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de la historia de la humanidad y, en cierto sentido, de toda la creación, que fue la
Encarnación del Logos, por acción del Espíritu Santo, en cumplimiento de la
voluntad del Padre5.
1.1. Motivo de la Encarnación
5
Karl Rahner puntualiza que «La Encarnación se presenta como el fin supremo de toda autocomunicación de Dios
al mundo, fin al que de hecho está subordinado todo lo demás como condición y consecuencia, en tal forma que,
si consideramos desde el punto de vista de Dios la totalidad de su autoparticipación en el ámbito de los seres
espirituales-personales, la Encarnación es un medio, mientras que considerada desde el punto de vista de las
realidades creadas, es la cumbre y meta de la creación». K. RAHNER, María, Madre del Señor, 15.
6
Cf. R. LAURENTIN, La Vergine Maria: Mariologia post-conciliare, 230-231.
7
Cf. E. BETTENCOURT, Curso de iniciação teológica, 62-63.
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Encarnación. Por este motivo, la Encarnación sería para él la primera finalidad de
la creación.
1.2. El papel de María en la Encarnación
8
Summa de Sacramentis christianae fidei, I, 8, c. 7 [SSL 176, 310]. Cf. J. AUER, Curso de Teología Dogmática,
IV/2. Jesucristo, Salvador del Mundo, María en el plan salvífico de Dios, 231.
9
SAN BERNARDO DE CLARAVAL, Las grandezas de María, 20.
10
Ésta es la interpretación verdadera y católica a la expresión kexaritwme/nh (gratia plena) anunciada por el
ángel Gabriel, contra la postura protestante que pretendía que esta expresión se restringiese exclusivamente a la
Maternidad Divina y al momento de la Anunciación.
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Debemos tener en cuenta que la Redención no se reduce a la muerte de Cristo.
El misterio que comienza en la Encarnación, se consuma en la cruz, se confirma
con la Resurrección y continúa en la Iglesia, con el envío del Espíritu Santo en
Pentecostés. Así, se puede decir que en la Encarnación ha comenzado el
organismo de la salvación (la Iglesia – Cuerpo místico de Cristo), por la
incorporación al cual nosotros nos salvamos11.
La aceptación de María a ser Madre del Redentor abarca, desde los
«primeros pecadores» — Adán y Eva —, hasta los últimos defensores de la fe en
pugna escatológica con el «anticristo y el dragón», figuras que Juan apunta como
protagonistas de la definitiva batalla apocalíptica.
Agonizando en la cruz, el Señor mira a María y a ella confía todos sus hijos,
confía por tanto su Iglesia. Hablando con Nicodemo Jesús había afirmado la
necesidad de «nacer de nuevo» (cf. Jn 3,3), expresión que confundió al maestro
que preguntó si es posible volver a entrar en el seno materno (cf. Jn 3,4), pero
cuando Jesús dice a Juan «he aquí a tu Madre» explicó la verdadera respuesta a la
pregunta de Nicodemo, puesto que la muerte de Jesús es un nuevo nacimiento
para toda la humanidad. Al mostrar la «nueva Madre» de los hombres, Jesús
indica el modo de «entrar de nuevo en el seno de una Madre y nacer para Dios»:
es hacerse hijo de María para volver a hacerse niño y nacer de ella, a través de un
nuevo «parto» por el cual María da a luz para Dios a los nuevos hijos nacidos del
sacrificio de Cristo. Éste es el testamento de Jesús: «Mujer, ahí tienes a tu hijo».
El día anterior Cristo comparaba su pasión con la mujer que sufre dolores de parto
y después alumbra con alegría. Esta imagen se hace realidad plena en María y
sería difícil pretender que esta realización no estuviera en la intención del
Maestro12.
María, que dio a luz virginalmente al Hijo de Dios, con un parto sin dolor,
cuando da a luz a sus hijos espirituales, que somos nosotros los cristianos, lo hace
en el más doloroso «parto» que la historia haya podido conocer.
Esta visión del «parto doloroso de María» aparece por primera vez en la
exégesis de san Ruperto de Deutz (†1129) sobre Jn 16,20-22 y 19,25-27. El santo
abad presenta la visión de María a los pies de la cruz como la mujer parturienta
con dolores dilacerantes, como cumplimiento de lo que fuera anunciado en la
profecía de Simeón (cf. Lc 2,34-35).
Pasado el drama del dolor, olvidará las angustias pues un Hombre Nuevo ha
nacido: el que fue salvado por el sacrificio de Cristo. Exactamente en este
momento en que nace del dolor el Nuevo Adán resucitado e inmortal, María está
asociada a este nacimiento como estuvo a los dolores del «parto», tornándose así
la nueva Madre de los Vivientes, la madre de todos los hombres13.
