al mundo infantil, y en concreto al de la escuela. Ahora se ha atrevido,
además, con la presentación y clarificación de uno de los períodos más peliagudos del
ciclo vital, que es este de la adolescencia.
La adolescencia, en efecto, funciona como un trampolín que permite dar el salto
desde la niñez al estado adulto. Esa mutación se hace conjugando una perspectiva
biológica en evolución constante con otra social cambiante. Éste es un salto que tiene
riesgos y que puede terminar en éxito o fracaso. Su resultado final depende tanto de la
pericia del ejecutante (preparación) como de la calidad de los elementos del entorno
(recursos). Ambos factores cambian en las distintas fases históricas. Un adolescente del
siglo XXI se desarrolla, físicamente, de modo similar a como lo hacía otro del siglo XI,
pero los mundos en que eso sucede son diametralmente diferentes y condicionan de muy
diversa manera ese cambio. ¿Y cómo es ese mundo social de nuestros adolescentes?
Uno de los factores que está en juego hoy es el cambio demográfico. En el siglo XXI
cada vez hay más viejos (el 25% de su población, en los países desarrollados europeos,
tiene más de 65 años) y en cambio hay menos adolescentes (20%). Este cambio incide
directamente sobre el fenómeno de la oferta y la demanda. En una palabra: los viejos se
devalúan y los jóvenes se revalorizan, y aprecian. Uno de los resultados es que se ha
producido un juvenilismo social, lo que lleva a que todo el mundo quiera ser joven,
incluso los viejos.
Para visualizar este cambio, pensemos que antes la figura de representación
poblacional era un abeto, pero se irá convirtiendo paulatinamente en una seta y esto
afecta a la instalación del adolescente, puesto que ha entrado en una etapa de
hipervaloración.
El desarrollo de la medicina ha hecho posible este vuelco demográfico en el mundo
desarrollado. Ha conseguido que los viejos perduren, que los niños no se mueran, pero

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que nazcan en una proporción muy inferior a la que venía habiendo en tiempos bastante
próximos, con lo cual todos los que nacen se mantienen en la vida hasta la extrema vejez,
salvo las excepciones minoritarias que representan la enfermedad precoz y los accidentes.
La medicina, así, ha aplazado la experiencia de la muerte que antaño constituía la
normalidad de la vida. Los jóvenes ciertamente nunca han tenido presente la idea de la
muerte propia, pero estaban expuestos a la experiencia de la ajena y eso conformaba una
idea de la vida. La existencia de una generación joven sin esta experiencia, no ha
ocurrido nunca antes tanto como ahora sucede y es evidente que representa un profundo
cambio.
¿Qué consecuencias puede tener el juvenilismo? Es muy posible que el joven tienda
a sobrevalorarse y a descuidar la calidad de su formación, mediante el esfuerzo, puesto
que está, a priori, seguro de su valor. Además, esto puede estar todavía más
sobredimensionado por el hecho de que, en el mundo desarrollado, la mayor parte de los
adolescentes son en nuestros días hijos únicos. Consecuentemente, sus padres tienden a
ser excesivamente sobreprotectores, y se les retrasa la edad de la responsabilidad, se les
rebaja el nivel de exigencia y tienden a convertirse en progenitores excesivamente
condescendientes. Es muy frecuente que estos padres se digan a sí mismos: “yo lo he
pasado mal, que él disfrute mientras pueda”. El resultado de este proceso es el “niño
mimado”, o spoiled child que describió Locke en el XVII y ya, en aquel entonces,
advertía de su peligrosidad a los nobles de su tiempo (que, por otras muy distintas
razones a las actuales, solían también tener hijos únicos). Ese niño mimado, en opinión
de Ortega y Gasset, vendría a ser lo mismo que lo que en España llamamos un “señorito
satisfecho”.
Por lo que respecta al mundo familiar encontramos otro profundo cambio. Tiene
que ver con la movilidad. Los padres cambian más de residencia, de trabajo y de pareja.
Es un hecho muy general, y hace necesario incrementar la capacidad de adaptación del
joven. Su flexibilidad se vuelve una pieza fundamental para mantener su capacidad de
adaptación.
Como es bien sabido, la adaptación es el meollo de la inteligencia. Como se subraya
en este libro, parece que se ha constatado fehacientemente que ésta crece. Es evidente
que nunca antes en la historia de la Humanidad tantos individuos han tenido acceso a la
educación, e incluso a la educación superior, y nunca ha sido tan efectiva la posibilidad
del ascenso social mediante la educación. Todo esto afecta a la dimensión intelectual de
la inteligencia, pero, sin embargo, no ocurre lo mismo con todo lo que se refiere a la
inteligencia emocional. Parece que a medida que crece la posibilidad de educarse
intelectualmente, se menoscaba la estabilidad emocional. Por ejemplo, sabemos que se
ha acortado enormemente el período de estancia en la familia del neonato y parece que
esto puede tener consecuencias emocionales. Al igual que les sucede a los marsupiales,
que llevan a sus crías en una bolsa materna o marsupio durante un tiempo, el hombre
también necesita una estancia familiar, de máxima proximidad extraplacentaria, para
completar su inteligencia social y emocional y formalizar su pertenencia a grupo. Rof
Carballo, hace ya muchos años, habló de esa proximidad como el medio a través del cual

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se establece una ‘urdimbre afectiva’ en la personalidad del infante, y a su través esa
personalidad se constituye y consolida.
Habría que plantearse seriamente qué es lo que está pasando en tantas y tantas
familias para que el apoyo, la seguridad y la comunicación emocional estén fallando y ,
por lo mismo, no se concluya adecuadamente esa “educación sentimental” que conduce
a la seguridad en sí mismo y al equilibrio afectivo.
Los datos muestran tercamente que los problemas afectivos, ya sea en sus formas
interiorizadas como exteriorizadas, aumentan a medida que las sociedades se hacen más
complejas. No es aventurado pensar, y hay una copiosa investigación empírica que viene
a probarlo, que los adolescentes que protagonizan matanzas escolares casi siempre están
sometidos a unas situaciones familiares desestructuradas. Así, vendría a generarse un
desajuste emocional que parece estar en la base de ese tipo de conductas, que para el
gran público resultan incomprensibles.
Aún hay más cambios. Los cambios técnicos han trastocado la industria y el acceso
a los bienes de consumo, pero de rebote han exigido una dedicación total del individuo a
un trabajo que le proporciona la posibilidad de obtener todo lo que se produce. Tenemos
más cosas que nunca, pero también menos tiempo que nunca para el ocio, para la
socialización y para la familia. Si uno observa el modo de vida americano, que es un
paradigma para muchos, vemos que, en una mayoría de casos, los individuos viven en
unas casas confortables, con inmensas cocinas y amables jardines, pero al tiempo se ve
que el trabajo necesario para mantener esa casa impide en realidad poder disfrutar de
ella. Cuando llegan a su casa, que es su castillo, según la fórmula anglosajona, están
exhaustos y se meten en la cama para cenar viendo la televisión, frecuentemente cada
uno en su cuarto y provistos de distintos menús; no hay tiempo para cocinar en esa
cocina de cine, la cena se calienta en el microondas y suele ser precocinada, no queda
tiempo para utilizar el jardín, aunque haya que cortar el césped con regularidad para no
exhibirlo descuidado ante los vecinos. Éste es un panorama un poco caricaturesco y
desolador, pero puede ser nuestro futuro, y semejante futuro implica que se incrementará
la soledad personal, que es el verdadero mal del desarrollo económico.
Los desajustes que se comentan en este libro son, como ya hemos dicho, los más
comunes en nuestra sociedad y propios de nuestro tiempo, los interiorizados: ansiedad y
depresión, así como los trastornos exteriorizados: hiperactividad y trastornos de
conducta. Con ellos se cubre la gama básica de posibles alteraciones. Pero también se
tocan dos temas que son especialmente relevantes en la vida de nuestros adolescentes y
que representan huidas hacia adelante frente a los problemas emocionales y personales.
Me refiero a las dos básicas adicciones de nuestro tiempo: la adicción a la droga, que
viene de antiguo, y una novísima, la adicción a las nuevas tecnologías-internet, teléfonos
móviles, maquinitas de juegos, que hace estragos entre nuestros adolescentes.
Bienvenido sea un libro que puede ayudar a clarificar los problemas más habituales
en esta etapa de la vida y que se plantea no sólo el tema de una prevención primaria sino
también la prevención secundaria. Éstas son cosas que realmente necesitamos poner, de
manera renovada, a la altura de nuestro tiempo, para que sean más eficaces. Las páginas

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que siguen se refieren, en definitiva, a las cuestiones básicas de cómo podremos ayudar a
nuestros adolescentes a ser más felices, más seguros de sí, mejor comunicados, y
capaces de construir un mundo donde llegar a ser auténticas personas.

Victoria del Barrio

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Introducción

El presente texto ha sido elaborado con la pretensión de proporcionar información sobre


las problemáticas más comunes que pueden darse en la etapa adolescente y sus posibles
soluciones, tanto desde el punto de vista de la prevención primaria en el ámbito familiar,
como de los recursos terapéuticos existentes al respecto, estando dirigido a todas las
personas interesadas en adquirir un mayor conocimiento sobre esta etapa vital, sus
dificultades y las formas de abordarlas.
No es un manual específico sobre problemas psicopatológicos, ni tampoco sobre
técnicas de intervención psicológica enfocado a profesionales. No es el objetivo ofrecer
una panorámica general y exhaustiva de todos los problemas que, evidentemente, pueden
surgir en un adolescente. Se trata, más bien, de profundizar en aquellas cuestiones que
los estudios epidemiológicos han resaltado en esta etapa vital y, sobre todo, en la presente
década.
Comenzaremos ofreciéndoles una perspectiva general sobre lo que acontece
durante estos años, hablaremos de la importancia del cambio, del porqué y de sus
consecuencias, allí dónde podemos encontrar las raíces de los problemas emocionales y
comportamentales que posteriormente serán abordados. Continuamos dando respuesta a
cómo pueden influir la genética y los estilos de crianza en este sentido.
El resto de los capítulos están dedicados al abordaje de problemas concretos,
empezando con aquellos vinculados a las emociones, centrándonos, de forma concreta,
en la depresión y la ansiedad, por su incidencia en estos años, y siguiendo con la
descripción y el tratamiento de los problemas conductuales más frecuentes, la
hiperactividad (con o sin déficit de atención) y el comportamiento perturbador.
Finalmente, se afrontan los problemas de las adicciones, al considerar que los hábitos
adquiridos en la adolescencia pueden ser de capital importancia, no sólo en el manejo de
la vida cotidiana presente, sino que también pueden tener repercusiones futuras.
La estructura de los diferentes capítulos, sobre todo en cuanto a las pautas de
intervención se refiere, puede variar; debido a que, en algunos casos, como ocurre en los
trastornos emocionales, la mayoría de las pautas que resultan de utilidad en su
tratamiento están solapadas, y en otros, en cambio, como en el caso de las adicciones, las
estrategias de intervención son muy específicas.
Aquellos que comparten su vida con un adolescente y están dispuestos a prestar la
ayuda necesaria para solventar estos problemas pueden encontrar a través de esta lectura
una guía para mejorar la convivencia y resolver algunos problemas frecuentes en esta

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etapa vital, conduciéndoles hacia una vida adulta psicológicamente sana.

A Javier,
el artífice capaz de devolverme
con su sonrisa a la cándida adolescencia

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1
La adolescencia: el significado del cambio

1.1. El estereotipo de la adolescencia

Una definición escueta de la adolescencia establece que éste es el período entre la niñez y
la edad adulta. Una etapa donde tiene lugar gran parte del crecimiento físico, psicológico
y social, y es este crecimiento el que hace que la adolescencia ocupe un lugar especial
dentro del campo de la psicología evolutiva.
A pesar de que se han realizado numerosos estudios que tratan de describir y
explicar esta etapa vital y existen excelentes teorías y perspectivas acerca del mismo, es
difícil hallar una visión teórica completamente integrada, que sea tanto explicativa como
predictiva. Los puntos de vista aportados por los diferentes expertos que se han ocupado
del tema suelen ser parciales, centrándose muchos de ellos en aspectos concretos o
haciendo referencia a casos especiales de la adolescencia.
¿Cómo se puede llegar entonces a una definición de la adolescencia en la que se
consideren todas las ramificaciones del uso que se le da a este término?
La percepción de este período vital y las definiciones correspondientes varían desde
las que da el hombre de la calle o el padre involucrado personalmente, hasta las de los
profesionales que tienen interés en los adolescentes en cuanto a sus relaciones cara a cara
y las de aquellos que los consideran como sujetos de su estudio teórico. Puesto que estas
personas tienen diferentes tipos de educación, finalidades y experiencias con el
adolescente, sus percepciones y planteamientos son distintos. Así mismo, es evidente la
tendencia a generalizar a partir del adolescente que se conoce o a partir de un grupo de
adolescentes que forman una subcultura.
Sin embargo, en este punto, nos parece relevante subrayar la frecuencia con que los
adultos consideran a los adolescentes en función de estereotipos fomentados por los
medios masivos de comunicación y, en menor grado, por profesionales que han escrito
sobre la adolescencia. Ha sido tan grande la discusión acerca del conflicto entre
generaciones, que muchas personas, incluidos los padres, están convencidos de que con
la pubertad comienza a gestarse, por lo menos, una guerra fría. Al adolescente se le ha
descrito de muy diversas maneras, entre las que destacan adjetivos como “emocional”,
“voluble” y “egocéntrico”. También se ha destacado su escaso contacto con la realidad,

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su incapacidad para la autocrítica, su inestabilidad y su sensibilidad.
Estos estereotipos tienden a actuar en dos sentidos. El adolescente sabe lo que se
dice de él y se esfuerza por emular la imagen que de él ha sustentado la sociedad.
Conforma su comportamiento para satisfacer lo que se espera de él: la personificación del
estereotipo. En este punto somos testigos de un círculo vicioso de la conducta. El
adolescente trata de comportarse como los adultos sospechan que debe ser, y el adulto,
que atestigua este comportamiento, obtiene la confirmación de su idea. Mientras tanto, la
sociedad, en general, llega a conocer esa conducta a través de los medios de
comunicación, que difunden aún más el estereotipo, perfeccionándolo. En lo que
respecta al adolescente, todo esto refuerza las creencias acerca de lo apropiado de su
comportamiento, y nuevamente trata de cumplir lo que se espera de él.
Al margen de estos patrones, la visión que nosotros tratamos de aportar asume que
este período de la vida tiene características diferentes para cada individuo. El impacto de
la adolescencia y sus efectos varían de una persona a otra, de una cultura a otra y de una
generación a la siguiente. Sin embargo, es importante tener en cuenta que aun existiendo
variaciones individuales, hay denominadores comunes y, con las limitaciones del caso, se
pueden aplicar ciertas generalidades. En este sentido, cabe citar la vulnerabilidad del
adolescente a los problemas emocionales y conductuales. Durante la adolescencia se
observa que las emociones y las conductas tienden a mostrar mayores variaciones que en
las etapas que la preceden y la siguen. Los períodos de gran entusiasmo e intentos por
alcanzar grandes logros son seguidos por períodos de languidez, depresión, insatisfacción
y conductas transgresoras.

1.2. El valor adaptativo de la adolescencia en el ciclo vital

La adolescencia es un tiempo de grandes cambios que a menudo pueden ser confusos


tanto para la propia persona como para quienes le rodean. Saber lo que significa la
adolescencia puede ayudar a las personas cercanas a comprender mejor el
comportamiento en esta etapa vital y a ejercer una influencia mayor en sus decisiones.
La mayoría de los jóvenes de 12 a 16 años experimentan un aumento rápido de
estatura de peso, dando comienzo su desarrollo sexual. El resultado de estos cambios es
que muchos adolescentes están más pendientes de su cuerpo que cuando eran más
pequeños y comienzan a compararse con otros jóvenes y a preguntarse si son
suficientemente altos(as), delgados(as), fuertes o atractivos(as).
En esta etapa, algunas estructuras cerebrales no han terminado de desarrollarse, por
lo que es normal que tengan dificultades a la hora de realizar algunas funciones, a menos
que hayan tenido un desarrollo específico que de forma temprana haya favorecido la
madurez de las mismas. Concretamente, los lóbulos frontales de un adolescente, la parte
del cerebro encargada de pensar en las consecuencias de nuestros actos antes de actuar,
de planificar nuestro futuro, de tener consciencia social, del control de nuestro instinto

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agresivo y sexual y de ponernos en el lugar de otras personas, no se encuentran
totalmente maduros.
Por otra parte, el cambio hormonal en la adolescencia también influye
comportamentalmente. El cuerpo inicia la producción de hormonas y se presentan
cambios en los órganos sexuales, lo cual tiene dos implicaciones importantes: en primer
lugar, se les despierta la libido, una libido que no saben controlar, y en segundo lugar,
sienten que ya han dejado de ser niños e imitan la conducta de los mayores. Dos
características que pueden llegar a convertirse en una “caja de bombas” si la inestabilidad
emocional y la falta de control están en la base.
A la hora de describir la adolescencia existe un acuerdo general en considerar que es
un período de inestabilidad, de búsqueda, de cambios.
Con frecuencia los adolescentes se sienten incapaces de superar los retos que tienen
por delante (los estudios, encontrar trabajo…) y de responder a las demandas que los
demás, adultos y pares, depositan sobre ellos. En esta etapa de la vida los amigos y “la
aceptación” cobran más importancia, comenzando a cuestionar los valores y las reglas de
los adultos, buscando en su grupo de amigos, y a través de los medios de comunicación,
las claves de cómo deben comportarse.
Dadas las citadas connotaciones, no debe sorprendernos que los padres a menudo
tengan conflictos con sus hijos. Durante este tiempo, a veces turbulento, quizá el reto
más grande para los padres y, en general, los educadores sea lograr un balance entre
proveerles de apoyo y establecer los límites adecuados, a la vez que respetar la necesidad
cada vez mayor de independencia que reclaman.
La mayoría de los adolescentes aún están muy orientados hacia el “ahora” y sólo
comienzan a entender que sus acciones pueden tener consecuencias negativas de difícil
solución. Además, tienden a creer que nada malo les va a suceder, lo que contribuye a
explicar por qué a menudo toman riesgos indebidos. Es un momento de tránsito en el que
el ser autónomos cobra un valor especial, sin saber aún afrontar muchas de las
responsabilidades exigidas. La inseguridad y las dudas sobre sus capacidades tienen en
esta etapa un caldo de cultivo favorable, ya que se sienten cuestionados y amenazados
por lo que todavía no dominan. Si un adolescente siente, de alguna forma, que no da “la
talla”, tiene mayor probabilidad de desarrollar problemas emocionales o conductuales,
pudiendo incluso caer en una adicción experimentando con diferentes sustancias para
agradar a sus amigos.
En esta etapa del desarrollo prima una actitud cuestionadora que se opone a las
normas. El joven, en este momento de su vida, está convencido de tener la razón en todo
y que la realidad es tal y como él la percibe. Las únicas personas que pueden influir en el
adolescente son las que despiertan su admiración convirtiéndose así en sus modelos a
seguir. No obstante, no suelen elegir a un único individuo como su modelo, sino que van
tomando rasgos que les agradan de diferentes personas y van construyendo así su propia
identidad.
Para adaptarse más fácilmente a un grupo de amigos o “pares” el adolescente tiende
a hablar como ellos, actuar como ellos, vestirse como ellos, lo cual le proporciona un

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sentido de pertenencia que resulta de gran relevancia en esta etapa, considerando su
niñez y la dependencia de las figuras de autoridad algo a superar. Los amigos se
convierten en las personas de referencia en su vida pasando la familia a un plano que
limita o supera lo meramente instrumental, ya que aún siguen necesitando de su
protección y sustento para llevar a cabo lo que estiman conveniente.

1.3. Temperamento, estilos de crianza y su influencia en los problemas de los


adolescentes

1.3.1. ¿Qué traemos puesto? El temperamento

La adaptación de los niños al entorno social, en su núcleo familiar y, posteriormente, en


el escolar, tiene una repercusión directa sobre su desarrollo como persona y sobre el
ambiente donde se desenvuelve. Pero esta adaptación viene claramente influida por el
temperamento, una variable orgánica, con carga genética, que podemos observar desde
los primeros momentos en la vida de un niño. Muchos de los modelos del temperamento
(Bronfenbrenner, 1998; Buss, 1984; Keenan y Shaw, 2003) subrayan que el ajuste de un
individuo a su entorno es consecuencia de la interacción de un conjunto de variables
orgánicas y ambientales. En los niños, el temperamento representa el origen
constitucional de las diferencias individuales que se manifiesta en la activación
(reactividad) y la capacidad para autorregular la expresión de estas tendencias
(autorregulación).
Tanto la reactividad como la autorregulación están influidas por la herencia, la
maduración y la experiencia. Así, el temperamento representa la base afectiva de la
activación y atención de la persona y, en cambio, la personalidad es el resultado de un
proceso más complejo que, además del temperamento, incluye pensamientos,
habilidades, hábitos, valores, moral, creencias y cogniciones sociales (Rothbart y
Derriberry, 1981).
Partiendo de estas premisas, se puede considerar el temperamento como un
ingrediente de la personalidad, pero aun siendo ésta más compleja, el temperamento
contiene la disposición previa que condiciona no pocos de los cauces en los que la
personalidad se constituye. Por ejemplo, el temperamento proporciona el proceso
atencional básico, pero no cogniciones concretas específicas, así como la intensidad de
reacción emocional (Rothbart, Bates, Eisenberg, Damony Lerner, 2006). Es decir,
podemos considerar el temperamento como una disposición a nativitate para reaccionar
ante estímulos, pero ello se plasma en diversas dimensiones específicas. Estas
dimensiones se configuran en un perfil más concreto y, consecuentemente, en
instrumentos de medida para su utilización en la investigación.
Si consideramos la emoción como una dimensión del temperamento, ésta se
convierte en el elemento básico del anterior, en sus dos formas cualitativas: positiva y

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negativa.
La emocionalidad negativa hace referencia a la disposición para mostrar varias
formas de afecto negativo. Buss y Plomin (1984) señalan, como distintivo de esta
dimensión, cinco elementos: dos cuantitativos, el umbral estimular necesario para evocar
una respuesta y la intensidad de la misma; y tres cualitativos, malestar (distress), miedo e
ira. La intensidad de la respuesta emocional ha sido la pieza fundamental para determinar
el temperamento difícil (Strelau, 1983), aunque los trabajos con adolescentes, Larsen y
Diener (1987) se han centrado en la intensidad afectiva más que en la frecuencia de las
mismas. En este tipo de estudios, la intensidad temperamental reactiva ha sido
considerada como la magnitud del temperamento que correlaciona tanto con afectividad
negativa, incorporándose paulatinamente al constructo de la personalidad (Watson, Clark
y Tellegen, 1988). Se incluyen en el mismo conductas observables como malestar ante
las limitaciones, miedo, tristeza, frustración, retraimiento, timidez.
En el otro extremo de la emocionalidad negativa aparece la emocionalidad positiva,
considerada como la tendencia a expresar júbilo o alegría. Para Thomas, Chess y Birch
(1968), la emocionalidad positiva o cualidad del humor positivo es entendida como una
cualidad del comportamiento amistoso, agradable y alegre, de manera que el concepto de
sociabilidad o acercamiento se solapa con el de emocionalidad positiva.
No obstante, en el temperamento podemos observar la incidencia de otros
parámetros que pasamos a describir a continuación:

– La adaptabilidad. El concepto de adaptabilidad consiste en el grado de


aceptación, por parte del sujeto, de las situaciones o personas nuevas que
aparezcan en su vida. Esta dimensión tiende agruparse empíricamente con la
dimensión de aproximación. Los parámetros que la evalúan están relacionados
con la velocidad de ajuste al cambio ambiental, o a la ausencia de una
reacción negativa al cambio, así como a la placidez y a la quietud en las
respuestas emocionales a una variedad de eventos ambientales. Se trata, pues,
de la velocidad de ajuste a los cambios. En un polo de un continuo aparece el
niño adaptativo, que se presenta plácido y tranquilo, y en el otro polo está el
niño difícil, que crea problemas para su manejo. Este constructo se ha
relacionado negativamente con el componente de emocionalidad negativa,
pero de forma moderada (Windle, 1992).
– La actividad, entendida como frecuencia e intensidad de la actividad motora.
Esta dimensión se ha definido como factor independiente, desde el período
preescolar hasta la adolescencia. Eaton y Enns (1986) la definen como el nivel
usual de energía gastada por un individuo a través del movimiento. Para Buss
y Plomin (1984), la actividad es principalmente un rasgo estilístico que marca
la manera en la cual las respuestas son emitidas y que, además, están sujetas a
un proceso evolutivo, ya que la actividad y sus dos componentes, tiempo y
vigor, se modifican con la edad. Strelau (1983) ofrece apoyo empírico a la
creencia de que hay patrones sistemáticos de funcionamiento neuroendocrino,

23
bajo las características psicológicas y conductuales relevantes para la
reactividad. Así, la actividad del sistema nervioso central aumenta o suprime la
estimulación, especialmente activa en la formación reticular y en el córtex, y
existen evidencias de que los índices psicofisiológicos tienen alguna conexión
significativa con la conducta emanada del temperamento, como anteriormente
sostenía Eysenck (1947).
– La regulación, una variable también definida en varias direcciones, se
manifiesta en varios procesos que desempeñan un papel en tres dominios
principales (Eisenberg et al., 1995): la regulación de la experiencia emocional;
la emoción evocada en una situación dada, y la conducta dirigida
emocionalmente. Rothbart (1981) se ha referido a este concepto, bien como
distracción, bien como ciclo atencional o persistencia de la tarea en niños
escolares, o bien como duración de la orientación. Rothbart y Reznick (1989)
proponen el concepto de autorregulación como un elemento nuclear dentro de
su teoría, entendiéndolo como el conjunto de procesos que pueden modular
(facilitar o inhibir) la reactividad. Rothbart y Derriberry (1981) definen la
regulación en términos de modulación de la reactividad interna como respuesta
conductual y atencional a emociones internas y fisiológicas en respuesta al
procesamiento de estímulos externos. La regulación en los modelos actuales
implica procesos atencionales (atención focalizada y cambiante) y la habilidad
para activar o inhibir la conducta (Derryberry y Rothbart, 1988; Windle y
Lerner, 1986).
– La inhibición conductual o retraimiento, descrita por Thomas y Chess (1977)
es una dimensión de acercamiento-huida que, junto con aquellos modelos
derivados de su concepción, la han entendido como la reacción inicial de un
sujeto ante personas u objetos extraños, así como la aparición de ansiedad o
de miedo ante los extraños o la tendencia a buscar situaciones nuevas. Se ha
caracterizado por una alta actividad motora e irritabilidad en los niños de corta
edad y en la adolescencia como retraimiento, pasividad y conductas de
evitación (Turner, Beidel y Wolff, 1996). Según Rothbart (1981), la inhibición
conductual, a diferencia de la sociabilidad, es un patrón temperamental que se
asocia a un estado emocional displacentero o negativo, provocando huida,
evitación o retraimiento ante situaciones novedosas o poco familiares. Entre
estas situaciones pueden figurar tanto aquellas relacionadas con un contenido
social (inhibición social) como situaciones nuevas o poco familiares, no
estrictamente sociales (inhibición conductual).

Resumiendo, podríamos decir que el temperamento infantil se refiere al conjunto de


diferencias individuales de origen constitucional, presentes desde los inicios de la vida y
con un curso evolutivo cambiante pero con una alta continuidad y coherencia a lo largo
del desarrollo. Este concepto se ha delimitado a partir de diferentes dimensiones, entre
las que cabe destacar la emocionalidad (positiva y negativa), la adaptabilidad, la

24
sociabilidad, el nivel de actividad, la reactividad, la autorregulación y la inhibición
conductual. Estas dimensiones están influidas por la herencia, la maduración y la
experiencia, y en interacción con los diferentes contextos de socialización del niño (por
ejemplo la familia, la escuela o compañeros); es la plataforma sobre la que se desarrollará
la personalidad adulta.
El análisis de la estructura temperamental ha sido abordada desde distintas
aproximaciones. Thomas, Chess y Birch (1968) distinguen entre temperamento fácil,
difícil y lento. Estos autores proponen el constructo de bondad de ajuste para describir la
adecuación o no del conjunto de interacciones circulares entre los cuidadores y el niño.
Pero, independientemente del modelo al cual nos acojamos para su estudio, lo importante
es que el temperamento tiende a ser estable en el tiempo, aunque en los primeros años de
vida puede mostrar mayor variabilidad. Durante el primer mes de vida se aprecia la
emocionalidad negativa, la orientación, la alerta, y la aproximación o retraimiento como
su única expresión; entre los 2 y 12 meses siguientes aparecen las reacciones positivas;
entre los 13 y 36 meses, el esfuerzo de control culmina el proceso que se inició con la
inhibición conductual; por último entre los 3 y los 6 años toma prioridad la
autorregulación verbal.

1.3.2. ¿Qué es lo que nos ponen? La influencia de los estilos de crianza

Al margen de las variables orgánicas o constitucionales que nos diferencian, hemos de


partir de un hecho claro: la familia es el primer núcleo de socialización del niño, con
importantes repercusiones en la adaptación y el ajuste de los hijos. Dentro de la crianza
distinguimos entre dos niveles de análisis: los estilos educativos y los hábitos de crianza.
Los primeros son los de mayor nivel de abstracción y se refieren al clima familiar general
que resulta de la combinación de los hábitos de crianza o pautas educativas de los padres.
La mayoría de los autores (Musitu y García, 2001) coinciden en establecer, al
menos, cuatro estilos educativos: democrático o autorizado, autoritario, permisivo y el
negligente. Cada uno de ellos resulta de la combinación de dos grandes dimensiones en
las que se agrupan los diferentes hábitos de crianza, el afecto y el control. El estilo
educativo democrático es el que se ha relacionado con mayores niveles de ajuste y
adaptación en el niño. Coherentemente con este estilo, los hábitos de crianza consistentes
y relacionados con el afecto y el control inductivo, democrático y positivo son los que se
han vinculado con menores problemas psicológicos en los hijos; mientras que la
hostilidad, la crítica o el control autoritario se ha relacionado, entre otras, con problemas
de rendimiento académico, peor autoestima, mayor incidencia de conductas agresivas, o
depresión. Por tanto, la crianza de los hijos, es decir, el estilo educativo de los padres y
los hábitos de crianza que de éste se derivan, así como sus interacciones lúdicas, poseen
un importante papel en la predicción de futuros problemas en la infancia. De ahí, que la
intervención dirigida a modificar el comportamiento parental en la dirección reduce los

25
problemas de ajuste en los hijos y previene la aparición futura de problemas psicológicos
en éstos.
Si consideramos los datos expuestos desde una perspectiva evolutiva y
contemplamos las dos dimensiones independientes de mayor influencia en la crianza de
los hijos –el control y el afecto–, su significado varía sustancialmente, según la edad de
los hijos.
Por una parte, el afecto es la dimensión que adquiere especial relevancia desde los
orígenes de la relación padres-hijos, por ser la base del establecimiento del apego. Se
gesta a lo largo de un proceso que culmina en los dos primeros años de la vida y cuya
calidad está en función de la aceptación, el cariño, la empatía, la sensibilidad y la
respuesta de los padres a las necesidades de los hijos. A partir de estos primeros
momentos, el afecto seguirá siendo una de las piezas claves de una crianza adecuada. Si
analizamos esta dimensión en función de la edad del hijo, se observa un cambio en las
formas en las que el afecto se manifiesta. En los primeros años de vida, las expresiones
de cariño tienen un mayor soporte físico, tales como besos, abrazos, arrumacos, etc.; sin
embargo, a medida que los hijos crecen, los padres sustituyen, en gran medida, las
expresiones físicas de cariño por la comunicación verbal compresiva y empática como
medio de transmisión del afecto. Por tanto, a lo largo de los años las expresiones de
cariño en la interacción padres-hijos disminuye y experimenta un cambio cualitativo en la
manera de manifestarse (Shek, 2000; Spera, 2005). En línea con estos estudios, un
reciente trabajo de Rodríguez, del Barrio y Carrasco (2009) muestra que a medida que
los hijos crecen informan de un decremento en el afecto y la comunicación de sus padres
y madres, especialmente la comunicación materna con los hijos varones.
Por otra parte, el control que los padres ejercen sobre sus hijos con la finalidad de
establecer normas y reglas que les permitan de manera autónoma y socialmente adaptada
también experimenta cambios con la edad. Como hemos señalado, el control se
manifiesta en aquellas prácticas educativas que incluyen, fundamentalmente, implicación,
disciplina y supervisión. Si bien cuando los niños son pequeños, las rutinas y el
establecimiento de normas más directivas son la forma inicial de ejercer este control,
conforme el hijo crece y va adquiriendo madurez y autonomía, los padres modifican
estas estrategias de control más autoritarias, basadas en la interacción física, en la
imposición o el poder, por estrategias más inductivas, basadas en el razonamiento, la
interacción verbal y el manejo de reforzadores (Cava y Musitu, 2001; Rodríguez et al.,
2009).

1.3.3. El resultado

Gran número de trabajos realizados a lo largo del siglo pasado, relativos a la socialización
infantil, han puesto consistentemente de manifiesto que una de las influencias más
determinantes del bienestar psicológico y conductual de los adolescentes es el tipo de

26
crianza que reciben (Klaas, Hannay, Caroselli, y Fletcher, 1999). Por tanto, el contexto
familiar para los hijos puede significar, en unas circunstancias, un factor de vulnerabilidad
y, en otras, de protección (Collins et al., 2000; del Barrio, 1997). Dependiendo del tipo
de hábitos de crianza que utilizan los padres para educar a los hijos, el desarrollo de éstos
puede ir en una u otra dirección (Rapee, 1997). Los hábitos de crianza relacionados con
el cariño, el apoyo o el seguimiento de los hijos aumentan la probabilidad de adaptación
de éstos al contexto familiar, mejorando su cohesión y armonía; otros, como la
hostilidad, la ira, la crítica o el control psicológico se relacionan con menor éxito
académico, menor autoestima y mayores tasas de comportamientos agresivos o
depresivos en los hijos (Scaramella, Conger y Simons, 1999).
Como hemos comentado, el estilo educativo democrático o autorizado es el
resultado de la combinación de altos niveles de afecto y control, lo que se traducen en
comportamientos parentales de flexibilidad, apoyo, afecto, aceptación y supervisión. Este
estilo educativo ha sido el que sistemáticamente ha mostrado en los diferentes estudios
mayores beneficios para el ajuste y la adaptación de los hijos. En términos generales,
atendiendo a los hábitos de crianza, más que a los estilos educativos, la firmeza, el
afecto, el fomento de la autonomía, la supervisión y el apoyo son aquellos que se han
vinculado con mejores indicadores de ajuste (Gray y Steinberg, 1999). Si, además, estos
hábitos de crianza son consistentes en el tiempo y entre los dos progenitores, sus efectos
sobre el ajuste es aún más palpable (Rodríguez et al., 2009). A pesar de estas relaciones
claramente establecidas, conviene recordar que no siempre las relaciones entre crianza y
ajuste infantil han sido directas. Tal y como hemos comentado, tales relaciones vienen
mediadas por el temperamento del niño.

27
PARTE I

Problemas emocionales en la adolescencia

28
Hace más de cien años que G. Stanley Hall resumió su propio pensamiento y una extensa
investigación sobre la adolescencia en una obra de dos volúmenes y 1.375 páginas, en la
que propuso su hipótesis acerca de la inevitabilidad de los problemas emocionales
durante la adolescencia. Cuarenta años después, los antropólogos culturales empezaron a
dudar de la validez de dicha hipótesis. En la actualidad esta cuestión aún es motivo de
controversia. Hasta cierto punto, es posible que para un adolescente que viva en la
cultura occidental la verdad esté ubicada entre estos dos extremos (Olmedo, 1997).

29
2
La adolescencia como factor de riesgo en el
desarrollo de problemas emocionales

2.1. El efecto Flynn y el efecto “Flan”

Con la intención de obtener un mayor conocimiento sobre el tema que nos ocupa, en las
últimas décadas se han realizado numerosas investigaciones de carácter epidemiológico
(Bragado et al., 1996; Polaino y Domenech, 1990) cuyos resultados han puesto de
manifiesto que, ciertamente, los adolescentes se deprimen y angustian en distintos
momentos más allá de los límites de lo que se podría esperar bajo la perspectiva de las
personas mayores que los rodean. Si bien en un tiempo se creía que la depresión y la
ansiedad eran perturbaciones típicas de la mediana edad, los estudios realizados en
edades inferiores han demostrado que los problemas de depresión, al igual que los de
ansiedad, pueden ocurrir, y de hecho ocurren, mucho antes de alcanzar la etapa adulta.
Incluso hoy se tiene la convicción de que son los sujetos adolescentes y adultos muy
jóvenes los que están alcanzando las prevalencias más altas en este tipo de trastornos en
las sociedades desarrolladas (Kandel y Davies, 1986).
Las razones argumentadas por diferentes autores para explicar tales datos son
diversas. Algunas tienen carácter sociológico, considerando las características de
sociedades “desarrolladas” como la aceleración del ritmo de vida y los rápidos cambios
culturales como factores de riesgo respecto a las alteraciones emocionales en esta etapa
de la vida. Otras argumentaciones se realizan desde un perspectiva biológica,
investigando cómo influyen en los trastornos emocionales variables bioquímicas como
pueden ser los cambios hormonales o las alteraciones de algunos neurotransmisores.
Desde las teorías del aprendizaje y cognitivas también se aportan hipótesis. Para los
conductistas, son los aprendizajes desadaptativos que el sujeto adquiere de forma casi
mecánica en su relación con el mundo los desencadenantes de dichos trastornos. Las
teorías cognitivas, por su parte, valoran especialmente las representaciones que el sujeto
tiene de sí mismo y del mundo exterior a la hora de explicar las causas de los problemas
emocionales.
Una perspectiva con pretensiones que abarca los diferentes aspectos aludidos

30
podemos encontrarla en la paradoja entre el “efecto Flynn” y el “efecto flan”.
R. J. Flynn, después de realizar una investigación longitudinal que abarcaba una
extensa población infantil perteneciente a 14 países desarrollados, publicaba en una
prestigiosa revista científica de psicología una noticia que, en 1987, hizo sentir orgullos a
padres y docentes: “en los adolescentes actuales ha incrementado el CI (inteligencia
psicométrica) una desviación típica (unos 15 puntos de media) respecto a generaciones
anteriores”. Este fenómeno tomo el nombre de “efecto Flynn” y ha continuado
constatándose en los últimos 20 años. No obstante, de forma paralela ha surgido otro
fenómeno que sería factible denominar, sarcásticamente, por su connotación poco
consistente, “efecto flan”, y que haría referencia a esos otros muchos estudios en los que
se pone de manifiesto que la presente generación de adolescentes está más confusa
emocionalmente que la anterior, más sola y deprimida, más enojada y sin reglas, más
nerviosa y preocupada, más impulsiva y agresiva. La hiperactividad y los
comportamientos agresivos alcanzan niveles desproporcionados (es rara el aula en la que
no coinciden dos o más alumnos con este tipo de problema). En definitiva, podemos
concluir que mientras la inteligencia psicométrica avanza, en términos generales, la
Inteligencia Emocional también, en términos generales, decrece. Tal afirmación bien
merece un análisis casuístico, no siendo difícil intuir algunas de las razones que explican
ambos fenómenos.
El aumento de la inteligencia psicométrica se debe con probabilidad a factores como
las mejores condiciones de vida (actualmente existen menos enfermedades infantiles, y
las padecidas dejan menor huella, y la alimentación es mejor que hace décadas, no hay
escasez); la enseñanza es obligatoria y ha aumentado el nivel de edad para dejar la
escuela también en las últimas décadas; los padres muestran mayor preocupación que
antaño por el rendimiento académico de sus hijos; existe más información y de más fácil
acceso (basta con encender el televisor para estar informados) y, por último, los juegos
disponibles facilitan las destrezas intelectuales medidas a través de las pruebas de CI.
No obstante, algunas de estas circunstancias pueden incidir negativamente en el
escaso desarrollo de la Inteligencia Emocional. Según los informes aportados por
estadísticas recientes, el tiempo que los padres dedican a sus hijos ha decrecido; además,
el tiempo compartido se emplea en ver la televisión y ayudar con los deberes. Los niños
pasan el 51% más de tiempo viendo la televisión que con sus padres y el 11% más que
con sus madres. Otro gran protagonista en la vida de los niños son los juegos individuales
(videojuegos), que le restan oportunidades de interacción con los iguales y fomentan
actitudes competitivas y violentas, actitudes que, igualmente, aparecen de forma
destacada en numerosos programas de televisión elaborados, en principio, para el público
infantil.
Ciertamente, los niños disponen de mucha información a través de las numerosas
“ventanas” que, desde su propia casa, pueden abrir: Internet, televisión, vídeos…, pero
esta información es, en muchas ocasiones, contradictoria, el héroe agresivo de una
película mata o amedrenta a sus enemigos y así se gana el respeto de sus compañeros,
seguidamente, en otra temática, nos presentan a una víctima de maltrato, intentando

31
captar la sensibilidad del menor. Los mensajes publicitarios también están cargados de
contradicciones, nos anuncian un postre fantástico y seguidamente el lugar donde ir a
hacerse un liposucción.
Ejemplos habría para llenar páginas, pero basta una reflexión sobre lo que
cotidianamente vemos y/u oímos para darnos cuenta de que, si a los adultos nos cuesta
manejar de forma coherente toda esta información, los esquemas mentales, más
primarios, de los niños apenas pueden digerirla, lo cual se plasma en las dificultades
evolutivas hasta llegar a la adolescencia.
A las contrariedades halladas en la información que les llega de forma externa,
aunque estén en casa, hay que sumar la ambigüedad de las normas que frecuentemente
existen en los hogares. Hace décadas el sistema de valores que los padres empleaban en
la educación de sus hijos era más purista: “esto está permitido y esto no”, “esto está bien
y aquello mal”. Actualmente, la mayoría de los padres nos debatimos ante lo que
podemos permitir o no a nuestros hijos, reñimos cuando nos importunan, les dejamos
solos frente al televisor, y después nos sentimos culpables y les regalamos el último
capricho requerido, sin que ellos sepan el porqué. Unas veces consentimos y otras no,
dependiendo de nuestros quehaceres y el estado de ánimo, a lo que hay que añadir la
falta de coherencia que los menores encuentran entre las figuras de autoridad, a lo que
“papá” dice que sí, “mamá” dice no, la abuela también sí, al igual que la cuidadora y el
maestro dice no (o viceversa y en diferentes combinaciones). Los padres critican
frecuentemente las pautas educativas llevadas a cabo en el ámbito escolar, y ante el
desconcierto, es probable que el niño, y aún más el adolescente, aprenda a ser astuto,
basándose en algunas estrategias adoptadas desde modelos televisivos, para salirse con la
suya, pero, en ningún caso, tales circunstancias favorecen el bienestar emocional, sino
que resultan favorecedoras de la confusión, dando paso a problemas de depresión o
ansiedad, cuando no a conductas impulsivas o agresivas.
A partir del análisis de las diferentes explicaciones propuestas cabe señalar que,
aunque las teorías sobre los trastornos emocionales intentan dar cuenta de la depresión y
la ansiedad desde distintas perspectivas, con la finalidad de poder comprender y tratar las
emociones, no existe una única y verdadera respuesta (Achenbach, 1995; Del Barrio,
1997). Por tanto, desde nuestro punto de vista, consideramos de mayor utilidad obtener
un conocimiento de los factores que se hallan relacionados con la depresión y la
ansiedad, y sobre los que es posible intervenir para lograr su mejora.
No obstante, de cara a clarificar qué entendemos por depresión y ansiedad y sus
características en esta etapa vital dedicaremos las siguientes páginas a esclarecer algunos
conceptos sobre su diagnóstico.

2.2. Definición y diagnóstico de la depresión

En la actualidad, la mayoría de los autores consideran que los criterios utilizados para el

32
diagnóstico de la depresión en la adolescencia son similares a los usados para definir la
depresión en la etapa adulta. Sin embargo, podemos matizar que dicho trastorno
emocional tiene una faceta evolutiva. En este sentido, podemos decir que una de las
características más importantes de la depresión infantil es el estado de ánimo irritable que
se hace manifiesto a través de protestas, lloros, conductas agresivas y/o aislamiento.
Estos síntomas conductuales se van transformando durante la adolescencia en síntomas
de oposición y transgresión de la norma, cediendo más importancia a los factores
cognitivos.
En cualquier caso, podemos hablar de un problema psicológico complejo cuyas
características son: por una parte, el estado de ánimo irritable y/o disfórico, y por otra, la
desmotivación y la disminución de la conducta instrumental adaptativa. Otras
características o síntomas secundarios son:

– Alteraciones del apetito (normalmente disminución de las ganas de comer con la


consecuente pérdida de peso, pero también hay casos en que tal alteración
consiste en un incremento del apetito y preferencias alimentarias, por ejemplo,
dulces).
– Alteraciones del sueño (con más frecuencia insomnio, aunque también puede
darse hipersomnia).
– Alteraciones en la actividad motora, pudiendo darse tanto agitación motora
observable (incapacidad para permanecer sentado, pellizcarse, frotarse las
manos continuamente o arrugar objetos) como enlentecimiento motor
manifiesto a través del habla y movimientos corporales enlentecidos, aumento
de la latencia de respuestas, bajo volumen de voz, menos inflexiones y menor
cantidad de verbalizaciones.
– Cansancio y fatiga excesiva sin hacer realizado un ejercicio físico que lo
justifique, siendo más patente este cansancio por las mañanas.
– Sentimientos de inutilidad o de culpa excesivos o inapropiados. El adolescente
depresivo suele realizar una evaluación negativa no realista de la propia valía,
interpretando acontecimientos cotidianos neutros como prueba de defectos
personales.
– Dificultades para pensar, concentrarse, recordar, tomar decisiones y, en
definitiva, para funcionar intelectualmente del mismo modo que antes, lo cual
se manifiesta en una disminución del rendimiento académico.
– Pensamientos de muerte, ideación suicida o tentativas de suicidio, pensando
que los demás estarían mejor si ellos muriesen. Estos pensamientos pueden
ser transitorios (1 o 2 minutos) pero recurrentes o pueden consistir en planes
específicos para llevar a cabo la acción suicida. En este punto, cabe destacar
que el suicidio, junto con los accidentes de tráfico, constituyen las primeras
causas de mortalidad adolescente en los países desarrollados.

33
Como se desprende de la sintomatología citada, el trastorno depresivo repercute
negativamente a nivel personal al conllevar malestar físico y psicológico, como familiar
(por ejemplo, deteriorando las relaciones padres-adolescente), escolar (bajo rendimiento
académico) y social a través de las conductas de aislamiento.
La naturaleza de las áreas afectadas varía con la edad, siendo en la preadolescencia
los sistemas psicofisiológico y motor los más afectados, adquiriendo relevancia con el
paso de los años el sistema cognitivo, pudiendo incluso llegar a afectar otros ámbitos
como el sexual o el legal (Méndez, 1999).

2.3. Incidencia de la depresión y factores de riesgo en la etapa adolescente

La incidencia de este tipo de trastorno en la población también tiene un cariz evolutivo,


pasando desde una afectación entre 1 y 2% en la población infantil, hasta alcanzar su
pico más alto en la adolescencia. Los estudios epidemiológicos al respecto estiman una
prevalencia de depresión de un 10% entre los 13 y los 18 años, siendo más frecuente
entre las chicas que entre los chicos. De cada 4 adolescentes con depresión 3 son chicas
(Del Barrio, 2007).
Los factores desencadenantes o de riesgo que propician la aparición de este
trastorno emocional pueden ser de índole variada, ejercen su influencia tanto factores
personales como sociales. Si en la infancia podemos decir que el factor de riesgo de
mayor relevancia son los problemas familiares, en la adolescencia suelen ser los
problemas relacionados con la identidad (¿quién soy yo?), los fracasos amorosos y los
fracasos escolares (Olmedo, 1996). La influencia del ámbito social se deja notar por la
mayor prevalencia de la depresión en las sociedades desarrolladas, especialmente en los
grandes núcleos urbanos (Del Barrio, 2007).
Dado que una de las características de la depresión en esta etapa vital son las
conductas de oposición y la tendencia a trasgredir las normas, es frecuente encontrar un
solapamiento de este trastorno emocional con el consumo y/o abuso de sustancias
nocivas, desde la nicotina, hasta las drogas ilegales, sustancias que, a su vez, provocan
un incremento de los trastornos emocionales (incluso la nicotina está relacionada en
alguna medida con la depresión) (Becoña, 2009). De manera que podemos hablar de un
círculo que se retroalimenta a sí mismo.
Los modelos que tratan de dar explicación al desarrollo de la sintomatología
depresiva se basan, en su mayor parte, en factores personales, considerando que la
variable clave para explicar el estado de ánimo es la valoración que el sujeto realiza de la
situación, más que la situación misma. Al margen de los modelos biológicos que subrayan
la importancia de las alteraciones neuroendocrinas y psicofisiológicas en el desarrollo de
la depresión, los modelos psicológicos, sin denostar dichos factores, hacen hincapié en
cuestiones relacionadas con el procesamiento de la información. Por ejemplo:

34
– En los errores que provienen de la autoobservación, atendiendo selectivamente
a los eventos negativos a la vez que ignoran los positivos y atendiendo
también selectivamente a las consecuencias inmediatas, o sea que atienden
más a los efectos a corto plazo que a los efectos a medio y largo plazo. Estos
sesgos atencionales originan una visión negativa y pesimista de la vida.
– En los errores que provienen de la autoevaluación, estableciendo criterios poco
realistas, es decir, son muy estrictos para concederse una valoración positiva
de sus logros y muy proclives a considerar su conducta como fracaso. Sin
embargo, cuando han de valorar las actuaciones ajenas emplean, justo
criterios contrarios. Es frecuente que la persona depresiva realice atribuciones
depresógenas consistentes en atribuir los resultados positivos de su conducta a
factores externos, específicos e inestables y los negativos a factores internos
globales y estables (si he aprobado un examen es porque he tenido suerte, el
profesor de literatura es buena persona o me han preguntado justo aquello que
sabía; si, en cambio, he suspendido es porque soy incapaz de retener nada en
la memoria, no se me dan bien los estudios y jamás terminaré el bachillerato).
Esta autoevaluación inapropiada merma la autoestima.
– En la autoadministración de consecuencias, las personas con depresión se
proporcionan consecuencias a sí mismos en función de la autoevaluación
precedente, lo cual da lugar a un déficit de autorreforzamiento que genera
pasividad y falta de iniciativa, y a un exceso de castigo que, por otra parte,
suele ser reforzado por los adultos que rodean al adolescente depresivo al
valorar positivamente que el joven se esfuerce en controlar su mala conducta
(Méndez, 1999).

Las estrategias, tanto de prevención como de tratamiento, para mitigar los


mencionados factores de riesgo serán abordadas en apartados posteriores, pero con
anterioridad pasamos a describir las características de otro problema emocional de gran
prevalencia en la etapa adolescente: la ansiedad.

2.4. Definición y diagnóstico de la ansiedad

La ansiedad es probablemente la más común y universal de las emociones y está


presente a lo largo de toda la vida del individuo. A partir de los años 80, los estudios
sobre ansiedad pasaron a ocupar un primer lugar en la literatura psicológica y
psiquiátrica, y hoy en día se mantiene dicha tendencia.
Existen numerosas definiciones de la palabra ansiedad, pero básicamente puede
conceptualizarse como un estado emocional crónico, en el que sus efectos se manifiestan
en cualquier tipo de situación; o como susceptibilidad a presentar reacciones emocionales
en determinadas situaciones (Bermúdez, 1991).

35
La ansiedad, en sentido genérico, es una emoción o afecto, pero además también se
trata de un drive biológico básico como pueda serlo el hambre o la sed. Aparece como
una señal de peligro ante cualquier eventualidad que amenace la integridad o la identidad
del yo o que sea interpretada por el sujeto como tal amenaza. Vista desde un punto
evolutivo, la ansiedad es la reacción adaptativa de urgencia ante peligros inmediatos, que
aporta al individuo las máximas capacidades para sobrevivir, usualmente por mecanismos
de lucha o huida.
De forma general, podemos definir la ansiedad como una respuesta anticipatoria
que consiste en sentimientos de aprehensión, nerviosismo, preocupación y activación del
sistema nervioso autónomo (Sandín y Chorot, 1995), que a diferencia del miedo tiene un
carácter difuso, no está centrada en un objeto o situación específica.
La reacción a la ansiedad puede ser provocada tanto por estímulos externos como
internos (pensamientos, ideas, imágenes…), que son percibidos por el individuo como
amenazantes. El tipo de estímulos internos y externos, capaces de evocar la reacción de
ansiedad, estará, en gran parte determinado por las características personales, existiendo
notables diferencias individuales en cuanto a la tendencia a manifestar reacciones
ansiógenas ante las distintas situaciones.
Como hemos podido observar en la anterior descripción sintomatológica de la
ansiedad, esta perturbación se manifiesta como todas las emociones mediante un
conjunto de respuestas agrupadas en tres sistemas (Klein, 1987):

– El cognitivo-subjetivo (preocupación, inseguridad, falta de concentración,


dificultad para tomar decisiones, interpretaciones catastrofistas y, en general
sensaciones subjetivas de distrés).
– El fisiológico o corporal (manifestadas a través del reacciones del sistema
nervioso autónomo, como taquicardia, sequedad de boca, escalofríos,
temblores, sudoración, náuseas, mareo…).
– El motor (movimientos repetitivos o torpes, movimientos sin finalidad concreta,
paralización, tartamudeo y, básicamente, conductas de evitación).

No obstante, cada persona tiene su propia forma de reacción; existen individuos que
muestran una reacción equilibrada entre los tres sistemas y otros en los que destaca
algunos de ellos sobre los demás, lo que implica que las personas, al reaccionar de forma
ansiosa, pueden activar en mayor o menor grado cada uno de estos sistemas.
Por otra parte, también encontramos una distinción dentro del amplio espectro de
los trastornos de ansiedad, nos referimos a la diferencia entre ansiedad generalizada y los
trastornos de ansiedad específicos, entre los que cabe incluir las diferentes fobias, el
trastorno de pánico, el trastorno por estrés postraumático o el trastorno obsesivo
compulsivo.
Centrándonos en la ansiedad generalizada como el trastorno objeto de descripción y
tratamiento (por ser la más frecuente en la adolescencia y la que más covaría con la

36
depresión en esta etapa de la vida), pasamos a ofrecer una serie de criterios, que según el
DSM-IV (APA, 1995) caracterizan a este trastorno, a partir de los cuales podemos
obtener más fiabilidad y exactitud en su diagnóstico:

– Ansiedad y preocupación excesivas sobre una amplia gama de acontecimientos


o actividades que se prolongan más de seis meses.
– Al individuo le resulta difícil controlar ese estado constante de preocupación.
– La ansiedad y la preocupación se asocian a tres o más de los seis síntomas
siguientes (en los niños solo se requiere uno):

1. Inquietud o impaciencia.
2. Fatigabilidad fácil.
3. Dificultad para concentrarse o tener la mente en blanco.
4. Irritabilidad.
5. Tensión muscular.
6. Alteraciones del sueño.

