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Rothko

a Hugo Mujica

-He ahí el Silencio. El vasto cuerpo de la nada, su color. La oclusión de la luz. Su final. La
imagen nunca antes lograda de mi alma- dijo. Y volvió a dormir. Un sueño largo, que lo
arrojó aturdido en la orilla de una oscuridad recuperada. El atardecer caía apenas, pero el
estudio estaba en tinieblas. En la calle no distinguía ningún ruido y supuso que helaba. No
sentía ganas de levantarse. Podía sentir cómo el contacto de la tristeza con su sangre iba
formado una lenta sustancia que lo anulaba todo. Durmió de nuevo. A las siete, sin embargo,
algo que todavía no era él, apretó las cejas, masculló algunas palabras ininteligibles, y
atravesando algo que le pareció un túnel, quedó otra vez frente a sus cuadros. Era el 24 de
febrero de 1970.

El invierno había sido frío, pero esa mañana no nevaba, ni nevaría durante algunas semanas
más. La ciudad era un hervidero de gente, pero en el Upper East Side, el lugar que
frecuentaban los artistas, reinaba una paz melancólica. Una luz fría hacía presencia en las
cosas y sólo algunos autos cruzaban por la East 69th Street.

El estudio lo había alquilado años atrás. Era amplio como un almacén de mercancías. Tenía
un techo alto de madera de cedro, muros de ladrillo cocido y un piso de tabla, cuyo sonido
seco le gustaba pisar. Había ordenado, como en Bowery, cubrir todas las ventanas con tablas,
para que entrara sólo la cantidad de luz que creía conveniente para su obra. Cuando estuvo
terminado el trabajo, el lugar parecía la cueva de los misterios. -Lascaux- dijo para sí mismo,
con algo de acritud. En esa oscuridad, sabía, el alma debía enfrentarse a sí misma, alcanzar
lo oscuro por lo más oscuro, según una antigua divisa alquímica, que en algún lugar de su
pensamiento le alagaba.

Dormitó. Despertó de nuevo. Encendió un cigarrillo, y dejó que la desolación flotara en el


aire enrarecido de la habitación. Sentía frío. Pero no sabía si provenía de su tristeza o del
clima. No sentía deseos de comer, sólo una nausea incesante, que no provenía del cuerpo.
Sentía en la boca el regusto del licor y recordaba vagamente lo que había estado haciendo en
la mañana y en la tarde mientras bebía. Había tenido la intención de llamar a Nancy, pero
después de pasar una hora buscando una excusa creíble para hacerlo, había terminado por
arrojar el teléfono al suelo.

Encendió la radio, y mientras escuchaba alguna canción, recordó con rencor algunos
episodios del pasado y especialmente a los amigos, que habían dejado de serlo:

— ¿Sabes cuál es tu maldito problema, Mark? que no reconoces que te interesa más el
dinero que el arte.
— Hablas de la trascendencia como si estuviera al alcance de cualquiera.
— Los cuadros de Rothko, sin duda, expresan un estilo exhausto, que ha perdido su
imaginación: caduco. Han dejado de ser silenciosos, para competir con la mudez de los
muros.
— ¿Por qué haces de todo un problema? podrías dejar de beber. Y dejar de tomar pastillas
como un adicto.
— Son colores, Mark, no dicen nada.

Estaba en ropa interior, y el pensamiento de que debía vestirse, le hacía odiar a cualquiera
que quisiera visitarlo en ese día. Desde que Nancy le había dejado, repudiaba cada vez más
el trato con la gente y progresivamente se había aislado en su estudio. Afuera, había caído la
noche y la luz de las lámparas alumbraba el asfalto vacío.

-La oscuridad temida por los antiguos. La tiniebla habitada por Dios o por Nadie. La
zozobra en la que caen los pasos de los ciegos. Los parpados de los muertos – Dijo al mirar
sus cuadros, de pasada, porque iba hacia el baño. Sentado, sintió con desagrado el frío de la
porcelana bajo sus piernas.

Se sabía egoísta, irascible, contradictorio. Era condescendiente a condición de ver en el otro


a otro más bajo que él. Sólo él sabía qué cosa era el amor, qué cosa era la amistad, y los seres
que decían amarlo: falibles. Pero el desprecio por sí mismo lo realzaba, lo confirmaba en su
condición de hombre singular. Siempre estaría solo. Todo artista verdadero, todo hombre
fuerte, lo está. Sentía en sí mismo una fuerza que no necesitaba refrendación de ningún
crítico. Pero siempre dudaba. Sentía el peso de su vocación. Sentía, con especial angustia, la
necesidad de hacer vivir a otros las emociones que sobre él pesaban. – Ahí está todo –
Repetía. Lo sagrado y lo profano. La Nada que nos conmina, la ira que nos crea, la lujuria
que nos abraza y despedaza, el amor que nos fortifica. Nadie, pensaba con desdén, sabía qué
esfuerzos había realizado para llegar a esa concreción, a esa intensidad que algunos cretinos
juzgaban convencional. Muchas veces había tenido que explicar que sus cuadros no eran
decorativos, que no intentaba dar una sensación de placidez como Matisse o Gauguin.

