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ENTREVISTA A JEAN GENET por Hubert Fichte


(Traducción: Jordi Dauder)

Juan Goytisolo. Conocer íntimamente a Genet es una aventura de la que nadie puede salir
indemne. Provoca, según los casos, la rebeldía, una toma de conciencia, afán irresistible de
sinceridad, la ruptura con viejos sentimientos y afectos, desarraigos, un vacío angustioso,
incluso la muerte física. […] Genet me enseñó a desprenderme poco a poco de mi vanidad
primeriza, el oportunismo político, el deseo de figurar en la vida literario-social para centrarme
en algo más hondo y difícil: la conquista de una expresión literaria propia.

Se oye decir a menudo: Jean Genet no tiene domicilio, Jean Genet vive en pequeños
hoteles…

Por casualidad tengo aquí mi pasaporte. Esta es mi dirección: puede usted leerla.

Es la dirección de la editorial Gallimard: 5, Rue Sébastien Bottin. 


No tengo otra; esa es mi dirección oficial.

Vivir sin dirección, sin un apartamento, hace difícil tener amistades; no se puede invitar a
nadie a su casa, no se puede cocinar…

No me gusta cocinar.

Se es siempre el invitado de alguien…

¿Y qué? Evidentemente, eso crea problemas y, en consecuencia, soluciones, pero al mismo


tiempo, permite la irresponsabilidad. Socialmente yo no soy responsable de nada, lo que
permite un tipo de compromiso inmediato, un alistamiento en el acto. Cuando Bobby Seale fue
detenido —Bobby Seale era el jefe de los Panteras—, me vinieron a ver dos responsables para
pedirme lo que pudiese hacer por él. Eso era por la mañana, y les contesté: «Lo más sencillo es
ir a Estados Unidos para ver allí la situación». «¿Cuándo?», me dijeron. «Mañana.» «¿Tan
rápido?» Me di cuenta de que los Panteras estaban desconcertados. Tienen costumbre de ser
muy rápidos; pero yo era más rápido que ellos, y eso, sencillamente, porque vivía en el hotel.
Sólo tenía una maleta. ¿Hubiese podido acaso hacer lo mismo viviendo en un piso? ¿Si tuviese
amistades, dispondría acaso de la misma velocidad de desplazamiento?

¿Teme usted, acaso, verse rodeado, a causa de su fama y de sus recursos, de un cierto lujo
burgués?

¡Ja! Naturalmente, es una tontería. No, no lo creo en absoluto puesto que no tengo ningún
respeto por el lujo burgués. Necesitaría, al menos, un castillo del renacimiento. Mis derechos
de autor no me permiten poseer la corte de un Borgia. No hay ningún peligro.

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Genet en el Hotel Imperial de Viena en 1983.

¿Qué le fascina a usted de la corte de un Borgia?

No me fascina nada; sencillamente, pienso que las últimas manifestaciones de lujo


arquitectónico datan del Renacimiento. Posterior a eso no veo nada. El siglo XVIII francés no
me entusiasma; el XVII tampoco. Yo no digo que después del Renacimiento la arquitectura
haya dejado de existir. La primera vez que estuve en el palacio de Versalles estaba asustado. El
pequeño castillo de ladrillos es bastante bonito, pero cuando se entra en el jardín y se vuelve
uno, quedando frente a la gran fachada, es espantoso. Me pregunto por qué aquel tipo —
¿quién era el arquitecto? Mansard, ¿no?—, o en todo caso, por qué Luis XIV no multiplicó los
kilómetros de columnas. Es pesado, tonto, incontable. En Italia hay palacios del Renacimiento
que parecen pequeñitos pero que, en realidad, son inmensos, muy hermosos y todavía
habitables. No conozco las proporciones de la Galería de los Espejos, pero en Brasilia han
hecho cosas mejores.

¿Y Brasilia no le parece incontable, repetible hasta el infinito?

No, no; hay varias unidades formando parte de un conjunto, y el todo es muy armonioso. Yo lo
he sobrevolado. He conocido Brasilia bajo el sol, bajo la lluvia, de noche, de día, con el viento,
con el frío, con el calor, y la conozco también desde el noveno piso del Hotel Nacional, y desde
la calle. Sin embargo, es curioso que ese tipo que es comunista, me refiero a Oscar Niemeyer,
al crear la ciudad no ha podido impedir que las chabolas de indios surjan por todas partes,
rodeándola. Esos grandes edificios de Brasilia dan la impresión de estar únicamente habitados
por buenos mozos de un metro noventa, rubios o morenos, tanto da, pero bien plantados, más
cercanos a lo estatuario que a la humanidad; en realidad, están habitados por pequeños
funcionarios, por embajadores, por ministros, y no por los indios ni por los negros de Brasilia,
y, sin embargo, no veo otras ciudades fabricadas tan completamente como Brasilia y que sean

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aparentemente armoniosas. Oscar Niemeyer no ha comprendido ciertas cosas, no ha


triunfado; ni siquiera ha tenido una idea de urbanista capaz de concebir que podría, que sería
necesario alojar de forma humana a un proletariado, o, entonces, abolir todo lo que
permitiese las diferencias de clase. Su ciudad expulsa al proletariado, que se aglutina en la
periferia. Lo que más me ha impresionado ha sido el palacio de Asuntos Exteriores. La catedral,
«flor de hormigón», no me ha impresionado nada. He estado, por ejemplo, en la pequeña
iglesia de Matisse, en Vence, la que está dedicada a un tipo que debería odiar: santo Domingo.
Es necesario entrar ahí. La utilización del espacio es algo increíble; estás en el interior de un
poema.