– El centro de la ansiedad y la preocupación es generalizado, no se limita a


facetas vitales, eventos o situaciones concretas.
– La ansiedad, la preocupación o los síntomas físicos provocan malestar
clínicamente significativo o deterioro social, académico o de otras áreas
importantes en la actividad de la persona.
– Dichas alteraciones no se deben a los efectos fisiológicos directos de una
sustancia o enfermedad médica.

Si nos remitimos directamente a las características de la ansiedad en la etapa


adolescente, podemos decir que su connotación más particular es la preocupación
excesiva y no realista sobre sucesos futuros, además de la preocupación acerca de lo
apropiado de su comportamiento en la actualidad o en el pasado, o acerca del
rendimiento académico o sobre la opinión de los demás, las relaciones sociales…
(Echeburúa, 1993).
También este trastorno se manifiesta en la adolescencia a través de componentes
somáticos, como por ejemplo las conductas de inquietud psicomotora (tic, onicofagia…),
así como a través de disfunciones gastrointestinales o trastornos del sueño.
A ello habría que añadir el destacado papel que la ansiedad desempeña en la
adicción a las drogas y/o el alcohol, los trastornos de alimentación y su cormorbilidad con
la depresión, aspecto que abordamos en el último apartado de este capítulo.

2.5. Incidencia de la ansiedad y factores de riesgo en la etapa adolescente

37
El interés teórico y clínico en el estudio de la ansiedad se debe a su elevada prevalencia.
Podemos afirmar que los trastornos de ansiedad suponen la enfermedad psicológica más
frecuente, seguidos de la depresión y el consumo excesivo de drogas y alcohol. A lo largo
de la vida, entre el 13 y el 15% de la población desarrollará el trastorno de ansiedad,
padeciéndolo con mucha mayor frecuencia (más del doble) las mujeres que los hombres
(Miguel-Tobal, 1996). Este dato se confirma especialmente en la etapa adolescente, las
chicas entre 14 y 17 años diagnosticadas de ansiedad duplican a los varones (de edad
semejante) afectos de este trastorno.
La edad de comienzo es un aspecto importante en la epidemiología del trastorno, ya
que tanto la vulnerabilidad orgánica como los eventos vitales típicos de ciertas edades
pueden considerarse como factores de riesgo a tener en cuenta para lograr una mejor
comprensión y prevención del problema. En este sentido, podemos afirmar, siempre en
términos generales, que los trastornos de ansiedad son problemas psicológicos que suelen
tener su comienzo en torno a la adolescencia (Olmedo, 1997). Los trastornos de ansiedad
suelen ser los más prevalentes en muestras no clínicas de niños y adolescentes,
situándose su índice de prevalencia alrededor del 18%, aunque se observa grandes
diferencias en función de la edad, los criterios de diagnóstico o la fuente de información
utilizada (cuando preguntamos a los padres, informan de menor ansiedad o depresión en
sus hijos que si le preguntamos al adolescente) (Del Barrio, Moreno, Olmedo, 1997,
Olmedo et al., 2000b).
Así pues, y partiendo de las estadísticas que dan cuenta del trastorno, podemos
decir que la adolescencia, en sí misma, es un factor de riesgo para su desarrollo.
Igualmente, es necesario considerar las diferencias encontradas en función del género; es
factible afirmar que el hecho de ser mujer incrementa las posibilidades de sufrir ansiedad
(Olmedo et al., 2000a).
Aunque en el caso de la ansiedad, los factores socio-demográficos de riesgo no han
sido tan investigados como en otros trastornos (por ejemplo, la depresión), recientemente
se han realizado estudios que destacan la importancia que tienen la educación y el nivel
socioeconómico, apareciendo dicha perturbación con mayor frecuencia en los niveles
educativos y socioeconómicos más desfavorecidos (Sandín y Chorot, 1995).
También es un dato a destacar la tendencia al incremento de este tipo de trastornos
en las sociedades desarrolladas y especialmente en las zonas urbanas (Fergusson et al.,
1995), lo que parece encontrarse relacionado con hechos como la aceleración del ritmo
de vida, los cambios en el rol de la mujer, la inestabilidad familiar y la movilidad social
(Gotlib y Hammen, 1996). En este sentido, es factible remitir a las observaciones
realizadas en el capítulo 3 al hablar del “efecto Flan” en las nuevas generaciones.
Obviamente, el temperamento del niño y los estilos de crianza también ejercen su
efecto en la posibilidad de desarrollar ansiedad llegada la adolescencia. Respecto al
temperamento, podemos argumentar que un niño que haya mostrado signos de
dificultades adaptativas, es decir, que haya encontrado problemas a la hora de ajustarse a
los cambios sobrevenidos, que se haya caracterizado por una actividad excesiva a nivel
motor, que haya mostrado problemas para autorregularse o que haya mostrado inhibición

38
social, será siempre más proclive a desarrollar un trastorno de ansiedad en la etapa
adolescente.
Asimismo, un estilo de crianza basado en la hostilidad, la crítica o el control
autoritario se ha relacionado, entre otros problemas con la prevalencia de perturbaciones
de tipo ansiógeno. En el apartado del siguiente capítulo, dedicado a la prevención de la
ansiedad y la depresión, veremos cómo los diferentes estilos de interacción familiar
pueden influenciar la aparición o atenuación de dichos problemas emocionales.
Finalmente, conviene aludir a la cronicidad también como factor de riesgo, siempre
y cuando no se trate de cuadros reactivos a circunstancias desencadenantes específicas,
ya que cuando la ansiedad aparece en las primeras etapas vitales y se instala de forma
constante en la vida del niño o adolescente, resulta difícil su extinción, ya que las formas
de seleccionar y procesar la información van a marcar un camino que conduce
inevitablemente a la generación de ansiedad.

2.6. La comorbilidad entre depresión y ansiedad. La explicación a través de


modelo tripartito

Como hemos visto, la ansiedad y la depresión constituyen dos tipos de emociones


negativas de alta frecuencia en la práctica psicológica, las cuales normalmente se
presentan de forma coincidente y solapada en distintos grados, es decir, son trastornos
comórbidos, manifestando puntos de confluencia en su génesis, sus síntomas, así como
en los aspectos terapéuticos adecuados para tratar ambas problemáticas.
El diagnóstico diferencial entre depresión y ansiedad resulta, en ocasiones, difícil de
esclarecer, especialmente si no se trata de población adulta, ya que en edades inferiores
como la adolescencia, los sujetos tienen más limitaciones a la hora de describir en qué
consiste concretamente su malestar subjetivo, independientemente del auténtico
solapamiento de estos trastornos en dicha etapa vital.
Las personas depresivas y ansiosas comparten con frecuencia síntomas como
problemas de sueño, irritabilidad, preocupación… Sin embargo, la ansiedad y la
depresión no deben confundirse, ya que constituyen dos complejos emocionales
diferentes: mientras que la ansiedad implica una hiperactivación orgánica, en la depresión
lo que predomina es la inhibición y la tristeza.
No obstante, dadas las dificultades para perfilar adecuadamente la discriminación
entre ambos problemas, han surgido algunos modelos que tratan de esclarecer esta
cuestión. Entre ellos destacamos el “Modelo Tripartito” sobre el afecto propuesto por
Watson, Clark y Tellegen (1988), considerando que, probablemente, es uno de los que
mejor explica el fenómeno de la comorbilidad entre depresión y ansiedad.
Según este modelo la afectividad positiva y negativa no serían polos de un mismo
continuo, sino que podrían existir de forma independiente. En otras palabras, la
estructura del afecto encajaría en un modelo no unidimensional, sino bidimensional.

39
Los resultados aportados en las investigaciones realizadas por los citados autores
poseen unas implicaciones de gran relevancia, tanto para la conceptualización como para
el tratamiento de ambos trastornos.
Clark y Watson (1991) consideran que la depresión “pura” se caracteriza por
presentar una baja afectividad positiva (manifestada, por ejemplo, a través de la
anhedonia o apatía) y una alta afectividad negativa (preocupación o adelantamiento de
sucesos negativos, rumiaciones, sentimientos de culpa…). Este último componente, de
afecto negativo, sería el compartido con el trastorno de ansiedad. Por tanto, la ansiedad y
la depresión “puras” poseen un componente común, el afecto negativo, pero también
componentes específicos a cada una de ellas que harían referencia a la hiperactividad
fisiológica en el caso de la ansiedad y a la baja afectividad positiva en el caso de la
depresión.
Los componentes de este modelo tripartito facilitan la comprensión de las relaciones
existentes entre ambos trastornos. Así, por ejemplo, el denominado trastorno mixto
ansiedad-depresión conllevaría un aumento en el componente compartido de ambas
perturbaciones, una elevada afectividad negativa pero, en cambio, los componentes
específicos de cada trastorno (hiperactividad fisiológica y baja afectividad positiva) se
encontrarían decrementados (Joiner et al, 1996).
Siguiendo los estudios de los citados autores (Joiner et al, 1996), podemos
constatar la plausibilidad del modelo en varias culturas, incluyendo la española. Además,
del hecho referido a las diferencias en función del género: todos los componentes del
modelo tripartito, menos la depresión “pura” son más comunes en las mujeres que en los
varones, un dato que corrobora los resultados obtenidos por Ochoa, Beck y Steer
(1992), al afirmar que no existían diferencias de género relativas al diagnóstico de
depresión, cuando ésta no se presentaba de forma conjunta a la ansiedad, en cambio,
cuando el diagnóstico era comórbido existía una proporción mujer/hombre de 2:1.
El modelo tripartito que venimos exponiendo, si bien inicialmente fue probado en
población adulta, no tardo en contar con evidencia en niños y adolescentes. El criterio
evolutivo adquiere aquí una especial importancia, no sólo de cara a la teoría sino también
por sus implicaciones prácticas en el tratamiento de estos problemas.
Entre los resultados de estos estudios podemos destacar varios hallazgos:

– La presencia de depresión y ansiedad de forma conjunta se da más en la


adolescencia en comparación con la población infantil (Joiner et al., 1996).
– Cuando los dos problemas se dan conjuntamente existe un número de síntomas
mayor y los síntomas de ansiedad usualmente preceden a los de depresión
(Alloy et al., 1990).
– Los niños y adolescentes con desórdenes de ansiedad informan normalmente de
menos síntomas depresivos, pero los niños y adolescentes con depresión
informan, igualmente, de síntomas de ansiedad (Kendall et al., 1992).
Con respecto al pronóstico, contamos con trabajos anteriores a este modelo
tripartito, en los que se ponía de manifiesto que las formas mixtas del trastorno, en las

40
que conviven la depresión y la ansiedad, tienen un peor ajuste social, una mayor
tendencia a la cronicidad y una respuesta terapéutica más pobre, que cuando dichas
perturbaciones se presentan de forma aislada (Clancy et al., 1972).
En cualquier caso, y no denostando la utilidad de los sistemas diagnósticos
prevalentes en la actualidad, como el DSM-IV (APA, 1995), podemos argumentar de
acuerdo con Bragado et al. (1996) que, de cara al objetivo fundamental desde la
psicología clínica (la prestación de ayuda, fomentando el bienestar de las personas que la
solicitan), quizá las investigaciones en este ámbito deberían atender, en mayor medida, a
los factores de riesgo, indagando sobre los mecanismos causales y a encontrar técnicas
terapéuticas eficientes, más que a “obsesionarse” por encontrar la clave para realizar un
diagnóstico “perfectamente válido” y purista del trastorno en cuestión.
Si hacemos una recopilación de los datos aportados en referencia a los trastornos
abordados, sería posible encontrar factores de riesgo comunes para la depresión y la
ansiedad, incluso cuando los estudios que tomamos como punto de referencia difieren en
función de la muestra de partida. Por ejemplo, la distribución por características sociales,
sexo y edad en las perturbaciones de ansiedad y depresión es bastante parecida en la
mayoría de los trabajos realizados en este ámbito. Asimismo, la mayoría de las
investigaciones coinciden en informar acerca de los altos índices de comorbilidad entre
depresión y ansiedad en la etapa adolescente (Del Barrio, 1997). Este cúmulo de
consistencias lleva a plantearnos la idoneidad de trabajar en prevención y tratamiento de
forma conjunta para estos dos trastornos de tipo emocional (Kendall et al., 1992).
Siguiendo este razonamiento, en el capítulo siguiente exponemos las pautas de
prevención y tratamiento que numerosos estudios han destacado en cuanto a su eficacia;
sin olvidarnos de que cada caso es un mundo particularizado, y que siempre deberemos
ajustar el tratamiento, tanto en el ámbito familiar, como terapéutico, a las demandas y
características del adolescente que manifiesta problemas emocionales.

41
3
Prevención y tratamiento de la depresión y la
ansiedad en adolescentes

Desde el presente manual subrayamos la importancia del aprendizaje de estrategias de


afrontamiento que resulten útiles de cara a la prevención y abordaje de la ansiedad y la
depresión.
Como hemos mencionado, los expertos en el ámbito de estudio que venimos
tratando están de acuerdo en afirmar que el período de la adolescencia contiene cierto
potencial de alteraciones afectivas y reacciones al estrés (Del Barrio, 1997), sin embargo,
también han destacado la importancia que adquieren los factores que actúan como
“moderadores” frente al estrés percibido, es decir, la relevancia de aquellas habilidades o
estrategias que pueden resultar útiles para hacer frente a los eventos vitales estresantes y
cuya limitación supone, en la mayoría de los casos, una correlación significativa con los
niveles altos de depresión y ansiedad (Del Barrio et al., 1994; Endler y Parker, 1989).
Si consideramos la adolescencia como un período crítico, en el que se producen
importantes cambios en el estatus físico, cognitivo y social y tenemos en cuenta, además,
que las habilidades de afrontamiento pueden ser aprendidas, éstas podrán utilizarse como
una forma de incrementar la efectividad con la que los individuos valoran y responden a
estresores potenciales; así como también suponen una mejora en nuestra tendencia de
vernos a nosotros mismos capaces de ser constructivos frente a las demandas de una
variedad de situaciones potencialmente amenazantes (Werner y Smith, 1982).
El uso de las habilidades de afrontamiento adaptadas a las características del
individuo y a la situación puede prevenir o reducir una variedad de problemas
académicos, emocionales, conductuales y de salud del adolescente y puede incluso
ayudar en el desarrollo de la juventud para enfrentarse competentemente con una gran
cantidad de demandas producidas en estos ámbitos.
A partir de los datos aportados por los estudios que se han ocupado de profundizar
en el conocimiento de las diferentes estrategias de afrontamiento en relación a los
trastornos emocionales se ha hecho evidente que la utilización de tales estrategias puede
suponer una clave, no sólo para lograr una intervención secundaria individual más
ajustada, sino también de cara a realizar una intervención preventiva más eficaz a nivel
general, orientando al adolescente hacia mecanismos más positivos de afrontamiento.

42
Pero ¿cuáles son las habilidades que podemos considerar apropiadas para disminuir los
problemas emocionales en la adolescencia?, ¿cómo podemos ayudar en la adquisición de
su aprendizaje?, ¿qué pautas podemos seguir para lograr una eficacia en la enseñanza de
estas estrategias?, ¿qué ámbito podría resultar adecuado para llevar a cabo esta labor? En
las páginas siguientes pretendemos aportar alguna contribución a la respuesta de estas
cuestiones, presentándolas en un solo paquete, es decir, de forma conjunta, dada la alta
comorbilidad que muestran la depresión y la ansiedad en la adolescencia (véase el
apartado 2.6 donde se describe el modelo tripartito) y la posibilidad de eficiencia de las
pautas que describiremos para prevenirlos y/o atenuarlos.

3.1. La prevención

Podemos afirmar que la familia y la escuela son los contextos claves para trabajar en la
prevención de los problemas emocionales del adolescente.
Desde la familia, al hablar de la prevención de problemas emocionales en nuestros
hijos, podemos citar varias facetas de actuación que vienen guiadas por diferentes teorías
que, avaladas por estudios longitudinales al respecto, muestran una relación entre los
diferentes estilos de interactuación con nuestros hijos y la estabilidad o inestabilidad
emocional de los mismos:

a) Estilos de apego. La manera de ofrecer a nuestros hijos nuestro apoyo y


disponibilidad puede influenciar claramente el desarrollo de problemas
emocionales en la adolescencia. En líneas generales, podemos distinguir tres
tipos en el establecimiento del apego paterno-filial:

– El apego inseguro se caracteriza por ofrecer cariño y aceptación en


función de que el comportamiento del niño o adolescente se ajuste a
nuestros requerimientos. Es decir, si hace lo que queremos, obtiene los
resultados que tenemos previstos y se adapta a nuestras necesidades o
apetencias, entonces lo valoraremos y le ofreceremos nuestro cariño. En
caso contrario, le negamos nuestro apoyo, nuestra atención, florecerán
los reproches.. Nuestra aprobación y valoración es condicional. Si…
entonces… El error supone un rechazo, sólo se da la estima a cambio del
comportamiento esperado y deseado. Ante esta situación el niño o el
adolescente tiende a desarrollar inseguridad y miedos, viéndose en la
necesidad de ajustar constantemente sus gustos y sus necesidades a las
expectativas ajenas.
– El apego ambivalente es aquel que se muestra inconstante,
independientemente de las manifestaciones del niño o adolescente. Hoy

43
hay castigo, mañana indiferencia y pasado recompensa por la misma
conducta. Cuando no sabe a qué atenerse el niño genera desasosiego e
inestabilidad emocional, lo cual son importantes predictores de la
depresión y ansiedad en la etapa de la adolescencia; el adolescente, al
margen de las emociones citadas, intentará extraer ventaja de la
ambigüedad educacional desarrollando comportamientos fuera de la
normativa que no se ha llegado a establecer de forma clara (véase el
capítulo 8, dedicado al comportamiento perturbador).
– El apego seguro hace referencia a la interacción en la que los padres
ofrecen su cariño y apoyo de forma incondicional a sus hijos, la
aprobación y el cariño es independiente de los errores que puedan
cometer. Ello no quiere decir que no se le corrijan y se trate de hacer
desaparecer aquellas conductas consideradas desadaptativas, pero el
afecto y la aceptación como persona corren por otra línea. Se corrigen
conductas, manteniendo íntegra su aceptación personal. El cariño no se
cuestiona, quedando disponible la ayuda y el afecto para solucionar
cualquier tipo de problema.

Asimismo, las consecuencias establecidas ante comportamientos


indeseados deben aparecer de forma sistemática y en la misma dirección, de
forma que se evite la ambivalencia.
b) Estilos atributivos. Las primeras argumentaciones que destacaron la relación
de los procesos atributivos con los problemas emocionales parten del modelo
reformulado de indefensión aprendida (Abramson, Seligman y Teasdale,
1978) al considerar que la realización de una atribución es el paso previo a la
formación de la expectativa de incontrolabilidad y el consiguiente desarrollo de
síntomas depresivos y ansiógenos. Concretamente, el citado modelo propone
que cuando las personas se ven sometidas a experiencias incontrolables hacen
una atribución respecto al porqué de esta incontrolabilidad. Dicha atribución
parte de tres dimensiones: internalidad-externalidad (según se atribuya el
resultado a una causa debida al propio sujeto o a una causa externa),
estabilidad-inestabilidad (en función de que crea que la causa se mantendrá o
no en el futuro) y globalidadespecificidad (según piense que la causa afectará a
más facetas de la vida o sólo a una situación concreta). Las diferentes
tendencias que tenemos a la hora de explicar los sucesos negativos hacen a
algunas personas especialmente vulnerables a desarrollar depresión y/o
ansiedad. Así, la tendencia a explicar los acontecimientos negativos de forma
estable, interna y global nos hace especialmente vulnerables a padecer
problemas emocionales, mientras que las personas que encuentran explicación
a los eventos negativos mediante atribuciones inestables, externas y
específicas serían menos proclives a generar este tipo de trastornos (Sanjuan y
Magallares, 2006), y esta predicción se hace aún más certera en el caso de

44
que las personas se encuentren sometidas a altos niveles de estrés. En el caso
de la ansiedad podemos decir que el estilo atributivo que la caracteriza es la
incontrolabilidad presente, es decir, no se deteriora tanto su expectativa de
cara al futuro más lejano sino respecto a los acontecimientos recientes o
próximos.
Si, como hemos venido referenciando, la adolescencia es una etapa vital
llena de ajustes necesarios y de situaciones que escapan al control del púber,
es lógico suponer que su estilo atributivo puede influir de forma marcada en el
desarrollo de problemas como la depresión y la ansiedad.
En la medida de lo posible, recibir ayuda por parte de los padres u otras
personas de referencia, a la hora de reconducir las atribuciones realizadas a los
acontecimientos, resulta una estrategia sumamente útil para prevenir el
desarrollo de problemas emocionales. Si, por ejemplo, nuestro hijo ha tenido
unos resultados negativos en la asignatura de matemáticas, y piensa que nunca
podrá superarla, que va a suspender también otras asignaturas y que él no
tiene la inteligencia suficiente para lograrlo, podemos darle una visión
diferente, argumentando que tal resultado se debe al hecho concreto de que no
ha sabido resolver el problema planteado de ese examen, pero que en otras
asignaturas y en futuras ocasiones no tiene por qué no superar la materia, ya
que tiene recursos suficientes para lograrlo.
c) Estilo controlador vs. observador. Como hemos mencionado con anterioridad,
el control que los padres ejercen sobre sus hijos va experimentando cambios
con la edad. Cuando son pequeños es normal que los niños necesiten una
supervisión casi constante de sus actos, pero a medida que el crecimiento se
impone, el adolescente necesita un espacio donde manifestar su madurez y
autonomía, de forma que procede que los padres modifiquen las estrategias de
control más autoritarias y estrictas por otras de carácter más inductivo,
basadas en el razonamiento y el manejo de reforzadores. No obstante, este
cambio es procesual y existe un continuo donde situar los diferentes estilos de
interacción al respecto. Obviamente, las características de los padres (si son
más o menos controladores) y las de los hijos (si son más o menos
responsables y/o autónomos) dará como resultado el ejercicio de mayor o
menor control por parte de los progenitores.
En cualquier caso, la negación de la autonomía, bien por falta de
confianza en el adolescente, bien por tener una visión del mundo como un
lugar peligroso donde el joven no se puede defender sin una guía estrictamente
pautada a la que atenerse, puede generar problemas emocionales normalmente
derivados de las inseguridades que proporciona el exceso de control.
La otra cara de la moneda de un estilo controlador la encontramos en
aquellos educadores que, sin ofrecer pauta alguna, dejan hacer, limitándose a
observar, para después criticar conductas realizadas sin control. La percepción
en este caso del adolescente con respecto a sí mismo es de inutilidad, de no

45
hacer nada bien, sin encontrar la forma adecuada para lograrlo, lo cual es
también un caldo de cultivo idóneo para generar problemas emocionales y
conductuales.
Encontrar el término medio, saber adaptar el proceso de cambio en las
estrategias de control a la edad y las necesidades del adolescente, es una de las
claves que resultan relevantes en la prevención de la ansiedad y la depresión.
d) El estilo optimista en el clima familiar. Igual que el pesimismo está en la base
de la depresión y la ansiedad, el optimismo actúa como un antídoto a la hora
de prevenir dichos problemas. Fomentar el sentido del humor, la risa (no el
sarcasmo), hace que los problemas y las tensiones se diluyan. La curiosidad
también es algo que forma parte de un clima optimista, mostrar interés por las
pequeñas cosas y preguntar sobre algo que, en principio, no creemos
relevante, hace que surjan temas de conversación amenos que propician el
acercamiento y la confianza.
La demostración de confianza en nuestros hijos es vital, al hablar con ellos
debemos mostrarnos confiados respecto a los logros futuros, fomentando los
planes para su consecución. Ante los errores conviene fomentar la
responsabilidad, no la culpa. He aquí algunas recomendaciones:

– Ser especialmente cuidadosos con las críticas, ya que la frecuencia


disminuye el efecto deseado.
– No utilizar etiquetas al mostrar nuestro enojo, sino referirnos a
conductas concretas (no eres, sino estás…).
– Evitar las preguntas cerradas, por ejemplo: ¿has suspendido sí o no?,
o causales: ¿por qué has suspendido?, en pro de las abiertas: ¿qué
ha sucedido para que no tengas claro sí has suspendido?
– Hablar de las consecuencias sobre él mismo y los demás, ayudándole
a evaluar sus resultados antes de hacerlo nosotros. En este sentido,
también le podemos pedir que plantee sus sugerencias para resolver
el conflicto.
– Propiciar, si es posible, la reparación del daño realizado.

Otra manera de favorecer un clima optimista y ganarnos su confianza es


involucrarlos en actividades que le hagan sentirse útiles, como el cuidado de
los hermanos pequeños, la atención a las personas mayores cercanas y la
participación en las labores cotidianas y del hogar.
Pero las anteriores recomendaciones tendrán escaso efecto si los padres
no actúan como ejemplo de ese clima optimista que debemos instalar en la
interacción familiar. Muchas veces podemos pensar, aun sin decirlo: “haz lo
que te diga, no lo que me veas hacer”. Por ejemplo, podemos desear que
nuestros hijos nos cuenten sus cosas, pero nosotros no le hablamos de las

46
nuestras. Dedicar un tiempo establecido para comentar en familia lo
acontecido durante el día, incluyendo los problemas surgidos, cómo nos
sentimos ante ellos y las posibles soluciones es algo que contribuye a
incrementar su confianza.
Asimismo, entre otras actuaciones que pueden generar un clima de
confianza, seguridad y optimismo, podemos citar: la conveniencia de mostrar
acuerdo y apoyo a las directrices del colegio, implicarse en actividades de
ayuda humanitaria, destacar valores positivos de los demás (señalando los
negativos como errores posibles de solucionar), consolidar vínculos familiares
manteniendo de forma cotidiana relaciones con abuelos, tíos…, compartir
aficiones en el tiempo libre, etc.
Por otra parte, es factible observar como padres que existen temas que
intentamos eludir, a este respecto podemos pensar que, si nosotros nos
sentimos confusos, ellos aún más, por lo que debemos hacer un esfuerzo para
abordarlos, aun reconociendo su complejidad.
Finalmente, conviene fomentar el aprendizaje del lenguaje de las
emociones. En muchos casos, el adolescente expresa su tristeza a través de la
ira, la inseguridad a través de la evitación… Ellos mismos tienen problemas
para identificar lo que les ocurre y definir su estado de ánimo. Si les ayudamos
a poner nombre a lo que sienten, poco a poco podrán llegar a reconocer las
emociones en el mismo momento que aparecen, así como las circunstancias
que las desencadenan. Ante reproches del tipo “no me escuchas”, “no me
entiendes”, “no me quieres”…, a veces resulta aconsejable no argumentar,
sino preguntar por los sentimientos y ayudarles a definirlos y buscar su causa.
No obstante, y al margen de las consideraciones anteriores, podemos
afirmar que en el ámbito escolar también es posible trabajar en la prevención
del desarrollo de problemas emocionales, si el docente se encuentra lo
suficiente motivado para prestar atención, no sólo al ámbito académico, sino
también al emocional de su alumnado.
La intervención desde el marco escolar queda justificada por el hecho de
que es el ámbito más representativo donde el adolescente configura su propia
imagen, tiene que mostrar sus capacidades, competir y afiliarse con sus
compañeros, estando su ejecución continuamente evaluada tanto a nivel social
como académico. Queda también justificada la intervención en el centro
escolar desde una perspectiva social, si tenemos en cuenta que la escuela
puede proporcionar al adolescente, no sólo la oportunidad de aprender
contenidos de carácter académico, sino también de desarrollar toda una serie
de conocimientos acerca de sí mismo y de los demás que le preparan para la
vida adulta. En este punto, de acuerdo con Pelechano (1996), habría que
reconocer que, en el ámbito escolar, no se presta la suficiente atención a los
hábitos de afrontamiento para los problemas personales y sociales, que son tan
importantes en la vida del adolescente.

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Discusiones relacionadas con la autoestima, el autocontrol, la forma de
relacionarse con los demás y de enfrentarse a los problemas, pueden formar
parte de los temas a tratar en clase, al menos en las horas dedicadas a tutorías.
Existen programas específicos y pormenorizados en los que se describen
las diferentes actuaciones prácticas que se pueden aplicar en el aula de cara a
favorecer la inteligencia emocional en la infancia y adolescencia (Olmedo,
2009).
Una nueva modalidad, que podemos situar a medio camino entre la
prevención y la intervención, es la alternativa que nos ofrecen en algunos
campamentos de verano, donde no sólo se ocupan de la diversión y la
aventura de los jóvenes, sino también de potenciar determinadas habilidades
que, sin llegar a tomar el cariz de tratamiento psicológico, resultan óptimas
para prevenir y atenuar los problemas emocionales. Juegos para potenciar la
autoestima, la seguridad en sí mismos, para conocerse mejor, para poder
comprender mejor a los compañeros, forman parte de este tipo de actividades
que es factible practicar en grupo de forma divertida y sin sentirse
amenazados, todo ello, obviamente, guiado y supervisado por un monitor
experto en la materia.

3.2. El tratamiento

Cuando las estrategias de prevención no se han llevado a cabo con antelación, de forma
sistemática o han resultado insuficientes, debido a la vulnerabilidad personal o las
cuestiones ambientales incontrolables, resulta necesario el recurso de la terapia ejercida
por un profesional. Llegados al abordaje del tratamiento y siguiendo la argumentación
expuesta en las líneas anteriores con la intención de configurar un programa de
intervención dedicado a la enseñanza de técnicas de afrontamiento que resultaran
efectivas a estos niveles de edad para disminuir los problemas emocionales, tomamos
como punto de referencia las propuestas realizadas por diferentes autores que
anteriormente se han ocupado del tratamiento de la ansiedad y depresión infanto-juvenil,
seleccionando aquellas técnicas que han demostrado ser efectivas en anteriores
investigaciones (Cautela y Groden, 1985; Mackay, Davis y Fanning, 1981; Michelson,
Sugai, Wood y Kazdin, 1984; Reynolds y Coats, 1986; Shaffi y Shaffi, 1992; Spivack y
Shure, 1974; Vostanis y Harrington, 1994). De esta forma, nuestra propuesta de
intervención queda constituida por cuatro módulos o facetas de abordaje que forman
parte de la terapia cognitivo-conductual, dedicadas a conseguir en el adolescente:

1. Un aumento de su autoestima.
2. Un buen aprendizaje en técnicas de relajación.
3. Incrementar la capacidad de solución de problemas personales.

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4. La elevación en su nivel de habilidades sociales.

No obstante, abordaremos en un apartado final la posibilidad de ayudar a solventar


los problemas emocionales desde un punto de vista diferente; concretamente, mediante la
aplicación del Análisis Transaccional a la educación emocional.
En general, las estrategias psicológicas cuyo aprendizaje puede resultar de utilidad
en los adolescentes es muy semejante a los recursos empleados en el caso de los adultos,
debido a que en esta edad ya podemos contar con el pensamiento abstracto, que
favorece el empleo de técnicas basadas en el razonamiento y la utilización de conceptos
cuya complejidad no permitiría su aplicación en niños. Sin embargo, creemos
conveniente destacar unas reglas que, aunque son de aplicación general en toda
comunicación, resultan especialmente significativas cuando se trata de adolescentes, no
sólo para lograr obtener la información necesaria, sino también para conseguir un
requisito previo: su cooperación en la obtención de los objetivos planteados. Nos estamos
refiriendo a la reglas de confidencialidad y empatía (Olmedo, Del Barrio y Santed, 1998).
Respecto a la primera, cabe recordar que, en la etapa adolescente, adquieren
relevancia los valores de intimidad y confidencia en las relaciones, aumentando el miedo
a que lo revelado sea comunicado a cualquier persona cuyo juicio sea temido. Este
motivo nos lleva a hacer hincapié en la importancia que tiene el saber transmitir al
adolescente que la información que nos proporcione no va a ser divulgada sin su
consentimiento.
En relación a la segunda norma, la empatía o el establecimiento de una buena
relación entre el adolescente y la persona que trata de ayudarle, conviene tener en cuenta
que, en algunos casos, puede resultar algo difícil, pues una de las características típicas
de este período vital es el abismo generacional que establecen entre su mundo y el de los
adultos, así como la inclinación existente, en algunos casos, a desconfiar de todos los
consejos que no provienen de las personas que comparten su edad, sin olvidar tampoco
la tendencia, en algunos púberes, a luchar contra aquellas relaciones en las que se
encuentra subordinado debido a su inferioridad en edad, experiencia, y habilidades.
Las estrategias que funcionan bien en estos casos consisten en hacerles sentir
importantes, escuchando sus ideas, sus utópicos pensamientos, sin juzgarlos, aunque no
se aprueben, y transmitirles la convicción de que pueden llegar a solucionar su problema
en colaboración con el instructor. Es importante saber apreciar las complejidades de la
situación a través de los ojos del adolescente y tener las habilidades suficientes como
para establecer una buena relación que permita una comunicación sincera y cálida,
trátese del ambiente familiar, escolar o terapéutico.
Otra sugerencia estriba en tener mucha información acerca de sus gustos (incluidos
ídolos y cantantes de moda), problemas más habituales y características de su ambiente.
Para ello, supone una gran ventaja conocer la variedad de acciones alternativas que
puedan ser tomadas, así como los recursos de la comunidad que puedan ser utilizados.
Asimismo, cabe señalar la conveniencia de adaptar el lenguaje a la jerga utilizada en estas
edades y el vocabulario utilizado a su nivel de comprensión.

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Finalmente, recomendar al instructor que debe ser consciente de sus propios sesgos
y creencias a la hora de valorar tanto las conductas como los problemas propuestos por
los alumnos a los que pretende ayudar.
En las siguientes páginas describiremos la justificación teórica de cada una de las
técnicas de intervención que configuran el programa, los objetivos a conseguir con cada
una de ellas y las pautas de actuación para llevarlas a cabo.

3.2.1. Incremento de la autoestima

A) Justificación teórica y objetivos generales

Gran número de investigaciones se han dedicado al tema de la autoestima, el


autoconcepto o la autopercepción, configurándose en la actualidad como un área
importante dentro del ajuste emocional y cognitivo humano. La autoestima se considera
un factor relevante en el desarrollo de una buena salud mental y unas buenas relaciones
sociales (Bednar, Wells y Peterson, 1989); por el contrario, una baja autoestima ha sido
considerada por diversos autores y modelos teóricos como el núcleo central de problemas
emocionales (Tennen et al, 1995). Así, los modelos cognitivos explicativos de la
depresión y ansiedad se refieren a las autovaloraciones negativas y al estilo atribucional
como los aspectos nucleares en dichas patologías (Seligman et al., 1984).
Uno de los principales factores que diferencian al ser humano de los demás
animales es la conciencia de sí mismo, es decir, “la capacidad de establecer una identidad
y darle un valor (…) La facultad que uno tiene de definir quién es y luego decidir si le
gusta su identidad o no” (Mackay y Fanning, 1991, pág. 13). En este sentido cabe
señalar que el hecho de juzgarse y rechazarse a sí mismo tiene inevitables consecuencias
negativas a nivel emocional.
Es un hecho constatado que la vivencia repetida de las emociones va forjando la
personalidad, de manera que tener conciencia de ellas y saber denominarlas supone el
primer paso para trabajar con ellas y no permitir que deterioren nuestra autoestima ni
nuestras expectativas de futuro. En el enlace entre emoción y cognición situamos nuestro
plan de vida y el juicio que hacemos acerca de nosotros mismos. En este sentido, cabe
señalar que el hecho de juzgarse y rechazarse a sí mismo tiene inevitables consecuencias
negativas a nivel emocional.
Según Lorr y Wunderlich (1986), la autoestima está en función de las sensaciones
de competencia, eficacia y de las valoraciones percibidas de los otros significativos. Es
importante subrayar que el autoconcepto de una persona tiene una dimensión social y se
aprende de la experiencia de la interacción con el mundo físico y con personas
“significativas” (Lackovicgrgin y Dekovic, 1990). Por tanto, si el autoconcepto es un
constructo dinámico, que se modifica a lo largo del desarrollo y que se adquiere a partir
de las experiencias del sujeto y de su interacción social, también podemos pensar que es

50
factible ayudar a cambiarlo cuando éste sea negativo, dañino o desadaptativo para el
sujeto. La importancia de esta ayuda queda reflejada en estudios, como el realizado por
Battle, donde se avala la relación entre autoestima y trastornos emocionales,
demostrando que la autoestima afecta al rendimiento escolar, a la conducta, a la
interacción con los demás y a la salud mental (Battle, 1987).
Los estudios correlacionales realizados en la infancia y adolescencia permiten
observar cambios importantes entre los dos momentos evolutivos. En relación con los
constructos psicológicos estudiados aparece la disminución de la autoestima como algo
central en la adolescencia y su relación con la sintomatología depresiva. Es un dato
reiteradamente manifiesto que los problemas de autoestima aumentan al llegar a la
pubertad y permanecen durante dicho período evolutivo, encontrando su pico más alto al
final de la misma (Mestre, 1992). El perfil comparativo entre los dos niveles de edad,
últimos años de infancia (11-12 años) y primeros años de adolescencia (13-14 años)
justifica la puesta en marcha de estrategias de prevención de posibles problemas
emocionales relacionados con la autoestima.
El adolescente se evalúa constantemente, clarifica sus valores personales, necesita
la aceptación por parte del grupo, y resulta ser normalmente muy vulnerable a la presión
de sus compañeros. Así pues, podemos concluir que, en este período vital, temas como
la autoestima y el autoconcepto adquieren una especial relevancia debido a los problemas
que supone el abandono del rol característico de la infancia y la adquisición de un rol
adulto.
Dada la importancia de las consecuencias que pueden tener una baja autoestima, es
fundamental conocer los factores que puedan actuar sobre estos problemas con el fin de
modificarlos, o al menos atenuarlos.

B) Abordaje terapéutico

Para conseguir esta meta, las intervenciones de carácter cognitivo-conductual


proponen diversas estrategias que se pueden agrupar en dos grandes categorías, la
primera de ellas orientada a que la persona se conozca mejor a sí misma y sepa
identificar sus habilidades y aspectos más positivos. La segunda tiene como finalidad
lograr una reestructuración cognitiva cambiando los pensamientos propios de la depresión
(distorsiones cognitivas) por otros más adaptativos.

1. Autoobservación. Los autorregistros permiten obtener información más precisa


sobre las actividades realizadas y el estado de ánimo que las acompaña. A
partir de la perspectiva cognitiva, este procedimiento no sólo proporciona una
evaluación conductual sino que permite iniciar otras intervenciones destinadas
a cuestionar el procesamiento de la información que lleva a cabo el cliente.
Además de la observación, es conveniente que la persona realice una

51
valoración numérica del dominio con el que realiza sus actividades diarias, así
como una descripción minuciosa de sus dotes y desventajas que, a nivel
personal, influyen en el concepto que tienen de sí mismo, contrarrestando de
esa forma el pensamiento absolutista dicotómico de “todo o nada”. Una vez
realizado el ejercicio se trabaja con él bajo tres premisas:

a) Utilizar un lenguaje que no sea despectivo ni insultante. (Por ejemplo


cambiar, “torpe en matemáticas” por “me siento incómodo cuando no
comprendo con rapidez los problemas”.
b) Utilizar un lenguaje preciso y específico. Por ejemplo, sustituir “gordo”
por: peso seis kilos más de lo que me gustaría.
c) Encontrar excepciones. En este sentido se les invita a detectar en su lista
descripciones del tipo: “mala estudiante”; estos aspectos se deben
reformular reconociendo que hay asignaturas por las que no tenéis
interés, pero en cambio os gusta aprender sobre…

Después, continúa la intervención centrándonos en esta ocasión en las


características positivas de la descripción previamente realizada, ya que el
siguiente paso para una autoevaluación precisa consiste en reconocer los
aspectos más positivos y trabajar sobre ellos. Pero antes se les invita a pensar
unos momentos en las personas que más han querido o admirado; sin recurrir
a cantantes ni a actores, sino a gente más cercana a ellos, de los que tengan
más referencias sobre su vida o conozcan mejor. Preguntándoles: “¿Qué
cualidades os impulsan a sentir afecto o admiración por ellos?, ¿qué os hace
realmente querer a alguien? Después se anima a contestar la siguiente
pregunta: ¿cuáles de esas cualidades se encuentran en vosotros? Realizando
este ejercicio muchos adolescentes se sorprenden al encontrar que muchas de
las cualidades que les impulsan a querer y respetar a los demás también las
tienen ellos.
Esta técnica se complementaría con la utilización de autoaserciones, es
decir, con la preparación de mensajes de enfrentamiento adaptativos que el
cliente debe repetir antes, durante y después de situaciones estresantes y/o
ansiosas (por ejemplo, “soy capaz de controlar la situación”, “puedo lograrlo”
“voy a encontrar la forma de solucionarlo”…). La repetición de tales mensajes
ocupa la mente con un material preprogramado que compite con un
procesamiento negativo de la información. Esta técnica se puede considerar
una pieza fundamental de la “inoculación del estrés” de Meichenbaum
(1985a); así mismo, Cole y Kazdin (1980) encontraron que el entrenamiento
en la autoinstrucción es especialmente útil para inhibir secuencias de
pensamientos o acciones, para fomentar la independencia del joven respecto a
los acontecimientos externos y para generalizar y mantener los logros

52
terapéuticos.
2. Reestructuración cognitiva. Una vez comprobada la tendencia existente en las
personas depresivas y ansiosas a atender, recordar y predecir selectivamente
los acontecimientos negativos, el uso de esta técnica tiene como principal
función cambiar el concepto negativo que el sujeto tiene de sí mismo y del
mundo. Se puede considerar como una combinación de la terapia cognitiva de
Beck (1976) y la terapia “racional emotiva” de Ellis (1962). En este capítulo
abordaremos la reestructuración cognitiva desde tres formas de intervención
terapéutica:
a) Enseñando a realizar una valoración cognitiva de las emociones. Otra
forma de potenciar la regulación y el autocontrol es aplicando un
entrenamiento en la valoración cognitiva de nuestras reacciones
emocionales. Dicho entrenamiento trata, en líneas generales, de facilitar
la respuesta correcta a la siguiente pregunta: ¿Es adecuada la emoción a
la situación? y puede comenzar incitando al adolescente a reflexionar
sobre el poder de las emociones en nuestro comportamiento a través de
diferentes ejemplos; ejemplos que consigan poner de manifiesto como
una emoción nos puede arrastrar, sin que profundicemos en las razones.
El universo de las emociones no está, precisamente, sujeto a leyes
racionales, los sentimientos son cambiantes, no están sujetos a ningún
orden. Ayer por la tarde podíamos sentirnos abiertos y generosos; sin
embargo, sin saber por qué, esta mañana nos hemos levantado con el
genio un poco torcido, lo vemos todo negro, y es preferible que no nos
pidan ningún favor. Es inevitable sentir estas oscilaciones, siempre que
seamos conscientes de que somos algo más que lo que sentimos.
Realizar un esfuerzo por detectar, profundizar y razonar sobre lo que nos
ha hecho sentir de esta manera puede ayudarnos a conocernos y
comprendernos mejor.
En otras ocasiones, los pensamientos cumplen la función de
evitarnos emociones negativas de forma que nos limitan la vida, y aun
así están muy lejos de conseguir el beneficio esperado. Veamos algún
ejemplo: una forma de controlar cognitivamente el miedo al rechazo es
predecirlo constantemente, a fin de que no nos coja por sorpresa. Si los
fracasos, rechazos y derrotas se anticipan, no harán tanto daño cuando
se produzcan. De esta forma podemos llegar a decirnos: ¿qué interés van
a tener en conocerme?, pensarán que soy un pesado si me acerco. Yo no
bailo porque me lo impide la vergüenza, al anticipar que se pueden reír
de mí.
b) Conociendo las distorsiones cognitivas más frecuentes. El objetivo aquí
es conseguir que el adolescente aprenda a realizar una valoración
objetiva de sus pensamientos, analizando los errores cognitivos en que
solemos caer frecuentemente. Para ello comenzamos a trabajar algunas

53
de las distorsiones más comunes que tenemos a la hora de interpretar la
realidad, sobre todo en el caso de que un problema despierte en nosotros
emociones negativas, conociéndolas una por una y pidiendo la
colaboración del adolescente a la hora de poner ejemplos.
– Pensamiento absolutista de tipo “todo o nada”. Se manifiesta en la
tendencia a ver todas las experiencias según dos posibilidades
opuestas, tomando una de ellas. Por ejemplo, soy muy inteligente o
un necio, o bien éste es un sitio magnífico o es insoportable. El
problema que plantea esta forma de pensar es que siempre se acaba
en el lado negativo de la ecuación. Nadie puede ser siempre
perfecto, con lo que al primer error uno llega a la conclusión de que
es totalmente malo.
– Sobregeneralización. Es el proceso de establecer una regla o
conclusión general a partir de detalles que no la justifican, por
tratarse de hechos aislados que no se pueden aplicar a otras
situaciones. Por ejemplo, a partir de que un amigo me dice que no
puede salir un día, creo que rechaza mi amistad. Si se utiliza la
sobregeneralización, un mal paso significa que somos socialmente
incompetentes; un trabajo de manualidades que no nos salga bien,
que somos manazas. El hábito de sobregeneralizar no permite
constatar las reglas en las que se sustenta. Podemos decir que
estamos sobregeneralizando cuando al describirnos utilizamos los
términos siempre, nunca, ninguno, nadie, todos…
– Engrandecer o minimizar. Esta distorsión consiste en exagerar la
importancia de unos acontecimientos en detrimento de otros. Por
ejemplo, engrandecer la importancia del éxito de un compañero y
minusvalorar el propio. A veces toma la forma de pensamiento
catastrófico (por ejemplo: “esto es un desastre”).
– Filtro mental. Se trata del proceso de filtrar la experiencia de modo
que se atiende sólo a un detalle de la situación, sin darse cuenta de
otras cosas que suceden alrededor. Por ejemplo, del trabajo que he
hecho me fijo sólo en un pequeño error cometido, en lugar de
valorarlo más globalmente, en todos sus aspectos. Es decir, nos
centramos selectivamente en ciertos hechos de la realidad,
prestando atención a ellos e ignorando el resto. Mediante este tipo
de error llegamos frecuentemente a una descalificación de lo
positivo. Se rechazan las experiencias positivas, insistiendo en que
“no cuenta”, por algún motivo u otro. De esta forma, se pueden
mantener creencias negativas, a pesar de las experiencias positivas.
– Sacar conclusiones precipitadas. Se trata de llegar a conclusiones
precipitadas sin disponer de datos suficientes que las apoyen.
Presenta dos variantes: lectura del pensamiento y rueda de la

54
fortuna.
• Lectura del pensamiento. Se presume la capacidad de saber lo
que otro está pensando sin molestarse en comprobarlo o
preguntarlo. Podemos creer que un amigo está decepcionado
por algo, sin haberlo hablado con él. También podemos pensar
que alguien está atento a todos nuestros movimientos, en busca
del más mínimo error; que la profesora nos ha preguntado en
clase de matemáticas para cogernos en un fallo, porque quiere
suspendernos. Además damos por supuesto que los demás
sienten como nosotros, y estas apreciaciones no se contrastan
porque parece que no tenemos dudas al respecto. Nuestra
apreciación nos parece correcta y actuamos en consecuencia
como si realmente así fuese. Cuándo preguntamos al respecto
nos hallamos con respuestas del tipo: “lo sé”, “simplemente lo
creo”, “soy sensible a esas cosas”. Pero ¿qué pruebas reales
tenemos?
• Rueda de la fortuna. Se considera que algo va a salir mal antes
de que haya indicios para pensarlo. Este pensamiento puede
basarse en supersticiones negativas, destino, ley de Murphy,
nuestra mala estrella, etc. De esta forma, nos sentimos
incapaces de tomar decisiones o iniciativas que nos llevarían a
obtener un mayor control de las circunstancias e intentar
modificarlas en caso de que sean desfavorables.
– Deberes imperativos. Se trata de autoimposiciones que nos hacemos.
Generalmente no son realistas; nos exigimos más de lo que
podemos dar: “debería aprobar esta asignatura”, “debo ser amable
con todos”. Cuando “los debes” no se cumplen aparecen
sentimientos de culpa y fracaso; nos acusamos de todo, tengamos o
no la culpa. Mediante este tipo de error también podemos suponer
que tenemos más control sobre las cosas del que realmente
poseemos, sintiéndonos verdaderamente mal cuándo algo se nos
escapa de las manos por motivos ajenos a nuestra voluntad. Nos
culpamos de cosas que están sólo marginalmente bajo nuestro
control, como la salud o la forma de actuar y los sentimientos
ajenos. Es bueno asumir responsabilidad en la vida, pero cuando
esta responsabilidad toma la forma de autoinculpación, por hechos
que no están bajo nuestro control, comienza a ser un grave
problema que daña enormemente nuestra autoestima.
– Personalización. Es la tendencia a atribuirse uno mismo la
responsabilidad de errores o hechos externos, aunque no haya base
para ello. Parece como si uno estuviese bajo presión o en constante
observación por parte de todos los que le rodean. Un amigo dice

55
que está aburrido, e inmediatamente pensamos que somos la causa
de su aburrimiento. Con ello podemos, además, caer en la trampa
de realizar un esfuerzo ímprobo para vencer la situación.

Después de que el adolescente conozca las mencionadas


distorsiones se considera oportuno repetir el proceso, esta vez haciendo
hincapié en que ponga ejemplos personales o de amigos.
En cualquier caso, hay que recalcar dos premisas básicas cuando
un problema o la interpretación que hacemos de una situación esté a
punto de desbordarnos emocionalmente. En primer lugar, debemos
encuadrar la situación dentro de la normalidad: los problemas forman
parte de la vida, y en segundo, lugar, otorgarle sentido de provisionalidad:
el problema no se identifica contigo, tú lo tienes que controlar y resolver
de la manera más objetiva y con la mayor tranquilidad posible. En este
sentido, es fundamental trasmitir a nuestros alumnos que, más
importante que lo que nos ocurre en la vida, es nuestra capacidad para
elegir la reacción ante lo ocurrido.
c) El incremento de la responsabilidad: analizando el origen de los errores.
Ahora bien, con el objetivo de incrementar la motivación también
podemos recurrir a trabajar, esta vez de forma sistemática, para facilitar
una nueva interpretación de los errores cometidos, potenciando el
aprendizaje a partir de los mismos y el incremento de la responsabilidad
a partir de los comportamientos realizados. A dicho entrenamiento
podemos dedicar una o dos sesiones. Con la intención de que los
adolescentes bajo tratamiento aprendan a considerar sus errores como un
componente natural e incluso valioso en sus vidas, trabajaremos en los
cinco puntos siguientes:

– Aprender de los errores. Hay que tener en cuenta que los errores
constituyen un prerrequisito absoluto de cualquier proceso de
aprendizaje. No hay forma de aprender ninguna tarea o habilidad sin
cometer errores. Todos nos hemos caído cuando aprendíamos a andar,
pronunciamos mal las palabras cuando aprendemos una nueva lengua,
nos equivocamos cuando estamos aprendiendo a realizar ecuaciones…
Pero cada error nos dice lo que hay que corregir, cada error nos lleva
gradualmente más cerca de la realización correcta de una tarea.
Las personas que no pueden soportar cometer errores tienen un
aprendizaje difícil, rehúsan a veces incluso el intento; por ejemplo, no se
animarán a practicar un deporte nuevo, no se comprarán un nuevo
programa para el ordenador… En este punto se invita al adolescente a
que cite ejemplos acerca de actividades y aprendizajes que han dejado de

56
realizar (ellos, amigos y familiares) por miedo a cometer errores. Por
ejemplo, sustituir “gordo” por: peso seis kilos más de lo que me gustaría.
– Los errores como aviso. El sueño de la perfección convierte los
errores en pecados, en vez de en avisos. Por ejemplo, si tenemos
un accidente de tráfico menor, esto nos puede servir para actuar
con una mayor precaución a la hora de conducir, pero no debe
convertirse en una justificación que nos impida volver a hacerlo.
Un suspenso nos avisa de que nuestros hábitos de estudio no son
correctos, pero no lo debemos utilizar como excusa para no volver
a estudiar la asignatura.
A partir de aquí se solicitan algunos ejemplos de aprendizajes en
los que hemos cometido errores antes de lograr una actuación
adecuada.
– Los errores son necesarios para ser espontáneos. Si tenemos miedo
a cometer errores nunca llegaremos a decir lo que pensamos, lo que
sentimos o deseamos, ya que los demás pueden verlo incorrecto. Si
nunca nos permitimos decir algo que pueda resultar incorrecto,
nunca seremos lo suficiente libres para expresarnos.
– Los errores como algo inexistente en el presente. Un error es
cualquier cosa que hacemos y que más tarde, después de
reflexionar, hubiésemos deseado hacer de forma diferente. Esto es
también aplicable a las cosas que no hacemos y que luego, tras
reflexionar, desearíamos haber hecho.
Aquí, la palabra clave es “después”. “Después” puede haber sido
una fracción de segundo o cinco años. Por ejemplo, si tiro la pelota en
una dirección equivocada y con fuerza, y rompo un cristal, me doy
cuenta de mi error en una fracción de segundo, que se parece a
inmediatamente, pero no lo es. Siempre hay un tiempo entre la acción
y la lamentación; y ese espacio de tiempo (corto o largo) es la clave
para liberarse de la tiranía de los errores. En el momento exacto de la
acción estamos haciendo lo que parece razonable. La interpretación
posterior es la que convierte la acción en un error. Al conocer las
consecuencias de la acción decidimos que tendríamos que haber
actuado de forma diferente.
En cualquier caso, el conocimiento de las consecuencias nos
permite actuar la próxima vez de forma mejor y evitar cometer el
mismo error de nuevo.
Siguiendo esta reflexión volvemos a requerir ejemplos de errores,
en esta ocasión haciendo hincapié en el tiempo tardado en percibir las
consecuencias.
– La responsabilidad. Las reflexiones y los ejemplos expuestos con
anterioridad pueden llevar a pensar al adolescente que no es

57
responsable de los errores cometidos. Es el momento de aclararles
que esto no es así. Ellos son definitivamente los responsables de
sus actos.
La responsabilidad significa aceptar las consecuencias de nuestro
comportamiento. Todo tiene sus consecuencias, un coste que pagar, y
todos pagamos el precio. Ser una persona más responsable significa
incrementar nuestra conciencia del precio a pagar por las acciones, es
decir, antes de tomar la decisión de hacer o decir algo, o dejarlo de
hacer, hay que pensar en las consecuencias y actuar teniéndolas en
cuenta.
Ahora bien, ésta no es una tarea nada fácil, para conseguirla, en
primer lugar, hay que conocer los límites o dificultades que nos
encontramos y que pasamos a describir:

• La ignorancia. Nunca nos hemos encontrado en una circunstancia


similar.
• El olvido. Puede suceder que aun conociendo las consecuencias
de un hecho, éstas se olviden.
• La negación. En este caso negamos las consecuencias negativas o
las minimizamos por no enfrentarnos con el cambio.
• La falta de alternativas. En esta ocasión cometemos un error
porque no conocemos una forma de actuar mejor.
• Elegir un beneficio a corto plazo ignorando un desastre a largo
plazo. Podemos imaginarnos la siguiente situación: tenemos un
examen dentro de un par de días y esta tarde tenemos la
posibilidad de que un compañero nos explique algunas dudas
que tenemos, pero preferimos ver el partido de fútbol que hay
en la televisión, aun sabiendo que mañana no podremos
resolver esas dudas nosotros solos.

