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Lotte van de Pol

La puta y el ciu d a d an o
Traducción de Cathy Ginard Féron
La puta y el ciudadano. La prostitución en Amsterdam
en los siglos XVII y XVIII, transcurre en las oscuras
calles de la tercera ciudad más Importante de Europa
en aquel entonces. Es la historia de la precaria super­
vivencia de sus protagonistas; de la corrupción policial;
de las protestas del clero calvinista; de inm igrantes per­
m anentem ente pobres y m arineros esporádicam ente
ricos; de m ujeres que bregaban por sobrevivir sin los
hombres, que m archaban a ultramar. En aquel mundo,
la prostitución cum plía una Importante función.

Este estudio, basado en una amplia investigación tanto


de archivos judiciales com o de escritos y cuadros de la
época, no es solo un trabajo lúcido sobre la prostitución
sino que explora su contexto: el concepto de honor
vigente entonces, la actitud hacia las m ujeres y el sexo,
el papel de la Iglesia, los principios que regían la vigi­
lancia policial y las condenas, y los debates en torno a
la prostitución como «mal necesario». La autora, con
indudable capacidad narrativa y con el debido rigor his-
toriográfico, nos revela la cara oculta de la Edad de Oro
holandesa.

Ilu s tr a c ió n d e c u b ie r ta : Retrato de Hendrickje Stoffeis d e R e m b ra n d t

H a r m e n s z o o n v a n R ijn (1 6 0 6 - 1 6 6 9 ), N a tio n a l G a lle ry , L o n d re s . E n 1 6 5 4

u n trib u n a l e c le s iá s tic o d e A m s te r d a m a c u s ó a H e n d ric k je S to tfe ls d e

'■c o m e te r p u ta ís m o c o n e l p in to r R e m b ra n d t» . R e m b ra n d t la d e fe n d ió y

a m b o s c o n v iv ie ro n h a s ta la m u e rte d e e lla e n 1 6 6 3 , v íó tim a d e la p e s te .


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TWEEDE DEEE
Frontispicio D'Openhertige juffrouw, of d'ontdekte geveinsdheid, vol. 2
(edición de Leiden 1699) [KB La Haya]
LA PUTA Y EL CIUDADANO

La prostitución en Amsterdam
en los siglos XVII y XVIII

por

Lotte van d e P ol

Traducción de
C a t h y G in a r d F é r o n

SIG LO
S IG LO

S ig lo X X I d e E s p a ñ a E d it o r e s , S .A .

S ig lo X X I d e A r g e n tin a E d it o r e s

Esta obra ha sido editada con ayuda de la Foundation for the Production and
Translation of Dutch Literature

Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción


total o parcial de esta obra por cualquier procedimiento (ya sea
gráfico, electrónico, óptico, químico, mecánico, fotocopia,
etc.) y el almacenamiento o transmisión de sus contenidos en
soportes magnéticos, sonoros, visuales o de cualquier otro tipo
sin permiso expreso del editor.

Primera edición, febrero de 2005


© S IG L O X X I D E ESPAÑA E D ITO R ES
Príncipe de Vergara, 78. 28006 Madrid

© Lotte van de Pol, 2003


Título original: De burger en de hoer Prostilulie in Amsterdam

© de la traducción, Cathy Ginard Féron, 2003

Diseño de la cubierta: Pedro Arjona


Ilustración de cubierta: Portrait o f Hendriekje Stoffels, Rembrandt (el654-6)
[The National Gallery, Londres]

D E R E C H O S RESERVADOS C O N F O R M E A LA LEY

Impreso y hecho en España


Printed and made in Spain
ISBN: 84-323-1182-0
Depósito legal: M. 3.945-2005
Impresión: EF C A , S.A.
Parque Industrial «Las Monjas»
28850 Torrejón de Ardoz (Madrid)
IN D ICE

M a pa d e A m sterdam viii
P r e f a c io x i
I n t r o d u c c ió n i
La diferencia entre prostitución y putaísmo 4
Las fuentes 7

