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A. Definición nominal
Del significado nominal se ve claro que el sentido de la palabra es muy amplio: significa
cualquier cosa sagrada o religiosa. En esta concepción amplia reciben el nombre de
sacramento también las realidades sagradas del Antiguo Testamento, es decir,
anteriores a la venida de Cristo (p. ej., el Cordero Pascual, los sacrificios, la
circuncisión, etc.). Sin embargo, es importante tener claro que estas realidades difieren
esencialmente de los sacramentos de la Nueva Ley, porque no producían la gracia, sino
sólo figuraban la que había de venir por la Pasión de Cristo.
B. Definición real
O, en definición equivalente del Catecismo Romano (parte II, cap. I, n. 11), una cosa
sensible que por institución divina tiene la virtud tanto de significar como de conferir la
gracia santificante.
1) que es una "cosa sensible", es decir, algo que el hombre es capaz de percibir por los
sentidos corporales (el agua en el bautismo, el pan y el vino en la Eucaristía, etc.);
2) esa cosa sensible es, además, "signo" de otra realidad (la "gracia" o "vida divina");
4) que tenga eficacia sobrenatural para producir la gracia en el alma del que lo recibe.
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No sólo significa la gracia sino sobre todo la produce de hecho;
5) como los sacramentos han sido confiados a la Iglesia, se dice que "los sacramentos
son de la Iglesia" (Catecismo, n. 1118). Esto tiene un doble sentido: existen "por ella" y
"para ella". Existen "por la Iglesia" porque ella es el sacramento de la acción de Cristo
que actúa en ella gracias a la misión del Espíritu Santo. Y existen "para la Iglesia"
porque ellos son "sacramentos que constituyen la Iglesia" (Catecismo, n. 1118).
Del mismo modo, quiso Jesús en los sacramentos unir su gracia a signos externos en
los que se encarna, se materializa, la acción invisible del Espíritu Santo. La pedagogía
divina ha querido comunicar al hombre la gracia sobrenatural a trav‚s de las mismas
realidades materiales que usamos en nuestra vida ordinaria, dándoles una significación
m s alta y una eficacia que de suyo no tiene ni pueden tener.
No eligió, sin embargo, una realidad material cualquiera, sino aquella que ya en el
plano natural sirve para un fin similar al que Dios quiere producir sobrenaturalmente:
el agua, para lavar; el aceite, para fortificar el cuerpo; el pan, para alimentar, etc. Luego
determinó que, mediante unas palabras pronunciadas con su autoridad, estas
realidades materiales significaran y causaran un efecto santificador: el agua lava la
mancha del pecado en el alma.
El elemento material se llama materia del sacramento, y las palabras que lo completan
y dan su eficacia a la materia se denomina forma. Cuando la forma es pronunciada por
el ministro con la intención de hacer lo que hace la Iglesia, Dios confiere su gracia a
través del sacramento, que es el instrumento del que se sirve para santificarnos.
Tenemos ahí el signo externo de la gracia (materia y forma) y la gracia conferida.
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La Sagrada Escritura hace resaltar esos dos elementos esenciales (cfr. Ef. 5, 26; Mt. 26,
26 ss.; 28, 19; Hechos 6, 6; 8, 15; Sant. 5, 14, etc.). Del mismo modo, la Tradición da
testimonio de que los sacramentos se administraron siempre por medio de una acción
sensible y de unas palabras que acompañan a la ceremonia. Por ejemplo, dice San
Agustín refiriándose al bautismo: Si quitas las palabras, ¿qué es entonces el agua, sin
agua? Si al elemento se añaden las palabras, entonces se origina el sacramento (In Io.
tr. 80, 3; cfr. S. Th. III, q. 60, a. 6).
Hemos dicho que esa realidad sensible tiene una característica: es un signo de otra
realidad, significa algo ulterior, en este caso, algo sagrado.
Pero, ¿qué clase de signos son los sacramentos? Un ejemplo puede servirnos: el
abanderado avanza, con la bandera en alto, y los dem s la saludan con gesto enérgico,
porque en el l baro está significada la patria; pero la bandera, es obvio para todos, no es
la patria. De igual modo, cuando el artista dibuja un anagrama de Cristo,
comprendemos muy bien que ahí no está Dios.