En cualquier caso, al abordar las cuestiones relacionadas con los


errores, lo fundamental es transmitir que forman parte de la vida y de
cualquier aprendizaje y que la única manera de saber es intentar de
nuevo poniendo en el intento todo nuestro corazón…

3.2.2. El aprendizaje en técnicas de relajación

A) Justificación teórica y objetivos generales

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Como hemos visto, la depresión, tanto infantil como adulta, se presenta
normalmente acompañada de ansiedad. El recurso de la relajación puede resultar de
utilidad para disminuir ambas alteraciones, ya que, tiene, a nivel conductual, la finalidad
de controlar la ansiedad (considerada tanto de forma aislada o como síntoma del sujeto
deprimido).
En general, los adolescentes con altos niveles en ansiedad rasgo, experimentan
elevaciones en ansiedad estado más frecuentemente y con mayor intensidad que aquellos
con bajas puntuaciones, debido a que los primeros perciben una gama más amplia de
situaciones peligrosas o amenazadoras (Seisdedos, 1990). Nosotros consideramos la
probabilidad de que enseñando a los sujetos a controlar su ansiedad, cuando se
encuentren expuestos a situaciones de tensión o frustración (ansiedad estado),
conseguiremos que adquieran un mayor control sobre ellos mismos que actúe
disminuyendo los niveles de su ansiedad rasgo (Reynolds y Coats, 1986).
Por otra parte, la ventaja de la relajación desde la perspectiva cognitiva es el valor
que tiene de cara a incrementar la percepción de autocontrol, de forma que este
incremento puede mejorar la autoimagen de la persona deprimida, independientemente
de sus efectos sobre el sistema psicofisiológico, en el sentido de la reducción de arousal.
El aprendizaje en relajación incrementa el control de los impulsos, beneficia el
aprendizaje y el rendimiento en situaciones de tensión. Muchos adolescentes que ponen
su esfuerzo en el aprendizaje de conocimientos y manejo de situaciones encuentran que
sus resultados podrían haber mejorado si la tensión y el nerviosismo no hubieran hecho
presa de ellos. Cuando la situación nos desborda es más probable que tengamos una falta
en el control de los impulsos.
La imaginación se utiliza frecuentemente como complemento a la relajación. La
creación de imágenes mentales gratificantes es una estrategia que consigue aumentar los
efectos beneficiosos de la relajación (Cautela y Groden, 1985). Los autores que han
utilizado este método, con niños y adolescentes con trastornos emocionales, han
informado de la obtención de buenos resultados (Reynolds y Coats, 1986), lo que hizo
aconsejable la inclusión de este procedimiento clásico en nuestra propuesta terapéutica.
Mediante la realización de este tipo de entrenamiento pretendemos alcanzar dos
objetivos generales:

1. Que los adolescentes incrementen su nivel de autocontrol en términos generales.


2. Que los adolescentes sean capaces de aplicar las técnicas aprendidas a
situaciones concretas que estimen amenazantes o como posibles fuentes de
estrés.

B) Abordaje terapéutico

La intervención desde el entrenamiento en técnicas de relajación puede partir de

59
tres aprendizajes: el aprendizaje de relajación muscular, los ejercicios respiratorios y las
técnicas de visualización. Para llevar a cabo el proceso de relajación muscular podemos
tomar como referencia el Manual práctico de relajación de Cautela y Groden (1985);
para entrenar los ejercicios de respiración podemos partir del Manual de técnicas de
autocontrol emocional de Davis, Eshelman y McKay (1988) y un buen ejemplo de los
ejercicios de visualización la podemos encontrar en el Manual de Autoestima:
Evaluación y mejora de McKay y Fanning (1991).
El aprendizaje de la relajación muscular puede conseguirse en pocas sesiones, pero
su entrenamiento completo requiere práctica. Comenzamos proporcionando una situación
de comodidad física en la que mantengan la cabeza firme sobre los hombros, sin
inclinarla hacia delante ni hacia atrás. La espalda debe estar tocando el respaldo de la
silla, las piernas sin cruzar y los pies apoyados en el suelo. Una vez que estén cómodos
se dan las instrucciones para comenzar a tensar y a relajar los diferentes grupos de
músculos de su cuerpo. La secuencia es:

1. Tensar los músculos hasta su grado máximo.


2. Notar lo que se siente cuando los músculos están tensos.
3. Relajarlos.
4. Disfrutar de esa agradable sensación.

Cuando se tensa y relaja una parte determinada del cuerpo hay que intentar
mantener el resto de los músculos relajados. Puede que al principio esto no sea fácil de
conseguir, pero después de un poco de práctica será mucho más fácil. Comenzamos por
la frente, después los ojos, la lengua, la mandíbula, el cuello, los brazos, las piernas, la
espalda, el tórax, el estómago y, finalmente, las nalgas.
Al finalizar estos ejercicios se realiza una respiración profunda, manteniendo el aire
y expulsándolo lentamente y animando al adolescente a observar la relajación de todo su
cuerpo. Con la práctica el estado de relajación se consigue mejor y más rápido, hasta que
llega un momento en que son capaces de detectar la tensión en una parte de su cuerpo y
poder relajarla en el momento deseado.
Como hemos mencionado, otra forma de conseguir la relajación es mediante
ejercicios de respiración. Si atendemos a las más recientes investigaciones, las
intervenciones que alcanzan una mayor eficiencia son los procedimientos respiratorios, al
mostrarse más eficaces, sencillos, rápidos y fáciles de aprender. A pesar de ello, no han
alcanzado tan amplia difusión en el entorno del tratamiento psicológico, tal vez debido a
que no se han desarrollado procedimientos de entrenamiento tan sistematizados como en
el caso de las técnicas de relajación muscular, pero sin duda suponen una gran ayuda de
cara a dominar las habilidades necesarias para reducir el impacto de la sobreactivación en
su vida cotidiana.
En este caso, una vez situados en una posición cómoda, el entrenamiento consiste
en seguir las siguientes instrucciones:

60
– Respirad por la nariz. Al inspirar llenad primero las partes más bajas de
vuestros pulmones. El diafragma presionará vuestro abdomen hacia fuera,
para permitir el paso del aire.
– En segundo lugar, llenad la parte media de vuestros pulmones, mientras que la
parte inferior del tórax y las últimas costillas se expanden ligeramente para
acomodar el aire que hay en su interior.
– Por último, llenad la parte superior de los pulmones mientras eleváis
ligeramente el pecho y se mete el abdomen hacia adentro. Estos tres pasos
pueden desarrollarse en una única inhalación suave y continuada que puede
llevarse a cabo, con un poco de práctica, en escasos segundos.
– Mantened la respiración unos pocos segundos.
– Al espirar lentamente, meted el abdomen ligeramente hacia adentro y levantadlo
suavemente a medida que los pulmones se vayan vaciando.
– Cuando hayáis realizado la espiración completa, relajad el abdomen y el tórax.
– Al final de la fase de inhalación, elevad ligeramente los hombros y con ellos las
clavículas, de modo que los vértices más superiores de los pulmones se llenen
de nuevo de aire fresco.

Fijaros en el sonido y en la sensación que produce la respiración a medida que


consigue relajarnos más y más.
El terapeuta repite el proceso de relajación descrito durante siete minutos, durante
los cuales pide al adolescente que se concentre en el movimiento ascendente y
descendente de su abdomen, en el aire que sale de los pulmones y en la sensación de
relajación.
El entrenamiento en técnicas de visualización comienza invitando a la persona a
dejar vagar su imaginación unos instantes y construyendo una serie de formas
cambiantes de muchos colores diferentes, cambiando el fondo y la figura e intentando
acelerar los cambios sin perder la viveza y la perfección de las imágenes. La siguiente
parte del ejercicio consistirá en la creación de una experiencia plena y viva, que incluya
no sólo el sentido de la vista, sino todos los sentidos. Para empezar, podemos animar a
imaginar que están descendiendo por una escalera mecánica, dejando que la pesadez y la
relajación invadan el cuerpo al tiempo que se imagina en el punto más alto de la escalera
automática. Los escalones empiezan a moverse delante. Si se comienza a contar hacia
atrás del diez al cero, podemos llegar a imaginar un sitio precioso, unos jardines o un
paisaje hecho a medida y para nosotros, es importante recorrerlo con la vista, y es
posible incluir en él lo que más nos guste, lagos, fuentes, árboles, pájaros, todo aquello
que nos sea agradable. Desde ahora ése se propone como nuestro lugar de relajación, al
que acudiremos cada vez que nos sintáis tensos. La sola visión de ese lugar nos
proporcionará la calma y la paz que deseamos en los momentos de tensión.
Cualquiera que sea el método de entrenamiento en relajación elegido o preferido, a
través de su práctica conseguiremos incrementar el bienestar y el autocontrol. Diez
minutos de relajación benefician la concentración y el aprendizaje, lo importante es la

61
práctica de forma cotidiana hasta llegar al dominio de las técnicas descritas.
Las técnicas de relajación descritas se encuentran detalladas, con instrucciones de
uso pormenorizadas en diversos materiales, actualmente, su mayoría en forma de CD
(Calvo, 2006), que permiten el entrenamiento y su puesta en práctica de forma cotidiana,
fomentando su uso en cualquier lugar, de forma que el aprendizaje de la técnica de
relajación puede consolidarse en un tiempo más breve de lo que supondría el
entrenamiento en un contexto meramente clínico.

3.2.3. Desarrollando su percepción de autoeficacia: el entrenamiento en solución de


problemas

A) Justificación teórica y objetivos generales

Además del sentido del aprendizaje acerca de los errores y la responsabilidad, que
hemos tratado de potenciar a través de las pautas expuestas con anterioridad, podemos
trabajar otra faceta que se encuentra igualmente vinculada a la motivación, nos referimos
a la autoeficacia. Hay un hecho psicológicamente irrefutable: si una persona se considera
capaz, eficaz para resolver un problema, su motivación para involucrarse en el empeño
de su solución será considerablemente mayor que si se considera ineficaz. La voluntad
crece a medida que consideramos que nuestro esfuerzo resulta útil.
Desde la perspectiva, que trata de potenciar la autoeficacia, cuando hablamos de
resolver problemas, no nos estamos refiriendo, sin más, a los problemas matemáticos,
sino, particularmente, a aquellos que, de forma cotidiana, nos generan malestar e
incertidumbre.
Ya en 1958, Jahoda sugirió que la salud mental estaba relacionada con la capacidad
del individuo para resolver problemas intrapersonales e interpersonales, hipotetizando que
esta habilidad consistía en la tendencia a reconocer y admitir un problema, así como a
reflexionar sobre las posibles soluciones y tomar las decisiones apropiadas llevándolas a
cabo. En los primeros estudios empíricos sobre el tema, Spivack y Shure (1974), dos de
los principales representantes de esta línea de investigación, comenzaron una serie
extensiva de trabajos en los que exploraron el uso de solución de problemas con niños y
adolescentes, afirmando que la adaptación infantil y juvenil podría ser mejorada sí
podemos aumentar su capacidad para ver un problema humano, su apreciación de
diferentes formas de manejarlo, y su sensibilidad a las consecuencias potenciales de cada
una de ellas.
El entrenamiento en solución de problemas como medio para reducir la ansiedad y
la depresión ha de tener en cuenta dos posibilidades. En primer lugar, la existencia de
determinantes que impiden la definición de la situación conflictiva en términos correctos,
bloqueando de esta forma el resto del proceso de solución de problemas. Entre estos
determinantes podemos citar: la tendencia encontrada frecuentemente en las personas

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con problemas emocionales a utilizar la evitación como estrategia de afrontamiento
(Holahan y Moos, 1987), la actitud negativa ante el problema basada en pensamientos
autorreferentes de incompetencia (Beck, 1967) y el temor ante la posibilidad de que su
afrontamiento directo les genere más ansiedad (Dusenburg y Albee, 1988).
En segundo lugar, también es probable que algunas personas con problemas
emocionales estén capacitadas para la resolución de problemas, pero quizá no puedan
traducir esos planes en una acción efectiva, por lo que se hace indispensable recurrir a
estrategias de entrenamiento en las que el sujeto participe. La representación de papeles,
el modelamiento y la práctica graduada pueden ser útiles en este sentido (Meichenbaum,
1985b).
Nuestra propuesta dedicada al aprendizaje de habilidades de solución de problemas
personales y sociales trata de cumplir dos objetivos generales:

1. Que los adolescentes afectados de depresión o ansiedad asuman una actitud


positiva y adaptada ante los problemas cotidianos que tienen dificultad para
resolver.
2. Que los adolescentes, ante estos problemas, sean capaces de incrementar
significativamente su habilidad para resolverlos.

Estos objetivos se irán desglosando en otros de carácter más específico a través de


las siguientes páginas.

B) Abordaje terapéutico

La aproximación a la solución de problemas para desarrollar habilidades de


afrontamiento en adolescentes se centra en enseñar medios sistemáticos de enfrentarse
con situaciones personal y socialmente problemáticas, a través de una secuencia
estructurada de actividad cognitiva. Se trata, aquí, no de aportar la solución ideal a un
problema concreto, sino dedicar unas sesiones a ensayar un algoritmo que le permita en
numerosas situaciones (independientemente del problema que se trate) aplicarlo para
encontrar la solución más idónea. El análisis del problema y la búsqueda de una solución
adecuada es común en todos los casos, independientemente de su contenido, y es una
tarea que el terapeuta puede conducir mediante la enseñanza de distintos pasos que
pasamos a analizar:

1. Orientación general (asumir que las situaciones problemáticas forman parte de


la vida y que el individuo ha de afrontarlas normalmente).
2. Definición y formulación del problema (formulación del problema en términos
completos).

63
3. Determinación de metas.
4. Generación de alternativas (pensar en todas las soluciones posibles mediante
“tormenta de ideas”).
5. Examen de las consecuencias (evaluar cada alternativa en términos de su
eficacia para solucionar el problema).
6. Elección de la solución más adaptativa.
7. Planificación de los pasos necesarios para llevar a cabo esa solución.
8. Verificación (actuar sobre la decisión evaluando el ámbito sobre el que la
decisión ha sido acertada).

El procedimiento que proponemos seguir comenzará con una breve explicación


sobre lo que entendemos por problemas de naturaleza social o personal. Los problemas
se producen por muchos motivos: cuando vamos a un sitio que no conocemos, al
relacionarnos con nuestros amigos, con nuestros padres y, en definitiva, cuando no
sabemos qué hacer para conseguir aquello que deseamos.
A continuación, se anima al adolescente para que manifieste distintos tipos de
problemas que él o sus amigos hayan experimentado recientemente y en los que hayan
percibido dificultad a la hora de encontrar su solución.
Seguidamente, se exponen los pasos, anteriormente mencionados, que deben seguir
para solucionar un problema, aunque adaptados a un lenguaje más coloquial:

1. Asumir que las situaciones problemáticas forman parte de la vida y que


debemos enfrentarnos a ellas con normalidad, eliminando los pensamientos
negativos y sin precipitarnos.
2. Definición y formulación del problema fijándonos bien en todas sus partes.
3. Decidir una meta.
4. Pensar en las posibles soluciones.
5. Pensar sobre las consecuencias de cada solución.
6. Elegir la mejor solución.
7. Hacer un plan para llevar a cabo esa solución.
8. Comprobar si hemos actuado correctamente.

Comenzando a trabajar en el primer punto de los mencionados, explicaremos cómo


a lo largo de toda nuestra vida estamos tomando decisiones: atender o no atender al
profesor; lavarnos, o no, por la mañana; tomar, o no, el autobús para ir al colegio… Lo
que ocurre en la mayoría de las situaciones es que sabemos qué es lo mejor que
podemos hacer y conocemos las consecuencias que podría tener una actuación en
sentido contrario. En estas ocasiones la elección no nos plantea ningún problema. Sin
embargo, cuando nos enfrentamos a unas circunstancias en las que no sabemos cómo
actuar para conseguir lo que queremos, podemos decir que tenemos un problema. El
primer paso para solucionarlo consiste en darse cuenta de su existencia, tener conciencia

64
de él. Esto implica que cada uno de nosotros suele tener sensaciones negativas como ira,
inquietud, preocupación, tristeza o, en general, sensación de incomodidad, que nos están
indicando que un problema existe.
La definición del problema no siempre es algo simple, en ella debemos incluir los
aspectos que consideremos relevantes en el nivel emocional (cómo nos sentimos), social
(cómo nos comportamos con los demás y cómo se comportan ellos con nosotros) y
ambiental (qué cosas de las que nos rodean nos gustaría que no estuvieran, o al revés,
qué cosas deseamos que no tenemos).
Siguiendo las instrucciones anteriores, la labor del terapeuta consiste en ayudar a
analizar los posibles errores y la forma de proceder adecuada en los problemas que
anteriormente el adolescente ha planteado.
Mediante este entrenamiento, y a través de los diferentes ejemplos que nos va
proporcionando el adolescente, se pretende reducir el hábito de la evitación como
estrategia de afrontamiento, a la vez que se trata de enseñar a asumir la existencia de un
problema como algo natural, que no tiene por qué desencadenar pensamientos negativos
acerca de uno mismo ni del futuro. Por el contrario, resulta de utilidad una actitud
positiva frente al mismo, que a su vez fomente la reflexión y la prudencia. De esta
manera habremos cubierto las dos primeras fases del entrenamiento en solución de
problemas:

1. Asumir que las situaciones problemáticas forman parte de la vida y que


debemos enfrentarnos a ellas con normalidad, eliminando los pensamientos
negativos y sin precipitarnos.
2. La definición y formulación del problema fijándonos bien en todas sus partes.

Así pues, comenzamos a trabajar en las restantes fases.


Partiendo de los conocimientos proporcionados con anterioridad, se ayuda al
adolescente a definir los aspectos emocionales, sociales y ambientales del mismo,
mediante preguntas del tipo: “¿por qué es un problema?”, “¿qué aspectos del problema
son relevantes o importantes?”, “¿qué sensaciones o sentimientos negativos tenías?”,
“¿qué comportamiento propio o ajeno te molestó?”.
Cuando termina de relatar el problema experimentado se le pregunta acerca de los
posibles pensamientos negativos que tuvo al respecto, implicando a los demás alumnos
en la aportación de otros pensamientos negativos que podría haber tenido, en las
consecuencias de los mismos, así como en la sugerencia de otros de carácter positivo que
deberían sustituirlos. Después, se le pregunta sobre las cosas que le gustaría cambiar de
la situación, acercándonos de esta forma a la tercera fase de solución de problemas: “la
fijación de metas u objetivos”, “¿cuál puede ser el objetivo a conseguir?”.
La exposición finaliza con una definición clara y concreta del objetivo o metas
deseadas, quedando emplazada para continuar más tarde con el análisis de su problema.
Una vez decidido qué es lo que quiere conseguir, es muy importante que sea capaz

65
de pensar diferentes alternativas o soluciones para el problema identificado. La consigna
es ser creativos, tomar una hoja en blanco y que anote en ella todas las ideas que se le
ocurran sobre qué podría, de alguna forma, acercarle al objetivo planteado. Sin evaluar,
no importa lo acertadas que sean, lo importante es que sean muchas.
A este modo de actuar los expertos en solución de problemas lo llaman “tormenta
de ideas”. La única pretensión es conseguir un amplio abanico de posibilidades en las que
después trabajaremos, pero, de momento, cuantas más mejor, por muy peregrinas o
raras que le parezcan. Cuando el trabajo esté realizado, evitaremos los comentarios
despectivos ante las ideas sugeridas, posteriormente serán debatidas; simplemente le
invitamos a pensar sobre la siguiente cuestión: ¿cuál es la causa de que unas personas
tomen decisiones mejor que otras?
La clave de esta habilidad está en la capacidad de saber organizar las diferentes
posibilidades de actuación y clasificarlas según sus ventajas e inconvenientes. Una vez
hecho esto, la persona con habilidad para tomar decisiones escoge la que parece ser la
mejor línea de acción, y entonces actúa. Por supuesto, incluso la persona que mejor
toma decisiones puede, ocasionalmente, equivocarse al hacer la elección “correcta”. Sin
embargo, se ha demostrado que las personas impulsivas al tomar decisiones son menos
eficaces que los individuos que abordan las decisiones de una forma determinada y
organizada.
Para valorar las alternativas de forma organizada recurrimos a imaginar las
consecuencias de cada una de ellas, pero no en general, sino siguiendo unas pautas que
podemos agrupar en cuatro categorías:
1. Pensar en términos de consecuencias a corto plazo.
2. Pensar en términos de consecuencias a largo plazo.
3. Pensar en términos de probabilidad de éxito.
4. Pensar en términos de riesgo.

Siguiendo las alternativas propuestas por el adolescente, comenzamos su análisis


tomando como referencia las pautas citadas, hasta que finalmente se llega a la conclusión
de que una o varias de las propuestas son las más adecuadas. En este punto conviene
señalar que, cómo es factible observar, no vale la pena elegir soluciones muy positivas si
va a ser muy difícil conseguirlo, mientras que otras soluciones menos difíciles y que son
también buenas se pueden poner en práctica sin dejarnos la piel en el intento y con ello
sentirnos satisfechos.
En muchas ocasiones no percibimos la dificultad de la alternativa elegida hasta que
comenzamos a elaborar un plan para llevarla a cabo, y nos damos cuenta de que no
tenemos los medios o la capacidad para alcanzar dicha solución. Si esto ocurre debemos
regresar a la fase quinta, revisar el resto de las alternativas y escoger otra que, siendo
positiva, sea más viable.
La fase de planificación no es sólo útil para descubrir que existen soluciones que
nos costaría mucho llevar a cabo al no disponer de los medios suficientes; también es
necesaria porque nos ayuda a comprometernos con la realización de la alternativa elegida

66
haciendo más fácil la posibilidad de ponerla en práctica. Hay que invitarle a responder:
¿qué es lo primero que tengo que hacer?, ¿por dónde puedo comenzar?, ¿y el siguiente
paso cuál sería?, ¿en qué momento puedo ponerlo en práctica?, ¿cuánto tiempo me
llevaría?, ¿tengo que dejar de hacer otra cosa que tenía pensada para llevar a cabo el
plan?, ¿tengo que contar con la ayuda de alguien?
Cuando todos los pasos a seguir han quedado suficientemente especificados, ya
sólo quedaría que el adolescente en cuestión lleve a cabo su acción. Puede suceder que,
a pesar de todo, después se encuentre con dificultades que no sepa resolver, pero de
cualquier forma se sentirá más satisfecho consigo mismo decreciendo de esta forma su
ansiedad y/o depresión.
El algorismo propuesto debe aplicarse con varios ejemplos, varias problemáticas
que el adolescente considere relevantes, para que la práctica se consolide y pueda utilizar
la herramienta aprendida fuera del ámbito clínico y sin ayuda. Debido a que los procesos
de pensamiento anteriormente citados se han concebido de forma diferente a los
contenidos de los problemas tratados, es más que factible que, después de ser
entrenados, los adolescentes sean capaces de aplicar las estrategias que han aprendido a
un amplio rango de situaciones problemáticas. Se asume que el sujeto utilizará el proceso
de pensamiento anterior como una estrategia aprendida que puede aplicar para solucionar
diferentes situaciones problemáticas específicas a las que se enfrenta, disminuyendo así
la probabilidad de generar depresión o ansiedad ante los mismos (Olmedo et al., 1996).

3.2.4. El entrenamiento en habilidades sociales

Las complicaciones a las que se enfrenta el adolescente en su vida social son diversas, ha
pasado recientemente por etapas de desarrollo en las que lo que se esperaba y lo que se
aceptaba en él era muy diferente a los requerimientos a los que ahora se enfrenta. Es un
individuo sin experiencia, de hecho todavía un niño, que se encuentra a sí mismo en lo
que le parece un mundo adulto de rápida expansión. El proceso del crecimiento es difícil
y extraño, en especial por las relaciones que provoca con otras personas, iguales o
adultos. El adolescente debe emerger al final de sus exploraciones sociales, en particular
de aquéllas en las que sus coetáneos están implicados, con actitudes, pautas de
comportamiento y habilidades sociales maduras y adecuadas para que logre obtener un
grado de ajuste social como adulto.
Es evidente que en el proceso que lleva a conseguir esta meta existen dificultades
que se hacen más pronunciadas para unas personas que para otras. En el caso de los
adolescentes que sufren depresión y/o ansiedad, las relaciones sociales se ven
decrementadas en comparación a los que no tienen ningún trastorno de este tipo, aunque
nos encontramos aquí ante el dilema de lo que podemos considerar causa o efecto.
Algunos autores sugieren que es la incompetencia social el desencadenante de la
depresión y de la ansiedad, y la consideran uno de sus mejores predictores (Kupersmidt

67
y Patterson, 1991); sin embargo, también hay quien mantiene la postura contraria,
afirmando que el retraimiento social es una consecuencia de la anhedonia típica de los
sujetos deprimidos. Asimismo, en relación con la ansiedad, se han encontrado
deficiencias en los patrones de intervención social que mejoran con la desaparición del
trastorno (Hibbert, 1984).
Indiferentemente de la dirección propuesta para la causa y el efecto entre las
habilidades sociales y los problemas emocionales, y a pesar de que algunos teóricos no
están de acuerdo en incluir los problemas de socialización entre los criterios diagnósticos
de depresión y de que para la ansiedad exista una categoría especial para denominar este
tipo de problemas, queda clara la importancia que las habilidades sociales tienen en
relación a los trastornos emocionales, aún más si consideramos que en la adolescencia
este tipo de habilidad adquiere especial relevancia. Chen et al. (1995) pusieron de
manifiesto que la coocurrencia de los problemas de sociabilidad y depresión incrementan
la probabilidad de futuros episodios depresivos. Debido a esto podemos considerar el
entrenamiento en habilidades sociales como una estrategia eficaz a seguir en los casos
que el adolescente muestre una sintomatología depresiva y/o ansiosa.

A) Justificación teórica y objetivos generales

El incremento de las habilidades sociales en general, y en especial de la asertividad,


es una de las estrategias que frecuentemente ha de ser utilizada en el tratamiento y la
prevención de este tipo de trastornos. Los resultados de la aplicación de este tipo de
terapias parecen ser positivos (Stark et al., 1987). Numerosas investigaciones han
mostrado el éxito derivado de la enseñanza de estas estrategias; como ejemplos podemos
citar a Petti et al. (1980), quienes obtuvieron mejores resultados con entrenamiento en
habilidades sociales que con terapia familiar y terapia de reconocimiento de los propios
sentimientos mediante autoobservación. Asimismo, Frame et al. (1982) mostraron
excelentes resultados en el tratamiento de depresión infanto-juvenil utilizando el
entrenamiento en habilidades sociales. Básicamente, su procedimiento consistía en
proporcionar instrucciones y ejemplificar, para posteriormente realizar un ensayo y
facilitar la correspondiente retroalimentación.
Una revisión de los trabajos que han empleado este tipo de recursos la podemos
encontrar en el estudio de Groosman y Hughes (1992), quienes acaban concluyendo que
el entrenamiento en habilidades sociales resultaba especialmente eficaz para tratar
problemas de carácter interiorizado (como son la depresión y la ansiedad) en
adolescentes, eficacia que mejoraba aún más si se incluían en el tratamiento otras
técnicas y si éste se llevaba a cabo de forma colectiva.
En este tipo de intervención se parte de la elaboración de una serie de situaciones
en las que el adolescente encuentra dificultad para relacionarse con los demás, siendo
conveniente, después, la realización de un ensayo cognitivo, mediante el cual el sujeto

68
imagina cada uno de los pasos que componen la ejecución de una tarea, llevándole a fijar
su atención en los detalles que le son especialmente problemáticos, lo que permite activar
los esquemas anticipatorios (a menudo negativos) o bien proporcionar pruebas favorables
en cuanto a las posibilidades de ejecución del adolescente. Posteriormente se recurre al
modelado o ejemplificación del modo de llevar a cabo una conducta concreta.
En el caso del entrenamiento en asertividad, la meta se sitúa en conseguir que la
persona sea capaz de responder, defenderse y decir lo que siente o piensa sin necesidad
de recurrir a la agresividad ni a la sumisión. Después se procede al ensayo conductual
(role playing), en el que interviene el sujeto, y cuya función es la de practicar, en un
ambiente controlado, las conductas que más tarde deberá realizar en su ambiente natural.
En este punto, el entrenador le facilitará al adolescente la retroalimentación adecuada
para que pueda corregir sus imperfecciones, a la vez que le recordará la conveniencia de
utilizar las autoaserciones de carácter positivo, aprendidas con anterioridad.
Las conductas sobre las que se aplican estas estrategias suelen ser: saludo,
invitaciones, citas, temas posibles de conversación, respuesta a críticas realizadas por los
demás, malos entendidos, peticiones, etc. Todo ello queda estructurado a través de una
secuencia que pasamos a describir a continuación y que en conjunto tratan de cumplir
dos objetivos generales:

1. Que los adolescentes con problemas emocionales adopten una actitud positiva
ante las relaciones sociales de forma que éstas le resulten gratificantes.
2. Que dichos adolescentes sean capaces de expresar correctamente sus
sentimientos, deseos y opiniones, consiguiendo así un mayor respeto para sí
mismos y hacia los demás.

B) Abordaje terapéutico

En este nivel de edad es factible realizar un programa estructurado, en el que se


argumentará que la comprensión de las emociones de las personas que nos rodean y la
empatía hacia ellas es un requisito previo para poder relacionarnos de forma correcta con
los demás. Asimismo, se expondrá cómo la cólera o la tristeza la causan nuestros
pensamientos, no las acciones de los demás.
Cuando nos tomamos el tiempo necesario para comprender minuciosamente los
pensamientos y motivaciones de los demás, acabamos, frecuentemente, de un plumazo
con nuestra lectura mental y nuestro hábito de culpar a otras personas cuando las cosas
no salen bien. Llegamos a ver que una verdadera maldad y bajeza son raras, que la
mayoría de las personas buscan los intereses que creen oportunos y evitan salir dañados
de la forma que les parece mejor.
La totalidad de la razón o la verdad rara vez es posesión de alguien, la realidad la
podemos comparar a un gran elefante en un país de ciegos, donde cada uno de ellos al

69
tocar al animal (una parte del mismo), discute con los demás acerca de la descripción
más adecuada de tal animal… Como podemos imaginarnos, ninguno de los ciegos tenía
totalmente la razón, pero si se hubieran escuchado con atención y preguntado al
respecto, seguramente entre todos hubieran obtenido una idea más cercana a lo que en
realidad es un elefante. Por tanto, el primer requisito para lograr comprender y empatizar
con los demás es escucharlos atentamente.
Normalmente, cuando estamos hablando con otra persona damos por supuesta la
escucha, pero en realidad no es así, tan sólo estamos esperando que la otra persona
acabe su relato o argumentaciones para comenzar con las nuestras. Además de hacer un
esfuerzo en la escucha sincera, nuestro interés y comprensión hacia otra persona se verá
incrementado si formulamos preguntas sobre aquello que nos están contando.
Para que la captación del estado emocional desde el que se nos transmite una
información sea completa, deberemos prestar especial atención al lenguaje no verbal de
nuestro interlocutor. La capacidad que tenemos para expresar nuestras emociones a
través de los gestos faciales, las manos y, en general, la postura corporal proporciona una
información, en ocasiones, incluso más relevante que las verbalizaciones al respecto. Así
pues, la destreza en la decodificación de tales expresiones supone una gran ventaja en la
comprensión del estado emocional ajeno.
Además de trasmitir una escucha sincera, mostrando interés a través de la
realización de preguntas y prestando atención al lenguaje no verbal, otra estrategia que
beneficia la comprensión de aquello que nos tratan de comunicar es el recurso de reflejar,
así nos aseguraremos de que la interpretación que estamos haciendo de lo que
escuchamos es correcta. Por ejemplo, para parafrasear podemos comenzar las frases
con: “Así, en otras palabras, que tú pensaste que…”; “Espera, déjame ver si lo entiendo,
tú te refieres a…”; “Entonces, quieres decir que…”.
El hecho de parafrasear o repetir la última frase que oímos, con las mismas u otras
palabras, es importante porque:

– Mantiene tras la pista de lo que nos están contando.


– Ayuda a suprimir las interpretaciones falsas y a aclarar lo que piensa nuestro
interlocutor.
– Además, la persona con quien hablamos se siente satisfecha al saber que ha
sido oído realmente y tiene la oportunidad de corregir cualquier error de tu
interpretación sobre lo que ella te ha dicho.

Para finalizar, se subraya que si queremos comprender a los demás e incrementar la


empatía son necesarias dos condiciones de base, además de los recursos citados en la
conversación. Nos referimos, en primer lugar, a dejar de lado los juicios previos o
etiquetas y, en segundo lugar, a utilizar la imaginación para comprender el punto de vista
del otro (opiniones, sentimientos, motivaciones…).
De cara a lograr los mencionados objetivos, podemos facilitar algunas sugerencias

70
de deberes para que pongan en práctica, como, por ejemplo:

– Pedirle a un amigo que le cuente algo importante en su vida, un recuerdo


especialmente desagradable o divertido, un sueño o algunos planes que le
gustaría hacer en el futuro. La tarea sugerida es que, mientras habla el amigo,
le debe escuchar atentamente y hacer preguntas sobre las partes que no
comprende o que más le interesen, pidiéndole que lo aclare o desarrolle. Por
ejemplo: ¿por qué eso fue tan importante para ti?, ¿cómo te sentiste
entonces?, ¿qué conclusión sacaste de aquello? Igualmente se le recomienda
utilizar el recurso de parafrasear, dadas las ventajas que podemos obtener con
ello.
– Animar a que les cuente algo una persona conocida, con la que no tengan
mucha confianza, para poder realizar el mismo ejercicio.
– Practicarlo, si es posible, con extraños o con alguien que les disguste.
– Otro ejercicio que podemos proponer de cara a fomentar la comprensión de los
demás es visionar un programa de la televisión que odien, o que normalmente
les aburra. Si normalmente ve programas de ocio, debe elegir un drama serio.
Si normalmente le gustan los deportes, la consigna es cambiar a una
telenovela… Se le pide que no haga juicios de valor y que se imagine por qué
los teleadictos a ese programa disfrutan: ¿se identifican con los personajes?,
¿confirman sus prejuicios?, ¿se informan?, ¿se divierten?, ¿se evaden? El
objeto de este ejercicio no es corromper su gusto como telespectadores, sino
practicar la postergación de sus juicios de valor y conseguir aprender un punto
de vista que normalmente descartan de antemano.

Posteriormente, conviene debatir y comentar con el adolescente las opiniones e


impresiones generadas a partir de los ejercicios indicados, subrayando los beneficios de
saber escuchar, comprender y mostrar interés por los demás.
Hasta aquí hemos potenciado el desarrollo de la empatía, pero la comprensión de
las emociones ajenas no basta, hace falta también potenciar el manejo de las relaciones y
la capacidad comunicativa.
La habilidad para relacionarnos adecuadamente con las personas que nos rodean
nos permite salir de nuestro aislamiento, colaborar con los demás, ayudar, pertenecer a
un grupo, aspectos que, como hemos comentado, pueden resultar factores de prevención
tanto en los problemas emocionales como conductuales en la adolescencia. Para lograrlo,
se hace indispensable no solo empatizar con sus emociones, sino fomentar la parte activa
en el manejo de las relaciones, de forma que podamos inducir respuestas deseadas en los
otros. Evidentemente, no todas las personas son igualmente hábiles en este sentido,
concretamente los adolescentes que padecen problemas emocionales resultan
especialmente deficitarios en este sentido. Por ello pasamos seguidamente a exponer una
serie de pautas en las que se parte de la elaboración de una serie de situaciones en las que

71
los adolescentes pueden encontrar dificultad para relacionarse con los demás, siendo
conveniente, después, la realización de un ensayo cognitivo, mediante el cual el sujeto
imagina cada uno de los pasos que componen la ejecución de una tarea, lo que lo lleva a
fijar su atención en los detalles que le son especialmente problemáticos y le permite
activar los esquemas anticipatorios (a menudo negativos) o bien proporcionar pruebas
favorables en cuanto a las posibilidades de ejecución del adolescente. Posteriormente se
recurre al modelado o ejemplificación del modo de poner en práctica una conducta
concreta.
En el caso del entrenamiento en asertividad, la meta se sitúa en conseguir que la
persona sea capaz de responder, defenderse y decir lo que siente o piensa sin necesidad
de recurrir a la agresividad ni a la sumisión. Después se procede al ensayo conductual
(role playing), en el que interviene el adolescente, y cuya función es la de practicar, en
un ambiente controlado, las conductas que más tarde deberá realizar en su ambiente
natural. En este punto, la persona encargada de la instrucción facilitará al adolescente la
retroalimentación adecuada para que pueda corregir sus imperfecciones, a la vez que le
recordará la conveniencia de utilizar las autoaserciones de carácter positivo aprendidas
con anterioridad.
Las conductas sobre las que se aplican estas estrategias suelen ser: saludo,
invitaciones, citas, temas posibles de conversación, respuesta a críticas realizadas por los
demás, malos entendidos, peticiones, etc. Todo ello puede estructurarse a través de
varios pasos que, en conjunto, se muestran en el cuadro 3.1

Cuadro 3.1. Objetivos y técnicas empleadas en el entrenamiento de habilidades


sociales

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El procedimiento puede comenzar proporcionando información sobre el concepto
de asertividad, y las ventajas que conlleva un comportamiento asertivo en nuestras
relaciones cotidianas, haciendo especial hincapié en la distinción entre comportamiento
pasivo, agresivo y asertivo. Veamos un ejemplo:

1. Estilo pasivo. Cuando alguien actúa de forma pasiva, no se expresa a sí mismo,


se comporta como un “ratón”. Deja que los demás compañeros le manden,
que sus amigos le digan lo que tiene que hacer y, generalmente, no defiende
sus propios derechos. Es el estilo de alguien que acepta la crítica, se echa la
culpa de todo lo malo ocurrido y, por regla general, sus necesidades opiniones
o sentimientos son ignorados, aprovechándose frecuentemente de él la gente
que lo rodea.
2. Estilo agresivo. En el otro extremo del estilo anterior se encuentran las
personas que son agresivas o “monstruos”. Son mandones, critican, humillan
y se burlan de los demás. Tanto el contenido de lo que dicen como la forma
de decirlo es un ataque a la persona con quien se relacionan. Sólo se
preocupan por conseguir lo que ellos desean y cuando ellos quieren. Rara vez
se preocupan por los sentimientos de los demás y, con frecuencia, se meten en
líos o peleas. Este comportamiento es propio de personas que piensan que los
demás van en contra de ellas y están constantemente a la defensiva, por lo
general tienen pocos amigos de verdad, la gente los rechaza, ya que no
consiguen exponer sus sentimientos e ideas de forma adecuada y tampoco

73
llegan a comprender a los demás.
3. Estilo pasivo-agresivo. Éste representa una mezcla de estos dos estilos de
comportamiento que se han descrito, y es igual de ineficaz que los anteriores.
Sería el caso de la persona que no dice nada cuando debería dar su opinión o
expresar lo que siente, pero después sabotea cualquier decisión y fastidia por
otro lado.

Queda claro que estos tipos de comportamientos no son la mejor forma de


relacionarse con los demás, ya que tienen como consecuencia la probabilidad de resultar
herido, en el caso de que el comportamiento sea pasivo, o bien de herir a los demás si el
lenguaje es agresivo.
Ser asertivo, en cambio, significa dejar que los demás sepan lo que sientes y
piensas de un forma que no les ofenda, pero al mismo tiempo te permita expresarte. Es el
estilo eficaz de respuesta, es la forma óptima de relacionarse con los demás. Consiste en
aceptar a los demás y comprenderlos, sin dejar de ser uno mismo, manifestando sin
agresividad los propios razonamientos, sentimientos, creencias, deseos, etc. Se trata de
comportarse tal y como uno es, sin ir de ratón ni de monstruo por la vida. Podemos
reconocer y respetar los sentimientos, opiniones y deseos de otras personas, pero de
forma que no permita a los demás que se aprovechen de nosotros. Practicar la
asertividad significa defender los propios derechos e intentar siempre ser honrado, justo y
sincero. Lo ideal sería que todos nosotros actuásemos de forma asertiva, ya que entonces
pocas veces nos pelearíamos, perderíamos amigos o sentiríamos miedo de estar con los
demás.
Seguidamente, la persona encargada de la instrucción puede proponer una serie de
situaciones y pedir al adolescente que responda interpretando los tres estilos
diferenciados: pasivo, agresivo y asertivo. Veamos algunas de las situaciones que se
pueden proponer:

– Te devuelven dinero de menos cuando pagas en la panadería.


– Tu profesor te dice que has realizado un examen estupendo.
– Un compañero parece triste y te gustaría saber lo que le pasa.
– Tu madre te llama por un diminutivo que odias delante de tus amigos.
– Un compañero se ríe de ti en un partido de baloncesto después de fallar una
canasta.
– Tu hermano te pide, el día antes de un examen, que lo acompañes a comprarse
unos zapatos.

Concretamente, si tratamos de aplicar la práctica de la asertividad como respuesta a


la crítica, proponemos al adolescente las observaciones siguientes:

74
– Sobre el estilo agresivo. La respuesta agresiva a la crítica es el contraataque.
“Vuestro amigo os hace una observación sobre el escaso orden que mantenéis
en vuestra mesa de trabajo y vosotros respondéis citando el aspecto
desaliñado de su vestimenta”.
Este estilo de respuesta puede suponer una ventaja a corto plazo,
derivado del hecho de haber devuelto el ataque al agresor. Pero se trata de un
beneficio efímero, ya que si esta persona es propensa a la crítica y le parece
mal lo que vosotros hacéis, seguramente volverá a repetir el intento y con
argumentos más perversos. El responder de forma agresiva a las críticas es un
síntoma de baja autoestima. Azotamos a los críticos porque secretamente
compartimos su baja opinión acerca de nosotros, resistiéndonos violentamente
a que nos recuerden cualquiera de nuestros errores. Además, un estilo
agresivo de comunicarse con la gente nos impedirá establecer relaciones
profundas.
– Sobre el estilo pasivo. El estilo pasivo de enfrentarse a la crítica consiste en
asentir, disculparse o rendirse al primer signo de ataque.
“Vuestro amigo os dice que estáis engordando e inmediatamente vosotros
agregáis: Sí, lo sé, me estoy convirtiendo en una bola de grasa, supongo que
ya no querrás jugar conmigo al fútbol…”.
El silencio puede ser también una respuesta pasiva a la crítica. No
respondemos a una crítica que merece respuesta, de forma que nuestros
hostigadores continúan avasallándonos hasta que tenemos una reacción verbal
tardía, generalmente una disculpa. Por otra parte, la ventaja que podemos
alegar en relación al hecho de no dar respuesta al crítico sería que nos ahorra
el problema de pensar en algo que decir; sin embargo, esto no es totalmente
cierto, ya que, si atendemos nuestros pensamientos, podremos comprobar que
derrochamos mucha energía mental en idear respuestas puramente mentales,
aunque no las expresemos.
– Sobre el estilo pasivo-agresivo. Este estilo de respuesta a la crítica une algunos
de los peores aspectos de los estilos agresivo y pasivo. Cuando la crítica se
recibe por primera vez, respondemos pasivamente pidiendo disculpas o
aceptando la necesidad de cambiar. Más tarde respondemos a nuestro crítico
olvidando algo, dejando de hacer el cambio prometido o con otra acción
encubiertamente agresiva.
– Una forma efectiva de responder a la crítica consiste en utilizar el estilo
asertivo. El estilo de respuesta asertivo no ataca (como sería el caso del estilo
agresivo), se entrega (cómo actuaría una persona pasiva en este sentido) o
sabotea al crítico (caso del estilo pasivo-agresivo). La persona asertiva
desarma al crítico. Cuando respondemos asertivamente a un crítico, aclaramos
equívocos, reconocemos lo que se considera justificado de la crítica,
ignorando el resto del mensaje y ponemos fin al ataque inoportuno sin
sacrificar la autoestima.

75
En este punto, el siguiente paso es enseñar al adolescente algunas herramientas de
actuación ante la crítica; concretamente tres tipos de respuesta asertiva a la crítica:
reconocimiento, oscurecimiento e interrogación.

– Reconocimiento. Este estilo de respuesta se utiliza cuando la crítica es


justificada. Su objetivo es detener al crítico inmediatamente. Mediante el
reconocimiento asentimos a lo que dice el crítico a través de estos cuatro
sencillos pasos:

1. Decir: “tienes razón”.


2. Repetir la crítica de forma que su emisor tenga la seguridad de que lo
hemos oído correctamente.
3. Dar las gracias al crítico, si es oportuno hacerlo.
4. Ofrecer una explicación si es necesario, no una disculpa.

No es preciso una disculpa o promesa alguna cuando no existe un daño


manifiesto al crítico u otras personas. En estos casos, se reconoce un error
menor, se agradece la crítica y el caso está cerrado. Veamos un ejemplo:

• Crítica: “Deberías ser más cuidadoso con las cosas que te dejan. El libro
que te presté lo encontré en la mesa de un compañero”.
• Respuesta: “Tienes razón. Debí haberte colocado el libro en tu mesa
cuando acabo de servirme, gracias por encontrarlo”.

La técnica del reconocimiento tiene sus ventajas pero también su limitaciones.


Veamos cuáles son:

• Ventajas: desarma de forma rápida y efectiva a los críticos, ya que éstos


necesitan nuestra resistencia para seguir hostigándonos. El crítico se
queda, así, sin nada más que decir, pues nuestra negativa a discutir hace
innecesaria toda discusión.
• Limitaciones: el reconocimiento sólo debemos emplearlo cuando estamos
sinceramente de acuerdo con lo que dice el crítico. En caso de que no
estemos totalmente de acuerdo será más beneficiosa la utilización de la
técnica de oscurecimiento.
– Oscurecimiento. Se utiliza cuando la crítica recibida no la consideramos
constructiva ni totalmente justificada. Mediante esta técnica el mensaje que
mandamos al crítico es: algo de lo que tú dices es razonable, pero no todo.
Las estrategias que utilizamos para conseguirlo son: asentir en parte, con

76
probabilidad o en principio. Vamos a ver cómo se ponen en práctica cada una
de ellas:

1. Asentir en parte. Cuando se asiente en parte, se encuentra que es justa


sólo una parte de lo que dice el crítico, y se reconoce esa parte. Por
ejemplo:

• Crítica: “No se puede confiar en ti. Me dijiste que ibas a encargarte


de sacar las entradas del cine a primera hora y, como siempre,
dejas todo para el final; ahora ya se han acabado; la verdad, nunca
puedo contar contigo cuando te necesito”.
• Respuesta: “Tienes razón, en que esta tarde se me echó la hora
encima para recogerlas”.

El resto del mensaje se ignora, ya que, “no se puede confiar en ti”


es una afirmación demasiado global; “siempre dejas las coas para el
final” es exagerado y “nunca puedo contar contigo” es falso.

2. Asentir en términos de probabilidad. Mediante esta estrategia, se logra


comunicar al crítico: “es posible que tengas razón”. Aun cuando la
posibilidad sea, según su visión, una entre un millón, todavía es factible
decir sinceramente: “Es posible”. Por ejemplo:

• Crítica: “Llevas un móvil superhortera. Quien lo vea va a pensar que


te lo has comprado en los chinos”.
• Respuesta: “Puedes tener razón. Alguna persona podría pensarlo.
Pero a mí me gusta, y a veces compro cosas en las tiendas de
chinos”.

Subrayamos aquí la intención del mensaje que transmitimos:


“aunque puedes tener razón, en realidad no lo creo. Pretendo ejercer mi
derecho a tener mi propia opinión”.

3. Asentir en principio. Esta técnica de oscurecimiento se basa en la


utilización de frases en condicional “Si…, entonces…”. Por ejemplo:

• Crítica: “Estas subrayando y escribiendo demasiadas anotaciones en


el libro. Cuando vayas a estudiar no te enterarás de nada. Debes

77
subrayar menos de un renglón en cada página”.
• Respuesta: “Tienes razón, si cuando vaya a estudiar no me entero,
entonces realizaré menos anotaciones”.

Como en el caso del reconocimiento, la estrategia de oscurecimiento tiene también


sus ventajas y sus limitaciones, que conviene dejar claras:

• Ventajas del oscurecimiento. La ventaja de las tres formas de


oscurecimiento que hemos visto para acabar con la crítica se fundamenta
en que los críticos oyen las palabras mágicas “tienes razón” y se
contentan por ello. No advierten, ni se preocupan por el hecho de que le
hayamos dicho que tienen razón en parte, probablemente o en principio.
• Limitaciones. La única desventaja del oscurecimiento es la utilización de
la técnica demasiado pronto. Si no comprendemos por completo los
motivos o el mensaje del crítico, y utilizamos el oscurecimiento para
poner fin a la conversación, podemos dejar de aprender algo beneficioso.
Antes de dar una respuesta de oscurecimiento tenemos que asegurarnos
que hemos comprendido el mensaje, así como el motivo o la intención
de nuestro crítico. Si existe alguna posibilidad de que la crítica sea
constructiva o bien intencionada o simplemente no alcancemos a
entender bien el mensaje, entonces será mejor que utilicemos la técnica
de interrogación.
– Interrogación. Se utiliza cuando no comprendemos muy bien la intención del
crítico o el contenido de su mensaje. Una gran parte de las críticas son vagas,
no dejan ver claro cuál es la intención de la persona que la emite. Podemos
utilizar la interrogación para determinar la intención y pretensiones de nuestro
crítico. Una vez que tengamos información al respecto podremos decidir si el
mensaje es o no constructivo, y si estamos de acuerdo con todo o con parte
de él, decidiendo entonces la forma de responder.

Las palabras que debemos utilizar en la técnica de interrogación son:


“exactamente”, “específicamente”, “concretamente”, “por ejemplo”. Mediante el uso de
estos términos se pretende sacar al crítico de las descripciones abstractas y peyorativas,
como sería el caso de: “siempre estás en las nubes”, “que despistado eres”, “¿has
observado lo desastre que eres?”.
Una vez más, en este punto conviene mostrar ejemplos para estimular la
comprensión y la motivación en la instrucción por parte del adolescente para fomentar
respuestas como:

– “Concretamente, ¿desastre en qué?”

78
– “¿A qué te refieres exactamente cuando dices que estoy en las nubes?”

Después de algunos ejemplos podemos pasar a comentar las ventajas e


inconvenientes de utilizar esta estrategia:

• Ventajas de la interrogación. Obtenemos la información necesaria para saber la


forma más adecuada de responder al crítico, de forma que, a veces, podemos
constatar que, lo que en principio parecía una crítica mordaz, puede ser, en
realidad, una sugerencia razonable. Es probable que la clarificación de un
mensaje, crítico en principio, nos lleve a un diálogo significativo. Si, mediante
la interrogación, confirmamos un ataque malintencionado por parte del crítico,
utilizaremos con posterioridad la táctica del oscurecimiento.
• Limitaciones. La única desventaja de la interrogación es su carácter
provisional. Una vez practicada tendremos que decidir si reconocer la crítica u
oscurecerla.

Estas instrucciones a la manera de responder asertivamente a la crítica pueden


concluir sugiriendo que recuerden algunas críticas que hayan recibido en su vida, y
proponiendo que escriban las respuestas que ahora consideren que debían de haber
realizado. Para ello es conveniente que se sirvan del diagrama de la figura 3.1, que
facilitará el camino a seguir en sus respuestas a la crítica.
Las diferencias entre el estilo pasivo, agresivo y asertivo propuesto para responder
ante una crítica puede ser utilizado igualmente para dar y recibir cumplidos, expresar una
queja o una negativa de forma que dañemos lo menos posible a los demás o pedir un
favor.

79
Figura 3.1. Diagrama de respuesta a la crítica.

Hasta aquí hemos expuesto cómo es factible trabajar de forma sistematizada las
habilidades sociales en diferentes situaciones que pueden suponer alguna dificultad en los
adolescentes, pero al margen de incrementar dichas habilidades en situaciones difíciles, es
igualmente factible incrementar su habilidad como conversadores; es decir, su capacidad
para hablar con los demás sin otro interés que darse a conocer y conocer a los demás,
algo que los adolescentes realizan todos los días con sus amigos, adultos e incluso con
desconocidos.
El objetivo en este caso es hacerle evidente que las conversaciones son un vínculo
que nos proporciona el intercambio de información entre dos o más personas. De esta
forma, no es difícil comprender las razones por las que una persona que tiene la habilidad
de ser un buen conversador tiene una ventaja social importante sobre la persona que
carece de este tipo de habilidad. Saber participar en las conversaciones es una ventaja
inestimable.
La verdad es que tomar parte en una conversación es más fácil para unas personas

80
que para otras, ya que algunos han aprendido y practicado más estas habilidades; además
existen diferentes partes en las conversaciones relativas a su comienzo, su mantenimiento
o su término, que pueden resultar más difíciles que otras. Por ejemplo, ¿cuánta gente
sabe iniciar una conversación?, ¿y mantenerla de forma amena?, ¿qué hacemos cuando
se ha agotado el tema de conversación?, ¿cómo terminar la charla de la mejor manera?
Como podemos comprobar, no basta simplemente con hablarle a alguien, también es
importante saber cómo empezar, participar y terminar una conversación. Si no sabemos
cómo empezar a hablar con una persona o cómo participar cuando los demás están
hablando, no vamos a tomar parte en muchas conversaciones. Igualmente, si
interrumpimos una conversación o la abandonamos de forma inoportuna, puede que esas
personas rehúyan nuestra conversación en el futuro. Por tanto, es importante dedicar un
poco de nuestro tiempo como personas que tratan de formar a un adolescente a mejorar
sus habilidades dialécticas facilitándoles algunos consejos aplicables a las diferentes fases.
Comenzando por ayudarles en la fase de cómo iniciar una conversación, se hace
hincapié en los siguientes puntos:

– En primer lugar, mirar a nuestro interlocutor a los ojos. Al mirar hacia el suelo
damos a entender que nos encontramos tensos, nerviosos o estamos haciendo
un esfuerzo por hablar. Nuestro interlocutor al percibir esto también se sentirá
incómodo y deseando deshacerse de nuestra compañía. Es importante mirar a
los ojos de los demás mientras hablamos, pero en el caso de que nos suponga
especial dificultad, es factible poner en práctica dos estrategias: la primera
radica en practicar con personas de confianza, manteniendo la mirada durante
más tiempo del que acostumbran durante la conversación y siendo conscientes
de ello; la segunda, cuando mantener la mirada resulte especialmente difícil,
debido al tipo de conversación o de persona, sería recurrir al truco de mirar al
interlocutor a una oreja; éste apenas percibirá la diferencia y a la persona en
cuestión le será más llevadero que mantenerle la mirada en los ojos.
– En segundo lugar, aparte del hecho de realizar preguntas, hay que saber cómo
hacerlas. Cuándo nos dirigimos a alguien por primera vez y deseamos
mantener una conversación, es importante realizar preguntas abiertas, es decir,
preguntas que no se puedan contestar con una o dos palabras, requiriendo de
la persona más información que un mero monosílabo.
– Por último, es también conveniente el aportar información acerca de nosotros
mismos, sino parecerá que somos reporteros de alguna revista pretendiendo
hacer una encuesta.