1. « L a e s c u e l a su p e r io r d e p u t a ís m o e st á e n A m s t e r d a m ».
P r o s t it u t a s , p r o s t íb u l o s y c a sa s d e b a il e 15

Tipos de prostitutas 17
Cortesanas y mantenidas 20
Mujeres y hombres en la organización 22
Los prostíbulos 25
Las casas de baile 28
Saneamiento urbano y alumbrado público 34
La política de las autoridades y la prostitución 36
La violencia en las casas de baile 40
La élite da la espalda a las casas de baile 42

2. « L as p u t a s y l o s r u f ia n e s sie m pr e h a b l a n d e su h o n o r ».
H o n o r , p r o s t it u c ió n y c iu d a d a n ía 45

Criterios de honor 49
El honor femenino y el honor masculino 51
Honor y deshonor en el lenguaje 53
La usurpación del honor 54
El honor en los márgenes de la sociedad 56
Conflictos causados por la prostitución en los barrios 61
¿Aceptación de la prostitución? 67
Las calles Jonkerstraat y Ridderstraat 69
VI Indice

3. « L a o r u c '.a e n l a c o l , e l p u s e n l a p ie r n a ». L a a c t it u d frente a
LA p r o s t it u c :k ')n , l a s p r o s t it u t a s y l a s m u je r e s 73

La aversión por las putas discretas 76


El papel de la Iglesia: de madre cuidadora a padre castigador 77
La sífilis 81
Las mujeres como putas natas 83
Het Amsterdamsch Hoerdom (el putaísmo de Amsterdam) y D ’Open-
hertige]uffrouw (La doncella franca) 87
Cambios en el transcurso del siglo XVIII 89
La mirada femenina 94
Los hombres como clientes 97

4. «E l m undo n o p u e d e g o ber n a rse c o n la B ib l ia e n l a m a n o ».


T r asfo ndo d e l a p o l ít ic a d e p e r s e c u c ió n j u d i c ia l lo i

La leg isla ció n 102


El aparato judicial y los procesos 103
La prisión preventiva 104
Los castigos 105
T>a Spinhuis como símbolo y como realidad 107
La política de persecución judicial en cifras 114
Las autoridades y la Iglesia reformada 115
La ley y la autoridad paterna 119
Algunas tendencias en la persecución judicial 123
Los fundamentos de la política en materia de prostitución 124

5. « ¡ D ia n t r e s ! ¡D e a q u í h e d e s a c a r d i n e r o !». El la d o o scuro de
l a p o l ít ic a d e p e r s e c u c ió n j u d i c ia l 131

La mala fama de la policía 131


El interés económico 133
Los personajes de la policía 135
La policía y el pueblo llano 137
La composición y el adulterio 141
El caso de extorsión de 1739 144
El alguacil suplente Schravenwaard y el campesino de Frisia O cci­
dental 147
Beneficios y castigos 150
El caso del alguacil suplente François Spermondt 151
In d ic e

6. «Dios LOS CRÍA Y ELLOS SE J U N T A N » . LAS I'RO STITUTAS, SUS C LIENTES


Y EA N A V E G A C IÓ N 161

El perfil de las prostitutas 162


El trabajo, la procedencia y la emigración en perspectiva 164
El excedente de mujeres en Amsterdam 169
Los clientes 172
Las putas y los marineros de las Indias Orientales 175
La navegación 179
Las mujeres de los marineros 182
Los prostíbulos y los marineros 184

7. « E x t r a ñ o s a r d id e s para s o b r e v iv ir s in d a r n'i g o l p e ». D in e r o
POR s e x o y s e x o p o r d in e r o 189

La prostitución como empresa preindustrial 189


Contratos laborales en la prostitución 193
Las deudas 195
La captación de clientes 200
Las negociaciones 203
Dinero por sexo 205
Sexo por dinero 210
Las ganancias 215
Conclusión 219

F uentes

Archivos 223
Bibliografía 225
Bibliografía secundaria 230
Referencias complementarias por capítulo 235

A n exo

Monedas y dinero 239


Glosario 239
©GO

® © (S)©o©

Mapa de Amsterdam 1760. [Historisch Topografische Atlas. Municipal Archive


Amsterdam]
MAPA DE AMSTERDAM

I Ayuntamiento (en la actualidad Palacio Real), en cuyos sótanos se


encarcelaba e interrogaba a las prostitutas.

