Sie sind auf Seite 1von 193

El honor

del guerrero
Guerra étnica
y conciencia moderna

Éfp

Michael Ignatieff
TA URUS
T
Michael Ignatíeff

El honor del guerrero


Guerra étnica y conciencia moderna

esde principios de ios años noventa, Michael Ignatíeff ha

D recorrido las principales zonas de guerra: Serbia, Croacia y


Bosnia; Ruanda, Burundi y Angola; y Afganistán. El honor del
guerrero es una reflexión sobre lo que ha visto en lugares
donde la guerra étnica se ha convertido en un modo de vida.
En una serie de retratos impactantes, Ignatíeff describe el surgimiento
de los nuevos intervencionistas morales — los cooperantes, repor­
teros, pacificadores, delegados de la Cruz Roja y diplomáticos— ,
quienes creen que la miseria de otras personas, por lejos que estén,
nos concierne a todos. Nos enfrenta a los nuevos guerreros étnicos
— los señores de la guerra, los guerrilleros y los paramilitares— , que
han incrementado el carácter salvaje y violento de la guerra pos­
moderna de una forma sin precedentes. Ignatíeff extrae, del en­
cuentro de estos dos grupos, conclusiones sorprendentes y alar­
mantes acerca de la ambigua ética del compromiso, las limitaciones
de la justicia moral en un mundo en guerra, y el inevitable enfren­
tamiento entre los que defienden las lealtades tribales y nacionales
y los que hablan el lenguaje universal de los derechos humanos.
Impactante y apasionante, El honor del guerrero es un lúcido examen
del frágil lazo que une las zonas seguras y las zonas de riesgo que
configuran al mundo moderno.

«Ignatíeff escribe con una prosa directa, con un estilo ameno y


accesible que convencerá a la gente de que las ideas que plantea
son fundamentales, de lo im portante que es debatir sobre ellas
y de que la pasión que despiertan es admirable, como lo son sus
propias ideas.»
SALMAN RUSHDIE

ISBN: 84-306-0280-1
M ichael I gnatieff

El honor del guerrero


G u e r r a é t n ic a
Y CONCIENCIA MODERNA

Traducción de Pepa Linares

TAURUS

PENSAMIENTO
Título original: The Warrior's Honmtr
© 1998, Michael lgnatieff
© De esta edición:
Grupo Santillana de Ediciones, S. A., 1999
Torrelaguna, 60. 28043 Madrid
Teléfono 91 744 90 60
Teleíax 91 744 92 24

• Aguilar, Altea. Tauros, Alfaguara, S. A.


Bcazley, 3860. 1437 Buenos Aires
• Aguilar, Altea, Tauros, Alfaguara, S. A. de C. V.
Avda. Universidad, 767, Col. del Valle,
México. D.F. C. P. 03100
• Distribuidora y Editora Aguilar, Altea, Tauros, Alfaguara. S.
Calle 80. n.° 10-23
Teléfono: 635 12 00
Santafé de Bogotá, Colombia

Diseño de cubierta: Pcp Carrió y Sonia Sánchez


Escultura: Pep Carrió
Fotografía: Carlos Arriaga
ISBN: 84-3064)280-1
Dep. Legal: M-8.852-1999
Primeó ¡n Spain - Impreso en España

Todos los derechos reservados.


Esta publicación no puede ser
reproducida, ni en todo ni en parte,
ni registrada en o transmitida por,
un sistema de recuperación
de información, en ninguna forma
ni por ningún medio, sea mecánico,
fotoquitnico, electrónico, magnético,
electroóptico, por fotocopia,
o cualquier otro, sin el permiso previo
por escrito de la editorial.
I n d ic e

Intro ducción.................................................................... 9

¿No hay nada sagrado? La ética de la televisión........... 15


El narcisismo de la diferencia m enor .......................... 39
El atractivo de la repugnancia m o ra l............................ 73
El honor del g u e rre ro ..................................................... 107
Una pesadilla de la que intentamos despertar............. 157

Notas sobre las fu e n te s ................................................... 181

índice g e n e ra l.................................................................. 187


I n t r o d u c c ió n

E n t r e 1993 y 1997 recorrí los paisajes de la moderna guerra


étnica: estuve en Serbia, Croacia y Bosnia; en Ruanda, Bu­
rundi, Angola; y en Afganistán. Vi las ruinas de Vukovar,
Huambo y Kabul; los cadáveres en la iglesia en Nyarubuye; y
a los huérfanos de Mazar al Sharif. En los controles me en­
contré con los nuevos guerreros: jóvenes descalzos con ka-
lashnikovs, paramilitares con gafas de sol envolventes, fanáti­
cos con turbante del talibán que dejaban sus esterillas para la
oración junto a sus fusiles.
Se dio la circunstancia de que realicé estos viajesjusto des­
pués de que se hubiera desatado una nueva ola de interven­
cionismo internacional durante la guerra del Golfo y antes
de que ésta apareciera en Bosnia. Quería descubrir qué mez­
cla de solidaridad moral y soberbia había alentado a las na­
ciones occidentales a embarcarse en esta breve aventura para
poner orden en el mundo. ¿Qué nos había incitado a super­
visar elecciones en Camboya, a procurar la defensa de los
kurdos frente a Sadam, a enviar tropas de las Naciones Uni­
das a Bosnia, a restaurar la democracia en Haití, a sentar a los
guerrilleros angoleños en torno a la mesa de negociaciones?
¿Yqué es lo que todavía conecta, si es que existe algo, las zo­
nas seguras donde yo mismo y la mayoría de los lectores de
este libro sin duda vivimos con las zonas de riesgo, donde la
lucha étnica se ha convertido en un modo de vida?
En un libro anterior, The NeedsofStrangers, me ocupaba de
la obligación moral entre desconocidos en ámbitos naciona­
les, dentro de Estados-nación. Aquí me centro en la obliga-

9
E l. HONOR DEI. GUERRERO

ción moral que va más allá de nuestra tribu, de nuestro país,


de nuestra familia, de nuestro conjunto de relaciones ínti­
mas. El honor del guerrero versa sobre el impulso de “hacer
algo” que todos experimentamos cuando vemos por televi­
sión algún informativo sobrecogedor sobre Bosnia, Ruanda
o Afganistán. ¿Por qué motivo concreto algunos nos senti­
mos responsables de esos desconocidos? ¿Qué escenarios y
qué pautas de compromiso nos mueven a implicarnos perso­
nalmente con unos pueblos que nos eran ajenos hasta que el
encuentro fortuito con unas atroces imágenes televisadas
nos empujó a la acción?
En el siglo xix los intereses imperialistas vinculaban am­
bos mundos: el marfil, el oro y el cobre conducían a los
agentes imperiales hasta el corazón de las tinieblas. Duran­
te los cincuenta años de Guerra Fría, la presencia en cual­
quier guerra étnica de agentes, espías o mercenarios de una
de las superpotencias garantizaba la presencia de la otra a
favor del bando contrario. Actualmente no hay rivalidad en­
tre imperios ni enfrentamiento ideológico que provoque
que las zonas seguras consideren de su incumbencia a las
zonas de riesgo. Lo que queda es un trasfondo de compa­
sión y este nexo —inconstante y ambiguo— constituye el
tema del libro.
No está claro por qué unos desconocidos en peligro en al­
gún rincón del mundo serían asunto nuestro. Para la práctica
totalidad de la historia de la humanidad, las fronteras de
nuestro universo moral eran las fronteras de la tribu, del
idioma, de la religión o de la nación. La idea de que tendría­
mos obligaciones con los seres humanos más allá de nuestras
fronteras, sencillamente porque pertenecemos a la misma
especie, es un invento reciente, el resultado de nuestro des­
pertar a la vergüenza de haber hecho tan poco por millones
de extranjeros que murieron en los experimentos de terror y
exterminio de este siglo. Nada bueno nació de aquellos ac­
tos, salvo quizá la conciencia de que todos somos el “ser mis­
mo” de Shakespeare: el hombre puro, el pobre animal des­
nudo y erguido. Este “ser mismo” se ha convertido en el tema
—y en el fundamento— de la cultura actual de los derechos
humanos universales.

10
Michael Icnatteff

Los ensayos subsiguientes investigan los vínculos morales


cjue nos permite crear la nueva cultura. Algunos de ellos se
refieren a los occidentales que convierten el desamparo de
los desconocidos en un asunto propio: las atrocidades y los
ideales que alientan su participación, las complejidades de
orden moral que derivan del compromiso y el ciclo de desilu­
sión que suele acompañar a la fatiga y al abandono. Esta soli­
daridad es un nuevo rasgo esencial en la concepción moral
actual. En el siglo xix estos individuos habrían sido diplomá­
ticos, misioneros yjefes de estaciones de montaña imperiales.
Actualmente son personal de ayuda, reporteros, abogados
en los tribunales donde se juzgan crímenes de guerra, obser­
vadores del cumplimiento de los derechos humanos, traba­
jando todos en nombre de un ideal moral intangible: el que
los problemas de otras gentes, por muy lejos que estén, nos
incumben a todos. No obstante, casi todos los que intentan
ajustar su vida a semejante ideal tienen mala conciencia: na­
die sabe a ciencia cierta si el compromiso mejora o empeora
las cosas; nadie sabe hasta dónde debería llegar su participa­
ción; nadie sabe hasta qué punto son en realidad profundos
sus compromisos —están mediatizados, a fin de cuentas, por
la televisión y nuestra solidaridad puede ser intensa, aunque
superficial—. La fábula de Conrad sobre la repugnancia mo­
ral — El corazón de las tinieblas— continúa siendo perturbado­
ramente válida.
El segundo tema en importancia que trato es: una vez in­
volucrados, ¿con qué nos enfrentamos? ¿Qué está pasando
para que el mundo parezca tan peligroso y caótico? ¿Quiénes
son los nuevos arquitectos de la guerra posmoderna, parami­
litares, guerrillas, milicias y señores de la guerra que están
desgarrando los estados malogrados de la década de los no­
venta? 1.a guerra solían perpetrarla los soldados regulares;
ahora la hacen soldados no regulares. Esta puede ser la ra­
zón de por qué resultan tan salvajes las contiendas posmo­
dernas, de por qué los crímenes de guerra y las atrocidades
son actualmente intrínsecas al propio desarrollo bélico.
Existe una desconexión moral entre los nuevos artífices
de la guerra y los intervencionistas liberales que representan
los nuevos valores morales. Nosotros los occidentales veni-
Kl HONOR lil i. III I'.KRFRO

mos de una ética de alcance universal fundamentada en los


principios de los derechos humanos; ellos, en cambio, par­
ten de una ética de alcance particular que establece el límite
de los legítimos intereses morales en la tribu, la nación o la
pertenencia a una etnia. Lo que muchas organizaciones, en­
tre ellas la Cruz Roja, han descubierto es que los derechos
humanos tienen poco o ningún valor para este mundo en
conflicto. Es preferible dirigirse a estos combatientes como
guerreros antes que como seres humanos, pues los guerreros
respetan códigos de honor y los seres humanos —en su cali­
dad de tales— carecen de los mismos. Pese a todo, ¿qué repre­
senta el honor de un guerrero para un huérfano desarrapado
armado con un kalashnikov o para un soldado indígena no
regular cualquiera que sobrevive gracias al saqueo y la rapi­
ña? En la medida en que se desintegran las naciones, así lo
hacen los ejércitos y las cadenas de mando y, al unísono, los
códigos locales de guerra que a veces la salvan de la bestiali­
dad. Tal es el escenario desesperado donde los agentes de la
ayuda internacional se esfuerzan por enseñar a los autócto­
nos un código moral, así como estrategias de apoyo que evi­
ten que la guerra étnica degenere en genocidio.
Otro tema de este libro es el impacto de la guerra étnica
en otros países sobre nuestro modo de enfocar la acogida de
extranjeros en los nuestros. El salvajismo de sus contiendas
nos lleva a dejarnos ganar por la misantropía. Es fácil consi­
derar la guerra étnica como un repunte atávico del tribalis-
mo irremediable que nos acecha universalmente y como una
prueba de que está descartada la convivencia entre razas y
etnias diferentes. Desde la obra El corazón de las tinieblas, de
Conrad, los viajeros que regresan de zonas de riesgo han uti­
lizado sus experiencias para fustigar las ilusiones liberales de
quienes viven en las zonas seguras.
Sin embargo, no hay nada en nuestra naturaleza que
convierta en inevitable el conflicto étnico o racial. La tesis de
que razas y etnias distintas pueden convivir en paz, incluso
en armonía, no es un espejismo. Es más, los odios persisten­
tes, aparentem ente inamovibles, de las zonas donde hay
guerras étnicas resultan ser, tras un análisis más detenido, ex­
presiones del terror generado por el colapso o la ausencia de

12
M ic h a e l íc n a t ie f f

instituciones que permiten a los individuos crearse unas


identidades cívicas lo suficientemente firmes como para con-
U arrestar sus filiaciones étnicas. Cuando los individuos viven
en estados consolidados —aunque sean pobres— no necesi­
tan acudir a la protección del grupo. La desintegración de
los estados, y el miedo hobbesiano resultante, es lo que pro­
duce la fragmentación étnica y la guerra.
El tema final que abordo es la memoria y la curación mo­
ral: ¿cómo pueden liberarse las sociedades de la guerra y del
salvajismo? ¿Cómo pueden dejar atrás el pasado insosteni­
ble? Una vez más, los intervencionistas liberales se adentran
en las zonas castigadas predicando las virtudes terapéuticas
de la verdad y la necesidad moral de justicia, cuando frecuen­
temente lo que dichas sociedades necesitan es olvidar. Noso­
tros empezamos con las virtudes psicoanalíticas de la verdad;
ellos han aprendido la necesidad de la represión. Cualquier
verdad es buena, reza el proverbio africano, pero ¿es positiva
la expresión de cualquier verdad? Este es el dilema que en­
frentan los tribunales para los crímenes de guerra y las comi­
siones para esclarecer la verdad. Los extranjeros pueden coar­
tar la reconciliación. La guerra étnica no deja de ser una
lucha familiar, un duelo a muerte entre hermanos que sólo
se resolverá en el seno de la familia y únicamente cuando ya
no prevalezca el terror.
No existen razones para desesperar. Frente a cualquier
sociedad inmersa en un conflicto étnico, como Afganistán,
hay una Suráfrica en el duro tránsito de regresar del abismo.
Tan pronto como el mundo declara irrecuperable una re­
gión —Africa central, por ejemplo— surgen líderes aparente­
mente capacitados para crear los estados fuertes y legítimos
que estas regiones necesitan si van a liberarse, con sus pro­
pios medios, de la calamidad bélica. Por cada intervención
fallida, como en Somalia, hay una Angola donde subsisten
esperanzas de que pueda establecerse una paz duradera. Jus­
to cuando el mundo parece estar dejando sin castigo a los
criminales de guerra, algunos son conducidos ante los tribu­
nales y el ciclo de la impunidad se quiebra.
El mundo no está volviéndose más caótico o más violento,
aunque nuestra impotencia para comprender y actuar lo re-

13
E l. HONOR DEL C.UF.RRKRO

vista de tal apariencia. Tampoco se ha vuelto más cruel. Por


débil que sea el trasfondo de compasión y de compromiso
moral, es infinitamente más fuerte que hace sólo cincuenta
años. No somos muy conscientes de hasta qué punto nues­
tros valores morales se han transformado desde 1945 con el
desarrollo de un lenguaje y la práctica de un universalismo
moral expresado, principalmente, en una cultura de dere­
chos humanos compartidos. A su vez la televisión consigue
que nos resulte más difícil mantenernos indiferentes o igno­
rantes. Por último, el ejército de personal de ayuda y activis­
tas que median entre las zonas de nuestro planeta adquiere
sin cesar más fuerza e influencia. Ellos constituyen nuestra
coartada moral, pero también representan el puente gracias
al cual en el futuro podrán establecerse compromisos más
profundos y duraderos. Nada hay en el despertar de esta con­
ciencia global que justifique nuestra complacencia. Pero tam­
poco hay nada que justifique la desesperanza.

14
¿NO HAY NADA SAGRADO?
La é t ic a de i a t e l e v isió n

La enfermera británica se abría paso entre una muche­


dumbre de mujeres y niños apostados en medio de una polva­
reda a la entrada del hospital de campaña del campo de refu­
giados de Korem, en Etiopía. Seleccionaba los niños que aún
podían recibir algún auxilio. Decidía quiénes vivirían y quié­
nes morirían. Abriéndose paso entre la multitud famélica,
un equipo de televisión la seguía de cerca. Uno de los repor­
teros se acercó con el micro para preguntarle qué sentimien­
tos le producía aquella situación. Incapaz de responder, la
enfermera dirigió a la cámara una mirada que venía de muy
lejos.

Con escenas y preguntas como éstas, la televisión enfrenta


a la conciencia occidental con el sufrimiento en las zonas de
hambruna y guerra étnica. Gracias a los informativos o a pro­
gramas como “Live Aid”, ia televisión se ha convertido en el
intermediario privilegiado a través del cual se establecen re­
laciones morales entre desconocidos en el mundo moderno.
A pesar de esto, apenas se analiza el efecto que tienen sobre
esas relaciones morales las imágenes televisivas o las normas
y convenciones por las que se rige la recopilación electróni­
ca de las noticias. A primera vista, las relaciones morales crea­
das por estas imágenes podrían interpretarse de dos formas
radicalmente distintas: como ejemplo del voyeurismo promis­
cuo que la cultura visual hace posible o como un dato esperan-

15
E l HONOR DEL CIT-RRERO

zador de la internacionalización de la conciencia. La dificul­


tad, claro está, reside en que dos interpretaciones tan opues­
tas pueden también ser ciertas. Convendrá analizarlas por se­
parado.
En primer lugar, no cabe duda de que la cobertura televisi­
va de la hambruna y de la guerra ha tenido un impacto extra­
ordinario en la solidaridad occidental. Sólo en Gran Bretaña,
los organismos que luchaban contra el hambre recibieron
donativos valorados en más de sesenta millones de libras du­
rante el año posterior al primer reportaje sobre Etiopía, emi­
tido en octubre de 1984. Por primera vez. desde el caso de
Biafra, los gobiernos europeos se enfrentaban a una presión
social directam ente relacionada con el problema del de­
sarrollo. Numerosos hechos conocidos, pero relegados al
ámbito de lo inevitable —las toneladas sobrantes de trigo
producidos por la política agrícola de la Unión Europea—,
adquirieron de repente, contemplados junto a las imágenes
procedentes de Etiopía, la dimensión de un escándalo públi­
co. 1.a televisión logró que la presión social hiciera mella en
la inercia burocrática y en las excusas ideológicas que habían
permitido que una crisis alimentaria largamente anunciada
se convirtiese en un auténtico desastre. Gracias a la televi­
sión, las relaciones directas entre los pueblos se impusieron a
las mediaciones bilaterales entre gobiernos y, durante un
breve intervalo, se creó un nuevo internacionalismo electró­
nico que unía la conciencia de los ricos a las necesidades de
los pobres. La televisión redujo espectacularmente el desfase
temporal entre presión y acción, necesidad y respuesta. De
no haber sido por ella, habrían muerto muchos miles de etío­
pes más, sin que Occidente se enterara o tuviera ocasión de
lamentarlo, como había ocurrido hasta entonces.
Aunque la televisión haya permitido este tipo de situacio­
nes, no faltan aspectos conflictivos relacionados con su for­
ma de enfocar el desastre. Hay quienes acusan a los informa­
tivos de ignorar la escasez de alimentos hasta que adquiere
cierto atractivo visual, y quienes sospechan que la historia des­
aparece de los boletines de mayor audiencia a medida que
el horror se traslada a otro lugar del mundo. La mirada del
medio es breve, intensa y promiscua; el tiempo de exhibición

16
MlCllAEl- 1CNATIEFF

de sus causas morales resulta brutalmente corto. Otro de los


aspectos más inquietantes de la mirada televisiva se hace pa­
tente en la pregunta del reportero a la enfermera: "¿Qué sien­
te usted?”. Es probable que el periodista deseara acortar la
distancia que separaba a la enfermera de los televidentes sen­
tados en el salón de su casa, o que sintiera la necesidad de lle­
nar el silencio de los hambrientos que le rodeaban. En todo
caso, la pregunta descubre un abismo que la empatia—el “su­
frir con”— no puede superar, y pone al descubierto las dis­
tancias morales siderales que una cultura de imágenes visua­
les logra eliminar con su cruel pantomima de lo inmediato.
Por un lado, la televisión ha contribuido a derribar las
barreras de la nacionalidad, la religión, la raza y la geografía
que solían dividir nuestro espacio moral en personas por las
cuales nos sentíamos responsables y otras por las que no. Por
ou~a parle, nos convierte en voyeurs de un sufrimiento ajeno,
en turistas de un paisaje de angustia, y nos enfrenta con sus
destinos, al tiempo que esconde las distancias—sociales, mo­
rales y económicas— que nos separan. Es ese laberinto de
efectos contradictorios, que se neutralizan mutuamente, lo
que quisiera desentrañar.

II

I as imágenes televisivas no pueden afirmar nada; se limi­


tan a ofrecer ejemplos. I^as imágenes del sufrimiento huma­
no no afirman su propio significado, sólo pueden servir de
ejemplo a un reclamo moral si los telespectadores se sienten
implicados con quienes están viendo. Tras el mecanismo de
empatia, aparentemente natural, que existe en la respuesta
de los telespectadores frente a esas imágenes se esconde una
historia en la que sus conciencias fueron formadas para res­
ponder de esta forma, y que llevó a los europeos a creer en el
mito de la universalidad humana: la simple ¡dea de que la
raza, la religión, el sexo, la nacionalidad y la situación legal
no justifican un tratamiento desigual, o, de un modo más po­
sitivo, que el dolor y las necesidades son los mismos en todos
los seres humanos, que tenemos la obligación de ayudar a
El. HONOR DEL GUERRERO

personas con las que nunca hemos compartido cuna, nacio­


nalidad, raza o proximidad geográfica.
El primer impulso ético en enfrentarse a la división clásica
de la humanidad en ciudadanos y esclavos procede del cristia­
nismo, de su promesa de salvación universal. Posteriormente,
el derecho común medieval sentó como base de los sistemas
jurídicos europeos esta idea de la identidad de todos los suje­
tos humanos. La llegada de la Reforma obligó a replantear,
en un mundo ya dividido en confesiones rivales, la universali­
dad humana que había servido de premisa para la unidad de
los cristianos. La jurisprudencia elaborada por los teóricos
del primer derecho natural moderno proporcionó un dere­
cho natural universal a un mundo de leyes y concepciones éti­
cas dolorosamente enfrentadas. El derecho natural nació de
la necesidad de definir los derechos de los extranjeros —pri­
sioneros de guerra, supervivientes de naufragios—, quienes,
arrojados de una jurisdicción a otra, o a caballo entre las dos,
se encontraban indefensos y forzados a depender de la cultura
de obligación entre ellos y sus captores o rescatadores. Gran
parte de aquella lucha por definir y defender los derechos de
un sujeto universal se llevó a cabo a pesar del sombrío telón
de fondo de las guerras de religión.
La doctrina de la tolerancia moderna nació de las plumas
de Montaigne, Bayle y Locke, entre otros muchos, y de la re­
pugnancia que les producía la utilización de las identidades
humanas parciales—religión, nación y región— para justifi­
car el sacrificio de otros seres humanos. Su principio funda­
mental, como han puntualizadojudith ShkJar y otros, era ne­
gar que los pecados contra Dios —la blasfemia, la herejía y la
desobediencia— fuesen una excusa para los pecados contra
los hombres. Ninguna ley superior justificaba la destrucción
de una vida humana fuera de un sistema jurídico. Los parti­
darios de la doctrina de la tolerancia sostenían también
que, dada la ignorancia, común a todos los humanos, de los
fundamentos metafisicos del mundo, todas las criaturas hu­
manas tenían idéntico derecho a construirlos según su leal
saber y entender, con tal de que no atentaran contra la vida o
la propiedad de otros. La base filosófica de la paz civil entre
los estados y entre las comunidades confesionales dentro de

18
MlCHAFJ. ItiNATIEFV

aquéllos, aducían los filósofos del siglo xvii, era la aceptación


compartida de la identidad y la igualdad natural de los seres
humanos.
Todo lo cual se aplicó exclusivamente, como cabía espe­
rar, a los hombres blancos de Europa. Esto resultó evidente
en los pueblos de otro color que hallaron los europeos en
América del Norte y del Sur para ciertas figuras del siglo xvi,
como el ensayista Montaigne o el misionero español fray Bar­
tolomé de las Casas. Si bien es cierto que sus escritos no pu­
dieron impedir o retrasar la destrucción que causó el impe­
rialismo europeo, fomentaron un sentimiento de culpa que
pertenece tanto como la propia conquista a la historia del
imperialismo. El imperialismo europeo dividió el mundo en
“nosotros” y “ellos”, blancos y negros, cristianos y paganos,
civilizados y salvajes, pero la conciencia de Europa siempre
tuvo presente un universalismo cristiano y jurídico que re­
chazaba esa definición particularista de las obligaciones hu­
manas, y aunque la historia de la conciencia que comenzó
con los primeros descubrimientos europeos no ha termina­
do aún, no cabe duda de que uno de los triunfos irreversi­
bles sobre la definición particularista de la identidad huma­
na fue la victoriosa campaña contra el comercio de esclavos,
y más tarde contra la propia esclavitud, que tuvo lugar de 1780
a 1850. No se puede afirmar que las intenciones de aquellas
campañas fueran del todo altruistas: el coste de la esclavitud
o la relativa ineficacia de los esclavos en comparación con los
trabajadores libres también contaron a la hora de ajustar las
cuentas con las conciencias. En efecto, esta historia no es la
del desarrollo progresivo de una moral ilustrada, sino la de
un esfuerzo por reconciliar los impulsos de la moral univer­
salista con sus propias consecuencias, que a veces resultaban
incómodas.
El hambre puso de relieve una parte de aquellas conse­
cuencias. Los primeros padres de la Iglesia ya plantearon
como tema central del debate sobre la ética pública del cris­
tiano la cuestión del alivio de las necesidades de los pobres
como obligación o acto voluntario. De ser una obligación,
esto conferiría a los pobres ciertos derechos sobre las propie­
dades de los ricos. Algunos padres de la Iglesia, por ejemplo,

15)
El. HONOR OKI. GUERRERO

santo Tomás de Aquino, sostuvieron que tales derechos in­


terferirían con el derecho de la propiedad, base del propio
orden social. Por otro lado, si los pobres carecían de dere­
chos y dependían sólo de la caridad, quedaban, en su mayor
parte, condenados al hambre en tiempos de penuria. La his­
toria de la ética cristiana gira alrededor de ese debate entre
el derecho a la propiedad y las exigencias de los pobres en
tiempos de hambruna. En la práctica, tanto en la doctrina
cristiana como en el derecho natural europeo, las pretensio­
nes de una ética universalista quedaron bastante mermadas
por el precepto de que un hombre rico tiene una obligación
meramente caritativa y voluntaria hacia las necesidades de
los que le son desconocidos. En términos generales, se creó
un orden —descendente— de compromiso moral: en pri­
mer lugar, las necesidades de amigos y parientes, seguidos de
los vecinos, correligionarios y compatriotas, y al final del todo,
el desconocido indeterminado. Incluso hoy, la necesidad del
desconocido —una víctima en la pantalla de televisión— es
el planeta más apartado del sistema solar de nuestras obliga­
ciones morales. La idea de que debemos ayudar al que nos es
más cercano siempre resultará convincente; ou'a cosa es que
sea correcto dejarse convencer. Así pues, en el supuesto im­
pulso natural de empatia caritativa hacia un país de ultramar
existe una gran confusión moral, que refleja un conflicto ya
antiguo entre la conciencia de la ética universalista y las exi­
gencias del sistema de propiedad privada, y, a su vez, entre el
sujeto conocido de necesidad y el extraño a la puerta.
Frente a esta contradicción, la uadición marxista siempre
ha considerado que el universalismo moral burgués era una
fraudulenta tapadera ideológica. Los marxistas sostienen
también que la doctrina de la inviolabilidad natural de los in­
dividuos, en tanto que criaturas portadoras de derechos, sólo
podrá realizarse en las sociedades que hayan superado las re­
laciones sociales propias del capitalismo y del imperialismo.
La historia del sarcasmo marxista frente al universalismo bur­
gués no puede escribirse sin una mención especial al Huma­
nismo y terror de Maurice Merleau-Ponty, escrita como réplica
a las críticas socialistas y liberales de los procesos propagan­
distas de Stalin. La crítica humanista de la violencia política

20
M lC H A t L It'.NATISKF

soviética, sostenía Merleau-Ponty, era un empeño hipócrita


por negar la violencia inherente a la propia burguesía y desle­
gitimar los instrumentos que tenía la revolución para defen­
derse. La piedad del humanismo burgués, según Merleau-
Ponty, no quiere aceptar que la violencia ha sido el motor del
progreso desde la aparición de la burguesía hasta el triunfo
de la revolución soviética.
El ensayo de Roland Barthes sobre la exposición fotográ­
fica “1.a familia del hombre” —ejemplo de contraataque de
los marxistas franceses al humanismo burgués durante la
posguerra— amplía la línea argumental de Merleau-Ponty al
campo estético. Esta exaltación de la identidad natural del
hombre —su pertenencia a la “familia hum ana”—, decía
Barthes, reduce a los hombres y mujeres históricos reales a
una igualdad intrascendente: la de su identidad zoológica.
Esas imágenes pretendían cubrir elementos esenciales de la
experiencia humana —trabajo, juego, sufrimiento y dolor—
con una capa de eterna inevitabilidad, separando así el sufri­
miento y la opresión del ámbito de la intervención humana.
Si nos atuviéramos a esa crítica marxista de la hipocresía
burguesa, la vergüenza que provocan las imágenes televisa­
das del horror no estaría tanto en lo que enseñan como en lo
que ocultan. La cultura visual, diría un marxista, moraliza las
relaciones del que sufre con el que mira como si se tratara de
un momento de empatia eterno ajeno a la historia. La televi­
sión presenta como relaciones humanas lo que en realidad
son relaciones políticas y económicas, y da a entender que el
vínculo entre la conciencia occidental y las necesidades de
los desconocidos del Tercer Mundo es inherente a la propia
naturaleza humana, al margen de la historia de explotación
que une a Occidente con sus antiguas colonias. Visto así, la ca­
ridad que nace de la empatia es una forma de olvido, una re­
producción de la amnesia que sufre Occidente cuando se trata
de su responsabilidad en las causas del hambre y la guerra.
Hay dos verdades incuestionables: que los mecanismos de
la piedad constituyen una complicada mezcla de olvido y con­
descendencia, y que el amor propio exaltado es una parte
fundamental del proceso que conduce a la empatia moral
frente al sufrimiento ajeno. Sin embargo, el encuentro de la

21
El. HONOR DE!. CUERRERO

televisión —y el nuestro— con las imágenes es mucho más


ambivalente de lo que sugiere ese análisis. Resulta fácil soste­
ner que una cultura de la imagen visual favorece los iconos
del sufrimiento en detrimento de los estudios analíticos, pero
no ha suprimido el análisis de sus causas. La televisión ha do­
cumentado todos y cada uno de los aspectos estructurales
de la ham bruna en Etiopía: la carrera de armamento en el
Cuerno de África, las injusticias del sistema internacional
de precios de las materias primas, la insuficiente inversión
en rescate de terrenos por los organismos occidentales para
el desarrollo, las reformas agrarias y los proyectos de repo­
blación, o el hecho grotesco de que los dirigentes locales se
dediquen a guerras internas en vez de atender a las necesida­
des de sus pueblos. Si los telespectadores dan por supuesto
que la hambruna es, hasta cierto punto, asunto de su incum­
bencia es porque antes, durante más de una década, han vis­
to numerosos documentales sobre el desarrollo del Tercer
Mundo, que si bien favorecían la ideología de Robert MacNa-
mara en detrimento de Franz Fanón, mostraban a las claras
ciertas estructuras económicas y políticas de la dependencia
neocolonial. La televisión no ha creado esta nueva cultura de
comprensión entre el Tercer Mundo y el Primero que permi­
te ese flujo de empatia entre el que sufre y el que mira, pero
ha desempeñado un papel sincero e incluso honroso en la
formación de un entendimiento rudimentario de los asun­
tos relacionados con el desarrollo en la opinión pública de
Occidente. Si la televisión es ideología burguesa, tendremos
que aceptar al menos que la ideología burguesa —en relación
con el Tercer Mundo— manifiesta una mezcla muy compleja
de amnesia consciente, sentimiento de culpa, autocontem-
plación moralizante y auténtica comprensión. La televisión
no suprime esta ambivalencia, la reproduce fielmente con
toda su carga de confusión.
El mito de la identidad humana —el dolor y la necesidad
unen al que los contempla con el que los padece— es real­
mente ambiguo. Los espectadores blancos que envían che­
ques a favor de las víctimas negras del otro lado del mundo
pueden compaginar esta generosidad con una actitud muy
distinta respecto a otros negros más cercanos. Uno de los pla-

22
M ia iA E t. IGXATIEFF

ceres de la empatia es que nos permite olvidar nuestras in­


consistencias morales. Ahora bien, la idea de que la empatia
moral a distancia no es más que un mito ilusorio se corres­
ponde implícitamente con otro mito, igualmente moral, se­
gún el cual el auténtico “sufrir con”, basado en la experien­
cia común, sólo es posible entre personas que comparten
una identidad social, por ejemplo, la misma clase. Sin embar­
go, la ¡denudad de clase no es menos mídca, ni menos imagi­
nada, que la fraternidad universal y su ética correspondiente
también divide el mundo en nosotros y ellos, en amigos y
enemigos. El internacionalismo moral basado en la solidari­
dad de clase tuvo sus momentos de gloria —las Brigadas In­
ternacionales de España, por ejemplo— y sus momentos de
ignominia. Ix>s soldados que entraron en Checoslovaquia y
Hungría con los tanques soviéticos iban adoctrinados, cre­
yendo acudir en ayuda de sus camaradas contra el enemigo
común de clase. “Eliminar al enemigo de clase” fue el mot d ’or-
dre de todas las atrocidades cometidas por los ejércitos sovié­
ticos y partisanos después de la II Guerra Mundial, por no
mencionar las de los arrozales de Camboya. En la actualidad,
la frágil internacionalización del mito de la fraternidad vuel­
ve pletórica de fuerzas porque las solidaridades parciales hu­
manas —la religión, la etnia o la clase — se han deshonrado
a sí mismas con las matanzas cometidas en su nombre.
Sin embargo, durante el siglo X X , la moral de este mito se
lia visto mucho más empañada que en ciertas circunstancias
del x j x , como los movimientos evangélicos contra el comer­
cio de esclavos o la campaña de Gladstone contra las atroci­
dades de Bulgaria. El “humanismo burgués” del siglo xix se
inspiró en la economía política del libre comercio que pre­
gonaba un mundo de pueblos unidos por el mercado mun­
dial, y en una doctrina de progreso que entendía que la ex­
pansión del imperio británico formaba parte de la evolución
del pensamiento humano, concibiendo la universalidad hu­
mana como la integración de las castas inferiores en las leyes
de la civilización.
En el siglo xx, la idea de la universalidad humana no se
basa tanto en la esperanza como en el temor, no tanto en el
optimismo que despierta la capacidad humana para el bien
El h o n o r del guerrero

como en el pánico que produce su capacidad para el mal, no


tanto en el hombre creador de su propia historia como en el
enemigo que puede resultar para su propia especie. Los mo­
jones en el camino del nuevo internacionalismo han sido Ar­
menia, Verdún, el frente ruso, Auschwitz, Hiroshima, Viet-
nam, Camboya, Líbano, Ruanda y Bosnia. Un siglo de guerra
total nos ha convertido a todos en víctimas, civiles y militares,
hombres, mujeres y niños. Ya han pasado los tiempos en que
la violencia —así como la piedad y la compasión— se distri­
buía a través de la tribu, la raza, la religión o la nación. Desde
que la tecnología ha propiciado una nueva forma de hacer la
guerra y de matar —el genocidio— asistimos también a la
aparición de una nueva clase de víctimas. La guerra y el ge­
nocidio han derribado las fronteras morales de la nacionali­
dad, la raza y la clase, que solían fijar la responsabilidad del
alivio de los heridos. Si ahora admitimos nuestra responsabi­
lidad hacia los desconocidos que sufren es porque, después
de estos cien años de destrucción total, nos avergonzamos de
aquel acantonamiento de las responsabilidades morales en
el plano regional, nacional o religioso que hizo posible el
abandono de los judíos. El universalismo moral moderno ha
nacido de un nuevo delito: el crimen contra la humanidad.
El hambre, como la guerra étnica, pulveriza grandes can­
tidades de individuos concretos en unidades exactamente
iguales de humanidad pura. Hace cincuenta años, en los cam­
pos que se esparcían por el noroeste de Europa, campesinos
polacos, banqueros de Hamburgo, gitanos de Rumania y
tenderos de Riga —cada uno dotado de identidad social pro­
pia y relacionado de forma muy distinta con los opresores—
eran aniquilados, convertidos en una masa indiferenciada,
condenada al olvido. Lo mismo ocurrió en los campos etíopes
donde el sufrimiento redujo a los cristianos de las montañas,
los musulmanes del llano, los eriü eos, los tigrés, los afar y los
somalíes a una misma condición, la de víctima. En ese proce­
so de sufrimiento, el individuo se ve privado de las relaciones
sociales que, en tiempos normales, le habrían salvado la vida.
En el campo etíope, cada individuo era un hijo o una hija, un
padre o una madre, un miembro de una tribu, un ciudadano,
un creyente, un vecino, pero ninguna de estas relaciones so-

24
MlCliAEl. ItíNATIEFF

dales puede ayudarles en esos momentos. El hambre, como


el genocidio, destruye el sistema capilar de las relaciones so­
ciales en el que se basa el sistema de derechos de cada indivi­
duo, y con ello crean un nuevo sujeto humano: la víctima en
estado puro, despojada de su identidad social y del entorno
moral específico que, en tiempos normales, habría atendido a
sus quejas. La familia, la tribu, la fe religiosa, la nación ya no
existen como audiencia moral para esta gente. Si quieren so­
brevivir no tienen más remedio que depositar su esperanza
en la más terrible relación de dependencia: la caridad de
personas desconocidas.
En tales condiciones, la fraternidad puede entenderse
como un sistema moral residual de obligaciones entre desco­
nocidos que entra enjuego cuando ya no quedan otras relacio­
nes sociales capaces de salvar a una persona. En ese sentido, es
un mito actualizado por el horror del siglo xx: es un mito con
una historia, una necesidad que sólo la historia puede crear.
Es un axioma moral, puesto a prueba en el siglo xx a una es­
cala nunca imaginada, según el cual no existe el amor hacia
la especie, sino hacia personas concretas, en un tiempo y un
lugar. Si, como se ha dicho siempre, las obligaciones son socia­
les, contextúales, relaciónales e históricas, ¿qué se puede hacer
por aquellos cuyas relaciones sociales e históricas han quedado
literalmente pulverizadas? La experiencia humana se enfrenta
ahora con un abanico de nuevas situaciones —hambrunas de
dimensiones continentales, catástrofes ecológicas, genoci­
dios— que crean víctimas que carecen de relaciones sociales
para defenderse y que hacen que una ética de obligación
moral universal hacia los desconocidos sea necesaria para el
porvenir del planeta. Sin duda, una ética semejante ocupará
siempre un puesto secundario en nuestra voluntad moral, sub­
sidiaria de la atención que prestamos a un hermano o una her­
mana, un conciudadano, un correligionario o un compañero
de trabajo, pero si, con toda su debilidad y su inconstancia, fal­
tase ese compromiso impersonal con los desconocidos, la vícti­
ma universal no hallaría nunca una mano amiga. La televisión
se ha convertido en el medio moderno privilegiado de ese dé­
bil lenguaje moral y de este nuevo fenómeno —la víctima uni­
versal— a la que esta ética in ten ta dirigirse.
E l. HONOR DEL GUERRERO

III

Pero la televisión es también el instrumento de una nueva


política. Desde 1945, la opulencia y el idealismo han propi­
ciado el nacimiento de numerosos grupos de presión y soli­
daridad no gubernamental —Amnistía Internacional, Care,
Save the Children, Solidaridad Cristiana Internacional, Ox­
ford Committee for Famine Relief (Oxfam) y Médicos sin
Fronteras, por citar algunos— que utilizan la televisión como
elemento fundamental de sus campañas para movilizar con­
ciencias y dinero en favor de pueblos y hábitats que se hallan
en peligro por todo el mundo. Desde este punto de vista, el
espacio político es el mundo, no la nación; y el objetivo será
la especie humana, no la nacionalidad concreta o el grupo ra­
cial, religioso o étnico. Es una “política de la especie” que se
esfuerza por salvar a la humanidad de sí misma, como Green­
peace o World Wildlife se esfuerzan por proteger la naturale­
za y las especies animales del depredador humano. Esas or­
ganizaciones pretenden esquivar las relaciones bilaterales
entre gobiernos para crear contactos políticos directos, por
ejemplo, entre los patrocinadores de Amnistía y presos indi­
viduales, o las familias norteamericanas y los niños latino­
americanos acogidos, o los cooperantes en el terreno y su
clientela campesina. Su política consiste en crear en todo el
mundo una opinión pública que vigile los derechos de los
que carecen de medios para protegerse solos. A través de la
televisión, muchas organizaciones internacionales han con­
seguido forzar a ciertos gobiernos a reparar en lo que les cues­
ta, en términos de imagen, la represión local. En la medida
de lo posible, siempre intentan elevar el precio, convencien­
do a las naciones occidentales de que condicionen sus acuer­
dos sobre préstamos, armamento y paquetes de desarrollo a
ciertas exigencias en materia de derechos humanos. Como
resultado, lo que ocurre en las cárceles de Kigali, Kabul, Pe­
kín yjohannesburgo ha pasado a interesar al televidente de
todo el mundo. Cuando la política de los Estados-nación, la
ideología de partido y el activismo cívico manifiestan sínto-

26
M ic h a e i . I g n a tik fe

mas inequívocos de desgaste, desencanto y parálisis, esta nue­


va política ha demostrado una enorme eficacia para movili­
zar compromisos y dinero. Y es que su popularidad se debe
en gran parte a un espíritu apolítico que rechaza todos los ar­
gumentos ideológicos que los políticos usan para justificar la
agresión a otro ser humano, y se niega a establecer diferen­
cias entre las víctimas. Amnistía Internacional, por ejemplo,
no distingue la derecha de la izquierda en materia de presos
políticos, ni los torturados durante la revolución socialista de
los torturados en nombre de la libertad a la americana.
La televisión está especialmente dotada para ciertos as­
pectos de esa política por su capacidad para enfrentar las in­
tenciones políticas con sus resultados; basta con apretar el
botón del mando para que la televisión muestre el abismo de
abstracción que separa el discurso de un político en defensa
de la libertad de los cuerpos acribillados en la selva. La mora­
lidad de la televisión es, en el mejor de los casos, la del corres­
ponsal de guerra, la del veterano harto de oír las reiterativas
justificaciones de la crueldad humana de labios de la dere­
cha y de la izquierda y que, al final, aprende a escuchar sólo a
las víctimas. Don McCullin, el fotógrafo de guerra inglés, lo
expresa en el prólogo a una colección de algunas de sus foto­
grafías de Biafra, Bangladesh y Vietnam:

¿Cuál es mi actitud política? Sin duda, tomo partido por los


que carecen de privilegios. No puedo declararme políticamen­
te neutral, pero tampoco sé decir si soy de derechas o de iz­
quierdas. Me parece que estoy atrapado por mi historia, mi in­
capacidad para recordar los hechos y mi absoluta perplejidad
ante la teoría política; me he desilusionado de tal forma que ni
siquiera voto. He tratado de ser un testigo, un espectador inde­
pendiente, y el resultado es que no puedo ir más allá de los he­
chos. He visto tanto sufrimiento que visceralmente he llegado a
sentirme uno mismo con la víctima, y en esa posición he halla­
do una cierta integridad.

La buena conciencia de la televisión podría describirse en


términos muy parecidos: prestar atención a las víctimas, al
margen de la retórica política; rechazar las distinciones entre

27
El h o n o r b e l gu errero

muertos buenos y muertos malos (aunque no fue el caso en


la cobertura estadounidense de la guerra de Vietnam); y ser
un testigo, un portador de malas noticias a la conciencia vigi­
lante del mundo. En eso ha consistido el internacionalismo
moral de los años ochenta y noventa y es un mundo cansado
lejos del internacionalismo sesentayochista. Tanto la dere­
cha como la izquierda habrían descalificado a cualquiera que
en 1967 se hubiera atrevido a no distinguir las violaciones de
los derechos humanos estadounidenses de las norvietnami-
tas, pero después de que el victorioso Vietnam del Norte se
haya visto implicado en varias guerras expansionistas, la pos­
tura moral partidaria de la ideología de sus víctimas se ha ga­
nado el derecho a hacerse oír.
La moral, como el vestir, conoce modas. La televisión siguió
las modas morales de la guerra de Vietnam, no las creó. Sólo
los ejecutivos de la televisión creyeron que su medio había im­
pedido una victoria estadounidense. Aunque la ética domi­
nante de la televisión actual sostiene que no quedan causas
buenas —sólo víctimas de causas malas—, nada garantiza que
el medio no sucumba a la próxima moda moral. Existe incluso
el riesgo de que el saludable cinismo con que la televisión trata
las causas derive en una forma superficial de misantropía. La
ética de la víctima sólo genera empatia con los inocentes, pero
en las guerras civiles modernas —el Líbano de los ochenta, la
Bosnia y la Ruanda de los noventa—, donde las distinciones
entre civiles y combatientes se desvanecen con frecuencia y el
vecino mata al vecino, es difícil separar al intícente del culpa­
ble. Los que empiezan como agresores —por ejemplo, los ser­
bios— acaban a menudo como víctimas, y los pueblos que han
sido víctimas —croatas y musulmanes— se convierten en agre­
sores. La búsqueda de la víctima inocente es tarea infructuosa
porque los cadáveres esparcidos entre los escombros hacen su-
perfluo cualquier intento de comprensión, sólo vemos gente
atrapada en una espiral que parece tener razones de peso para
matarse, aunque todas las razones sean igualmente insensatas.
El cupo de cadáveres de cada informativo nocturno nos quita
las ganas de hacer esfuerzos por comprender.
Cuando la empatia fracasa en el intento de hallar la víc­
tima inocente, la conciencia encuentra fácil consuelo en

28
M ic h a e i . Ig n a t ie f f

una misantropía superficial. La reacción —“¡Están todos lo­


cos!”— reproduce la reconfortante dicotomía imperialista
entre el Occidente virtuoso, moderado y sensato y el Oriente
fanático y excesivo. De este modo, la misantropía relega al
olvido todas aquellas veces —Vietnam, las Malvinas, la inva­
sión de Granada, la guerra del Golfo— en que los mismos
que critican el fanatismo oriental se han entregado a su pro­
pio entusiasmo bélico.
Si lo que se pretende es comprender la guerra moderna
no hay que entrar sólo en el mundo de las víctimas, sino tam­
bién en el de los pistoleros, los torturadores y los apologistas
del terror, los que conciben únicamente a los suyos como cria­
turas sagradas con derechos humanos. En cuanto a sus enemi­
gos y a sus vícdmas, los verdugos siempre logran reunir razo­
nes convincentes para no considerarlos seres humanos. El
horror del mundo no está únicamente en los cadáveres ni en
las consecuencias, sino en las intenciones, en la mente de los
asesinos. Cada vez que comprobamos el poder de convicción
que tienen las ideologías de la muerte, la tentación de refu­
giarnos en la repugnancia moral es fuerte, pero el asco es un
pobre sustituto del pensamiento. La televisión posee una des­
afortunada capacidad para suscitar la repugnancia moral,
porque en su condición de mediador moral entre los violen­
tos y la audiencia, las imágenes televisivas son más eficaces pre­
sentando consecuencias que analizando intenciones, más
adecuadas para señalar los cadáveres que para explicar por
qué resulta tan provechosa la violencia en ciertos lugares. De
ahí su responsabilidad en el aumento de la misantropía, en
esa irritante resignación ante la locura criminal de los fanáti­
cos y los asesinos que legitima uno de los aspectos más peligro
sos de la cultura actual: la sensación de que el mundo ha e n lo
quecido de tal forma que ya no merece la pena reflexionar.

IV

Hasta aquí han quedado expuestos los siguientes argu­


mentos: la empatia moral mediatizada por la televisión tiene
una historia que comienza con la aparición del universalis-

29
El h o n o r del gu errero

mo moral en la conciencia de Occidente; ese universalismo


ha entrado siempre en conflicto con la tendencia a recono­
cer en nuestros amigos y parientes una prioridad moral so­
bre los desconocidos; la variante del universalismo moral
propio del siglo xx ha adoptado la forma de una ética antipo­
lítica y antiideológica, que toma partido sólo por la víctima;
el riesgo moral de esa ética es la misantropía, un riesgo y una
tentación fomentada, a su vez, por la insistencia visual de la
televisión, no tanto en las intenciones como en las conse­
cuencias.
Ha llegado el momento de enfocar más de cerca los infor-
madvos y el impacto de sus sistemas de selección y presenta­
ción de las relaciones morales que establecen los espectado­
res con los hechos que contemplan. Cuando decimos que
ver la televisión es una experiencia pasiva estamos afirman­
do, entre otras cosas, que desconocemos la naturaleza de la
autoridad visual a la que nos sometemos. Los informaüvos
son un género muy reciente; esa media hora de noücias que
nos parece un hecho normal no tiene más de treinta años,
pero sus códigos tienden ya a registrarse subliminalmente,
aunque cada vez se hacen más evidentes y comienzan a ser
tema de discusión cultural. Las noücias son un género, como
la literatura o el teatro, un régimen de autoridad visual, una
ordenación coercitiva de imágenes sometídas a un cronógra­
fo. Gran parte de sus convenciones proceden de la radio o de
la prensa escrita como, por ejemplo, el predominio de las no­
ticias nacionales sobre las internacionales, el hecho de que la
noücia sea lo ocurrido en “nuestro país” y en el “m undo” du­
rante una jornada, que la noticia de ayer —la ham bruna de
ayer— deje de ser noticia, que deba haber siempre alguna
noticia buena, es decir, que los programas deben comunicar
cierto ánimo a un mundo sin demasiadas alegrías. A estas
convenciones previas, la televisión ha sumado dos propias:
que las noticias sólo lo son cuando se pueden ver y que de­
ben adaptarse a formatos de quince, treinta o sesenta minu­
tos, con consecuencias tan evidentes como que el guión de la
media hora de informativo nocturno de la CBS llenaría tres
cuartas partes de la primera plana del New York Times. Aun­
que la promiscuidad de las noticias nocturnas —la mezcolan-

30
M ir.llA H . tONATIE»'

/a de los tornados de Pensilvania con los pistoleros de Bos­


nia, los huelguistas de la enseñanza en Manchester con una
excursión real a Suffolk o con la cirugía coronaria en el ala
infantil de un hospital californiano— es una característica
impuesta por el factor tiempo. Lo cierto es que ese conjunto
de hechos se presenta ante el espectador como un ejemplo de
la promiscuidad del mundo exterior. La incoherencia se
agrava ahora por el papel que cumplen en todos los medios
las historias de interés humano, cuya aparición pudo parecer
alguna vez un contrapunto popular al predominio de la infor­
mación oficialista y gubernamental. Sin embargo, esa redefi­
nición populista del valor de las noticias con objeto de incluir
lo curioso, lo extravagante y lo entretenido ha destruido la
coherencia del propio género hasta el punto de que el espec­
tador podría preguntarse al menos una vez todas las noches:
“¿Qué es lo que me están enseñando? ¿Por qué es noticia?”.
Los informativos se basan en el mito de ofrecer un pano­
rama de lo ocurrido en la “nación” y el “m undo” durante un
determinado periodo de tiempo, generalmente el transcurri­
do desde el último boletín. Millones de personas buscan en
la pantalla signos de su identidad colectiva como sociedad
nacional y como ciudadanos del mundo. Los medios de co­
municación desempeñan ahora un papel decisivo en la for­
mación de la “comunidad imaginada”, tanto en el plano na­
cional como en el mundial, un mito por el que millones de
seres distintos encuentran su identidad común en un “noso­
tros”. La ficción consiste en creer que es a “nosotros” a quie­
nes nos han ocurrido todos esos acontecimientos. Los nuevos
editores actúan en calidad de ventrílocuos de ese “nosotros”
y nos sirven una dieta informativa que se legitima en “nues­
tra” necesidad de saber, aunque, de hecho, lo único que nos
muestran es lo que cabe en los límites visuales y cronológicos
del género. En ese círculo vicioso, los informativos se convali­
dan como un sistema de autoridad, una institución nacional
ton el poder de proporcionar a la nación una identidad y de
lomarle el pulso a diario.
Pero los informativos no son sólo un sistema de autori­
dad, sino también el espacio de la competencia social entre
individuos y grupos de interés que luchan por disponer de

31
F.I. HONOR DEL GUERRERO

una representación ante los ojos del “nosotros” espectador.


