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EL CRISTIANISMO ES UN DON 2 «,,,f0 primero del cristianismo es que se trata de un regalo de Dios y, como Dios no es un donante mezquino, el regalo re- a el mas bello posible» 2g «Al que ciertas cosas exige aro, tiene que exigirlas por Dios— le quedan todavia opor- dades de ser escuchado» g «El camino angosto es el que, « 1a larga, seduce a los mejores» 8 «Lo que aqui decimos, no es pretencioso: al leer muchos de los libros actuales, nos sorprende el talento que se desparrama en lo infructifero» QQ HANS URS VON BALTHASAR FI cristianismo es un don EDICIONES PAULINAS barcelona - bilbao - madrid - sevilla - valladolid - valencia vigo - bogota - buenos aires - caracas - salvador - méxico lima - managua - montevideo - la paz - puerto rico - santiago Titulo original de la obra: Klarstellungen: Zur Priifnung der Geister/Traduccién de la segunda edicién alemana por + J. L, Albizu/ © Verlag Herder KG Freiburg i. Breisgan 1971 y Ediciones Paulinas (Protasio Gémez, 15-Madrid 27) 1972/ISBN 84-285-0349-4/Depdsito Legal: M. 4708-1973/Impre- so en Artes Graficas Carasa (José Bielsa, 6-Madrid 26)/Prin- ted in Spain. 1 iNDICACION Estas precisiones teoldgicas tienen por objeto el es- tudio cefiido y sin ambages de unas cuantas cuestio- nes esenciales al cristianismo que boy se controvier- ten o que—sucede ala mayoria—van sumiéndose en el olvido. Cada capitulo constituye un todo. La se- cuencia intporta poco. El conjunto depone el testi- monio de una intuicién fundamental y los diversos capitulos son rayos que proceden del mismo foco. Se omiten algunos puntos que caldean los animos, no por evadir cobardemente la refriega, atrincheréndome en posiciones anodinas, sino mas bien o porque la cuestién requiere una investigacién profunda, o bien porque sélo es susceptible de una resolucién positi- va, o finalmente, porque se ha vuelto «candente» por puro artificio, debiéndose ello, acaso, a que uno mis- mo se ha desplazado del centro realmente candente. A menudo sucede que lo que a mi, cristiano tibio, me quema, no quema al fervoroso, y lo que a éste le viene como un dogal al cuello, a mt no me aprieta. Si salen un par de rayos del sol auténtico, se po- dra, quizas, sondear el centro del fuego, donde nues- tras cuestiones acrisolen la autenticidad del ardor y se tornen incluso dictiles para la buena solucién. Pero 7 cosas que me parecen llanas y evidentes, pueden de improviso retorcerse en signos de interrogacion. Muchas cosas las presento en comprimidos. Si tro- zos como La trinidad y el futuro te parecen barto apretados, pasalos por alto. Pero hay cosas que, con- densdndose, se aclaran. Y no las pases de bhurtadi- las, sino repdsalas en la reflexién. No faltan interfe- rencias y cruces de cuestiones. Es preciso ejercitar la paciencia, pues hay en el cristianismo cosas en las que no se penetra sino por la puerta de la repeti- cin. Los grandes problemas vedettes, que con violencia se izan a la categoria de «articulos de la Iglesia en fallos o sin fallos», sobre los que se concentran to- dos los reflectores, son casi todos ellos de los que se pretenden resolver por desmontajes, atenuaciones, promociones de caminos mas faciles, donde no pue- de faltar la compasidén por los apremios bumanos. Sin embargo, el camino angosto es el que, a la lar- ga, seduce a los mejores. Se sabe, por ejemplo, que hoy los conventos de estricta e inalterada observan- cia reclutan més vocaciones, mientras los que ban preferido la linea blanda parecen abandonados de Dios y de los hombres. Lo mentamos sélo a guisa de sin- toma. Al que ciertas cosas exige (claro, tiene también que mostrar mucho y exigirlo tinicamente por Dios y por su obra) le quedan todavia oportunidades de ser escuchado. La moda, por definicién, pide cambio el préximo afio. Por ventura, lo verdaderamente cris- tiano jamés fue una moda, ni siquiera en la asi lla mada época cristiana. Lo poquito que aqui diremos no es pretencioso. Al leer muchos de los libros actuales, se sorprende uno de todo el talento que se desparrama en lo infruc- 8 “tifero. Cabe consolarse con la observacién de Hof- mannsthals: «La especie mas peligrosa de necedad es un entendimiento agudo». Y uno acepta gustoso que lo tomen por simple y algo idiota. Hans Urs von BALTHASAR 2 UNA ESTROFA DE CLAUDIO eCémo no debe procederse cuando se recibe un regalo de Ia mano de un amigo? Hay mil mane- tas que son improcedentes. Por eso, lo mejor es de- cit inmediatamente un correcto « jGracias! {Me eus- ta! {Lo acepto de buen grado! {Qué bonito! jMe ayudard a acordarme de ti!» Asi le renovamos la ale- gria. Algo evidentemente sencillo y correcto. Pero si, declinando de esta sencillez, comienza uno a dividir lo indivisible, es sorprendente la variedad de falsos comportamientos que pululan y toman cuer- po. Uno puede hacer dengues: «jAh! Es demasia- do para mi; ser4 mejor que lo guardes; ¢gno quie- res recobrarlo para tu propio uso? Ti tienes un ar- mario mejor; en mi casa podrfa echarse a perder. ¥ mis gustos son més primitivos que los tuyos; ti, sin duda, sabes ponderar mejor que yo su valor». Se po- dria meter el registro de la desconfianza: «¢Por qué me lo habré dado? ¢Qué pretender4? gQuerrd obli- garme? ¢Me tenderd una red? ¢O querr4 humillar- me? Porque él bien sabe que no le puedo correspon- der adecuadamente. jQué duro es verse asf agravia- do sin posibilidad de revancha! » Y para deshacerse de la opresién, puede la fantasia dispararse por mu- chos derroteros: «¢¥ si el regalo no viene de él? ¢Si lo ha enviado algin otro con un remite falso, 1 para jugarme una mala partida, muriéndose de risa al recibir mi carta de sentido agradecimiento? He de averiguarlo y cerciorarme quién es el que me lo envia», Se puede también tomar el objeto y exami- narlo de abajo arriba: «gSerd de verdad auténtico? éSer4 plata o simplemente plateado o una barata reproduccién? ¢Una obra de artesania o un articulo de serie? ¢De una pieza o de pegotes? Y¥ si de pe- gotes, gde cudntas piezas estard compuesto? ¢De qué materiales estaré hecho?» Entonces lo descompone y, como en nada se parecen los trozos a la obra, se confirma en sus sospechas. Lo mira més de cerca, més imparcialmente, mds criticamente, y el todo (que ya no lo es) le parece un bluff. «¢Qué habr4 pagado por esto?» En el primer momento le ha impresionado —es lo que, desde luego, pretendia también el re- galo—, le ha parecido una piedra preciosa, casi in- estimable. Esta fe es la que se queria suscitar y, a base de la fe, la consiguiente gratitud. Se ve la in- tencién. De haber hecho un regalo més sencillo, ha- bria obtenido un efecto mds auténtico. «En cuanto acabe mis tareas, paso con los trozos en la mano por un comercio y pregunto qué valen. Por desgra- cia, poco, probablemente. Ni podré venderlos; pero, al menos, me enteraré de lo que ha gastado por mi y sabré, por fin, a qué atenerme y a qué vienen esas protestas acaloradas de amot...». «¢Veis la luna alli plantada?/Sdlo puede verse su mitad,/pero bella es y redonda./Como tantas cosas de las que decididamente nos mofamos,/porque nues- tros ojos no las ven.» (Craupt0, como lo sabe cualquiera) +k Tiene algo de enojoso la critica al cristianismo: cuanto mds se encierra uno en los detalles, cuanto més potentes lupas se pone, tanto mds increfble, ba- 12 nal y baladi parece todo. Y la critica, sin embargo. un instrumento precioso, el mds garantizado que el buen Dios (0 el «Dios-Naturaleza») nos otorgdé para el camino de Ia ascensién desde la infrahumanidad a la suprahumanidad. Cuando la critica competente cuelga el marbete «no es critico», se finiquité el asun- to. Se le puede argiiir a un profesor de haber pro- cedido sin critica en una disertaci6n: su aureola pa- gard cort la ‘mitad, por Jo menos, de su brillantez. Pero he aqui que lo cristiano se presenta a los ojos, en cuanto es «aceptado». «Tomad, esto es mi cuerpo, que sera enttegado por vosottos». Y nos ve- mos referidos a lo susodicho: Sédlo hay una manera correcta de aceptar un regalo—en tanto que regalo—. La manera no critica. Todo es alli bello y redondo. EI regalo es verdadero si el amor comunica inme- diatamente amor. Su rayo alumbra un momento y da una nueva prueba del amor callado y constante. La composicién del regalo no ocupa como regalo el pri- mer plano, no es tematica: apunta los sentimientos del donante y apela a los del agraciado. Apela real- mente, en un acto de confianza: como regalo no quiere malas entendederas, no posee un valor propio: hay que captatlo como signo de amor. No preten- de oprimir al destinatario. Para el amante, lo mejor serfa no necesitar ofrecer un regalo desvaido y po- der, en cambio, dar a su amor la forma de regalo para, una vez ctistalizado y corporeizado, depositar- Jo en las manos del amado. Entonces, todo serfa tan didfano que no habria lugar para la trastienda de las segundas intenciones. La totalidad (lo «catélico») del amor, efectivamente, se concretizarfa como un cristal en la totalidad del regalo. Totalidad que, por supues- to, no podria percibirse sino de un vistazo totalita- rio y no podria aceptarse sino con un corazdén asi- mismo totalitario. Se ve que un «catolicismo crftico» entrafia una contradiccién. Porque lo primero del cristianismo es que se tra- 13 ta de un regalo de Dios al hombre y, como Dios no es un donante mezquino, el regalo resulta el més bello posible. «No se mofard decididamente», sino quien lo recibe como se le da: «Mirad, os anuncio un gran gozo». El que oye esta nueva con critica y descon- fianza, ser4 tan poco susceptible al gran gozo como a los dones que sirven para encenderlo. Si se preten- de, pues, emplear el término «critico»—acaso se re- fiera simplemente a «lo objetivo»—, la nica actitud critica pata la aceptacién de este regalo seria un co- razén contento que dice gtacias, sin detenerse en si mismo. Y esto tanto més cuanto que, segtin el men- saje cristiano, el regalo ofrecido es realmente el amor de Dios cristalizado (y al mismo tiempo fluente): Dios en Ja forma de su entrega. Tamafio regalo, como queda dicho, sédlo puede aceptarlo quien, a su vez, adopta la misma forma de entrega, configurada de suerte que se transforma en un puro si, en gratitud y consentimiento. ee Llegamos asi, de paso, a nuestra meta. Una acla- racién de nuestras lavazas cristianas, turbias y con- taminadas, es imposible sin remojarlas en el todo puro y transhicido. Y nada de andlisis microscépicos espe- ciales, ni tratamientos con detergentes de ingredien- tes quimicos. Las turbiedades proceden todas ellas de atrancar, de su contexto en la totalidad, ciertos pro- blemas parciales y de tratatlos «criticamente», cuando su sentido, su forma justa, su tratamiento y solucién no pueden obtenetse sino por la integracién en el todo y por su derivacién de la unidad. Nos hundimos en la abundancia de los problemas parciales, que se tor- nan cada vez mds embrollados, adquitiendo cada uno de ellos una densidad de plomo que resulta menos dictil que el todo unificado tomado en conjunto. No sélo se mira al todo en sus manifestaciones externas 14 —no es de sorprenderse—, ni siquiera se capta su interioridad, emigrando asi pueblos y continentes de una interioridad perdida a una exterioridad inencon- trable. Uno se rompe la cabeza y se rompen unas cabezas con otras sobre los «problemas estructura- les» de la Iglesia, como si la Iglesia fuera una es- tructura, en sf y para sf, y no, mds bien y ante todo, cl regalo, didfano que nos hace Dios de si mismo—mu- cho antes de que se transforme en respuesta nues- tra, que sdlo es adecuada diciendo si, dando las gra- cias y realizando el amén del amor—. Podemos escu- drifiar las estructuras particulares, examinarlas cri- ticamente en todas sus facetas, pero equivocarnos de parte a parte, por no captarlas a la manera en que nos han sido dadas: «porque nuestros ojos no las ven». Way cristianos por aqui y por alli. Los Hamamos «santos» (no todos lo consiguen igualmente bien), que nos hacen ver en su existencia como en un modelo de miniatura el gran modelo del auténtico cristianismo. Son los mejores exponentes que hay en la Iglesia. Son didfanos al todo, al regalo que Dios nos ha hecho, viven de este regalo, se empefian en agtadecerlo vitalmente, los embarga de tal modo que no les queda ni tiempo ni espacio para observacio- nes ctiticas de una situacién ajena. Saben tanto de Dios que le conffan siempre lo mds grande, que es también lo mds dificil y lo més hermoso, y barrun- tan desde un principio Ia falsedad, que se pica de critica, que rebaja y que nivela. En las pdginas si- guientes intentaremos, al menos, ajustarnos al estilo de cémo ven y piensan los santos. Esto defraudard algunas esperanzas. Desde luego se podrd achacar una y otra vez al método que supone siempre lo que ha de probarse, caso de que un «todo» sea susceptible alguna vez de una prueba, puesto que, a los ojos de la razén critica, emerge siempre algo «flotante» a lo que sdélo cabe aproximarse asintética- 15 mente, o bien alejarse, por el estudio de los aspec- tos particulares. Presuponer siempre el todo y puri- ficar las turbiedades de cada cuestién particular por el sencillo procedimiento de sumergir cada ola en el mar, parece una injuria a los costosos esfuetzos que hoy se prodigan de mil formas, y a la postre nada aclara. También este reptoche lo dejamos, por esta vez, en su sitio, Pues, en estos pequefios articulos, nos atendremos al método de siempre, partiendo de la contemplacién, ponderacién y reconocimiento del todo. En segundo lugar, nos quedaremos en la fragmen- tariedad y en nada sistemdatico. Si se tratara de ati- nar, en cada corte, el centro de una manzana, ¢cudn- tos cottes serfan posibles? La pregunta estd dicien- do que la respuesta es indiferente. Lo importante es demostrar que realmente se atina cada vez—o con frecuencia, si se prefiere—en el centro. Quien com- prenda esto en unos ejemplos, estd preparado para seguir practicdndolo por su cuenta. Y ¢qué es lo sis- temdtico respecto a un regalo divino? Para construir un sistema (que etimoldégicamente significa composi- cién) habria que partir de las relaciones horizontales de las partes, para recomponer poco a poco, desde abajo, el todo. Esto es ptecisamente lo imposible, porque el regalo de Dios nos viene como un todo desde artiba. Por favor, pues, no se busque en es- tos esbozos un contexto intrinseco, ni siquiera conse- cutivo. No lo hay. Todo depende exclusivamente del centro. En tercer lugar, y esto es lo peor, tratandose del regalo de Dios a nosotros, no podemos permitirnos el lujo de pensar en Dios a partir del hombre, es- pecialmente del «hombre moderno», A partir de lo que nosotros necesitamos y a lo que habria de ajus- tarse el regalo para su pleno sentido. A partir de lo que nosotros podemos seguir todavia cteyendo o de Ja respuesta que podemos todavia dar, y de lo 16 que a nosotros, criticos e ilustrados, ya no puede exi- afrsenos. Con tales postulados aprioristicos, nos roe- mos precisamente en las posibilidades de distinguir cel nucleo y la corteza, el revestimicnto histérico y el contenido suprahistérico permanente, y luego, de improviso, acaece que arrojamos el micleo con la cor- teza o nos quedamos de nuevo con la corteza. To- mamos yna pericopa biblica: la critica puede pregun- tarse pot su significado en el contexto histérico y popular del Préximo Oriente, de qué fuentes pro- cede, qué horizontes intelectuales presupone en la mente del que habla, escribe y escucha. Todo muy bicn y muy bonito, Pero, en definitiva, no hay «pe- tleopas biblicas aisladas», sino un contexto totalita- rio del acontecimiento de Ja revelacién, que emplea muchfsimas palabras a través de los siglos para de- cir la misma cosa polifaccricamente. Lo que una pa- labra significa realmente cn una proposicién o en un parrafo, lo decide cada vez el contexto. Esto lo sabe cualquiera. 1 valor de una fase de la evolucién de ln cristologia neotestamentaria lo decide la sintesis eu que se integra. Esto, por desgracia, no lo medi- tan todos. Lo que significa, en suma, un dogma de- finido por la Iglesia en un momento dado de la his- toria, lo decide su comprensién en la totalidad de la revelacién, que se articula en proposiciones particu- lures al tiempo mismo que las supera. Pueden darse precisamente cambios e ilustraciones de los aspectos, porque el objeto circunsctito es siempre el mismo. Para que la razén critica pudiera funcionar sobre este objeto, seria necesario aplicar primero los ojos al ob- jeto (en vez de fijarlos en si mismo, y luego, una vez de verlo, preguntarse cudl es el método a seguir para hacerle justicia), También aqui el todo es antes que la parte y desde el todo se alumbra la parte. Siem- pre venimos a lo mismo. No es que todas las cuestiones que hoy nos atot- mentan, vayan a resolverse con la magia de la in- 17 os tegracién. No obstante, el esclarecimiento, si es po- sible, sélo cabe esperarlo a condicién de considerar y desenvenenar, por asf decirlo, la cuestién desde el centro. El centro no emite ordculos que nos aho- tren los esfuerzos de la comprensién. Por otta parte, las cuestiones particulares pueden, dentro del cuadro de la totalidad, requetit tratamientos nuevos y muy diversos conforme al contexto de su especifica situa- cién. ¢Es teolégicamente aceptable el poligenismo? ¢En qué medida hase de fomentar o prohibir la in- tercomunién eclesial? gQué sentido preciso tiene el sacramento del orden? Estas y otras mil cuestiones requieten una investigacién profunda, la pondera- cién de las pérdidas y ganancias desde multiples pun- tos de vista. Pero ¢de dinde ha de venir Ia luz, sino del sentido plenario de Ja revelacién cristiana? A esta luz, y no en primer término a la de la raz6n o a Ja de Ja humanidad, han de corresponder las decisio- nes falladas. Esto requiere de cuantos toman parte en la discusidn, la capacidad de ver y considerar la luna enteta, no sdlo su mitad: una capacidad de contem- placién. Cuestiones que abarcan los inmensos espa- cios de cielo y tierra, de vida y muerte, de natura- leza y gracia, no pueden esclarecerse desde observa- torios puramente terrenos y naturales. Lo demues- tra palpablemente la contraprueba: jQué insolubles parecen y Io son realmente a corta distancia, cuando impatcialmente se respeta todo el peso de su pro- blemética y no se les extotsionan clatidades sim- plistas! En las paginas siguientes no podemos nosotros crear el 6rgano contemplativo; podremos, a lo sumo, ac- tivarlo un poco, si lo hay. Y, tal vez, estimularlo a que siga activandolo por si mismo. Antes de todo, le recordaremos que ningtin interrogativo cristiano es claro, como no sea en la fe. «Y es bella y re- donda». 