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En medio del racionamiento y los andamios, Londres organizó en 1948 los “Juegos de la
Austeridad”. No se edificaron nuevas instalaciones deportivas, y los atletas tuvieron que
arreglárselas en los hoteles existentes, pues ni hablar de villa olímpica. Nadie estuvo más
a tono que los futbolistas Indios, buena parte de los cuales jugaron sus partidos descalzos.
Era una tradición heredada del team de hockey, al que muchos de ellos también
pertenecían. En Berlín 1936, los hockistas perdían 1 – 0 contra Alemania al fin de la primera
mitad; después que su estrella Dhyand Chand se sacó los zapatos, ganaron 8 - 1.
En 1984, el maleficio fue roto por el Comité Olímpico y admitió profesionales. Para
entonces, ya era demasiado tarde. La Copa del Mundo era ya la gallina de los huevos de
oro de los derechos televisivos —y de la publicidad deportiva en general- y la FIFA no quería
desordenar su rancho con otros cuasimundiales. Los creativos a cargo se enfrentaron al
curioso desafío de imponer cortapisas para volver la disputa por las medallas menos
atractiva. Sin intención de disfrazar la camisa de fuerza, se impidió solo a la UEFA y a la
CONMEBOL traer veteranos de mundiales pasados. En ediciones posteriores, se
estableció un límite de 23 años con un total de tres excepciones por equipo.
Las heridas físicas de la guerra estaban lejos de cicatrizar del todo. Tampoco sanaban las
heridas emocionales, ocasionadas por la indignante elección del segundo europeo
consecutivo en 1938. Brasil era la sede obvia.
Como en 1930, la FIFA desplegó sus mejores argucias diplomáticas para convencer a las
federaciones de emprender el viaje. Italia ni siquiera debía jugar clasificatorias, pero
muchos de sus astros habían fallecido. En mayo de 1949, el Torino venía de ganar cuatro
scudetti consecutivos, y estaba a punto de ganar el quinto, cuando el aeroplano que lo
transportaba se estrelló contra la Basílica de Supegra. La tragedia ocasionó una mortandad
masiva de estrellas, y adicionalmente fue el fin del Grande Torino. Uno de los pocos que
escabulló la muerte fue el gran Ladislao Kubala, quien canceló el viaje a última hora al
enterarse de que su mujer y su hijo habían logrado escapar de Hungría. La persuasión
surtió efecto, pero no iban a tomar riesgos: viajaron en el transatlántico Sissa, después de
recibir la bendición papal de Pío XII. Entrenaban en la cubierta, pero en breve perdieron
todos los balones en el mar y hubo que limitarse a trabajos físicosi.
El éxito más sonoro fue sumar por fin al carro a los británicos. Tras 17 años autoexiliados
de todo lo que oliera a FIFA, Inglaterra hacía su entrada en competencia.