La lucha por la representación ha adquirido tanta importan­
cia como la lucha por el poder; es más, se ha convertido en el
campo donde se enfrentan por el poder los disdntos intere­
ses. Lo que en el siglo xix se llamó la batalla por la opinión
pública, desarrollada en el ámbito de una prensa relativa­
mente restringida a las clases medias y altas, es ahora la lucha
por la “cobertura” del informativo nocturno ante una audien­
cia masiva y socialmente heterogénea. Desde que los son­
deos de opinión pública totalizan la reacción individual ante
esa lucha y despiertan el interés de los que están en el poder,
la cobertura favorable de los medios de comunicación se ha
transformado en un elemento decisivo para las elecciones,
las huelgas y las campañas de solidaridad. A lo largo del pro­
ceso, la lógica de las decisiones en materia de noticias ha
quedado expuesta a un alto grado de análisis público. Desde
todos los ámbitos de la política han surgido acusaciones de
tendenciosidad contra los directivos de los informativos, y és­
tos han reaccionado ante la presión obligando a sus periodis­
tas a m antener una imparcialidad que a menudo es sólo su­
perficialidad y falta de compromiso.
Pero si nos fijamos sólo en el sesgo político como fuente de
la transformación que los medios de comunicación hacen
del “nosotros”, dejaremos intacto el efecto distorsionador del
propio informativo como género. Las noticias son una na­
rración mítica de la identidad social, form ada a partir de
mercancías que se compran y se venden en el mercado inter­
nacional. El informativo nocturno puede considerarse un
mercado en el que las imágenes terribles y alarmantes com­
pilen entre sí por un espacio de noventa segundos. Existe un
mercado del horror, como hay uno del trigo y de las tripas de
cerdo, y existen unos especialistas en producir estas imáge­
nes y en distribuirlas. La intuición moral nos dice que un
mercado de las imágenes del sufrimiento es una inmoralidad,
porque, incluso en una cultura capitalista, hay ciertas mercan­
cías —la justicia, la administración pública— que nunca de­
berían ser objeto de transacción mercantil y lo son. Son mu­
chas las sociedades que han intentado prohibir el tráfico de
imágenes sexuales degradantes, pero pocas se lo han pro-

32
M i c r a íx I c N A n m

puesto en el caso de las imágenes del sufrimiento humano.


Al fin y al cabo, supondría no sólo excluir las secuencias per­
turbadoras y atroces, sino también algunas obras maestras
del arte occidental como Los desastres de la guerra de Goya o el
(¡uernica de Picasso. Mientras la cultura sea un proceso de in­
tercambio comercial entre productores y consumidores de
imágenes, y mientras pensemos que nadie tiene derecho a
dictar su contenido, tendremos que soportar la ambigüedad
moral que surge de convertir en mercancía el dolor del próji­
mo. Parte de esa ambigüedad profunda que explica nuestro
malestar al contemplar las horribles escenas televisivas se
debe a que somos conscientes de consumir imágenes del do­
lor de oU'os y de que nuestras relaciones morales con ellos es­
tán mediatizadas como relaciones de consumo. Así pues, la
vergüenza del voyeurismoante el sufrimiento contiene ciertos
elementos inherentes al acto de consumir representaciones.
Pero aún se pueden manipular otros muchos elementos
de nuestra vergüenza. La atropellada competencia por relle­
nar los informativos nocturnos acaba en una maraña de crí­
menes y tragedias —en un momento es Afganistán; al otro,
Bosnia; y al otro, Ruanda o un sangriento choque de trenes en
Kansas—, cuyo efecto acumulativo crea una mercancía única
y banalizada del horror. La disciplina que el tiempo impone
al género choca con la posibilidad de un mínimo compromi­
so moral con el sufrimiento ajeno, porque nos niega el tiem­
po que requiere la absorción de un mundo moral disdnto al
nuestro. La vida moral es una lucha por ver, una batalla con­
tra el deseo de negar el testimonio de nuestros propios ojos y
nuestros propios oídos. La lucha por creer en nuestros sentidos
es la clave del proceso que lleva del voyeurismo al compromiso.
Los propios testigos de auténticas barbaridades han llegado a
afirmar que, a pesar del testimonio de sus sentidos, se sorpren­
dieron a sí mismos fantaseando con la posibilidad de que lo que
estaban viendo hiera una horrenda pesadilla de la que acaba­
rían por despertar.
I j >s desastres de la guerra de Goya y el Guemica de Picasso nos
enfrentan a este deseo de evadirnos del testimonio de nues­
tros propios ojos porque representan el horror con formas es­
téticas que obligan al espectador a contemplarlo como si fue-

3 3
El. HONOR DF.1. OUF.RRERO

ra la primera vez. No hay razones para creer que los informa­


tivos carezcan de esa capacidad de representación que nos
convence de la realidad de lo real y obliga a los ojos a ver y a
la conciencia a reconocer lo que ha visto. Pero el ritmo de los
informativos nocturnos dificulta esa forma de ver porque la
agrupación de historias heterogéneas y el sometimiento al
régimen temporal no nos deja atender a lo que estamos vien­
do, de modo que, al final, vemos sólo la noticia, sus persona­
jes, sus normas de selección y supresión, su voz autoritaria.
En definitiva, el sujeto de la noticia es la noticia misma: lo
que representa sólo es un modo de reproducir su propia auto­
ridad. En su adoración de sí mismos, de su rapidez, de sus in­
mensos recursos para recopilar noticias, de su capacidad
para derrotar al reloj, los informativos convierten la realidad
en un ejercicio de noventa segundos que dispone de su pro­
pio estilo de representación.
La degradación llega cuando el flujo de noticias televisi­
vas reduce el horror del m undo a un conjunto de mercan­
cías idénticas. Una cultura dominada por el volumen de la
representación promiscua debería conocer el modo de dar a
la realidad —al instante en que un cuerpo real sufre la agre­
sión, el abuso o la violación— un espacio de atención, una
demarcación que nos obligue a verla. Los antropólogos lo lla­
marían ritual. No es cierto lo que suele decirse sobre el em­
pobrecimiento de la cultura moderna en materia de rituales
sagrados; en realidad, cuenta con sus propios fetiches —el
dinero y el consumo— y, pese a la frivolidad que caracteriza
las controversias morales, cree que el ser humano merece un
respeto especial. La creencia en el carácter sagrado de la per­
sona, en cuanto respecta a sus propiedades, sus derechos y su
vida, se encuentra muy extendida, si bien lo esté más en la
teoría que en la práctica. Sin embargo, aunque por la propia
naturaleza de las cosas no podamos saber si en el mundo
han aumentado la violencia y el sufrimiento, lo que no pare­
ce tan discutible es que la cultura se muestra cada vez menos
capaz de satisfacer las necesidades humanas considerando
nuestra dignidad como criaturas, menos capaz de tratar la ex­
periencia humana de la violencia y el sufrimiento con el de­
bido respeto.

34
MlCHAEL ICNATIKFF

Los escépticos se apresurarán a responder que si la audien­


cia televisiva desea densidad moral debería dirigirse a las
iglesias, porque el negocio de la televisión son las noticias y la
información, no la piedad o los sermones, y porque lo sagra­
do no es de su atribución. La respuesta resultaría adecuada si
fuera cierta, si la televisión no adorara más dios que el de la
búsqueda de información. En cuanto a la pretensión de que
respete el sufrimiento, sería irrelevante si el medio no respe­
tara ninguna otra cosa, pero, aunque en materia de nodcias
se sume al código de honor de los escépticos —no hay nada
sagrado—, en la práctica adora el poder. La televisión es la
iglesia de la autoridad moderna. Piénsese, si no, en las re­
transmisiones de la coronación británica de 1953, los en­
tierros de John F. Kennedy y Winston Churchill, la boda del
príncipe Carlos de Inglaterra y Diana Spencer o la toma de
posesión de los presidentes estadounidenses, todas ellas oca­
siones sagradas para la cultura secular m oderna a las que el
medio ha prestado toda su capacidad retórica y ritual para
convencer a los espectadores de la importancia sacrosanta
del momento: las voces profundas de los comentaristas, la
cuidadosa atención a los uniformes y ropajes del poder, y, por
encima de todo, el convencimiento implícito de que se re­
presenta un rito de significación nacional.
Así pues, si la televisión es capaz de tratar el poder como
un fenómeno sagrado, podemos exigirle que demuestre el
mismo respeto por el sufrimiento. Si puede cambiar su pro­
gramación y u ansformar su discurso por el éxito de una boda
o de un entierro, podemos pedirle que haga lo mismo por el
hambre o el genocidio. Y si sabe liberarse de la norm a de las
noticias, podemos pedirle que reconsidere la adecuación de
ese régimen en su totalidad. Es entonces ligeramente menos
utópico plantear si la televisión debería dejar de dar noticias
totalmente. A fin de cuentas, servir el mundo en rebanadas
de noventa segundos es, como admiten los propios periodis­
tas del medio, un pobre sustituto del poder explicativo de un
buen periódico. En los momentos de duda y de examen per­
sonal, los buenos periodistas televisivos admiten que si la po­
blación dependiera enteramente del boletín nocturno para
comprender el mundo estaría pobremente informada. En-

35
E l. HONOR OKI, (¡UKRRF.RO

tonces, la lógica de esas dudas podría llegar más lejos. La te­


levisión hace extraordinariamente bien varias cosas; por
ejemplo, los buenos documentales ofrecen a veces todos los
requisitos de una visión moral desde el momento en que obli­
gan al espectador a ver, a desprenderse de la coraza del cliché
y encontrarse con el misterio y la complejidad de otros mun­
dos. En cambio, el formato temporario de los boletines se lo
impide casi siempre a lodos los periodistas, incluidos los me­
jores. Cuando las normas de un género entran en tan fla­
grante contradicción con las necesidades y las intenciones de
los que pretenden hacer un buen uso de él, el propio género
sale mal parado. Si se sustituyeran los noticiarios nocturnos
por magacines informativos y documentales se darían las
condiciones institucionales previas para un periodismo ca­
paz de respetarse y de respetar los terribles hechos que cubre,
pero tendría que tomarse muy en serio la selección, que es la
parte más dura del periodismo. Tendría también que descar­
tar un volumen de historias igual al que elige e incluso cam­
biar el concepto mismo de historia; tendría que revisar las
definiciones al uso de lo que es noticiable para que pudiera
intervenir antes de que la escasez se convierta en hambruna;
la tortura, en genocidio; la persecución racista, en expulsión
masiva; y el conflicto religioso, en guerra civil. En otras pala­
bras, llegar al escenario de los hechos antes que las ambulan­
cias. Ahora bien, ese periodismo debería estar igualmente
dispuesto a enfrentarse a otros aspectos coercitivos de su p r o
pió género; por ejemplo, esa norma de las redacciones que
adjudica a un muerto británico, estadounidense o europeo
—en términos de noticia— el valor de cien muertos asiáticos
o africanos. A medida que se producen las respuestas solida­
rias a las imágenes del horror, el medio aumenta sus posibi­
lidades de generar una conciencia internacional que aguante
cada vez menos las discriminaciones de este tipo.
Utópico, sin duda, pero permítasenos aclarar al menos
que las razones para pretender la realización de la utopía son
de índole moral. Lo quiera o no, la televisión se ha converti­
do en el principal mediador entre el sufrimiento de los des­
conocidos y la conciencia de los habitantes de las escasas zo­
nas seguras del planeta. Aunque sus gestores afirmen con
MlCHAEL ICNATIEJT

frecuencia que la función del medio es meramente informa­


tiva, no pueden evitar que las consecuencias de su poder
sean morales, porque a través de la televisión no sólo vemos
al prójimo, sino que cargamos con su destino. Si los regíme­
nes de representación que le sirven para mediar en esas rela­
ciones deshonran el sufrimiento que muestran, el coste no se
calculará sólo en vergüenza, sino en vidas humanas.

37
E l n a r c is is m o
DE LA DIFERENCIA M ENOR

Marzo de 1993, cuatro de la mañana en Mirkovci, un pue­


blo situado al este de Croacia, que la guerra mantuvo dividido
en dos partes desde septiembre de 1991 hasta enero de 1992.
El conflicto étnico a gran escala ya se ha desplazado al sur de
Bosnia, pero aquí, noche tras noche, las milicias serbias y
croatas, atrincheradas en los alrededores, aún intercambian
disparos de armas cortas y, ocasionalmente, de bazucas. Me
encuentro en el sótano de una granja abandonada que los
serbios han habilitado para la comandancia de sus milicias.
Los croatas están a más de doscientos metros, cubiertos por
la oscuridad.
Mirkovci es un pueblo en guerra. Los hombres que ocu­
pan las dos líneas del frente fueron antes vecinos. Todos los
serbios que montan guardia —en su mayoría cansados reser­
vistas de mediana edad que estarían mejor en su cama— fre­
cuentaron el mismo colegio que los croatas, no menos cansa­
dos, ni quizá másjóvenes, que ocupan el búnker cercano. Antes
de la guerra iban a las mismas escuelas, trabajaban en los mis­
mos garajes, salían con las mismas chicas. Según el último cen­
so nacional de Yugoslavia, realizado en 1990 en la ciudad de
Vukovar —a unos treinta y cinco kilómetros de donde me en­
cuentro— y en los pueblos de su entorno, el porcentaje de
matrimonios mixtos alcanzaba el treinta por ciento. Casi una
cuarta parte de la población se declaraba de nacionalidad yu­
goslava, es decir, ni croata, ni serbia, ni musulmana.

39
E l. HONOR DE1. GUERRERO

Hay aproximadamente «na docena de soldados en la


granja. De vez en cuando, uno de ellos se cuelga el fusil en
bandolera y pasea arriba y abajo por la estrecha zanja practi­
cada entre jardines y tendederos. Los otros, sentados sobre
cau es del ejército, charlan, fuman, dormitan o simplemente
limpian las armas. La mayoría son reservistas, pero hay entre
ellos un paramilitar llamado Chobi que lleva en la cabeza
una especie de toca negra adornada con la leyenda serbia: li­
bertad o muerte . Llama a un andguo amigo por la radiofo­
nía: “Ustacha”, grita, “¿todavía sales con aquella chica?”. “¿Y a
ti qué te importa?”, contesta el croata, “psicópata chetnik".
Las bromas continúan un rato, hasta que se cansan y cortan
la comunicación. Parece ser que estas charlas nocturnas se
repiten a menudo.
Yo había permanecido toda la noche a su lado, mientras
ellos dormitaban, jugaban a las cartas o limpiaban el arma­
mento, porque quería saber qué es lo que pasa en esas oca­
siones para que los vecinos se conviertan en enemigos, cómo
es posible que la gente que ha compartido tantas cosas acabe
por no tener en común más que la guerra. Presenciar el pro­
ceso —Afganistán, Ruanda, Irlanda del Norte— me ha deja­
do siempre estupefacto. Nunca he aceptado que la guerra
nacionalista se explique por un repentino estallido de odios
tribales y antiguas enemistades. Ix>s teóricos como Samuel
Huntington me llevarían a pensar que en el jardín trasero de
Mirkovci había un foso: a un lado, se encontraban los croatas
representando en su búnker la civilización del Occidente ca­
tólico romano; al otro, muy cerca, los serbios, en representa­
ción del Oriente bizantino, ortodoxo y cirílico. No cabe duda
de que las ideologías artificialmente infladas de los dos bandos
veían así el conflicto, pero yo no apreciaba que se hubieran
abierto en Mirkovci barreras de civilización o geológicas. Tales
metáforas dan por sabidas cosas que necesitan explicación:
¿qué tiene que ocurrir para que unos vecinos ignorantes por
completo de pertenecer a civilizaciones opuestas comiencen a
pensar —y a odiar— en esos términos? ¿Cómo llegan a detes­
tar y demonizar a los que una vez llamaron amigos? ¿Cómo, en
definitiva, se siembra, un grano tras otro, la semilla de la para­
noia mutua en el terreno de una vida común?

40
MlCHAKI. ICNAT1EFK

En la litera contigua, apoyado contra la pared y en unifor­


me de combate, hay un hombre macizo, de buena presencia
y mediana edad, ojos de un brillo salvaje y un bigote espeso,
con estilo. Con una ingenuidad algo falsa, me atrevo a confe­
sarle que no veo en qué se distinguen los serbios de los croa­
tas. “¿Por qué se creen ustedes tan distintos?”.
Me mira con desdén mientras se saca una cajetilla de la
chaqueta caqui. “¿Lo ve?, son cigarrillos serbios. Allí”, dice
señalando la ventana, “fuman cigarrillos croatas”.
‘Ya, pero no dejan de ser cigarrillos”.
“Los extranjeros no entienden nada”. Se encoge de hom­
bros y continúa limpiando su subfusil, un Zastovo.
Pero la pregunta le ha preocupado, porque a los dos mi­
nutos deja el arma en la litera que nos separa y dice: “Mire,
esto es así. Los croatas se creen más que nosotros. Les encanta
pensar que son unos europeos muy finos, pero, ¿sabe lo que
le digo?, que todos somos mierda de los Balcanes”.
Al principio decía que los serbios y los croatas no tenían
nada en común; que todo, hasta los cigarrillos, era distinto.
Un minuto después el problema era que los croatas “se creen
mejores”, pero al final, por lo visto, “todos somos lo mismo”.
Es cierto que sus palabras reflejan un antagonismo cultu­
ral, pero esas cosas forman parte de un antiguo diálogo en­
tre el mito y la experiencia, la fantasía y la realidad. Es como
si el mito nacionalista —los serbios y los croatas son pueblos
radicalmente distintos, que no tienen nada en común— se
estrellara contra la experiencia de aquel hombre que, en el
fondo, no se veía muy distinto a sus vecinos croatas. Los dos
planos de la conciencia —el político y el personal— coexis­
ten en él sin contrastarse. Guarda en su interior una sombra
de duda que podría convertirse en una forma de cuestiona-
miento e incluso de rechazo, pero no hay periódicos, emi­
soras de radio o lenguajes alternativos que le permitan for­
mular sus vacilaciones y descubrir que también otros las
tienen. Las contradicciones se mantienen, por decirlo así, en
suspenso dentro de su mente. Durante las guardias nocturnas
espera, tenso y desasosegado, los próximos ataques de mor­
teros. De vez en cuando, una ronda de fuego siempre rebaja
la tensión. “A la mierda”, dirá, “no me pagan por pensar”, y

41
E l. HONOR DEL GUERRERO

no querrá complicarse la vida. Es lo bueno de la violencia; lo


simplifica todo.
En la identidad nacional de este hombre no hay nada
atemporal, ninguna esencia primordial elaborada por la his­
toria y la tradición, que esté siempre ahí, a la espera del mo­
mento de empujarlo a la guerra. Para él, la identidad es ante
todo un término relacional. ¿Qué es un serbio?, el que no es
croata. ¿Qué es un croata?, el que no es serbio. Pero la dife­
rencia, cuando es relacional, se convierte en una tautología
sin contenido. No somos lo que no somos. Es tan sencillo
como que mi lustroso soldado serbio no sabe decirme por
qué lucha, como no sea por su supervivencia; pero no basta
para explicar por qué está aquí, sabiendo como sabe que has­
ta hace unos años su supervivencia no corría ningún peligro.
Cómo empezó todo, por qué vive ahora en una comunidad
unida por el temor y el odio hacia otra comunidad no menos
asustada resulta, en úldma instancia, un hecho tan misterio­
so para él como para mí.
La ideología nacionalista pretende llenar el vacío que este
hombre lleva dentro, proporcionar una razón para luchar y
morir al soldado de infantería, pero todo lo que este serbio
haya escuchado en su radio o leído en su periódico local no
destruye por completo su experiencia personal. El acopla­
miento entre identidad nacional e identidad personal es im­
perfecto. Puede que los paramilitares étnicos de las tocas ne­
gras sean auténticos convencidos, pero la gente común —los
soldados de infantería como éste— perciben, débilmente y a
veces con mucha angustia, el abismo que separa lo que ven
sus ojos de lo que se les dice que deben creer.
El nacionalismo no “expresa” una identidad previa, la
“crea”. Es falso que los antagonismos étnicos estuvieran aga­
zapados en esta zona del mundo esperando su hora, como el
magma espera dentro del volcán a que se mueva una placa
geológica o se abra una fisura. En realidad, calificar de grupo
étnico a serbios y croatas constituye un auténtico abuso de la
terminología antropológica, porque no sólo hablan más o
menos la misma lengua, sino que proceden del mismo gru­
po racial de los eslavos del sur de los Balcanes. Existen, sí, al­
gunas diferencias, especialmente en los apellidos, pero el ex-

42
MlC.HAf.l- luNATlEFT

tranjero apenas las percibe, hasta el punto de que si no entra


en detalles no los distingue. Pero, aun admitiendo el califica­
tivo de grupo étnico, el serbio que creía ser este soldado an­
tes de que estallara el conflicto nada tiene que ver con el que
ha llegado a ser ahora. Antes de la guerra, más que serbio se
sentía yugoslavo, dueño de un café o marido de su mujer.
Ahora, mientras permanece sentado en el búnker de la gran­
ja, unos hombres situados a doscientos cincuenta metros
quieren matarlo, porque, para ellos, ha dejado de ser vecino
o amigo, yugoslavo o antiguo compañero de su club de fút­
bol, y ya es sólo un serbio, y si para sus enemigos es sólo un
serbio, también lo es para sí mismo.
Puesto que el nacionalismo es mera ficción conviene con­
trastarlo siempre con una cierta dosis de escepticismo. Creer
en las ficciones nacionalistas supone olvidar ciertas realida­
des; para mi soldado serbio es olvidar que una vez fue vecino,
hermano o amigo de alguien que ahora está en la trinchera
de enfrente. Pero, ¿cómo se “constituye”/c re a la identidad
nacionalista? ¿Cómo ha reelaborado, por ejemplo, la identi­
dad de este hombre? Habrá que encontrar una historia que
nos explique cómo las comunidades de interés se convierten
en comunidades del temor; una historia que conectará la des­
aparición del poder estatal con el auge de la paranoia nacio­
nalista entre los ciudadanos de pueblos como Mirkovci.

II

De 1945 a 1991 estos vecinos vivieron juntos en un estado


llamado Yugoslavia. No faltaban diferencias entre serbios y
croatas—ortodoxos los unos, católicos los otros— ni tampoco
una memoria ensangrentada, como la persecución de la mi­
noría érnica serbia por los ustachas croatas durante la II Guerra
Mundial, pero existía un estado, presidido por Tito, que con­
servaba el poder combinando la intimidación con las llama­
das a la “unidad y la fraternidad” entre los grupos étnicos. La
historia de la guerra entre las distintas comunidades étnicas,
que tuvo lugar de 1941 a 1945, fue sistemáticamente silencia-
tía, y Tito dedicó todos sus esfuerzos a impedir que las institu-

43
E l HONOR DE1. WERRERO

ciones del Estado federal quedaran en manos de cualquiera


de los dos grupos, aunque, al final, los serbios copaban prácti­
camente los puestos de mando del ejército nacional yugosla­
vo. Aquella estrategia de “divide y vencerás”, unida a las lla­
madas a la “unidad y la fraternidad”, encontró una cierta
legitimación entre el pueblo. En los años sesenta y setenta, la
mayor parte de los yugoslavos creía de buena fe que sus odios
étnicos habían pasado a la historia. Toda exaltación de las di­
ferencias raciales —a cargo del nacionalismo croata, por
ejemplo— quedó suprimida. En 1990, la generación trauma­
tizada por la II Guerra Mundial comenzaba a morir y los ve­
nenos del pasado desaparecían poco a poco. En la práctica
de un pueblecito como Mirkovci, “unidad y fraternidad” sig­
nificaron un elevado porcentaje de matrimonios mixtos y la
presencia en las instituciones locales de los serbios y los croa­
tas, que, sin embargo, frecuentaban iglesias distintas. De esas
instituciones ninguna más importante que la comisaría de
policía. Ante cualquier problema, como el robo de la radio
de tu coche, la policía no empezaba por pedirte tu nacionali­
dad. Quizá no fuesen muy eficaces, pero al menos no te so­
metían a la justicia étnica.
Los estados que basan su legitimidad en el carisma perso­
nal de un individuo están destinados a desaparecer con él, y
Tito murió en mayo de 1980. Fue el último Habsburgo, el úl­
timo gobernante del sur de los Balcanes con legitimidad y as­
tucia suficientes para aplicar la estrategia del “divide y vence­
rás”. A su muerte, el poder centralizado pasó a los dirigentes
comunistas de las repúblicas, cuya legalidad comenzaba a es­
tar en enu edicho. Sin Tito, eran poco menos que un conjun­
to de redes corruptas de patronazgo étnico. A partir de 1989,
la caída del comunismo aumentó angustiosamente su nece­
sidad de legitimación, y los partidos comunistas del este de
Europa intentaron convertirse en máquinas electorales so-
cialdemócratas. Una pantomima, sin duda; pero su falta de
sinceridad no les impidió cumplir el deseo de sus sociedades:
la creación de un sistema político “normal” (es decir, plura­
lista) . Así lo hicieron los antiguos partidos comunistas de Ale­
mania del Este, Hungría, Ucrania y Polonia; aceptaron la jer­
ga democrática y se dirigieron a la ciudadanía como a un

44
M iaiA E L ICNATIEn­

grupo de votantes individuales. Si nos preguntáramos por


qué no ocurrió esto en Yugoslavia, donde, sin embargo, era
perfectamente posible ese planteamiento cívico de carácter
liberal, por qué sus élites no supieron fingir siquiera la panto­
mima democrática, deberíamos respondernos que la atrac­
ción del modelo político liberal no tuvo la fuerza suficiente.
Los yugoslavos no desconocían por completo el mundo de­
mocrático, porque Tito les permitía viajar; en efecto, el país
disfrutaba de una de las sociedades civiles más libres de la
Europa oriental, donde no faltaban periódicos de oposición,
tertulias de discusión filosófica como el Círculo de Belgrado,
una animada vida de cafés, teatros, arte y cine. Visto retros­
pectivamente, parece claro que el origen de la debilidad de
aquella sociedad civil estuvo en la relativa libertad que disfru­
taba. La oposición existía sólo de un modo muy superficial,
porque en el fondo de su corazón sabía que no era más que
una de las muchas concesiones del taimado Tito. Más que po­
lítica era una oposición cultural, que jamás se opuso al régi­
men desde una concepción explícitamente democrática. La
ilusión de que, con Tito, las cosas marchaban mejor en Yugos­
lavia que en cualquier otro país del este de Europa suponía
para la oposición un freno que le impedía movilizar al pueblo.
Muy cerca, en Checoslovaquia, la dureza de la represión poli­
cial había enseñado a la oposición dos cosas: que no debía es­
perar nada del régimen y que libertades culturales como las
que disfrutaba Yugoslavia sirven de poco si no van acompaña­
das del poder político. La oposición yugoslava nunca supo lo
que Timothy Garton Ash ha llamado “las ventajas de la adver­
sidad”. La relativa indulgencia de Tito castró a la oposición,
que no supo encontrar un discurso interétnico atractivo y ve­
rosímil capaz de sustituir al de la “unidad y la fraternidad”. En
1990, más de una cuarta parte de la población se consideraba
yugoslava; era el electorado que la oposición habría debido
movilizar en todas las repúblicas para defender una política
multiétnica. Pero, en ese preciso instante, la política del siste­
ma comunista se hallaba balcanizada hasta el extremo de
que sus distintos grupos de oposición civil fueron incapaces
de unirse para organizar una defensa común de los valores
contra el nacionalismo étnico que comenzaba a rom per el

45
El. HONOR DF.I. GUERRERO

país. Para entonces ya se estaba desplomando el comunismo


y subían a los altares sus antiguos perseguidos, que en el caso
yugoslavo eran los nacionalistas como el croata Tudjman.
A mediados de los ochenta, la élite comunista que sucedió
a Tito había comprendido que, una vez desaparecido el dic­
tador y desintegrado el comunismo, precisaba un nuevo len-
gu£qe para atraer a la población, porque incluso un estado
unipartidista necesitaría movilizar al pueblo. El hecho de que
los serbios quedaran paulatinamente reducidos a la condi­
ción de minoría étnica en el suroeste, en la montañosa región
de Kosovo, proporcionó a su dirigente Milosevic la excusa
para una llamada a la unidad. Los albaneses, que constituían
más del noventa por ciento de la población, querían la inde­
pendencia o la anexión a la vecina Albania. En cuanto a los
serbios, podrían haber aceptado el estatus de minoría si Ko­
sovo no hubiera encerrado para ellos cierto significado sim­
bólico de gran importancia: allí estaban sus iglesias medieva­
les de mayor belleza y antigüedad, y en sus campos se había
librado la fatal batalla que inauguró, en 1389, los cinco siglos
de ocupación del imperio turco. Hasta los años ochenta, la
mayoría de los serbios ignoraban la situación de sus herma­
nos en la atrasada Kosovo, pero el quinientos aniversario de
la derrota de la ciudad proporcionó a Milosevic la oportuni­
dad de declararla núcleo de la vida nacional serbia, a pesar
de que apenas quedaran serbios en su territorio.
Es dudoso que Milosevic adoptara de corazón la causa de
Kosovo; en realidad, siempre utilizó la demagogia nacionalista
como un mero artificio lingüístico o estrategia retórica para
sobrevivir electoralmente en el mundo inseguro de la lucha
por la sucesión a Tito. Parece ser que él mismo se sorprendió
de haber encontrado casualmente una fórmula de éxito. Fue
durante un discurso a los serbios de Kosovo, que protestaban
por la petición albanesa de independencia o autonomía,
cuando Milosevic afirmó, improvisando según se dice: “Nun­
ca volverán a derrotaros”. Lo curioso es que los afectados en
ese momento por la política de Milosevic eran los albaneses,
pero aquella inversión de la realidad caló hondo en el victi-
mismo serbio: una nación sufrida, que había combatido por
la libertad contra turcos y austríacos, perseguida por los usta-
Michaei. Ignatieff

chas, a la que Tito —un croata— había impedido dominar la


Federación Yugoslava y que ahora sufría, en el corazón mis­
mo de su patria, el dominio de la mayoría musulmana. El én­
fasis de Milosevic y el consiguiente proyecto de anular la au­
tonomía de Kosovo y absorberla dentro de una república
serbia prendieron la mecha de aquella explosiva mezcla de
agravios reales y victimismo paranoico. Pero eso no fue todo.
A mediados de los años ochenta, el victimismo serbio y los
sueños frustrados de grandeza histórica coincidieron con
una profunda crisis económica. El sueño nacionalista de la
unidad de todos los serbios dentro de un estado proporcio­
nó dos factores a la élite comunista: un lenguaje electoralista
y una forma de desviar los problemas. Con aquella fantasía
política, la población podía olvidarse de otros conflictos tan
reales como la profunda depresión económica de Serbia y el
contumaz atraso del sur de los Balcanes. El proyecto de la
Gran Serbia no fue menos fantástico, pero sí más trascenden­
te, porque, dada la dispersión de los serbios en las repúblicas
contiguas, la reunificación (la suya o la de cualquier otro gru­
po que hubiera tenido la misma finalidad) implicaba trasla­
dos de población y limpieza étnica.
Puesto que los posibles resultados de la grandeza serbia
no pasaron desapercibidos para los dirigentes de las repúbli­
cas vecinas, todas se apresuraron a exigir un estado propio,
pero entonces las minorías comenzaron a preguntarse quién
las protegería a ellas. Lo mismo que se preguntaba ahora mi
soldado serbio, que había visto cómo el nuevo gobierno croa­
ta despedía a los serbios de la comisaría de policía cuando,
en 1990, Croacia daba los pasos hacia la independencia total.
Surgió entonces la idea de la justicia étnica, y aunque muchos
nacionalistas croatas lo negaran, su intención era degradar a
los serbios de la condición de minoría fundadora de una re­
pública federal a minoría étnica sometida a la voluntad de la
mayoría. ¿Es que la nueva Croacia no se llamó en su Constitu­
ción el Estado del pueblo croata? ¿Dónde dejaba a los que sin
ser croatas habitaban aquella tierra?
Aquel acto inaugural constituye el punto de inflexión de
la historia. La adaptación interétnica depende siempre de un
equilibrio de fuerzas; en efecto, una minoría étnica puede

47
F.l. HONOR UF.I. Gl'KRRERO

convivir en paz con la mayoría en la medida en que esta últi­


ma no se valga de su superioridad para convertir las institu­
ciones del Estado en un instrumento de favoritismo o justi­
cia étnica. En el caso yugoslavo, la alternativa liberal —en la
que ningún grupo étnico tiene, como tal, poder o privilegios
colectivos, y todos los individuos disfrutan de los mismos de­
rechos— resultaba imposible. Lo que para los croatas era in­
dependencia nacional significaba subordinación para la mi­
noría serbia de su territorio; sólo el miedo de esta última a la
dominación explica el proceso paranoico de su pensamiento.
Estoy seguro de que mi soldado habría leído en los periódicos
serbios el relato de las barbaridades cometidas por los croatas
durante la II Guerra Mundial a sólo setenta kilómetros, en un
campo de concentración llamado Jasenovac. No sería la pri­
mera vez que lo oyera, pero ahora seguro que prestaba aten­
ción. Ahora, aquella atrocidad generaba un mito colectivo de
victimismo, que, poco a poco, se iba filtrando en la idea que
mi soldado tenía de su propia identidad. Por primera vez, mi
pulcro reservista serbio comenzó a pensar que no podía fiarse
de sus vecinos y que siempre habían sido distintos. Aunque
probablemente no asistía a una ceremonia ortodoxa desde su
bautizo, recordó que los “suyos” eran ortodoxos y los “otros”,
católicos. Cuando oyó en la radio de Belgrado y las televisio­
nes de Milosevic que los serbios sólo estarían seguros en una
nación propia comenzó a creérselo. A finales de 1990, el Esta­
do de Tito se desmoronaba a su alrededor físicamente, y en la
comisaría local no quedaba un solo serbio. Los grupos de croa­
tas leales al partido de Franjo Tudjman mandaban ahora en
los ayuntamientos de la región, y entre los serbios de la Kra-
jina, como se llamaba ahora a la minoría serbia de Croacia,
corrían rumores de que los croatas reunían armas y se prepa­
raban en secreto por las noches, a la espera del día en que se
declarasen independientes y Belgrado respondiera con los
tanques. Ya entonces habían aparecido los señores de la guerra
serbios —antiguos policías y militares, en su mayor parte—
con su mensaje: “Tito ha muerto, los croatas toman el poder,
tú no eres nadie sin nuesü'a protección”. Yaquí estaba mi sol­
dado, a su servicio, pasando las noches en una granja abando­
nada e intercambiando tiros con hombres que una vez llamó

48
MlCHAEL ICNATlEFt'

amigos. En tres años había retrocedido los cuatrocientos que


separan el final del feudalismo de la aparición de los Estados-
nación europeos. En tres años había retrocedido desde la civi­
lización —la tolerancia y la convivencia de las etnias— al
mundo hobbesiano de la guerra interétnica.
Nótese el orden causal: primero cae el Estado, que está
por encima de las partes; luego aparece el miedo hobbesia­
no; en un segundo momento la paranoia nacionalista y, ense­
guida, la guerra. La desintegración del Estado es lo primero;
la paranoia nacionalista viene después. El nacionalismo de la
gente común es una consecuencia secundaria de la desinte­
gración política, una respuesta a la destrucción del orden y
de la convivencia de las etnias que aquél hizo posible. El na­
cionalismo crea comunidades del miedo, grupos convenci­
dos de que sólo están seguros si se mantienen juntos, porque
los seres humanos se hacen “nacionalistas” cuando temen
algo, cuando a la pregunta: “¿Yquién me protege ahora?” sólo
saben responder: “Los míos”.
Hasta aquí he intentado conectar, en una narración co­
mún, la cúpula con la base —la élite con el pueblo— , pero
quedan aún muchos cabos sueltos. Si el miedo hobbesiano ex­
plica que los vecinos se conviertan en enemigos, ¿cómo se
produce el cambio previo que aísla y separa unas identidades
que antes fueron permeables? ¿Cómo comienza a pensar la
gente que es serbia o croata excluyendo todo lo demás? Du­
rante casi cincuenta años, antes que croata o serbio se era yu­
goslavo, e incluso trabajador o madre o cualquiera de las posi­
bles identidades que forman el abanico de nuestros afectos. El
nacionalismo niega esa pluralidad y coloca el vínculo nacional
por encima de cualquier otra alianza. ¿Cómo lo hace? No nos
quedará más remedio que adentrarnos en la teoría para anali­
zar con detenimiento a qué se debe el repentino cambio de
una diferencia que es siempre relaciona! y comparativa.

III

La transformación de los hermanos en enemigos ha con­


mocionado a los seres humanos desde el Génesis, donde la

•49
El h o n o r del gu errero

historia de la humanidad no comienza precisamente con el


asesinato de un desconocido, sino del herm ano del asesino.
Lo que aumenta el misterio de las causas del crimen es la exi­
gua diferencia que los separa. Uno de los hermanos guarda
el ganado; el otro labra la tierra. Los dos ofrecen sacrificios a
Dios, pero uno le agrada y el otro no. Nadie nos ha explicado
nunca por qué distribuía Dios sus bendiciones con tan poca
ecuanimidad, pero el caso es que se limitó a comunicar al her­
mano frustrado que debía contentarse con su suerte y abste­
nerse de poner en tela de juicio la inescrutable parcialidad
de la Providencia.
Por razones no menos desconocidas, el herm ano mayor
no quiere someterse a la voluntad divina; así pues, consumi­
do por la ira que le produce tamaña injusticia y envidioso de
la inmensa fortuna de su hermano menor, le atrae hasta un
campo y allí, con sus propias manos o con un arma que des­
conocemos, le quita la vida. Inútil decir que Dios contempla
la escena. Cuando se siente increpado, Caín niega el crimen
y niega también su parentesco humano:
“¿Soy acaso yo el guardián de mi hermano?”.
Resulta significativo que, en vez de fulminarlo por su cri­
men, Dios castigue a Caín convirtiéndolo en un proscrito y
expulsándolo al este del Edén. Allí se convertirá en fundador
de naciones, pero como su autoridad dimana de un crimen,
éste se repetirá una y otra vez, en la horrenda espiral carac­
terística de la lógica revanchista. “Si Caín será vengado siete
veces, Lamec lo será setenta veces siete”. Esta lógica disgusta
tanto a Dios que decide inundar el mundo y salvar única­
mente a Noé y su arca.
Regina Schwartz, una analista de la Biblia, destaca en un
penetrante estudio que lo más misterioso de la historia es la
escasa clemencia de Dios. ¿Qué le impedía bendecir por
igual a los dos hermanos? ¿Por qué había de elegir a uno y
excluir al otro? ¿Por qué, si los dos eran iguales, redujo a uno
de ellos a la condición de paria? Se trata, según ella, de la ló­
gica del sistema monoteísta. “La escasez”, escribe, “aparece
en la Biblia codificada como un principio de Unidad [una
tierra, un pueblo, una nación] y un pensamiento monoteísta
[una deidad], impone una alianza exclusiva excluyeme y no

50
M lCIIA tl IGNATIKFV

(luda en amenazar con la violencia del rechazo y la expul­


sión”. Una nación sometida a la voluntad de Dios; ¿procede
la tendencia nacionalista a la exclusión —aunque ignoremos
exactamente cómo— de la idea de que sólo se puede elegir
un pueblo o favorecer a un hermano, mientras los demás
languidecen bajo la marca cainita? Pero elección y violencia
van de la mano, ya que sobre el orgullo de ser elegido se cier­
ne para siempre la sombra de un terror, el de saber que, con
la misma facilidad, nos habrían podido marcar con el sello
de Caín. Así pues, si hay que elegir, mejor la marca sobre la
frente ajena que sobre la nuestra.
Pero la historia de Caín y Abel no trata sólo de la descon­
certante mezquindad de Dios en el reparto de sus bendicio­
nes y de la espantosa evidencia de que la piedad que se otor­
ga misteriosamente se puede negar de la misma forma. Trata
también, en un plano más elemental, de los hermanos, de la
paradoja de un odio mucho más apasionado que el que sur­
ge entre desconocidos, de la violencia que nace de lo cerca­
no, muy superior a la que generan las diferencias auténticas y
radicales. En unos breves versos del Génesis, dos personas de
la misma sangre acaban por negar su origen común. La his­
toria de Caín demuestra, como poco, que no hay guerra más
salvaje que la civil, ni crimen más violento que el fratricidio,
ni odio más implacable que el de los parientes cercanos.

IV

A punto de acabar la I Guerra Mundial, en un estado de


melancólica misantropía, Sigmund Freud se interesó por el
fenómeno de la agresión grupal, especialmente por una
contradicción que había observado durante su experiencia
clínica. En 1917 escribió un ensayo titulado The TabooofVir-
ginity (El tabú de la virginidad), donde observaba: “Nada fo­
menta tanto los sentimientos de extrañeza y hostilidad entre
las personas como las diferencias menores”, y continuaba:
“Me denta abundar en esta idea, pues quizá de ese ‘narcisis­
mo de las diferencias menores’ podría proceder la hostilidad
que, en todas las relaciones humanas, lucha contra los senti-

51
E l HONOR DEL (¡HERRERO

mientos fraternales y acaba por imponerse al mandamiento


de amarnos los unos a los otros”.
Los elementos comunes parecen a los seres humanos me­
nos esenciales para su identidad que aquellos marginales y
“menores” que los dividen. Lo que Marx denominó “el ser
de la especie” —nuestra identidad como miembros de la
raza humana— cuenta relativamente poco. Por ejemplo, los
hombres comparten una misma herencia genética con las
mujeres, pero siempre han destacado la diferencia, una cues­
tión de uno o dos cromosomas, y a partir de ella, no de los
innegables aspectos comunes —la capacidad mental, por
ejemplo—, han creado, contra toda evidencia, una situación
de desigualdad. A Freud le intrigaba la enorme dosis de an­
siedad que acompaña a ese proceso de diferenciación. ¿Por
qué depende la identidad masculina de convertir a la mujer
en objeto, no estrictamente de su deseo, sino de su miedo?
“Puede que el terror proceda de que la mujer es diferente al
hom bre”, escribía Freud, “siempre incomprensible y miste­
riosa, extraña y, por tanto, aparentemente hostil. El hombre
teme que la mujer le debilite, le infecte de su feminidad y le
convierta en un incapaz”. ¿Por qué ha de ser extraña y por
tanto hostil esa diferencia menor?
Cuando, cinco años después, Freud retomó el “narcisis­
mo de las diferencias menores” en Group Psychology and the
Analysis of the Ego (La psicología del grupo y el análisis del Yo) ha­
bía pasado de la diferencia sexual a la de carácter grupal. In­
cluso en los grupos íntimos, escribía, “amistad, matrimonio,
relaciones de los padres con los hijos”, la desconfianza y los
sentimientos hostiles compiten con los afectos. Tampoco
aquí se imponen por completo a la hostilidad ni la “identi­
dad de la especie” ni los lazos afectivos más duraderos. El
mismo fenómeno podía observarse en las sociedades y las na­
ciones; cuanto más intensa era la relación entre los grupos
humanos, mayor resultaba la hostilidad entre ellos:

Los pueblos cercanos son los rivales que más se envidian, no


existe un pequeño cantón que no mire a su vecino con descon­
fianza. Si las razas más relacionadas se mantienen siempre en
guardia y los alemanes del sur no soportan a los del norte, los

52
Michaei. Ionatieff

ingleses achacan todos los defectos a los escoceses, y los españo­


les desprecian a los portugueses, no deberá sorprendemos que
las diferencias mayores, las de los galos respecto a los germanos,
los arios frente a los semitas o los blancos respecto a las razas de
color produzcan una repugnancia casi insuperable.

Cuando amplía el análisis a las diferencias raciales y na­


cionales, Freud enturbia la disdnción entre las diferencias
mayores y menores. No parece acertado suponer que ciertas
diferencias humanas, como la raza o el género, sean más im­
portantes en sí mismas que otras, como la clase o la identi­
dad nacional. El género y la raza son ciertamente diferencias
menores comparadas con la unidad genética entre los hom­
bres y las mujeres o entre las personas de distintas razas; sin
embargo, crecen en importancia cuando se convierten en
marcas de poder y estatus social. Ninguna diferencia impor­
ta demasiado hasta que se convierte en un privilegio, en el
fundamento que justifica la opresión. El poder es el vector
que agranda lo pequeño.
Más aún, la diferencia que, desde fuera, parece pequeña
puede resultar grande vista desde dentro. La distinción de
Freud, aunque poco precisa, sirve para com prender que el
grado de hostilidad e intolerancia entre los grupos no guar­
da relación con el tamaño de sus diferencias culturales, histó­
ricas o físicas cuando lo mide un observador ajeno y desapa­
sionado. En efecto, cuanto menores parecen las diferencias
al observador externo, mayor puede resultar su importancia
para la definición de los que están dentro.
Para Freud, esa definición personal de carácter antagóni­
co estaba vinculada al “narcisismo”:

En la aversión, en la franca antipatía que siente la gente ha­


cia los desconocidos cuando úene que relacionarse con ellos,
reconocemos la expresión del amor a uno mismo, del senti­
miento narcisista. Ese amor, cuya misión es preservar al indivi­
duo, reacciona como si toda divergencia de sus propias líneas de
desarrollo implicara una alta dosis de crítica hacia ellas y el de­
seo de alterarlas.
E l. HONOR DEL GUERRERO

El análisis de Freud centra nuestra atención en la relación


paradójica que existe entre agresión y narcisismo. La expre­
sión de las diferencias se hace agresiva precisamente para di­
simular que son menores. Cuanto menos esenciales resultan
las diferencias entre dos grupos, más se empeñan ambos en
presentarlas como un hecho absoluto. Pero no basta, porque
la agresión que mantiene la unidad del grupo no se dirige
únicamente hacia afuera, sino también hacia dentro con ob­
jeto de eliminar todo aquello que separe del grupo al indivi­
duo. Según Freud, los individuos pagan un precio psíquico
por pertenecer al grupo, que consiste en transformar sus ins-
tintos agresivos, contra su propia individualidad, al objeto de
adecuarse. Para disolver su propia identidad en Serbia, por
ejemplo, mi soldado de infantería tiene que reprimir su indi­
vidualidad y los recuerdos de las cosas que le unieron en otro
tiempo a sus amigos croatas, es decir, para encajarse la más­
cara del odio ha de ejercer sobre sí mismo algún tipo de vio­
lencia.
Extrapolando las palabras de Freud, podríamos conside­
rar el nacionalismo una manifestación narcisista. El naciona­
lista toma los hechos neutrales de un pueblo —lengua, terri­
torio, cultura, tradición e historia— y los convierte en una
narración, con el propósito de crear una conciencia dentro
del grupo que le conduzca a imaginar una identidad nacio­
nal con pretensiones de autodeterminación. En otras pala­
bras, el nacionalista toma las “diferencias menores” —en sí
mismas irrelevantes— y las transforma en grandes distincio­
nes. Con ese objetivo, se inventan tradiciones, se embellecen
y repulen para el consumo público los pasados gloriosos, y
pueblos que nunca habían pensado en sí mismos como tales
comienzan de repente a imaginarse naciones. El plantea­
miento del nacionalismo como manifestación narcisista nos
ayuda a distinguir con mayor claridad la dimensión proyecti-
va y ególatra de su discurso. El nacionalismo es el espejo cón­
cavo donde los creyentes ven sus características étnicas, reli­
giosas y territoriales transformadas en gloriosos atributos.
Aunque Freud no explica con exacütud cómo se produce, la
sobrevaluación sistemática de lo propio supone implícitamen­
te una devaluación sistemática de lo ajeno. Así pues, la rnira-

54
MlCllAKl. ICNATIF.FF

da narcisista depende de la intolerancia y al mismo tiempo la


exacerba.
Una vez más, las diferencias, por sí solas, son neutrales,
porque ningún antagonismo, ya sea étnico, racial o de géne­
ro, está genéticamente codificado. Las diferencias lingüísti­
cas, históricas y tradicionales pueden carecer de importancia
cuando existe alguna forma de acuerdo político entre los di­
ferentes grupos étnicos, por ejemplo, un estado, por encima
de las partes que les garantice la posibilidad de defender sus
intereses sin riesgos para su integridad. En una situación de
paz, las fronteras étnicas se desdibujan de un modo conside­
rable, porque la gente basa su identidad en el aspecto indivi­
dual. Antes que miembros de un grupo son maridos, muje­
res, amigos o amantes.
Pero hemos dicho que la identidad es un hecho relacio-
nal; por tanto, la activación del orgullo en uno de los grupos
se reproduce en el otro. La competición narcisista entre ellos
puede adoptar al principio, y mientras exista un estado que
garantice la seguridad, formas bastante inocentes, pero los
desfiles, las marchas, los discursos, que en sí mismos no inten­
tan tanto provocar cuanto estimular el orgullo de un grupo
determinado, suelen tener consecuencias imprevistas, por
ejemplo, que el contrario comience a comportarse del mismo
modo, y una vez que tales manifestaciones incluyen reivindi­
caciones territoriales, revisiones de antiguos agravios y exi­
gencias de autodeterminación se dispara el ciclo narcisista y
se pasa a un antagonismo declarado y abierto.
La característica más acusada de la mirada narcisista es
que sólo contempla al Otro para confirmar su diferencia.
Luego, baja la vista y la vuelve hacia sí. En realidad, nunca se
implica en lo ajeno. La ansiedad narcisista se expresa sobre
todo en una actitud ensimismada. El narcisista no tiene inte­
rés por los demás, salvo en aquellos aspectos que le reflejan, y
rechaza lo que es distinto, lo que no le confirma en la opi­
nión que tiene de sí mismo.
En el mito griego original, Narciso, que pasa el tiempo ol­
vidado del mundo, contemplando su reflejo en el agua, re­
presenta el arquetipo del ensimismamiento. Freud no expli­
ca por qué esa figura absorta se despierta de repente de su

55
E l. HONOR DEI. GUERRERO

ensueño amoroso y se revuelve contra todo aquello que lo


amenaza, pero al vincular el ensimismamiento con ciertas
tendencias agresivas nos proporciona el nexo entre narcisis­
mo e intolerancia nacionalista. Los intolerantes se niegan
por principio a conocer lo que desprecian. Freud nos ayuda
a comprender la cerrazón como una defensa narcisista, y la
intolerancia como un sistema de autor referencia dentro del
cual el narcisista se sirve del mundo exterior sólo para confir­
mar su pensamiento. Ese aspecto narcisista del intolerante
explica su falta de respuesta a los argumentos racionales. En
aquel búnker serbio oí decir a los reservistas que les desagra­
daba respirar el mismo aire que los croatas y que no soporta­
ban compartir un mismo espacio, es decir, encontraban en
ellos alguna impureza amenazadora, y eso en hombres que
dos años antes jamás se habrían planteado a quién pertene­
cía el aire que respiraban.