Con el objetivo de incrementar su habilidad para mantener de forma amena una


conversación se realizan dos observaciones importantes que deben saber poner en
práctica.
La primera de ellas es que, en una conversación, todas las personas

81
proporcionamos información gratuita, es decir, información que no se nos ha requerido
expresamente. Saber aprovechar ese tipo de información es la clave para desarrollar una
buena comunicación con los demás.
La segunda hace referencia a mostrar interés mediante nuestras preguntas, bien en
aspectos sobre el contenido de la información que acaban de proporcionarnos o bien
sobre opiniones, creencias o sentimientos de la persona que tenemos delante. La elección
de un tipo u otro de preguntas se hará en función del tipo de persona, situación y grado
de interés personal en la misma o en el aquello que nos relata.
Tomando cualquiera de estas estrategias podemos prolongar la conversación de
forma agradable, siempre teniendo en cuenta la importancia que tiene saber escuchar,
algo sobre lo que ya hemos hecho suficiente hincapié durante las anteriores sesiones
dedicadas a las habilidades sociales.
Por último, subrayamos la importancia de terminar la conversación de forma
correcta.
Una estupenda conversación puede quedar arruinada por una despedida rápida y
cortante. Incluso, en el caso que durante la conversación hayan surgido desacuerdos en
opiniones y/o hay existido algún momento tirante, a la hora de despedirnos subrayaremos
aquellos aspectos de coincidencia y positivos. No hace falta ir creándonos enemistades de
manera gratuita. Si no tenemos más interés en volver a ver a esa persona, podemos decir
simplemente que lo hemos pasado bien en su compañía; si, en cambio, albergamos el
deseo de continuar la relación concretaremos la forma de mantener el contacto.
Una vez mostrada la secuencia de una conversación con las connotaciones
particulares que podemos realizar para mejorarla, se pide al adolescente que tratamos de
ayudar, que practique con ejemplos, haciendo, si lo estimamos conveniente, diferentes
ensayos al respecto.
Hasta aquí hemos expuesto algunas pautas de actuación y programas que, de forma
concreta, pueden ayudarnos a decrementar los problemas emocionales que con más
frecuencia surgen en la etapa adolescente. Hemos citado la conveniencia de optar por
estilos de crianza adaptativos, de crear un clima optimista en la familia, de fomentar la
autoestima, controlar el estrés y el sentido de autoeficacia, se han propuesto diversas
estrategias cuya realización incrementa la capacidad para comprender las emociones
ajenas y, finalmente, también se han abordado diferentes formas de trabajar para mejorar
las habilidades sociales.
Ahora bien, existen otras propuestas o estrategias psicológicas que, al margen del
abordaje cognitivo-conductual, pueden resultar de utilidad para ayudar al adolescente a
comprender mejor sus emociones y por tanto a favorecer el control de las mismas.
Veamos algún ejemplo.

3.2.5. La aplicación del Análisis Transaccional a la educación emocional

82
Desde la psicología humanista nos llega esta propuesta de trabajo que ya es factible
realizar con los chico/as que han entrado en la adolescencia, dado su nivel de
razonamiento abstracto. En este apartado describimos brevemente algunos
entrenamientos y ejercicios, de carácter comprensivo que ayudan a conocerse mejor y
saber distinguir entre los estados emocionales que le acontecen. Concretamente, nos
referimos al entrenamiento en Análisis Transaccional, una propuesta que nos hace Claude
Steiner, un discípulo de Eric Berne (creador de esta perspectiva de análisis psicológico)
para poner en práctica la educación emocional. El entrenamiento, en este caso, comienza
proporcionando una descripción al adolescente de los diferentes personajes que habitan
nuestra mente y que se manifiestan a la hora de comunicarnos con los demás: del niño,
adulto y padre que todos llevamos dentro.
Todos sentimos y reaccionamos desde diferentes estados emocionales que, a modo
de personajes, habitan en nuestro interior.
Todos llevamos dentro un niño que es curioso, necesita protección y aprobación,
quiere jugar, divertirse… Cuando gastamos una broma, nos permitimos un capricho,
preguntamos si nos queda bien el nuevo peinado o desahogamos nuestra tristeza con un
amigo, estamos reaccionando desde nuestro niño.
También existe en nuestro interior un padre, a veces protector y a veces crítico, que
juzga continuamente nuestro comportamiento y el de los demás. Cuando consolamos la
tristeza ajena, cuando nos sentimos culpables por haber “metido la pata”, cuando
criticamos la falta de adecuación del comportamiento de un tercero… es nuestro padre el
que guía la actuación.
Finalmente, también habita en nosotros la figura del adulto, cuyo objetivo es
obtener y proporcionar información de la realidad para adaptarse a ella. Al preguntar
¿qué hora es? y al proporcionar la respuesta, estamos guiados por el adulto. Cuando
aprendemos o enseñamos historia, matemáticas o una receta de cocina, es nuestro adulto
el que atiende y procesa la información.
Una vez descrita la función de los diferentes estados emocionales (niño, padre y
adulto), aclarando que ninguno de ellos es peor ni mejor que otro y que todos son
necesarios para un buen ajuste emocional durante todo el trascurso de nuestra vida,
invitamos a la observación.
Podemos recurrir, para facilitar el entrenamiento, a la proyección de una película o
incluso anuncios publicitarios a partir de los cuales el adolescente tendrá que detectar el
personaje desde el que se comunican los actores. Cuando se hayan familiarizado con
dicha observación, se les propone la práctica en el ambiente real: ¿desde dónde
reacciono?, ¿quién me habla?, ¿cuál de mis personajes responde?, ¿qué necesidades del
niño, adulto y padre cubre mi grupo de amigos?, ¿y mi familia?…
Mediante la práctica de este tipo de observación se consigue, de forma divertida,
tomar conciencia de las propias emociones y prestar, igualmente, atención al estado
emocional de nuestro interlocutor, favoreciendo así el conocimiento de las propias
emociones y su manejo, así como la empatía y la comunicación con los demás.
Con esta propuesta de trabajo que favorece la educación emocional en una etapa de

83
la vida en la que ya podemos trabajar con elementos abstractos cerramos este capítulo
dedicado a los problemas emocionales más frecuentes en la adolescencia. No obstante, y
hasta el momento, hemos partido de la concepción de un adolescente no problemático y
cooperador, pero sabemos que esto no siempre es así, que las conductas problemáticas
surgen de manera frecuente en la adolescencia y las figuras de referencia deben de hacer
frente a ellas. Por ello abordamos en los capítulos siguientes los problemas conductuales
más frecuentes que podemos encontrar en la adolescencia, proporcionando una
descripción de los mismos y las pautas de prevención y tratamiento que se presentan
como más efectivas.

84
PARTE II

Trastornos de conducta

85
En esta parte del manual nos centramos precisamente en el manejo de los
comportamientos no deseados, que se hacen patentes tanto en los casos de adolescentes
hiperactivos como en aquellos que presentan un comportamiento perturbador o
antisocial. Por tanto, aquí el entrenamiento está más dirigido a los adultos que adquieren
un papel de guía, un papel educativo, en lo que concierne a la obtención de una conducta
adaptativa por parte del adolescente.
Se subraya, a lo largo de los apartados que versan sobre el tratamiento de dichas
problemáticas, la necesidad de establecer unos límites o pautas generales respecto del
comportamiento y las formas de actuación en caso de que los límites se transgredan.
También se proporciona información acerca del manejo de comportamientos no
deseados que surgen de forma particular o inesperada Finalmente, se aborda la
problemática del bullying o violencia y acoso practicada entre los iguales, un fenómeno
cada vez más frecuente y que ha generado una gran alarma social.

86
4
Déficit de atención e hiperactividad

Desde una observación lega podemos comprobar cómo hay niños y/o adolescentes que
llaman especialmente la atención porque reclaman más, porque hablan más de la cuenta,
porque se encuentran distraídos o porque no logran estarse quietos.
La influencia del temperamento y los factores ambientales pueden desempeñar un
papel importante en el desarrollo de estas conductas cada vez más frecuentes entre la
población infantil. Por ejemplo, la estadística informa que, en un aula de 25 niños, es
probable que se encuentren dos niños con trastorno de hiperactividad, un trastorno que,
en numerosas ocasiones, se encuentra acompañado de déficit atencional.
No se trata aquí de un comportamiento malintencionado. La pretensión de estos
niños no es transgredir la norma, molestar a sus compañeros, a sus padres o al profesor,
simplemente tienen una mayor dificultad para inhibir sus impulsos y conseguir el control
de su mente y su cuerpo. No obstante, las consecuencias de su comportamiento son
igualmente negativas. Evidentemente, este tipo de comportamiento acaba afectando a las
personas que le rodean, y es fácil reconocer, llegado un momento, la pérdida de
paciencia, incluso ira, ante la imposibilidad de gestionar adecuadamente el ritmo cotidiano
sin sentirse desbordado.

4.1. Diagnóstico y epidemiología

Recurriendo, una vez más, al DSM-IV (APA, 1995), para esclarecer los criterios
diagnósticos de este trastorno, lo primero que nos encontramos es con la distinción entre
desatención, hiperactividad e impulsividad, que encontramos dentro del primer criterio
descrito:

• Criterio A:

1. Desatención. Los siguientes síntomas de desatención han persistido, a


menudo, por lo menos durante seis meses:

87
a) No presta atención suficiente a los detalles o incurre en errores por
descuido en las tareas escolares, en el trabajo o en otras
actividades.
b) Tiene dificultades para mantener la atención en tareas o en
actividades lúdicas.
c) Parece no escuchar cuando se le habla directamente.
d) No sigue instrucciones y no finaliza tareas escolares, encargos u
obligaciones cotidianas, sin que ello se deba a un comportamiento
negativista o a la incapacidad para comprender instrucciones.
e) Tiene dificultades para organizar tareas y actividades.
f) Evita, le disgusta o es renuente en cuanto a dedicarse a tareas que
requieren un esfuerzo mental sostenido, como trabajos escolares o
domésticos.
g) Extravía los objetos necesarios para realizar tareas o actividades (por
ejemplo, juguetes, ejercicios escolares, lápices, libros…).

2. Hiperactividad-impulsividad. Los siguientes síntomas han persistido, a


menudo, por lo menos durante seis meses.

– Hiperactividad:

a) Mueve en exceso manos o pies o se remueve en su asiento.


b) Abandona su asiento en la clase o en otras situaciones en que se
espera que permanezca sentado.
c) Corre o salta excesivamente en situaciones en que es inapropiado
hacerlo (en adolescentes o adultos puede limitarse a sentimientos
subjetivos de inquietud).
d) Tiene dificultades para jugar o dedicarse tranquilamente a
actividades de ocio.
e) “Está en marcha” o suele actuar como si tuviera un motor.
f) Habla en exceso.

– Impulsividad:

a) Precipita respuestas antes de haber sido completadas las preguntas.


b) Tiene dificultades para guardar turno.
c) Interrumpe o se inmiscuye en las actividades de otros.
• Criterio B. Algunos síntomas de hiperactividad-impulsividad o desatención que
causaban alteraciones estaban presentes antes de los siete años de edad.
• Criterio C. Algunas alteraciones provocadas por los síntomas se presentan en

88
dos o más ambientes, por ejemplo, en la escuela y en la casa.
• Criterio D. Deben existir pruebas claras de un deterioro clínicamente
significativo de la actividad social o académica.
• Criterio E. Los síntomas no aparecen exclusivamente en el transcurso de un
trastorno generalizado del desarrollo, esquizofrenia u otro trastorno psicótico,
y no se explican mejor por la presencia de otro trastorno mental, por ejemplo,
trastorno del estado de ánimo, trastorno de ansiedad, trastorno disociativo o
trastorno de la personalidad.

Las categorías citadas en el criterio A, en sus diferentes combinaciones, dan lugar a


tres subtipos diferentes de este trastorno. Si bien la mayoría de los diagnosticados tienen
síntomas de hiperactividad, impulsividad y déficit de atención, se han establecido dichos
subtipos para diferenciar, en caso necesario, el patrón sintomático predominante. De esta
manera, la propuesta del citado manual es la siguiente:

– Trastorno por déficit de atención con hiperactividad, tipo combinado. Se


utilizará siempre que durante un período de tiempo de seis meses hayan
predominado los síntomas de desatención, hiperactividad o impulsividad
(criterios A1 y A2) cumpliéndose seis o más síntomas de los mismos.
– Trastorno por déficit de atención con hiperactividad tipo con predominio del
déficit de atención. Se establecerá cuando, por lo menos, durante seis meses
hayan existido síntomas de desatención (criterio A 1) pero no hayan sido
suficientes los de hiperactividad, impulsividad (al menos durante seis meses).
– Trastorno por déficit de atención con hiperactividad, tipo con predominio
hiperactivo impulsivo. Se establecerá este diagnóstico si durante seis meses
han existido síntomas (seis o más) de hiperactividad, impulsividad (criterio
A2), no siendo tan evidentes los de desatención (criterio A1) o dándose
durante menos de seis.

En cuanto a la prevalencia, los datos se sitúan entre un 3 y un 5% en niños en edad


escolar (DSM-IV, 1995), decrementando dicha prevalencia con la edad. Llegado el final
de la infancia, y con el inicio de la adolescencia, son menos frecuentes los signos de
actividad motora, pudiendo limitarse éstos a una manifestación de inquietud y a
sentimientos de desazón, aunque existe una gran variabilidad a la hora de presentar este
proceso evolutivo. En la etapa adulta, los síntomas suelen dar lugar a dificultades para
participar en actividades que no permitan demasiados movimientos.
Con respecto a la incidencia en función del sexo, los datos sobre la prevalencia de
hiperactividad son más consistentes, apareciendo una mayor proporción de varones que
padecen este trastorno en comparación al sexo femenino. Según el DSM-IV, las
proporciones oscilan entre 4:1 y 9:1, en función que la población sea general o clínica.
Además, algunos estudios sugieren que las chicas hiperactivas se implican en menor

89
medida en conductas desadaptativas, y su evolución es más positiva en comparación a
los varones. En términos generales, aunque todas la conductas de los menores
hiperactivos es inapropiada, los chicos suelen ser más desobedientes y más agresivos
(Pelham y Bender, 1982).

4.2. Factores etiológicos (o de riesgo)

A pesar de que, al abordar otras problemáticas en la etapa adolescente hemos hablado, y


hablaremos, de los factores de riesgo que pueden incidir en su desarrollo, en el caso
concreto del trastorno que nos ocupa, al tratarse de una psicopatología estrechamente
vinculada al funcionamiento del Sistema Nervioso Central, consideramos más adecuado
sustituir la descripción de los factores de riesgo por las hipótesis psicopatogénicas que se
han contemplado como base del problema. Al respecto, cabe señalar la falta de acuerdo
entre los expertos en la materia a la hora de señalar las posibles causas que subyacen a la
génesis de la hiperactividad con o sin déficit de atención. La ausencia de una explicación
unánime se debe, por una parte, a la variedad de conductas que pueden presentar los
niños y jóvenes afectados por el trastorno, y por otra a que conductas similares pueden
tener causas diferentes.
Sin la pretensión de exhaustividad, revisamos en este apartado los principales
factores relacionados con el TDAH siguiendo la propuesta realizada al respecto por
López y Martínez (2001).

a) Hipótesis neurológicas. Probablemente la hipótesis que primero surgió para dar


explicación a la hiperactividad (Still, 1902) fue la existencia de un daño
cerebral. Esta hipótesis fue cuestionada a partir de los trabajos realizados por
Rutter durante los años 70 y 80, en los que se constataba que tan sólo un 5%
de los menores hiperactivos mostraban evidencia de un daño cerebral claro, y
por otro lado, sólo un pequeño porcentaje de los menores que presentaban
daño cerebral mostraban conductas hiperactivas (Barkley, 1982). No obstante,
los trabajos realizados por Prior y Griffin (1986) apuntan hacia una
concordancia entre las alteraciones conductuales hiperquinéticas y las lesiones
existentes en el córtex prefrontal, una zona cerebral que ejerce un papel
fundamental en la planificación y regulación del comportamiento complejo.
En los últimos años, el interés por las lesiones estructurales como
hipótesis etiopatogénicas de la hiperactividad se ha venido sustituyendo por
cuestiones funcionales, investigando sobre los posibles efectos de algunos
neurotransmisores como las catecolaminas, la dopamina o la noradrenalina.
Particularmente, han resultado prometedores las interacciones entre el GABA,
la histamina y los neuropéctidos, así como las disfunciones de la dopamina en
los lóbulos frontales (Zametkin y Rapoport, 1986).

90
b) Hipótesis genéticas y constitucionales. Apoyándonos en los estudios de
familias realizados con los menores afectados de TDAH podemos afirmar que:

– Es frecuente encontrar antecedentes de hiperactividad en los padres.

– Existe una alta prevalencia de mal ajuste personal en la familia cercana.


– No se encuentra asociación entre la hiperactividad de menores adoptados
y padres adoptivos.

Ahora bien, tal y como apunta Wender (1978), pudiera ser que esta
etiología correspondiera a un subtipo de hiperactividad de origen genético y de
mal pronóstico (se encuentra vinculada a problemas en la etapa adulta),
encontrándose en estos casos alteraciones en el funcionamiento de
neurotransmisores como la serotonina, la dopamina y la norepinefrina.
De forma general, podemos decir que las variables temperamentales
revisadas en el capítulo 2 ejercen una poderosa influencia en el desarrollo del
trastorno. Si seguimos la línea de la posible base genética de las variables
temperamentales, podemos afirmar que la herencia desempeña un papel
importante, dado que, como comprobaron Thomas y Chess (1968), el 70% de
los niños catalogados como “difíciles” desarrollaron con posterioridad
problemas de conducta, presentando una gran proporción de ellos conductas
hiperactivas.
c) Factores pre y perinatales. Como hipótesis etiogénicas del TDAH se han
investigado condiciones como la prematuridad, el bajo peso al nacer, la anoxia
durante el parto o las infecciones neonatales. Pero estas condiciones también
se encuentran asociadas a otras problemáticas como el retraso mental, retraso
en el desarrollo motor, crecimiento físico desfavorable y problemas en el
lenguaje, de manera que no es factible extraer unas conclusiones fiables al
respecto.
El consumo de tabaco y alcohol durante el embarazo se han considerado
también como factores de riesgo en relación con la hiperactividad, pero el
significado de esta relación puede estar mediado por la asociación entre
hiperactividad y problemas familiares, como veremos más adelante.
d) Factores tóxico ambientales. Entre las posibles influencias en la hiperactividad
se ha estudiado los efectos del envenenamiento por plomo, algunos aditivos
alimenticios y las radiaciones. Aunque por el momento no existen conclusiones
al respecto, algunos estudios ponen de manifiesto que dichas intoxicaciones
producen signos de distraibilidad y falta de persistencia en las tareas (Prior y
Griffin, 1986). De momento, el único dato que toma consistencia acerca de
los efectos de los aditivos es que pueden exacerbar los síntomas en un
reducido grupo de hiperactivos.

91
e) Factores psicosociales. Debido a la preponderancia del enfoque médico a la
hora de explicar la etiología del TDAH, las hipótesis psicógenas han recibido
una menor atención. Ya en los años 70 algunos autores como Battle y Lacey
(1972) sugirieron que dicha problemática podría ser la consecuencia de un
estilo de educación parental coercitivo en el que predomina el control, los
castigos, y son escasas las recompensas, argumentos que, décadas después,
siguen defendiendo algunos autores.
En cualquier caso, como opina Ney (1974), también sería factible
distinguir dos subgrupos en función de la supuesta etiología, uno de ellos la
“Hiperactividad de comportamiento”, que se debería a que las figuras tutelares
refuerzan al menor cuando tiene comportamientos hiperactivos, ignorándolo
normalmente (se da en madres deprimidas, solteras…), el otro caso,
denominado “hiperactividad reactiva”, que se genera en ambientes donde
predomina la discordia y la desorganización.
f) Hipótesis psicológicas e interaccionistas. A la vista de la variedad de factores
que podrían estar implicados en el desarrollo del TDAH, algunos autores
como Prior y Griffin (1986) se han decantado por argumentar que la
hiperactividad se puede desarrollar como una respuesta al estrés que puede
tener origen interno o externo. Dicha propuesta radica en la interacción de
factores fisiológicos y temperamentales, con otros de carácter ambiental,
como las influencias familiares y sociales. Es decir, partiendo de una
vulnerabilidad individual, la hiperactividad florecería bajo unas condiciones
ambientales bajo las cuales el menor tuviera problemas para adaptarse.
El problema de este modelo es su generalidad, ya que cualquier trastorno
psicológico o problema surgido durante el desarrollo podría responder a las
mismas premisas.

4.3. La prevención

Conviene siempre hablar de prevención antes que de tratamiento, pero en este caso las
pautas que podemos ofrecer van especialmente dirigidas a los padres y, en general, a las
personas que de forma cotidiana interactúen con niños y adolescentes afectados por el
problema en cuestión. La hiperactividad o desatención de un niño no la podemos
prevenir con ninguna receta, podemos, eso sí, crear el clima apropiado para manejar la
situación de forma eficaz, aminorando los síntomas y las consecuencias negativas del
problema. Ante el agotamiento y el desbordamiento emocional que nos produce la
interacción con una persona hiperactiva conviene plantearse algunas pautas.
Analizar qué nos está pasando. Una vez detectado el estado emocional negativo, la
segunda meta se sitúa en su autorregulación y control. La manifestación de ira a través
del lenguaje verbal y corporal no ayuda a controlar la situación, lo más probable es que

92
contribuya aún más a crispar el ambiente. La utilización de técnicas de relajación
mediante la respiración puede resultar beneficiosa en estos casos. Así mismo, nos
podemos sorprender aplicando algunas de las distorsiones cognitivas en nuestro diálogo
interno que deberíamos corregir mediante las técnicas citadas en el capítulo 6. Veamos
algunos ejemplos:

– “Otra vez se ha vuelto a levantar de la mesa, lo hace para fastidiarme” (error


cognitivo conocido como personificación).
– “Soy incapaz de controlar esta situación, soy un mal padre o un mal profesor”
(pensamiento absolutista).
– “La casa siempre está hecha un desastre” (sobregeneralización).
– “Este niño me va a volver loco, no hace nada bien” (filtro mental).
– Estoy seguro que el director del colegio me ha “colocado” a los alumnos más
conflictivos (lectura del pensamiento).

En cualquier caso, recordamos dos premisas básicas a tener en cuenta cuando un


problema nos lleva a desbordarnos emocionalmente:

1. Encuadrar la situación dentro de la normalidad: los problemas forman parte del


manejo de la vida cotidiana.
2. Otorgar sentido de provisionalidad, de forma que el problema no se identifique
con nosotros y lo podamos resolver de la manera más objetiva.

Una vez que hayamos conseguido el autocontrol y la valoración objetiva de la


situación, un paso más sería la motivación para lograr una solución al problema.
En el caso de que detectemos en nuestros hijos problemas de hiperactividad, es
aconsejable buscar información acerca de este trastorno psicológico. Al hacerlo
comprobaremos que estos chicos tienen especial problema en el control de impulsos, y es
difícil para ellos inhibir tanto su actividad motora como cognitiva. Cabría preguntarse
entonces: ¿son los niños afectados de TDAH (trastorno de hiperactividad) deficitarios en
entender sus emociones y las emociones ajenas? La respuesta requiere algunas
matizaciones.
Dicho trastorno no tiene por qué afectar al reconocimiento de las emociones, ni
propias ni ajenas, pero sí interfiere en su motivación, dada su atracción por los refuerzos
a corto plazo, así como en la habilidad para relacionarse con los demás, debido, en gran
parte, a su impulsividad y falta de concentración, aspectos que también se reflejan en los
juegos con los compañeros y, lógicamente, se ven rechazados.
Como hemos visto, las causas de la hiperactividad no se conocen de forma certera,
aún se debate científicamente la etiología del problema. Sabemos también que muchos de
estos niños se encuentran medicados con un fármaco denominado metilfenidato, que les

93
ayuda a concentrarse algo mejor (pero en la mayoría de los casos su capacidad de
concentración continúa siendo baja) y que los azúcares, especialmente los refinados, les
afectan de forma particular incrementando su nivel de actividad.
La información acerca de las características de los menores hiperactivos no sólo nos
acercará paulatinamente a comprenderlos mejor e incrementar nuestra empatía hacia
ellos, sino que también nos proporciona algunas pautas de actuación de cara a mejorar su
comportamiento y las relaciones que mantenemos con ellos.
Es frecuente que estos menores tengan dificultades para seguir instrucciones
complejas, de manera que podemos facilitar su aprendizaje si desglosamos las
instrucciones más complicadas en otras más simples, primero una cosa…, después otra.
Ayudarles en su estructuración del tiempo resulta una estrategia beneficiosa.
También podemos ayudarles en la ordenación espacial, otro aspecto en el que suelen
presentar dificultades. En su cuarto parece imposible encontrar nada, los juguetes, la
ropa, los bolígrafos y los papeles se caen constantemente al suelo y ellos se entretienen
en buscarlos mientras que la madre se afana en que le escuche. En estos casos, lo mejor
es simplificar, haciendo hincapié en que mantengan su entorno ordenado con la menor
cantidad de objetos posible.
También en numerosas ocasiones les caracteriza una letra más tosca y deforme en
comparación a la realizada por sus compañeros, pero esto no se debe a una cuestión de
dejadez, sino a dificultades viso-motoras, por lo que se recomienda no criticarle al
respecto.
En general, parece que a estos adolescentes las críticas les resbalan, pero no es así;
han perdido su efecto debido a la saturación. Son criticados continuamente en casa, por
sus incesantes “meteduras de pata”, por sus despistes…, en el colegio apenas pueden
mantenerse sentados, se olvidan de presentar los deberes, pierden las cosas, no atienden
al profesor…, lo cual les supone más de una regañina, incluso los compañeros también
utilizan etiquetas negativas e insultos al referirse a ellos de forma más frecuente que lo
harían con otros compañeros. El resultado, para ellos, es una baja autoestima que
podemos corregir utilizando algunas de las estrategias mencionadas en el apartado
dedicado a las técnicas indicadas para conseguir un aumento en esta faceta del
autoconcepto (apartado 3.2.1).

4.4. El tratamiento

Una vez detectado el problema, con frecuencia las familias acuden a centros sanitarios
con el objetivo de que les faciliten ayuda médica (en este caso de tipo farmacológico,
como veremos) o psicológica. En este sentido, la oferta terapéutica puede ser variada,
pero, en todo caso, limitada. Exponemos a continuación el abordaje terapéutico más
frecuentemente utilizado y de probada utilidad en estos casos.

94
A) Tratamientos farmacológicos

La mayoría de los niños y adolescentes diagnosticados de TDAH se encuentran


medicados. El tratamiento de elección suele ser los fármacos estimulantes;
paradójicamente, este tipo de fármacos, como el metilfenidato, un compuesto químico
relacionado con las anfetaminas, consigue una disminución de la actividad motora y un
aumento de la atención que se hace patente en la mejoría del rendimiento académico y
en los tests realizados en el laboratorio, y aunque su efecto es rápido desaparece en las
siguientes horas tras su ingestión. La explicación a esta paradoja podría encontrarse en
que este tipo de fármacos estabiliza el nivel de activación de los menores hiperactivos,
bajo la premisa de que en estos casos existe una variabilidad excesiva en el nivel de
activación, disminuyendo los estados de estimulación excesivos (Gualtieri et al., 1983).
El metilfenidato actúa sobre el sistema nervioso central facilitando la transmisión
sináptica, además de inducir la liberación de catecolaminas de su almacenamiento
intraneuronal, compitiendo así con la recaptación de serotonina e inhibiendo parcialmente
la actividad de la monoaminoxidasa.
La respuesta favorable a este fármaco se produce entre un 70 y un 80% de los
menores afectados de TDAH, y se comprueba que después de su administración se
reducen las actuaciones impulsivas, molestas o agresivas, sin embargo no existe evidencia
de que esta medicación aumente las conductas prosociales.
No obstante, es posible que aparezcan efectos secundarios emparejados al
tratamiento, como dificultades en el sueño, pérdida de apetito, dolores de cabeza y, en
ocasiones, incremento del ritmo cardiaco. Para controlar dichos efectos negativos, estos
fármacos se deben administrar en pequeñas dosis durante la semana y siempre en
función del peso del menor, interrumpiendo el tratamiento durante los fines semana y en
verano.
En cuanto a las contraindicaciones, podemos decir que su administración está
desaconsejada cuando el menor haya presentado problemas de tics, alteraciones del
pensamiento, trastornos emocionales o psicosomáticos. Al igual que tampoco se aconseja
dicho tratamiento en los casos en los que el TDAH se presente de forma conjunta con
problemas de comportamiento desafiante, indisciplinado o negativista (López y Martínez,
2001).
Otro fármaco que se emplea en el tratamiento del TDAH es la pemolina; sus
efectos tardan más en producirse (los resultados sobre el comportamiento desadaptado
no se observan hasta después de varias semanas de administración, pero su acción es
más prolongada y los efectos sobre la pérdida de apetito son menores que en el caso del
metilfenidato).
Los antidepresivos también son utilizados para el tratamiento del trastorno que nos
ocupa, también de acción más prolongada que el metilfenidato, y consiguen, en algunos
casos, mejorar las conductas de hiperactividad, pero con respecto al plano del
procesamiento cognitivo los resultados no son tan claros. En todo caso, su utilización no
resulta conveniente en menores debido a sus efectos secundarios, como es la toxicidad

95
cardiovascular.
Por último, entre los fármacos utilizados para el tratamiento del TDAH, cabe
mencionar los neurolépticos, los cuales sólo se administran en los casos muy necesarios
ya que suelen tener más efectos negativos que los psicoestimulantes y los antidepresivos.
Si bien, como hemos comentado, es frecuente encontrar a menores con TDAH
medicados, las investigaciones sobre la conveniencia de utilizar fármacos para tratar este
tipo de trastorno han demostrado que no es necesario ni conveniente administrar
medicación en todos los casos de hiperactividad, dado que la respuesta a la medicación
no es siempre la misma y puede tener efectos indeseados. Por ello se recomienda utilizar
el tratamiento farmacológico cuando las intervenciones a nivel psicopedagógico que
vamos a exponer a continuación sean ineficaces o en los casos de TDAH muy graves.
Alejándonos de los medicamentos, otra faceta de interés es la dieta. A partir de la
propuesta de Feingold (1975) acerca de la posible relación del TDAH con las
intolerancias alimenticias, han crecido las investigaciones, unas más a favor que otras de
esta hipótesis en las que se analiza la relación entre el consumo de alimentos que la
persona no tolera y los problemas de conducta, haciendo hincapié, en la mayoría de las
ocasiones, en la conveniencia de eliminar de la dieta alimentos que posean en exceso
colorantes y/o conservantes. En cualquier caso, parece que el consumo excesivo de
azúcares, en especial el chocolate, estimula la conducta hiperactiva.

B) Técnicas conductuales

A través de las técnicas conductuales el terapeuta pretende atenuar y/o modificar


comportamientos desadaptativos mediante el manejo de refuerzos y castigos.
Dado que el niño o adolescente hiperactivo suele tener una amplia variedad de estos
comportamientos, por las características que subyacen a este trastorno (impulsividad,
falta de atención…), no sería factible realizar una intervención óptima sobre todos ellos
de forma simultánea, de manera que, una vez que el terapeuta haya recogido la
información necesaria sobre los comportamientos objeto de cambio, deberá seleccionar
las conductas concretas que deberán abordarse en primer lugar; nunca intentar tratar todo
en conjunto.
Intentar cambiar un gran número de comportamientos de forma simultánea sería
una actuación abocada al fracaso, no sólo por el agotamiento que ello puede suponer a
las personas que de forma directa aplican el programa de refuerzos y castigos, sino
también porque al propio adolescente le resultaría demasiado penoso, decrecería su
autoestima, ya de por sí mermada, y sabotearía el tratamiento.
La selección de las conductas puede realizarse desde dos perspectivas y de común
acuerdo con los padres. La primera de ellas puede ser la urgencia de cambio, en función
de la importancia de la conducta desadaptativa. Por ejemplo, si constantemente mortifica
a sus hermanos, esto tendrá prioridad frente a atenuar sus constantes charlas mientras los

96
demás pretenden oír la televisión. Pero también, cómo segundo parámetro a tener en
cuenta al seleccionar las primeras conductas a tratar, puede ser la facilidad de cambio. Si
comenzamos trabajando conductas menos arraigadas, cuya modificación sea
previsiblemente fácil y no traumática, ayudaremos a motivar la continuidad del
tratamiento con mayor entusiasmo.
Cuando ya se han seleccionado las conductas, resulta conveniente realizar una
programación sobre cómo se van a aplicar las técnicas en cada momento. Dichas pautas
se exponen tanto a los padres como al adolescente en cuestión, siendo susceptibles de
modificación si no hay acuerdo al respecto. El establecimiento de un compromiso de
trabajo para llevar a cabo el proceso de cambio es un requisito indispensable para
conseguir la eficacia del mismo.
Finalmente, una vez concluida la intervención, es importante evaluar los resultados
obtenidos con respecto al principio del mismo, así como incluir una fase de seguimiento
ya que, aunque es normal que los padres de los niños con TDAH, se encuentren
satisfechos cuando sus hijos, en su fase primaria y tras un tratamiento conductual,
experimentan una mejoría en el manejo de su impulsividad e hiperactividad durante la
intervención conductual, la duración de esta mejoría y la generalización de los hábitos
adquiridos es la duda que se plantean estos tratamientos.
Tratando de resumir algunas de las técnicas utilizadas en este tipo de
intervenciones, describiremos brevemente en qué consisten y la forma de aplicación de
los programas de refuerzo, las técnicas de extinción de conductas, el aislamiento o tiempo
fuera, los programas de economía de fichas y los contratos de contingencia.

1. Programas de refuerzo. Si partimos de la premisa de que un reforzador es


cualquier acción o hecho que mantiene o incrementa una conducta, pudiendo
actuar mediante su presencia (refuerzo positivo) o de forma que evite o
permita el escape de un estímulo negativo presente (refuerzo negativo),
podremos deducir que en las interacciones familiares y educativas se aplican
continuamente reforzadores conductuales, aún sin saber las reglas del
aprendizaje que estamos poniendo en práctica.
El problema fundamental, en el caso de los menores hiperactivos, es que
la mayor parte de las consecuencias recibidas ante las conductas que ejecutan
suelen ser reforzadas positivamente, aunque ésta no sea la intención del que
emite el refuerzo. Veamos esto con más detenimiento:
Una persona hiperactiva, con una gran cantidad de conductas
desadaptadas suele generar en las personas con las que convive un gran
agotamiento y cansancio, la tendencia es huir de sus constantes llamadas de
atención. Pero el niño o adolescente necesita de esta atención. Cuando el niño
desobedece, grita, etc., lo que en realidad está buscando es llamar la atención
de sus padres y lo consigue en el momento en que éstos le contestan con
voces, gritos o regañándole vehementemente, puesto que puede actuar como
un refuerzo positivo. Si desea ser el centro de atención, lo consigue tanto si lo

97
alabamos como si le regañamos. En ambos casos consigue su objetivo.
Ya tiene la atención deseada (la ausencia de respuesta es para las
personas peor que la obtención de una respuesta negativa). Estas
argumentaciones deben conocerlas los educadores, para que, en la medida de
lo posible, eviten reforzar los comportamientos que desean eliminar.
Lo que se debe reforzar son las conductas alternativas, por ejemplo,
permanecer sentado durante un período de tiempo, realizar los deberes sin
protestar, etc., siempre teniendo en cuenta que lo que para algunos
adolescentes puede resultar un reforzador positivo (por ejemplo, una alabanza
o la compra de un helado), para otro puede carecer de ese efecto, por tanto,
en cada caso hay que analizar qué tipo de objetos o acciones podemos utilizar
como refuerzos.
En cualquier caso, una recomendación generalizada para su trato es no
intentar corregir “todos” sus errores o fracasos “todos” los días.
Comenzaremos por centrarnos en aquellas conductas que resulten más
perturbadoras; por ejemplo, levantarse de la mesa o aquellas que sean más
susceptibles de cambiar.
En el caso de los niños y adolescentes hiperactivos, muchas veces no es
factible la extinción total de ciertos comportamientos, en primer lugar porque
sería una meta irrealizable y en segundo lugar porque algunas de las
manifestaciones de estos menores se corresponden con comportamientos
propios de su etapa evolutiva. Es por ello que muchas veces conviene aplicar
el refuerzo no cuando la conducta indeseable haya desaparecido, sino cuando
haya decrecido. Este procedimiento se denomina “Reforzamiento diferencial
de tasas bajas” considerándose su aplicación eficaz en el tratamiento de la
hiperactividad, puesto que no genera excesiva ansiedad.
El hecho de permanecer sentados es ya todo un reto imposible de
cumplir para algunos de estos menores, por lo que comenzaremos en un
refuerzo de “tasas bajas”, consistente en alabarle cuando se mantenga sentado
más de 5 o 10 minutos, incrementando el período de tiempo para otorgar el
refuerzo gradualmente. Cuando hayamos conseguido mantenerlo sentado
durante un tiempo razonable, comenzaremos a trabajar otras conductas, como
no interrumpir las actividades realizadas, su participación en las mismas, el
seguimiento de las instrucciones proporcionadas… Todo ello habrá de
realizase de forma secuencial, de otra manera lo único que incrementaremos
es su malestar, su desconcierto y su baja autoestima. Pensemos, para entender
su situación, que nos viéramos obligados a adquirir conocimientos sobre una
materia extremadamente complicada para nosotros en un solo día y que
nuestro instructor se empeñara en que la realizáramos de forma correcta desde
el principio. Todo aprendizaje necesita un secuenciación, un tiempo, y los
aprendizajes relativos al control de la actividad física y cognitiva son
especialmente difíciles para los niños y adolescentes que padecen este tipo de

98
trastorno.
2. Técnicas de extinción de conducta. Es conveniente, paralelamente a todo lo
que hemos comentado del refuerzo positivo, que los padres dejen de reforzar
otras actitudes o comportamientos que resulten desadaptativos, es decir, que
practiquen la extinción. Es difícil pero imprescindible que el entorno (padre,
hermanos, maestros, etc.) dejen de responder a las conductas desadaptadas
para que el menor note la diferencia en las consecuencias de un
comportamiento a otro. De esta manera, estamos llevando a cabo la extinción
de determinadas conductas. Pero esto es una labor que requiere una atención
especial del terapeuta, ya que las personas que llevan años interactuando con
un menor hiperactivo (incapaz de modular su conducta y que responde a toda
clase de estímulos por irrelevantes que sean) normalmente también tienen
problemas para responder al cambio estimular que desarrolla el menor, de tal
forma que, entre unos y otros se establecen unas pautas de conductas y
respuestas que no llevan a ninguna parte. La importancia de no reforzar
conductas desadaptadas es crucial, aunque el proceso de instalación en la
dinámica familiar puede ser lento, sobre todo cuando la conducta a extinguir
se encuentra bastante consolidada al haber recibido refuerzo de forma
intermitente (a veces la hemos reforzado anteriormente al prestarle atención).
Si el reforzamiento que hasta el momento ha recibido la conducta ha sido
continuo, la extinción es más rápida.
Al margen de la importancia de la retirada del refuerzo, podemos pensar
en la extinción de conductas no deseadas recurriendo al castigo en alguna de
sus dos vertientes, el castigo positivo y el castigo negativo.
La aplicación de un castigo positivo consiste en hacer presente, de forma
contingente a la aparición de la conducta desadaptativa, un estímulo aversivo
como puede ser una bofetada, un grito, un insulto… algo que sufren con
demasiada frecuencia los niños y adolescentes hiperactivos, fruto de la
impotencia paterna unida, a veces, a un temperamento controlador y fuerte de
los padres que los hace estallar, tras aguantar durante tiempo las
impertinencias de estos niños, terminando con una bofetada o tirón de orejas.
Pero este tipo de respuestas crea en el menor sentimientos de humillación y
ansiedad y, por su parte, los padres tampoco se sienten mejor,
incrementándose unos sentimientos de culpabilidad que dificultan más las
relaciones y rara vez conducen al cambio deseado. El terapeuta debe llevar a
cabo un modelado encubierto para modificar esta actitud de los padres,
centrándose en establecer unas condiciones que incrementen los
comportamientos positivos de padres e hijos.
Es por ello que siempre resulta más recomendable la utilización del
castigo negativo, o retirada de un privilegio o situación valorada por el menor.
Un ejemplo del castigo negativo es el aislamiento o tiempo fuera (time out),
que consiste en retirar al niño o adolescente del lugar de reforzamiento durante

99
un tiempo, tras una conducta de agresividad, mal comportamiento,
desobediencia… Se aplica cuando, momentáneamente, no es posible seguir
con la técnicas de reforzamiento y es conveniente suprimir las gratificaciones
de forma puntual. Normalmente, se recomienda tres minutos para los menores
de 6 años, aumentando progresivamente el tiempo en función de la edad.
Debemos explicar al menor, de forma firme y clara, las razones por las que lo
aplicamos y los comportamientos que han ocasionado la decisión, para que, en
un futuro, procure disminuirlos para evitar la situación.
Los privilegios que, por el buen comportamiento, se han concedido se
pueden llegar a eliminar por el comportamiento inadecuado o ignorar normas o
acuerdos previamente pactados. Suele ser muy eficaz tanto en niños como en
adolescentes. Lógicamente, previamente se ha tenido que conceder unos
privilegios fruto de su buen comportamiento que, según las circunstancias, se
retiran. Las consecuencias emocionales son menores y nada traumáticas en
comparación con el castigo físico. Por ejemplo, a un adolescente le podemos
retirar el móvil durante una semana si ha transgredido una norma familiar.
Como forma de recopilar estos programas de refuerzo y extinción
podemos hablar de técnicas más globales, cuya finalidad es la misma: “la
modificación de conducta”, entre ellos vamos a describir brevemente la
economía de fichas y los contratos de contingencia.
3. La economía de fichas. La economía de fichas consiste en la aplicación de un
programa mediante el cual el niño o el adolescente puede conseguir fichas (por
ejemplo: tarjetas, boletos, puntos, dinero…) por conductas específicas. Las
fichas se acumulan y pueden cambiarse por una variedad de otras
recompensas, privilegios o actividades deseadas, que se denominan
reforzadores ulteriores (Kazdin, 1975). Un ejemplo sería la dispensación de
una carta de la baraja familiar cada vez que el adolescente regresara
puntualmente de la salida con sus amigos el fin de semana (conducta que se
desea establecer). Una vez reunidas todas las cartas pertenecientes a un
mismo palo, el adolescente podría canjearlas por un juego de la Wi, en el caso
de que tal recompensa la valore de forma muy positiva. La aplicación de estos
programas resulta de utilidad especialmente cuando existen problemas e
hiperactividad, ya que unas de las características de este trastorno es la
impulsividad; son niños y adolescentes con tendencia a responder a refuerzos
a corto plazo, y tienen dificultades para demorar las gratificaciones. Con la
economía de fichas se pretende que obtengan algo tangible en el momento que
facilite su relación con aquello que desean y que podrán conseguir a largo
plazo.
A la hora de poner en práctica este tipo de programas resulta conveniente:

– Tener clara la conducta a modificar (obediencia a los padres, tiempo


dedicado al estudio…).

100
– Completar una lista de las acciones o actitudes a premiar.
– Tener claro el valor de cada ficha.
– Aumentar el valor de las fichas según vaya avanzando el proceso, por
la dificultad que entrañe su consecución.
– Procurar que, al principio, la consecución de fichas sea diaria para
aumentar el ánimo y la forma de encararlo del menor.

4. Los contratos de contingencia. Básicamente, se trata de un acuerdo o trato al


que se llega entre el menor y los padres, profesor, terapeuta… en el que se
plasma lo que se espera de él en conductas o comportamientos específicos en
el hogar, colegio… Se debe redactar por escrito y ser firmado por ambas
partes.
Las recompensas que correspondan según el contrato nunca deben darse
antes de que ocurra el comportamiento positivo, siempre después, y deben ser
agradables, positivas y atractivas para el menor. Así asociará el buen
comportamiento con sensaciones positivas que favorezcan la perduración de
esta actitud. Las premisas o condiciones del contrato deben ser concretadas,
habladas y negociadas claramente entre las dos partes para que no lleve a
equivocación, enfados y situaciones tensas, la posible supresión de
recompensas por mal comportamiento.

C) Técnicas cognitivas

Desde la terapia cognitiva, que como sabemos está orientada hacia la búsqueda de
un cambio mediante la reestructuración de las ideas, pensamientos y creencias
distorsionadas que puedan estar afectando a la persona, podemos encontrar también
varias propuestas de utilidad en el tratamiento del TDAH:

1. Técnicas de autocontrol. La finalidad de esta técnica es que el menor sepa


controlar u organizar su comportamiento, o sea, que vaya adquiriendo
responsabilidad en el día a día asimilando y acoplando poco a poco todo los
progresos que vaya realizando. Se trata de que los comportamientos que tenga
o de los que carezca no sean óbice para conseguir, en un fututo, metas
importantes.
Son claros los problemas de autocontrol en los adolescentes hiperactivos.
Se distraen muy fácilmente con cualquier mosca, ruido, pensamiento…
Existen varias razones para destacar la importancia de los programas de
autocontrol. Por un lado, sabemos que muchos de los comportamientos que
exhibe el adolescente sólo son accesibles por él mismo y que muchas
conductas desadaptadas, generalmente, no se pueden observar directamente,

101
más bien están relacionadas con pensamientos, fantasías… Por otra parte, es
difícil alterar los estilos de vida, por lo que conviene plantar una intervención
razonable cuyos objetivos sean factibles de conseguir. Por último, debe existir
una motivación para el cambio por parte del adolescente, así como preparar
las estrategias oportunas en caso de recaída.
Es vital que el adolescente sea consciente del problema y de las ventajas
que obtendrá si el tratamiento finaliza positivamente.
Existen varios tipos de técnicas de autocontrol:

a) Autoevaluación: Como su nombre indica, el menor anota, registra y


evalúa su conducta con la máxima objetividad posible.
Posteriormente es revisado, contrastado y evaluado por los padres
o el terapeuta.
b) Autoesfuerzo y autocastigo: En este caso, el menor debe valorar y
determinar el premio o castigo que merece según el
comportamiento que, en su criterio, haya llevado a cabo. Debe
actuar libremente sin ser obligado, para que él mismo decida el
refuerzo negativo o positivo a los que ha sido acreedor. Se deben
establecer, por parte de los padres o terapeuta, previamente los
criterios y refuerzos a aplicar según la conducta que debe realizar o
no, para administrar los mencionados refuerzos.
c) Autoatribuciones: Como ya hemos visto, el estilo atribucional
considera el grado en que las personas consideran que las
consecuencias de su conducta se encuentran fuera de su propio
control (atribuciones externas) o son sucesos sobre los que ellos
pueden ejercer control (atribuciones internas). Normalmente, estos
estilos evolucionan con la edad, incrementándose las atribuciones
internas a medida que los niños se convierten en adolescentes. Sin
embargo, parece que los adolescentes con TDAH presentan cierta
inmadurez cognitiva, en el sentido de que presentan dificultades
para atribuir las consecuencias de su conducta a factores internos y
controlables por ellos mismos.

Si a la hora de aplicar un programa conductual, los refuerzos y castigos


se aplican de una forma altamente estructurada, estaremos incrementando su
estilo atributivo interno, pues verán claramente las relaciones entre su
conducta y las consecuencias obtenidas. Pero este tipo de programas mejora si
añadimos un trabajo de tipo cognitivo en el que, a través de ejemplos
cotidianos, ayudemos al adolescente a analizar este tipo de relaciones. Se
exponen varias conductas probables y se le pide al menor que adelante las
posibles consecuencias y el porqué de su ocurrencia, de manera que las

102
sucesivas reflexiones le lleven a incrementar una visión más internalizada de
los eventos que le ocurren.
2. Entrenamiento en autoinstrucciones y solución de problemas. Donald
Meichenbaum ha resaltado el papel de los mensajes que nos decimos a
nosotros mismos en la generación y el mantenimiento de los problemas
psicológicos, lo que entraría en conexión con las investigaciones de los
soviéticos Luria y Vygotsky sobre la importancia del lenguaje en la regulación
de la conducta (Luria, 1975). La idea de que el control voluntario se desarrolla
con el paso progresivo de la regulación externa a la interna implica la
necesidad de la internalización de autoinstrucciones para llegar a la
autorregulación. Esta concepción es la que orienta el aprendizaje
autoinstruccional propuesto por Meichenbaum y Goodman (1971) para el
tratamiento de niños impulsivos y con comportamiento perturbador, y es un
componente importante de los modelos basados en el razonamiento y solución
de problemas.
El entrenamiento en autoinstrucciones incluye varios pasos que el
terapeuta y el adolescente ejecutan alternativamente mientras realizan diferentes
tareas. Los pasos básicos podrían describirse de la siguiente manera:

a) El terapeuta ejecuta una tarea mientras describe en voz alta las


reflexiones necesarias para su realización.
b) El adolescente realiza la misma tarea siguiendo las instrucciones del
terapeuta.
c) El adolescente ejecuta la tarea mientras se instruye a sí mismo en voz
alta.
d) El adolescente se recita a sí mismo, a través del habla internalizada,
las instrucciones necesarias para ejecutar la tarea que está llevando
a cabo.

Este proceso se utiliza en la realización, paso a paso, de múltiples tareas,


las cuales necesitan, para la obtención de un resultado correcto, la necesidad
de observar y escuchar cuidadosamente a una persona experta en dicha labor.
Las autoinstrucciones permiten al adolescente con TDAH ordenar su
pensamiento de forma secuencial, lo que evita el caos provocado por los
pensamientos agolpados a la vez que inhibe la distracción mental que es tan
característica en este trastorno.
Una variante más elaborada y general es el entrenamiento en solución de
problemas, ya que, como vimos al describir esta técnica (véase capítulo 6)
permite aplicar un mismo algoritmo a variedad de situaciones. Esta técnica, así
como el entrenamiento en autoestima, ambas de carácter cognitivo, son
empleadas también en el tratamiento de adolescentes con TDAH, por lo que

103
remitimos a las páginas de este manual donde se describen.
Finalmente, si junto al problema de TDAH aparecen conductas agresivas
o antisociales, conviene recurrir a las técnicas terapéuticas que describiremos
en el siguiente capítulo, dedicado al comportamiento perturbador, tanto en la
vertiente de las psicoterapias basadas en la toma de conciencia o
intrapsíquicas, como en las estrategias basadas en la terapia cognitivo-
conductual.
3. Entrenamiento con padres y profesores. Puesto que el TDAH implica un clima
de estrés en el ámbito familiar, la intervención con padres permite un descenso
de las tensiones intrafamiliares y de los conflictos surgidos alrededor de la
conducta del menor. La visita periódica al psicólogo por parte de los padres les
permite atenuar su culpabilidad y aclarar algunas pautas para que sean
aplicadas en casa. Dichas pautas están en su mayoría dirigidas a mejorar la
comunicación entre las diferentes personas implicadas en el problema.
Como es posible aventurar en una familia con un hijo hiperactivo, el
número y la frecuencia de las interacciones negativas es bastante alto, y
aunque la habilidad de los padres para manejar el comportamiento de sus hijos
es importante, a lo largo del tiempo suele disminuir. Los padres, normalmente,
reconocen que a pesar de las múltiples provocaciones de sus hijos, su reacción
negativa (gritos, insultos, bofetones…) sólo les lleva a sentirse peor después
(algo que, igualmente, relatan los menores hiperactivos), aumentando el estrés
familiar y los conflictos de pareja. Una comunicación eficaz puede resultar
clave para atenuar el efecto devastador que este problema ejerce sobre las
relaciones paterno-filiales, a la vez que sirve de guía verbal y modelo para
estos niños y adolescentes.
Evidentemente, los factores cognitivos también ejercen una gran
influencia en la comunicación. Las creencias, los valores, las actitudes, lo que
pensamos acerca de nuestros hijos, determina las expectativas que
desarrollamos acerca de ellos y la manera de tratarles. Es lo que se conoce
como “efecto Pigmalión” o la profecía que se cumple a sí misma. Como ya
hemos dicho, la inquietud, la demanda continua de atención, las
desobediencias… que caracterizan el comportamiento de estos menores
facilita que su personalidad se elabore sobre estos comportamientos.
Desde el punto de vista terapéutico, al analizar con los padres estas
cuestiones, observamos su rechazo explícito hacía la forma de ser del menor y
también en ocasiones encontramos que existe un problema desde que nació
expresado de forma directa o indirecta. Cuando esto se hace evidente, es
recomendable no enjuiciar estos aspectos más profundos, es preciso hacer
más hincapié en las estrategias actuales que pueden aminorar los problemas de
la hiperactividad.
Verbalizar más información negativa que positiva sobre los menores tiene
como consecuencia el incremento de acciones coherentes con dicha

104
información, reforzando la presencia de comportamientos inadecuados e
impidiendo el desarrollo de conductas alternativas más adaptadas.
Así pues, y bajo las argumentaciones expuestas, la primera pauta
recomendable consiste en dispensar verbalizaciones positivas más frecuentes,
a la mínima oportunidad, reservando las negativas para casos concretos y/o
extremos.
Por otra parte, se aconseja a los padres vigilar los gestos, el tono de voz,
la postura…; en definitiva, la comunicación no verbal, de forma que la
hagamos coherente con lo que estamos verbalizando. Por ejemplo, si le
decimos a nuestro hijo con tono acongojado, lastimero, quejica, con frases
entrecortadas… que, por favor, recoja su cuarto, al menor no le afectará el
mensaje. Con los menores que padecen TDAH conviene establecer mensajes
claros, directos y concisos. La actitud tiene que ser firme y segura a la hora de
transmitirles lo que se espera de ellos.
Además de la habilidad para comunicarse eficazmente, es conveniente
elegir el momento apropiado para proponer el comportamiento a seguir. La
propuesta no se debe hacer en el calor de una discusión, en mitad de un
conflicto, cuando los nervios están desbordados por ambas partes. Querer
abordar todo aquí y ahora no conseguirá sino agravar el problema. Es estos
momentos lo conveniente es sólo tratar los aspectos concretos, demorando la
conversación para un momento de tranquilidad.
A la hora de dar información sobre los cambios conductuales deseados
ante comportamientos que consideramos inaceptables, es preferible utilizar los
mensajes de “yo” en lugar de los mensajes de “tú”. Los mensajes de “tú” son
los que se centran en la censura y en la recriminación (por ejemplo: “eres un
desastre”, “eres inaguantable”, “no te sabes comportar”…), algo que resulta
frecuente en las verbalizaciones de los padres con los menores hiperactivos.
Sin embargo, los mensajes de “yo” son declaraciones en las que los padres
informan de lo que piensan, sienten y desean, evitando los mensajes críticos y
culpabilizadores (por ejemplo, “estoy intentando mantener una conversación
telefónica, si no bajas la televisión no puedo escuchar, de manera que me
sentiré obligado a apagarla”).
Finalmente, otro aspecto importante en la comunicación es saber
escuchar. En este sentido, conviene tener en cuenta que la habilidad de los
adolescentes afectados de TDAH para expresar lo que les pasa con los demás
y lo que sienten es muy baja. Por eso debemos hacer un esfuerzo para saber
situarnos en su lugar, en su mundo de significados y tratar de facilitarle la
expresión de sentimientos. Ante las quejas del menor, es preferible escuchar
de forma tranquila, preguntar y repetir a continuación el mensaje que nos han
trasmitido, con sus propias palabras o con las nuestras, para asegurarnos de
que lo hemos entendido. Además, esta actitud en la comunicación permite al
menor reflexionar sobre lo que ha relatado y pedir ayuda si es necesario.