2, Spmhouse: cárcel de mujeres, en aquel momento atracción turística.

í , Compañía de las Indias Orientales, donde cada año se reclutaba a


miles de hombres o se les daba el finiquito.
t
4. El puerto, «bosque de mástiles», desde donde se accedía a la ciu­
dad. En 1889 se edificó la Estación Central en una isla artificial en
el puerto. En la actualidad aún se accede a la ciudad desde ella.

5. Calle Zeedijk

6. La calle Gelderse Kade. Aquí y en Zeedijk se hallaban muchas de


las más afamadas casas de baile.

7. Jonkerstraat.
¥
8. Ridderstraat. En ambas calles a m enudo se enfrentaban los desha­
rrapados y bregaban por sobrevivir los bórdeles más pobres.

9. Kalverstraat, zona de prostitución callejera.

10. Barrio en el que habitaban los judíos pobres provenientes de Ale­


mania y Polonia.

11. Nieuwe Herengracht, donde residían los judíos portugueses más


adinerados.

12. Plantage, zona verde que atraía a las prostitutas de la calle.


P r I'Fa c k :)

La investigación que constituye la base del presente libro ha sido posi­


ble gradas al apoyo financiero de la Organización Neerlandesa para la
Investigación Científica, la Facultad de Ciencias de la H istoria y del
Arte de la Universidad de Erasmo de Rotterdam , y el F ondo para el
Fom ento de la Investigación sobre la Em ancipación, del M inisterio de
Asuntos Sociales y Em pleo. Dicha investigación tuvo como resultado
en 1996 la tesis, H et Amsterdams hoerdom. Prostitutie in de zeventien-
de en achttiende eeuw (Amsterdam, 1996). Para la redacción del pre­
sente libro recibí apoyo financiero del fondo H anneke van H olkfonds
y del Instituto de Investigación para la H istoria y la C ultura de la U ni­
versidad de Utrecht. Y estoy muy agradecida por este apoyo.
La historia de la m ujer ha sido para mí im portante a la hora de ele­
gir el tema de investigación y las cuestiones que orientarían mi b ú s­
queda en los archivos y las bibliotecas. M uchos temas de este libro
fueron presentados y debatidos po r prim era vez en talleres y semina­
rios sobre la historia de la mujer, tanto dentro como fuera de los Países
Bajos. Fue especialm ente im portante el grupo de trabajo sobre la his­
toria del D erecho penal, que durante años ha sido un puerto de refu­
gio para cualquiera que se ocupara de la criminalidad y de la historia
del D erecho penal en los Países Bajos. En este grupo tuve la oportuni­
dad de presentar a m enudo partes de mi investigación, y de recibir
com entarios expertos y m uchos consejos sobre la búsqueda en los
archivos.
H e m antenido conversaciones fructíferas con num erosas personas,
y m uchas me han ayudado o me han facilitado datos de sus propias
investigaciones: a todas ellas les estoy muy agradecida. Entre muchas
otras, quiero dar las gracias a las siguientes personas: H ans Blom,
Faram erz Dabhoiwala, Sjoerd Eaber, Willem Frijhoff, Eddy de Jongh,
Rozemarijn H oekstra, Tirtsah Levie Bernfeld, Jenny M ateboer, Theo
X II Prefacio

van der Meer, P ieter Spierenburg y Janneke Stelling. Asimismo, la


amistad, el com prom iso y la ayuda de Rudolf D ekker y Olwen H ufton
han tenido un significado muy especial para esta investigación, para
este libro y para mí personalmente. Desde aquí quiero recordar tam ­
bién con gratitud la amistad y el apoyo que recibí de mi querida amiga
y consejera Lène Dresen-Coenders, que falleció en enero de 2003. Por
último quiero m anifestar mi amor y agradecimiento a mi esposo, Ed
Elbers, y a nuestras hijas, Clara y Elisabeth Elbers, por el continuo
apoyo, aliento y am or que me han concedido.
I N TR O D U C aÓ N