Hay una semejante calidad poética en la arquitectura románica.

Sí.

¿Conoce usted la iglesia de cúpulas de Montmajour, en Solignac?

Todas las iglesias románicas tienen cúpulas.

Algunas tienen bóvedas en cañón, etc.

Casi todas tienen cúpulas porque el arco románico exige la cúpula.

Oponiendo la arquitectura de Niemeyer a la pequeña capilla de Matisse, ¿Afirmaría usted


que Matisse es un artista revolucionario?

No. Hay que ser prudente cuando se utiliza la palabra revolucionario. Es muy necesario usarla
con precisión. Es difícil. Me pregunto si el concepto revolucionario puede ser separado del
concepto de violencia. Hay que emplear otras palabras, otros términos para designar lo que ha
creado, por ejemplo, Cézanne. Creo que los hombres como Cézanne, los pintores que le
siguieron y los músicos que han cuestionado la noción de tono, han tenido bastante audacia,
aunque no mucha, porque el absolutismo de las nociones de perspectiva, en pintura, o de la
gama cromática, en música, empezaba a estar ya bastante carcomido por las boutades.
Bromeando. Alban Berg compuso sin tomárselo muy en serio; luego, ya fue más elaborado.
Era, pues, algo audaz y tuvo considerable alcance, aunque creo que, en cuanto que aventura
del espíritu, no tenía para ellos la importancia que nosotros le atribuimos. Es lo que tal vez
explique que Cézanne haya seguido siendo un hombre sencillo. Iba a misa, vivía con una mujer
con la que no estaba casado. El hecho de que Zola, su amigo de infancia, no lo haya
comprendido, debió herirle, pero no estoy seguro de que Cézanne pensase que iba a tener una
posteridad, una gloria póstuma.

Ayer hablaba usted de Monteverdi: ¿Es acaso ese un arte que rompe brutalmente con la
tradición?

Para mí no hay nada más alegre que la misa de la Beata Virgine.

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Usted se declara areligioso, ateo: ¿Cómo aprecia, pues, el Vespro della beata Virgine?

También leí la Ilíada hace veinte años, y es muy hermoso: ¿Piensa usted por ello que creo en la
religión de Zeus?

En el fondo, y para decir toda la verdad, creo que no está usted lejos de ella.

La última vez que estuve en Japón, hace siete u ocho años, vi un nō japonés que me conmovió
mucho. Ya sabe usted que los personajes femeninos son representados por hombres. En cierto
momento, un actor llevaba una máscara de vieja: era la última mujer budista. Esa mujer entra
en una caverna, se cubre la cara con un abanico, y aparece de pronto la cara de una mujer
joven, la primera mujer sintoísta. El tema de la obra era el paso de la religión budista a la
sintoísta. ¿Cree usted que yo soy budista o sintoísta?

Creo que su obra y toda su existencia expresan la fascinación hacia todo lo ritual.

En la Ilíada no hay nada ritual.

En la Ilíada hay el ritual de la descripción, los refranes, los topoi, por ejemplo: «…y cayeron
con las tripas por el suelo…».

No, eso es una forma de hablar; incluso le pregunto si son realmente hallazgos homéricos o
sólo una forma de ir rápido.

La forma de escribir, en Homero, es casi una forma religiosa.

En la Ilíada sí, pero ya no en la Odisea.

¿Por qué le gusta a usted Fröken Julie, de Strindberg, y no le gusta el Brecht de Galileo
Galilei?

Porque Brecht no dice más que chorradas, porque el Galileo Galilei me cita evidencias que
hubiese descubierto sin Brecht. Strindberg, al menos en Señorita Julia, no me propone
evidencias. Es algo nuevo. No lo esperaba. He visto Señorita Julia después de La danza
macabra, ¿cómo lo pronuncia usted?

Dödsdansen.

Y ya me había gustado mucho. Nada de lo que dice Strindberg puede ser dicho en otra forma
que no sea poética, y todo lo que dice Brecht puede ser dicho, y finalmente ha sido dicho,
prosaicamente.

Lo que era su intención. Brecht llamaba a su teatro «teatro épico», e introdujo, o pretendió
introducir, la distanciación que precisamente Strindberg, en su introducción de Fröken Julie,

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había ya realizado. Strindberg supone ya al espectador frío, ese mismo espectador de Brecht
que tiene un puro en la mano.

En la elección del gesto —fumar un puro— hay una desenvoltura hacia la obra de arte que, de
hecho, no se puede permitir. La obra de arte no la permite. Yo no conozco a los Rothschild,
pero supongo que se puede hablar con ellos de arte fumando un puro. Pero no se puede ir al
Louvre y ver La marquesa de la Solana con el mismo movimiento que se utilizaría en casa de
los Rothschild que hablan de arte fumando un puro.