Los sacramentos de la Nueva Ley, pues, no sólo significan la gracia, sino sobre todo la
producen de hecho en las almas. No son signos convencionales o ineficaces, sino que
verdaderamente obran siempre aquello que significan de un modo infalible, en aquel
que los recibe con las debidas disposiciones. Esta idea se expresa diciendo que obran ex
opere operato (por la obra realizada), con independencia de las personas y en
dependencia absoluta de la voluntad divina que los ha instituido. Este es el cuarto
aspecto de la noción del sacramento mencionado arriba, esencial para la comprensión
del mismo, y sobre el que volveremos en el inciso 1.2.3.
Sobre el primer punto, hay que decir que es posible que la gracia llegue al hombre
también, de otros modos:
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Dios puede comunicarla sin los sacramentos, de manera puramente espiritual. Por eso,
no existía en El la ineludible necesidad de instituirlos ya que, como señala Santo Tom s
(S. Th. III, q. 76, a. 6, ad. 1), "virtus divina non est alligata sacramentis" (el poder de
Dios no est ligado a los sacramentos). Sin embargo, considerando la naturaleza a la vez
material y espiritual del hombre, tal institución era muy conveniente: así se nos hace
participar de lo invisible a trav‚s de lo visible.
Por lo que respecta a la segunda cuestión, hay que decir que no todos los sacramentos
son necesarios para cada persona, pero como Cristo vinculó a ellos la comunicación de
la gracia, y por tanto la consecución de la vida eterna, todos los hombres tienen
necesidad de algunos de ellos para salvarse.
Para todos es absolutamente necesario recibir el bautismo y, para quienes han pecado
mortalmente después de bautizarse, es imprescindible también recibir el sacramento de
la penitencia o reconciliación (cfr. Dz. 388, 413, 847, 996, 1071). La recepción de la
Eucaristía se precisa además para aquellos bautizados que han llegado al uso de razón
(cfr. Jn. 6, 53. Para este tema, ver inciso 4.1.5).
Los demás sacramentos son necesarios en cuanto que con ellos es más fácil conseguir la
salvación.
1.2 LA GRACIA
Hemos dicho que los sacramentos confieren la gracia santificante, y que lo hacen de
modo infalible, por ser acciones de Cristo. Sin embargo, antes de explicar en detalle
esta causalidad siempre eficaz de los sacramentos, es oportuno explicar con más
profundidad la noción de gracia, pues la acción del sacramento es inseparable a la
realidad de la gracia, y sólo a la luz de este concepto se comprende aquél con plenitud.
La palabra "gracia" (del latín gratus: agradable, grato, gustoso) tiene en castellano una
amplia gama de significados: la cualidad de una persona o cosa ("dotada de gracia"),
una actitud de afecto ("caer en gracia"), el agradecimiento ("dar las gracias"), etc. En el
trasfondo de todas estas acepciones resuena un dato común: la palabra "gracia" evoca
situaciones en las que el hombre se halla ante lo bello, lo trascendente, la benevolencia,
la amistad, en las que est en juego no ya lo absolutamente debido, lo formal, sino lo
gratuito, lo que es fruto de la liberalidad o del amor.
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Sin embargo, en estricto lenguaje teológico y así lo entenderemos en adelante, la
palabra "gracia" se refiere a la gracia sobrenatural; es decir, a los auxilios
sobrenaturales que hacen posible al hombre la consecución del fin sobrenatural al que
Dios lo ha destinado. Por eso se afirma que la gracia es:
Se dice
3o. gratuito: siendo superior a la naturaleza, no hay fundamento para exigirlo como
debido, sino que procede de la bondad de Dios;
4o. para alcanzar el fin sobrenatural: habiendo sido el hombre destinado a este fin, es
provisto por Dios de un medio proporcionado la gracia para alcanzarlo.
La gracia que permanece se llama habitual, porque es un hábito, esto es, algo que
permanece de modo estable en el alma. La gracia que pasa se llama actual, porque es un
acto, que termina después de algún tiempo; p. ej., un buen deseo.