A prim eras horas de la m añana del 29 de enero de 1701, en un retrete


público de H am burgo fue hallado el cadáver de una mujer, asesinada,
desnuda y decapitada. La policía tardó poco en encontrar a los auto­
res del crimen; se trataba de un hom bre y de dos mujeres, que confe­
saron haberla m atado porque necesitaban la cabeza de una persona
asesinada para preparar una poción mágica. Una de las mujeres, Anna
Isabe Buncke, fue asimismo acusada de hacerse pasar durante años
por hom bre e incluso de estar oficialmente casada con una mujer. Este
era un delito grave, pero Buncke tenía algo que alegar en su defensa.
Declaró que durante aquel tiem po había sido realmente un hom bre.
Disfrazada de hom bre había ido a trabajar como tem porero a H olan­
da, donde, utilizando la brujería, las putas de Am sterdam le habían
dado un cuerpo de hom bre.

Kn una o ca sió n , lo s h o m b re s q u e vivían en su barrio y co n lo s q u e había ¡do a


un p ro stíb u lo , le con taro n q u e las putas p o d ía n cortarle el m e m b ru m v irile a
un h o m b re q u e les causara p rob lem as o q u e se negara a pagar. Si un h om b re
no estab a satisfech o co n su p en e, n o ten ía m ás q u e acu d ir a las putas y ellas se
encargarían d e darle u n o m ás grande.

H einrich — como se hacía llamar Anna en aquella época— siguió


el consejo, y así obtuvo un pene que pegó a su cuerpo; después, tom ó
un bocado con las putas y pasadas unas horas ya era capaz de m ante­
ner relaciones sexuales con ellas sin ningún problem a. P o r este
«apaño» les había pagado un ducado.
Esta historia nos traslada de golpe a un pasado en el que los alema­
nes pobres emigraban a la rica H olanda en busca de trabajo, un tiempo
en el que las mujeres se disfrazaban de hom bre e incluso se casaban
con otras mujeres, y en el que la gente creía en la magia y en la brujería.
Lotte van de Pol

Sin lugar a dudas, esta historia esconde un relato increíble. Quizás


sus com patriotas persuadieran a «H einrich», para que fuera a uno de
los prostíbulos de la zona portuaria de Am sterdam . Quizás explicaran
entonces al asustado «m uchacho» que si no se com portaba como un
verdadero hom bre, las mujeres le arrancarían su m iem bro; y si tenía
m iedo de que su pene no fuera lo suficientem ente grande, seguro que
las prostitutas podrían venderle otro. N o cabe duda de que a Anna
Isabe Buncke le faltaba un tornillo, y que aquel «m uchacho» subnor­
mal era una víctima fácil para una brom a de este tipo. Pero tam bién la
locura y la necedad se atienen a los mitos de su época, y la prostitución
de A m sterdam tenía sin duda una dim ensión mítica para los contem ­
poráneos.
La reputación de A m sterdam como ciudad de la prostitución se
basaba tanto en el m ito como en la realidad. Los turistas hacían inva­
riablem ente una visita a una speelhuis (literalm ente casa de juego o de
baile, q u e los co n tem p o rán eo s d enom inaban tam bién Spill-house,
Spiel-house o Músico, y que a lo largo del presente libro traducim os
com o «casa de baile»). Puertas afuera, las casas de baile eran estable­
cim ientos donde se tocaba música y donde se podía bailar, com er y
beber, pero en realidad eran lugares donde las prostitutas recogían a
sus clientes y los clientes a las prostitutas. Casi todos los turistas visita­
ban tam bién la Spinhuis — el correccional de m ujeres— d o n d e las
putas condenadas a penas de prisión eran expuestas a las m iradas de
los curiosos. Estas instituciones eran tan características de la ciudad
com o los puertos, las instituciones benéficas o el prestigioso ayunta­
m iento recién construido en la plaza del Dam. La fama de Am sterdam
como ciudad de la prostitución en los siglos XVll y XVIII quizás solo sea
com parable a su reputación actual: hoy en día el Barrio Rojo es una de
las principales atracciones turísticas y los escritores y cineastas eligen
Am sterdam cuando necesitan incluir una Sodom a contem poránea en
la tram a.
Las casas de baile eran com o el barrio De Wallen — el barrio chino
de A m sterdam — en el siglo XVIII. El escritor anónim o de la novela
pornográfica ]ulie philosophe, ou le bon patrióte (París 1791) envía a
su heroína, una prostituta, a una casa de baile de Am sterdam durante
su «viaje educativo». N orm alm ente, la excusa para realizar una visita a
una casa de baile era que todo el m undo lo hacía. «Todos los viajeros
Introducción

