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Arturo Andrés Roig: Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano http://www.ensayistas.org/filosofos/argentina/roig/teoria/11.

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Arturo Andrés Roig

Teoría y crítica del


pensamiento latinoamericano
XI
EL PROBLEMA DEL SER Y DEL TENER
Hemos dicho al hablar de la conciencia para sí o del "ponernos para nosotros mismos
como valiosos", que este hecho presenta un grave problema. Si no nos autoafirmamos, no
tenemos posibilidad de ser sujetos de nuestro ser histórico, mas, en ese mismo
autoafirmarse se esconde también un principio de alienación. Se trata, por tanto, de
preguntar si ese "ponerse para sí" es siempre legítimo y cómo habrá de ser determinado de
modo tal que nuestra confianza en nosotros mismos sea a la vez desconfianza, que nuestro
"ponernos como valiosos" se dé acompañado del suficiente grado de actitud critica.

El a priori antropológico exige el planteo de su legitimidad, de la cual depende en cuanto


que una autoafirmación inauténtica lleva en su seno su propia muerte. Aun cuando
pareciera ser una paradoja, que de hecho no lo es, la autoafirmación se nos presenta como
un juego de afirmación, pero a la vez de negación de nosotros mismos. No cabe duda que
en esa conformación de una autoconciencia interviene el factor personal, que no puede
ser desconocido, como tampoco podemos ignorar que la conciencia, en su marcha
conflictiva, no depende exclusivamente de si misma, sino que se mueve sobre y desde una
experiencia social, dada en relación directa e inmediata a un sistema de contradicciones
objetivas. Esto hace que una autocrítica no pueda ser entendida nunca como un mero
ejercicio subjetivo y que la "buena voluntad" no sea factor suficiente ni muchas veces
decisivo. La sujetividad, el acto de ponernos como sujeto, no se resuelve en una
subjetividad, sino que es, además, la raíz de toda objetividad sin la cual no sería posible la
subjetividad misma. De la construcción de esa objetividad depende la formulación del
discurso y su carácter opresor o liberador, más aún, el discurso lo integra como uno de sus
momentos.

El pensamiento filosófico, recién desde la modernidad en adelante, fue elaborado como


una teoría de la sujetividad, a pesar de que el hecho de la constitución del hombre en
cuanto sujeto es anterior a toda filosofía. El a priori antropológico tiene su raíz en la
conciencia histórica la que, en su forma originaria es una experiencia propia del hombre
en cuanto tal, señalable por eso mismo en todas las épocas y todas las culturas, a la que el
filósofo argentino Rodolfo Agoglia ha caracterizado, según recordamos páginas atrás,
como "la simple captación de que ciertos hechos, acciones, obras o procesos son modos
de realización del hombre” (Agoglia, R., 1978a). No se trata de una conciencia de los
hechos, sino de los modos de realización de un sujeto respecto de si, mediante aquellos
hechos, acciones u obras y por tanto de un sujeto que, a su vez, se capta a si mismo como
tal. La conciencia histórica implica, tanto en su experiencia originaria, como en las

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diversas formas que ha ido adquiriendo en el devenir de la humanidad, una comprensión


de la temporalidad propia del hombre. No está de más que recordemos que esa
conciencia, que supone el nacimiento de la humanidad, se presenta como un cambio
cualitativo profundo de la temporalidad, tal como Hegel ha tratado de mostrarlo en su
doctrina del paso del "en sí" al "para sí", tesis que a pesar de mantenerse dentro de las
clásicas historias hipotéticas, rompe con ellas, entre otros aspectos, al afirmar en esa
posible conciencia primitiva, sumergida aún en la naturaleza, el poder de negarla y de
acceder a la autoconciencia y, con ello, de ingresar abiertamente en la historia.

