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J o a n Chittister, OSB

Sabiduría monástica
para buscadores de la luz

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Colección «SERVIDORES Y TESTIGOS»
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Joan Chittister, OSB

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Sabiduría monástica
para buscadores de la luz
(2.a edición)

Editorial SAL TERRAE


Santander
Título del original inglés:
Illuminated Life.
Monastic Wisdom for Seekers ofLight
© 2000 by Joan Chittister
Publicado por Orbis Books,
Maryknoll, New York (USA)

Versión española:
Ramón Ibero Iglesias
© 2001 by Editorial Sal Terrae
Polígono de Raos, Parcela 14-1
39600 Maliaño (Cantabria)
Fax: 942 369 201
E-mail: salterrae@salterrae.es
http://www.salterrae.es

Con las debidas licencias


Impreso en España. Printed in Spain
ISBN: 84-293-1396-6
Depósito Legal: BI-67-04

Fotocomposición:
Sal Terrae - Santander
Impresión y encuademación:
Grafo, S.A. - Bilbao
Este libro está dedicado
a todas las almas contemplativas en la acción
que han puesto a prueba mi visión
y han dado profundidad a mi espíritu
con sólo hacer presente a Dios
dondequiera que se encontraran,
y en particular a Mary Margaret Kraus, OSB,
antigua priora de las Benedictinas de Erie,
que rezuma todo aquello
de lo que hablan estas páginas.
ín&íce

Agradecimientos 9

Vida iluminada:
Ser contemplativos en medio del caos . . . 11

Consciencia 19
Belleza 25
Comunidad 31
Vida diaria 37
Iluminación 43
Fe 49
Crecimiento 55
Humildad 61
Interioridad 67
Justicia 73
Benevolencia 79
Lectio, el arte de la lectura santa 85
Metanoia, llamada a la conversión 91
Naturaleza 97
Apertura 103
Oración 109
Búsqueda 115
Re-creación 121
Silencio 127
Tiempo 133
8 LA VIDA ILUMINADA

Comprensión 139
Visión 145
Trabajo 151
Xenofilia, el amor a los extranjeros . . . . 157
Ansia 163
Celo 169

A lo largo de los siglos 175

Bibliografía 181
gra&ecímíentoa

Las personas iluminan nuestras vidas como


pocas cosas pueden hacerlo. Lo sé, porque este
libro, como la mayor parte de mi vida, ha conta-
do con la luz aportada por personas que son
excelentes amigas y competentes asesoras. Son
muchas las que han contribuido a esta empresa,
la han hecho más sólida y le han dado más pro-
fundidad y precisión. •
Estoy especialmente agradecida a Mary Lou
Kownacki, OSB, que me sugirió esta obra, como
ha hecho con otros muchos proyectos míos. Y no
puedo olvidar, por lo demás, las ideas y aporta-
ciones de Marlene Bertke, OSB, Jean Lavin, OSB,
Rita Panciera, RSM, Anne McCarthy, OSB, el her-
mano Thomas Bezanson, Christine Vladimiroff,
OSB, y Linda Romey, OSB, que le dedicaron con-
siderable tiempo y atención.
Mi agradecimiento también a Andrea Lee,
IHM, rectora de la Universidad de Santa Catalina
(St. Paul, Minnesota), por haber puesto a mi dis-
posición, generosa y desinteresadamente, las ins-
talaciones del campus y los servicios de asisten-
cia que han hecho posible la redacción de este
10 LA VIDA ILUMINADA

libro. Gracias a la ayuda del personal de la uni-


versidad, la comunidad de las hermanas de San
José allí existente, y a la colaboración personal
de Mary Delaney y de toda la familia Delaney, el
trabajo se convirtió en una experiencia rica y
contemplativa.
Siempre estaré agradecida y en deuda con
Mary Lee Farrel, GNSH, y Mary Grace Hanes,
OSB, que con su tiempo, su competencia, su pro-
fesionalidad y su conocimiento del mundo edito-
rial permiten que mis libros vean la luz.
Por último, sé que sin el paciente trabajo
administrativo y la ayuda de todo tipo prestada
durante todo este tiempo por Maureen Tobin,
OSB, no habría publicaciones, y menos aún tiem-
po para la reflexión, en mi vida.
A todas estas personas les dedico este esbozo
de pensamientos que merecerían siempre una
más profunda elaboración y profundización.
í&a ¡ l a m í n a l a
Ser comtempUtfívoá en mebio bel caoa

Este libro trata de tu vida, esa vida que temes que


no sea espiritual, debido a sus complejidades y
preocupaciones. La espiritualidad, como muy
bien sabes, es el ámbito de quienes consiguen
librarse de las presiones de la vida. Pero, si la
huida pertenece a la esencia de la vida espiritual,
entonces generaciones enteras de sabios espiri-
tuales estuvieron equivocadas. Este libro habla
de las cualidades que, según los más antiguos
buscadores, constituyen los componentes cardi-
nales de la vida contemplativa. Y, como verás,
«la huida» no es uno de los elementos de este
antiquísimo glosario espiritual. La tradición nos
enseña que la persona verdaderamente espiritual
sabe que la espiritualidad tiene que ver con vivir
una vida plena, no una vida vacía. La auténtica
espiritualidad es la vida iluminada por una
incontenible búsqueda de plenitud. Es contem-
plación a la vista del caos. Es vida vivida en
plenitud.
La vida es todo lo que tenemos en la vida. Las
cosas -coches, casas, estudios, puestos de traba-
jo, dinero...- vienen y van, se convierten en
12 LA VIDA ILUMINADA

polvo entre nuestros dedos, cambian y desapare-


cen. Las cosas no hacen que la vida sea vida. El
don de la vida, el secreto de la vida, radica en
que tiene que desarrollarse de dentro afuera, a
partir de lo que le aportamos desde dentro de
nosotros mismos, no a partir de lo que recoge-
mos o consumimos cuando la recorremos, ni
siquiera a partir de lo que experimentamos en su
curso. La circunstancia no es lo que hace o des-
truye una vida. Todo aquel que ha vivido la
muerte de un ser querido, la pérdida de una posi-
ción, el fin de un sueño o la enemistad de un
amigo, lo sabe.
Lo que determina la calidad de nuestras vidas
es la manera en que vivimos cada una de sus cir-
cunstancias, tanto lo rutinario como lo extraordi-
nario, tanto lo cotidiano como lo excepcional.
Las personas ricas son a menudo profundamente
desdichadas. Las personas pobres se sienten en
muchos casos dichosamente contentas. Los
ancianos saben cosas de la vida que los jóvenes
aún no han aprendido. Las mujeres tienen una
perspectiva de la vida diferente de la de los hom-
bres. Los jóvenes tienen esperanzas que los
ancianos no pueden pretender. Los hombres tie-
nen un sentido de la vida que las mujeres ahora
empiezan a aprender... Sin embargo, todos y
cada uno de ellos -cada uno de nosotros- tienen
la libertad de vivir la vida bien o mal. Y, por iró-
nico que pueda parecer, eso depende de una deci-
sión. Y esa decisión nos corresponde tomarla a
nosotros.
VIDA ILUMINADA 13

Hace siglos, algunos hombres y mujeres,


decididos a vivir una vida más allá de lo eviden-
te, desarrollaron un estilo de vida, un conjunto
de valores, una actitud mental, una manera de
pasar por la vida concebida para infundir vida a
la vida. Estas figuras de la sabiduría monástica
reafirmaron, para todas y cada una de las gene-
raciones futuras, el equilibrio que requiere el lle-
gar a ser un todo. El presente libro se ocupa de
esos valores. Sus actitudes, sus visiones, han
sido ensayadas a lo largo de los tiempos y han
demostrado ser ciertas. Y, sobre todo, cualquier
persona puede desarrollarlas en cualquier situa-
ción. Nos enseñan cómo mantener la perspectiva
de las cosas, cómo vivir bien la vida, cómo ver la
vida más allá de la vida. Estas cualidades aún
están a nuestro alcance. Nos permiten ser con-
templativos en medio del caos.
El tiempo nos presiona y nos dice que esta-
mos demasiado atareados para ser contemplati-
vos, pero nuestras almas lo saben mejor. Las al-
mas languidecen por falta de meditación. Las
responsabilidades nos acosan y nos dicen que es-
tamos demasiado implicados en el mundo «real»
para ocuparnos de los asuntos espirituales, aun-
que son siempre los asuntos espirituales los que
marcan la diferencia en nuestra manera de abor-
dar las responsabilidades públicas. El matrimo-
nio, los negocios, los hijos, las actividades profe-
sionales...: todo está organizado para eliminar la
contemplación. Abordamos la vida como si no
existiera una dimensión espiritual inherente a
14 LA VIDA ILUMINADA

cada una de esas manifestaciones, cuando lo


cierto es que nadie tiene más necesidad de con-
templación que una madre preocupada, un padre
irritable, un ejecutivo ambicioso, un profesional
luchador, una mujer pobre, un hombre enfermo.
Así pues, en esas situaciones necesitamos medi-
tación, comprensión, sentido y paz de espíritu
con más urgencia que en ninguna otra. Personas
de todos los niveles sociales, en todos los tiem-
pos, han conocido la necesidad y han buscado la
presencia de Dios en las situaciones y momentos
menos favorables, menos piadosos. Este libro
recuerda esas cualidades y las aplica al presente.
La religión se ocupa de ritos, de la moral, de
sistemas de pensamiento..., todos ellos buenos,
pero todos incompletos. La espiritualidad se
ocupa de cómo llegar a tener conciencia de lo
sagrado. Con esa conciencia se tiene perspectiva,
se tiene paz. Con esa conciencia la persona acce-
de a la plenitud.
La vida no es una prueba de resistencia. Es un
misterio que se ha de revelar. La vida emana del
hecho de vivir de esa revelación. Las actitudes
que adoptamos y las ideas que extraemos de cada
uno de los momentos que nos tocan constituyen
el fondo profundo del alma que aportamos a los
acontecimientos más mundanos de la vida.
Actitudes e ideas miden la calidad de nuestras
vidas. La verdad es que la vida es lo único que
realmente posee cada uno de nosotros. Es la
única cosa en el universo sobre la que tenemos
VIDA ILUMINADA 15

algún tipo de control real, por insignificante que


sea.
Nuestra vida es una vida ajetreada, a veces
tremendamente ajetreada. Vivimos en un mundo
cuyas presiones y ritmo frenético nos consumen,
agotan nuestras almas, secan nuestros corazones,
ahogan nuestros espíritus y hacen que la vida
tenga más de cadena de obligaciones que de mis-
terio jubiloso. Nos pasamos el tiempo hablando
por teléfono y haciendo compras, lavando ropa,
haciendo recados por calles estrechas y abarrota-
das de gente, siguiendo costumbres rutinarias,
acudiendo a reuniones, contestando a una pre-
gunta tras otra, ejecutando movimientos repetiti-
vos, haciendo colas por un motivo u otro, acu-
diendo cada día al trabajo, acostándonos tarde
-demasiado tarde- un día tras otro, una noche
tras otra. Cerramos los ojos al final del día y nos
preguntamos adonde se ha ido la vida.
Nos pasamos la vida demasiado fatigados
para cuidar un jardín, demasiado distraídos para
leer, demasiado ocupados para hablar, demasia-
do acosados por personas y compromisos para
organizar nuestras vidas, para meditar en nuestro
futuro, para apreciar nuestro presente. Nos limi-
tamos a seguir adelante, día tras día. ¿Dónde está
lo que significa ser humano en todo eso? ¿Dónde
está Dios en todo eso? ¿Cómo vamos a extraer el
máximo de la vida si la misma vida es nuestro
mayor obstáculo para ello? ¿Qué significa ser
espiritual, ser contemplativo, en medio del caos
individual que invade nuestras pequeñas e insig-
16 LA VIDA ILUMINADA

niñeantes vidas? ¿Adonde podemos acudir en


busca de un modo distinto de vivir cuando no
tenemos más remedio que vivir como vivimos?
Los monjes del desierto, a solas en el desola-
do yermo del Egipto del siglo iv, lucharon con
los elementos de la vida, escrutaron sus funda-
mentos, revisaron sus verdades y transmitieron
su sabiduría a los que la buscaban. Miles de per-
sonas vieron la diferencia en sus vidas sencillas
y desnudas y acudieron a sus pequeños monaste-
rios para preguntar cómo se podía extraer tal sig-
nificado de aquella aparente privación. Monjes y
monjas, los padres y las madres espirituales del
desierto, dejaron a los siglos posteriores mensa-
jes que han servido y siguen sirviendo de mode-
lo para configurar la vida. Quince siglos después,
sus palabras todavía resuenan a través del tiem-
po, pidiéndonos a cada uno de nosotros que asu-
mamos, como timón y faro, una serie de valores
concebidos para proporcionar profundidad, sen-
tido y felicidad a los más aturdidos, a los más
oprimidos, a los más agostados de nosotros.
La vida iluminada es una llamada. Nos invita
a dejar de buscar técnicas espirituales y fórmulas
psicológicas para dar contenido a nuestras vidas.
Nos pide que recordemos una vez más la orien-
tación espiritual que ha resistido la prueba del
tiempo. Nos pide que penetremos en nosotros
mismos para limpiar el corazón de escombros,
en vez de centrarnos en tratar de controlar el en-
torno y las situaciones que nos rodean. Nos lleva
a ver el presente con los ojos del alma, de modo
VIDA ILUMINADA 17

que podamos vislumbrar el cielo que cada vida


lleva dentro de sí. Nos introduce en nosotros
mismos y, al mismo tiempo, nos saca de nosotros
mismos.
El abad Sisoés dijo: «Busca a Dios, no el
lugar donde vive Dios». Nosotros vivimos y res-
piramos, crecemos y nos desarrollamos en el
seno de Dios. Y, aun así, buscamos a Dios en
otros lugares: en espacios concretos, por proce-
dimientos especiales, en las cimas de las monta-
ñas y en las cavernas, en días específicos y con
ceremonias especiales. Pero la vida que está
llena de luz sabe que Dios no está allí, sino aquí.
Para que tengas experiencia de él. La única pre-
gunta es: ¿cómo?
onaciencia

Un hermano fue a ver al abad Moisés, en su


ermita de Scitia, para pedirle consejo; y el
anciano le dijo: «Ve y siéntate en tu celda, y tu
celda te lo enseñará todo».
Lo que está justamente delante de nosotros es lo
que menos vemos. Damos por supuestas, sin
apenas mirarlas, las plantas que tenemos en
nuestra habitación. No prestamos atención a la
llegada de la noche. Desdeñamos la invitación
que un vecino nos hace con la mirada. Sólo nos
vemos a nosotros mismos en acción e ignoramos
lo que nos rodea. En consecuencia, corremos el
riesgo de salir de cada situación con lo mismo
con que entramos.
Aprender a percibir lo evidente, los colores
que atraen a nuestro espíritu, las formas que
reclaman nuestra atención, las miradas en los
rostros de los que están delante de nosotros, difu-
minados por la familiaridad, sumidos en el vacío
del anonimato -el contexto en el que encontra-
mos nuestro distraído yo-, es el principio de la
contemplación. La conciencia del poder del pre-
sente -la atención monástica centrada en el pre-
sente- es esencia de la vida contemplativa y ele-
mento común a todas las tradiciones contempla-
tivas. «¡Oh, prodigio de prodigios! -exclama el
maestro sufí-. Corto leña y saco agua del pozo».
En otras palabras: vivo en el presente. Sé que lo
que es, es la presencia de Dios para mí. «El pri-
22 LA VIDA ILUMINADA

mer grado de la humildad consiste en que,


teniendo el monje siempre presente el temor de
Dios, no olvide ni deje borrar jamás de su memo-
ria cosa alguna de cuanto Dios tiene mandado»,
dice la Regla de san Benito. Contempla como
sagradas todas las cosas de la vida. Esta proxi-
midad grita algo en nosotros. Este árbol despier-
ta el sentimiento en nosotros. Esta obra hace
vibrar la esperanza en nosotros. En realidad,
todo lo que hay en la vida nos habla de algo.
Sólo cuando aprendemos a preguntar qué nos
dice el mundo de nuestro entorno en cada
momento, en esta situación concreta, atendemos
al semillero de nuestra alma.
La consciencia nos pone en contacto con el
universo. Aprovecha todas las relaciones, desen-
mascara cada acontecimiento, cada momento, en
busca del significado que subyace a su significa-
do. La pregunta no es tanto qué ocurre en la habi-
tación, cuanto qué me ocurre a mí por su causa.
¿Qué veo aquí de Dios que no podría ver en nin-
gún otro lugar? ¿Qué pide Dios a mi corazón a
raíz de cada acontecimiento, de cada situación,
de cada persona de mi vida? Etty Hillesum, una
judía que estuvo en un campo de concentración
nazi, veía la bondad en sus guardianes alemanes.
Eso es contemplación, eso es deseo de ver como
Dios ve. Tal vez no sirva para cambiar la dificul-
tad, el hastío, la naturaleza de una situación per-
niciosa y funesta, pero sí puede cambiar la textu-
ra de nuestros corazones, la calidad de nuestras
respuestas, la profundidad de nuestro entendi-
CONSCIENCIA 23