18 3 CRITERIOS La distincién es el tinico antidoto de lo confuso. Pero cuando se ha de distinguir lo ultimo, lo referente al ser y no-ser del hombre ante Dios, ¢quién podrd distinguir si no es el Espiritu Santo? Y el Espiritu es un soplo fino y punzante, capaz de hacernos cru- jir los dientes. Es también un fuego ardiente, que, si sobreviniera en forma de lenguas, abrasaria el ce- rebro. Y gquién presumiré de tener el Espiritu? No se deja alquilar por los frentes, pasa por la diccién y la contradiccién. Los representantes de la tradicién pueden hallarse espiritualmente dridos; los del progre- so pueden avanzar en el vacio. Ningtin partido pue- de apropiarse la Paloma celeste. Esta viene y va. Se cierne, pero no se posa. «El espiritu sopla donde quiere». ¢Capricho divino, acaso, sobre nuesttas con- fusas y obstinadas batallas en totno a la fe, la Igle- sia y Ja existencia cristiana? ¢No le arredra nuestra desespetacién? Pero ¢cémo, en tal caso, seria él el Espfritu que «con inenarrables gemidos» suspira en el cogollo de los corazones? Y cuando «més acerado que una espada a doble filo» nos penetra hasta «se- parar el alma y el espiritu, el hueso y la medula», eno viene a ser mds un matarife que un experto ci- rujano, que no saja hondo sino por el sentido de la responsabilidad y con conocimiento de causa? zNo 19 somos mds que objetos para El? ¢Nos comunica algo de su arte? «Tenemos el Espiritu que hemos recibido de Dios», afirma al menos san Pablo, y prosigue: «El hom- bre puramente natural no comprende lo que es el Es- piritu de Dios, lo da por necedad y es incapaz de entender lo que espiritualmente ha de entendetse. El hombre espiritual, en cambio, todo lo juzga, mien- tras que a él nadie le puede juzgar. Pues ¢quién co- noce los designios del Sefior, que pueda instruirle? Pero nosotros poseemos el Espiritu de Cristo». Gra- ves palabras, sublimes derechos. Ahora bien, lo que aqui se nos da como derechos, en el Evangelio se nos impone como exigencias: la exigencia de inter- pretar los signos, la exigencia de discernir los espi- ritus. El «Espfritu de Cristo»: tal es el indice donde se puede captar el Espfritu que libremente sopla y es indomable. Aqui amanecen los criterios sobre si el Espiritu se cierne sobre uno, capacitandolo para distinguir lo confuso. Si el Espiritu descendidé sobre Jestis, al humillarse éste en el Jorddn recibiendo el bautismo de los pe- cados, quiérese decirnos que no se caza esta Palo- ma de un zarpazo al aire. El Espiritu se apodera de nosotros, no nosotros de él. Y el Espiritu se cier- ne donde halla espacio, docilidad, audiencia y vali- miento, Cuanto menor sea Ia resistencia de las opinio- nes preconcebidas, de los sistemas acabados, de los principios categéricos y de los planes definitivos, tan- to mds luminosa seré la discrecién. Entonces nos co- munica algo de su facultad de discernimiento y nos- otros compartimos sus criterios. Cabe enumerar has- ta cuatro, que, sin embargo, no son sino diversas facetas de un tinico critetio, a saber, el Espititu que, por su naturaleza, practica la diseccidn como fuego, como soplo y como espada. En Ia humillacién de la «raz6n critica» iza hasta él nuestro espfritu y juzga sobre las partes como sefior del todo. 20 1 «ll que habla por su cuenta, busca su propia glo- tin, Pero el que busca la gloria de aquel que le ha envindo, es veraz y no hay falsia en él» (Jn 7,19). Alternativa, que no tolera ambigiiedades, y, por lo mismo, un criterio afilado. Pueden emplearlo los cris- tianos que, por el bautismo, poseen el sentido del lenguaje del Espiritu, y hasta los no cristianos, que saben del cumplimiento objetivo del mandato. Con frecuencia se cntregan de Ileno a la tarea, pero vie- ne cl otro espiritu, les arroja un pufiado de polvo a los ojos y dejan de ver hasta lo més evidente. Un nombre, la publicidad, una novedad se interfiere y desdibuja la mas sencilla visién. Toma al orador sagrado, mira al profesor de teo- lopfa: ¢Tan dificil es discernir si busca la propia glo- ria o la del que lo ha enviado? La altivez que bus- ca su propia gloria despide un olor caracteristico: yede. ¢Tan embotado estar4 nuestro moderno olfato, que nos falte el sensorio para las més acres exu- daciones? El espfritu humano puede avanzar en dos direcciones. En la primeta se muestra servicial, es generosamente disponible, se alinea para tomar por su punto el gran peso de todos; en la segunda, so pretexto de servicio, se tiende a dominar; la voz se torna imperativa; el lenguaje, prestidigitador; el pen- samiento, incitador. En la excitacién, bajo todas sus formas, se conoce el espititu—desde el arrebato has- ta el estremecimiento—. La cresta se empina. La ola de la popularidad se hincha. El auditorio aplaude (ex- citado). jAlgo se mueve, por fin! Se lamenta, en el caso, la eterna procedura teoldgica, se barruntan auras matinales, se vislumbra el futuro. Si los incitados van més lejos de lo previsto por el orador, siempre at queda tiempo para exclamar: «No, no es esto lo que yo pretendia». Pero los movimientos de paso atrds son derrotas; el punto de arranque decide. El sesgo men- tal. Y en el sesgo mental, la contundencia. Se dan de- mostraciones contundentes, argumentos incisivos, se proyectan luces deslumbrantes, se abren brechas, se cosechan a cambio titulos. Un texto extrafdo del Evan- gelio, una exigencia de la vida cristiana extrapolada, se marbetea de Palabra, se iza y se pasea como una cabeza decapitada en una pica. Lo que por natura- leza es silencioso, se transporta a tonos altos que lo hacen irreconocible. Sorprende: la misma palabra, susurrada o vociferada, puede expresar exactamente lo contrario. También el Espiritu Santo es atmos- férico. La verdad esté siempre «en el aire». El cli- ma decide, incluso en la teologia y en el kerygma, la maneta como los cristianos viven su fe. «Queridisi- mos, no os fiéis de todo espiritu, sino examinad los espititus si son de Dios. Porque muchos falsos profe- tas andan por el mundo» (1 Jn 4,1). 2 eConsiste la humana sabiduria en reducir lo que nos sale al paso a lo ya conocido, Io nuevo, en apa- tiencia tinico e incomparable, a las categorias pre- concebidas? Entonces el modelo y la pauta del pen- sar es: «Ctisto no es més que...» «La vida no es mds que una combinacién complicada de elementos quimicos. Pensar no es mds que una reaccién deter- minada, un modo de comportamiento frente a los fendémenos sensibles. La moral no es més que un comportamiento bioldgico que, por lo mismo, difiere segtin que el individuo sea fuerte o débil. El (lla- mado) mal no es més que una reaccién determinada por la seleccién bioldgica. El estado no es més que 22 cl producto de un pacto entre los egofsmos indivi- duales que, dejados a si mismos, trabarfan una gue- rra de todos contra todos, aniquiléndose unos a otros. La obra artistica no es més que un sintoma de las coyunturas sociales; los cambios de formas y de es- tilos estén determinados por los cambios de coyun- turas, desde donde se han de juzgar. El cristianis- mo no es mgs que una religién universal, mds pre- ciso, una de las religiones de «revelacién» y de «re- dencién», incluida en el tipo tefsta y cuyas peculia- tidades se explican por la constelacién de las cir- cunstancias religiosas y culturales de sus origenes. La pretensién escatolégica del Fundador no es més que una forma especial de los movimientos y pte- tensiones apocalipticos y mesidnicos del judaismo pre- cristiano y poscristiano. La religisn de Pablo no es més que una maravillosa y arbitraria combinacién de las mentalidades judia y helenista, que, al cruzarse, han engendrado tamajia criatura, fantdstica y fascinan- te. La historia de la Iglesia no es mds que una banal historia de malas entendederas y desfiguraciones de un ideal originariamente grandioso, pero inaplicable a las masas que, conforme a las consabidas leyes de la psicologia (sobre todo, de Ja psicologia del poder de las clases sacerdotales), fue preciso transformar para transmitirlo y aplicarlo como un sedante (opio) a la humanidad alienada. Y més al detalle: la Iglesia no es més que una estructura socioldgica y, por lo mismo, sdlo podré y tendré que salir de sus actuales atascos, aplicdn- dose los métodos socioldgicos. Las perplejas situa- ciones de los cristianos frente al mundo no son més que unas inhibiciones, cuyos remedios estén en los bien probados del psicoandlisis; estos remedios li- bertarfn al cristiano de su penoso aislamiento y Jo transformarén en un miembro de la sociedad, prove- choso y abierto al mundo. Los sacramentos no son més que unas reliquias de una mundovisién mitica, 23 que, junto con otras, como la oracidn, las peniten- cias, las peregrinaciones, etc., han de desterrarse de las comunidades cristianas por supercherfas. El sacer- dote no es mds que un funcionario de la agrupa- cién, que le confiere los derechos y las obligaciones pertinentes. El Papa no es mds que el presidente de la comunidén universal de las Iglesias y lo mejor se- tia que fuese elegido interinamente. Y etcétera, «ad libitum in saecula». Se pretenden diluir las cosas en los universales. Para las mentes sesgadas por el «no es més que», no existe lo tinico y lo incomparable, lo que es de otro mundo, lo que es irreductible. A lo que descuella, se le cortan dos palmos. Si Jestis fue un hombre, ¢por qué tiene que haber sido mds que un hombre? Si vino al mundo, ¢gpor qué no habia de venir por el camino normal de las relaciones sexuales entre hom- bre y mujer? Si estuvo adornado de dotes proféti- cas, ¢por qué no se deja alinear en las categorias universales de los profetas de las religiones histé- ricas? Y si la Iglesia leva el nombre de cristiana, ¢por qué va a ser mds que una sociedad compagina- da por el espiritu y el recuerdo y con las miras, tal vez, de realizar enérgicamente su idea del reino de Dios? Asoma el segundo critetio para la disctecién de espiritus: hay un espfritu de banalidad, que no des- cansa hasta rebajar lo extraordinario, que, por cier- to, no es mfo y debo dejarme obsequiar con ello, hasta ponerlo al ras de Jo ordinario, lo pertinente a todos (esto significa «banal»: lo que a todos pet- tenece, una dula). Hay en el mundo cosas relativamen- te Unicas e incomparables que pueden teducitse a categorias sélo indirectamente: tales son los hombres, por ejemplo, sujetos igualmente estructurados, pero que como personas no son intercambiables. Y para el cristiano hay algo absolutamente tinico e incom- parable: la existencia y el acontecimiento de Jesu- 24 ctisto y todo lo que oficial o existencialmente lo tes- timonia, lo representa o procede de él. Aqui esta la picdra de toque de los espiritus: «Todo espfritu que confiesa que Jestis ha venido en la carne, es de Dios; pero todo espfritu que no le confiesa (Hijo de Dios), no es de Dios» (1 Jn 4,2). 3 Los criterios que enumeramos se compaginan in- timamente. No podia ser de otro modo, puesto que es el mismo y tinico Espiritu Santo el que estampa su firma, legible para todos, en sus obras. Una variacién del tema, no més, es el criterio del «éxito». Los arboles frutales estén para dar fruto y se injertan, se podan, se sulfatan y cuidan con todas las artes, para que den mds y mejores frutos. El sentido de la técnica no es otro: obtener mejores resultados con los mfnimos dispendios de tiempo y energia. Se con- sidera buena escuela la que en menos tiempo da me- jor formacién al alumno. Se considera buen puesto aquél donde un trabajo no excesivo se paga mejor. El progreso es un alza de rendimiento, una mejor utili- zacién de las fuerzas disponibles y la aplicacién de jas no utilizadas. Hay que ir recortando mds y més el margen de lo initil, de los despojos, de lo que va al vacio. Todo tiene que rentar. Tener a un mi- llén de espectadores en la pantalla de Ia televisidn es mas rentable, sin duda, que predicar a una comuni- dad pobre en un templo semivacfo. «Que vuestra luz brille ante los hombres». No se diga que todos los éxitos son del diablo. Hay también, como acabamos de ver, textos biblicos que los abonan. Allf donde uno fracasa, «ha de sa- cuditse el polvo de los pies» y comenzar en otro sitio. Y sobre todo, tenemos lo de la fructuosidad 25 e infructuosidad. Al arbol estéril se le da un afio de plazo; si no fructifica, hay que talarlo. Las ramas in- fructuosas hay que podarlas, para que el 4rbol dé més fruto. Los criados deben andar diligentes para do- blar el dinero del amo con su trabajo 0, al menos, colocarlo. Por otta parte, la fecundidad del creyente es cosa muy distinta de los éxitos terrenos. El éxito terre- no jam4s asoma en la perspectiva evangélica: «El dis- cipulo no estd por encima de su Maestro. Ha de es- tar contento cuando le sucede lo que a su Maestro. Si al amo lo han motejado de diablo’, cuénto més a sus familiares» (Mt 1,24 s). Jestis vivid sin éxito y, ciertamente, no se dejé llevar del espiritu del éxito, sino que se condujo mds sabiamente. «El vocablo éxito, dice Martin Buber, no esté entre los nombres de Dios». Si, precisamente, la «pointe» del cristia- nismo estd en que el fracaso terreno, la bancarrota de la cruz, es lo sefiero de la fecundidad cristiana. En el abandono de todos los planes propios a la voluntad insondable del Padre, en la obediencia a través de Ia noche oscura espiritual, en dejarse lle- var «a donde no quieres», en el caer del grano de ttigo en el surco, esta el principio de la fecundidad cristiana, incomprensible al mundo, inaccesible a sus calculos. «Gratis», «en vano», «inttilmente»: tam- bién, en el cristianismo, el panorama tiene sus clari- dades de oscuridades y pasa desde un juego desinte- resado hasta la perdicién. Pero el principio es siem- pre el mismo: la superacién de las metas que uno se propone, la ofrenda de todo lo personal a Dios para que de todo disponga. Es la fecundidad cristiana, injettada en la fruc- tuosidad de Cristo crucificado. «Sin mf nada podéis hacer», y cuanto hag4is, en la medida de su autenti- cidad Ilevard siempre de alguna manera el sello de inutilidad terrena. Hemos de aplicar serenamente esta medida a los grandiosos programas sociales y polf- 26 ticos de las Iglesias cristianas de hoy. Y lo mismo a lus actitudes individuales—de laicos, sacetdotes, ted- logos—, a quienes el dios «éxito», que es un dios de este mundo, ha deslumbrado los corazones. Mu- chos religiosos, por ejemplo, comunidades contempla- tivas, canjean hoy la fructuosidad por el éxito. Y en muchas clases y conferencias de teologia se mide y orienta la yerdad al agrado de «ofdos pruriginosos» (y estos agrados cambian pronto). Lo que agrada es con frecuencia lo facil. Y legamos con esto al cuarto criterio. 4 El espiritu, o lo que por tal se toma: fa ideolo- gia, el fantasma, es leve, ingravido. El cuerpo pesa. Ahora bien, la Palabra se hizo carne y, por ende, pesada. Lo mentamos a titulo comparativo: lo cris- tiano tiene su peso, un grado de realidad, una gra- vedad, que no puede superarse. Si pudiera englobar- se en un sistema permeable a una ojeada, serfa me- nos grave; en cuanto uno Ilegara a dominarlo un poco, podria respirar. Entonces el hombre habria Hegado a Dios y lo habrfa reducido a sus entendederas. Dicho simplemente: habria penetrado a punta de ciencia en el amor de Dios, que emprendié lo inconcebible, has- ta hacetse obediente en la cruz y en el descenso a los infiernos. El «saber absoluto» habria domesticado el misterio del amor. Dos textos nos ponen en guardia contra esta ate- nuacién del amor en el saber: «La ciencia hincha, mas el amor edifica» (1 Cor 8,1). Sabemos, por otra parte, que no debemos menospreciar nuestro conoci- miento de Dios: debemos ir «conociendo el amor de Cristo, que sobrepuja toda filosoffa, a fin de colmar- nos de la plenitud de Dios» (Ef 3,19). La plenitud 27 del amor de Dios se nos muestra en el acontecimien- to de Cristo con gravedad escatolégica. Es imposible sofiar, en cualquier sentido, algo mds importante, mds denso, de més contenido. La unién y la distincién entre Dios y el mundo coinciden aqui a Ja perfeccién. La gracia de Dios y la libertad del hombre conjugan armoniosamente. Dios recibe toda gloria que el ab- soluto tiene derecho a recibir, y al hombre no se le sisa un dpice de la dignidad que le corresponde. El amor a Dios y al prdéjimo son perfectamente uno en Cristo, porque él mismo (en su amor al Padre) es la expresidn mds perfecta del amor del Padre a nosotros y se entrega por nosotros—hasta nuestras infernales perdiciones—. Lo que subsiste todavia en torno a esta figura céntrica en los «misterios del cris- tianismo»—como |a trinidad de Dios (hasta ]a tensién de la cruz) o la resurreccién en cuanto afirmacién del hombre entero en Dios, cuerpo y alma, personal ¢ histéricamente social, o la eucaristia, entendida ne- cesariamente en su realidad encarnada y realista, e incluso Ja concepcién virginal (cuya concordancia teo- légica no tocamos aqui), o Ja Iglesia como cuer- po real y «esposa» de Cristo—, todas estas cosas y mas son los momentos del peso escatolégico de la autodonacién efectiva de Dios al mundo. De donde atranca el ultimo criterio: un espfritu que, al reflexio- nar sobre el contenido de la revelacién cristiana, al traducirlo, al desmitologizarlo y adaptarlo, hace livia- no el peso, atentia la sustancia o la arroja por la borda, para poder lanzarse al futuro libre de pre- ocupaciones o sencillamente por «llegar» mejor: ese espiritu no es de Dios. Nadie niega que en el divin de la dogmatica y del catecismo cristianos se necesita una limpieza de trastos; el pavimento est4 repleto de toda suerte de cimulos que obstruyen el paso y son inservibles. Peto equién hace la seleccién? Sdlo podré atinar quien haya experimentado el peso absoluto de la revela- 28 cién originaria. Quien quiera, pues, desbrozar la Bi- blia, debe proceder al trabajo con una enorme ex- periencia; si no, escamotear4 imprevistamente cosas que pertenecen a la sustancia indivisible (bien que compleja) de la revelacién. Desde el momento en que esta sustancia pierda de su peso escatoldgico, se ate- nie en cualquiera de sus aspectos, se tornar4 com- parable 3 ottos hechos e ideas, a otras mundovisio- nes y religiones histéricas, degenerard en la arbitra- riedad, en unos materiales que se ponen a la venta en bazares y mercados, como sucede de muchas ma- neras en la moderna instruccidn religiosa. Es total- mente Idgico, El mercadet extiende a la vista del pue- blo joven su stock de géneros: aqui tiene usted el bu- dismo, tejido antiquisimo e inextricable, acaso no se las haya del todo bien con Teilhard de Chardin; si usted se interesa por el Islam, es recomendable por su sintesis sencilla de la religién biblica y de la re- ligién universal... Es imposible proceder de otro modo, si el pregonero de la Buena Nueva ignota todo el peso del acontecimiento de Cristo. Esta ignoran- cia impide que los alumnos o demds oyentes se per: caten de lo distintivo cristiano, que quedara soterra- do para toda una generacién. El espfritu de la desencarnacién, del anticristo, lo- gra un ligero triunfo precisamente mediante el espi- ritu de ligereza. En el resultado se ve claramente que del organismo cristiano no cabe desgajar una par- te esencial sin que el todo se desplome o, mejor, degenere en la «insustancialidad». Sucede una cosa completamente distinta que en las dems religiones y mundovisiones. El platonismo, por ejemplo, ofrece muchos aspectos; si dispusiéramos de dos o tres did- logos menos de Platén, careceriamos, sin duda, de ciertas filigranas, pero el conjunto seria identificable. Cuando se elimina, en cambio, de la sfntesis cris- tiana la resurreccién, el «por nosotros» de la cruz, o la Giliacién divina de Jestis, no queda nada, salvo 29 una confusién o mala inteligencia, que, por via de ensayo, se podr4 taponar con los parches de la cri- tica histérica, en una visidn inexacta, con cierto sen- timentalismo 0 tradicionalismo religioso. Ni siquiera la ecuménica riqueza de figuras dice algo contra el dilema de ser o no-ser, de figura o sin-figura. El que degrada a Jestis a Ja categoria de un «ptofeta» o de un «sabio del mundo», contradice Ja afirmacién fun- damental del Evangelio, y entonces o es un fulle- ro, © trata de impostor al autor del mismo (y qui- 24s, a su figura principal). Mas de uno reclama hoy la delimitacién material y claramente petceptible de la Iglesia: a un lado la fe; al otro, la incredulidad. Dejemos en tela de jui- cio el servicio que tal delimitacién prestarfa (hay mu- chos, segtin san Agustin, que parecen estar dentro y estén fuera, y viceversa); lo cierto es que quienes lo reclaman, no ofrecen Ja ayuda decisiva. Seria har- to facil, precisamente en el sentido arriba comenta- do: no tendria todo el peso de la decisién a favor de la fe o contra ella. Mas dificilmente y mds claramen- te al mismo tiempo pueden conocerse los dos espf- ritus contrapuestos, si bien no cabe identificarlos sino «por sus frutos» 0, si se prefiere, por las direccio- nes en que soplan y en que nos empujan. Tenemos que mojar el dedo y levantarlo al viento, para saber «de dénde viene y a dénde va». En otras palabras, tenemos que estar en el Espiritu. Hacer sitio en nues- tro espfritu al Espfritu Santo, que no se deja llevar por nosotros a donde queremos, sino que nos Ileva a donde él quiere. Movidos asi, podemos practicar la discrecién de espiritus. 30 4 EL DIOS DESCONOCIDO éNo habla en favor del sano instinto del hombre moderno el hecho de que reclame una limitacién al uso inflacionista del nombre de Dios? Y no anda descaminado el que haga responsables de la inflacién a los cristianos. Pues para los cristianos Dios es un ser en habla y accién constantes en medio del mun- do y de nosotros. Los judfos apenas osaban tomar en los labios la palabra «Dios»: cuanto mds profundamente lo cono- cieron, tanto mds inefable les parecia su nombre, y él mismo mds incomprensible. Los tiempos primetos de un trato mds confiado, cuando Moisés podia mirar cara a cata a Dios y Dios acampaba en medio del pue- blo, quedaron muy atrds. ¢Fue, acaso, el concepto de Dios de entonces asaz limitado, demasiado popular, o proyectaron los descendientes sobre la historia de los orfgenes sus nostalgias de un trato tan asequible e ingenuo con el Innominable? En la eta cristiana, so- bre todo a fines de la época patristica, hubo también momentos de una admiracidn elemental frente al ser totalmente otro de Dios, que rebasa esencialmente todo concepto y, mds atin, toda afirmacién. Dejemos en tela de juicio hasta qué punto ha metido baza en ello la filosofia griega (que sumariamente podemos calificar de «teologia natural»). No cuestionamos so- 31 bre el estimulante histdrico, sino sobre la cosa y la verdad. Al revelarse en su Hijo, gcesa el Dios sefior de ser el totalmente otro, el incomprensible? Al dejar- se tocar, agarrar, encadenar, condenar y crucificar en Jestis de Nazaret, gse torna comprensible al hombre? cEntra Dios en los conceptos y célculos humanos como un elemento? «Si comprehendis, non est Deus», decia san Agustin, haciéndose eco de los Padres grie- gos, «si piensas haberlo comprendido, entonces no es ciertamente Dios». El temblor ante la incomprensibi- lidad de Dios hizo muy pronto en la Iglesia orien- tal encerrar la accién littrgica en el iconostasio, y hacia el afio 500, un desconocido, probablemente un monje sitio, que se las dio de Dionisio el Areopa- gita, colocé para todo un milenio la teologfa cristia- na bajo el signo del «ser totalmente otto» de Dios y de una reverencia litirgica abismal; su influencia en el medioevo occidental fue apenas menos _persisten- te que la de san Agustin; los grandes escoldsticos co- mentaron sus escritos e impidid que la especulacién teoldgica osara rasgar irreverentemente las oscurida- des del misterio de Dios, En nuestros dias, dos pensadores han tenovado el tema: Erich Przywara, positivamente, partiendo de Ja formula del concilio TV de Letran (1215), formn- 16 su principio de la analogfa entis: «Entre el Crea- dor y la criatura, por grande que sea la semejanza, es siempre mayor la desemejanza». Lo de «por gran- de que sea» se refiere no sdlo al cardcter del espiri- tu creado «a imagen y semejanza de Dios», sino tam- bién a la manifestacién sobrenatural de Dios en Je- suctisto y a la participacién por la gracia en la natu- raleza divina mediante la infusién del Espiritu Santo. Que pese a la intimisima comunién de vida entre Dios y el hombre, que nos ensefia la doctrina cris- tiana de la gracia, de la Iglesia, de las «virtudes in- fusas» de la fe, la esperanza y la caridad (prove- 32 nientes de la vida divina), del amor de Dios y del prdjimo, Dios sigue siendo de una «mayor deseme- janza»: tal es la idea de la mejor tradicién catdli- ca, que fue haciéndose cada vez mas extrafia a los cristianos de los tiempos modernos—excepto a unos pocos, como Newman—, hasta el extremo de que hoy han sido necesarias reacciones y convulsiones para abrir paso al sentimiento tradicional de Ia divinidad de Dios.’ * El segundo pensador es Gustav Siewerth, que, en su obra «Avatares de la metaffsica desde santo To- mas hasta Heidegger» (1959), negativamente, ha ex- puesto la trdgica historia del embotamiento del sen- sorio pata el misterio divino con una Idégica inexora- ble, a ratos cdustica. Segtin él, la tragedia comienza en el seno mismo del cristianismo y de la teologfa: Dios, tal como lo vefan los cristianos y tedlogos, al revelarse en Jesucristo, ha salido de su ocultamien- to y desde entonces cdnocemos hasta los redafios de su corazén. Nos ha sido dado el Espfritu Santo que escruta los corazones, de suerte que conocemos «el regalo que Dios nos ha hecho» (1 Cor 2,10-22). Una vez que Dios descubrié sus intimidades, come- tiendo una necedad de amor, avanzamos con las «ar- mas» del Espfritu, que se nos han dado, hasta los abismos divinos, nos apoderamos de sus mistetios, y la consecuencia es que, en Hegel, el espiritu divino es imposible de distinguir del espiritu humano (sdélo puede haber un nico espiritu absoluto) y, Juego, 16- gicamente, en Feuerbach, Marx y Freud, el antiguo espiritu divino es suplantado por el espiritu humano, que escruta los abismos psicolégicos y socioldgicos. Hay que reflexionar con Siewerth sobre cada una de las etapas de esta evolucién espiritual, que, par- tiendo de un racionalismo teolégico, que se las sabe todas, sobre los misterios divinos, desembocarfa con una légica terrible en el manifiesto de «Dios ha muer- to», Podemos ademds preguntarnos: ¢Comienza real- 33 mente esta historia trégica con el nominalismo, des- pués de santo Tomas? ¢No son en este sentido muy peligrosos puntos de partida al menos las férmulas dogmaticas de los grandes concilios de los primeros siglos, que pensaron en conceptos la Trinidad y la cristologia? La respuesta es: las férmulas dogméti- cas, como todo el saber teoldgico sobre Dios, no pue- den menos de tornarse también fatidicas desde el momento en que el hombre olvida con quién se las ha. El principio catélico de que «la gracia supone la naturaleza, la eleva y perfecciona» en ningén lugar es, acaso, tan elocuente como en el caso; porque el hombre natural siente reverencia, si no esté artifi- ciosamente corrompido, ante el gran misterio de la existencia, frente a las ultimas preguntas sobre el de dénde y a dénde del mundo, frente a la materia, la vida, la evolucién, el destino individual y colectivo de la humanidad. Todas las religiones, desde Jas més primitivas hasta las mds cultas, viven esencialmente de esta reverencia; Goethe y Albert Schwietzer la han sentido en gtande, y hasta las mundovisiones humanistas de hoy, que se denominan arteligiosas, adolecen, si no estén taradas de cinismo demoniaco, de un pathos primordial, sufren de una pulsién ha- cia la reconciliacién del hombre y del universo: el hombre y la sed por la justicia definitiva son impo- sibles sin el respeto al misterio de la existencia. El judafsmo religioso, como hemos visto, vive tan hon- damente y proyecta constantemente nuevos planes uté- picos en lo incondicional, porque un dia el Eterno In- comprensible se le dirigis de un modo incompren- sible. Ahora bien, desde el momento en que el misterio de Dios nos invade tan avasalladoramente como en la encarnacién, en la muerte y en la resurreccién de Jesucristo, surge una situacién de peligro inminente. Por una parte, a los enfrentados al misterio se les exige que lo anuncien y, para ello, que lo articulen 34 en palabras y conceptos inteligibles y, dado el caso, que redacten férmulas definitorias para custodiar su inconmensurable grandeza, para impedir que la ta- z6n humana se apodere de ella y la funda en sus mol- des mentales o que Ja humana sabiduria la rebaje a su propio nivel medio (como, por ejemplo, «ser cris- tiano no es mds que tomar en serio la fraternidad»). Por otra parte, estas alambradas, protectoras del mis- terio, degenéran pronto y con facilidad en simples ptias para el hombre: o bien dificultan y obstruyen el acceso verdaderamente reverente (el «iconostasio» como biombo de conceptos), o bien producen en los cultos y no cultos la impresién de que enjaulan y domestican el misterio. El Dios ignoto se hace cono- cido. Se olvida la «mayor desemejanza». ¢Dénde se expresa de modo decisivo en una dogmiatica de cufio antiguo o nuevo? Hasta su ultimo vestigio parece haber desaparecido dy Ios manuales de teologia. Pero éla encontramos inequivocamente en Ia monumental obra de Karl Barth? ¢Estdn formulados desde este punto de vista los textos del ultimo concilio? O zha- br4 que buscar su sentido entre los «liberales» como Paul Tillich? EI retorno del Dios «demasiado conocido» al ver- daderamente ignoto es muy dificil. Nada se gana con arrojar pot la borda todo lo formulado, con elimi- nar por extravio todo el trabajo de la teologia, del magisterio y de los concilios. Se corta el ramaje de la tradicién, donde todo lo histdérico se asienta, y cae en el vacio. Esto se ve mejor allf donde se efecttia a rajatabla la operacién: en el abandono de las pon- deraciones del misterio de Jestis de Nazaret conden- sadas en las férmulas de fe de la comunidad primi- tiva (sobre todo, a base de conceptos veterotestamen- tarios), queddndose a tientas en tinieblas. Entonces ya no se puede captar nada seguro, porque todos los testimonios del Jestis histérico han sido informados por la fe y confesién de Pascua. Si se impugna la ver- 35 dad de que la fe de la primitiva Iglesia fue sojuz- gada por Dios, se la considera de poca monta y no vinculante, toda la gesta victoriosa de Dios es vana. De toda ella no queda sino que Jestis fue un «ejem- plo sobresaliente» (1), junto a Buda, Marx y demds. La moderna «teologia> de la secularizacién y de la «muerte de Dios» crea, a su aire, nuevos espacios pata Ja antigua teologia negativa, pero apenas hay necesidad de crearlos, basta constatarlos sencillamente, dejando caer como hoja seca las anquilosadas férmulas del «demasiado saber cristiano». A esta accién puri- ficadora sucumben también los dogmas de los pri- meros concilios ecuménicos: el «Dios ignoto» no pue- de ser a una el «Dios conocido». Pero es menester observar que los Padres que contribuyeron decisiva- mente a Ja estructuracién del dogma trinitario y cris- tolégico, Atanasio, los Capadocios, Hilario, abundan precisamente en disertaciones sobre la trascendencia y la incognoscibilidad de la esencia divina, luchando enérgicamente contra el racionalismo arriano y euno- miano. Asi se verd que las definiciones conciliares de la época patristica hay que entenderlas como unas pteservaciones del misterio, siempre reitetadas, siem- pre conscientes de su insuficiencia, contra las «ilus- traciones» unilaterales. Cierto, en Jestis reluce mds candente que doquier el misterio del fundamento del mundo. Pero es pre- cisamente donde por vez primera y en forma defini- tiva se ve, como en un relémpago, toda Ja incom- prensibilidad de Dios. En él abate Dios para siempre toda la «sabidurfax del mundo con la «necedad» de su amor predestinante, de su entrada en el caos de Ja historia humana, de su carga de las culpas de las ctiatutas extraviadas. Este amor incomprensible, que acttia en el acontecimiento de Cristo, iza todavia a (1) Piet Schoonenberg en: Die Antwort der Theologen (Patmos 1968), p. 54. 36 Dios por encima de las comprensibilidades de las ideas filosdficas sobre la divinidad, que se agotan en la negacién, por «el ser totalmente otro» de Dios, de todas las afirmaciones que osd4ramos emitir a partir del mundo. Ahora bien, esta incomprensibilidad po- tenciada del Dios biblico no se respeta sino en cuan- to las formulas dogméaticas contrarrestan el reiterado intento de racionalizacién: ellas, como querubes de flameantes éspadas, cubren la necedad del amor de Dios, fastidiosa a judios y griegos, e impiden todo asalto hegeliano o cabalistico por la gnosis contra el agape. ~ Que Dios es amor, lo dice san Juan en radén de la experiencia que debemos hacer en el amor de Jesu- cristo. Ahora bien, conforme a la doctrina del dis- cipulo amado, Dios no es amor porque haya visto en nosotros un objeto amable, de que estuviera pri- vado, como si le fuéramos necesarios para que él pu- diera ser amor. Dios es amor en si mismo y por si mismo. Pero el amor no puede definirse, ni siquiera el que se topa en este mundo; si es auténtico, re- basa soberanamente todo porqué. Sélo en s{ mismo tiene su necesidad. Ningtin concepto se lo embolsilla. Con més razén estard por encima de toda mente hu- mana el porqué del absoluto amor divino. La afirma- cién segdn la cual Dios no necesita de criatura alguna para ser el amor; la afirmacién de que Dios en sf mis- mo y por si mismo es amor: engendrante, engendra- do y comunicado, de suerte que el fruto y engen- dro eterno del amor brota del intercambio incesan- temente renovado; la afirmacidén, pues, de que Dios es «trino», sigue siendo también un discurso sobre un misterio incomprensible. Sélo andlogamente (se- mejanza en una mayor desemejanza) cabe hablar de personas en Dios, sdlo andlogamente (semejanza en una mayor desemejanza) cabe hablar de «genera cidn» y de «soplo», sélo andlogamente (semejanza en una mayor desemejanza) cabe hablar de «tres», pues 37 lo que significa el «tres» en el Absoluto es, en todo caso, algo muy distinto que el «tres» en la serie nu- mética de este mundo. éNo ser4 entonces mejor renunciar del todo a ha- blar de Dios y a pensar en él, si contintia siendo siempre con pleno derecho el ignoto, incluso como revelador? A esto no estamos ya autorizados nos- ottos, porque él vino en el acontecimiento—culminado en Cristo—con tal poder (o impotencia), déndose, in- defenso, exigente, que acabamos por entender que quiere ser «para nosotros», acogernos en el abismo de su amor intratrinitario. Que este amor no es en modo alguno egofsta ni se reduce al nosotros inter- humano, lo sabemos; que, ademds, me habla y nos habla como un Td, lo experimentamos; que Jestis nos ensefia a corresponderlo con «tt», es irrefuta- ble; que necesitamos y debemos confiérnoslo incon- dicionalmente, es la pretensién in crescendo de toda Biblia, y esta pretensidn se fundamenta en la «demos- traci6n» que de su amor al mundo ha dado Dios (Jn 3,16; 1 Jn 4,9). Los siglos y milenios cristianos han venido etigien- do nuevas y nuevas construcciones en torno a los mistetios; de tiempo en tiempo es preciso acentuar la insuficiencia de lo acumulado para dejar espacio a nuevos empefios. Siempre queda todo en arranque, en ensayo, en convergencia, como en la convivencia de dos amantes, que hasta el fin no deja de ser siempre un arranque, un ensayo, un acercamiento mutuo, nada menos, en el respeto de la mutua libertad. ;Ay del amante que quisiera, por caminos sinuosos, arreba- tar al amado su ultimo secreto! No sdélo no lo podrd, sino que matar4 la vida del amor. Sdlo lo que se arre- gla desde la insondable libertad del amor tiene un va- lor revelador. Asi, andlogamente (semejanza en la ma- yor desemejanza), la apertura del corazén de Dios di- funde una luz incomparable que irradia toda nues- tra existencia, nuestro pensamiento, nuestro amor y 38 nuestra actividad; y, sin embargo, dimana de Dios «que habita en una luz inaccesible, al que ningtin hombre ha visto ni puede ver» (1 Tim 6,16). Por nuestra parte, hemos de aproximarnos al Inaccesible «llenos de confianza y seguridad, en virtud de la fe en Jesucristo» (Ef 3,12), que nos ha «expuesto» al Dios inaccesible, «nunca visto» (Jn 1,18). Los cristianos de hoy han de acondicionarse para soportar la tensién que entrafia esta afirmacién: re- nunciar a todo golpe de mano al ser libre y oculto de Dios con la razén no bautizada, pero no recusar acceso alguno de los que Dios nos abre al misterio de su amor eterno. Ni debemos, con la moda, rele- gar a Dios a una trascendencia, indiferencia, en suma, para el hombre, ni embrollarlo, segtin otra moda, en la historicidad del mundo hasta coartarle la libertad y hacerle preso de la gnosis humana. 39 5 EL DIOS PERSONAL ¢Nos atreveremos a aplicar el concepto de perso- na y personalidad a la causa fontal, oculta e inefa- fle, de la que ha salido y salen incesantemente la in- quietud y variedad y multitud de formas ascendentes y descendentes del mundo? Desvalidas se encuentran todas estas formas, una de las cuales somos nosotros, en la corriente de Ja existencia, y si nosotros sabe- mos apoyarnos mutuamente para dar con un sostén, si a veces nos brinda la casa del vecino algo asi como un hogar y un cobijo, jqué precarios son estos alo- jamientos de urgencia, estos refugios al aire helado del destino, que sopla de todas partes y arrebata de imprevisto el techo propio o ajeno, en el que, apre- miados, habiamos pensado tener albergue! Y asi arro- jados al destino, todos nuestros seguros de acciden- tes, ancianidad y enfermedad son ensayos impotentes contra la sobrepotencia de la muerte, contra su estet- tor definitivamente nihilista. Abandonados a esta suer- te, no hay mano que nos defienda de la soledad, ni esperanza alguna en el futuro puede ahora aliviarnos de la terrible situacién del mundo, ni pasado histé- rico nos garantiza el consuelo que hoy no encontra- mos, pues que los humanos han vivido siempre en el mismo desamparo. Si asi fueran las cosas, ¢dénde be- ber la confianza para sentirnos de verdad cobijados en AL aquel seno y abismo fontales del que se nos lanzé sin habérsenos preguntado y al que fatidicamente vol- veremos al fin? Si todo lo maduro pide la muerte (segtin Nietzsche), queda todavia por decir si lo ma- duro quiere el abismo fontal donde sucumbe mu- riendo, San Pablo dio en el aredpago a los griegos una de- finicidn singular de nuestro existir: Dios dispersé al hombre sobre el haz de Ia tierra y le fijé determi- nadas y limitadas estaciones—lo dejd, por tanto, en la problemdtica esquinuda y dolorosa de la finitud tem- poral y espacial—. «Los hombres, dice, debian bus- cat a tientas a Dios y ver si podian encontrarlo». La btisqueda es Ia actitud de base. Una marcha ininte- rrumpida a partir de los resultados obtenidos hasta el momento, que resultan insatisfactorios. Cierto, tras los continuos desengafios, no se seguiria buscando, si no se tuviera conciencia de un lugar vacio que a toda costa se ha de colmar. Pero el inciso «buscar a tien- tas» es indice de desconcierto e inquietud. Caminar a tientas es la suerte de los ciegos. Y el «ver si po- dian» estd diciendo que el éxito del tanteo a ciegas es problemdtico. Que los viandantes a tientas aciet- ten de una vez algo decisivo, parece una veleidad de la fortuna, un encuentro casual. Y gqué encuentran, entonces? ¢Qué encontraron Jos griegos a los que dirigid Pablo su palabra? gA qué idea de Dios habfan arti- bado? En los origenes del helenismo esté Homero: hay muchos dioses que tienen una faz personal; por encima de todos ellos estd el padre del univetso, Zeus, que gobierna los destinos de la Hélade y de Troya. Pero, en tiltima instancia, tras Zeus y los dioses personales se abre el abismo impersonal, in- sondable, incuestionable: el destino. Su signo de in- tettogacién afecta a la poesfa bella y soleada de los gtiegos. De este destino, y no precisamente de los dioses personales, penden interrogativos todos los hé- 42 roes de la tragedia griega. Més tarde viene la filo- sofia: Platén, Aristdteles, la Estoa. Y ¢qué hace? Adopta los tributos antropomérficos buenos y con- soladores de los dioses miticos personales: la bon- dad, la solicitud y la providencia por los demés, la fidelidad, el amor oblativo sin envidias. De todos es- tos atributos despoja como de un manto a los dio- ses, para vestir con ellos al absoluto impersonal. Enor- me fue la osadia, requeria un coraje inaudito para ser, pata afirmar la existencia. El ultimo principio, el soporte de todo, es ahora la «idea» del bien o la «providencia». Pero ¢tiene consistencia este sublime pensamiento? En cuanto la filosoffa se pone a hablar, surgen dos teorfas. Una es la de Herdclito: «El mundo es un camulo de basura arrojada y esta basura, precisa- mente, este desorden conflictivo, el devoramiento re- ciproco de los extremos, dice, es precisamente la pro- videncia». La otra teorfa es la de Parménides: «Toda esta basura, todas estas contradicciones y oposiciones no son tales en realidad. Sdlo hay una cosa de ver- dad, que es el ser Dios». El primero dice: el mundo, tal cual es, es Dios; Dios, en todo caso, es su res- ponsable; él es la razén oscilante de toda esta sin- raz6n. El segundo dice: el mundo lo pensamos como distinto de Dios, pero no existe en realidad y, por lo mismo, es absurdo. El sentido surge allende la dis- tincién, en el punto donde nos sumergimos en el abis- mo fontal de todas las cosas. Dios es absorbido por el mundo y el mundo por Dios. La bola del ser es redonda: ¢qué puede desgajarse de ella? Nada, sdlo la nada. De ahi que para la filosofia, que pretende llegar como tal a un concepto ultimo, Dios y el mundo coinciden y, en definitiva, son una cosa en la bola del ser. Y asf transcurren las cosas, a través de Plotino y pasando por el medioevo drabe, hasta Hegel que vuel- ve a amalgamarlo todo en un saber absoluto. Hegel, 43 el hombre que piensa este saber omnicomprensivo, es una persona, un profesor de Berlin, El omnicom- prensivo saber que él piensa, no es persona. A lo que llama espiritu universal sacrifica todas las personas finitas. La inmortalidad personal, y més la resurtec- cién de la carne, son pata Hegel una presuncién ri- dicula de un minisculo individuo, perplejo ante su mortalidad. ¢Qué mds queda? Karl Marx responde: lo que existia al principio, antes de que la filosofia comenzara, o sea, el hombre interrogante al garete de su destino, Este hombre tiene que empefiarse con sus ptopias fuerzas en edificarse una casa a prueba de la intemperie del destino. Transformar lo siniestro en hogar. Humanizar lo inhumano. Donde la teoria calla, la prdctica responde. La practica se empefia lo mejot que puede, intentando levantar una casa con- fortable para el hombre de majfiana. La praxis no quie- re ni puede dar una respuesta a las cuestiones que se traen los hombres de ayer y de mafiana, a lo que ellos encierran entre signos de interrogacién. ¢Se lle- gard alguna vez a un todo a base de los fragmentos de la teorfa y de la prdctica? ¢Hay, ademds de los vericuetos de Ja selva, un camino que Ja atraviese? Si lo hay, seré vinico. Habria de ocurrir lo que al ciego que camina a tientas: que de imprevisto otra mano lo tome de Ia suya y le sitva de guia. Esta otta mano no serfa la de hombre alguno, que, a lo mas, puede prometernos y btindarnos su choza de albergue y solaz: ambos se verian al dfa siguiente frente al mismo destino y frente a la misma suerte. La mano del prdjimo vendria a ser una gran pro- mesa a condicién de que estuviera robustecida con la fuerza del amor incondicional pata tomar de la mano al que busca. ¢Qué garantias se requieren pata que una mano —la mano de Dios, del Dios vivo, libre, personal— tome un dia la mano del hombre que camina a tien- tas? Una cosa en todas las circunstancias, a saber: 44 que el terrible sufrimiento del hombre, su tantco a ciegas en la noche y a la intemperie, nada pierda de su gtavedad. Bonitas palabras no nos consolarian, aun- que fuesen divinas. La existencia no es pura maya, un mal suefio del que uno se despierta, un velo o una red que pueda rasgarse: es la realidad. Un Dios realmente vivo tendria que reconocer esta terrible realidad, tendrta, para poder ayudarnos y robustecer- nos, que tomarla con més seriedad que la que po- dria poner un hombre. Tendria que darle cara como a algo que atenaza a Ja humanidad. No con una om- nipotencia que, desde el primer paso, lo desvirtuara, sino desde una posicién en la que él mismo expe- rimentara todo lo horrible de la violencia del mun- do. Sdlo asi seria fidedigno. La cruz de Cristo, en la que Dios ha cargado so- bre si todo el peso del dolor humano, son las cat- tas credenciales del Dios vivo. Poco importa de los parecidos o no parecidos con los dioses agonizantes de los mitos: gpor qué no habian de ser los mitos presentimientos y moldes vacfos a Ienar con lo que habia de ocurrir en la historia y era impensable en la historia? Palabras, sentencias, sabidurias de toda especie hubieran sido en todo caso insuficientes. Mu- chas profundidades confluyen. Una palabra muy otra que todas las de la humana sabiduria, una palabra, que no es palabra, sino un hecho que calla, un Sin- palabras, que Pablo llama la locura de Dios, era ne- cesaria para cumplir la primera condicién, 2 Dado, pues, que se cumpliera esta condicién—y para Jos cristianos se cumple en el acontecimiento de la Palabra y del Hijo de Dios encarnado—, epor qué no habria de alargarse la mano de Aquel que quiere 45 que se le busque para dejarse encontrar? La Biblia es el testimonio de ese Dios, El signo més claro de la vitalidad y personalidad de este Dios esté en que dirige incesantemente al pueblo de Israel por cami- nos que no quiere andar, contra los que se defiende pertinazmente con todos sus instintos de dura cerviz y piel erizada. Porque «mis pensamientos no son los vuestros, y mis caminos van por encima de los vues- tros» (Is 55,8 s). Chocan voluntad y voluntades, plan contra planes. Y por mds que siempre sea él el