Sie sind auf Seite 1von 7

Meditación Viernes Santo

¿Qué celebramos hoy?


Diferencia entre morir porque te matan
y morir por entregar la vida
Estamos hoy en un día muy especial. Es el día en que Jesús murió. Normalmente esta
afirmación aplicada a cualquier persona implica una tristeza enorme. La muerte es el fin de la
vida. Es algo no querido (salvo situaciones muy particulares, angustiosas y patológicas). No
estamos hechos para la muerte. La muerte se entiende como algo que no debería suceder.
Estamos hechos para la vida y buscamos siempre una vida más plena.

Pero los cristianos vemos en la muerte de Jesús otra cosa. Hoy no hacemos duelo ni estamos
de velorio. Sino que estamos transitando una celebración que dura tres días, que comienza
con la Celebración de la Cena del Señor, y culmina con la Celebración de la Solemne Vigilia
Pascual.

Si quisiéramos encontrar una palabra que refleje lo que hoy celebramos, además de “muerte”
tal vez debamos usar “entrega”. Hoy podemos decir que celebramos la entrega de Jesús hasta
las últimas consecuencias.

No vamos a tomar todas las aristas que esconde esta palabra. Pero menciono los títulos para
que podamos ver la dimensión que guarda. Podríamos hablar del Padre que nos entrega a
Jesús (Jn 3, 14). También podríamos pensar en Judas, entregando a su maestro (Lc 22, 48).
Pero en realidad, queremos pensar en Jesús entregando su vida (Jn 10, 18; Jn 19. 30). Nos
vamos a referir especialmente a este último punto.

De todas maneras, ambos sentidos encontramos en el día de hoy.

Porque es verdad que Jesús muere víctima de la violencia y de un juicio injusto. Jesús es
asesinado por el poder religioso en connivencia con el poder político. El doble juicio al que es
sometido refleja claramente la reunión de ambos poderes en su contra. Frente al Sanedrín, es
acusado por blasfemo. Frente a Pilato es acusado de rebelde. Unos lo condenan por ser el
Mesías, los otros por ser el Rey de los judíos. Ninguno de los dos hace justicia.

Pero también es verdad que Jesús entrega su vida, aceptando la voluntad del Padre tal como
queda de manifiesto en su oración en el huerto (Mc 14, 36). Jesús está dispuesto a amar hasta
el final, y toda su pasión está atravesada por gestos de misericordia: les pide a sus discípulos
que guarden la espada (Mt 26, 52), sana la oreja del servidor (Lc 22, 51), tiene compasión de
sus discípulos aun sabiendo que lo van a negar (Lc 22, 31), no responde con violencia ante las
agresiones (Jn 18, 23), ni de los sumos sacerdotes ni de Pilato. Y en la cruz, en el momento de
mayor dolor, elige perdonar y justificar a quienes lo están crucificando (Lc 23, 34. 43).

Jesús usó la imagen del grano de trigo para entender su propia muerte (Jn 12, 24). Y había
dicho que no hay mayor amor que dar la vida (Jn 15, 13). Esas palabras autoproféticas se
cumplen hoy. Jesús elige amar hasta el final, aunque le cueste la vida.

Por eso la diferencia. Desde esta perspectiva la muerte de Jesús se convierte en una situación
ambigua. No es lo mismo morir dando la vida que morir porque te mataron. Una muerte se

1
llora, otra se celebra. Una genera lamento, la otra genera gratitud. Una genera violencia y
deseos de venganza, la otra genera más vida.

Podríamos decir que Jesús le “roba” a sus asesinos el pecado. Al entregar su vida, Jesús
convierte un asesinato en un acto de amor. Como si nosotros, a quien nos quiera robar, le
digamos: “antes que me robes nada, te lo regalo”. Ya no hay robo, hay generosidad.

¿Cómo llegamos a este día?


Esta entrega de Jesús en la cruz no se improvisa. Jesús no se levantó un día y se preguntó:
¿Qué voy a hacer hoy? Ah, ¡ya sé! ¡Entregar la vida! No. Toda la vida de Jesús fue una entrega.
Jesús vivió su vida entregándose por los demás.1 Los teólogos llaman a esto la pro-existencia
de la vida de Jesús.