miento. Sin consciencia, los enemigos seguirán


siendo siempre únicamente, enemigos y la vida
será siempre insulsa.
Mientras no sea verdaderamente consciente
del mundo en el que vivo, posiblemente no podré
extraer de una situación más que un mero esbo-
zo de realidad, una especie de caricatura del
tiempo. Comprender realmente que Dios se
encuentra en lo que está delante de mí lleva toda
una vida. Nos pasamos la mayor parte del tiem-
po mirando, esforzándonos por ver a Dios en la
niebla, detrás de la nube, más allá de la oscuri-
dad. Cuando vemos a Dios unos en otros, en la
creación, en el momento, es cuando empieza
realmente el viaje espiritual.
En la vida todo está pensado para llevarme
más allá de mi yo superficial, hasta mi mejor yo,
hasta el Bien Último que es Dios. Pero, antes de
que esto pueda ocurrir, tengo que estar vivo en
él. De cada una de las realidades tengo que inda-
gar qué me dice acerca de la vida. ¿Por qué?
Porque, cuando dejamos de escudriñar todas las
partes de nuestras vidas, nuestras almas ya están
muertas.
Para ser un espíritu contemplativo tengo que
preguntar a propósito de cada realidad: ¿qué hay
de Dios en esto para mí?
Una noche, unos bandidos entraron en la ermita
de un anciano monje y le dijeron: «Venimos a
llevarnos todo lo que hay en tu celda». Y el
monje les contestó: «Tomad todo lo que veáis,
hijos míos». Los bandidos recogieron todo lo
que encontraron y se marcharon. Pero se dejaron
una pequeña bolsa con unos candelabros de
plata. Cuando el monje la vio, la agarró y salió
corriendo tras ellos gritando: «¡Tomad esto! Os
lo habéis dejado, y los candelabros son los obje-
tos más bellos de todos».
Posiblemente, lo que más se echa en falta en este
nuestro mundo de la alta tecnología es la belleza.
En vez de ella, valoramos la eficacia. Preferimos
el funcionalismo al arte. Creamos cachivaches.
Nos encanta lo «kitsch». Pero la belleza, la
correcta proporción en todas las cosas, la armo-
nía en el universo de nuestras vidas, la verdad en
las apariencias, se nos escapa. Recubrimos con
pintura espléndidas maderas. Preferimos las flo-
res de plástico a las naturales. Reproducimos la
Pietá en plástico. Sacrificamos lo natural y lo
real en beneficio de lo vulgar y lo pretencioso.
Como personas, estamos inmersos en lo trivial.
Una pérdida de compromiso con la belleza
puede ser el más claro indicio que tenemos de
haber perdido el camino que debía llevarnos a
Dios. Sin belleza, nos privamos de la gloria del
rostro de Dios aquí y ahora.
La belleza es la más provocadora promesa
que tenemos del que es bello por definición. Nos
atrae, nos llama y nos seduce. Los espíritus tie-
nen sed de belleza, medran con ella y con ella
alimentan la esperanza. Es la belleza la que mag-
netiza al contemplativo, cuyo deber consiste en
regalar belleza, a fin de que el resto del mundo,
28 LA VIDA ILUMINADA

en medio de la suciedad, la fealdad y el dolor,


pueda recordar que la belleza es posible.
La belleza alimenta la contemplación y es su
fin. El sentimiento de la belleza despierta en
nosotros la conciencia de lo eterno en lo tempo-
ral. Nos llama, más allá del presente y el pasado,
a ese eterno Ahora en el que la belleza vive para
siempre.
En otras palabras, la belleza eleva la vida por
encima de los anestesiantes clichés de la vulgari-
dad. El encuentro con lo bello eleva nuestros
ojos por encima del lugar común y nos ofrece
una razón para seguir adelante, para trascender
lo mundano, para esforzarnos siempre por ser
más de lo que somos. En medio de la lucha, las
tinieblas y la fealdad, la belleza nos hace caer en
la cuenta de que, cualquiera que sea su precio, lo
mejor de la vida es realmente posible.
La belleza nos lleva, más allá de lo visible, a
las más altas cumbres de la conciencia; más allá
de lo ordinario, a lo místico; más allá de lo pro-
vechoso, a la verdad sin fin. La belleza sostiene
al corazón humano en medio del dolor y la
desesperación. Por muy opaco que pueda ser un
mundo marcado por la mediocridad, en último
término la belleza, al penetrar en nuestras almas,
es capaz de trascender la fealdad de un mundo
inmerso en lo trivial, lo chabacano, lo imitativo,
lo excesivo y lo cruel. Haber visto un trasunto de
la belleza de la que emana la belleza es una expe-
riencia profundamente espiritual que nos grita:
«¡Más! ¡Aún hay más!».
BELLEZA 29

La belleza no tiene nada que ver con el hecho


de tener suficiente dinero para comprar todo lo
que uno ve. Tiene que ver con el gusto para reco-
nocer la calidad, la profundidad, la verdad, la
armonía, cuando la tenemos ante los ojos. El
poeta John Keats escribió: «La belleza es verdad
y la verdad es belleza. / Esto es cuanto sabemos
y cuanto necesitamos saber». En otras palabras,
una cosa es bella cuando realmente es lo que pre-
tende ser. Naturalmente, hay remedios para una
carencia del espíritu. Podríamos retirar las vallas
publicitarias que convierten el paisaje en un
basurero de ideas viejas. Podríamos eliminar el
estallido de colores y cosas que inundan el espa-
cio y hacen que resulte imposible ver dentro del
alma de las cosas. Podríamos negarnos a permi-
tir que la gente convierta las estatuas de mármol
en reproducciones de plástico. Podríamos estu-
diar el orden, la armonía, las proporciones de una
flor. Podríamos enseñar a nuestros ojos a buscar
lo que hay debajo de lo evidente en las arrugas
de la edad, en los nudillos deformes de las manos
de un trabajador. Podríamos estudiar el significa-
do de cada momento, lo fundamental de cada
posibilidad, la esencia de cada encuentro. O, sen-
cillamente, podríamos adquirir una de esas pie-
zas de arte que desgarran el alma, colocarla en
un lugar solitario por encima y delante de las
cosas comunes que normalmente nos rodean y
dejar que su impacto penetrara en nosotros hasta
que descubramos que ya nunca más podremos
sentirnos satisfechos de nuevo, que nunca más
30 LA VIDA ILUMINADA

podremos ser anestesiados de nuevo por las vul-


garidades del mundo en que vivimos.
Lo que no cultivamos dentro de nosotros no
puede existir en el mundo que nos rodea, porque
somos su microcosmos. No podemos lamentar la
pérdida de calidad en nuestro mundo y no sem-
brar la belleza a nuestro paso. No podemos cen-
surar la pérdida de lo espiritual y seguir actuan-
do únicamente en el plano de lo vulgar. No pode-
mos esperar la plenitud de la vida sin fomentar la
plenitud del alma. Debemos buscar la belleza,
estudiar la belleza, rodearnos de belleza. Para
reavivar el alma del mundo, nosotros mismos
debemos convertirnos en belleza. Donde este-
mos, tiene que haber más belleza que antes de
nuestra llegada, porque hemos estado allí.
Para ser contemplativos tenemos que eliminar
el desorden de nuestras vidas, rodearnos de
belleza y regalarla consciente, infatigable y per-
sistentemente, hasta que el pequeño mundo del
que somos responsables empiece a reflejar la
belleza pura que es Dios.
otnuníbuly

Casiano contaba esta historia: «El abad Juan,


prior de un gran monasterio, acudió al abad
Pesio, que había vivido durante cuarenta años
en soledad en el desierto. Como Juan apreciaba
muchísimo a Pesio y, por lo tanto, podía hablar-
le con entera libertad, le dijo: "¿ Qué has hecho
de bueno viviendo aquí retirado durante tanto
tiempo, sin que nadie te molestara?". Pesio le
contestó: "Desde que vivo en soledad, el sol
nunca me ha visto comer". Y el abad Juan le
replicó: "Pues a mí, desde que convivo con
otros, el sol nunca me ha visto enojado"».
Es evidente que la soledad, elemento de la vida
contemplativa sometido a veces a interpretacio-
nes románticas y a menudo exageradas, tiene que
librar sus batallas. Pero, de acuerdo con lo que
nos sugieren los monjes del desierto, cuando ele-
gimos la soledad como morada de nuestras
almas, la tentación puede consistir en medir el
desarrollo espiritual de acuerdo con normas
menos exigentes que las que se describen en el
Evangelio. Los antiguos sabían que, cuando una
persona vive sola, puede resultar muy tentador
confundir la práctica con la santidad. Si la medi-
da de la espiritualidad es únicamente el rígido
ascetismo físico y la fidelidad a las reglas, los
ayunos y las normas rutinarias, el proceso de
maduración espiritual responde a una especie de
aritmética espiritual. Contabilizamos lo que
hemos hecho, aquello a lo que hemos «renuncia-
do», lo que hemos evitado... y nos consideramos
santos. Los grandes maestros de la vida espiri-
tual sabían que el problema radica en que esa
evaluación es parcial. Buscar el pleno desarrollo
humano, la plena madurez espiritual, fuera del
ámbito de la comunidad humana es pretender lo
imposible.
34 LA VIDA ILUMINADA

El verdadero contemplativo no tiene que ale-


jarse de la vida para encontrar a Dios. El autén-
tico contemplativo oye la voz de Dios en la voz
del prójimo, ve el rostro de Dios en el rostro del
prójimo, conoce el deseo de Dios en la persona
del prójimo, sirve al corazón de Dios cuidando
las heridas y contestando a la llamada del otro.
«Los monjes más animosos -subraya la Regla de
san Benito- son los que viven en comunidad...
Rara vez se concederá permiso a nadie para vivir
solo». San Basilio, uno de los primeros impulso-
res del monacato oriental, pregunta explícita-
mente: «¿A quién debe lavar los pies el ermita-
ño?». Las implicaciones son claras. Es la comu-
nidad humana la que pone a prueba el calibre
espiritual del ser humano.
La comunidad, enseña el abad Juan, nos
llama a ese tipo de relaciones que nos hacen atra-
vesar los campos minados del egoísmo personal,
que nos confrontan con momentos de responsa-
bilidad personal, que nos elevan al nivel del
heroísmo personal y nos hacen experimentar día
tras día el rigor de la compasión personal.
Cuando en las necesidades ajenas vemos qué es
aquello a lo que tenemos que renunciar, entonces
es cuando realmente nos vaciamos de nosotros
mismos. Es en los desafíos de los tiempos donde
el Espíritu habla a través nuestro. Cuando tene-
mos que hacer frente a la intransigencia declara-
da de los demás, comprendemos nuestro propio
pecado. Cuando reconocemos en el mundo que
nos rodea la llamada de Dios, nuestra respuesta a
COMUNIDAD 35

la raza humana se convierte en la medida de la


calidad de nuestras almas.
Cuando se desata en nosotros la ira de mane-
ra constante e incontenible, erradicamos a los
demás de nuestros corazones. Cuando pasan los
meses y ni siquiera nos hablamos con nuestros
vecinos, ni los buscamos, ni nos molestamos en
salir de nuestro aislamiento para admitir su exis-
tencia, estamos negando la creación. Cuando en
nuestra vida los consejos son algo a lo que nos
resistimos, y las preguntas algo que evitamos,
Dios no tiene voz con que llamarnos.
El contemplativo ve al Creador en el resplan-
dor de lo creado. Con el tiempo llegamos a com-
prender que Dios está realmente en todas partes.
La bondad que vemos en los demás nos permite
vislumbrar el rostro de Dios. Lo que aprendemos
de los demás lo aprendemos sobre nosotros mis-
mos. El respeto con que consideramos a los
demás pone de manifiesto nuestra teología de la
creación. La manera en que reaccionamos a las
necesidades de los demás nos dice algo acerca de
nuestras propias necesidades. La atención que
prestamos a los demás revela nuestro verdadero
sentido de la inmensidad del universo y lo pro-
longa más allá de nosotros mismos. En los
demás vemos la clase de compromiso que supo-
ne seguir creyendo cuando nuestra propia fe se
tambalea. En los demás buscamos la clase de
visión que ensanche la nuestra más allá de lo
cotidiano. Dependemos de los demás para alcan-
zar la sabiduría que va más allá de las meras res-
36 LA VIDA ILUMINADA

puestas. Nos aferramos a los demás para encon-


trar la clase de amor que llena la vida de sentido,
prueba irrefutable del amor imperecedero de un
Dios para el que no hay palabras.
Obviamente, en considerar con seriedad el lu-
gar que nos corresponde en la comunidad huma-
na radica la calidad de nuestra contemplación.
Para ser verdaderos contemplativos tenemos que
acoger cada día a los demás en el reducido ámbi-
to de nuestras vidas... y escuchar la llamada que
nos hacen a ocuparnos de algo más grande que
nosotros mismos.
í&a f i a r í a

Hablando del abad Pior, decía el abad Pemenio


que cada día empezaba de nuevo.
Uno de los elementos más difíciles, pero también
más sustanciosos, de la vida es el simple y fino
arte de levantarse cada mañana, de hacer lo que
hay que hacer, aunque no sea más que porque es
nuestra responsabilidad. Hacer frente a los ele-
mentos del día y proseguir el camino requiere
una particular clase de coraje. Es en la vida dia-
ria donde ponemos a prueba nuestro temple. Y
no es fácil.
Lo fácil es huir de la vida, que es algo que
cualquiera puede hacer y que, en un momento o
en otro, todos queremos hacer. Soportar los mo-
mentos estériles e improductivos de la vida no
proporciona medallas ni devenga honores. La
tentación es eliminar las dificultades, desapare-
cer cuando aprieta el calor, huir de la monotonía
de la vida diaria, de sus presiones y su aridez, de
la estéril rutina, cuando en otros lugares la vida
parece mucho más rica en emociones y mucho
más gratificante.
Al final, naturalmente, pocos lo consiguen.
Pero el simple hecho de quedarnos donde esta-
mos, porque no hay ningún otro lugar adonde ir,
no es la respuesta. Lo que marca la diferencia es
estar donde tenemos que estar, con el convenci-
miento de que la cotidianeidad es de lo que ver-
daderamente está hecha la contemplación. En-
tonces, el permanecer resulta no sólo soportable,
sino posible.
40 LA VIDA ILUMINADA

La regularidad ha sido una característica de la


vida espiritual, a lo largo de los siglos, en todas
las tradiciones. La Regla de san Benito está cons-
truida sobre un ordo de oración, trabajo y lectu-
ra que forma la espina dorsal de la vida monásti-
ca de cada día. ¿Por qué? ¿Acaso porque se
entiende que la vida espiritual tiene que ser gris?
No, sino porque se entiende que la vida espiritual
tiene que ser constante y tiene que estar centra-
da. La cotidianeidad de las prácticas espirituales,
el quehacer de la vida diaria, evitan que el cora-
zón se disperse y permiten concentrarse a la
mente. La agitación incesante, la variedad ilimi-
tada, la novedad constante, la obsesión por llenar
la vida de artilugios y todo tipo de cosas extrañas
y desusadas, exasperan el espíritu y fragmentan
la visión interior.
La cotidianeidad, la rutina y la regularidad
liberan al corazón para ocuparse de asuntos más
importantes. Los monjes del desierto trenzaban
cestos todos los días de sus vidas para ganar di-
nero con que ayudar a los pobres; y cuando no
vendían los cestos, los deshacían y empezaban
de nuevo. La finalidad era tener ocupado el cuer-
po y libre la mente. El trabajo manual -cortar el
césped, barrer la acera, limpiar las ventanas- no
es una carga cuando la mente está ocupada y el
corazón, como un rayo láser, encuentra su cami-
no hacia Dios. Esperamos que los retiros, las
celebraciones litúrgicas y las grandes reuniones
nos lleven a Dios, y resulta que Dios está con
nosotros todo el tiempo. Sencillamente, estamos
VIDA DIARIA 41

demasiado preocupados, demasiado abstraídos


para verlo. Corremos de un lugar a otro y de una
cosa a otra, pasamos de una idea a otra y no reco-
nocemos a Dios en la monotonía del día a día.
No damos descanso a nuestro espíritu, que se
muere de hambre espiritual cuando más lo
necesitamos.
La cotidianeidad nos libera para atender a las
cosas de Dios. Lo importante es preparar la
mente, mediante la oración y la lectura, para ha-
cer de los momentos rutinarios de la vida mo-
mentos de reflexión, de modo que Dios pueda
estar presente de manera consciente en dichos
momentos. Cada día, el contemplativo empieza
de nuevo, intenta de nuevo ahondar en el sentido
de la vida, desaparece de nuevo en el corazón de
Dios, presente en el mundo que nos rodea sólo
con que caigamos en la cuenta de ello. Para ser
contemplativos hemos de tener tiempo para
Dios. Los momentos rutinarios de la vida, los
momentos monótonos de cada día -la ida y la
vuelta del trabajo, la limpieza, la cocina, los
momentos de espera- son regalos de tiempo,
pues, mientras el mundo sigue rodando, los pen-
samientos de Dios toman posesión de nosotros.
Entonces estamos preparados para hacer frente
al caos que llega con la variedad, con los artilu-
gios, con el cambio, con el torbellino de un
mundo en constante movimiento.
Para ser contemplativos tenemos que acordar-
nos de empezar de nuevo, día tras día, a conver-
tir la cotidianeidad en tiempo con Dios.
laminación

La abadesa Sinclética dijo: «A los pecadores


que se convierten les esperan primero trabajos y
un duro combate, y luego una inefable alegría.
Es como el que quiere encender un fuego: pri-
mero lo llena todo de humo, -el cual le hace llo-
rar, pero de ese modo consigue lo que quiere.
También nosotros, con lágrimas y esfuerzo,
debemos encender en nosotros el fuego divino».
En la vida espiritual es importante recordar que
la religión es un medio, no un fin. Cuando nos
quedamos en el plano de las normas y las leyes,
las doctrinas y los dogmas -por muy buenos
guías que puedan ser-, y a todo ello lo llamamos
«vida espiritual», no hemos percibido, ni de
lejos, el sentido de la vida, la llamada de lo divi-
no, la plenitud del yo.
La iluminación es la capacidad de ver más
allá de todas las cosas que deificamos para
encontrar a Dios. Divinizamos la religión y, por
eso, no vemos divinidad alguna allí donde no hay
religión, aun cuando la bondad resulta evidente y
constante en las personas más sencillas y en los
lugares más remotos. Rendimos honores nacio-
nales a Dios y no vemos la presencia de Dios en
otras naciones, y especialmente en las naciones
no cristianas. Divinizamos la seguridad personal
y no somos capaces de ver a Dios en las dimen-
siones inhóspitas sombrías y estériles de la vida.
Hacemos del color de nuestra piel el color de
Dios y no conseguimos verlo en el que viene a
nosotros con diferente aspecto. Atribuimos un
género a Dios y se nos escapa la presencia de su
Espíritu en todas partes y en todas las personas.
46 LA VIDA ILUMINADA

Separamos espíritu y materia como si fueran dos


cosas diferentes, aunque ahora sabemos, gracias
a la física cuántica, que la materia no es más que
un conjunto de campos de fuerza densificados
por la acción de la energía. En otras palabras:
somos uno con el universo; no estamos separa-
dos de él, ni somos diferentes de él, ni estamos
por encima de él. Estamos en él, todos nosotros
y todas las cosas, nadando en una energía que es
Dios. Estar iluminado es ver detrás de las formas
al Dios que las mantiene en la existencia.
La iluminación ve también más allá de las
figuras e iconos que pretenden personificar a un
Dios que es demasiado personal y demasiado
grande para identificarlo con una figura, una
forma o un nombre. La iluminación nos lleva,
más allá de nuestros provincianismos, a ver la
presencia de Dios en todas partes, en todas las
personas, en el universo.
Estar iluminado es estar en contacto con el
Dios que está dentro y alrededor de nosotros,
más que dejarse absorber por un solo camino,
por una sola manifestación, por una sola cons-
trucción específica confesional o nacionalista,
por muy buena y bien intencionada que sea.
Es práctica habitual en muchos monasterios
volverse y hacer una reverencia a la hermana que
ha ido a tu lado en procesión hasta el coro, des-
pués de inclinarse ante el altar, cuando se entra
en el oratorio para orar. El significado de esta
costumbre monástica es obvio: Dios está en tanto
el mundo que nos rodea, y en todas y cada una de
ILUMINACIÓN 47

las personas, como en el altar o en el oratorio.