105
Desde el ámbito escolar, también es factible introducir una serie de
pautas para ayudar a los adolescentes con problemas de TDAH.
En líneas generales, se constata que los menores hiperactivos llevan
asociadas dificultades en su rendimiento escolar. Entre el 65 y el 80% de los
adolescentes hiperactivos presentan problemas en este sentido, siendo el riesgo
de fracaso académico de dos a tres veces mayor que el que presenta la
población general (Barkley, 1982).
Asumiendo que la actuación en cada aula depende de la disponibilidad e
implicación del profesor, así como de la realidad de cada centro educativo, es
posible favorecer la educación de los menores con TDAH aplicando las
siguientes pautas:

– El menor hiperactivo deberá estar cerca del profesor, no para facilitar


su vigilancia y criticarle, sino para poder controlar con exactitud los
reforzamientos.
– Cuando se trate de proporcionar un explicación conviene facilitarle de
antemano un esquema claro de los aspectos que se van a tratar, con
la finalidad de focalizar su atención, hacerle preguntas y mantener
un contacto visual frecuente, permitiendo, asimismo, su
participación en la exposición de tareas.
– Las actividades propuestas deben tener una dificultad creciente, para
evitar el aburrimiento o el abandono. En la medida que el menor
progrese conviene hacérselo notar con comentarios detallados y
concretos donde se valore la calidad y cantidad de los avances
realizados. Los adolescentes con TDAH suelen tener una caligrafía
más tosca que el resto de sus compañeros, pero el docente ha de
saber que no es un síntoma de dejadez, sino un problema de
psicomotricidad fina, normalmente vinculado al trastorno.
– Finalmente, respecto a los exámenes, resulta conveniente hacer
varios de forma más parcializada que uno más global. El examen no
debe ser excesivamente largo y presentar un formato sencillo, ya
que los menores hiperactivos resuelven mejor las preguntas cortas.

En definitiva, aunque la variabilidad comportamental que manifiestan los


adolescentes afectados de TDAH es muy amplia, el tratamiento que involucra a los
padres y los docentes, proporcionándole pautas generales como las que hemos venido
comentando, tiene sin duda ventajas a la hora de incrementar la eficacia de los
tratamientos terapéuticos descritos en las páginas anteriores.

106
5
Trastorno del comportamiento perturbador

Por trastorno del comportamiento perturbador (problemas de conducta) en la


adolescencia se entiende aquella constelación de conductas que implican la oposición a
las normas sociales, así como a los requerimientos de las figuras de autoridad, que trae
como consecuencia más sobresaliente el fastidio o la perturbación, más o menos crónica,
de la convivencia con otras personas (padres, hermanos, maestros, compañeros y,
eventualmente, desconocidos). En el marco del sistema de clasificación del DSM (a partir
de su tercera edición; APA, 1980) se distinguen dos categorías de trastornos dentro de los
problemas de conducta (PC), el Trastorno de Conducta (TC) o disocial, y el Trastorno
Negativista Desafiante (TND).
Según el DSM-IV, el primero de ellos (TC) consiste en “un patrón de
comportamiento persistente y repetitivo en el que se violan los derechos básicos de los
otros, o importantes normas sociales adecuadas a la edad del sujeto” (APA, 1995).
Dentro de este trastorno se distinguen entre cuatro grupos de comportamientos
perturbadores: agresivo, con daño físico o amenaza a otras personas o animales, daños a
la propiedad, fraudes o robos y violaciones graves de las normas.
Por su parte, el TND se define como “un patrón recurrente de comportamiento
negativista, desafiante y hostil, dirigido a figuras de autoridad” (APA, 1995, pág. 96). Es
asumido generalmente que estos últimos comportamientos suelen estar presentes en el
TC, que supone una modalidad más grave de trastorno perturbador (APA, 1994, 1995).
Así, en el TND no está presente una violación grave de los derechos de los demás
(agresión, destrucción de propiedades, hurtos), que sí son característicos del TC,
convirtiéndose aquél en una variante menos severa de este último (Achenbach, 1993).
Como ya hemos mencionado, el hecho de que una conducta se considere propia de un
trastorno de comportamiento disruptivo depende de numerosos factores. Por ejemplo,
actos de violencia física, la mentira, el robo o la desobediencia pueden conceptuarse de
forma diferente en función de la edad del sujeto. Por tanto, los datos normativos sobre el
curso de la conducta a lo largo del tiempo pueden resultar de utilidad para establecer una
base a partir de la cual sea posible establecer juicios sobre las conductas normales y
anormales (Kazdin, 1988).
Además de la edad, otros factores han de tenerse en cuenta en la valoración del
trastorno. La frecuencia o cronicidad de los actos, así como su gravedad son,

107
evidentemente, dimensiones a tener en cuenta a la hora de valorar un comportamiento.

Cuadro 5.1. Edades medias de inicio de síntomas del Trastorno negativista desafiante
y del Trastorno de conducta (adaptado de Lahey y Loeber, 1994)

Algunos actos antisociales son conductas de baja frecuencia y alta gravedad, que, a
pesar de que pueden acaparar la atención de instituciones clínicas y legales, es posible
que no comporten la necesidad de tratamiento. Pensemos, por ejemplo, en el caso de un
niño que ha provocado un incendio de consecuencias lamentables.
En otros casos, la frecuencia de la conducta disruptiva puede ser elevada, sin que
por ello la gravedad de las consecuencias haya llegado a ser destacada. El hecho de que
quemar papeles o de jugar con fuego a escondidas pueda ser una conducta a valorar
como alteración psiquiátrica estriba en el hecho de que sea recurrente; sin embargo, si

108
nunca ha producido daños ni lesiones importantes, probablemente los adultos que rodean
al niño no requieran para éste atención psicológica o legal por tal motivo.
Obviamente, la frecuencia y gravedad de las conductas antisociales se convierten en
determinantes de su significación clínica, aunque en este momento no siempre es
explícito.
Por otra parte, la amplitud de las conductas disociales también se puede considerar
una dimensión importante a la hora de definir su anormalidad, ya que, frecuentemente,
dichas conductas no suelen presentarse de manera aislada, y todas ellas tienen un
denominador común: el hecho de ser conductas “exteriorizadas” y difícilmente
gobernables por los adultos que rodean al niño.
Estas dimensiones, brevemente expuestas, deben ser consideradas de forma
conjunta en el proceso de identificación del trastorno del comportamiento perturbador, de
manera que los adolescentes antisociales pueden identificarse en función de la puntuación
en las dimensiones anteriormente citadas. No obstante, existen casos en los que tal
identificación no resulta fácil, debido a que las características de su conducta no reflejan
una alta puntuación en todas estas dimensiones (frecuencia, gravedad y amplitud).
Un último problema a la hora diagnosticar dicha alteración se debe a que los
adolescentes no se remiten a sí mismos a análisis porque sospechen de su conducta
antisocial. Son sus padres, maestros u otras personas los que toman la decisión al
respecto, y los umbrales a partir de los cuales los adultos buscan ayuda de expertos para
evaluar y tratar el problema en los adolescentes varían en función de las características,
expectativas y valores éticos y sociales de los primeros.
A pesar de los citados inconvenientes, el problema de la identificación de niños y
adolescentes con conductas perturbadoras o antisociales se resuelve en la actualidad a
través de criterios diagnósticos estándares (procedentes de las clasificaciones derivadas
del ámbito clínico).

5.1. El diagnóstico

El diagnóstico derivado del ámbito clínico hace referencia a la clasificación de los


diversos trastornos característicos de la práctica psiquiátrica. La inclusión de una
conducta dentro de unos parámetros de anormalidad requiere de una serie de
consideraciones previas: el momento de aparición de dicha conducta, su evolución a lo
largo del desarrollo infantil, y los modelos de presentación de las mismas (frecuencia y
gravedad de las consecuencias). Como hemos apuntado anteriormente, muchas
conductas antisociales sólo llegan a conceptualizarse como clínicamente patológicas si
son mantenidas de modo habitual o si presentan un nivel de intensidad elevado. De esta
manera, la dificultad de delimitar unos ejes definitorios de las conductas antisociales se
deriva de su necesaria caracterización en dimensiones muy diferentes, pudiéndose
encontrar actos tan distintos en gravedad, cronicidad y frecuencia como agresión física o

109
verbal, falta de respeto a la autoridad, fugas reiteradas del hogar y escasa asistencia al
colegio, hurtos, mentiras, etc.
En el DSM-IV podemos distinguir los criterios diagnósticos específicos para el
“trastorno disocial” o “de conducta” (TC) y “trastorno negativista desafiante”.

a) La característica principal del Trastorno de Conducta es un patrón de


comportamiento persistente y repetitivo en el que se violan los derechos
básicos de otras personas o las normas sociales consideradas relevantes y
adecuadas a la edad del sujeto. Dichos comportamientos se dividen en cuatro
grupos:

1. Comportamientos y reacciones agresivas que provocan daño físico a él


mismo, además de a otras personas o a animales.
2. Destrucción deliberada de las propiedades de otras personas.
3. Fraudes o robos.
4. Violaciones graves de normas.

A su vez, cada uno de estos cuatro grupos de comportamientos


comprende una serie de actos concretos (15 en total), que aparecen descritos
en la página siguiente.
Para realizar el diagnóstico del Trastorno de Conducta o Disocial se
requiere la aparición durante los últimos doce meses de, al menos, tres de
estos actos y la observación de uno de ellos en los últimos seis meses.
En función de la edad de inicio del trastorno disocial, el DSM-IV
propone la existencia de dos subtipos: el tipo de “inicio infantil”, definido por
la aparición de, por lo menos, una característica del trastorno disocial antes de
los diez años de edad y que se da con más frecuencia en los varones, y el tipo
de “inicio adolescente”, descrito por la ausencia de características del trastorno
disocial antes de los diez años de edad. Por lo general, este último subtipo
tiende a desplegar con mayor frecuencia comportamientos agresivos y su
pronóstico es mejor que en el caso de inicio infantil del trastorno. Finalmente,
con relación a la variable edad del sujeto, el DSM-IV añade que el trastorno
disocial aparezca después de los 16 años. A continuación describimos el
conjunto de síntomas propuestos por el DSM-IV para el diagnóstico del
Trastorno Disocial o de Conducta.

• Agresión a personas y animales

1. A menudo fanfarronea, amenaza o intimida a otros.


2. A menudo inicia peleas físicas.

110
3. Ha utilizado un arma que puede causar daño físico grave a otras
personas (p. ej., bate, ladrillo, botella rota, navaja, pistola).
4. Ha manifestado crueldad física con personas.
5. Ha manifestado crueldad física con animales.
6. Ha robado enfrentándose a la víctima (p.ej., ataque con violencia,
arrebatar bolsos, extorsión, robo a mano armada).
7. Ha forzado a alguien a una actividad sexual.

• Destrucción de la propiedad

8. Ha provocado deliberadamente incendios con la intención de causar


daños graves.
9. Ha destruido deliberadamente propiedades de otras personas (distinto
de provocar incendios).

• Fraudulencia o robo

10. Ha violentado el hogar, la casa o el automóvil de otra persona.


11. A menudo miente para obtener bienes o favores o para evitar
obligaciones (esto es, “tima” a otros).
12. Ha robado objetos de cierto valor sin enfrentamiento con la víctima
(p. ej., robos en tiendas, pero sin allanamientos o destrozos;
falsificaciones).

• Violaciones graves de las normas

13. A menudo permanece fuera de casa de noche a pesar de las


prohibiciones paternas, iniciando este comportamiento antes de los
13 años de edad.
14. Se ha escapado de casa durante la noche por lo menos dos veces,
viviendo en la casa de sus padres o en un hogar sustitutivo (o sólo
una vez sin regresar durante un largo período de tiempo)
15. Suele hacer novillos en la escuela, iniciando esta práctica antes de los
13 años de edad.

También en el mencionado manual podemos encontrar clasificaciones en


función de la gravedad, distinguiendo tres niveles: leve, moderado y grave. En
el primer caso, los comportamientos problemáticos apenas se pueden
considerar suficientes para establecer un diagnóstico (por ejemplo, mentir,

111
faltar a clase…). En el nivel moderado podemos encontrar conductas como
robos sin enfrentamiento con la víctima, vandalismo, etc. Por último, el nivel
de gravedad incluye actos de violación, crueldad física, robos con
enfrentamiento con la víctima…
No obstante, a la hora de realizar el diagnóstico, el DSM-IV nos recuerda
que los síntomas del trastorno disocial son dependientes de la cultura, la edad
y el sexo y que, por tanto, el diagnóstico sólo debe aplicarse cuando el
comportamiento en cuestión se pueda considerar un síntoma de la disfunción
subyacente del sujeto y no constituya una simple reacción al contexto social
inmediato. Asimismo, el trastorno disocial sólo se diagnostica si los problemas
comportamentales se ajustan a una pauta repetida y persistente que se asocia
con alteraciones en la actividad académica o social.
Podemos realizar una distinción del trastorno por déficit de atención con
hiperactividad, teniendo en cuenta que, en este último, el comportamiento del
sujeto no viola por sí mismo las normas sociales propias de la edad. Cuando
se cumplen simultáneamente los criterios de trastorno por déficit de atención
con hiperactividad y de trastorno disocial, deben establecerse ambos
diagnósticos.
Finalmente, en los sujetos mayores de 18 años sólo se aplicará el
diagnóstico de trastorno disocial si no se ven cumplidos los criterios del
“trastorno antisocial de la personalidad”, diagnóstico, este último, que no
puede atribuirse a sujetos menores de 18 años.
b) Por su parte, la característica fundamental del Trastorno Negativista Desafiante
es un patrón recurrente de comportamiento desobediente, hostil y desafiante,
dirigido a figuras de autoridad, que persiste al menos cinco meses, durante los
cuales aparecen frecuentemente cuatro (o más) de las siguientes conductas:

1. Acceso de cólera y pataletas.


2. Discusiones con adultos.
3. Desafío activo a los adultos o incumplimiento de sus demandas.
4. Molestar deliberadamente a otras personas.
5. Acusar a otros de sus errores o mal comportamiento.
6. Manifestar susceptibilidad, siendo fácilmente molestado por otros.
7. Mostrarse colérico y resentido.
8. Ser rencoroso o vengativo.

Para calificar el Trastorno Negativista Desafiante, dichos


comportamientos deben producir un deterioro significativo de la actividad
social y académica.
El trastorno se manifiesta, en la mayoría de las ocasiones, en el ámbito
familiar, de forma que, a veces, no se observa en la escuela ni en el resto de la
comunidad.

112
Los síntomas del trastorno son más evidentes en las interacciones que el
sujeto realiza con adultos o compañeros que conoce bien y, por tanto, pueden
quedar ocultos en una exploración clínica.
Normalmente, los sujetos con este trastorno no se consideran a sí
mismos negativistas ni desafiantes; ellos encuentran justificación para su
comportamiento y lo consideran una respuesta a exigencias o circunstancias
no razonables. Esto da lugar a un círculo vicioso en el que el adolescente y las
personas que lo rodean ponen de manifiesto respuestas poco apropiadas para
salvar situaciones difíciles. De esta forma, los conflictos con padres,
profesores y compañeros son frecuentes.
Durante los años escolares, en los adolescentes que podrían
diagnosticarse con el Trastorno Negativista Desafiante puede observarse baja
autoestima y tolerancia a la frustración, así como un incremento en la
probabilidad de uso de alcohol, tabaco o sustancias ilegales de forma precoz.
El trastorno es más prevalente en varones que en mujeres antes de la
pubertad, aunque las tasas tienden a igualarse llegada esta etapa.
A la hora de establecer un diagnóstico de Trastorno Negativista
Desafiante (TNA) es necesario tener en cuenta las siguientes consideraciones.
En primer lugar, que sobre todo, en la adolescencia, son muy frecuentes los
comportamientos negativistas, aunque el carácter transitorio de éstos es, en la
mayoría de las ocasiones, el principal factor que limita el diagnóstico. En
segundo lugar, que los comportamientos perturbadores de los sujetos con
TNA son de naturaleza menos grave que los ejecutados por sujetos con
“trastorno disocial” (los primeros no incluyen agresiones físicas, robos o
destrucción de propiedades).
Así pues, dado que todas las características del comportamiento
negativista desafiante suelen estar presentes en el trastorno disocial, el primero
no se diagnostica si se cumplen los criterios de este último.
Con relación al “trastorno de déficit de atención con hiperactividad”
(TDAH) resulta más fácil la distinción de comportamientos. En este caso,
cuando coexisten ambos trastornos deben diagnosticarse los dos.

5.2. Desarrollo normal y comportamiento perturbador

La adolescencia es frecuentemente un período estresante para los que atraviesan esta


etapa vital, sus familias y los profesores. Los cambios típicos de la pubertad, la
formación de la identidad, la negociación de las relaciones con los padres, y los cambios
repentinos que suelen acontecer en las relaciones sociales, pueden precipitar una variedad
de comportamientos problemáticos. Algunos adolescentes son incapaces de efectuar una
ruptura de los vínculos emocionales con sus padres, con lo cual su esfuerzo por lograr

113
una relación autónoma con los padres puede convertirse en una fuente de problemas.
Como consecuencia de ello, el adolescente se vuelve rebelde, emocional, o hipercrítico
con vistas a intentar convencer a los padres de que ya no son tan “niños”, de que deben
concederle una mayor independencia.
Aunque es evidente que un grado de rebelión durante la adolescencia se considera
normal, algunos adolescentes creen que la verdadera autonomía se consigue por medio
de una ruptura completa con los padres. Algunos de estos jóvenes desafían abierta y
consistentemente la autoridad parental, y pueden pretender solucionar sus problemas
marchándose de casa. Otros pueden permanecer en ella, aunque muestran actitudes de
resistencia a la autoridad parental y escolar, que consideran excesiva y poco razonable,
manifestando habitualmente desobediencia, episodios de cólera, negativismo y
violaciones de normas menores. En casos extremos, esa resistencia se manifiesta en
conductas intensamente hostiles y antisociales, que conducen al establecimiento de un
diagnóstico de trastorno de conducta.
Los adolescentes oposicionistas y emocionalmente impredecibles pueden suscitar en
los demás una respuesta negativa, pero no tienen por qué experimentar un sistema de
valores antisocial o una indiferencia consciente y deliberada de los sentimientos de los
demás. Pero, las respuestas negativistas y desafiantes del adolescente suelen provocar en
las figuras de autoridad desconfianza y ansiedad, lo que resulta en un aumento de las
críticas a las mismas y de las restricciones a la conducta y a su libertad, a las cuales el
adolescente responde con una intensificación de ese negativismo. Como consecuencia de
ello, las relaciones con las figuras de autoridad se deterioran aún más y acaban por
quedar marcadas por el conflicto y por sentimientos de frustración en ambas partes.
Aunque la definición del problema va a depender, en parte, de la edad en que éste
se manifiesta y, en parte también, de la percepción que tienen los padres acerca del
mismo, ocurre también que algunas conductas problemáticas son características de una
etapa particular dentro del desarrollo normal, y tienden a desaparecer en momentos
evolutivos más avanzados. Por este motivo, la significación y relevancia de los problemas
clínicos de conducta deben considerarse en relación al desarrollo normal y sus distintas
manifestaciones.
Las conductas antisociales que surgen de forma aislada en el curso del desarrollo no
suelen tener una significación clínica ni social para la gran mayoría de los adolescentes.
Pero si las conductas se presentan con un carácter extremo y no remiten con el tiempo,
pueden tener repercusiones nefastas tanto para el adolescente como para el entorno. Es
en estos casos cuando las conductas empiezan a ser desviaciones de las pautas
conductuales normales para cada edad, y los adolescentes corren el riesgo de acabar en
instituciones educativas o de salud mental. Ciertamente, uno de los requisitos más
determinantes que permiten hablar de una problema clínico de conducta es el
mantenimiento en el tiempo de conductas antisociales. Al mismo tiempo, esta estabilidad
del comportamiento antisocial lleva implícita, necesariamente, su intensificación y
carácter extremo, debido a las nuevas condiciones de desarrollo del adolescente, y por la
relevancia social y legal que potencialmente pueden tener.

114
Así pues, aunque todos los adolescentes en algún momento muestran facilidad para
pelearse y mentir, por ejemplo, el diagnóstico de trastorno de conducta estará reservado
para aquellos que exhiben pautas extremas de dichas conductas. Siendo más específicos,
el diagnóstico se aplicaría a adolescentes que evidencian, de manera frecuente, un
modelo de conducta antisocial, a aquellos que muestran un desajuste significativo en el
funcionamiento diario en casa y en el colegio y a aquellos que son definidos como
incontrolables por los padres y profesores.
Independientemente de todas estas consideraciones, lo cierto es que la tendencia
que subyace a muchas de las conductas consideradas por distintas fuentes como
perturbadoras o antisociales cumplen con una función determinada dentro de las diversas
etapas del desarrollo. Como señala Campbell (1993), la consecución de la independencia
es una de las principales tareas evolutivas de la adolescencia.
En este sentido, podemos decir que la conducta desafiante o independiente es, en
cierta medida, no sólo apropiada en estas edades, sino también necesaria para el
desarrollo normal que explican en gran medida las diferencias individuales en la tendencia
al comportamiento antisocial en años posteriores (Patterson, 1982). Desde luego,
tampoco debe olvidarse la influencia de otros factores contextuales y de tipo biológico en
la predisposición a mantener esta tendencia, como posteriormente tendremos ocasión de
comentar al abordar los factores de riesgo. Pero antes hablemos de su prevalencia y de
los subtipos evolutivos que podemos distinguir dentro de los trastornos de conducta…

5.3. La prevalencia

Es un hecho constatado que los trastornos conductuales suponen un problema


significativo en los ámbitos clínico y escolar, por su relativamente alta prevalencia.
Un estudio realizado en España (Mirón, 1990) ha calculado la frecuencia con que
los jóvenes españoles de entre 14 y 17 años emiten comportamientos antisociales de
distinto nivel de severidad, aunque no se aportan datos sobre la prevalencia de trastornos
en sí mismos, sino meramente de la emisión de conductas típicamente perturbadoras.
Desde este trabajo se informa de que la conducta antisocial moderada, que implica una
simple violación de normas (beber alcohol antes de los 16 años, escaparse de casa, no
respetar las normas de tráfico, etc.) ha sido realizada por más del 80%, al menos en una
ocasión, y casi el 50% las realiza con frecuencia. Por otro lado, las conductas antisociales
más severas, como vandalismo, agresión o robo se sitúan alrededor del 25%.
Adicionalmente, como era de esperar, se llama la atención sobre el hecho de que son más
los chicos que las chicas los que con mayor frecuencia caen en estos comportamientos.

5.4. Los subtipos evolutivos de TC

115
Como diversos autores han señalado, el TC es una categoría diagnóstica, y como
consecuencia de ello se han propuesto subtipos de TC, en un intento de capturar
diferencias en el comportamiento, trayectoria de desarrollo y etiología.
Loeber (1988), a partir de una revisión de la literatura evolutiva criminal y
psicopatológica, propuso distinguir entre dos formas de TC, una de inicio en la infancia y
otra de inicio adolescente, criterio que fue adoptado posteriormente como parte de la
definición de TC en el DSM-IV. Este autor sugiere que los jóvenes con conducta
antisocial de inicio adolescente tienden a mostrar un patrón ofensivo menos severo,
exhibiendo un comportamiento menos agresivo, y tienen un mejor pronóstico que los de
inicio infantil (Loeber, 1988). Otros estudios (Moffit, 1990; McGee, Feeham, Williams y
Anderson, 1992) han aportado datos adicionales que ratifican la validez de esta distinción
en función del momento de inicio del trastorno, encontrándose que son más las mujeres
que los hombres los que pertenecen a la categoría de inicio adolescente. De hecho, la
mayoría de las mujeres que cumplían con el criterio de TC lo hicieron por primera vez a
partir de los 11 años.
Así pues, los diferentes estudios apoyan la existencia de al menos dos subtipos
evolutivos basados en la edad de inicio, la predominancia de la agresión y del género
femenino.
Lahey y Loeber (1994) sugieren la posibilidad de que la diferenciación establecida
entre los dos subtipos de TC basándose en el momento de inicio sirva de base para
entender la subclasificación defendida en revisiones anteriores del DSM (III y III-R)
entre Agresivo infrasocializado o Agresivo Solitario, que tendría un inicio infantil (más
severo, por tanto), y el Tipo Grupal o No agresivo Socializado, que comenzaría a
manifestarse en la adolescencia (y, por tanto, tendría una severidad menor).
Así, por ejemplo, Henn et al. (1980) encontraron a raíz de un seguimiento de 10
años de delincuentes juveniles encarcelados que entre los jóvenes clasificados como
agresores era más probable que cometieran, cuando fueran adultos, actos virulentos,
incluyendo ataque, asesinato y secuestro. De manera similar, Stattin y Magnusson (1989)
encontraron que los altos niveles de agresión a los 10 años eran altamente predictivos de
criminalidad en hombres adultos, especialmente de actos criminales violentos y
destructivos. Estos resultados reflejan una mayor persistencia de su trastorno en los
jóvenes que desarrollan el TC durante la infancia, que resultan ser más agresivos
posteriormente.

5.5. Los factores de riesgo

Respecto a los factores de riesgo, cabe decir, en primer lugar, que la probabilidad de
padecer un problema de conducta en la adolescencia tiene diferentes niveles de influencia
(biológicos, familiares, personales, culturales, etc.).
Los factores de riesgo no presentan un carácter sumativo. Por el contrario, suelen

116
mostrarse interactuando entre sí, y resulta difícil definir cuál de ellos concretamente se ve
implicado en el inicio de una conducta antisocial. La importancia de los factores sociales
y económicos interactúan con los modelos educativos incongruentes, las relaciones
familiares disfuncionales, la estabilidad emocional de sus miembros, etc.
La dificultad estriba en que los factores de riesgo se encuentran a menudo
formando una estructura compacta, a partir de la cual es problemático establecer una
separación de sus diferentes elementos de riesgo específicos. Sin embargo, la
individualización de estos factores de riesgo intervinientes resulta esencial si se quieren
delimitar los mecanismos implicados en la conducta perturbadora o antisocial (Kazdin,
1995; McMahon, 1994). El asunto se complica cuando tomamos en consideración que
los factores que sitúan al adolescente en riesgo de incurrir en conductas antisociales
pueden ser debidos a influencias hereditarias, ambientales o a la interrelación entre
ambas.
Así, por ejemplo, una escolarización incompleta y problemática, inestabilidad y baja
categoría laboral de los padres, pobres relaciones interpersonales, conflictos parentales y
predisposición biológica (temperamento), son desencadenantes potenciales de conductas
antisociales en el período infanto-juvenil.
Sin embargo, a pesar de la importancia de todos estos factores, existe uno que
destaca como predictor óptimo del riesgo de incursión en comportamientos antisociales
y/o delictivos; se trata de la propia conducta mantenida en los primeros años. Los
informes elaborados por los educadores, clínicos y compañeros de pandilla indican que
conductas negativistas, irritabilidad e incontrolabilidad de su propia conducta a lo largo de
los años de escolaridad pueden llegar a ser predictores de su conducta antisocial
posterior. Efectivamente, parece existir una continuidad de la conducta problemática
desde los primeros años de la infancia a períodos de desarrollo avanzado (Campbell,
1993; Patterson, 1982, 1986; McMahon, 1994; Kazdin, 1995), si bien también es cierto
que existen diferencias individuales en la tendencia a mostrar esta estabilidad.
Una vez ofrecida una visión general de los factores potencialmente implicados en
los problemas de conducta, pasemos a considerarlos de manera específica y con algo
más de detenimiento.

5.5.1. Factores biológicos

a) Genética. Diversos estudios realizados con gemelos han demostrado el papel de


la influencia genética en el desarrollo de las conductas antisociales. Por un
lado, se ha comprobado que entre los gemelos monocigóticos (procedentes del
mismo óvulo), existe mayor concordancia en la manifestación de estos
comportamientos que entre los gemelos dicigóticos (procedentes de dos óvulos
y, por tanto, menos parecidos que los monocigóticos) (Rowe y Osgood, 1984;
Twito y Stewart, 1982). No obstante, los resultados de este tipo de estudios

117
no llegan a establecer inequívocamente que los factores genéticos influyan en
mayor medida que los ambientales, porque la explicación de las diferencias en
concordancia entre ambos grupos de gemelos en términos genéticos pasa
necesariamente por la presuposición de equivalencia de ambientes en los
diferentes tipos de hermanos, algo que resulta difícil de cumplir. Algo parecido
puede ocurrir en otros estudios, en los que se ha observado una reproducción
de la conducta antisocial en los niños y adolescentes de padres biológicos con
este mismo tipo de trastornos (Cadoret y Cain, 1980).
b) Temperamento. Como comentamos en páginas anteriores, el temperamento
engloba a aquellos aspectos de la personalidad consistentes en el tiempo y en
la situaciones, y en cuya base se encuentra un fuerte componente de
heredabilidad, deducido, en parte, de su manifestación temprana en el niño.
La literatura ha informado casi unánimemente de una asociación entre el
temperamento y los problemas de conducta y en años posteriores (Plomin,
1983). Efectivamente, los niños etiquetados por sus padres como de
temperamento “difícil” en la primera infancia (hiperactividad, episodios
frecuentes de mal humor, reacciones emocionales intensas) tienden a
manifestar posteriormente mayores niveles de comportamiento agresivo y de
rabietas (Reitsema-Street, Offord y Finch, 1985; Silva, 1992). Asimismo, cabe
recordar que un temperamento difícil suele ir acompañado por problemas
psicoafectivos desarrollados paralelamente desde los primeros años. La
existencia de este tipo de correlatos en el temperamento difícil se ha
interpretado en una doble dirección (Baum, 1993). Por un lado, es lógico
pensar que las características negativas del niño desencadenen reacciones
también negativas en los adultos. Sin embargo, también es bastante plausible
que la percepción por parte de los padres de dificultades temperamentales en
sus hijos dé lugar a actitudes y conductas en aquéllos que actúen a modo de
“profecías autocumplidas” (un comportamiento controlador paterno se asocia,
a su vez, con un comportamiento perturbador en el niño que confirma el
“diagnóstico” de “niño difícil”). Coherente con esta línea argumental, el
estudio prospectivo, ya clásico, de Thomas, Chess y Birch (1968) viene a
señalar que no todos los niños difíciles se convierten en niños con problemas
conductuales. En un primer momento estos autores plantearon como posible
que las características temperamentales infantiles pudieran influir en la calidad
del comportamiento temprano de los padres, así como en el desarrollo
posterior del niño y de las relaciones familiares. En este sentido, los
mencionados autores subrayaron la importancia de un buen acoplamiento
entre el estilo conductual del niño y la tolerancia, la sensibilidad y los métodos
de crianza de los padres. Un seguimiento clínico intensivo de una muestra de
familias confirmó la importancia de esto último. Los niños difíciles que habían
sido tratados con sensibilidad, y cuyos padres modulaban eficazmente la
intensidad de sus manifestaciones emocionales y conductuales, dándoles

118
tiempo para adaptarse a los nuevos estímulos, mostraban una tendencia a
superar ese período difícil del desarrollo sin efectos patológicos ulteriores. Por
otro lado, los padres duros e intolerantes, o quienes forzaban a sus niños
difíciles para que se adaptaran rápidamente a los cambios en los hábitos
rutinarios, tendían a sufrir las consecuencias posteriores de todo ello, en el
sentido de que sus hijos difíciles se hacían negativistas y desafiantes,
experimentando problemas al relacionarse con sus compañeros. Estos
resultados apuntan, por tanto, a la importancia del papel moderador de los
hábitos de interacción y crianza de los padres, de la influencia que el
temperamento infantil puede ejercer sobre el comportamiento y los resultados
adaptativos futuros, sugiriendo, además, la no irreversibilidad de las primeras
tendencias caracteriológicas presentes en el niño.
c) Correlatos neurofisiológicos. Diversos estudios existentes acerca de los
patrones de activación del Sistema Nervioso Central (SNC) han encontrado
asociaciones entre la manifestación de una conducta antisocial delictiva y un
nivel bajo de activación (enlentecimiento de los ritmos alfa) (Gabrielli y
Mednick, 1983; Mednick y Volawka, 1980). Esto implica que existiría en los
niños con problemas de conducta una mayor necesidad de estimulación
(Kazdin y Buela-Casal, 1994; Pérez, 1987), que satisfacen con niveles altos
de actividad y mediante diversos comportamientos valorados por los adultos
como perturbadores.
Por otra parte, desde la postura defendida por Eysenck (1947) (Eysenck
y Eysenck, 1976) es posible derivar también conclusiones relevantes desde el
punto de vista neurofisiológico. Según el citado autor, sujetos altos en
extraversión (baja activación cortical) caerán más fácilmente en un
comportamiento antisocial, porque son más difíciles de condicionar y, por
tanto, tienen más dificultades para inhibir sus tendencias antisociales. Al
desarrollo del problema contribuiría el neuroticismo, ya que actuaría a modo
de impulso que aumenta la fuerza de la tendencia conductual dominante. De
esta manera, si la extraversión y el neuroticismo se dan juntos se hace más
probable la manifestación de comportamientos antisociales, al potenciar la
tendencia anteriormente descrita para los individuos altos en aquella
dimensión.
d) Correlatos psicofisiológicos. En la línea de las conclusiones vertidas a partir de
los estudios sobre la actividad del SNC, los realizados en torno a la actividad
del Sistema Nervioso Autónomo (SNA) apuntan a un bajo nivel de respuesta
vegetativa. Así, por ejemplo, Raine y Venables (1984), a partir de una revisión
sobre el tema, encontraron evidencia consistente en torno a la existencia de
una tasa cardíaca baja en reposo en grupos de preadolescentes y adolescentes
antisociales.
De manera similar, estudios realizados con la respuesta electrodermal han
informado de un bajo nivel en la misma ante la anticipación de estímulos

119
aversivos (un shock, un castigo social) en individuos antisociales (Delemater y
Lahey, 1983; Schmauk, 1970). Como señalaron Fowles y Furuseth (1994),
teniendo en cuenta que las medidas fásicas de la respuesta electrodermal
reflejan en gran parte la actividad de las glándulas del sudor, inervadas por el
Sistema Nervioso Simpático (SNS), sistema que, a su vez, se asocia con la
respuesta de emergencia (activación) a los estímulos estresantes, puede
deducirse que la hiporreactividad electrodermal representa una reducción de la
ansiedad en la mayoría de los individuos considerados como antisociales. De
esta manera, es posible pensar que estas personas presentan un menor temor a
las consecuencias negativas de su comportamiento y, por tanto, mostrarán una
menor tendencia a inhibir sus conductas antisociales.
Así pues, a partir de los estudios neuro y psicofisiológicos podemos
concluir que la conducta antisocial podría estar asociada a déficits de
aprendizaje (escasa inhibición, principalmente) con base fisiológica.

5.5.2. Factores familiares

a) Características de los padres. La gran mayoría de los estudios realizados en


torno a este área son coincidentes en informar que los adolescentes con
problemas conductuales son frecuentemente hijos de padres con problemas.
La psicopatología (alcoholismo, personalidad antisocial y conductas delictivas,
principalmente) existente en alguno de los padres aumenta el riesgo de
padecimiento de diversos trastornos en el adolescente, y uno de los más
habituales son los problemas de conducta (Rutter y Quinton, 1984).
b) Problemas de pareja y separación de los padres. Se han realizado diversos
estudios sobre los efectos perniciosos del conflicto conyugal y la infelicidad
matrimonial, y parece ser algo asumido que los hijos de padres que
experimentan esta situación personal corren un gran riesgo de padecer de
problemas de conducta, incluso de manifestar conductas delictivas (Porter y
O’Leary, 1980). No obstante, a pesar de que esta conclusión es ampliamente
aceptada, también se han producido resultados contradictorios en torno a la
relación entre calidad de la relación de pareja y comportamiento infantil. Quay
y Werry (1986) plantearon la posibilidad de que fueran los diferentes criterios
o componentes de la relación matrimonial utilizados en los distintos estudios el
factor responsable de esas inconsistencias. Específicamente, la conducta
antisocial es más probable ante un conflicto exteriorizado, y ante
manifestaciones de hostilidad entre los padres, mientras que, por ejemplo, no
parece guardar relación con la insatisfacción matrimonial en sí misma.
De manera similar, la separación de los padres y la consiguiente ausencia
prolongada de uno de ellos se ha relacionado también con la aparición de

120
trastornos de conducta. La pérdida de uno de los padres puede estar
relacionada con la conducta agresiva, e incluso delictiva, por la variedad de
factores que suelen acompañar a esta circunstancia, tales como la disminución
de ingresos, la reducción en la calidad de las condiciones de vida, la menor
dedicación a la educación y consiguiente revisión de las tareas escolares del
niño, menor control y supervisión de las compañías, y el estrés e
insatisfacción en el padre que se responsabiliza de los hijos (Hetherington y
Martin, 1986; Patterson, 1982, 1986).
Sin embargo, la separación en sí misma no parece ser el factor
determinante para la aparición de problemas de conducta. Los efectos
perniciosos de esta situación pueden evitarse en gran medida si el niño tiene
una buena relación con al menos uno de los padres, y percibe que entre ellos,
a pesar de la ruptura, no existe un conflicto importante (Hetherington y
Martin, 1986). Como señala Kazdin (1995), estén o no separados los padres,
lo realmente determinante del riesgo de problemas de conducta es el grado de
discordia y conflicto existente entre ellos.
c) Estatus socioeconómico. Vivir en condiciones socioeconómicas desfavorables
aumenta la probabilidad de que los niños desarrollen un mayor número de
conductas antisociales, como resultado de un intento de adaptarse a un
sistema familiar marcado por un ambiente empobrecido tanto desde el punto
de vista educativo como cultural y económico. En niveles bajos en la escala
social es frecuente encontrar las llamadas “familias multiproblemáticas”, con
diversas características comunes: muchos hijos, espacio vital reducido, bajo
nivel de ingresos, funciones parentales de nutrición y socialización débiles,
deficiente escolarización, fracaso escolar, problemática psicológica, miembros
inestables e impredecibles, escasa internalización de las normas y estilo de
disciplina parental punitivo (Ripol-Millet, 1989). Como señala Cancrini (1992),
la historia y las estructuras de las familias multiproblemáticas son distintas y
complejas; sin embargo, en todas ellas se aprecia una alta incompetencia
emotiva, afectiva y social de los padres, que forman parejas que entran
rápidamente en crisis.
Por otra parte, otros investigadores (Hashima y Amato, 1994; Houston,
McLoyd y García Coll, 1994; Sampson y Laub, 1994), que consideran la
conducta parental y los procesos familiares como variables mediadoras entre
las condiciones de pobreza y el funcionamiento socioemocional deficiente de
los niños, ponen énfasis en diversas variables familiares relacionadas con las
escasas pautas de socialización características de estas familias. Por un lado
está la vinculación afectiva, de escasa calidad, ya que un entorno empobrecido
influye negativamente en la comunicación afectiva entre los padres y, por
tanto, en el desarrollo emocional del niño. Existe, concretamente, una ausencia
de reconocimiento y expresión física del afecto. Por un lado, una segunda
variable relevante es la consistencia de la norma. En las clases bajas ésta es

121
más arbitraria e inconsistente, aplicándose principalmente en función del
estado anímico de los padres, con lo cual se dificulta la interiorización de la
norma en los niños. En tercer lugar, el control y la supervisión de los hijos son
muy escasos en estas familias. Los padres de niños antisociales son menos
propensos a controlar dónde van sus hijos, o a preocuparse de su cuidado
cuando estos padres faltan de casa. Finalmente, el estilo de disciplina parental
en estos niveles socioeconómicos suele ser más agresivo (golpear y gritar con
frecuencia), y los castigos son en mayor medida físicos que emocionales, al
contrario de lo que ocurre en la clase media.
Estas argumentaciones implican que no es el estatus socioeconómico en
sí mismo el elemento principal, sino otros factores que frecuentemente se
asocian con un bajo nivel sociocultural, aunque no sean exclusivos o
específicos de él.
d) Patrones de interacción entre padres e hijos. Existe un acuerdo general acerca
del importante papel desempeñado por los modelos de interacción entre
padres e hijos, sus pautas disciplinarias y actitudes ante la educación. Como
hemos mencionado, las pautas educativas demasiado rígidas o con escaso
control pueden desencadenar conductas agresivas (Farrington, 1978;
Patterson, 1982). Además, unos niveles moderados de cordialidad y afecto,
por sí solos, no llegan a ser suficientes para la prevención del comportamiento
perturbador, siendo más importantes el control activo y congruente por parte
de ambos padres en la educación global de su hijo.
Los padres de los niños con trastornos conductuales han sido descritos
frecuentemente como negligentes, equivocados y duros en la aplicación de sus
castigos, que suelen ser exagerados e incongruentes con la situación. El
mecanismo explicativo de esta asociación radica en el círculo vicioso que se
establece, por el cual si las dificultades que presenta el adolescente resultan
irritables e incomprensibles para los padres, éstos, a su vez, se mostrarán
hacia él con dureza, crueldad e indiferencia (Farrington, 1978; Kazdin, 1995;
Patterson, 1982). Estas actitudes conducen inevitablemente a un incremento
en la hostilidad del adolescente, generándose un proceso interactivo que se
agudiza recíprocamente y que puede llegar a trasladarse patológicamente a la
próxima generación. Los datos procedentes de la clínica reflejan que los niños
con comportamiento antisocial han sido, con frecuencia, víctimas de maltrato
infantil, procediendo, además, muchas veces, de hogares en donde es habitual
el maltrato conyugal. No obstante, y sin llegar a tales extremos, podemos decir
que en las familias alteradas encontramos tres etapas de lo que se denomina
“refuerzo negativo”: ataque o demanda de la madre o el padre, contraataque o
conducta coercitiva del niño (como llorar o gritar) y resultado positivo para el
niño por eliminación de la demanda paterna, y para los padres por eliminación
de la conducta coercitiva del niño. Estas tres fases o etapas pueden ocurrir
cientos de veces cada día (Patterson, 1986). Esta observación pone de relieve

122
la importancia de ser consistentes en la disciplina. Cuando los padres y madres
son constantes en sus técnicas disciplinarias, a pesar de que éstas sean
punitivas, resultará menos probable el desarrollo de problemas de conducta.

5.5.3. Factores conductuales y cognitivos

a) Rendimiento intelectual y académico. Una serie de estudios han encontrado


una relación entre conducta agresiva o problemas de conducta y bajo
rendimiento en tests de inteligencia (Beitchman, Patterson, Glefand y Minty,
1982), aunque esta relación se ha establecido principalmente con respecto a
las aptitudes verbales, más que en una inteligencia general o en aptitudes de
tipo no verbal (perceptivo, manipulativo, discriminativo) (Richman y
Lindgren, 1981), sobre todo cuando existe al mismo tiempo un déficit de
atención con hiperactividad (Wells y Forehand, 1985). A este respecto,
Richman y Lindgren (1981) señalan que los déficits de mediación verbal
pueden interferir con la habilidad para desarrollar estrategias de autocontrol, lo
que repercute negativamente en la adaptación académica y conductual.
b) Cognición social y conducta social. En los últimos años ha venido
aumentando el interés por el papel que los aspectos cognitivos desempeñan en
la psicopatología del desarrollo y, particularmente, en los trastornos
conductuales (Rubin, Bream y Rose-Krasnor, 1991).
El motivo de este interés tiene su punto de partida en la idea de que las
personas responden al ambiente primariamente a causa de las representaciones
cognitivas de ese ambiente y de las experiencias mantenidas con el mismo.
De acuerdo con estas teorías, las respuestas conductuales a situaciones
sociales siguen un proceso secuencial, formado por las siguientes etapas de
procesamiento:

1. Codificación estimular.
2. Representación mental de los estímulos.
3. Acceso de la respuesta (búsqueda de posibles respuestas).
4. Evaluación de la respuesta (toma de decisiones acerca de la
respuesta a emitir.
5. Emisión de la conducta.

La teoría del procesamiento de la información social es una descripción


de los procesos mentales implicados en un suceso concreto. Así, por ejemplo,
puede describir un acto agresivo, como golpear a un compañero provocador,
en términos de operaciones de procesamiento como la interpretación de la
conducta del compañero como maliciosa, y fracaso en la consideración de las

123
consecuencias a largo plazo del acto de golpearle (etapa 4). La relación entre
procesamiento y conducta es tan estrecha que a veces las conductas desviadas
son definidas en términos de procesamiento desviado.

5.5.4. Importancia de las condiciones comórbidas

En los últimos años, los estudios empíricos y los trabajos de revisión sobre psicopatología
infantil y adolescente han venido ampliando su área de interés, y han dejado de
considerar sólo la prevalencia y los factores de riesgo para desórdenes individuales y, en
su lugar, han enfatizado la necesidad de estudiar los patrones y características asociados a
los trastornos que se presentan conjuntamente (Newman y Wallace, 1993a).
Asumiendo esta perspectiva, se ha observado que el curso evolutivo y la severidad
del TND y el TC están estrechamente vinculados con condiciones coexistentes, como los
trastornos por déficit de atención con hiperactividad (TDAH) y niveles desadaptativos de
ansiedad, depresión. Las pruebas de campo del DSM-IV y diversos estudios realizados
por estos autores sugieren que el desorden comórbido de ansiedad se asocia con agresión
de una manera compleja, que cambia desde la infancia a la adolescencia, y que el TDAH
se relaciona tanto con la edad de inicio como con la persistencia del TC, un aspecto que
merece especial atención y en el que pasamos a detenernos.
La investigación acerca de los problemas de conducta (PC, que engloba al TND y
el TC) se encuentra en numerosas ocasiones dificultada debido a la alta tasa de
solapamiento existente entre aquéllos y el compuesto de síntomas del TDAH (Déficit de
Atención e Hiperactividad). Tanto en estudios epidemiológicos como clínicos se ha
encontrado que ambos tipos de problemas (TDAH y PC) coexistían entre el 30 y el 50%
de los casos.
Los datos longitudinales han demostrado que los niños con TDAH y PC
manifiestan tasas más altas de conducta antisocial en la adolescencia, y es más probable
que reciban un diagnóstico de Trastorno de la Personalidad Antisocial (TPA) en la edad
adulta, en comparación con aquellos que sólo presentan TDAH, sólo PC o ninguno de
los dos (Mannuzza, Klein, Koning y Giampino, 1989). Y es que a pesar de que algunos
estudios han encontrado que el TDAH en la infancia predice tasas altas de conducta
antisocial e ilegal en la adolescencia, así como diagnóstico de Trastorno de Personalidad
Antisocial en la edad adulta, autores como Lilienfeld y Waldman (1990) cuestionan que
sea el TDAH en sí mismo el responsable de esa relación y, dada la alta comorbilidad del
TDAH y los PC, proponen que en realidad son estos últimos (los PC) los que
verdaderamente explican esa relación.
En la literatura sobre el tema se han establecido dos formas empíricas de
relacionarse la hiperactividad y trastornos asociados (TDAH) y los problemas de
conducta (PC): a) los síntomas de TDAH conducen de manera causal a síntomas de PC,
o b) algunos niños con síntomas de ambos tipos representan un subgrupo de TDAH, un

124
subgrupo de PC o un subgrupo diferente.
La primera posibilidad es asumida implícita o explícitamente en la descripción de los
factores de riesgo del comportamiento perturbador, en el sentido de que reconocen que
factores temperamentales (niño difícil, hiperactivo) pueden facilitar el desarrollo de un
patrón oposicionista desafiante, lo que, a su vez, puede dar lugar a un trastorno de
conducta más severo. Desde este punto de vista, el tratamiento eficaz iría dirigido a los
posibles mecanismos mediadores de esta relación (estrés paterno, deterioro de
habilidades de crianza, fracaso escolar, rechazo de compañeros y maestros), fomentando
los recursos necesarios para invertir la tendencia manifestada por estos factores de riesgo,
y/o incidiendo directamente en los síntomas de hiperactividad, concretamente mediante
medicación estimulante y técnicas cognitivas de reorientación de la atención y las
autoinstrucciones.
No obstante, una segunda posibilidad contraviene las anteriores argumentaciones, al
constatar que el grupo que presenta comorbilidad (TDAH+ PC) muestra déficits que no
se ven en el grupo de sólo TDAH o sólo PC, de tal manera que cabría plantearse la
existencia de un subtipo comórbido. La idea básica es que estos niños-adolescentes
constituyen un subgrupo único, que se concibe mejor como un subtipo de problemas de
conducta que se denominan más adecuadamente “psicopatía incipiente”. Estos niños o
adolescentes poseerían lo que Lynam (1996) ha denominado “déficit psicopático”.
Adicionalmente, este déficit desencadenaría los síntomas tanto de TDAH como de PC.
Este déficit psicopático consiste en el fracaso en la inhibición de una respuesta dominante
(dirigida a una meta) en relación a las contingencias ambientales cambiantes (Newman y
Wallace, 1993b).
En la misma línea, otros autores hablan de la existencia de déficits en los niveles de
serotonina, sustancia implicada en el control o dominio en la emisión de las respuestas.
Bajo esta perspectiva, la progresión desde los síntomas TDAH a los de PC y a la
psicopatía es simplemente la progresión evolutiva de la misma patología subyacente
(Moffit, 1993). Es decir, que la expresión de la patología cambia a medida que las
oportunidades para su expresión cambian también. La personalidad antisocial, más que
cualquier otra desviación, depende de las oportunidades que ofrece el ambiente; si hay
alguien con quien pelearse, a quien robar o destruir, y existe, además, la habilidad y
disponibilidad para ello, la expresión de la tendencia subyacente se hace mucho más
probable.
El modelo del subtipo de Lynam (1996) implica llevar a cabo una revisión radical
del tratamiento que actualmente se ofrece a estos trastornos. El grupo mixto HIA-PC es,
desde el punto de vista etiológico y patológico, diferente del grupo PC sólo y del HIA
sólo, con lo cual el tratamiento debe ser también diferente al que se aplica en la
actualidad. Si, como hemos señalado anteriormente, la patología correspondiente al grupo
TDAH-PC puede que consista en un déficit en ciertas vías serotoninérgicas, deberán ser
los ansiolíticos, que operan específicamente en el sistema serotoninérgico, en lugar de los
estimulantes, la terapia farmacológica más adecuada para ellos. Adicionalmente, puede
utilizarse un entrenamiento conductual y cognitivo para ayudar al niño a identificar

125
situaciones problema, y a desarrollar las técnicas adecuadas para capacitarle en la
detención y el examen de su ambiente en busca de señales relevantes para su conducta.
Pero el TDAH no es el único problema con el que encuentra solapamiento los
problemas de conducta. En los últimos años se ha venido prestando especial atención al
patrón comórbido Problemas de Conducta-Depresión (PC-D). Concretamente, los
distintos trabajos han observado altas tasas de concurrencia de ambos tipos de síntomas,
así como que los adolescentes que exhiben ambas formas de desajuste parecen
diferenciarse de aquellos que sólo presentan síntomas depresivos o síntomas antisociales
(Caron y Rutter, 1991).
Se han propuesto varias explicaciones a estas altas tasas de concurrencia de
síntomas de ambos trastornos. Por un lado, se ha señalado que, en general, la frecuencia
elevada de un trastorno PC-D puede relacionarse con un solapamiento en el diagnóstico,
en el sentido de que un mismo síntoma (p.ej., irritabilidad) puede formar parte de ambas
dimensiones de este trastorno comórbido (Fernández y Olmedo, 1999).
Por otro lado, se ha apuntado que la conducta antisocial puede ser un factor de
riesgo para la depresión, aunque también puede ocurrir lo contrario. Así, por ejemplo,
Puig-Antich (1982) informó de que el tratamiento exitoso de la depresión mayor fue
seguido de un decremento de las conductas perturbadoras antisociales entre un grupo de
niños prepúberes.
En tercer lugar, se ha propuesto que un mismo factor de riesgo o factores de riesgo
concurrentes (p.ej., depresión materna, hostilidad parental, patrones de disciplina
inconsistentes y descuidados) pueden hacer vulnerables a niños y adolescentes a ambas
formas de desajuste (Fernández y Olmedo, 1999). En este sentido, McGee, Feeham,
Williams y Anderson, (1992) encontraron que los padres de adolescentes de 14 años con
un patrón comórbido PC-D manifestaron los niveles más bajos de calidez y de
habilidades de disciplina, y los niveles más altos de hostilidad cuando estos adolescentes
tenían 8, 9 y 10 años, en comparación con los padres de niños con sólo depresión, sólo
PC o sin ninguno de los trastornos.
Finalmente, una última explicación que ha recibido escasa atención empírica
defiende que los síntomas depresivos y la conducta antisocial concurren como
consecuencia de una desventaja común a nivel genético, que aumenta la vulnerabilidad a
padecer ambos trastornos. Un estudio efectuado por Plomin (1983) encontró que las
influencias genéticas subyacían a la tendencia a desarrollar no sólo un trastorno
específico, sino también un trastorno comórbido.
Al margen de esta constatación, el resultado que más y mejor parece ser predicho
por la coexistencia de estos dos trastornos es el abuso de sustancias durante la
adolescencia. Si bien tanto los PC como la depresión predicen por separado el abuso de
drogas, algunos autores llaman la atención acerca del incremento de previsión del
consumo de drogas cuando se da este patrón comórbido (McGee, Feeham, Williams y
Anderson, 1992).

126
5.6. Prevención y tratamiento

5.6.1. La prevención

La prevención es siempre un enfoque altamente apreciado. En casos como la conducta


antisocial, el interés por la prevención adquiere especial relevancia, tanto por su atractivo
intuitivo, como por la incidencia sostenida del problema y la ausencia de tratamientos
sencillos y eficaces. Sin embargo, algunas revisiones realizadas sobre el tema indican que
no es posible identificar claramente una estrategia preventiva efectiva. La falta de
pruebas a la hora de establecer la eficacia de tales programas se debe, con toda
probabilidad, a los problemas inherentes que lleva consigo su puesta en práctica.
Por ejemplo, el primer objetivo de un programa de prevención primaria de
conducta antisocial está situado en la identificación de menores de alto riesgo, es decir,
aquellos niños y adolescentes que tienen mayor probabilidad de desarrollar conductas
antisociales en el futuro. No obstante, el hecho, repetidamente observado, de que los
niños y los adolescentes superan y/o adquieren estas formas de conducta de una manera
impredecible y que podemos considerar arbitraria reduce la eficacia de los esfuerzos
dedicados a la labor de detección de la población de riesgo.
Al seleccionar la población de alto riesgo sería complicado incluir todos aquellos que
representarán el problema y no incluir una proporción significativa de niños que, más
tarde, no presentarán conductas antisociales. Si establecemos unos criterios amplios de
selección, no se puede obviar la posible influencia negativa del programa en aquellos
sujetos que no están en alto riesgo.
Por otra parte, existen cuestiones éticas involucradas en la identificación y
catalogación de los menores considerados en riesgo.
Finalmente, la evaluación de los resultados obtenidos en los programas de
prevención es problemática, debido a los múltiples objetivos a corto y largo plazo que
éstos conllevan y a la necesidad de un seguimiento prolongado, sin el cual perderían su
razón de ser.
A pesar de estos y otros obstáculos, las propuestas de los modelos preventivos en
los trastornos de conducta en la infancia y adolescencia se han multiplicado en los
últimos años, incluso se han realizado algunas evaluaciones de programas dirigidos a la
prevención cuyos resultados se estiman prometedores. Tal es el caso del modelo
propuesto por Dogde (1993), en el que se establecen una serie de etapas que conforman
la siguiente secuencia:

– El primer paso consistiría en identificar las variables consideradas de alto riesgo


en la generación de este tipo de problemas, teniendo en cuenta tanto las
circunstancias individuales como contextuales descritas con anterioridad en el
presente capítulo (véase apartado dedicado a los factores de riesgo).
– La segunda fase correspondería al reconocimiento y evaluación de los factores

127
que de alguna manera estén relacionados con el desarrollo de la conducta
desviada. Según la etapa del desarrollo del niño se atendería a:

1. La calidad de las relaciones padres-niño en la edad temprana.


2. Las habilidades parentales respecto a actividades de estilo educativo y
disciplina;.
3. Habilidad cognitivo-social del niño.
4. Habilidades académicas.

