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La familia
Por todo lo que acabamos de exponer, la mejor forma de acercarnos a esta revolución cultural
es a través de la familia y del hogar, es decir, a través de la estructura de las relaciones entre
ambos sexos y entre las distintas generaciones
Sin embargo, en la segunda mitad del siglo xx esta distribución básica y duradera empezó a
cambiar a la velocidad del rayo, por lo menos en los países occidentales «desarrollados»,
aunque de forma desigual dentro de estas regiones.
En Bélgica, Francia y los Países Bajos el índice bruto de divorcios (el número anual de
divorcios por cada 1.000 habitantes) se triplicó aproximadamente entre 1970 y 1985
La cantidad de gente que vivía sola (es decir, que no pertenecía a una pareja o a una familia
más amplia) también empezó a dispararse.
En cambio, la típica familia nuclear occidental, la pareja casada con hijos, se encontraba en
franca retirada
En los Estados Unidos estas familias cayeron del 44 por 100 del total de hogares al 29 por 100
en veinte años (1960-1980); en Suecia, donde casi la mitad de los niños nacidos a mediados
de los años ochenta eran hijos de madres solteras
La crisis de la familia estaba vinculada a importantes cambios en las actitudes públicas acerca
de la conducta sexual, la pareja y la procreación, tanto oficial como extraoficial, los más
importantes de los cuales pueden datarse, de forma coincidente, en los años sesenta y setenta
Aunque no cabe duda de que unas leyes permisivas hicieron más fáciles unos actos hasta
entonces prohibidos y dieron mucha más publicidad a estas cuestiones, la ley reconoció más
que creó el nuevo clima de relajación sexual.
La cultura juvenil
Y es que si el divorcio, los hijos ilegítimos y el auge de las familias monoparentales (es decir,
en la inmensa mayoría, sólo con la madre) indicaban la crisis de la relación entre los sexos, el
auge de una cultura específicamente juvenil muy potente indicaba un profundo cambio en la
relación existente entre las distintas generaciones
Los acontecimientos más espectaculares, sobre todo de los años sesenta y setenta, fueron las
movilizaciones de sectores generacionales que, en países menos politizados, enriquecían a la
industria discográfica, el 75-80 por 100 de cuya producción —a saber, música rock— se vendía
casi exclusivamente a un público de entre catorce y veinticinco años
La nueva «autonomía» de la juventud como estrato social independiente quedó simbolizada
por un fenómeno que, a esta escala, no tenía seguramente parangón desde la época del
romanticismo: el héroe cuya vida y juventud acaban al mismo tiempo. Esta figura, cuyo
precedente en los años cincuenta fue la estrella de cine James Dean, era corriente, tal vez
incluso el ideal típico, dentro de lo que se convirtió en la manifestación cultural característica de
la juventud: la música rock. Buddy Holly, Janis Joplin, Brian Jones de los Rolling Stones, Bob
Marley, Jimmy Hendrix y una serie de divinidades populares cayeron víctimas de un estilo de
vida ideado para morir pronto.
En primer lugar, la «juventud» pasó a verse no como una fase preparatoria para la vida adulta,
sino, en cierto sentido, como la fase culminante del pleno desarrollo humano
Lo que los hijos podían aprender de sus padres resultaba menos evidente que lo que los
padres no sabían y los hijos sí. El papel de las generaciones se invirtió
La tercera peculiaridad de la nueva cultura juvenil en las sociedades urbanas fue su asombrosa
internacionalización. Los téjanos y el rock se convirtieron en las marcas de la juventud
«moderna»,
El inglés de las letras del rock a menudo ni siquiera se traducía, lo que reflejaba la apabullante
hegemonía cultural de los Estados Unidos en la cultura y en los estilos de vida populares,
aunque hay que destacar que los propios centros de la cultura juvenil de Occidente no eran
nada patrioteros en este terreno, sobre todo en cuanto a gustos musicales, y recibían
encantados estilos importados del Caribe, de América Latina y, a partir de los años ochenta,
cada vez más, de África.
Con la posible y única excepción de la experiencia compartida de una gran guerra nacional,
como la que unió durante algún tiempo a jóvenes y mayores en Rusia y en Gran Bretaña,
no tenían forma alguna de entender lo que sus mayores habían experimentado o sentido,
ni siquiera cuando éstos estaban dispuestos a hablar del pasado, algo que no acostumbraba a
hacer la mayoría de alemanes, japoneses y franceses
La edad de oro ensanchó este abismo, por lo menos hasta los años setenta. ¿Cómo era
posible que los chicos y chicas que crecieron en una época de pleno empleo entendiesen la
experiencia de los años treinta, o viceversa, que una generación mayor entendiese a una
juventud para la que un empleo no era un puerto seguro después de la tempestad, sino algo
que podía conseguirse en cualquier momento y abandonarse siempre que a uno le vinieran
ganas de irse a pasar unos cuantos meses al Nepal?