Dios es la sustancia de nuestras vidas, el aliento
de nuestras almas, que nos llama constantemen-
te a una mayor comprensión de la Vida en todas
sus formas.
Estar iluminado es saber que el cielo no
«viene», sino que ya está aquí. Lo que sucede es
que no hemos sido aún capaces de comprender-
lo, porque, como el rey Arturo en su búsqueda
del Santo Grial, miramos en los lugares equivo-
cados, adoramos los ídolos equivocados y nos
aferramos a los conceptos equivocados de Dios.
Estamos siempre en camino hacia algún otro
lugar, siendo así que el lugar en el que estoy,
cualquiera que sea, es el verdadero lugar de mi
acceso a Dios, el lugar de mi unión con la Vida
que da vida.
Para ser contemplativo tengo que abdicar de
mis ideas de separación respecto de Dios y dejar
que Dios me hable por medio de todo cuanto se
filtra, a través del universo, hasta los poros de mi
minúscula vida. Entonces me encontraré, como
promete la abadesa Sinclética, en el punto de
ignición del fuego divino.
El abad Dulas, discípulo del abad Besarían,
dijo: «Caminábamos junto a la orilla del mar. Yo
tenía sed y dije al abad Besarían: "Padre, tengo
mucha sed". El anciano, después de hacer ora-
ción, me dijo: "Bebe agua del mar". Y, cuando
bebí, el agua estaba dulce. Luego puse un poco
en un vaso, por si volvía a tener sed. Al ver el
anciano lo que había hecho, me dijo: "¿Para
qué llevas ese vaso?". Y le contesté: "Perdona,
padre, es por si vuelvo a sentir sed". Y dijo el
anciano: "Dios, que está aquí, está en todas
partes"».
La fe es la puerta, la meta y el fundamento de la
vida contemplativa. La fe no es sectaria. Es con-
fianza en un Dios al que no podemos ver, pero
que sabemos sin lugar a dudas que existe, aun-
que no sea más que porque sentimos el poder de
la vida dentro de nosotros, al tiempo que cono-
cemos nuestra pequenez. Consciente de la pre-
sencia de Dios en todas partes, abrumado por el
esfuerzo de vivir con una conciencia marcada
por la muerte, el contemplativo tiene fe en el pro-
ceso de la vida.
La fe contemplativa no se basa en la magia ni
en la creencia en un Gran Marionetista. El con-
templativo sabe, simplemente, que el Dios que
dio la vida la sustenta, la hace posible y nos ha
procurado cuanto necesitamos para vivirla con
sentido profundo y con plena responsabilidad. El
contemplativo sabe lo que es vivir en el seno de
Dios. El contemplativo, de quien la Regla de san
Benito dice que «ora siempre», está permanen-
temente en contacto con Dios, en cuya Vida
vivimos.
La fe va más allá de la pureza doctrinal, la
devoción religiosa y la santa austeridad. La fe
descansa en los brazos de Dios, confía en el hoy
52 LA VIDA ILUMINADA

y acepta el mañana, porque sabe que, sea el día


que sea, Dios está en él. La fe da seguridad allí
donde se da la posibilidad sin certeza. La fe sos-
tiene allí donde se da la incertidumbre sin segu-
ridad. La fe fundamenta la confianza en que la
vida tiene una finalidad, aun cuando no se vea
con claridad. La fe vive en el misterio que es
Dios y florece en la vida.
La fe no es la creencia en una vida futura
basada en la «prueba del nueve» de la moral ac-
tual. Para el contemplativo, palabras como «ma-
lo» y «bueno» carecen de importancia. Una y
otra pueden convertirse en su contraria. De lo
malo ha brotado mucho bueno. A menudo es el
pecado el que nos desenmascara ante nosotros
mismos y abre el camino al crecimiento. La vir-
tud madura es virtud probada, no virtud libre de
pruebas. Por otra parte, a menudo una gran bon-
dad, cualesquiera que sean sus efectos, se ha
deteriorado hasta el punto de convertirse en arro-
gancia, en una falsa honradez viciada por su
propia rectitud. Pero ambas cosas, maldad y bon-
dad, vividas a la luz de Dios, palidecen y que-
dan empequeñecidas frente a la Vida que las
trasciende.
La vida no es un juego que nosotros ganemos,
ni Dios es un trofeo que merezcamos. Por muy
«buenos» que seamos, no somos lo bastante bue-
nos para Dios. Por otra parte, por muy «malos»
que seamos, nunca podremos estar fuera de
Dios. Lo único que podemos esperar, en cual-
quier caso, es adquirir tal conciencia de Dios que
FE 53

ningún dios menor pueda atraer nuestra atención,


y ningún dios insignificante y egoísta pueda pri-
varnos de la plenitud de consciencia en que con-
siste la plenitud de Vida. Este acceso a la
Totalidad, esta experiencia de la Finalidad más
allá de toda finalidad, esta identificación con
todo cuanto existe, es el proyecto de la vida.
El contemplativo sabe que la vida es un pro-
ceso. No es que no le importen todos los ele-
mentos de la vida, por muy mundanos que sean.
Por el contrario, al contemplativo le importa
todo. Todo habla de Dios, y Dios está en todas
las cosas y las trasciende todas.
Tener fe para tomar la vida en pequeñas
dosis, tal como viene -vivirla con el convenci-
miento de que hay para mí algo de Dios aquí y
ahora, en este preciso instante-, forma parte de la
esencia de la felicidad. No es que Dios sea una
caja de sorpresas; es que la vida es un paso en el
camino hacia un Dios que hace el camino con
nosotros, por muy largo y peligroso que sea.
La idea de la vida en un pequeño planeta que
gira en el espacio es una receta casi infalible para
la desesperación. Esa idea de que estamos solos,
a la deriva y sin sentido es fuente de angustia. Pa-
ra la persona de fe, es este mismo misterio el que
nos empuja hasta el borde de nuestras almas,
donde la vida es el principio, no el fin, y nos ha-
ce descender al centro de nuestras almas, don-
de Dios, la energía del espacio, nos espera
sonriente.
54 LA VIDA ILUMINADA

Para el contemplativo, la fe no tiene que ver


con que se nos encienda la luz verde antes de lle-
gar al semáforo de la esquina, ni tampoco con
que un tumor canceroso desaparezca a una orden
nuestra. La fe tiene que ver con el convenci-
miento de que la vida es el tabernáculo de un
Dios vivo empequeñecido por nuestros pobres
iconos del Ser. Para el contemplativo es evidente
que todas y cada una de las numerosas formas de
vida revelan, en cierto modo, la Vida que es su
Fundamento. El contemplativo, por haber vivido
esta vida, sabe que la vida venidera será buena.
Para ser contemplativos hemos de tener una
fe que trascienda nuestra necesidad de solucio-
nes mágicas a los problemas cotidianos. Hemos
de permitir que el alma se eleve libremente y su-
pere la idea de un Dios capaz de subvertir el or-
den natural por nuestra causa. La fe sólo llega
cuando estamos dispuestos a confiar en la Oscu-
ridad que es Luz, en los puntos arduos de un
mundo frágil, cada uno de los cuales habríamos
preferido hacer más cómodo.
recítníento

Un soldado le preguntó al abad Míos si Dios


perdonaría a un pecador. El anciano, después de
instruirle durante un rato, le preguntó: «Dime,
hijo, si tu capa estuviera rota, ¿la tirarías?».
«No -contestó el soldado-, la remendaría y me
la pondría de nuevo». Entonces el anciano aña-
dió: «Pues si tú cuidas hasta ese punto de tu
capa, ¿ crees que Dios se va a ocupar menos de
una criatura suya?».
La iluminación abre el alma a percibir la vida
divina en todas partes, la santidad de la existen-
cia, la interconexión de las diversas partes del
universo, la unidad de la creación. Es una con-
ciencia que hace posibles la moralidad y la
madurez, pero que no es ni moralidad ni madu-
rez. La unión con Dios no es la perfección del
yo, ni un distintivo de excelencia. La unión con
Dios es la certeza de la presencia viva de Dios en
todas partes, en mí, a mi alrededor, por encima y
por debajo de mí. Como decían los místicos
irlandeses, «delante y detrás de mí, a mi derecha
y a mi izquierda».
La unión con Dios no es algo estático y que,
una vez alcanzado, deje al alma como petrifica-
da en un momento fijo e interminable de ilumi-
nación suspendido sobre la vida. Al contrario: la
vida es vida. No se congela en ningún momento
y en ninguna circunstancia. La vida continúa,
cualquiera que sea nuestra conciencia de Dios. Y
nosotros con ella. Seguimos adelante, aferrados
a la vida. Seguimos creciendo en conciencia.
Seguimos luchando para ser dignos de la con-
ciencia en que ahora caminamos. Y a menudo
fracasamos.
58 LA VIDA ILUMINADA

La vida no es cuestión de perfección, porque


ésta no es algo que la vida ofrezca. Nuestros
cuerpos no se desarrollan para llegar a un estadio
final y quedar fijos en una forma eterna. Los
científicos nos dicen que todas las moléculas
proteínicas de nuestros cuerpos cambian cada
seis meses. Cada seis meses, es como si fuéra-
mos nuevos; tal vez no ostensiblemente diferen-
tes, pero nuevos. Y tampoco nuestras almas al-
canzan un estado estático. Cada día hacemos
nuevas nuestras almas. Cada día repensamos an-
tiguas decisiones y tomamos otras nuevas. Por-
fiamos, luchamos y nos arrepentimos una y otra
vez. Cada día de nuestras vidas nos convertimos
un poco más en Dios o un poco más en nosotros
mismos.

La contemplación tiene algo que ver con los


modos en que decidimos crecer. Podemos entre-
garnos totalmente a satisfacer nuestro yo. Pode-
mos anhelar, acaparar, acumular y exigir respeto
al resto del mundo, hasta que nos duelan los pul-
mones de tanto gritar y nuestros corazones refle-
jen nuestro vacío. Podemos, si queremos, afe-
rramos para siempre al culto a nosotros mismos.
Podemos invertir en nosotros mismos todo cuan-
to somos, por insignificante que pueda ser el
asunto. La cultura occidental no sólo acepta el
centramiento exclusivo en uno mismo, sino que
lo fomenta. Conseguirlo y mantenerlo es el ban-
derín de enganche de nuestro tiempo. Pero hay
otra posibilidad.
CRECIMIENTO 59

Podemos decidir crecer por encima del yo,


que es un altar erigido a los ídolos de hoy. Pode-
mos esforzarnos por deshacernos de los concep-
tos que sofocan nuestras almas en nombre de una
falsa superioridad: que las mujeres son invisi-
bles, que los hombres son superiores, que los
extranjeros son grano para nuestros molinos eco-
nómicos, que la naturaleza es sólo para nuestra
satisfacción, que, como seres humanos, estamos
por encima del resto del universo y al margen de
sus limitaciones y restricciones. Podemos, por
otra parte, hacer de nosotros nuestro propio
Dios. Pero, si lo hacemos, perderemos el verda-
dero regalo que la vida debe ofrecernos: el don
de crecer. El contemplativo vive para crecer en
unidad con el universo.
Para ser contemplativos tenemos, pues, que
vivir en sincronía con la mente de Dios, en sin-
tonía con el resto de la especie humana y en con-
tacto con las debilidades de nuestras almas, esos
lugares donde el amor de Dios irrumpe para col-
marnos de lo que por nosotros mismos no tene-
mos. El crecimiento no consiste simplemente en
evitar el pecado, sea cual sea la idea que tenga-
mos del pecado a medida que pasamos de una
fase a otra en la vida. En realidad, el pecado
puede ser lo que nos lleve a la iluminación.
Cuando estoy más enojado, soy más consciente
de mi necesidad de paz. Cuando soy más arro-
gante, me doy cuenta de lo mezquina que es mi
postura. Cuando me muestro más inflexible,
comprendo cómo me aisla mi postura de fuerza.
60 LA VIDA ILUMINADA

No, el verdadero crecimiento consiste en descu-


brir que Dios está a nuestro lado esperando con-
sumirnos. Si somos capaces de dejar de consu-
mir para nosotros mismos cada momento, cada
persona, cada acontecimiento, cada experiencia,
y en la medida en que lo hagamos, Dios podrá
reinar en nosotros.
Para ser contemplativo tengo que empezar
cada mañana a ser más de lo que era cuando
empezó el día, siendo cada vez más consciente
del Dios silencioso y magnífico que me habita.
El abad Xantias decía: «Un perro es mejor que
yo, porque él también siente amor, pero, a dife-
rencia de mí, no emite juicios».

El abad Sármatas decía: «Prefiero una persona


que ha pecado, si es consciente de haber pecado
y se ha arrepentido, a una persona que no ha
pecado y se considera justa».

i
La humildad y la contemplación son las herma-
nas gemelas invisibles de la vida espiritual. No
puede existir la una sin la otra. En primer lugar,
no hay vida contemplativa sin humildad, la cual
nos permite percibir, superando el mito de nues-
tra propia grandeza, la grandeza cósmica de
Dios. En segundo lugar, una vez que hemos co-
nocido realmente la grandeza de Dios, vemos el
resto de la vida -incluidos nosotros mismos- en
perspectiva. Cuando el hombre llegó a la Luna,
comprendimos cuan insignificantes éramos real-
mente en el universo. Empezamos a revisar todas
nuestras ideas, tan celosamente poseídas, sobre
la importancia del ser humano. La humildad
lleva directamente a la contemplación.
La humildad me permite situarme con infini-
to respeto ante el mundo, recibir sus dones y
aprender sus lecciones. Pero ser humilde no sig-
nifica ser empequeñecido. De hecho, la humil-
dad y las humillaciones no son lo mismo. Las
humillaciones me degradan como ser humano.
La humildad es la capacidad de reconocer el
lugar que me corresponde en el universo: polvo
y gloria a la vez; gloria de Dios, ciertamente,
pero polvo, en definitiva.
64 LA VIDA ILUMINADA

La Regla de san Benito recuerda al monje la


necesidad de orar con el salmista: «Yo, en cam-
bio, soy gusano, no hombre». Esto, que a una
generación que da culto al yo puede parecerle la
aniquilación de la dignidad humana, es en reali-
dad su verdad liberadora. En otras palabras, yo
no soy todo lo que podría ser. Ni siquiera soy yo
plenamente, ni menos aún un ideal por el que mi
familia, mis amigos, mi mundo y el universo
entero deban afanarse. Yo no soy más que yo. A
menudo soy débil, a veces arrogante, la mayor
parte del tiempo escondiéndome de mí mismo, y
siempre en algún tipo de necesidad. Natural-
mente, trato de encubrir mis limitaciones, pero
en lo más profundo de mi ser, allí donde el alma
se ve obligada a enfrentarse consigo misma, sé
quién soy en realidad y sé también lo que no soy
en modo alguno, por muy buena que sea mi ima-
gen. Entonces, dice la Regla de san Benito, esta-
mos preparados para la unión con Dios.
No es cuando somos perfectos -una idea que
resulta cada vez más sospechosa en un universo
que en constante expansión- cuando podemos
pretender a Dios. Sólo cuando aceptamos el rudi-
mentario material de que estamos hechos, pode-
mos empezar a ver más allá de nosotros mismos.
Sólo cuando dejamos de ser nuestro propio dios,
puede Dios irrumpir en nosotros.
La Regla de san Benito expone los cuatro gra-
dos de la humildad que conducen a la contem-
plación. El primero nos exige tan sólo que reco-
nozcamos la presencia de Dios en nuestras vidas.
HUMILDAD 65