Pero nos estamos adelantando, porque ese grado de in­


sensibilidad narcisista sólo se presenta al final del proceso
que conduce a la enemistad entre dos grupos. En los prime­
ros momentos predomina la ambivalencia, el conflicto con la
identidad propia, la lucha entre la sensación de ser distinto y
la aceptación del otro, es decir, la situación de mi soldado ser­
bio cuando me confesaba que, en realidad, los serbios y los
croatas eran iguales. No es la sensación de una diferencia ra­
dical lo que hace estallar el conflicto con el otro, sino la nega­
ción a reconocerle un solo instante. La violencia, antes que
sobre los demás, hay que ejercerla sobre uno mismo, hay que
cauterizar todos los tejidos de conexión y reconocimiento
antes de reconvertir al vecino en enemigo.
No obstante, la violencia que se ejerce sobre uno mismo
no existe como hecho para los que creen que las identidades
nacionales son entes arcaicos e instintivos que se revitalizan
con una simple inyección de miedo. En El choque de civilizacio­
nes, Samuel Huntington no se sorprende de la violencia que
asolaba Yugoslavia. Según él, sólo la “miopía laica”, típica del

56
M ic h a e i. Ic n a t ie f f

pensamiento liberal, puede creer que las diferencias étnicas


son cuestiones menores. La etnicidad se forma a partir de las
diferencias religiosas o confesionales, en este caso, católicos
conü'a ortodoxos. “Miles de años de historia demuestran que
la religión nunca ha supuesto ‘una diferencia menor’”, afir­
ma, “sino probablemente la mayor que pueda darse entre los
seres humanos. La creencia en distintos dioses aumenta la fre­
cuencia, la intensidad y el salvajismo de las guerras cismáticas”.
Pero no nos parece “miopía laica” afirmar que en los Bal­
canes, después de cincuenta años de laicismo oficial impues­
to por el régimen comunista, y de la secularización, mucho
más eficaz, que produce la modernización económica, la re­
ligión organizada estaba bastante erosionada. Es cierto que
en el momento del rebrote nacionalista, serbios y croatas vol­
vieron a sacar los curas y las reliquias, pero llama la atención
la rapidez con que recuperaron los antiguos cascos de sus va­
sos votivos, y aunque algunos paramilitares étnicos lucían
cruces ortodoxas o católicas entre sus joyas personales, y to­
dos los pistoleros ponían mucho interés en disparar contra
iglesias, minaretes, mezquitas y entierros del bando contrario,
se percibía la falta de autenticidad y el carácter superficial y
fraudulento de sus convicciones religiosas. Según sus propias
palabras, los milicianos estaban defendiendo a sus familias,
pero nunca me hablaron de defender ninguna creencia.
Para Huntington, la violencia de los Balcanes prueba la im­
portancia primordial de las diferencias religiosas, pero la ar­
gumentación puede invertirse: la exagerada defensa de las
diferencias religiosas se explica precisamente porque se esta­
ban borrando. La violencia narcisista no estalló entonces
porque la religión despertara sentimientos profundamente
arraigados, sino porque ya eran poco auténticos.
Esta paradoja aumenta los aspectos sorprendentes de la
tragedia, incluso para los que la viven. Casi todos —a excep­
ción de una minoría de auténticos creyentes nacionalistas—
expresan su sorpresa por la rápida destrucción, quizá irrever­
sible, de una convivencia étnica de cincuenta años. Grupos
de supervivientes recorren ahora las ruinas de lo que una vez
fue una vida en común y se preguntan qué han hecho para
derribar el edificio sobre sus propias cabezas. En un primer
El honor del guerrero

momento, la sorpresa es metafísica: “¿Por qué nos hacemos


esto, si todos somos personas?”.
Como es lógico, no hay que tomar su sorpresa en sentido
literal. Delante de los extranjeros hablan sólo de un cierto
compromiso con la familia humana, que no excluye en todos
los casos un comportamiento vulgarmente bestial con la fa­
milia del vecino. G. K. Chesterton rememoraba en un breve
poema ... “aquellos pueblos y capillas donde/aprendí con
poco esfuerzo/a amar al prójimo/y odiar al vecino de en­
frente”. El humanismo abstracto puede coexisdr tranquila­
mente con el aborrecimiento por los seres humanos concre­
tos. Para pensar bien de uno mismo, al menos en este siglo,
es imprescindible aceptar ciertos principios morales de ca­
rácter universal, pero, cuando hay que protegerse, puede ser
necesario odiar y legitimar el odio con formas muy intensas
de la moral particularista. El conflicto entre las distintas mo­
rales suele resolverse con el siguiente razonamiento: todos
los seres humanos merecen el mismo respeto, pero es que los
vecinos, en realidad, no son seres humanos. Mucho antes de
que se oyeran los primeros tiros en Yugoslavia, los medios
croatas y serbios enseñaban a sus respectivas poblaciones a
pensar en sus vecinos como gusanos, insectos, perros y de­
más animales repulsivos, porque la deshumanización, una
vez más, se alimenta de ficciones narcisistas. Si los croatas y
los serbios se sostienen sobre dos piernas, presentan un evi­
dente parecido y comparten atributos humanos innegables,
¿cómo se superpone esa fantasía de deshumanización a la evi­
dente comunidad de lo humano? Una vez comenzada la ma­
tanza, la deshumanización se produce con facilidad porque
cuando “ellos” matan a “los nuestros” se descalifican como se­
res humanos y nos permiten actuar en consecuencia, pero,
¿qué ocurre antes de los disparos? Es el miedo lo que agranda
la diferencia menor étnica hasta una distinción entre dos es­
pecies, una que es humana y otra que no lo es; y no sólo el
miedo, sino también la culpa, porque cuando se ha compar­
tido la vida con gente que, de pronto, comienza a tener po­
der sobre nosotros y a darnos miedo, el peso de los recuerdos
felices es tan insoportable que proyectamos sobre ellos la cul­
pa de la desü ucción de una vida en común.

5 8
MlCHAKl lGNATIFJT

Puesto que el narcisismo de la diferencia menor no es una


teoría explicativa nada dice de por qué estalla el odio entre
las comunidades que previamente ha creado el miedo. En rea­
lidad, se trata sólo de una frase, con una cierta utilidad heu­
rística, que tiene la virtud de no ver un hecho natural en el
antagonismo étnico, y de no aceptar el choque sangriento en­
tre los diferentes orígenes o procesos históricos como un
destino inevitable. Por el contrario, nos pone en guardia so­
bre la naturaleza proyectiva y fantástica de la identidad étni­
ca, es decir, sobre su falsedad, y plantea que quizá sea esto úl­
timo lo que dispara unas reacciones defensivas de tan fero/
violencia. Por otra parte, ayuda a percibir su naturaleza diná­
mica, porque la etnia, que suele considerarse una especie de
piel o desuno fatal, se caracteriza sobre todo por su plastici­
dad, y más que una piel es una máscara que cambia continua­
mente de maquillaje.
El elemento más fructífero de la idea freudiana es su com­
prensión de que cuanto menos se perciben las diferencias
externas entre los grupos más se resaltan las simbólicas. Caían­
lo menos nos distinguimos de los demás, más importante
nos parece llevar una máscara diferenciadora. Los serbios v
los croatas conducían los mismos coches, trabajaban como
¡rnstarbeilers * en las mismas fábrícas alemanas, suspiraban
por construirse los mismos chalecitos típicamente suizos en
las afueras y plantaban en sus jardines traseros las mismas
verduras. La modernización —por emplear una palabra tan
grandilocuente como antipática— había unificado su estilo
de vida, y sin duda compartían muchas más cosas que sus
abuelos campesinos, especialmente porque aquéllos habían
sido creyentes, porque los nietos llevaban muchos años sin pi­
sar una iglesia. Pero la modernidad —su vida cotidiana apro­
ximadamente desde 1960—, que había neutralizado casi
todo lo que los separaba, no pudo impedir que el nacionalis­
mo abriera de nuevo un abismo imaginario imposible de col­
mar como no fuera por el fuego de las armas. Los jóvenes de
las dos barricadas luchaban por perpetuar las diferencias ét­
nicas vestidos con un uniforme internacional: traje de faena

’ "t rabajadores extranjeros" en alemán. (N. de la T.)

59
E l. HONOR DFJ. GUERRERO

ceñido, pintura de guerra y cinta en la cabeza, a la manera


del Rambo popularizado por Sylvester Stallone.
Si eso es así, habrá que descartar que la elevación real de
la renta, los procesos de modernización, homogeneización y
secularización o la paulatina nivelación de las regiones atra­
sadas reduzcan la intolerancia y los conflictos étnicos. Puede
incluso que la modernización, aunque sea como fenómeno
transitorio, dificulte en un primer momento las relaciones
entre los grupos étnicos y aumente la intolerancia, y, cuando
implica un aumento de la carga impositiva que no se traduce
en la disminución de las desigualdades económicas entre los
grupos, puede conducirlos al enfrentamiento. Y puede inclu­
so que, aunque todos se beneficiaran de la modernización,
acabaran por correr a refugiarse en los guetos de la identidad
fantástica. La disminución de las diferencias “objetivas” entre
grupos rivales no produce necesariamente una reducción de
la desconfianza “subjetiva”; al contrario, cuanto más conver­
gen “objetivamente” más crece la intolerancia mutua. Sólo
así se explica que los rebrotes del nacionalismo no se limiten
a los estados pobres o periféricos o que la prosperidad nunca
sea capaz de saciar el descontento nacionalista.
Cuando la globalización barre las distinciones más eviden­
tes, defendemos con ahínco aquellas diferencias intrínsecas
—lengua, mentalidad, mitos y fantasías— que se libran con
mayor facilidad de la escoba, porque aljuntarnos, al convertir­
nos en vecinos, perdemos las antiguas fronteras con que los
estilos nacionales o regionales delimitaban nuestra identidad,
por eso exageramos los márgenes de distinción que aún que­
dan. Yugoslavia habló durante cincuenta años una lengua
común, el serbo-croata, con una ortografía cirílica y latina y
ciertas variaciones regionales de tipo dialectal y de pronuncia­
ción. En la antesala de la guerra se fragmentó la herencia lin-
gúística común. Los lingüistas de Zagreb y Belgrado repetían
que se trataba de dos lenguas distintas, que además había que
limpiar de las impurezas que se contagiaban mutuamente.
Ahora, en sus raros encuentros, muchos intelectuales de Za­
greb y Belgrado prefieren entenderse en inglés.
Visto así, el nacionalismo se parece poco a ese estallido de
antiguas rivalidades y antagonismos históricos que pretende
Mioiaki. Ic.natiffv

hacernos creer Huntington, y mucho más a un lenguaje mo­


derno, inventado como reacción a lo que Ernest Gellner lla­
mó una vez los desarraigos de la modernidad, que pretende
defender su antigua identidad transformándola en narcisis­
mo. Es entonces cuando la retórica se encarga de resaltar los
aspectos diferentes y de convertirlos en una narración justifi­
cativa de la autodeterminación política. Durante el proceso
de legitimación de ese proyecto político —la obtención de
un estado—, la retórica glorifica la identidad, convierte a los
vecinos en desconocidos y los límites permeables de la iden­
tidad en fronteras imposibles de franquear.
No quiero decir con esto que el nacionalismo sea siempre
y en todo lugar una fantasía política. Aunque las identidades
que defiende constituyen, por lo general, una discutible mez­
cla de tradiciones inventadas y paranoias recientes, la amena­
za que se cierne sobre ellas puede ser real. El nacionalismo
aborda el auténtico problema de las relaciones interétnicas
—las desigualdades de poder— e insiste en que los seres hu­
manos sólo poseen una hogar cuando han alcanzado la auto­
determinación. El lenguaje nacionalista dice que los pueblos
quieren hablar por sí mismos y no que hablen por ellos. Allí
donde las minorías étnicas se hallan sometidas a una auténti­
ca tiranía, donde el lenguaje y la cultura han quedado cierta­
mente suprimidos, las reivindicaciones nacionales, e incluso
los levantamientos nacionalistas, son tan lógicos como inevi­
tables.
Porque lo malo del nacionalismo no es el deseo de autode­
terminación en sí, sino esa ilusión epistemológica de que na­
die puede encontrarse en su casa ni sentirse comprendido si
no es entre sus iguales absolutos. El error nacionalista no está
en el deseo de mandar en su casa, sino en creer que allí sólo
merece vivir su propia gente.
Ese impulso ha producido una fragmentación étnica ob­
servable incluso en los Estados-nación más seguros. Los gru­
pos étnicos que antes se adaptaban de buen grado a las nor­
mas de la mayoría cultural quieren tener una voz propia.
Nadie desea ya que hablen por él ni quiere que sus preferen­
cias se sumen a las de otros. Los negros se niegan a que los
blancos hablen por ellos; las mujeres reivindican su propia

(>1
El honor del guerrero

voz; en Australia y Canadá los grupos aborígenes demandan


el derecho a hablar por sí mismos. Estos casos también pro­
ducen alarma y análisis llenos de angustia sobre la fragmen­
tación de las sociedades multiétnicas, especialmente entre las
antiguas élites acostumbradas a que no se discuta su derecho a
hablar y actuar en nombre de las minorías. En tales casos, sin
embargo, sería más acertado hablar de proceso democrático
que de fragmentación, ya que se trata de la lógica implacable
y positiva del aumento de poder de un determinado grupo.
El problema es quién se beneficia, ¿los individuos del grupo
o simplemente sus portavoces y dirigentes? Porque una cosa
es el aumento de poder que se indimdualiza, es decir, que
permite a los miembros del grupo minoritario articular sus
experiencias y ganarse el respeto de la mayoría, y otra muy
distinta es el poder que sitúa al grupo por encima de los indi­
viduos y los convierte en la víctima indiferenciada.
La enfermedad típica de la actitud nacionalista de cara al
exterior y de las políücas defensoras de la identidad dentro
del propio país es el autismo, por emplear el expresivo térmi­
no de Hans Magnus Enzensberger; es decir, la patología de
los grupos tan recluidos en su círculo de victimismo ególatra,
o tan limitados a sus mitos o rituales de violencia, que escu­
chan sólo su voz y se muestran incapaces de aprender nada
que venga de fuera. Lo que tiene en común la conciencia na­
cionalista de cara al exterior con ciertas formas de concien­
cia étnica nacional es la convicción de que escuchar a extra­
ños no sirve para nada, porque “ellos no nos comprenden”.
Se niega así toda posibilidad de empatia, la cualidad humana
que nos permite comprender otras identidades. 1.a supervi­
vencia de una política demócrata liberal depende de un acto
de fe epistemológico, que podríamos enunciar del siguiente
modo: el entendimiento político disminuye siempre las dife­
rencias y aumenta la comprensión. Cuando se pierde esta
idea —la fe más elemental en las posibilidades de comunica­
ción humana—, la política es poco más que un ejercicio de
corretaje étnico, en el que se compra el voto del descontento
a cambio del patronazgo y de otras muchas y variadas formas
de discriminación positiva, y cuando la vida política se divide
en clanes étnicos que se comunican entre sí con el lenguaje

62
1
MiGHAEI. IC.NAT Q T

grupal de la amenaza y el ultimátum, estamos en vísperas de


la guerra civil. Sin embargo, para prevenir la división no basta
con la confianza, es imprescindible un tipo de individualismo
que sobrevive únicamente en el ambiente que aquélla genera,
porque entonces los individuos se sienten razonablemente li­
bres de temores y no creen necesitar la protección de su gru­
po étnico, religioso o tribal para defender sus intereses más
elementales.

VI

El propio Freud observaba en El malestar en la cultura, su


ensayo de 1929 sobre los vínculos entre nacionalismo, narci­
sismo e intolerancia: “Siempre que se disponga de un grupo
aparte contra el que se pueda manifestar la agresividad será
I>osible m antener unido por el amor a un número considera­
ble de personas”. Freud no deja de apuntar con ironía que, a
liu de cuentas, su propio pueblo, los judíos, “han prestado
un gran servicio a la civilización de los países que los acogie­
ron” proporcionándoles una víctima propiciatoria en la que
desahogar la hostilidad reprimida. Freud escribía sobre el
narcisismo y la intolerancia poco antes de que Hitler tomara
el poder; en la siguiente década, él mismo salía hacia el exilio
i <m toda su familia. No es casual que intuiciones tan profun­
das sobre el narcisismo y la diferencia menor salieran de la
pluma de un judío austríaco. Ningún otro grupo se había
identificado con la Kultur alemana como los judíos, ninguna
minoría nacional experimentó una integración más comple-
ia, que, sin embargo, no bastó para salvar ni a Freud ni al resto
ile lajudería austríaca. De nada sirvió su grado de integración,
sus esfuerzos por eliminar las diferencias que los separaban
de sus conciudadanos, el hecho simple y elemental de su
I I mdición judía se mantuvo por encima de todo, y a partir de
ese hecho menor (porque para muchos judíos no era más
que un vestigio de su identidad, uno más entre muchos) Hit-
lei levantó una barrera “biológica” entre dos razas y dos cul­
turas. Cuando la integración elimina los principales rasgos
dilerenciales, los pequeños vestigios adquieren una impor-
E l. HONOR DEL GUERRERO

tanda neurótica para individuos como Hider, ya que su iden­


tidad puede sentirse amenazada por la asimilación de los ju­
díos (nótese que la integración que amenazaba a los antise­
mitas podía defraudar a los judíos porque suponía para ellos
una asimilación cultural y políticamente confusa; así, cuan­
do se les aceptó en las salas de conciertos, en las universida­
des o en los círculos profesionales no supieron comprender
que aquellos hechos no suponían la integración política).
Una vez que Hider, en un tiempo asombrosamente breve, lo­
gró reconvertir la integración en una enfermedad contagio­
sa nada más fácil que concebir la separación absoluta entre
judíos y arios como un acto de purificación. El vocabulario
de la limpieza, que vuelve a resultarnos familiar, es probable­
mente el más peligroso de los lenguajes narcisistas, porque
separar lo limpio de lo sucio se convierte en una distinción
entre lo humano y lo inhumano, entre el valor y el desprecio.
La trayectoria que comienza con el narcisismo de la diferen­
cia m enor puede acabar en el más espantoso rechazo moral.
Hagamos ahora una breve pausa para extraer algunas con­
clusiones de la argumentación de Freud. Si existe esa íntima
unión entre el narcisismo y la intolerancia podríamos llegar
a la conclusión práctica e inmediata de que seríamos más to­
lerantes con otras identidades si nos quisiéramos un poco
menos, porque la ruptura de los estereotipos sobre el prójimo
sólo es posible cuando estamos en condiciones de prescindir
de nuestras fantasías sobre nosotros mismos. Las raíces de la
intolerancia se hunden en la tendencia a sobrevalorar la iden­
tidad propia, entendiendo por sobrevaloración la creencia de
que no tenemos nada en común ni nada que compartir con
nadie. En el núcleo de esa obsesión hay una fantasía de pure­
za, de un espacio cuyos límites nunca se pueden cruzar.

VII

Las investigaciones genéticas demuestran la inexistencia


de variaciones significativas en la distribución de la inteligen­
cia y la capacidad cognitiva o moral de los grupos raciales, ét­
nicos o de género. Las variaciones significativas sólo se pro-

64
Michael Ignatieff

(lucen entre individuos pertenecientes a todos esos grupos.


La paradoja de la intolerancia reside en que establece por
costumbre las diferencias del grupo, pero ignora las de los
individuos. En efecto, en todas las formas que adopta la into­
lerancia se ignora la individualidad de la persona desprecia­
da. No es que los intolerantes únicamente se desinteresen
por los individuos que componen los grupos despreciados,
es que, literalmente, no bs ven como individuos; lo único que
importa es la oposición primaria entre “ellos” y “nosotros”.
I ja individualidad complica en exceso la cuestión y obstaculi­
za la defensa del prejuicio, porque la empatia, que actúa en
el plano individual, puede subverúr la oposición grupal. Des­
de este punto de vista, la intolerancia constituye un acto radi­
cal de negación de las diferencias individuales y una perversa
voluntad de subsumirlas en la identidad grupal. Si los grupos
intolerantes se muestran incapaces de percibir como indivi­
duos a las personas que desprecian ha de ser porque o no sa­
lten o no quieren percibirse a sí mismos como tales. El narci­
sismo de la diferencia m enor consiste, pues, en la entrega a
una fantasía colectiva que permite a los individuos amenaza­
dos o ansiosos evitar el esfuerzo de pensar por sí solos e inclu­
so de pensar en sí mismos como tales individuos. De igual
modo, la tolerancia dependerá de la capacidad para indivi­
dualizarnos e individualizar a los demás, de “vernos” y “verlos”
o, por decirlo así, de conceder mayor importancia a la dife­
rencia individual, la diferencia “mayor”, y menos a la colectiva,
la diferencia “menor”. Recuerdo, y fue lo más espantoso de
aquella noche en la granja serbia, que me di cuenta de que la
guerra étnica estaba a punto de extinguir la capacidad de ra­
zonamiento y reflexión de aquellos hombres en tanto que in­
dividuos, y digo “a punto” porque, en su confusión, yo perci­
bía la lucha por abrirse paso entre lo que sentían y las ideas
que los guionistas del nacionalismo ponían en su boca.

VIII

No quisiera que estas palabras sobre los reservistas serbios


st >naran a suficiencia, ni es mi intención afirmar que las per-

65
El honor del guerrero

sonas como yo seamos inmunes a las ficciones homicidas. De


hecho, cuando lo pienso ahora, nada me resultó más difícil
la noche de la granja que defender delante de aquellos hom­
bres las ficciones no sangrientas que avalan mis propias ideas
políticas, porque las ideas liberales no son menos ficdcias
que las nacionalistas. En efecto, detrás de las “evidentes” ver­
dades liberales —igualdad de todos los seres humanos, invio­
labilidad de las personas, disfrute de derechos por nuestra
condición de seres humanos— hay una ficción que los hom­
bres de la granja habrían tomado por una solemne idiotez:
que las diferencias entre seres humanos son siempre meno­
res y que en el corazón todos somos hermanos.
Y es ficción desde el momento en que la conciencia, ate­
niéndose a una convención moral, ha de pasar por alto cier­
tos datos empíricos. Para vivir en una sociedad liberal, el
pensamiento debe hacer un continuo esfuerzo por superar
algunas tendencias intuitivas. Pensemos, por ejemplo, en un
juicio; cuando aparecen los acusados en la sala se supone
que el juez y el jurado deben pasar por alto la identidad que
manifiesta su apariencia —hombres, mujeres, blancos, ne­
gros, ricos, pobres— e interpretarlos como si fueran meras
unidades idénticas de una humanidad indivisible. La super­
vivencia del conjunto de las instituciones liberales depende
de ese pensamiento tan complejo como históricamente no­
vedoso; complejo por abstracto, pues nos obliga a negar he­
chos patentes, a ver, por encima de ellos, una esencia básica y
supuestamente común a todos; e históricamente novedoso
porque las sociedades humanas —nosotros mismos hemos
comenzado en este siglo— nunca, para favorecer lo común,
han ignorado con tanta asiduidad lo diferente.
Ese proceso de abstracción, tan raro en la historia, plan­
tea la siguiente premisa mayor respecto a la identidad: somos,
primero y ante todo, sujetos jurídicos; prim ero y ante todo,
ciudadanos con los mismos derechos y obligaciones, las dife­
rencias son siempre de grado menor, y cuando suponen ven­
tajas deben ser radicalmente corregidas. Inútil decir que
nuestras diferencias “menores” continúan produciendo ven­
tajas y desvéntelas, y que la igualdad jurídica y social queda
aún muy lejos, pero formalmente nos comprometemos —y

6 6
MlCHAFX ICNATIEFF

de la legitimidad de ese compromiso dependen nuestras ins­


tituciones sociales— con el principio de que lo importante
no está en las diferencias. Sin ese proceso de abstracción que
convalida las instituciones, viviríamos en una sociedad tribal.
Para valorar lo singular de nuestra forma de vida conven­
drá recordar cómo hemos elaborado esa ficción. Los prime­
ros pasos en la ideación de los derechos abstractos de los se­
res humanos se dieron en el siglo xvi, durante las guerras de
religión. El problema era sencilla y radicalmente nuevo: si la
unidad del cristianismo acababa de romperse y los seres hu­
manos ya no compartían un doctrina religiosa, ¿qué hacer en
adelante para mantener la confianza mutua y vivir en paz?
¿Cómo convencerlos de que dejaran de perseguirse en nom­
bre de la verdad absoluta? Gracias al cisma cristiano Occiden­
te aumentó su comprensión de los fundamentos de la unidad
social. Si una de las diferencias —la religiosa en este caso—
había agrietado la unidad política, ¿qué hacer para continuar
juntos? La respuesta se elaboró poco a poco, como una suma
de interés económico y compromiso de todos y cada uno con
ciertas normas razonables e imprescindibles para la seguri­
dad común. La teoría de la sociedad como ordenamiento de
individuos libres y unidos para garantizar la seguridad, la li­
bertad y la prosperidad comenzó a tomar cuerpo a partir de
I lobbes y se desarrolló con Locke y Adam Smith. El punto
fundamental de la historia —que a veces pasamos por alto—
es que los teóricos liberales simplificaron de un modo radical
las premisas de partida, dando por descontado que los llama­
dos individuos libres eran hombres, blancos, cristianos y ri­
cos. En ese senudo, la teoría era una ficción que se había in­
ventado una comunidad sin referencia a la población real de
su tiempo —que también incluía mujeres, niños, razas de co­
lor y no cristianos—, mediante un proceso de exclusión im­
plícita. En principio, la única distinción que aceptaba la teo­
ría liberal era de tipo confesional, lo que representaba aún
muy poco. A Locke, por ejemplo, le parecía inconcebible or­
ganizar políticamente una sociedad que contara entre sus ciu­
dadanos con ateos o musulmanes, y se preguntaba cómo con­
liar en hombres que no juraban sobre la Biblia. De modo que
aunque la doctrina de la tolerancia data de la década de 1690

67
El. HONOR OKI. (HERRERO

se aplicó sólo a los creyentes, a los que compartían la premisa


de la revelación cristiana, independientemente de su grado de
aceptación de esa doctrina.
Los Padres Fundadores de la república americana se senta­
ron a crear un nuevo estado partiendo de esas diferencias.
Restringieron su comunidad a los hombres blancos, cristianos
y propietarios, en una sociedad esclavista. Una ceguera que se
les ha criticado con frecuencia, a ellos y, muy especialmente, a
un liberal dueño de esclavos como Thomas Jefferson. Y, en
efecto, fue ceguera, pero quizá necesaria, porque de haber te­
nido que incluir a todos, mujeres, negros, pobres, adolescen­
tes y no cristianos, la ficción liberal no se habría consolidado
jamás; se habría abandonado el experimento como una ilu­
sión ridicula e incluso peligrosa y la comunidad política ha­
bría asumido todas las diferencias humanas observables de fi­
nales del siglo xvni. Si los teóricos liberales no hubieran
comprendido el poder estabilizador que tenía la comunidad
de los orígenes étnicos, religiosos y sexuales para su política
nunca la habrían creído capaz de formar un sistema de intere­
ses y derechos individuales. El tejido social que buscaban sólo
era concebible en el contexto de esos valores compartidos.
Los habitantes de finales del siglo xx somos herederos de
un lenguaje universal —la igualdad de derechos— que nun­
ca tuvo la menor intención de incluir a todos los seres huma­
nos; sin embargo, no se puede afirmar que el liberalismo sea
una forma de hipocresía organizada si se conserva un míni­
mo de perspectiva. Sin aquella hipocresía, nunca se habría
llegado a imaginar una sociedad de individuos iguales. Aque­
llos hombres pasaron por alto la potencial capacidad diviso­
ria de los derechos individuales porque asumieron que el in­
dividuo estaba tan completamente integrado en los grupos
de identidad de clase, raza o género que ninguna amenaza
podría surgir de la potencia individualizadora intrínseca al
lenguaje de los derechos.
Pero, una vez afianzado el experimento liberal, todos los
grupos excluidos se apoderaron de su lenguaje. De nuevo,
sería más adecuado resaltar el impacto dinámico de la hipo­
cresía sobre el liberalismo que descartar el sistema por una
supuesta hipocresía intrínseca, porque cuando sus premisas

68
M ichael Icnatikff

«•nlran en el lenguaje moral suelen surtir efectos muy críticos


s<>bre el propio sistema liberal. Una vez que el lenguaje de los
derechos pasó a formar parte de la Constitución de Estados
Unidos o de la Declaración francesa de los Derechos del
I lombre y el Ciudadano se abrieron unas posibilidades que
habrían pasmado a sus redactores. No mucho después, Mary
Wollstonecraft declaraba algo tan evidente como que la pala­
bra hombrealudía sólo a la mitad de la especie y que era imposi­
ble negar legítimamente un puesto en la comunidad política
a personas cuyas diferencias en cuanto a razón, sentimientos
e intuición moral eran tan evidentemente insignificantes.
Durante todo el siglo xix se discutió la inclusión de las muje­
res en el sistema político liberal hasta la decisión definitiva a
su favor después de la I Guerra Mundial.
Primero, las mujeres; luego, los pobres. La inclusión pau­
latina de la clase trabajadora en el censo electoral y la aboli­
ción de los requisitos económicos para participar en las elec­
ciones ocuparon una gran parte de la historia política del
siglo xix. También aquí, como en el caso de las mujeres, el ar­
gumento en contra era que la comunidad política no podría
sobrevivir si la clase trabajadora se integraba y ejercía el dere­
cho al voto, porque la estabilidad y la coherencia dependían
de ciertas diferencias que prevenían la desestabilización.
Pero una vez más, como en el caso de las mujeres, se conclu­
yó que la comunidad política sólo sobreviviría incorporando
a los diferentes y concediéndoles el derecho al voto.
La integración surte el efecto de separar al individuo del
grupo y dotarle de una conciencia de sí mismo en tanto que
criatura portadora de derechos, con capacidad para plantear
reivindicaciones al Estado y, llegada la ocasión, a los mismos
grupos y colectivos —como los sindicatos— que lucharon por
su incorporación. Cuando los individuos obtienen derechos
políticos disminuye la importancia de la identidad colectiva
de clase o de género; desde esa perspectiva, su incorporación
al Estado liberal vino a disminuir el poder de esas otras dife­
rencias para definir la identidad y dividir el tejido social.
La siguiente batalla, que no se ganó hasta 1945, fue la in­
tegración y la conquista del voto por las razas discriminadas.
1a retórica de los derechos civiles nacionales y la lucha por la

69
E l. HONOR OKI. «¡HERRERO

autodeterminación en las colonias revelaron la contradic­


ción que supone excluir a cualquier grupo racial del lengua­
je de los derechos humanos. De Mahatma Gandhi, educado
en la tradición inglesa de la ley común, a Martin Luther King,
formado en el lenguaje radical del igualitarismo cristiano,
los dirigentes educados en la sociedad liberal, aunque exclui­
dos de ella, han pedido algo imposible de negar desde la ló­
gica más elemental: que se les aplicaran también a ellos los
mismos términos morales.
Aunque el ideal liberal cuenta quizá con cuatrocientos
años sólo se ha practicado en firme durante los últimos cua­
renta, con la emancipación civil de los pueblos de color y la
práctica de una política basada en la plena incorporación de
todas las diferencias humanas. No quiere esto decir que an­
tes no existieran las sociedades muldétnicas y multicultura­
les, pero no eran democracias basadas en la igualdad de de­
rechos, ni se sostenían en la premisa de un modelo cívico de
inclusión, en la idea de que lo que mantiene unida a una so­
ciedad no es la religión común, la raza, la elnia, la lengua o la
cultura, sino un acuerdo normativo respecto al imperio del
derecho y la creencia de que somos individuos iguales y por­
tadores de los mismos derechos.
La escalada de la guerra étnica de los años noventa ha de­
mostrado a las sociedades liberales la magnitud de la meta
que se habían propuesto y les ha impuesto su realización por
primera vez en cuatrocientos años, porque, de ahora en ade­
lante, o viven con arreglo a las premisas de partida o pueden
caer en la guerra civil. Allí donde el orden civil se ha basado
tradicionalmente en un amplio abanico de exclusiones se in­
cluye ahora a todo el mundo y surge de nuevo la discusión
sobre las posibilidades de prosperar que tendría un orden
auténticamente “cívico”, formado por individuos que no de­
pendieran de una dominación superior como la cultura, la
lengua, la religión o la moral. Desaparecido el enemigo exter­
no que, de 1945 a 1989, proporcionó una fuerte cohesión so­
cial a las sociedades liberales, quedan tan sólo las palabras
que nos dejaron Locke y Jefferson.
Hasta ahora no hemos vivido conforme a lo que decimos
creer. La religión primero; la clase y la propiedad después; el

70
MlCHAEL IliNATlEFF

género, la raza, y ahora la edad han dejado de ser desventajas


para pertenecer a la sociedad liberal. En realidad, se [jodiía
decir que acabamos de llegar y que la entrada en la era de la
sociedad multicultural y multiétnica nos obliga a replantear­
nos continuamente la ficción liberal. ¿Estamos tratando a X
como a un igual, portador de derechos, o como al miembro
de un grupo? Sabemos lo que hay que hacer, y nuestro len­
guaje moral ya no nos permite más excusas.
No nos engañamos, nadie vive plenamente conforme al
ideal, pero sin esa ficción —el papel primordial de la seme­
janza humana y el carácter secundario de las diferencias—
estamos perdidos, no podemos esperar ninguna forma de
orden, ninguna justicia, ningún juego limpio. Ignorar las di­
ferencias con el propósito político y moral de establecer una
ley superior no es mentir; se nos pide sólo que miremos más
allá de la piel y practiquemos el ejercicio coddiano de imagi­
nación —centrarnos en la identidad, no en la diferencia—
que sostiene las instituciones liberales.
Esa ficción dispone de una epistemología que está en la
raíz misma de la tolerancia como actitud y práctica social.
Tiene sentido enseñar la “tolerancia” porque cuando apren­
demos a ver un individuo en nosotros y también en los de­
más dificultamos esa fusión irracional con el grupo que ali­
menta la intolerancia nacionalista mediante un proceso de
abstracción para despersonalizar a los individuos concretos,
arrebatarles su especificidad y convertirlos en portadores de
<«diosas características grupales.
Volviendo al punto de parüda, digamos que la intoleran­
cia es una conciencia escindida en la que el odio abstracto,
conceptual e ideológico derrota una y otra vez a los momen­
tos reales y concretos de identificación. Mi amigo serbio se
encuentra en la frontera. Podría aceptar como individuos a
mus enemigos pero sucumbe a la fantasía nacionalista de la al-

teridad radical. Hay en él una conciencia, una angustia, una


inseguridad que habrían podido convertirse en sentimientos
liumanos y decentes de tener a su alcance un solo periódico
o emisora de televisión que no le emponzoñara de odio y de
mentiras. Si existiera un discurso público —periódico, radio,
televisión, parlamento político— que le tratara como se trata

71
El. HONOR DEL GUERRERO

a los individuos racionales tendría la posibilidad de volver a


serlo. En la medida en que los individuos pueden aprender a
pensar por sí mismos —a ser auténticos individuos—, en sus
manos está liberarse, uno a uno, de la dinámica letal del nar­
cisismo de la diferencia menor. Pero la función de la socie­
dad liberal no puede limitarse a enseñar la noble ficción de
la universalidad, es imprescindible que sepa crear individuos
con una identidad robusta para vivirla.

72
E l a t r a c t iv o
DE LA REPUGNANCIA MORAL

Jueves, 13 de julio de 1995. El avión de Boutros Boutros-


Ghali, un pequeño e incómodo jet privado, atestado de gente
y equipaje —siete personas del equipo más tres periodis­
tas— vuela rum bo al sur de El Cairo. Me han convocado para
una sesión informativa. Boutros-Ghali, hombre delgado y ce­
trino, de carácter nervioso, ya en los setenta, se sienta solo
junto a una ventanilla por la que contempla el desierto suda­
nés. Él quiere hablar de África; yo quiero hablar de Bosnia.
Acaba de caer Srebrenica. Han tomado como rehenes a los
pacificadores holandeses. Mujeres y niños han llegado a Tuzla
cruzando el frente a pie, pero los soldados serbo-bosnios se
han llevado a todos los hombres musulmanes de quince a cin­
cuenta y cinco años con destino desconocido. La delegación
de las Naciones Unidas ha soportado un trato humillante, y yo
pregunto al secretario general por qué no cancela este viaje y
vuelve corriendo a la ONU.
“Porque si lo hago”, me dice, “los países africanos procla­
marán al mundo entero que mientras se produce un genoci­
dio en África —ha muerto un millón de personas en Ruan­
da— el secretario general sólo se preocupa de un villorrio
europeo”. “Srebrraiiska” pronuncia él, con su acento levanti­
no, grave y áspero.
Boutros-Ghali había prometido defender aquella “zona
de seguridad”, pero Holanda, que tenía pacificadores en el
terreno, vetó la posibilidad de continuar los bombardeos.

73
E l HONOR DEI. GUERRERO

Ahora, la oficina del Alto Comisionado de las Naciones Uni­


das para los Refugiados ha levantado un campamento de
tiendas en Tuzla, a donde lleva alimentos por el aire y agua
mediante una conexión de tuberías, es decir, se presta a cola­
borar, por enésima vez, con la limpieza étnica de la Bosnia
oriental.
Para defender con un mínimo de eficacia las zonas de se­
guridad se necesitarían no menos de cuarenta mil soldados,
pero los Estados miembros no han conseguido reunir más de
siete mil. No me explico cómo pudo plantearse el secretario
general la posibilidad de una defensa con medios tan escasos.
¿Por qué las llaman zonas de seguridad si nunca están se­
guras? ¿Por qué dicen que UNPROFOR es una fuerza de
protección si ni siquiera se protege a sí misma? Y, ¿por qué,
ante un agresor y una víctima tan claros, insisten en una neu­
tralidad que sirve sólo para desacreditar a la ONU?
“No podemos tomar partido; nos lo impide el mandato”,
dice con vehemencia.
¿Qué coartada es ésa? Un secretario general no tiene mu­
cho poder, pero sí autoridad moral. Yo he subido a este avión
para conocer qué uso hace de ella y la suerte ha querido que
en esta semana se haya visto más comprometida que nunca,
porque Bosnia corre el riesgo de representar lo que ya repre­
sentó Abisinia para la Liga de Naciones: el campo extranjero
donde el honor se perdió irremisiblemente.
El buen humor de Boutros-Ghali demuestra que no ve las
cosas tan negras como yo. Ha conocido semanas peores. Se
toma su autoridad moral con mucha filosofía, como una ven­
taja por definición poco rentable. “Mire”, me dice, “somos ne­
gociadores, por eso no gustamos a nadie; todos los bandos se
las arreglan para echarnos la culpa de sus fracasos. Es decir, si
las Naciones Unidas han fracasado en Bosnia es porque nadie
—ni los musulmanes ni los serbios ni las grandes potencias—
le han permitido cumplir la tarea que podía haber cumplido,
aunque si aún existen es porque las grandes potencias creen
que peor sería que no existieran”.
El secretario general palpa la carpeta azul que tiene delan­
te, repleta a rebosar de telegramas procedentes de Zagreb,
Belgrado y Nueva York. Acaba de hablar por teléfono con su

74
Miciiaf.i U.natifjt

enviado especial en Bosnia, Yasushi Akashi, y con el mediador


de la ONU, Thorvald Stoltenberg. Se man nene en contacto.
Continúa hablando: “Peor habría sido sin nosotros". Cier­
to, la guerra no se ha extendido a Kosovo ni a Macedonia, y
se ha provisto de techo, ropa y comida a dos millones ocho­
cientos mil refugiados. “Hemos tenido que actuar sometidos
por una espantosa presión emocional”, dice, “especialmen­
te por parte de los medios de comunicación. Nadie se da
cuenta de que la gente tarda mucho en recuperar el sentido
común”. Me recuerda lo que tardaron judíos y palestinos en
sentarse a hablar de paz.
Todo es verdad, pero no cambia el hecho de que nunca
debió prometerse lo que se prometió a los habitantes de aquel
pueblecito europeo porque quienes lo hicieron sabían que
no podrían cumplirlo.
Aunque en realidad carece de importancia, me gustaría sa-
lx?r si este pensamiento le quita el sueño al secretario general.
Como era de espetar, no deja traslucir nada, porque un hom­
bre de su posición no puede permitirse el lujo de tener des
élals d'áme, y las preguntas sobre su estado de ánimo están de
más. Son asuntos íntimos. Comprendo que tantos años de di­
plomacia y el haber nacidi >en el patriciado de la minoría cop­
la egipcia son circunstancias que enseñan a contenerse. Es
una personalidad bien peruechada. Pero, de pronto, cuando
menos lo espero, me confiesa: “En todos los sitios que interve­
nimos estamos luchando contra la cultura de la muerte".
Considerando el contenido de la frase, el fracaso yugoslavo
resulta relativo. “Si cree usted que hemos fracasado en Yugos­
lavia”, parece que quiere decir, “observe los sitios donde no
hemos podido intervenir; la cultura de la muerte acecha en
Afganistán, Chechenia, Sri Lanka, Sierra Leona y Liberia, y no
hacemos nada”. Él llama a éstos los “conflictos huérfanos”,
que Occidente, selectivo y promiscuo en sus gustos, prefiere
ignorar en favor del pueblecito europeo de marras.
¿Acaso pienso que Srebrenica o Sarajevo son los primeros
fracasos de las Naciones Unidas? El secretario general re­
cuerda el destino de Beirut. Allí tenía amigos —gente civili­
zada y tolerante— con las mismas ilusiones multiculturales
que los habitantes de Sarajevo, pero hace veinte años Occi-
E l. IIO N O R OKI <;l KKKI.KO

denle se quedó tan campante observando cómo se desgarra­


ba la ciudad. ¿No podría repetirse un caso semejante? Quie­
re convencerme de que no es exactamente cinismo, sino una
forma sensata de plantearse las cosas. Por otro lado, existen
lugares peores que Sarajevo, peores incluso que Srebrenica,
y piensa llevarme a ver alguno.

Viernes, 14 de julio: Nyarubuye, Ruanda. Uno tras otro,


cuatro helicópteros blancos de las Naciones Unidas sobre­
vuelan los bananos y aterrizan en un círculo de hierba que­
mada en el centro de una misión católica. Dos guardaespal­
das con sendos AK-47 se despliegan debajo de las paletas del
helicóptero del secretario general; los sigue un tercero, con
el chaleco antibalas de Boutros-Ghali envuelto en un abrigo.
Grupos de nativos descalzos se apoyan en las paredes de la­
drillo de las casitas bajas, con la cara grisácea por el polvo que
han levantado los helicópteros. Algunos llevan unos paneles
de madera, a modo de pancartas, escritas en inglés; en una
de ellas se lee: ¿DÓNDE ESTABA LA ONU ANTES DEL GENOCIDIO? El
secretario general desciende del helicóptero y pasa entre
ellos con la cabeza baja.
La milicia hutu, conocida como los Interahamwe (“Los
que atacamos juntos”), llegó a esta comunidad de misione­
ros católicos en abril de 1994, separó a los tutsis de los suyos y
se dedicó a exterminarlos sistemáticamente; los cazaron a cu­
chilladas mienuas buscaban refugio detrás de los bancos de
la iglesia o bajo los pupitres de las aulas, o al intentar escon­
derse en los pantanos del valle o trepar a los árboles. Cuando
los milicianos se hartaban de matar, inmovilizaban a sus vícti­
mas cortándoles los tendones de los brazos y las piernas, se
daban un respiro y regresaban a terminar la faena.
Cuando el Frente Patriótico de Ruanda, la guerrilla tutsi,
recuperó la zona en el mes de mayo, los supervivientes, que
habían vuelto de su exilio en Tanzania, tomaron una decisión
tan sorprendente que al principio nadie daba crédito: dejar
los cadáveres —miles de cadáveres— donde estaban, entre los
bancos de las iglesias, detrás de los pupitres de las escuelas,
en los patios. Convirtieron el recinto religioso de Nyarubuye
en el Yad Vashem del genocidio africano.

76
Miohaki. Ignatiki-t

Conducen al secretario general hasta la entrada de una


estancia larga y baja que antes se utilizaba para el estudio de
la Biblia. Por todo el suelo se apilan polvorientos esqueletos
cubiertos de andrajos. Una luz sucia ilumina oblicuamente
fémures, tobillos, huesos de cadera, articulaciones de hom­
bros, dientes y calaveras. No hay rastro de carne, tampoco
olor a putrefacción. Los harapos tienen el color de la ceniza.
Llevan a Boutros-Ghali a una especie de improvisado mo­
numento a los caídos, un pequeño cobertizo de hojalata, del
tamaño de una cabina de teléfonos, donde han amontonado
una pila de huesos, fragmentos de tela y hierba seca. Sus guar­
dias le alargan una corona, que él deposita sobre aquel mon-
toncito de cosas. Permanece un minuto y le fotografían. Hace
una reverencia, cierra los ojos y sale.
Le acompañan por un camino de barro rojo que conduce
a las letrinas, donde hoy, más de un año después de la matan­
za, los supervivientes desentierran aún cadáveres. El secreta­
rio general se asoma a la fétida oscuridad, pero enseguida da
un paso atrás para tomar aire. Su rostro muestra la expresión
de un hombre completamente ensimismado.
Al pie de los escalones de la iglesia, los supervivientes,
unos cien hombres silenciosos sentados en el barro, alzan la
barbilla a la espera de ver a Boutros-Ghali. Puede que ni si­
quiera sepan con exactitud lo que es un secretario general,
pero sí saben lo que hace en ese momento, en cualquier idio­
ma se entiende que es una penitencia. Al empezar las matan­
zas había en Ruanda un destacamento belga de las Naciones
Unidas. En aquel momento, cuando en Kigali las emisoras de
radio hutu comenzaban a incitar a los Interahamwe al genoci­
dio, el destacamento podría haberlas destruido. Cuando me­
rodeaban por las calles bandas armadas de machetes hasta los
dientes, los tanques de las Naciones Unidas podrían haberlas
frenado, pero ese tipo de acciones quedan, en el lenguaje de
la ONU, “fuera del mandato”. Luego, en abril de 1994, tortu­
raron y mataron a diez pacificadores, y el destacamento belga
se retiró. Los soldados de la ONU se quedaron y protegieron
a los que buscaban refugio a su lado, pero nada pudieron ha­
cer para frenar las matanzas fuera de sus recintos. Ahora, un
año más tarde, las Naciones Unidas alimentan y visten a los

77
F.l. HONOR 1)KI. O l’KRRKRO

Interahainwe hutus al otro lado de la frontera con el Zaire, en


los campos de refugiados de Goma.
El secretario general habla a los supervivientes agrupados
a sus pies y admite que les ha fallado. Dice que pidió a dece­
nas de países que le enviaran tropas para frenar el genocidio,
pero no obtuvo respuesta hasta que fue demasiado larde.
Aun así, afirma que la “comunidad internacional” no los ha
olvidado. Promete que los asesinos no escaparán, que los per­
seguirán por el Zaire, Uganda o Tanzania para casügarlos. Los
supervivientes escuchan, pero únicamente aplauden al oír la
traducción de una frase: “Serán castigados”.
Cuando el helicóptero se lleva por los aires al secretario
general, yo me quedo rezagado porque quiero oír lo que co­
mentan los supervivientes. “Por lo menos, ha venido”, dice
uno de ellos, que se muestra muy afectado. “Sí, es verdad”, res­
ponde otro, “pero no a escuchar”. Y es que no les ha pregun­
tado nada, a ellos, que conocen los nombres de los asesinos
porque una vez fueron sus vecinos o sus amigos. Estos supervi­
vientes necesitan una justicia inmediata tanto como el pan,
pero no creen que él se la proporcione. En cuanto a las pala­
bras de consuelo que el anciano les gritó antes de partir hacia
el helicóptero — “Coumge! Courage! Qturage!”— querían decir
algo en francés, pero nadie sabía qué.

Sábado, 15 de julio: Luanda, Angola. El reactor del secre­


tario general vuela durante tres horas desde Ruanda al oeste
y al sur, camino de Angola. I.as Naciones Unidas supervisan
un alto el fuego que consiguieron establecer el año pasado
entre la guerrilla de la UNITA de Joñas Savimbi y las fuerzas
gubernamentales del presidente José Eduardo dos Santos.
En los anales modernos de la insensatez, la guerra civil de
Angola, que ha costado la vida a más de medio millón de per­
sonas, destaca por su salvajismo. Nunca habría podido man­
tenerse sólo con sus participantes. Estados Unidos y Suráfri-
ca apoyaban a Savimbi; Rusia y Cuba a Dos Santos. En veinte
años de guerra intermitente, los dos bandos consiguieron
convertir una antigua colonia portuguesa muy rica en petró­
leo, con un enorme potencial aún por desarrollar, en uno de
los eriales más espantosos de Africa.