La gracia actual se llama también auxiliante, pues es un auxilio que Dios da al alma en
el origen de la conversión o en el curso de la obra de la santificación (Catecismo, n.
2000).
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Semejanzas entre una y otra:
Diferencias:
A. Noción
Se dice:
a) que nos hace participar de la vida divina, porque la esencia misma de la gracia
consiste en participarnos algo de la vida de Dios;
a) se recibe inicialmente en el bautismo (cfr. Dz. 130, 186, 424, 742, 796, 847, 849;
Catecismo, n. 1263).
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oración y por las buenas obras (cfr. Dz. 695, 698, 803, 834, 842, 849, 1004; Catecismo,
nn. 1127-1129).
d) se pierde por cualquier pecado mortal (estudiaremos este aspecto con detalle, al
tratar del sacramento de la penitencia);
B. Excelencia
La gracia santificante confiere la dignidad más alta a la que el hombre puede aspirar:
con ella se posee una vida superior, que no se compara con ninguna de las más altas
aspiraciones naturales de la criatura racional.
Por la gracia el hombre recibe el más dilatado de los reinos: Dios lo hace partícipe de
todos sus bienes.
C. Efectos
1. La justificación
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Justificación es el paso del estado de pecado al estado de gracia. Es una verdadera
remisión de los pecados, ya que el pecado y la gracia no pueden darse simultáneamente
en el alma: el primero produce en ella el estado de rechazo de Dios (véase el inciso 5.1.1
del "Curso de Teología Moral"), y la gracia es cierta participación y semejanza con Dios.
2. La vida sobrenatural
Ha de notarse, sin embargo, que la gracia no es Dios, sino el efecto creado que produce
en el alma. La naturaleza divina no se nos participa esencialmente, porque la esencia de
Dios es incomunicable, sino accidentalmente, en el sentido de que Dios imprime en
nuestra alma una cualidad con la que llega a ser no Dios, pero sí deiforme, esto es, muy
parecida a Dios. Los teólogos lo comparan a la unión entre el hierro y el fuego: el hierro
candente no se convierte en fuego, pero se hace ígneo y enteramente semejante a él. De
modo parecido, no es que por la gracia el hombre se haga Dios, pero resulta divinizado,
deiforme y semejante a El.
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Por estar informadas de un principio sobrenatural de vida y acción, todo acto bueno
realizado por el hombre en estado de gracia supone un derecho que Dios le otorga a
recibir una recompensa sobrenatural (mérito en la definición clásica, es ius ad
praemium, derecho al premio).
En virtud de la distancia infinita que hay entre Dios y el hombre, no habría posibilidad
de mérito por parte de la criatura ante el Creador, si antes no se presupone un plan
divino que lo fundamente; es decir, que la condición para poder merecer tener derecho
a un premio es que Dios así lo haya dispuesto.
Las condiciones por parte del hombre para merecer bienes sobrenaturales
son:
Es verdad de fe (cfr. Dz. 834) que con las buenas obras hechas en gracia podemos
merecer: el cielo, el aumento de gracia y el aumento de gloria, en conformidad con las
promesas hechas por Jesús. Al lado de este mérito propiamente dicho llamado también
mérito de condigno, existe otro mérito impropiamente dicho, llamado mérito de
congruo, que no es el derecho a obtener una gracia fundada en las promesas de Dios,
sino la confianza de obtenerlo por la divina misericordia. En este sentido, el que no está
en gracia puede merecer, de congruo, la gracia de su conversión, en virtud de sus
buenas obras. De condigno, el hombre en pecado no tiene derecho a ninguna
recompensa.
A. Noción
- un don sobrenatural,
- que ilumina el entendimiento,
- o mueve y conforta a la voluntad,
- para que el hombre sea capaz de realizar una acción sobrenatural,
- de modo transitorio.
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Es luz en la inteligencia y fuerza para la voluntad. La gracia actual resulta necesaria
para cualquier acto de orden sobrenatural: aceptar la fe, evitar el pecado, hacer un acto
de amor de Dios, para rezar, conocer verdades divinas, perseverar en la gracia
santificante. . .