Dios -dice con toda claridad la Regla-, simple-


mente, es. Dios está con nosotros tanto si reco-
nocemos su presencia, su poder, como si no. A
Dios no se le compra, ni se le conquista, ni se le
gana, ni se le consigue. Dios es el fundamento de
la vida. Lo importante no es que lleguemos a
Dios; lo importante es que no podemos separar-
nos de Dios. Tan sólo podemos ignorar el impac-
to y el significado de la presencia de Dios dentro
de nosotros. «Dios mío, ven en mi auxilio», deci-
mos en mi comunidad todos los días al comenzar
el rezo del Oficio divino. Reconocemos que in-
cluso el deseo de orar proviene del Dios que
habita en nuestro interior.
El segundo grado de humildad nos exige
aceptar los dones de los demás, su lado divino,
su sabiduría, su experiencia, incluso su direc-
ción. Al revelar a otra persona nuestro yo más
íntimo, reconocemos, sí, la presencia de Dios en
los demás, pero también nos liberamos de nues-
tras máscaras y nuestras mentiras, que al final es
probable que nos engañen incluso a nosotros
mismos acerca de nosotros mismos. Para una
mujer es la capacidad de caer en la cuenta de que
ella es algo, no nada. Para un hombre es la gra-
cia de comprender que él no lo es todo. Abiertos
a los dones de los demás y a la verdad de noso-
tros mismos, podemos ver a Dios allí donde Dios
está.
El tercer grado de humildad nos exige desha-
cernos de las falsas expectativas en la vida diaria.
Cuando soy verdaderamente consciente de mi
66 LA VIDA ILUMINADA

pequenez, no me siento movido a pasarme la


vida tratando de satisfacer a mi ego, más que mis
necesidades. No abrigo los delirios de grandeza
que mueven a la gente a tratar de conseguir el
mejor coche, el mejor asiento, la mejor tajada...,
sin tener en cuenta las consecuencias que ello
pueda tener en los demás. La persona llena de
Dios tiene mucha más seguridad que la que pue-
den proporcionar cualesquiera bagatelas en la
vida: comodidades, atavíos, títulos, símbolos...
El cuarto grado de humildad me recuerda la
necesidad de acoger a los demás con bondad. Sí
conozco mis limitaciones, puedo aceptar las
suyas. Entonces puedo andar tranquilamente por
el mundo, sin jactancia, sin pretender ser el cen-
tro de la atención, centrado únicamente en el
Dios que llevo en mí.
Finalmente, el realismo acerca de uno mismo
permite a la mente estar libre para llenarse de
Dios.
Para ser contemplativo es decisivo recordar
cada día al Dios que vive en nosotros. Sólo así
podemos deshacernos de la necesidad de hacer
con nadie en modo alguno el papel de Dios.
nteríoríbub

El abad Isidoro de Pelusio decía: «Vivir sin


hablar es mejor que hablar sin vivir, porque una
persona que vive rectamente nos ayuda con su
silencio, mientras que la que habla demasiado
nos aburre. No obstante, la perfección de toda
filosofía consiste en que las palabras y la vida
estén de acuerdo».
Vivimos en un mundo dominado por la prisa y el
ruido y que no se parece en nada al desierto egip-
cio del siglo m de nuestra era. Nuestro mundo no
tiene nada que ver con un eremitorio en lo alto de
una montaña. La mayoría de nosotros estamos
constantemente urgidos por agendas y fechas
tope, agobiados por la gente y el ajetreo de una
sociedad densa y exigente.
Vivimos en una sociedad cada vez más extra-
vertida, solicitados por mil estímulos en todos
los niveles de la vida. Las instituciones incluso
planifican acontecimientos familiares para noso-
tros, organizan celebraciones cívicas para noso-
tros, diseñan planes económicos para nosotros.
Nos pasamos la mayor parte de la vida satisfa-
ciendo las exigencias sociales de unas institu-
ciones que, paradójicamente, se supone que
fueron ideadas para hacernos posible la expre-
sión personal y que, en lugar de ello, acaban
consumiéndonos.
Incluso las respuestas espirituales que damos
al Dios que nos creó están determinadas en gran
parte por organismos religiosos portadores en su
interior de las tradiciones propias de la denomi-
nación religiosa de la que proceden. Pero el con-
70 LA VIDA ILUMINADA

templativo sabe que los ritos no bastan para ali-


mentar la vida divina en su interior, sino que, en
el mejor de los casos, son elementos accesorios
de la religión. La espiritualidad no es el sistema
que seguimos; es la búsqueda personal de lo
divino en nuestro interior.
La interioridad, la construcción de un espacio
interior para el cultivo de la vida divina, pertene-
ce a la esencia de la contemplación. Interioridad
es adentrarse en uno mismo para estar con Dios.
Mi vida interior es un paseo en la oscuridad con
el Dios que nos habita y nos lleva, más allá de
nosotros mismos, a ser recipientes de la vida di-
vina derramada sobre el mundo.
Entrar en nosotros, descubrir las razones que
nos mueven, los sentimientos que nos bloquean,
los deseos que nos distraen, los venenos que in-
fectan nuestras almas...: todo ello nos conduce a
la claridad que es Dios. Descubrimos los estratos
del yo. Afrontamos el miedo, el egocentrismo,
las ambiciones y adicciones que se alzan entre
nosotros mismos y el compromiso con la presen-
cia de Dios. Detectamos aquellas partes de noso-
tros mismos que están demasiado fatigadas,
demasiado desinteresadas, demasiado distraídas
para hacer el esfuerzo de alimentar la vida espi-
ritual. Hacemos sitio a la reflexión. Nos recorda-
mos a nosotros mismos en qué consiste realmen-
te la vida. Buscamos la sustancia de nuestras
almas.
Ninguna vida puede permitirse el lujo de
estar demasiado atareada para cerrar regular-
INTERIORIDAD 71

mente las puertas al caos: veinte minutos al día,


dos horas a la semana, una mañana al mes... De
lo contrario, y en medio de una larga y solitaria
noche en la que la vida entera parece estar deso-
rientada, descubrimos que en algún punto a lo
largo del camino perdimos la visión de nosotros
mismos, nos convertimos en juguetes del torbe-
llino de la sociedad y, hasta que descendió so-
bre nosotros la oscuridad psíquica, ni siquiera
nos dimos cuenta de que nos había ocurrido a
nosotros.
El contemplativo se examina tanto a sí mismo
como a Dios, de modo que Dios puede invadir
cada uno de los aspectos de la vida. Somos una
sociedad aislada. Estamos rodeados de ruidos,
inundados de palabras y agobiados por la sensa-
ción de impotencia. Y, frustrados por todo ello,
sufrimos verdaderos ataques de desánimo. El
contemplativo se niega a consentir que el ruido
que nos aturde nos haga sordos a nuestra peque-
nez o ciegos a nuestra propia gloria.
La interioridad es la práctica del diálogo con
el Dios que habita en nuestros corazones. Es
también la práctica de la tranquila espera de que
la plenitud de Dios llene nuestro vacío. Dios es-
pera que busquemos la Vida que da sentido a
todas las pequeñas muertes que nos consumen
día a día. La interioridad nos hace ser conscien-
tes de la Vida que sostiene nuestra vida.
El cultivo de la vida interior hace real la reli-
gión. La contemplación no tiene nada que ver
con ir al templo, aunque el templo debe cierta-
72 LA VIDA ILUMINADA

mente alimentar la vida contemplativa. La con-


templación consiste en encontrar al Dios que lle-
vamos dentro, en crear un espacio sagrado en un
corazón saturado de reclamos publicitarios y
promociones, de envidias y ambiciones, para que
el Dios cuyo espíritu respiramos pueda vivir ple-
namente en nosotros.
Para ser contemplativos es preciso dedicar
cada día algún tiempo a acallar la violenta voz
interior que ahoga la voz de Dios en nosotros.
Cuando el corazón es libre para dar volumen a la
llamada de Dios que llena cada minuto, las cade-
nas se rompen, y el espíritu se encuentra a gusto
en cualquier punto del universo. Entonces nues-
tro psiquismo sana, y nuestra vida se plenifica.
El hecho es que Dios no está más allá de
nosotros, sino en nuestro interior, y tenemos que
entrar en nosotros mismos para alimentar el
Aliento que sostiene nuestros espíritus.
uatícía

Decía el abad Jacobo: «Del mismo modo que


una lámpara ilumina una habitación oscura, así
también el temor de Dios, cuando penetra en el
corazón humano, lo ilumina y le enseña todas
las virtudes y mandamientos divinos».
En la vida contemplativa hay un peligro que con-
siste en que a menudo se utiliza la contempla-
ción para justificar el distanciamiento respecto
de las grandes cuestiones de la vida. La contem-
plación se convierte entonces en una excusa para
permitir que el mundo se hunda. Es un uso la-
mentable de la vida contemplativa y, en el fondo,
un uso fraudulento. Si la contemplación consiste
en ver el mundo como lo ve Dios, entonces nece-
sitamos verlo con toda claridad. Si la contempla-
ción significa adentrarse en la mente de Dios,
entonces debemos trascender nuestros pequeños
esquemas. Si la contemplación consiste en asu-
mir el corazón de Dios en el corazón del mundo,
entonces el contemplativo, tal vez más que nin-
guna otra persona, llora y lamenta la erradi-
cación de la voluntad de Dios del corazón del
universo.
La contemplación, búsqueda de lo sagrado en
el tumulto del tiempo, no es un fin en sí misma.
Ser contemplativo no es pasarse la vida en una
especie de jacuzzi espiritual o de sauna sagrada
diseñada para salvar a la humanidad de los as-
pectos deprimentes y sucios de la vida. No es
recurrir al escapismo espiritual. La contempla-
ción es inmersión en la fuerza impulsora del uni-
verso, cuyo efecto consiste en llenarnos de la
misma fuerza, la misma solicitud, la misma
76 LA VIDA ILUMINADA

mente, el mismo corazón y la misma voluntad


que los de Aquel de quien procedemos. Los mís-
ticos de todas las grandes tradiciones religiosas
hablan de lo que esos conceptos implican. «Den-
tro del loto del corazón habita Dios», nos dice el
hinduismo. «Buda es omnipresente: está en todas
las partes, en todos los seres, en todas las cosas,
en todos los países», afirma el maestro budista.
«Adonde quiera que mires, allí está el Rostro de
Dios; Dios lo abarca todo», enseña el islam. Y el
cristianismo nos recuerda una y otra vez: «Desde
la creación del mundo se ha percibido con abso-
luta claridad la naturaleza invisible de Dios, es
decir, el poder eterno y la divinidad de Dios, en
todas las cosas creadas». Pero si todas las cosas
son de Dios, entonces todas las cosas demandan
la suave mano de un Dios solícito llamado
«justicia».
Se trata de enseñanzas tradicionales cierta-
mente inequívocas: Dios no es acaparado en
exclusiva por ningún pueblo ni por ninguna tra-
dición. Por eso el contemplativo debe responder
a lo divino que hay en cada persona. Dios desea
tanto la solicitud por el pobre como la recom-
pensa del rico, y lo mismo debe desear el verda-
dero contemplativo. Dios quiere que sea derriba-
do el opresor que aplasta con su bota el cuello
del débil, y lo mismo debe querer el verdadero
contemplativo. Dios ansia la liberación de los
seres humanos, y lo mismo ha de ansiar el ver-
dadero contemplativo. Dios defiende la dignidad
y el pleno desarrollo de todos los seres humanos
JUSTICIA 77

y se pone del lado de los indefensos, y lo mismo


tiene que hacer el verdadero contemplativo. De
lo contrario, la contemplación no es real, no
puede ser real, nunca será real, porque contem-
plar al Dios de la Justicia significa comprome-
terse con la justicia.
Los verdaderos contemplativos tienen, pues,
que hacer justicia, hablar con justicia, insistir en
la justicia. Y así lo hacen. Thomas Merton se ma-
nifestó en contra de la guerra del Vietnam. Cata-
lina de Siena recorría las calles de la ciudad dan-
do de comer a los pobres. Hildegarda de Bingen
predicó la palabra de la justicia a emperadores y
papas. Charles de Foucauld vivió entre los po-
bres y acogió al enemigo. Benito de Nursia pro-
tegía a los forasteros del peligro de los caminos
e instruía a los campesinos. Así tenemos que
obrar también nosotros, cualquiera que sea la
justicia que se haga en nuestro tiempo, si quere-
mos ser serios cuando hablamos de sumergirnos
en el corazón de Dios.
Un camino espiritual que no conduzca a un
compromiso vivo en el cumplimiento de la vo-
luntad de Dios no es camino ni es nada. No es
más que una ciénaga piadosa, un callejón sin
salida en el camino que lleva a Dios. Obvia-
mente, la contemplación nos introduce en un es-
tado de peligrosa apertura. Es un cambio en la
conciencia. Empezamos a ver más allá de los
límites, más allá de las denominaciones, de las
doctrinas, de los dogmas y del egoísmo institu-
cional, para fijarnos en el rostro de un Dios solí-
78 LA VIDA ILUMINADA

cito de quien proviene toda la vida. Llegar a


tener conciencia de la unidad de la vida y no
verlo todo como una responsabilidad sagrada es
una violación de la verdadera finalidad de la con-
templación, que no es otra que la más profunda
identificación de la vida con la Vida. Hablar de
unidad de la vida y no conocer la unidad con
toda la vida puede ser intelectualismo, pero no es
contemplación.
La contemplación no es éxtasis ilimitado; es
iluminación libre de provincianismos, chauvinis-
mos, sexismos y clasismos. El aliento de Dios
que el contemplativo empieza a respirar es el
aliento del espíritu de compasión. El verdadero
contemplativo llora con quienes lloran y grita
por quienes no tienen voz.
Transformado desde dentro, el contemplativo
se convierte en una clase de presencia en el mun-
do, indicando otra manera de ser, viendo con
nuevos ojos y diciendo con nuevas palabras la
Palabra de Dios. El contemplativo no puede vol-
ver a ser un colaborador complaciente de un sis-
tema opresor. De la contemplación emana no só-
lo la conciencia de la conexión universal de la vi-
da, sino también el coraje para hacerla realidad.
El verdadero contemplativo acoge el mun-
do en su conjunto y lo ampara, lo venera y lo
protege con un cuerpo hecho de la acerada sus-
tancia de una justicia que brota del amor. Ser
contemplativo es necesario para acercarse cada
día al marginado, tal como hace el Dios que
respiramos.
enevolencía

En cierta ocasión, un hermano cometió un peca-


do en Scitia, y los ancianos se reunieron y envia-
ron a buscar al abad Moisés, pero éste no quiso
acudir. Entonces el sacerdote le envió un mensa-
je en el que le decía: «Ven, todos te estamos
esperando». Al final, el abad accedió a ir, pero
tomó un cesto viejo y agujereado, lo llenó de
arena y lo llevó consigo. La gente que acudió a
recibirlo se preguntaba: «¿Qué es esto?». Y el
anciano contestó: «Mis pecados me siguen a
todas partes, aunque yo no los vea. Y hoy he
venido a juzgar los pecados de otra persona». Al
oírlo, nadie se atrevió a decir nada al hermano,
y le perdonaron.
Los monjes del desierto son muy claros: la arro-
gancia es crueldad practicada en nombre de la
justicia. Es concebible, por supuesto, topar con
un religioso arrogante. Es posible que, como el
abad Moisés, demos con un clérigo arrogante. Es
probable encontrarse con un vecino, un amigo o
incluso un miembro de la familia arrogante. Pero
no es posible dar con un contemplativo arrogan-
te. No si es un verdadero contemplativo.
La contemplación nos abre hacia dentro de
nosotros mismos. El fruto de la contemplación es
el conocimiento de uno mismo, no la autojustifi-
cación. «Cuanto más nos acercamos a Dios -de-
cía el abad Matoés-, tanto mejor nos vemos a
nosotros mismos como pecadores». Nos vemos
tal como realmente somos; y, conociéndonos a
nosotros mismos, no podemos condenar a los
demás. Recordamos con rubor el pecado público
que nos hizo mortales. Reconocemos con cons-
ternación el pecado privado que se enrosca den-
tro de nosotros por temor a ser descubierto. El
mundo entero cambia y se hace dúctil cuando
nos conocemos a nosotros mismos. El fruto del
conocimiento de uno mismo es la benevolencia.
Aunque nosotros estemos destrozados, curamos
con ternura las heridas de los demás.
82 LA VIDA ILUMINADA

Lo que mejor permite comprender el signifi-


cado de la benevolencia en la vida es el recuerdo
de la falta de benevolencia de que hemos sido
objeto: escenas de una infancia marcada por la
crueldad de otros niños, muestras de menospre-
cio que han dejado huella en nuestro corazón,
manifestaciones de desaire o de rechazo que le
hacen a una persona sentirse marginada en la
comunidad humana. En esos momentos de aisla-
miento recordamos el impacto que produce ver
truncada una esperanza. Sentimos de nuevo el
dolor que produce la agresión a ese resto de dig-
nidad que se niega a morir en nosotros. Es enton-
ces cuando comprendemos que la benevolencia,
la compasión, la comprensión, la aceptación, es
la señal fehaciente de la santidad, porque hemos
conocido -o tal vez no hemos conocido jamás-
el bálsamo de la benevolencia que tan ávidamen-
te anhelamos en esas situaciones. La benevolen-
cia es un acto de Dios que hace digerible para el
alma humana el seco polvo del rechazo.
La crueldad no es fruto de la contemplación.
Quienes han llegado a tocar al Dios que vive en
su interior, a pesar de todas sus luchas y sus defi-
ciencias, ven a Dios en todas partes, y de modo
especial en los indefensos, los débiles, los
menesterosos y los amedrentados. Los contem-
plativos no juzgan el corazón de los demás de
acuerdo con un baremo por el que ellos mismos
no puedan ser juzgados.
La trampa de la religión de la perfección es la
arrogancia, ese cáncer del alma que exige más de
BENEVOLENCIA 83

los demás que de sí misma y, de ese modo, soca-


va aún más su propio carácter. Es una ceguera
interior que cuenta los pecados de los demás pe-
ro no ve los propios. El alma arrogante, el alma
que se jacta de su propia virtud, se niega a sí
misma el conocimiento que permite a Dios no
tener en cuenta nuestras deficiencias, porque
nuestros corazones siguen el camino justo. La
arrogancia impide al espíritu de la vida llenar las
grietas que hay en nosotros y que nosotros mis-
mos somos incapaces de reparar, porque el alma
no está preparada para recibir.
Los verdaderos contemplativos reciben al
prójimo con los brazos abiertos de Dios, porque
han comprendido que, a pesar de su vaciedad,
Dios los ha recibido.
Para ser contemplativo hay que saber aceptar
sin reservas a aquellos a quienes el mundo recha-
za, pues son ellos quienes nos muestran con más
claridad el rostro del Dios que espera.
ectío
"Bl arfe &e ia lectura santa