78
Michafx Icnatieff

Delante del hotel Méridien Président, donde se aloja el


secretario general, un grupito de niños con los miembros
amputados merodea por la sucia plaza. Uno de ellos se ha fa­
bricado una muleta con la pata de una silla; otro, que no tie­
ne piernas, arrastra el cuerpo con las manos. Defienden su
negocio, porque fuera del Méridien Président siempre hay
zapatos de la ONU que limpiar y tapacubos de todoterrenos
que pulir.
Ahora que han destruido por completo la tierra que que­
rían gobernar, ambos bandos se avienen a pactar, y las Nacio­
nes Unidas han enviado siete mil soldados para asegurarse
de que el acuerdo no se malogra. Después de Bosnia, Soma­
lia y Ruanda, la ONU necesita a Angola, necesita un éxito,
que ya cree haber logrado aquí, pero, ¿merece la pena a este
precio?
Angola enseña mucho sobre los sucesos que han ocurrido
en las Naciones Unidas desde 1992, cuando su secretario ge­
neral tomó posesión. Había entonces cuatro mil pacificado­
res en todo el mundo; hoy, sólo tres años después, hay más
de setenta mil. Allí donde va, el secretario general dispone de
unos medios sobre el terreno que envidiarían muchos jefes
de Estado: tanques, tropas, helicópteros, todoterrenos, saté­
lites, convoyes de camiones.
Hace veinte años, el Alto Comisionado para los Refugia­
dos de las Naciones Unidas consistía en un grupo de aboga­
dos, con sede en Ginebra, dedicados a revisar y enm endar los
acuerdos internacionales relativos a los refugiados. Ahora es
una fuerza mundial de reacción rápida, capaz de levantar
cincuenta mil tiendas en veinticuatro horas en un aeródro­
mo cualquiera, o de alimentar a un millón de refugiados en
el Zaire. El Programa Mundial de Alimentación no existía
hace cuarenta años; ahora puede aprovisionar a la población
de un país entero. Las Naciones Unidas se han convertido en
una misión piadosa de Occidente para los Estados naufraga­
dos de la época postimperialista.
En otros tiempos, las Naciones Unidas se limitaban a su­
pervisar discretos proyectos de desarrollo; ahora se hacen
cargo de la infraestructura política y administrativa de nacio­
nes enteras y las reconstruye a partir de cero. Angola es el úl-

79
E l. HONOR DEL GUERRERO

timo experimento de laboratorio en la reconstrucción de un


Estado fracasado, después de Mozambique, El Salvador, Hai­
tí, Namibia y Camboya. Los todoterrenos blancos recorren
las avenidas de Luanda, desoladas y cubiertas de basura, tras­
ladando de una reunión a otra a funcionarios bien pagados
procedentes de una docr a de países. Aunque esos señores
de la pobreza no paran de hablar en la jerga del desarrollo:
reconstrucción de la “capacidad local”, estímulo de la “ini­
ciativa indígena”, encontramos la eterna premisa del impe­
rialismo: unos extranjeros ricos se arrogan el derecho de go­
bernar a unos pueblos tan pobres y tan mal organizados que
no saben hacerlo solos. ¿Es un imperialismo benigno? Sólo si
triunfa: si, a fin de cuentas, Angola aprende a gobernarse y
esos agentes de la conciencia internacional tan bien pagados
pierden su puesto de trabajo, pero nadie está seguro de que
ocurra.
Los presagios no dicen nada bueno; se multiplican las vio­
laciones del alto el fuego; los jefes militares ya se han conver­
tido en señores locales de la guerra; las carreteras que se lim­
pian de minas durante el día se vuelven a llenar por la noche;
y son pocos los refugiados que han vuelto al país. Impulso es
una de las palabras favoritas de Boutros-Ghali, y, en efecto,
ha venido a imprimir un nuevo impulso a la situación.
Al final de una ronda de negociaciones, el presidente dos
Santos ofrece al secretario general el 707 presidencial para
reunirse con Savimbi, su enemigo mortal, en su fortaleza de
las montañas de Bailundo. Por el camino, Boutros-Ghali invi­
ta a la prensa al salón del aparato, que dispone de mesa de
reuniones, mueble-bar y sillas giratorias de cuero azul. El es­
plendor confirma la norma: a mayor miseria del país, mayor
lujo de su reactor presidencial.
Sin embargo, mientras vamos a encontrarnos con Savim­
bi, Angola no ocupa todos los pensamientos, porque los in­
gleses han convocado una reunión en Londres para decidir
una respuesta militar de Occidente a la caída de Srebrenica.
Parece que los estadounidenses hablan de ataques aéreos
“desproporcionados” contra el mando serbo-bosnio y quie­
ren aprobarlos a espaldas del secretario general. El se resiste.
Si se frustrara su poder de veto perdería la capacidad que

80
M IC H A S , I c NATIKFT

aún le queda de manejar la respuesta militar y diplomática a


la crisis. Le pregunto si no le marginan los acontecimientos.
“En absoluto”. ¿Le preocupa la confusión cada vez mayor
que reina entre las potencias occidentales? Tuerce el gesto:
“Ahora el desacuerdo es más público”.
Le pregunto cómo reacciona cuando ve a los estadouni­
denses, a los británicos y los franceses intimidar a los serbios
con amenazas de bombardeos un día, y al otro hablar de reti­
rada, pero no le gusta criticar a los Estados miembros en pú­
blico, aunque se nota que hablar abiertamente de retirada
pone a prueba su paciencia.
“¿Redrada de dónde?”, pregunta, porque retírarse de Sre-
brenica o de Zepa es una cosa, pero retirarse de Sarajevo es
como hacerlo de Bosnia entera, y si nos vamos de Bosnia, ¿lo
hacemos también de Croacia y Macedonia?, y si nos retira­
mos del todo, ¿quién conduce a los bandos a la mesa de ne­
gociaciones? “Busco respuestas a estas preguntas”, dice dan­
do palmaditas a la carpeta azul de Yugoslavia.
Cuando el reactor presidencial aterriza en Huambo, el
grupo se traslada a varios Beechcrafts para realizar un vuelo
de media hora hasta la pista de barro rojo que Savimbi tiene
en Bailundo. Al tocar suelo, unos guerrilleros adolescentes
que se adornan de brillantes cananas en bandolera nos con­
templan desde las chozas de barro, entre los bananos. Cuan­
do la polvareda que ha levantado a nuestra espalda el Beech-
craft comienza a disiparse, un hombre de gran tamaño, con
americana blanca y camisa negra de gorila de sala de fiestas,
jugueteando con un bastón que tiene un águila en la empu­
ñadura, se acerca a nosotros para abrazar al secretario gene­
ral. Es Savimbi. Parten juntos en un Mercedes negro, que lle­
va en el salpicadero un tótem de Savimbi: un enorme perro
marrón y blanco de plástico, cuya cabeza comienza a oscilar
arriba y abajo en cuanto arranca la limusina en la pista de
aterrizaje.
Más tarde, en la sesión fotográfica, que tiene lugar en un
lúgubre sótano pintado de rosa frambuesa, en una hilera de
edificios deteriorados que atraviesa el centro de Bailundo,
Boutros-Ghali estrecha la mano de Savimbi llamándole “mi
querido amigo”. Curiosa frase, porque, según las resolucio-

81
El. HONOR DEI. GUERRERO

nes de las Naciones Unidas sobre Angola, la culpa de la car­


nicería que asóla el país desde 1992 recae de lleno en las es­
paldas del “querido amigo”.
Luego le preguntaré por qué arropar los hombros de un
personaje como Savimbi con el manto de la aprobación del
secretario general. Me lanza una mirada burlona, como que­
riendo decir que mis escrúpulos están fuera de lugar. La fa­
milia de las naciones está gobernada en su mayor parte por
hombres con las manos ensangrentadas. Además, el proceso
de pacificación de Angola se encuentra muy atrasado, en cual­
quier encrucijada puede desencadenarse una matanza que
dispare de nuevo la locura. En el campamento de Savimbi,
sin ir más lejos, hay gente que quiere echarse de nuevo al
monte. Se precisa colaboración para aligerar el proceso. Hay
que dar vaselina a Savimbi.
En la conferencia de prensa, antes de que finalicen los ha­
lagos, Boutros-Ghali lanza una ojeada a la pancarta del fondo
de la sala, donde se lee: la auténtica paz está en los corazo ­
nes de los hom bres . Yel secretario general lo confirma, claro
que hay paz en los corazones, dice con suavidad mientras
pasa el brazo por los hombros de Savimbi. Al fondo, los pe­
riodistas ponen los ojos en blanco. En el avión, Boutros-Gha­
li se encoge de hombros y esboza su conocida sonrisa; hay
que animar a la gente, hay que hacerle creer que, en efecto,
lleva la paz en el corazón.

Sábado, 16 de julio: Gbadolite, en el Zaire. Desde Angola,


el avión de Boutros-Ghali cruza el Africa central para aterri­
zar en el corazón de la selva ecuatorial del Zaire. El presiden­
te Mobutu quiere un téte-á-téte.
Pero el presidente, se nos dice, está aún en misa, así que
hacemos antesala en su palacio para los invitados, un búngalo
de las afueras, dentro de un recinto fuertemente vigilado, en
plena selva. Boutros-Ghali pasea mirando el reloj y acaricia la
colección de figuritas africanas de oro que Mobutu tiene so­
bre sus plintos de frío mármol blanco. En una esquina, la CNN
emite su resumen informativo en una gigantesca pantalla de
color: Zepa ha sufrido un ataque; han cercado el búnker del
contingente ucraniano de la ONU. El secretario general lo

82
M lttlA E L kiNATIKFF

contempla con rostro inexpresivo, pero, de repente, se le­


vanta y —en la única ocasión que se ha permitido expresar
un estado de ánimo— dice: “Es la globalización”, como si in­
cluso él se sorprendiera del milagro que supone recibir la no­
ticia de la caída de otro pueblecito europeo a través de la
CNN en las selvas del Zaire.
Pasan diez, veinte minutos. ¿Por qué esperamos?, pregun­
to a uno de los ayudantes del secretario general, que me su­
surra: “Porque Mobutu es rey”.
.Afuera, se acerca un Cadillac muy largo, que recoge al se­
cretario general —nosotros le seguimos en un autobús— y
atraviesa las cabañas de barro donde viven los aldeanos de
Mobutu hasta una mansión de mármol en la cumbre de una
montaña. En la explanada de granito que hay frente a la casa
se oye la música de unos altavoces; se nos invita a admirar un
ininterrumpido panorama de ISO grados de húmeda selva
ecuatorial que se extiende ante nosotros. De pronto, aparece
Mobutu en persona, en un traje de calle crema bastante ajus­
tado; lleva también unas galas de sol de montura gruesa y su
sombrero de piel de leopardo. Descansa lodo su peso en un
bastón de empuñadura de plata. Saluda a las mujeres del
equipo murmurando ‘7üuhanté, Múdame" a todas y cada una,
al tiempo que les roza con los labios el dorso de la mano. Ya
dentro, se nos permite admirar los relucientes suelos de már­
mol gris, los tapices gobelinos, los muebles Luis XVI, el tele­
visor Grundig, los resplandecientes candelabros, las botellas
de whisky de tamaño industrial en los carritos de bebidas.
I .uego, nos acomodan y comienza el tele-á-téle. Se susurra que
Boutros-Ghali quiere convencer a Mobutu de que no expul­
se a los refugiados hutus que, desde Ruanda, llegan a cientos
de miles hasta el Zaire.
Cuando, cuarenta y cinco minutos después, nos dicen que
podemos volver, Mobutu aparece flanqueado de dos hom­
bres enormes en traje de calle, que, según dice apretando el
brazo del secretario general, son sus ministros y serán testi­
gos de lo que ha prometido. Entonces se le ocurre algo muy
gracioso. Podría matarlos, para que no le recordaran su pro­
mesa. Pero entonces le dice a Boutros-Ghali con una amplia
sonrisa: “Ustedes nos darían la lata con los derechos huma-

83
El. HONOR DFI. GUFRRF.RO

nos”. En los rostros de los ministros se ha instalado el rictus


incómodo del cortesano. En cuanto al secretario general, se
permite una débil sonrisa.
Este trabajo es así, me digo, y cuando se es secretario ge­
neral hay que hacerse el siguiente cálculo: Mobutu es malo,
pero sin él, el Zaire podría estar aún peor. El dictador ha con­
servado el poder treinta años porque Washington, Moscú,
París y Londres han hecho un cálculo idéntico, pero como el
dictador da por sentado el apoyo internacional no es precisa­
mente un buen cumplidor de sus promesas. Tres semanas
después de haber prometido al secretario general que no ex­
pulsaría a los refugiados, sus tropas comenzaron a hacerlo, y
en los informativos nocturnos las vimos entrar en los campos
y echar a las mujeres y los niños a latigazos.

Lunes, 17 de julio: Bujumbura, Burundi. Estamos en el


quinto día de la gira, y el único que no parece agotado es el
activo y energético anciano de setenta y dos años que consti­
tuye su centro. Nunca le he visto descansar —nunca con la
corbata aflojada—, y esta mañana irrumpe de un ascensor
con su andar ligeramente encorvado. Las personas que le ro­
dean están exhaustas. Se les ve en los pasillos del hotel Sour­
ce du Nil, mucho después de la medianoche, con sus batas,
recibiendo telegramas en sus habitaciones, atendiendo lla­
madas de Nueva York, con los papeles esparcidos sobre la
cama. Los obliga a trabajar. Su cuerpo de seguridad america­
no, un antiguo policía de Darien, Connecticut, añora la épo­
ca de Pérez de Cuéllar o de Waldheim, cuando le quedaba
tiempo para hacer turismo durante las giras. “Con éste, no”,
suspira. “Cuando encuentra una visita al zoológico en el pro­
grama, la quita y, en su lugar, pone otra reunión”.
Burundi es uní) de tantos sitios pequeños y fáciles de olvi­
dar que atraen la atención internacional por su propensión a
destruirse. Boutros-Ghali ha volado a Bujumbura, una ciu­
dad pequeña a orillas del lago Tanganika, con el objetivo de
devolver la sensatez a la élite política del país. Una minoría
tutsi, que llevaba mucho tiempo en el poder y dominaba el
ejército, se vio obligada por la llegada de la democracia de
partidos a compartir el poder con la mayoría hutu. Cuando,

84
MlOIAF.I Ir.NATTOT

por fin, llegó a presidente un hutu en 1993 fue asesinado.


Durante la larga sucesión de matanzas que siguió se cree que
murieron cien mil personas, tanto hutus como tutsis.
Para frenar la desintegración de Burundi, el secretario
general nom bró a un representante muy especial, Ahmed
Ould Abdallah, infatigable diplomático mauritano de cin­
cuenta y cinco años, que se comportaba con la arrogancia de
un cacique sahariano. En abril de 1994, la noche en que el
avión que trasladaba a los presidentes de Ruanda y Burundi
fue derribado en el aeropuerto de Kigali, Abdallah apareció
por radio y televisión para evitar los falsos rumores que ha­
brían podido precipitar un baño de sangre. Pasó toda la no­
che junto al jefe del estado mayor del ejército, telefoneando
a los comandantes locales para ordenarles que permanecie­
ran en los cuarteles. Muchos observadores sostienen que Ab­
dallah salvó a Burundi de la locura genocida que se abatió s o
bre la vecina Ruanda.
En Burundi no hay pacificadores, ni Abdallah los quiere.
“Lo que se necesita aquí son psiquiatras”, dice. “Todos los
días me entrevisto con políticos que se temen. Cuando les es­
trecho la mano, la notó empapada en sudor. No hay uno solo
que no fuera capaz de matar a otro por una hora de poder”.
Abdallah no se hace ilusiones; en casi dos años de trabajo
frenético no ha conseguido otra cosa que un deslizamiento
lento e inercial hacia el abismo. Tres noches antes, la herma­
na de uno de los miembros tutsis de su propio equipo cayó,
junto con su esposo, oficial del ejército, en la emboscada que
les tendió la milicia hutu en una carretera al sur de la ciudad.
A él le mutilaron; a ella, embarazada de ocho meses, le abrie­
ron el vientre.
Las bandas que hacen estas cosas están pagadas, en su ma­
yor parte, por los políticos locales. Abdallah conoce sus núme­
ros de teléfono. Desde su residencia fuertemente protegida,
sobre el lago Tanganika, los llama con frecuencia. “Hay que
mantenerlos ocupados, para que no tramen maldades”. Siem­
pre dice lo mismo a los políticos: que asuman la responsabili­
dad de los acontecimientos, que se comporten como adul­
tos, que paren las represalias, porque, de otro modo, lo que
han desatado acabará también con ellos.

85
El HONOR DEL GUERRERO

Salgo con él, en su coche blindado, de gira por la vecin­


dad étnicamente higienizada de Bujumbura, para hablar a
los adolescentes que portan granadas y kalashnikovs y son ca­
paces de bombardear una calle por el precio de unas cuantas
cervezas. Sale del coche y se enfrenta a ellos, les dice que ese
círculo de asesinatos y venganzas acabará por barrerlos tam­
bién. Nadie parece sorprenderse de que todo un embajador
de las Naciones Unidas patrulle personalmente las zonas más
salvajes de una modesta ciudad africana, pero es que cual­
quier otro carecería de sus recursos y de su crédito. En reali­
dad, se trata de un experimento: diplomacia preventiva para
frenar la espiral de la matanza interétnica. La ONU podría
practicarlo también en otras partes, pero no abunda el per­
sonal con el carisma y la tenacidad que se requieren. El pro­
pio Abdallah deberá marcharse pronto de Burundi.
Me invitan a presenciar el proceso de la diplomacia pre­
ventiva a pie de obra. Boutros-Ghali, a la cabecera de una
mesa forrada de fieltro, escucha en su hotel a los dirigentes
hutus y tutsis, colocados a ambos lados. Los hutus insisten en
que el ejército dominado por los tutsis está preparando un
campo de exterminio; los tutsis dicen que los ataques noctur­
nos de los extremistas hutus han hecho imposible un diálogo
institucional. Acusaciones, contraacusaciones, quejas y mira­
das enrarecen la atmósfera de la sala.
Boutros-Ghali calla hasta que los demás dejan de hablar.
Entonces, dice que cuando los oye se avergüenza de ser afri­
cano. “Por lo visto, creen ustedes”, dice, clavando la mirada
en las dos filas de ojos que insisten en no verse, “que la comu­
nidad internacional los salvará, pero se engañan. ¿Recuer­
dan Beirut? Allí murieron muchos amigos míos, engañados
por la misma idea. La comunidad internacional se quedará
tan contenta cuando les vea destruirse mutuamente, hasta
que no quede un solo hombre, porque la comunidad de los
donantes está cansada, harta de auxiliar sociedades que pa­
recen incapaces de salvarse solas”. Extiende las palmas de las
manos sobre el fieltro de la mesa. “Son ustedes adultos ma­
duros, majeurs et vaccinés”, añade. “Dios sólo ayuda a los que
hacen algo por sí mismos. Su peor enemigo no es el otro, sino
su propio miedo y su cobardía. Hay que tener el coraje de

8 6
Michael Icnatieff

aceptar los compromisos. La clase política está para eso. Hay


que asumir las responsabilidades y no esperar de otros la sal­
vación, porque no llegará”. Luego, recoge sus papeles y sale.
Más tarde, esa misma noche, le pregunto en el hotel Sour­
ce du Nil si siempre emplea ese lenguaje cáustico en privado.
“Cuando tengo que hacerlo, sí”. No es personal, su ira es
la representación de un profesional, pensada para devolver
la sensatez a una élite local cobarde.
¿Produce resultados?
“Somos médicos”, dice, “si el paciente no quiere tomar la
medicina, ¿qué más podemos hacer?”.
La metáfora no es muy adecuada, porque estos pacientes
no es que rechacen la medicina, es que le han pegado fuego
a la clínica. ¿Llega un momento en el que habría que aban­
donar, en el que incluso un secretario general podría sucum­
bir al atractivo de la repugnancia moral?
Allí donde va parece prisionero tanto de las expectativas
que en esos míseros lugares despiertan las Naciones Unidas
como de una ficción exaltada, la ficción de la comunidad in­
ternacional. Son las esperanzas que convalidan su organiza­
ción y la dotan de una razón de ser; sin embargo, él trata de
rebajarlas continuamente, de un modo u otro, para contener
el inevitable desencanto y obligarlos a redescubrir sus pro­
pias posibilidades.
Le pregunto si no se cansa.
“En absoluto, ya lo ve usted”.
Hace poco ha dicho que el logro de estos cincuenta años
de Naciones Unidas ha sido crear un sistema internacional
viable. Le contestó que llevo cinco días en la carretera y que,
en vez de un sistema internacional viable, sólo he visto una
jungla mantenida a raya con una improvisación continua.
Sacude la cabeza; no está tan mal, hay motivos para la es­
peranza. El no se siente defraudado. “Damos esperanza a la
comunidad internacional”, y se pierde, escaleras arriba, para
reunirse con otros jefes milicianos de manos ensangrentadas
o para atender una llamada de Akashi, en Zagreb, o del se­
cretariado de Nueva York.
Anochece en el hotel Source du Nil. La piscina está silen­
ciosa. En los pasillos que su equipo ha recorrido de arriba

8 7
El honor del guerrero

abajo reina un silencio, que, de repente, rompe un tiroteo y


el sonido penetrante e inequívoco de una granada. La lim­
pieza étnica sigue su curso a medio kilómetro de la cama del
secretario general. Antes de apagar las luces pongo la CNN.
Noticias no confirmadas de Zepa comunican que soldados
serbo-bosnios han engañado a los civiles para que salieran del
bosque donde se ocultaban, al final del pueblo, y, después de
alinearlos, los han fusilado. Dicen que los serbios llevaban
cascos azules.

II

Cuando miro hacia atrás comprendo que durante mi viaje


por África con Boutros-Ghali asistí al último aliento del libe­
ralismo internacional. Las catástrofes simultáneas de Srebre-
nica y Ruanda pusieron fin a un breve periodo de esperanza
que había comenzado en 1989, y se perdió una oportunidad
histórica. Para imaginar cuánto se podía haber conseguido
nos remontaremos a un punto de inflexión comparable. Des­
de 1945, que podríamos calificar de año cero, se había pro­
ducido, en rápida sucesión, la fundación de la ONU, la crea­
ción de la OTAN, el Plan Marshall para la reconstrucción de
Europa, la Declaración Universal de los Derechos Humanos
de 1948 y la revisión de las Convenciones de Ginebra y del de­
recho de guerra. Pues bien, los años inmediatamente poste­
riores a la caída de la Unión Soviética, cuando el veto soviéti­
co ya no paralizaba la ONU y los ejércitos y asesores soviéticos
ya no sostenían regímenes e insurrecciones en todo el mun­
do, ofrecían unas oportunidades semejantes. En lugar de dos
culturas de los derechos humanos —una socialista y otra ca­
pitalista— en competición por el poder mundial existía un
cuerpo mínimo de leyes que todos los regímenes estaban
obligados a suscribir. No era utópico esperar una nueva épo­
ca de colaboración entre las superpotencias, todo lo pragmá­
tica que se quiera, pero bien fundamentada, para reducir al
menos las luchas por el poder que empobrecían regiones en­
teras de África, Latinoamérica e Asia; ni tampoco parecía des­
cabellado que, aprovechando la paz que facilitaba el final de

88
Mk.iiaf.i . Ignatieff

la Guerra Fría, se aumentaran generosamente la ayuda y los


presupuestos para el desarrollo del Tercer Mundo.
Junto a esas posibilidades, la atmósfera moral de la políti­
ca internacional experimentó un profundo cambio. l a co­
munidad de los acdvistas por el desarrollo y los derechos hu­
manos, nacida en los años sesenta, había logrado en sus
propios países un electorado y un poder institucional sufi­
cientes para influir en la política exterior de los Estados más
importantes. Ciertas organizaciones como el Comité Inter­
nacional de la Cruz Roja, la UNICEF y el ACNUR, realizaron
operaciones de billones de dólares y se sirvieron de medios
de cobertura mundial como la CNN para lograr una auténti­
ca demanda popular de intervenciones humanitarias inter­
nacionales.
Tales organizaciones se beneficiaban del profundo cambio
que las circunstancias habían operado en el campo de acción
de la conciencia de nuestro tiempo. Los medios han destrui­
do la compartimentación que antes restringía los intereses
morales al ámbito inmediato de la familia, la vecindad, la pro­
vincia o la nación. Desde la aparición de los informativos en
las televisiones, durante la década de los sesenta, contempla­
mos caí a a cara una miseria humana que antes quedaba fuera
de nuesü'o alcance, o lo que es igual, fuera del ámbito de las
emociones —culpa, vergüenza, escándalo, remordimiento—
que nos mueven a implicarnos en asuntos ajenos. La revolu­
ción de las comunicaciones aéreas y de la logística del desplie­
gue rápido nos ha hecho conscientes, como nunca antes, de
que existen enormes posibilidades de remediar —con rapi­
dez— los desastres que muestra la televisión. Finalmente, he­
mos comprendido que la enorme cantidad de reservas que
Occidente no utiliza —desde el trigo de nuestros silos hasta
los conocimientos técnicos de nuestros médicos o ingenieros,
pasando por los miles de pies de goteo apilados en los almace­
nes de los hospitales— podrían emplearse para aliviar el tre­
mendo dolor del mundo. Todos esos elementos han cambiado
la imaginación moral de nuestro tiempo. Ahora que no hay
fronteras para el compromiso moral, porque abarca el mun­
do entero, y que conocemos nuestra capacidad de influir en
las cosas, nos faltan excusas creíbles para el fatalismo o la inac-

89
El. HONOR DEL GUERRERO

ción. La envergadura de las posibilidades y el volumen de los


recursos disponibles se confabulan para acusarnos.
Una conmoción que causó rápidos efectos sobre la políti­
ca exterior de las naciones. Una tras otra, la comunidad in­
ternacional ordenó varias intervenciones de gran alcance: la
operación de las Naciones Unidas para supervisar las eleccio­
nes en Camboya; la guerra del Golfo, con objeto de anular la
conquista de un Estado vecino por un dictador; el rescate hu­
manitario de los kurdos y la posterior creación de una zona
de seguridad para ellos bajo la protección del paraguas aéreo
estadounidense; la intervención en Somalia para acabar con
las luchas entre facciones y llevar alimentos a las víctimas del
hambre; el envío de tropas de la ONU a Bosnia para prote­
ger los convoyes de ayuda humanitaria. A la cabeza de esa
corriente de humanitarismo internacional, algunas figuras in­
fluyentes como la del francés Bernard Kouchner, uno de los
fundadores de Médicos sin Fronteras y ministro del gobier­
no de Mitterrand, proclamaban el fin de la soberanía nacio­
nal absoluta y el comienzo de la época de la intervención.
Las resoluciones de la ONU que dieron amparo internacional
a la población kurda constituyeron todo un precedente del
derecho de la comunidad internacional a intervenir en los
asuntos internos de aquellos Estados cuyos ciudadanos pade­
cieran alguna forma de tiranía.
¿Hasta cuándo durará? Al acabar el siglo, el internaciona­
lismo de los primeros noventa tiene menos en común con
aquel momento creativo de 1945 que con el fracasado inter­
nacionalismo wilsoniano posterior a la I Guerra Mundial. Se
hunde la moral intemacionalista, vuelve el aislamiento, y los
signos de retirada comienzan a rodearnos por todas partes.
Desde la época de Boutros-Ghali ha disminuido el número
de pacificadores desplegados por el mundo, pero no deja de
crecer el de guerras activas; los presupuestos para ayuda ex­
terna de los grandes Estados disminuyen o se estancan; los
medios reducen sus oficinas extranjeras. Hoy, en la aldea glo­
bal, volvemos al provincialismo político.
En plena decadencia del activismo de los primeros años
noventa apreciamos con mayor claridad sus perfiles históri­
cos. Ahora comprendemos que fue un intento de situar los

90
Mk.iiaki Icnatieff

principios en el lugar que dejaba vacante la realpolitik; de sus­


tituir el antiguo lenguaje imperialista que dominaba las in­
tervenciones por el acento del humanitarismo. Sin embargo,
ambiciones, contradicciones y locuras de índole imperial
acabaron por malograr la operación. Esas selvas oscuras que
sobrevolaba con su avión Boutros-Ghali —donde aterriza­
mos un momento para que Motubu se retirara de Gbadoli-
te— se parecen al escenario donde situó Joseph Conrad su
gran fábula sobre la agonía del imperialismo europeo, publi­
cada en 1900 con el título de El corazón de las tinieblas. En 1890,
el joven Conrad recorría el Zaire en un vapor, asqueado por el
sádico salvajismo de algunos agentes coloniales belgas que le
servirían de prototipo para la diabólica figura de Kurtz.
Conrad observa en El corazón de las tinieblas que el imperia­
lismo, visto de cerca, no tiene nada de agradable. “Sólo lo re­
dime la idea”. Kurtz ennoblece sus ansias rapaces de marfil
con un plan para llevar la civilización a los salvajes. Al final,
como cabía esperar, la civilización no redime nada. Cuando
Marlow encuentra a Kurtz en el último recodo del río, de la
misión civilizadora sólo queda una hilera de cabezas nativas
clavadas en sendas estacas y los jirones de su informe a la So­
ciedad Internacional para la Supresión de las Costumbres
Salvajes, en cuya última página un Kurtz delirante ha garaba­
teado: “¡Acabad con todos los salvajes!”. La obra de Conrad
es tanto una metáfora de aquel imperialismo de finales del si­
glo xix paralizado por su inutilidad y consumido por el nihi­
lismo, como del atractivo que ejerce sobre los hombres la re­
pugnancia moral; cuando comprende que no puede civilizar
a los salvajes, Kurtz proyecta en ellos toda la agresividad de su
propio desencanto.
Las intervenciones liberales de principios de los noventa
han sido declarada y conscientemente postimperialistas, pero
se malograron por culpa de ciertos continuismos y paradojas
muy conradianos. Cuando leemos a Conrad y vemos simboli­
zada la impotencia imperialista en la imagen del cañonero
amarrado a la costa africana y en los proyectiles vanamente
lanzados contra la selva silenciosa, la imaginación vuela hasta
los cazas de la OTAN que en 1994 lanzaban proyectiles con­
tra los refugios subterráneos abandonados por la artillería

91
El honor del guerrero

serbia. Difícilmente habría podido imaginar el propio escri­


tor nada más expresivo de la inutilidad del imperialismo que
el espectáculo de unos soldados de la ONU, en su mayoría
paquistaníes, disparando contra la muchedumbre somalí y
matando a las mujeres y los niños que iban a proteger. Natu­
ralmente, ya no quedan huellas de la operación somalí, han
desaparecido como se evaporaron, absorbidos por la selva,
los restos de la presencia belga en el Zaire. Si, como se espe­
ra, las tropas de la OTAN salen de Bosnia en algún momento
de 1998 *, podría significar que, en el fondo, se habían ido
del todo. El pasado y el presente se funden en una imagen de
futilidad de las grandes potencias.
Las intervenciones realizadas desde 1989 fueron intencio­
nalmente limitadas, es decir, se consideraban ejercicios mo­
rales de poder no contaminados por la codicia del imperio.
Durante la Operación Tormenta del Desierto se frenó el avan­
ce de las tropas aliadas en el camino hacia Bagdad. Sadam se
quedaba en el poder y nosotros nos limitábamos a tender un
paraguas aéreo que permitiera a los kurdos plantearse el fu­
turo como mejor pudieran. En el caso de Somalia, no llega­
mos a tomar el país en atención a lo que se llamó una estrate­
gia de “salida rápida”. En cuanto a Bosnia, un territorio que
durante todo el siglo XIX mantuvieron en paz ni más ni menos
que los dragones austríacos y otomanos, supusimos, hasta el
verano de 1995, que la simple amenaza de nuestra desaproba­
ción, del embargo comercial o el ocasional lanzamiento de
algún proyectil desde el aire haría innecesario recurrir a nues­
tros dragones; para luego volver a suponer —con una inge­
nuidad que habría divertido mucho a los viejos cínicos que
gobernaron el imperio austro-húngaro— que podríamos en­
viarlos para que permanecieran allí un año o dos, pacifica­
ran el país y regresaran tranquilamente. De haber empleado
una brusquedad más imperialista, habríamos resultado algo
más eficaces. Si el general Schwarzkopf se hubiera permitido
ser el MacArthur de un Irak conquistado, puede que la opo­
sición iraquí en el extranjero hubiera reconstruido el país; si

* Recordamos al lector que la versión inglesa de este libro fue publicada


en 1998. (N. M E . )

92
M ig h a k i . I o n a t i w

los marines patrullaran aún las calles de Mogadiscio, la posibi­


lidad de que Somalia pasara del mundo de Hobbes al de Loc-
ke sería un poco más real; y si la OTAN hubiera defendido al
gobierno bosnio bombardeando la insurrección serbia en
abril de 1992, puede que Europa no hubiera tenido que ver
el regreso de los campos de concentración. De igual modo, si
en 1995, tras los acuerdos de paz de Dayton, los gobiernos
occidentales hubieran asumido la administración de Bosnia
bajo el mandato de la ONU, al menos hasta que las facciones
locales dieran pruebas de poder gobernar su país, Bosnia se
habría reconstruido sobre cimientos más firmes. Pero ni si­
quiera se consideró la posibilidad, porque la política inter­
vencionista liberal es una contradicción en los términos: los
principios nos empujan a intervenir pero nos prohíben em­
plear la contundencia imperialista que saldaría la interven­
ción con éxito.
Vivimos en una época postimperial, hemos renunciado a
los métodos imperiales y, sin embargo, conservamos gran par­
te de la arrogancia. ¿Cómo, si no, se llegó a la conclusión de
que cualquier potencia extranjera podía ir a Somalia, poner
fin a la lucha entre facciones e irse, todo ello en pocos meses?
No fue la timidez lo que nos impidió emplear tempranamen­
te la fuerza en \ltgoslavia, sino la altanería de unos políticos
convencidos de que la dureza verbal bastaría para poner de
rodillas a una panda de demagogos astutos y despiadados. So­
breestimamos nuestro prestigio moral con la misma tozudez
con que menospreciamos la voluntad que anima a los comba­
tientes de la guerra étnica.
Por otra parte, cuando la política se mueve por razones
morales suele ser narcisista. No intervenimos sólo para salvar
a otros, sino para salvarnos nosotros mismos, o mejor dicho,
para salvar nuestra imagen de defensores de la decencia uni­
versal. Queremos demostrar que Occidente es algo más que
una palabra. Ese Occidente imaginario, trasunto narcisista de
nosotros mismos, se encarna en el mito de la Bosnia multiétni-
ca y multiconfesional. Quién sabe si el deseo de intervenir res­
pondía a la necesidad de reescribir la historia de Bosnia para
adaptarla a nuestro ideal de lugar digno de redención. No
deja de resultar paradójico, claro está, que una Europa occi-

93
El. HONOR DEL GUERRERO

dental sin escrúpulos para meter en guetos a sus propias mino­


rías musulmanas de gastarbeiters descubra de pronto en la con­
vivencia de los cristianos y los musulmanes bosnios la auténtica
imagen de sus ideales multiculturales. Bosnia se transformó
en el escenario de una proyección. Aquellas energías políti­
cas que habrían podido emplearse para defender la sociedad
multiétnica en nuestros países se utilizaron en la defensa de
un multiculturaiismo mítico y lejano. Fue el último bel espoir
de una generación que había probado la ecología, el socialis­
mo y los derechos civiles para luego verlos todos perder su
ímpetu romántico.
Si el escándalo moral de los intelectuales influyó realmen­
te en los acontecimientos bosnios, a estas alturas parece evi­
dente que los motivos de los estadounidenses para ejercer la
presión que condujo hasta los acuerdos de Dayton fueron
más políticos o geoestratégicos que morales, porque Estados
Unidos intervino para salvar la presidencia de Clinton con
un despliegue adecuadamente dosificado de liderazgo mun­
dial y, lo que es más importante, para recuperar la OTAN y la
Alianza Atlántica. Desde que los norteamericanos se nega­
ron a respaldar la iniciativa de paz europea de Vance-Owen
de principios de 1993, el asunto de Bosnia dividió a Europa y
América. Clinton no intervino para salvar Bosnia, sino para
preservar sus alianzas, en las condiciones que él quiso impo­
ner. No obstante, Dayton pasó a la historia, y cuando partie­
ron nuestros dragones se reanudó la lucha. Los austro-hún­
garos nos lo habrían advertido: los Balcanes siempre dejan al
desnudo el aspecto trágico del imperialismo.
En esas intervenciones, el reflejo moral —“hay que hacer
algo”— parte de una ¡dea exagerada de nuestro poder, de
una fantasía de omnipotencia que se mantiene como puede
entre la indignación y el realismo, entre el sentimiento de
que “algo hay que hacer” y el conocimiento de lo que en rea­
lidad puede hacerse. Si hubiéramos partido de ideas más
modestas—por ejemplo, que siempre es menos lo que se pue­
de que lo que se quiere, que podemos poner coto al horror
pero no siempre podemos impedir la tragedia— quizá habría­
mos tenido un comportamiento más responsable y unas estra­
tegias de intervención con mayores posibilidades de éxito.

94
Miciiafj. Ionatteff

Ahora nos enfrentamos a los resultados modestos e im­


perfectos de la mayoría de las intervenciones —la violencia
étnica de bajo nivel constituirá muy probablemente el futuro
de Bosnia; Sadam Hussein conserva el poder; los señores de
la guerra continuarán conduciendo a Somalia hacia la muer­
te; la región africana de los Grandes Lagos sigue la estela de
odio que ha dejado a sus espaldas el genocidio ruandés— y
descubrimos en la repugnancia moral un nuevo paralelismo
conradiano. No creo exagerar si digo que, a fuerza de fraca­
sos occidentales, “¡Acabad con todos los salvajes!” se ha con­
vertido para muchos desencantados en una conclusión in­
confesada. Aunque la mayoría se sienten tentados por un
pensamiento ligeramente parecido: “¡Dejad que los salvajes
se exterminen solos!".
En Burundi y Ruanda, la retórica del secretario general
estuvo a un paso de esa repugnancia, de esa desilusión, que
podría aplicarse a tantas zonas peligrosas del mundo en de­
sarrollo. Durante las guerras civiles que han asolado Sierra
Leona y Liberia o durante los veinte años de conflicto que han
postrado a Afganistán, los cooperantes que, en número cada
vez menor, luchan por prestar sus servicios a heridos y des­
plazados tienen a menudo la sensación de no saber qué ha­
cen allí, igual que los conradianosjefes de las avanzadillas en
las selvas del Zaire. 1.a repugnancia moral es muy tentadora;
al fin y al cabo, se trata de una reacción objetiva ante aconte­
cimientos que, un año tras otro, demuestran que ciertas so­
ciedades y ciertas élites no son capaces de gobernarse. Pero
el cansancio de la compasión —en los estados o en los donan­
tes privados que sostienen el desarrollo— puede dejar de ser
un simple hartazgo y convertirse en una repugnancia activa
hacia la incapacidad de estas sociedades receptoras de la ayu­
da para cuidar de sí mismas.
1.a vuelta del desencanto coincide con la desaparición de
aquellas narraciones morales en las que se fundamentaba el
compromiso. Cuando digo narración moral me refiero sólo
a los relatos con los que dotamos de significado a los lugares
distantes y explicamos por qué nos interesan sus crisis. No es
cierto que los medios de ámbito mundial elaboren automáti­
camente esas narraciones del compromiso. La sola pintura
El honor del guerrero

de las atrocidades o del sufrimiento no hace surgir el compro­


miso o la compasión necesariamente y en todo lugar. Nues­
tros compromisos morales con los lugares lejanos son noto­
riamente selectivos y parciales; ayudamos a la gente como
nosotros porque comprendemos con facilidad sus historias y
sus crisis, pero no tanto a las víctimas de situaciones que no
sabemos interpretar. El compromiso depende además del
tipo de narrativa que nos proporcionan los intermediarios
—escritores, periodistas, políticos, testigos—, porque nos
acerca el horror del mundo. Lo curioso es que esas narracio­
nes pertenecen a una de dos categorías. Por un lado, la histo­
ria de la globalización nos enseña que el planeta se convierte
en una sola cosa y que los países que antes quedaban fuera
de nuestro alcance —los tigres asiáticos, por ejemplo— se
transforman en competidores. Esa narración nos proporcio­
na motivos para acercarnos a ellos y prestarles atención, aun­
que sea como rivales en potencia. La segunda no es tanto
una narración como la historia de un caos. El famoso artícu­
lo de Robert Kaplan “The Corning Anarchy” ha sido quizá el
más influyente desde ese punto de vista. Durante sus viajes a
África occidental y al Cáucaso, Kaplan llegó a la conclusión
de que una gran parte del mundo se halla sumida en la anar­
quía, enzarzada en guerras tan caóticas que llamarlas civiles
sería dignificarlas. Son guerras de desintegración, entre fac­
ciones y bandas cuya finalidad ni siquiera se puede conside­
rar política. Luchan por las drogas, el territorio, la supervi­
vencia, y de su lucha no resulta más que el caos.
Si juntamos las dos narraciones —globalización y caos—
no tenemos una imagen consecuente del mundo, sino, a lo
sumo, un cuadro fragmentario: Tokio, Singapur, Taipei, Pa­
rís, Londres, Roma, Nueva York y Los Ángeles se hallan co­
nectadas veinticuatro horas al día por una economía mun­
dial de mercado, de la que se ha desterrado a zonas enteras
—África central, algunas partes de Latinoamérica y Asia cen­
tral—, que se mantienen en la esfera de lo irracional y sufren
una violencia casi permanente.
No es éste lugar —aunque estuviera en mi mano— para
vincular ambas historias, pero conviene subrayar que la au­
sencia de narraciones explicativas erosiona la ética del com-

96
MlCHAEL ItiNAUtKF

promiso. Cuando sólo vemos el caos más allá de nuestras


fronteras, la tentación de la repugnancia se hace irresistible.
Si encontráramos un modelo dentro del caos o una posibili­
dad cualquiera de restaurar el orden aquí o allá recuperaría­
mos la lógica de la intervención y del compromiso ético a
largo plazo. Se nos ha olvidado que la Guerra Fría dio un
sentido al mundo y una lógica aparente a las guerras de ios paí­
ses en desarrollo, porque al explicarnos cómo eran los ban­
dos nos ayudaba a identificar el nuestro. Hemos perdido la
narración, y con ella, la base racional del compromiso.
Nuestras narraciones, justo es confesarlo, incluyen algu­
nas cláusulas de excepción. Necesitamos víctimas inocentes;
por eso, cuando no las encontramos, salvamos la ilusión cul­
pándolas del fracaso. ¿Por qué pedimos inocencia a las vícti­
mas? la s facciones políticas kurdas continúan peleándose
dentro de las zonas de seguridad que les proporciona la co­
bertura aérea estadounidense; cuando uno de los bandos
pierde el apoyo de Washington se vuelve hacia Bagdad, y los
intervencionistas liberales que apoyaron su causa hasta 1991
contemplan entonces el edificante espectáculo de unos kur­
dos que ayudan a la policía secreta iraquí a hostigar a sus opo­
nentes, kurdos también, dentro del enclave. Establecer alian­
zas con el peor enemigo de su pueblo para ajustar cuentas
dentro del propio movimiento es lo mejor que pueden hacer
los kurdos para que los amigos occidentales los manden a pa­
seo, pero, ¿qué hace un pueblo débil cuando sabe que Esta­
dos Unidos no asume un compromiso político serio con su
causa? Si vuelve a estallar la guerra en Bosnia, Occidente se
desentenderá con toda tranquilidad pensando que, a fin de
cuentas, “se lo han buscado”.
A los desencantados les tienta siempre acusar a las vícti­
mas. Debido a los fracasos del nuevo orden mundial circula
una buena dosis de repugnancia moral exculpatoría, una ex­
cusa basada en que “nosotros” lo intentamos, pero “ellos" lo
echaron a perder. En efecto, resulta seductoramente apoca­
líptico suponer que todo se ha venido abajo, aunque la ver­
dad sea mucho más ambigua; por ejemplo, los kurdos se han
salvado del exterminio pero no tienen un Estado y viven ex­
puestos a los padecimientos que les infligen sus cuatro mal-

97
El. HONOR DEL GUERRERO

vados vecinos; el hambre se ha paliado en Somalia pero no


ha disminuido el poder de los pistoleros; Sadam recibió su
castigo pero no fue derrocado; Occidente impidió la liquida­
ción de los musulmanes bosnios pero no pudo evitar el des­
membramiento de su estado.
¿Hemos hecho todo lo que podíamos? Entre los que aho­
ra dicen que sí y los que creen que podríamos haber hecho
más debe existir un espacio en el que la ética del compromi­
so pueda encontrarse con la ética de la responsabilidad, en el
que los compromisos que contraemos con desconocidos se
vean respaldados por estrategias de salvamento factibles. Si
no hallamos un espacio intermedio, la política y la opinión
pública darán continuos bandazos entre la Escila del sobre­
compromiso orgulloso y la Caribdis del cínico desentendi­
miento.
Para encontrar una vía intermedia habría que responder
primero estas tres preguntas: 1) ¿Cuándo deben emplear las
potencias exteriores la fuerza militar en el caso de guerra ci­
vil? 2) ¿Cuándo es legítimo apoyar a una minoría que preten­
de independizarse de un Estado? 3) ¿Cómo se protege a la
población civil de las consecuencias de una guerra civil?
La experiencia de Vietnam demostró las enormes limita­
ciones que impone la política democrática al empleo de una
fuerza postimperialista. Sólo en contadas ocasiones —la inva­
sión de Kuwait por Sadam— se alcanza en las democracias el
consenso político que requiere una operación de enverga­
dura internacional, pero el ciclo electoral lo convierte en un
apoyo tan frágil que, en la práctica, no se pueden aplicar más
estrategias que aquellas que dependen de la aviación, consi­
deradas de bajo riesgo y, en consecuencia, de baja eficacia.
Los populistas autoritarios de los Balcanes detectaron sagaz­
mente ese talón de Aquiles de las actuales potencias postim-
períalislas.
Con todo, la historia de los Balcanes demuestra que la in­
tervención discriminada, con un blanco preciso para la avia­
ción, es el único idioma que comprenden los populistas auto­
ritarios. Aquella minoría acorralada que ya en 1992 reclamaba
la acción militar para frenar a los serbios demostró tener mu­
cha razón. En efecto, sólo cuando la aviación norteamerica-

98
MlCHAFi. ICNATIÜT

na cambió el equilibrio militar sobre el terreno se alcanza­


ron, en 1995, los acuerdos de paz de Dayton. La segunda lec­
ción evidente —en Macedonia— es que el despliegue pre­
ventivo de tropas por las potencias exteriores puede evitar el
estallido de una guerra civil. Desde que se ha demostrado la
eficacia del despliegue preventivo, la tercera lección de Bos­
nia podría enunciarse diciendo que cuando se ha llegado a
la decisión de intervenir hay que hacerlo lo antes posible. El
corolario evidente sería que si no se está preparado para in­
tervenir pronto, mejor no intervenir nunca. En tales casos,
nada peor que las medias tintas.
La cuestión más peliaguda es si los gobiernos extranjeros
deben estimular o impedir la ruptura de los Estados. A fina­
les de los ochenta, los gobiernos occidentales deberían ha­
ber informado a los dirigentes nacionalistas de los Balcanes
de que sería posible realizar una disolución pacífica de la Fe­
deración Yugoslava, aunque cualquier intento de trasladar
poblaciones o alterar las fronteras de la república por la fuer­
za provocaría sanciones militares y económicas, entre las que
no faltarían los bombardeos selectivos. El problema, natural­
mente, es que el mantenimiento de la unidad de la Federa­
ción Yugoslava y de la integridad de sus fronteras pareció la
mejor forma de evitar la guerra nacionalista hasta 1990, y esa
tesis continuó proclamándose desde Europa y Estados Lui­
dos hasta junio de 1991. Por desgracia, las autoridades ser­
bias tomaron el apoyo por una autorización tácita para em­
plear la fuerza contra la proclamación de independencia por
parte de Eslovenia y Croacia. Ya había estallado la guerra y
muchos gobiernos occidentales continuaban considerando
el ataque del ejército nacional yugoslavo contra Croacia como
la respuesta legítima del Estado federal a un movimiento se­
cesionista. Al parecer, el momento oportuno para cambiar la
política occidental se hace evidente sólo retrospectivamente.
Vemos, pues, que la pregunta sobre el empleo legítimo de
la fuerza se relaciona necesariamente con otras dos: cuándo
defender la conservación de un Estado federal y cuándo apo­
yar su disolución. El problema se presentará siempre que las
minorías nacionales —en Africa central, en el Cáucaso— se
enfrenten a la tiranía o la injusticia, y el acierto de nuestra
El. HONOR DE1. GUERRERO

elección dependerá de que entendamos la historia de la


zona en cuestión. Si la minoría y la mayoría se han enfrenta­
do a muerte en tiempos recientes no parece realista esperar
un futuro común. Una historia sangrienta —de matanzas que
se repiten—justifica el deseo de independencia y autodeter­
minación, siempre que —y esto es vital— el territorio que se
reivindica sea defendible y económicamente viable y que el
partido separatista esté en condiciones de garantizar los de­
rechos de la minoría que permanecerá dentro de su Estado.
Por el contrario, en casos como Quebec, donde no hay un
pasado sangriento, cuesta comprender que las injusticias pa­
sadas justifiquen el coste de la separación para ninguno de
los dos bandos. En realidad, el único criterio válido para la
división o el apoyo internacional a las pretensiones de auto­
determinación de una minoría es un recuerdo claro y recien­
te tle sangre derramada.
La tercera pregunta —cómo proteger a los ciudadanos ci­
viles atrapados en medio de una guerra civil— ha rondado
siempre el esfuerzo humanitario en la antigua Yugoslavia.
Cabría preguntarse, sin poner en duda la entrega o el valor
de pacificadores y cooperantes, si, a fin de cuentas, no empeo­
raron las cosas. Podríamos plantear, por ejemplo, si el inten­
to de llevar convoyes humanitarios hasta los civiles en plena
zona de guerra no acabó por prolongarla. En principio, se
pretendía socorrer a los civiles inocentes de ambos lados,
pero como no todas las víctimas son siempre tan inocentes
fue imposible evitar que los beligerantes se apoderaran de
gran parte de la ayuda. La estrategia de la intervención, prote­
ger a los musulmanes en zonas de seguridad y evitar la caída
de Sarajevo —mientras nada se hacía por impedir los bombar­
deos serbios—, se adecuaba perfectamente a la convicción de
que no podíamos comprometernos a enfrentarnos a los ser­
bios en una guerra terresüe en los Balcanes. La política de
Occidente consistió en decir: no lucharemos contra el prin­
cipal agresor, no daremos a las víctimas medios para resistir:
intentaremos, eso sí, evitar que las aniquilen.
Pero por no saber frenar la agresión serbia, Occidente st
convirtió en cómplice de la destrucción de Bosnia y de su ca
pital. La ONU se prestó a administrar el cerco serbio de Sara

100
MlCHAEL ICNATlEFf

jevo. Logró impedir que la ciudad pereciera de hambre, pero


como no hizo nada contra el asedio, prolongó su padeci­
miento. Pocas veces se han producido resultados tan ambi­
guos, hasta el punto de que lo mejor que podemos decir es
que la intervención extranjera impidió la creación de la
Gran Serbia. De no haber reconocido a Croacia, a finales de
diciembre de 1991 es posible que la hubieran conquistado
entera, y de no haber llegado a Sarajevo los destacamentos
de la ONU, es posible que hubiera caído la ciudad, y con ella,
toda Bosnia en manos de los serbo-bosnios. En efecto, Occi­
dente intervino y frustró la realización plena de las preten­
siones serbias, pero su forma de hacerlo da mucho que pen­
sar. Las estrategias de partida no permitieron adoptar luego
otras más eficaces, porque desplegando pacificadores en el
terreno, Occidente ofrecía sus tropas, sólo ligeramente ar­
madas, como rehenes en potencia de los señores de la guerra
locales, lo que, a su vez, imposibilita un empleo masivo de la
aviación. La ayuda humanitaria era necesaria, pero quizá dis­
minuyó los incentivos de ambos bandos para negociar un
acuerdo.
David Rieff, entre otros, ha sostenido que el fracaso de la
ONU en Bosnia se explica porque buscaba la paz, no la justi­
cia; pero la paz no puede significar un fracaso en el caso de la
ONU, porque ésa es precisamente su finalidad. Los pacifica­
dores son imparciales por definición, y no les compete esta­
blecer distinciones morales entre el agresor y la víctima, pero
su sola presencia en la línea de demarcación ratifica de he­
cho las conquistas de los agresores e impide que las víctimas
recuperen el territorio perdido. Por otro lado, los pacifica­
dores tampoco pueden mirar con simpatía a unas víctimas
que no hacen lo que tienen que hacer y dejan de luchar. La
negativa de los bosnios a capitular enfureció al mando de
UNPROFOR, que deseaba la paz a cualquier precio.
Los corresponsales de guerra pedían una y otra vez que
las tropas de la ONU respondieran al fuego hostil, que denun­
ciaran y persiguieran al agresor y solicitaban también ataques
aéreos, pero nadie especificaba cómo evitar que un ataque
serbio desmontara la operación, porque los que deseaban
un comportamiento más activo por parte de la ONU no se

101
Ei. h o n o r m :i. ( ; i :f.krk ro

daban cuenta de la vulnerabilidad de sus fuerzas sobre el terre­


no. Somalia había demostrado que se podía humillar incluso
a los marines estadounidenses cuando éstos, rompiendo su im­
parcialidad, se lanzaron en persecución de un corrompido
jefe militar.
Después de varios intentos, la ONU impuso las llamadas
“zonas de seguridad” en Bosnia y Kurdistán, una nueva for­
ma de operar que consiste en rodear con un cordón a los ciu­
dadanos sin armas, mientras los ejércitos continúan luchan­
do, para resolver el problema de la protección de los civiles
cuando el alto el fuego resulta imposible. Pero la solución
sólo es viable cuando los enclaves cumplen dos condiciones:
los combatientes que permanezcan dentro han de estar des­
armados y la seguridad del perímetro y del aire ha de ser sufi­
ciente. En el caso de las zonas bosnias, por ejemplo, no pudo
garantizarse ninguna de las dos cosas. El resultado fue tan
horrible que, desde entonces, la expresión -urna de seguridad
encarnó la hipocresía y la impotencia de Occidente, y se des­
truyó una idea decente que habría podido aplicarse en otias
partes. ¿Quién volvería a creer en una oferta occidental de
“zona de seguridad” después de Srebrenica? Sin embargo,
las esü ategias eficaces para proteger a los civiles en las zonas
de guerra tienen tal importancia que podrían salvar o conde­
nar no sólo a la ONU, sino toda la intervención humanitaria
liberal.
No existe mayor amenaza para la seguridad del mundo
posterior a la Guerra Fría que la destrucción de los Estados y,
en consecuencia, de la capacidad de sus respectivas poblacio­
nes civiles para alimentarse y protegerse, tanto del hambre
como de los conflictos interétnicos. Pero si las naciones que
antes sostenían imperios enteros se niegan ahora a prestar
ayuda a los Estados surgidos de la descolonización no es de
extrañar que sean incapaces de mantener el orden civil. A fin
de cuentas, han obtenido la autodeterminación en un cli­
ma de extrema crueldad y están sumidos en conflictos étnicos
o son tan frágiles que no pueden remediar la pobreza de su
población. En África y en la frontera sur del antiguo imperio
soviético se da un tipo de estado cada vez más frecuente, al que
pertenece la antigua Yugoslavia, cuya destrucción deja a sus

102
M lC IIA E l. ICNATIEFF

habitantes a merced del conflicto entre bandos o de la guerra


hobbesiana de todos contra todos. Además de la paz interna,
esas sociedades necesitan crear instituciones que sustituyan
la ley de las armas por el imperio de la ley, pero la forma típica
de operar en el m undo posterior a la Guerra Fría, es decir, la
intervención y la salida rápida, tiene poco que ofrecer. Por el
contrario, se impone un compromiso a largo plazo, nada es­
pectacular, con la reconstrucción de esas sociedades, y aun­
que, como nadie duda, la tarea ha de recaer en sus propios ciu­
dadanos, la ayuda extranjera a largo plazo puede constituir
un recurso de valor inestimable.
Durante el siglo xix, en esto consistía la “tarea del hombre
blanco”: la misión de Kurtz, la creación de una administra­
ción para sostener la estructura del gobierno imperial en
aquellas selvas infectas. En los Balcanes recayó primero en los
otomanos y más tarde en los austro-húngaros, como atesti­
guan los escasos restos que aún salpican el paisaje. Visto con
la mentalidad de entonces, él gobierno imperial encerraba
una cierta lógica: los que no logran establecer acuerdo para
goljernarse tendrán que someterse al gobierno de otros.
Se trata de una lógica que no ha sobrevivido al auge del
nacionalismo y la doctrina de la autodeterminación. Aún vi­
vimos conforme al axioma moderno que establece que estar
gobernado por un gobierno extranjero es siempre peor que
estarlo por un gobierno propio, aunque este último resulte
desastroso y los extranjeros hagan un trabajo pasable. Entre
demócratas ni se discute. Sin embargo, y no se vea en ello
ninguna nostalgia por la división imperialista del mundo, la
repugnancia de Conrad por el imperio se justifica sobrada­
mente. Pero la cuestión sigue en pie; ¿qué hacer cuando fra­
casa la autodeterminación, cuando la guerra civil o el ham­
bre destruyen un estado? ¿Quién reconstruirá la sociedad
civil, una vez solucionada la crisis inmediata? ¿Quién recupe­
rará las instituciones que necesita la autodeterminación para
funcionar bien? Aunque se mantenga en los Balcanes alguna
forma de paz o de tregua hará falta más de una generación o
dos para reconstruir unas instituciones en las que basar la
confianza cívica y el funcionamiento político. ¿Quién asumi­
rá esa carga? Abundan las organizaciones no gubernamenta-

103
F.l. HONOR DE1. GUERRERO

les dispuestas: grupos de abogados preparados para instruir


a la gente en realidades tan modestas como un código civil o
criminal; policía que podría enseñar cómo imponer el orden
legal en las comunidades muldétnicas; médicos y enfermeras
listos para reconstruir el sistema sanitario, pero la debilidad
endémica de esos Estados —su incapacidad para frenar la
violencia— demuestra que gran parte del bienintencionado
humanitarismo internacional se sostiene en el aire. Lo que
ellos necesitan, un Estado, es lo único que no pueden ofre­
cer los extranjeros en una época postimperial.
Últimamente se ha hablado de recuperar la administra­
ción fiduciaria, una idea de la antigua Liga de Naciones, que
consisüa en poner Estados enteros en manos de administra­
dores de las Naciones Unidas no durante meses, sino durante
años, hasta que la población superara los odios y los temores
que la dividían. Pero es dudoso que la comunidad internacio­
nal disponga de tanto aguante o que las poblaciones oriundas
soporten estar gobernadas por extranjeros. A largo plazo, la
administración Fiduciaria engendraría los mismos resenti­
mientos que produjeron la rebelión contra los imperios y
acabaría por dejar a sus espaldas los mismos fracasos y divisio­
nes que encontró.
Si miramos hacia atrás y contemplamos nuestras interven­
ciones torpes y ambiguas desde el punto de vista de la ironía
conradiana sorprende la fragilidad de los lazos morales que
vinculan el mundo desarrollado con el mundo en desarro­
llo. Aunque el gobierno imperial rondaba a menudo la vileza
que recuerda la fábula de Conrad parece evidente que el im­
perio y la rivalidad imperial proporcionaron a las zonas segu­
ras una base racional permanente para implicarse en las zo­
nas de peligro. Ahora que el imperio es historia, el “norte”
desarrollado encuentra cada vez menos razones para intere­
sarse por el destino de los Estados que se destruyen y de las
naciones periféricas, y se tiene la sensación de que nuestra se­
guridad o nuestro destino no guardan relación con los suyos.
Las dos narraciones de finales de los años noventa —globali-
zación y caos— no conectan entre sí; ni siquiera el interés eco­
nómico está en condiciones de vincular el mundo desarrolla­
do, cuyo predominio se basa en el conocimiento, al mundo

KM
M ic h a e i . 1gn atif . ft

periférico, que sólo ofrece materias primas y mano de obra


sin cualificar. La retórica de la aldea global, de la llamada glo-
balización de los medios, encubre una disociación cada vez
mayor entre nuestros intereses más elementales. Ya ni siquie­
ra está claro que necesitemos el marfil que introdujo a Kurtz
en el interior de la selva.
En este contexto deberíamos analizar la revolución que
ha experimentado el interés humanitario porque, qué duda
cabe, se ha producido una renovación de la herencia ilustra­
da de los derechos humanos universales y han aparecido nu­
merosos grupos de activistas que los defienden, cooperantes
con el desarrollo, expertos en ayuda humanitaria cuya lógi­
ca moral se basa en la indivisibilidad de los intereses y las ne­
cesidades humanas en un mundo interdependiente. Pero el
esfuerzo por reafirmar la interdependencia humanitaria se
enfrenta a siglos de una evolución histórica en sentido con­
trario, hacia la desconexión con las zonas subdesarrolladas
del planeta a causa de los intereses que imponen la econo­
mía y la seguridad a las zonas desarrolladas.
La paradoja conradiana reside en que la interdependen­
cia era más evidente para figuras decimonónicas como Kurtz
que para los políticos y los hombres de negocios postimpe­
rialistas de finales del siglo xx. En ese caso, habrá que reco­
nocer —a pesar del pesimismo de las consecuencias— que
si la conciencia es lo único que une a los ricos con los pobres,
al norte con el sur o a las zonas seguras con las peligrosas, es­
tamos ante un vínculo muy frágil. Si la causa bosnia no escan­
dalizó al mundo todo lo que cabía esperar de las atrocidades
mostradas a diario por la televisión no fue por la falta de pie­
dad de los espectadores que las contemplaban cómodamen­
te sentados en su salón. Por el contrario, la respuesta solida­
ria alcanzó grandes dimensiones. El que no hubiera una
solidaridad más duradera se debe a un problema más pro­
fundo: la idea muy arraigada de que “su” seguridad y la
“nuestra” pueden separarse, que su desuno y el nuestro es­
tán diferenciados por la historia, el azar y la buena suerte,
que les debemos piedad pero no compartimos su porvenir.
Muchos nos empeñamos en seguir creyendo que manten­
dremos a buen recaudo las terribles llamas que ahora consu-

105
El. HONOR DEI. GUERRERO

men el tejado de nuestros vecinos, que las chispas de sus fue­


gos nunca alcanzarán el nuestro.