Ya sea que la gracia actual sea concedida a un justo que la posee de modo habitual, ya a
un pecador que se encuentra en pecado mortal, siempre es de orden sobrenatural y
tiene por objeto las obras de salvación: impulsa al justo a perseverar en el bien y a
crecer en la virtud, y mueve al pecador al arrepentimiento, para que vuelva al camino
de Dios.
B. Tipos
1. Desde el punto de vista del momento en que actúa, la gracia actual se llama:
a) gracias iluminativas del entendimiento: p. ej., las que se conceden para poder hacer
un acto de fe sobrenatural;
b) gracias motoras de la voluntad: p. ej., un sentimiento de amor a Dios.
C. Necesidad
La gracia actual es absolutamente necesaria para los actos de orden sobrenatural: Sin
mí nada podáis hacer (Jn. 15, 5); Nadie puede decir "Jesús, Señor", sino en el Espíritu
Santo (I Cor. 12, 3).
Examinando los errores que, a lo largo de la vida de la Iglesia, han aparecido sobre la
necesidad de la gracia, podremos llegar con más facilidad a una comprensión justa de la
doctrina católica.
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I. Errores. Los adversarios del dogma católico se sitúan en dos extremos:
b) el segundo grupo, formado por los protestantes, los bayesianos y los jansenistas,
exagera por decirlo de algún modo la importancia de la gracia, en detrimento de la
libertad personal.
La doctrina católica, definida por el Concilio de Trento, ocupa un justo medio entre los
errores contrapuestos citados arriba. Puede formularse en las tres posiciones siguientes
(las dos primeras contra los pelagianos, la tercera contra la herejía protestante):
Un acto realizado con las propias fuerzas no rebasa el orden de lo natural; y todo lo que
concierne a la fe y a la conversión, es de orden sobrenatural.
Un árbol silvestre, por mucho que se cultive, producir siempre frutos silvestres. Pero al
aplicarle un injerto, brotarán de él ramas, flores y frutos buenos. Se le ha capacitado
para producir frutos por encima de su inicial potencialidad. De modo semejante, el
alma no puede en sí producir actos sobrenaturales: necesita de un injerto divino que la
haga obrar por encima de su naturaleza, y este divino injerto es la gracia.
Dios es Autor, pues, no sólo de la gracia que justifica al hombre gracia santificante, sino
también de todo aquello que lo prepara para recibir esa justificación:
1o. Para perseverar en el estado de gracia santificante; es decir, para evitar todos los
pecados mortales.
Por haber quedado dañada su naturaleza como consecuencia del pecado original le es
imposible al hombre resistir largo tiempo si no está sostenido por una ayuda especial
de Dios, a través de gracias actuales.
2o. Para hacer obras buenas sobrenaturales pues, como ya dijimos, "la virtud de Cristo
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(p. ej., la gracia) antecede, acompaña y sigue a las buenas obras, y sin ella en modo
alguno pueden ser gratas a Dios" (Concilio de Trento, ses. VI, cap. 16; Dz. 809).
3o. También es precisa la gracia actual, para evitar los pecados veniales.
4o. Para conseguir la perseverancia final. Es dogma de fe (cfr. Dz. 826) que, además de
necesitarse gracias actuales para evitar los pecados mortales, se precisa una gracia
específica de Dios para morir en estado de gracia: es un don especial, el más grande de
todos.
En los textos de la Sagrada Escritura: entre otros, aquel en que San Pablo declara,
hablando a los paganos, que son inexcusables, puesto que habiendo conocido a Dios
(por la razón natural), no lo han glorificado como a Dios (Rom. 1, 21). Este reproche del
Apóstol sería incomprensible si los paganos no hubieran podido conocer ciertas
verdades de orden natural, como la existencia de Dios, y realizar acciones moralmente
buenas, sin ayuda de la gracia.
En la razón, pues la experiencia cotidiana nos muestra que los infieles pueden, igual
que los justos, poseer las verdades naturales y realizar buenas acciones: p. ej., dar
limosnas y ayudar a los demás por pura generosidad.
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Hemos dicho que, desde el punto de vista de los efectos, hay dos clases de gracia: la
suficiente, que da al hombre la posibilidad de realizar un acto sobrenatural, pero que no
consigue su efecto por la oposición o resistencia del sujeto, y la eficaz, que lo consigue
siempre de modo infalible.