Cuando Jesús deja Nazareth, comienza su vida pública, se establece en Cafarnaúm y desde allí
recorre pueblos y caseríos anunciando la Buena Noticia. Especialmente se lo recuerda sanando
a los enfermos y expulsando demonios. El día de Jesús (tal como lo cuenta Mc en sus primeros
versículos) consiste en estar atento a los demás. Es capaz de dejar de descansar para atender a
la gente, se preocupa si no comieron, se compadece de situaciones y actúa, aunque no se lo
pidan.

No sólo Jesús actúa de esta forma, sino que su predicación invita también a vivir de la misma
manera. Renunciar a sí mismo se concreta en dejar de lado el propio ego para estar dispuestos
a perdonar siempre, poner la otra mejilla, amar a los enemigos, confiar en la Providencia.
Todos esto lo podemos entender desde el mismo lugar. El que ama, se entrega. Se da a los
demás.

Por eso, por toda esta historia, nosotros podemos decir que la muerte de Jesús no es un
asesinato solamente (porque en la intención de los que deciden la muerte de Jesús, sí lo es),
sino que Jesús decide entregar definitivamente su vida. Lo decimos en la misa en la plegaria II:
“cuando iba a ser entregado a su Pasión, voluntariamente aceptada…”.

¿Qué conciencia tiene Jesús de su propia entrega?


No sólo podemos entender que Jesús entrega su propia vida basándonos en sus hechos y en su
enseñanza, sino que el mismo Jesús nos dice cómo entiende su vida. No hay que retroceder
mucho. En la última cena, Jesús tomó el pan y dando gracias lo bendijo, lo pasó a sus
discípulos, diciendo: “Tomen y coman, esto es mi cuerpo que se entrega por ustedes”. Y algo
similar hace con una copa de vino. Tomando un cáliz dice “Tomen y beban todos de él porque
este es el cáliz de mi sangre… que será derramada por ustedes…”

Jesús simboliza toda su vida en este pan y vino (cuerpo y sangre, vida entera) y tomándolos en
sus manos los entrega para los demás. Parafraseando, Jesús dice: “Tomen mi vida, que se
entrega por ustedes”. Claramente es una declaración de amor.

Relación entre los tres días del triduo pascual


De esta manera, las palabras de Jesús en la última cena explican lo que sucede al día siguiente,
y al mismo tiempo, su muerte en la cruz hace realidad lo prometido la noche anterior. Dicho

1
Según Marcos esta decisión Jesús la toma a partir de su bautismo y del encarcelamiento de Juan
Bautista. Lucas nos muestra a un joven Jesús de doce años comenzando su misión en el templo de
Jerusalén entre los doctores de la ley. Juan nos eleva hasta la preexistencia de Jesús, donde su entrega
puede llamarse encarnación.

2
de otra manera: si Jesús no hubiera muerto en la cruz, las palabras de la última cena serían una
buena intención, pero sólo eso. Si Jesús no hubiera dicho nada en la última cena, su muerte
hubiera sido uno de los tantos asesinatos injustos de la historia. Ambos hechos hay que verlos
en relación mutua.

No sólo se relacionan el jueves y el viernes, sino que todo esto tiene su final en el domingo de
resurrección, anticipado en la Vigilia Pascual del sábado santo. Esa entrega de Jesús no es en
vano, no cae en el vacío, sino que el Padre recibe la vida de Jesús y esa vida recibida se
convierte en vida plena. El resucitado es el hijo entregado y recibido. Y esto es la salvación para
todos.

Resumiendo: Jesús vive entregando su propia vida. Esto está simbolizado en el pan y el vino.
Esa entrega se hace real en la cruz. El fruto de esa entrega es la Resurrección.

De esta manera, la entrega de Jesús en la cruz queda enmarcada por estos dos momentos de
amor. Jesús entregando su vida y el Padre recibiéndola. Jesús entregando su vida por todos y
diciéndole al Padre, esta vida es tuya. Y el Padre, recibiendo a Jesús, con toda su humanidad, y
regalándole una vida nueva que ya nadie le podrá quitar. Esta es la Alianza nueva y eterna.
Misterio de entrega y recepción.