- Lo que vibra sin nombre – dijo al despertar de nuevo. Fumó tres cigarrillos, uno después
del otro, hasta aburrirse.

A menudo jugaba con la posibilidad de que Nancy volviera, entonces imaginaba para ella
grandes esperanzas y se sentía el hombre más dichoso del mundo. En esos momentos se
volvía magnánimo con los antiguos amigos, con Newman y con Still, a los que trataba con
cariño durante un rato, y estaba dispuesto a reconocerles todos sus méritos, hasta que la
expansión del corazón cesaba con algún episodio anodino del día o de su imaginación y lo
precipitaba de nuevo a un rencor tan virulento como el anterior.

Abrió una botella y tomó un par de pastillas para pasar el dolor de cabeza que lo seguía con
la fidelidad que hubiera deseado de sus amigos. Bebió una copa de coñac. Sobre el suelo se
acumulaban tres botellas vacías.

Encendió una precaria luz que colgaba del techo.

Las emociones las expresaba en colores. Pero no sólo había emociones en sus cuadros. Sino
también intentos de apresar la totalidad, por hacer emerger el sentido de la vida. Eso que, en
ciertos momentos excepcionales, rozamos casi por error. ¿Acaso no siempre estaba al borde
de decir lo esencial, sin conseguirlo? Por eso sus pinturas eran atractivas, porque en ellas
persistía una ambigüedad que compartían con la vida. Sus cuadros, a medida que la soledad
le ganaba, se habían hecho oscuros, pero estaban llenos, grávidos, de una luz primordial,
como si en su seno Dios se estuviera gestando o destruyendo. No importaba que sus críticos
los llamaran lúgubres, en su pintura asechaba siempre la inminencia de una revelación.

— Intenté apresar la totalidad, y he ahí que no tenía forma. Tuve que atravesar las
imágenes del mundo para estar frente a ella — dijo con tristeza. Había evitado abrir los ojos
con la esperanza de asir algún girón del sueño y continuar durmiendo. Más tarde tampoco
los quiso abrir, quiso demorarse todavía en su malestar.

El asistente, Oliver, llamó a las 10 p.m. para preguntar sí estaba bien. — Estoy bien —
contestó — Sí, a la misma hora, mañana — Vagó por el estudio bebiendo otra copa de coñac
y ni siquiera hizo el intento por avanzar en alguno de los cuadros. Las latas de pintura, las
brochas, el aguarrás y los demás solventes se amontonaban debajo de las telas, esperando
que él se decidiera a pintar de nuevo.

Se dejó caer abatido en el mueble.

— La soledad – dijo - Incluso Dios, por miedo a perder la suya, confundió las lenguas y
derribó La Torre con la que los hombres trataban de llegar hasta él —

En la madrugada, concluyó, después de contemplar durante mucho rato el último de sus


cuadros: — La profundidad de una tumba — y, poniéndose abatido en pie, buscó la cocina.
Había en su aspecto algo que recordaba un sonámbulo. El fregadero tenía algunos platos con
sobras del día anterior. Trató de comer un bocado, pero desistió. La llave goteaba y se
concentró en ella con aturdimiento durante un rato.

Después, presa de un furor inesperado, viéndose actuar desde afuera, revolvió todos los
cajones hasta encontrar unas hojas de afeitar que había comprado el mes pasado. Fue al baño
donde encontró un frasco de calmantes, que tragó de una sola vez delante del espejo, con
rabia, como probándose algo así mismo, con desesperación y con lamentable histrionismo.
Después volvió a la cocina, y luego de envolver parte del filo de las cuchillas en papel, cortó
las venas de sus antebrazos con un trazo perfecto y profundo. Sólo entonces se serenó,
sabiendo que lo que había hecho era por fin irreparable, y se dejó caer en el suelo. Sintió
miedo, pero no dejó que prosperara. No pensó en llamar a nadie. Lo que había hecho estaba
bien. El frío, por primera vez ese día, era real. Podía comprobarlo en el temblor que
estremecía su cuerpo. Sobre el suelo podía ver la sangre, y pensó que podía diluirla en
aguarrás y pintar con ella. Toda su vida no había hecho otra cosa. Escribir con sangre, pintar
con sangre, una misma cosa. Y mientras la somnolencia le iba llegando se consoló diciendo
que, fiel a la máxima alquimista, iba a lo desconocido a través de lo más desconocido: su
propia muerte.

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