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Tres Lecciones sobre la Compasión

de World as Lover, World as Self por Joanna Macy


Pensaba que sabía lo que era la compasión –es un concepto familiar, común a todas las religiones.
Pero en ese primer verano que estuve con los tibetanos, se me reveló en dimensiones nuevas para
mí.

En ese entonces yo no era estudiante de budismo, cuando vivía en la India con mi marido y mis
hijos, y cuando en enero de 1965 conocí a los refugiados tibetanos en las estribaciones del
Himalaya. Ni tampoco era, pensaba, interés en el Dharma lo que me llevó de regreso a ellos el
verano siguiente –hacia ese grupo andrajoso de monjes y lamas y laicos que, con su líder Khamtul
Rimpoché, habían salido de Kham, en Tibet Occidental. Simplemente quería estar cerca de ellos.
Sentía una especie de felicidad alocada en su compañía, e imaginaba que podía ser de alguna
utilidad.

A pesar de sus coloridas y conmovedoras ceremonias, estaban en una situación difícil. Presa de
enfermedades desconocidas en Tibet, vivían con ingresos mínimos, abarrotados en casuchas
alquiladas, en la estación de la colina de Dalhousie. Sin sustento ni tierra propios, temían ser
separados unos de otros y ser embarcados por las autoridades del gobierno Hindú hacia los
diferentes proyectos de trabajo, brigadas viales, campamentos, escuelas, orfanatorios y otras
instituciones que se estaban instalando para los miles de refugiados de la represión china en Tibet.
De manera que, junto con un voluntario estadounidense del Cuerpo de Paz, trabajé para ayudarles a
desarrollar una base económica que les permitiera permanecer juntos como una comunidad. Cuando
mis hijos terminaban la escuela en Delhi, nos mudábamos por el verano a Dalhousie.

Nuestra meta era ayudar a los refugiados a usar su rica herencia artística para producir artesanía
para la venta, y a establecer un esquema de mercado cooperativo. Durante ese proceso se generaron
amistades que cambiarían mi vida.

Tenía bien claro que los rimpochés, o venerables lamas encarnados de la comunidad, eran grandes
maestros del budismo tibetano, pero no pedí enseñanzas. Dadas las condiciones que enfrentaban y
las exigencias sobre su atención y salud, eso me parecía presuntuoso. Quería aliviar sus cargas, no
sumarme a ellas. Las preciosas horas que teníamos libres para estar juntos las destinábamos a hacer
planes para la comunidad, postular para las raciones del gobierno, o escogiendo lanas, tintes, y
diseños para la producción de alfombras. De todos modos, el caminar entre la casa de campo que
alquilábamos con mis cuatro niños, desde la carretera del círculo superior de Dalhousie, y la
comunidad khampa, una milla más abajo, no dejaba tiempo para leer escrituras o para aprender
meditación. Pero las enseñanzas vinieron de cualquier manera. Llegaron en formas simples e
inesperadas. Tengo, en particular, vívidos tres recuerdos.

Un día, después de pasar la mañana con los niños, iba bajando la montaña para reencontrarme con
mis amigos khampa. De pasada, había acompañado a mi hijo mayor, de once años de edad, a una
clase de Dharma para occidentales en una escuela de jóvenes lamas tibetanos. Una monja que
hablaba inglés estaba a cargo de la enseñanza y dijo: “Son tantos los seres sensibles, y tantos sus
nacimientos a lo largo del tiempo, que cada uno en algún momento fue tu madre”. Ella explicó
luego una práctica para desarrollar la compasión: consistía en considerar a cada persona como tu
madre en alguna vida anterior.

Jugué con esa idea mientras bajaba la montaña, siguiendo un camino estrecho, sinuoso entre cedros
y rododendros. El astronómico número de vidas que las palabras de la monja evocaron aturdía mi
mente –y sin embargo la intención de esta práctica curiosa, con toda su fantasía descabellada, era
conmovedora. Qué lástima, pensé, que ésta no fuera una práctica que pudiera utilizar, ya que la
reencarnación no existía en mi sistema de creencias. Luego hice una pausa en el camino mientras se
acercaba la figura de un culí.

Los culís, o cargadores, eran una figura familiar en los caminos de Dalhousie, y los más
excesivamente cargados eran los que subían trabajosamente la montaña con troncos gigantescos en
sus espaldas. Eran montañeses de casta baja cuyas formas dobladas y flacas parecían enanas junto a
sus cargas, de varios metros de longitud. Me había acostumbrado a mirarlos, y me había
acostumbrado también al sentido de consternación que provocaban en mí. Normalmente apartaba la
mirada con desagrado, y pasaba de largo mascullando internamente juicios sobre el tipo de sistema
social y económico que explotaba en esa forma a su propia gente.