echan un vistazo a estos antros inm undos — escribe el francés Louis


D csjobert en 1778— peces gordos, obispos y príncipes, e incluso la
duquesa d e Chartres y la princesa de Lamballe han estado allí». Según
afirma D esjobert, él mismo se encontró en una de estas casas al hijo
ticl gobernador general de las Indias O rientales holandesas. Casanova
volvió a encontrarse con un am or de su juventud convertida en regen­
ta de un prostíbulo; el Príncipe de Ligne estuvo a punto de perder la
vida en una pelea, el Príncipe Eugenio de Saboya se llevó al cónsul
Inglés para que le hiciera de guía: y todo eso sucedía en las casas de
baile am sterdam esas. En Brieven van Ahraham Blankaart (Cartas de
Abraham Blankaart, 1787-1789) una novela epistolar de las escritoras
Betje W olff y Aagje D eken, el protagonista hace un recuento de las
veces que ha acudido con sus socios comerciales venidos del extranje­
ro a las casas de baile, «sobre las cuales se tiene en el extranjero unas
ideas en exceso ligeras y lisonjeras; y a donde todos quieren ir, sea cual
Hc*a su condición o educación, provengan de Francia o de Noruega».
Para los propios habitantes de A m sterdam , y en particular para las
autoridades de la ciudad, esta reputación era motivo de vergüenza. Ya
en 1478, un decreto, cuyo objetivo era regular el com ercio sexual en la
ciudad, en u m era las quejas co n tra el negocio de la p ro stitu ció n ,
tem iendo que «si todo esto llegara a conocerse fuera de Am sterdam ,
la ciudad quedaría muy desacreditada y daría m ucho que hablar». En
los siglos XVII y XVIII este tem or se cum plió realm ente, y la p ro stitu ­
ción era un tema del que nadie quería hablar en público.
En aquel entonces, Am sterdam era la tercera ciudad de E uropa,
después de Londres y París, que descollaban muy por encim a de las
demás. En e l siglo XVII, la población de Am sterdam había experimen-
liulo un fuerte crecim iento debido a la inmigración, pasando de cerca
de 54.000 a más de 200.000 habitantes. El núm ero de habitantes cre-
i'ió aún más, hasta alcanzar los 240.000 en el siglo XVIII, pero después
de 1770 volvió a decrecer, y a finales de siglo, Am sterdam contaba con
210.000 habitantes. A la sazón, Am sterdam había tenido que ceder ya
el tercer lugar a Nápoles; sin em bargo, en lo que respecta a la riqueza,
la ciudad del río Amstel se m antenía en la cima.
La existencia de la prostitución no es de extrañar en una m etrópo­
lis com o Am sterdam ; no obstante, hay otros factores que fom entaron
la dem anda y la oferta de prostitutas. P or un lado, Am sterdam atraía a
4 Lotte van de Pol