Nosotros somos invitados a recibir este don y a amar siguiendo a


Jesús
Nosotros estamos invitados a contemplar este misterio y a seguir los pasos de Jesús.

Por eso la dinámica de nuestra vida cristiana es en primer lugar acoger este don. Es mirar a
Jesús y descubrir el gran amor que nos tiene. Ha salido a nuestro encuentro. Esta es la buena
noticia con la cual ha comenzado todo.

Ha salido dejando el “cielo”, ha salido dejando Nazareth. Ha salido como el Padre de la


parábola del Hijo pródigo, cuando sale al encuentro del hijo que se había ido lejos, o más aún,
a buscar al otro hijo, que no quería entrar. Como el Pastor sale a buscar a la oveja perdida. Ha
salido a recorrer el mundo para estar cerca de los extraviados, de los excluidos, de los que
necesitan ser abrazados, consolados y acariciados. Por eso extiende la mano al leproso, y cura
a los enfermos.

Esta es la primera lectura que tenemos que hacer siempre del Evangelio. Para no traicionarlo.
Para que siga siendo Buena Noticia. Esa que te cuentan y te alegra y te cambia la vida. Hemos
pasado de largo demasiado rápido por esta dimensión del texto bíblico. Lo hemos convertido
en un manual de instrucciones antes que en una carta de amor. Le preguntamos al texto “qué
tengo que hacer” antes que descubrir lo que Jesús hace por nosotros.

Cuando leemos, por ejemplo, la parábola del buen samaritano, en seguida pensamos: “Tengo
que ayudar al prójimo”, como un imperativo categórico, como un mandato externo. ¿Qué
clase de buena noticia es esa? En cambio, si nos damos cuenta de que somos nosotros los que
estamos al borde del camino y Jesús es ese samaritano que no pasa de largo y se detiene, y
pierde su tiempo para quedarse y demorarse a nuestro lado. Y que se hace cargo de todos los
gastos comprometiéndose a volver.

Cuando leemos que Jesús recibe a los pecadores, en seguida pensamos que tenemos que
hacer lo mismo, y ser misericordiosos con los demás. Y sin darnos cuenta, nos ubicamos en la
fila de los “justos”, de los “santos”. Siempre los pecadores son los otros. Sin darnos cuenta que

3
en principio es al revés. Es Jesús que nos recibe a nosotros sin pedirnos nada, sin tomarnos
lección, sin exigirnos que cambiemos. Esa es la Buena Noticia.

Cuando leemos en el sermón de la montaña que Jesús propone amar a los enemigos, poner la
otra mejilla, perdonar siempre, amar para toda la vida… No está hablando de nosotros en
primer lugar, sino que está describiendo su propio amor. Él es el que nos amará siempre sin
tener en cuenta nuestro rechazo, él es el que pondrá la otra mejilla ante nuestra violencia e
insultos, él es que nos perdonará siempre y será siempre fiel.

Si nos perdemos esta dimensión de nuestra fe, nos perdemos la mejor parte, la que hace
posible todo lo demás. Reducimos nuestra fe a una ética, o peor aún, a un rito que hay que
cumplir.

¿Cómo cumplir una exigencia tan grande si no es por amor? Casi que podríamos decir lo
contrario. Sin esta experiencia de ser amados incondicionalmente, la ética de Jesús se
convierte en algo inhumano. Algo de lo que tenemos que escapar. Hasta es comprensible el
rechazo. Más aún, tal vez lo más sano que se puede hacer ante este imperativo vacío de
sustento es huir.

Y cómo celebrar un rito vacío, donde no hay ningún amor que celebrar, sino rúbricas que
cumplir. Gestos que no dicen nada. Que han perdido el sentido. Lo que no tiene sentido se
deja de hacer. Tal vez podamos entender en qué se ha convertido para muchos nuestra
liturgia.