Ahora bien, si la gracia eficaz que Dios da al hombre siempre consigue su efecto,
¿queda por ello el hombre privado de su voluntad? En otras palabras: si hay una
infalibilidad en la moción divina permaneciendo la libre actuación humana, ¿cómo
compaginar esa aparente contradicción?
Hay que decir que el entendimiento de las relaciones entre la acción de Dios y la
libertad del hombre es un misterio de difícil penetración por parte de la inteligencia: se
trata de averiguar, ni más ni menos, la forma como Dios actúa.
Santo Tomás clarifica el misterio cuando explica que, si bien es cierto que Dios causa
infaliblemente el efecto, lo hace sin embargo moviendo a las cosas según su naturaleza
propia. El hombre posee por naturaleza el libre albedrío y, por tanto, la moción divina
no se realiza sin el movimiento de la libertad. Al tiempo que infunde la gracia, mueve a
la libertad a aceptarla. No anula el acto libre, sino que es su causa. Dios, cuando quiere
que algo se realice de modo necesario, necesariamente se realiza; y cuando quiere que
algo se realice de modo libre, se realiza libremente.
Ya mencionamos que los sacramentos son por voluntad de Cristo la continuación, hasta
el fin de los tiempos, de las mismas acciones salvíficas realizadas por el Señor durante
su vida terrena. De ahí que sean medios de santificación con la misma eficacia infalible
que poseía la Santísima Humanidad de Cristo: actúan comunicando siempre la gracia,
cuando el rito se realiza correctamente y el sujeto no pone un obstáculo.
Los sacramentos son eficaces porque en ellos actúa Cristo mismo; El es quien bautiza,
El quien actúa en sus sacramentos con el fin de comunicar la gracia que el sacramento
significa (n. 1127).
Por lo anterior, los sacramentos se llaman signos eficaces de la gracia, pues de un modo
infalible la producen en el alma. La teología, para designar esa eficacia objetiva, creó la
fórmula "sacramenta operantur ex opere operato"; es decir, los sacramentos actúan por
el mismo hecho de realizarse, dan la gracia en virtud del rito sacramental que se lleva a
cabo. "Ex opere operato" quiere decir, textualmente, por la obra realizada. El Concilio
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de Trento sancionó esta fórmula, definiéndola como dogma de fe: Si alguno dijere que
los sacramentos de la Nueva Ley no confieren la gracia en virtud del rito sacramental
que se realiza (ex opere operato) (. . .) sea anatema (Dz. 851).
El efecto del sacramento tampoco se produce por la actitud del que lo recibe: la gracia
se confiere a quien no pone óbice por el mismo hecho de realizarse el rito sacramental.
Ahora bien, es importante también recalcar que la mayor o menor cantidad de gracia sí
depende de las disposiciones del sujeto que lo recibe. Esta disposición subjetiva se
designa con la fórmulaex opere operantis, que textualmente significa "por la acción del
que actúa".
Los protestantes dicen que son las disposiciones del sujeto lo que da eficacia a los
sacramentos. Así, dirán que si la fe de un hombre es tan grande que le lleva a creer que
el bautismo le perdona el pecado original, entonces el pecado original queda borrado;
de otro modo permanece la mancha. La doctrina católica afirma que, por ser actos del
mismo Cristo, no es el sujeto quien les confiere poder santificador, sino que éste les
viene dado ya por la misma institución divina.
Señala el Concilio Vaticano II que los sacramentos tienen la virtud de identificarnos con
Jesucristo por medio de la gracia que confieren: por ellos "somos incorporados a los
misterios de su vida, configurados con El, muertos y resucitados, hasta que con El
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reinemos" (Const. Lumen gentium, n. 7). Sistematizando las consecuencias de esa
identificación con Cristo, podemos afirmar que tres son los efectos que producen los
sacramentos:
El Concilio de Trento definió como verdad de fe que todos los sacramentos del Nuevo
Testamento confieren la gracia santificante a quienes los reciben sin poner óbice (cfr.
Dz. 843 a 849, 850 y 851).