Dios de Israel, que lo rescata de la servidumbre de Egipto, que arrastra al pueblo renuente por el de- sierto, que le impone la ley y le hace promesas; por mas que rodeado de misterio esté él, que jamés da su nombre: «Yo soy el que soy; el que estaré por ti» y al que por su conducta lo conocerds, aunque ignores su nombre, su ser oculto; por mds que este set, libre y viviente, quede oculto, aunque siempre tan importuno, una cosa es segura para Israel: El es. Es el Otro, aunque lo «es todo» (Sab 43,27). Ac- tia, habla, ordena, promete y cumple: «Guia hasta los infiernos y los retorna desde alli». Los fildsofos se esfuerzan por barruntar y decir algo sobre el ser de Dios. Israel no filosofa. No tra- ta de comprender a Dios, se halla asido por él, aga- trado de los cabellos. Como primera verdad ha expe- timentado constantemente el Ti divino. Ha llegado a ser un yo, un pueblo, a partir de ese Td. La al- ternativa de Pascal sigue vigente con tazén: no el Dios de los filésofos y de Jos sabios, sino el Dios de Abrahén, Isaac y Jacob, el Dios de Jesucristo. El Dios de los filésofos es una luz tibia, intemporal, difusa, el sol de justicia de Platén, la luz de la Ilus- tracién. Pero el Dios de Israel, por hablar con Pas- cal, es « jfuego! ». O con Jeremias: «gNo quema mi palabra como fuego? ¢No es martillo que quiebra la roca?» (23,29), También otros pueblos han tenido sus dioses y les 46 han dicho «tt» en la plegaria. Pero ninguno como Israel ha tenido unas experiencias tan duras con su Dios. Ningtin otro Dios ha marcado a su pueblo una ruta, pot donde avanzar, a las duras y a las madu- ras, a través de derrotas, exilios y abandonos, hasta la meta impuesta por él, a donde queria llegar él con toda esta historia: a la revelacién de su faz jamds vista en gu profundisimo retiro—no, no a revelarla, sino a hacerla significativa del amor absoluto—. «Na- die ha visto a Dios», pero «nosotros hemos visto y de- ponemos testimonio de que el Padre ha enviado a su Hijo para la salvacién del mundo... Amadisimos, si Dios nos ha mostrado un amor tan grande...» (1 Jn 4,12.14.11) y «Dios que dijo: jBrille la luz en las tinieblas!, es el que ha brillado en nuestros co- razones, de suerte que estamos alumbrados por el conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Je- suctisto» (2 Cor 4,6). Paradojas que hablan de «ver, pero no ver» sin excluirse mutuamente. Palabras que estén por encima de las leyes del lenguaje humano, pues son la autoexhibicién del hecho dado. Palabras de encarnacién, donde la carne adquiere un prima- do progresivo sobre las palabras. Practica y teoria. Rompen las murallas de lo inefable al hombre, reba- san todo problema hermenéutico, pues nos ponen ante el hecho consumado, que, con su autoevidencia, pone el dedo en los labios, que se desatarian en pregun- tas. Y lo hecho—«factum»—no se tira unilateralmente a la humanidad, al pueblo de Israel, en la meta de los caminos de Dios, sino que en la Palabra hecha hombre obtiene incesantemente Dios una respuesta personal. A través de la catdstrofe de las desobedien- cias del Antiguo Testamento consiguiéd Dios, como fru- to de la historia de su pueblo desde Abrahdn, tanta obediencia como para que una mujer pudiese excla- mat: «He aqui la esclava del Sefior, h4gase en mf segtin tu palabra». Y también esta palabra es més un hecho que una palabra: dejar obrar a la palabra 47 operante de Dios. Y fruto de este fruto es Jests, que obedecer4 hasta Ia muerte de cruz, sabiendo al mis- mo tiempo que, con esta obediencia al Otro, al Pa- dre, da finalmente a luz, hace finalmente ver que el nombre del Dios oculto, siempre encubierto, es el amor. Por amor entrega el Padre su tesoro por nos- ottos, su Hijo. Por amor desciende el Hijo a las tinieblas exteriores del mundo, de la muerte y de los infiernos, para cargar con las culpas todas de to- dos los hermanos, los hombres. Y este amor, el santo espiritu del amor de Dios, se nos infunde como fru- to en los corazones. 3 El hombre que busca, que filosofa rdstica u ocul- tamente, jamds podr4 aproximarse al dogma del Dios que es amor. El mundo, tal cual se nos presenta, eleva contra este dogma una objecién categérica. A lo mas podria Iegar a la tesis de que Dios es la reconciliaci6n de las contradicciones intramundanas. Un lugar de paz, donde ya no se sufra, donde pue- da olvidarse la vida, donde los dolorosos limites en- tre los diversos «yo» se borren y donde, por fin, el «nosotros» desaparezca de la identidad e indistincién. A no set que se quiera renunciar a semejante paz allende lo terreno, y con heroicos esfuerzos se em- pefie, como Nietzsche, en medio de la desgarradora existencia, por afirmar el mundo como es: si y amén por los siglos de los siglos a este monstruo rumiante, a esta voluntad de poder. Pero no puede pasarse por alto que con esta afirmacién no se libera nada ni nadie del campo de concentracién. Cabe ensayar y observar si semejante mensaje de salud tiene con- sistencia. Al dogma de que Dios es amor no habfa sino un 48 acceso. Dios tenia que mosttatse primero como el «Set en si y por si», como libertad que ordena, cli- ge y promete. En suma, como la persona absoluta. Como Alguien que toma en sus manos las mues- tras que palpan a tientas, pero que las toma, jah!, enérgicamente. El resultado es Jesucristo. Para Je- sts no hay mds que un Dios petsonal, a quien se dirige con la palabra «Abba», padre tiernamente ama- do. Cabe acaso impugnar que Jestis fuera objetiva- mente el Hijo tinico e incomparable de Dios. Pero no se puede impugnar histdricamente que tuviera la conciencia de hallarse en unas relaciones de origen y proveniencia incomparables con un Dios absolu- tamente personal y que todos sus empefios se diri- gieran a insertarnos en relaciones filiales con ese su Padre. Cuando oréis, decid: «Tu, Padre nuestro, que estas en los cielos...» Si se medita un poco sobre esto y no se pierde de vista el destino de Jestis has- ta la cruz, podria uno pensarse que ahi terminé la dl- tima e insuperable etapa de la manifestacién de Dios: que en su vida y en su muerte en el abandono, dijo Dios su tiltima «palabra», que desde entonces sigue resonando sin debilitarse a través de los siglos. ¢Qué quedaba ya por decir? Y ¢quién ha superado esta palabra Ultima, comprendiéndola, de suerte que ya no subsista a sus ojos como un futuro? Ahora bien, lo cristiano no oscila entre incerti- dumbre del pasado y del futuro. Por su configura- cién tinica e incomparable, confiere solidez al pre- sente. Pues lo que a la fe cristiana distingue de to- das las demés confesiones religiosas de la humanidad, es que la mano del Padre amante, que toma la del hijo que anda a tientas, es la mano de un ¢# bumano. La mano de nuestro prdéjimo. «:Quién es el prdji- mo del que cayé en manos de los ladrones? Respon- didle: El que hizo misericordia con él. Y Jestis le dijo: Ve y haz ti lo mismo» (Le 10,36). Siendo la mano de Dios la de un prdjimo, la mano del pré- 49 jimo se convierte en algo completamente nuevo. A través de su inseguridad podemos barruntar la fir- meza, la credibilidad de la mano de Dios. Mano a mano en el matrimonio cristiano podemos creer que el flaco amor humano se veré robustecido con una fuerza eterna por el amor de Dios. El abandono y fidelidad personales y reciprocos tienen su peso en el hecho de que nosotros somos comunitariamente sostenidos por un Dios personal, que nos ha mostra- do su fidelidad en forma humana. Sdélo donde Dios es persona, se toma en setio al hombre como perso- na. Dios interpela a cada hombre como a un té y en esta interpelacién experimenta el hombre su va- Jor insustituible. Con esta intuicién ha entrado en Ja historia la religién biblica, especialmente el cristianismo. Una intuicién que corre el riesgo inminente de ir a pique, cuando no se concibe a Dios como persona, como el amor libre. En cambio, una vez mds: se le con- cebird y aceptard como persona solamente a condi- cién de que no se contente con dar una ensefianza y lanzar un conjuro sobre el dolor del mundo, sino que entre en accién, yendo a la cruz. La personalidad de Dios, la cruz de Cristo, la dignidad humana y el amor humano estén tramados en una contextura in- soluble. Puede uno imaginarse que cabe salir en pro de la dignidad humana sin cteer en la persona de Dios, o bien precisamente porque se la niega. Pero la Idgica de la historia volverd a nivelat colectiva o existencialmente las personas absolutizadas. Carne de cafién, conejitos de Indias para la experimentacidn, abono para la evolucién. Conferir un verdadero valor al yo-y-ti interhumano, de suerte que la entrega con- fiada implique algo unico, insuperable, no una ilusién erdtica, ni una treta de la naturaleza, ni un egofsmo revelable por el psicoandlisis, sino Ia pura verdad, sélo lo puede el Dios cuyo amor es la verdad y cuya verdad es el amor. 50 6 EL DIOS ENCARNADO El articulo «Dios se hizo hombre» es indiscuti- blemente el punto central del testimonio cristiano. Este articulo es para todas las demds religiones—por no hablar de las demd4s mundovisiones—una_afirma- cién inaceptable, contradictoria en el fondo. Es el ar- ticulo que segrega al cristianismo de todas las demds concepciones y ptofesiones religiosas del mundo. Pues no se trata simplemente de que Dios, el Todo-nomi- nable y el Innombrable, el Todo-otto y (mds todavia) el No-otro, por no tener oponente, se haga «transpa- rente»—como gusta decir la moda actual con la in- tencién de poner bajo un denominador comin los avatares indios y las personalidades proféticas 0 mis- ticas del judaismo, por ejemplo, o del islamismo e incluso de otras religiones—aqui y alli en determi- nados momentos de la historia y en determinados se- res; se trata mds bien de algo enojoso y escandalo- so, a saber: que el Todo-nominable y el Innombra- ble, que, en frase de la Escritura, «es todo» (Sab 43,27), se declare idéntico una vez por todas con un algo o alguien mintsculo del gigantesco cosmos y de la incalculable muchedumbre de hombres, que pueda, en consecuencia, hacer sobre si mismo unas afirmaciones tan tremendamente exclusivistas como la de: «Yo soy la puerta..., todos los que vinieron 51 antes de mi son salteadores y ladrones» (Jn 10,7s) y: «Nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo quicre revelarlo» (Mt 11,27). Cierto, quien una vez conceda que el «todo» pue- de identificarse con el mindsculo «alguien», se verd forzado a aceptar las cclosas e intolerantes exigen- cias de este «alguien». Pero lo absurdo de una pre- tensién que trata de canalizar por tan reducidos con- ductos las amplias corrientes que unen a los hombres de todas las culturas y religiones en el abismo fon- tal e inefable de todas las cosas, gno esté diciendo que el presupuestomismo de Ia pretensidn no puede menos de ser absurdo y que semejante pretensién ha de eliminarse de cuajo? E incluso sin detenetnos en la sinrazén Idgica de la identificacién del Todo con la parte (ef ser con los entes particulates), ¢no se ve que semejante posicién va directamente contra la actividad dilatadora y pacificadora que debe ejercer una religién, compaginando en una paz englobante las hipertensiones y pugnas de las contraposiciones, por- que no viene de hecho «a traer la paz, sino la es- pada», y «a dividir» a los hombres hasta en el seno de la comunidad y de Ja familia? (Mt 10,34 s). El cristianismo con su historia de intolerancia, que humea todavia ruinas y guerras, ghabrfa de constituir el te- trible retroceso que paralizata el universalismo reli- gioso y politico, que.se abrfa camino en la eikumene romano-helenista, y al que, en su forma secularizada poscristiana, haya que inculparle, por su espiritu de intolerancia y de divisidn, el retardar la unién del mundo, a contracorriente del progreso técnico, e in- cluso de ponerla en tela de juicio demoniaca y te- nebrosamente? Tal parece cuando se aborda el articulo fundamen- tal cristiano de modo directo, abstracto, desde fue- ta, sin el esfuerzo de considerarlo en su contexto, in- dispensable para comprenderlo, La guia tierna y en crecimiento de una conffera presupone la robustez 52 de todo el drbol hasta en sus mds hondas tuleen EI esfuerzo, precisamente, de pensar el todo de modo nuevo y més profundo a la luz del articulo supre mo, estimula al cristiano, o mejor: difunde desde el culmen sobre el todo una luz que permite pensarlo de nuevo y més profundamente. Esta luz no se li- mita en modo alguno a desenmascarar los demés en- sayos de pensamiento religioso u ottas mundovisio- nes que tratan de acceder al misterio de la existen- cia; lleva, por el contrario, sus conatos a una pleni- tud desbordante, colocando e integrando su conte- nido de verdad en el debido lugar. Vamos a intentar avanzar de una oposiciédn abstracta («todo»-«algo»- «Dios»-«hombre») a lo concreto por tres filas de ideas. 1 Al misterioso abismo fontal, del que brotan fas cosas finitas—necesitadas de un fundamento no sdlo para ser como son, sino también para existir—, deno- mina Platén «el bien». Pues dado incluso que la ex- periencia existencial del mundo nos retraiga de ex- plicar como «el bien» Ia existencia de un mundo que no se identifica con el abismo fontal, la existencia especialmente de un mundo Ileno de sufrimientos in- explicables, y que el alejamiento del abismo fontal nos haga sentir como una desdicha nuestra caida des- de el mismo a una «tegién de desemejanza» («tegio dissimilitudinis»); dado, por consiguiente, que lo que vemos como nuestto set-en-el-mundo, en su rare- za, inexplicabilidad y extrafieza, lo experimentaremos como algo més bien a eliminar que a agtadecer (en el budismo, por ejemplo}: aun entonces, el abismo fontal, al que Iamarfamos el no-ser (en contraposi- cién al ser-en-el-mundo), serd, pese a todo, el bien, 53 algo digno de desearlo y buscarlo a través del des- nudamiento de Ja ilusién alienante de Ja finitud. Es impracticable la idea de que el abismo fontal mismo sea el mal, lo demoniaco, lo que se merece la maldicién. Las religiones desplazan siempre a una instancia secundaria la «culpa» del cardcter alienante de la existencia finita (no sdlo por ser distinto del abismo fontal). Por ejemplo: se desplaza a la liber- tad de las almas en la preexistencia (Platén, budismo) o a un dios subalterno (gnosis) 0, en el utopismo radical moderno, a un pasado que se contrapone a un porvenir absoluto. Si pasamos por alto este uto- pismo, que no resiste a la reflexidn, el bien fontal sigue siendo la justificacién de todo cuanto en el abigarrado mundo es susceptible, entitativa y positi- vamente, de un nombre; es, bajo este aspecto, comu- nicacién de si mds alld de si en sus efectos (bonum diffusivum sui). Este articulo, comin a todas las religiones, lo asu- me la revelacién biblica del Antiguo y Nuevo testa- mento y lo perfecciona con la idea de que el bien (infinito) no causa el mundo finito porque necesite del mundo (finito) para ser el bien. Dicho de otro modo: Dios no produce naturalmente el mundo por el hecho de ser Dios—Io que significaria que el mun- do seria tan divino y tan necesario como el mismo Dios—; sino, al contrario, la difusién del bien fon- tal estd regida por una libertad absoluta. Esta idea tiene dos consecuencias: primero, que Dios es el bien —en términos cristianos, el amor—en si mismo y sin el frente del mundo; y segundo, que la razén ulti- ma de la creacién del mundo no puede ser sino la co- municacidn libre y amante del bien divino a las cria- turas. Si se profundiza esta asercién, habré que afia- dir que en la libertad del amor del abismo fontal divino se encierra la posibilidad de que haya algo asi como un mundo (que no es Dios, el infinito y el todo). Sf, como misterioso pensamiento-limite surge 34 aqui con fuerza de barrunto la idea que se verd con- firmada a partir del articulo fundamental del cristia- nismo: el abismo fontal podrd llamarse el bien, en cuanto amor libre, a condicién de que posea una vida espiritual de amor, o sea, de donacién, de in- tercambio, de comunidad, que no afecta a la identi- dad del absoluto, pero que es lo que lo constituye en bien abgoluto. 2 Considerando desde este punto de vista a la cria- tura, que halla su configuracién més sublime en el hombre, se ve que el hombre, incluso y precisamente como individuo, no es sédlo un algo mintisculo (en relacién con el «todo» englobante), sino un algo cuya esencia y existencia estén determinadas y acufiadas por el Bien difusivo de si mismo. El hombre es «la imagen de Dios». Como espiritu, conociendo es- piritualmente y queriendo libremente, estd abierto a todos y a cada uno de los seres, cosa imposible si no se esta abierto al horizonte del ser en general (es «quodammodo omnia»). Conoce su no-ser-Dios, pero conoce también su «set-de-Dios», en una expe- riencia basica, que echard, tal vez, mano de otros con- ceptos, representaciones y palabras, pero que apunta a lo aqui dicho. Le preocupa Ja cuestién del sentido del mundo y de la existencia en general. Es secundario el que busque este sentido en una paz secreta, in- manente al enigma del mundo (pero que ha de situar- se allende los sufrimientos experimentados y no es accesible sino por una superacién ascética, mfstica, acaso técnica, de las situaciones punzantes) o el que niegue el ser del mundo en su forma presente, buscan- do allende la paz deseada (en la «idea», por ejemplo, del mundo como es, que estd en Dios) o el que, fi- 55 nalmente, desespere en sus poderes de hallar una formula solvente y deje en reposo el enigma, vivien- do lo mejor que pueda su vida mortal. Lo importante es que si le sale al paso la idea de que, en su particularidad (pues cada hombre es un particular), es imagen del Dios que libremente ama y quiere, una luz peculiar alumbrar4 su existencia. Por una parte se le hard patente que el Bien divi- no libre le menta como algo concreto e incanjeable y, por ende, le constituye libremente en su libertad, sagacidad y responsabilidad. Y por otra parte, se le hard también patente que esta libertad, sagacidad y responsabilidad no es un licenciamiento pata cam- par en la lejanfa de Dios; que, al contrario, debe realizar y sdlo puede realizar su ser hombre, pre- cisamente con su libertad, sagacidad y responsabi- lidad, dentro de las relaciones del tipo con el arque- tipo, no en Ia declinacién de Dios, sino en Ia incli- nacién a él, Esto abre amplios espacios para la en- trafiable intimidad, que ha tomado muchos nombres y formas: contacto con el prototipo, recuerdo e in- tuicién, otacién, intento de hacer trashicidas la li- bertad e inteligencia humanas a la libertad e inte- ligencia absolutas en todas las coyunturas de la vida. Estar abierto, para dejarse informar y colmar, ha- cer lugar para ser habitado, hacerse seno para ser fe- cundado, a través de Ia actividad y del rendimiento propiamente humanos en el mundo. 