Un día, varios discípulos fueron a ver al abad


Antonio. Con ellos estaba el abad José. Para
probarlos, el anciano les propuso un pasaje de
las Escrituras y les fue preguntando lo que sig-
nificaba, empezando por el más joven. Cada uno
dio su opinión de acuerdo con lo que sabía. Pero
el anciano decía siempre: «No lo has entendi-
do». Por último, preguntó al abad José: «¿ Cómo
explicarías tú este dicho?», y el abad José res-
pondió: «No sé». Entonces el abad Antonio dijo:
«En verdad, el abad José ha encontrado el cami-
no, pues ha dicho: "No sé"».
La contemplación no es una devoción privada; es
un modo de vida. Cambia nuestra manera de
pensar. Modela nuestra manera de vivir. Cues-
tiona nuestra manera de hablar, la meta adonde
nos dirigimos y lo que hacemos. No podemos
de-cir que «contemplamos» o «no contempla-
mos». Vivimos la vida contemplativa.
Al mismo tiempo, hay un instrumento de la
vida contemplativa que, de una manera especial,
conduce a la mente a nuevas profundidades, con-
fiere al alma nuevas dimensiones y ensancha la
visión más allá que cualquier otra cosa. En la
Regla de san Benito, por ejemplo, se asigna más
tiempo a esta práctica que a cualquier otra acti-
vidad, exceptuada la oración formal. Se trata de
la lectio. La lectura ponderada y reflexiva de la
Escritura y de lo que la Regla de san Benito de-
nomina «otros libros santos» proporciona el tras-
fondo sobre el que se vive el resto de la vida. Es
en la lectio donde la mente monástica llega a
conocerse a sí misma.
La lectura atenta de la Escritura hace dos co-
sas: nos dice lo que nosotros llevamos a la Pala-
bra de Dios y nos confronta a diario con lo que
la Palabra de Dios nos trae a nosotros.
88 LA VIDA ILUMINADA

La lectio monástica es la práctica de leer a


diario pequeños pasajes -una página, un párrafo,
una frase- y «rumiarlos» buscando en ellos el
significado de una palabra, una frase o una situa-
ción que nos interese o nos llame la atención.
Entonces empieza el combate del alma y se for-
mulan preguntas como: ¿por qué esta palabra o
este pasaje significa algo para mí?; ¿por qué esta
palabra o esta situación me molesta?; ¿qué signi-
fica para mí?; ¿qué me dice?; ¿qué sentimiento
despierta en mí? La lectio es un proceso lento,
reflexivo, que nos hace descender, por debajo de
las preocupaciones del momento y las distrac-
ciones del día, hasta ese lugar donde el alma
guarda los residuos de la vida.
Entonces comienza lo duro y doloroso. Ahora
tengo que descubrir en mí mismo lo que esta pa-
labra, esta frase, esta situación me pide aquí y
ahora. ¿Qué exige de mí esta percepción y qué es
lo que me impide hacerlo? Las respuestas vienen
de todas partes: todos los viejos recuerdos aflo-
ran, todas las luchas actuales adquieren un nuevo
perfil. Obviamente, hay en mí un vacío que ne-
cesita ser colmado, una visión que necesita
tomar forma, un ánimo que necesita afirmarse.
¿Qué es?
Tal vez de repente, o quizá de una manera
dolorosamente lenta, empiezo a ver en mi inte-
rior. Se abre el abismo entre lo que soy y lo que
tengo que ser si la vida divina ha de realizarse
alguna vez plenamente en mí. Ya no me es posi-
ble encubrirlo ni ignorarlo. Ya no tengo adonde
LECTIO, EL ARTE DE LA LECTURA SANTA 89

ir, si no es al corazón de Dios con brazos y ma-


nos abiertas. Entonces nos abrimos al trabajo de
la divinidad en nosotros, al Único que recompo-
ne todas las fracturas, a la Vida que bulle en
nuestras zonas más muertas y resecas.
Día tras día, año tras año, el contemplativo
penetra en la Escritura, recupera la santa sabidu-
ría de todos los siglos, se hunde en la Verdad del
tiempo, y en cada momento aprende algo nuevo
acerca de su combate interior, acerca de la divi-
nidad, acerca de la vida. Los contemplativos, co-
mo el abad José, nunca «saben» realmente lo que
algo «significa». Lo único que llegan a saber, y
cada vez mejor, en cada frase que leen cada día
de sus vidas es que la divinidad vive en lo más
profundo de ellos y los llama.
Para ser contemplativo, tengo cada día que
consagrar un tiempo a llenarme de ideas que aca-
ben llevando mi corazón al corazón de la divini-
dad. Entonces, algún día y de alguna manera
ambos corazones latirán en mí como uno solo.
etanoía
l^iamuhu a (a conversión

Un día, el abad Arsenio pidió consejo a un


anciano egipcio. Alguien lo vio y le dijo: «Padre
Arsenio, ¿por qué tú, con tan gran conocimiento
del griego y el latín, preguntas a un campesino
como éste acerca de tus pensamientos?». Y el
abad Arsenio contestó: «Es cierto que he adqui-
rido conocimientos de latín y griego, pero aún
no he aprendido ni siquiera el alfabeto de este
campesino».
Cambiar el modo de andar por la vida no es
en absoluto difícil. Lo hacemos continuamente.
Seguimos una dieta porque queremos cambiar
nuestro aspecto exterior. Aprendemos a esquiar,
a pescar, a jugar a los bolos o al pinacle porque
deseamos modificar el esquema de nuestra vida.
Nos trasladamos al campo porque queremos ol-
vidar el estrépito que nos rodea. A lo largo de la
vida, cambiamos una y otra vez de empleo, de
ciudad, de casa, de relaciones, de estilo de vida...
Pero se trata, en su mayoría, de cambios muy
superficiales. El verdadero cambio es mucho
más profundo que todo eso. La conversión con-
siste en cambiar la manera de mirar la vida.
Metanoia (conversión) es un viejo concepto
profundamente arraigado en la visión monástica
del mundo. Los primeros buscadores fueron al
desierto para escapar de la aridez espiritual de las
ciudades y centrarse en las cosas de Dios. «Huir
del mundo» -el alejamiento de los sistemas y
valores que movían el mundo que les rodeába-
se convirtió en el distintivo del auténtico con-
templativo. Para ser contemplativo en un mundo
rendido al materialismo y ahogado en sí mismo,
la conversión era fundamental. Pero conversión
¿a qué? ¿A los desiertos? Difícilmente. El obje-
tivo era la pureza de corazón, la determinación
94 LA VIDA ILUMINADA

en la búsqueda, la focalización de la vida. A lo


largo de los años, con la Regla de san Benito y la
formación de comunidades monásticas, la res-
puesta se hizo aún más clara. La conversión no
era geográfica. La huida no era de un tipo de si-
tuación a otro. No necesitamos marchar de don-
de estamos para ser contemplativos. De lo con-
trario, el Jesús que recorrió los polvorientos ca-
minos de Galilea rodeado de leprosos, chiquillos
y enfermos, seguido por sus discípulos, unos
simplemente curiosos y otros más comprometi-
dos, no habría sido un contemplativo. De acuer-
do con ese criterio, Jesús, el sanador, el profeta,
el predicador, el maestro, no habría estado inser-
to en la mente de Dios, sólo pensarlo produce
espanto. No, la contemplación no es en modo
alguno cuestión de lugar. «Huir del mundo» no
consiste en abandonar un lugar concreto. «Huir
del mundo» consiste en cambiar una serie de
actitudes, un tipo de conciencia, por otro. Al con-
trario: tenemos, simplemente, que estar donde
estamos, pero con otro estado de ánimo. Tene-
mos que estar en la oficina con todo lo bueno del
mundo en nuestra mente. Tenemos que estar en
el consejo de administración con la gente de la
calle en nuestro corazón. Tenemos que estar en
casa de un modo que tenga más que ver con el
desarrollo que con el control. Lo que san Benito
quería era la conversión del corazón.
Pero conversión ¿a qué?
La respuesta nunca cambia. En todas las
grandes tradiciones religiosas el concepto está
METANOIA, LLAMADA A LA CONVERSIÓN 95

claro: para ser contemplativos tenemos que con-


vertirnos antes a la conciencia que nos hace uno
con el universo, en armonía con la voz cósmica
de Dios. Tenemos que tomar conciencia de lo
sagrado que hay en cada uno de los elementos de
la vida. Tenemos que alumbrar belleza en un
mundo pobre y de plástico. Tenemos que resta-
blecer la comunidad humana. Tenemos que cre-
cer en armonía con el Dios que está dentro de no-
sotros. Tenemos que ser sanadores en una socie-
dad cruel. Tenemos que llegar a ser todas esas
cosas que constituyen la base de la contempla-
ción, los frutos de la contemplación, el fin de la
contemplación.
La vida contemplativa consiste en ser cada
vez más contemplativo, en estar en el mundo de
otra manera. ¿Qué necesitamos cambiar en noso-
tros? Todo cuanto nos convierte en el único cen-
tro de nosotros mismos. Todo cuanto nos induce
engañosamente a pensar que no somos más que
una obra en fase de realización, cuyos grados,
rangos, logros y poder no son sucedáneos de la
sabiduría que tiene que enseñarnos un mundo
lleno de Dios en todo y en todos. Todo cuanto
sofoca la voz de Dios en nosotros tiene que ser
acallado.
Para ser contemplativo no basta con seguir un
programa de prácticas y actos religiosos. Tene-
mos que empezar a vivir, a estar con la gente, a
aceptar las circunstancias, a llevar el bien allí
donde hay mal; y hacerlo de maneras que hablen
de la presencia de Dios en cada momento.
uturulazu

Un filósofo preguntó a san Antonio: «Padre,


¿ cómo puedes sentirte tan entusiasmado cuando
te han arrebatado el consuelo de los libros?». Y
Antonio respondió: «Mi libro, oh filósofo, es la
naturaleza de las cosas creadas, y lo tengo
delante de mí siempre que quiero leer la Palabra
de Dios».
«¿Dónde está Dios?», preguntaba el catecismo.
Y la respuesta era: «Dios está en todas partes».
Una respuesta que ignoramos a menudo, pero
que, si Dios es realmente Dios, es profundamen-
te verdadera. Dios es la sustancia del universo.
En todo lo creado reside la energía, la vida, la
imagen, la naturaleza del Creador.
Para conocer al Creador sólo es necesario
estudiar la creación. La fuente de la vida es la
Vida. Lo obvio es casi demasiado simple para ser
creído: toda vida contiene los secretos de la Vida.
«En esta bellota -decía la mística Juliana de
Norwich- está todo cuanto existe». La naturale-
za, toda ella, es el espejo de Dios, el lugar de des-
canso del Dios de la vida, la presencia del poder
de Dios.
Desgraciadamente, la tradición religiosa de
Occidente, en su intento de presentar a Dios
como un Dios personal, lo ha reducido, sin darse
cuenta, a una figura aislada y separada de la cre-
ación, tan diferente de nosotros que no hay en
nosotros nada de Dios. Nuestra noción de Dios la
del gran Ingeniero del universo que creó el espí-
ritu y la materia, los lanzó al espacio y dejó que
compitieran entre sí. El espíritu, según esta tradi-
100 LA VIDA ILUMINADA

ción, es la apoteosis de la santidad; en cambio, la


materia es corruptible y corruptora. Según esta
manera de pensar, la naturaleza es la hija ilegíti-
ma de la creación.
En un mundo que separa la materia y el espí-
ritu, la naturaleza sólo existe para ser una espe-
cie de plataforma al servicio de la actividad
humana, una cornucopia de consuelos para las
criaturas, un mundo salvaje cuyo «dominio» ha
sido confiado a la humanidad y a través del cual
sólo se podía llegar a Dios eliminando la mate-
ria. Sobre tan extraña base científica y espiritual
descansa la justificación de la esclavitud, el
saqueo de la tierra, el injustificable sacrificio de
animales en aras de la «investigación», la justifi-
cación de la destrucción de los bosques tropica-
les, la creación de agujeros en la capa de ozono
y la degeneración de los océanos en auténticas
cloacas. Pero el contemplativo sabe que un peca-
do contra la naturaleza es un pecado contra la
vida.
Creer que la materia es mala y el espíritu
bueno, y que ambos están definitivamente sepa-
rados, es una postura lamentable y sumamente
limitada. Reduce la Deidad a una cosa, a un cre-
ador separado de la creación que emana de la
misma energía vital que es Dios. Ignora la pro-
mesa ilimitada de vida. Ignora el mensaje de
Dios, que nos llama en todas partes. No entiende
que toda la naturaleza puede existir sin la huma-
nidad, pero que la humanidad, con todo su «do-
minio», no puede existir sin el resto de la natura-
NATURALEZA 101

leza. Ignora la unidad de la vida, la Unidad de


Dios.
El contemplativo tiene un mejor conocimien-
to. El contemplativo ve en todas partes a Aquel
de cuya vida proviene toda vida. Sabe que todo
en la vida refleja el rostro de Dios. Que vivir con
la naturaleza como un enemigo es errar la vida.
Que tratar a la naturaleza como un dictador es
romper el equilibrio de la vida. Que no percibir
la voz de Dios en el equilibrio de la naturaleza,
la belleza de ésta, sus luchas, es ir por la vida con
el corazón ciego y el alma sorda.
Para ser contemplativo hay que tratar a la
naturaleza con dulzura, sintonizar con el ritmo
de la vida, aprender de los ciclos de tiempo,
escuchar el latido del universo, amar a la natura-
leza, protegerla y descubrir en ella la presencia y
el poder de Dios. Para ser contemplativo hay que
cultivar una planta, amar a un animal, caminar
bajo la lluvia y profesar nuestra conciencia de
Dios en una vida hecha de vibrantes estaciones.
pertura

Se decía de un discípulo que había resistido


setenta semanas de ayuno comiendo sólo una
vez a la semana y que, al preguntar a Dios por el
significado de ciertas palabras contenidas en la
sagrada Escritura, no obtuvo respuesta. Enton-
ces el discípulo se dijo a sí mismo: «He pues-
to mucho empeño en esto, pero no he hecho nin-
gún progreso. Iré, pues, a ver a mi hermano y le
preguntaré».
Cuando salió, cerró la puerta y se puso en
camino, un ángel del Señor se acercó a él y le
dijo: «Setenta semanas de ayuno no te han lle-
vado más cerca de Dios; pero ahora que eres lo
bastante humilde como para acudir a tu herma-
no, vengo a revelarte el significado de las pala-
bras». Entonces el ángel le explicó el significado
que el anciano buscaba, y desapareció.
Aislarnos, en nombre de Dios, de la sabiduría del
mundo que nos rodea es una clase de arrogancia
espiritual rara vez superada en la historia de los
errores humanos. Tal actitud hace de la vida una
especie de prisión donde, en nombre de la santi-
dad, se encadena el pensamiento y se condena la
visión. Hace de nosotros nuestros propios dioses.
Es un pobre pretexto para la espiritualidad.
El pecado de la religión es declarar a todas las
demás religiones vacías, ignorantes, deficientes
y miserables. Es ignorar la llamada que Dios nos
hace a través de la vida, la sabiduría y la visión
espiritual de los demás. Las consecuencias de
esta clase de cerrazón a las múltiples revelacio-
nes de la mente de Dios son considerables: una
vez que cerramos nuestros corazones a los de-
más, los hemos cerrado a Dios. Es éste un asun-
to de gran importancia espiritual. La apertura a la
presencia de Dios, a la Palabra de Dios en los
demás, es parte de la esencia misma de la
contemplación.
Aprender a abrir el corazón nos exige abrir
primero nuestra vida. Una familia de blancos que
nunca ha invitado a una persona de color a cenar
es una familia que ha perdido una oportunidad de
crecer. La persona de color que nunca ha confia-
106 LA VIDA ILUMINADA

do en un blanco ha perdido una oportunidad de


constatar la humanidad de la especie humana. El
hombre que nunca ha trabajado con una mujer en
plano de igualdad, y mejor aún a sus órdenes, ha
perdido la oportunidad de conocer realmente a la
otra mitad de la humanidad. El contemplativo
que nunca ha servido la comida en un comedor
de beneficencia, o que no ha almorzado en la co-
cina con el cocinero, o que no ha trabajado como
dependiente por un salario de miseria, o que no
ha colaborado en programas de asistencia social,
vive aislado en una burbuja. Es muy posible que
el mundo que conoce no pueda darle las respues-
tas que busca. El adulto que nunca ha pregunta-
do a un niño acerca de la vida y no ha escuchado
su respuesta está condenado a pasar por la vida
desconectado de la misma y como un auténtico
analfabeto. «Cuando alguien llame a la puerta»,
enseña la Regla de san Benito, «hay que respon-
der: "Benedicite"». En otras palabras, hay que
responder: «Gracias sean dadas a Dios», pues ha
venido alguien a acrecentar nuestra conciencia
del mundo, a mostrarnos otra manera de pensar,
de ser y de vivir más allá de nuestra pequeña par-
cela del universo.
La apertura es la puerta por la que entra la
sabiduría y comienza la contemplación. Es la
cumbre desde la que percibimos que el mundo es
mucho más grande que nosotros, y que ahí fuera
hay una verdad que es distinta de la nuestra. La
voz de Dios que resuena en nuestro interior no es
la única voz de Dios.
APERTURA 107

La apertura no es gentileza ni sociabilidad.