11
Cf. C. POZO, María, nueva Eva, 14, 22.
12
Cf. J. GALOT, María en el Evangelio, 144.
13
Cf. R.M.F. DA SILVA, Maria, a Senhora da Páscoa. Por que celebrar Nossa Senhora no tempo pascal?, 162-
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3. María y la Iglesia
La razón teológicamente más profunda del paralelo entre María y la Iglesia
reside en el hecho de que, como María, la Iglesia da a luz, también como virgen,
a nuevos hijos de Dios: en su seno los bautizados son engendrados por la Palabra
y por la acción del Espíritu Santo. María no es simplemente una fiel arquetípica,
sino que su relación intrínseca con Cristo constituye las primicias, el tipo y el
modelo de lo que vendría a ser en el futuro la Iglesia14. Sin la Encarnación, la
Iglesia, como Cuerpo visible de Cristo, no existiría; sin la Encarnación, los
sacramentos, que representan la Iglesia en forma corporal, no existirían.
Por ende, todo aquello que se escribe sobre la Iglesia, es posible leer
pensando en María y todo lo que se escribe de María se puede también, en lo
esencial, leer pensando en la Iglesia15.
San Agustín afirma que la Iglesia es mayor que la Virgen María porque ésta
es parte de la Iglesia, miembro santo, supereminente, pero miembro del cuerpo
total. Si ella pertenece al cuerpo total, luego es mayor el cuerpo que el miembro16.
Por otro lado, María es Madre de la Iglesia y madre de Cristo, el Fundador de la
Iglesia. Por eso, la maternidad de la Iglesia actúa sobre la base y por la virtud de
la de María, la de María continúa actuando en y por la de la Iglesia17.
Considerando esta importante doctrina, en la clausura de la tercera sesión del
Concilio Vaticano II, el papa Pablo VI declaró oficialmente a María Madre de la
Iglesia.
La doble dimensión del nombre ekklesia: asamblea convocada y asamblea
congregada deja claro que la Iglesia tiene un aspecto visible y otro invisible.
Ambas dimensiones están bajo la maternidad espiritual de María, pues ella no es
sólo Madre de la naturaleza humana del Hijo de Dios, sino del Cristo total.
Consecuentemente, ella es madre del «cuerpo místico de Cristo», que es la Iglesia.
La relación es precisa: si Cristo es verdadero hombre, su «Cuerpo místico»
no puede ser una realidad sólo espiritual, sino que asume una realidad material
que mantiene la comunión con el misterio de Cristo, a través de la Eucaristía.
Existe, por tanto, una relación íntima y esencial entre la Encarnación, la
Iglesia y la Eucaristía. La tarea de la Iglesia es hacer presente el encuentro del
Espíritu y la carne, de Dios y de los hombres, tal como se realizó en el Verbo
encarnado. Por eso Juan Pablo II enseña que «la realidad de la Encarnación
encuentra casi su prolongación en el misterio de la Iglesia-cuerpo de Cristo»18.
164.
14
Cf. J.R. BELLOSO, «Valoración y frutos teológicos que se obtienen al considerar a María como tipo de la Iglesia»,
135.
15
Cf. H. DE LUBAC, Meditación sobre la Iglesia, 343.
16
Cf. SAN AGUSTÍN, Obras completas de san Agustín, X. Sermones (2°) 51-116. Sobre los Evangelios Sinópticos,
«Sermón 72 A, 7», 365.
17
Cf. H. DE LUBAC, Meditación sobre la Iglesia, 354.
18
RM 5.
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4. María, Iglesia y Eucaristía
El costado de Jesús abierto por la lanza, que caracteriza el último rechazo de
la humanidad a su entrega por nuestra salvación, provoca la salida de la sangre y
del agua como símbolo del bautismo y de la eucaristía.
San León Magno enseña que la muerte de Cristo fue un verdadero sacrificio
y la cruz el altar «en donde se celebró la oblación de la naturaleza humana por
una hostia saludable»19. Así, Encarnación, ofrecimiento y sacrificio constituyen
una sola realidad que se perpetua en la Eucaristía, confirmando la presencia de la
fe eucarística en María antes de la institución del Sacramento, como señala san
Juan Pablo II en su Encíclica Ecclesia de Eucharistia (55):
La Eucaristía, mientras remite a la pasión y la resurrección, está al mismo tiempo en
continuidad con la Encarnación. María concibió en la Anunciación al Hijo divino, incluso
en la realidad física de su Cuerpo y su Sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida
se realiza sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del
vino, el Cuerpo y la Sangre del Señor.