Así pues, ¿le parece que el gesto de Brecht es un gesto burgués, capitalista?

Lo parece.

Al menos frente a la obra de arte, puesto que, en este momento, está usted fumando un
cigarrillo.

Si fumo un puro en tanto que fumador de puros, sí puedo ser definido como fumador de
puros; si escucho la Misa de Réquiem, de Mozart, y el gesto de fumar un puro es prioritario
ante el de escuchar el Réquiem, entonces ya no se trata sólo de distanciación, sino de ausencia
de sensibilidad. Se trata de falta de oído, y quiere decir que prefiero mi cigarrillo a la Misa de
Réquiem.

Hablaba usted de contemplación frente a la obra de arte.

Pierdo cada vez más el sentimiento de «mí mismo», el sentimiento del yo, para no ser más que
percepción de la obra de arte. Frente a acontecimientos subversivos, mi yo, mi yo social se
halla, al contrario, cada vez más satisfecho, se halla hinchado cada vez más, y yo, frente a
acontecimientos subversivos, cada vez tengo menos posibilidades, menos libertad para… la
contemplación, justamente. Un día le pregunté a Boulez, director de Daphnis et Chloé: «No
llego a saber en qué medida su oído consigue registrar cada instrumento», y me dijo, Pierre
Boulez me dijo: «Sólo puedo controlar un veinticinco o treinta por ciento», y es uno de los más
finos oídos musicales que existen, y hay que estar enormemente atento cuando se dirige una
orquesta, y cuando se escucha también. Aunque no se tenga el oído tan fino como el de
Boulez. Hay que hacer tal esfuerzo de concentración que, personalmente en todo caso, en un
museo, yo no puedo ver más que dos o tres cuadros, y en un concierto sólo puedo escuchar
uno o dos fragmentos, para el resto… estoy demasiado cansado.

¿Y leyendo?

Lo mismo. Le puedo decir que tardé dos meses en leer Los hermanos Karamázov. Estaba
acostado. Vivía en Italia; leía una página, y luego… tenía que reflexionar durante dos horas, y
empezar de nuevo; es enorme, te mata.

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Ángela Davis y Jean Genet en una fiesta en casa de Dalton Trumbo. (Fotografía: Robert Carl Cohen)

¿La contemplación absorbe su yo hasta perderse?

No hasta perderme, no hasta el punto de perder totalmente el yo porque, en un momento


dado, se siente muy claramente el hormigueo en las piernas y uno vuelve en «sí», pero se
tiende hacia la pérdida del «sí».

¿Y en el acto revolucionario?

En mi opinión sucede lo contrario, porque se trata de acción. También frente a la obra de arte
es necesaria la acción. La atención que se manifiesta hacia la obra de arte es una acción: si al
mismo tiempo que escucho las vísperas de Beata Virgine, no la compongo, con mis modestos
medios, no hago nada, no escucho nada, y si no escribo Los hermanos Karamázov al mismo
tiempo que los leo, no hago nada.

Es una doble actitud, pues.

Sí. ¿No le parece a usted que es un poco así?

Sí, pero también la acción revolucionaria es doble.

Pero no son los mismos medios; en la acción revolucionaria, usted pone en juego su cuerpo; en
la obra de arte y en su reconocimiento posterior, usted tal vez ponga en juego su reputación,
pero su cuerpo no está en peligro. Si a usted le sale mal un poema, o un concierto o una obra
de arquitectura, tal vez se burlen de usted, o tal vez no alcance la reputación que merece, pero
no está usted en peligro de muerte. Cuando se hace la revolución, es el propio cuerpo el que

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está en peligro, y es toda la aventura revolucionaria la que, al mismo tiempo, también está en
peligro.

Cuando usted escribe, ¿se trata de una acción cercana a la de crear de nuevo los hermanos
Karamázov, cercana a la contemplación, a esta disminución del yo, o se trata más bien de
una acción cercana a la acción revolucionaria, a esta concentración del yo en un peligro
corporal?

La primera fórmula es más justa. Al escribir nunca pongo… nunca he puesto mi persona en
peligro o, al menos, nunca seriamente. Nunca en sus implicaciones físicas. Jamás he escrito
algo que haya dado ocasión a que me torturen, me encarcelen o me maten.

Pero es una literatura que ha puesto en juego y ha influido a toda una generación.
Exagerando, diría que no existe actualmente ningún homosexual en el mundo que no haya
sido, directa o indirectamente, influenciado, en su condición corporal, por su obra.

Ante todo, y simplemente por prudencia, desconfío de lo que usted dice. Tal afirmación corre
el riesgo de darme una importancia que, ante mis propios ojos, no tengo. En segundo lugar,
creo también que usted se equivoca; lo que yo he escrito no ha producido la liberación a la que
usted se refiere, es más bien a la inversa, es la liberación que ha llegado, y que coincide
aproximadamente con la ocupación de Francia por Alemania y, luego, la liberación, la paz, etc.
Es esta especie de liberación de los espíritus la que me ha permitido escribir mis libros.