La liberación personal y la liberación social iban, pues, de la mano, y las formas más evidentes
de romper las ataduras del poder, las leyes y las normas del estado, de los padres y de los
vecinos eran el sexo y las drogas.
No obstante, el consumo de drogas era, por definición, una actividad ilegal, y el mismo hecho
de que la droga más popular entre los jóvenes occidentales, la marihuana, fuese posiblemente
menos dañina que el alcohol y el tabaco, hacía del fumarla (generalmente, una actividad social)
no sólo un acto de desafío, sino de superioridad sobre quienes la habían prohibido.
La revolución cultural de fines del siglo xx debe, pues, entenderse como el triunfo del individuo
sobre la sociedad o, mejor, como la ruptura de los hilos que hasta entonces habían imbricado
a los individuos en el tejido social.
En la mayor parte del mundo, los antiguos tejidos y convenciones sociales, aunque minados
por un cuarto de siglo de transformaciones socioeconómicas sin parangón, estaban en
situación delicada, pero aún no en plena desintegración,
Las instituciones a las que más afectó el nuevo individualismo moral fueron la familia tradicional
y las iglesias tradicionales de Occidente, que sufrieron un colapso en el tercio final del siglo
La familia
Por todo lo que acabamos de exponer, la mejor forma de acercarnos a esta revolución cultural
es a través de la familia y del hogar, es decir, a través de la estructura de las relaciones entre
ambos sexos y entre las distintas generaciones
Sin embargo, en la segunda mitad del siglo xx esta distribución básica y duradera empezó a
cambiar a la velocidad del rayo, por lo menos en los países occidentales «desarrollados»,
aunque de forma desigual dentro de estas regiones.
En Bélgica, Francia y los Países Bajos el índice bruto de divorcios (el número anual de
divorcios por cada 1.000 habitantes) se triplicó aproximadamente entre 1970 y 1985
La cantidad de gente que vivía sola (es decir, que no pertenecía a una pareja o a una familia
más amplia) también empezó a dispararse.
En cambio, la típica familia nuclear occidental, la pareja casada con hijos, se encontraba en
franca retirada
En los Estados Unidos estas familias cayeron del 44 por 100 del total de hogares al 29 por 100
en veinte años (1960-1980); en Suecia, donde casi la mitad de los niños nacidos a mediados
de los años ochenta eran hijos de madres solteras
La crisis de la familia estaba vinculada a importantes cambios en las actitudes públicas acerca
de la conducta sexual, la pareja y la procreación, tanto oficial como extraoficial, los más
importantes de los cuales pueden datarse, de forma coincidente, en los años sesenta y setenta
Aunque no cabe duda de que unas leyes permisivas hicieron más fáciles unos actos hasta
entonces prohibidos y dieron mucha más publicidad a estas cuestiones, la ley reconoció más
que creó el nuevo clima de relajación sexual.
La cultura juvenil
Y es que si el divorcio, los hijos ilegítimos y el auge de las familias monoparentales (es decir,
en la inmensa mayoría, sólo con la madre) indicaban la crisis de la relación entre los sexos, el
auge de una cultura específicamente juvenil muy potente indicaba un profundo cambio en la
relación existente entre las distintas generaciones
Los acontecimientos más espectaculares, sobre todo de los años sesenta y setenta, fueron las
movilizaciones de sectores generacionales que, en países menos politizados, enriquecían a la
industria discográfica, el 75-80 por 100 de cuya producción —a saber, música rock— se vendía
casi exclusivamente a un público de entre catorce y veinticinco años
En primer lugar, la «juventud» pasó a verse no como una fase preparatoria para la vida adulta,
sino, en cierto sentido, como la fase culminante del pleno desarrollo humano
Lo que los hijos podían aprender de sus padres resultaba menos evidente que lo que los
padres no sabían y los hijos sí. El papel de las generaciones se invirtió
La tercera peculiaridad de la nueva cultura juvenil en las sociedades urbanas fue su asombrosa
internacionalización. Los téjanos y el rock se convirtieron en las marcas de la juventud
«moderna»,
El inglés de las letras del rock a menudo ni siquiera se traducía, lo que reflejaba la apabullante
hegemonía cultural de los Estados Unidos en la cultura y en los estilos de vida populares,
aunque hay que destacar que los propios centros de la cultura juvenil de Occidente no eran
nada patrioteros en este terreno, sobre todo en cuanto a gustos musicales, y recibían
encantados estilos importados del Caribe, de América Latina y, a partir de los años ochenta,
cada vez más, de África.