– En la tercera etapa sería preciso concretar el tipo de intervención más adecuado


para cambiar aquellos aspectos detectados como problemáticos en la fase
anterior.
– En cuarto lugar se pretendería el establecimiento de los cambios propuestos con
anterioridad, ya sean referentes a procesos individuales (adquisición de
destrezas cognitivas) o contextuales (mediante el entrenamiento de los padres
en programas para proporcionar la adecuada estimulación).
– Por último, en un quinto nivel de actuación se trataría de asegurar una
estabilidad y consistencia en los cambios obtenidos.

Como podemos observar a través de la descripción de este modelo, los esfuerzos


para desarrollar y evaluar programas de prevención referentes a la conducta antisocial se
están incrementando, incluso algunas de las investigaciones realizadas (McCord y
Tremblay, 1992) muestran la conveniencia de difundir, entre los educadores de las
escuelas, algunos programas sencillos y sistematizados que puedan incluirse como parte
de los planes de estudio o ser aplicados individualmente por instructores que tengan bajo
su responsabilidad a niños con problemas conductuales. Las técnicas descritas con
anterioridad, dirigidas al autocontrol y el desarrollo de habilidades sociales, especialmente
la empatía, pueden resultar de gran utilidad en este contexto.
A pesar de las dificultades citadas, también en el ámbito familiar es factible aplicar
unas pautas de actuación que, de forma sencilla, pueden contribuir a mermar el
desarrollo de este tipo de problemas. Si nos preguntamos si existe algún patrón común de
cara a la prevención general de los problemas conductuales en la etapa adolescente,
podemos proponer algunas pautas que, de forma básica y general, pueden actuar de
forma preventiva en la mayoría de los problemas conductuales en la adolescencia y que
podemos resumir en los siguientes puntos:

– Hablemos con ellos de lo que sentimos, de lo que pensamos, de lo que


esperamos de ellos, exponiendo nuestras argumentaciones con claridad y
cariño, de manera que consigamos involucrarlos en nuestra vida y nosotros en
la de ellos. Asignarle responsabilidades de acuerdo a su edad favorece la

128
autoestima y los aleja de posibles comportamientos de riesgo, incluidas las
adicciones.
– Pongamos límites claros. Aprendamos a decir no, siempre a través del afecto y
la argumentación, explicando las razones que justifican las normas. A un
adolescente ya no le basta con oír “porque no” o “porque lo digo yo”, pero si
le damos al adolescente todo lo que quiere, le estamos motivando hacia lo
inmediato, otorgándole a la satisfacción un papel relevante en la vida en la que
el esfuerzo no tiene cabida. Los estudios al respecto muestran que una
disciplina inconsistente o inadecuada y la falta de modelos idóneos se han
vinculado a la aparición de diferentes problemas conductuales, incluida la
aparición de adicciones en los adolescentes, como veremos en el siguiente
capítulo.

Un clima optimista en casa y una relación cariñosa con los hijos no implica que no
existan unas normas de obligado cumplimiento. Es necesario exponer límites respecto al
comportamiento permitido, al igual que respecto a las relaciones entre iguales y respecto
al trato con los otros adultos. Tales límites deben ser consensuados por las figuras
tutelares (normalmente padre y madre, de tal manera que no haya discrepancia al
respecto) y expuestos de forma clara, sencilla y contundente. Debemos de evitar los
mensajes confusos respecto a lo que esperamos de nuestros hijos, estableciendo una
distinción de tres tipos de conductas:
Las conductas que consideramos adecuadas. Los comportamientos de colaboración
en las tareas domésticas, el momento oportuno de expresar sus ideas y sentimientos, las
muestras de interés en los problemas de los demás, la responsabilidad en la higiene y el
esfuerzo en el ámbito académico… son conductas que no sólo debemos aprobarlas sin
más, sino que es conveniente reforzarlas mediante elogios.
Las conductas permisibles en ciertas ocasiones. Evidentemente, no todas las
situaciones y/o personas comparten las mismas características, por lo que es aconsejable
una cierta flexibilidad en los límites en función de las mismas. Un comportamiento que
no podría ser aceptado de forma cotidiana es factible admitirlo cuando la situación así lo
requiera. Por ejemplo, no está permitido salir con los amigos y llegar tarde a casa entre
semana, sin embargo, si existe una justificación contundente, tendremos que adaptar la
normativa a tales circunstancias.
Las conductas no permitidas bajo ningún concepto. Finalmente, también deben
quedar suficientemente explicitados aquellos comportamientos que quedan totalmente
prohibidos. Destrozar el material escolar de forma intencionada, insultar o faltar el
respeto a los adultos, mostrar agresión hacia los hermanos, faltar a clase de forma
frecuente sin justificación alguna… serían algunas de las conductas a vetar de forma
contundente.
Obviamente, los límites pueden establecerse en función de la edad del adolescente y
de las características de la familia; lo importante es que todas las figuras tutelares
mantengan su acuerdo al respecto y los lleven a la práctica. Si el padre le permite llegar a

129
casa a las dos de la madrugada y la madre le deja tan sólo hasta las 11 de la noche, el
adolescente se sentirá desconcertado y, con probabilidad, no respetará los límites
impuestos por su madre criticando su actuación.
Cualquiera que sea la normativa pactada se debe exponer de forma clara, sencilla y
contundente, sobre todo en lo que atañe a las conductas no permitidas bajo ningún
concepto. Pero ¿qué hacer cuando, a pesar de la claridad y el consenso al respecto, se
transgreden estos límites?… ¿Podemos considerar adecuado el castigo? La respuesta
sería: según y cómo, y en ningún caso el castigo físico.
Se ha señalado con anterioridad la conveniencia de subrayar las conductas
adecuadas y obviar, en la medida de lo posible, las que no lo son; pero llegado el
momento hay que atender a este tipo de conductas desadaptativas.
En los casos en que las figuras tutelares hayan explicitado claramente la prohibición
de un comportamiento, debe también proporcionar información acerca de las alternativas
de actuación que se consideran adecuadas y de las consecuencias que conlleva la
trasgresión de la norma. Dichas consecuencias deben ser consensuadas por ambos
progenitores y su aplicación de obligado cumplimiento.
A la hora de establecer esta normativa es importante tener en cuenta las siguientes
premisas:

– Hay que proporcionar alternativas comportamentales. Por ejemplo, si se


prohíbe comer dulces antes del almuerzo, debe recomendarse realizar un
nutritivo desayuno; si no se permite dejar la mochila encima de la cama,
deberá indicarse la existencia y ubicación del lugar adecuado a tal fin.
– En ningún caso las consecuencias deben aplicarse de forma arbitraria. Si las
consecuencias se hacen efectivas unas veces sí y otras veces no. El cansancio
o el exceso de trabajo no debe permitirnos bajar la guardia en este sentido.
Porque el adolescente no discriminará y tenderá a repetir la conducta no
deseada.
– El castigo debe ser proporcional a la conducta realizada. Las sanciones tienen
que ser proporcionales a la conducta indeseable, sin excedernos imponiendo
un castigo que le afecte de forma vital. Quitarles Internet, no darles dinero o
ponerles oficios de casa pueden ser algunas opciones. Siempre deberemos
definir el tiempo del castigo, evitando sobrepasar un mes y poniéndolo sin
agresividad. Se entiende que castigamos la conducta realizada sin agredir al
individuo como tal. Se trata de corregir malos hábitos o comportamientos,
enseñándoles a asumir la responsabilidad. Por ejemplo, si nuestro hijo se niega
a comer verduras, podemos arbitrar como consecuencia la orden de apagar de
forma inmediata la televisión y no ver su programa favorito por la noche. No
sería proporcional dejarlo sin la excursión a la sierra programada para la
próxima semana.
– Debe aplicarse con la mayor inmediatez posible. Muchos adolescentes aún
tienen dificultad para relacionar su conducta actual con lo que les acontecerá

130
la semana que viene o el mes siguiente. Si nuestro hijo adolescente le rompe
un juguete a su hermano menor de forma intencionada, podemos retirarle de
inmediato el dinero asignado para la semana; mañana será tarde.
– De exigido cumplimiento ¡cuidado con las amenazas! Si continuamente
amenazamos con la posibilidad de aplicar castigos que después de un tiempo
no se cumplen habremos perdido credibilidad y respeto. Hay que ser
consecuentes con las normas y castigos, si decimos “dos días sin Internet” hay
que cumplirlo sin dejarnos avasallar por cariños o promesas manipuladoras.
Esto es importante de cara a favorecer la responsabilidad y la probabilidad de
que asuman las consecuencias de sus actos.
– Finalmente, debemos propiciar, si es posible, la reparación del daño realizado.
Si el adolescente en cuestión ha quitado a otro algo de su propiedad, antes que
cualquier otra consecuencia, le exigiremos su devolución.

En el caso de enfrentarnos a conductas no deseables, pero que no están incluidas de


forma explícita y clara en la normativa conocida (por no ser frecuentes o producirse de
una manera particularizada) conviene, como pauta general, abordar con el adolescente las
consecuencias de su comportamiento sobre él mismo y los demás, animándole a evaluar
sus resultados antes de hacerlo nosotros desde la perspectiva del adulto. Podemos pedirle
además que plantee sus propias sugerencias para resolver el daño o conflicto creado. Nos
sorprenderá cómo, en innumerables ocasiones, los adolescentes aportan ideas que
implican responsabilidad en sus actos.
En cualquier caso, desde la vertiente preventiva que venimos tratando, hay que
tener en cuenta que la libertad debe darse en pequeñas dosis, a medida que vayan
demostrando su responsabilidad y, en todo caso, evitar situaciones de riesgo. Igualmente
cabe señalar la importancia de mostrarnos como adultos confiables, si no nos
horrorizamos ante lo que nos cuentan tendremos más probabilidad de orientar en el
momento justo y detectar conductas potencialmente peligrosas.
No obstante, dada la complejidad de la etapa adolescente, es posible que nos
encontremos que las pautas mencionadas no resulten para prevenir conductas de riesgo
como las adicciones (véase los capítulos 9 y 10). En este caso resulta recomendable
buscar ayuda y asesoría especializada antes de que la adicción quede consolidada.

5.6.2. El tratamiento

Una vez detectado un problema de Trastorno Negativista Desafiante o Trastorno


Perturbador, el tratamiento por parte de un experto es la mejor opción. En este sentido,
cabe ratificar que las conductas antisociales son uno de los motivos de consulta más
frecuentes en los medios clínicos dedicados a la infancia y a la adolescencia.
Evidentemente, hay varios tratamientos que se han aplicado a los jóvenes

131
antisociales, entre los cuales podemos destacar: las diferentes formas de psicoterapia
basadas en la toma de conciencia (individual y de grupo), la terapia cognitivo-conductual,
el entrenamiento de padres, terapia de familia y farmacoterapia (Fernández y Olmedo,
1999).
Las conclusiones con respecto a la eficacia de los distintos tratamientos descansan
finalmente en la definición de la conducta antisocial, los criterios de inclusión y exclusión
de sujetos y las medidas usadas para evaluar sus resultados. Además, en la ciencia
personal y social hay usualmente más de una solución a los problemas que existen y no
siempre la “mejor” solución propuesta en un momento determinado se convierte en la
solución definitiva.
Actualmente existe una concepción pragmática y ecléctica que lleva a muchos
psicólogos clínicos a utilizar distintos tipos de técnicas, siendo la búsqueda de la eficacia
la motivación fundamental. Asimismo, el hecho de que están en uso tantos tratamientos
sugiere que no ha surgido aun abordaje terapéutico en particular que tenga efectos
claramente demostrables. Aunque en este punto podemos afirmar que las diferentes
investigaciones que se han ocupado de valorar la eficacia de las diferentes técnicas
terapéuticas, entre las que cabe destacar la realizada por Weisz et al. (1992), han
demostrado la eficacia que, en el ámbito infantil y juvenil, tiene la terapia cognitivo-
conductual (incluyendo la terapia de familia y el adiestramiento de los padres) frente a
otras de carácter no conductual (de tipo humanista o psicoanalítico), siendo la diferencia
de éxito mayor a medida que decrecía la edad de los sujetos.
A continuación describimos algunas de las alternativas terapéuticas más utilizadas
para tratar el comportamiento perturbador en la infancia y la adolescencia, tratando de
explicitar su fundamento lógico, el procedimiento utilizado y los resultados que
contribuyen a valorar su eficacia.

A) Tratamiento farmacológico

La farmacoterapia infantil y en la etapa adolescente es un campo de investigación


en desarrollo. Podemos decir que se han logrado avances en el tratamiento de problemas
específicos como la hiperactividad y se han generado comprobaciones bastante
prometedoras para otros trastornos como la depresión. Sin embargo, en el caso de la
conducta antisocial o comportamiento perturbador no se ha podido identificar de forma
empírica, hasta el momento, la utilidad de un determinado tratamiento para mejorar el
pronóstico del trastorno.
Son varios los fármacos que, a través de numerosas investigaciones y bajo distintas
hipótesis, han sido candidatos a convertirse en la solución del problema. Los estimulantes
(anfetamina, cafeína, dextroanfetamina, etc.) han sido ampliamente estudiados en niños
agresivos diagnosticados también como hiperactivos; sin embargo cuando se trata de
separar la mejoría en los síntomas propios del trastorno de conducta mediante la

132
aplicación de estimulantes, los resultados aportados por las distintas investigaciones no
han llegado en ningún caso a ser concluyentes, la mayoría de las ocasiones se han
obtenido datos contradictorios.
Otra alternativa farmacológica que ha sido investigada con relación a la conducta
antisocial en niños y adolescentes ha sido el tratamiento con antidepresivos
(principalmente tricíclicos e inhibidores de la monoaminoxidasa), basándose, en esta
ocasión, en la comorbilidad que presenta la depresión infantil con la agresividad en esta
etapa de la vida. Sin embargo, no existe ninguna prueba que muestre claramente la
adecuación de este tipo de tratamiento en el caso de los trastornos de conducta. En
general, los datos no demuestran la eficacia de la imipramina u otros antidepresivos en el
tratamiento del trastorno de conducta en la infancia y adolescencia (Campbell, Small,
Green, Jennings, Perry, Bennett y Anderson, 1984).
Los medicamentos antipsicóticos también han sido objeto de estudio con relación al
tratamiento de la conducta antisocial en niños y adolescentes. No obstante, al igual que
ocurre en el caso de los fármacos anteriormente comentados, no se dispone de datos
suficientes para sugerir que las medicaciones antipsicóticas produzcan efectos
antiagresivos permanentes en niños y adolescentes. Además, los efectos adversos que de
forma secundaria produce su aplicación no hacen aconsejable la elección de este tipo de
tratamiento (Campbell, Small, Green, Jennings, Perry, Bennett y Anderson, 1984).
Finalmente, cabe citar el grupo de fármacos antiepilépticos (fenobarbital,
carbamacepina, etc.) como posibles candidatos al tratamiento del trastorno de la
conducta infantil, basándonos en algunas observaciones que muestran que los niños
antisociales presentan electroencefalogramas anormales. Puesto que un EEG anormal
puede controlarse mediante medicación, se asume que la conducta agresiva puede
controlarse también de este modo. Nuevamente, en este caso, los estudios realizados no
aportan resultados esperanzadores. Las investigaciones controladas no han confirmado
efectos beneficiosos de este tipo de medicamentos en el tratamiento del trastorno de
conducta en la infancia y adolescencia.
En definitiva, la revisión efectuada sugiere la falta de una medicación idónea en el
tratamiento de la conducta perturbadora en niños y adolescentes. La ausencia de criterios
diagnósticos explícitos acerca del trastorno, los problemas éticos y prácticos que
conllevan los estudios farmacológicos en niños y la posibilidad de efectos colaterales
nocivos y permanentes en organismos que se encuentran en fase de desarrollo son
motivos que frenan los posibles avances de la investigación farmacológica infantil y en la
etapa adolescente. A pesar de tales circunstancias, existe un continuo interés en la
identificación de fármacos que puedan resultar de utilidad para ayudar a niños y
adolescentes con este tipo de problemas.

B) Psicoterapias basadas en la toma de conciencia o intrapsíquicas

133
Este tipo de psicoterapia hace referencia a un encuentro interpersonal especial entre
un terapeuta y el adolescente. Bajo el epígrafe de psicoterapias de “toma de conciencia”
o “evocativas” podemos incluir un gran número de abordajes alternativos y técnicas
específicas, tanto individuales como de grupo, para tratar la conducta antisocial en niños
en niños y adolescentes. La visión predominante es que los obstáculos en el desarrollo de
la personalidad distorsionan la adaptación del niño o adolescente y que pueden alcanzarse
nuevas formas adaptativas de pensar, sentir y comportarse resolviendo los procesos
intrapsíquicos desadaptativos.
Bajo esta perspectiva, unida en gran medida al psicoanalísis, el desarrollo
psicológico en la infancia es fundamental para el funcionamiento adulto y por lo tanto
merece un estudio detallado.
Las distintas visiones existentes sobre estos problemas son bastante diferentes en
cuestiones específicas, aunque es posible entresacar dos proposiciones generales:

1. Los procesos intrapsíquicos son responsables de la psicopatología y la


desadaptación.
2. La interacción con el terapeuta que permita la expresión y resolución de estos
procesos conduce al cambio terapéutico.

El procedimiento incluye números variedades, como la terapia centrada en el


cliente, terapia gestalt o el análisis transaccional (descrito anteriormente como técnica
apropiada para el manejo de las emociones); todas ellas están centradas principalmente
en los procesos subyacentes de personalidad, la expresión de sentimientos, el desarrollo
de la intuición y la identificación y exploración de nuevas maneras de comportarse. El
medio de intercambio es la comunicación verbal y ocasionalmente no verbal (p. ej.,
actividades y juegos) y se concede a la relación terapéutica un papel especial que actúa
como agente principal para el cambio terapéutico.
Respecto a la valoración de los resultados obtenidos a través del tratamiento, cabe
decir que desde el punto de vista de la evidencia empírica, muchas de las distinciones
hechas en las teorías y conceptos particulares que las sustentan tienen implicaciones
oscuras o no comprobadas en la práctica. Así pues, los modelos intrapsíquicos de
conducta antisocial no proporcionan por ahora un fundamento sólido de investigación
básica para muchos de los tratamientos. Además, los datos referentes a la confirmación
de la eficacia de estas terapias individuales y de grupo son relativamente escasos.

C) La terapia conductual-cognitiva

Actualmente, la mayor parte de las terapias utilizadas en el ámbito de los trastornos


conductuales infantiles y juveniles son de carácter cognitivo-conductual, y es difícil aislar

134
un tratamiento que podamos situar específicamente en uno de los dos enfoques. Debido
al hecho de que comparten la mayoría de las técnicas empleadas, hemos estimado
conveniente su exposición de forma conjunta, aunque siempre teniendo en cuenta las
diferencias que a nivel teórico subyacen en cada paradigma.
De forma general, las técnicas empleadas son directivas e implican procedimientos
activos para conseguir el cambio terapéutico. Los tratamientos dirigidos a niños y
adolescentes antisociales consisten en entrenamientos sistemáticos que tienen como
finalidad disminuir la conducta socialmente desadaptativa y el desarrollo de nuevas
conductas alternativas de carácter prosocial, para lo cual se proporcionan diferentes
incentivos, ensayos repetidos, retroalimentación, modelado y otros recursos de tipo
cognitivo como, por ejemplo, el entrenamiento en solución de problemas interpersonales.
Un supuesto fundamental que subyace a este tipo de tratamiento se deriva de la
aplicación de los principios básicos de condicionamiento operante como forma de
explicación y también como método de cambio respecto a las conductas indeseadas que
los niños y adolescentes efectúan. Los principios básicos incluyen el reforzamiento
positivo, el reforzamiento negativo, la extinción y el castigo.
El reforzamiento positivo de la conducta agresiva puede adoptar formas muy
diferentes. Por ejemplo, las respuestas de sumisión o acatamiento de los padres ante la
puesta en práctica de tales conductas por parte de los hijos propicia el desarrollo y
mantenimiento de las mismas.
El reforzamiento negativo hace referencia a la terminación de un acontecimiento
aversivo de forma contingente a una conducta. Por ejemplo, las pataletas o gritos del
niño (estado aversivo) concluyen cuando el padre accede a sus requerimiento, lo cual
hace incrementar la frecuencia de esta conducta. Tal y como propone Patterson (1982),
no es probable que la conducta infantil prosocial o apropiada sea reforzada en el hogar de
los niños antisociales mediante la atención de los padres y, por consiguiente, no se
desarrolla sistemáticamente. Los padres de estos niños a menudo extinguen,
inconscientemente, la conducta prosocial y recompensan, simultáneamente, la conducta
problemática o agresiva.
Asimismo se ha demostrado que los padres de los niños antisociales aplican una
cantidad excesiva de castigos a sus hijos (Hetherington y Martin, 1979), aunque no lo
hacen de una forma sistemática ni contingente a las conductas problemáticas, lo cual
incrementa la posibilidad de imitar el modelo agresivo pero no consigue suprimir la
conducta objeto de punición (Patterson, 1982).
En general, el condicionamiento operante subraya el impacto de las consecuencias
ambientales en el desarrollo y mantenimiento de la conducta. Sin embargo, y aunque
tales principios resultan de utilidad para explicar la adquisición y mantenimiento de las
conductas desadaptativas, en muchas ocasiones resultan restrictivos e insuficientes. Es
por ello que, con el paso del tiempo, desde las teorías conductuales se han ido adoptando
posiciones conceptuales más amplias, pasando por resaltar la eficacia del entrenamiento
en habilidades sociales, basadas en el principio de modelado, o aprendizaje por imitación
(véase apartado 3.2.4), hasta incluir influencias de tipo cognitivo en la explicación de la

135
conducta antisocial, introduciéndose como algo clave en terapia de los problemas de
conducta la noción de autocontrol y el entrenamiento en solución de problemas.
Tanto el entrenamiento en habilidades sociales, como los procedimientos para
incrementar el autocontrol y la solución de problemas son estrategias terapéuticas que ya
han sido descritas en el presente manual. Por lo que remitimos a ellas sin considerar
necesaria su repetición en este apartado; no obstante, su aplicación para tratar problemas
comportamentales merece algunas matizaciones, que pasamos a comentar:
La justificación que fundamenta el entrenamiento en habilidades sociales en el caso
de adolescentes con problemas de conducta radica precisamente en el hecho de que tales
problemas son, en la mayoría de los casos, de naturaleza interpersonal o social, como se
pone de manifiesto en los actos agresivos, la destrucción de la propiedad, la conducta
indisciplinada, el negativismo y los arrebatos. Asimismo, se ha demostrado que la
conducta asocial, el aislamiento social y la impopularidad durante la infancia y
adolescencia son factores de riesgo en el desarrollo de la delincuencia y problemas de
conducta, abandono de la escuela y conducta antisocial en la vida adulta (Roff, Sells y
Golden, 1972). A este respecto, ya mencionamos cómo los niños antisociales son menos
habilidosos para emitir respuestas de acercamiento al grupo de compañeros (Dodge,
1993), tienden a responder de forma agresiva ante dificultades diversas y reciben un
mayor rechazo por parte de sus compañeros (Rubin, Bream y Rose-Krasnor, 1991).
Estos datos correlacionales sugieren que el aprendizaje de las conductas sociales
concretas pueden servir como base para la mejora de la adaptación social de los niños.
Como vimos en el apartado dedicado al entrenamiento en habilidades sociales
(apartado 3.2.4), el adiestramiento consiste en desarrollar conductas específicas que
están diseñadas para aumentar la capacidad del adolescente para influir en su ambiente y
responder apropiadamente a las demandas de los demás. El objetivo es el aprendizaje de
conductas verbales y no verbales, cuyo efecto se considera adaptativo en el ámbito de las
interacciones interpersonales.
Por lo general, dicho entrenamiento incluye la siguiente secuencia: instrucciones y
modelamiento por parte del terapeuta, práctica por parte del adolescente,
retroalimentación correctora y reforzamiento social de la conducta apropiada. El
modelamiento por parte del terapeuta muestra exactamente cómo tiene que ejecutarse la
conducta durante la situación. La retroalimentación se refiere a los comentarios por parte
del terapeuta que explican cómo podrían mejorarse las respuestas del adolescente. El
terapeuta puede modelar lo que el adolescente ha hecho y mostrar a este otra forma de
actuación más correcta. La secuencia general continúa hasta establecer en el adolescente
el comportamiento deseado, aplicándose en diferentes situaciones interpersonales como
las interacciones con los padres, maestros, compañeros, etc.
En ocasiones, este tipo de técnicas incluye los registros de la conducta contando
con las nuevas tecnologías (auditivas y/o visuales), recursos que ofrecen una mejora
tanto en la fase de modelamiento como de retroalimentación. Como podemos observar,
estas técnicas de modelado o aprendizaje por imitación nos introducen ya en la
complejidad del mundo social, que contrasta con el aprendizaje simplista propuesto por

136
los primeros teóricos conductistas, lo cual nos aproxima, cada vez más, al
reconocimiento del importante papel que en psicoterapia desempeñan los procesos
cognitivos.
El entrenamiento en habilidades sociales ha mostrado su utilidad no sólo para las
personas que se perciben en desventaja a la hora de expresar sus puntos de vista, sino
que se considera igualmente beneficioso en los casos en los que existe aislamiento o
agresividad, así como para mejorar la empatía y la comprensión desde otras perspectivas
y puntos de vista diferentes a los nuestros.
Respecto a la aplicación de las técnicas de entrenamiento en autoinstrucciones y en
solución de problemas (véase apartado 3.2.3), que podemos considerar las más utilizadas
y valoradas en el tratamiento cognitivo de los problemas conductuales en la adolescencia,
también existen novedades. La gama de intervenciones incluidas en la terapia cognitiva
no se agota en dichas modalidades. Por ejemplo, el entrenamiento en la habilidad para
adoptar diferentes perspectivas o papeles se puede considerar una estrategia de
tratamiento cognitivo capaz de mejorar los problemas de conducta disruptiva en
adolescentes.
En esta ocasión, el procedimiento consiste en la utilización de la dramatización y la
grabación en vídeo, como medios para ayudar a los sujetos a verse a sí mismos desde la
perspectiva de otros y a adoptar papeles de otras personas. Asimismo, durante las
sesiones se anima a los adolescentes a protagonizar representaciones breves que tratan de
personas de su misma edad. Tales representaciones son revisadas y comentadas con la
finalidad de identificar maneras de mejorar la conducta, por lo que la puesta en práctica
de tal procedimiento se podría incluir, igualmente, en el marco de las técnicas
fundamentadas en el modelado, es decir, en el aprendizaje por imitación.
Ahora bien, siguiendo el esquema propuesto con anterioridad y regresando a las
técnicas de carácter conductual apropiadas para tratar el comportamiento perturbador,
procedemos a centrarnos en las técnicas basadas en el condicionamiento operante; el
procedimiento a seguir para mitigar los problemas de conducta en esta etapa vital
podemos dividirlo en función de los objetivos:

– Técnicas para disminuir una conducta. Desde el condicionamiento operante,


las técnicas más usuales para conseguir este objetivo son: el castigo
(administración de una estimulación aversiva de forma contingente a la
aparición de una respuesta no deseada), y el tiempo fuera de reforzamiento
(consistente en la eliminación de la oportunidad de obtener refuerzos positivos
de modo contingente a la realización de una conducta que deseamos eliminar,
incluida la posibilidad de obtener atención por parte de las personas que le
rodean).
Un procedimiento punitivo que ha demostrado su eficacia para reducir
una conducta inapropiada es el denominado “sobrecorrección”. Dicho
procedimiento consta de dos fases: la primera de ellas, la restitución, consiste
en hacer que el adolescente corrija los efectos ambientales de la conducta

137
inapropiada (por ejemplo, ordenar lo desordenado o llamar para pedir
disculpas a un amigo al que previamente ha insultado); la segunda fase, la
práctica positiva, consiste en practicar repetidamente las conductas apropiadas
a la situación (por ejemplo, si entra en casa sin saludar, hacer que vuelva a
entrar más de una vez mostrando el saludo apropiado). En los casos en los
que la conducta no ha alterado de una manera tangible el ambiente y, por
tanto, no es posible realizar una corrección de las consecuencias en el entorno,
se utiliza tan sólo el recurso de la práctica positiva.
El coste de respuesta es otro tipo de punición utilizado para disminuir la
conducta no deseada. Este procedimiento generalmente incluye la pérdida de
un reforzador positivo. A diferencia del aislamiento temporal, no hay
necesariamente un período de tiempo implicado en la punición. En terapia de
conducta, el uso más común del coste de respuesta se inserta dentro de la
aplicación de programas que incluyen el reforzamiento positivo a través de la
economía de fichas; la estrategia, en este caso, consistiría en la retirada de las
mismas en caso de producirse una conducta no deseada, es decir, un niño
puede conseguir fichas en caso de conducta apropiada pero las pierde en caso
de conducta inapropiada.
Finalmente, conviene subrayar que cualquier técnica utilizada para
disminuir una conducta tendrá una probabilidad menor de conseguir su
objetivo si no recurrimos al reforzamiento, de forma simultánea, de conductas
alternativas (y a ser posible incompatibles) a la que pretendemos eliminar.
– Técnicas para incrementar conductas. Éstas son probablemente las técnicas
operantes más conocidas y utilizadas, no sólo en el ámbito clínico, sino en el
educativo y social, en general. Como es sabido, el refuerzo positivo
contingente de una respuesta incrementa su posibilidad de aparición futura. El
refuerzo es más eficaz si se administra de forma inmediata, contingente y
consistente a la conducta, siendo previamente necesario identificar qué tipos
de refuerzos son más valorados por el cliente, aunque a nivel general suele
funcionar bastante bien el refuerzo social (obtención de aprobación y atención
de los demás) y las recompensas tangibles (algún tipo de premio).
Por otra parte, también podemos citar como procedimientos adecuados
para incrementar conductas, el control de los estímulos, técnica consistente en
controlar las condiciones antecedentes que facilitan la probabilidad de
aparición de una conducta deseada, y el contrato de contingencia, en el que se
especifican las conductas deseadas, así como los refuerzos dispensados en
caso de producirse.
En la mayoría de las aplicaciones del reforzamiento positivo se
identifican y recompensan conductas específicas que se consideran
apropiadas. Sin embargo, existen otras maneras de administrar el
reforzamiento. Una de ellas sería el procedimiento denominado
“reforzamiento diferencial de otra conducta”, que consiste en proporcionar

138
reforzamiento a la no ocurrencia de conductas indeseables, por ejemplo, el
transcurso de un día sin suscitar ninguna pelea entre los hermanos. Otra
modalidad de reforzamiento, denominado “reforzamiento diferencial de tasas
bajas”, consiste en administrar la recompensa en función de la disminución de
la frecuencia de las conductas no deseadas, partiendo de la identificación de la
tasa máxima habitual y proporcionando el refuerzo si la conducta problemática
del niño no sobrepasa dicho nivel.
– Técnicas para establecer conductas. Dado que el condicionamiento operante
parte de que una respuesta tiene que realizarse para que sea reforzada, no
resulta a primera vista evidente cómo pueden adquirirse respuestas nuevas por
este procedimiento. Sin embargo, se han creado técnicas que se apoyan en las
respuestas existentes para crear otras nuevas, tal es el caso de los métodos de
moldeado y de encadenamiento, basados en reforzar las conductas que más se
aproximan a la que deseamos establecer. Han de recompensarse los pequeños
pasos hacia un objetivo deseado, teniendo en cuenta que el programa tiene
que empezar con la conducta tal y como se presenta y cambiar lentamente
hacia el objetivo final. Por ejemplo, aumentar la obediencia de un adolescente
indisciplinado a la hora de recoger su habitación puede exigir distintos niveles
de aproximación a la conducta deseada. Cumplir parcialmente con el
requerimiento o cumplirlo con desgana o quejas puede ser recompensado al
comienzo del programa, sin embargo, a medida que la conducta deseada
adquiere mayor estabilidad, pueden incrementarse los requerimientos para el
reforzamiento, de forma que sólo se recompense si la habitación queda
perfectamente ordenada y la conducta se ha realizado sin queja alguna.
– Programas multicomponentes. Como hemos mencionado con anterioridad, la
mayoría de los programas conductuales dirigidos a niños y adolescentes con
problemas de comportamiento combinan varias contingencias de
reforzamiento y castigo para lograr un cambio en su comportamiento. La
punición sola puede disminuir conductas específicas, pero no desarrolla
conductas aceptables. Las pruebas presentadas por diversos trabajos sugieren
que la combinación de reforzamiento positivo y punición suave es más
efectiva en la alteración de la conducta que cualquier procedimiento usado
solo. De hecho, en algunas aplicaciones en adolescentes con problemas con
problemas de conductas, un solo reforzamiento como la aprobación social
para la conducta apropiada ha sido ineficaz sin el uso simultáneo de una
punición suave como el aislamiento temporal.
Sin embargo, el problema que presenta la evaluación de dichos
programas estriba en la imposibilidad de atribuir los beneficios obtenidos,
durante o después del tratamiento, a un determinado componente del
programa. Es más, aun se podría considerar que los factores particularmente
significativos en otros modelos de tratamiento, como la relación terapéutica,
pueden desempeñar un papel fundamental.

139
– Procedimientos específicos. Bajo esta rúbrica se pueden ubicar procedimientos
que suponen algunas variaciones respecto a las técnicas anteriormente
mencionadas. Un ejemplo lo podemos encontrar en las propuestas de autores
como Luciano (1992), quien subraya la importancia de las relaciones entre
reglas y contingencias establecidas y destacan el papel del adolescente
problemático como agente de cambio. La secuencia procedimental sería la
siguiente: primero se establece una regla o instrucción para el adolescente que
define una contingencia de reforzamiento por parte del adulto con quien
interacciona (p.ej., “si haces esto, entonces la profesora hará…”, y en
segundo lugar, la contingencia se hace manifiesta por parte de la profesora
dependiendo de una regla: “si estás atenta hacia el adolescente encontrarás
comportamientos que reforzar”. La contingencia que afecta a la profesora es
que el adolescente, en efecto, se comporte adecuadamente. De esta forma se
logra una sincronía de refuerzos que contribuye de forma beneficiosa a
generar el cambio de conducta deseado. Podemos encontrar casos en los que
descubrir una potencialidad en el adolescente y otorgarle la posibilidad para su
desarrollo entra en contradicción con las actuaciones negativas que queremos
modificar. Por ejemplo, si una profesora observa en una adolescente, que
busca camorra con sus compañeras durante el recreo, que le gustan los niños
pequeños, le podemos asignar la responsabilidad de vigilar y divertir a los
niños de primaria evitando que surjan disputas entre ellos, de esta manera
dicha adolescente se sentirá útil y responsable a la vez que tomará consciencia
de las maneras de interaccionar más adecuadas.
– Valoración de los resultados obtenidos a través del tratamiento. De todas las
posibles combinaciones de intervención, la asociación constituida por la terapia
cognitiva (entrenamiento en autocontrol y autoinstrucciones descrita en
secciones anteriores) y conductual, incluyendo el entrenamiento en habilidades
sociales (técnica también descrita con anterioridad en el presente manual) es la
que se aplica con más frecuencia en el tratamiento de los trastornos
conductuales infantiles y juveniles, siendo los resultados obtenidos en la
mayoría de los casos bastante adecuados a los objetivos (Comeche y Vallejo,
2012). Hay varios aspectos de la terapia cognitivo-conductual que van en
favor de sus posibilidades como enfoque terapéutico de los problemas de
conducta en los niños. A modo de síntesis mencionaremos tres de ellos.
En primer lugar, un gran número de demostraciones constatan que las
conductas agresivas, desobedientes, y otras conductas exteriorizadas pueden
ser alteradas. En particular, los programas de condicionamiento operante han
producido a menudo cambios espectaculares en ambientes diversos: el hogar,
las aulas y las instituciones.
Segundo, las técnicas cognitivo-conductuales se han orientado
generalmente al desarrollo de conductas prosociales, en lugar de limitarse a
disminuir las conductas inapropiadas. En este sentido, conviene tener en

140
cuenta que, si en un repertorio individual las respuestas antisociales son
prominentes, es probable que esas respuestas retornen, aunque se supriman
temporalmente, a no ser que se desarrollen en su lugar conductas apropiadas.
Finalmente, los tratamientos cognitivo-conductuales proporcionan,
normalmente, indicaciones concretas sobre cómo cambiar la conducta,
estando los métodos de tratamiento bien especificados.

El hecho de que el modelo de evaluación utilizado en la terapia cognitivo-


conductual esté sometido a la investigación empírica ha permitido no sólo verificar la
eficacia de una variedad de técnicas, sino también identificar las limitaciones de este tipo
de terapia.
La primera de ellas es que rara vez se especifica el estado clínico de la población
sobre la que se aplica la terapia. El desconocimiento de la severidad de la disfunción
tratada hace albergar dudas acerca de la eficacia de las técnicas expuestas en el
tratamiento de los niños gravemente antisociales. Existen pruebas rigurosas de que tanto
los procedimientos conductuales como los cognitivos pueden producir cambios en niños
y adolescentes con problemas adaptativos o alteraciones clínicas leves; sin embargo, la
relativa escasez de estudios sobre poblaciones clínicas implica la necesidad de prudencia
a la hora de extrapolar la eficiencia del tratamiento a sujetos con graves problemas
conductuales.
La segunda limitación hace alusión al hecho de que la mayoría de las
investigaciones tienden a centrarse en un número pequeño y seleccionado de conductas
objetivo y habilidades cognitivas concretas. Evidentemente, al comienzo de la terapia
puede ser necesario limitarse a unas determinadas facetas consideradas problemáticas.
Sin embargo, como hemos mencionado en el apartado referente al diagnóstico, los niños
afectados por trastornos de comportamiento suelen mostrar, a menudo, problemas
múltiples (agresividad, holgazanería, relaciones deficientes con los compañeros,
desobediencia, etc.). Tal pluralidad de conductas disruptivas puede hacer necesario que el
tratamiento abarque un conjunto de problemas mayor que los tratados habitualmente en
este tipo de terapia.
Un último punto de debilidad que aparece frecuentemente en las valoraciones
realizadas se sitúa en la dificultad de constatar el mantenimiento de los beneficios
obtenidos a corto plazo. Algunos resultados de los procedimientos de reforzamiento y
castigo sugieren que los cambios pueden perderse tan pronto como finalizan este tipo de
contingencias, es decir, en el momento en que el niño vuelve a las inconsistencias de la
vida cotidiana.
Este último problema, relativo al mantenimiento y generalización de los resultados,
puede encontrar solución mediante la aplicación de programas que pueden llevarse a
cabo tanto en el ambiente familiar como en el ámbito escolar. El adiestramiento de
padres, y en su caso maestros, es una técnica en la que estas personas, que
habitualmente interaccionan con los niños objeto de tratamiento, son entrenados para
desempeñar el programa de reforzamiento y para alterar la conducta del niño en el hogar

141
y en la escuela. De la descripción de esta modalidad terapéutica nos ocupamos a
continuación.

D) Entrenamiento a padres y profesores

El entrenamiento de padres, profesores y, en definitiva, cualquier persona que


desempeñe una labor tutorial con adolescentes afectados por problemas conductuales,
comprende una serie de procedimientos a través de los cuales se les enseña a alterar la
conducta disruptiva en el ámbito cotidiano del hogar, la escuela u otra institución.
Estas personas se reúnen con el terapeuta o instructor, que les enseña a usar una
variedad de técnicas específicas dirigidas a modificar los intercambios coercitivos que
caracterizan a los adolescentes con problemas de comportamiento y a las personas que
interaccionan con ellos. Al igual que otros tipos de terapia anteriormente comentados,
dicho entrenamiento trata de cumplir dos objetivos generales: fomentar la conducta
prosocial y disminuir la conducta problemática.
La asociación entre las prácticas de disciplina paterna y la conducta antisocial ha
sido revisada de forma extensa en la introducción teórica de este capítulo. En síntesis
cabe recordar que los adolescentes cuyos padres tienen actitudes duras respecto a la
disciplina, que utilizan el castigo, especialmente el castigo corporal, de forma
relativamente frecuente y que dan órdenes a menudo, es más probable que se comporten
agresivamente. Asimismo, la inconsistencia en la disciplina, como se evidencia en la
permisividad por parte de las madres y la restrictividad por parte de los padres, también
se ha asociado a la conducta agresiva.
Si tenemos en cuenta que buena parte de los factores de riesgo se encuentran
situados en las pautas de interacción familiar, así como el hecho, recientemente
subrayado, de que los beneficios obtenidos a través de las diferentes técnicas aplicadas
en el ámbito terapéutico tienden a desaparecer en la medida que el adolescente retorna a
su vida cotidiana, resulta evidente la necesidad de involucrar a padres y cuidadores en el
proceso del tratamiento, si queremos conseguir una estabilidad y generalidad en los
resultados. Quienes interactúan con el adolescente en la vida diaria están en una posición
privilegiada para alterar las conductas problemáticas y desarrollar conductas prosociales.
Al margen de las argumentaciones teóricas a favor de tomar las figuras paternas y/o
tutoriales como motor del cambio conductual en la adolescencia, desde una perspectiva
práctica también podemos encontrar datos que apoyan tal idea.
Por un lado, la posibilidad, por parte de padres y/o cuidadores, de aprender
fácilmente los principios y procedimientos propios de la terapia de conducta, ya que las
pautas correctas para administrar refuerzos y puniciones se encuentran normalmente
sistematizadas y especificadas.
Por otro lado, en esta ocasión, desde el marco cognitivo se subraya la conveniencia
de involucrar a los padres en la utilización de recursos técnicos como el entrenamiento en

142
solución de problemas. Las habilidades de solución de problemas que los padres utilizan
para resolver conflictos con sus hijos y su manera de interactuar con ellos se encuentra,
en la mayoría de los casos, relacionada con las habilidades para la solución de problemas
por parte del adolescente. Por tanto adiestrar al progenitor a interactuar de manera que
promueva las habilidades para la solución de problemas puede tener efectos amplios
tanto en el progenitor como en el adolescente.
Respecto al procedimiento, cabe decir que, aunque el abordaje de los programas de
entrenamiento dirigido a los padres de adolescentes con problemas de conducta puede
variar, también es posible identificar varios aspectos comunes en los mismos.
Una de las características distintivas en este tipo de tratamiento radica en el hecho
de que, generalmente, no hay una intervención directa del terapeuta sobre el adolescente.
El contacto que ambos mantienen es mínimo. El tratamiento se realiza principalmente a
través de los padres, quienes, en su interacción cotidiana con el hijo, aplican directamente
varios procedimientos que aprenden en la terapia.
Normalmente, en el entrenamiento se adopta una secuencia que, de forma general,
suele coincidir con las siguientes fases:
En primer lugar, el terapeuta aporta a los padres información inicial sobre los
conceptos básicos subyacentes a las técnicas que posteriormente serán utilizadas para
desarrollar las intervenciones en el hogar. Esta base conceptual puede englobar
instrucción acerca de los principios del aprendizaje social, incluyendo los conceptos
propios del condicionamiento operante, tales como el reforzamiento, el castigo y la
extinción.
Seguidamente, los padres son adiestrados para identificar y definir de una nueva
forma, más objetiva y sistemática, la conducta problemática.
Una vez que las conductas están bien especificadas, son observadas por los padres
en el hogar durante un período de tiempo diario o casi diario. En esta observación
resultan de gran utilidad los registros, en los que se proporciona información de los
antecedentes y consecuentes de cada conducta anotada. La evaluación del
comportamiento problemático es fundamental en los programas de entrenamiento con los
padres y precede a la puesta en marcha de las técnicas específicas que probablemente
modifiquen la conducta del niño.
Las técnicas utilizadas en este tipo de programas son variadas, sin embargo
podemos destacar, por su utilidad y frecuencia de uso, procedimientos como el
moldeamiento (proporcionando reforzamiento por las aproximaciones graduales a la
conducta final), la extinción (ignorando la conducta ligeramente inapropiada), la
negociación de los conflictos (discutiendo los medios para resolver los problemas que
aparentemente carecen de solución), la administración de órdenes e instrucciones
(estableciendo normas y expectativas de forma explícita) y la aplicación de consecuencias
con firmeza.
Generalmente, en las sesiones terapéuticas se revisa el programa de cambio de
conducta aplicado en el hogar la semana anterior. Se discuten los problemas que
surgieron y los cambios producidos, así como cualquier otra observación que el terapeuta

143
o los padres consideren que pueda influir en la marcha del programa.
Si el cambio deseado se va desarrollando en el curso de la terapia y las nuevas
conductas instauradas van adquiriendo consistencia y estabilidad, las sesiones
terapéuticas pueden irse distanciando, aunque siempre conviene mantener contactos
telefónicos con el terapeuta durante un tiempo, con la finalidad de resolver problemas
urgentes o no planteados durante el tratamiento.

E) Terapia de familia

La terapia de familia engloba diversos abordajes teóricos y terapéuticos centrados


en la noción de familia como una unidad. El énfasis no se hace sobre el problema del
niño o adolescente que se identifica como problemático, sino más bien sobre la estructura
familiar, los procesos, las comunicaciones, las interacciones y las interrelaciones a partir
de los cuales pueden haber surgido los síntomas. El objetivo es alterar el funcionamiento
familiar de tal manera que se obvie la “necesidad” de estos síntomas aparezcan.
La aparición de la terapia de familia puede considerarse como una reacción parcial
en contra, y/o una evolución, de aquellos enfoques que han considerado que el
tratamiento debía ubicarse principalmente en el funcionamiento individual, ya sea
atendiendo a los procesos intrapsíquicos o conductuales.
Por ejemplo, en el modelo que fundamenta la mayoría de tratamientos cognitivo-
conductuales se concibe la conducta antisocial infantil como un problema fundamental
del adolescente individual. Aun reconociendo, en la utilización de técnicas como el
reforzamiento y el castigo, la importancia del ambiente, el objetivo sigue estando en las
conductas de la persona que necesita tratamiento, sin tener en cuenta los factores que
pueden originar y mantener la conducta más allá del adolescente.
Por consiguiente, y a pesar de que, como hemos comentado, la influencia de la
familia puede desempeñar un papel importante en el pronóstico de los adolescentes que
reciben tratamiento, no se presta atención a los ambientes problemáticos de los que
surgen los adolescentes antisociales y a los que retornan. En este sentido, la teoría de la
familia aporta una nueva perspectiva, ya que traslada el objetivo terapéutico al entorno
familiar.
Así pues, bajo este punto de vista, la conducta del adolescente sólo puede
comprenderse en el contexto constituido por las demás personas. Los síntomas no
reflejan, meramente, un funcionamiento psicológico individual sino que sirven más bien a
los propósitos de la familia como una unidad. Se considera que la conducta desadaptativa
es el reflejo de un problema más extenso, esto es, de la dinámica familiar en lugar de la
psicodinámica individual. Consecuentemente, al centrarse en la familia, los términos
diagnósticos tradicionales tienen relativamente poco que ofrecer, ya que esos términos se
refieren a trastornos ubicados dentro de los individuos, mientras que bajo esta
perspectiva la fuente de la patología se sitúa dentro de la familia como sistema de

144
relaciones interpersonales.
El principio predominante es que el síntoma del adolescente surge para satisfacer
una determinada necesidad de la familia. Por tanto, cuando hay un niño o adolescente
con trastornos, también hay probabilidad de que haya un matrimonio con trastornos
(aunque, desde luego, puede no ocurrir necesariamente lo mismo a la inversa). Ya vimos,
en el apartado dedicado a los factores de riesgo, la amplia gama de variables
pertenecientes al ámbito familiar que pueden influenciar el desarrollo y mantenimiento de
la conducta disruptiva infantil.
Una muestra de los procesos familiares que pueden conducir a la manifestación de
síntomas en el adolescente pueden ser los siguientes:

1. Las asignaciones irracionales de papeles (p. ej., el alborotador, el loco, el


protector de la madre), que sirven para mantener un punto de referencia
importante dentro de la familia.
2. La difuminación de las diferencias generacionales, pudiendo situarse un
adolescente en el papel de un adulto (p. ej., la madre hace confidencias a su
hija respecto a sus problemas con su marido).
3. La consideración de cabeza de turco, juzgándose al adolescente como la causa
de determinados problemas, como el distanciamiento entre los esposos.
4. Sobrecargar al adolescente con expectativas de los padres, de manera que
intervenga en los problemas conyugales, o presionándole para satisfacer las
necesidades de uno de los padres.

Ahora bien, no todos los adolescentes implicados en este tipo de relaciones,


consideradas patológicas o disfuncionales, desarrollan síntomas. Es difícil predecir quién
va a desarrollar los síntomas y qué síntomas específicos van a surgir. Por ejemplo, el
adolescente antisocial puede estar logrando una necesidad del padre de desafiar la
estructura social de poder. Además, los actos conflictivos frecuentes de un niño o
adolescente pueden resultar útiles para unir a los padres en los momentos de crisis,
proporcionando una oportunidad a los padres para actuar de mutuo acuerdo en una
cuestión en la que ambos se sienten implicados o, alternativamente, para exteriorizar un
conflicto relacionado con algún problema no resuelto entre ellos y que no concierne a la
conducta del niño.
Dada la complejidad de los sistemas en los cuales surgen los síntomas y las
diferentes funciones que pueden llegar a cumplir, es difícil adjudicar un determinado
problema a un proceso familiar concreto y bien definido. Son muchas las dificultades
para interpretar la relación existente entre disfunción familiar y sintomatología infantil,
algunas de ellas situadas en las siguientes cuestiones: 1) las diferencias entre familias
normales y alteradas no siempre se encuentran a priori, sino sólo después de haber
detectado el síntoma; 2) no es fácil demostrar una relación causal entre las diferencias
familiares y los problemas presentados por niños y adolescentes, tan sólo podemos hablar

145
en este sentido de correlaciones.
En todo caso, la familia que busca ayuda en un tratamiento psicológico es probable
que conciba el problema como ubicado en uno de sus miembros (el paciente
identificado). Así pues, la primera labor del terapeuta consiste en ampliar la
conceptuación del problema para incluir las interacciones familiares, los papeles, y la
organización en la familia.
Puede conseguirse ampliar dicha visión interrogando a sus miembros acerca del
problema que presenta el “paciente” y qué efecto ejerce el “problema” sobre cada uno de
los miembros, qué ventajas o perjuicios le supone, cómo lo afrontan, cuáles son los
sentimientos de cada persona al respecto y qué podría ayudar mejorarlo. De esta forma
harán su aparición inevitables desacuerdos y distintas reacciones que pondrán de
manifiesto el amplio impacto del problema y las múltiples funciones que cumple en la
dinámica familiar.
A pesar de que podemos distinguir versiones específicas de terapia familiar, todas
ellas comparten el objetivo común de tratar los patrones de comunicación e interacción
existentes que se suponen desadaptativos, atribuyendo a la comunicación la característica
de proceso básico a través del cual es posible definir y cambiar las dimensiones dentro de
las familias (por ejemplo, los papeles entre sus miembros, las funciones de determinados
síntomas).
La comunicación, en líneas generales, se refiere tanto a los componentes verbales
como a los no verbales, así como a las discrepancias entre estas dimensiones. Mediante
la terapia se trata de incrementar la apertura de la comunicación, la expresión de las
emociones, el apoyo y la empatía entre los participantes.
Otro aspecto tratado en la terapia consiste en promover un análisis de la
organización de los papeles funcionales o la estructura interna de la familia, incluyendo
las normas existentes, los acuerdos implícitos y explícitos, y las responsabilidades que
tiene cada miembro en el sistema familiar.
Las técnicas específicas utilizadas para cambiar la perspectiva de la familia y para
interferir y promover cambios en los procesos desadaptativos o alterados pueden ser
diversas, por ejemplo: la redefinición del problema, la reformulación de los síntomas, las
intervenciones paradójicas, etc., predominando siempre, como medio de producir el
cambio, la comunicación. Sin embargo, ocasionalmente, se pueden introducir en las
sesiones otros recursos, como la representación de papeles, ejercicios diversos y la
enseñanza de habilidades específicas de interacción.
El terapeuta puede intervenir para facilitar la expresión de un miembro hacia otro,
puede proporcionar interpretaciones de determinadas interacciones, mostrando cómo un
determinado comportamiento de un miembro cumple diversos objetivos en la familia y
ayudar a los miembros de la familia a explorar nuevas formas de interactuar y expresarse.
Dado que las terapias de familia centran su atención en el hecho de que los
problemas de los adolescentes antisociales están, a menudo, profundamente vinculados
con unas relaciones familiares disfuncionales o son parcialmente causados por ellas y
aunque la experiencia clínica y la investigación epidemiológica apoyan el criterio de

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actuar con las familias en lugar de con los individuos en el tratamiento de los
adolescentes antisociales, el futuro de este tipo de terapia requiere una investigación
adicional que sustente teorías específicas capaces de determinar los procesos familiares
que conducen o están relacionados con la conducta antisocial. Del mismo modo, se
subraya la conveniencia de delimitar y comprobar la eficacia de las técnicas específicas
que puedan modificar estos procesos familiares.
Hasta que tales teorías y técnicas lleguen a plantearse de forma detallada, es
probable que continúe la ambigüedad con respecto al impacto clínico del tratamiento.
En definitiva, si tratamos de realizar una valoración global de los tratamientos
existentes dirigidos a mitigar los problemas de conducta en la adolescencia, cabe destacar
que en su mayoría se consideran beneficiosos. Pero en este sentido, es importante
observar que las conclusiones alcanzadas con respecto a lo que es prometedor se
encuentran aquí sesgadas por la repetida insistencia en la necesidad de pruebas
empíricas. Las técnicas identificadas actualmente como prometedoras son aquellas para
las que ha habido una gran minuciosidad en la valoración y evaluación (técnicas
cognitivo-conductuales). No es que otros abordajes sean ineficaces, lo que ocurre,
simplemente, es que permanecen sin evaluar. Una excepción importante son las
farmacoterapias. Aunque hasta el momento no se han identificado medicaciones
claramente efectivas para tratar la conducta antisocial en adolescentes, la metodología de
los ensayos farmacológicos (investigaciones de doble ciego, con control de placebo, etc.)
está suficientemente bien concebida como para proporcionar dicha información.