El hecho de que la sujetividad surja a la par con aquella experiencia originaria del hacerse
y del gestarse, no quiere decir que haya habido siempre una "toma de conciencia
histórica", tanto en el sentido de descubrir que la naturaleza humana radica en la
historicidad, que seria un modo cabal de esa posesión, como en el de objetivar en un
discurso, desde una determinada racionalidad, el hecho mismo del transcurrir histórico.
De todos modos, no podemos separar aquella experiencia originaria de un cierto
presentimiento de la historicidad misma del sujeto, como tampoco podemos afirmar que
no haya estado acompañada, desde siempre, de ciertas formas de reconstrucción y
expresión, a las que podemos considerar como historiográficas. No se ha conocido jamás,
ni se podrá documentar la existencia de agrupaciones humanas, por disgregadas que ellas
hayan sido, que no hayan justificado su presencia concreta sobre la tierra mediante los
siempre elocuentes y significativos mitos de origen, más cercanos, muchas veces, de la
problemática de la historicidad que de la mera historiografía, pero incluyendo casi sin
excepción ambas cosas. Conviene, por lo demás, ponerse en guardia respecto de aquella
posesión de conciencia histórica en cuanto se la ha hecho consistir en una doctrina acerca
de la historicidad, desde la cual nos declaramos en el plano de lo ontológico, condenamos
al hombre común y su vivir cotidiano a lo óntico y concedemos generosamente valor de
preontológico a todo lo que de alguna manera viene a confirmar nuestro discurso, aun
cuando no revista su propia dignidad. La consustancial ambigüedad de la filosofía, a la
que se le ha otorgado nada menos que la tarea de aquella posesión de conciencia
histórica, lleva a que esa posesión sea, en muchos casos, una simple pérdida.

Las respuestas dadas desde la Edad Moderna al problema de las relaciones entre la
sujetividad y la objetividad, abrieron las puertas para el descubrimiento teórico de algo
que siempre ha sido y será lo inmediato, el a priori antropológico, pero a su vez, frenaron
e inclusive imposibilitaron una toma de conciencia histórica al confundir el "mundo
objetivo" con la realidad y, como consecuencia, lo discursivo con lo extradiscursivo. De
ahí las formulaciones invertidas de las relaciones entre la conciencia y el mundo y la
deformación doctrinal del a priori antropológico como resultado de un divorcio entre el
cuerpo y el espíritu, la pretendida incompatibilidad entre el "tener" y el "ser" y la
construcción de un voluntarismo, siempre presente, mas a la vez, negado ante la
pretendida objetividad autónoma de un mundus intelligibilis. Desde la primitiva
formulación del a priori antropológico platónico, siempre vigente dentro de sus diversas
reinterpretaciones y actualizado a partir del cogito cartesiano, hasta concluir en el "yo
infinito" de Hegel, la reducción de la realidad al "mundo objetivo", conducirá a
imposibilitar aquella toma de conciencia histórica. La historicidad, separada de la
empiricidad, no será aquello que constituye al ser del hombre desde dentro, sino
únicamente aquello en lo cual "cae" y la temporalidad propia del hombre resultará
depotenciada al afirmarse todo futuro como "regreso".

El rescate del a priori antropológico, que se encuentra afirmado y a la vez negado en el


"poner" platónico (títhemi), en el cogito cartesiano, en el "sujeto trascendental" kantiano,
en el "yo" fichteano, en el "yo-concepto" hegeliano o, más recientemente, en el "sujeto
puro" husserliano, será únicamente posible desde una "desconstrucción" de las filosofías

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de la conciencia y del ser con las que se ha expresado el logocentrismo desde los griegos
(Derrida, J., 1971).

La raíz de esas filosofías se encuentra, precisamente, en una afirmación ilegítima del a


priori antropológico. La ilegalidad del "ponernos para nosotros mismos como valiosos" no
deriva de una correcta o incorrecta fundamentación epistemológica sobre la cual se
pretende haber alcanzado la cientificidad del discurso, sino de algo que está más atrás,
anterior a todo discurso: la facticidad social. Para comprender lo dicho es necesario
recordar, una vez más, que toda autoconciencia es necesitante de otra autoconciencia y
que el ejercicio de la sujetividad no será nunca captado en su plenitud si reducimos un
sujeto, que es eminentemente plural, un "nosotros", a un sujeto que, como condición de su
incorporación a una universalidad, ha de ser considerado y pensado en un singular
abstracto. En relación con aquel "nosotros", en donde se inserta todo singular concreto, se
ejerce la función de reconocimiento, que se cumple desde una mismidad cerrada o abierta
a la alteridad del otro.