Insisto: en Alemania, hasta 1968, existía una ley que prohibía los actos sexuales entre
hombres adultos. el proceso contra Genet, en Hamburgo, fue decisivo para la libertad de
imprimir obras eróticas, etc.

Aunque mis libros hayan tenido un cierto eco, el acto de escribir, el singular acto de escribir en
una cárcel, casi no me ha afectado; hay, pues, una desproporción entre lo que usted me
describe —y que sería el resultado obtenido por mis libros— y la escritura de mis libros; la
escritura hubiera sido la misma si hubiese descrito a un muchacho y a una muchacha
acostándose juntos; para mí no era más difícil. Incluso me pregunto si no existe un fenómeno
de amplificación debido a los medios de transmisión y de reproducción mecánicos. Hace
doscientos años, si un hombre hubiese hecho mi retrato, hubiera habido un retrato. Hoy, si se
hace una fotografía mía y se tira a doscientos mil ejemplares o más, ¿quiere eso decir que
tengo mayor importancia?

No, no mayor importancia, pero sí más significado.

Pero el significado es nuevo, es otro.

El manuscrito de las 120 jornadas del marqués de Sade hallado en una grieta de un muro de
la bastilla era, según Sartre, algo inexistente, pero una vez se ha hecho de él un tiraje como
libro de bolsillo, influencia a toda una población.

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¿Cree usted que el marqués de Sade liberó las postrimerías del siglo XVIII gracias a su obra y a
su forma de vivir? Yo pienso, al contrario, que fue la libertad muy luminosa que ya se iniciaba
en la época de los enciclopedistas en la segunda mitad del siglo XVIII la que permitió la obra de
Sade.

Leyendo su obra se descubre una gran admiración por la bella brutalidad, por la brutalidad
elegante.

Sí, pero, ¿sabe usted?, cuando escribí mis libros tenía treinta años y ahora tengo sesenta y
cinco.

Y esa admiración por el asesino, por Hitler, por los campos de concentración, que tanto me
asombró, ¿también se ha vaciado?

Sí y no. Se vació, pero su lugar no ha sido ocupado por nada más, es un vacío. Y es algo extraño
para quien vive este vacío. ¿Qué significaba esta fascinación ante los bestias o ante los
asesinos o ante Hitler? En términos más secos, tal vez más sencillos también, le recuerdo que
yo no tengo ni padre ni madre, que fui criado en la asistencia pública, que, a muy temprana
edad, supe que no era francés, que no pertenecía al pueblo. Fui criado en el Macizo Central. Y
lo supe de una forma tonta, necia, así: el maestro de la escuela había pedido que
escribiésemos una pequeña redacción en la que cada alumno debía describir su casa; yo
también describí mi casa, y mi descripción fue, según el maestro, la más hermosa. La leyó en
voz alta y todo el mundo se burló de mí diciendo: «Pero si no es su casa, es un niño
abandonado». ¡Y se produjo entonces tal vacío, tal abatimiento! ¡Súbitamente era tan
extranjero! ¡oh! La palabra no es dura: odiar a Francia, eso no es nada, sería necesario algo
más que odiar a Francia, que vomitar a Francia, en fin, yo… y… el hecho de que el ejército
francés —el que tenía mayor prestigio en el mundo hace treinta años— hubiera capitulado
ante las tropas de un cabo austríaco, eso me encantó. Ya estaba vengado, aunque sé
perfectamente que no fui yo quien ejecutó mi venganza, que no soy yo el hacedor de mi
venganza. Fue ejecutada por otros, por todo un sistema, y sé también que se trataba de un
conflicto en el seno del mundo blanco que me sobrepasaba, pero la sociedad francesa había
recibido un rudo golpe y sólo podía amar a aquel que había hecho que la sociedad francesa
recibiese tal golpe. Luego, me sentía súper satisfecho por lo que había sucedido, por la
amplitud del castigo infligido a Francia: en pocos días, el ejército francés e, incluso, la
población, se desplazaron desde cerca de la línea Maubeuge-Bâle hasta la frontera española.
Cuando una nación se ve hasta tal punto sometida a las virtudes militares, se está obligado a
decir que Francia fue humillada, y yo no podía más que adorar al que había llevado a cabo la
humillación de Francia. Más tarde, yo no podía encontrarme a mí mismo más que a través de
los oprimidos de color y de los oprimidos sublevados contra el blanco. Tal vez soy un negro de
color blanco o rosa, pero un negro. No conozco a mi familia.

¿Dice usted que los Panthers hacían una revolución poética?

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¡Bastante, sí! Antes de decirle esto, quisiera que nos pusiésemos de acuerdo, si es posible.
Parece ser que existen, como mínimo, dos clases de comunicaciones: una racional,
reflexionada. ¿Está usted de acuerdo en reconocer que este mechero es negro?

Sí.

Sí. Luego, hay otra comunicación menos cierta, pero sin embargo evidente, y le voy a
preguntar si está de acuerdo: este verso de Baudelaire: «Cabellos azules, pabellón de tensas
tinieblas», ¿le parece hermoso?

Sí.