Con la posible y única excepción de la experiencia compartida de una gran guerra nacional,
como la que unió durante algún tiempo a jóvenes y mayores en Rusia y en Gran Bretaña,
no tenían forma alguna de entender lo que sus mayores habían experimentado o sentido,
ni siquiera cuando éstos estaban dispuestos a hablar del pasado, algo que no acostumbraba a
hacer la mayoría de alemanes, japoneses y franceses
La edad de oro ensanchó este abismo, por lo menos hasta los años setenta. ¿Cómo era
posible que los chicos y chicas que crecieron en una época de pleno empleo entendiesen la
experiencia de los años treinta, o viceversa, que una generación mayor entendiese a una
juventud para la que un empleo no era un puerto seguro después de la tempestad, sino algo
que podía conseguirse en cualquier momento y abandonarse siempre que a uno le vinieran
ganas de irse a pasar unos cuantos meses al Nepal?
La liberación personal y la liberación social iban, pues, de la mano, y las formas más evidentes
de romper las ataduras del poder, las leyes y las normas del estado, de los padres y de los
vecinos eran el sexo y las drogas.
No obstante, el consumo de drogas era, por definición, una actividad ilegal, y el mismo hecho
de que la droga más popular entre los jóvenes occidentales, la marihuana, fuese posiblemente
menos dañina que el alcohol y el tabaco, hacía del fumarla (generalmente, una actividad social)
no sólo un acto de desafío, sino de superioridad sobre quienes la habían prohibido.
La revolución cultural de fines del siglo xx debe, pues, entenderse como el triunfo del individuo
sobre la sociedad o, mejor, como la ruptura de los hilos que hasta entonces habían imbricado
a los individuos en el tejido social.
En la mayor parte del mundo, los antiguos tejidos y convenciones sociales, aunque minados
por un cuarto de siglo de transformaciones socioeconómicas sin parangón, estaban en
situación delicada, pero aún no en plena desintegración,
Las instituciones a las que más afectó el nuevo individualismo moral fueron la familia tradicional
y las iglesias tradicionales de Occidente, que sufrieron un colapso en el tercio final del siglo
Para el 80 por 100 de la humanidad la Edad Media se terminó de pronto en los años cincuenta;
o, tal vez mejor, sintió que se había terminado en los años sesenta.
Realmente, la rapidez del cambio fue tal, que el tiempo histórico puede medirse en etapas aún
más cortas.
A finales de los años setenta los vendedores de los puestos del mercado de un pueblo
mexicano ya determinaban los precios a pagar por sus clientes con calculadoras de bolsillo
japonesas, desconocidas allí a principios de la década
El cambio social más drástico y de mayor alcance de la segunda mitad de este siglo, y el que
nos separa para siempre del mundo del pasado, es la muerte del campesinado
Lo que pocos hubiesen podido esperar en los años cuarenta era que para principios de los
ochenta ningún país situado al oeste del telón de acero tuviese una población rural superior al
10 por 100,
Sólo tres regiones del planeta seguían estando dominadas por sus pueblos y sus campos: el
África subsahariana, el sur y el sureste del continente asiático, y China.
Cuando el campo se vacía se llenan las ciudades. El mundo de la segunda mitad del siglo xx
se urbanizó como nunca
Educación
Casi tan drástico como la decadencia y caída del campesinado, y mucho más universal, fue el
auge de las profesiones para las que se necesitaban estudios secundarios y superiores
Pero, tanto si la alfabetización de las masas era general como no, la demanda de plazas de
enseñanza secundaria y, sobre todo, superior se multiplicó a un ritmo extraordinario, al igual
que la cantidad de gente que había cursado o estaba cursando esos estudios.
Esta multitud de jóvenes con sus profesores, que se contaban por millones o al menos por
cientos de miles en todos los países, salvo en los más pequeños o muy atrasados, cada vez
más concentrados en grandes y aislados «campus» o «ciudades universitarias», eran un factor
nuevo tanto en la cultura como en la política
Tal como revelaron los años sesenta, no sólo eran políticamente radicales y explosivos, sino de
una eficacia única a la hora de dar una expresión nacional e incluso internacional al
descontento político y social
La mujer
En realidad, las mujeres, como grupo, se convirtieron en una fuerza política destacada como
nunca antes lo habían sido. El primer, y tal vez más sorprendente, ejemplo de esta nueva
conciencia sexual fue la rebelión de las mujeres tradicionalmente fieles de los países católicos
contra las doctrinas más impopulares de la Iglesia, como quedó demostrado en los referenda
italianos a favor del divorcio (1974) y de una ley del aborto más liberal (1981)