3 Anticipandonos a la respuesta cristiana, hemos in- terpretado y aclarado, en estas dos series de ideas, las ambigiiedades, oscuridades e impurezas de los pun- tos de partida de las religiones de la humanidad, de suerte que el camino de lo universalmente humano 56 a lo propiamente cristiano pueda reconocerse como posible y alumbrado desde Ja intimidad humana. Se alcanza con ello lo cristiano como tal, se crige y postula a priori, se demuestra su necesidad? No. Dos elementos nos faltan todavia para ponerlo a la vista. Por una parte, la amplitud de las decisiones negati- yas de la libertad humana respecto al arquetipo del bien absoluto de Dios, que sigue siendo la pauta del comportamiento humano frente a Dios y al mundo. Estas decisiones negativas son ya particulares («peca- dos»), ya sociales (culpa comin, que antes se Hama- ba pecado original); el mundo histérico est4 hon- damente equivocado, esté por encima de cada indivi- duo el sopesar las consecuencias de la culpa, tanto personal como social, contraida por las opciones y empresas propias. La figura innatural y concreta de la muerte, que da a la existencia el sello de Ja cadu- cidad y deja la historia universal intrinsecamente in- acabada—pues los sangrientos caminos que conduz- can, acaso, a un fin relativamente dichoso jams po- drdn justificarse por este fin—, sigue siendo el indi- cio y advertencia de esta culpa irremontable y apunta con el dedo a los riesgos de todos los programas, que pretenden guiar a los hombres a una mayor li- bertad. Esta libertad contintia siendo una libertad de opcién por lo mejor o por lo peor, de suerte que todo optimismo futurista intramundano es no sdélo ingenuo, sino también perverso. Ahora bien, si las consecuencias de Ia osadia de Dios, al dotar de una auténtica libertad a su criatura (hasta Ia ultima recusacién y autodestruccién), son tales, no podia, en definitiva, osarlo Dios a no ser que él mismo se lanzara a la aventura y se abriera por su cuenta un camino a través de todos los ca- minos sin salida, Y aqui levanta lazo el mensaje bi- blico, que ptomulga: «Dios con nosotros», jDios de nuestra parte! No sdélo hay una alianza, que nos ase- gura la fidelidad de Dios hasta por encima de nuestras 57 transgresiones y a través de sus justos juicios («si nosotros le somos infieles, él permanece fiel, porque no puede negarse a si mismo»: 2 Tim 2,13), sino que pasa a nuestro lado para abrir un camino en me- dio de nuestro extravio sin salida, y pasa sin violen- tarnos con su omnipotencia, sin anular nuestra li- bertad. A la vida a través de la muerte. Transtor- macién, con una muerte libre y obediente, del mo- numento de la culpa en el monumento del amor. El pensamiento se detiene aqui, ya comienza el mis- terio. ¢Cémo iba a ser de otro modo, si Dios ha / pasado a nuestras filas? Si esta vida y muerte han de tener una significacién para todos, han de com- paginarse la libertad divina de gracia y la libertad humana de obediencia. Cémo sucede esto, lo pode- mos barruntar solamente en la autoexplicacién de la existencia de Jestis: la palabra prometedora de Dios, su sabiduria, su ley, su fidelidad son corpdreamente «enviadas a nuestto lado» (quedando asi asumida y sobrepujada la misién de todos los mediadores, profe- tas y sabios anteriores). Ante todo, se abaja al hom- bre, a Jestis de Nazaret, que, a semejanza de los pro- fetas y més radicalmente que ellos, obedece al Espi- ritu que le ha sido enviado de lo alto, y se entrega a la misién de Dios hasta identificarla con su vida (y muerte), hasta verse que se ha hecho, en su totali- dad, afirmacién de Dios. Pero no podria hacerse sino a condicién de haberlo sido, sin menoscabo del ha- cerse. La «palabra» de Dios en forma humana reali- za las intenciones de Dios sobre el mundo: la sal- vacién del hombre, jugdndose la propia cabeza por Dios. No vamos a exponet aqui este misterio, nos bas- ta con indicarlo. Para que la encarnacién, en su sen- tido cristiano, sea posible, Dios ha de pasar a nues- tro lado, sin dejar su Jado propio. Abora bien, esta antitesis presupone esencialmente aquella divina opo- sicién de la que hablamos en relacién a la vitalidad 58 del amor intradivino. El mundo, con su libertad, vie- ne a situarse, en los planes ultimos de Dios, entre Dios Padre y Dios Hijo, y participa de aquclla su- prema libertad que, en cristiano, se llama el comin Espiritu de Dios, que procede del Padre y del Hijo y que expresa su unidad de amor. Porque en este Espiritu queda superada la oposicién divina y apa- rece (en la fe) como el presupuesto del amor eter- no, cabe también entender la oposicién Dios-Hombre, escdndalo para la razén, como el presupuesto de la libre autodonacién de Dios al mundo en el Espfritu Santo. El aislamiento del cristianismo, que, al principio, parecia simple intolerancia, queda asi ilustrado. No significa sino la pretensién clarividente de ser el ges- to supremo de Dios y, por ende, su suprema auto- donacién y automanifestacién, Esto es insuperable, porque Dios, que es el «todo», no sdélo pasa por libre amor al «otro», a la criatura, que es «algo» y «no-nada», sino que pasa en contra de s{ mismo en cuanto que saliendo al paso del pecado y de Ja perdicién y, por ende, del abandono de Dios, los asume en si. No por ello deja de ser él mismo; al contrario, muestra con ello lo que es y puede en si. Dios puede estar muerto sin dejar de ser la vida eter- na, y, actuando asf, puede demosttar definitivamen- te que él es vida, amor y gracia, el bien que ge- nerosamente se difunde. (Esto es lo definitivo, lo «es. catolégico», y se pondria en contradiccién consigo mismo si, relativizandose, admitiera junto a si posi- ciones de igual rango «que contengan, acaso, vesti- gios de lo definitivo»). El venero del corazén est4 perforado, mana sangre y agua; detrds no hay nada mids. ¢Qué aprovecha al mundo esta muerte? Si es real- mente lo que creen los cristianos, significa el sentido de cada existencia y de la historia universal en medio de la caducidad, la esperanza en una vida de Dios, 59 victoriosa sobre la muerte, en medio del campo de la muerte. Es cl camino adelante para cada hombre y pata la humanidad, el camino al sentido ultimo. Es también una «paz» como no puede darla el mundo (Jn 14,27), por mds que progrese en el pacifismo, porque, ante todo, es Ia paz entre cielos y tierra, entre Dios y los hombres (Le 2,14; Ef 2,14; Col 1,20), Desde esta paz somos enviados a trabajar con todas nuestras fuerzas en la pacificacién del mundo. Hay existencias cristianas que la irradian y que serdén bienaventuradas, porque se Ilamard4n «hijos de Dios» (Mt 5,9). 60 7 EL AMOR A JESUCRISTO La discusién actual sobre la esencia de una espi- titualidad cristiana moderna gira en torno a las te- laciones del amor de Dios y del prdjimo. ¢No te- nemos por tnico, pero suficiente criterio de que ama- mos a Dios, el amor del prdjimo? «Pues el que no ama a su hermano, a quien ve, ¢cé6mo puede amar a Dios, a quien no ve?» (1 Jn 4,20). ¢No se ci- fran también en el amor del prdjimo la ley y los Profetas, pues Yahvé no quiere las alabanzas de los labios que le adulan (Is 29,13 LXX; Mt 15,8) y al mismo tiempo «venden a los pobres por un par de sandalias y aplastan contra el polvo la cabeza del ne- cesitado» (Am 2,6s)? «Aprended primero a obrar el bien, obrad conforme a la justicia: ayudad al opri- mido, sed justos con los huérfanos, defended a las viudas» (Is 1,17). Breve es el proceso al que some- te el discipulo amado a los devotos: «El que dice amar a Dios, pero odia a su hermano, es un menti- roso» (1 Jn 4,20). Y deduce una conclusién que no sélo eleva el amor del prdjimo a la categoria de cri- terio para todos los demds, sino que parece expli- carlo como su acto y realizacién especificos: «Que- ridfsimos hermanos, amaos los unos a los otros, por- que Dios es amor, y el que ama, ha nacido de Dios 61 y conoce a Dios. El que no ama, no conoce a Dios, pues Dios es amor» (1 Jn 4,7s). En la cortiente del amor del yo al ti, conoce el yo no ser la fuente del amor, que dimana més lejos, de un venero eterno, y que él mismo, tan flui- do—pues sdlo como amante entra en su pleno ser—, no comienza desde si mismo, sino que proviene de mds lejos: ha «nacido de Dios». Mientras mana y se debe a la fuente de donde flluye, conoce el aman- te lo que es Dios. Finalmente conoce a Dios, no ya a partir de las penosas especulaciones humanas so- bre el Absoluto, ni en los conatos ascéticos que cie- rran los ojos a los valores y contravalores del mun- do finito y caduco, ni siquiera en las ardientes y en- carecedoras protestas de no preferir bien alguno al Bien supremo; todo esto parece ahora como nadar contra la corriente del amor, esforzdndose violenta- mente contra ella hasta remontar a Ja fuente, en vez de dejarse Ievar por la direccién de la corriente, des- de Dios a los hombres y a las cosas, en el sentido en que Dios mismo corre, que es Dios mismo, en el que a Dios mismo se siente, Virar la corriente signi- fica no sdlo hacer violencia al hombre, que esta re- ferido al prdjimo y para quien Dios, tal como es en sf, estd oculto: significa ademds violentar al mis- mo Dios, que ni es cognoscible ni quiere ser cono- cido de otro modo que por Ja con-fluencia del hom- bre y de él. Una vez mds san Juan: «Nadie ha vis- to a Dios; si nos amamos unos a ottos, Dios per- manece en nosotros y su amor alcanza en nosotros gtado perfecto» (1 Jn 4,12). En el amor «categorial» se realiza y consuma el amor «trascendental». Todo esto suena, por su coherencia, a algo con- vincente, y puede recomendarse a nuesttos contem- pordneos como el pensamiento principal de una espi- titualidad para hoy y para mafiana, Nadie, empero, debe dejar pasar por alto que esta idea es de ori- gen ctistiano, si bien magnénimamente abierta a lo 62 | supracristiana y universalmente humano. La cuestién ulterior y decisiva es si y en qué medida Cristo es Ja razén fundamental e inabandonable de esa idea o es simplemente su casual descubridor y propaga- dor, Expresado de otro modo: Jo que san Juan Ilama amot en los textos mencionados ges lo que cada cual catacteriza como tal a través de su experiencia huma- na, o es algo completamente singular? ¢Hay un con- cepto universal y co-extensivo del amor, que puede aplicarse por igual al de Dios y al de los hombres? Dios es el totalmente Otto, y ningtin concepto hu- mano puede aplicdrsele sin variantes. En la intencio- nalidad de la afirmacién cristiana, el amor tinico e incomparable del Dios tinico e incomparable tiene que ser el modelo y la pauta (analogatum princeps) de cada uno de los amores por él definidos. Y san Juan lo dice expresamente: «En esto est4 el amor de Dios, ho en que #osofros hayamos amado a Dios, sino en que él nos ha amado» (al mostrarnos su amor incom- parable, insospechable al hombre, por un hecho in- sondable, «y ha enviado a su Hijo como victima propiciatoria por nuestros pecados»: 1 Jn 4,10). El amor interhumano toma aqui su norma del amor de Dios a nosotros, que no sélo es el motivo (también lo es), sino ademés la causa fontal que lo posibilita: «En esto hemos conocido el amor, en que él dio su vida por nosotros; asf también tenemos que darla nosotros por nuestros hermanos» (1 Jn 3,16). Ese «él», a quien no se le nombra, es Jesucristo, pero en tal contraposicién a «nosotros», que, en su in- comparabilidad y unicidad humana, se barrunta [a uni- cidad e incomparabilidad de Dios, que por nosotros entregé su vida, su Bien-amado, su Hijo. Biblicamen- te, por tanto, en ningtin punto cabe disociar la con- secuencia general humana de su tnica e incompata- ble radicaci6n en Dios. La sintesis de lo tinico e incomparable y de lo pluriforme, entre el amor de Dios y nuestro mutuo 63 amor, esté ya en camino desde el Antiguo Testamento como una obra libre de Dios: é elige, é libera, agracia, él concluye la alianza, éf promete. El es, por lo mismo, el primero y tnico contenido de la fe, de la esperanza y del amor de Israel. La consecuen- cia légica de todo ello es para Israel una conducta con el prdjimo «digna de Dios». La ética es un eco de la teologia y su agtadecimiento. «No violasés el derecho del extranjero, ni el del huérfano, ni tomes en prenda los vestidos de la viuda. Recuerda que fuis- te esclavo en Egipto y que te rescaté Yavé, tu Dios. Por eso te ordeno poner en prdctica este preceptor (Dt 24,17s). Pero la sfntesis no hace sino un primer_paso en el Antiguo _Testamento: Dios obra «teolégicamente» desde su cielo, el hombre actiia respondiendo «éti- camente» sobre la tierra. La sintesis que definitiva e indisohiblemente compagina la teologia y la ética, la opera Dios en Jesucristo, verdadero Dios (Jn 1,1) y verdadero nombre (Jn 1,14), donde Dios aporta el argumento «que hace callar toda boca», de que Dios es amor. Continuamente se ha de tener ante los ojos el ais- lamiento infinito en que se situa el cristiano, con este pensamiento, frente a todas las teologfas del mun- do y, por lo mismo, también frente a todas las éti- cas del mundo. Sélo la nica e incomparable demos- traci6n, que se llama Cristo, puede conferir a una religién la osadia de dar a Dios el nombre de amor, pese a la siniestra faz del universo. Sin esta demos- ‘tracién se puede a lo sumo calificdrsele de «sol del bien», al que no cabe imputarle las atenuaciones de luz en Ios mdrgenes de la «materia» y de la nada, o también la indiferencia sonrientemente mecida en me- dio o por encima de las oposiciones del mundo, tta- badas en una enemistad y en un odio aniquilador. Entonces la respuesta_ética del hombre serd el en- sayo de semejante dejadez y de una indiferencia que 64 distancia, algo en todo caso muy distinto que «el dar la vida por los hermanos». (El budismo ha ad- quirido dimensiones ético-sociales sdlo bajo Ja influen- cia cristiana.) Si se abandona todo empefio por Dios, para diri- gitse, a base de una infecunda filosofia, a una accién meramente practica, terrena, ordenada al cambio del mundo, entonces se abandona también la sintesis es- piritual (pues gen_gqué ha cambiado al mundo la muerte de Cristo? jNada se ha realizado!) yv la teologia se_transforma en ética. Pero quede en cla- ro que no se puede reclamar el amor jodnico—como corriente que dimana de més all4 del hombre—. El hombre, en este caso, tiene que ser él_mismo ori- gen, generador y fuente de su amor. Tiene que pro- ducirla y donarla, sin habetla recibido. Si Dios rea- lizé en Cristo la gesta amorosa de la representacién vicaria por nuestros pecados, a nosotros, en la épo- ca postcristiana, nos toca realizar la obra de la re- presentacién vicaria como el acto ético fundamental. Y si se eliminan como irrelevantes las relaciones del prdéjimo con Dios, la carga a levantar no serd desde luego tan insoportable en adelante. Si cada uno hace a medias lo posible, el mundo ser4, tal vez, sopor- table a medias. Decit mds, esperar més serfa segura- mente en el caso una utopia irresponsable. ~ Pero_si.nos aferramos a la ley, segtin la cual ha entrado el cristianismo en la unidad de la teologia y de la ética operada en virtud de la gesta realizada por Dios en Cristo, Dios conserva la primacfa incon- dicional en medio de esta indisoluble unidad: sv amor ha operado la sfntesis. El primer rasgo de lo cristia- no consistir4é en reconocer la primacfa divina: «En esto esté el amor, no en que nosottos..., sino en que él...» Este reconocimiento de la prioridad del amor de Dios sobre el nuestro se llama fe. Y fe significa donarse al amor de Dios, dejando a Dios su gesta de amor, permitiéndole, dejéndole_hacer osotros. 65 Este dejarse brindar se convierte entonces en el fun- damento mds intimo del amor que humanamente res- ponde y en lo que el amor mismo pone en su cami- no. Pero jcudn imposible seria en este caso que el amor, al realizarse, olvidara su origen, queriendo go- bernarse por su propia cuenta, sin agradecimiente del amor recibido! Esto volatilizaria el amor de Dios en un principio abstracto, adaptable, del que habrfa desaparecido su cardcter divino, tinico e incompara- ble, de soberano y libre, de inderivable. Y el Evange- lio, con la figura y el destino de Jesucristo en su centro, se reduciria a una doctrina, a una gnosis por jconsiguiente, de la que se sacaria un nticleo moral ‘perenne, dejando de lado sus cortezas histéricas. . Cristianamente considerada, pues, la fe no puede’ ser una_ _ simple platafori ‘para _el amor (del prd- jimo), sino su_intima forma; Queda asi al descu- bierto que la fe (como recongcimiento y como de- jarse_brindar del amor) es primordialmente amor, sf es «amor_en brote». Cristianamente sélo puede sos- tenerse la proposicién «Dios es amor» en su demos- tracién. A saber: «Tanto amé Dios al mundo que entregé a su Hijo unigénito (a la perdicién repre- sentativa)» (Jn 3,16), y «si Dios no perdonéd a su Hijo, sino que lo entregd por nosotros (a la perdi- cién tepresentativa), g¢cémo no habia de daérnoslo todo?» (Rom 8,32). Esta demostracién entrafia no sélo que Dios ha amado divinamente al mundo y los hombres, sino también que ha amado, 4 {no ya nosottos), humanamente en el mismo acto al mun- do y a los hombres. En.su amor est4 la sintesis fon- tal del amor de Dios y del prdjimo, sintesis que no sutge por el hecho de que su amor se Ilegue a compa- ginar con el nuestro (aplicado a Dios o al préjimo). En su amor, por ser humano, esté ya conectado el nuestro. Tal es el inaudito acto de «fe» o de «confianza» de Dios para con nosotros: al amarnos humanamente, 66 cuenta con nuestra respuesta. Al amatmnos como #& sus_préjimos, ha puesto y regalado la medida, el pre- ludio y la posibilidad de nuestro amor al préjimo. Esta condicién puesta por Dios, que llamébamos su «fe», es algo que sdlo puede aclararse y, en cierta medida, disculparse por el cardcter indefenso y dis- patatado del amor; y sdlo en esta atmésfera cabe en- tender tambign el teconocimiento humano de seme- jante osadfa o anticipacién divina: el momento de la fe a base de nuestro amor. Est, pues, claro que la primacfa veterotestamen- taria del amor de Dios como mandamiento principal (Dt 6,5), queda en pie en la sintesis neotestamentaria del amor del Dios y del prdjimo. Pero no es aqui donde acaban nuestras consideraciones, sino que apun- tan al hecho de que la sintesis tealizada por Dios, que se llama Jesucristo, sigue e siendo el punto propiamente Algido del amor cristiano. Pues sdlo_en él se ha he- cho ef Dios trascendente e inaccesible amor de un modo inteligible para nosottos, ¥ se ha hecho al mis- mo tiempo nuestro prdéjimo, al que podemos amar humanamente, y se ha convertido en el eterno gesto de amor desde los insondables manantiales paternos, por el que nosotros quedamos capacitados para amar cristianamente. Es_inseparable en Jesucristo el amor de Dios y del hombre, el amor categorial y el tras- cendental. Si se pretendiera separarlos, habria que negarle a Jestis todo conocimiento de hallarse en re- laciones tinicas con el Padre, negar que su misién es escatolégica, que, en su pasién y resurreccidn, consuma el Padre la obra de su creacién; habria que rebajar sus pretensiones a las de un profeta o sabio ordinarios y eliminar de un plumazo, como una ilu- sidn inconsistente, la interpretacién que la primitiva Iglesia y los escritos neotestamentarios dieron a la per- sona de Jestis. Pero tal como aparece Cristo a través del Nuevo Testamento, no puede menos de entenderse a Jestis 67 que como el contenido del amor ordinario, que est4 ante nosotros y jam4s puede sobrepasarse, y no sim- plemente como un personaje que, una vez posibilita- das las cosas o mediado con sus servicios, queda a la zaga. El amor de los discipulos al Sefior, que en los Evangelios sindépticos y en san Pablo se deja sentir doquiera de una manera natural, no tematizada, se pondera a conciencia: el Jestis jodnico reclama para si—como gesto de la personal entrega del Padre—un amot adecuado a su ser en cuanto revelador del amor. «Si fuera Dios vuestro padre, me amarfais, pues yo procedo del Padre y he venido del Padre» (Jn 8,48). «El Padre os ama, porque me habéis amado y por- que habéis crefdo que he venido de Dios» (Jn 16,27). «Si me améis, os alegraréis de que vaya al Pathos (Jn 21,15). «Simdn, hijo de Juan, eme amas més que éstos?» (Jn 21,15). «El que ama al Padre, ama a su Hijo» (Jn 5,1). Y los correspondientes giros ne- gativos: «El que me odia, odia también a mi Padre» (Jn 15,23). «El que niega al Hijo, tampoco tiene pa- dre» (1 Jn 2,23), etc. Sélo tras estas palabras cabe alinear aquellas que hablan del amor a Cristo (y en él al Padre) como criterio: «El que me ama, guardaré mi palabra» (Jn 14,23), «El que me ama, guardard mis mandamientos» (Jn 14,25). «Permaneced en mi amor. Si guarddis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo permanezco en mi Padre, pues he cumplido sus man- datos» (Jn 15,10). El amor nos mete a bordo del Hijo, que nos conduce directamente a la fuente del amor, el Padre, y nos muestra su amor asi como una obediencia activa, que exige en los creyentes la obe- diencia del amor co-laborador del prdjimo. El punto Algido del amor abre a un tiempo dos dimensiones: fa dimensién_ del origen, que se ha de aceptar con fe | apradecida, \ y la de la meta, que consiste en caminar y fee tal_modo con ¢ | projimo que vuelva a encontrar- se con | tros en el origen. Si Jestis retorna al Pa- 68 dre después de la cruz y de la resurreccién, es por- que ha cumplido en verdad la misién que le ha con- fiado el Padre, la representacién vicaria por todos los hombres, la gesta escatoldgica del Dios trino. Y cuan- do envia a los suyos por el mundo y al amor del pré- jimo, los coloca en el camino que él ha recorrido de antemano y en cuyo término «volverd de nuevo». Y asi es el punto dlgido de nuestro amor, tanto de nues- tro pasado como de nuestro presente y de nuestro fu- turo. Se podria, naturalmente, levantar aqui una obje- cién, tratando de apoyarla en una cristologia raciona- lizada: quien dice amar a Jesuctisto, o ama en él a Dios—pero Dios es inobjetable—, 0 ama en él a una persona humana—pero entonces yerra, pues Cristo, segtin la dogmatica, no es una persona humana, sino divina—. Esta objecién declara imposible la sintesis realizada por Dios, la disuelve a sus espaldas. No atien- de a las exigencias evangélicas de ese «yo»—«Conso- laos, soy yo», «se os ha dicho, peto yo os digo», etc— que anteriormente a toda cristologia reducida a con- ceptos contiene el misterio de la sintesis y desafia a toda contraccién definitiva. Pero una cosa hay que conceder: el amor a Jesucristo requiere intrinsecamen- te la afirmacién de la concepcién trinitaria del amor: la Trinidad, la Cristologia y la Iglesia, tedrica y prdc- ticamente, teolégica y éticamente, constituyen una uni- - dad inseparable. 