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AUTOR, EDITOR, LECTOR:

UNA SANTÍSIMA TRINIDAD


Alberto Manguel

L a relación de un escritor con sus lectores es una simple cuestión de


vida o muerte. Si el escritor es leído, vive; si no, muere. Nada ni na-
die influye en esa despiadada decisión, salvo el lector. El azar, las listas
de best sellers, las obligaciones escolares, el fanatismo político o religio-
so, la publicidad, pueden hacer que durante un tiempo, como el extra-
ño Monsieur Valdemar del cuento de Poe, el escritor quede en suspenso
animado, ni muerto ni vivo, hipnotizado en el umbral del reconoci-
miento, pero al fin y al cabo, sin la sostenida lectura de su público, el
escritor acabará, tal como Monsieur Valdemar, en una inmunda y pú-
trida masa informe. Sic transit gloria mundi, gracias al capricho de los
lectores.
La relación de un escritor con sus editores es más extraña, algo más
difícil y compleja que una relación amorosa. A las pasiones y celos, in-
fidelidades y delicias de esta última, deben sumarse a la primera la
intimidad intelectual y emotiva que se establece entre ambos, y tam-
bién la dependencia económica a la que suelen ser condenados, casi
siempre del escritor hacia el editor, y a veces, muy contadas veces, en
sentido contrario: por cada Dan Brown hay miles y miles de autores
casi del todo anónimos. Desafortunadamente, puesto que la industria
editorial, como toda industria en nuestros días, está sometida a la co-
dicia devastadora de los inversionistas, pocos son los editores que aún
pueden (o quieren) seguir alentando a un escritor en su carrera, y son
más los que exigen que éste produzca best seller tras best seller.

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Jan Collaert, La invención del libro impreso, ca. 1600

Lo que en algún tiempo fue una relación apenas sobreviven es gracias a los esfuerzos
más o menos digna entre amantes de la lite- de un puñado de editores de conducta per-
ratura, se ha convertido, con honrosas excep- sistentemente ética, una especie en vías de
ciones, en la relación entre celestinas y prosti- desaparición. Ahora los editores se basan en
tutas; cuando éstas ya no satisfacen los deseos las ventas de la última obra publicada para
de los clientes, son licenciadas sin gracias ni decidir si seguirán publicando o no a su autor;
miramientos. Durante siglos, ser editor sig- la noción de alentar una obra compuesta pe-
nificaba tener el honor de publicar la obra de nosamente a lo largo de los años, hecha de li-
quienes hacían literatura; en muchos casos, bros mayores y menores, tanto exitosos como
no todos, claro, hoy, ser editor quiere decir ser ignorados, ha desparecido. En los grandes gru-
un tendero a quien poco le importa la suerte pos editoriales ya no son los editores quienes
de quien produce la mercadería que en forma deciden, sino los agentes comerciales. Ser edi-
masiva vuelca al mercado. tor hoy es un oficio de mártires o de locos.
Unos seis meses antes de que ganara el Pre- Pocos editores, por supuesto, se declaran
mio Nobel, Doris Lessing me escribió una car- en favor de las nuevas políticas comerciales;
ta desconsolada en la que me decía que había casi todos se proclaman defensores del escri-
enviado su nueva novela y un par de relatos tor y de su obra, pero también un editor debe
largos a sus editores ingleses y americanos. poder sobrevivir, y los grandes grupos edito-
Los primeros le dijeron que escribía demasia- riales no son ni empresas filantrópicas ni bas-
do (esto, a una novelista octogenaria); los se- tiones intelectuales. Michael Krüger, hombre
gundos, que su literatura tenía poco interés sin pelos en la lengua, declaró que estos cam-
para las nuevas generaciones. Después del No- bios en el mundo editorial afectan no sólo
bel, por supuesto, fue festejada y cortejada, nuestras facultades literarias sino que “afec-
pero Lessing no olvidó nunca aquel despecho. tan nuestra propia existencia”.
La verdad es que hoy muchos escritores Desde la época de Gilgamesh, los escrito-
esenciales padecen el mismo tratamiento, y si res se han quejado siempre de la mezquindad

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de los lectores y de la avaricia de los editores. luchar contra los ejércitos financieros. Sabe-
Y, sin embargo, todo escritor encuentra, a lo mos lo arduo (por no decir inútil) que es tra-
largo de su carrera, algunos notables lecto- tar de sobrellevar las restricciones cada vez
res y algunos generosos editores. “He vendi- más ceñidas de los departamentos financie-
do siete ejemplares”, dice el protagonista de ros de una editorial. Sabemos lo desolador
Nightmare Abbey de Thomas Love Peacock. (por no decir trágico) que es ver a los lectores
“Siete es un número místico y el augurio es elegir cada vez más libros-basura y cada vez
excelente. Si encuentro a los siete lectores que menos literatura. Y, no obstante, también sa-
compraron mis siete ejemplares, serán como bemos que estos dramas no pueden tener lu-
siete candelabros de oro con los que ilumina- gar (o al menos no pueden hacerlo de manera
ré el mundo entero”. Siete lectores bastan, si tan rápida y avasalladora) sin la colaboración
son los que merecemos. Siete editores tam- avergonzada o ciega de la mayor parte de los
bién. Yo los he encontrado y gracias a ellos he que trabajan en la industria del libro. Edito-
podido sobrevivir hasta ahora. res que se resignan a elegir sólo títulos de ven-
No siempre hubo editores. En sus inicios, ta supuestamente asegurada, escritores que
la literatura dependió sólo de los narradores se autocensuran para complacer los requisitos
y de su público. Con la evolución de las tecno- de un público idiotizado; críticos y reseñado-
logías, el narrador se convirtió en escritor, y res que no proponen lecturas inteligentes sino
el escritor necesitó de un artesano que le fa- que se contentan con resumir o piropear un
cilitase la tarea de reproducir su obra y dis- libro, y por supuesto, lectores que aceptan ser
tribuirla a sus nuevos lectores. Nacieron así tratados de necios incapaces de interesarse
los talleres en los que se copiaban la tabletas por un libro difícil, son, en última instancia,
de arcilla en Sumeria, las librerías en las que se tan culpables como las anónimas institucio-
vendían los rollos de papiro en Grecia y Roma, nes financieras que nos están destruyendo.
los scriptoria en los que se escribían los códex Sin embargo, tengo la certeza de que so-
en la Edad Media, y las imprentas que multi- breviviremos. Cambiarán ciertos instrumen-
plicaron los libros desde la invención de Gu- tos de escritura, cambiarán ciertos modelos
tenberg hasta hoy, cuando la electrónica nos de lectura, cambiarán ciertas técnicas edito-
permite a cada cual ser un monstruo tripar- riales, pero esencialmente el acto literario no
tito, escritor, editor y lector, sin otras barre- cambiará. Somos criaturas de palabra, nace-
ras que las de nuestro propio pudor y la cen- mos con el don de la palabra, vivimos a tra-
sura de ciertas autoridades. vés de la palabra, conocemos y damos a co-
Oír hablar a un editor hoy es una experien- nocer nuestra experiencia con la palabra, y
cia a menudo conmovedora, como escuchar sólo cuando morimos perdemos la palabra.
los recuerdos de viejos soldados que no saben Y, dicen algunos, ni siquiera entonces: las al-
si sobrevivirán la nueva batalla que se anun- mas que Dante encuentra en la Ultratumba
cia. Y, sin embargo, como en las memorias de siguen hablando.
muchos soldados, algo suele faltar: el recono-
cimiento de la propia responsabilidad. Sabe-
mos lo difícil (por no decir imposible) que es

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