En la Sagrada Escritura, los textos en los que aparece directa o indirectamente este
efecto, son muy abundantes (cfr. Jn. 3, 5; Hechos, 8, 17; Ef. 5, 26; II Tim. 1, 6; Tit. 3, 5;
Sant. 5, 15; etc.). Algunos pasajes designan este efecto con palabras equivalentes (v. gr.,
purificación, regeneración, remisión de los pecados, comunicación del Espíritu Santo,
etc.).
Además de esta gracia común a todos los sacramentos, hay una gracia llamada
sacramental, propia de cada uno de ellos. Cada sacramento, en efecto, confiere una
gracia sacramental específica, distinta en cada uno de ellos, que añade a la gracia
santificante un cierto auxilio divino cuyo fin es ayudar a conseguir el fin particular del
sacramento (cfr. S. Th. III, q. 62, a. 2).
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necesarios para el desempeño de su ministerio; etc.
1.4.3 El carácter
Es verdad de fe (cfr. Dz. 852; 411 y 695 vid. Catecismo, n. 1121) que el bautismo, la
confirmación y el orden sacerdotal imprimen en el alma el carácter, es decir, una marca
espiritual indeleble que hace que esos tres sacramentos no se puedan volver a recibir.
En la Sagrada Escritura se designa el carácter como "sello divino" o "sello del Espíritu
Santo" (cfr. II Cor. 1, 21 ss.; Ef. 1, 13; 1, 30).
Quien recibe uno de estos tres sacramentos, está para siempre sellado por Cristo: llevar
consigo sus rasgos, como el hijo lleva los rasgos de su padre, de modo indestructible.
Los pecados pueden desfigurar esos rasgos, pero no aniquilarlos; incluso el bautizado
que se condena permanece con ellos.
Según la teología de los Padres de la Iglesia, el carácter permite a los bautizados ser
reconocidos en el cielo: Dios y los ángeles distinguen con el carácter sacramental la
pertenencia a Cristo de los bautizados, de los confirmados y de los ordenados, de igual
modo que la circuncisión permitía reconocer a los descendientes de Abraham. Por eso,
el recibir el sello es garantía y prenda de vida eterna.
La esencia del carácter, explica Santo Tomás (cfr. S. Th. III, q. 63, a. 2), es una especie
de "potencia" o "poder" que hace al hombre apto para realizar los actos del culto divino.
En otras palabras, el carácter es una participación del sacerdocio de Cristo, esto es, de
su mediación entre Dios y los hombres.
La Iglesia definió como verdad de fe que todos los sacramentos del Nuevo Testamento
fueron instituidos por Jesucristo (cfr. Dz. 844). Se pronunciaba de esta manera contra
la herejía protestante, que consideraba la mayor parte de los sacramentos como una
invención de los hombres.
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La Sagrada Escritura muestra con toda claridad la institución del bautismo (cfr. Mt. 28,
19; Mc. 16; 16: Jn. 3, 5), la Eucaristía y el orden sacerdotal (cfr. Mt. 26, 26-29; Mc. 14,
22-25; Lc. 22, 19-20; I Cor. 11, 23-25), y la penitencia (cfr. Jn. 20, 23). Aunque la
institución de los demás no aparece destacada, fue Cristo quien lo hizo con su potestad.
Así lo atestigua la Tradición. Desde los primeros momentos, los Apóstoles bautizan a
los que aceptan el Evangelio (cfr. Hechos 2, 41), siguiendo el mandato del Señor, y
confirman después a los bautizados (cfr. Hechos 8, 17). El Apóstol Santiago habla de la
unción de los enfermos como de algo perfectamente sabido por todos (cfr. Sant. 5, 14-
15), recomendando y promulgando lo establecido por Jesucristo. Queda clara la
institución del sacerdocio en la Ultima Cena, al decir Jesús: Haced esto en memoria
mía (Lc. 22, 19), y el matrimonio queda santificado por la presencia del Señor en las
bodas de Caná (cfr. Jn. 2, 1-11), reafirmando
Cristo mismo la unidad e indisolubilidad de la primera institución (cfr. Mt. 19, 1-9).