El Papa deja claro que existe una analogía profunda entre el fiat pronunciado
por María a las palabras del Ángel y el amén que cada fiel pronuncia cuando
recibe el cuerpo del Señor. Así como el pueblo de la Alianza dijo «Haremos todo
cuanto ha dicho el Señor» (Cf. Ex 19,8), María confirma la Nueva y eterna
Alianza con su «hágase en mi según tu palabra» (Lc 1,38)20.
5. Presencia de María en la Santa Misa
El Catecismo de la Iglesia Católica explica que en la Eucaristía, la Iglesia,
con María, está como al pie de la cruz, unida a la ofrenda y a la intercesión de
Cristo21.
A partir de la Anunciación María ya comenzó a tomar parte en el drama de
la redención. Su participación en el sacrificio de su Hijo es revelada públicamente
en el encuentro con Simeón y prosigue no sólo en el episodio de su sufrimiento
por la pérdida del Niño en Jerusalén, sino también durante toda la vida pública
del «Hijo del hombre». Sin embargo, es a los pies de la cruz que ella culmina su
misión en total unión con la pasión y muerte del Redentor. Esta unión, la Iglesia
llama compasión de María, cuya alma y cuyo corazón sufren todo lo que Jesús
padece, con la voluntad explícita de participar en el sacrificio redentor y de unir
su sufrimiento materno a la ofrenda sacerdotal de su Hijo22.
Juan Pablo II resalta la inseparabilidad de la acción de Cristo y de su Madre,
que estuvieron unidos en el evento de la cruz y por eso no pueden, de ninguna
19
SAN LEÓN MAGNO, Sermo 55, De Passione Domini IV, 3: PL 54, 324.
20
Cf. EE 55.
21
CEC 1370.
22
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis sobre el Credo, V. La Madre del Redentor, «María al pie de la cruz. Audiencia
general del 2 de abril de 1997, 2», 226-227.
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manera, separarse en cada misa, donde se actualiza este sacrificio salvador, como
el mismo Papa señala con precisión en esta enseñanza programática:
María está presente en el memorial — la acción litúrgica — porque estuvo presente en el
acontecimiento salvífico […] está en todo altar, donde se celebra el memorial de la
pasión-resurrección, porque estuvo presente, adhiriéndose con todo su ser al designio del
Padre, al hecho histórico-salvífico de la muerte de Cristo23.
23
JUAN PABLO II, «La presencia de María en la celebración de la liturgia. Alocución dominical del 12 de febrero
de 1984, 3», 1.
24
JUAN PABLO II, «Introducción a la Santa Misa con ocasión de la memoria litúrgica de la Virgen de Czestochowa,
del 25 de agosto de 2001».
25
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis sobre el Credo, V. La Madre del Redentor, «La cooperación de la mujer en el
misterio de la redención. Audiencia general del 8 de enero de 1997, 3», 205; Ibid. «María cooperadora en la obra
de la redención. Audiencia general del 9 de abril de 1997, 1-2», 228.
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anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente
que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor26.
María «prepara» el cuerpo del Señor por nueve meses, durante los cuales, a
cada segundo era como si en ella ocurriera una transubstanciación. Habiendo la
Virgen Santísima ofrecido su cuerpo inmaculado a Dios, Él tomaba los elementos
maternos y los transubstanciaba, esto es, se volvían divinos a partir del momento en
que pasaban a integrar la naturaleza humana de esta Persona gestada, que es Dios27.
La actuación de Cristo en la salvación de la humanidad se hace perenne a
través de la Iglesia. Consecuentemente, María no puede estar ausente en esta labor,
sino que asunta al cielo, ella continúa alcanzando los necesarios dones de la
salvación eterna para que la humanidad pueda «completar en sí lo que falta a la
pasión de Cristo» (cf. Col 1,24)28.
A este aspecto de la vocación de María se añade otro de carácter ejemplar,
como señala Marialis cultus:
La ejemplaridad de la Santísima Virgen […] dimana del hecho que ella es reconocida
como modelo extraordinario de la Iglesia en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta
unión con Cristo.
26
EE 55.
27
Cf. J.S. CLÁ DIAS, Lo inédito sobre los Evangelios, I. Año A. Domingos de Adviento, Navidad, Cuaresma y
Pascua – Solemnidades del Señor del Tiempo Ordinario, 438-439.
28
Cf. CMVM, I. Misal, «Orientaciones generales, 12», 14.
29
EE 56.