!()(>
El h o n o r del guerrero

El 24 de junio de 1859, Jean-Henri Dunanl, un rico gine-


brino que viajaba por el norte de Italia, contemplaba desde
las alturas que rodean Castiglione el enfrentamiento de los
ejércitos de dos emperadores, el de Francia, Napoleón III, y el
de Austria, Franciscojosé, en los barrancos y viñedos de Solfe­
rino. Durante todo el día, los sonidos convulsos de la batalla
han ido llegando hasta él, a través del humo de los cañones y
del polvo. Al atardecer, el emperador austríaco abandonaba
el campo y sus tropas se precipitaban en retirada. Conoce­
mos el gran desorden de la batalla de Waterloo por la descrip­
ción que nos dejó Stendhal en La cartuja de Parma, o la cama­
radería de los reductos rusos en la guerra de Crimea por las
Historias de Sebastopolde Tolstói, pero ninguno de estos relatos
alcanza un tono tan despiadado como el opúsculo de Du-
nant. Un souvenir de Solferino, en el que se describe el estado
del campo después de la batalla: la tierra negra de sangre con­
gelada, cubierta de desperdicios, armas abandonadas, fardos
y casacas; miembros esparcidos, fragmentos de huesos astilla­
dos y cajas de cartuchos; caballos sin jinete olisqueando los ca­
dáveres; rostros desfigurados por los estertores de la muerte;
heridos arrastrándose hasta los charcos de fango ensangren­
tado para saciar su sed; ávidos campesinos lombardos corrien­
do de un cadáver a otro para robarles las botas.
Al entrar en Castiglione, Dunant vio miles de soldados he­
ridos de ambos imperios alineados en el suelo de la iglesia y

107
Kl_ HONOR OKI. ('.IIKRRKKO

de las plazas y callejas del pueblo. Mandó traer vendas y otros


suministros esenciales, reclutó a todas las mujeres del pueblo
y se dispuso a cuidarlos, ayudado por dos caballeros ingleses
que pasaban por allí de vacaciones. Dunant, entonces en la
treintena, era un auténtico amateur, un turista de la guerra
que en su vida había atendido a un enfermo. Con su traje de
lino blanco, cada vez más empapado en sangre, deambulaba
entre los muertos y los agonizantes amontonados en la nave
de la iglesia distribuyendo puros para disipar con el olorci-
11o de un buen habano el hedor de las heridas putrefactas.
No había más que agua para limpiar las heridas y unas cuan­
tas hilas para los vendajes. En diez horas de batalla habían
perecido seis mil soldados, pero aún morirían varios miles
más, a causa de las heridas, durante los meses siguientes.
Dudo de que Dunant salvara una sola vida aquel fin de se­
mana. Unos días después se dio por vencido y volvió a Gine­
bra, pero lo que acababa de presenciar había cambiado su
existencia. Para la mayoría de los liberales europeos, Solferi­
no fue la gloriosa victoria que iba a liberar Italia de los aus­
tríacos; para Dunant, un rompecabezas moral que intentó
descifrar durante toda su vida, porque el abandono de los
heridos le había demostrado la mentira que escondía el
mito de la nación agradecida a sus soldados. Decidió enton­
ces reflejarlo por escrito para conmover las conciencias de
su tiempo. Cuando se publicó Souvmiren 1862, donde apa­
recían las palabras de las enfermeras de Castiglione a sus pa­
cientes moribundos, “Tuttifratelir (‘Todos son hermanos”),
el hombre del traje de lino empapado en sangre se convirtió
en una celebridad moral. El mérito de Dunant fue saber ver
con ojos nuevos un hecho inmemorial —el campo de bata­
lla— y fijarse, como pocos lo habían hecho, en los heridos y
moribundos que los capitanes y los reyes dejan cuando se re­
tiran. Igual que Florence Nightingale durante la campaña
de Crimea, se negó a aceptar que la guerra concerniese úni­
camente a los soldados: como ciudadano, se había implica­
do él mismo e insistía en involucrar a todo el mundo. Nigh­
tingale, que había encontrado ratas en el hospital de Scutari,
donde los soldados carecían hasta de una cama para morir,
avergonzó al ejército británico y le obligó a tomar medidas.

108
MlCHAEL IGNAT1EFF

Dunant hizo lo mismo, viajó por las capitales europeas apro­


vechando su fama para obtener apoyo en la convocatoria
de una asamblea internacional que permitiese a las asocia­
ciones de primeros auxilios prestar ayuda a los heridos de
guerra. Escribió a Florence Nightingale, porque esperaba
contar con la ayuda de aquella santa solitaria e hipocondría­
ca, que, sin embargo, se negó en redondo aduciendo que
todos los ejércitos disponían de un servicio sanitario res­
ponsable de sus heridos. Pero Dunant era suizo y, en conse­
cuencia, partidario de una organización internacional de
cooperantes neutrales que cuidaran a los heridos de todos
los bandos. En febrero de 1863, cinco ginebrinos notables
crearon un comité para propagar las ideas de Dunant que se
convertiría con el tiempo en el Comité Internacional de la
Cruz Roja o CICR.
En agosto de 1864, el gobierno suizo acogió en Ginebra
una reunión de representantes de dieciséis países, entre ellos
Estados Unidos, con el objetivo de aumentar la asistencia mé­
dica en los campos de batalla. Durante aquel encuentro al­
guien sugirió que los miembros llevaran en el brazo una ban­
da blanca, a la que otra persona propuso añadir una cruz roja
en homenaje a la bandera suiza con su cruz blanca sobre un
fondo rojo. Acababa de nacer la Cruz Roja, probablemente
el símbolo más famoso del mundo. Tres semanas más tarde,
doce de aquellos representantes suscribían los acuerdos de
la primera Convención de Ginebra donde se establecía el ca­
rácter neutral de los hospitales, las ambulancias y los equipos
médicos y la igualdad del trato médico para los soldados ene­
migos y las propias tropas. No se determinaron penalizaciones
ni mecanismos para asegurar el cumplimiento, pero se fijaron
unas paulas a respetar por todo combatiente que pretendie­
ra llamarse “civilizado”, y Dunant se dio por satisfecho. Sin
embargo, la idea de una guerra “civilizada” era un concep­
to paradójico, cuando no perverso, incluso para la época. La
guerra civil norteamericana, que concluía sangrientamente
casi al tiempo que se firmaban los acuerdos de la Conven­
ción de Ginebra, había demostrado todo lo contrario; a los
partidarios de las glorias militares les habría bastado con ver
las fotografías que Mathew Brady tomó a los muertos de

109
E l. HO NO R OKI. GHF.RKKRO

Gettysburg con los pies hinchados por la putrefacción y los


bolsillos vaciados por los ladrones.
La primera Convención de Ginebra tuvo lugar en el mo­
mento en que la guerra adquiría un carácter más brutal y evi­
dente. Con la primera ametralladora—la Gatling— utilizada
en el conflicto civil norteamericano comenzó un proceso de
mecanización de la muerte que iba a culminar en Verdún y
en el Somme. Al mismo tiempo, las fotografías de Brady y los
recientes inventos del morse y el telégrafo acercaban cada
día un poco más el horror del campo de batalla al público
que leía las noticias en casa. la s nuevas posibilidades de la
técnica crearon un nuevo agente moral —el corresponsal de
guerra— y un nuevo género —el reportaje bélico— cuyas
narraciones heroicas fomentaron, desde la década de 1860,
la contradicción típicamente moderna entre el mito de la
gloria y la realidad.
Con la Convención de Ginebra se quisieron recuperar
también las buenas costumbres practicadas por el antiguo ré­
gimen durante las guerras de los siglos xvn y xvm, frente a la
crueldad de las levas masivas introducidas por Napoleón.
Los gobernantes de la época de Luis XIV, por ejemplo, que­
rían reducir al mínimo las bajas por heridas o enfermedades
porque sus ejércitos mercenarios les costaban mucho dine­
ro. Los hospitales reales de Chelsea o los Inválidos de París,
construidos durante el siglo xvil, atestiguan sobradamente el
interés por la vida de los soldados. Pero la revolución demo­
crática de 1789 había establecido el servicio militar obligato­
rio, y Napoleón, que disponía de un pueblo entero, podía
permitirse el lujo de despilfarrar la vida de sus hombres. La
guerra democrática prescindía además de las sutilezas pro­
pias de un conflicto entre aristocracias. En efecto, era proba­
ble que los ejércitos fie los reyes franceses respetasen más la
neutralidad de los equipos médicos que los fie la República
Francesa, porque estos últimos luchaban convencidos de
que la guerra era una lucha entre la democracia y la antide­
mocracia, y que no había de conocer límites. Durante la pri­
mera mitad del siglo X IX , la asistencia médica en el campo de
batalla no experimentó, ni de lejos, las innovaciones que de­
sarrollaron la logística, la táctica o la tecnología, hasta tal pun-
Miuhaki. Icnatikff

to que un soldado de infantería herido tenía más posibilida­


des de sobrevivir en el campo de batalla en 1690 que en Sol­
ferino.
Podríamos haber esperado, en la era de la guerra demo­
crática, un mayor interés por conservar a los soldados de in­
fantería con vida o por honrarlos a la hora de la muerte. En
realidad, en Waterloo los contratistas ingleses reunieron los
huesos de los cadáveres esparcidos de ambos ejércitos y los
metieron en barcos para venderlos como harina y fertilizante
en Gran Bretaña. Tendrían que llegar la guerra de Crimea y la
Guerra Civil Americana para que se considerase necesario un
mejor trato para los muertos, y, poco a poco, el derecho a un
entierro con lápida propia para todos los soldados, indepen­
dientemente de su rango. La Convención de Ginebra de 1864
coincide con una profunda revolución en la consideración
moral de los heridos y los muertos en el campo de batalla: es
un intento de recuperar las andguas tradiciones militares del
honor, aplicándolas a la guerra democrática y extender las
normas de conducta en cuanto a asistencia a los heridos y re­
cuerdo de los muertos —hasta entonces circunscritas a una
élite de guerreros aristocráticos— al hombre común, al nuevo
héroe de esta época.
Cabría pensar que esa compleja evolución moral hubiera
surgido en una atmósfera de rechazo generalizado hacia la
guerra en sí misma, pero no fue el caso. Dunant no se convir­
tió en un pacifista a raíz de aquel encuentro con el campo de
batalla de Solferino, como se com prueba fácilmente en su
opúsculo, donde además de aceptar con el mayor realismo la
¡nevitabilidad de la guerra manifiesta su admiración hacia
la heroica cultura del guerrero, por ejemplo, en la historia del
coronel francés que reunió a sus tropas dispersas en Solferi­
no enarbolando el estandarte del regimiento al grito de “¡El
que ame esta bandera, que me siga!”. No obstante, parece que
fue consciente de vivir el fin de la era de la caballería y el co­
mienzo de la época de la ametralladora: “Unos tiempos en que
se oye hablar tanto de progreso y civilización”, como él escri­
bía, y, sin embargo, no se lograba evitar los conflictos arma­
dos, y continuaba preguntándose: “¿No parece urgente pre­
venir o al menos aliviar los horrores de la guerra?”.
El. HONOR M X GUERRERO

En agosto de 1870, cuando la Prusia de Bismarck invadió


Francia, las ideas de Dunant se sometieron a la primera prue­
ba en el campo de batalla. El Comité Internacional de Gine­
bra informó al gobierno francés de que no todos sus solda­
dos conocían las normas de la Convención y de que pocas de
sus enfermeras militares llevaban en el brazo la banda de la
Cruz Roja. Intervino de nuevo aquel mismo otoño cuando
los prusianos se negaron a entregar a los soldados franceses
convalecientes, tal como preveía la Convención, porque Fran­
cia no podía garantizar que no volverían al frente. Dunant
propuso declarar “zona de seguridad” a París para proteger a
los civiles, pero nadie le hizo caso, y cuando la ciudad fue si­
tiada, los nuevos emblemas de la Cruz Roja que ondeaban en
sus hospitales fueron quemados. En aquel momento, fraca­
sados sus negocios en Argelia, nuestro hombre comenzaba a
tener problemas económicos y se vio obligado a dejar el pues­
to de secretario del Comité Internacional para retirarse a un
pueblecito a orillas del lago Constanza. “Sólo conocía el sig­
nificado de la pobreza para otras personas”, escribió, “pero
ahora me ha alcanzado a mí”. Vivió en el anonimato durante
veintitrés años, hasta que le descubrió un periodista curioso,
y en 1901 ganó el primer Premio Nobel de la Paz. Regaló el
dinero del premio antes de morir —incurablemente opti­
mista hasta el final— en 1910, a los ochenta y dos años.
En la época de la muerte de Dunant la mayoría de los paí­
ses contaban ya con asociaciones de la Cruz Roja. Clara Bar-
ton, enfermera durante la Guerra Civil Americana, fundó la
American Society en 1881. En el mundo musulmán, las aso­
ciaciones se llamaron, y aún se conocen, con el nombre de
Media Luna Roja. Al estallar la 1Guerra Mundial, la Cruz Roja
era ya lo que es hoy, el mayor movimiento humanitario del
mundo.
En cuanto al derecho internacional, en vísperas de 1914,
la campaña para civilizar la guerra había obtenido nuevos
éxitos en lo relativo al campo de batalla. Ya en 1868, la Decla­
ración de San Petersburgo prohibía los proyectiles “explosi­
vos” e “inflamables” al tiempo que declaraba: “El único obje­
tivo legítimo que perseguirán los Estados durante la guerra
será el debilitamiento de los recursos militares del enemigo”.

112
Mi CHAFA ÍGNATIEFT

La Convención de La Haya de 1907 y la revisión de la Con­


vención de Ginebra de 1906 redactaron los códigos para la
guerra por tierra y por mar y las grandes leyes referentes al
trato de los prisioneros estableciendo, entre otras cosas, que
durante un interrogatorio sólo se les podía exigir que revela­
ran su nombre, rango y número de serie. Al tiempo que se rear­
maba febrilmente, Europa intentaba someter la guerra —se­
gún una cláusula de la Convención de La Haya— “a las leyes
que impone la humanidad y dicta la conciencia pública”.
Pero aquellas convenciones consiguieron convencer a una
Europa que avanzaba a tumbos hacia Gótterdámmerung de
que la guerra, si llegaba, se adaptaría a las leyes y cumpliría
todos los requisitos. Es posible que incluso facilitara su estalli­
do, porque la idea de que las normas contendrían la matan­
za industrializada contribuía a tranquilizar las conciencias.
En 1914 la guerra civilizada de Dunant formaba una parte
central de la imagen que de sí misma tenía la cultura euro­
pea, satisfecha de la derrota de la barbarie a manos de la civi­
lización.
Conocemos, no obstante, el testimonio de algunos críti­
cos disidentes. Cari von Clausewitz, el teórico militar prusia­
no —que escribía en la década de 1820, antes que Dunant—,
descartaba la posibilidad de que una asamblea internacional
pudiera civilizar la guerra. “La guerra es un acto de fuerza”,
dejó escrito, “para hacer valer tu voluntad frente al enemigo
... La fuerza se impone a sí misma, es cierto, algunas limita­
ciones imperceptibles, como la ley internacional y las cos­
tumbres, que apenas merecen comentario porque no llegan
a debilitarla”. Con todo, Clausewitz daba por sentado que in­
cluso la guerra total constituía un rito racional, un empleo
regulado de la violencia para conseguir ciertos fines políticos
y diplomáticos por medios distintos y que, al fin y al cabo, la
violencia debería observar ciertas reglas morales. Nunca con­
cibió, por ejemplo, la matanza indiscriminada de civiles o el
asesinato y la tortura de prisioneros, por considerarlas prácti­
cas indignas de un soldado.
Para ser sinceros, ni siquiera Dunant creyó en la asamblea
internacional como autoridad única. Nunca dudó de que los
acuerdos sobre el campo de batalla procedían de una fuente
El honor okl uuerkf.ro

moral mucho más profunda: el código del honor de los gue­


rreros. Al parecer, tales códigos existen en todas las culturas,
y aunque varían de una a otra, sus elementos comunes se ba­
san en las creencias más antiguas de la moralidad humana.
Así ocurre en el código cristiano de la caballería o en la “vía
del guerrero” o Bushido japonés, el estricto código ético del
samuray desarrollado en el Japón feudal y codificado durante
el siglo xvi. En tanto que sistemas éticos, su objetivo ha consis­
tido siempre en establecer las normas del combate y asignar
las etiquetas morales que permite a los guerreros respetarse
mutuamente. Desde su punto de vista, la guerra es el escena­
rio moral donde manifestar las grandes virtudes en público.
Luchar con honor significa entonces luchar sin miedo, sin
dudas y, en consecuencia, sin duplicidad. Aquellos códigos
recogían en realidad la paradoja moral del combate: los que
se enfrentan con valentía establecen ciertos vínculos de res­
peto mutuo y, al perecer uno a manos de otro, se hermanan
en la muerte.
El honor del guerrero fue tanto un código de pertenen­
cia como una ética de la responsabilidad. Allí donde se prac­
ticaba el ai te de la guerra, sus protagonistas distinguían a los
combatientes de los que no lo eran, los objetivos legítimos de
los ilegítimos, las armas morales de las inmorales, y, en el tra­
to a heridos y prisioneros, las costumbres bárbaras de las civi­
lizadas; y aunque los códigos se incumplían con la misma fre­
cuencia que se observaban, la guerra sin ellos no pasaba de
ser una vulgar carnicería.
Los códigos del guerrero eran particularistas, es decir, se
aplicaban sólo a determinadas personas. Los códigos caballe­
rescos sólo se acomodaban a los cristianos. El guerrero podía
tratar de cualquier modo a los infieles. El único aspecto del
derecho natural que comenzó a tomar forma en la Europa
del siglo xvi, cuando losjuristas buscaban la forma de conciliar
las leyes y costumbres de los Estados y las religiones constante­
mente enfrentados, era su ambición universalista. El derecho
natural sirvió de fundamento a la Convención de Ginebra,
representó el primer intento de elaborar normas aplicables a
todos, infieles o cristianos, creyentes o laicos, ciudadanos y
no ciudadanos.
Michaki. Icnatikft

Así pues, la Convención de Ginebra codificó el honor de


los guerreros europeos y quiso además unlversalizarlo, es de­
cir, extender a todos, con independencia de las banderas, su
poder de protección. Pero la capacidad de la ley para impo­
nerse a la guerra ha sido siempre muy relativa y nada se con­
seguirá mientras el guerrero no posea un concepto de lo que
resulta honorable o no para un hombre armado, una capaci­
dad propia de reprimir eficazmente las prácticas inhumanas.
Con palabras de John Keegan, un historiador militar británi­
co: “No existe un sustituto del honor capaz de imponer la de­
cencia en el campo de batalla, nunca ha existido y nunca exis­
tirá, porque en el lugar donde se mata no habrá nunca jueces
o policías”.

Si en Solferino se enfrentaron durante todo una día dos


ejércitos, en Verdón y en el Somme lo hicieron dos socieda­
des. Los ideales de Dunant habrían podido morir en los cam­
pos de Flandes, como tantas otras ideas del siglo xix relacio­
nadas con el progreso moral, pero, sorprendentem ente, la
I Guerra Mundial imprimió un impulso nuevo al movimiento
de la Cruz Roja. En ambos bandos, la Cruz Roja integró a las
mujeres —desde la zarina rusa hasta las amas de casa británi­
cas— en el esfuerzo de guerra, y ellas enrollaron vendas, pre­
pararon paquetes de comida para los prisioneros, gestionaron
los hospitales y cuidaron a los enfermos. Entonces, aprove­
chando la neutralidad suiza, el Comité Internacional de la
Cruz Roja se convirtió en el mensajero imprescindible para
las cuestiones humanitarias y añadió al mandato de atender
a los heridos el de enviar equipos de delegados para visitar a
miles de prisioneros de guerra en los dos frentes. El cuartel
general de Ginebra se transformó en un especie de centro
de distribución de millones de postales, cartas y paquetes de
las familias para sus hijos prisioneros, y su Agencia Central de
Localizaciones recibió otros tantos millones de solicitudes
para encontrar a los desaparecidos. Aunque la ley interna­
cional no había dado a la agencia ningún mandato explícito
al respecto, entregaba mensajes a los civiles no combatientes
y facilitaba el reencuentro de las familias separadas por el
conflicto. La guerra creó la Cruz Roja, por eso su compleji-
E l HONOR DF.I, GUERRERO

dad como institución reside en que la guerra representa su


razón de ser.
La neutralidad constituye aún hoy el eje de la política mo­
ral del Comité Internacional de la Cruz Roja: no establecer
jamás distinciones entre guerras buenas y guerras malas, cau­
sas justas e injustas e incluso víctimas y agresores. Su ética es
sencilla, consiste en llegar hasta las víctimas, estén donde es­
tén, y enseñar a los combatientes a luchar de acuerdo con
unas normas. Sin embargo, la doctrina de la neutralidad sus­
citaba cada vez más controversia desde la aparición de nue­
vas polídcas en los derechos humanos. En 1948, las Naciones
Unidas adoptaron la Declaración de los Derechos Humanos,
que, desde su primer artículo, establece en un tono vibrante:
"Todos los seres humanos han nacido libres e iguales en dig­
nidad y derechos. Están dotados de razón y conciencia y de­
berían ser capaces de comportarse conforme a un espíritu
fraternal”. Sea lo que sea esa “fraternidad”, no puede incluir
la guerra, y si la moral de los derechos humanos considera
que la guerra los transgrede, ¿cómo se mantendrán neutra­
les sus defensores activos allí donde existan una víctima y un
verdugo?
En 1949, el CICR renovó sus estatutos, estableciendo cua­
tro tratados distintos que recibieron el nombre de Conven­
ciones de Ginebra, en los que, lejos de aludir a la fraternidad,
se aceptaba la guerra como un ritual antropológico normal al
que recurrían los seres humanos para resolver ciertas disputas
cuando fallaban otras fórmulas. Su principal preocupación
era que los guerreros aceptasen determinados principios de
una humanidad elemental, el mayor de ellos, respetar a los
civiles y al personal médico. Pero las dos culturas que impul­
san a los activistas humanitarios en las zonas de riesgo del
mundo entero —la de los derechos humanos y la de las leyes
de la guerra— suponen, en la práctica, dos morales distintas
cuyo conflicto se mantiene vigente incluso denü o de la pro­
pia Cruz Roja. Unos sostienen que el fin último de la institu-
ción es atacar las causas de la guerra; otros piensan que lo
que debe hacer es domesticar a la fiera.
Probablemente haya en Estados Unidos muchos ciudada­
nos que sólo conocen la Cruz Roja por sus bancos de sangre y
Miciiaei. 1<;nattf»

por Elizabeth Dole, ya que la Cruz Roja Americana no es más


que una de las ciento setenta asociaciones nacionales dedica­
das fundamentalmente a solucionar problemas urgentes den­
tro de su propio país. En realidad, el organismo dedicado por
entero a domesticar la guerra es el Comité Internacional,
cuya sede, situada en la ladera de un monte desde el que se
divisa toda Ginebra, podría confundirse con un balneario o
con la cenüal de unos laboratorios, si no fuera por la canti­
dad de hombres y mujeres estilizados y jóvenes que, en va­
queros y mangas de camisa, entran y salen a toda prisa de los
edificios. El comité, compuesto fundamentalmente por abo­
gados, banqueros y diplomáticos suizos, está presidido en la
actualidad por Cornelio Sommaruga, un abogado ítalo-suizo
tan voluble como astuto. Cuando, en cierta ocasión, le pre­
gunté por qué había de ser suizo el comité gestor de una or­
ganización internacional me contestó, dando la vuelta a la
pregunta, que sólo una dirección compuesta por personas de
la misma nacionalidad —suiza, en este caso— podría librarse
de la parálisis que afecta a tantas organizaciones de este tipo,
sin ir más lejos, a las propias Naciones Unidas. Ese grupo de
notables suizos adminisU'a lo que sus rivales, aunque sea con
reticencia, consideran la organización altruista más admira­
da del mundo. El CICR emplea unos novecientos cooperan­
tes en el extranjero (sus “delegados”) y otros siete mil entre
el personal de las oficinas locales y los miembros de la asocia­
ción nacional, con un presupuesto anual de 620 millones de
dólares. La organización participa en ochenta países y traba­
ja en todos los frentes de guerra del mundo, tanto si existen
medios de comunicación (Afganistán), como si no (Sri Ig n ­
ita o Timor oriental).
Aunque las asociaciones nacionales de la Cruz Roja de­
penden sobre todo de donaciones y cuotas de particulares, el
OCR obtiene directamente de los gobiernos la mayor parte
de su presupuesto. El gobierno suizo es el tercer contribu­
yente; la Unión Europea, el segundo. Sorprenderá saber que
el primer donante es el gobierno de Estados Unidos, que en
1995 aportó unos 170 millones de dólares. La enorm e contri­
bución estadounidense —enorme si se considera que el país
debe a las Naciones Unidas 1,6 billones de dólares y que el

117
E l. HONOR DEI. GUERRERO

deporte favorito de sus políticos es denigrar a las organiza­


ciones internacionales— manifiesta a las claras el prestigio
de la institución en Washington. Durante la guerra del Gol­
fo, el CICR se ganó el respeto del quisquilloso general H. Nor­
man Schwarzkopf por su labor de supervisión del intercam­
bio de prisioneros y la liberación de rehenes, y cuando la
organización adopta posiciones irritantes para los norteame­
ricanos —exigió que se permitiera a Manuel Noriega, el ge­
neral panameño, recibir visitas en la cárcel de Florida en cali­
dad de auténtico prisionero de guerra—, lo hace con su
característica discreción. Su espíritu neutral y práctico la
convierte en eficaz intermediario en todas las situaciones po­
líticas bloqueadas y potencialmente tensas o violentas, como
el cerco a la embajada japonesa de Lima, donde el CICR no
quiso actuar de mediador pero ayudó a m antener el diálogo
entre las partes y proporcionó todo tipo de objetos a rehenes
y guerrilleros, desde medicinas para el corazón hasta medias
nuevas.
En relación con la guerra, la organización se comporta de
un modo típicamente suizo. A pesar de sus casi doscientos
años de paz y neutralidad, la cultura suiza no es en absoluto
pacifista. De hecho, la doctrina oficial del país consiste en
una neutralidad armada y todos sus ciudadanos reciben al­
guna forma de entrenamiento militar, por eso los delegados
del CICR saben cómo se limpian y se montan las armas que
con frecuencia les apuntan de frente en los controles. No es
casual que uno de sus delegados más heroicos, el doctor Mar-
cel Junod, cuya labor como cooperante humanitario abarca
desde la guerra abisinia de 1935-1936 hasta Hiroshima, haya
titulado sus memorias Warrior without Weapons (El guerrero sin
armas). Existe un curioso paralelismo entre la cultura del
CICR y la cultura militar que vigila y sobre la que trata de
ejercer algún control. El CICR respeta, como los ejércitos, la
disciplina, el orden y el honor, y funciona mejor cuando lo
que tiene enfrente es un grupo de guerreros.
Hasta 1991, sólo los suizos podían integrar el personal de
campo, por temor a que los delegados de otras nacionalida­
des comprometieran la reputación neutral de la organiza­
ción. Pero desde hace seis años se aceptan otras nacionalida-

118
MlCHAF.l iGNATim-

des y se ha añadido el inglés al francés como otra principal


lengua de trabajo, todo lo cual ha disminuido el arraigo sui­
zo de la organización. Hasta hace diez años, el CICR, que
siempre se ha enorgullecido, como los banqueros suizos, de
actuar con total discreción, mantenía alejada a la prensa. Sin
embargo, como los banqueros, se ha dado cuenta de que esa
virtud levanta sospechas, por eso dispone de oficinas de
prensa en sus principales delegaciones.
En el curso de formación que organiza el CICR en Car-
Ligny, a las afueras de Ginebra, los nuevos delegados apren­
den a conducir por un campo de minas, a lograr pasar los
puestos de control y a escapar de sus vehículos cuando tie­
nen que enfrentarse a un ataque con cohetes. Se les somete a
un secuesü o aéreo simulado, en el que no faltan ni hombres
enmascarados ni la intimidación física y verbal. Reciben ins­
trucciones de no llevar nunca armas en los vehículos ni per­
mitir que viaje en ellos un solo combatiente, sea cual sea el
bando, pero, sobre todo, se les inculca que su seguridad de­
pende de la autoridad moral, frágil e intangible, del emble­
ma de la Cruz Roja y de la imparcialidad exquisitamente con­
servada a lo largo del tiempo.
Es probable que los delegados del CICR sepan de la guerra
moderna más que ningún otro grupo humano de este mun­
do, sin descontar la mayoría de los generales. Existen otras
organizaciones humanitarias que, por lo general, retiran a su
personal o le buscan un nuevo destino cuando la situación
se pone fea, mas para el CICR la permanencia es un princi­
pio, por eso dota a sus principales delegaciones de búnkers,
sacos terreros y cristales antibalas. Los delegados han vivido
los aspectos más primitivos de la guerra moderna; en Ruan­
da, por ejemplo, vieron por las ventanillas de sus vehículos a
las bandas de Interahamwe que recorrían las calles de Kigali
asesinando civiles a machetazos, pero también conocen la
guerra sofisticada, como los suizos que asistieron durante
aquel enero de 1991 en Bagdad al pavoroso espectáculo de
luz y sonido a cargo de los misiles Tomahawk.
A pesar de los riesgos, o precisamente por ellos, el CICR
no puede acoger todas las solicitudes de voluntarios que reci­
be. Acepta jóvenes licenciados universitarios especializados
El. HONOR DEL GUERRERO

en relaciones internacionales que buscan un año o dos de


aventuras antes de entrar en un banco; ex hipfries que añoran
los viajes; antiguos taxistas; médicos y enfermeras hartos de
la vida fácil en las clínicas suizas. Todos persiguen una de las
metas más difíciles del mundo: la satisfacción de hacer algo
que de verdad merezca la pena. Además de presentar una
“carta de motivación”, el aspirante se somete a una entrevista
muy dura. Según me contó uno de ellos, la primera pregunta
fue: “Vamos a ver, ¿usted de qué viene huyendo?”. Puede ser
un fracaso matrimonial, la claustrofóbica seguridad de la vida
suiza o la monotonía de las actuales carreras. Muchos delega­
dos comienzan con la ilusión de cambiar el mundo, pero
pronto comprenden que semejante eventualidad no ocurri­
rá jamás. Entonces hay quien se va y quien se queda por la re­
compensa de las hazañas modestas —lograr reunir a una fa­
milia separada por la guerra, localizar un prisionero que, de
otro modo, habría muerto o desaparecido para siempre.
Desde la I Guerra Mundial hasta el levantamiento húnga­
ro de 1956, pocas organizaciones han conseguido tantos lo­
gros como el CICR. En 1945, por ejemplo, sus cooperantes
llegaron antes que nadie a los campos de concentración ale­
manes, y uno de sus delegados fue el primer observador neu­
tral en llegar a Hiroshima. Pero la época de las retransmisio­
nes televisivas de los desastres, a partir de la guerra de Biafra
en 1968, abarrotó el campo de competidores, entre ellos los
propios organismos de las Naciones Unidas. Las asociacio­
nes nacionales de la Cruz Roja también se han abierto paso a
codazos en el lucrativo mundo mediático de la retransmisión
de la guerra desde que la competición de las organizaciones
por los donantes, los titulares y las víctimas se ha convertido
en un bazar humanitario ingobernable. Al CICR no le es fácil
mantenerse por encima del estruendo y conservar sus princi­
pios. Por otra parte, no faltan organizaciones, como Médicos
sin Fronteras, que cuestionan la doctrina de la neutralidad
porque, según ellos, la intervención humanitaria no puede
mantenerse imparcial cuando trata casos como el de los mili­
cianos serbios y los civiles musulmanes, o el de los hutus ar­
mados de machetes y sus víctimas tutsis. La doctrina del silen­
cio y la discreción del CICR —que le permite colaborar con

120
M ic iia e i . I g n a t u f v

todos los bandos— también ha sido criticada por periodistas


que la interpretan como complicidad con los crímenes de
guerra. Todo ello plantea de nuevo al Comité una duda res­
pecto a si la teoría de Dunant sobre la igualdad de las vícti­
mas, al margen de su causa, conserva el sentido en los conflic­
tos donde está enjuego la destrucción de un grupo étnico a
manos de otro.

El mandato, por ley internacional, de cumplir y defender


los acuerdos de las Convenciones de Ginebra otorga al OCR
unos derechos impensables en otras organizaciones huma­
nitarias; por ejemplo, le inviste de autoridad para visitar y re­
gistrar a todos los prisioneros, supervisar los intercambios e
instruir a los combatientes en las leyes de la guerra. Lo im­
portante ahora es saber si semejante marco legal se adapta a
las caóticas condiciones del m undo posterior a la Guerra
Fría. ¿Se rigen aún los nuevos guerreros por las antiguas le­
yes? Los estadounidenses lucharon en la guerra del Golfo sin
perder de vista los acuerdos de la Convención, hasta el punto
de que uno de los oficiales del estado mayor de Norman Sch-
warzkopf comentó que Estados Unidos nunca había partici­
pado en una guerra tan legal como la Operación Tormenta
del Desierto. En efecto, un grupo de abogados especialistas
en derecho internacional asesoró al ejército en la elección de
los objetivos, para que pareciera una guerra limpia. El C1CR
tuvo dudas sobre la legalidad de ciertas decisiones —como las
que dejaron a los niños de Bagdad sin agua potable o sin la
depuración de las aguas residuales—, pero los acontecimien­
tos de la posguerra se atuvieron estrictamente a los acuerdos
de Ginebra. Cientos de miles de prisioneros fueron traslada­
dos a los campos de Arabia Saudí, donde recibieron ayuda y
risitas auspiciadas por el CICR, siguiendo las estipulaciones
de los acuerdos.
Pero el problema de la Cruz Roja sigue en pie, porque la
guerra del Golfo es uno de los escasísimos conflictos recien­
tes en que las partes han respetado los acuerdos de Ginebra.
Es cierto que las transgresiones se han producido siempre en
todos los conflictos, incluso entre combatientes suscriptores
de los acuerdos, pero los delegados de la Cruz Roja se en-

121
El. HONOR DEL GUERRERO

frentan ahora a un tipo de guerra que Dunant no habría po­


dido imaginar. De los casi cincuenta conflictos en marcha,
apenas existe alguno en este momento que se adapte al mo­
delo clásico de la guerra profesional entre Estados. Por el
contrario, se trata de insurrecciones armadas y campañas
guerrilleras contra regímenes impopulares, levantamientos
de minorías étnicas contra la mayoría gobernante, y bandas de
chacales que vagabundean libremente entre las ruinas de los
antiguos Estados. En tales conflictos, los civiles se encuentran
en una permanente línea de fuego; en Argelia, Colombia o
Sri Lanka, las milicias irregulares los eligen como blanco con
la misma frecuencia que a los militares. El equilibrio entre
los ejércitos que luchaban en Angola y Mozambique prolon­
gó la guerra hasta la completa destrucción de las sociedades
que se disputaban. Es la misma guerra de desgaste que se li­
bra en este momento al sur del Sudán. En Chechenia y Afga­
nistán, el conflicto que comenzó como un genuino levanta­
miento contra el ocupante extranjero ha degenerado en una
lucha atroz por el territorio, los recursos, las drogas y las ar­
mas, entre milicias que apenas se distinguen de bandas de
gánsleres. Son conflictos que carecen de interés para las gran­
des potencias —no está en juego ningún problema territo­
rial o de seguridad—, por eso pueden prolongarse indefini­
damente. En los Estados decadentes del África cenüal u
oriental (Zaire, Ruanda, Burundi), en los Estados latinoame­
ricanos desgarrados por los enfrentamientos que ocasionan
las drogas y las guerrillas insurgentes (Colombia, Perú) o a lo
largo de la explosiva frontera entre los nuevos imperios islá­
micos y el antiguo imperio soviético (Uzbekistán, Tayikistán,
Turkmenistán, Azerbaiyán), la “guerra harapienta”, como la
denomina Leroy Thompson, el especialista en técnicas con-
trainsurgentes, se ha convertido, irremediablemente, en un
aspecto más de la vida cotidiana.
En la época de Solferino se hacía la guerra para derrotar a
las fuerzas militares del bando contrario. Habría que esperar a
Hiüer para encontrar el terror, la deportación e incluso el ex­
terminio de la población civil como sistema. A este respecto,
sabemos que, para funcionar adecuadamente, la Convención
de Ginebra necesita ejércitos disciplinados que no confundan

122
Mía iah I<;natieff

civiles con combatientes u objetivos militares con otros que no


lo son. ¿Qué hacer entonces cuando falla toda forma de disci­
plina? En Liberia, la guerra civil, que comenzó en 1989 con
una insurrección armada contra el gobierno corrupto, ha
producido ya más de ciento cincuenta mil muertos y un mi­
llón de personas sin casa —aproximadamente la mitad de la
población— al convertirse en una lucha de facciones por el
tráfico de drogas y diamantes. No menos de seis mil comba­
tientes, según ciertas estimaciones, son niños. Los soldados ni­
ños desconocen los códigos de honor de Dunant, por lo que,
en Liberia, paraban los convoyes del O CR en los controles de
las carreteras desiertas que parten de Monrovia, la capital.
Esos niños, con cazadoras de aviador y zapatillas de deporte,
lanzacohetes o rifles semiautomáticos, se pavoneaban entre
los cadáveres con la cara pintarrajeada de rojo, con nombres
de guerra como teniente Rambo, capitán Double-Trouble o
general Serpiente. Según los cooperantes de la Cruz Roja, la
mayor parte de aquellos muchachos embadurnados que guar­
daban los controles estaban completamente drogados y no
tenían ni idea de por quién o por qué luchaban. Robar los ve­
hículos del CICR no les producía el menor remordimiento.
Graga Machel, la esposa de Nelson Mándela, ha realizado
un estudio de los soldados niños para las Naciones Unidas,
donde sostiene que se reclutan por dos razones fundamenta­
les: porque están desapareciendo las antiguas tradiciones del
guerrero que impedían el empleo de niños para tareas de
hombres, y el carácter endémico de muchos de los conflictos
produce una enorme cantidad de huérfanos y niños despla­
zados fáciles de captar por los ejércitos privados, las milicias y
las bandas paramilitares. Graga Machel observa también que
los niños manipulan con soltura las nuevas armas automáti­
cas, ligeras y fáciles de montar y desmontar. Yo mismo he vis­
to en las montañas del norte de Irak pelotones de jóvenes
guerrilleras kurdas disparar granadas con lanzagranadas más
altos que ellas. Se calcula que al menos en veinticinco con­
flictos pueden estar luchando varios cientos de miles de ni­
ños. En la mayor parte de las sociedades tradicionales, el ho­
nor se asocia con la moderación y la virilidad con la capacidad
de someterse a una disciplina. Cualquiera puede com pro
E l. HONOR BEL GUERRERO

bar en el comportamiento viril de los viejos guerreros afga­


nos o en la dignidad que muestran los peshmerga kurdos la
existencia de un orden marcial que denota un orgullo de ser
hombre, pero el salvajismo de la guerra de los noventa radi­
ca en una concepción muy disdnta de lo masculino, la de la
sexualidad primaria del varón adolescente. Para los soldados
jóvenes que forman los nuevos ejércitos, un arma no es un
objeto al que se le deba respeto y que haya que tratar con co­
rrección ritual; en realidad, ellos sólo perciben su dimen­
sión explícitamente fálica. Atravesar los controles bosnios
donde los adolescentes de gafas oscuras y ajustados trajes de
combate llevan sus AK-47 supone adentrarse en una zona
de testosterona tóxica. Nadie puede negar que la guerra
haya tenido siempre un ingrediente sexual —el uniforme ja­
más ha garantizado la buena conducta de un soldado—,
pero cuando sus protagonistas son soldados adolescentes no
regulares, el salvajismo sexual se convierte casi en un arma
reglamentaria.

Durante todo el siglo xx, las leyes humanitarias han com­


petido en una carrera desigual con la demoníaca capacidad
inventiva de la tecnología militar y el carácter proteico y cam­
biante de la guerra moderna. Cuando se revisaron los acuer­
dos de Ginebra en 1949, el artículo tercero extendió su campo
de acción a las guerras civiles y otros conflictos no internacio­
nales; el decimotercero recogía que, en ese nuevo tipo de in­
surrecciones, los combatientes no tendrían que vestir obliga­
toriamente uniformes militares. En la guerra moderna la
marca distintiva del guerrero ya no es el traje, sino el arma.
Decretaba que cualquiera que “portara armas abiertamente”
quedaba bajo la protección de los acuerdos. Luego, en 1977,
se añadieron dos protocolos, uno de los cuales autorizaba al
Comité Internacional de la Cruz Roja a intervenir en las gue­
rras de liberación nacional y en las campañas internas de des­
obediencia civil, como el levantamiento palestino. Estados
Unidos, Gran Bretaña e Israel, enü e otros, no han ratificado
aún esos protocolos adicionales, porque les preocupa que la
presencia del CICR en las guerras internas legitime a los in­
surrectos a expensas de los Estados soberanos. No obstante.

124
MlCllAKI- IíiNATIHT

cuando el CICR accede a los grupos rebeldes se enfrenta al


problema aún más grave de encontrar una persona que esté
al mando. Los acuerdos establecen que los ejércitos disiden­
tes estarán a las órdenes de un “mando responsable”, pero
durante toda la década de los noventa la guerra ha estado en
manos de ejércitos no regulares —victimas de las sociedades
en descomposición— o de bandas paramilitares que combi­
nan la lucha con el bandidaje. Siempre que la guerra pasa de
manos de los Estados a las de los señores de la guerra se des­
integran los rituales de contención propios de la profesión
militar. La tarea del CICR se ha hecho mucho más peligrosa.
Sólo en Ruanda, la Cruz Roja perdió en actos de guerra trein­
ta y seis cooperantes durante 1994. Pero el peor año de su
historia fue 1996. En el mes de junio murieron en Burundi
los tres ocupantes de un todoterreno: en una emboscada
dispararon al coche y éste se precipitó por un barranco. Más
tarde, en diciembre, asesinaron en Chechenia a seis miem­
bros del personal de campo en sus camas de un hospital de
las afueras de Grozny. Casi todos los delegados con los que
he tenido oportunidad de hablar han vivido algún momento
de puro terror; sirva como ejemplo Pascal Mauchle, miem­
bro de la delegación de Afganistán, que tuvo que cruzar un
frente y adentrarse en tierra de nadie en un todoterreno
blanco desarmado, sin saber si pisaba una zona minada por­
que no podía fiarse de la palabra de los pistoleros del último
control, y expuesto a que le dispararan desde el próximo
control al ver acercarse el coche.
Los nuevos riesgos para la seguridad de los delegados del
CICR plantean a la organización algunos dilemas directa­
mente relacionados con su neutralidad. El mero hecho de
trasladar a los delegados en convoyes de la ONU comprome­
tería gravemente su reputación de independencia y hasta la
posibilidad de proveerles de chalecos salvavidas, cascos Kev-
lar y blindaje antibalas para los todoterrenos ha suscitado
acalorados debates. La mejor forma de convertirlos en un
objetivo es acorazarlos, mientras que si la organización confia
en las milicias, ellos confiarán en la organización. Entretanto,
hay delegados que han pagado con su vida esa confianza.
Adam Roberts, profesor de Relaciones Internacionales en

12»
El honor del guerrero

Oxford, criticaba duramente en una reciente conferencia la


excesiva confianza del CICR en el prestigio de su reputación:
“Un pensamiento constructivo en materia de seguridad ... no
puede esperar mucho de la tradición, en sí misma honrosa,
que asocia la acción humanitaria a la imparcialidad y neutra­
lidad. Por el contrario, puede que a veces la seguridad impon­
ga ciertas desviaciones de esos principios”.
Sin desviarse de sus principios, la Cruz Roja ha comenza­
do a cambiar sus métodos para garantizar la seguridad. Aho­
ra se encuentran guardias armados delante de las casas de
sus delegados y en los almacenes de comida y medicinas para
impedir el pillaje. Las armas siguen prohibidas en clínicas,
hospitales, centros médicos y dentro de las propias delega­
ciones, pero al menos se les ha dotado de un perímetro de se­
guridad armado.