Ese reconocimiento lo es siempre del hacerse y del gestarse, es una especie de constante
regreso a la experiencia originaria a partir de la cual se constituye la conciencia histórica y
tiene su manifestación en el acto cotidiano del trabajo. Las formas ilegítimas de
reconocimiento son, por eso mismo, manifestación de modos imperfectos de convivencia,
en relación con el proceso de transformación de la naturaleza y, consecuentemente, su
creación y recreación de la cultura. Debido a esto último, el reconocimiento se juega todo
entero en relación con la posesión de "cosas" (prágmata) y la satisfacción de demandas
en un nivel de trato constante y permanente con aquéllas, a tal extremo que el ser y el
tener se nos presentan como convertibles. En el ruego del Padrenuestro: "dadnos el pan
de cada día", se manifiesta una apetencia que es tanto de tener como de ser y el "pan" es,
en el texto y en el sentimiento de quien ora, tanto la hogaza o, por lo menos, el mendrugo,
como la vida en toda su significación. El a priori antropológico es, por eso mismo a la vez
un principio de tenencia y de entidad. El mundo de las cosas y la vida cotidiana, como la
forma de vida que se desarrolla en relación con ellas, no es en sí el mundo de la alienación
y de la pérdida del sujeto, sino el único mundo posible en el cual el sujeto puede
reencontrarse consigo mismo.

El reconocimiento aparece estrechamente conectado con aquella voluntad mediante la


cual nos ponemos como valiosos para nosotros mismos, aquel deseo de perseverar en el
ser, el conatus del que nos hablaba Spinoza. Mas, en este momento, no podemos menos
que regresar a las figuras de la conciencia y reconocer la profundidad trágica de las
geniales intuiciones de la Fenomenología. Aquel salto cualitativo dentro de las formas de
temporalidad, que podría señalárselo como el paso del "tiempo" a la "historia", o como la
conversión de un estado de ensimismamiento en un estado de autoconciencia, abre
aquella historia con la figura del amo y del esclavo. En ese momento del "para sí", en el
que se pone de manifiesto para Hegel el a priori antropológico, el reconocimiento es
arrancado mediante violencia. El esclavo reconoce al amo y éste se reconoce en el
esclavo, en otros términos, el amo satisface su apetencia de bienes y su ansia de ser en
cuanto que el reconocimiento no se reduce a un hecho cognoscitivo sino que es, a la vez y
necesariamente, un acto de posesión en los dos sentidos indicados.

Sobre esta relación de sometimiento y de dominio, el amo monta su comprensión y a la


vez su justificación del ser del esclavo y de sí mismo. La carencia a que es sometido el
primero, fruto de la desapropiación del producto de su trabajo, le mueve a una
permanente demanda clamorosa, airada o resignada, de los bienes indispensables para la
subsistencia. De ahí que sea definido como un ser grosero en el que sólo impera una
“apetencia de tener" y que se encuentra movido por los "bajos apetitos" y los "intereses

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materiales". El amo, por su parte, en el que aquella "apetencia de tener" se satisface


mediante la violencia y el despojo, a tal extremo que según Hegel le lleva a "hundirse en
la naturaleza", se considerará por encima de aquellos apetitos y aquellos intereses bajos
que mueven a las multitudes groseras, sucias y siempre incansablemente hambrientas. El
estará, frente a ellas, colocado en el ser. Su lengua no se moverá para clamar por el pan de
cada día, sino para hablar del espíritu. Y de esta manera, las ideologías justificatorias de
las relaciones de dominación y de explotación acaban estableciendo una incompatibilidad
entre lo que consideran dos órdenes disociados, el del ser y el del tener, el del alma y el
del cuerpo, el del sujeto puro y el del sujeto empírico, el de la fuerza y el derecho, el del
significado y el significante, todo ello a costas del ocultamiento de la tenencia, la
corporeidad, la empiricidad, la emergencia social y la palabra.