5.7. Una manifestación en el ámbito escolar: el bullying

Una interacción conflictiva entre los iguales, así como las conductas agresivas, verbales y
físicas derivadas de tales conflictos es la cara negativa de la falta de desarrollo de las
dimensiones interpersonales que hacen referencia al reconocimiento y la empatía con las
emociones ajenas y el control de las relaciones o habilidad para relacionarnos
adecuadamente con las personas que nos rodean. Haciendo un balance de estas
cuestiones en los centros escolares encontramos un concepto emergente: el bullying.
Actualmente, la violencia en los centros escolares y, en concreto, el maltrato o
victimización por abuso de poder (bullying) ha dejado de ser un mero incidente en el
contexto educativo para convertirse en un problema de convivencia, así como en una
preocupación para padres y profesores.
Para muchos niños y adolescentes, el colegio representa un verdadero martirio, no
porque obtengan malos resultados o los maestros sean severos, sino a causa de la
violencia sufrida por parte de sus compañeros. Un trato vejatorio que, en más de una
ocasión, ha provocado el suicidio de un menor.
Las investigaciones sobre bullying se iniciaron en los años 70 en Escandinavia,
definiéndose el acoso o intimidación a través de tres criterios: a) conducta agresiva

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dirigida a hacer daño; b) repetida en el tiempo; y c) producida en el seno de una relación
interpersonal caracterizada por un desequilibrio de poder. A partir de aquí, aumentan las
investigaciones sobre conductas de acoso y amenaza en numerosos países. En nuestro
país, el primer estudio estatal fue el Informe del Defensor del Pueblo sobre Violencia
Escolar (1999), en el que se concluye que los abusos entre iguales están presentes en
todos nuestros centros docentes de Secundaria. Según el citado informe, las agresiones
verbales por parte de otros compañeros aparecen como la modalidad de abuso más
frecuente entre los escolares españoles de Educación Secundaria y afecta a un tercio de
los tres mil alumnos estudiados. Esta conclusión es confirmada por otros estudios como
el Proyecto Andalucía Anti-Violencia Escolar (Ortega, 1998) o el Informe Cisneros VII
Violencia y Acoso Escolar del Instituto de Innovación Educativa y Desarrollo Directivo
(Oñate y Piñuel, 2005). Ahora bien, la mayoría de las investigaciones realizadas en
España se centran en alumnos de Educación Secundaria, con edades comprendidas entre
los 12-16 años, y son muy pocos los realizados entre alumnos de Educación Primaria (6-
11 años). De aquí la necesidad de involucrar al profesorado de enseñanza infantil y
primaria en la prevención, detección y el control de estas conductas agresivas, de forma
que puedan ofrecer protección a las víctimas.
De forma preventiva se vienen llevando a cabo en algunas escuelas españolas
proyectos educativos que hacen especial hincapié en la tolerancia y el respeto,
fomentando valores sociales. Algunos de estos proyectos incluyen la figura del mediador,
representada por alumnos de mayor edad que se encargan de buscar la concordia ante los
problemas surgidos en los compañeros de cursos inmediatamente inferiores; así, las
estrategias utilizadas son aprendidas por los pequeños a la vez que los mayores toman
conciencia de la importancia de no llevar un simple desacuerdo hasta una pelea.
Ahora bien, a pesar del interés de estos proyectos y estrategias concretas, que han
surgido en forma de iniciativas particulares en algunos centros para prevenir la violencia
entre el alumnado, y que podrían hacerse extensibles a todas las escuelas, el profesor no
debe bajar, en ningún caso, la guardia respecto al problema, atendiendo a las relaciones
sociales establecidas entre su alumnado y saber discriminar entre una simple discusión o
altercado entre compañeros, hechos que son inevitables en la interacción durante todo un
curso, y la marginación o conductas agresivas que de forma intencionada y repetitiva
pueden ejercerse con uno o más alumnos. Con el objetivo de detectar y prevenir el
bullying, ofrecemos algunas pautas y herramientas de trabajo para ayudar a los docentes
en la consecución este reto (Olmedo, 2007).
Partimos de la premisa de que en la actualidad la violencia entre alumnos en los
centros docentes ha saltado a los medios de comunicación y ha conmovido a toda la
sociedad, de forma que los padres con hijos en edad escolar se han vuelto especialmente
sensibles a este tipo de maltrato y, frecuentemente, preguntan a sus hijos para indagar
ante la posibilidad de considerarlos víctimas en las interacciones sociales que mantienen
en su colegio o instituto. Esta premisa conlleva algunas repercusiones para el docente.
Por ejemplo: si Beatriz, una adolescente de quince años, llega llorando a su casa,
contándole a su madre lo crueles que han sido Álvaro y Paloma, ridiculizando su

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vestimenta; sus padres, probablemente, le aconsejarán que hable con su tutor/a dejando
caer la posibilidad de que pueda tratarse de un caso de bullying. Si la adolescente decide
seguir tal consejo, su tutor/a, al escucharla, puede caer en la duda y, a pesar de
considerar que Beatriz es una chica bastante bien integrada en el grupo de clase, se
preguntará ¿serán exageraciones las maldades que Beatriz relata acerca de estos
compañeros o, ciertamente, Álvaro y Paloma están deteriorando la autoestima y la red de
amistades de Beatriz con sus comentarios?
La estrategia que un docente puede adoptar para prevenir la conducta de bullying y
actuar en casos como los ejemplos citados, consiste en tener información clara y objetiva
respecto de las redes sociales establecidas entre los compañeros. La manera de hacerlo es
conocida por la mayoría de los docentes; consiste en la realización de un sociograma o
mapa de las relaciones amistosas o conflictivas existentes en la clase. Para ello se
proporciona a los alumnos un listado de preguntas relativas a sus preferencias y opiniones
respecto al resto de los compañeros, a las que contestarán facilitando los nombres de
aquellos que consideren más adecuados para jugar, para trabajar con ellos, contarle sus
secretos, así como de aquellos con los que no les gusta relacionarse porque consideran
son aburridos, peleones… Para realizar este trabajo aconsejamos disponer de una batería
de preguntas adaptada a la edad del alumnado en cuestión. Un ejemplo de este tipo de
cuestionarios lo podemos encontrar ya elaborado, como el propuesto por Olmedo (2007).
A partir de las respuestas proporcionadas por cada alumno se establecen vínculos
de aceptación y rechazo, representados por flechas de distintos colores entre los
alumnos. Veamos un ejemplo (figura 8.1), en el que las flechas azules (en la figura
aparecen con puntos) representan preferencias en el trato y admiración hacia los alumnos
que apuntan, las flechas negras (en la figura negras y de una sola línea) significan
consideración de conducta agresiva y miedo hacia los alumnos apuntados y, finalmente,
las flechas rojas (en la figura grises y con rayas) significan rechazo y marginación de los
alumnos señalados.
A partir de la observación de este sociograma podemos extraer bastante información
de utilidad para prevenir el bullying, manejar los diversos conflictos entre el alumnado, y
ayudar a aquellos que más lo necesiten debido a su marginación y aislamiento.
Concretamente, en el caso que se expone podemos deducir que Pablo es un alumno
temido por el resto de sus compañeros, más de la mitad de los cuales lo señalan como
agresivo y acosador. A su vez, su amigo Jorge (véanse las uniones con puntos entre
ambos) también es considerado agresivo y peligroso por dos compañeros. Este
comportamiento agresivo puede resultar especialmente dañino para Beatriz, un alumna
sin apoyo social, rechazada y marginada por el resto de sus compañeros (incluidos Pablo
y Jorge) y que parece no tener ningún signo de agresividad. Otra posible víctima podría
ser Blanca, también sin apoyo social, señalada como marginal por parte de sus
compañeros. En el resto del alumnado observamos conflictos mutuos, amistades más o
menos recíprocas y, en algunos casos, como el de Paloma o César, aislamiento, sin
connotaciones de marginación.

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Figura 5.1. Ejemplo de sociograma (extraído de Olmedo, 2007).

La panorámica reflejada en el sociograma también nos proporciona pistas de cara a


la intervención, que tendría como principal objetivo el control de los alumnos con mayor
agresividad y la ayuda a aquellos que sufren marginación y aislamiento.
En el caso de niveles de escolarización con adolescentes podríamos pedir la
colaboración de los alumnos que cuentan con más respeto y admiración por parte de sus
compañeros, como en este caso serían Ana o Celia, involucrándolos en actividades con
aquellos alumnos problemáticos.
Como venimos argumentando, la realización de sociogramas y la implicación del
profesorado en la mejora de las relaciones entre el alumnado resulta de utilidad de cara a
la prevención y detección temprana de relaciones conflictivas que pudiese desembocar en
bullying, pero una vez que las conductas de acoso se han producido, las estrategias
señaladas escapan al control de la situación y será necesario el recurso a las sanciones.

150
Confirmada la existencia de bullying, no hay otra estrategia posible que expulsar
definitiva o temporalmente al alumno o alumnos causante/s del daño. Lo mejor en estos
casos es la denuncia recurriendo a la legislación existente al respecto (Real Decreto
732/1995, de 5 de mayo, por el que se establecen los derechos y deberes de los alumnos
y las normas de convivencia en los centros).
Hasta hace algunos años, si los daños no eran espectaculares, el camino a seguir por
el docente para estimar la sanción e imponerla resultaba largo. El profesor debía exponer
la situación ante el equipo directivo del centro, el cual convocaba al consejo escolar
(formado por diversos profesores, padres y alumnos); si el consejo escolar consideraba
que la situación era merecedora de sanción, se reclamaba la actuación del inspector de
zona, quien estipulaba las directrices y sanciones a seguir en cada caso. Esta situación se
ha agilizado desde que, en los últimos meses del 2005, se elaboró un “Plan para la buena
convivencia” en la escuela, cuya normativa vio la luz en el 2006. Dicho Plan tiende a
acrecentar la potestad del docente en la estipulación de sanciones. Se habla, al respecto,
de la creación en cada centro escolar, de una “Comisión de Disciplina”, formada
exclusivamente, o al menos mayoritariamente, por docentes, la cual estima las directrices
pertinentes para mantener la buena convivencia entre el alumnado del centro, sin tener
que pasar por la tramitación del consejo escolar y del inspector de zona.
En cualquier caso, es factible argumentar la preferencia hacia la prevención de las
conductas violentas frente a la intervención una vez que se han producido.
Con la finalidad de terminar este apartado, mencionamos que los comportamientos
de acoso entre iguales, hace años restringidos al ámbito escolar o los amigos del barrio,
escapan en los últimos años a las relaciones más directas. Las redes sociales
proporcionadas a través de Internet suponen una fuente de posibilidades en este sentido.
Son cada vez más frecuentes los adolescentes que sufren acoso, son ridiculizados,
puestos en cuestión, difamados… a través de las nuevas tecnologías, un arma muy
poderosa que tiene una gran capacidad de expansión y cuyos daños para la autoestima de
un adolescente pueden ser irreparables. En este caso, el acosador, una persona que
responde al perfil descrito en este apartado, puede incluso contar con la ventaja del
anonimato, destrozando la estabilidad emocional de la víctima, como veremos en el
capítulo que dedicamos a estas cuestiones al final del presente manual. En este sentido,
adelantamos que mientras las conductas de bullying que se producen directamente en el
ámbito escolar suelen finalizar más o menos a los 16 años, las conductas de bullying
ejercidas a través de Internet se prolongan normalmente hasta los 18 años.
Las recomendaciones para prevenir el problema radican en ofrecer al adolescente
información, fomentar la prudencia y ofrecer apoyo en caso necesario, cuestiones que
abordaremos en las últimas páginas del libro.

151
PARTE III

Las adicciones

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Los problemas adictivos pueden ubicarse dentro de un amplio abanico de conductas,
entre las que se incluyen el excesivo consumo de alcohol, el consumo de drogas ilegales o
medicamentos con poder psicoactivo, el tabaquismo, el abuso de la comida hipercalórica,
el juego patológico, el ejercicio físico compulsivo o la dependencia en el uso de las
nuevas tecnologías. Podemos decir que todas ellas sirven como rutas de escape a la
cotidiana realidad.
Es cierto que cualquier actividad humana tiene el potencial de convertirse en una
conducta adictiva, pero en este sentido cabría distinguir entre aquellas que tienen efectos
negativos para la salud física y psíquica, así como para la adaptación social del individuo
y aquellas que incluso podrían considerarse positivas, al menos bajo una consideración
temporal, como la adicción al trabajo o el ejercicio físico (Killenger, 1992).
Básicamente, una adicción consiste en la pérdida de control en la realización de
conductas que pueden crear dependencia, síndrome de abstinencia, tolerancia o generar
problemas de adaptación para la persona. En general, podemos decir que los elementos
esenciales de una adicción son los siguientes (Gossop, 1989):

a) Un deseo irrefrenable y compulsivo de realizar la conducta, especialmente


cuando las circunstancias no lo permiten.
b) Deterioro en la posibilidad de controlar el comienzo, la mantención y la
intensidad de dicha conducta.
c) Malestar emocional cuando la conducta es impedida.
d) Persistencia en su realización a pesar de saber que es dañina.

153
6
Adolescentes y drogas

Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que en las sociedades consideradas más
avanzadas las adicciones se han incrementado en las últimas décadas. La competitividad,
el mayor acceso a los bienes de consumo, el incremento del tiempo libre, la publicidad, la
mayor permisibilidad, pueden actuar como un caldo de cultivo que favorezca la aparición
de tales conductas (Becoña, 2009).
Las generaciones emergentes, haciéndose eco de las circunstancias mencionadas,
parecen una población especialmente vulnerable a este tipo de problemas. Por este
motivo hemos considerado la conveniencia de incluir su descripción y tratamiento en el
presente manual dedicado a los adolescentes.
Ahora bien, dado que su abordaje en toda la complejidad resultaría excesivo, nos
hemos decantado por profundizar en dos problemas de adicción que resultan de principal
incidencia en la etapa adolescente, la adicción a las drogas y la adicción a las nuevas
tecnologías. Ambas problemáticas pertenecen a distintas categorías que se han propuesto
respecto a las adicciones, aquellas producidas por sustancias químicas, como el alcohol,
la nicotina, la marihuana, la heroína o las drogas de diseño, y aquellas derivadas de
aspectos comportamentales como el juego patológico, las compras compulsivas o la
adicción a las nuevas tecnologías, el caso del que nos ocuparemos en páginas posteriores.
Al abordar la problemática de las adicciones a sustancias entre adolescentes nos
centraremos en los caballos de batalla que con más incidencia afectan a esta población: el
tabaco, el alcohol y las drogas de síntesis.
Entre las sustancias mencionadas, el tabaco y el alcohol podemos considerarlos
como drogas legalizadas (a partir de los 18 años).
El consumo de tabaco, al no tener unos efectos nocivos visibles a corto plazo, se
considera una conducta aceptada socialmente, con la salvedad de las molestias causadas
a los no fumadores; sin embargo, dada la gran capacidad de adicción que conlleva el
consumo de nicotina y las consecuencias negativas para la salud del fumador a largo
plazo, estimamos relevante abordar este problema dentro de este capítulo, teniendo en
cuenta además que es en la adolescencia cuando, en la mayoría de los casos, toma
raigambre este hábito.
Por otra parte, si recapacitamos sobre nuestros hábitos podemos concluir que el
consumo de alcohol es una conducta ampliamente extendida en nuestra sociedad y forma

154
parte de la vida cotidiana en comidas, celebraciones o cualquier tipo de reunión social. Es
por ello que conviene distinguir entre su uso, su abuso y la dependencia que puede
generar. Asimismo, cada vez es aceptada con mayor normalidad la participación de los
adolescentes en “los botellones” o reuniones al aire libre, donde circulan grandes dosis de
alcohol hasta altas horas de la madrugada. Las intoxicaciones suelen ser frecuentes y, a
veces, terminan en un centro hospitalario.
Finalmente, el consumo de drogas ilegales es cada vez mayor en la población
adolescente, sobre todo en forma de pastillas, conocidas como drogas de diseño, cuyos
componentes son desconocidos por la persona que los ingiere, pero que provocan un
estado físico y emocional que permite al adolescente escapar de sus limitaciones en
cuanto a habilidades sociales se refiere, y encuentran en su consumo refugio y placer.
Estas drogas de diseño suponen un importante reto de cara al abordaje de su tratamiento,
debido a la dificultad que conlleva conocer qué tipo de sustancias químicas están
actuando en la “mutación” de las funciones fisiológicas y psicológicas del consumidor.
Pero antes de abordar las adicciones a las drogas de forma más concreta cabe
preguntarse por las razones que llevan a un adolescente a su consumo. Según los datos
aportados por un Eurobarómetro al respecto realizado en 2002, entre dichas razones se
encuentran: la curiosidad (61,3%), la presión de los amigos (46,4%), la búsqueda de
emociones (40,7%), los efectos esperados (21,5%) y los problemas en casa (29,7%). A
partir de estas estadísticas podemos concluir que un adolescente abierto a las nuevas
experiencias, con amigos con tendencia a meterse en problemas y con conflictos
familiares podría ser el candidato ideal para caer en el abuso de sustancias adictivas.
Desde una vertiente preventiva resulta conveniente que las figuras tutelares se
mantengan informadas sobre los potenciales riesgos de adicciones en esta etapa, en qué
consisten las redes sociales, que sustancias suelen consumir los adolescentes, sus efectos
y consecuencias…

6.1. Diagnóstico

Aunque puede haber criterios específicos para el diagnóstico de las diferentes adicciones,
todos parten de los criterios establecidos en su origen para las sustancias psicoactivas.
En el DSM-IV (American Psychiatric Association, 1994) podemos encontrar un
protocolo de descripción en cuanto a la adicción y abuso de sustancias químicas que
proporciona unos criterios diagnósticos que caracterizan el patrón desadaptativo que
conlleva el consumo de una sustancia al producir un deterioro o malestar clínicamente
desadaptativo. Concretamente, la adicción se expresa mediante la manifestación de tres o
más síntomas de los que se indican a continuación durante un período continuado de 12
meses:

a) Tolerancia, definida por cualquiera de los siguientes ítems:

155
– Una necesidad en el consumo de la sustancia de cantidades crecientes para
conseguir la intoxicación o el efecto deseado.
– El efecto de las mismas cantidades de sustancia disminuye claramente con
su consumo continuado.

b) Abstinencia, definida por cualquiera de los siguientes ítems:

– El síndrome de abstinencia característico de la sustancia.


– Recurrir a la sustancia (o semejante) para aliviar o evitar el síndrome de
abstinencia.

c) La sustancia se toma de forma frecuente en cantidades mayores o durante más


tiempo de lo que, en principio, se pretendía.
d) Existe un deseo persistente o esfuerzos infructuosos de controlar o interrumpir
su consumo.
e) Se emplea mucho tiempo en actividades relacionadas con la obtención y el
consumo de las sustancias o en la recuperación de sus efectos.
f) Se produce una reducción en las actividades sociales, laborales o recreativas
debido al consumo de la sustancia.
g) La persona persiste en su consumo a pesar de tener conciencia de los
problemas que le está causando.

También podemos encontrar en el DSM-IV la descripción del abuso de sustancias,


el cual se describe como un patrón desadaptativo que conlleva malestar o deterioro
clínicamente significativo y que se expresa a través de uno o más de los síntomas que
indicamos a continuación, siempre que se produzcan durante un año o más:

a) Consumo recurrente de la sustancia que da lugar al incumplimiento de las


obligaciones cotidianas (por ejemplo, en el caso de los adolescentes, faltas a la
escuela, expulsiones relacionadas con el consumo o pobre rendimiento
académico).
b) Consumo sistemático en situaciones en las que puede resultar peligroso, por
ejemplo, conducir o realizar un examen bajo sus efectos.
c) Problemas legales, como arrestos debidos a comportamientos escandalosos por
efectos del consumo.
d) Consumo de la sustancia a pesar de tener problemas sociales e interpersonales,
discusiones con la familia, amigos, etc.

156
6.1.1. El tabaquismo

Según indican las estadísticas, fumar cigarrillos de forma habitual constituye en la


actualidad la dependencia que provoca mayor morbilidad y mortalidad; se considera la
primera causa evitable de muerte. Se estima que en España mueren prematuramente a
causa del tabaco 46.000 personas cada año, y cada día son muchos los adolescentes que
se inician en su consumo.

A) Factores de riesgo

Los factores de riesgo o causas vinculadas a su consumo pueden ser varias, pero
sobre todo se basan en la imagen social, en conductas de modelado y en la transgresión
de la norma. El adolescente inseguro, con falta de asertividad y con un fuerte deseo de
aparentar una imagen social que esconda sus vulnerabilidades, sería el candidato con más
posibilidades de iniciarse en este hábito. Pero, en general, la etapa adolescente
caracterizada por la reivindicación del yo frente a las figuras de autoridad, la importancia
de la opinión de los iguales y el deseo por anticipar el rol de adulto son factores que
propician el comienzo de dicha conducta.
Es cierto que hace décadas los adolescentes que fumaban desconocían los efectos
adversos del tabaco, era una conducta que les permitía acercarse a una imagen más
adulta. El negocio de las tabacaleras se hacía cada vez más fuerte y no escatimaban en
una publicidad que invitaba a su consumo a través de imágenes sumamente atractivas.
No fue hasta los años 70 y 80 del pasado siglo cuando se descubrieron los procesos
neurológicos y conductuales fundamentales de la adicción. Dichos hallazgos confirmaron
que la nicotina es una droga con un poder adictivo similar al de la cocaína o los opiáceos.
Pero actualmente, y a pesar de la amplia información existente al respecto, el adolescente
cuando comienza a consumir los primeros cigarrillos no piensa en la adicción. Se siente
sumamente capaz de controlar su consumo y no llega a plantearse las consecuencias
nocivas en su salud. La cara negativa de la adicción forma parte de un futuro lejano.

B) Consecuencias

Podemos considerar a la nicotina una droga silenciosa por la alta mortalidad que
produce sin manifestarse tan nociva al consumirla. La mayoría de los fumadores
adolescentes van progresivamente incrementando su consumo hasta llegar a los 25 años a
fumar un paquete o más de cigarrillos. Además, con el incremento paulatino de su
consumo disminuyen los efectos negativos que anteriormente aparecían si fumaban
excesivamente, como náuseas, vértigo, sequedad de boca… lo que indica la aparición de

157
tolerancia a la sustancia toxica.
Muchos fumadores, incluidos los recientemente incorporados al hábito, esquivan
lugares donde no se permite su consumo o la relación con personas que le recriminan tal
conducta. Es frecuente encender un cigarrillo justo antes de entrar o salir de clase, salir
fuera del recinto en el que están reunidos con los amigos a fumar o incluso abandonar
una tarea para tomar la dosis de nicotina, evitando así los síntomas de abstinencia.
Entre los síntomas y signos que provoca una abstinencia prolongada podemos
destacar: la irritabilidad, la ansiedad, la depresión, la dificultad de concentración y agilidad
mental, siendo notorios, fisiológicamente hablando, los trastornos del sueño, el aumento
de peso, la excesiva sudoración, el estreñimiento o el aumento de la tos.
Al tomar consciencia de su adicción, la mayoría de los fumadores no quieren fumar
cinco años después de haber comenzado con el hábito, pero aproximadamente el 70%
continúa haciéndolo. El 77% de los fumadores han intentado dejarlo, pero el 55% de
éstos no lo han conseguido a pesar de hacer múltiples intentos, incluso personas que
padecen una enfermedad cardiaca, problemas respiratorios o úlceras de estómago
continúan fumando, lo cual supone una ausencia de control en su consumo.
No obstante, la evidencia científica de que fumar es una conducta altamente
adictiva no parece que pueda explicar por sí sola la dificultad que tienen numerosos
fumadores para abandonar el hábito sin recaídas. Indagando sobre esta cuestión, se han
realizado estudios en los que se pone de manifiesto la relación entre la adicción al tabaco
y otros problemas como la depresión, la ansiedad o el consumo de alcohol (Becoña,
2009).

C) Correlatos psicológicos

Quizá la más conocida y mayor documentada sea la relación existente entre el


consumo de tabaco y la depresión; existe una correlación positiva entre el hábito de
fumar y la sintomatología depresiva, tanto a nivel clínico como poblacional,
manifestándose dicha relación en diferentes fases (Becoña, 2009): en el inicio del
consumo (una persona deprimida es más fácil que comience a fumar), en el
mantenimiento de la adicción a la nicotina (si el fumador está deprimido es difícil que
abandone el hábito), cuando se deja de fumar (en este caso suelen aumentar los síntomas
de la depresión) y potenciando las recaídas (una persona con depresión es probable que
tenga recaídas en el consumo de tabaco).
Asimismo, los estudios que han indagado la relación entre el consumo de tabaco y
ansiedad han puesto de manifiesto una asociación significativa entre dicho trastorno y la
conducta de fumar. Además, también se ha demostrado que aquellas personas con una
historia de trastornos de ansiedad eran propensas a sufrir síntomas de abstinencia más
graves, pero la otra cara de la moneda es que el tabaco disminuye los efectos sedativos
de las benzodiacepinas, actualmente, el tratamiento farmacológico más frecuente par la

158
ansiedad.
El hecho de que no aparezcan diferencias en niveles de ansiedad en muestras
clínicas en personas sometidas a tratamientos para dejar de fumar está más relacionado
con la menor intención que tienen a dejar el hábito cuando la ansiedad acucia. Este dato
mantiene coherencia con la creencia generalizada de que los cigarrillos tienen un poder
ansiolítico y por ello este grupo de personas consideradas ansiosas tengan un nivel más
alto de consumo y una predisposición menor a abandonar el hábito (Becoña, 2009).
De estos hallazgos podemos deducir la necesidad de vigilar y tratar la
sintomatología depresiva y de ansiedad en los programas de prevención y tratamiento de
la adicción a la nicotina.
Por último, cabe mencionar que la dependencia del alcohol se ha asociado con un
consumo excesivo de tabaco, fracaso en los tratamientos para dejar de fumar y recaídas
en el consumo. La prevalencia del hábito a la nicotina en alcohólicos, incluso en los
abstinentes, se estima entre un 80 y un 90%; suelen ser fumadores de alto riesgo de cara
a padecer enfermedades cardiovasculares, ya que el uso combinado de alcohol y tabaco
representa un incremento de riesgo para la salud, ya que ambas sustancias tienen efectos
sinérgicos. Un dato aportado al respecto indica que las enfermedades relacionadas con el
tabaco son la principal causa de muerte en las personas que han sido tratadas con
anterioridad por dependencia del alcohol (Hurt, Dale, Offord et al., 1995). No obstante,
un dato prometedor es que dejar de fumar no afecta de modo negativo a la posibilidad de
recaídas en las personas que están abstinentes en cuanto a su adicción al alcohol u otras
drogas.
Abriendo el espectro del abanico de problemas psicológicos estudiados en relación
al hábito de fumar cabría citar también la esquizofrenia. Aproximadamente, entre el 70 y
el 90% de los pacientes esquizofrénicos son fumadores. La implicación sobre el sistema
de neurotransmisión que está implicado en la esquizofrenia y la atenuación de los efectos
secundarios de los fármacos antipsicóticos podrían ser algunos de los beneficios
obtenidos a través de la nicotina, sin olvidar que las condiciones sociales precarias y las
pobres habilidades de afrontamiento con las que cuentan las personas que padecen esta
enfermedad pueden igualmente exacerbar el hábito.
Por otra parte, como en otros trastornos mentales, el síndrome de abstinencia de la
nicotina puede confundir o incrementar la sintomatología de la esquizofrenia, reduciendo
los niveles en sangre de los neurolépticos (fármacos indicados para esta enfermedad), ya
que incrementa su metabolización, al igual que actúa con otros fármacos indicados para
la depresión y la ansiedad.
Al margen de estos correlatos psicopatológicos, podemos decir que de forma
general el número de fumadores desciende cada año en los países desarrollados en los
que hace cuatro décadas fumar era lo normativo. Esto es debido a los avances en los
tratamientos para dejar de fumar, a los esfuerzos preventivos basados en la información
sobre sus efectos nocivos, así como al aumento de la presión social sobre los fumadores.

159
D) La prevención

En cuanto a la prevención de su consumo habría que destacar dos connotaciones:

1. Actualmente existe una gran cantidad de información destacable y fácilmente


accesible acerca de las consecuencias negativas que tiene sobre la salud el
hábito de fumar.
2. Ya no está bien vista socialmente la persona fumadora. El glamour que ejercía
la antigua publicidad sobre el tabaco se ha perdido, sustituyéndose por un
perfil de personas marginadas sin autocontrol.

Estas dos connotaciones caben destacarse en la prevención de consumo en la


población adolescente. La información sobre los efectos nocivos del tabaco, su gran
capacidad de adicción y la dificultad para abandonar el hábito deben ser un caballo de
batalla en la educación del adolescente, haciendo hincapié igualmente en que dicha
conducta no supone una imagen social admirable sino reprochable, una imagen de la
irresponsabilidad y falta de control que hoy en día no resulta atractiva. En este sentido,
cabe destacar el papel fundamental de las figuras de referencia; si como padres o
educadores no practicamos lo que recomendamos, el adolescente dispondrá de unas
argumentaciones más confusas a la hora de decidir comenzar o no el consumo de tabaco.
Asimismo, en el ámbito de la prevención del consumo cabe estar especialmente
atento a aquellos estados de ánimo que crean vulnerabilidad. Un adolescente, estresado,
con frecuentes cambios en su estado de ánimo, tendente a la depresión o la ansiedad
sería más proclive a caer en el tabaquismo. Atender dichas problemáticas podría
considerarse una medida de prevención de la adicción a la nicotina.

E) El tratamiento

Una vez instalado el problema del tabaquismo podemos decir que existen dos vías
fundamentales para su tratamiento: la farmacológica y la psicológica.
Respecto a la farmacoterapia, los diferentes estudios, cuyo resumen podemos
encontrar en los datos aportados por Hughes (1998), concluyen acerca de la eficacia de
los chicles y los parches de nicotina. No obstante, en los últimos años se está recurriendo
en el tratamiento del tabaquismo a compuestos químicos como la naltrexona o la
clonidina, cuyo efecto es provocar una reacción adversa al consumo de nicotina, sin
obviar la contribución reciente de fármacos de carácter antidepresivo para conseguir el
abandono del hábito.
Por su parte, los tratamientos psicológicos aportan también soluciones más o menos
eficaces para dejar de fumar: los materiales de autoayuda, los grupos de apoyo y

160
educacionales, la hipnosis, pero sobre todo las terapias de conducta destinadas al manejo
de contingencias, la exposición estimular, la reducción gradual de la exposición a la
nicotina, la relajación y la prevención de recaídas aportando el entrenamiento en
estrategias de afrontamiento resultan especialmente adecuadas para tratar esta adicción.
La terapia de conducta parte de la premisa de que los procesos de aprendizaje
median el inicio, mantenimiento y abandono del hábito de fumar, de manera que su
intervención se centra en cambiar los antecedentes de la conducta, reforzar la abstinencia
y entrenar las estrategias necesarias para hacer frente a las situaciones de riesgo que
pudieran provocar una recaída.
Tales técnicas conductuales son las defendidas como eficaces por la APA (American
Psychiatric Association, 1996) para el tratamiento del tabaquismo frente a otras
alternativas de tratamiento psicológico como la hipnosis, una técnica de gran popularidad
en Estados Unidos y en Francia, cuyo objetivo es reestructurar o eliminar las actitudes
subconscientes que representan un obstáculo para dejar de fumar, incrementando así la
motivación para el abandono del hábito. No obstante, a pesar de su fundamento teórico,
estudios empíricos no han demostrado la eficacia de la hipnosis como tratamiento del
tabaquismo (Javel, 1980).
Resumiendo, la mayoría de los metaanálisis realizados sobre la valoración del
tratamiento del tabaquismo coinciden en señalar que el tratamiento óptimo contempla la
combinación de agentes farmacológicos con terapia de conducta.
Al margen de los datos aportados respecto a la problemática del tabaquismo y su
capacidad adictiva, queda hacer una última reflexión: si detectamos una adicción al
tabaco en nuestros adolescentes más cercanos, y asumiendo que las estrategias de
prevención no han resultado efectivas, una intervención temprana siempre será más fácil
y menos costosa para la persona que recientemente ha adquirido el hábito.

6.1.2. El alcoholismo

El alcohol que ingerimos pertenece a la familia farmacológica de depresores del sistema


nervioso central, aunque sus efectos iniciales sobre la conducta son estimulantes y
reducen la tensión de forma que actúa favoreciendo las relaciones sociales.

A) Factores de riesgo

Si abordamos el trastorno del alcoholismo desde una perspectiva donde se


contemplen los factores de riesgo, podemos comenzar mencionando que una relación del
adolescente con sus padres basada en excesos, carente de límites, en la que se cambia
objetos por tiempo y atención es un estilo de crianza que puede favorecer el abuso del

161
alcohol u otras drogas en la adolescencia.
La soledad en el hogar por falta de la presencia de los padres, tan común hoy en día
debido a las obligaciones laborales que acucian, puede ser un factor añadido que facilite
el consumo de alcohol por parte del adolescente. Asimismo, puede considerarse de vital
importancia la influencia de los pares, cuya incitación puede resultar determinante para su
consumo.
También pueden ejercer influencia los medios de comunicación (principalmente
Internet), que en ocasiones puede inducir al consumo de sustancias adictivas enalteciendo
sus efectos personales y sociales.
Finalmente, características físicas (como la falta de madurez en las estructuras
cerebrales), genéticas (está demostrado que tener familiares con problemas de alcohol
favorece la aparición de su abuso), psicológicas como la depresión, la ansiedad, la
timidez, el trastorno obsesivo compulsivo, la hiperactividad, la falta de autocontrol o la
dificultad para superar algún trauma también pueden actuar como un caldo de cultivo que
favorece el abuso del alcohol en esta etapa de la vida.
Tradicionalmente, el alcoholismo ha sido considerado como un problema
progresivo. El consumo de bebidas alcohólicas suele iniciarse en la adolescencia,
pudiéndose instalar como trastorno adictivo alrededor de los 20 años. Si un joven
comienza a abusar del alcohol a los 15 años puede desarrollar una dependencia en uno o
dos años, en cambio, si el abuso empieza a partir de los 25, puede tardar en desarrollar la
adicción más de diez años. Alrededor de un 20% de jóvenes que se han emborrachado
antes de los 16 años acaban con dependencia. Los diferentes estudios realizados al
respecto evidencian que existe una disminución progresiva en la edad de las personas que
acuden a tratamiento por un problema de dependencia alcohólica. Un dato bastante
preocupante en las encuestas realizadas en el año 2000 por el Equipo perteneciente al
Plan Nacional sobre Drogas en población española señalan que cerca de un 40% (39,7%)
de los estudiantes de Secundaria han caído en la intoxicación alcohólica alguna vez y el
20,6% afirma haberse emborrachado en los últimos 30 días. No obstante, la adicción al
alcohol también puede desarrollarse en una edad avanzada, dándose este fenómeno en
mayor medida en las mujeres, mientras que el abuso del alcohol entre adolescente se da
más en hombres.

B) Consecuencias de su consumo y diagnóstico

Centrándonos en el consumo del alcohol, en la etapa adolescente cabe destacar dos


consecuencias negativas en su abuso: la intoxicación etílica y la probabilidad de
desarrollar dependencia de dicha sustancia.
La intoxicación por alcohol se detecta fácilmente, podemos observar en la persona
una falta de control motor y una descoordinación en general, un lenguaje farfullante o
atropellado y deterioro en su juicio, atención y memoria, pudiendo llegar incluso a un

162
estado de coma en función de la cantidad de alcohol ingerida. El coma etílico es un
problema médico de gravedad si no es tratado a tiempo.
Los criterios para el diagnóstico de intoxicación por alcohol, según el DSM-IV son
los siguientes:

a) Ingestión reciente de alcohol.


b) Cambios psicológicos comportamentales desadaptativos clínicamente
significativos (comportamiento sexual inapropiado, comportamiento agresivo,
labilidad emocional, deterioro de la capacidad de juicio y deterioro de la
actividad laboral o social) que se presentan durante la intoxicación o pocos
minutos después de la ingesta de alcohol.
c) Uno o más de los síntomas siguientes aparecen durante o poco tiempo después
del consumo de alcohol:

1. Lenguaje farfullante
2. Incoordinación
3. Marcha inestable
4. Nistagmo
5. Deterioro de la atención o de la memoria
6. Estupor o coma

d) Los síntomas no se deben a enfermedad médica ni se explican mejor por la


presencia de otro trastorno mental.

Además de esta tendencia a la intoxicación, el consumo de alcohol en la etapa


adolescente tiene otras consecuencias que a medio o largo plazo se pueden hacer
manifiestas, entre ellas hemos resaltado la posibilidad de adicción, ya que cuando se
inicia su consumo antes de los 18 años aumenta cinco veces la posibilidad de que se
genere adicción, pero estas dos importantes consecuencias no restan importancia a otros
problemas que de forma colateral conlleva el abuso del alcohol en esta etapa de la vida,
por ejemplo:

– Los adolescentes corren un mayor riesgo que en la etapa adulta a desarrollar


enfermedades como la cirrosis de hígado, pancreatitis, infartos hemorrágicos y
algunas formas de cáncer.
– Al abusar del alcohol los adolescentes están expuestos a conductas sexuales
tempranas o de riesgo, lo que conlleva en contagio de enfermedades de
transmisión sexual o embarazos no deseados.
– Los adolescentes que abusan del alcohol son cuatro veces más vulnerables a
padecer depresión severa, asociándose dicho problema con conductas de

163
suicidio.
– El alcohol, al ser un depresor del sistema nervioso central, ralentiza la
percepción, los reflejos y el juicio, dando lugar a comportamientos que pueden
tener consecuencias nefastas, como los accidentes de tráfico, o violentas, al no
tener en cuenta las consecuencias de sus actos.
– Las investigaciones muestran que los adolescentes que abusan del alcohol
pueden recordar un 10% menos de lo que han aprendido comparando con el
grupo de no abuso.
– Dado que el alcohol afecta a la absorción de nutrientes en el intestino delgado,
puede interferir en el buen desarrollo físico que necesita un adolescente en
este período de crecimiento.
– Por último, y no menos importante, el alcohol incrementa la vulnerabilidad en
los adolescentes al consumo de otras sustancias adictivas.

C) Epidemiología y descripción del consumo en población adolescente

Las citadas consecuencias adquieren un matiz aún más preocupante si tenemos en


cuenta algunas connotaciones que provienen de encuestas entre la población adolescente
y que podemos resumir en los siguientes datos:
– La concentración de alcohol en los fines de semana (el 74% de los jóvenes
españoles visita bares y discotecas los fines de semana). Según un estudio
realizado por el Instituto de la Juventud en España, el 50% de los jóvenes
encuestados entre 15 y 19 años habían consumido alcohol en la última
semana, resultando bebedores habituales, mientras que más de un tercio
(36,4%) decían ser abstemios totales o parciales (Comas, 1994).
– La polarización de los consumos (abstemios y abusivos). Parece ser que el
comportamiento de los jóvenes respecto al alcohol ha seguido dos líneas
divergentes desde los años 80, ampliándose por una parte el número de
abstemios y por otra el número de “grandes bebedores”
– Existe un incremento progresivo en la probabilidad de embriaguez en función de
la hora de llegar a casa (antes de las 24, un 4,1%, entre las 24 y las 2 de la
madrugada un 17,9%, entre las 2 y las 4, el 30,8 y a partir de las 4 de la
madrugada vuelve ebrio el 47,2%). A estos datos cabe añadir que el 56% de
los estudiantes regresó a casa la última vez después de las dos de la
madrugada.
– La incorporación de la mujer al abuso etílico.
– Policonsumo (la mezcla de bebidas). Se bebe de forma compulsiva buscando
sobre todo los efectos embriagantes.
– La falta de manifestación de problemas orgánicos (aunque pueden existir).
– La aparición de diversas problemáticas generales en el entorno familiar escolar

164
o con los amigos y, más concretamente, conductas como peleas, accidentes,
sexualidad de riesgo, etc.
– Finalmente, cabe mencionar que en esta etapa es difícil diferenciar el problema
del abuso del alcohol del resto de la problemática adolescente.

En cualquier caso, cabe señalar que cuando el consumo es solitario es una señal de
peligro.

D) La prevención

La prevención del problema pasa por dotar al adolescente de la información


necesaria respecto a las consecuencias mencionadas de su abuso anticipándonos al
problema y la atención a los síntomas que manifiesta la intoxicación etílica.
El hecho de hablar con nuestros hijos y conocer su entorno, saber a dónde van, con
quién salen y qué hacen es la primera plataforma de prevención, sin excedernos en la
presión a la hora de obtener información muy concreta ni entrometerse en las relaciones,
basta con tener la información relevante. Si les permitimos salir por la noche a fiestas o
simplemente de bares, revisemos el estado en que regresan. Nos podemos acercar
discretamente a saludarlos y percibir si huelen a alcohol, si sus ojos están rojos o si tiene
una marcha titubeante.
Ante el primer episodio de embriaguez se deben poner sanciones que le permitan
apreciar las graves consecuencias de su conducta, ya que, a partir de esta primera
ocasión, el adolescente decidirá si repite o no su conducta. Pero esto no hay que hacerlo
de forma inmediata, es decir, cuando lo veamos aparecer embriagado, sino cuando el
efecto del alcohol pase, al día siguiente, haciendo especial hincapié en las consecuencias
negativas de su consumo y en ejemplos de personas que sufren problemas de
alcoholismo. Asimismo debemos evitar reforzar o premiar este tipo de conductas
proporcionándoles un “caldito”, pastillas o cualquier remedio que le ayude a superar el
trance que supone la resaca. Las consecuencias deben sufrirlas sin anestesia. Al día
siguiente, los planes han de cumplirse, nada de permitirle quedarse en la cama toda la
mañana.
Si la situación de la vuelta a casa en estado embriaguez se repite, pongamos límites.
La hora de llegada los próximos fines de semana, por ejemplo, puede ser un buen índice
a recudir, habida cuenta de la relación existente entre el tiempo fuera en las horas de
madrugada y la probabilidad de consumo de alcohol. El límite tiene que ser claro,
contundente y no excesivo, pero en cualquier caso habrá de cumplirse.
Si tenemos en cuenta que el abuso de alcohol en la adolescencia no significa
siempre problemas de salud en la etapa adulta si se abandona a tiempo el hábito,
podemos destacar la importancia de una intervención temprana al respecto.

165
E) El tratamiento

El abordaje de la problemática y el tratamiento del problema conllevan en la


mayoría de los casos una intervención terapéutica que supera los límites familiares. La
primera labor del terapeuta consiste en una entrevista, entendida, en general, como un
proceso, no como un acontecimiento único. En este sentido, hay que tener en cuenta que
en la mayoría de las ocasiones no viene reclamada por el adolescente que padece el
problema, sino por sus familiares, el adolescente suele asistir al proceso terapéutico bajo
presión, sin consciencia del problema; bien lo niega o lo minimiza, se autojustifica,
argumentando las ventajas que superan los inconvenientes, piensa que controla el
consumo y se niega a admitir ninguna posibilidad de cambio. El terapeuta, en una
primera fase, también se puede servir de instrumentos de screening que le ayuden a
detectar la existencia y/o gravedad del problema. En este sentido puede recurrir tanto a
cuestionarios baremados al respecto como el CAGE o el AUDIT, así como a marcadores
biológicos como el VCM, el GGT o el CDT (transferina deficiente en carbohidratos). No
obstante, estas últimas pruebas se consideran de utilidad relativa entre los adolescentes
que tienen picos de consumo, ya que son más sensibles a las personas que tiene una
pauta de consumo crónico.
Una vez detectado el problema, el enfoque terapéutico pasa por abordar con el
adolescente la importancia de su conducta, la frecuencia y sus consecuencias, tanto
físicas como psíquicas. En este punto resulta de capital importancia hacerse con la
colaboración del joven, que tome consciencia de su problema y de sus capacidades para
salir de él. Por otra parte, el terapeuta debe contar con la implicación familiar necesaria
para obtener el control en los momentos cruciales que puedan incitar al consumo.
Por su parte, la sociedad en general, haciéndose eco de la gravedad de las
consecuencias del abuso del alcohol y considerando la etapa adolescente como un factor
de riesgo en la creación de dependencia, ha establecido una serie de normativas que
pasan por la prohibición de la venta y consumo de alcohol a menores de 16 años y su
venta a partir de las 22 horas en la mayoría de los establecimientos. Hasta qué punto
estas medidas se muestran efectivas es algo que las estadísticas de consumo en menores
de edad no dejan claro.
Si los recursos descritos no resultan efectivos para el abandono del hábito, desde la
psicoterapia existen otras formas de intervención basadas en terapias de grupo, grupos de
alcohólicos rehabilitados, psicoterapia familiar o incluso el ingreso en una comunidad que
de manera específica se ocupe de atajar dicha tendencia o dependencia del alcohol.
Finalmente, si los tratamientos psicológicos y de pautas basadas en la higiene
comportamental no dan su fruto, cabe mencionar la posibilidad de abordar el abuso y/o la
posible adicción al alcohol desde la farmacología. Existen numerosos medicamentos que
pueden ayudar a tratar el problema. Entre ellos cabe mencionar a los interdictores, como
el disulfiram (Antabus) o la cianamida cálcica (Colme), que provocan una reacción de
malestar si se mezclan con alcohol, también es factible recurrir a los antidepresivos y a
los tranquilizantes, para suavizar los efectos de la ausencia de consumo, pero el peligro,

166
en este caso, es que al ser mezclados con alcohol aumentan el efecto de embriaguez, por
lo que no resulta aconsejable su toma si no estamos completamente seguros que el
adolescente no va a incurrir en su consumo.

6.1.3. Las drogas de diseño

El término “drogas de diseño” fue acuñado en los años 60 para aludir a las drogas
obtenidas con fines recreativos y que podían diseñarse en laboratorios clandestinos para
imitar los efectos de otras sustancias como la cocaína o la heroína, cuyo tráfico era
delito. Estos productos, a causa de su novedad estructural, no eran ilegales, aunque con
los años la mayoría de los gobiernos han prohibido su tráfico y su consumo.
Las drogas de diseño o de síntesis son sustancias creadas a partir de la
manipulación de sustancias químicas y que actúan directamente sobre el sistema nervioso
central. A pesar de la creencia popular de que son relativamente inocuas, los estudios
científicos al respecto de muestran que dichas sustancias provocan daños cerebrales
importantes y ocasionan, si su consumo es continuado, importantes trastornos físicos y
psicológicos.
El uso de estas sustancias se ha incrementado en las últimas décadas en nuestro
país, siendo los adolescentes los candidatos idóneos de consumo (el 6% de los
adolescentes de 14 a 18 años ha reconocido haberlas probado alguna vez). El primer
contacto con las drogas de diseño se produce normalmente en los últimos años de
Secundaria.
A las drogas de síntesis se le atribuyen dos propiedades: la entactógena (sensación
de aumento de la propia sensibilidad, autopercepción) y la empatógena (sensación de
aumento en la comunicación social).
Es por ello que este tipo de drogas se consume principalmente para experimentar y
como estrategia para disfrutar más del ocio, por tanto su consumo suele producirse en
contextos recreativos (discotecas, pubs, bares, fiestas privadas…) fundamentalmente, los
fines de semana, durante el verano, y frecuentemente se encuentra asociado a un tipo de
música electrónica muy característica. Habitualmente el consumo se produce en
compañía de los amigos, y sólo excepcionalmente se realiza en solitario.
La búsqueda de sensaciones placenteras como la desinhibición o la euforia, la
escenificación de la transgresión, el hacer algo prohibido (algo que resulta especialmente
atractivo en la adolescencia), el efecto de la presión ejercida por el grupo de iguales,
incrementado por la necesidad de aceptación y el sentimiento de pertenencia al grupo,
son algunas de las motivaciones más relevantes que pueden llevar al consumo de este
tipo de sustancias que, como vemos, coinciden con las que les llevan a probar otras
drogas como el alcohol, el cannabis o la cocaína.
Existen muchos tipos de drogas de diseño, de forma que sería casi imposible
describir las características de todas ellas; por ello, a continuación sólo enumeramos las

167
más consumidas y conocidas en nuestro país.

– El MDMA (metilendioximetanfetamina), conocida popularmente como éxtasis


(también MDM, M&M, “E” o ADAN), es, probablemente, la droga de diseño
más importante. La popularidad del MDMA entre los jóvenes y adolescentes
resulta alarmante. Entre sus efectos cabe destacar un incremento de la
actividad motora y una sensación de euforia. La sobredosis de esta droga
puede provocar desde una bajada brusca de la temperatura hasta el paro
cardiaco y la muerte, y su consumo causa normalmente deshidratación, lo que
obliga a beber agua continuamente. Si se mezcla con alcohol los síntomas
mencionados se intensifican. Aunque esta sustancia no produce dependencia
física, sí produce serios efectos físicos y psíquicos a corto y largo plazo,
resultando frecuentemente un trampolín para el consumo y desarrollo de
dependencia de otras sustancias. A largo plazo, el consumo de MDMA
provoca deterioro neuronal y la ingesta de forma continuada puede derivar en
episodios de psicosis y paranoia.
– El éxtasis líquido es una droga que se encuentra en pequeños frascos
transparentes que contienen un líquido de color blanco, aunque también puede
encontrarse en forma de polvo blanco cristalino. Sus efectos son relajación,
obnubilación y euforia. Provoca temblores y alteraciones en la respiración,
que pueden generar estados de coma, también puede dar lugar de forma
frecuente a alucinaciones y crisis de pánico. El éxtasis líquido es una de las
drogas más peligrosas y que más mortalidad causa.
– La metanfetamina es una droga con un alto potencial de adicción que
incrementa la euforia, alivia la fatiga, reduce el apetito y produce una
sensación general del bienestar. Sus efectos se prolongan durante seis u ocho
horas y los adictos a esta sustancia pueden permanecer despiertos durante
días, pero, lógicamente, estos efectos tienen su contrapartida en el desarrollo
de agotamiento físico, psicológico y cognitivo e incluso paro cardiaco cuando
la droga desaparece del organismo, pudiendo llegar a experimentar
convulsiones, comportamientos violentos y psicosis. Su consumo continuado
puede dar lugar a brotes esquizofrénicos.
– La mescalina, incluida por algunos expertos entre las drogas de diseño, es de
origen vegetal y tiene propiedades alucinógenas. Provoca alucinaciones
distorsionando las coordenadas espacio-temporales y alterando el esquema
corporal. Pero su efectos varían en función del ánimo del consumidor, sus
expectativas y el medio que le rodea, por lo que tradicionalmente se ha
destacado la importancia de preparativos ambientales para que sus efectos no
sean impredecibles. Muchos consumidores de mescalina han quedado
afectados cognitivamente tras su consumo.

168
A) Efectos de las drogas de diseño

En general, los primeros efectos de las drogas de diseño aparecen a los 20-30
minutos de su ingesta (normalmente en forma de pastillas) y alcanzan su máximo apogeo
cuando ha transcurrido una o dos horas. Esta dilación de sus efectos puede llevar a
algunos consumidores a tomar una nueva dosis pensando que la primera no le ha hecho
efecto, lo que aumenta el riesgo de intoxicación por la cantidad de sustancia.
Podemos decir que los efectos provocados por las drogas de diseño varían en
función del consumidor, el grado de pureza o adulteración, e incluso el ambiente donde
se consume, pero de forma mayoritaria, los jóvenes que las han consumido alguna vez
informan de que han padecido algún efecto negativo (incremento de la frecuencia
cardiaca, sudoración confusión o alucinaciones) en el mismo momento o en los
momentos siguientes a su ingesta, desapareciendo normalmente estos efectos negativos
de forma simultánea a la de los efectos deseados, aunque, en ocasiones pueden
prolongarse varios días.
Como hemos mencionado, entre los efectos psicológicos que potencian el consumo
de este tipo drogas es su capacidad para inducir un estado emocional caracterizado por la
empatía, de forma que se incrementa el reconocimiento de los estados emocionales e
intelectuales de las personas que nos rodean, facilitando de forma subjetiva las relaciones
interpersonales. Otro efecto buscado en su consumo es la euforia vitalista, generando una
percepción de control de los conflictos emocionales, y la sensación de una sensualidad
positiva (no sexualidad).
Los efectos mencionados hacen que las drogas de diseño resulten especialmente
atractivas entre la población adolescente al facilitar las relaciones sociales, pero si
tenemos en cuenta que el desarrollo psicosocial y la gestión de conflictos conlleva un
aprendizaje que es de vital importancia en esta etapa de la vida, el recurso a la ingesta de
este tipo de sustancias para su solución es un camino abocado al fracaso. Es una ficción
que puede conllevar graves consecuencias.
El consumidor de estas sustancias no suele ser consciente de que bajo su efecto su
conducta es inquieta, su actividad excesiva, con bastantes cambios de humor, puede
mostrarse irritable y su conversación habitualmente no tiene continuidad, cambia de tema
continuamente.
Al margen de las consecuencias negativas en el plano psicológico conviene resaltar
que el consumo de estas drogas de diseño conlleva, a largo plazo, problemas de
neurotoxicidad (lesiones en las vías serotoninérgicas del sistema nervioso central) y a
corto plazo efectos físicos que pueden llegar a ser muy perjudiciales. Entre las reacciones
físicas a corto plazo, la más frecuente es el “síndrome hipertérmico”, que consiste en una
elevación brusca de la temperatura corporal (por encima de los 40-41 ºC). Dicha
hipertermia puede evolucionar hasta una insuficiencia renal aguda y paro cardiaco con
resultado de muerte (en España se han registrado en los últimos años numerosas muertes
entre la población juvenil atribuibles al consumo de dichas sustancias). Aparentemente,
los signos más comunes son las pupilas dilatadas, la boca y la nariz seca y la falta de

169
interés por dormir y comer. A largo plazo, este tipo de drogas suele dejar secuelas y
provoca trastornos del sueño, anorexia, disminución del deseo sexual, tensión muscular
en la mandíbula, fatiga, episodios de depresión, ansiedad, pérdida de memoria, dificultad
de concentración y trastornos psicóticos (delirios paranoides, alucinaciones visuales).
Otro peligro del consumo de estas drogas de diseño viene dado por ser ilegales, lo
que genera la posibilidad de añadir a las pastillas cualquier otro componente que pueda
resultar aún más pernicioso. Cada cierto tiempo aparecen nuevas sustancias que escapan
al control de los organismos internacionales que se encargan de establecer su ilegalidad.
Resulta muy frecuente que los logotipos de las pastillas estén manipulados y no se
correspondan con la droga supuestamente adquirida. Por ejemplo, muchas pastillas que
se venden como éxtasis son en realidad anfetaminas o LSD adulteradas con otros
componentes. El desconocimiento por parte del consumidor de los componentes
ingeridos y la dificultad de los equipos médicos para abordar una sintomatología de
origen desconocido agrava la situación y coarta el tratamiento.

B) Factores de riesgo

Si nos preguntamos por los factores de riesgo que pueden desencadenar el consumo
de este tipo de drogas en la adolescencia, nos encontramos con una diversidad de
características, entre las que cabe señalar las carencias personales como baja autoestima,
problemas para manejar el estrés o la ansiedad, la dificultad a la hora de establecer
relaciones sociales, problemas familiares, así como la existencia de actitudes sociales
favorables al uso de estas sustancias sustentadas en discursos sobre sus escasos efectos
nocivos que resultan científicamente falsos.
Tomando como referencia las respuestas proporcionadas por 2.155 adolescentes y
jóvenes que habían visita la exposición itinerante “A Tota Pastilla” (Royo, Majo,
Escobet, 1998), de los cuales 1.700 eran alumnos escolarizados entre 14 y 19 años y 455
eran jóvenes y adolescentes entre 16 y 30 años, podemos afirmar que el 12,6% de los
alumnos escolarizados manifestaron el haber consumido en alguna ocasión drogas de
síntesis (dato similar al obtenido por Suris y Pareara (2000), cifra que se eleva hasta el
53,8% para la población de jóvenes y adolescentes entre 16 y 30 años.
Los estudios citados reflejan que la curiosidad y la fascinación por nuevas
sensaciones son los motivos principales que impulsan al consumo. Este elemento es un
clásico que ya se había obtenido en otros estudios, con otros consumidores y otras
drogas (Royo, Viladrich y Bayes, 1994, 1997), sin obviar la influencia de los amigos o la
presión del grupo.
Es necesario señalar que, de forma genérica, los consumidores de drogas de diseño
suelen estar convencidos de que estas sustancias son inocuas, percibiéndolas como
drogas seguras que generan efectos positivos y que sirven para bailar, alargar la noche y
tener buen “rollo”, de tal manera que estas creencias dificultan en gran manera la

170
intervención preventiva y asistencial.