69 8 LA TRINIDAD Y EL FUTURO 1 EI pensamiento religioso ha tenido siempre con- ciencia de que no debe representarse a Dios como el «Otro», que, elevandolo sobre el mundo, se le con- traponga. Pues Dios es «todo» (Sab 43,27), lo es también «todo en todas las cosas» (1 Cor 15,28) 0 estd «sobre todas las cosas, a través de todas ellas y en todas ellas» (Ef 4,6)—ya que las cosas como tales no son Dios—. Pero para que pueda estar «en» algo finito, sin hacerse él mismo finito, hay que atribuir- le una elevacién incomparable, una libertad, en térmi- nos biblicos, excelsa y soberana, que hace ser al ser desde el ser. Suponer en los grandes pensadores reli- giosos de la humanidad otra cosa, una ingenuidad mayor—o sea, la idea de un Dios separado del mun- do—es injusto y delata la ausencia del instinto reli- gioso de los modernos. Cierto, ningtin pensador, an- tiguo o moderno, ha sabido derivar de Dios la mul- titud y la variedad de las cosas. Sdlo el pensamiento biblico, mds exactamente, el cristiano, ha sido capaz de superar las perplejidades siempre anejas a la cues- tién de la relacién entre lo uno y lo miltiple, entre Dios y el mundo. ¢Por qué lo miltiple si Dios, uno y «todo», se basta? Si necesita de lo miltiple para ser el todo, ya no es todo en si, y, por ende, no es Dios. 71 Cuando se habla del poder libremente creador de Dios, entramos ya en el recinto biblico. Pero este re- cinto no se ilumina si no se avanza hasta el fin, don- de Dios, que en el principio creé el cielo y la tierra y no los pudo crear sino en sf mismo, en su sabidu- ria, poder y ser—como lo ha vislumbrado siempre la especulacién sapiente, como un mundo de criaturas libres, cuya libertad dimana de la suya y, por lo mis- mo, no es aparente, sino auténtica y creadora, capaz de una decisi6n—, donde Dios, deciamos, puede sos- tener y abrigar en si toda la libertad de sus ctiatu- tas, hasta en sus tltimas consecuencias, hasta en su rebeldia y propia condenacién. Y asi Dios subsiste; el Dios, a quien no limita ni vence la libertad de sus criaturas; el Dios que no ve zozobrar en un final trdgico lo que un dia comenzé «muy bien». Que Dios sea capaz de emprender semejante osadia, no aparece todavia con plena claridad en el Antiguo Testamento: los «infiernos», adonde bajan los que mueren, siguen siendo todavia un lugar tenebroso, ateo; Ia alianza de Dios sigue vigente interinamente sdlo para los vi- vos, que son, sin embargo, mortales. La terrible pre- gunta es: ¢Cémo puede Dios asumir lo sin-Dios, que es una de las tiltimas consecuencias posibles de la libertad humana? La tinica respuesta valida, que ningtin hombre se- ria capaz de imaginarla por si mismo, la tenemos alli donde el hombre Jestis, que es el Hijo del Dios vivo, baja al divino abandono de_los infiernos, iluminando asi la absoluta libertad del Dios creador en el mis- terio de su amor trinitario. Si es cierto que este Hijo de Dios se somete como hombre, libre y amorosamen- te, a la condicién mortal de la criatura que se ex- travia de Dios, asumiéndola y descendiendo al «lu- gar» de donde ningtin mortal puede salir («lasciate ogni speranza»), se nos abre entonces la petspectiva de una oposicién en el seno mismo de la libertad y del amor divinos, perspectiva que, por ende, deja 72 ver por qué Dios, al principio, salid garante de la oposicién entre la libertad divina y la humana y la dio por «muy buena». Esta oposicién entre Dios, el abismo fontal creador (el «Padre»), y el hombre (el «Hijo») que se aventura, en el envio del abismo fon- tal, hasta la ultima perdicién, este vinculo tirante has- ta la ruptura no acaba, sin embargo, de romperse, porque un mismo designio de amor absoluto (el «es- piritu») sopla sobre ambos, sobre el que envia y so- bre el enviado. Dios hace ir_a Dios al abandono de Dios, acompafiéndolo con su espiritu: EI Hijo’ puede descender a his lejanias infernales de Dios, porque en- tiende este descenso como una expresién de su amor al Padre y es capaz de conferir a su amor tal colo- tido y viveza de obediencia que llega a experimentar ‘todo el a-tefsmo_del_hombre perdido. Esto suena a mitologia, pero, pensdndolo a fondo, es la tinica so- lucién aceptable (por humanamente inimaginable) al enigma del mundo. Repitamosio: el mundo como multiplicidad (y como tal no puede ser Dios) no es inteligible sino por una creacién libre; Ja creacién libre, a su vez, supone criaturas dotadas de una auténtica libertad y prevé la posibilidad de la perdicién, la toma en cuenta, y tamafia aventura no puede ser responsable sino a condicién de que el Dios del amor sea capaz de asu- mir en si tamafia perdicién. Esto no es posible mas que por el condescendimiento a la perdicién en la im- potencia, pero por obediencia a Dios. Por lo tanto, Dios tiene que ser unitrino. Porque desde arriba y desde fuera no puede habérselas la omni ia di vina con la impotencia en rebeldia de la criatura, Senlad ésta que quedé consignada para siempre en el libro de Job. El sufrimiento horrendo e irracional de la criatura sobrepuja aquel «muy bien» del comienzo. Sdlo bajo la su-posicién de una (po- sible) encarnacién de Dios—hasta la muerte, el aban- Aono, los infiernos—y después de haber descubierto 73 que la existencia se apoya en un acto libre y creador divino, puede mantenerse como vilido el principio universal religioso, segiin el cual Dios tiene que ser todo en todas las cosas (incluso en el a-teismo de la libertad rebelde). Pues sofamente si el puro deiar. hacer del amor obediente es capaz de dejarse dispo. ner en la perdicién por el amor mismo, podré sal. varse la criatura dejada en libertad, y podrd salvarse, no por la violencia ejercida desde fuera, sino cobj. jada en el abismo del amor absoluto, que engloba todos los abismos. Las leyes_dltimas del mundo, que corresponden a la revelacién biblica, no son sus propias leyes cos. molégicas, sino las del misterioso didlogo de la Jj, bertad humana—que debe pronunciar su ultima pa, Iabra—con la libertad divina, cuya ultima «palabra, ya no es una palabra, sino un hecho que se hunde en plena oscuridad. En este silencio, allende todo, los gestos o muecas humanas, revela Dios quién es y qué es. Nuestros ligeros discursos sobre la incom, , prensibilidad de Dios tienen que quedarse en la pun. ‘ta de la lengua y hacernos_callar al divisarse esta ac. cién de Dios, esta irrefutable revelacién de sf. Sen. cillamente, no cabe réplica. Todo se aclara a un tiem, po: qué es el pecado y la perdicidn; por qué Diog los dejé hacerse realidad; cémo puede asumirlos en , sf y sostenerlos por un dolor divino en el que sq desangra el amor eterno por encima de todas las he. izidas de este mundo. Dios muestra a una su Tyj_ nidad y su Eucaristia. Todo dolor puede como tal sin negarlo como dolor, participar en la bienavent,’ ranza del amor unitrino. 74 2 Desde estas alturas queda incondicionalmente abier- ta la libertad humana como autodeterminacién y tie- ne un fyturg que nadie sino ella puede determinar. Este futuro y, por ende, la misma libertad se ve- rian amenazados si los concibiéramos bajo una provi- dencia que dirigiera infaliblemente, por dentro o por arriba, Ja marcha de las decisiones humanas. Queda- riamos entonces embarrancados en unos esquemas filos6fico-religiosos, cosmoldégicos (Stoa) o veterotes- tamentarios. La libertad de la criatura y su futuro s6lo pueden cobijarse incdlumes en el recinto de Dios, si se les asigna un lugar de libre desenvolvimicnto, pero un lugar que no deja de ser el recinto de Dios, donde Dios pueda entrar, ordenar y actuar. Ha en- trado, efectivamente, ha determinado y actuado en la muerte, en el descenso a los infiernos y en la re- sutreccién del Hijo de Dios: tal es—segtin lo hace ver con toda evidencia el Nuevo Testamento—el acon- tecimiento que engloba y fundamenta la posibilidad de la libertad y de la historia humanas. Es aconteci- miento englobante no a modo de unos limites impues- tos desde fuera, sino como una dilatacién que des- de dentro, con la colaboracién humana, supera las po- sibilidades del hombre. Esta dilatacién, que en modo alguno limita la libertad del hombre y de la histo- ria universal, se realiza en dicho acontecimiento una vez por todas, definitivamente, escatolégicamente, y se realiza, por cierto, como un acontecimiento intra- histérico, que sobrepasa a priori los Ifmites mds ex- tremados alcanzables, pues que se trata fundamental- mente de un acontecimiento trinitario. Este estado de cosas acufia la comprensién cristia- na del tiempo histérico y del futuro y le distingue de 75 todos los dem4s proyectos sobre los horizontes del tiempo. La inteligencia cristiana del tiempo sdlo in- directamente puede esclarecerse—pues Dios mismo entra en juego—, en cuanto escollo contra el que zo- zobran todos los esquemas intuitivos del tiempo. En la medida en que toda la historia de 1a liber- tad humana se apoya en el acontecimiento de la muer- te, del descenso a los infiernos y de la resurreccién de Cristo, que la posibilita, este acontecimiento se yergue verticalmente, en cierto modo, a la horizon- tal del tiempo de este mundo, asi como de su autén- tico e indeterminado futuro. Podria compararse esta posicién vertical con la de una idea (platdénica) res- pecto de todas sus realizaciones en este mundo. Es significativo que el Nuevo Testamento hable muchas veces de Cristo como del misterio, que «ha estado oculto en tiempos ednicos, pero se ha revelado aho- ta» (Rom 16,25s; cf. 1 Cor 2,7; Ef 3,9; Tit 1,2; 2 Tim 1,9), que existia como tal—y no sélo como un momento ideal dentro del plan divino y providencial sobre el mundo—, idea, por lo demds, que fue fa- miliar a la mentalidad apocalfptica. Ni se piense aqui tnicamente en un logos divino, que «posteriormente» haya tomado la carne, ni en un prototipo ancestral humano, dotado de una especie de previa corporei- dad celeste e incapaz, por lo mismo, de una encar- nacién que no sea puramente aparente. No; mds bien hay que tomar en serio su cardcter distintivo cristia- no, segtin el cual, al realizarse la historia de Cristo en un punto concreto de Ja horizontalidad del tiem- po, sigue, no obstante, siendo vertical a la cortiente total del tiempo, constituyéndolo en un todo y anclén- dolo a Ja vez en la libertad envolvente del Dios uni- trino. Asi Ja inteligencia cristiana del tiempo no sélo se acerca a la griega y un poco a la apocaliptica, sino que est4 también en relacién con la profética. El acon- tecimiento de Cristo se ubica en la prolongacién de 76 la concepcién profética del tiempo y abre a In hint ria de la libertad humana no un futuro a secon (li visién profética la abocaba ya a un futuro), xine un futuro dotado de un sentido ultimo. Un sentido til timo que no es la previsién de un happy end terreno (expresamente lo rechaza el Nuevo Testamento con sus perspectivas de juicio), sino un sentido ultimo en cuanto que, Dios mismo se mete en la perspectiva abierta de Ja esperanza de su criatura, y la muestra digna de Dios, conforme a Dios, como algo que no fluye a Ja nada y no es susceptible de desilusién. La naturaleza humana de Dios en Cristo tiene que res- tablecer una afinidad entre esta perspectiva de espe- ranza y la apertura de Dios. Mas todavia, ef acon- tecimiento tnico e incomparable de Cristo, que vive en su existencia de modo anticipado el fin de los tiem: pos (toma sobre sf los pecados del mundo, incluso los de las generaciones venideras), se abre, por lu Uae mada al seguimiento, a los demas hombres. lstox pure ticipan en la anticipacién vivida de Jestis, respandicn- do al Ilamamiento y tomando sobre si el futuro (la expectacién por Ja inminencia cronoldgica de los pri- meros discipulos fue una mala interpretacién), ya no estén ante el futuro como ante un abismo vacfo de posibilidades 0 como ante una utopia imposible: su plegaria por la venida del reino y del cumplimiento de la voluntad divina se ensambla, por el acontecimien- to de Cristo, con una responsabilidad prdctica, el re- querimiento de jugarse la cabeza por lo que se pide en la plegaria. Esta responsabilidad en orden al futu- to seria totalmente insoportable para meros hombres que hubieran de marchar al fin al mismo paso y en el mismo plano que el Hijo de Dios, y no (como los discipulos de Ematis) acompafiados e instruidos por el compaiiero de ruta, que como tal ha alcanzado el fin y cumplido al mismo tiempo toda la previsién pro- fética. Nunca se podré calcular la reciprocidad de estas di- 77 mensiones tempotales. Su interseccién enfrenta al cris- tiano con una forma de tiempo que le resulta incon- cebible a él mismo, porque, sin despojarlo de su va- Jor, da al tiempo humano una forma transparente a a la supratemporalidad trinitaria. El «éxodo» de la comunidad cristiana, su carécter de advenedizo en este mundo, es de otra naturaleza que el del pueblo judfo (y que el de su prolongacién en el utopismo moderno); pero es también de distinta naturaleza que el de los platdnicos, que, desde la regién del exilio, sienten la nostalgia de las ideas supramundanas, e incluso del de los budistas, para quienes el curso del tiempo es irreal en si mismo, porque la verdad intemporal todo lo transpinta. La inteligencia cristiana del tiempo esta siempre amenazada de ir a la deriva en ambas direc- ciones: ya en la direccién de un puro «hacia arriba» (porque «vosotros estdis muertos, vuestra vida estd es- condida con Cristo en Dios, y cuando Cristo, nues- tra vida, aparezca, apareceréis también vosotros con él en la gloria»: Col 3,3s), ya en la direccién a un puto «hacia adelante» («olvido lo que queda atrds»: Flp 3,13); «una esperanza que puede verse, no es esperanza» (Rom 8,24). La inteligencia cristiana del tiempo (pero ¢se enti de a si misma?) se abre hasta las extremas posibili- dades del budismo y puede dialogar con él; se abre asimismo hasta las extremas posibilidades del utopis- mo judfo y no tiene por qué asustatse de él. Pero frente a los dos surge la objecién basada en su irrea- lizacién ahora y aqui, en nombre del eje vertical de la encarnacién de Dios, que guarda toda su actualidad (en la Iglesia, en la palabra, en el sacramento, en la fe) e impide toda evasidén del tiempo (hacia arriba o hacia adelante). Por este eje permanece el cristiano clavado en el rigor de cualquier presente, esto le da su reposo, su realismo, pero también los dolores a sufrir que lo conforman con el Crucificado. Desde cual- quier situacién de «ahora» (santa Teresita de Lisieux) 78 se deja disponer sin evadirse por ilusiones y creyen- do en lo que se ha de hacer. No se forja una idea del tiempo, como tampoco se la forjé Cristo, quicn com- prendié lo humanamente imposible, pero trinitaria- mente posible, de implicar todo el futuro en su exis tencia finita. Quien pretende vivir seriamente en ctis- tiano, vive en un tiempo trinitariamente gobernado. El acontecimiento de Cristo, su muerte de cruz como su resurreccién a Dios, y la comunicacién de su Es- pfritu lo sellan; su contenido obliga a tanto que su caracter de dato (pasado), su ser (presente) y su deber (futuro) no dejan al cristiano tiempo para expresar su forma de tiempo de una manera refleja y concep- tual. Seguro es solamente que Ia muerte ha perdido su aguijén. Este aguijén lo conserva en el atopismo ju- dfo, en que el «adelante» profético ¢ histérico se pondrdé, acaso, al alcance de una generacidn futura, pero en el que yo, simple mortal, muerto en el pa- raiso terrenal, no participaré; lo conserva también en el platonismo, y en el budismo, el «arriba» idealista logrado tras la muerte no justifica su sinrazén y ab- surdidad, como tampoco justifica todo el discurso de la vida mortal a la muerte. Sdlo el cristiano puede dirigir los ojos a la muerte y a su terribilidad—ja- més habrd una muerte tan terrible como la de Cristo— sin renunciar a la esperanza para toda la humanidad (y para si mismo), porque todo su fracaso es asu- mido y supetado por el acontecimiento trinitario, en el que Dios entregé a su Hijo a la perdicién, para no dejar al hombre solo en su condicién de perdido. 79 9 LA COMUNION DE LOS SANTOS 1 «La comunidn de los santos» est4, en el sfmbolo apostélico, entre el «creo en el Espiritu Santo, la santa Iglesia catdlica» y el «creo en el perdén de los pe- cados, la resurrecci6n de la carne y la vida eterna». Como trazo esencial de unién, el Espiritu santo fun- damenta todo ello. Sin el Espiritu Santo no habria una Iglesia catélica. Jestis dejé al Espiritu la edifi- cacién y explotacién de su Iglesia, como se dejé tam- bién eucaristicamente al Espiritu, que, a partir de él como «cabeza», desatrolla su «cuerpo» como plenitud de Cristo. Si la comunién de los santos es la defini- cién més aproximativa de la Iglesia en su intimidad y misterio, viene a decirse que la comunidad de los que el Espiritu Santo ha santificado con la santidad de Jestis—éstos son les santos—es ante todo una co- munidad de agraciados que participan todos en comtin en algo que ni son ni podrian serlo jamds por si mis- mos. No se constituyen en la comunién de los santos, cuando la gracia los santifica, en razén de una comin naturaleza humana, en la que forman ya una comu- nidad; se constituyen expresamente en comunién de los santos por la comunidad establecida por el Espi- ritu (2 Cor 13,13), a base, naturalmente, de un Ila- mamiento del Padre a la comunidad de su Hijo Je- 81 sucristo (1 Cor 1,9), tal como se realiza de un modo especial en la comunién eucarfstica (1 Cor 10,16ss). Ahora bien, este agraciamiento comtn y creador de comunién, procedente de arriba, engendra por si mis- mo una comunidad horizontal y recfproca, el Espiritu Santo, que funda la comunién y la nutre ademds de miembro a miembro; en el mismo impulso se habla de «la consolacién del amor, de la comunidad de es- piritu, de entrafias de misericordia y compasién..., el mismo amor, ser undnimes en un solo pensar» (Flp 2,1s). La reflexién eclesial ha ido reflexionando du- rante siglos, cada vez més hondamente, sobre este se- gundo momento horizontal, sin disociarlo del otro, que es su raz permanente, momento que es digno de especial reflexidn, porque casi siempre se le pre- senta demasiado brevemente en las demas descripcio- nes y definiciones de la Iglesia. Hasta qué punto los «santos»—Ilos que toman en serio su condicién de santificados y tratan de ponerse en consonancia con el Dios unitrino—viven, obran, sufren en comunién, cabe barruntarlo a partir del prin- cipio que los compagina en la unidad de la comunién eclesial: la unidad del Dios trino, que se manifesté en la entrega de Cristo y que se administra en el Espiritu Santo. Esta unidad no es otra que la de la pura reciprocidad. Si hubieta una definicién de Dios, habrfa que acufiarla en estos términos: unidad como reciprocidad. Lo que, a falta de término mejor, desig- namos como «persona» divina, es el presupuesto para que en Dios se dé la pura reciprocidad. Estas «perso- nas» no se constituyen primariamente por un «ser- para-si>, que Juego, en segunda instancia, se abre al otto; lo que pudiéramos llamar su «ser para si», su autoconciencia, la comparten en comtin como un Dios tinico ¢ indivisible; pero de suerte que la unidad se integra (no con posterioridad, no aditiciamente) por la reciprocidad. No cabe entender al Padre sino en su autodonacién generadora al Hijo engendrado, ni al 82 Hijo sino en «ser-para-el Padre». La donacién de am- bos, a su vez, en intima reciprocidad, se designa cla- ramente en los escritos del Nuevo Testamento con el nombre de «Espftitu Santo», distinto del Padre y del Hijo, reciprocidad personificada en absoluto o consi- derada antonomasticamente como el don de Dios a los hombres. Si pensamos ahora en este don de Dios, que in- funde en el creyente la forma de la divina recipro- cidad, y fundamenta la esencia de la Iglesia y, por ende, la forma distintiva cristiana de la comunién, se ve claro que estamos ante una transformacién de las relaciones y coyunturas humanas. Los hombres, por cierto, constituyen unos y otros un todo fisico, cuyas secretas ramificaciones, desde lo material hasta lo ani- mico (lo que, por ejemplo, C. G. Jung ha pretendido definir como el inconsciente colectivo) son dificiles de perseguir y describir. Sea lo que fuere, lo esencial es que las cimas espirituales claras de 1a conciencia, donde cada hombre es el sujeto de una responsabili- dad libre y personal y donde adopta sus decisiones, son distintas entre si, de suerte que, gracias a esta distincién, pueden abrirse en didlogo mutuo. No por ello se niega que el momento dialdégico constituye a la persona particular y le ayuda a la plena posesién y uso de su libertad personal. Peto cabe Ilenar diver- samente la forma del didlogo: con contenidos cons- tructivos, neutrales y destructivos. La reciprocidad que se otorga graciosamente en la comunién de los santos, abre, en cambio, a cada uno, desde su punta personal, al otro. Y esto tanto mds cuanto mds profundamente se deja la persona creyente determinar, acoger y enajenar, por asi decirlo, por la forma divina de la reciprocidad. El que es décil a esta forma divina de enajenacién reciproca, el que tiene todo lo propio a disposicién, incluso lo més privado y lo menos compartible en apariencia, ése es el hombre de quien dispone el amor de Dios con verdad y efica- 83 Sad, cia en favor de los hermanos. Aqui es donde se in- jerta el concepto biblico de la fructuosidad. Este con- cepto sobrepasa (sin destruir un sentido limitado) las ideas de salario y de premio, que, desde luego, pre- suponen, como imdgenes del mundo laboral humano, el sistema de individuos limitados, las sobrepasa po- niendo de relieve Ja reciprocidad real de los «santos» (o sea, de los hombres que de verdad creen, espe- ran y aman). Cuanto mds «meritorio» sea el ser y el comportarse del hombre—y no se le despojar4 de su mérito—, tanto mds fecundo y fructuoso set4 pata la comunidad. Y esto no sdlo y ante todo por unos ac- tos determinados, como la plegaria o el sacrificio, sino por su actitud total, sus sentimientos y modos de pen- sar bdsicos, por su voluntad de entenderse a si mis- mo como un ser enajenado y presto a ser dado. Esta idiosincrasia, en la medida en que echa rafces desde Dios en el mundo de los hombres, los echa en la eucaristia del Hijo: él es, en su mentalidad eucarfs- tica, la vid, cuya feracidad se vierte toda entera so- bre los sarmientos. Y la mds préxima a esta menta- lidad se encuentra Marfa, que, con su palabra de es- clava, acata su total desapropiacién para ser el vaso del Espiritu Santo. Desde Origenes y hasta entrado el medioevo se aplicé a los as{ enajenados «anima ecclesiastica», almas de forma eclesidstica: almas dis- puestas a someterse a la forma de la reciprocidad, sin condiciones por cierto, de recibir, por ejemplo, tanto cuanto ellas den. 2 Lo tltimo que acabamos de decir muestra que la comunidn de Jos santos no puede ser un cfrculo ce- trado al estilo, por ejemplo, de quienes se intercam- bian los méritos como se componen los capitales para 84 \ hacerlos mds rentables. La comunién de los santos no puede ser sino un circulo abierto de quienes «dan sin contar», irradian sin ponerse a pensar cn los re- flejos de vuelta. Esto es el 4gape, caridad, y sélo esto, y asi se comunicéd Cristo en la cruz y en la eucaristfa. Y por eso no se han de poner limites de volumen y eficacia a este circulo abierto. Se hace miembro so- lamente quien estd dispuesto a perder. «Una virtud salié de ély (Mc 5,30; Le 6,19; 8,46), se dice cuan- do los milagros de Jestis. Y Jestis obra como quien no sabe a donde ha ido a parar dicha virtud. Claro, si se identifica la comunién de los santos con la «san- ta Iglesia catélica», habr4é que contar con muchos «aprovechados». Y Ja transicién entre el «perder» y el «ganar» es tan gradual que no se podré trazar una frontera precisa. ¢Quién, incluso entre los verdaderos santos, no se ha aprovechado del si de Maria? Ella es la madre fecunda y virginal por excelencia. Todos es- tamos bajo su manto. Y bajo este manto tienen otros sendos mantos menores y no saben a quiénes tienen debajo, pues hasta dénde alcanza la fecundidad de un santo es un misterio, al menos en la tierra. Y poco a poco Ilegan luego aquellos en quienes el pecado cre- ce, se hace preponderante y que, no obstante, difun- den sus dos gotas de sangre en Ja corriente universal. Quizé tomen més que lo que dan, pero no dejan de dar algo. El gravemente pecador es el que absorbe para si toda gracia, sin dar nada de su parte. Hay ademés toda una contracotriente, pero no cabe decir que triun- fe sobre el otro. Un miembro perezoso en el cuerpo de la Iglesia puede difundir mucho veneno en su de- rredor. El mal es contagioso. Y, con todo, no cabe decir que posea cierta especie de contrafructuosidad. Se limita solamente a impedir la verdadera fructuosidad. Sélo el bien, la generosidad da fruto, el mal es infruc- tuoso. Pero se sabe que el mal hace sufrir al bien y que el sufrimiento del bien es fructuosidad redo- blada. En Ia eucaristia Jestis vencié de antemano a 85 todos sus enemigos, incluso al ultimo, a Ia muerte. Por eso, el fin de la comunién de los santos no es propiamente la lucha comin contra el mal—al estilo en que una sociedad se propone un fin—, sino la irradiacién exclusiva del bien, y ni siquiera esto, por- que el bien irradia por si. El fin de la comunién de los santos es sencillisimamente Ia disponibilidad, el objetivo es ‘desasimiento de los propios objetivos, para que los fines y metas de Dios se cumplan a través de los suyos. 