Ya comunicamos. Bueno, hay, pues, dos clases de comunicaciones; una que es reconocible,
controlable, y una incontrolable. La acción de los Panthers era competencia de la
comunicación incontrolable. Yo estaba en un taxi, en San Francisco, con un chófer negro y le
dije: «¿Le gustan a usted los Panthers?», y me dijo: «Gustarme no, admirarlos sí». Tenía
cincuenta años y me dijo: «Pero a mis hijos les gustan mucho». En realidad, también a él le
gustaban. No se puede admirar sin amar, pero él no podía decirlo porque rechazaba las
imágenes de violencia. Se pretendía hacer creer que los Panthers habían saqueado, matado; es
verdad, habían matado a algunos polis, algunos blancos. En fin, mucha menos violencia que la
que han causado los norteamericanos en Vietnam, en Corea o en otras partes. Era una
revolución de orden afectivo y emocional; entonces, no tiene ninguna relación… tal vez sí
tenga relaciones, aunque muy discretas, con revoluciones que se intentan en otros lugares y
por otras vías.

Se puede constatar que hay un desfase entre revoluciones poéticas, artísticas y revoluciones
sociales.

Las que se llaman revoluciones poéticas o artísticas no son exactamente revoluciones. No creo
que cambien el orden del mundo. Ni siquiera cambian la visión que tenemos del mundo.
Afinan esta visión, la completan, la hacen más compleja, pero no la transforman en absoluto,
como haría una revolución social o política. Si en el curso de la entrevista vamos a hablar de
revolución artística, que quede claro entre nosotros que utilizamos una expresión un poco
cansada ya, un tanto perezosa. Como ya le he dicho, las revoluciones políticas se corresponden
raramente —hasta podría decir que no se corresponden jamás— con las revoluciones
artísticas. Cuando los revolucionarios consiguen un cambio total de sociedad, se hallan frente a
este problema: ¿cómo dar una expresión, cómo expresar su revolución de la forma más
adecuada posible? Me parece que todos los revolucionarios utilizan los medios más
académicos que posee la sociedad que acaban de derrocar o que se proponen derrocar. Todo
sucede como si los revolucionarios se dijesen: «Vamos a demostrar al régimen que acabamos
de derrocar que somos capaces de hacerlo todo tan bien como él». Entonces, imitan los
academicismos, imitan la pintura oficial, la arquitectura oficial, la música oficial. Es sólo mucho
tiempo después que empiezan a considerar necesaria una revolución llamada cultural y,
entonces, acuden no ya al academicismo, sino a la tradición y a algunas nuevas formas que
permitan utilizar la tradición.

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¿No hay ninguna excepción a esta regla? ¿Danton? ¿Saint-Just?

¡Danton, no! No creo que Danton haya abordado una expresión revolucionaria, una nueva
forma de sentir el mundo y de expresarlo. Saint-Just tal vez. Aunque no en sus proclamas, sino
más bien en las dos intervenciones que hizo a propósito de la muerte de Luis XVI. Su estilo es
aún el estilo del siglo XVIII, pero, ¡con tal desfachatez! El ritmo, la sintaxis, la gramática, todo
pertenece al siglo XVIII. Aunque esta sintaxis parece deformada o transformada, en todo caso,
por la audacia de las posiciones tomadas. Si usted prefiere, Saint-Just lo dijo todo en lenguaje
cortés muy violento. El caso es que la literatura, incluso la de Diderot y, algunas veces, la de
Montesquieu, era bastante violenta. En su segunda intervención a favor de la ejecución capital
de Luis XVI, Saint-Just dice: «Si el rey tiene razón, es el soberano legítimo; en consecuencia,
hay que matar al pueblo que se ha rebelado contra él; y si es el pueblo el soberano legítimo y
el rey un usurpador, hay que matar al rey». Es algo totalmente nuevo. Nadie se atrevía a
hablar de forma tan directa.

Usted tenía que ir a Cuba: ¿rechazó también el viaje?

El problema es que cuando el responsable de Asuntos Culturales me invitó, yo le dije: «Sí,


estoy de acuerdo en ir a Cuba, pero con una condición: yo me pago mi viaje, pago mi estancia y
voy adonde quiero, vivo donde quiero», y dije: «Estoy de acuerdo en ir, si es verdaderamente
una revolución según mis deseos, es decir, si ya no hay banderas, porque la bandera, en tanto
que signo de reconocimiento o emblema que reagrupa, se ha convertido en una teatralidad
castradora, que mata —¿y el himno nacional?—. Pide que no haya ni bandera cubana ni himno
nacional cubano». Me dijo: «Es muy inoportuno, porque nuestro himno nacional lo ha
compuesto un negro».

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Jean Genet por Brassaï. París, 1948.

En Cuba, hay una cierta idea de la muerte: «patria o muerte», ¿qué le parece a usted?