C) La prevención

Para contrarrestar la influencia negativa de estos factores y con el objetivo de


prevenir su consumo conviene, en primer lugar, proporcionar información veraz y
objetiva acerca de los efectos que conllevan. Los padres y profesores pueden ejercer un
papel relevante en este sentido, y, en caso necesario, siempre es posible recurrir a
manuales e información específica que proporcionan los expertos.
Si, como hemos mencionado, la necesidad de aceptación por parte del grupo de
iguales puede llegar a ser un factor de riesgo, el entrenamiento en asertividad (que les
ayude a resistir la presión) y, en general, de habilidades sociales que les permitan unas
relaciones divertidas sin el recurso a una falsa desinhibición, puede ser una estrategia de
utilidad en el terreno preventivo. Asimismo, el entrenamiento en autoestima, ayudando al
adolescente a centrar su atención en sus puntos fuertes, se considera también un recurso
de cara a potenciar la abstinencia respecto al consumo de drogas (véanse los apartados
dedicados al tratamiento de problemas emocionales del presente manual).
Finalmente, también cabe recomendar algunas pautas conductuales que pueden
actuar como mecanismos preventivos en el consumo de este tipo de sustancias. Ayudar a
distribuir el tiempo de ocio entre las salidas nocturnas con los amigos y otras actividades
como el deporte, la colaboración con alguna organización no gubernamental o el
aprendizaje de algún hobby que le resulte atractivo potencia una visión del mundo más
amplia y no centrada en las adicciones.
Si la observación de los síntomas físicos y psíquicos mencionados como efectos de
las drogas de síntesis nos hace sospechar que el adolescente en cuestión consume este
tipo de sustancias, resulta evidente la urgencia de tratamiento.
Mayoritariamente, los adolescentes que consumen drogas de diseño, son también
policonsumidores de otras drogas (Gamella, Álvarez y Romo, 1997) y básicamente
tienden a no manifestar problemas biopsicosociales derivados de la drogodependencia.
No obstante, sean adictos o no, se debe tener en cuenta que son muchas y considerables
los comportamientos de riesgo y consecuencias negativas que el consumo de estas
sustancias conlleva (comportamientos sexuales de riesgo, conflictos familiares y sociales,
fracaso escolar y el desarrollo de problemas psicológicos como depresión, ansiedad,
trastorno bipolar o psicoticismo. Es fundamental que, en el contexto de intervención
terapéutica, los médicos y profesionales de la salud en general puedan informar de una
forma objetiva de los riesgos reales que pueden experimentar los adolescentes
consumidores de drogas de diseño.

D) El tratamiento

171
El tratamiento respecto al consumo de este tipo de sustancias supone un importante
reto debido a la dificultad con la que nos vamos a encontrar para saber qué han
consumido las personas y cómo actuar con ellos en la esfera física y psicológica, ya que
según vayan “mutando” químicamente las sustancias consumidas resulta más difícil
conocer sus efectos psicoactivos.
Si el tratamiento es por intoxicación o sobredosis, los médicos de urgencias suelen
actuar proporcionando fármacos de tipo ansiolítico (normalmente, benzodiacepinas como
el Valium) para aliviar la sobreactivación que las drogas de síntesis producen en el
organismo; pero un problema relacionado con este remedio es la posibilidad de recurrir a
las benzodiacepinas para mitigar los efectos nocivos provocados por las drogas de diseño,
cayendo en el riesgo de contraer una doble adicción.
Ahora bien, si lo que pretendemos es aliviar los efectos que a largo plazo genera el
consumo de drogas de síntesis (alteraciones del sueño, irritabilidad, paranoias y otros
problemas relacionados con daños neurológicos), debemos incluir un programa
nutricional depurativo para restaurar las deficiencias ocasionadas por estas sustancias y
evitar la posible adicción a las benzodiacepinas, sin obviar la importancia de una higiene
comportamental que, como hemos descrito en el caso de las anteriores adicciones, evite
la recaída en su consumo.
Si conseguimos que el adolescente tome consciencia del problema, evite las
situaciones de riesgo, cambiando su estilo de vida anterior por un estilo de vida más
saludable, es probable que mantenga la abstinencia a largo plazo. Aunque la realidad nos
muestra que un cambio en este sentido no es fácil, tanto las características del
adolescente como de la familia y las oportunidades sociales de cambio desempeñan un
importante papel al respecto.
La información de las consecuencias negativas que conlleva el consumo de drogas
de diseño, el apoyo familiar, sin mostrar condescendencia ante una recaída, fortalecer la
autoestima y el manejo de la ansiedad, a través de las estrategias citadas en los capítulos
referentes a los problemas emocionales, así como brindar alternativas conductuales que
puedan resultar gratificantes y que entren en contradicción con el consumo, resultan una
vez más las piezas claves de intervención.

172
7
Adicción a Internet y a las redes sociales

Hablaremos en este capítulo de una problemática de reciente aparición entre la población


adolescente, en la que es factible observar el tiempo dedicado a la comunicación a través
de las nuevas tecnologías surgidas en los últimos años, nos referimos a Internet y a las
redes sociales.
Podemos situar el nacimiento de Internet a finales de los años 50 del pasado siglo,
cuando se conectaron en forma de red los ordenadores IBM del ejército de los Estados
Unidos con el fin de compartir información, evitar duplicaciones e impedir que la
información se destruyera en un ataque a alguna de sus grandes computadoras. De forma
casi simultánea, se crearon en Europa dos redes, una con fines comerciales en Inglaterra
y otra con fines científicos en Francia. Pero no fue hasta la década de los 90 cuando la
aparición de World Wide Web convirtió el acceso a las redes en una tarea sencilla y
universal, dando lugar a la esencia de lo que actualmente conocemos por Internet (Chóliz
y Marco, 2012).
Desde entonces, el número de internautas ha crecido de forma multiplicativa en los
países desarrollados, dando lugar a numerosos usos, desde la adquisición de un billete de
tren hasta la información meteorológica, pasando por una amplia diversidad en su uso de
comunicación social.
Sin la pretensión de ser exhaustivos, exponemos a continuación algunas de las
herramientas más utilizadas dentro de las posibilidades que nos ofrecen estas nuevas
tecnologías.

– Correo electrónico. Se basa en una tecnología digital por medio de la cual los
mensajes enviados se quedan almacenados y se encuentran disponibles para
ser visualizados por el destinatario o destinatarios en el momento deseado y en
cualquier ordenador conectado a la red. Mediante esta herramienta pueden
enviarse textos, ficheros, imágenes, vídeos, etc.
– Listas de distribución. Formadas por la dirección electrónica de un grupo de
personas que comparten intereses comunes, de forma que los correos se
distribuyen a todos los miembros de la lista y cada uno los puede leer en el
momento en el que abra su correo.

173
– Chats. Una herramienta destinada a posibilitar las comunicaciones de forma
simultánea y en tiempo real tanto por escrito como por audio, incluso con
imágenes si se utiliza la “web cam”.
– Messenger. Parecido al chat, pero sin posibilidad de anonimato. Aquí los
participantes están identificados, dando lugar a un espacio donde la
comunicación suele ser más íntima, privada y reducida que nos permite
conocer la persona con la que nos comunicamos en cada momento y decidir si
queremos o no compartir la información.
– Foros. Se trata aquí de propiciar la comunicación entre un grupo interesado por
una temática y suele estar coordinado por una persona encargada de su
gestión. En definitiva, se trata de compartir información sobre una cuestión en
la que están interesados los participantes en el mismo.
– Blogs. Un blog es una pequeña página web en la que es factible exponer
información personal u opiniones sobre diferentes temas y en la que se
admiten comentarios por parte de los internautas que acceden a la misma.
– Espacios. Son portales personales destinados a combinar varios servicios de los
mencionados con anterioridad (correo, chat, foros, etc.).
– Wikis. Formadas por un grupo de páginas webs unidas a través de un hipertexto
y que permite a los diferentes usuarios añadir y modificar los documentos
contenidos en dichas páginas. Quizá la más utilizada es la conocida como
Wikipedia, una enciclopedia gratuita que se renueva de forma constante por
las aportaciones realizadas entre sus usuarios.
– Redes sociales. A través de ellas podemos localizar a personas que forman
parte de la red e invitar a otras a compartir información dando lugar a una
extensión de posibles contactos.

En la actualidad, las redes sociales, cuyo soporte es una comunidad virtual, es la


herramienta de Internet más utilizada entre los adolescentes; proporcionan una estructura
que integra diferentes funciones que resultan atractivas especialmente en este grupo de
edad, como es la búsqueda de personas con las que compartir identidad e intereses, la
posibilidad de establecer contacto con ellas, formar grupos con los que comunicarse y,
finalmente, proporcionar al grupo información propia, no sólo escrita, sino también visual
a través de fotos, vídeos, etc., lo cual les resulta especialmente atrayente para confirmar
su imagen y darla a conocer.
Dado que la utilización de estas redes sociales en Internet es la más aquejada de
problemáticas entre la población adolescente, realizamos a continuación un breve
recorrido por las principales alternativas existentes al utilizar Internet en tales fines:

– Facebook. Es la red que en la actualidad cuenta con más usuarios, desde su


nacimiento en la Universidad de Harvard en 2004 es la preferida por miles de
estudiantes.

174
– Tuenti. Es la preferida por los adolescentes españoles. Es común aquí exponer
los gustos personales y fotografías, extendiéndose las relaciones sociales a
amigos de amigos.
– Twitter. Aparece en 2006 y se expande a gran progresión. Tiene el formato de
pequeños blogs en los que los integrantes van comentando ideas e
informaciones breves que van siguiendo los integrantes de la red.
– Quizá menos utilizadas en la población adolescente española son las redes
Myspace.com o Fotolog, que, aunque están muy extendidas en los países
desarrollados, se encuentran más vinculadas al mundo del arte en particular.

Como se puede apreciar a través de los diferentes usos presentados, Internet es un


término muy amplio que incluye usos ventajosos, como son los vinculados a lo
académico.
En definitiva, como es factible observar mediante la breve descripción realizada de
las distintas herramientas disponibles en Internet, su uso conlleva innumerables ventajas
tanto informativas como comunicativas, entre ellas mencionamos el fácil acceso a una
información requerida en cualquier momento y, gracias a la introducción de Internet en
los teléfonos móviles, en cualquier lugar. Además, el almacenamiento de dicha
información es ilimitado y su transmisión inmediata. Tomemos como ejemplo la empresa
Google, uno de los buscadores más eficaces y por tanto más utilizado por los internautas.
Pero estas ventajas a la hora de acceder a una información rápida e ilimitada también
presentan algunos inconvenientes. En este sentido, hay que tener en cuenta que los
contenidos hallados no siempre son fiables, ya que es factible introducir en la red
información falsa sin que haya control alguno sobre la veracidad de la misma. Por otra
parte, también podemos encontrar contenidos ilegales o inmorales, propiciados por la
posibilidad de anonimato de las personas que los introducen. Por ello resulta
imprescindible recabar información con sentido crítico, algo especialmente relevante en la
utilización de esta herramienta en la etapa adolescente.
No obstante, la mayoría de las ventajas, y a su vez los inconvenientes, del uso de
Internet entre los adolescentes surgen de la faceta que propicia la comunicación, al
permitir el contacto en tiempo real con personas en cualquier parte del mundo. Se trata
de un avance sustancial en la comunicación que ofrece unas posibilidades inimaginables
hace tan sólo algunas décadas, pero que, a su vez, puede conllevar usos potencialmente
peligrosos, comunicaciones alteradas de identidad en mundos virtuales como chats y
juegos de rol en línea o incluso el intercambio de fotos con marcado contenido erótico,
algo denominado recientemente como sexting, que, por la probabilidad de generar
consecuencias negativas en las adolescentes que lo practican, merece especial atención.
Como hemos mencionado en el apartado dedicado al bullying (apartado 5.7), las
nuevas tecnologías han abierto campos hasta hace décadas inimaginables. El acoso entre
iguales ha traspasado las fronteras de los compañeros de clase o los colegas del barrio,
para instalarse en esta nueva forma de interacción entre los adolescentes. Las redes
sociales son el caldo de cultivo apropiado para difundir rumores, ridiculizar, exponer

175
confidencias y, en definitiva, crear imágenes difíciles de borrar. El daño causado a la
persona “diana” puede ser irreparable.
Al margen de estos usos que, evidentemente pueden dar lugar a problemas
específicos, podemos decir que, en general, con quién se contacta, la interferencia con
otras actividades, el decremento de la relación personal y directa con las personas que
nos rodean, así como la probabilidad de crear dependencia, son algunos de los
inconvenientes que conlleva su uso entre los adolescentes, cuestiones que abordamos en
este capítulo.

7.1. Uso, abuso y diagnóstico de adicción

Desde que Griffiths en 1995 acuñara el término “adicciones tecnológicas” y Young


presentara su comunicación Adicción a Internet: la emergencia de un nuevo trastorno
en el congreso de la American Psychological Association celebrado en Toronto en 1996,
el tema ha dado lugar a un nuevo campo de estudio, el de la adicción a las tecnologías de
la información y la comunicaciones (TIC), que ha sido ampliamente discutido en los
medios de comunicación y en la literatura científica (Carbonell, Guardiola, Beranuy y
Belles, 2009). Dicha problemática adquiere especial relevancia en el mundo adolescente.
Como ya mencionamos, una de las características que podemos atribuir al período
de desarrollo enmarcado en la adolescencia es la necesidad de comunicación entre
iguales, una necesidad que encontró respuesta en el teléfono (fijo, en la década de los
setenta), el messenger en la década de los noventa y en las redes sociales en estos
comienzos de siglo. Pero ¿hasta qué punto el abuso de estas nuevas tecnologías puede
dar lugar a un terreno perjudicial o incluso psicopatológico desde el punto de vista
adaptativo?, ¿cómo podemos distinguir entre el uso y la adicción a Internet?, ¿es posible
intervenir psicológicamente al respecto?
Dada la reciente oferta tecnológica de la que gozan los adolescentes en la
actualidad, incluso entre los expertos en el estudio de su diagnóstico y consecuencias no
existe un acuerdo contundente al respecto. Algunos investigadores en la materia, como
Chóliz (2012),toman como referencia los criterios establecidos en los manuales
diagnósticos al uso (DSM-IV) para otras adicciones más consolidadas en su estudio,
como las drogas o la ludopatía, para establecer la diferencia entre el uso beneficioso y
patológico de estas nuevas formas de comunicación. Otros, en cambio, como el equipo
formado por Carbonell, Fuster, Chamarro y Oberst (2012) abogan por entender esta
comunicación en un contexto de desarrollo, en lugar de utilizar un marco patológico, una
perspectiva que sin duda proporciona una visión más alentadora del papel de las nuevas
tecnologías. En este sentido apuntan las palabras de Estévez et al. (2009), cuando alegan
que la adolescencia es una etapa vital en la que se incrementa la necesidad de establecer
nuevas relaciones y el sentido de pertenencia e identidad a un grupo, de manera que las
nuevas tecnologías como Internet, y en especial las redes sociales, se constituyen como

176
un perfecto facilitador de tales necesidades. No obstante, incluso esta visión más
benévola del abuso de las nuevas tecnologías en comunicación nos advierte de que la
diferencia entre el uso problemático de Internet y móvil vendría explicada por el hecho
de practicar una comunicación en la que se esconda o se altere la identidad personal.
En este apartado nos adentraremos detenidamente en las argumentaciones que
subyacen a estas cuestiones al hablar de la incidencia en el uso, diagnóstico del problema
y consecuencias del mismo en la población adolescente.
Como hemos visto en la descripción de los diferentes usos que propicia Internet,
podemos distinguir varias utilizaciones como es la búsqueda de información (que puede
ser utilizada con fines académicos o, simplemente, para satisfacer curiosidades a intereses
afines), lúdicos (podrían citarse innumerables juegos en línea en los que participar de
forma solitaria o en equipo) y fines sociales (chats y redes sociales). Entre estas
utilizaciones, las consideradas potencialmente adictivas son los juegos, concretamente los
juegos de rol en línea y aquellas vinculadas a fines sociales. Chatear entre amigos es algo
muy frecuente en los adolescentes, así como pertenecer a alguna red social con la que
mantener contactos.

7.2. Incidencia del problema

Indagando en las estadísticas españolas sobre el uso problemático de las TIC, el primer
dato a destacar es su mayor prevalencia en la población adolescente. En general, los
porcentajes reportados oscilan entre el 3,7% (Estévez et al., 2009) y el 9,9% (Muñoz-
Rivas, Fernández y Gámez- Guadix, 2010). Aunque refiriéndonos de forma exclusiva a
la etapa adolescente los porcentajes ascienden hasta el 26% en las chicas y el 18% en los
chicos (Sánchez-Martínez y Otero, 2009). Así pues, parece que el uso de las nuevas
tecnologías es más problemático en la adolescencia y se normaliza con la edad, hacia un
uso más profesional, menos lúdico y con menos consecuencias negativas.
Los datos aportados por Muñoz-Rivas, Navarro y Ortega (2003) indican que los
chicos utilizaban más Internet que las chicas, registrándose una conexión de más 20
horas semanales en un 3,7% de los adolescentes. Los informes aportados reflejaban que
un 17% de los adolescentes percibían que Internet interfería en su vida cotidiana, un 11%
descuidaba sus obligaciones, un 3,6% informaba de problemas familiares, un 2,4%
informó de problemas académicos y/o ocupacionales y un 0,2% perdió amistades.
Analizando la utilización del teléfono móvil en función del sexo Chóliz, Villanueva y
Chóliz (2009) afirmaron que las chicas envían más mensajes de texto, hacen más
“llamadas perdidas” y, generalmente, pasan más tiempo utilizando sus teléfonos móviles
que los chicos. Según el citado estudio, las chicas utilizaban más el teléfono móvil más
como un dispositivo de comunicación interpersonal y como un instrumento para hacer
frente a estados emocionales desagradables; en cambio los chicos utilizaban más las
funciones tecnológicas de los teléfonos (por ejemplo, los juegos, las descargas de Internet

177
y la conexión a dispositivos electrónicos). Los datos aportados por Sánchez-Martínez y
Otero (2009) reflejan que el uso intensivo de teléfono móvil se encuentra asociado a ser
mujer, pertenecer a escuela localizada en medio rural, buen nivel económico familiar,
fumar tabaco, consumo excesivo de alcohol, depresión y fracaso escolar.
Por otra parte, al hablar de adicciones a las nuevas tecnologías, también sería
factible distinguir entre la utilización del móvil y el ordenador. Hasta hace relativamente
poco tiempo se consideraba que los gastos importantes en las facturas de móvil podían
resultar indicativos de una adicción al mismo pero, en este sentido, tenemos que recordar
que las facturas de teléfono de los adolescentes a menudo son pagadas por los padres y,
por tanto, los problemas financieros pueden no afectar a los propios usuarios
dependiendo del nivel económico y la condescendencia de sus progenitores.
Asimismo y teniendo en cuenta el proceso de renovación permanente de la
tecnología, actualmente es factible confundir el uso del teléfono móvil con el ordenador,
ya que es posible conectarse a Internet y, por ende, a las redes sociales a través del
teléfono (la aparición de los smartphones ha propiciado estos avances); por tanto, a partir
de estas argumentaciones tomaremos indiscriminadamente el uso de ambos soportes
tecnológicos.
En cualquier caso, la preocupación social por la adicción al móvil parece haber
descendido en España, a medida que ha disminuido la factura que pagan las familias y,
en cambio, ha aumentado la alarma por la adicción a las redes sociales (Echeburúa y de
Corral, 2010). Un cambio posiblemente debido a que las redes sociales (a las que es
factible acceder desde el móvil) han pasado a ser el medio favorito de comunicación
entre los adolescentes que utilizan para citas con los amigos próximos y para la
comunicación de emociones rápidas. Este tipo de comunicación viene favorecida por la
aparición del whatsapp, una aplicación que permite enviar mensajes gratuitos entre
teléfonos que disponen de Internet. En este contexto, empieza a generarse una nueva
preocupación en los medios de comunicación, denominada fear of missing out (FOMO),
que es la preocupación por perderse una llamada o un “sms”, de forma que genere miedo
en el usuario a quedarse fuera de los circuitos de información.

7.3. Uso problemático y diagnóstico de adicción a las nuevas tecnologías

En general, hablando de las TIC, la mayoría de los estudios realizados al respecto


coinciden en señalar la relación entre el uso problemático de las nuevas tecnologías y el
tiempo conectado a las mismas (Muñoz-Rivas, Fernández y Gámez-Guadix, 2010). No
obstante, algunos autores como Carbonell et al. (2012) sugieren que, aunque existe una
relación entre uso problemático de Internet y malestar psicológico, el tiempo conectado
no es por sí solo un buen indicador de uso problemático, subrayando como factor
explicativo del uso problemático las comunicaciones de identidad alterada que ocurren al
esconder la verdadera identidad.

178
Siguiendo este criterio, Carbonell, Fúster, Chamarro y Oberst (2012) opinan que,
una vez que se eliminan las adicciones secundarias (o adicciones en Internet, por
ejemplo, usar la red para apostar), las verdaderas adicciones a Internet se limitan a
aquellas que implican comunicaciones de identidad alterada. Según los citados autores,
los restantes usos de Internet parecen ser seguros (en cuanto a la adicción) y por ello
creen que el término “adicción a Internet” no debe utilizarse en el caso de España.
En este sentido, argumentan que las aplicaciones de comunicación en tiempo real,
donde el usuario no necesita identificarse (por ejemplo, salas de chat donde normalmente
se oculta la verdadera identidad, o juegos de rol en línea donde se utilizan avatares y en
los que la identidad se puede ocultar o alterar), son los que mejor explican este uso
problemático. En las comunicaciones alteradas de identidad, el juego puede llegar a ser
problemático porque la vivencia de la identidad falsa tiene la capacidad de proporcionar
mayor satisfacción que su verdadero yo, lo que les permite escapar de sí mismos
(Carbonell, Talarn, Beranuy, Oberst y Graner, 2009; Griffiths, 2000, Matute, 2003).
Desde esta perspectiva se subraya la diferenciación de los tres usos que tiene Internet:
información (ya sea relacionada con el trabajo, la formación o el ocio), comunicación
(por ejemplo, redes, sociales, correo electrónico, etc.), y la alteración de identidad (por
ejemplo, juegos en línea y algunos chats); afirmando que este último uso sería el único
que tiene riesgo de generar adicción.
Ahora bien, estas matizaciones en el uso de las TIC, al considerar la distinta
probabilidad de adicción a las mismas, no niegan la evidencia que aportan diferentes
estudios en los que se refleja una correlación positiva entre el uso de Internet
(principalmente el chat) y varios indicadores psicológicos (depresión, ansiedad y
alteraciones del sueño).
Concretamente, el uso del chat de Internet se ha asociado a un mayor malestar
psicológico, mayor insatisfacción en las relaciones con la familia, con la pareja y,
particularmente, en con la capacidad o habilidad para mantener relaciones sociales
(Viñas, 2002), aunque en general los usuarios más frecuentes de Internet informan en
mayor medida de “pensamientos negativos” que interfieren en sus situaciones sociales
(García et al., 2008) y malestar psicológico (Beranuy et al, 2009).
Según Muñoz-Rivas, Fernández y Gámez-Guadix (2010), la explicación de estas
consecuencias podría situarse en el hecho de que una conexión abusiva a las nuevas
tecnologías reduce en muchos adolescentes la tensión emocional, de manera que algunos
síntomas que genera pueden interpretarse como tolerancia, abstinencia y pérdida de
control, lo que sugiere a su vez que los problemas asociados con un uso excesivo de
Internet son similares a los de otras adicciones a sustancias y conductuales.
Esta perspectiva, a la hora de abordar el uso problemático de las TIC, es seguida
por diferentes autores como Chóliz y Marco (2012), quienes reconociendo que las
estrategias implicadas en el uso de Internet y las necesidades que cubren cada una de
ellas conllevan diferente potencialidad adictiva, afirman que el concepto de adicción a
Internet se encuentra extendido el ámbito clínico y social, aunque al igual que ocurre con
los videojuegos no existe la categoría diagnóstica de adicción a Internet en los manuales

179
de clasificación de los trastornos psicopatológicos (DSM-IV-TR o CIE-10). No obstante,
los citados autores abogan por considerar que la adicción a las TIC comparte unas
características similares al trastorno descrito en los manuales diagnósticos como
“trastorno por dependencia de sustancias”, y partiendo de la premisa de que aquí no se
trata de una sustancia tóxica, sino de una actividad, subrayan que existe entre ambas
problemáticas algunos puntos en común:

– Existe una pérdida de control en el uso de Internet que provoca un aumento


significativo en la frecuencia de conexiones, el tiempo dedicado a dicha
actividad, la visita a más páginas webs, la realización de más descargas, etc.,
para obtener igual satisfacción. Todo lo cual nos recuerda al conocido
fenómeno de tolerancia que ocurre en el caso de dependencia de sustancias.
– Cuando a la persona se le interrumpe la conexión a Internet, no le resulta
posible conectarse o cuando lleva un tiempo sin hacerlo, sufre un malestar
clínicamente significativo que sólo se resuelve volviendo a conectarse. En
dicho malestar encontramos un paralelismo con el síndrome de abstinencia,
característico de las dependencias a sustancias.
– El empleo excesivo de Internet, más de lo que se pretendía inicialmente, es otra
característica compartida con el trastorno por dependencia de sustancias.
– Se dejan de realizar otras actividades, como salir con amigos, pasar tiempo en
familia, realizar deporte…
– Se continúa utilizando Internet de forma excesiva a pesar de saber que le está
perjudicando, dando lugar a problemas familiares y/o sociales (las discusiones
aumentan), académicos (disminución del rendimiento) o incluso legales.

Basándose en estos paralelismos con el trastorno por dependencia de sustancias del


DSM-IV-TR, Chóliz (2011) ha elaborado un cuestionario que sirve de base para el
diagnóstico de adicción a Internet que consta de 23 ítems y que ha sido baremado en
población española. Dicho cuestionario consta de tres factores: abuso (que hace
referencia al hecho de utilizar Internet de forma excesiva), obsesión y perturbación
(referido a la ideación continua, actividades relacionadas con su uso y consecuencias
derivadas de su uso excesivo) y abstinencia y pérdida de control (aludiendo al malestar
que se experimenta cuando no se puede usar Internet o lleva tiempo sin usarlo y a la
incapacidad para dejar de utilizarlo o usarlo menos).
A través de esta herramienta, Chóliz y Marco (2012) proponen la detección o
diagnóstico de la adicción a las TIC, considerando tal evaluación el marco previo
indispensable para ajustar el protocolo de tratamiento del problema.

7.4. Prevención y tratamiento de la adicción a Internet y a las redes sociales

180
Dado lo reciente de la problemática vinculada a la adicción de las TIC, los protocolos de
prevención y tratamiento no se encuentran descritos con detalle en la literatura al
respecto, aunque desde las revisiones científicas y la práctica clínica se proponen algunas
pautas de intervención basadas en estrategias que han resultado eficaces en el abordaje
de las drogodependendencias y en la adicción a los juegos de azar. Podemos decir que
tanto los programas de prevención como los de tratamiento se basan en actividades que
tienen como objetivo el desarrollo de hábitos adecuados en la utilización de las TIC y
están sustentados en principios motivacionales y de aprendizaje que pasamos a comentar.
Partiendo de un enfoque cognitivo-conductual la mayoría de los trabajos publicados
al respecto (Chóliz y Marco, 2012, Du, Jiang y Vance, 2010, Young, 2007) siguen las
recomendaciones de la APA (American Psychological Association, 2000) para el
tratamiento de las conductas adictivas, aunque incluyen técnicas específicas adaptadas a
las características de adicción a las TIC, como son: la incorporación de otras actividades
en la vida real como la actividad física y terapia de grupo y familiar (Lanjun, 2009),
entrenamiento en el uso controlado y contrato conductual (Shek, Tang y Lo, 2009),
establecimiento en los límites de la conexión (Goldberg, 1995), establecimiento de
horario y/o abstinencia de aplicaciones particulares (Young, 2007), etc.

7.4.1. La prevención

En principio, y hablando de las estrategias de prevención de la adicción a las TIC en


población adolescente, las actuaciones dependen de los padres y, en general, de las
figuras de autoridad, remarcando que la actitud ante el manejo de las TIC debe comenzar
desde la preadolescencia o incluso desde la infancia, es decir, en la etapa de desarrollo en
que comience a familiarizarse con las nuevas tecnologías.
Dichas actuaciones se fundamentan principalmente en el aprendizaje y,
básicamente, podemos destacar cuatro principios que conviene poner en práctica:

– Dar información. Quizá este principio, que puede parecer indispensable a la


hora de salvar cualquier problemática que atañe al mundo adolescente, en el
caso que nos ocupa puede ser de especial complejidad, dado que la mayoría
de las personas adultas no nos encontramos tan familiarizadas con las nuevas
tecnologías como la generación que actualmente se encuentra en el período
adolescente. Es frecuente que una persona de 40 o 50 años desconozca
muchos de los usos que actualmente tiene Internet, las páginas a las que tienen
acceso sus hijos y los riesgos de su utilización.
Preguntar qué actividades realiza, qué páginas visita, las redes sociales en
las que participa, etc., resulta fundamental a la hora de prevenir un mal uso de
las TIC.
Ya hemos mencionado con anterioridad la importancia de introducir un

181
sentido crítico en la búsqueda de información a través de las diferentes
herramientas que los jóvenes pueden utilizar para resolver cuestiones
académicas o que responden a distintos intereses, ya que es factible introducir
opiniones o datos sin ningún control y no existen filtros en la red que puedan
seleccionar la información veraz relativa a cualquier materia.
No obstante, el mayor riesgo existe respecto a la participación en juegos
y redes sociales en las que el anonimato es común. Recordemos que algunos
de los expertos en la materia señalan este uso de Internet como el que genera
la mayor parte de los problemas entre los adolescentes. Baste como ejemplo
lo que actualmente se conoce como sexting, una práctica consistente en enviar
fotografías eróticas que tras su difusión puede conllevar grandes daños para la
autoestima de una adolescente. Los chantajes, las presiones y los acosos
pueden encontrar un caldo de cultivo idóneo en este campo.
En general, cualquier actuación y comunicación con falta de
identificación o suplantación de la misma debe considerarse desaconsejable.
– Prestar atención. Dados los riesgos mencionados conviene, desde los primeros
contactos del futuro usuario con el mundo de Internet, compartir las entradas
en este amplio mundo que nos facilita la información y la comunicación. Antes
de brindar a nuestro hijo un móvil con acceso a Internet resulta deseable
ajustar su uso en el ordenador de casa, para ayudarle a distinguir los
contenidos y funciones de su utilización. En este sentido, también podemos
contar con las restricciones que ofrecen las diferentes compañías telefónicas
para vetar el acceso a páginas cuya utilización no se considera deseable entre
los menores de edad.
– Restringir el acceso al ordenador a lugares en que la privacidad no sea excesiva.
De cara a impedir que el adolescente realice un mal uso de Internet, podemos
situar el ordenador en un lugar visible de la casa, de esta forma impediremos
tanto su acceso a páginas no deseadas como una excesiva prolongación en el
tiempo de su utilización.
– Ofrecer actividades alternativas e incompatibles con la dedicación a las TIC. En
muchas ocasiones, la falta de actividad o el aburrimiento puede llevar al
adolescente a engancharse en el mundo de las nuevas tecnologías, ya que
facilitan una comunicación instantánea en la que resulta factible encontrar
siempre a alguien disponible, juegos en los que puede participar sin contar con
los demás y páginas que ofrecen diversión e información sobre las más
diversas materias. Dadas las numerosas ventajas a las que hemos hecho
también alusión en párrafos anteriores, no resulta extraño que un adolescente
con problemas a la hora de relacionarse con los demás o con ganas de
incrementar sus relaciones sucumba a la utilización de este medio de
comunicación y/o de información. Por ello resulta de especial importancia
proporcionar actividades alternativas, como la participación en algún deporte,
la implicación en aprendizajes que le puedan resultar atractivos, etc., lo que a

182
su vez redunda en el incremento de los contactos cara a cara en el mundo
real, decrementando la posibilidad de abuso de la forma de comunicación que
nos brindan las redes sociales.

7.4.2. El tratamiento

Cuando las estrategias de prevención no se han puesto en práctica con suficiente


antelación o han fallado por algún motivo y detectamos un abuso o una posible adicción
en el adolescente a las TIC, podemos recurrir a una intervención de tipo cognitivo-
conductual, siguiendo los protocolos de un tipo de terapias que han mostrado su
efectividad en el tratamiento de diversas adicciones y en el juego patológico, siempre
teniendo en cuenta que el caso de la adicción a Internet difiere de las drogodependencias,
ya que la perspectiva de un futuro sin consumo sería un grave inconveniente
motivacional para el seguimiento de la terapia, de forma que aquí no se pretende la
abstinencia absoluta, sino un uso adaptativo y controlado.
Siguiendo la propuesta de tratamiento psicológico que nos ofrecen Chóliz y Marcos
(2012) en su manual Adicción a Internet y redes sociales, podemos distinguir diferentes
fases de actuación que pasamos a resumir:

– Fase motivacional y valoración psicosocial. Si a partir de la valoración a través


de entrevistas y cuestionarios específicos detectamos una posible adicción,
comenzaremos trabajando la motivación del adolescente para que el uso de
Internet no le resulte desadaptativo. En este sentido resulta fundamental
proporcionar información veraz, creíble y adaptada a las capacidades mentales
y actitudes psicológicas de la persona. En el caso de Internet debe asumirse su
importancia en nuestra sociedad, pero también proporcionar información
sobre las consecuencias negativas que tiene su abuso o dependencia del
mismo.
Una vez que se han puesto de manifiesto estas desventajas, el siguiente
objetivo radica en que el adolescente reconozca que tiene un problema con
Internet, fomentando su decisión de reducir su uso. En este sentido, conviene
recalcar que la mayoría de los problemas psicológicos, incluida la dependencia
a Internet, son adquiridos a través de la experiencia y, con frecuencia, en
condiciones de especial vulnerabilidad, pero que igual que se aprenden se
pueden desaprender, es decir, que existe posibilidad de cambio, que no se trata
de un proceso irreversible. En este punto es importante no dejar recaer todo el
esfuerzo de cambio en el adolescente. Evidentemente, la motivación para el
cambio por parte de la persona que sufre el problema es fundamental, pero el
terapeuta también ejerce un papel esencial a la hora de fomentar la
motivación, un proceso que podemos considerar dinámico y proactivo.

183
Finalmente, como objetivo de esta primera fase terapéutica podemos
destacar la realización de un compromiso, materializado a través de un
contrato conductual, mediante el cual se pretende no el abandono total de la
utilización de las TIC, sino el control de su uso por el adolescente. La cuestión
es que sea la persona la que controle las tecnologías y no viceversa,
enfatizando el hecho de que ésta es una cuestión de elección personal.
Podemos considerar el contrato conductual una herramienta esencial en
la terapia que facilita la adhesión a la misma y su seguimiento. En este
documento escrito se explicitan las condiciones en las que va a consistir la
intervención, describiendo operativamente aspectos como las tareas a realizar
por el adolescente (previsión de horario y actividades alternativas) y la
actuación del terapeuta y familiares al respecto, las consecuencias positivas de
su incumplimiento y negativas en caso contrario y la previsión de las fases por
las que va a discurrir tal proceso.
– Superación del deseo y síndrome de abstinencia. Como es obvio, en esta
segunda fase los objetivos radican en obtener la abstinencia superando el
deseo de conectarse de forma continua. Para conseguirlo es fundamental el
control del estímulo y el entrenamiento en conductas alternativas que puedan
reducir el malestar que supone la falta de conexión a Internet. En este sentido,
resulta esencial que el adolescente entienda que la conducta adictiva no
solamente es aprendida, sino que está ritualizada, es decir, que se produce en
un determinado contexto incitada por unos estímulos, tanto externos como
internos que la persona tiene que aprender a reconocer para poder controlar
sus respuestas.
En este punto es de gran ayuda la utilización de autorregistros, una
herramienta que nos va a permitir conocer no sólo las condiciones en las que
se presenta la adicción, sino también la evolución que tiene lugar a través del
tratamiento y las situaciones de riesgo que pueden propiciar una recaída.
Reflejar en el autorregistro los estímulos externos supone anotar aquellas
variables del ambiente que actúan como estímulos discriminativos que facilitan
la conducta. Dichos estímulos pueden ser físicos (como el lugar, acceso físico
al ordenador o al móvil o la disponibilidad de algunos programas aunque en
ese momento no se estén utilizando) o sociales (como la presencia de algunas
personas).
Los estímulos internos que también conviene anotar en el autorregistro
hacen referencia a patrones fisiológicos (como puede ser el cansancio o
determinadas sensaciones), cognitivos (pensamientos, imágenes, recuerdos,
anticipación de consecuencias, etc.), pero sobre todo, en el caso de la adicción
a Internet podemos hablar de la relevancia de los patrones emocionales. El
aburrimiento, la ansiedad y, en general, los estados de ánimo pueden
considerarse verdaderos disparadores de este comportamiento.
El terapeuta deberá no sólo indagar las circunstancias externas e internas

184
que propician la conducta que deseamos disminuir, sino también recabar
información sobre los recursos personales y habilidades individuales que posee
el adolescente para hacerle frente al problema. Estas variables individuales son
las que singularizan la conducta, haciendo que los mismos estímulos
discriminativos externos e internos que acabamos e mencionar provoquen en
distintas personas respuestas diferentes o de desigual magnitud. La historia de
aprendizaje, los hábitos y la personalidad son factores determinantes a la hora
de llevar a cabo el proceso terapéutico.
No menos importante resulta el análisis operacional de la conducta
abusiva o dependiente de Internet, así como sus consecuencias. La conducta
debe quedar definida lo más objetivamente posible, atendiendo a los tres
sistemas de respuesta: fisiológico (lo que se siente cuando está navegando por
Internet), cognitivo (lo que piensa) y conductual (frecuencia de uso, momento
del día, tiempo empleado, etc.). Ahora bien, la conducta estudiada no sólo se
lleva a cabo en un entorno, bajo la influencia de determinados estímulos, sino
que también tiene consecuencias. Dichas consecuencias tienen una relevancia
capital en el mantenimiento, incremento o reducción de la conducta en
cuestión. En el caso de Internet, las consecuencias de su uso pueden ser
percibidas de forma positiva, al facilitar la ampliación del círculo de amistades,
contactar con personas de las que hace tiempo no se sabía, formar parte de
grupos con los que compartir aficiones, escapar de situaciones desagradables y
un largo etcétera del que nos hemos hecho eco al enumerar algunas de las
ventajas que proporcionan las nuevas tecnologías. Además, en este punto
habría que añadir que el enganche a Internet se ve favorecido por el hecho de
que estas consecuencias positivas son de fácil acceso y gozan de inmediatez,
pero a su vez requieren en muchas ocasiones mucha dedicación e inversión de
tiempo para conseguir la meta deseada, meta que tiende a ampliarse a medida
que se incrementa su uso.
Sin embargo, es evidente que la adicción a Internet también conlleva
consecuencias negativas que es indispensable que el adolescente integre para
lograr su implicación en el tratamiento. Entre ellas podemos destacar la
alteración de las relaciones con otras personas con las que se tiene un trato
directo, la perturbación de hábitos saludables como el descanso necesario, la
disminución de otras actividades que pueden resultar gratificantes, como la
realización de algún deporte, y el descenso del rendimiento académico, algo
especialmente importante en la etapa adolescente.
A partir de toda la información intercambiada en las entrevistas y
registros el terapeuta trabaja llevando a cabo un plan de acción en el que el
adolescente debe estar implicado.
Los primeros momentos suelen ser los más difíciles en este tipo de terapia
en la que se suele exigir la abstinencia total durante algunos días, para permitir
después su uso controlado. Las técnicas de intervención sugeridas en esta fase

185
tratan de cumplir tres objetivos:

1. El control del estímulo, que conlleva las modificaciones ambientales


necesarias para impedir que utilice Internet durante estos días.
Debe quitarse el ordenador de la habitación; desinstalar los
programas de redes sociales, indicando a los amigos que estará
ausente durante un tiempo, pero que contactará pasados unos días.
Con ello se evitan las tentaciones de conexión y al percibir que es
algo reversible se incrementa la motivación hacia el cambio.
Tales condiciones se van flexibilizando a medida que avanza el
proceso terapéutico, pero siempre estableciendo metas operativas
que el adolescente debe cumplir (limitación del tiempo dedicado,
utilización del ordenador en un lugar de acceso público, horario de
cierre, limitación de perfiles, amigos, vídeos, etc.), metas que es
posible ir relajando hasta haber logrado la consolidación de los
objetivos del tratamiento.
2. Fomentar hábitos saludables basadas en conductas adaptativas.
Cuando se pretende luchar con una adicción la estrategia más eficaz
resulta de la combinación de técnicas de reducción de las conductas
no deseables con el refuerzo de otras conductas alternativas que
resulten incompatibles con las primeras. Estas últimas deben tener
un carácter principalmente hedónico de forma que le resulte
placentera su realización. El abanico es amplio, por ello, en función
de sus intereses, hobbies y viabilidad de las mismas, elegiremos de
común acuerdo las más apropiadas para su ejecución. Si el
adolescente tiene dificultades para realizar sus propuestas, podemos
ayudarle con sugerencias e invitarle a recordar qué actividades, de
las que realizaba con anterioridad, le resultaban gratificantes.
3. El entrenamiento en técnicas destinadas a superar el malestar. En el
caso de que la realización de las actividades alternativas no sea
suficiente para superar el malestar, esa sensación de no saber qué
hacer, y dada la probabilidad de generar irritabilidad por la
abstinencia total o parcial del uso de Internet en una persona que ha
abusado de esta conducta, se sugiere también el entrenamiento en
técnicas destinadas a reducir la ansiedad, como la relajación
muscular o mediante la respiración o incluso técnicas destinadas a
la distracción y a controlar los pensamientos obsesivos como la
parada de pensamiento, etc.

– Cambios conductuales y actitudinales. En esta tercera fase el objetivo es lograr


un descondicionamiento a las situaciones que inducen a conectarse a Internet,

186
de forma que se potencie un estilo de vida más saludable y se fomenten las
relaciones personales sin necesidad del recurso a las nuevas tecnologías.
Pasados los primeros días en los que se propone un período de
abstinencia total, lo que se pretende es consolidar un estilo de vida en el que
las conductas alternativas adquieran relevancia, realizando un uso no
problemático de Internet. Para conseguirlo se pueden seguir las siguientes
fases:

1. Utilizar el ordenador diariamente pero sin conectarse a Internet.


2. Conectarse a Internet sólo durante una cuarta parte de la sesión (por
ejemplo, 15 minutos), utilizándolo sólo para navegar, sin entrar en
ninguna red social.
3. Conectarse a una red social, pero decidiendo previamente cuánto
tiempo va a estar en ella y qué se va a hacer (una vez consumido el
tiempo, cerrar la aplicación sin que valga excusa alguna).
4. Finalmente, se puede incrementar el tiempo dedicado a la red social,
sin superar en ningún caso los 30 minutos.

En este último tramo es factible introducir algunas excepciones, pero


nunca superar un tiempo máximo que a su vez debe ser pactado.
Para fomentar el autocontrol y la motivación durante este proceso, el
adolescente debe anotar diariamente las actuaciones en el autorregistro al que
hicimos referencia en páginas anteriores. En estos momentos es importante
trabajar en el análisis de las ventajas e inconvenientes del abuso de Internet,
haciendo especial hincapié en estos últimos para facilitar la adhesión al
tratamiento.
Otra estrategia que puede ser de utilidad en esta fase de cambio
conductual es la denominada “demora de la gratificación” (Matute, 2003), y
que en este caso consiste en demorar el inicio de la conexión, desde que el
adolescente siente el deseo de hacerlo hasta un tiempo después. Durante ese
tiempo puede recurrir tanto a técnicas de distracción (atendiendo a algún
estímulo ambiental o incluso a algún recuerdo agradable, resolver un sudoku,
contar hacia atrás o realizar cualquier actividad física que le mantenga
ocupado), como a recordar los inconvenientes a los que se ha llegado en
terapia respecto al abuso de las TIC.
Finalmente, durante esta fase existe también el problema de solucionar el
malestar que puede generar la desconexión una vez pasado el tiempo
estipulado. Para ayudar en este sentido conviene tener planificado la siguiente
actividad a realizar y procurar que ésta sea lo más placentera posible.
– Fase de consolidación y prevención de recaídas. Esta última fase tiene como
objetivo conseguir un uso adaptativo y controlado de las nuevas tecnologías,

187
de forma que se consoliden las diferencias aprendidas durante el tratamiento
entre la utilización adecuada y la adicción a las mismas. Se trata, en definitiva,
de que el adolescente aprenda a convivir en las condiciones ambientales
normales que pueden incitarle de nuevo al abuso de las TIC, sin volver a
recaer en el mismo.
De cara a consolidar un estilo de vida que no gire alrededor de Internet
podemos potenciar los recursos del adolescente en otras dimensiones
facilitándole un entrenamiento en habilidades sociales o incluso ayudándole a
resolver problemas siguiendo el algoritmo propuesto por D’Zurilla y Goldfried
(1971), cuya eficacia ha sido descrita en el tratamiento de problemas
emocionales.
Pero lo más importante en esta fase es la prevención de recaídas cuya
ocurrencia es factible después de un período de abstinencia e incluso
consolidación. Aunque el período crítico son los tres primeros meses, dada la
enorme presión social y comercial para la utilización de Internet, pueden
aparecer incluso durante dos años. Las causas pueden ser muy diversas, si bien,
en la mayoría de los casos, se encuentran facilitadas por períodos de
abatimiento, tristeza, ansiedad, aburrimiento, etc. Dadas las reacciones
emocionales que provoca una recaída después de haber superado una adicción,
que suelen ser la merma de la autoestima y el abatimiento, es fácil entender que
estos estados afectivos negativos favorezcan, a su vez, la violación de la
abstinencia. Por ello resulta recomendable que el adolescente conozca los
antecedentes y las consecuencias de una recaída y, si es necesario, contar con
ayuda para detectar las condiciones que pueden generarla. En este sentido,
Chóliz y Marco (2012) recomiendan seguir los siguientes pasos:

• Identificar las situaciones de riesgo, como pueden ser la invitación a


una red social por parte de una persona significativa, la aparición de
una nueva aplicación que pueda resultar atractiva, los estados
emocionales negativos, el aburrimiento, etc.
• Valorar las estrategias necesarias para evitar la recaída en dichas
circunstancias, preparando un repertorio de actuaciones alternativas
que deberán ser descritas de forma clara y detallada de forma que
se puedan poner en marcha cuando la situación lo requiera.
• Entrenar las estrategias seleccionadas con la finalidad de que se
puedan llevar a cabo de forma casi automática cuando la situación
de riesgo aparezca.

Como hemos mencionado a lo largo de este capítulo, el objetivo en la


prevención y el tratamiento de las adicciones a las TIC no es tanto hacer
desaparecer la conducta como dotar al individuo de su control, y su uso

188
controlado también depende, en gran medida, de las alternativas de actuación
disponibles, de los intereses propios, de la autoestima y, en general, de la
valoración personal que tenga de sí mismo y de las personas que le rodean.
Así pues, favorecer una comunicación directa dentro y fuera de la familia que
sea agradable, organizar actividades divertidas, animar y ayudar al desarrollo
intereses como el deporte, la música, el teatro, etc., que pueden ocupar el
tiempo de forma gratificante, son las premisas fundamentales a la hora de
evitar que nuestro adolescente se convierta en ese extraño conectado a no se
sabe qué.
En cualquier caso, y a modo de resumen de lo que hemos venido
tratando en este en este Bloque III dedicado a las adicciones, podemos decir,
sin lugar a dudas, que van a constituir un grupo de trastornos de gran
relevancia en el siglo XXI y, si se mantienen las cifras actuales y la tendencia a
su incremento, en las próximas décadas constituirán el primer problema de
salud mental, por su extensión, número de personas afectadas y problemas
asociados.

189
Una pequeña reflexión final

A lo largo de las páginas que engloba el presente libro he realizado una exposición de los
conocimientos existentes acerca de los problemas emocionales y conductuales más
frecuentes en la adolescencia, subrayando la especial relevancia que el aprendizaje de los
recursos existentes al respecto adquiere para mitigar dichos problemas, pero asumiendo,
en todo momento, que a la hora de hablar de intervenciones, ya sean familiares o
terapéuticas, los valores, las tradiciones culturales e incluso los contextos físicos
desempeñan un papel que orienta y limita la actuación realizada, de forma que las formas
de actuación propuestas no deben considerase como una solución definitiva, sino como la
opción capaz, desde los conocimientos y recursos disponibles, de guiar de la mejor
manera al adolescente.
En cualquier caso, el objetivo general de este manual es estimular la idea de que,
aunque la adolescencia resulte especialmente en la sociedad actual un caldo de cultivo
para la aparición de problemas emocionales y conductuales por las razones ampliamente
argumentadas, no significa que tengamos que enfrentarnos a ella como a la travesía del
desierto.
El camino que nos conduce a implicarnos en mayor medida a solucionar estos
problemas con nuestros hijos, alumnos o clientes (desde el punto terapéutico), requiere
una mayor información acerca de su mundo, de sus problemas, de sus inseguridades, si
deseamos, en un futuro, contar con adultos sanos y adaptados al mundo que les ha
tocado vivir.
Las pautas expuestas en este libro con relación a la prevención primaria en el
ámbito familiar y los recursos terapéuticos existentes para mitigar los problemas que se
han venido tratando resultan claves en este sentido, de tal manera que podemos concluir
que la facilitación desde la familia, la escuela o, llegada la necesidad, desde la terapia
psicológica, de aprendizajes que capaciten al adolescente a enfrentarse con mayor
efectividad a las diferentes situaciones de estrés que caracterizan esta etapa de
crecimiento, les proporcionará un manejo más flexible y cómodo del mundo que les
rodea.
A pesar de, que muchas veces, puede suponer un esfuerzo la interacción con los
adolescentes, debemos hacer un esfuerzo retrospectivo. La mayoría de nosotros tampoco
fuimos fáciles en esos momentos, podemos tener memoria selectiva, pero seguro que
nuestros padres o maestros tendrían algo que añadir.
No obstante, y a pesar de haber tratado desde estas páginas los problemas surgidos

190
en la adolescencia, no puedo terminar sin más, sin mencionar que la adolescencia es la
etapa vital que más nos marca; en la que encontramos nuestra identidad, en la que todo
es nuevo, terrible y maravilloso a la vez. Recuerdo, en mi adolescencia, que me miraba
las manos con asombro recordando mis manos de pequeña, como si esas nuevas manos
no fuesen las mías. Hoy ya no las recuerdo… pero sí otras cosas… Escuchamos sus
canciones y volvemos a renacer. Recordamos a los amigos… Nuestra inocencia, nuestras
ganas de crecer…
Evidentemente es un buen reflejo de la vida.

191
Nota bibliográfica

Con el propósito de poner en práctica unos principios ecológicos, económicos y


prácticos, el listado completo y actualizado de las fuentes bibliográficas empleadas por la
autora en este libro se encuentra disponible en la página web de la editorial:
www.sintesis.com.
Las personas interesadas se lo pueden descargar y utilizar como más les convenga:
conservar, imprimir, utilizar en sus trabajos, etc.

192
Índice
Portada 2
Créditos 7
Índice 8
Prólogo 12
Introducción 17
1. La adolescencia: el significado del cambio 19
1.1. El estereotipo de la adolescencia 19
1.2. El valor adaptativo de la adolescencia en el ciclo vital 20
1.3. Temperamento, estilos de crianza y su influencia en los problemas de los
22
adolescentes
1.3.1. ¿Qué traemos puesto? El temperamento 22
1.3.2. ¿Qué es lo que nos ponen? La influencia de los estilos de crianza 25
1.3.3. El resultado 26
PARTE I: PROBLEMAS EMOCIONALES EN LA
28
ADOLESCENCIA
2. La adolescencia como factor de riesgo en el desarrollo de problemas
30
emocionales
2.1. El efecto Flynn y el efecto “Flan” 30
2.2. Definición y diagnóstico de la depresión 32
2.3. Incidencia de la depresión y factores de riesgo en la etapa adolescente 34
2.4. Definición y diagnóstico de la ansiedad 35
2.5. Incidencia de la ansiedad y factores de riesgo en la etapa adolescente 37
2.6. La comorbilidad entre depresión y ansiedad. La explicación a través de
39
modelo tripartito
3. Prevención y tratamiento de la depresión y la ansiedad en adolescentes 42
3.1. La prevención 43
3.2. El tratamiento 48
3.2.1. Incremento de la autoestima 50
3.2.2. El aprendizaje en técnicas de relajación 58
3.2.3. Desarrollando su percepción de autoeficacia: el entrenamiento en
62
solución de problemas
3.2.4. El entrenamiento en habilidades sociales 67

193
3.2.5. La aplicación del Análisis Transaccional a la educación emocional 82
PARTE II: TRASTORNOS DE CONDUCTA 85
4. Déficit de atención e hiperactividad 87
4.1. Diagnóstico y epidemiología 87
4.2. Factores etiológicos (o de riesgo) 90
4.3. La prevención 92
4.4. El tratamiento 94
5. Trastorno del comportamiento perturbador 107
5.1. El diagnóstico 109
5.2. Desarrollo normal y comportamiento perturbador 113
5.3. La prevalencia 115
5.4. Los subtipos evolutivos de TC 115
5.5. Los factores de riesgo 116
5.5.1. Factores biológicos 117
5.5.2. Factores familiares 120
5.5.3. Factores conductuales y cognitivos 123
5.5.4. Importancia de las condiciones comórbidas 124
5.6. Prevención y tratamiento 127
5.6.1. La prevención 127
5.6.2. El tratamiento 131
5.7. Una manifestación concreta del comportamiento perturbador: el
147
bullying
PARTE III: LAS ADICCIONES 152
6. Adolescentes y drogas 154
6.1. Diagnóstico 155
6.1.1. El tabaquismo 157
6.1.2. El alcoholismo 161
6.1.3. Las drogas de diseño 167
7. Adicción a Internet y a las redes sociales 173
7.1. Uso, abuso y diagnóstico de adicción 176
7.2. Incidencia del problema 177
7.3. Uso problemático y diagnóstico de adicción a las nuevas tecnologías 178
7.4. Prevención y tratamiento de la adicción a Internet y a las redes sociales 180
7.4.1. La prevención 181
7.4.2. El tratamiento 183

194
Una pequeña reflexión final 190
Nota bibliográfica 192

195

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