No consiste en escuchar educadamente a las per-
sonas con las que estamos esencialmente en de-
sacuerdo. No consiste en ser «político», «civili-
zado» o «amable». Ni siquiera es simple hospi-
talidad. Es el abandono generoso de la mente a
nuevas ideas, a nuevas posibilidades. Sin una ac-
titud básica de apertura no es posible la contem-
plación. Dios llega en cada voz, detrás de cada
rostro, en cada recuerdo, en el fondo de cada es-
fuerzo. Cerrarse a cualquiera de estas cosas es
cerrarse a la posibilidad de renovarse una vez
más.
Para ser contemplativo es preciso abrir de par
en par los brazos de nuestra vida, aceptar cada
día una nueva experiencia, una nueva persona,
una nueva idea con la que no estamos familiari-
zados, y preguntarle qué nos dice acerca de no-
sotros. Entonces Dios, la Realidad última, la Vi-
da allende la vida, podrá venir a nosotros de nue-
vas y misteriosas maneras.
El abad Pemenio decía: «El agua es blanda por
naturaleza, mientras que la piedra es dura. No
obstante, si suspendes una botella llena de agua
sobre una piedra, de modo que el agua caiga
gota a gota, terminará haciendo un agujero en la
piedra. De la misma manera, la Palabra de Dios
es tierna, y nuestro corazón duro. Y cuando la
gente escucha la Palabra de Dios con frecuen-
cia, sus corazones se abren al temor de Dios».
La definición tradicional de la oración sólo tiene
un fallo, y es que desvirtúa la imagen de Dios.
Según dicha definición, «orar es elevar el cora-
zón y la mente a Dios». Como si Dios fuera un
juez regio y distante y ajeno a nosotros. Pero la
ciencia -con su nueva percepción de que materia
y espíritu son una misma cosa, unas veces en
forma de partículas, otras en forma de energía-
sugiere que Dios no es un ser despótico y des-
confiado que habite en una nube. Dios es la
Energía misma que nos anima. Dios es el Es-
píritu que nos conduce y nos guía. Dios es la voz
interior que nos llama a la Vida. Dios es la
Realidad que trata de alcanzar la plenitud en
nosotros, individual y colectivamente. Es a ese
Dios cósmico, personal, interior y vivificante al
que oramos.
La oración es un largo y lento proceso. En
primer lugar, nos indica lo lejos que nos encon-
tramos en realidad de la mente de Dios. Cuando
las ideas nos resultan ajenas, cuando el proceso
es aburrido o falto de sentido, cuando estar silen-
ciosamente en presencia de Dios es una pérdida
de tiempo, entonces no hemos empezado aún a
orar. Pero poco a poco, a través de un pasaje
112 LA VIDA ILUMINADA

evangélico, una palabra y un momento de silen-


cio, llegamos a conocernos a nosotros mismos y
las barreras que alzamos entre nosotros y el Dios
que trata de consumirnos.
El contemplativo no ora para obtener satis-
facción del universo. Dios es la vida, no una
máquina expendedora de chucherías para satisfa-
cer los caprichos de la especie humana. Dios es
el fin de la vida, la culminación de la vida, la
esencia de la vida, la venida de la vida. El con-
templativo ora para estar abierto a lo que es, no
para remodelar el mundo de acuerdo con sus pro-
pios planes.
El contemplativo no ora para aplacar la ira
divina ni para halagar a un ego divino. El con-
templativo ora para, en última instancia, entrar
en la presencia de Dios, para aprender a vivir en
la presencia de Dios, para absorber la presencia
de Dios en su interior. El contemplativo ora hasta
que se impone el silencio, y la presencia resulta
más palpable que las palabras y llena más que las
ideas. Una oración en cada momento hace que el
corazón endurecido se ablande, que el corazón
saciado cobre nueva vida, que la mente se haga
receptiva a la iluminación.
El contemplativo es aquel de nosotros en
quien la oración, la reflexión profunda sobre la
presencia y la actividad de Dios en él y en el
mundo, ha llegado, poco a poco, a extinguir las
ilusiones de autonomía y la entronización del yo,
que hace de cada uno de nosotros un pequeño
reino. El contemplativo trasciende su propio yo,
ORACIÓN 113

todas sus ilusiones y la Vida misma. Una oración


en cada momento permite al corazón de Dios
latir al unísono con el del contemplativo.
El contemplativo es el buscador que puede
descender a su yo más profundo, al túnel del va-
cío, y, al no encontrar más que a Dios en el cen-
tro de la vida, lo llama Todo. Pero, sobre todo, el
contemplativo es el que, al mirar al mundo, no ve
sino la presencia y la actividad de Dios en todas
partes y en todas las personas. ¿Cómo es posi-
ble? Porque para ser contemplativo la oración es
la clave del diálogo y, a la postre, del Silencio
que es Todo.
uacfue&a

El abad Pemenio le pidió al abad José: «Dime


cómo puedo ser monje». Y el abad José le con-
testó: «Si quieres encontrar reposo aquí, y a par-
tir de ahora, pregúntate en cada ocasión:
"¿Quién soy yo?"».
¿Hay alguien, en algún lugar del mundo, que no
busque algo: la aprobación de los demás, dinero,
un hogar, una carrera, el éxito, la seguridad, la
felicidad...? Somos buscadores espirituales por
naturaleza, perseguidores de «griales». Busca-
mos constantemente laureles y trofeos fundidos
en el cristal del tiempo o en el polvo de estrellas
de la eternidad. Todos andamos buscando algo.
Y dos son las preguntas básicas: ¿qué busco?
y ¿quién soy yo como consecuencia de la
búsqueda?
Algunas personas buscan sombras en una
pared y acaban desilusionadas. Otras buscan ha-
zañas talladas en piedra y, cuando los monumen-
tos que se erigen a sí mismas se desmoronan y
dejan de satisfacerlas, se hunden en la decepción.
Pero aún son más los que van de un lugar a otro
buscando frenéticamente, probando esto y des-
cartando aquello, exigiendo esto otro y recha-
zando lo de más allá, hasta que el frenesí de la
caza agota sus corazones y reseca sus almas. Son
«dilettantes» de la vida, expertos en lo superfi-
cial y lo fingido. Ni ellos mismos saben quiénes
son como consecuencia de la búsqueda, aparte
de buscadores empedernidos.
118 LA VIDA ILUMINADA

La religión y la espiritualidad tienen su pro-


pia clase de «dilettantes», de buscadores que van
de maestro en maestro, de sistema en sistema,
de consolación piadosa en consolación piadosa;
buscadores que adoptan toda clase de «poses»
espirituales y ensayan todo tipo de huidas, pero
que nunca aprecian realmente el proceso, y no
digamos ya el fin, del «viaje». Buscan, pero nun-
ca encuentran siquiera un hogar para el corazón
que sobrevive a la búsqueda. La religión y la
espiritualidad se convierten en trivialidades pen-
sadas para aliviar un dolor o llenar un vacío, no
para llevarnos, como algo que subyace a la ur-
gencia de la búsqueda, a descubrir la fuente.
Hacemos de la religión una excusa para no
encontrar a Dios.
Ciertamente, hay muchas personas que utili-
zan la religión como un modo de conseguir el
poder que buscan, la atención que ansian, la
comodidad que necesitan (y la mayoría de noso-
tros nos contamos entre ellas en uno u otro
momento). Pero tales personas no son las con-
templativas del mundo.
El contemplativo no ve la vida como un obs-
táculo para la introspección, ni se dedica a pro-
barlo todo hasta que las papilas gustativas del
alma se secan. El contemplativo no va de iglesia
en iglesia, de gurú en gurú, tratando de hallar
fuera de él una fórmula que le permita colmar su
vacío interior. El contemplativo no necesita ir a
ningún lugar para descubrir que Dios espera en-
contrarlo en su camino hacia el yo. El contem-
BUSQUEDA 119

plativo, simplemente, está en su lugar y, de ese


modo, responde a la pregunta «¿quién soy yo?»
con la respuesta «yo soy el que espera al Dios
que lleva dentro». En otras palabras, yo soy el
que persigue el centro de la vida. Soy el que atra-
viesa cada sistema hasta llegar a la fuente. Soy el
que busca la Luz que dista de mi alma en tinie-
blas, que es ajena a mi espíritu inquieto y extra-
ña a mi corazón disperso. Soy el que comprende
que la distancia entre Dios y yo soy yo.
Llevar una vida contemplativa nos obliga a
saber qué es lo que buscamos... y por qué lo bus-
camos. Incluso el bien puede llegar a perturbar
nuestro espíritu cuando lo hacemos, no por ser
bueno, sino por lo que nos procura a continua-
ción: porque nos da prestigio, por ejemplo, o nos
hace sentirnos bien, o nos proporciona seguri-
dad, o no nos exige demasiado...
Dios es más arrollador y satisface mucho más
que todas esas cosas. El «grial» que andamos
buscando no es otro que Dios. Pero hablar de
Dios no es lo mismo que buscarlo, como lo de-
muestran desde los santos más humildes hasta
los más soberbios jerarcas. Para ser contemplati-
vos hemos de buscar a Dios en el lugar apropia-
do: en el centro mismo del santuario del yo.
e-creacion

Dos hermanos fueron en cierta ocasión a visitar


a un anciano monje. Éste no tenía la costumbre
de comer todos los días, pero, cuando vio a los
hermanos, les saludó alegremente y les dijo: «El
ayuno tiene su propia recompensa; pero, si
comes por amor, cumples dos mandamientos,
pues, por una parte, abdicas de tu voluntad y,
por otra, observas el mandamiento de amar al
otro».
Aunque a la mayoría de nosotros nos cueste
admitirlo, la verdad es que el «ayuno», como
cualquier actitud de disciplina o de austeridad
ante la vida -la dedicación fiel al trabajo, al de-
ber, a las responsabilidades, a los negocios, a la
productividad-, tiene sus propias recompensas.
Por muy difícil que el trabajo en sí pueda parecer
a quienes nos ven realizarlo, la vehemencia con
que lo hacemos encierra un algo enormemente
gratificante. La sola idea de renunciar a una ruti-
na espartana para ir visitar a un familiar anciano,
jugar con los hijos, escribir una carta personal,
sacar a pasear al perro, ir a pescar o salir de ex-
cursión, nos desconcierta y nos asusta. ¡Somos
personas serias! ¡Nuestras obligaciones son de-
masiado importantes como para pensar en seme-
jantes cosas! Estamos demasiado «ocupados»
para ser humanos.
Así pues, nos pasamos la vida hablando sin
parar, embotando nuestra sensibilidad. Día tras
día, ahogamos nuestro espíritu a base de ratina,
en lugar de permitirle aventurarse libremente en
otros campos del pensamiento, en otros tipos de
experiencia, y disfrutar otros momentos de belle-
za. Nos limitamos a seguir haciendo las mismas
124 LA VIDA ILUMINADA

cosas una y otra vez. Y lo peor es que nos cree-


mos espiritualmente nobles por hacerlas. La vir-
tud se convierte en las anteojeras de nuestro espí-
ritu. Nunca vemos al Dios que está en todas par-
tes, porque nunca miramos más que donde ya
habíamos mirado antes.
La re-creación, el santo esparcimiento, es el
principal pilar del alma contemplativa, y la teo-
logía del Sabbath es su piedra angular. «El sépti-
mo día», dice la Escritura, «Dios descansó». Con
esta sola imagen, con esta única línea de la Sa-
grada Escritura, se santifican la reflexión, la re-
creación del espíritu creativo, la trascendencia, el
derecho a ser más grandes que lo que hacemos...
Negarse a descansar, a jugar, a hacer ejercicio,
pretendiendo que el trabajo es más santo, más
digno de Dios, más útil para la humanidad que el
ocio y el tiempo libre, ataca las raíces mismas de
la contemplación.
La vida es algo más que trabajo. El trabajo es
inútil y hasta destructivo si yerra en sus objeti-
vos. ¿Qué podrá hacer que el trabajo sea fiel a su
carácter original si no es el ojo contemplativo pa-
ra la verdad y la brújula contemplativa para todas
las cosas que Dios llamó buenas? La re-creación
es el acto de ensanchar el alma. Cuando detene-
mos la carrera a ninguna parte, cuando nos sali-
mos del tiovivo de la productividad durante el
tiempo necesario para ver que se trata de un
círculo cerrado, estamos reclamando una parte
de nuestra propia humanidad.
RE-CREACIÓN 125

La finalidad de la re-creación es crear un


Sabbath del espíritu. Necesitamos tiempo para
evaluar lo que hemos hecho en el pasado. Al
igual que Dios, tenemos que preguntarnos si
aquello en lo que empleamos nuestra vida es
realmente «bueno» para alguien. Si es bueno pa-
ra mí, para los que vendrán después de mí y para
el mundo en el que ahora vivo.
Debemos valorar el impacto que nuestro tra-
bajo diario produce en las vidas de quienes nos
rodean. Debemos preguntarnos si lo que estamos
haciendo con nuestras vidas y la manera en que
lo hacemos justifican el dedicarle toda una vida,
ya sea la nuestra o la vida de aquellos con quie-
nes nos relacionamos. Sólo el Sabbath, sólo la
re-creación, me da la oportunidad de retroceder y
pensar, de volver a empezar y renovarme, de
pasar por la vida con los ojos y el corazón bien
abiertos, de expandir los aspectos más humanos
de mi experiencia.
La vida no tiene por qué ser sombría. Por otra
parte, la vida no es una prueba de resistencia. La
vida es vida, si hacemos que lo sea. ¿Cómo tener
la certeza de que la vida está hecha para ser un
viaje al fondo de la alegría? Sencillamente, por-
que hay demasiadas cosas de las que disfrutar:
un día de pesca en una tranquila ensenada, el
panorama desde lo alto de una montaña, las fru-
tas silvestres que crecen en la colina, un baile
callejero en el barrio, un buen libro, el bazar de
la parroquia, la cultura de la ciudad, la reunión
de familia...
126 LA VIDA ILUMINADA

Las tradiciones religiosas que se niegan a dis-


frutar de la vida rechazan la vida. Pero la religión
que rechaza la vida no es religión, porque no
logra conectar lo sagrado de aquí con lo sagrado
de allá. Para ser contemplativos tenemos que
meternos de lleno en la vida, para que todo en la
vida pueda llevarnos a Dios.
¡(encía

Uno de los ancianos dijo: «Del mismo modo que


no te es posible ver reflejada tu cara en el agua
turbia, así tampoco puede el alma, si no está
libre de pensamientos extraños, contemplar a
Dios en la oración».
El silencio es un arte que se ha perdido en nues-
tra ruidosa sociedad. La radio nos despierta por
la mañana, y la televisión, después de funcionar
todo el día, se apaga ella sola cuando ya hace un
buen rato que nos hemos ido a dormir. Oímos
música en los coches, en los ascensores, en las
oficinas y en las salas de espera. La música am-
biental nos sigue desde la sala de estar hasta la
cocina e incluso hasta el cuarto de baño, que está
escaleras arriba. Todos los edificios de oficinas
poseen sistemas de megafonía para informar al
público, y en las esquinas de las calles se han
instalado estridentes sistemas de altavoces. Ha-
cemos ejercicio con los «cascos» puestos y la
grabadora sujeta al cinturón. Nos tendemos en la
playa con los auriculares conectados a un repro-
ductor de CD. Estamos rodeados e inmersos en
el bullicio. Los ruidos de todo tipo, disfrazados
de música, de noticias y de series de televisión,
se han convertido en las barreras sonoras del
espíritu en esta sociedad, impidiéndonos escu-
charnos a nosotros mismos.
Lo que el contemplativo sabe, y la sociedad
moderna parece haber olvidado, es que la verda-
dera esencia del desarrollo espiritual no está en
130 LA VIDA ILUMINADA

los libros. Está en la «subiecta materia» del yo.