30
M. LLAMERA, «El sacerdocio maternal de María», 587.
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sacrificio del Señor, sin considerar que a los pies de la cruz estaba representando
a la humanidad31 aquella que, habiendo recibido del Padre el Verbo por obra del
Espíritu Santo, en ese momento lo entregaba en total unión de corazón y de
aflicciones con su Hijo. Si en el sacerdocio in persona Christi, podemos
considerar la presencia de Cristo en el altar donde se renueva su sacrificio,
debemos buscar, en esta renovación, la presencia y la acción de María al mismo
nivel de su participación en la cumbre del Calvario, como lo afirma el Catecismo
en su numeral 1370, al enseñar que «en la Eucaristía, María está como al pie de
la cruz, unida a la ofrenda y a la intercesión de Cristo».
Como uno de los actos finales de su vida, y considerado como el
Testamentum crucis, antes del sitio y del Consummatum est, Jesucristo confió al
discípulo amado y, en él a toda la humanidad, a la maternidad espiritual de María
(cf. Jn 19,26). La enseñanza magisterial de Juan Pablo II 32 sustenta que esas
palabras dichas a Juan en aquel momento histórico singular «¡He aquí a tu hijo!»,
son dichas a cada uno de los fieles en cada misa celebrada: «¡He aquí a tu madre!»
(cf. Jn 19,26-27).
Conclusión
31
María desde su primer fiat ha representado a la humanidad, pero a los pies de la cruz ella recibe al discípulo
amado y es por él recibida «en sus cosas», expresión que la Iglesia siempre ha entendido como la revelación del
misterio preexistente de la maternidad espiritual de María en relación a la humanidad, revelada aquí solemnemente
por Cristo, como su testamento espiritual, antes de la entrega de su espíritu al Padre. Por eso, recordamos la frase
programática de Juan Pablo II cuando afirma que María está en todo altar, porque estuvo presente en el
acontecimiento salvífico. Cf. JUAN PABLO II, «La presencia de María en la celebración de la liturgia. Alocución
dominical del 12 de febrero de 1984, 3», 1.
32
Cf. EE 57.
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María es la Reina del Universo, coronada por la Trinidad y su carácter de
reina no es sólo simbólico, sino real. Sin embargo, en nuestros días, en el corazón
de la gran mayoría de los hombres, María ya no reina, tiene tal vez, algunos restos
de influencia, que poco a poco van desapareciendo de tal modo que Ella se queda
como una Reina que está en su trono, pero en una sala llena de enemigos.
Y la Reina de los cielos y de la tierra ve a sus hijos despreciando sus consejos.
Los enemigos no la pueden matar, pero desean matar su recuerdo en los corazones,
en las instituciones, arrancar sus imágenes de los lugares públicos e incluso de las
iglesias, construir un mundo totalmente alejado de Dios, y por eso...
Ante tanta infamia, Madre angustiada, que no tenéis más que decir…
¡llorasteis, Señora! Y quien, viéndoos así en llanto, osaría preguntar ¿por qué
lloráis? Ni la Tierra, ni el mar, ni todo el firmamento podrían servir de término de
comparación a vuestro dolor.
Hoy Señora, estás como una reina destronada. La tierra es para Vos como
una inmensa sala de trono, llena de enemigos. Ya han quitado de vuestra frente
venerable la corona de gloria, ya osaron arrancar de vuestras manos el cetro. Y
vos, ¿Qué hacéis? ¡Lloráis! Lloráis lágrimas de profundo dolor, de afecto, en
previsión del castigo que vendrá.
Pero con vuestros ojos llorosos buscáis por todos los rincones de esta sala,
alguien o algunos que os sean fieles para defenderos. Cómo no ver en estas
lágrimas, Señora, las dilacerantes preguntas: Hijo mío, ¿tú también me dejas sola?
¿No luchas tú por mí?
¿Quién soy yo? Soy el hombre, la mujer, para quien Nuestra Señora, en un
momento de aflicción y abandono miró. Pero… ¿seré el hombre para quien Ella
habrá mirado en vano?
Señora, haced que yo corresponda, con que todos nosotros correspondamos
a vuestra mirada, a vuestro apelo33. En esta hora suprema, es para Vos, Señora,
que erguimos nuestros corazones y reafirmamos nuestra fidelidad.
Tenemos certeza de que nunca nos abandonaréis… pero os pedimos con toda
fe, que nosotros nunca, ¡en el rigor de la palabra nunca, os abandonemos!
33
Cf. CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Discurso por ocasión de la visita de la Imagen Peregrina de Nuestra Señora
de Fátima que vertió lágrimas en Nueva Orleáns (1973).
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