Me parece muy importante porque, ya no digo un artista, sino cualquier persona adquiere su
verdadera dimensión cuando ha muerto. Creo que ese es el sentido del verso de Mallarmé:
«Tal como en sí mismo al fin la eternidad lo cambia». La muerte lo transforma todo, las
perspectivas cambian; mientras un hombre está vivo, mientras pueda modificar su
pensamiento, mientras, estando vivo, pueda seguir dando el pego, mientras pueda intentar
disimular su verdadera personalidad a través de negaciones o de afirmaciones, no se sabe muy
bien de quién se trata. Una vez muerto, todo se desinfla. El hombre queda fijado y su imagen
se ve ya de diferente forma.

¿Por qué usted mismo no ha cometido jamás un crimen?

Probablemente porque he escrito mis libros.

¿Abrigaba usted la idea de cometer un crimen?

¡Claro que sí! Pero un crimen sin víctima. De todas formas debo hacer un esfuerzo para
aceptar la muerte de un hombre cuando sucede, incluso si debe necesariamente producirse. o
sea que, tanto si es provocada por mí, por un paro cardíaco normal o por un accidente de
coche, etc., no tiene mucha importancia. No debería tenerla y, sin embargo, la tiene. Ahora
podría usted preguntarme: ¿ha provocado usted la muerte de alguien?

Sí.

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Pero no le contestaré.

Involuntariamente.

No, voluntariamente. La pregunta es esta: ¿ha provocado usted voluntariamente la muerte de


alguien?

Sí.

No le contesto.

¿Y esto no le ha atormentado?

No, en absoluto.

¿Cuál fue el recorrido de su pensamiento, el camino que le llevó de su vida a su obra escrita?

Si acepta una respuesta un poco burda, le diré que los impulsos homicidas han sido desviados
en provecho de los impulsos poéticos.

¿Qué importancia concede usted a la violencia?

¡Oh! Habría que hablar de lo que yo no soy. Habría que hablar del potlach1, de la embriaguez
destructora. Embriaguez destructora, incluso entre los hombres más conscientes y más
inteligentes. Piense en Lenin prometiendo al pueblo soviético meaderos de oro. En toda
revolución, de todas formas, siempre hay una especie de embriaguez pavorosa, más o menos
contenida, más o menos desencadenada. Esta embriaguez, por ejemplo, se manifestaba en
Francia, y en toda Europa, a través de las jacqueries (motines campesinos) antes de la
Revolución francesa y también por otros medios; en una forma ritual o ritualizada, también
por el carnaval. En ciertos momentos, el pueblo entero quiere liberarse, librarse al fenómeno
del potlach, de destrucciones totales, de derroche total, y necesita la violencia.

¿Están la violencia, el potlach*, sometidos a reglas, a rituales?

Naturalmente.

En su obra, toda violencia, toda catástrofe se mece en un rito. antes de ser asesinado,
Pasolini dijo que la violencia proletaria ha cambiado esencialmente, que tiende, más que
hacia ninguna otra cosa, hacia la sociedad de consumo, que, hoy, los proletarios italianos
asesinan por tener una moto, por un traje burgués, y que se debería castigarlos como a los
neofascistas italianos. la conclusión me parece totalmente falsa.

Sí, totalmente falsa.

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Pero, por otra parte, ¿no existe, acaso, en este momento, una cierta gratuidad del asesinato,
un cierto desenfreno, un irritual de matar por un dólar, un desorden que es totalmente
diferente a la violencia tal como usted la describe?

Pero usted acaba de decir lo contrario de lo que dice Pasolini. Cuando Pasolini ha dicho: «La
función de la violencia proletaria es la de ejercerse en vistas a la apropiación de los bienes de
consumo», de hecho, lo que me pregunto —y usted mismo acaba de dar la respuesta—, es si
se trata sobre todo de expresarse violentamente, de ser violento y de encontrar una salida a
esta violencia. Entonces, se dice que es por un dólar o por un traje. En realidad, es por la
violencia en sí.

Así pues, para usted, ¿la violencia de Querelle** y la violencia del joven panadero que
asesinó a Pasolini no son diferentes?

En el caso del panadero, no lo sé. Pienso que tal vez quería dinero, que estaba espantado por
la idea de que Pasolini quisiese darle por el culo o meterle la mano en el culo. No sé. Todo es
posible entre los adolescentes. Pueden aceptar toda la sexualidad y el puterío más evidente y,
luego, de repente, hacer aparecer una especie de heterosexualidad. «¡Ah! Soy un macho. ¡No
quiero que me toquen así!». No sé.

¿Cree usted que el pretendido fundamento del homicidio cambia su valor psíquico?

Probablemente. El hombre no puede vivir si no se justifica, y siempre halla en su conciencia los


medios y las facultades justificadores de sí mismo y de sus actos. Es posible que el joven
panadero se diga en su celda, y que su abogado le anime a decirse a sí mismo y a repetirse:
«Después de todo, he matado a un millonario que se alejaba del pueblo, así pues, mi causa es
justa». No sé. Estoy inventando.

¿Se dirige usted a los demás cuando escribe?

Nunca. Probablemente no lo he conseguido, pero, para mí, se trataba de mi actitud hacia la


lengua francesa que he querido trabajar y darle una cierta forma, lo más bella posible; el resto
me era totalmente indiferente.

¿La lengua que usted conocía mejor o la lengua francesa?