Esta tarde me quedé completamente inmóvil. Observé la delgada y zigzagueante figura subir
lentamente hacia mí, llevando su carga –que parecía el tronco de un cedro– alrededor de una curva.
Retrocediendo un poco para apoyar la parte posterior del tronco contra el banco, para aliviar el
peso, el culí hizo una pausa para recobrar el aliento. Le dije suavemente “Namasté”, y di un paso
vacilante hacia él.

Quería ver su cara. Pero él estaba todavía atado bajo el tronco, y hubiera tenido que ponerme en
cuclillas bajo suyo para contemplar sus facciones –que ahora desesperadamente anhelaba ver. ¿Qué
cara tenía ahora esta amada que mucho tiempo atrás fue mi madre? Mi corazón temblaba de
felicidad y aflicción. Quería tocar su mejilla tan morena, que apenas vislumbraba, y encontrarme
con esos ojos dirigidos al suelo. Quería desamarrar y reacomodar las correas para compartir su
carga montaña arriba. Sea por respeto o por vergüenza, no lo hice. Simplemente me quedé a dos
metros de distancia y bebí cada rasgo de esa forma: la barbilla grisácea, el turbante harapiento, las
manos nudosas asiendo la parte delantera del tronco que le rebasaba por enfrente.

Los acostumbrados comentarios de mi sociólogo interno se evaporaron. Lo que aparecía ahora ante
mí no era una clase oprimida o la acusación a un sistema económico, sino un ser distinto,
irreemplazable, e incomparablemente precioso. Mi madre. Mi hijo. Mil preguntas urgentes
aparecieron en mi mente. ¿Adónde iba él? ¿Cuándo llegaría a casa? ¿Habría allí seres queridos para
saludarlo y una buena comida para comer? ¿Lo esperaría un descanso, y canciones, y abrazos?

Cuando el culí levantó al tronco del banco y empezó a balancear su peso para reanudar la marcha
cuesta arriba, proseguí mi camino montaña abajo. No había hecho nada para cambiar su vida, o para
revelar el descubrimiento de nuestra relación. Pero la falda de la montaña en Dalhousie brillaba con
una luz diferente; partes de mi mente habían sido reacomodadas, mi corazón había sido abierto. Qué
extraño, pensé, que no necesité creer en la reencarnación para que eso ocurriera.

El segundo incidente ocurrió al poco tiempo, en una tarde similar de verano en Dalhousie. Era una
de las muchas horas del té con Khamtul Rimpoché, la cabeza de la comunidad de refugiados de
Kham, donde junto con dos tulkus menores o lamas encarnados hacíamos planes para su centro de
producción artesanal. Como de costumbre, Khamtul Rimpoché tenía un lienzo estirado a su lado en
el cual, con su acostumbrada, amable ecuanimidad, pintaba mientras bebíamos nuestro té y
charlábamos. Su cara enorme, redonda, exudaba una confianza serena en que nuestras
deliberaciones iban a tener buen fruto, tal como las formas del Buda en su lienzo tomaban forma
bajo el fino pincel en sus manos.

Yo, como de costumbre, estaba atrapada en la urgencia de desarrollar nuestros planes para la

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cooperativa artesanal y las múltiples solicitudes de subsidio. No podía saber entonces que este
esfuerzo resultaría finalmente en el asentamiento monástico de Tashi Jong, donde unos años más
tarde, en tierras adquiridas en el Valle Kangra en las estribaciones del Himalaya, una comunidad de
400 monjes y laicos khampa sentaría sus raíces en el exilio.

En esta tarde particular una mosca cayó en mi té. Eso era, por supuesto, algo sin importancia.
Después de un año en la India me consideraba imperturbable por insectos; por hormigas en la
azucarera, arañas en la alacena, e incluso alacranes en mis zapatos por la mañana. Sin embargo, al
levantar mi taza, he debido haber revelado, por mi expresión facial o un pequeño sonido, la
presencia de la mosca. Choegyal Rimpoché, el tulku de dieciocho años de edad que ya se estaba
convirtiendo en mi amigo de toda la vida, se inclinó hacia adelante con simpatía y preocupación.
“¿Qué pasa?” “Oh, nada”, dije “no es más que una mosca en mi té” Me reí un poco para comunicar
mi aceptación y compostura. No quería que pensara que unos simples insectos fueran un problema
para mí; después de todo, era una India-wallah experimentada, relativamente libre de fobias
occidentales y apegos a la salubridad moderna.

Choegyal canturreó suavemente, aparentemente en conmiseración con mi apuro, “Oh, oh, una
mosca en el té”. “No hay problema”, reiteré, sonriendo en forma reconfortante. Pero él siguió
mostrando una gran preocupación en mi taza. Se levantó de su silla, se inclinó e introdujo su dedo
en mi té. Con mucho cuidado sacó la mosca ofensora y salió del cuarto. Se reanudó la conversación
en la mesa. Estaba ansiosa por conseguir el acuerdo de Khamtul Rimpoché con los planes para
asegurarnos de lana de gran altitud que él deseaba para la producción de alfombras.