Una vez recuperada esta dimensión, entonces podemos escuchar la voz de Jesús y entender
sus palabras en su justa dimensión: “Hagan esto en conmemoración mía”. ¿A qué se refiere
Jesús? Una primera interpretación es que tenemos que repetir ese gesto. Y es lo que la
comunidad cristiana (la Iglesia) ha estado haciendo de ahí en adelante. Los testimonios más
antiguos recuerdan a los primeros cristianos reunidos el primer día de la semana para
compartir las enseñanzas de los Apóstoles y la fracción del pan.

Pero en un sentido más profundo, “hagan esto en memoria mía” significa también que
nuestras palabras y gestos simbolicen nuestra entrega real. Así como el “jueves santo” no se
improvisa, sino que está sostenido por toda la vida de Jesús entregada y llega a su culminación
el día siguiente en la cruz, así también nosotros al celebrar la última cena en cada misa,
estamos invitados a hacer realidad lo que simbolizamos en la liturgia. Al comulgar, estamos
queriendo decir que queremos unirnos a Jesús en la entrega de nuestra propia vida. También
nosotros queremos amar hasta dar la vida.

La última cena de Jesús estuvo enmarcada por dos grandes realidades: su vida entregada (su
pro-existencia) y su entrega total en la cruz al día siguiente. De la misma manera nuestras
celebraciones eucarísticas (Misa y/o adoración) deberían estar enmarcadas de la misma
manera. Vengo a celebrar una vida que intento vivir. Vengo a comprender cuánto tengo que
amar.

Si falta alguna de estas dos partes, entonces la celebración eucarística (Misa y/o Adoración)
son vacías. Son actos externos que no salvan. Si no se conectan profundamente con nuestra
vida, serán gestos vacíos de sentido. Vengo a la Misa y a la Adoración, porque me siento
amado. Vengo para aprender a amar.

4
Vengo para que las palabras de Jesús de la última cena sean también mis palabras. Quiero
decirle a los demás: mi familia, mis vecinos, mis compañeros de trabajo, o de comunidad: Esta
es mi vida, que se entrega por vos. Contá conmigo. Acá estoy. En qué te puedo ayudar.

Nosotros queremos salir al encuentro de los demás como lo hizo Jesús. Con nuestras palabras
y obras.

Unidos a Jesús, seguimos sus pasos. Y el Padre nos promete que nuestra entrega no será en
vano, sino que dará mucho fruto. El fruto de una vida plena, eterna y feliz.

5
Dolores Aleixandre – Relatos desde la mesa compartida
Como pan que se parte
Memorias de una discípula
Me llamo Susana que en hebreo significa "lirio" y junto con los doce, María de Magdala, Juana,
mujer de Cusa, mayordomo de Herodes, y otras muchas, pertenecí al grupo que seguía a Jesús
desde Galilea. (Cf. Lc 8,1-3) Éramos un movimiento extraño, muy distinto de los que solían
agruparse en torno a los rabbis o maestros. Estos no aceptaban nunca mujeres en su
seguimiento y elegían sus discípulos sólo entre varones cultivados y de buena fama, cosa que
no ocurría entre nosotros.

Llevábamos una vida itinerante, recorriendo aldeas y poblados en los que Jesús iba anunciando
la llegada del Reino. El contacto con él era como una ráfaga de libertad que, a su paso, hacía
que todo recobrara vida y novedad. Eran tiempos de recreación, tiempos de entusiasmo
desbordante, como si el vino que él había derrochado en Caná nos embriagase un poco a
todos. "Algo nuevo está naciendo, la fiesta de bodas ha comenzado", decía él.

Desde que se corrió la noticia de que había curado a algunos enfermos, la gente acudía donde
él estaba y, si no podía entrar en la casa, esperaba a la puerta el tiempo que fuera necesario,
con tal de poder verle y tocarle o, al menos, desahogar ante él el peso de sus sufrimientos. Los
que vivíamos cerca de él, no podíamos comprender cómo tenía tiempo para todos, cómo
podía abarcar con su atención y con su afecto a cada una de aquellas personas agitadas o
abatidas por su enfermedad, empapadas de sudor y de polvo, agotadas por la caminata y la
espera, hambrientas de su presencia y de su palabra.