II

Yugoslavia descubrió a la Cruz Roja el auténtico rostro de


la guerra moderna. En junio de 1991 estalló el conflicto en­
tre Serbia y Croacia. Cinco meses después, el 18 de noviem­
bre, Nicolás Borsinger, delegado del CICR, se enteró de la in­
minencia de la caída de Vukovar, una ciudad croata de
cuarenta mil habitantes a orillas del Danubio. Borsinger ha­
bía esperado en la orilla húngara los tres meses que duró el
bombardeo del ejército nacional yugoslavo dominado por
los serbios, que la convirtió en el Stalingrado croata. Borsin­
ger se abrió paso a través de las líneas serbias tirándose un
farol, al decir que tenía una cita con “el General". La ciudad es­
taba arrasada, prácticamente no quedaba un edificio en pie;
grupos de serbios borrachos alborotaban por las calles dispa­
rando al aire, mientras otros comenzaban a sacar a los civiles
croatas de sótanos y búnkers para agruparlos. ‘Todo indica­
ba la proximidad de una matanza”, recuerda Borsinger. Con­
siguió llegar hasta el hospital municipal, al mando de un ca­
pitán serbio y abarrotado de civiles croatas heridos. Varias
horas después, al darse cuenta de que el capitán se estaba po­
niendo nervioso, decidió irse. Aquel mismo día, el CICR ha-

126
Mk :i tAH Ignatif.ff

bía alcanzado un acuerdo para declarar neutral el hospital y


ponerlo bajo su autoridad, pero las comunicaciones por ra­
dio estaban cortadas y no lograron avisar a nadie en Vukovar.
Al día siguiente, cuando volvía, pararon a Borsinger en un
control y vio tres camiones conducidos por milicianos ser­
bios. Llevaban doscientas diez personas —pacientes y perso­
nal del hospital— que desaparecieron para siempre. Un año
después se halló una tumba colectiva en Ovcara, un pueblo
cercano. Al exhumar los cadáveres descubrieron que algu­
nas víctimas llevaban aún las batas de la clínica y las vías en­
dovenosas.
Las atrocidades de Vukovar —y muchos de los peores crí­
menes de guerra perpetrados en otras partes de la antigua
Yugoslavia— fueron cometidas por bandas de paramilitares
dirigidas por los señores de la guerra serbios y ciertos agen­
tes criminales relacionados con los bajos fondos de la econo­
mía y la política de Belgrado. Uno de esos grupos eran los
“Aguilas Blancas”, acaudilladas por el duque Seselj, un políti­
co protofascista de Belgrado; otro, los “Tigres”, mandado
por un tal “Arkan”, un gánster de la misma ciudad, contra el
que Suecia había emitido una orden de búsqueda interna­
cional por asesinato. 1.a fama de Arkan se fundamentaba en
un imperio gansteril que abarcaba desde heladerías a gasoli­
neras de Belgrado.
Yo mismo, durante mi viaje por la antigua Yugoslavia en
1993, encontré rastros de la presencia de Arkan. En 1991, en
una granja situada en zona conquistada a los croatas, vi un
calendario de Arkan colgado de la pared, como un icono
protector en un rincón de la cocina. Arkan posaba en traje
de combate sosteniendo un fantástico subfusil Uzi con una
escuadra de paramilitares. Eran ejércitos privados de solda­
dos no regulares, entrenados y autorizados por el régimen
serbio de Belgrado —los croatas contaban con un equivalen­
te en las HOS— para realizar el trabajo sucio que ninguno de
los dos bandos habría permitido hacer a sus ejércitos regula-
íes. Los hombres de Arkan y Seselj “limpiaron” los pueblos
croatas de la Eslavonia oriental en 1991 y barrieron en 1992
el lado este de Drina, matando y torturando musulmanes, y
expulsándolos de sus tierras en la frontera con Serbia.

127
El honor del guerrero

En aquel año de 1993, durante el mismo viaje, visité las


ruinas de Vukovar. Los Águilas Blancas de Seselj habían ins­
talado su cuartel general en el único edificio grande que se
mantenía en pie después de que los serbios se la arrebataran
a los croatas dieciocho meses antes. Los hombres que, con
sus trajes de combate y sus tocas negras, montaban guardia
en un descampado barrido por el viento que antes fuera una
plaza urbana me preguntaron por qué fisgoneaba las ruinas
en compañía de un periodista local. Llevaban el cabello lar­
go y eran fuertes, de narices prominentes, medio guerreros,
medio matones. Cuando les dije que el periodista local era
amigo mío y que me hacía de traductor, me contestaron que
pertenecía a la minoría húngara y que si le descubrían con­
tándome mentiras acerca de los serbios le matarían. Les res­
pondí que no me gustaban las amenazas, y ellos dijeron que
quedaba avisado. Aquella misma noche repitieron el aviso
abriendo fuego contra el automóvil desde las oscuras ruinas.
A la mañana siguiente dejamos Vukovar.
Los soldados no regulares y su proverbial salvajismo son
dos cosas tan antiguas como la propia guerra. Sin embargo,
en otros tiempos, los ejércitos lograban incorporarlos, incul­
carles disciplina y controlar su violencia desde el Estado. Así,
los ejércitos del zar domesticaron a los cosacos, y los clanes
de las Highlands fueron sucesivamente vencidos y absorbi­
dos por los Highland Regiments. Sin embargo, los soldados
no regulares de las guerras balcánicas se han disdnguido his­
tóricamente porque los Estados —Serbia y Croacia—, en vez
de domarlos, los instigan clandestinamente a cometer todo
tipo de atrocidades, no como el indeseable producto de una
mezcla de indisciplina y alcohol, sino como una estrategia
militar deliberada. Los reclutan en las cárceles, los entrenan
en campos secretos y los equipan con las mejores piezas de
las armerías estatales. En definitiva, los soldados no regulares
se crearon para realizar una limpieza étnica que el Estado pu­
diera negar oficialmente. La guerra se convierte en una fran­
quicia que se concede a empresas privadas para eludir la res­
ponsabilidad moral asociada a los militares profesionales.
La guerra llegó a Bosnia en mayo de 1992, seis meses des­
pués de la caída de Vukovar. El CICR despachó un convoy de

128
Michael Ignatteff

suministros médicos a Sarajevo, la capital, al mando de uno


de sus delegados más carismáticos, Frédéric Maurice. Salió de
Belgrado, hizo un alto en la ciudad serbia de Palé y continuó
hasta Sarajevo. Al llegar, el convoy —cinco vehículos pinta­
dos de blanco, con el inconfundible logotipo de la Cruz
Roja— atravesó los controles serbios sin incidentes, pero an­
tes de alcanzar el control musulmán abrieron fuego contra él
pistoleros desconocidos que la organización aún no ha que­
rido identificar oficialmente. Durante cuarenta y cinco mi­
nutos, el convoy quedó varado bajo una lluvia de cohetes y
disparos de armas cortas. Eventualmente, aparecieron las mi­
licias musulmanas en su ayuda. Sacaron a Maurice del todo-
terreno acribillado y lo llevaron al hospital, donde murió des­
pués de practicarle una operación de urgencia. Bosnia se
encuentra a unas dos horas de avión de Suiza. Sus prados al­
pinos y sus arroyos de montaña recuerdan a los delegados
suizos su propia patria. Los dirigentes bosnios siempre ha­
bían declarado su intención de respetar los acuerdos de Gi­
nebra y sus ejércitos conocían las leyes europeas de la guerra,
pero, en dos años, habían inventado un modelo de guerra
que permitía al Estado negar las responsabilidades que le
atribuían esos acuerdos, y un modelo de luchador carente de
escrúpulos que se permitía el lujo de abrir fuego contra un
convoy de la Cruz Roja. Desde Ginebra, a finales de mayo, el
CICR ordenó a sus delegados que se retiraran de Bosnia y
Herzegovina, y no volvieron durante cinco semanas.
Aquellas cinco semanas resultaron ser las peores de la
guerra. Pueblos y mezquitas musulmanes saltaron por los ai­
res y se desenterró a los muertos de sus tumbas. Patrick Gas-
ser fue uno de los primeros delegados del CICR en volver y
fue testigo de una escena que nunca olvidaría en Manjaca,
cerca de Banja Luka, al norte de Bosnia. Encontró a unos dos
mil trescientos musulmanes detenidos en unas ardientes barra­
cas de calamina construidas para el ganado —hombres civi­
les, no combatientes, flacos, con los ojos hundidos y en un
estado de fuerte conmoción nerviosa—. Estaban tan faméli­
cos que el CICR llamó a un experto en nutrición que se ocu­
paba de la hambruna de Somalia para que supervisara un
programa alimentario. Gasser voló a Ginebra para contar lo

129
El. HONOR OKI. C.UKRRKRO

que había visto. Al principio, no pudo convencer a sus supe­


riores de que los campos de concentración habían vuelto a
Europa. Por su parte, los ejecutivos del CICR tuvieron que
sentarse a debatir durante quince días la información de
Gasser, porque si la hacían pública podrían comprometer
sus posibilidades de ayudar a las víctimas, pero si callaban se
harían cómplices de la limpieza étnica y posiblemente de un
genocidio.

Casi exactamente cincuenta años antes, el 14 de octubre


de 1942, la Cruz Roja Internacional se había enfrentado a un
dilema parecido durante la reunión convocada por el comité
director, formado por veintitrés suizos —políticos, abogados,
médicos y hombres de negocios— para analizar las pruebas
de sus delegados sobre la deportación de poblaciones civiles
en la Europa ocupada. En términos estrictamente legales, los
civiles no eran competencia de la Cruz Roja, porque los acuer­
dos de Ginebra, en 1939, sólo garantizaban los derechos de
visita de los delegados a los prisioneros de guerra. Fue preci­
samente durante aquellas visitas cuando los delegados de la
organización oyeron los rumores de deportación, vieron tre­
nes sellados que partían hacia el este y pasaron con sus coches
cerca de los campos de concentración. Pidieron explicacio­
nes a Ernst Grawitz, el jefe de la Cruz Roja alemana, pero les
contestó que el asunto no incumbía a Ginebra. Grawitz sabía
a quién le incubía porque no sólo era el jefe de la Cruz Roja,
sino también el oficial médico de las SS responsable del pro­
grama secreto de experimentación con los prisioneros de los
campos.
Aunque los campos de concentración cerraban sus veijas
a la Cruz Roja, Ginebra tenía indicios de lo que ocurría den­
tro. Durante una visita a Berlín, Cari Burckhardt, decano del
comité ejecutivo de la Cruz Roja, escuchó por boca de un
alto oficial alemán que Hitler había firmado una orden a co­
mienzos de 1941 decretando que “no debía quedar un solo
judío en Alemania” a finales de 1942. Cuando Burckhardt se
lo contó al cónsul americano en Ginebra y éste le preguntó si
aquello significaba el exterminio, Burckhardt respondió que
no podía significar otra cosa.

130
Mk .haf.i . Ignatieff

A finales de septiembre, el CICR redactó un documento


público que, sin mencionar por su nombre a los judíos o a
cualquier otro grupo, condenaba las deportaciones y los tra­
bajos forzados impuestos a civiles. Pero, a la hora de votar el
proyecto, Cari Burckhardt se opuso aduciendo que las llama­
das a la moralidad internacional no impresionarían lo más
mínimo a Hider y, en cambio, recortarían el acceso de la Cruz
Roja a los prisioneros de guerra. Los representantes del go­
bierno suizo, aterrorizados porque una declaración pública
hiciera peligrar incluso la neutralidad del país, aconsejaron
también prudencia. “¿No es cierto que el buen samaritano
sólo rompió su silencio con los hechos?”. Nunca se realizó la
declaración pública, y la Cruz Roja calló lo que sabía durante
toda la guerra.
Cuando los alemanes ocuparon Hungría en 1944, Frie-
drich Born, delegado del CICR, logró proteger algunos hos­
pitales y orfanatos judíos situándolos bajo la supervisión de la
Cruz Roja y dotando de documentos de la organización a los
miles de judíos que trabajaban en ellos. En cambio, no pudo
conseguir visados pata nadie y, a finales de 1944, tuvo que
contemplar lleno de impotencia la detención de cincuenta
mil judíos, que partían a pie de Budapest, camino de una
muerte segura en Alemania.
En Polonia y Alemania mantuvieron a los delegados com­
pletamente apartados de los campos, aunque se sabe que al­
gunos vieron salir el humo de los crematorios de Mauthau-
sen en 1944, y que otros, durante una visita a los prisioneros
de guerra aliados de un campo polaco, oyeron hablar de du­
chas en las que se gaseaba a los civiles en cierto lugar llamado
Auschwitz. Pero no tuvieron dempo de comprobar la veraci­
dad de los rumores y nunca conocieron lo que ocurría den­
tro del Reich hasta su caída en la primavera de 1945. Para en­
tonces, Ernst Grawitz, médico de las SS yjefe de la Cruz Roja
alemana, se había suicidado, justo antes de que saliera a la
luz la naturaleza de sus experimentos con los internados.
Cincuenta años después, en 1992, el silencio no fue posi­
ble, porque la prensa internacional se había abierto paso
hasta los campos cercanos a Banja Luka. Roy Gutman, de
Newsday, estuvo allí. El CICR, que siempre había tratado con

131
F.I. HONOR n t l GUERRERO

recelo a los periodistas, colaboró con ellos en esta ocasión.


Sin divulgar en detalle los descubrimientos del CICR, Gasser
aportó a Newsday las pruebas necesarias para rodar sus pri­
meros informes. Una semana después, la cadena británica
de nodcias ITN acorraló al dirigente serbo-bosnio Radovan
Karadzic en Londres y le arrancó la promesa de permitir la
entrada en los campos a un equipo de televisión. Los delega­
dos de la Cruz Roja en el terreno contemplaron con incredu­
lidad el despliegue de medios de comunicación. En efecto, la
tremenda complejidad de los hechos reales sobre el terreno
quedó integrada inmediatamente en la narración moral del
Holocausto. En realidad, los campos que los periodistas con­
siguieron ver no eran de exterminio, sino de tránsito para los
detenidos civiles que los serbios pretendían enviar al exilio.
Mientras llegaban los equipos de rodaje, retiraban las alam­
bradas de espino de Trnopole. Pese a todo, aquel reportaje
de la ITN sobre los musulmanes mudos y famélicos tras las
alambradas se convirtió en la imagen más famosa de la guerra
bosnia. Sin embargo, para los delegados de la Cruz Roja en
el terreno, la ecuación moral entre la limpieza étnica y el ho­
locausto era más que dudosa. Enseguida habían comprendi­
do que la invitación a la prensa mundial significaba una cínica
explotación por parte serbia de la memoria del holocausto
con el fin de engatusar a los gobiernos occidentales para que
acogieran a los refugiados musulmanes y se convirtieran en
cómplices de la limpieza étnica de Bosnia central. Los ser­
bios llegaron incluso a comprometer a los delegados del CICR
en la operación cuando, en las Navidades de 1992, el Comité
supervisó el cierre de todos los campos del norte de Bosnia y
trasladó a muchos de sus internos a campos de tránsito en
Croacia y a otros lugares de Europa.
Durante toda la guerra de Bosnia, el CICR luchó por ha­
llar una forma de proteger a los c¡riles que no le convirtiera
en involuntario agente de la limpieza étnica. En octubre de
1992, Cornelio Sommaruga propuso declarar zonas de segu­
ridad a ciertos pueblos musulmanes. En abril de 1993, cuan­
do esos pueblos se encontraban a punto de caer en manos
serbias, el Comité de Seguridad de las Naciones Unidas adop­
tó la idea de Sommaruga, que ha encontrado desde enton-

132
MlCHAEL iGNATtEKF

ces un gran predicamento. Las zonas de seguridad consti­


tuían un concepto tradicional en las leyes europeas de la gue­
rra —Dunant ya lo propuso para proteger París en 1870—,
pero la idea de Sommaruga sólo daría resultado si se cum­
plían tres condiciones. Las dos primeras eran que los musul­
manes no las utilizaran como bases militares y que los serbios
respetaran su neutralidad. Ninguna de las partes cumplió el
compromiso. La tercera condición era que los Estados
miembros de las Naciones Unidas enviaran treinta y cinco
mil soldados para la defensa de los enclaves, pero la víspera
sólo habían llegado siete mil y Srebrenica no contaba con
más defensa que unos cientos de militares. Se había prometi­
do a los civiles inocentes cosas que todo el mundo, incluida
la Cruz Roja, sabía que no se podrían cumplir.
En julio de 1995, los milicianos serbios invadieron la zona
de seguridad, desarmaron a los pacificadores de las Naciones
Unidas, reunieron a todos los hombres del pueblo y expulsa­
ron tanto a las mujeres y los niños como al propio equipo de
la Cruz Roja. El CICR sólo mantenía en el pueblo a un grupo
de serbios locales; sus delegados estaban en la cercana Tuzla.
Ahora contemplaban impotentes a casi veintitrés mil muje­
res y niños cruzar tambaleando el frente y los campos de
minas hasta la base aérea de la ciudad. El hecho provocó un
amplio movimiento internacional de ayuda; gracias a los
equipos de televisión que operaban en el terreno, no menos
de cincuenta organizaciones humanitarias se dispusieron a
socorrer a las mujeres y los niños en el momento mismo de
su llegada. La Cruz Roja, dentro de esta carrera por el huma­
nitarismo, decidió dedicarse al traslado de las víctimas, y sus
delegados levantaron una tienda en la base aérea donde se
agolparon durante toda una semana las mujeres de Srebreni­
ca para contar cómo los milicianos serbios se habían llevado
a sus hombres a punta de pistola. Ya en aquel momento era
evidente que los desaparecidos —unos siete mil en total, se­
gún el CICR— habían sido ejecutados. Toda la fuerza de los
gritos y la indignación de las mujeres de Srebrenica se des­
ahogó en un grupo de jóvenes delegadas. I^a tensión emocio­
nal fue tan fuerte que una de ellas tuvo que ser evacuada a
Ginebra.

133
El. HONOR 11KI. (CERRERO

Se decide entonces alojar a las viudas de Srebrenica a las


afueras de Tu/la, en dormitorios preparados dentro de gim­
nasios reconvertidos, colegios y antiguos conventos y restau­
rantes. Las literas, abarrotadas, se aprietan unas contra otras,
en número de cuarenta por habitación, con una bolsa de
plástico colgada a la cabecera que contiene las pertenencias
de sus ocupantes. La mayoría de estas mujeres, de proceden­
cia campesina, llevan pañoletas y pantalones anchos, y al tras­
ladarse de la litera al cuarto de baño arrastran unas zapatillas
viejas. Cuando no andan cansinamente, permanecen horas y
horas observando por las ventanas. Esperan justicia, respues­
tas, que el tiempo reanude su camino, pero la mayoría sabe
ya que sus hombres no volverán jamás. Cuando te cuentan su
historia, se golpean las rodillas con los puños y lloran.
Quieren justicia, pero lajusticia no es asunto ni del CICR
ni de las restantes organizaciones humanitarias que las cui­
dan. Tienen que esperar a que la dictara el Tribunal de Crí­
menes de Guerra de La Haya, pero, a pesar de tener la base
de datos más completa y fiable de las víctimas, a pesar de ha­
ber ayudado a los periodistas a revelar la realidad de los cam­
pos bosnios, el CICR se ha negado a compartir su informa­
ción con el tribunal, porque la doctrina de la neutralidad y
la confidencialidad se lo impide. Los delegados como Beat
Schweitzer y Patrick Gasser sostuvieron apasionadamente que
nunca habrían podido entrar en Trnopole y Manjaca si las
autoridades serbias hubieran tenido noticia de que la Cruz
Roja estaba dispuesta a pasar información a los tribunales de
crímenes de guerra. Creían que su función no era contribuir
a que los criminales de guerra se sentaran en el banquillo,
sino acceder a las víctimas y los prisioneros que aquellos cri­
minales producían. Pues bien, semejante política, por muy
ambigua que parezca, sacó un provecho inesperado. En 1995,
cuando los F-16 de la OTAN patrullaban el cielo de Banja
Luka para neutralizar las defensas aéreas serbias durante la
ofensiva conjunta de croatas y musulmanes, la Cruz Roja fue
la única organización humanitaria que pudo permanecer en
las zonas serbias y croatas de dominio serbio; las restantes tu­
vieron que marcharse porque todas pertenecían a Estados
miembros de la OTAN; y cuando la ofensiva croata-musulma-

134
MlCHAF.L 10NAT1FJT

na en Bosnia y los ataques croatas contra los serbios de la Kra-


jina produjeron una enorme cantidad de refugiados serbios,
la Cruz Roja estuvo allí para ayudarlos. Una de las grandes
paradojas de aquella guerra fue que el mayor acto de limpie­
za étnica —el que realizaron los croatas en la Krajina devol­
viendo a Serbia a seiscientos mil serbios— se perpetró contra
el pueblo responsable ante el mundo entero de haber intro­
ducido tan odioso término en el lenguaje. El CICR pudo ali­
mentar y vestir a los refugiados. La neutralidad, en el caso re­
lacionado con el Tribunal de Crímenes de Guerra, pudo
resultar ambigua, pero permitió a la Cruz Roja estar allí cuan­
do el verdugo se transformó de repente en la víctima.
La experiencia del CICR en Yugoslavia hizo tambalear los
cimientos de la organización y dejó en sus delegados, que
demostraron una entrega y un coraje extraordinarios, una
opresiva sensación de fracaso e inutilidad. El CICR llegó a
Vukovar con un retraso de varias horas, cuando ya había cien­
tos de muertos; llegó hasta Sarajevo, pero allí le atacaron;
descubrió los campos de concentración, pero se convirtió en
cómplice involuntario de la limpieza étnica; se sumó al cla­
mor internacional por conseguir las zonas de seguridad, pero
tuvo que limitarse a contemplar, impotente, cómo se conver­
tían en una trampa, y finalmente en una tumba, para siete
mil hombres. Comprobar que los acuerdos de Ginebra se ig­
noran en las ciudades no europeas habría sido distinto, pero
ver lo poco que significaban sus principios a unas cuantas ho­
ras de Ginebra supuso un auténtico golpe. Muchos delega­
dos se preguntaban abiertamente si el CICR había perdido el
norte, y muchos más si el mundo había cambiado tanto que
ya no había lugar para la organización en él.

III

El Comité Internacional de la Cruz Roja se enorgullece,


con razón, de su programa en Afganistán, porque allí ali­
menta a una enorm e cantidad de gente, allí ha reconstruido
los miembros despedazados de las víctimas de las minas y allí
ha visitado a los prisioneros de ambos bandos y ha enseñado

135
Kl HONOR DF.I. CUFJtRF.KO

a los mujahedAín, formados en la despiadada lógica de las le­


yes de la yihad, las reglas de la guerra. Sin embargo, ¿puede
calificarse de éxito ese programa en un país donde ha muer­
to un millón de personas desde 1979?
A finales de septiembre de 1996, el CICR me invitó a visi­
tar su campo de operaciones, pero una semana antes de lle­
gar recibí una llamada de Ginebra comunicándome que la
guerrilla de los talibán había roto el frente gubernamental al
sureste de Kabul, que las Naciones Unidas y otras organiza­
ciones estaban evacuando al personal no imprescindible de
la ciudad y que el OCR, como siempre, iba a quedarse casi al
completo. ¿Aún quería ir?
Kabul ya había caído cuando llegué a Peshawar, pero “lo­
gré meterme” en el segundo vuelo de ayuda que salió para la
ciudad. El aeropuerto está rodeado de colinas peladas por el
fuego. Esparcidos por las polvorientas pistas de aterrizaje
quedan los MIG sin alas y los Tupolevs destripados, basura
abandonada por los rusos en su salida definitiva de 1992. El
propio aeropuerto, construido por los soviéticos, apenas fun­
ciona. I,e han reventado las ventanas, no hay luz en la sala de
equipajes y la cinta transportadora está inmóvil y llena de
polvo. Veo al final de la pista un grupo de guerrilleros talibán
con sus turbantes, pantalones anchos y kalashnikovs, y detrás
de ellos un Mitsubishi Pajero con lanzagranadas.
El movimiento de los talib, que significa “estudiante reli­
gioso”, comenzó en los seminarios islámicos paquistaníes a
comienzos de los noventa. En 1994 las milicias talibán, arma­
das y entrenadas por los paquistaníes, iniciaron su marcha
para reivindicar Afganistán imponiendo la ley islámica más
estricta que ha conocido jamás el mundo musulmán: prohi­
bieron trabajar a las mujeres, las obligaron a llevar el caracte­
rístico burka, con su odioso enrejado a la altura del rostro, lapi­
daron a los adúlteros y amputaron las manos a los ladrones.
Ix>s talibán dominan ahora la capital y las tres cuartas partes
del país.
Mis viajes a las ruinas de Vukovar, a la ciudad fantasmal de
Huambo, en Angola, desconchada y llena de agujeros, me
han acostumbrado a soportar una cierta dosis de desolación,
pero entre los paisajes de la guerra endémica, la desastrosa

136
Michaki. Ignatieff

Kabul ocupa un puesto especial con sus kilómetros y kilóme­


tros de polvo y cascotes, abandonada, azotada por el viento y
poblada por las familias harapientas que aquí y allá se bus­
can la vida dentro de contenedores de camión cortados por
la mitad. Kabul es la Dresde de los conflictos posteriores a la
Guerra Fría. Por las laderas de las colinas se esparcen miles
de casas sin techo ni ventanas, abandonadas por sus antiguos
habitantes. Los guerrilleros no han perdonado nada, ni las
mezquitas de cúpulas azules, ni los minaretes, ni los hospita­
les, ni los colegios. El museo de Kabul, que una vez albergó
una colección de las primeras reliquias budistas, carece de te­
cho, sus antiguas columnas yacen en la calle y la colección ha
sido saqueada. Han destruido la embajada y el centro cultu­
ral soviético, y los destacamentos de la artillería talibán barre­
nan las ruinas.
En 1992, cuando un motín armado derrocó el régimen
de Muhammad Najibullah, que era apoyado por los soviéti­
cos, él y su hermano buscaron refugio en una de las casas que
tenía la ONU en Kabul para acoger a sus invitados. Najibu­
llah permaneció allí durante cuatro años. Tres noches antes
de mi llegada, los talibán lo habían sacado de allí y, después de
castrarlo, lo mataron a golpes y colgaron sus restos hechos
trizas del puntal de una torre de observación para el control
del tráfico. Cuando yo entraba en la ciudad en coche, lo úni­
co que continuaba balanceándose de la torre era la soga en­
sangrentada.
El cuartel general del CICR, en el centro de Kabul, se en­
contraba escondido detrás de pilas de sacos terreros y los din­
teles estaban reforzados con toscos pilares de madera. Había
una docena de todoterrenos blancos estacionados en el pa­
tio, que llevaban en las portezuelas la leyenda com ité Inter ­
nationale genéve y un kalashnikov cruzado con dos líneas
rojas. Ni en los coches ni en los recintos del CICR se permi­
ten armas. Unos empleados locales desarmados cacheaban a
todo el que atravesaba la veija.
Me enteré de que, desde la toma de la ciudad por los tali­
bán, el CICR había abierto líneas de comunicación con los
comandantes rebeldes que administraban la ciudad, aunque
lo de “administrar” era sólo un eufemismo porque en Kabul

137
E l. HONOR DEL GUERRERO

no existía ninguna forma de gobierno. Los dirigentes talibán


requisaron todos los vehículos disponibles y corrieron al nor­
te para dar caza en las montañas a las fuerzas gubernamenta­
les, dejando a sus espaldas unos destacamentos encargados
de tutelar la ciudad que no administraban mucho. El recin­
to de la Cruz Roja se hallaba abarrotado de antiguos internos
de las cárceles ahora vacías que llevaban las taijetas de regis­
tro amarillas del C1CR y buscaban ayuda. En los vestíbulos, es­
pecialmente los contiguos al teléfono por satélite, se agolpa­
ban los periodistas, ávidos por cubrir la entrada de los talibán;
aunque desde Kabul, por desgracia para ellos, no había imá­
genes de la reciente carnicería para retransmitir. Un delega­
do de prensa del CICR luchaba por consolarlos. Era un anti­
guo periodista de la radio surafricana que se había alistado a
la “causa”, como lo llamaba no sin ironía. Los delegados de
prensa son un añadido reciente a la presencia del O C R en
las zonas de guerra, porque ya no basta con estar, el O C R
tiene que hacerse ver, de o s o modo, los países donantes pre­
guntarían por qué razón no se airea su generosidad.
Michel Ducraux, el jefe de los delegados de Afganistán, te­
nía reproducciones de Vermeer y Matisse en su oficina, donde
las ventanas, de plástico inastillable, estaban completamente
bloqueadas por diez tnesos de sacos terreros. Ducraux es un
hombre delgado y elegante, en el principio de la cincuente­
na, que parecía reflexivo y sabía conservar el cinismo y el
compromiso en un sutil equilibrio interior. Su forma de ver
la guerra reflejaba las paradojas de esta última. Me contó que
todos los miembros de la delegación acababan de pasar un
día entero en los refugios que había debajo del recinto por­
que los guerrilleros musulmanes bombardearon con cohetes
la ciudad. Habían estado amontonados durante horas en el
sótano por prestar asistencia médica a facciones dedicadas al
asesinato sistemático, por enseñar las leyes de la guerra a mi­
licias empeñadas en destruirse mutuamente, por rogar con­
tención a los guerreros del islam que han reducido su propia
ciudad a escombros. Fue “hyper-désagréable”, en palabras de
Ducraux.
Los afganos son un pueblo fronterizo que ha vivido siem­
pre entre civilizaciones —Irán, India, Asia central—, y ha es-

1 3 8
M lC H A t l lC N ATIF.IT

tado enfrentado a todos, desde Alejandro el Grande hasta los


ejércitos británicos, para m antener tina obstinada indepen­
dencia, lo que le ha valido en todas las épocas la fama de po­
seer una de las guerrillas más temibles del mundo. Su tradi­
ción bélica —basada en unidades pequeñas, muy móviles,
que evitan la batalla o el ataque frontal y buscan los pasos
montañosos para tender emboscadas y rodear al enemigo—
le ha permitido vencer a los rusos. Se trataba además de una
tradición que respetaba la ecología de una sociedad pobre y
el clima de sus montañas, dado que la guerra comenzaba
siempre con el cereal plantado o los animales en los pastos, y
terminaba con la cosecha y el comienzo de las nevadas, es de­
cir, era endémica, pero limitada.
Pero en cuanto se acabó la unidad de los señores de la gue­
rra contra un enemigo externo comenzaron a luchar entre sí.
El islamismo radicalizado vino a empeorar las cosas, porque
en vez de unir a las milicias les impuso los principios religio­
sos a punta de pistola. Por otra parte, el armamento que ha­
bían dejado los rusos en su partida o el que compraron a los
estadounidenses —desde tanques a misiles Stinger— tenía tal
poder que superó con creces la autolimitación ecológica de
sus tradiciones Iwiicas. Los antiguos guerreros afganos no
abrían fuego contra las mezquitas, los minaretes, las escue­
las o los hospitales. En Kabul se ha enterrado el honor del
guerrero afgano.
Entonces, ¿qué hace aquí el CICR? La filosofía de Du-
craux era característica. “¿Hay algo más humano que la gue­
rra?”, preguntó. Desde luego, la organización no estaba allí
para pararla y sus intentos de humanizar la guerra habían re­
sultado estériles. “Estamos aquí pata disminuir los daños”,
decía, “para alimentar a las viudas, visitar a los prisioneros,
para reponer los miembros destrozados por las minas”. La
guerra era absurda, sí, pero inevitable. El Comité Internacio­
nal de la Cruz Roja parecía decir: “¿Pero existe otra moral
que no sea la de los hechos modestos?”.

No me resultó fácil encontrarme con los guerrilleros tali-


bán. La mayoría estaban en el valle de Pansheer, al nordeste
de Kabul, y los que guardaban la ciudad eran los más hostiles

139
Kl HONOR OKI. C'.I KRRKRO

hacia los extranjeros. Sin embargo, quedaba un destacamen­


to en el hotel Intercontinental, un increíble vestigio de la
brutalidad de los años sesenta, milagrosamente encaramado
en la cima de una de las colinas de Kabul, con vistas panorá­
micas a la desolación. Los tanques y la artillería se esparcían
en los pinares que rodeaban el aparcamiento del hotel. Con
un intérprete del O CR —que prudentemente se había des­
pojado de su americana occidental y se había puesto una gorri-
ta blanca (llevaba barba de varios días)—, me aproximé a un
destacamento de talibán sentados en la pradera de la piscina
del hotel, desde donde contemplaban Kabul envuelta en
una calina polvorienta. Con las piernas cruzadas y los rostros
barbudos enmarcados por los turbantes deshojaban lángui­
damente las rosas de los jardines del hotel o repasaban con
los dedos las cuentas de los rosarios. Llevaban zapatos y relo­
jes nuevos.
Cuando les pregunté por qué luchaban se volvieron al
que parecía más educado, un airado seminarista, joven, de
larga barba y corte de pelo occidental. “Por el islam”, me
dijo, “para acabar con la lucha fratricida y para construir un
estado islámico".
Pregunté, entonces, por qué continuaba la matanza entre
hermanos.
“;Por qué se matan los hermanos? Porque el profeta Ma-
homa, bendito sea su nombre, dejó dicho que cuando reina
la corrupción en la tierra hay que luchar para traer la paz”.
A la mañana siguiente, aquel talibán descubrió un ejemplo
de corrupción sin salir de las bodegas del Intercontinental.
Apilaron en el aparcamiento mil cuatrocientas latas de cerve­
za y dieciocho mil botellas de “bebidas alcohólicas”. Después
de varias plegarias y un breve discurso de la policía religiosa de
los talibán (un cuerpo cuyo nombre podría significar “Depar­
tamento del Mando Divino y de la Persecución de lo Ilícito”)
estrellaron las botellas y aplastaron las latas ceremonialmente
ante la manifiesta consternación de un público invitado de
periodistas occidentales.
Catando, tras abandonar el Intercontinental, volví al recin­
to del CICR vi que habían sacado los muebles al patio y que
varios afganos con turbante acarreaban sillas y mesas. Dos de-

140
Michafj. IííNATIKKK

legadas —una administrativa y una enfermera— se habían


puesto los pantalones afganos y unos pañuelos a la cabeza.
Las afganas —que se ocupaban de los mensajes, el fichero de
visitas a los prisioneros de guerra y los datos sobre prisioneros
y personas desaparecidas— habían sido trasladadas a otro lu­
gar, detrás de un muro de sacos terreros. En otras palabras, la
Cruz Roja estaba reorganizando las oficinas para mantener
escondidas a las mujeres y contentos a los talibán.
Thomas Gurtner, el subdirector del CICR en Kabul, aca­
baba de llegar de una reunión con otras organizaciones hu­
manitarias: Oxfam, Médicos sin Fronteras, UNICEF y el Alto
Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados,
que también empleaban a mujeres afganas en algunos de sus
programas. Todas protestaban contra los decretos talibán
que obligaban a despedir a las mujeres de los puestos de tra­
bajo para devolverlas a las casas y, con ello, al dominio de sus
padres y maridos. Habían pedido la intervención del CICR,
pero Gurtner se negó a ello.
Le pregunté si los derechos de la mujer no le parecían un
asunto humanitario.
“Pues claro que no”, respondió rápidamente.
Yo comenzaba a comprender que una cosa eran las leyes
de la guerra y otra los derechos humanos. El CICR es una or­
ganización dedicada a imponer las primeras, no los segundos.
No realiza campañas contra las injusticias, y su legitimidad de­
pende de la colaboración que establece con los guerreros y
sus caudillos, y si éstos quieren que escondan a las mujeres,
se hace, y punto.

Aceptar el concepto de la mujer que tienen los talibán es,


cuando menos, un acto de relativismo moral. ¿Cómo recon­
ciliar entonces el CICR ese relativismo con su defensa de los
acuerdos de Ginebra cuyo código es universalista y universa-
lizador? ¿Cómo se enseña el código de honor del guerrero a
hombres formados en la yihad islámica? ¿Cómo se enseñan
las leyes de la guerra a gente que nunca ha oído hablar de los
acuerdos de Ginebra?
El delegado del CICR encargado de “difundir” esas ideas
en Kabul eraJean-Pascal Moret. Jam pa—el nombre de su se-

141
£ i. h o n o r df .i . <u : krri :r o

nal radiofónica—, a sus cuarenta y dos años es bastante ma­


yor para ser un cooperante de campo de la Cruz Roja; no tie­
ne estudios universitarios, conduce un taxi en Ginebra entre
una misión y otra y practica el budismo tibetano.
Como decía Jampa, la difusión era lo único que practica­
ba la Cruz Roja. Un hecho tan corriente como conducir de­
masiado deprisa el todoterreno por las calles de Kabul podía
crearle fama de arrogante a toda la organización; contestar a
un talibán en un control podía significar que abriesen fuego
contra el automóvil que viniera detrás. En otras palabras, di­
fundir significa preservar el valor moral y simbólico de la C ru z
Roja. El “éxito” del programa afgano se debe en gran parte a
que las facciones aún respetan la legitimidad de ese símbolo.
El CICR es incapaz de lograr una tregua o un alto el fuego o
de frenar la entrada de armas desde Rusia y Pakistán; lo úni­
co que consigue es que las facciones respeten normas tan ele­
mentales como no disparar contra los heridos, las ambulan­
cias y los hospitales, no atacar a los civiles y no torturar a los
prisioneros. Se basa en la idea de que por muy distintas que
sean las culturas de los guerreros siempre se puede estable­
cer un acuerdo pardendo de bases mínimas; sin embargo,
hasta ese mínimo supuestamente universal hay que traducir­
lo a cada moral vernácula.
Hace una generación, el CICR hacía pocas concesiones a
la cultura local. Antes de que yo saliera para Kabul, Fierre
Gassmann —un veterano que dirige ahora la delegación de
Colombia— me dijo que la difusión ha cambiado radical­
mente desde que llegó él, a finales de los sesenta. “Ames, les
leíamos nuestra carülla”, decía, “luego intentamos leerles la
suya. Ahora ya no sabemos qué cartilla leerles. Intentamos ser
más suüles”.
En Somalia, la Cruz Roja organiza grupos de teatro que
actúan ante los clanes y los grupos de pistoleros; las delegacio­
nes contratan a cantantes y poetas que graban discos sobre las
leyes de la guerra, y tanto las canciones como los dramas se
transmiten a través del Servicio Exterior de la BBC. En Che-
chenia, equipos de primeros auxilios distribuyen un vendaje
para el hombro pintado con viñetas que muestran a los guerre­
ros recogiendo en sus brazos a los heridos del campo de bata-

1 4 2
MlCHAEL kiNATlEFF

lia, escoltando a los huérfanos y reuniendo a los prisioneros


para custodiarlos, pero ahora el gran desafío es enseñar las
leyes europeas de la guerra a los radicales islámicos.
La Europa medieval distinguía el bellum hostile (la guerra
caracterizada por la contención) del bellum romanum (la
guerra, según el historiador Michael Howard, “sin limitacio­
nes, en la que se mataba indiscriminadamente a quien se ha­
bía designado como enemigo, estuviera armado o no”). La cris-
tiandad medieval aplicó esta distinción a las cruzadas contra
el islam, reservando para los infieles una ferocidad sin lími­
tes. El islam ha respondido con la misma moneda, la yihad es
su bellum romanum. 1.a moral particularista de esas tradicio­
nes, que distinguen unas víctimas respetables de otras indig­
nas, choca frontalmente con el universalismo moral de los
acuerdos de Ginebra, que obliga a los soldados a respetar sin
distinciones a todas las víctimas.
Si las tradiciones guerreras de Europa fueron siempre par­
ticularistas, ¿cómo se concibió la idea de unlversalizarlas, de
convertirlas en un hecho genuinamente universal? Uno de los
sentimientos más intensos de la Ilustración europea —tan evi­
dente, por ejemplo, en las diatribas de Voltaire contra la In­
quisición española y la crueldad de las guerras de religión—
fue su aversión hacia la ética religiosa que avalaba los críme­
nes y las persecuciones, la supuesta ética del universalismo
cristiano que escondía y justificaba un exterminio particula­
rista de herejes, salvajes e infieles. De aquella indignación de
los ilustrados contra la hipocresía cristiana surgió el acuerdo
de diseñar un marco ético universal basado en hechos su­
puestamente característicos de la naturaleza humana, en es­
pecial la común sensibilidad frente al dolor y la crueldad. No
es causal que el interés por depurar la ética de aquel particu­
larismo religioso y basarla en la naturaleza humana se desper­
tara cuando los viajes de descubrimiento y expansión de los
imperios revelaron la enorme diversidad de culturas, creen­
cias y sistemas éticos que había en el mundo. La Cruz Roja ha
heredado aquella rebelión ilustrada contra el particularismo
religioso, y aún sostiene la fe de la Ilustración en que, por muy
distintos que sean los valores, todas las culturas dan un sentido
muy semejante al dolor y al sufrimiento. Detrás de lo particu-

143
El HONOK DEL l¡l!ERRF.RO

lar, hallamos lo universal; detrás de la diferencia, la identidad,


dice el credo moderno que sustenta la acción humanitaria.
En su búsqueda de universales para atraer a la cultura islá­
mica, el CICR ha tenido que ir más allá de la tradición de la
yihad. Por ejemplo, hace cuatro años la organización editó
en El Cairo un estudio ilustrado, Ckronicles of Islamic-Arab His-
tory, donde las claves del pensamiento de los acuerdos de Gi­
nebra aparecían mezcladas con toques de la sabiduría tradi­
cional árabe e islámica. El libro incluía los consejos de un
califa guerrero y sobrino de Mahoma, llamado Ali ibn Abi
Talib:

¡Ycuando los hayas vencido, no los apuñales por la espaldal


¡No mates a los heridos ni descubras sus genitales! ¡No mutiles a
los muertos ni desgarres los velos!

En otra parte encontramos las imposiciones característi­


cas de una antigua economía agrícola:

Abstente de la falsedad; abstente de transgredir los límites;


abstente de la traición; abstente de matar mujeres, niños peque­
ños u hombres ancianos; abstente de talar palmeras y matar
ovejas, vacas o camellos, como no sea para alimentarte.

En los países árabes, los delegados de la Cruz Roja repiten


sin parar la historia del exquisito tratamiento con que el
guerrero y sultán árabe Saladillo obsequió al rey cruzado, Ri­
cardo Corazón de León. “Así pues”, aduce con optimismo el
CICR, “la ley islámica se anticipó a la comunidad internacio­
nal en más de mil años”.
No deja de resultar atracdvo ese interés por demostrar
que los principios de la Cruz Roja no se basan exclusivamen­
te en el calvinismo suizo, sino en universales humanos locali­
zabas en todas las culturas, pero también hay algo conmove­
dor en su curiosa fe en la capacidad de los libros sagrados
para frenar la violencia humana. En los calendarios de la ofi­
cina de Kabul se imprimió ese tipo de admoniciones; ahora
cuelgan con sus mensajes humanistas en edificios rodeados
de ruinas por todas partes.

144
1
MlCHAKl. IC.NAT KFF

Pero Afganistán plantea aún otro problema. La guerra no


conoce limitaciones cuando la religión le confiere metas sa­
gradas, y los talibán son quizá la guerrilla más militantemente
religiosa del mundo. En los controles que rodean la ciudad,
sus guerreros buscan casetes y revistas en los coches. Yo mismo,
al ver cerca de uno de aquellos conüoles un árbol festoneado
de cintas de vídeo y casetes, pensé que serían pornográficas, de
rock and rollo de propaganda contra los talibán, pero me ente­
ré de que el objetivo de aquellos guerreros es mucho más
ambicioso. En realidad, buscan representaciones del rostro
humano o de cualquier otra criatura de Dios. En ninguna so­
ciedad islámica han llegado tan lejos las autoridades revolucio­
narias; hasta los imanes del Irán ridiculizan la rígida creencia
de los talibán en el efecto pernicioso de las representaciones
visuales. En consecuencia, habrá que quitar de la vista el calen­
dario del CICR, con sus imágenes de los mutilados de guerra
cojeando por losjardines de la mezquita azul de Hazar el Sha-
rif y sus benignos mensajes tomados de los textos islámicos.
Lo mismo ocurrirá con el cómic distribuido localmente por
el CICR, con sus correspondientes dramatizaciones radiofó­
nicas de la BBC, sobre la dura historia de los tiempos que le
había tocado vivir a Ali Gul, un héroe afgano de ficción. Si los
dirigentes talibán acaban por salirse con la suya, todo ese tra­
bajo paciente y sutil de traducción de las leyes europeas de la
guerra a la cultura guerrera vernácula no habrá servido para
nada. Los ojos son las ventanas del alma, y, según la estricta in­
terpretación talibán del Corán, todas las representaciones de
los ojos —fotografía, pintura, impresión, vídeo o películas—
están prohibidas. Sólo Dios, según los dirigentes talibán, pue­
de asomarse a las ventanas del alma.

En el núcleo de los acuerdos de Ginebra está lo que se lla­


ma en el CICR la asistencia a los detenidos, es decir, la pro­
tección de los prisioneros militares de guerra. El delegado
que se encargaba de visitar a los prisioneros de Kabul es Pas­
cal Mauchle, otro miembro de la nueva hornada que recibía
de buen grado el escrutinio de los periodistas extranjeros,
quizá porque así se les controla mejor. Me invitó a seguirle en
una risita a los detenidos.

145
El. HONOR DEL GUERRERO

Dividió su equipo en tres grupos: dos de ellos irían a una


prisión descubierta hacía poco, donde se encontraban rete­
nidos los milicianos del bando gubernamental capturados
por los talibán durante la toma de Kabul; el tercero entraría
en la ciudad para investigar rumores de arrestos sumarios re­
alizados supuestamente por las fuerzas de seguridad de los
talibán. Se me asignó a uno de los dos primeros.
La prisión era un edificio decrépito, pintado de amarillo,
con techo de paja y gruesos muros de piedra. Los guardias ta­
libán, respaldados por unos cuantos policías del servicio se­
creto paquistaní, se paseaban a la entrada de un largo bloque
de celdas oscuras, endebles construcciones de madera, con
techos bajos y suelos rudimentarios. Nos agachamos para en­
trar en una celda de uno ochenta por tres metros aproxima­
damente donde se agolpaban en sucias colchonetas diecio­
cho presos, cuyas pertenencias guardaban en varias bolsas de
plástico que colgaban de unos clavos de la pared. La habita­
ción olía a cerrado pero no a sucio. A través de los cristales ro­
tos de las ventanas llegaba el sonido de las bocinas y los gritos
de los vendedores ambulantes de la calle de la Gallina.
Los prisioneros, que se agolpaban a nuestro alrededor,
eran sorprendentemente jóvenes; pronto me enteré de que
sólo unos cuantos superaban los dieciocho años, y de que al­
gunos no pasaban de catorce. Cuando uno de los delegados
del CICR se sentó en el suelo con las piernas cruzadas para
rellenar una ficha personal con los datos de cada uno comen­
zaron a surgir retazos de sus historias. La mayoría pertenecía
a la etnia tayik, y ninguno admitía ser soldado regular. Todos
afirmaban haber sido vendedores ambulantes, camareros o
mecánicos, que se inscribieron porque, en una economía a
punto de desintegrarse, las milicias del gobierno les ofrecían
seguridad, comida y paga. No debieron de ser muy aguerri­
dos, porque, según ellos, los apostaron a la entrada sureste
de la ciudad para impedir el avance de los talibán y se rindie­
ron —o así decían— sin disparar un tiro.
Mientras el delegado tomaba nota de los detalles de un
prisionero, yo introducía el carné amarillo del precedente
en una funda de plástico y se lo entregaba. Muchos lo recibí­
an con una ligera inclinación o con un gesto muy afgano que

146
Michaki. Icínatieff

consiste en ponerse la mano brevemente en el lugar del cora­


zón, y luego lo guardaban en el bolsillo de su chaleco ma­
rrón. Había algo sacramental en este rito. En cárceles, cam­
pos o agujeros de cualquier tipo esparcidos por el mundo
hay prisioneros como aquellos que han obtenido su tarjeta
amarilla y con ella toda la protección y el interés que los
acuerdos de Ginebra pueden ofrecerles. A fin de cuentas, es
la prueba de que no se les olvida, de que existen unos extran­
jeros que se interesarán por ellos en caso de que desaparecie­
ran, o que pedirían explicaciones si aparecen con hemato­
mas en sus cuerpos en la próxima visita.
Sin embargo, las tarjetas amarillas no parecían bastar, por­
que, una vez quedaron registrados y obtuvieron la suya, los
prisioneros empezaron a avanzar hacia nosotros. Uno de ellos
habló con el delegado durante un buen rato, urgiéndole para
que la Cruz Roja apoyara su causa, porque los talibán, al cap­
turarlos, les prometieron una amnistía.
Mientras recogía los papeles, el delegado afirmaba tajante­
mente que la amnistía no era asunto de su incumbencia. El
CICR no interviene en los “procesos legales”. L.os acuerdos de
Ginebra no consideran la justicia, sino el buen trato. El OCR
estaba allí para garantizar que se les trataba decentemente y
que recibían alimentos, y para ayudarlos a volver a su pueblo
cuando los liberaran. Nos lanzaron turbias miradas, y al salir
por la puerta de la celda oímos a nuestras espaldas un rumor
de chasquidos de lengua.

Durante todo el tiempo que pasé en Kabul me hablaron


de un tal Alberto que, al parecer, debería conocer. Como to­
das las leyendas locales, no tenía apellido; era Alberto a se­
cas. No era exactamente un típico delegado del CICR, mas
para muchos reporteros simbolizaba lo más admirable de la
organización. Resultó ser Alberto Cairo, un italiano alto, fla­
co y apasionado, en la mitad de la cuarentena, con sus gafas
redondas de montura metálica, pelo canoso y aire de agitada
distracción. Llevaba siete años en Kabul, más que cualquier
otro delegado y casi más que cualquier otro extranjero en la
ciudad. Ya estaba cuando caían los cohetes sobre el hospital
de Kar Teh Seh, cuyos pasillos no daban abasto para los heri-

147
El. HONOR DFJ. CllF.RRF.RO

dos y los muertos; cuando el asilo de ciegos se vio gravemen­


te afectado por una explosión; cuando los mujaheddíes ata­
caron el manicomio de Marastoon; cuando estalló el cólera;
cuando mataron a una enfermera de la Cruz Roja al suroeste
de la ciudad; y cuando dispararon contra las ambulancias.
Había venido como fisioterapeuta y ahora dirigía el centro
ortopédico del hospital de Wazir Akbar Khan, que era el
programa de aparatos ortopédicos más ambicioso del CICR,
un taller muy avanzado, en el que trabajaban los propios he­
ridos afganos. Cuando me llevó a visitarlo le vi besar a un mu­
tilado que ajustaba los nuevos miembros en el torno, despei­
nar a otro que aplicaba un emplaste a los muñones de un
mutilado reciente y dar un puñetazo fingido en el brazo de
un tercero, que fundía los nuevos moldes en un horno. Me
contaba que el material de los talones de los miembros artifi­
ciales eran trozos de los antiguos neumáticos soviéticos. “Son
de una calidad excelente”, añadía.
La mayoría de los pacientes de Alberto eran jóvenes afga­
nos que habían entrado en las milicias antes de pisar una es­
cuela, porque sólo los señores de la guerra pagaban un sala­
rio. Ahora recorrían de arriba abajo los senderos del jardín
pisando la grava con sus extraños miembros nuevos. Pero
junto a ellos había otros desastres de la guerra, si cabe más es­
pantosos. En un cuarto yacía en una camita un pequeño far­
do de trapos azul grisáceos. Alberto levantó la ropa y descu­
brió el rostro demacrado de una niña de unos siete años que
temblaba en sueños. “Polio”, me dijo. Faltaban programas de
inmunización y, con la guerra, la poliomielitis había vuelto a
Afganistán.
Alberto quería presentarme a su administrador jefe, Mo-
heb Ali, un parapléjico de veintiséis años, sentado en una si­
lla de ruedas, con un pijama azul claro. Dos años antes, un
centro ortopédico del CICR se vio cogido entre el luego de
las armas gubernamentales en la Colina de la Televisión y el
de las milicias islámicas que disparaban desde su escondrijo
en unas calles adyacentes. El personal extranjero se marchó,
pero Moheb se ofreció voluntario para quedarse en el centro
con una radio y unos cuantos guardias, a fin de proteger en
la medida de lo posible la maquinaria con que se construían

1 4 8
Mk .hakl Ignatiot

los miembros artificiales en caso de un ataque al recinto. La


lucha duró doce días. Alberto estaba con la delegación en el
centro de la ciudad y sólo podía comunicarse con Moheb por
radio, pero el tiroteo era a veces tan fuerte que ni siquiera se
oían. De pronto, una noche, las fuerzas gubernamentales en­
traron en el recinto y secuestraron a Moheb y a sus guardias
creyendo que pertenecían a las milicias enemigas. “Estaba
rezando mis oraciones”, recordaba Moheb sin inmutarse.
Alberto, desesperado, convenció a un ministro del gobier­
no para que las tropas dejaran en paz a Moheb. A la noche si­
guiente, la milicia tomó el centro ortopédico. Indefenso en su
silla de ruedas, dentro del búnker, Moheb los oyó acercarse a
la veija del recinto. “Comencé a rezar otra vez y me puse a leer
el Corán”, decía. Menos mal que aquella vez la artillería gu­
bernamental expulsó a los milicianos del edificio.
Dos semanas después, Alberto consiguió que las dos fac­
ciones permitieran a un convoy del CICR evacuar a Moheb y
sus guardias, a los que ya comenzaba a faltar la comida y has­
ta las pilas para la radio. Moheb estaba listo, porque él y sus
guardias había preparado en medio de los ataques con cohe­
tes casi toda la maquinaria para la evacuación. En una pala­
bra, había salvado el centro sin la ayuda de nadie.
Para mí, que dos bandos enloquecidos por las armas y la
ideología no sintieran ningún escrúpulo en destruirse mutua­
mente por la posesión de un centro ortopédico de la Cruz
Roja era una metáfora del caso afgano. Para Alberto, la histo­
ria explicaba por qué no se iba de Kabul. (Atando Moheb aca­
bó de contar su historia, Alberto me miró con un expresivo en­
cogimiento de hombros a la italiana y dijo: “¿Cómo me voy?”.
Moheb tardó aún un minuto o dos en confesarnos el significa­
do que la historia encerraba para él. Volvió a su ordenador, a
sus órdenes de compra y luego dijo tan bajo que tuve que pe­
dirle que lo repitiera: “1.a Cruz Roja me ha hecho valiente”.