3 Est4 resonando la imagen de la circulacién sangui- nea. En la antigua imagen paulina del cuerpo de Cris- to, los muchos miembros crecen y viven compagina- dos en solicita reciprocidad. En esta imagen se com- penetran sin sisas la «santa Iglesia catdlica» y la «co- munidn de los santos». Pues el principio estructural de la insercién externa y visible de los miembros se junta aqui con el principio de la vitalidad orgdénica interna, proveniente de un cerebro que acttia invi siblemente: «todos ebrios del mismo Espiritu» (1 Cor 12,13). Y este Espiritu que circula por el orga- nismo, acarrea la mutua solicitud, no sélo «horizon- talmente», sino que (como lo recalca reiteradas veces santo Tomas de Aquino) hace amar més al todo que a sf mismo, que a la parte. Ahora bien, el todo en la Iglesia o en la comunidn de Ios santos, es Cristo, en quien habita Ia plenitud de la divinidad y que la difunde por todo el cuerpo mistico (Col 1,19; Ef 1,23). Cada miembro tiene asi de él su plenitud, el prin- cipio de la fructuosidad—«de su plenitud hemos re- cibido todos» (Jn 1,16)—y nadie puede comunicar de esta plenitud (horizontalmente) sin agradecérselo a la fuente (verticalmente). La fructuosidad es siempre 86 eucaristia y la eucaristia significa gratitud a In fuente, al «Padre de todas las luces», «de quien desciende todo don y todo regalo perfectos» (Sant 1,17). La vida que fluye por el organismo—como Espiritu Santo o como sangre eucatfstica, ambas son inseparables—es lo que a cada miembro confiere su forma y su fun- cién y lo relaciona, al mismo tiempo, con el todo. Nin- gtin miembro humano vive su vida propia por separa- do, sino que recibe su vitalidad de un todo superior para de nuevo servir al todo. Asi san Pablo, del plano orgdnico—saltando las leyes naturales y sociolégicas, regidas por leyes andlogas, pero distintas—puede pa- sar al plano de la Iglesia, donde lo vital se redobla sorprendentemente en lo pneumatico. Ahora bicn, el principio vital englobante no es aqui natural, sino sobrenatural. No hemos de solicitar la comparacién, ni exigirle més de lo que puede dar una imagen. E] correspondiente sobrenatural se pierde en lo inima- ginable, de suerte que a la Iglesia catdlica visible- mente organizada con sus funciones y carismas no puede identificdrsela con el cddigo que, invisible, rige la comunién de los santos. Un carisma se puede cons- tatar de varias formas; los efectos de la fecundidad espiritual, jamds. Acaso no haya verdad tan consoladora como la de saber que en la Iglesia hay una comunidn, un co- munismo de los santos. Pues esto viene a decir, por una parte, la abundancia de riquezas de las que tie- nen que participar los pobres. Por eso se le llama también el tesoro de la Iglesia. Es lo mismo que la incalculable fecundidad de los que se ponen a si mis- mos a la total disposicidn de Dios con todas sus co- sas en favor de los hermanos. Una virtud dimana de ellos; el amor no los perdona, sino que los parte y reparte inexorablemente (Rom 8,32): ¢quién sabe a quién debo una gracia en mi vida? Esta avenida que fluye sobre nosotros, nos hace pobres y humildes, pues nos da el sentimiento vivo de que sdlo la po- 87 demos tener con el Espiritu, con el que se distribuye, y experimentamos que recibimos mds que lo que da- mos y que, quizd al considerar y administrar como nuestro Io ajeno, estamos cometiendo un desfalco. Pero, por otra parte, esta verdad nos anima a no menospreciar la fructuosidad que Dios nos ha dado. En la vejez, en la enfermedad, en la prisién o en otros callejones sin salida de la existencia piensan al- gunos que ya no pueden dar nada més. Se tienen por indtiles a sus propios ojos y hasta pueden verse ten- tados a acabar sus vidas. Estos han de reflexionar que sdlo el pobre, precisamente el pobre, el que ha pet- dido 1a conciencia de los propios haberes, est4 en si- tuacién para hacer regalos. La viuda del gazofilacio dio més que otros: «Lo dio de su pobreza». Los po- bres de espiritu no sdlo ganan para si el reino de los cielos; lo abren también para los demds. Los pue- blos pobres son los mds conscientes de este misterio. «Incomprendida, abandonada por su marido, sepul- té6 a sus seis hijos, pero sin detrimento de su servi- cialidad; extrafia a sus hermanas y cufiadas, una per- sona ridicula, lo bastante necia para trabajar por los demés sin pago, nada tenia ahorrado al fin de sus dias. Una cabra blanca y sucia, un gato tullido, unos go- meros... Todos hemos vivido junto a ella y no hemos com- prendido que era aquella persona justa y recta sin la - que, segiin el proverbio, ninguna aldea puede vivir. Y ninguna ciudad. Y tampoco nuestro gran pais». (Solschenyzyn: El patio de Matrjonas.) 88 10 EL PRINCIPIO MARIANO 1 Karl Barth, asiduo oyente en sus Ultimos afios de los sermones dominicales radiados por los catdlicos, comprobaba cierto dia con sa cei6n que nunea ha- bia oido un sermén sobre Marfa. «Por tanto, también entre vosotros se anda sin ella», decfa con un pun- tillo de bonachona malicia. gQué responder, sin des- aprobar a la propia gente? ¢Tdctica ecuménica? (pero no buena). ¢Vuelta a la Escritura? (Pero la Escri- tura a los ojos de la Iglesia estd llena de referencias al papel de Ia mujer en la creacién y en la redencidn.) cEmpalme con el tiltimo concilio? (Pero en el ultimo concilio la doctrina sobre la Iglesia culmina en una mariologia.) O ¢el respeto humano o el prurito de no parecer rettégrado, ajeno a los ultimisimos gritos del progreso teolégico? Sea lo que sea, el lema de la «evolucién del dogma» (a la que est4 sometida, sin duda, la mariologia como florén primoroso) est4 poniéndose hoy en tela de jui- cio bajo muchos aspectos; hace tiempo que tratamos de evitar lo mds posible la multiplicacién de los «dog- mas», de no formularlos entresacdndolos de la reve- lacién confiada a la Iglesia, y de contentarnos con re- flexionar sobre la estructuta fundamental, sobre el 89 «prototipo fontal» de dicha revelacién, que ni puede envejecer ni evolucionar en estricto sentido—pues acompafia como verdad y amor eterno al devenir tem- poral—a fin de estar siempre prdéximos al aconteci- miento divino de los origenes. Ahora bien, el papel de la mujer en la gesta salvifica de Dios, que empieza en la cteacién, se desarrolla en el Antiguo Testamento, adquiere su sentido definitivo en el Nuevo, prosigue en la historia de la Iglesia y del mundo y se anti- cipa misteriosamente al fin de las visiones del Apo- calipsis, entra en los esquemas arquetipicos de la re- velacién. Antes de ponernos a reflexionar sobre este princi- pio mariano, una advertencia: la Iglesia paga hoy amargamente muchas de las faltas que ha cometido en su larga historia, por abreviaciones y unilateralis- mos gue, con frecuencia, penetran insensiblemente, pero prefiados de consecuencias. En el sector de la mariologia cualquiera puede recordar los arriesgados desplazamientos de acentos, no sélo en la «piedad po- pular», que muchas veces toma mds a Marfa que a su Hijo como mediador entre el Padre—segiin lo de- muestra una iconografia profusa, una topograffa no menos clara de los lugares de peregrinacién y el mer- cado de los devocionarios—, sino también en la teo- logia cientifica, que—en innumerables libros v revis- tas especializadas, en congresos y reuniones sin cuento, sobre todo en los paises latinos—ha dedicado una bue- na parte de su actividad y sigue todavia, en parte, de- dicdndola a los privilegios de la Madre de Dios. Ante toda agitacién teoldégica sentimos un malestar y es pre- ciso hacer constar con firmeza que toda ella tiene me- nos que ver con la tradicién catélica universal que con una iniciativa de cufio eminentemente moderno. Lo que afecta a la mariologia, en conjunto, hay que afirmarlo decididamente. Hay, en efecto, desde los co- mienzos de la reflexién teoldgica y a través de todo un milenio, una doctrina mariolégica que se presenta 90 como un trozo ineludible de la doctrina cristiana y que (sobre todo en Occidente) no estuvo vinculada a formas de devocidn subjetivas y segregadas. Que Ma- ria es theotocos, la que pare a Dios, es ante todo un dogma soteriolégico y caritolégico. Que fue vir- gen pata ser madre de Cristo—sencillamente afirma- do conforme al testimonio de la Escritura—, en la reflexidp eclesial es un dogma de la teologia de la alianza y, por ende, de la doctrina del pueblo de Dios. Y el dogma de la asuncién corporal de Marfa a los cielos, bien entendido, es un trozo de la doctrina uni- versal cristiana sobre los novisimos. Y tras esto, dos palabras mds. Es un hecho esencial que la mariologia haya subsistido dogmdticamente en la Iglesia occidental por mas de un milenio—desde san Ireneo hasta san Bernardo y san Anselmo, pa- sando por san Agustin—, sin que hubiera pululado en excrescencias subjetivas, cuyos unilateralismos son de Jamentar y para involucionar. Pero, por otra par- te, no es extrafio, sino normal que a una persona, que, en el plan de Ja redencién, ocupa una posicién tan extraordinaria como Maria, no se le privara a Ia lat- ga de la veneracién correspondiente a su funcién ob- jetiva, por el mero hecho de que, con dicha venera- ciédn, se honta convenientemente al dador de Ia dig- nidad, al Dios de Ja gracia. El segundo perfodo de la teologia mariana, que comienza mds o menos con san Bernardo y se caracteriza por una potenciada devo- cién a Maria, conserva también, en conjunto, su le- gitimidad, torn4ndose sospechosa sélo donde se aisla a Maria del contexto teoldgico de Ia salvacién y se le pone en concurrencia con la misién salvadora del Hijo de Dios. Este peligro lo ha conjurado suficientemente la constitucién sobre la Iglesia del concilio Vatica- no II, situando a la matiologia en el capitulo final de Ja doctrina eclesioldgica y volviéndola a integrar en el conjunto de la verdad salvifica. En estos considerandos previos hemos de dar to- 91 davia un paso més y preguntarnos—por cierto, tam- bién han de hacerlo nuestros hermanos protestantes—, si, a través de estos dos mil afios, hemos situado tam- bién y siempre la cristologia en su debido y justo lu- gar, o sea, en el lugar que Jestis mismo ocupé al ofrecerse como camino al Padre, que no puede reco- rrerse sino en el Espiritu Santo. ¢No hemos practi- cado, con frecuencia, un culto de Cristo aislado, algo asi como una mariologia desgajada? gNo nos hemos estancado en el hombre Jestis como en un grandioso modelo de la humanidad, como en el «hermano ma- yor», «el amigo de las almas», el alimento eucaristi- co, etc., en vez de concebirlo como quiso que se le entendiera: como la demostracién palpable del amor del Padre, como Ia palabra factica de la reconciliacién del Padre con nosotros, de ese Padre que debe ser nuestto tltimo Ti y al que nos conduce el Hijo como camino? Toda la mariologfa ha de estar eclesial y cris- toldgicamente encauzada, peto la ctistologia debe es- tarlo trinitariamente. Por no haberlo meditado sufi- cientemente, pagamos hoy tanto plato roto: la unidad viviente de Cristo se nos desmorona en la pura huma- nidad de Jestis y el mensaje de Ja reconciliacién, por él predicado (kerygma), ya no se identifica con él. 2 Dejemos, por ahora, a un lado lo problematico de una devocién mariana, aislada y subjetiva, para cen- trarnos sobre Ja cuestién del momento objetivo de la Mariologia, integrada en la historia de Ia salvacidn. Esta historia comienza en la primera pagina del Gé- nesis, donde Dios ctea al hombre a su imagen, y le ctea a imagen como varén y hembra. El hombre no existe sino en Ia oposicién de los sexos, en la refe- rencia recfproca de las dos formas de ser hombre, 92 su alianza se menciona en conexién inmediata con el caracter de imagen divina, propio del hombre—lo que lo distingue de todas las criaturas anteriormente crea- das—. Cuanto mas claramente resalta lo oposicional, tanto mds fuertemente se manifiesta la referencia, la relacionalidad, las abrazaderas del amor. Asi lo es ya en el mismo Dios: la oposicién irreductible de las relacioneg pagerna, filial y espiritual y de su mutuo compottamiento funda la unidad del ser y la igualdad de rango de las relaciones «personales». Si mas tarde podr4 san Pablo (Ef 5) IMamar grande al misterio del hombre y de la mujer, en referencia a la espon- sabilidad y a la unidad «en una sola carne» de Cristo y de la Iglesia, se ve claramente la unidad de los ca- minos de Dios: a pattir de la primera forma del hom- bre en la creacién, se prepara de forma definitiva de Jas relaciones entre Dios y el hombre: no se andard sin la mujer, ni en Ja encarnacién de Dios (pues el hombre no existe sino como varén y hembra), ni en las definitivas relaciones entre el Dios trino y el hom- bre, que consumardén y perfeccionar4n la referencia masculino-femenina. Segtin Ja narracién figurada de la creacién, tan pletérica de hondo simbolismo, Eva ptocede de la costilla de Addn y es su ayuda y com- pafiera, sin la que quedarfa inacabado en el reino animal. Sdlo en ella puede ser lo que es, varén ha- cedor y generador. La mujer es, por eso, segtin san Pablo, la doxa, la «gloria» del varén, cuya gloria de hacedor y generador proviene, a su vez, no de él, sino de Dios. Dentro de Ja igualdad en cuanto al valor de las personas y de las funciones sexuales (Eva es tan criatura de Dios como Adan), hay un «orden» en lo sexual: anticipacién de un orden totalmente otro, vero andlogo, que habr4 entre el nuevo Adin y Ia nueva Eva. Entre el anticipo y su realizacién, media el pueblo de Israel: la «esposa» elegida por el divino Sefior de la alianza, que, sin embargo, por ser pura criatura, ha de conservar la conciencia de su condicién 93 de esclava del Sefior. Israel tenfa que mantenetse to- talmente fiel a Dios, ser virgen, sdlo para él; pero sera infiel y se le reprochar4é a menudo ser una fa- mera. El Cantar de los Cantates es una isla en el Antiguo Testamento: un ideal nunca realizado en la historia de la salvacién, un ideal que se convertird en el nticleo intimo del pensamiento de la historia enteta de la salvacién en la teologia del Nuevo Tes- tamento, cuando, un dia, una esposa sin mancha co- rresponda, con toda la gravedad histérica, a la idflica Sunamitis. 3 Para que Ja Palabra (veterotestamentaria) pueda ha- cerse hombre, Ja «ayuda» y compafiera ha de depo- ner un testimonio, no de una fe vaga, sino tal que esté, a su vez, plenamente encarnada; que abarque cuerpo, alma y espiritu, haciéndolos disponibles, como. un recipiente, para la Palabra de Dios. Que el cuet- po pueda también «creer», es la novedad en los um- brales de Ja alianza definitiva. No lo hace el hombre a partir de sus propias fuerzas, sino que se lo otorga Ja gracia de Dios (en la redencién previa de la mu- jet), a fin de sefialar, en Ia sucesién de las genera- ciones desde Addn, el nuevo y perfecto comienzo. Por eso tiene José que estar a un lado y tiene que entrar, a su vez, el divino esposo de Israel en el acon- tecimiento de la encarnacién. La palabra de Dios que, desde tiempos, estaba viniendo de Dios y, por fin, se incorpora en Jestis hombre, quedarfa oscurecida, en su ser y aparecer, si este hombre tuviera dos padres, si tuviera que estar agradecido a los dos, al que esta en los cielos y al que lo tiene en la tierra. No serfa ya el Hijo, que, como tal, se identifica con la Palabra. Para pensar la virginidad de Maria es preciso no dar un paso fuera de la Biblia (hacia los mitos he- 94 lenistas de los dioses); todo esta dispuesto a pattir del Antiguo Testamento para esta ultima y delirante etapa. Desde Sara hasta Isabel, Dios fecunda mila- grosamente (por la intervencién de varones de cuerpo parcialmente muerto) unas entrafias estériles; el paso ultimo y consumante se lo reserva para sf, a su Espi- ritu Santo. No es un tratamiento magico, sin ante- cedentes, sino que todo el proceso gira en totno al eje misnto dé la teologia veterotestamentaria de la alianza y la rebasa, disparandose a la teologia de la Iglesia como esposa visible y corporeizada de Dios, en cuyo virginal seno el Hijo de Dios quiere seguir en- carndndose constantemente (en el sacramento y en la predicacién). Por esta razén, los Padres de la Iglesia han abundado ricamente en el paralelismo de Maria y In Iple en un principio entienden a Matia més bien como sfmbolo de la Iglesia y luego, en cambio, mds bien como su raiz mds honda, como su niicleo més intimo, como el lugar céntrico de la comunidad eclesial, donde, por la gracia de Dios, se puede real- mente lo que todos nosotros, pecadores, no podemos, pero que tenia que podetse, si la Iglesia habia de ser mds que una segunda Sinagoga. Y tiene que ser- lo, si realmente ocurrid la encarnacidn. E! hijo sale siempre a la madre. La madre Maria no quiso set sino la «esclava del Sefior». El hijo, aun- que maestto y sefior, no quiso ser entre nosotros sino un servidor. Frente al Padre se pone de nuestro lado, de los hombres y, por lo mismo, de los cria- dos. Carga, ademds, sobre sus hombtos, como el sier- vo de Dios, todas las culpas del mundo. ¢Cémo no iba a estar con él, al pie de la ctuz, la «ayuda» y compaiiera, la madre y la esposa, el prototipo de la Teglesia, atravesada por la espada? Si; ¢cémo la defi- nitiva Eva no iba a desempefiar su papel femenino y asumir los dolores de parto de la primera hasta el fin del mundo, transformdndolo en el principio fe- menino supratemporal, Marfa-Iglesia, al que el vi- 95 dente del Apocalipsis ve sumido en ayes de dolor, en ayes de parto por dar a luz a los hijos de Dios hasta la consumacién? No podemos explicar aqui todo esto, baste con in- dicarlo. Pero una cosa nos queda todavia por men- cionar—como contraprueba, por asi decirlo—. Allf donde el misterio de la marianidad de la Iglesia se oscurece, el ctistianismo tiende a la unisexualidad (ho- mosexualidad), a hacerse exclusivamente viril. Ahora bien, la direccién de Ia Iglesia estuvo desde un prin- cipio reservada a los varones, y no podra decirse que a este respecto han conjugado los condicionamientos histéricos—del judaismo y del helenismo—. Pero tam- poco se negar4 que en el caso ha quedado expresado aquel orden sexual permanente, que no afecta, desde luego, a Ia igualdad del hombre y de la mujer en cuan- to al valor como personas y al rango de sus funcio- nes sexuales oposicionales. No es una sorptesa que esta igualdad no haya podido infiltrarse, sino con la lentitud histdrica, en la conciencia cristiana ( jcudntos prejuicios a vencer!) y esta igualdad cobra precisa- mente actualidad por el hecho de que, mediante una eclesiologia de inspiraci6n mariana, se podria infligir al momento jeraérquico una saludable relativizacién. ¢Que esta tremenda tensién ceda por desalojar de su puesto a la mariologia? ¢Que la mujer, arrastrada por el carro de la democratizacién, asuma oficios je- rarquicos en la Iglesia? Pero con ello no hariamos sino salir del chatco para caer en el rio. La Iglesia posconciliar ha sufrido grandes pérdidas en sus ras- gos misticos. Se ha convertido en una Iglesia de constantes charlas, organizaciones, consejos, congresos, sinodos, comisiones, academias, partidos, grupos de presién, funciones, estructuras y cambios de estruc- turas, experiencias socioldgicas, estadisticas: una Igle- sia de varones como jamds, por no decir una cria- tura asexual, donde la mujer Ilegard hasta donde esté dispuesta a llegar y a dejar de set lo que es. 96 En la teologia evolucionista se pensd ya en utilizar las energias eréticas para el desarrollo del mundo; si hay algo realmente viril, es este empefio de reducir- lo todo a la categoria de medios y fines. El juego del amor sexual tiene, si, sentido, pero rebasa los fi- nes; el juego de los nifios tiene sentido, pero no pretende conseguir unos fines. El gran arte tiene sen- tido, pero no un fin. Las energfas del amor no son para mover thrbinas, y mucho menos lo son las de la catidad reciptoca de Cristo y la Iglesia. gQué de- cir de la «teologfa politica» y del «catolicismo criti- co»? Son unos modelos a discutir entre profesores de tcologfa y estudiantes antirrepresivos, diffcilmente a digerir para una comunidad que consta de nifios, mu- jeres, ancianos, enfermos, y no sdlo de jévenes ro- hustos, cuyas tareas son, sin duda, mds importantes que mantener una «reserva escatoldgica» frente a las formas de Estado. Tales invenciones, abstractas y tf- picamente varoniles, ¢gno habfan de dominar el cam- po de la Iglesia, una vez ha sido relegada su femini- dad fntima, su marianidad? 