Como consecuencia de esa disociación, lo auténtico radica en la posibilidad de trascender


el mundo de los entes e instalarse en el "orden del ser", mientras que lo inauténtico
consiste en quedarse en ese horizonte mundano en el que primaría lo óntico y, en
particular, la relación de tenencia respecto de las cosas. En verdad, autenticidad e
inautenticidad pueden darse, y de hecho se dan, en el orden del tener, por lo mismo que es
desde éste que nos abrimos, como única vía posible, al ser. El tener auténtico es
apofántico respecto del ser, en cuanto que este ser no es un abstracto nivel del "sentido",
por más peso ontológico que a éste se le conceda, sino que es para el hombre su hacerse y
su gestarse. La cotidianidad no puede ser definida sino en relación con el trabajo, con el
producto del trabajo y con el goce de ese producto.

El simulado rechazo de la apetencia de bienes por parte de quienes están plenos de ellos y
la afirmación de la posibilidad de una instalación en el "orden del ser", muestra su
verdadero sentido si tenemos en cuenta el papel que se hace jugar al ser, cuya "voz" ha de
ser "escuchada" y cuyo "discurso" es el apoyo sobre el cual se organiza el discurso
opresor. Hay hombres que pueden escuchar la "voz del ser", a pesar de su estado de
"caídos" en este mundo y que son, sin embargo, los "portavoces" del principio fundante y,
frente a ellos, la masa impersonal, anodina por lo mismo que masa, de los que movidos
por una vida "material" y en medio de su cotidianidad sin horizontes, están vocados
únicamente por el "tener". No se nos escapa que el sistema de relaciones que surge de
este planteo es todavía abstracto en cuanto que el filósofo no es nunca un pretendido
"escucha" individual del ser y en cuanto que hay, además, naciones dentro de las cuales si
bien el esquema de relaciones apuntado adquiere una clara formulación, existe una
conciencia nacional de superioridad respecto de otras: son los países "depositarios" del
Espíritu, de la Civilización o de la Cultura. La ideología occidentalista y con ella el
europeocentrismo son una prueba de ello.

La legitimidad del a priori antropológico es determinada, de acuerdo con el planteo


anterior, a partir de un sistema de dualidades. Se trata de una larga tradición, la misma
para cualquiera de sus líneas de desarrollo, ya se entienda que comienza con Platón y
culmina en Hegel, o conforme con el último academicismo alemán, se juzgue que se abre
con los presocráticos y termina con Heidegger. La oposición entre lo óntico y lo
ontológico es una nueva versión del antiguo dualismo del cuerpo y del alma que se apoya,
se justifica y se funda en la posibilidad que el alma tendría de contener al ser. Se trata de
la ya prolongada filosofía de la conciencia puesta en crisis por las filosofías de denuncia o
de sospecha iniciadas después de Hegel y de las que hemos hablado páginas atrás. No
vamos a extendernos sobre la densa proyección contemporánea de toda esa problemática,
en relación con la cual se está produciendo un recomienzo de la filosofía que podría
significar la apertura hacia una filosofía verdaderamente mundial de la liberación
(“Declaración de Morelia”, 1975).

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Sí querríamos, a efectos de alcanzar una comprensión del problema de la legitimidad que


aquí planteamos, comentar dos textos, uno europeo, reincorporado como preontológico
dentro del pensar heideggeriano, y otro que, enunciado asimismo bajo la forma de mito,
puede ser entendido claramente como la contraparte de aquél y que pertenece a la
tradición de nuestras grandes culturas indígenas de la América Central.

Nos referimos a dos mitos de origen. Ya dijimos que en ellos se pone de manifiesto, a
veces de modo patente, la problemática de la historicidad y que, en algunos casos, se
encuentran expresados datos que responden a un cierto espíritu historiográfico. Es decir
que constituyen, con su mundo de símbolos e informes factuales, una manifestación de
aquella experiencia originaria del hombre como un hacerse y un gestarse. El rescate de los
mitos, dentro de un pensamiento filosófico, es posible porque incluyen, todos,
determinados filosofemas y su incorporación en una historia de la filosofía, que Hegel
rechazaba, es asimismo justificable desde el momento en que partimos de la naturaleza
ambigua de este saber derivada del hecho de que el concepto es tan representativo cómo
cualquiera de los símbolos a los cuales recurre el mito.