IV

He comentado en el cuartel general del CICR en Ginebra


con Gilbert Holleufer, un asesor de comunicaciones que pre-
El. HONOR DFJ. GUERRERO

para el mensaje de la organización para el siglo que viene, la


perplejidad que me produce la organización —el respeto
que me merecen sus delegados, junto a la sensación de que
lo que hacen no sirve para nada.
A una persona como yo, que crecí con la política antibeli­
cista de los sesenta, el mensaje de la organización le resulta
paradójico, cuando no sospechoso. Holleufer, un suizo-ale­
mán, serio y un poco sombrío, de grandes ojos tristes, com­
prendía las contradicciones: “La guerra en nuestra época se
considera inhumana, por eso resulta indefendible", me de­
cía. “Las ideologías que dominan ahora son el ecologismo,
los derechos humanos y la ética humanitaria. Cada vez hay
un mayor rechazo de la guerra en la cultura m oderna”. Los
derechos humanos son, naturalmente, un concepto muy nue­
vo. De hecho, las leyes de la guerra existen desde hace mile­
nios: el concepto de la compasión que el guerrero debería
mostrar hacia sus víctimas es mucho más antiguo que el prin­
cipio de los derechos y la igualdad de los seres humanos. El
genio original de Dunant estuvo en aceptar la guerra como
un ritual básico de la sociedad humana que puede domesti­
carse, pero nunca ser erradicado. Yese ritual, según los argu­
mentos de Holleufer, es incompatible con los principios pa­
cifistas de nuestra época, con nuestra cultura de los derechos
humanos. Holleufer añadía que en el propio CICR hay mu­
chos delegados que digieren mal el hecho de que el CICR
acepte la guerra. “Hay mucha gente en la Cruz Roja que pre­
feriría que lucháramos por la paz”, me decía; “según ellos, el
CICR tendría que tomar partido por la justicia, la libertad o
la seguridad”. Pero, según Holleufer, puede que el CICR se
base en otros valores: en la idea de que la dignidad debería
prevalecer entre los guerreros, aunque sea en medio de la
muerte, el ruido y las atrocidades.
Holleufer me enseñó un vídeo que esperaba distribuir a
las cadenas de televisión de la antigua Yugoslavia; consistía
en una sucesión de dibujos en blanco y negro de combatien­
tes que patrullaban calles en ruinas y una voz de fondo que
decía: “Un guerrero no mata prisioneros. Un guerrero no
mata niños. Un guerrero no viola mujeres”. Lo más impre­
sionante de la voz era precisamente lo que no decía, la ausen-

150
MlUlAKI IONATIEKK

cia de alusiones a la compasión o la decencia, el que en vez


de dirigirse a ellos como seres humanos los hablaba como a
guerreros.
¿Quién de nosotros estaría dispuesto a confiar en la moral
de un soldado? ¿No era el teniente Calley oficial de un ejérci­
to con una larga tradición de honorabilidad? No le impidió
llevar a cabo la matanza de My Lai. A pesar de todo, después
de pasar algún tiempo en el CICR he revisado mi cultura an­
tibelicista. I^a Cruz Roja sabe que el honor del guerrero es un
terreno delicado, pero puede que no haya otra cosa que se­
pare la guerra de la barbarie, y está además la posibilidad de
enseñar a luchar con honor a los hombres. Los ejércitos los
enseñan a matar, pero también a contenerse y disciplinarse
con el objetivo de canalizar la agresividad a través de rituales.
Sólo las normas morales redimen la guerra y, como dice Ho-
lleufer: “La Cruz Roja es la guardiana de las normas”.
Reconoce, sin embargo, que el problema es que los gue­
rreros respetan cada vez menos esas normas. La tecnología
m oderna ha ampliado la distancia, moral y geográfica que
separa al guerrero de su presa. ¿Qué sentido del honor pue­
de vincular al técnico que lanza un misil con los civiles que se
hallan en Bagdad, a miles de kilómetros de él? En el polo
opuesto, el mercado mundial de las armas pequeñas ha roto
el monopolio estatal de los instrumentos de muerte. Los Es­
tados en desintegración están abarrotados de chatarra béli­
ca, antiguos kalashnikovs en su mayor parte, que puede ad­
quirirse en el mercado al precio de una barra de pan. Con
un armamento tan barato no hay autoridad capaz de conte­
ner la violencia. La historia de la guerra se ha caracterizado
por un monopolio de la violencia por parte del Estado, que
la ha arrebatado de la sociedad para depositarla en las manos
especializadas de una casta de guerreros. Por eso, cuando el
Estado pierde el control de la guerra, como ha ocurrido en
tantas zonas del mundo donde continuamente estallan in-
surgencias y rebeliones —cuando la guerra se convierte en
un coto vedado de ejércitos privados, gánsteres y paramilita­
res—, la distinción entre enfrentamiento bélico y barbarie
carece de senüdo.
E l HONOR OKI. GUERRERO

La batalla de Solferino duró un día, desde el amanecer


hasta la puesta del sol. La guerra civil de Angola duró treinta
años; la de Afganistán comenzó en 1979; las carnicerías de
Ruanda y Burundi se producen de forma recurrente desde
la independencia en los años sesenta. En otras épocas, la gue­
rra respetaba sus limitaciones ecológicas, los conflictos se
apagaban a medida que iban quedándose sin soldados, ali­
mentos o suministros, pero la guerra actual está en condicio­
nes de rebasar con mucho las posibilidades ecológicas de un
determinado lugar.
La intervención humanitaria extranjera puede contribuir,
no a contener la guerra, sino a prolongarla. Los delegados
del CICR se dedican a luchar para que las poblaciones sobre­
vivan a su insoportable situación, pero en la mente de todos
acecha la duda de que curar a los heridos, dar techo a los des­
poseídos y conf ortar a las viudas y los huérfanos sea una for­
ma de prolongar el conflicto, de ayudar a una determinada
sociedad a autodestruirse. 1.a intervención extranjera fomen­
ta además una especie de coartada moral entre los comba­
tientes, porque la demanda de ese tipo de intervención para
parar el conflicto se ha puesto de moda en todas las guerras
de la posmodernidad, así que, cuando fracasa —y fracasa in­
variablemente— los combatientes se acogen a la coartada
para continuar el conflicto. Se produce entonces una especie
de síndrome de dependencia —evidente en los Balcanes— y
del fracaso de los intervencionistas se saca una excusa para
proseguir la guerra. Al mismo tiempo, los que practican el
humanitarismo intervencionista se hacen dependientes de
las mismas hostilidades que pretenden contener o parar, por­
que la guerra harapienta o endémica de finales del siglo xx
ha provocado un rápido aumento del personal y los presu­
puestos del CICR. Con franqueza, la guerra, a pesar de los
problemas, ha sido buena para los negocios, y ahora no pare­
ce fácil romper el círculo vicioso de una intervención que
prolonga la agonía con la que pretendía acabar.
Pero no es todo, porque la desolación que reina en los lu­
gares como Afganistán plantea la duda de si la intervención
humanitaria no será la coartada que justifica el gran fracaso
de las grandes potencias por no haber sabido parar la guerra

152
Michael Ignatieff

a su debido tiempo. Mientras la Cruz Roja se encuentre allí,


el mundo pensará que “estamos” fabricando miembros para
los niños mutilados. Los propios delegados de la organiza­
ción asumen con amargura que sus desvelos acaban propor­
cionando una coartada moral para que las potencias extran­
jeras se desentiendan en bloque.
Porque el gran problema, no sólo en Afganistán sino en
casi todas las zonas calientes del mundo posterior a la Guerra
Fría, es la desintegración de los Estados, y para eso la acción
humanitaria no conoce remedios. Se ha roto el monopolio
del Estado, han saqueado sus arsenales, y las armas, tan bara­
tas y tan fáciles de utilizar que los niños aprenden a matar en
un cuarto de hora, se han esparcido como un virus por el teji­
do social de las sociedades pobres.
Cualquiera que haya pasado algún tiempo en Ruanda, en
el Zaire, en Afganistán o en la antigua Yugoslavia habrá com­
probado que antes que el desarrollo, la ayuda de urgencia o
los pacificadores, antes que ninguna otra cosa, esas socieda­
des necesitaban Estados, y Estados con ejércitos profesiona­
les al mando de oficiales preparados. Hay que desarmar a las
milicias, hay que confiscar las armas y dominar la violencia
que, impregnando hasta la última fibra de la sociedad, ha lle­
gado a los niños, a sus miembros más vulnerables. En el mar­
co de la tradición antibelicista occidental, acostumbramos a
pensar en el Estado como agente de la violencia e instigador
de la guerra, olvidando que ha cumplido otros muchos co­
metidos históricos vitales para nuestro desarrollo, como, por
ejemplo, confiscar las armas a los guerreros y a los séquitos
de los señores medievales y otorgar a una única autoridad el
monopolio del uso legítimo de la fuerza. Por paradójico que
parezca, la policía y los ejércitos del Estado-nación son las
únicas instituciones eficaces que hemos sido capaces de cre­
ar para controlar y canalizar a gran escala la violencia huma­
na. La cuestión que se nos plantea entonces es la siguiente:
¿cómo podemos ayudar nosotros, los afortunados que vivi­
mos en zonas de relativa seguridad, a los que viven en peligro
para que recuperen unos Estados viables? ¿Cómo intervenir
sin empeorar las cosas porque se introduzcan armas nuevas o
más sutiles o porque la ayuda a la población acabe prolon-

153
El h o n o r d f j. g u e r r e r o

gando el conflicto? Puede que lo mejor, por muy cruel que


suene, sea no hacer nada; dejar que venza alguien y entonces
echarle una mano para que establezca y mantenga el impres­
cindible monopolio de la violencia para imponer el orden.
En otros casos, cuando los adversarios estén tan igualados
que resulte imposible un resultado decisivo, tendríamos que
intervenir a favor del bando que parezca tener más razón y
ayudarle a consolidar el poder. Naturalmente, significaría
aceptar que la guerra podría ser la inevitable solución para
los conflictos étnicos, o lo que es igual, suscribir un pacto con
el diablo de la guerra, utilizar su fuego para abrir un sendero
hacia la paz.
Aunque la mayoría de los delegados de la Cruz Roja lo
niegan, también ellos han firmado un pacto con el demonio
de la guerra. En definitiva, su historia, desde los tiempos de
Dunant, nos enseña que la guerra sobrevive a todos los es­
fuerzos por impedir sus actos de barbarie, que carece de sen­
tido soñar con un mundo libre de violencia en el que no ne­
cesitáramos el arte de los guerreros, y que la razón moral
descansa en un pensamiento sutil, incluso sofístico: aceptar
la inevitabilidad de la guerra, incluso su conveniencia cuan­
do haga falta, tratando de conducirla, en la medida de lo po­
sible, según ciertas normas honorables. La lucha por conse­
guir que los guerreros obedezcan los códigos del honor no
es una tarea absurda o inútil; todo lo contrario, aunque se
transgredan más que se respeten aún merece la pena tener
reglas. Hay guerreros humanos e inhumanos, guerras justas
e injustas, formas de matar necesarias y formas que nos des­
honran a todos. La Cruz Roja se ha erigido en guardiana de
esas distinciones, y sus cooperantes son centinelas que ayu­
dan a distinguir lo humano de lo inhumano.

Nunca habíamos tenido tanta necesidad de centinelas ni


ellos habían arriesgado tanto en su labor. El 17 de diciembre
de 1996, seis miembros de la Cruz Roja dormían en sus ca­
mas del hospital del CICR en Novye Atagi, cerca de Grozny,
en Chechenia. El hospital, donde se atendía a todas las fac­
ciones implicadas en el conflicto, estaba reconocido tanto
por las autoridades chechenas como por las rusas. El recinto

154
Micuiakl Ionatieff

se encontraba guardado por personal checheno de la organi­


zación, que no portaba armas. Hacia las 4 de la mañana, un
número indeterminado de hombres enmascarados, con pis­
tolas dotadas de silenciadores, escaló los muros del recinto.
Dejaron sin senüdo a un guardia, destrozaron a tiros el siste­
ma informático y se abrieron paso hasta el bloque donde dor­
mía el personal de la Cruz Roja. En el camino les increpó una
enfermera chechena, pero tuvo que hacerse a un lado ante
sus amenazas. Dispararon contra los seis durmientes —de Ca­
nadá, Noruega, Holanda, Nueva Zelanda y España— a una
distancia tan corta que les produjeron quemaduras. Uno de
los delegados se levantó, se encontró con su atacante, fue he­
rido en el hombro y escapó a una ejecución segura haciéndo­
se el muerto. Los miembros del escuadrón paramilitar salie­
ron corriendo cuando uno de los guardias chechenos—que
estaba armado, a pesar de las órdenes— disparó al aire. Escala­
ron de nuevo el muro y desaparecieron. Ningún grupo o fac­
ción ruso o checheno reconoció haber participado en aquel
crimen que representó la peor matanza de la historia del per­
sonal de la Cruz Roja. Después de convocar rápidamente a los
jefes de las delegaciones para analizar la cuestión de la seguri­
dad, el CICR reconoció que las nuevas formas casi criminales
de guerra exponen a sus delegados a un peligro desconocido
hasta ahora; sin embargo, no aceptó la necesidad de situar
guardias armados en los hospitales o de proveer de escoltas a
sus convoyes. Sencillamente, reafirmó su fe en la legitimidad
del emblema de la Cruz Roja.
Cuando depositaron en el asfalto del aeropuerto de Gine­
bra los ataúdes que contenían los cuerpos de los seis miem­
bros —Nancy Malloy, Sheryl Thayer, Hans Elkerbout, Inge-
borg Foss, Gunnhild Myklebust y Fernanda Calado—, Tobías
Bredland, un médico noruego de la organización que había
sobrevivido al ataque esperaba en posición de firme, con una
insignia de la Cruz Roja en la solapa de su abrigo de invierno.
En el patio del cuartel general ondeaba a media asta la ban­
dera, mientras que en la sala donde habría debido celebrarse
una fiesta navideña, el personal y los delegados se hallaban
reunidos para escuchar a Cornelio Sommaruga. Había recibi­
do un mensaje de un delegado de campo, que leyó en voz alta:

155
El h o n o r del gu errero

Luchamos porque creemos que el ser humano conserva un


mínimo de su condición aun en las guerras más depravadas.
Hechos como los que hemos vivido podrían hacernos dudar,
pero si nos dejamos convencer de lo contrario tendremos que
admitir que el hombre no se distingue en nada de las bestias, y
no estamos dispuestos a admitirlo.

Sommaruga pronunció la última frase con un énfasis es­


pecial. Durante unos minutos no se oyó una palabra en la
sala. Luego, los hombres y las mujeres de la Cruz Roja salie­
ron sin romper el silencio a la fría noche de invierno.

156
U n a p e s a d il l a
DE LA Q U E INTENTAM OS DESPERTAR

Está empezando el nuevo siglo. Un maestro joven y desen­


cantado se empeña en meter en la cabeza la lección de histo­
ria a los alumnos adolescentes de una escuela de Dublín, tan
aburridos como él mismo. Mientras los oye musitar todo tipo
de respuestas erróneas —les ha preguntado el nombre de la
batalla que proporcionó a Pirro su pírrica victoria— especu­
la mentalmente. ¿Por qué les atosiga tanto la historia? ¿No es
más que una colección de locuras y banalidades? ¿Lo saben
inconscientemente esos alumnos que bostezan ahora en sus
pupitres? ¿Adivinan que es una lección de resignación y fata­
lismo? Y piensa que quizá por eso guarden silencio mientras
esperan el sonido de la campanilla que los devuelva al patio
ruidoso y a las posibilidades, aún abiertas, de la juventud.
Cuando los chicos salen corriendo hacia el patío, el joven
maestro se dirige al estudio de su director para recoger el
sueldo semanal. La Irlanda de finales de siglo aún pertenecía
al imperio británico, de modo que el estudio del señor Deasy
está decorado con la iconografía del imperio y de la Unión,
un cuadro de Alberto Eduardo, príncipe de Gales, y unos gra­
bados deportivos de ciertos caballos ingleses muy célebres.
Al señor Deasy, que también se identifica con la iconografía
de la potencia imperial protestante, le gusta atormentar al jo ­
ven y llamarle feniano, mientras éste se muerde la lengua re­
cordando el salvajismo que había caracterizado la conquista
protestante, los muertos católicos que dejó el sangriento

157
El h o n o r del gu errero

paso de Cromwell por la isla. Es la historia en su aspecto más


angustioso, el del mito empapado en sangre que destruye to­
das las salidas posibles. “El Ulster luchará y el Ulster justicia
obtendrá”. El señor Deasy salmodia los lemas más recalci­
trantes de la resistencia al autogobierno y la independencia
de la nación irlandesa, pero otros mitos más oscuros aprisio­
nan a los hombres como él. Blande el dedo señalando al jo ­
ven maestro: “Acuérdese de lo que le digo [...] Inglaterra
está en manos de losjudíos. En las cosas más importantes: las
finanzas, la prensa [...] La antigua Inglaterra se m uere”. Des­
pués de dejar caer las monedas de la paga en manos del jo ­
ven, el señor Deasy se permite una bromita. Le pregunta si
sabe por qué Irlanda es el único país que, según dicen, tiene
el honor de no haber perseguido nunca a losjudíos. “No, se­
ñor, ¿por qué?”. “Porque nunca los dejó entrar”.
Losjudíos pecaron contra la luz. como le alecciona el se­
ñor Deasy, y la historia —que se desarrolla para manifestar la
gloria de Dios— se ha encargado de demostrarlo.
A esto, Stephen Dedalus —el protagonista de Joyce en las
primeras páginas del Ulises— responde con una frase famo­
sa: “La historia es una pesadilla de la que trato de despertar”.
La historia no era sólo el filisteísmo antisemita o la mez­
quina arrogancia imperial de la ascendencia protestante ir­
landesa que depositaban sus sucios sedimentos en el cerebro
de un maestro de escuela de finales de siglo; también existía
una versión “feniana” para escapar de la realidad. En el Retra­
to del artista adolescente, Davin, el nacionalista, le dice a Deda­
lus: “Intenta ser uno de nosotros; tú eres un irlandés de cora­
zón", cuando aquél anuncia: “Esta raza, este país y esta vida
me hicieron, y me expresaré como soy”. A la protesta de Da­
vin: “El país es lo primero para el hombre. Irlanda es lo pri­
mero, Stevie. Luego puedes ser un poeta o un místico”. De­
dalus replica con una ira fría: “Irlanda es una cerda vieja que
se come a sus crías”.
La obra de Joyce es una larga diatriba contra las versiones
de la historia como herencia, como pertenencia y raíz, como
consuelo, refugio y hogar, en la que se plantea todo lo con­
trario: sólo somos nosotros mismos cuando huimos de nuesr
tro país y luchamos por despertar de los sueños de los ances-

158
Miciiaki. Ionatie»

tros. ParaJoyce el artista, despertar significa encontrar un len­


guaje personal que oponer a la compulsión de la herencia y
la tradición lingüística. Como dice en Retrato de un artista ado­
lescente. “Cuando nace en este país el alma de un hombre, se
le arrojan redes para impedirle volar. Tú me hablas de una
nacionalidad, una lengua, una religión, pero yo intentaré vo­
lar para escapar de esas redes”, y voló a Trieste, a París, a Zú-
rich, a través del Retrato, el Uüses y Finnegans Wake, desde su
tierra al exilio, desde su lengua natal hasta la que se constru­
yó él mismo. Despertar como ardsta fue crear algo que tras­
cendía su pasado personal y nacional. Despertar era llegar a
ser uno mismo, forzar la separación entre lo que la tribu nos
ha dicho que debemos ser y lo que de verdad somos.
Lo más espeluznante de la pesadilla es que no permite es­
tablecer distancias entre el sueño y el soñador. Si la historia
se convierte en una pesadilla se debe a que el pasado se obsti­
na en no serlo. Joyce, como artista y como irlandés, tenía una
conciencia plena de que en Irlanda el tiempo no era lineal,
sino simultáneo. Durante la tremenda pelea que abre el Re­
trato sobre el significado de la desgracia y muerte de Parnell,
el político nacionalista irlandés, cuando Dante grita triun­
fante: “¡Ix* hemos aplastado hasta la muerte!”, el señor Casey
solloza de pesar por su rey muerto y los ojos del padre de
Stephen se llenan de lágrimas, es evidente que la muerte de
Parnell no pertenece al pasado. Pasado, presente y futuro ar­
den juntos, iluminados por la débil llama del tiempo.
Así pues, despertar ele la historia significa recobrar la dis­
tancia que separa al pasado del presente, distinguir la dife­
rencia entre el mito y la realidad. El mito es una versión del
pasado que lo prolonga en el presente, una narración creada
por el deseo, no por la realidad, no por los hechos tal como
podemos establecerlos, sino por nuestra desesperada necesi­
dad de tranquilidad y consuelo. Despertar consiste en renun­
ciar a esos anhelos y recuperar la inteligencia de distinguir lo
que es verdad de lo que nos gustaría que lo fuera.
Por lo común, creemos que nuestra identidad es a medias
creación propia y herencia, que la pertenencia es más electi­
va que tribal, más consciente que inconsciente, más elegida
que determinada. Aunque no decidimos las circunstancias

159
El. HONOR DEL GUERRERO

de nuestro nacimiento podemos escoger aquellos elementos


del destino que queremos convertir en nuestra herencia de­
finitiva. Los artistas como Joyce nos ayudan a pensar en la
identidad como una creación artística y nos hacen creer que
podemos liberarnos de las redes de la nacionalidad, la len­
gua y la religión.
Lo cierto es que la mayoría permanecemos atrapados en
ellas, y que sólo algunos saben ser artistas de su vida; pero eso
no significa que seamos prisioneros, no es imprescindible que
malgastemos la vida en las tinieblas del mito y la ilusión colec­
tiva, aún podemos despertar y hacernos conscientes. Pocos sa­
bemos crear con la plenitud que lo hizo Joyce el terreno ima­
ginario que nos sostiene o el lenguaje que queremos hablar,
pero aunque su libertad ganada a pulso se encuentre por en­
cima de nuestras fuerzas, la metáfora del despertar apunta
una posibilidad válida para todos, porque despertando volve­
mos a nosotros mismos, recobramos la distancia salvadora
entre lo que nos dijeron que éramos y lo que somos, y esa dis­
tancia salvadora pertenece al espacio de la ironía. Despertar
mos, le contamos la pesadilla a otro, e inmediatamente co­
mienza a disminuir su poder, adquiere un carácter ridículo,
o al menos pierde su carga trágica. Puede que aún sintamos
un estremecimiento al contarlo, pero al menos ahora lo com­
partimos, lo iluminamos, y ya es de día.

II

¿Qué significa ajustar las cuentas con el pasado en el caso


de una nación? ¿Tienen las naciones una psique, como los
individuos? ¿Enferma a los pueblos su pasado nacional como
sabemos que enferman a las personas los recuerdos reprimi­
dos? Y, viceversa, ¿pueden reconciliarse con el pasado los
bandos contendientes o la nación entera como hacen los in­
dividuos, sustituyendo mitos por hechos y mentiras por ver­
dades? ¿Pueden “despertar” las naciones de la pesadilla de su
pasado, como creíajoyce que podían hacer los individuos?
En cierta ocasión, durante una de sus Conferenáas de intro-
ducción al psicoanálisis, Freud dejó pasmado al público al afir-

160
M ic h a e i . I on a tif »

mar la existencia de dos tipos distintos de conocimiento. Cre­


emos saber muchas cosas que no sabemos, porque cabe la po­
sibilidad de conocer con la cabeza lo que se ignora con las vis­
ceras, de la misma forma que se puede perdonar con la mente
y no con el corazón. El conocimiento puede ser una proposi­
ción o una disposición. Para convertir lo primero en lo se­
gundo se necesita lo que Freud llamaba “elaboración”, según
un proceso de doble dirección para conocer con la cabeza lo
que ya sabemos con las entrañas, y saber con las entrañas lo
que ya conocemos con la cabeza. Se trata de reunir la psique
y el soma, que han quedado divididos por el trauma. El pro­
ceso es, con toda seguridad, lento y penoso. Cuando elabora­
mos una pérdida o una muerte, por ejemplo, unas veces es el
cuerpo lo que se resiste a la verdad que conoce la mente, y
otras es ésta la que se resiste a creer lo que el cuerpo ya siente.
Pero dominar el trauma no consiste en juntar cuerpo y men­
te en un mero acto de aceptación voluntaria, sino también re­
cobrar la sensación de que el pasado ha quedado atrás tanto
para el uno como para la otra, lo que significa arrancar el pa­
sado del presente, sustituir la simultaneidad psicológica por
una secuencia lineal, ir desalojando poco a poco el lastre del
agravio y el resentimiento que nos mantiene apegados a un
ayer interminable.
¿Podríamos hablar de “elaborar” las atrocidades o las gue­
rras civiles en el caso de las naciones como un individuo que
elabora un recuerdo o un acontecimiento dramático? No re­
sulta fácil responder a la cuestión con las metáforas que tene­
mos a mano. Adjudicamos conciencias, identidades y recuer­
dos a las naciones como si éstas fueran individuos, cuando,
en realidad, es ya suficientemente problemático adjudicar
una identidad única a las personas cuyo interior es un campo
de batalla en el que continuamente se declaran y se rompen
las treguas; pero además la identidad de una nación se en­
cuentra dividida en regiones, etnias, clases y niveles educati­
vos. Y no se trata de que todos y cada uno de esos elementos
tenga que saldar sus cuentas con el trauma, sino que los autén­
ticos ajustes de cuentas son siempre moleculares, es decir, se
producen en la conciencia de los millones de individuos que
componen la nación. Sin embargo, las naciones üenen una

161
E l. HONOR DEL GUERRERO

vida y un discurso públicos, y el ajuste molecular de los indivi­


duos puede verse decisivamente influido por el análisis del
pasado que hacen, precisamente en público, sus dirigentes,
sus escritores o sus periodistas.
En el caso de las naciones, eso que hemos llamado “elabo­
ración” plantea enigmas muy difíciles, que, sin embargo, son
urgentes y tienen un carácter práctico. En 1993, después de
setenta y cinco años de guerra civil, partición, terrorismo y
violencia entre sus comunidades, los pueblos del norte y el
sur de Irlanda se embarcaron de nuevo en un intento por
despertar de su pesadilla joyceana, para iniciar un proceso
de reconciliación. Un comité investigador ha recorrido la
Suráfrica de Nelson Mándela con el objetivo de preparar un
foro en el que víctimas y verdugos se pusieran de acuerdo
para acabar con el apartheid. Se ofrecía a los verdugos la posi­
bilidad de elegir la verdad —confesar lo que sabían y lo que
habían hecho— a cambio de la amnistía y el perdón sin jui­
cio. El Tribunal de La Haya persigue los crímenes cometidos
en los Balcanes al tiempo que los hace públicos para brindar
asesoramiento en caso de reconciliación. En la ciudad africa­
na de Arusha un tribunal semejante recoge pruebas del ge­
nocidio de Ruanda en la creencia de que verdad, justicia y re­
conciliación están indisolublemente unidas. 1.a retórica de
todos esos ejemplos —Irlanda, Suráfrica, Yugoslavia, Ruan­
da— resulta muy loable, pero la lógica no está tan clara, y no
porque la justicia sea en sí misma un objetivo problemático,
sino porque nada asegura que facilite la reconciliación. La
verdad es buena, aunque, como recuerda un proverbio africa­
no, no siempre sea bueno decirla.
El propio arzobispo Tutu ha declarado que el comité in­
vestigador tiene como objetivo “fomentar la reconciliación y
la unidad nacional” y “sanar a un pueblo traumatizado y divi­
dido en dos polos irreconciliables”. Nadie duda de la bon­
dad de los objetivos, lo que ya no se ve tan claro es su con­
gruencia cuando se analizan los principios implícitos en las
palabras del arzobispo: la nación no tiene varias psiques, sino
una sola; la verdad no es discutible y, una vez conocida por
todos, tiene la capacidad de sanar y reconciliar a las partes.
Más que principios epistemológicos parecen artículos de fe

1(>2
M io ia f .i . I g n a t ik ff

sobre la naturaleza humana: la verdad es una y conocerla nos


hace libres.
Los demás aplaudimos, y nunca nos atrevemos a pregun­
tar cuál es la dosis de verdad que pueden soportar nuestras
sociedades. Las naciones se crean forjando mitos de unidad
e identidad que les permitan olvidar al mismo tiempo sus crí­
menes fundacionales, sus agravios, sus divisiones ocultas y sus
heridas abiertas; es decir, todas dependen del olvido. Puede
que tanto las naciones como las personas seamos capaces de
aguantar tanta verdad, pero, ¿qué pasa si una sobredosis pro­
duce nuevas divisiones?, ¿dónde está la medida?
La fe en las virtudes curativas de la verdad ha inspirado la
creación de comités de naturaleza semejante en Chile, Bra­
sil y Argentina para indagar lo ocurrido a miles de inocentes
durante los gobiernos de las juntas militares de los años se­
senta y setenta. Todos los comités creían que la verdad produ­
ciría un nuevo bienestar a esos pueblos enfermos de mentiras
y terror, pero hubo resultados bastante ambiguos. Pílalos
preguntaba qué es la verdad, mientras se lavaba las manos.
Pues bien, existen, como mínimo, dos verdades, una factual
y otra moral, la verdad de las narraciones que cuentan lo que
ocurrió y la de las narraciones que intentan explicar por qué
y a causa de quién. El comité de Suráfrica cosechó más éxito
con el prim er upo de verdad que con el segundo. La aclara­
ción sobre las desapariciones, tortura y muerte de miles de
personas proporcionaron a sus amigos y parientes el con­
suelo de conocer el destino de sus desaparecidos. A fin de
cuentas, dice mucho del aprecio de los seres humanos por la
verdad el que aquellos parientes prefirieran la crudeza de
los hechos al falso alivio de la ignorancia, y no dice menos
de su magnanimidad que muchos eligieran la verdad antes
que la venganza o la justicia. La mayoría se conformó con sa­
ber, ni siquiera necesitaron castigar a los agresores para vol­
ver la página.
Pero sobre los comités de investigación recayó también la
producción de una verdad pública y la reelaboración de un
discurso público. Se les había encargado una narración mo­
ral, una explicación de la génesis de los regímenes perversos,
a fin de poder repartir la responsabilidad moral de los he-

163
E l. HONOR DEL GUERRERO

chos cometidos por aquellos gobiernos, aunque en ese pun­


to tuvieron menos éxito.
Se preparó a los centros de poder del ejército y a las fuer­
zas de seguridad y de la policía para que dejaran aflorar la
verdad de las desapariciones concretas, o lo que es igual, la
verdad factual con la que podían convivir, porque la verdad
moral ni siquiera llegó a plantearse. Lucharon tenazmente
para que no se juzgara a los miembros de las fuerzas de segu­
ridad, para que no respondieran de sus crímenes, porque
aceptar la responsabilidad ética habría debilitado su poder
institucional. Fue tal la resistencia de los militares chilenos y
argentinos que los gobiernos electos que habían creado
aquellos comités tuvieron que elegir entre la justicia y su pro­
pia supervivencia, entre enjuiciar a los criminales arriesgán­
dose a un golpe de Estado y dejarlos en paz para permitir
que la democracia echara raíces.
Los resultados de los comités de investigación en Latinoa­
mérica han defraudado a todos los que creían que compartir
la verdad era una condición indispensable para conseguir la
reconciliación social. El aparato militar y policial ha sobrevivi­
do a la indagación de los comités con la legitimidad minada,
pero ha conservado intacto el poder. En todas esas sociedades
los comités han servido para crear la ilusión de superar el pa­
sado, cuando en realidad no han conseguido más que la falsa
reconciliación con el pasado que se pretendía evitar al crear­
los. Después de la guerra, el escritor y filósofo alemán Theo-
dor Adorno detectó una reconciliación no menos falsa en su
Alemania natal:

“Saldar las cuentas con el pasado” no significa elaborarlo se­


riamente ni romper su hechizo con un acto de lucidez, antes al
contrario, significa volver la página y, si es posible, pasar un bo­
rrador por la memoria. Es lípico de esos casos que el bando que
ha perpetrado los desmanes defienda que lo mejor para los
agraviados es olvidar y perdonarlo todo.

El peligro de una falsa reconciliación no puede descartar­


se nunca, pero es muy posible que el desencanto producido
por los comités de Latinoamérica haya llegado demasiado le-
M ichafj . I cnatieit

jos. No es tarea de los comités transformar el aparato militar


y policial, como no lo fue del obispo Tutu —ni siquiera esta­
ba en su mano— en Suráfrica. La verdad es sólo la verdad, no
una reforma social o institucional.
Ni tampoco podemos esperar que acepten la verdad que
descubren los comités oficiales quienes salen peijudicados
por ella. La policía y los militares üenen su propia verdad,
que para ellos no es una sarta de mentiras. No parece sensato
esperar que los que creyeron actuar contra una rebelión o
una amenaza terrorista abandonen la idea por el simple he­
cho de que un comité exponga la carencia de fundamentos
de la supuesta amenaza. La gente, especialmente la que lleva
uniforme, no se desprende sin más de las premisas que fun­
damentan su vida, y el arrepentimiento, si alguna vez se pro­
duce, es siempre un acto individual. Un comité de investiga­
ción sólo puede aspirar a reducir el número de mentiras que
circulan sin que nadie las desmienta; por ejemplo, ya nadie
puede negar en Argentina que los militares arrojaran al mar
víctimas moribundas desde los helicópteros, ni se puede sos­
tener públicamente en Chile que el régimen de Pinochet no
acabara con miles de personas enteramente inocentes. Lo
que pueden hacer, y hacen, los comités es cambiar el marco
público del discurso y de la memoria, pero nadie les puede
acusar de fracaso porque no hayan cambiado las conductas y
las insütuciones. No era su función.
El comité airea unos hechos que la sociedad se encargará
de discudr para llegar a una conclusión, pero lo que no puede
hacer nunca es alcanzar la conclusión por sí solo. Ahora bien,
los que critican los comités presentan una tendencia a hablar
del pasado como si se tratara de un texto sagrado —como la
Constitución norteamericana o la Carta de los Derechos Hu­
manos— que unos ladrones robaron y deterioraron en su día
y que ahora debemos restaurar para reponerlo en el centro de
una gran rotonda pública, dentro de una vitrina bien ilumina­
da. Pero el pasado carece de la identidad estable y fija que tie­
nen los documentos. El pasado es siempre una discusión, y la
función de los comités, como la de los historiadores honra­
dos, consiste en purificarla para disminuir el porcentaje de
mentiras permisibles.

165
E l. H O N O R l)KI. OHF.RRKRO

Los comités cuentan con muchas posibilidades de éxito


en aquellas sociedades que, como Suráfrica, han rematado la
reconciliación con un sólido consenso político, pero debe­
mos entender que ese tipo de consenso tiene menos en co­
mún con un acuerdo moral para purgar las toxinas del pasa­
do que con un prudente cálculo político, compartido por
muchos, de que los deseos de venganza judicial conllevan el
peligro de volver a desgarrar la sociedad e incluso de desatar
una guerra racial o civil. En un contexto en el que la verdad
parece un objetivo menos desgarrador que la justicia, el co­
mité de Tutu tuvo la oportunidad de reforzar el consenso po­
lítico, a pesar de haber desentrañado una verdad especial­
mente dolorosa.
En cambio, en países como Yugoslavia, donde los bandos
se han asesinado y torturado mutuamente durante años y
años, donde los crímenes de los hijos y las hijas procedían a
menudo de los crímenes de los padres y los abuelos, las pers­
pectivas de verdad, reconciliación yjusticia resultan bastante
menos prometedoras. Aun así, son muy instructivos porque
enseñan mucho sobre los aspectos más problemáticos de las
relaciones entre la verdad y la reconciliación.
La idea de que la reconciliación depende de la posibili­
dad íle compartir la verdad de los hechos no tiene en cuenta
que la verdad se relaciona con la identidad. Aquello que nos
parece verdadero depende, en gran medida, de lo que cree­
mos ser; y lo que creemos ser se define en gran parte por lo
que no somos. Ser serbio significa ante todo no ser croata o
musulmán. Si serbios son los que creen que los croatas mani­
fiestan una tendencia histórica hacia el fascismo, y croatas los
convencidos de la inclinación de los serbios a la práctica del
genocidio, ninguno de los dos grupos querrá deshacerse íle
unos mitos que les proporcionan elementos ton útiles para
definirse. La guerra ha creado comunidades consolidadas
por el miedo que no conciben la posibilidad de compartir
verdades —ni responsabilidades— con su enemigo hasta
que lo pierdan, hasta que el miedo hacia el otro deje de cons­
tituir una parte de lo que creen ser.
Claro que la ¡denudad no se compone sólo de imágenes
negativas del otro. Hubo serbios y croatas que se opusieron a
MlClIAEL ICNATIEFF

los estereotipos negativos y a la locura nacionalista que ha


destruido sus respectivos países, que se esforzaron por man­
tener un espacio moral entre su identidad personal y su iden­
tidad nacional. Pero ni ellos —defensores de los derechos
humanos y activistas contra la guerra— podrían concebir en
este momento una versión compartida en Zagreb, Belgrado
y Sarajevo de la historia del conflicto. No resultaría imposible
un acuerdo sobre la cronología de los acontecimientos, aun­
que hasta eso sería discutible, pero no cabe imaginar que los
tres bandos coincidieran en el grado de responsabilidad de
cada uno. La verdad que interesa a las personas no es la fac­
tual o narrativa, sino la interpretativa o moral. Yeso se discu­
tirá siempre en los Balcanes.
Sería ilusorio suponer que un grupo de extranjeros “obje-
dvos” o “imparciales” tuvieran el acierto de elaborar un rela­
to moral e interpretadvo de la catástrofe aceptable para los
tres bandos. El hecho mismo de ser extranjero desacredita
más que legitima, porque siempre hay una verdad que sólo
se puede conocer desde dentro, y si no una verdad —porque
los hechos son los hechos—, un significado moral de los
acontecimientos que sólo los que están dentro pueden apre­
ciar. Para que resulte creíble, la verdad ha de venir avalada
por quien haya sufrido sus consecuencias, pero la verdad de
la guerra es tan dolorosa que los combatientes no suelen sen­
tarse a una mesa para escribirla juntos.
El problema de la verdad compartida reside también en
que no puede ser una mentira “a medias”, un compromiso
entre dos versiones enfrentadas. Una de dos, o el sitio de Sa­
rajevo fue un intento deliberado de aterrorizar y subvertir un
Estado legal, internacionalmente reconocido, o un acto legí­
timo de los serbios para defender su tierra del ataque musul­
mán. No pudo ser las dos cosas a la vez, pero ninguno de los
bandos creería a unos extranjeros que intentan escribir una
versión que haga “justicia” a las dos verdades.
Y tampoco existe una idea equivalente del sufrimiento
compartido. Sería relativamente fácil para todos aceptar que
el otro también ha sufrido, pero no tanto —por lo general,
imposible— reconocer quién tuvo más culpa, porque si los
agresores cuentan con sus argumentos contra la verdad tam-

167
E l. HONOR DEL GUERRERO

bién lo hacen las víctimas. Los pueblos que se creen víctimas


de una agresión manifiestan una comprensible incapacidad
para aceptar sus propias atrocidades. Los mitos de la inocen­
cia y el victimismo constituyen, como los de la crueldad del
otro bando, un poderoso obstáculo a la hora de afrontar res­
ponsabilidades.
En el verano de 1992, los serbios de la región montañosa
de Foca, en Bosnia, explicaron a los periodistas británicos
que sus milicias étnicas tenían que limpiar la zona musulmana
porque, como todo el mundo sabía, los musulmanes acostum­
braban a crucificar niños serbios para arrojar sus cuerpos al
río que atravesaba sus enclaves. Si los mitos no necesitan con­
firmación alguna para reproducirse continuamente, la más
paciente recolección de pruebas contrarias no bastará nunca
para destruirlos. Durante la Edad Mediase aplicó muchas ve­
ces a los judíos una versión de esas atrocidades míticas; nun­
ca fueron ciertas, ni en el caso de los judíos ni en el de los
musulmanes. Pero eso carece de importancia. Lo decisivo es
que el mito se resiste a los hechos porque, al alimentarse de
un mundo interior —anhelos, deseos, paranoias—, no desa­
parece cuando lo contradicen los hechos externos, sino sólo
cuando la necesidad de abandonarlo sale de dentro.
Cuando hablo de mitos no estoy discutiendo que uno de
los bandos haya sido más víctima que el otro ni tampoco pon­
go en tela de juicio que se hayan cometido atrocidades, por­
que lo mítico es utilizar esas barbaridades para establecer la
identidad básica —la propensión intrínseca al genocidio,
por ejemplo— del pueblo en cuyo nombre se cometieron.
Aunque, en realidad, hay que achacar las aü ocidades a unos
individuos concretos se juzga propensos a todos los miem­
bros del grupo. No podríamos creer en una culpa colectiva si
no partiéramos de la existencia de una psique nacional o
identidad racial. La ficción es aquí análoga a esa creencia ilu­
soria de los nacionalistas en que las distintas identidades in­
dividuales están o podrían estar subsumidas en la identidad
nacional.
La guerra étnica une indisolublemente la identidad indi­
vidual a la colectiva. Los agresores y las víctimas, en cuanto
individuos, sólo podrían asumir la responsabilidad de lo que
Michaf.l Ignatieff

ellos han hecho o padecido, pero la absolución les tiene que


llegar de la identidad colectiva.
La guerra étnica separa a los agresores de la verdad de sus
propios actos, porque cuando la limpieza étnica tiene éxito
elimina a la víctima y regala al vencedor una verdad indiscuti­
ble. A fin de cuentas, no queda nadie que recuerde a los ven­
cedores que aquellas casas tuvieron otros dueños que rezaron
en aquella tierra y enterraron allí sus muertos. La limpieza
étnica erradica la verdad acusadora del pasado, y para cuan­
do éste se reescribe ya no quedan huellas de la presencia de
las víctimas. La victoria encierra al vencedor en un olvido
que le libra de la vergüenza y el remordimiento, sentimien­
tos imprescindibles para encontrarse con la verdad.
Las víctimas de la guerra étnica, por su parte, han perdido
la posición que les permitiría contar su versión de la verdad, y
como todo ha desaparecido ya no pueden señalar sus antiguas
casas, templos o tumbas. Una vez en el exilio, la condición de
víctima comienza a perderse y se hace menos real. Las vícti­
mas continúan reivindicando una verdad que cada vez cono­
ce menos gente, y cuando los extranjeros las animan a que
acepten la realidad en el fondo les están pidiendo que asu­
man la inevitabilidad de su derrota. Por eso, las víctimas de la
guerra étnica rechazan a veces esa realidad y prefieren un cam­
po de refugiados a una dispersión individual que implicaría
un enfrentamiento a solas con el mundo. En tal caso, la nega­
tiva a reconocer la derrota los ayuda a conservar la dignidad,
pero también los atrapa en la identidad de la víctima colectiva.
En definitiva, la guerra étnica atrapa siempre a los dos
bandos en la identidad colectiva, a los vencedores en su am­
nesia, a las víctimas en su negación a reconocer la derrota. Y
ambos destinos se convierten en identidades, conforman la
memoria y la personalidad e impiden, a largo plazo, que los
bandos se reconcilien con la verdad.

111

Si las perspectivas de la verdad compartida son malas, y las


de la reconciliación, peores, ¿qué diríamos de las posibilida-

1(39
El. HONOK l)F.I. GUERRERO

des de justicia? La función vital de la jusücia en el diálogo en­


tre la verdad y la reconciliación es separar lo nacional de lo
individual, desmontar la ficción de que las naciones, como
los individuos, pueden responder de los crímenes que se co­
meten en su nombre. El objetivo más importante de un tri­
bunal de guerra es “individualizar” la culpa, traspasarla de la
colectividad a los sujetos responsables. Como dijo Karl Jas-
pers durante los juicios de Núremberg, en 1946: “La ventaja
de estos juicios para nosotros los alemanes es que juzgan los
crímenes cometidos personalmente por nuestros dirigentes,
y no nos condenan a todos”.
Análogamente, los juicios de La Haya tampoco pretenden
sentar en el banquillo a serbios, croatas o musulmanes en tan­
to que pueblos, sino separar a los criminales de su nación y
cargar el peso de la culpa sobre quien corresponda, pero nun­
ca llegan a todos los responsables. Por un lado, el hecho de
que los individuos de poca monta tiendan a pagar los críme­
nes de los peces gordos refuerza la idea de la arbitrariedad
de la justicia. Por otro, esosjuicios no rompen necesariamen­
te el vínculo entre el individuo y la nación, como ha demos­
trado el fracaso de Núremberg, porque el mundo aún ve en
los alemanes —hasta ellos lo aceptan— un culpable colecti­
vo. Marón Walser, el novelista alemán, escribió en cierta oca­
sión que cuando los franceses o los estadounidenses contem­
plan imágenes de Auschwitz no óenen que pensar: “¡Cómo
somos los humanos!”, sino: “¡Cómo son los alemanes! Aun­
que”, conónúa, “deberíamos pensar: ¡Cómo fueron los nazis!
[...] Lo mejor que puede decirse de los juicios es que sirven
hasta cierto punto para aliviar a los pueblos de la ficción de la
culpa colectiva y los ayudan a transformar la culpa en ver­
güenza, como parece haber ocurrido en Alemania. Pero Nú­
remberg no habría sido suficiente. Como señala Ian Buruma
en The Wages of Giiilt, para muchos alemanes no representó
otra cosa que la ópica “jusücia del vencedor”. No fue Núrem­
berg, sino los tribunales de crímenes de guerra estrictamente
alemanes de los años sesenta lo que obligó al pueblo a enfren­
tarse con su parte de culpa en el Holocausto. Los veredictos
del tribunal alemán gozaron de una legiómidad que Núrem­
berg no tuvo jamás.

170
Michaei. Icnatiejt

Ni tampoco se ajustan las cuentas con el pasado digirien­


do sin más los mensajes de losjuicios que celebra el país inte­
resado. Hicieron falta millones de visitas de los niños alema­
nes a los campos de concentración, miles de publicaciones o
la proyección de una serie televisiva como Holocausto para pro­
vocar un ajuste de cuentas entre generaciones, que aún no
ha terminado.
Ahora bien, ese ajuste de cuentas sólo se produce cuando
existe un discurso público que lo fomenta. La Alemania Oc­
cidental realizó el esfuerzo colecdvo de afrontar su pasado
nazi porque, en su condición de país ocupado por las poten­
cias aliadas, no le quedaba otro remedio. Y cada vez que, en
las aulas, en el lenguaje de las conmemoraciones públicas y,
ocasionalmente, en los gestos públicos de reparación y ex­
piación de sus dirigentes, plantaba cara a los hechos, estaba
devolviendo el pasado al pasado.
En la Alemania Oriental, por el contrario, el discurso pú­
blico trasladó a Occidente, al otro lado del “muro antifascis-
ta”, la carga del pasado nazi. La ficción oficial adjudicó al este
el legado de la resistencia andfascista y comunista, y lo absol­
vió de toda responsabilidad por los crímenes de Hider. Sin
duda, esa versión chocaba con los recuerdos que aún alber­
gaba la gente normal de su propia complicidad con Hider,
pero todos la aceptaron porque resultaba muy conveniente,
especialmente para los criminales de guerra que quedaban
entre ellos, a quienes la amnesia organizada les brindó excul­
pación y refugio. Con el tíempo, sin embargo, aquella mendra
pública hizo mucho daño al régimen y acabó por confirmar la
sospecha de que dependía para sobrevivir de su proverbial
mendacidad histórica, y entonces la mendra se convirdó en
uno de sus peores lastres. Cuando la vida pública se funda­
menta en la mentira, la memoria privada se retira a un rincón,
como ocurrió en la Alemania del Este, donde el olvido públi­
co generó un olvido privado, pero, a largo plazo, si el régimen
se empeña en sostener aquí y ahora las mentiras sobre el pasa­
do su legitimidad se pone inevitablemente en entredicho. La
rapidez de la caída de la Alemania Oriental demuestra que el
abismo que separaba la mentira pública de la verdad privada
había creado mucho tiempo antes una crisis de legitimidad,

171
El honor del guerrero

y aquella brecha en el muro acabó por derribar la endeble


estructura. Ahora que ya no existe la Stasi, los alemanes del
Este deberán aceptar la realidad de que tanto ellos como sus
padres convivieron, de 1933 a 1989, no sólo con una dictadu­
ra, sino con dos, la Negra y la Roja.
Puede que la enormidad de esta doble herencia explique
los intentos compulsivos que ha realizado la Alemania Orien­
tal desde 1989 para purgar su pasado: juicios estatales, comi­
tés de investigación, despido de informadores de la policía
secreta y apertura total de los archivos de la policía secreta.
Impresiona la amplitud del proceso, pero las prisas nos pare­
cen sospechosas. Es como si la élite de la Alemania Occiden­
tal, que alienta el proceso, creyera que con una operación
drástica se puede extraer el veneno del pasado de una vez
para siempre. Culpables y cómplices, víctimas incluso, coinci­
den en su prisa por olvidar y perdonar, con tal de seguir ade­
lante. Por otro lado, la invasión del mercado capitalista ha fa­
cilitado el olvido. Después de tanto tiempo esperando el baño
consolador del consumo capitalista, cómo no perdonarles su
fe en que también serviría para purificarlos de aquella histo­
ria. Sin embargo, el pasado es tenaz, por la sencilla razón de
que guarda muchas claves del presente. Cuando un pueblo
se pregunta quién e s—cómo deben de hacerlo los alemanes
del Este— se ve forzado a plantearse cómo y por qué se dejó
someter. Ni siquiera los problemas referentes a la identidad
nacional del presente permiten eludir los dolorosos secretos
del pasado. En ese sentido, mientras las preguntas conserven
su actualidad —y en Alemania siempre la conservan— no
puede haber olvido.

IV

El encuentro alemán con su pasado rojo y negro se ha de­


bido a dos derrotas. Primero fueron los aliados, que impusie­
ron los juicios de Núremberg; ahora, los alemanes occidenta­
les han impuesto la desestatiftcación de la zona oriental. Pero,
¿qué pasaría si no hubiera una derrota que obligara a esas so­
ciedades a enfrentarse con la acusadora verdad del pasado?
MlCHAEl. ICNATIEFF

¿Qué ocurre cuando no existen comités ni tribunales contra


los crímenes de guerra? Hasta los años ochenta, la Rusia So­
viética no afrontó —no habría podido—los crímenes del es-
talinismo. Allí la cultura oficial reprimía el pasado colectivo
por la sencilla razón de que el conocimiento público de los
crímenes del régimen habría socavado la legitimidad que
aún disfrutaba por su éxito contra los nazis. En efecto, la mi­
tología histórica de la gran guerra patriótica —la gran victo­
ria sobre el fascismo— hizo extremamente difícil que la so­
ciedad rusa se levantara contra las nuevas formas de fascismo
rojo aparecidas en su seno. A los que se atrevieron a luchar
por defender la memoria —Solzhenitsin, Sájarov, Pasternak
y Ajmátova— no se les persiguió sólo por pedir la libertad de
expresión, sino también porque hablaban de una verdad del
pasado que, de haberse hecho pública, habría acabado con
la legitimidad soviética. Pero como aquella verdad —que el
régimen sobrevivió gracias al exterminio— era conocida por
millones de personas hubo que matar y continuar con el te­
rror para salvar la ficción. A mediados de la década de 1950,
los hombres de la generación de Jruschov —que habían so­
brevivido a duras penas al terro r— admitieron que los costes
de un régimen sostenido por mentiras históricas eran ya
prohibitivos. Y cuando la nueva generación —los hombres
que llegaron al poder en la época de Gorbachov— logró
abrirse paso lentamente hasta la jerarquía llegó con el bagaje
de historias de terror y exterminio que les habían susurrado
al oído sus padres. La contradicción cada vez más insoporta­
ble entre las mentiras públicas que estaban obligados a soste­
ner y la memoria personal o familiar de la represión estalinis-
ta acabó por impedir que la élite de Gorbachov mantuviera
el poder. La contradicción hacía cada vez más profunda la
duda sobre la legitimidad moral del socialismo para una élite
que debía afrontar también el estancamiento económico y la
descomposición social. Gamo en la Alemania Oriental, la re­
conciliación con el pasado sólo era posible a condición de
dem oler el régimen, y, al igual que allí, la caída se produjo
de repente, como un edificio cuyos cimientos se encuentran
completamente agrietados a la espera sólo de un último so­
plo de los acontecimientos históricos.