Los sacramentos instituidos por Nuestro Señor Jesucristo son siete: ni más ni menos; a
saber: bautismo, confirmación, Eucaristía, penitencia (o reconciliación), unción de los
enfermos, orden sacerdotal y matrimonio.
Nadie negó el número septenario de los sacramentos hasta el s. XVI, en que lo hicieron
los protestantes. Lutero, en 1520, admitió los siete en el "Sermón del Nuevo
Testamento", pero ese mismo año, en `De captivitate Babylonica" aceptó sólo tres:
bautismo, cena y penitencia. Y en 1523, ya no admite sino los dos primeros,
entendiéndolos además a su manera.
Aunque el Nuevo Testamento en ningún lugar los enumera juntos, sí habla de modo
claro y explícito de cada uno de ellos. Señalamos los principales textos:
Desde antiguo enseña el Magisterio el número septenario (cfr. Concilio de Lyon, año
1247: Dz. 465; Concilio de Florencia, año 1439: Dz. 695), y se vio precisado a definirlo
como verdad de fe para impugnar la herejía protestante: Si alguno dijere que los
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sacramentos de la Nueva Ley son más o menos de siete, sea anatema (Dz. 844).
La conveniencia de que los sacramentos sean siete, explica Santo Tomás, se infiere por
analogía de la vida sobrenatural del alma con la vida natural del cuerpo: por el
bautismo se nace a la vida espiritual, por la confirmación crece y se fortifica esa vida,
por la Eucaristía se alimenta, por la penitencia se curan sus enfermedades, la unción de
los enfermos prepara a la muerte, y por medio de los dos sacramentos sociales orden y
matrimonio es regida la sociedad eclesiástica y se conserva y acrecienta tanto en su
cuerpo como en su espíritu (cfr. S. Th. III, q. 61, a. 1).
Pero las razones más profundas del número septenario están en la esencia misma de la
Iglesia. La misión de la Iglesia, en efecto, es comunicar la salvación alcanzada por
Cristo en la Cruz. Para ello, primeramente debe comunicar la vida (bautismo), y más
tarde desarrollarla y fortalecerla (confirmación); debe también perdonar y devolver la
gracia, cuando se ha perdido (penitencia), proclamar ante los hombres su condición de
Esposa de Cristo (matrimonio), y hacer partícipes de la vida eterna a sus hijos (unción
de enfermos). Finalmente, ha de comunicar a los hombres la misma Humanidad de
Jesús que, mediante la acción del sacerdote (orden), se hace presente en la renovación
del Sacrificio del Calvario (Eucaristía).
Antes de seguir adelante, resulta oportuno tratar de aclarar dos conceptos claves para la
comprensión de la eficacia sacramental: el concepto de validez y el de licitud.
Sobre invalidez:
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de harina de trigo en la consagración (sino de otra harina), o que bautizara con un
líquido distinto del agua. O quien, sin ser sacerdote, pretendiera consagrar;
Sobre la ilicitud,
- la ilicitud en la recepción del sacramento se daría, por ejemplo, en aquel que recibiera
la confirmación (o cualquier otro sacramento de vivos) con conciencia de pecado
mortal: recibe la confirmación, el matrimonio, etc., pero ilícitamente, faltando el
requisito de poseer el estado de gracia;
1.7.1 El ministro
Por ministro del sacramento se entiende la persona que lo confiere. En sentido estricto,
el ministro primario de todos los sacramentos es el Dios-Hombre, Jesucristo: como ya
vimos, los sacramentos son la prolongación en el tiempo y en el espacio de las acciones
que El realizó en la tierra.
Pío XII enseña en la Encíclica Mystici Corporis (1943) que cuando los sacramentos de
la Iglesia se administran con rito externo, El es quien produce el efecto interior en las
almas (. . . ) por la misión jurídica con la que el divino Redentor envió a los Apóstoles al
mundo, como El mismo había sido enviado por el Padre, El es quien por la Iglesia
bautiza, enseña, gobierna, desata, liga, ofrece y sacrifica.