Está en las cosas en las que pensamos, en los
mensajes que constantemente nos transmitimos a
nosotros mismos, en la guerra civil del alma
humana que libramos a diario. Pero, mientras no
guardemos silencio y escuchemos, jamás podre-
mos saber qué es lo que realmente ocurre ni
siquiera en nosotros mismos. O especialmente en
nosotros mismos.
El silencio nos horroriza, porque nos pone
frente a nosotros mismos. El silencio es un
aspecto muy peligroso de la vida. Nos dice qué
es lo que nos obsesiona. Nos recuerda qué es lo
que no hemos resuelto aún en nuestro interior.
Nos muestra la otra cara de nosotros mismos, de
la que no podemos escapar, que no podemos
camuflar con cosméticos ni modificar a base de
dinero, de títulos o de poder. El silencio nos deja
a solas con nosotros mismos.
En otras palabras, el silencio es el mayor
maestro de la vida. Nos muestra lo que tenemos
que ser y lo mucho que aún nos falta para serlo.
«Dondequiera que esté -escribe el poeta Mark
Strand-, soy lo que se echa en falta».
Como el contemplativo sabe muy bien, el
silencio es justamente eso que precede a la voz
de Dios. Es el vacío en el que Dios y yo nos
encontramos en el centro mismo de mi alma. Es
la caverna que nuestro espíritu tiene que atrave-
sar, eliminando a su paso la disonancia de la
vida, para que pueda llenarnos el Dios que allí
espera que lo percibamos.
SILENCIO 131

Un día sin silencio es un día sin la presencia


del yo. La presión y el esfuerzo de un día ruido-
so nos niegan el consuelo de Dios. Es un día en
el que somos zarandeados por el mundo que nos
rodea y dejados a merced del estruendo y la cha-
chara de nuestros propios corazones. Para ser
contemplativos tenemos que sofocar la cacofonía
del mundo que nos rodea y entrar en nosotros
mismos a esperar al Dios que se muestra como
un susurro, no como una tormenta. El silencio no
sólo nos da al Dios que es Sosiego, sino que ade-
más -lo cual es igualmente importante- nos
enseña lo que hemos de decir.
Un hermano fue a ver al abad Teodoro y se puso
a hablar y a preguntar sobre cosas que aún no
había experimentado. El anciano le dijo: «No
has encontrado un barco ni has embarcado tus
cosas, ni siquiera has zarpado, y ya pareces
haber llegado a la ciudad. Pues bien, haz prime-
ro tu trabajo, y ya llegarás al punto del que
hablas ahora».
Una de las obsesiones de la sociedad contempo-
ránea es la velocidad. Todo cuanto producimos
es para ir más deprisa que quienes nos precedie-
ron. Los aviones superan la velocidad del sonido,
aunque a nadie parece preocuparle. Los coches
se venden por su capacidad para pasar de cero a
cien kilómetros por hora en segundos, como si
alguien tuviera maldita necesidad. A diario se
mejoran las prestaciones de los programas infor-
máticos, que reducen en milisegundos la veloci-
dad operativa de las versiones precedentes y
cuestan cientos de dólares. Para que tenga valor,
todo tiene hoy que ir más rápido, arrancar más
deprisa y trabajar a velocidades inimaginables
para la mente humana. Queremos sopas instantá-
neas, etiquetado electrónico, programas de for-
mación acelerada, cursillos universitarios de fin
de semana y noticiarios en treinta segundos o
menos. Somos personas activas y deseamos
resultados. Ya no creemos en los procesos, por
más que nos guste hablar de ellos.
Pero, como muy bien sabían los monjes del
desierto, la vida espiritual no funciona a gran
velocidad ni a un número elevado de revolucio-
nes. La vida espiritual -la contemplación- es un
136 LA VIDA ILUMINADA

lento descubrimiento de la mecánica del alma y


un proceso aún más lento de recomposición de
todas sus partes, a fin de llegar a ver lo que nunca
habíamos visto con anterioridad: Dios en todas
las cosas y, sobre todo, en nosotros.
Por más irónico que pueda parecer, nuestra
generación, con tantas prisas, ha perdido el sen-
tido del valor del tiempo. La velocidad no nos ha
permitido ahorrar de tiempo, sino únicamente
llenar el tiempo con el doble de trabajo del que
hacíamos antes. Cuanto más deprisa vamos,
tanto más atrás nos quedamos. Ya no nos para-
mos a contemplar una puesta de sol. En lugar de
ello, fotografiamos los atardeceres, pero luego
nunca tenemos tiempo de contemplar las fotos.
Hay cosas, sin embargo, que no es posible
apresurar. No podemos, por ejemplo, acelerar el
proceso del dolor o el del crecimiento, con el fin
de acortarlos. Tampoco podemos precipitar los
efectos de una herida o la llegada del amor. No
debemos apresurarnos en la búsqueda de Dios y
luego, al fracasar en una empresa que requiere
toda una vida, decir que ha sido infructuosa.
Todas estas cosas tienen sus etapas. Todas ellas
demandan un proceso anímico.
El contemplativo sabe que el tiempo se nos da
no en aras de la perfección sino en aras del des-
cubrimiento. Hay muchas cosas que descubrir en
la vida antes de que, finalmente, podamos abrir-
nos al Dios que mora en nuestro interior y en
torno nuestro y del que brota toda vida. El con-
templativo es el que consigue comprender que lo
TIEMPO 137

que aprendemos a lo largo de la vida transforma


nuestra existencia.
Tenemos que aprender que ninguna institu-
ción es Dios. Que nada que simbolice a Dios es
Dios ni puede ser absolutizado.
Tenemos que aprender que nosotros no so-
mos Dios. El mundo no fue hecho para nuestro
entretenimiento, sino para nuestro crecimiento.
Y debemos crecer, por doloroso que sea.
Tenemos que aprender que el Dios al que nin-
guna institución puede contener y que es el aire
mismo que respiramos está en nosotros esperan-
do que lo comprendamos. Debemos dejar de
buscar a Dios en las cosas. Dios está en nosotros.
Tenemos que aprender, finalmente, que el tiem-
po es el don de la comprensión, no la muerte de
todos nuestros sueños. Ocurra lo que ocurra, sea
cual sea la fase en que nos encontremos, todo es
sustancia de Dios. Y cuanto más tengamos de
ella, tanto más tendremos de Dios en el presente.
Para ser contemplativos tenemos que empe-
zar a ver el tiempo no como una mercancía, sino
como un sacramento que nos revela a Dios aquí
y ahora. Siempre.
omprensión

Unos discípulos acudieron a ver al abad Pe-


menio y le preguntaron: «Cuando vemos que al-
gunos hermanos se quedan dormidos durante el
oficio religioso, ¿debemos darles un pellizco
para que despierten?». Y el anciano les contestó:
«De hecho, si yo viera que un hermano se que-
daba dormido, pondría su cabeza sobre mis
rodillas y le dejaría descansar».
La comprensión -la compasión- es el funda-
mento de la vida monástica. Sin comprensión no
hay la menor esperanza de hacer una comunidad
con personas que son extrañas unas para otras.
La Regla de san Benito dice con toda claridad
que los monjes no deben molestar al «mayordo-
mo» del monasterio a horas intempestivas. Las
personas no están simplemente para atender a
nuestras demandas. El portero debe recibir ama-
blemente a quienes llamen a la puerta a la hora
que sea, de día o de noche. Cuando las personas
tienen necesidades, tenemos que hacer lo posible
por satisfacerlas. A los monjes que necesitan más
de lo que la regla establece, se les debe dar sin
más. La persona es siempre más importante que
la regla. Los que sirven la mesa deben comer
antes que los demás, para que su trabajo no re-
sulte más duro de lo necesario. Ninguna persona
existe para nuestra satisfacción. A los monjes
que no viven la vida tal como prometieron que
harían, es preciso aconsejarlos y corregirlos. To-
das las faltas se pueden perdonar; toda vida es
una sucesión de etapas. En otras palabras, se
trata de una Regla que conoce las limitaciones de
la condición humana... y las respeta.
142 LA VIDA ILUMINADA

La vida no es perfecta, ni las personas son


perfectibles. Sólo la comprensión, sólo la com-
pasión -la capacidad de soportar la vida con
el resto de la humanidad, cualesquiera que sean
las cargas que ello ocasione- nos perfecciona.
Cuando este concepto se esfuma en nombre de la
religión o se olvida en nombre de la bondad, la
religión fracasa y la virtud pierde su sentido.
Dios es compasivo y nos da lo que necesitamos.
Tal vez nadie puede ser verdaderamente contem-
plativo, establecer verdadero contacto con la
vida divina, recibir de veras la efusión del espíri-
tu de Dios, si no hace lo mismo por los demás.
La contemplación es el espejo a través del
cual entramos en contacto con la grandeza de
Dios, sí, pero es también el filtro por el que dis-
cernimos el alcance de nuestra pequenez y, al
mismo tiempo, el potencial de nuestra grandeza.
El contemplativo no busca la perfección en otra
parte que no sea en Dios. El contemplativo com-
prende la imperfección. Y, sobre todo, el con-
templativo comprende que es precisamente en el
momento de la necesidad personal cuando acude
Dios a llenar el vacío que hay en nosotros.
El contemplativo sabe que lo que pedimos a
Dios, que es plenitud, es lo que nos falta. No
saber lo que nos falta es tanto como erigirnos en
nuestros propios dioses, una forma bastante en-
fermiza de suplir lo verdaderamente importante.
Cuando la contemplación, esa absorción en Dios
que llena a una persona con la conciencia de la
presencia de Dios en todo y en todos, es real, nos
COMPRENSIÓN 143

consume el amor. No hay nadie de quien no nos


preocupemos, nadie inferior a nosotros. Sabe-
mos que Dios está donde menos lo pensamos, y
que allí espera que lo descubramos.
Y cuando lo descubrimos, todo queda absolu-
tamente claro: no hay regla que signifique más
que la persona que tenemos ante nosotros. No
hay pecado tan grande que no se pueda perdonar.
No hay necesidad que no deba tenerse en cuenta.
No hay sufrimiento que yo tenga derecho a igno-
rar. No hay lucha que yo pueda condenar. No hay
dolor que yo no esté obligado a soportar.
Dios comprende. Y el verdadero contemplati-
vo, por tanto, también comprende.
El abad Zacarías tuvo una visión y habló de ella
con el asceta Carión, su padre espiritual.
Exasperado, Carión le golpeó y le dijo que la
visión venía de los demonios. Zacarías fue
entonces a contárselo al abad Pemenio, el cual,
al ver la sinceridad de Zacarías, lo remitió a un
monje que era místico. Antes incluso de que
Zacarías se lo dijera, el monje ya conocía todos
los detalles de la visión y le dijo que con toda
seguridad provenía de Dios. Tras de lo cual, le
ordenó: «Ahora vuelve y sométete a tu padre
espiritual».
Los monjes del desierto son categóricos: la vi-
sión es una cosa; las visiones, otra muy distinta.
Las visiones son fenómenos psicológicos que, al
final, pueden no tener absolutamente nada que
ver con la manera en que vive o evoluciona una
persona. Algunas visiones son, ciertamente, do-
nes espirituales, pero muchas de ellas son pro-
ducto de un sistema emocional sobredimensio-
nado. Algunas de las figuras más contemplativas
de la historia, por ejemplo, nunca tuvieron una
«visiones». Ni Hildegarda de Bingen ni el
Maestro Eckhart ni Teresa de Jesús las tuvieron.
Sí conocieron la presencia de Dios, pero jamás
pretendieron haber tenido una sola prueba física
de la misma. En lugar de visiones, lo que tuvie-
ron fue visión.
La visión no es física. Es una cualidad del
alma. Al igual que el láser, las personas con
visión centran su atención en la presencia de
Dios en la vida. Ven el santo, sangrante, doliente
y conflictivo mundo tal como lo ve Dios: como
uno y sagrado. Enamoradas de un Dios amoroso,
se ven impulsadas a amar el mundo de Dios
como Dios lo ama. Se aprestan a amarlo como
Dios lo ama. Ven a Dios en todas partes y en
148 LA VIDA ILUMINADA

todas las cosas. Buscan, más allá de las exigen-


cias personales, chauvinistas, nacionalistas, sec-
tarias e incluso doctrinales, la voluntad de Dios
para todo el mundo. No se dejan atrapar por los
mezquinos planteamientos inspirados en el color
de la piel, el género, la jerarquía o el lugar de
nacimiento. Viven poseídas por la voluntad de
Dios para el mundo y se consumen por hacerla
realidad. No caen en la complacencia o el elitis-
mo espiritual, sino que trabajan su vida interior,
sin esperar de ella ningún tipo de facilidades y
sin buscar signos místicos que marquen su creci-
miento espiritual. Simplemente, hacen lo que
deben hacer: se sumergen en la presencia de
Dios hasta que todo se convierte para ellas en
signo, y más que signo, de dicha presencia.
La contemplación no es asunto de charlata-
nes, telépatas o magos, sino que tiene que ver
con cosas muy básicas y muy reales: ver a Dios
en todos, encontrar a Dios en todas partes y reac-
cionar ante cualquier realidad de la vida como
ante un mensaje de parte de Dios. La contempla-
ción no es una visión espectacular ni un ungüen-
to mágico espiritual. Tampoco es un estado de
exaltación. Es, simplemente, conciencia de Dios
en lo inmediato.
La auténtica espiritualidad no es una huida a
un estado mental de despreocupación o a una
realidad ultramundana. Los contemplativos no
buscan «visiones». Tan sólo buscan conocer a
Dios, el Dios presente en ellos y a su alrededor,
en todo y en todos, en el Bien y en la Verdad, en
VISIÓN 149

el amor y la paz universal. Para los contemplati-


vos Dios no es un truco de magia. Dios es el aire
mismo que respiran.
Para ser contemplativo hay que alimentar el
sueño de hacer cada día lo que hay que hacer
para que Dios se haga presente aquí y ahora,
cueste lo que cueste.
Uno de los ancianos dijo: «Nunca he querido
trabajar en algo que fuera provechoso para mí,
pero no para los demás, porque tengo la seguri-
dad de que lo que es útil para los demás es bueno
también para mí».

Y el abad Teodoro de Fermo dijo: «En estos


tiempos, son muchos los que se toman el des-
canso por su cuenta antes de que Dios se lo
conceda».
En nuestra sociedad, el trabajo se ha convertido
en la manera de ganar dinero, a fin de poder
hacer lo que de verdad preferiríamos hacer si no
tuviéramos necesidad de trabajar. Tal vez ningu-
na otra forma de ver la vida explica con tanta cla-
ridad lo que ha ocurrido realmente con la calidad
del mundo que nos rodea. Si hay algo que sirva
para calibrar la profundidad espiritual, en una
sociedad centrada en el trabajo, es, sin lugar a
dudas, el trabajo que realizamos y por qué lo rea-
lizamos o, a la inversa, el trabajo que no quere-
mos realizar y por qué no queremos realizarlo.
El trabajo es la respuesta del contemplativo a
la percepción contemplativa. De hecho, es la res-
puesta de cualquiera a la profundidad -o a la
superficialidad- de sus ideas acerca de la crea-
ción. Ser consciente de la presencia de Dios en
todas las cosas tiene importantes consecuencias
para el modo en que una persona vive el resto de
la vida. Lo que sabemos determina lo que hace-
mos. Si floto en un «mar de Dios», no hay nada
que no sea sagrado. «Trata todas las cosas» -la
maceta y la planta, la azada y la tierra- «como si
fueran vasos sagrados», recomienda la Regla de
san Benito. Se trata de un consejo profundamen-
te contemplativo.
154 LA VIDA ILUMINADA

En la santidad del universo ve el contemplati-


vo el rostro de Dios. Hacer algo que desfigure
ese rostro, en nombre de algo que no sea digno
del Dios que lo creó -beneficio, avidez, ocio,
progreso, industria, «defensa»...-, es simplemen-
te blasfemo.
Una de las dimensiones más exigentes, y fre-
cuentemente ignoradas, del relato de la creación
es que, cuando Dios puso fin a su obra creadora,
la creación no estaba en realidad concluida. De
hecho, Dios nos encomendó a nosotros el resto
del proceso. Lo que los seres humanos hacemos
en esta tierra sirve para proseguir la creación o
para obstaculizarla. Todo depende de cómo vea-
mos la vida y nuestro papel en la incesante crea-
ción del mundo.
El trabajo constituye nuestra aportación a la
creación, nos relaciona con el resto del mundo y
nos permite cumplir con nuestra responsabilidad
para con el futuro. Dios nos dejó un mundo
intacto, un mundo en el que había suficiente para
todos. La pregunta que en ahora mismo se hace
el contemplativo es: «¿Qué mundo vamos a dejar
a quienes nos sucedan?». El contemplativo se
esfuerza en configurar el mundo a imagen de
Dios. El orden, la limpieza y la solicitud por el
medio ambiente insuflan la Gloria de Dios en la
realidad material y determinan el carácter de la
pequeña parcela del planeta de la que somos res-
ponsables.
El contemplativo sabe que el ideal no es re-
huir el trabajo. Según el Génesis, lo primero que
TRABAJO 155

se exige a Adán y Eva es que labren y cuiden el


jardín. Se les ordena, pues, que trabajen mucho
antes de pecar. En la tradición judeo-cristiana, el
trabajo no es un castigo por el pecado, sino que
es lo propio de lo conscientemente humano. No
vivimos para ser superados por el trabajo.
Vivimos para trabajar bien, para trabajar con una
finalidad, para trabajar con honradez, calidad y
creatividad. Los suelos que friegan los contem-
plativos nunca han estado más limpios. Las pata-
tas que el contemplativo cultiva no dañan la tie-
rra en la que crecen, con el pretexto de una mejo-
ra de la productividad. Las máquinas que un con-
templativo diseña y construye no están destina-
das a destruir la vida, sino a hacerla más posible
para todos. Las personas a las que sirve el con-
templativo reciben tantos cuidados como los que
Dios nos ha dispensado a nosotros.
El contemplativo se somete al principio de
«labrar y cuidar el jardín». El trabajo no nos
aparta de Dios, sino que nos acerca su Reino más
de lo que lo estaba antes de nuestra llegada. El
trabajo no nos separa de Dios, sino que prosigue
su obra a través de nosotros. El trabajo es el
sacerdocio de la especie humana. Convierte lo
ordinario en grandeza de Dios.
Para ser un verdadero contemplativo tengo
que trabajar como si la preservación del mundo
dependiera de lo que yo hago en este pequeño e
insignificante espacio que llamo «mi vida».
enofílía
T-A amor a ios extranjeros