Pan al final de la jornada


Un día, llegamos a una aldea al atardecer, después de una larga caminata a pleno sol que nos
había dejado extenuados. No habíamos probado bocado en todo el día y, cuando entramos en
la casa de los conocidos que nos ofrecieron cobijo, las mujeres nos pusimos a preparar la masa
del pan y a cocerlo, mientras otros iban a comprar dátiles y aceitunas que lo acompañarían en
la cena.

Jesús, entretanto, se había quedado fuera, rodeado de la gente que había ido llegando.
Escuchaba a cada uno, le preguntaba su nombre, tocaba sus heridas y se interesaba por sus
fiebres, con la misma ternura con que una madre acariciaría y curaría las de su hijo enfermo. El
contacto de sus manos, decía la gente, comunicaba sosiego y alivio; el aliento de sus palabras
contagiaba ánimo y esperanza para seguir viviendo y luchando contra las fuerzas de la muerte.

Cuando le llamamos para comer, no hizo caso y continuó hablando, escuchando, acariciando.
No parecía tener prisa, ni hambre, ni cansancio, y no entró en la casa hasta que despidió al
último enfermo.

Cuando tomó el pan aquella noche para partirlo y repartirlo, según su costumbre, todos nos
dimos cuenta de que así era él: un pan partido y repartido, una vida devorada por todos los
que tenían hambre de vivir, de ser amados, escuchados, comprendidos, sanados. Con la misma
naturalidad con que repartía aquel pan, se repartía a sí mismo sin reservarse nada, sin
guardarse nada, y entregaba a todos su tiempo, su afecto, su interés, su amistad.

Las palabras de la oración de bendición nos parecieron nuevas aquella noche: "Bendito seas
Señor nuestro, Rey del universo, que nos sostienes y das pan a todo viviente, porque tu

6
misericordia es eterna. Tú preparas el sustento para todos los seres que has creado. Bendito
seas, Señor, que sostienes a todos."

Para rezar
Leer cualquiera de los textos de la última cena:

Mt 26, 26-29; Mc 14, 23-25; Lc 22, 19-20; 1 Cor 11, 23-25

Imagina la escena de esa noche en Jerusalén. Sentate a la mesa con los apóstoles. ¿Cómo es la
habitación? ¿Cómo está arreglada? ¿Cómo son las luces? ¿Cómo está puesta la mesa?

Mirá las caras de cada uno: Pedro, Santiago, Juan, Judas. ¿Qué sentimientos tienen? ¿Están
tristes? ¿Están enojados? ¿Son conscientes de lo que va a suceder?

Miralo a Jesús. Mirá su rostro, sus manos, sus gestos. ¿Está preocupado? ¿Está sonriendo?
¿Está enojado?

Mirando a Jesús, recordá algún episodio de Jesús entregando su vida por los demás. Curando
enfermos, o multiplicando los panes. Demorando su tiempo con la gente. También estuviste
ahí. ¿Cómo era el día? ¿Era de mañana o de tarde? ¿Cuánta gente había? Sentí el aroma, el
viento, la temperatura. Había hombres, mujeres y niños… ¿Qué decía la gente? Tal vez vos
mismo te quieras acercar a Jesús. Quizás vos tenés necesidad de tocar a Jesús, de pedirle algo.
Tal vez queres acercar a otros. ¿Quiénes son? Podés poner rostros familiares.

Ahora volvemos al cenáculo. Ahí está Jesús tomando el pan. Y diciendo esas palabras que
quedarán grabadas. “Tomen, esto es mi cuerpo…” “Tomen, esta es mi sangre”

Va pasando el pan, va pasando el cáliz. Todos lo reciben. Vos también recibís tu parte. Vos
también bebés de esa copa.

Jesús te entrega su vida. Conectate con tus propias carencias de fondo. con tu necesidad de
sanación y reconstrucción. Cuando te toque tu pedazo de pan, sentí que Jesús mismo se te
está dando. Y te mira. Dejate mirar. Dejate amar.

Y al final, renová tu deseo de seguir a Jesús. Imaginate que Jesús te pregunta: “¿Quieres
compartir conmigo esta tarea de consolar y sanar heridas? ¿Estás dispuesto a ofrecer también
tu vida, junto a la mía, “como pan que se parte y se entrega por los demás”?

Das könnte Ihnen auch gefallen