La lengua que mejor conocía, claro, evidentemente, pero también la lengua francesa porque es
con la que fui condenado. Los tribunales me condenaron en francés.

¿Y usted quería responderles en un grado superior?

Exactamente. Tal vez haya motivaciones más subterráneas pero, finalmente, creo que
intervienen poco.

¿Cuáles serían?

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¡Bah! Es más bien un psicoanalista quien podría responderle. Porque pienso que es algo
bastante inconsciente.

¿Cuándo comenzó usted a emprender esta tarea poética?


Me obliga usted a una vuelta atrás bastante difícil porque no tengo muchos puntos de
referencia. Creo que tenía entre veintinueve y treinta años. Estaba en la cárcel. Era, pues, en el
39, en 1939. Estaba solo en el calabozo, en la celda. Ante todo quiero decir que yo no había
escrito nunca nada, salvo algunas cartas a amigos, a amigas, y creo que las cartas eran muy
convencionales, es decir, frases hechas, escuchadas, leídas. Nunca sentidas. Luego, mandé una
postal de Navidad a una amiga alemana que estaba en Checoslovaquia. La había comprado en
la cárcel, y el reverso de la postal, la parte reservada a la escritura, era granulosa. Y esa
granulosidad me había conmovido. Y en lugar de hablar de las fiestas de Navidad, hablé de la
granulosidad de la postal y de la nieve que eso me evocaba. A partir de ahí empecé a escribir.
Fue un desencadenante. Fue el desencadenante registrable.

¿Cuáles eran los libros o las obras literarias que le habían impresionado hasta entonces?

Novelas populares. Novelas de Paul Feval. Libros que hay en las cárceles. No sé. Salvo cuando
tenía quince años. Cuando estuve en el reformatorio, en Mettray, tuve entre las manos las
poesías de Ronsard y me maravillaron.

¿Y Marcel Proust?

Bien. Leí A la sombra de las muchachas en flor en la cárcel, el primer tomo. Estábamos en el
patio de la cárcel y nos cambiábamos los libros a escondidas. Era durante la guerra y como yo
no estaba muy preocupado por los libros, era uno de los últimos y me dicen: «Toma, tú, coge
esto». Y veo Marcel Proust. Y me digo: «Debe ser una mierda de aburrido, esto». Y entonces…
Pero, ahora, le pido que me crea: si no soy siempre sincero con usted, ahora sí. Leí la primera
frase del libro, que es la presentación del señor de Norpois en una cena en casa del padre y de
la madre de Proust, en fin, del que redacta el libro. Y la frase es muy larga. Y, cuando termino
la frase, cierro el libro y me digo: «Ahora estoy tranquilo, sé que voy a ir de maravilla en
maravilla». La primera frase era tan densa, tan hermosa, que esta aventura era una primera
llamarada que anunciaba un gran incendio. Y tardé todo un día en reponerme de ello. No volví
a abrir el libro hasta la noche y, efectivamente, luego fui de maravilla en maravilla.

¿Usted había escrito ya una de sus novelas antes de leer a Proust?

No, no, estaba escribiendo Santa María de las Flores.

¿Hay otro tipo de literatura que le haya impresionado como la de Proust?

¡Sí, claro! ¡Mucho más, incluso! Los hermanos Karamázov.

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¿Y Balzac?

Menos. En Balzac hay, de todas formas, un lado un tanto trivial.

¿Stendhal?

Claro, claro. Naturalmente, Stendhal. La cartuja de Parma e, incluso, El rojo y el negro. Pero
más La cartuja de Parma. Pero nada de ello vale lo que Los hermanos Karamázov. Hay tantos
tiempos diferentes. Había el tiempo de Sonia y el tiempo de Iliucha, había el tiempo de
Smerdiakov y había mi propio tiempo de lectura. Había el tiempo para descifrar y el tiempo
que precedía su aparición en el libro. ¿Qué hacía Smerdiakov antes de que se hablase de él? En
fin, todo eso que yo debía reconstituir. Pero era apasionante. Muy hermoso.

¿Cuándo descubrió usted su inclinación hacia los hombres?

Muy joven: debía tener ocho años, o diez, máximo, en todo caso, muy joven, en el campo y en
el reformatorio de Mettray donde la homosexualidad era reprobada, naturalmente; pero no
quedaba más remedio puesto que no había chicas; todos los chicos tenían entre quince y
veintiún años; no había más recurso que la homosexualidad de paso o que iba a mantenerse;
en todo caso, en la homosexualidad, y eso es lo que me ha permitido decir que en el
reformatorio yo era verdaderamente feliz.

¿Y sabía usted que era feliz?

Sí, sí, sí, sí. A pesar de todos los castigos, las injurias, a pesar de los golpes, de las malas
condiciones de vida, del trabajo, a pesar de todo eso, era feliz.

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Jean Genet por Brassaï. París, 1948.

¿Se daba usted cuenta de que su forma de obrar no era igual a la de los demás? No, creo que
ni siquiera me planteaba esta cuestión. En aquella época de mi vida

Raramente me planteé la cuestión de los demás. No, durante mucho tiempo, mi actitud fue
narcisista. Era feliz así. Y se trataba de mi felicidad.