4 Lo mariano gobierna ocultamente a la Iglesia, como gobierna la mujer en casa. Pero la mujer no es un principio abstracto, sino una persona concreta, de la que irradia su personal atmésfera femenina. Es la razén por la que el segundo periodo de la teologia mariana, que puso de relieve el principio teolégico de lo personal, no fue un extravio a secas. Es esen- cial que el auténtico espfritu de Marfa irradid el es- piritu de Ja esclavitud, de la servicialidad, del retiro, de Ia entrega, de «ser-para-otro». Nadie ambiciona me- nos que Marfa los privilegios personales; ella, la ma- 97 dre de Cristo, no se alegra de ellos sino en cuanto benefician en la Iglesia a todos sus hijos. Es, pues, preciso volver a meditar sobre este es- piritu mariano y situar en él todos los privilegios de Maria. ¢Por qué Marfa es «concebida sin mancha»? Porque alguien, haciendo Jas veces del género hu- mano (como dice santo Tomés de Aquino), tenia que dar el si pleno e integro de Israel a Dios, a fin de que la palabra de Dios encontrara lugar don- de posar en la tierra al encarnatse. Marfa lo dijo con toda pureza por todos nosotros, a fin de que tam- bién nosotros seamos, por el seguimiento, los herma- nos, hermanas y madres de Jestis, que cumplen la voluntad del Padre. Y gpor qué habia de ser Maria virgen para concebir al Hijo del Padre, virgen real e histéricamente, no sdlo teolégica y simbdlicamente, como lo pretenden hoy algunos exegetas, con una dis- tincién que lo echa todo abajo? Cierto, también por- que, como hemos ya dicho, se trata de poner de re- lieve en la gesta salvadora de Dios el nuevo comien- 20, el comienzo por antonomasia, al que corresponde el comienzo en Adén. Pero no menos porque cada hombre, que concibe la fe en su alma, o sea, la pa- labra viva de Dios, tiene que ponerse sin resetvas a su disposicién, como ser psicosomatico, presto a testimoniarla en su vida corporal y a morir, dado el caso, por ella. Y ¢por qué Maria, después de su muerte, es asun- ta corporalmente a los cielos, anticipando Ia resurrec- cién de los muertos? Porque también esta vez nos marca de antemano el lugar real a donde aspiramos, la salvacién real de todo nuestro ser espiritual y ma- terial; conviene, en efecto, que no sdlo el Esposo, sino también la esposa, la Jerusalén celeste, se ha- len realmente, y no sélo «idealmente» en Ia salva- cién lograda en la cruz, y que el festin de las bodas escatoldgicas, del que habla el Apocalipsis, no sea sobresefdo a un futuro lejano, sino que comience ya OR misteriosamente en el presente. La «ciudad celeste» a la que aspiramos, existe no sdlo utdépicamente en el espiritu, sino corporalmente en Dios, y no sdélo «virilmente» (en Cristo), sino de modo plenamente humano, o sea, viril y femeninamente. El cristianismo sin la mariologia corre el riesgo de deshumanizarse. La Iglesia se aliena en la funcio- nalidad, ,en Ja exterioridad, en una agitacién tisica sin punto de apoyo, en un plano a ras de tierra. Y como en este mundo supercivilizado se desencadenan nuevas y nuevas ideologias, todo se torna polémico, amargo, sin humor y, a la postre, aburrido. Y los hombres escapan en masa de semejante Iglesia. En la cruz articulé el Hijo a su madre en la Igle- sia de los Apéstoles. Ese es desde entonces su lu- gar. Su maternidad virginal gobierna calladamente todo el recinto, le confiere la luz que alumbra, calien- ta y alberga. Su manto convierte a la Iglesia en man- to protector. No necesita de gestos espectaculares, para que nosotros miremos al Hijo y no a ella. Su esclavitud lo revela. Y asi puede mostrar también a los Apéstoles y a sus sucesores cémo se puede ser a un tiempo presencia eficacisima y servicio entera- mente callado y oculto. Pues la Iglesia estaba ya en oe antes de que los varones se vieran investidos de oficio. 99 i LA TRADICION El moribundo que se despide de sus hijos les re- parte sus bienes, les da las ultimas recomendacio- nes, pone asi limites al campo de su actividad, al mismo tiempo que, por encima de los limites, arro- ja su existencia condensada a los supervivientes: no sdlo los objetos han de servirles de recuerdo, sino que su espfritu ha de mantenerse vivo entre ellos por el testamento. Los ’ultima verba’ se cargan con todo el peso de lo definitivo de la muerte y esto les con- fiere un derecho a la supervivencia. La literatura po- pular ha explotado constantemente este elemento pa- tético en todas las situaciones: asi el Antiguo Testa- mento (Jacob, Moisés, Josué, Samuel, David, Mata- tias; todo el Deuteronomio se redacta en forma de un discurso de despedida del legislador, teniendo por centro el «mandamiento principal»); asf también, en mil vatiadas formas, el judaismo tardio, sobre todo en los «Testamentos de los Doce Patriarcas», en los que cada pattiarca transmite a su respectiva tribu su propio carisma; asf también el Nuevo Testamento, en que san Pablo (en el discurso de Mileto y en las cartas Pastorales) y san Pedro (en la carta segunda) toman la actitud del testador. El caso desbordante, comparable e incomparable a una, es el del discurso de despedida de Jestis, mas 101 sucinto en san Lucas (antes de la Pasién y, de nue- vo, antes de la ascensidn a los cielos), y ampliamente glosado por san Juan, en el que, de entrada, se tensa al méximo la atmésfera por la situacién de despe- dida y de la entrega de Jestis hasta la muerte. «An- tes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jestis que ha- bia Hegado Ia hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a Jos suyos que estaban en el mun- do, los amé hasta el fin. Y durante la cena, cuando ya el diablo habia metido en el corazén de Judas Iscariote, hijo de Simédn, la traicién, sabiendo Jestis que el Padre le habia entregado todas las cosas en sus manos, y que de Dios salié y a Dios iba, se le- yanté de la mesa...». Y sigue el lavatorio de los pies y su doble explicacién: la inimitable humillacién de Jess, sefior y maestro, y el mandato a los discipu- los de hacerse mutuamente lo mismo; fuego, la do- nacién eucaristica (precisamente a Judas) y el gran discurso, que es como su exégesis; y, finalmente, la plegaria de despedida, que expresa el sentido cabal de la existencia de Jestis como en un lagar y lo lega en el platillo oscilante de un didlogo trinitario de la comunidad de los discfpulos y del mundo. La forma comin de los testamentos se convierte aqui en singularisima: en la entrega libre del Hijo eterno—entregado amorosamente por el Padre al mun- do, que le corresponde con Ia traicién por Judas, pro- totipo de pecador—a una muerte definitiva, que, como tal, comunica al mundo fa vida definitiva en la euca- tistia y en la Palabra eternamente difusiva. La situa- cién es tan extrema que nada podrd superarla: la Igle- sia, por la celebracién eucaristica «en su memoria», puede, de modo constante y siempre nuevo, entrar en esta situacién («y anunciar—en ella—la muerte del Sefior hasta que vuelva»: 1 Cor 11,26), y comenzar de nuevo, en Ia misma fuente y origen, a base del espiritu de la tradicién testamentaria. La Iglesia re- cibe siempre de primera mano el cuerpo enttegado y 102 la sangre vertida y recibe al mismo tiempo que al que se da, la significacién de la donacién: su cardcter de tinico e incomparable una vez por todas, a partir del cual serd practicable y, pot ende, inteligible en los tiempos venidetos la misién encomendada. Que esta realidad cualitativamente insuperable —d¢qué mds podfa darnos Dios una vez que entregd a su hijo gor la vida del mundo?—se fijara posterior- mente en moldes esctitos, por atencién a la condi- cién humana, es conforme a sentido. Pero la norma decisiva es lo objetivamente insuperable del gesto tes- tamentario, no su fijacién testifical por escrito. El cris- tianismo no se yergue sobre un libro, sino en la auto- donacién definitiva de Dios a los hombres en Cristo. La historia profana, en su incesante fluir, se va alejando de los origenes. Los orfgenes significativos hay que repescarlos siempre a contracorriente, si no se quieren olvidar. El tiempo de la Iglesia es dis- tinto que el de la historia profana. Es un tiempo posibilitado y dominado por la presencia de los ori- genes que vivamente le acompafian: «He aqui gue estaré con vosotros todos los dias hasta ¢l fin del mun- do». Quien lo dice, expresa la decisién tltima de Dios, pues él mismo es esa decisién: definitiva, fallada so- bre toda la historia, jamd4s superable. Esta decision es una presencia, que no sdélo acompafia desde arri- ba, desde una intemporalidad, sino que se nos da eucaristicamente en cada momento del tiempo. Y que la eucaristia del Moribundo comunica realmente su cuerpo a los tiempos, lo muestra la infusién gracio- sa del Espiritu Santo por el Padre y el Hijo a tra- vés del Resucitado en la Iglesia y en todos sus miem- bros vivos. El venero no est4 soterrado exclusiva mente en un comienzo histérico, ni en un puro «arri- ba» intemporal, sino que concurre también con el tiempo, fluye realmente omnipresente a la historia: la eucaristia est4 siempre aconteciendo (1 Tes 3,13ss), siempre la Iglesia, que de la corporeidad de Cristo se 103 convierte en cuerpo de Cristo, participa en el destino de su cabeza y completa en sus sufrimientos lo que los miembros pueden y deben sufrir (Col 1,24). Por eso tampoco la Escritura es lo que parece ser a los ojos terrenos, un documento que asienta v se sienta sin espetanzas en un momento dado de la evo- Iucién histérica, sino un testimonio dado a la Iglesia (que cree, espera y sufre con su Sefior) de su presen- cia real y espiritual en su marcha por la historia, un documento que, por lo mismo, posee incondicional- mente las propiedades de una actualidad, de una ac- cesibilidad, de wna fuerza luminosa y de un poder de consolacién siempre perennes. El Espiritu tiene pre- ponderancia sobre la letra, la inmediata inteligencia prima sobre la necesidad de interpretacidn, la Biblia no deja de ser la palabra para los pobres de espfritu. Su carécter espiritual se ve ya en el hecho de que la imagen de Jestis se nos comunica (a ttavés de los cuatro Evangelios) en una perspectiva de tal relieve que su reduccién a dos dimensiones (una fotografia) jamas ha dado resultado. El trabajo que hoy se realiza mds encarnizadamen- te que nunca sobre este documento, es indispensa- ble, porque, a la verdad, se trata de una criatura histérica y sumamente compleja, que pretende depo- ner testimonio en pto de la cosa més extrema, de lo que es insuperable. Es, ademds, un trabajo muy fruc- tuoso, porque el descubrimiento de los contextos li- terarios e histéricos, de las sucesivas etapas redaccio- nales y de las ideas traspuestas aqui y allf con re- novados matices, hace que el texto nos hable y se nos abra de una manera hasta ahora jamds conocida. Este trabajo hay que proseguirlo y hacerlo fecundo para la fe de Ja Iglesia. La fe de la primitiva iglesia—sus- tancialmente idéntica a la de hoy—es la que plasmé ese documento y le dio su forma; no serfa, pues, cri- tico que, durante la investigacién, se prescindiera de ella. Esa fe es la respuesta escatolégica adecuada al 104 testamento escatoldgico de Dios: ambos a una salen o dejan de salir a luz, ambos a una son tan actuales entonces como hoy, o jamds han tenido la actuali- dad que reclaman. Por esta raz6n resulta imposible atenerse a la vali- dez del testimonio primitivo escrito (y considerar todo lo posterior como una desviacién), sin atenerse a la vez a la,validez omnitemporal de Jo testimoniado, a que responde el testimonio vivo de la fe, pues, en caso contrario, todo deriva a lo irreal: sdlo el docu- mento escrito contiene el peso de la realidad escato- légica, a los instrumentos auténticos, conservados en sagrados escrifios, y, por ende, al tenor literal, se ajusta la realidad histética y en ellos se comprueba ficilmente. Pero tampoco se va a presuponer sin en la fe actual su autenticidad y se puede dejar de lado por cosa de poca monta la orientacién de esta fe en la realidad atestiguada en el documento; semejante fe seria necesariamente abstracta, o sea, des- gajada de la gesta salvadora, concreta y escatoldgica, de Dios, que solamente conserva importancia para nuestro presente como encarnada en Jestis, sellada en su muerte y resurreccidn. Si, por tanto, se eli- mina del testimonio biblico estrato a estrato, como las capas de una cebolla, por su condicionamiento temporal, para avanzar a un miicleo «supratemporal- mente» subsistente (desmitologizar), entonces se ha entendido ciertamente af modo en que no se ha de entender. La sintesis central, que constituye el cogo- llo de todo el testimonio neotestamentario, se desloma por el andlisis de ese producto hibrido, derivado de ilfcitas conjunciones y transposiciones, cuya verdad histérica se basa, a los ojos de 1a razén critica, tini- camente en la amalgama de elementos anteriores. Estas dos posiciones—identificacién practica del acontecimiento escatolégico testimoniado con el docu- mento histérico que lo atestigua, ¢ identificacién prac- tica de la fe actual con el acontecimiento escatolégico 105 a expensas del documento—se hallan en mutua pug- na; pero ambas ignoran que todo se basa en Ia co- municacién (tradicidn) siempre actual de lo supremo que Dios es y tiene, a nosotros, que, a través de to- dos los tiempos, persistimos en el mismo acogimiento del mismo regalo. Y seguimos alcanzando esta fe en la tradici6n eclesidstica, que para mantenerse sana, concreta, sin palidecer, conforme a su origen, tiene que ajustarse constantemente al testimonio del ori- gen. En la cadena de Ia tradicién todos cuantos re- ciben y responden, han de preguntarse mutuamente y en provecho teciproco si acogen el regalo de Dios en su maximalidad y corresponden sabiamente, si al comer y al beber «distinguen el cuerpo del Sefior», pues, si no—soltdndose de la cadena y metidos a sa- bihondos—, en lugar de la salvacién, pueden comer y beber Ia condenacidn. «Por eso hay entre vosotros muchos débiles y enfermos y se adormilan muchos» (1 Cot 11,30). La historia es también para la Iglesia una marcha viva. Pero no una marcha que se aleja del origen. En todo desarrollo histérico intramundano se experi- menta una pérdida de Jozania, un envejecimiento. En cuanto Ia Iglesia anda un verdadero camino histérico, estd sujeta a esta misma ley: ningtn estadio alcanza- do es absoluto, lo que se deforma hay que reformarlo conforme al origen, y el permanente conato por res- ponder al origen entra positivamente, como [a mar- cha misma, en el fendmeno de su tradicién viva. Aho- ra bien, la marcha es una mudanza, petro la matcha en fa fe es avanzar en el seno de Ia mudanza produ- cida por Dios una vez por todas, que es la gesta de Dios: en la mudanza de la muerte en la vida, que nos est4 siempre ocultamente presente en la transustan- ciacién eucaristica. Se ve asf que «la Escritura y Ja tradicién» no son dos principios que puedan contraponerse, sino dos aspectos de un acontecimiento mayor que no lo pue- 106 den agotar, un acontecimiento que es por esencia his- téricamente tinico e incomparable y (desde entonces) histéricamente siempre actual y reiterable. Unico e in- comparable: en el acontecimiento de Cristo se en- cierra toda la plenitud de Ja comunicacién de Dios. No hay desarrollo 0 evolucién ni més allé ni fuera de esta plenitud. Siempre actual y reiterable: la pre- sencializacién* siempre nueva de esta plenitud en la Iglesia, en su fe, oracién y victorias ocultas, es una propiedad intrinseca del ser y hacer de Cristo. No hay cabeza sin cuerpo. No hay hijo sin madre. No hay esposa sin esposo. La Iglesia y su historia son «la plenitud de Aquel que es todo en todas las co- sas» (Ef 1,23), y sin esta plenitud colmada tampoco se daria el Consumador. 2 Cémo procede en concreto la historia de la Igle- sia, podemos verlo, a titulo de punto de partida, en los Hechos de los Apéstoles, que constituyen un co- mienzo; lo podemos ver en las cartas de los Apés- toles, que—en medio de la problematica de las diver- sas comunidades, donde hay mucho que fustigar y corregir—transparentan el principio de la unidad viva de Cristo y de la Iglesia en el comin Espiritu Santo. Subrayemos tres puntos. a) El misterio de la encarnacién de Dios en Cris- to, de su Pasién por el mundo entero, de su vic- toria en el retorno al Padre, es tan inagotable que llama incesantemente a la reconsideracién, a la re- iflexién, a nueva investigacidn, tratando, en la medi- da de lo posible, de formularlo con mayor precisién. Cuando claramente se da un ttaspiés, sea a la dere- cha, sea a Ja izquierda, las formulas normativas han de sefialar el camino medio, por donde se mantiene 107 intacto el mistetio. Tal es el sentido de las «defi- niciones extensivas», que profieren los primeros con- cilios ecuménicos. Es, ademés, muy puesto en razén que, desde el trasfondo de la accién histérica de Dios en el Antiguo Testamento, que concurre concéntrica- mente a Jesucristo, se intente, por una labor teoldgico- dogmatica, esclarecer las facetas de la verdad divina concentrada en las guias neotestamentarias. Estos des- attollos estarén sujetos, por cierto, a los condiciona- mientos temporales, pero en cuanto se atienen a lo esencial, actualizan también lo esencial y perenne, que ha de acompafiarnos en Ja ulterior marcha. La teolo- gia de los Santos Padres y de los Escoldsticos no pue- de medirse tinicamente por las afirmaciones explicitas de Ia Sagrada Escritura, y los desarrollos no hay que tirarlos en el camino como ajfiadiduras innecesarias, e incluso perjudiciales. Esto seria como medir al jo- ven por el nifio, al tallo creciente con la semilla. Sélo quien desconozca la gran tradicién, o la conozca su- perficialmente (y esto es desconocerla), la juzgue por slogans, sin haberse dejado jamd4s dominar por su ple- nitud teolégica, juzgar4 la Escritura contra la tra- dicién. Ciettamente se ha de tener siempre ante los ojos todo el discurso histérico: junto a Ireneo hay que ver a Origenes, a éste junto a Agustin; no hay que detenerse en Agustin, el «padre del Occidente», sino reconocer que en Tomas de Aquino se abre nue- va ruta al «mundo secular»; no volver a anquilosar- se en Tomds como cima insuperable, sino recordar sus relaciones con el pasado y sus referencias al por- venir. Y no porque en santo Tomds estén ausentes ciertas dimensiones biblicas (jvaya!, y equién lee sus comentarios biblicos?) y porque en san Agustin sub- sistan vestigios y residuos de Ja era antigua, vamos nosotros (enanos junto a estos gigantes) a despreciar sus enormes apottaciones para comenzarlo todo de nuevo. Estos gigantes fueron humildes; nosotros, los €nanos, somos presuntuosos. 108 b) EI cristianismo no es mera teorfa, sino tam- bién pr4ctica—Dios actia, el hombre no puede res- poder sino actuando—, tazén por Ia que hay una experiencia y una certidumbre, que no pueden lo- gtarse sino por la accién. El que hace la voluntad del Padre, del que envia, «sabr4 si mi doctrina viene de Dios 0 si hablo por mi cuenta» (Jn 7,17). Al que no la hace, su espejo le reflejard su propia cara y, en cuanto lo’ deja, la olvidard ( jes tan insignificante! ): Sant 1,24, Desde Abrah4n no cesa Dios de «probar» Ja fe de los suyos; de cémo se porten, si de verdad vale, saldr4 a luz la verdad. La tradicién eclesidstica es una cadena de experiencia cristiana constantemente enriquecida y, por lo mismo, es también una cadena de distinciones logradas—confirmacién o desautoriza- cién—en la autenticidad de cada caso. Esto ocurre tanto en la callada vida cotidiana, como en la profe- sién ptblica de la fe 0, finalmente, en el testimonio de la sangre. La autenticidad, oculta y callada, de cada caso no es menos importante para la tradicién viva que el espectacular martirio. Acontece a diario, cuando los padres viven ante los hijos su experiencia cristiana y se la transmiten con o sin palabras; cuan- do el ejemplo cristiano arde y salta la centella de la fe, de la esperanza y del amor, sabiéndolo o no; cuan- do, desde un cristianismo vivido, la fantasia creadora cristiana medita (jy no sdlo sobre el tapete verde de los sociélogos pastoralistas! ) sobre nuevos caminos de la Iglesia a los hombres. No se descubren estos ca- minos primordialmente a partir de los desengafios pot Ja inviabilidad de los pasos anteriores, sino a partir de la experiencia intimamente vivida de la realidad de Jesuctisto. Y como las experiencias se tienen o no se tienen, no cabe discutir sobre ellas; las experien- cias no se demuestran, puédese a lo sumo invitar a realizarlas en comun. El que se niegue a realizarla, dispone de salidas faciles; bdstale afirmar, por ejem- plo, que, «segtin su expetiencia, Dios ha muerto» o 109

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