Las narraciones antiguas a las que nos vamos a referir son, una, la fábula de Cura, tomada
por Heidegger de la Colección de Higinio e incorporada en El ser y el tiempo como texto
preontológico (Heidegger, 1962: 218), y la otra, la narración del origen de los primeros
hombres que se encuentra en el libro sagrado del pueblo Quiché, el Popol Vuh (Popol
Vuh, 1952). Ambos mitos son, desde el punto de vista de la naturaleza del hombre que en
ellos se expresa, profundamente distintos y el hecho de que Heidegger haya incorporado
al primero como antecedente de lo que él entiende como pensamiento filosófico, es
explicable si tenemos en cuenta la larga tradición de aquella dualidad alma-cuerpo que
caracteriza a la metafísica occidental, así como un rescate de narraciones como la del
Popol Vuh, dentro de lo que podría ser considerado un pensamiento latinoamericano, se
podría a su vez justificar si se piensa en la ineludible problemática del a priori
antropológico, como así de su legitimidad, de la cual debe partir un pensamiento que
pretenda colocarse más allá de las formas del discurso opresor, dentro de las cuales se ha
manifestado, casi sin excepción, aquella metafísica.

En la fábula de Cura, el hombre resulta creado por obra de un proceso que podríamos
entender como analítico. Primero se modela su cuerpo, recurriendo al barro húmedo
encontrado en las márgenes de un río, luego, a esa materia se le agrega el soplo
vivificante. El fin del hombre queda preestablecido, a partir de ese momento, como una
disgregación y un regreso a la tierra y, a su vez, un reingreso al reino supremo del espíritu.
Axiológicamente, se establece una diferencia radical entre la corporeidad y la
espiritualidad. El alma, desde el comienzo mismo de la humanidad, es un préstamo del ser,
al cual habrá de reintegrarse en cuanto propiedad suya. Allí quedará ante su presencia,
hecho final sobre el que se habrá de fundar el rechazo de todas las formas representativas
del conocimiento, como transitorias. El hacerse y el gestarse del hombre, su
autoafirmación, queda signada por la dualidad originaria como una "Cura", entendida a la
vez como un "esfuerzo angustioso" y una "entrega". El hombre está "hecho", es natura
naturata, su hacerse se resuelve en un desprendimiento de sí mismo, de su propio barro
originario, en una espera de la muerte como liberación de la cárcel del alma.

En la narración del modo como fueron creados los primeros padres de la humanidad,
según el Popol Vuh, el método que se sigue es, por el contrario, de naturaleza sintética.
No se trata de encontrar una materia pasiva, ajena radicalmente a lo humano, como es el
barro respecto del alma, sino de hallar una "materia" que no es entendida como el sustrato
sobre el cual se agrega algo, sino como el principio de la totalidad del ser humano. El mito

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afirma que los dioses hicieron al hombre íntegramente desde una "pasta de maíz" (echá),
como resultado de una laboriosa búsqueda que los llevó a sucesivos intentos creadores
uno de los cuales fue precisamente el de hacerlo de barro. "De tierra, de lodo hicieron la
carne. Pero vieron que no estaba bien, porque se deshacía estaba blando, no tenía
movimiento, no tenía fuerza, se caía, estaba aguado, no movía la cabeza, la cara se le iba
para un lado, tenía velada la vista, no podía ver hacia atrás. Al principio hablaba, pero no
tenía entendimiento. Rápidamente se humedeció dentro del agua y no se pudo sostener”.
Como se ve claramente, en este texto, la "materia" que se buscaba para la creación del
hombre, debía poseer una potencia de vida suficiente y propia. No hay "soplo" externo
vivificador de un elemento previo, pasivo. Y he aquí que los dioses descubren esa
sustancia con impulso propio suficiente, la que resulta ser el mismo alimento que el
hombre prepara para su sustento. El hombre surge, de alguna manera, como creándose a
sí mismo, desde sí mismo y haciéndose como totalidad, es una natura naturans. Nada más
ajeno al dualismo alma-cuerpo. El hacerse y gestarse resulta radicado, no en la espera de
la muerte, sino en el trabajo del cual surge el "alimento" que hace del hombre, hombre en
su plenitud. Su ser depende de la creación de la cultura mediante el trabajo, simbolizados
en la producción del alimento, como asimismo de la posibilidad de tenencia y goce de los
bienes que la integran. Al negar la naturaleza, al hacer de una selva un sembradío de maíz,
el hombre primitivo americano la transformó, mas también se creó a sí mismo. De esta
manera, la posesión no es el objeto de un grosero "apetito de tenencia" proveniente de
nuestro barro originario, "cárcel" o "tumba" donde habría caído nuestro verdadero ser.