¿Se marginaba usted?

Lo estaba. Primero porque… pero voy a parecerle contradictorio… a pesar de la felicidad


profunda y grave que sentía por hallarme en este reformatorio y tener lazos tan calurosos con
otros muchachos de mi edad o un poco mayores, o más jóvenes, no sé… No conocía aún la
contestación de este régimen penitenciario, del régimen social. Piense usted que sólo al salir,
cuando me pusieron en libertad para ir al Ejército, sólo entonces me enteré de que Lindberg
había atravesado el Atlántico. No lo sabía. No sabía muchas cosas así. Estábamos aislados,
totalmente cortados del mundo. Es una especie de convento. Bueno. Mi contestación era
mucho más dura y mucho más feroz que la de los más duros. Creo que supe poner muy
rápidamente en evidencia lo irrisorio del intento reeducativo, de las sesiones de rezos —
rezábamos—, de las sesiones de gimnasia, de la buena conducta para tener derecho a llevar la
bandera, en fin, de todas aquellas necedades.

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Tal conciencia, ¿le conducía al erotismo y a la realización de la sexualidad? ¿o bien aceptaba


usted, en este universo penitenciario, los papeles que el sistema le otorgaba?

No. Yo nunca he vivido la sexualidad en estado puro. Siempre ha ido acompañada de ternura,
tal vez de una afectividad muy sumaria y muy rápida, pero hasta el fin de mi vida sexual,
siempre ha habido una… nunca he hecho el amor en forma vacía… quiero decir, sin contenido
afectivo. Se trata de individuos, de tipos, de individuos… pero sin ningún papel. Me sentía
atraído por un muchacho de mi edad… No me obligue a ir demasiado lejos en las definiciones…
No puedo definir lo que es el amor, claro… pero no podía hacer el amor más que con los
muchachos que amaba, sino… También he hecho el amor con tipos para tener dinero.

¿Posee usted una concepción revolucionaria del erotismo?

¡Oh, no! ¡Revolucionaria! No. Frecuentar a los árabes me ha hecho… me ha dado, en general,
mucha satisfacción. En general, los jóvenes árabes no se avergüenzan de… un viejo cuerpo, de
un rostro viejo. Envejecer forma parte, no digo de la religión, pero sí de la civilización islámica.
Si se es viejo, se es viejo.

Volvamos sobre su creación literaria. ¿Existieron otras lecturas importantes paralelamente a


la creación de sus novelas?

Dostoyevski.

¿Ya en la cárcel?

Sí, claro, claro. Antes de ir a la cárcel. Cuando era soldado, leí los Recuerdos de la casa de los
muertos y Crimen y castigo. Para mí, Raskólnikov era un hombre vivo, mucho más vivo, por
ejemplo, que León Blum.

Al salir de la cárcel el mundo literario cayó sobre usted. Fue amigo de Cocteau, incluso le
defendió a usted, creo.

Sí, pero eso forma parte de una pequeña historia pseudoliteraria, sin ningún interés, sin
importancia.

¿Aprecia usted a Cocteau como poeta?

No. Son muy raros los poetas que me han acompañado. Baudelaire, Nerval, Rimbaud, creo, y
nada más.

¿Y Mallarmé?

¡Ah, sí! Claro. Mallarmé.

¿Y Ronsard?

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¡No, no, no!

¿Rutebeuf?

Sí, pero Rutebeuf fue algo episódico. Conozco de memoria versos de Mallarmé, de Baudelaire,
de Nerval, de Rimbaud, pero no de Rutebeuf.

Está usted preparando una nueva obra. ¿será teatro?

No puedo hablar de eso. No sé lo que será.

¿Le he molestado hoy con mis preguntas?

No mucho. Las preguntas que usted me ha hecho hoy me interesaban menos que las de ayer y
antes de ayer. Usted hubiera querido que yo hablase hoy de mí mismo. Y yo no me intereso
mucho por mí mismo.

¿Cree usted, de todas formas, que la entrevista da una idea de lo que usted piensa
realmente?


No.

¿Qué le falta?

La verdad sólo es posible cuando estoy solo. La verdad no tiene nada que ver con una
confesión, no tiene nada que ver con un diálogo, y hablo de mi verdad. He intentado
responder lo más fielmente posible a sus preguntas. Pero, en realidad, estaba muy lejos de
conseguirlo.

¡Es muy duro lo que usted dice!

¿Duro para quién?

Para cualquiera que le aborde.

No puedo decir nada a nadie. No puedo decir más que mentiras a los demás. Si estoy solo, tal
vez digo un poco la verdad. Si estoy con alguien, miento. Me mantengo separado.

Pero la mentira contiene una doble verdad.

¡Ah, sí! Descúbrala usted. Descubra usted lo que yo quería esconder al decirle ciertas cosas.

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(*) Potlach: Regalos que se hacían las tribus indias de las costas del Pacífico y que eran
destruidos en el curso de ciertas ceremonias.

(**) Querelle: El héroe de la obra de Genet Querella de Brest.

Esta entrevista fue publicada en el número 16 de la revista Quimera, en febrero de 1982 y


reimpresa en el Especial Quimera 400.

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