Cuando Choeyal Rimpoché regresó a la casa de campo, estaba radiante. “Va a estar bien”, me dijo
en voz baja. Me explicó cómo había colocado a la mosca en la hoja de una rama de un arbusto cerca
de la puerta, donde sus alas se podrían secar. Y la mosca estaba todavía viva, porque había
comenzado a desplegar sus alas, y seguramente podríamos esperar que alzara vuelo pronto …

Eso es lo que recuerdo de esa tarde –no los acuerdos a que llegamos o los planes que hicimos, sino
el informe de Choegyal de que la mosca viviría. Y recuerdo, también, la risa en mi corazón. No
podría, con toda justicia, compartir todas las dimensiones de la compasión de Choegyal, pero el
placer en su cara revelaba cuánto me estaba perdiendo al no extender mi preocupación personal
hacia todos los seres, incluyendo las moscas. Pero al mismo tiempo, la noción de que tal cosa fuera
posible me dio un deleite sin límite.

Mi tercera lección ese verano también ocurrió de un modo casual, de paso. Para ayudar a los
tibetanos, quería contar su historia al mundo, una historia que yo justamente comenzaba a descubrir.
Tenía fotos impresionantes de los tibetanos en el exilio, de sus caras y artesanías, y los majestuosos
bailes de los lamas de su linaje. Concebí un artículo ilustrado para una publicación popular, como el
National Geographic; pero para atrapar la simpatía de los occidentales y lograr su apoyo, ese
artículo, creía, debería incluir los horrores de los cuales estos refugiados habían escapado. Historias
de inhumanidad abrumadora y sobre torturas por parte de la ocupación china me habían llegado
sólo en forma periférica, en arrebatos, por parte de laicos y de otros occidentales. Los rimpochés
eran renuentes a describir o abordar estas historias.

Presenté mi argumento a Choegyal Rimpoché, el más accesible y confiado de los tulkus. Él había
sido un chico maduro de trece años de edad cuando los chinos invadieron su monasterio, y tenía sus
propios recuerdos para contar de lo que le habían hecho a sus monjes y lamas. Yo sospechaba de
una curiosidad malsana en mi ansia de oír los cuentos espantosos –una curiosidad malsana
desarrollada en mi infancia por el periodismo amarillista de los suplementos dominicales de Nueva
York, y por las películas de horror sobre antiguas torturas chinas; sin embargo, sabía que tales

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historias llamarían la atención de lectores occidentales y atraerían apoyo a la causa tibetana.

Sólo cuando pude convencer a Choegyal que el compartir estos recuerdos con el público occidental
ayudaría a la lucha de los refugiados tibetanos, él comenzó a revelar algunos de los detalles de lo
que había visto y sufrido de mano de los chinos, antes de su huida del Tibet. Las historias salieron
en pedazos durante conversaciones, cuando hacíamos una pausa fuera del nuevo centro artesanal de
producción o caminábamos hacia el monasterio provisional. Sólo entonces divulgó algunos de los
detalles de lo que había ocurrido. Muchos de estos detalles, las formas de intimidación, coerción y
la tortura utilizada, han llegado a ser en estas fechas, más de un cuarto de siglo más tarde, del
dominio público. La información ahora disponible a través de agencias como Amnistía
Internacional y el Consejo Internacional de Juristas, no pueden tener la inmediatez conmovedora de
las palabras de Choegyal, pero dan una idea de su sustancia.

Sin embargo, la lección que aprendí, y que se quedará por siempre conmigo, no es sobre la
capacidad humana para la crueldad. Estábamos parados con Choegyal bajo un árbol de rododendro,
la luz del sol titilando en su cara a través de las hojas y de las flores del color de su hábito.
Justamente acababa de decirme lo que quizás era su recuerdo más doloroso –lo que los militares
chinos habían hecho a sus monjes en el gran salón de oración, mientras sus maestros lo escondían
en la falda de una montaña cercana al monasterio. Me quedé sin aliento sobrecogida y respiré fuerte
para contener la tristeza y el enojo que surgieron en mí. Luego me detuve por la mirada que me
dirigió, con ojos brillantes de lágrimas no derramadas.

“Pobres chinos”, murmuró.

Con un estremecimiento de reconocimiento, me di cuenta de que las lágrimas en sus ojos no eran
por sí mismo o por sus monjes o por el que fue una vez su gran monasterio de Dugu en la tierra de
Kham en Tibet Occidental. Esas lágrimas eran por los propios destructores.

“Pobres chinos”, dijo, “generan tan mal karma para sí mismos”.

No puedo emular el alcance de esa compasión, pero la he visto. La he reconocido. Ahora se que está
dentro de nuestra capacidad humana. Y eso cambia para mí la cara de la vida.

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