Aquella dualidad sobre la que se organiza el discurso opresor que interioriza en la


naturaleza misma del hombre la relación opresor-oprimido en la figura de "cuerpo-alma",
ha tenido y tiene numerosas formas de manifestación. La legitimidad del a priori
antropológico se ha establecido sobre la base de un esquema valorativo de acuerdo con el
cual el principio "inferior" debe quedar "limitado", "controlado", en fin, "sometido" al
principio "superior". Lo "grosero", lo "irracional", lo "particular" y, hasta en algunos
casos, lo "demoníaco", sólo pueden convivir con el principio contrario, si aceptan el
sometimiento de lo que se presenta como "universal", "objetivo" y, en ocasiones, como
"eterno". No es difícil retrotraer estos planteos ontológicos al plano social, del que son de
hecho una proyección y, a su vez, una deshistorización.

Sobre este sistema de valores y antivalores se ha respondido, dentro del pensamiento


liberal decimonónico, al problema de las relaciones entre el derecho y la fuerza,
entendiendo que esta última ha de ser "limitada" por el primero. La "extensión del yo", tal
como se ha formulado, en este caso, el a priori antropológico, recibe su legitimidad de su
limitación, dada por un orden objetivo inmutable, ajeno a lo histórico, el derecho natural.
Dentro de estos términos aparece planteado el problema en Juan Bautista Alberdi. "¿Qué
es el poder en su sentido filosófico?-se preguntaba a propósito del tema de la guerra, en
1870-. "Es la extensión del yo, el ensanche de nuestra acción individual o colectiva en el
mundo, que sirve de teatro a nuestra experiencia. Y como cada hombre y cada grupo de
hombres, busca el poder por una necesidad de su naturaleza, los conflictos son las
consecuencias de esa identidad de miras, pero tras esa consecuencia viene otra que es la
paz o la solución de los conflictos por el respeto del derecho o ley natural por el cual el
poder de cada uno es límite del poder de su semejante” (Alberdi, 1934: 48).

Esta tesis, que el mismo Alberdi se verá conducido a poner en entredicho, como veremos
páginas más adelante, era una manifestación más del logocentrismo y se organiza, por eso,
sobre una dualidad equivalente a las otras que hemos mencionado. La fuerza es en sí
misma, un principio de irracionalidad, y el derecho, dentro de cuyos marcos puede
alcanzar una determinada legitimación, es una realidad "objetiva", externa. La fuerza es el
cuerpo, lo sensible, lo material, el apetito de tenencia, la barbarie, en fin, el barro con el

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que nos modeló el alfarero mítico; el derecho es, por el contrario, el logos universal,
entendido en este caso como el principio del que emana toda juridicidad. Como
consecuencia de este planteo se concluirá en la repetida fórmula de que "la fuerza no crea
derechos", que parte del presupuesto de la no juridicidad intrínseca de toda fuerza. Por
tanto, ésta ha de ser limitada por el derecho, el cual curiosamente deberá recurrir a la
fuerza para contener la fuerza, pero, por supuesto, una fuerza ahora legitimada, aun
cuando sea tan represiva como cualquier otra.

Dentro de la historia del pensamiento argentino fueron los obreros anarquistas de


principios de siglo, integrantes de aquella "masa cosmopolita" que debía ser encauzada en
el marco de las "tradiciones nacionales", los que enunciaron las primeras críticas a la
libertad liberal, desde fuera del liberalismo y dejaron sentadas las bases para una
reconsideración del problema de la legitimidad del a priori antropológico. "El hombre es
sociable -declaraba la Federación Obrera Regional Argentina en 1904- y por consiguiente
la libertad de cada uno no se limita por la del otro, según el concepto burgués, sino que la
de cada uno se complementa con la de los demás; que las leyes codificadas e impositivas
(coercitivas) deben convertirse en constatación de leyes científicas vividas de hecho por
los pueblos y gestadas y elaboradas por el pueblo mismo en su continua aspiración hacia
lo mejor" (Oved, I.,1978: 429).