Como el ministro humano actúa en nombre de Cristo y haciendo sus veces (in persona
Christi, II Cor. 2, 10), necesita de un poder especial conferido por el mismo Cristo. Por
ello, prescindiendo de los sacramentos del bautismo y del matrimonio, para la
administración válida de los demás es necesario poseer poder sacerdotal o episcopal,
recibido en la ordenación.
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Además de la debida potestad, para que un sacramento se administre
válidamente, se requiere:
a) que el ministro realice como conviene los signos sacramentales; es decir, que debe
emplear la materia y la forma prescritas, uniéndolas en un único signo sacramental.
"Si alguno dijere que al realizar y conferir los sacramentos no se requiere en los
ministros intención por lo menos de hacer lo que hace la Iglesia, sea anatema" (Dz. 854.
Ver también Dz. 424, 672, 695 y 752).
Por ser acciones de Cristo, los sacramentos tienen eficacia propia y no dependen de la
santidad ni de la gracia del ministro: el instrumento obra en virtud de la causa
principal, no de la situación subjetiva del que lo administra. Si de ella dependiera,
supondría una fuente de incertidumbre y de intranquilidad (cfr. S. Th. III, q. 64, a. 5).
1.7.2 El sujeto
El sujeto es la persona que recibe el sacramento, y en todos los casos sólo puede ser
recibido de manera válida por una persona viva (estado de viador). Los muertos no
pueden recibir sacramentos, pues éstos comunican o aumentan la gracia en el alma, y
ésta no permanece en un cadáver: la muerte es precisamente la separación del alma y el
cuerpo. Así, pues, sólo los seres vivos son sujetos capaces de la recepción sacramental.
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sacramento, y el fin de Cristo al instituirlo. No todos los hombres son aptos para
cualquier sacramento: así, son incapaces, por ejemplo, los no bautizados, de recibir los
otros sacramentos; las mujeres, de recibir el orden sagrado; los sanos, de recibir la
unción de enfermos, etc.
2o. Se requiere también para los adultos con uso de razón la intención de recibirlo. El
motivo es claro: Dios tiene en cuenta la libertad del hombre, y hace depender la
salvación (en quien tiene uso de razón) de su propio querer. El sacramento que se
recibe sin intención o contra la propia voluntad es, por tanto, inválido.
Por ejemplo, el Papa Inocencio III declaró que si algún infiel era obligado a bautizarse,
el bautismo era inválido (cfr. Dz. 411).
En el caso del niño que se bautiza, el sacramento recibido es válido (verdad de fe, cfr.
Dz. 410), porque la falta de intención queda suplida por la intención de la Iglesia,
representada en el ministro, los padres y los padrinos, que actúan en su nombre.
Por ejemplo, se puede con esas condiciones conferir la unción de enfermos al que se
encuentra en estado de coma; se puede absolver de sus pecados al demente que en sus
momentos lúcidos se confesaba, etc.
"Los sacramentales son signos sagrados, por los que, a imitación en cierto modo de los
sacramentos, se significan y se obtienen por mediación de la Iglesia unos efectos
principalmente espirituales" (CIC, c. 1166).
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reciben esa capacidad, la obtienen ex impetratione Ecclesiae (por impetración de la
Iglesia), es decir, que la Iglesia, como esposa santa e inmaculada de Cristo, asigna la
eficacia de su oración a determinadas realidades materiales, concediéndoles una
especial virtualidad de producir efectos espirituales.
Por tanto, los sacramentales no obran ex opere operato, pero su eficacia no descansa
tampoco en la mera disposición subjetiva del que hace uso de ellos, sino principalmente
en la intercesión de la Iglesia, que posee una particular eficacia.
De las "cosas" que son sacramentales, la más importante es el agua bendita, que es agua
bendecida con oraciones contra la presencia del influjo demoníaco.
De las "acciones" que son sacramentales, figuran en primer lugar las bendiciones (de
personas, de la mesa, de objetos, de lugares). Toda bendición es alabanza a Dios y
oración para obtener sus dones. En Cristo, los cristianos son bendecidos por Dios Padre
"con toda suerte de bendiciones espirituales" (Ef. 1, 3). Por eso la Iglesia da la bendición
invocando el nombre de Jesús y haciendo habitualmente la señal santa de la cruz de
Cristo (Catecismo, n. 1672).
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