Decía la abadesa Sara: «Si yo pidiera a Dios


que todos pudieran inspirarse en mí, luego ten-
dría que llamar pidiendo perdón a todas las
puertas. Prefiero pedir que mi corazón sea puro
para con ellos, más que ser capaz de cambiar
algo en los suyos».
Lo que nos distingue a los contemplativos no es
lo que los demás piensan de nosotros, sino lo que
nosotros pensamos de los demás. Nuestra misión
no es convertir a los demás, ni siquiera influir en
ellos, y mucho menos impresionarlos. Nuestra
meta en la vida es convertirnos a nosotros mis-
mos, dejando de preocuparnos enfermizamente
de nuestro propio yo para ser conscientes de
cómo la bondad de Dios se halla presente en los
demás. Y orar por ello no es perder el tiempo. La
belleza de un alma sin tapujos no es fácil de per-
cibir en un mundo en el que el otro -el extraño,
el extranjero, el desconocido- amenaza mi senti-
do de la seguridad y las pirámides de control
social. A fin de cuentas, todos sabemos quién
manda, y no podemos permitir que nadie de
fuera ponga en peligro un sistema construido
sobre los absolutos que hemos ideado para noso-
tros mismos.
En nuestra cultura, enseguida aprendemos
que el mundo está a nuestra disposición. Y, por
encima de todo, aprendemos que nosotros somos
la norma. Sabemos que estamos en el vértice de
la pirámide. El chauvinismo nos asfixia. Por su-
puesto que los mensajes únicamente se insinúan,
pero, aun así, son muy claros. Otras culturas no
160 LA VIDA ILUMINADA

son, ni mucho menos, tan «modernas», «progre-


sistas» o «desarrolladas» -es decir, civilizadas-
corno la nuestra. Otros grupos étnicos no son, ni
mucho menos, tan inteligentes y refinados. Hay
una jerarquía de los logros humanos y -como lo
muestra la historia, lo dicta la economía y lo
corrobora el poder- nosotros presidimos dicha
jerarquía.
El «nosotros» y el «ellos» son los distintivos
de una época marcada por la presencia abruma-
dora de refugiados e inmigrantes y, sin embargo,
inseparablemente interrelacionada, en un mundo
en el que ya no hay fronteras naturales. Es ver-
dad que ahora tenemos un solo mundo, pero es
un mundo complejamente entrelazado y doloro-
samente estratificado. Vivimos en un mundo, una
ciudad, un vecindario... en los que «ellos» son
muchos más que «nosotros». Nosotros, obvia-
mente, tenemos por naturaleza derecho a todo
cuanto necesitamos para vivir con dignidad y
seguridad. A ellos, en cambio, les pedimos que
tengan paciencia y que trabajen más para obtener
tal derecho, e incluso a veces les obligamos a ver
cómo nosotros consumimos hasta agotarlo aque-
llo de lo que ellos carecen en absoluto. En medio
de todo ello, y para defender a algunos de «noso-
tros» frente a todos «ellos», el mundo acaba
teniendo que soportar verdaderas batallas por el
empleo, durísimos conflictos por la distribución
de los alimentos, verdaderas guerras por el agua,
por la tierra y, lo que es más triste, por razón de
la limpieza étnica.
XENOFILIA, EL AMOR A LOS EXTRANJEROS 161

Pero el problema social es una cosa, y el pro-


blema espiritual otra muy distinta. La realidad es
que esos conflictos y esas guerras no se producen
«en otra parte», sino en el corazón mismo del ser
humano. Hemos dividido el mundo entre «los de
dentro» y «los de fuera», cuando en realidad ya
no nadie que sea «de fuera». En nuestras salas de
estar vive la ciudad entera, el mundo entero, que
pugna por hacerse con nuestros corazones. Sólo
el contemplativo vive bien en un mundo cuya
seguridad depende del corazón receptivo.
Hay pocas cosas en la vida más amenazado-
ras para la persona cuya religión es el provincia-
nismo, y pocas cosas más reveladoras para el
contemplativo, que el extranjero. El contemplati-
vo ve en el otro lo que a él le falta. Es en el ex-
tranjero donde la nueva palabra de Dios se mues-
tra más claramente a quienes descubren detrás de
las apariencias la refracción del misterio divino
en la realidad mundana.
Para el contemplativo, el extranjero es el án-
gel de Tobías, el visitante de la tienda de Abra-
ham y Sara, el sonido del «Ave, María» en el jar-
dín, que nos llama a una vida que ni conocemos
ni podemos predecir. Es el extranjero quien de-
sactiva todas nuestras ideas preconcebidas acer-
ca de la vida y todos nuestros estereotipos acer-
ca del mundo. Es el extranjero quien convierte lo
sobrenatural en natural. Es el extranjero quien
pone a prueba todas nuestras buenas intenciones.
Para ser contemplativos tenemos que abrir
nuestros corazones y nuestras puertas al extran-
162 LA VIDA ILUMINADA

jero, en quien vive la Palabra que llama a nues-


tros excluyentes corazones a romper las fronte-
ras en que puede encerrarnos nuestro sectarismo.
Para ser contemplativos tenemos que vivir en paz
y proclamar la paz a todos y en todas partes.
Tenemos que hablar bien de todos aquellos a
quienes no conocemos y que, sin embargo, sabe-
mos que están tan llenos de Dios como nosotros,
si no más.
nstu

El abad Nilo dijo: «No quieras que las cosas


sean como a ti te parece que es mejor para ti,
sino como quiere Dios que sean. Así te verás
libre de confusión y te mostrarás agradecido en
tu oración».
¿Quién, en uno u otro momento, no ha deseado
que su vida fuera diferente de cómo es? ¿Quién
de nosotros no lo ha querido? Nos cansamos de
lo que hacemos o del lugar donde estamos, y sus-
piramos por tiempos mejores en cualquier otro
lugar. Querríamos hacer algo diferente, pero, en
el fondo, no sabemos realmente qué. Lo único
que sabemos es que ansiamos lo que no tenemos.
Estamos confusos. Nos falta ese agradecimiento
a la vida de que hablan los monjes del desierto.
Vamos por la vida irritados y quejándonos de to-
do. Y de ese modo la echamos a perder: al con-
cluir la vida, resulta que no la hemos vivido. An-
siamos lo que no podemos ver.
La contemplación es también ansia. Pero el
contemplativo sabe que, vayamos adonde vaya-
mos -y, si la llamada es clara, tenemos que ir-,
al final seguiremos ansiando lo que no se puede
ver. De hecho, el ansia es un signo de la vida
espiritual. Quienes no ansian a Dios no lo cono-
cen. Pero el ansia de Dios nos exige dejar que la
Vida que hay en nosotros, que es la energía del
universo, nos ponga en contacto con la Vida que
está por doquier, en todos los seres y en todos los
tiempos, siempre.
166 LA VIDA ILUMINADA

La contemplación es el imán del alma. Nos


hace salir de nosotros mismos y, al mismo tiem-
po, nos hace entrar en lo más hondo de nosotros
mismos. Siempre inquietos y siempre en paz. Lo
que tenemos es todo cuanto hay, y nunca es sufi-
ciente. El contemplativo ansia siempre la Luz
que inunda toda la vida, pero que, sin embargo,
no es más que un vislumbre del Misterio total en
el que estamos inmersos.
La contemplación es la entrega del yo a la
unidad con Aquel que es la vida del universo en-
tero, Aquel de quien todo es parte y nada es todo.
Es alegría y dolor en las disyuntivas decisivas. Es
Dios en todas partes y en ninguna. Las implica-
ciones de todo ello nos sobrecogen: ser contem-
plativo significa vivir al mismo tiempo en la pre-
sencia y en la ausencia de Dios.
El contemplativo se pasa la vida alimentando
la presencia del Último y anhelando siempre su
ausencia. Para el contemplativo, la Vida no es
más que el comienzo de la consciencia. La muer-
te es tan sólo nacer a la nueva vida, el proceso
por el que somos expulsados del seno del mundo
para entrar en el seno de Dios, de una vida en la
oscuridad a la Vida en la luz.
El contemplativo disfruta... y el contemplati-
vo ansia. La vida lo es todo, y la vida está vacía.
La vida hay que vivirla en plenitud.
La única pregunta para el alma inquieta es:
¿qué ansiamos? Si sólo ansiamos más de noso-
tros mismos, nunca estaremos satisfechos, por-
que, dada nuestra pequenez, no somos suficiente
ANSIA 167

para nosotros mismos. Si ansiamos a Dios, tam-


poco nos sentiremos satisfechos, pero al menos
sabremos que tenemos lo que estamos deseando
descubrir: la Gloria de Dios en nosotros.
Para ser contemplativo es preciso decir cada
día lo que los sabios de todas las tradiciones nos
han venido diciendo una y otra vez a lo largo de
los tiempos: «Dios está en mí, y yo soy de Dios,
y por eso todas las cosas y yo somos uno.
Aleluya».
El abad Lot fue a ver al abad José y le dijo:
«Padre, en lo que puedo, observo una regla sen-
cilla, hago pequeños ayunos, practico algo de
oración y meditación, guardo silencio y, en la
medida de lo posible, procuro mantener limpio
mi pensamiento. ¿Qué más debería hacer?». El
viejo monje se puso en pie, alzó las manos hacia
el cielo, y sus dedos se convirtieron en diez
antorchas llameantes. Entonces dijo: «¿Por qué
no te transformas en fuego?».
«¿Quién puede ver a Dios y seguir vivo?», pre-
guntaban los antiguos. Es una pregunta impor-
tante. Mientras buscamos señales de nuestro pro-
greso espiritual, posiblemente el criterio se
encierre en la siguiente pregunta: ¿quién puede
ver a Dios y seguir viviendo la vida opaca, errá-
tica y autosuficiente que vivía antes de que Dios
pasara a ser la presencia en la vida que relativiza
todas las demás presencias? Dios no está en el
huracán, dice el profeta. Y es verdad, y el con-
templativo lo sabe. Más bien, Dios es el huracán.
Dios es la energía que nos mueve, la antorcha
que nos guía, la vida que nos llama, el Espíritu
que nos habita y nos transporta... más allá de
toda duda, más allá de todo fracaso, a pesar de
todas las dificultades. Y a esa Energía no hay
más respuesta aceptable y posible que la energía.
Aquellos cuyo corazón no siente pasión por la
justicia, que no tratan incansablemente de com-
prender a los demás, ni son conscientes de su
responsabilidad para con el reino de Dios, ni
sienten una punzante e insistente llamada a tras-
cenderse a sí mismos, ni se comprometen decidi-
damente con la comunidad humana, ni son capa-
ces de percibir la belleza, ni poseen la paciencia
172 LA VIDA ILUMINADA

que todo ello exige en la vida diaria, es posible


que busquen a Dios, pero -no nos equivoque-
mos- Dios sigue siendo para ellos tan sólo una
idea, todo lo valiosa que se quiera, pero no una
Realidad.
La contemplación es una actividad muy peli-
grosa. No sólo nos pone frente a frente ante Dios,
sino que nos pone también frente a frente ante el
mundo y ante nosotros mismos. Y, naturalmente,
hay que hacer algo. La presencia de Dios es una
realidad exigente. Una vez que hemos encontra-
do a Dios dentro de nosotros, nada sigue siendo
lo mismo. Nos convertimos en personas nuevas
y, al hacerlo, también vemos de una manera
nueva todo cuanto nos rodean. Quedamos conec-
tados con todo y con todos. Llevamos el mundo
en nuestros corazones: la opresión de los pue-
blos, el sufrimiento de los amigos, las cargas de
los enemigos, el saqueo de la tierra, el hambre
de los pobres, los sueños de los niños... La con-
ciencia ilumina nuestros corazones. El celo nos
consume.
El celo -«punto de ignición», en griego-
tiene que ver con sentir por algo tal solicitud que
haga que merezca la pena haber nacido. Sin celo,
la vida es, en el mejor de los casos, el tiempo
entre un comienzo inútil y un final sin sentido.
Vivir sin creer en algo por lo que merezca la
pena vivir es una triste y sombría existencia.
Por supuesto que el celo puede fracasar. Un
celo no basado en Dios es una peste del espíritu.
Se manifiesta en forma de antisemitismo, de
CELO 173

pena capital, de quema de brujas, de homofobia,


de sexismo, de guerra nuclear... Un celo basado
en un Dios pequeño y mezquino se convierte en
la Inquisición, en los talibanes, en las excomu-
niones, en las exclusiones y en los silenciamien-
tos canónicos. «Hay un celo bueno que lleva a la
vida -enseña la Regla de san Benito- y un celo
amargo y malo que lleva a la muerte». La adver-
tencia es clara: podemos ponernos en el lugar de
Dios, en lugar de arrojarnos en los brazos de
Dios. Dejarse guiar por algo menor que el Dios
del Amor y, en consecuencia, amar menos gene-
rosamente todo y a todos en el mundo, es expo-
nerse a caer en manos del celo malo y amargo en
nombre del Dios de la venganza.
Si queremos ser contemplativos hemos de ser
celosamente entusiastas del Dios del Amor, en
quien todas las cosas tienen su principio y su fin.
Hemos de convertirnos del todo en fuego. Afor-
tunadamente, sabremos percibir cuándo suce-
de esto, porque nos sentiremos consumidos de
amor, no sólo por Dios, sino por todo cuanto
Dios ha creado. No hay señal más evidente de la
contemplación. Entonces, y sólo entonces, nues-
tro celo podrá derramarse sobre el mundo.
(o largo &e los siglos

El abad Antonio dijo: «Se acerca el día en que


las personas se volverán locas y, cuando vean a
alguien que no lo está, lo atacarán diciendo:
"Estás loco, porque no eres como nosotros "».
A menudo pensamos que quienes se resisten en
cualesquiera circunstancias a negar la bondad
esencial de la vida están locos. Seamos realistas,
decimos, y reconozcamos la existencia del mal y
del sufrimiento. Muchas veces nos sentimos in-
clinados a pensar que quienes siguen viendo la
vida allí donde la vida parece vacía y estéril, son,
en el mejor de los casos, unos estúpidos. Hay
que ser sensatos, decimos. Pero, en tal caso,
puede que seamos nosotros los locos. La verdad
es que la contemplación, la capacidad de ver el
alma de la vida por detrás de lo obvio, es la cor-
dura fundamental. El contemplativo ve la vida tal
como realmente es, a pesar de tanto conflicto y
de tanto dolor: impregnada de Dios, radiante de
eternidad, rebosante de energía, y tan desbordan-
te de bondad que el mal nunca sale del todo
victorioso.
La contemplación mantiene los ojos del alma
fijos en la Bondad. Pero la contemplación es tan
importante por lo que no es como por lo que es.
La contemplación no es una manía espiritual ni
una especie de engaño religioso. No es ni un
beneficio añadido de un ascetismo radical ni un
subproducto automático de un rito hipnotizador.
178 LA VIDA ILUMINADA

Tampoco es un desequilibrio mental con visos de


religión. La contemplación es la corona del espí-
ritu, la puerta del corazón por la que entra todo
lo bueno y se recibe todo como don de Dios. La
contemplación perdura a lo largo del tiempo y de
las tradiciones, más allá de las culturas y de los
credos, a pesar de las cautelas religiosas o de las
prescripciones sacerdotales en contra. La con-
ciencia de la presencia de Dios en el espesor de
lo cotidiano, en todas partes, en todas las ocasio-
nes y en todas las personas, subyace a las gran-
des aventuras espirituales. Los creyentes sólo
creen en Dios. Los buscadores ven a Dios en
todas partes; ven lo que otros ni siquiera pueden
imaginar: la presencia de Dios en las realidades
de cada día. La diferencia básica entre quienes
son piadosos y quienes son contemplativos es
que, una vez que han logrado ver a Dios en el
mundo en el que están inmersos, los contempla-
tivos no dejan nunca de ver de nuevo, por muy
increíbles que puedan ser las circunstancias.
No es el contemplativo el que está loco; es el
resto del mundo el que carece de lo necesario
para estar cuerdo en un mundo con frecuencia
enloquecido.

Los monjes del desierto lo expresaban del


siguiente modo: Cuando estaba agonizando, el
abad Benjamín dio su última lección a sus discí-
pulos: «Haced esto y os salvaréis: estad siempre
alegres, orad constantemente y no dejéis nunca
de dar gracias».
A LO LARGO DE LOS SIGLOS 179

En última instancia, el fruto de la contempla-


ción es la alegría. Cuando caminamos con Dios,
¿qué podemos temer? La serenidad se apodera
de quienes caminan con Dios. La seguridad la
alcanzan quienes ven a Dios en todas las cosas.
La paz inunda a quienes saben que todo cuanto
existe es de Dios, con tal de que queramos que
lo sea.
Y, sobre todo, la alegría, la alabanza y el agra-
decimiento habitan los corazones de quienes
viven en Dios. Pero no se trata de la alegría del
botarate: el contemplativo sabe percibir cuándo
el mal ronda su mente. Ni se trata de la alabanza
del adulador: el contemplativo conoce la lucha
cuando llegan las dificultades. Tampoco se trata
del agradecimiento del necio: el contemplativo
reconoce la diferencia entre el grano y la paja, y
sabe que el grano es para hacer pan, y la paja pa-
ra hacer fuego. El contemplativo cae en la cuen-
ta de que todo en la vida tiene como finalidad
encender el fuego de la vida de Dios en nosotros.
Por eso, el contemplativo sigue adelante lleno de
alegría, con la alabanza siempre en su boca y el
agradecimiento en su corazón. ¿Qué mejor modo
de hacer que la luz del diamante brille en las
tinieblas?
iblíogrufíu

Las citas de los monjes del desierto pertenecen a


las siguientes obras:

NOMURA, Yushi, Desert Wisdom: Sayings from


the Desert Fathers, Image Books, Garden
City (NY) 1984 (trad. cast.: Sabiduría del
desierto. Dichos de los Padres del Desierto,
San Pablo, Madrid 19943).
The Sayings of the Desert Fathers: The
Alphabetical Collection, Cistercian Publica-
tions, Kalamazoo (Mich) 1975.
Las Sentencias de los Padres del desierto. Los
apotegmas de los Padres (Recensión de
Pelagio y Juan), traducción directa del latín
por José F. de Retana, DDB, Bilbao 1988.

Otras fuentes:

HILLESUM, Etty, An Interrupted Life, Pantheon


Books, Nueva York 1983 (véase: Paul
LEBEAU, Etty Hillesum. Un itinerario espiri-
tual. Amsterdam 1941 - Auschwitz 1943, Sal
Terrae, Santander 2000).
182 LA VIDA ILUMINADA

JÁGER, Willigis, Searchfor the Meaning ofLife:


Essays and Reflections on the Mystical
Experience, Triumph Books, Ligouri (Mo)
1995.
Regla del gran patriarca san Benito, Abadía de
santo Domingo de Silos, 19858.
WILSON, Andrew (ed.), World Scripture: A
Comparative Anthology of Sacred Texts,
Paragon House, New York, 1991.

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