173
El honor del guerrero

Pero si la voluntad de poder de los miembros pertene­


cientes a la élite de Gorbachov se vio mermada por las con­
tradicciones entre su memoria familiar y la mendacidad del
mito público, no puede decirse lo mismo de los muchos mi­
llones de miembros ordinarios del partido. A ellos no les asal­
taban ni las dudas ni las contradicciones, porque la sociedad
rusa en su conjunto nunca se desestalinizó. No hubo comités
ni juicios públicos, y el partido sólo asumió la culpabilidad pa­
sada, por ejemplo, en el discurso que pronunció Jruschov
durante el congreso de 1956, cuando los hechos fueron tan
evidentes que no podían negarse. Tanto es así que los tortu­
radores recibieron condecoraciones y ascensos y se retiraron
con todos los honores. No se juzgó a los ejecutores de la Lu-
bianka ni a los comandantes de los campos de Magadan.
Algo se supo gracias a Solzhenitsin, pero nunca llegó a hacer­
se lajusticia que habría requerido la reconciliación de las dos
Rusias, la mayoría colaboradora con el régimen y la minoría
—de varios millones— que dio con sus huesos en el gulag. El
despertar a la verdad continúa limitado a una pequeña mi­
noría liberal de la antigua élite de Gorbachov y a las clases
educadas, medias y profesionales de las grandes ciudades.
Para un número incalculable de antiguos miembros del par­
tido no hay de qué arrepentirse ni por qué pedir perdón.
Cuando falta la justicia, la verdad se niega fácilmente.
El caso de la Rusia contemporánea demuestra que no bas­
ta con una parle de la verdad pasada. Pese a los enormes es­
fuerzos de Solzhenitsin y las heroicas investigaciones de per­
sonas como Vitali Shentalinski, que obligó al RGB a revelar el
acoso a que sometió a los escritores rusos, la mera revelación
de la verdad —de un fichero de crímenes sin castigo— no ha
llevado a ninguna conclusión ni ha producido losjuicios que
obligan a reconocerla en las sociedades recalcitrantes.
Así pues, la justicia es esencial, aunque convenga no espe­
rar grandes resultados de los juicios. La mayor virtud de los
procedimientos legales es que se prueban los hechos de for­
ma incontestable, por eso las sociedades prefieren refugiarse
en la negación que juzgar abiertamente los crímenes de gue­
rra. Pero si los juicios ayudan a descubrir la verdad, no pare­
ce tan evidente que faciliten la reconciliación. La función li-

174
M ichaei. Ic-natjki-t

beradora de la justicia tiende a ser eficaz sólo para las vícti­


mas, porque éstas se dan por satisfechas, pero la comunidad
a la que pertenecen los verdugos se siente cabeza de turco.
Sólo estamos seguros de que lo peor es siempre dejar sin cas­
tigo los crímenes y de que cuando no se rompe el círculo de
la impunidad las sociedades tienen libre el terreno para en­
tregarse a fantasías de negación.

Queda pendiente la cuestión de si la justicia y la verdad


pueden curar las heridas. Para nuestra cultura es un artículo
de fe que el conocimiento, especialmente el de nosotros mis­
mos, constituye una condición indispensable de la salud psí­
quica, pero las sociedades, incluida la nuestra, se las arreglan
para funcionar con un escaso conocimiento de la verdad de
su pasado, porque todas ellas realizan una fuerte inversión
psicológica en sus héroes. De modo que, cuando descubren
que éstos han sido criminales de guerra, experimentan una
devaluación de su propia identidad. Sólo así se explica esa
frecuente renuencia a entregar los criminales de guerra a los
tribunales, esa vehemente negación de hechos tan obvios
para los demás. Los crímenes de guerra representan un desa­
fio para la identidad moral colectiva, y cuando ésta se ve ame­
nazada se refugia en la negación para defender lo que le es
más querido.
Existen muchas formas de negación, desde el rechazo
frontal de los hechos hasta otras estrategias de relativización
mucho más complicadas. En tales casos, se aceptan los he­
chos pero se aduce que el enemigo no es menos culpable o
que la parte acusadora también cometió barbaridades o que
los “excesos” fueron desgraciadas imposiciones de la guerra.
La relativización se produce en dos tiempos: primero se ad­
miten los hechos pero luego se niega toda responsabilidad
en ellos.
La resistencia a la verdad histórica es una de las funciones
de la identidad grupal: naciones y pueblos construyen su ima­
gen con narraciones nárcisistas de enorme resistencia al cain-

175
E l. HONOR DEI. GUERRERO

bio. De igual modo, la legitimidad de los regímenes depende


de los mitos históricos que se levantan contra la verdad. La le­
gitimidad del régimen de Tito en Yugoslavia dependía del
mito de la resistencia nacional contra los ocupantes alema­
nes e italianos construido a partir del movimiento partisano.
En realidad, los partisanos no lucharon menos contra los yu­
goslavos que contra los invasores, e incluso establecieron
acuerdos con los alemanes para que éstos cargaran la mano
contra sus oponentes internos. Aquella generación lo sabía,
por eso hubo que reforzar constantemente con el aparato
propagandístico el mito de la unidad y la fraternidad.
Puede que ese mito hubiera facilitado un futuro libre de
odio étnico, pero la dependencia del pasado perpetuó entre
los yugoslavos el rencor que el régimen pretendía evitar. Des­
de el momento en que escondió la verdadera historia de la
carnicería interétnica perpetrada de 1941 a 1945, el régimen
de Tito estaba decretando la vuelta de la barbarie. Las distin­
tas versiones opuestas de la verdad histórica —serbias, croa­
tas y musulmanas— que no pudieron hacerse oír por medios
pacíficos y democrádcos en la Yugoslavia que él gobernaba
eligieron el campo de batalla para imponerse. Ahora, después
de cinco años de guerra, la posibilidad de encontrar una ver­
dad común resulta inconcebible. Con la separación étnica
que caracteriza a las principales repúblicas sucesoras de la
Yugoslavia de Tito se ha desu uido toda posibilidad de encon­
trar una verdad común —y el camino que puede llevar de la
verdad a la reconciliación—, pero la culpa no es del odio, sino
de unas instituciones profundamente anddemocráücas que
no permiten que circule.
No pretendo quitar importancia a la verdad que pueden
aportar los tribunales de crímenes de guerra, pero justo es re­
conocer sus escasas posibilidades de calar en los Estados auto­
ritarios que han sucedido a la antigua Yugoslavia. Habrá que
plantearse entonces si la justicia y la reconciliación van por
caminos distintos. Cierto, la justicia es justicia y, dentro de los
estrictos límites de lo posible, puede resultar reparadora e in­
cluso servir a los intereses de la verdad, pero cuando la ver­
dad no convence será imposible que despliegue las virtudes
sanadoras que esperan quienes depositan toda su fe en ella.
Michafj. 1c;natikff

Si queremos cauterizar las heridas deberemos enfrentar­


nos al hecho paradójico de que si el pasado continúa atormen­
tando a Ruanda, a Suráfrica o a la antigua Yugoslavia es preci­
samente porque no es pasado, porque en esos países el tiempo
no se vive en un orden serial, sino en un orden simultáneo, en
el cual pasado y presente forman un magma indiferenciado
de fantasías, distorsiones, mentiras y mitos. Los reporteros de
la guerra de los Balcanes descubrieron que muchas veces no
distinguían si las historias de horror que les contaban habían
ocurrido ayer, en 1941, en 1841 o en 1441. Para los narrado­
res, ayer y hoy eran la misma cosa, porque el tiempo soñado de
la venganza se caracteriza por la simultaneidad. Los crímenes
nunca quedan fijados en un pasado histórico; por el contrario,
se encierran en un presente eterno desde el que piden justicia
a gritos. Joyce comprendió que en Irlanda los cadáveres, en
vez de estar muertos y enterrados, erraban por el sueño de los
vivos en busca del desquite.
I^as naciones, hablando con propiedad, no se reconcilian
como lo hacen las personas; en cambio, éstas sanan sus heri­
das en los rituales colectivos de expiación. El presidente
Alwvn, con su aparición en la televisión chilena para pedir
perdón a las víctimas de la represión de Pinochet, creó un cli­
ma colectivo que propiciaba miles de actos privados de arre­
pentimiento y perdón, y purificó simbólicamente al Estado
chileno de su identificación con los crímenes. Con un gesto
semejante, el canciller Willy Brandt produjo en Alemania la
misma catarsis al arrodillarse en un campo de concenü*ación
e identificar al Estado alemán con un proceso de reparación.
Los gestos que acabamos de mencionar contrastan llama­
tivamente con la actitud de los principales responsables de la
guerra balcánica. Si Tudjman, el presidente croata, en vez de
perder el tiempo calculando en sus libros el número de per­
sonas exterminadas en Jasenovac, hubiera visitado los luga­
res más notorios de sus propios campos para disculparse pú­
blicamente de los crímenes de los ustachas croatas contra los
serbios, los gitanos, los judíos y los partisanos comunistas,
quizá habría conseguido liberar el presente croata del pasa­
do ustacha, y, muy probablemente, habría aumentado las po­
sibilidades de que la minoría serbia aceptara la legitimidad

177
EX honor del guerrero

de un Estado croata independiente. Si hubiera sido capaz de


afrontar el pasado quizá se habría evitado la guerra de 1991.
Naturalmente, no lo hizo, ni siquiera su pasado de luchador
contra ellos le impidió aceptar apoyos morales y financieros
de los ustachas en el exilio para su campaña por la indepen­
dencia. En realidad, era imposible que Tudjman y gran par­
te de su electorado aceptaran la responsabilidad histórica de
los crímenes croatas durante la guerra desde el momento en
que la lógica de la ideología independentista imponía que
hubieran sido ellos, los croatas, las víctimas históricas del ex­
pansionismo serbio. Con todo, un gesto de reparación por
parte de Tudjman habría representado un descargo de la
herencia genocida, una invitación a sustituir el victimismo y
la negación histérica del pasado por un discurso consciente,
y quién sabe si el mensaje fraternal habría servido para evitar
que los serbios se entregaran, con idéntica histeria y victimis­
mo, al mito de que sólo la construcción de la Gran Serbia po­
dría salvarlos de un nuevo genocidio. Las sociedades y las na­
ciones no son como las personas, pero sus dirigentes pueden
influir en ese proceso misterioso que lleva a los individuos a
saldar cuentas con un pasado colectivo doloroso. Los diri­
gentes abren a sus sociedades la posibilidad de decir lo que
no puede decirse, de pensar lo que no puede pensarse, de
realizar gestos de reconciliación que la gente sola no sabe
imaginar. Pero en los Balcanes, ni uno solo de sus líderes ha
tenido el valor de exorcizar los fantasmas que dominan esas
naciones.
El mayor obstáculo moral en el camino de la reconcilia­
ción es el deseo de venganza. En nuestro mundo, la vengan­
za se considera mezquina, por eso se entiende tan mal a las
personas que domina, pero si la consideramos desde el pun­
to de vista moral, la venganza es la fe que se tiene a los muer­
tos, nuestra forma de honrar su memoria tomando el testigo
que ellos nos han dejado. La venganza ayuda a conservar los
vínculos que unen a las generaciones, y la violencia que en­
gendra es una forma ritual de respeto por los muertos, en los
que la comunidad basa su legitimidad. Podemos entender la
dificultad de la reconciliación cuando la vemos competir con
el trem endo poder moral de la violencia. La tenacidad del

178
M lC H A E I. Il'.NATlEFf

terror político se debe a que es una práctica ética, un culto a


los muertos, una expresión absoluta y definitiva de respeto.
Los enfrentamientos entre naciones o comunidades acos­
tumbran a ser herencias de conflictos iniciados por otras ge­
neraciones. Lo que pasó o dejó de pasar en Drogheda, lo que
hizo o dejó de hacer Cromwell en su victoriosa marcha sobre
la Irlanda de la guerra civil son obstáculos que todavía en la
década de los noventa se interponen en el camino de la re­
conciliación. Las matanzas ocurridas en Bosnia en 1992 pre­
tendían reparar, una vez más, las matanzas de 1942, en un ci­
clo intergeneracional de reproches sin un final lógico. Es un
hecho evidente que los hijos no pueden pagar las deudas de
los padres ni vengar sus agravios, pero es precisamente esa
imposibilidad de venganza intergeneracional lo que encie­
rra a las comunidades en la repetición compulsiva. Como en
las pesadillas, todos los bandos gritan ante la puerta cerrada
del pasado, tratando en vano de abrirla a la fuerza.
El conflicto intergeneracional sólo se calma cuando los
dos bandos establecen las distinciones básicas entre la culpa
y la responsabilidad. Los hijos no son culpables de los críme­
nes de sus padres y la paz resulta imposible mientras se sien­
ten responsables de los agravios que padecieron sus antepa­
sados. Tienen la obligación de decir la verdad de lo que pasó,
deben admitir lo ocurrido, pero nunca comprometerse a sal­
dar cuentas pagando con la misma moneda.
Reconciliarse significa romper la espiral de la venganza
intergeneracional, sustituir la viciosa espiral descendente de
la violencia por la virtuosa espiral ascendente del respeto
mutuo. La reconciliación puede romper el círculo de la ven­
ganza sólo a condición de se respeten los muertos. Siempre
que acaba una guerra civil, las partes exigen que el “ou'o ban­
do” reconozca los muertos que ha causado, porque negarlos
es convertirlos en un sueño, en una pesadilla. Sin apología,
sin reconocimiento de los hechos, el pasado nunca vuelve a
su puesto, y los fantasmas acechan desde las almenas. Natu­
ralmente, una apología ha de reflejar la aceptación de los
agravios del otro bando, algo más profundo que Haynes, el
inglés bienintencionado pero descortés subraya en el Utises.
“Puede que un irlandés haya de pensar de ese modo. En In-

179
El. HONOR DEL GUERRERO

glaterra sabemos que les hemos dado un trato injusto. Creo


que la historia tiene la culpa”.
Joyce se rebeló contra la idea de la historia en tanto que
destino que impone a todas las generaciones la reproduc­
ción de los odios de la anterior como si la fe debida a los muer­
tos —la honra de su memoria— consistiera en tomar las ar­
mas para vengarlos. Para la reconciliación que se construye a
partir de la apología mutua, la historia no es un destino ni
tiene la culpa de nada, como tampoco la tienen las culturas o
las tradiciones, sino los individuos concretos con nombres y
apellidos que se deben pronunciar. Es en este último aspecto
de la reconciliación —llorar a los muertos— donde el deseo
de paz debe imponerse al deseo de venganza; poco se logra­
rá si no se respetan los sentimientos que alimentan el revan-
chismo, si no se sustituye el respeto a los muertos por ciertos
rituales que permitan a los dos bandos llorarlos juntos. La re­
conciliación será compartir la herencia de una democracia
de la muerte para enseñar a las nuevas generaciones la abso­
luta inutilidad de las luchas que producen muertos, la inter­
minable fudlidad de los intentos de vengarse de los que ya no
existen, porque la única certeza es que matar no devuelve la
vida a nadie. He aquí una herencia que se puede compartir y
que demuestra que despertar del sueño da resultado.

180
N o ta s so b re las fu e n t e s

¿NO HAY NADA SACHADO? La ÉTICA DE LA TELEVISIÓN

Debo los datos de la hambruna etíope de 1984 y la respuesta


solidaria de Gran Bretaña al departamento de relaciones públi­
cas del Oxfam (Oxford Committee for Famine Relief). Para un
estudio de la cobertura televisiva, wd. William Boot, “Ethiopia:
Feasling on Famine”, en ColumbioJoumalism Review, marzo-abril
1985, pp. 47-49; sobre los antecedentes del hambre, Fred Ha-
lliday y Maxine Molyneux, The Ethiopian Revoluliott (1983); Graham
Hancock, Elhiopia: The Challenge of Hunger (1985); y un retrato
extraordinario de la decadente monarquía etíope debido a Rys-
zard Kapuscinski, The Emptrror (1983; trad esp.: El emperador, Ana­
grama, Barcelona, 1997). Sobre los orígenes del derecho natural
europeo de los siglos XVI y XVti, vid. Richard Tuck, Natural Rights
Theories (1979); Quentin Skinner, The Foundations of Modera Po-
litical Thought (1978); y Peter Stein, Ilegal Evolution (1981). Sobre
la doctrina de la tolerancia, Henry Kamen, The Rise ofToleration
(1967; trad esp.: Naámiento y desarrollo de la tolerancia en la Europa
moderna, Alianza Editorial, Madrid, 1987); John Locke, A Letter
Conceming Toleration (Bufíalo, 1990; trad esp.: Carta sobre la tole­
rancia, Editorial Tecnos, Madrid, 1991); y Richard Popkin, The
Hislory ofSceplicism (1979) y Michael Walzer, On Toleration; sobre
la crueldad como uno de los vicios nefandos para la mentalidad
liberal, vid. Judith Shklar, Ordinary Vires (Cambridge, Mass.,
1984). Puede consultarse también mi obra The Needs ofStrangers
(1985). Sobre el tráfico de esclavos y su abolición, David B. Davis,
The Problem of Slavery in the Age of Revolution (1975); convendría
El honor del guerrero

consultar también un análisis detallado del debate cristiano so­


bre la caridad en tiempos de hambruna y su influjo en el pensa­
miento europeo en Istvan Hont y Michael Ignatieff (eds.), Weallh
and Virtue: The Shaping of Political Economy in the Scottish Enlighten-
ment (1983). Para una discusión actual de los aspectos éticos de la
ayuda solidaria en las crisis de hambre, vid. Amartya Sen, Poverty
and Famines (1981); la crítica marxista al universalismo burgués
se encontrará en Lucio Colletti (ed.), Marx:Early Wrilings (1975);
vid. también M. Merleau-Ponty, Humanisme et Terreur (1972); el
ensayo de Roland Barthes se encuentra en sus Mythologies (1973;
trad esp.: Mitologías, Siglo XXI España, Madrid, 1980). Debo tam­
bién mencionar a Susan Sontag, On Photography (1978), y ajohn
Berger, Aboul Looking(1980; trad esp.: El sentido de la vista, Alianza
Editorial, Madrid, 1997). La cita de Don McCullin procede de “A
Life in Photographs”, Granta, invierno de 1985; sobre la televi­
sión y sus formas narrativas, me he servido de la obra de Anthony
Smith, especialmente de The Shadow in the Cave (1973) y de From
Books to Bytes (1995). Sobre la idea de la sacralidad, vid. Marcel
Gauchet, 1* désenchantement du monde (1985); Regis Debray, Criti­
que ofPolitical Reason (1983; trad esp.: Crítica de la razón política, Cá­
tedra, Madrid, 1983); y sobre todo, Leszck Kolakowski, Religión
(1983).

E l narcisismo de la diferencia menor

Después de haber convertido a The Clash of Civilizations (1996;


trad esp.: El choque de civilizaciones, Paidós Ibérica, Barcelona,
1997) de Samuel Huntington en la bestia negra del capítulo,
debo reconocer que su interés por las raíces religiosas y cultura­
les de los antagonismos étnicos es como una bocanada de aire
fresco para el análisis “realista” y funcional de la política exterior
que practican los intelectuales estadounidenses. Sobre la catás-
trofe yugoslava, doy las gracias a Laura Silber y Alian Little, The
Death of Yugoslavia (1995); Misha Glenny, The FaU of Yugoslavia
(1992); y los ensayos de Steven Pavlovitch y otros en Jacques
Rupnik (ed.), De Sarajevo á Sarajevo (1992). Mis impresiones
durante los viajes de 1993 a las zonas de guerra croata aparecen
en Blood and Belonging: Joumeys into the New Nationalism (1993);

182
Micmaei. Ignatikff

sobre la identidad nacional, he aprendido mucho de Anthony


Smith, National Identily (1991; trad esp.: La identidad nacional.
Trama, Madrid, 1997); Benedict Anderson, Imagined Communities
(1983); Emest Gellner, Nations and Nationaliim (1983); Eric
Hobsbawm, Nations and Natiotialism since 1870 (1990; trad esp.:
Naciones y nacionalismos. Alianza Editorial, Madrid, 1997); y Elie
Kedourie, Nationalism (1960; trad esp.: Nacionalismo, Centro de
Estudios Constitucionales, Madrid, 1988). Sobre la transición a la
democracia en la Europa oriental, me he servido sobre todo de
Timothy Cartón Ash, The Uses ofAdversily (1991; trad esp.: Losfru-
tos de la adversidad, Planeta. Barcelona, 1992); sobre el mito de
Caín, debo casi todo a Regina M. Schwartz, The Curse of Caín
(1997); sobre el autismo, vid. Hans Magnus Enzensberger, Civil
War (1994; trad esp.: Perspectivas de guerra civil, Anagrama,
Barcelona, 1994). Las referencias de Freud al narcisismo de la di­
ferencia menor se encuentran en The Taboo ofVirginily (1917),
en Freud on Sexuality (Pelican Freud Library, vol. 7), p. 272; Group
Psychology and the Analysis of the Ego (1921); en Freud (Pelican
Freud Library, vol. 12), p. 131; y en Civilizalion and It<¡ Discontents
(1929; trad esp.: El malestar en la cultura, Alianza Editorial, Ma­
drid, 1998), también en Pelican Freud Library, vol. 12, p. 305. Sobre
las diferencias y las razas, quiero agradecer a K. Anthony Appiah y
Amy Gutmann su Color Consáous (1996), y a Kenan Malik su The
Meaning of Race (1996). Por último, debo mucho al público asis­
tente a las conferencias que han servido para desarrollar mi argu­
mentación: la conferencia inaugural en el Pavis Centre, de la Open
University (1994); la Morrel Lecture on Toleration, en la Univer­
sidad de York (1994); y la Parks Lecture on Toleration, de la Uni­
versidad de Southampton (1995).

E l atractivo de la repugnancia moral

Mis ideas sobre el nuevo internacionalismo de comienzos de


los años noventa se apoyan en el excelente artículo de David
Rieff, “Whose Internationalism, Whose Isolationism” en World
Policy Journal, n®2, verano de 1996, y en su Slaughterhouse: Bosnia
and the Failure of the West (1995; trad esp.: Matadero, El
País/Aguilar, Madrid, 1996). Me declaro igualmente deudor de
El. HONOR DEL GUERRERO

los artículos sobre el tema aparecidos en Social Research, vol. 62,


nu 1, primavera de 1995, sobre Rescue: The Paradoxes ofVirtue, edi­
tado por Arien Mack. Las relaciones de Joseph Conrad con el Zai-
re y sus posibles fuentes de inspiración para la figura de Kurtz
han sido analizadas en un extraordinario artículo de Adam Hochs-
child, “Mr. Kurtz, I Presume", en The New Yorker de 14 de abril
de 1997; sobre el genocidio ruandés, quisiera destacar la obra de
Philip Gourevitch en The New Yorker, especialmente “The Re-
turn", 20 de enero de 1997. Sobre le droit d'intervention humanitai-
re, vid. Bernard Kouchner, Le Malheur des autres (París, 1992);
para una critica del humanitarismo, vid. Alain Finkielkraut, L ’Hu-
manitéperdue (1996; irad esp.: La humanidad podida, Anagrama,
Barcelona, 1998); sobre la narración del caos, Roben D. Kaplan,
The Ends of the Earih (1996; trad esp.: Los confines de la tierra, Flor
del Viento Ediciones, Barcelona, 1996).

El honor del guerrero

Sobre la Cruz Roja, las Convenciones de Ginebra y las leyes de


la guerra me he inspirado en Franfois Bugnion, Le comité interna-
tional de la croix rouge el la protection des victimes de la guerre (1994);
he consultado además los informes anuales del CICR, de 1990 a
1996, y algunos artículos de su revista, The International Review of
the Red Cross. Sobre las acciones de la organización de 1936 a
1945, vid. Marceljunod, Warrior vrilhout Weapons (1982); sobre la
actuación del CICR en la guerra del Golfo, vid. Christophe
Girod, Tempete surleDésert (1995). En cuanto a los que creen que
la Cruz Roja tiene la misión implícita de acabar con la guerra y no
sólo de controlarla, vid. N. O. Berry, War and the Red Cross
(1997); sobre la Cruz Roja en Yugoslavia, M. Mercier, Crimes wit-
hout Punishments (1994); Roy Gutman, Witness to Genocide (1993);
Jan Willem Honig y Norbert Both, Srebrenica (1996). Sobre
Afganistán he tomado ideas de Barnett R. Rubin, The Search for
Peace in Afghanistan (1995), y me han servido de mucho mis discu­
siones con Fred Halliday, profesor de relaciones internacio­
nales en la London School of Economics. El mejor estudio de la
historia de las leyes de guerra es el editado por Michael Howard,
George J. Andreopoulous y Mark R. Shulman, The Laws of War:

184
Michaf.i. Icnatieff

Constraints on Warfare in the Western World (1994). Por último,


sobre la transformación de la guerra en nuestra época, vid. John
Keegan, A Hislory of Warfare (1993; trad esp.: Historia de la guerra,
Planeta, Barcelona, 1995), junto a su incomparable estudio, The
Face of Battle (1977; trad esp.: El rostro de la batalla, Servicio de Pu­
blicaciones del EME, Madrid, 1990). Vid. también Martin van
Crevcld, The Transformanon of War (1991): Leroy Thompson,
Ragged War (1994); Robert D. Kaplan, The Ends of the Earth (1996;
trad esp.: Los confines de la tierra, Flor del Viento Ediciones,
Barcelona, 1996);P. Delmas, The RosyFuture of War (1997); y C. H.
Cray, Postmodem War (1997). Finalmente, me declaro especial­
mente deudor de “Barbarism: A User’s Guide” que aparece en On
History (1997) de Eric Hobsbawm.

U na pesad ii .i a de i a q u e intentam os despertar

Para tratar las responsabilidades de la guerra me he servido de


Ian Buruma, The Wages of Guilt (1991). La lectura de Timothy
Garton Ash “The File" es imprescindible para la elaboración por
parte de la Alemania Oriental de su pasado comunista y de la red
de informadores de la Stasi. Sobre la Rusia de Gorbachov y cómo
minó la memoria del estalinismo la confianza de la élite en sí
misma, vid. el análisis de David Remnick en lamin's Tomb (1993);
vid. también Vitaly Shentalinsky, Arrested Voices: Resunecting the
Disappeared Voices of the Soviet Regime (1995). La edición especial
del Index on Censorship, vol. 25, n9 5, 1996, en Wounded Nations,
Broken Lives: Truth Commissions and War Trilmnals, contiene un ex­
celente artículo de Alberto Manguel sobre el comité encargado
de encontrar la verdad en Argentina. La obra teatral de Ariel
Dorfman La muertey la doncella es uno de los testimonios más inci­
sivos sobre el papel de lajusticia, la venganza y el olvido en el con­
texto chileno. El mejor análisis de los comités y el castigo de los crí­
menes de Estado se debe a Stanley Cohén, en su “State Crimes of
Previous Regimes: Knowledge, Accountability and the Policing
of the Past”, en Law and Social Inquiry, vol. 20, n9 1,1995. He utili­
zado también la conferencia no publicada de Avishai Margalit
“To Remembcr, to Forget, to Forgive”, que pronunció en el Nexus
lnslitute de Tilborg, Holanda, en mayo de 1996. El artículo de
El honor del guerrero

Theodor Adorno “¿Qué significa ajustar cuentas con el pasado?”


se encuentra en su Gesammelte Schrijien, vol. 10, 2* parte, pp. 555-
572 (Francfort, 1977), traducción al inglés de Timothy Bahti y
Geoffrey Hartman. He analizado el significado de Jasenovac y las
relaciones de Croacia con su pasado ustacha en mi libro Blood
and Belonging: Joumeys into the New Nationalism (1993). Vid. tam­
bién Slavenka Drakulic, Balkan Express (1993); Misha Glenny, The
Fall of Yugoslavia (1993); y Alain Finkielkraut, Comment peut-on étre
croale (1992). Sobre la identidad nacional, vid. Anthony D. Smith,
National Identity (1991; trad esp.: 1m identidad nacional, Trama
Editorial, Madrid, 1997). Por último, mi análisis de Irlanda y del
nacionalismo irlandés debe mucho a Roy Foster, Modem Irelartd
(1988), y a su Paddy and Mr. Punch (1993). Sobre Joyce he toma­
do ideas de Emer Nolan, James Joyce and Nationalism (1995), y
James Fairhall,y¿m«Joyce and the Question ofHistory (1993).

186
I n d ic e g en era l

Abdallah. Ahmed Ould, 85, 86 Amnistía Internacional, 27


abstracción, 66. 67, 71 Angola, 122-123, 152
Adorno, Theodor, 164 Boutros-Ghali en, 80-82
Afganistán, 75,95, 122 antipolítica, 27-28
afganos. 144 Aquino, santo Tomás de, 20
delegados del CICR en, 124, Argelia. 122
135-143, 145-149 Argentina, 163, 165, 185
mujeres, 141-142 Arkan, 127-128
radicalización del islam en, asimilación, 61-62
139-142, 145-146 judíos en Alemania, 63-64
África, 73-74 asociaciones de la Cruz Roja,
Boutros-Ghali en, 76-84 nacional. 112,117, 118,121
vid. también países cspecíticos Primera Guerra Mundial y,
agresión y narcisismo, 54, 56 115
Águilas Blancas, 127, 128 vid. también Cktmilé
aislamiento, 90 Internacional de la Cruz Roja
Ajmátova, Anna, 173 atractivo de la repugnancia
Akashi, Yasushi, 75 moral, 29. 87-88, 91,95-97
albaneses, 46 intervenciones humanitarias
alemanes, 177 y, 88-106
falsa reconciliación por, 164 Auschwitz, 131, 170
genocidio por, 130-132, 170- austro-húngaro, imperio, 92, 95
171 autismo, 62
individualización de la culpa, autolimitación de la guerra, 139,
170-172 152-153
Alemania Oriental, 44, 171-173 Azerbaiyán, 122
Alwyn, Patricio. 177

187
El honor del guerrero

Barton, Clara, 112 Burundi, 84-88, 95, 122, 152


Bayle, Pierre, 18 asesinato de delegados del
BBC, 142, 145 CICR en, 124
Beirut, 75, 86 Bushido, 114
bellum hostiU, 143
beUtim rom anum , 143-144 Caín y Abel, 49-51
Biafra, 120 Cairo, Alberto, 147-149
Bismarck, príncipe Ouo von, Calado, Fernanda, 155
112 Calley, teniente, 151
Bom, Friedrich, 131 Camboya, 80, 90
Borsinger, Nicolás, 126-127 campo de batalla, servicio médico
Bosnia. 28,90,95 y entierro en, 107-115
Boutros-Ghali y, 73-76, 80-81 vid. también Comité
OCR en, 129-130 Internacional de la Cruz Roja
complicidad de Occidente en campos de concentración:
la destrucción de, 100-102 alemanes, 130-132, 170
fracaso de la ONU en, 73-76, bosnios, 130,132-133
80-81, 83, 88, 89, 93-95, 101- cartuja de Parma, I j ¡ (Stendhal),
102, 134-135 107
retirada de los pacificadores Chechenia, 75,125,142
de, 92-93, 95 asesinato de delegados del
Sarajevo, 100,101. 129, 135 CICR en, 125, 154-156
Srebrenica, 73-74, 80, 88, 102, Chesterton, G.K., 58
134-135 Chile, 163, 164, 165, 177
Tuzla, 73, 74, 133-134 choque de civilizaciones, E l
Zepa, 87-88 (Huntington), 4041, 57-58
Boutros-Ghali, Boutros, 751-88 Chronicles o f ¡slamic-Arab History,
en Angola, 78-82 144
autoridad moral de. 74-75 Círculo de Belgrado, 45
Bosnia y, 73-76, 80-81 Clauscwitz, Cari von, 113
en Burundi, 84-88 Clinton, Bill, 96
en Ruanda, 76-78 CNN, 82. 83, 88-89,90
en el Zaire, 82-84 códigos caballerescos,
Brady, Mathew, 110 114-115
Brandt, Willy, 177 colapso de Estados, 99-100, 152,
Brasil, 163 153-154
Bredland, Tobías, 155-156 vid. también guerras civiles
Burckhardt, Cari, 131 Colombia, 122, 142
Buruma, Ian, 170 “Corning Anarchy, The", 96

188
MlCHAKI. kíNATlKFF

Comité Internacional de la Cruz. trabajo con detenidos, 146-


Roja (OCR), 89, 109, 116- 148
126, 156 en Yugoslavia, 126-130,132-
acontecimientos recientes y, 135
117, 119 comités de investigación, 163-164,
en Afganistán, 125, 135-142, 172
145-149 compromisos morales, 96
Agencia Central de comunismo:
localizaciones, 115 en Alemania Oriental, 171-
añadidos al mandato, 114- 172
115, 121-122 humanismo burgués y, 21-22
autocrítica, 135 en la Unión Soviética, 172-175
ayuda financiera para, 118 en Yugoslavia, 44-45, 47, 57
en Chechenia, 125, 154-156 conciencia:
competidores de, 121, 133, humanitaria, colapso de, 88-
134 106
Convención de Ginebra y, vid. imperialismo europeo y, 19-20
Ginebra, Convención de televisión y, 15-17
cuartel general de, 116, 149- Conferencias de introducción a l psico­
151 análisis (Freud), 160
curso de formación en, 118 “conflictos huérfanos”, 75
descripción de, 116-117 Gongo, El, 122
difusión por, 141-145, 150-151 Conrad.Joseph, 11, 12-13, 91-92,
la guerra como negocio, 152- 95, 103-104
154 consideración moral del campo
holocausto y el silencio de, de batalla,
130-132 heridos y muertos, 110-112,113
insurgencias y, 124-126 vid. también Ginebra,
justicia y, 134-135, 147-148 Convención de
en Liberia, 123 corazón de las tinieblas, E l
mensaje paradójico de, 149-151 (Conrad), 11, 12-13,91-92,
moralidades conflictivas de, 104-105
116 Crimea, guerra de, 108, 111
neutralidad y, 115, 117, 118, crímenes contra la humanidad, 24
120, 125-126, 134-135 crímenes de guerra, 173-176
personal de campo de. 119-121 criminales, bandas de, 122, 127
seguridad de los delegados, cristianismo, 18, 65-67
125-126, 154, 156 particularismo del, 19-20,
Suiza y, 117 143-144

1 8 Í)
E l. HONOR DEL GUERRERO

Croacia, 99, 101, 126-130 (Goya),


desastres de la guerra, Las
Eslavonia, 127 33
Krajina, 48-50, 135-136 desilusión, 88-106
Vukovar, 126-127, 128, 135 desintegración de Estados, 99-
croatas, 28, 39-50, 56 100, 152, 153-154
crímenes de guerra por, 177- vid. también guerras civiles
178 despliegue preventivo, 99
diferencias entre serbios y, 41- diferencias grupales, vid. “narci­
43, 44, 48, 166-167 sismo de las diferencias
identidad nacional de, 41-44, menores”
47, 49-50 diferencias sexuales, ansiedad
minorías serbias y, 47-49 acerca de, 51-52, 53
ustashas, 44, 177 diferencias simbólicas, 59
vid. también Yugoslavia diplomacia preventiva, 86-87
Cromwell, Oliver, 158, 179 discurso público, 71
cruzadas, 143-144 disociación entre el mundo desa­
“cultura de la muerte", 75 rrollado y el mundo periféri­
curación moral, 13-14 co, 105-106
Dole, Elizabeth, 117
Dayton, acuerdos de paz de, 93, Ducraux, Michel, 138-139
94-95, 99 Dunant,Jean-Henri, 107-114,121
Declaración de San Petersburgo, muerte de, 112
112
Declaración francesa de los ejército nacional yugoslavo, 126
Derechos del Hombre y el ejércitos privados de soldados no
Ciudadano, 69 regulares, 121-130, 151
Declaración Universal de los El Salvador, 80
Derechos Humanos, 116 Elkerbout, Hans, 155
democradzación, 61-62 empatia, 17, 21-23, 62
dependencia, síndrome de, 152- ética de la víctima y, 28
154 empatia moral, 21-23
derecho natural, 18-19,20, Enzensberger, Hans Magnus, 62
114-115 esclavitud, 68
derecho sobre las propiedades, Eslovenia, 99
19-21 estados,
derechos humanos, 68-70 desintegración de, 99-100,
CICRy, 141, 150 152. 153-154
cultura de, 10, 14 necesidad de, 153
nuevas políticas de, 116 estalinismo, 173-175

190
MlCFIAFJ. ICNATIEFF

Etiopía. 16, 22 Ginebra, Convención de:


etnicidad, 57 base de, 114-115
identidad y, 161, 166-169 Bosnia y, 128-129, 135
no autenticidad de, 57-59 cumplir y defender, 121-122
extranjeros, acogida de, 11-14, enseñar la, 142-145
48,49 firma de, 109-110
guerra del Golfo y, 121
Fanón, Franz, 22 guerras internas y, 124-125
Finnegans Wake (Joyce), 159 mecanización de la guerra y,
Foss, Ingeborg, 155 110-112
fracasos de las Naciones Unidas: primera prueba de, 110-111
Bosnia, 73-76, 80-81, 83, 87- principios de, 115
88, 93-95, 101-102, 132-133 revisión de, 112-113, 116-117,
Ruanda, 77 124
fragmentación étnica 61-62 globalización, 60, 96-97, 105
Francisco José, emperador, 107 Gorbachov, Mijail, 173, 174
fraternidad humana, 116-117 Goya, Francisco José de, 3334
mito de, 22-26 Grawitz, Ernst, 130, 131
Frente Patriótico de Ruanda. 76 grupos de presión y solidaridad
Freud, Sigmund, 51-56, 63-64, no gubernamental. 14. 26-27
160 flujo de la historia y, 104-106
vid. también "narcisismo de las reconstruir la sociedad civil,
diferencias menores” 103
fuerzas paramilitares. 121-130, 152 repugnancia moral y, 88-90,
95-96
Gandió, Mahatma. 70 G uem ica (Picasso), 33, 34
Cartón Ash, Timothy, 45 guerra civil, norteamericana, 111-
Gasser, Patrick, 130. 134 112
Gassmann, Pierre, 142 guerra del Golfo, 90, 118, 121
Gellner, F.mest, 61 Convención de Ginebra y,
género, 51-52, 53 121
inclusión en el censo electo­ guerra democrática (de levas
ral, 69 masivas), 110-111
Génesis, 49-51 Guerra Fría, 10, 97
genocidio, 24, 25, 178 amenaza principal en el
alemán, 130-132, 170-172 mundo posterior a, 102-103
en Bosnia. 130 fin de, 88
croata, 177-178 “guerra harapienta”, 121-130, 152
en Ruanda, 73, 76-78,95, 162 guerras civiles, 49-51, 95-96

191
El honor del guerrero

apoyando a movimientos sece­ prolongar las guerras,


sionistas, 99-100 152-154
como amenaza principal a la Hungría, 44
seguridad internacional, 102- Huntington, Samuel, 40-41, 56-
103 57,61
protegiendo a los civiles, 100- Hussein, Sadam, 92,93, 97,98
102 hutus, 76-78, 83-86
soldados niños en, 122-123
uso de poder externo en, 98- ideal moral, 11
99,153-154 identidad, 161,166-169,175-176
Gurtner, Thomas, 141-142 Ilustración europea, 143
Gutman, Roy, 131 imaginación moral, 89
imperialismo:
Haití, 80 época postimperialista, 93, 98
hambruna, 15-17, 20-26 europeo, 19-20,91-92, 95
héridos en la guerra, 107-115 lógica de, 103-104
vid. tam bién Comité ONU, 79-80
Internacional de la Cruz Roja insurgencias, 151
héroes, 175 Interahamwe, 76-78, 119
H istorias de Sebastopol (Tolstói), internacionalismo electrónico,
107 16-17
Hitler, Adolf, 63-64, 122, 130, internacionalismo moral, 23, 28
171 intemacionalización de la con­
Hobbes, Thomas, 49, 67, 93, 103 ciencia, 16
Holleufer, Gilbert, 149-151 colapso de, 88-107
holocausto, 130-132, 170 intervencionismo internacional,
Holocausto, 170 9-10
honor del guerrero, 12, 114-115 alargando las guerras, 152-154
afgano, 139 colapso de, 88-107
enseñar, 141-145, 150-151 intolerancia, 60, 72
Howard, Michael, 143-144 narcisismo y, 56. 63-65
humanismo burgués, 21, 23 Irak, 92, 95, 97
humanitarismo internacional: Irlanda, 157-159,161, 162, 177,
colapso de, 86-106 179
competencia entre agencias, Israel, 75
121, 134-135 ITN, 132
Cruz Roja y, vid. Comité
Internacional de la Cruz Roja Jasenovac, 48, 186
inspiración para, 116-117 Jaspers, Karl, 170

192
Michael Ignatieff

JefFerson, Tilomas, 68, 70 en Yugoslavia, 47, 74, 126-130,


Joyce, James, 157-160,177, 178- 132-135
179 llorar a los muertos, 180
Jmschov, Nikita, 173, 174 Locke, John, 18, 67, 70, 93
judíos, 63-64, 158 Lubianka, 174
exterminación de, 130-132 Luis XIV, rey, 110
mitos acerca de, 168
Junod, Dr. Marcel, 118 MacArthur, general Douglas, 92
justicia, 134-135, 147-148, 162 Macedonia, 75, 99
expectativas, 169-175, 177 Machel, Grata, 123
Magadan, 174
Kaplan, Robert, 96 malestar en la cultura, E l (Freud),
Karadzic, Radovan, 132 63
Keegan.John, 115 Malloy, Nancy, 155
King, Martin Luther, 70 Mándela, Nelson, 162
Kosovo, 46-47, 75 “mando responsable", 132, 133
Kouchner, Bemard, 90 Manjaca, 134
kurdos, 90, 92, 97, 102, 124 Marx, KarI, 52
repugnancia moral hacia, 99 Maurice, Fédéric, 129
Kuwait, 98 Mauthausen, 131
McCullin, Don, 27
La Haya, Convención de, MacNamara, Robert, 22
113-114 mecanización de la guerra, 110-111
Las Casas, Bartolomé de, 19 Media Luna Roja, 112
Líbano, 24 Médicos sin Fronteras, 120, 141
liberalismo: medios de comunicación, 58, 72,
ficciones de, 65-72 89
intervención humanitaria y, televisión, vid. televisión
88-106 Méridien Président, hotel, 79
Liberia, 75,95 miedo:
soldados niños en, 123-124 nacionalismo y, 49
libre comercio, 23 narcisismo de las diferencias
Liga de Naciones, 74, 104 menores y, 59
Lima, Perú, cerco a la embayada Milosevic, Slobadan, 4648
japonesa, 118 Mirkovd, Croacia, 3941,4344,56
limpieza étnica, 85, 88 misantropía, 12, 28-30, 51
CICRy, 132-135 mito frente a realidad, 159-180
privatización y, 128 Mobutu, Sese Seko, 82-84, 91
verdad y, 169-170 modas morales, 28

193
El. HONOR DEL GUERRERO

modernización, 57-60 amor a uno mismo,


Moheb Ali, 148-149 53- 54, 56
Montaigne, Michel Eyquem de, 18 ciclo narcisista, 55
moral particularista, 58-59 comunicación y, 62-63
Moret, Jean-Pascal ‘Jampa", 141 deshumanización y, 58
Mozambique, 80, 122-123 diferencias menores y mayo­
mujeres, derecho al voto, 69 res, 53, 54
musulmanes, 67, 94, 112 diferencias simbólicas y, 59,
bosnios, vid. Bosnia 60
mitos acerca de, 168 elementos comunes a los
talibán, 136-142, 145-147 humanos y, 51-52
yihad, 136, 141-144 falta de autenticidad, 57-59
Myklebust, Gunnhild, 155 grupos íntimos y, 52-53
hombres y mujeres, 51-52
nacionalismo, 59-61 intolerancia y, 56, 63-65
miedo y, 49 judíos en Alemania y, 63-64
narcisismo y, 54-55, 56, 63 liberalismo y, 65-72
en Yugoslavia, 45-49, 59 miedo y, 59
Naciones Unidas (ONU), 120 modernización y, 59-61
ataques aéreos por, 74, 80,93. nacionalismo y, 54-55, 56, 60-
101 61,63
colapso del liberalismo inter­ paz y, 55
nacional y, 88-100 poder y, 53
derechos humanos y, 116 primeros momentos del con­
oficina del Alto Comisionado flicto, 56
para los Refugiados, 74, 79, religión y, 57-58
140 sobrevaluación de lo propio y,
reconstruyendo Estados nau­ 54- 56, 64-65
fragados, 79-80 visto desde dentro, 53
UNPROFOR, 74 Narciso, 55
vid. también Boutros-Ghali, Needs o f Strangers, The (Ignatieff),
Boutros 9
Najibullah, Muhammad, 137 negación, 175-176
Namibia, 80 Newsday, 131, 132
Napoleón III, emperador, 107,110 Nightingale, Florence, 108, 109
narcisismo, 93 Noriega, general Manuel, 118
“narcisismo de las diferencias noticias, televisión, 30-37
menores”, 51-72 adecuación de, 35-37
agresión y, 54, 56 adoración de sí mismos, 34

194
Michael Icnatieff

como conjunto de hechos, 31, premio Nobel de la Paz, 112


33 Primera Guerra Mundial, 115
como un género reciente, 30 prisioneros de guerra, 115
“comunidad imaginada” y, 31- Programa Mundial de
32 Alimentación, 79
convenciones de, 30-31 protección de civiles, 100-102
documentales y, 36-37 psicología del grupo y el análisis de
efectos distorsionadores de, 32 Yo, La, 52
historias de interés humano,
31 Quebec, 100
lo noticiable, 36-37
lucha por la “cobertura” de, Rambo, 60
32 raza, 53, 68
mercado de las imágenes del reconciliación, 160-180
sufrimiento, 33-36, 89 recriminación intergeneracional,
rituales y, 34-35 178-180
sacralización del poder y, 35-36 recuerdos reprimidos, 160
Núrcmberg, juicios de, 170,172 relaciones morales entre desco­
nocidos, 15-16
obligación moral, 9 relativización, 176
obligaciones, ética de las, 25 religión:
OTAN, 91-94 guerras de, 143
radicalización del islam, 139-
pacificadores (de las Naciones 142, 144-146
Unidas), 90, 100-101 Yugoslavia y, 43, 48, 57-58
en Angola, 79 repugnancia moral, vid. atractivo
pacifismo, 149-151 de la repugnancia moral
Padres Fundadores, 68 Retrato del artista adolescente
Pakistán, 136, 142 (Joyce), 158-159
palestinos, 75 Revolución francesa, 110
particularismo, 12, 19-20 Ricardo Corazón de León, 144
religión y, 143 Rieff, David, 101
Pastemak, Boris, 173 Roberts, Adam, 125
Pérez de Cuéllar, Javier, 84 Ruanda, 28, 74, 88, 95,120, 123,
Perú, 122 152, 178
Picasso, Pablo, 33 asesinato de delegados del
Pinochet, Augusto, 165, 177 CICR en, 125
“política de la especie", 21-29 Boutros-Ghali en, 76-78
Polonia, 44

195
El honor del guerrero

Sájarov, Andrei, 173 (Dunant),


souvenir de Solferino, Un
Saladino, 144 107-109.112
salvajismo sexual, 122-124 Sri Lanka, 75,122
Santos, José Eduardo dos, Stoltenberg, Thorvald, 75
78,80 Sudán, 122
Savimbi, Joñas, 78, 80-82 Suráfrica, 162-163, 165-166,177
Schwarzkopf, general H.
Norman, 92,121 tabú de la virginidad, E l, 51
Schweitzer, Beat, 134 Talib, Al¡ ibn Abi, 144
Segunda Guerra Mundial, 44, 48, talibán, 136-142, 145-147
173 “tarea del hombre blanco", 103
“ser de la especie”, 51-52 tayik, 122-123,146
Serbia, 126-130 televisión:
serbios, 28, 39-49, 50 como ideología burguesa, 22
diferencia entre croatas y, 40- conciencia del mundo y, 15-
42, 43-44, 47, 166-167 17,27
Gran Serbia, 4647, 101, 178 empatia y, 17, 18, 21-23
identidad nacional de, 41-44, Etiopía y, 15-18, 21-26
49-50 noticias en, vid. noticias, tele­
Kósovo y, 4647 visión
Krajina, 4749, 134-135 una nueva política y, 26-29
victimismo, 4647, 48 universalidad humana y, 17,
vid. también Yugoslavia 21-26
Seselj, duque, 127, 128 víctimas y, 27-29
Shentalinski, Vitali, 174 Thayer, Sheryl, 155
Shklar,Judith, 18 Thompson, Leroy, 122
Sierra Leona, 75, 95 Tigres, 127-128
sistema monoteísta (de creencia), Tito, mariscal, 4347, 48,176
50 tolerancia, 18, 65-67, 71
Smith, Adam, 67 Tormenta del Desierto, 92
soldados niños, 122-123,153 trauma, 161-162
Solferino, batalla de, 107-108, tribunales de crímenes de guerra,
111,115, 152 170,176
Solzhenitsin, Alexander, 173, 174 individualización de la culpa
Somalia, 79, 90,92, 93, 95, 97, y. 169-171
102, 142 La Haya, 134,135,162,169-171
Sommaruga, Comelio, 117, 132- Núremberg, 169-171,172
133,155-156 Tmopole, 132, 134
sondeos de opinión pública, 32 Tudjman, Franjo, 46, 48,177

196
MlCHAEL ICNATIEFF

Turkmenistán, 122 Wages o f Guilt, The (Biiruma), 170


Turquía, 46 Waldheim, Kurt, 84
tutsis, 76-78, 85-86 Walser, Martin, 170
Tutu, arzobispo Desmond, 162, W arrior w ithout Weapons (Junod),
165,166 118
Waterloo, batalla de, 107
Ucrania, 44 Wazir Akbar Khan, hospital de,
Uganda, 78 148-149
Ulises (Joyce), 158,159, 179 Wilson, Woodrow, 90
UNICEF, 139 Wollstonecraft, Mary, 69
Unión Europea, 18
Unión Soviética, 88, 136 Yad Vashem, 76
verdad y reconciliación en, Yugoslavia, 39-49, 150-151, 162,
172-175 177
UNITA, 78 atrocidades en, 38, 127, 168-
universalismo, 14, 68 170,177
hipocresía religiosa y, 143-145 como choque de civilizacio­
televisión y, 18, 21-25 nes, 56-58
universalismo humano, mito del, comunistas en, 44-45, 47
18, 58 deshumanización en, 58-59
universalismo moral, 58-59 “divide y vencerás”, 43, 44
burgués, 20-21 “la unidad y la fraternidad”
universo moral, fronteras de, 10- en, 43-44
11, 19-20 limpieza étnica en, 47, 74,
ustachas, 46,177-178 126-130, 132-135
Uzbekistán, 122 nacionalismo en, 45-50, 59-61
oposición en, 44-45
Vance-Owen, iniciativa de paz, 94 sorpresa ante la rápida des­
verdad factual, 163-164, 167 trucción de la convivencia
verdad moral, 163-164, 167 étnica, 57-58
víctimas, 24-26 Tito y, 43-45
inocencia, 97
mito y, 168-169 Zaire, El, 78
televisión y, 27-28 Boutros-Ghali en, 82-84
víctimas civiles de la guerra, 121- “zona de seguridad”:
122 condiciones para, 132-134
Vietnam, guerra de, 28, 98, 150 fracaso de, 74, 102, 132-135
Voltaire, 143 orígenes, 110

197

Das könnte Ihnen auch gefallen