El rechazo de la doctrina de la "limitación" y la afirmación de que la libertad surge o nace


de la "complementación", parte de presupuestos claramente legibles. El primero de ellos,
el fundamental, es el de que hay fuerzas que no necesitan ser legitimadas por el
"derecho", porque son legítimas por sí mismas y, en tal sentido, creadoras de derecho. Y
esto, además porque el "mundo jurídico objetivo" es la proyección del sistema de
relaciones humanas, el que no es una realidad estable, definitiva y pacífica y dentro de la
cual se ponen en juego las fuerzas emergentes que conducen a la humanización de aquel
sistema o las fuerzas represivas que las impiden. Las leyes no derivan del clásico derecho
natural, sino que son "vividas de hecho por los pueblos y gestadas y elaboradas por el
pueblo en su continua aspiración hacia lo mejor". Allí encontraban los anarquistas que
radicaba la cientificidad del derecho. Y de este modo, así como el tener no es
incompatible con el ser, así como el cuerpo no es la cárcel del alma, tampoco la fuerza es
lo externo y contrario del derecho, en sí misma considerada. El pensamiento liberal
hablaba de la "extensión del “yo" o de la extensión de la voluntad de poder de ciertos
grupos humanos, mas, siempre partiendo de su típico individualismo; los anarquistas, por
su parte, de una afirmación de un "nosotros" mediante "complementación"; frente al
derecho natural, pensaban éstos en un derecho social; ante lo jurídico como sistema
coercitivo de la "maldad originaria", oponían las fuerzas emergentes y rupturales del
sistema imperante, aun cuando ello implicara partir otra vez del mito de la "bondad por
naturaleza", justificado ahora por el hecho de la emergencia misma. Frente a la categoría
del temor que impulsaba a los teóricos de la burguesía a escindir la fuerza del derecho en
sus formulaciones doctrinales, nunca en su praxis, los explotados y dominados
organizaban su discurso sobre las categorías de la ira y la esperanza.

Es connatural al acto de ponernos para nosotros mismos como valiosos, una pretensión de
legitimidad. Sin lo primero, nos negamos en cuanto entes históricos, lo segundo, por su
parte, nos puede llevar a la negación de la historicidad de los otros y consecuentemente
de la nuestra. Ya hablamos en un comienzo de la necesidad y de la posibilidad de una
crítica. La conversión de la conciencia histórica en una toma o posesión de ella, el
eventual grado de plenitud que pueda alcanzar, depende de aquella crítica, que es
individual y no lo es, que es subjetiva y al mismo tiempo depende de factores que nos
impulsan o no hacia actitudes abiertas. Desde el punto de vista del discurso filosófico ha
de partir, necesariamente, de la clara percepción de la ambigüedad de este saber, como

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asimismo de las herramientas metodológicas que organicemos en relación con su


naturaleza. La comprensión de la universal historicidad de todo hombre que, como hemos
dicho, supone un humanismo exige una clarificación del grado de legitimidad de nosotros
mismos como valiosos, aun cuando ella se efectúe desde aquel reconocimiento de
historicidad, porque, como habíamos anticipado, aun dentro de los términos de un
humanismo podemos estar jugando con las pautas del discurso opresor.

© Arturo Andrés Roig. Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano. Edición a cargo
de Marisa Muñoz, con la colaboración de Pablo E. Boggia, Enero 2004. La presente
edición digital, actualizada por el autor, se basa en la primera edición del libro (México:
Fondo de Cultura Económica, 1981) y fue autorizada por el autor para Proyecto Ensayo
Hispánico y preparada por José Luis Gómez-Martínez. Se publica únicamente con fines
educativos. Cualquier reproducción destinada a otros fines deberá obtener los permisos
correspondientes.

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