m uchos em igrantes y a num erosos turistas, era un cen tro p ara el


com ercio y, sobre tocio, un puerto im portante, donde em barcaban y
desem barcaban m uchos miles de m arineros quienes, por consiguien­
te, tenían los bolsillos llenos de dinero que gastar. P or otro lado, entre
el pueblo llano había un gran excedente de mujeres, m uchas de ellas
inm igrantes que tenían pocas probabilidades de encontrar marido.
D esde el siglo XV, las prostitutas de A m sterdam han ejercido su
oficio en el m ism o lugar, concretam ente en la ciudad vieja, junto al
puerto. El centro de la ciudad nunca se desplazó y ha experim entado
pocos cam bios a lo largo de los siglos. Siem pre fue en ese lugar por
donde se en trab a a la ciudad, du ran te siglos en barco, y a p artir de
finales del siglo XIX, en tren. P o r consiguiente, para quien llegara a
A m sterdam , el b a rrio de p ro stitu ta s era — y es— siem pre fácil de
encontrar. A unque en la larga historia de la ciudad, la legislación y las
ideas sobre la prostitución han ido sufriendo cambios continuos, y a
pesar de que se hayan puesto a prueba todo tipo de políticas guberna­
m entales — desde la regularización hasta la prohibición, desde la tole­
rancia hasta la persecución, desde el control hasta incluso, a partir del
año 2000, la legalización— , en la práctica, la intervención gub ern a­
m ental ha sido casi siem pre m oderada. H o land a nunca ha sido un
E stad o policial, y sobre to d o A m sterdam se ha d istinguido desde
siem pre po r preferir la regulación bajo m ano y la tolerancia condicio­
nal, en lugar de la intervención directa con m ano dura. Ello ha dado a
m enudo la im presión al m undo exterior de que «en Am sterdam todo
es posible». Tam bién esta idea form a parte de la historia del mito que
rodea la reputación de Am sterdam como centro de prostitución.

I,A DIFERENCIA ENTRE PROSTITUCION Y PUTAISMO

1 lablando llanam ente, la prostitución es sexo por dinero. La defini­


ción jurídica más antigua, procedente del Codex justinianus del Bajo
Im perio Rom ano define a una prostituta (meretrix) como una mujer
que ofrece servicios sexuales públicam ente (palam omnibus) por dine­
ro (pecunia accepta) y sin distinción (sine delectu). La definición de la
palabra y — su em pleo— está vinculada a cada época y a cada cultura.
Introducción 5

Hn la H olanda del siglo xvm , encontram os alguna que otra vez el


verbo «prostituir», casi siempre con el significado de corromper, pero
el sustantivo «prostitución», con su significado m oderno, sólo
empezó a ser de uso corriente en los Países Bajos en la segunda mitad
del siglo XIX. Q uien consulte fuentes holandesas más antiguas en
busca de prostitución y prostitutas, encontrará sobre todo las palabras
hocrerij (putaísmo) y hoeren (putas), en todo tipo de composiciones y
expresiones, como hoerhtm (casa de putas), straathoer (puta calleje­
ra), hoereren (literalmente putear, en el sentido de prostituirse), hoe-
rvnwaardin (regenta de casas de putas)*.
En la Edad M oderna temprana no se hablaba tanto de «prostitu­
ción» sino de «putaísmo». El putaísmo comprendía todos los actos y
comportamientos sexuales que tuvieran lugar fuera del lecho conyu­
gal, e incluso en el lecho conyugal si el sexo tenía un carácter desmesu­
rado o si tenía un objetivo diferente al de procrear. En este sentido, el
putaísmo tenía que ver con el libertinaje y el sexo ilícito y no con el
hecho de que se pagara por mantener relaciones sexuales; éstos eran
clcinentos distintos. Ello se desprende por ejemplo de una sentencia
como la de la prostituta Annetje Jans quien, en 1667, reconoció ante el
tribunal que «era una puta y que con ello ganaba algo de dinero». Una
puta no era lo mismo que una prostituta. Cuando Hendrickje Stoffels
»(.Imite ante el consejo de Iglesias Protestantes de Amsterdam «que ha
cometido putaísmo con Rembrandt, el pintor», confiesa que compar­
te su lecho sin estar casados; en este caso no hay prostitución.
Las putas llevaban una «vida impúdica», una «vida impía», una
«vida repulsiva» y una «vida disoluta»; las regentas de prostíbulos
«»dministraban casas impúdicas» o «casas viles». Una casa de putas
era asimismo una «casa de jaleo»; los prostíbulos son el escenario de
riñas, alboroto, borracheras y libertinaje, en ellos se arma bulla; estas
casas molestan a los vecinos y dan mala fama al barrio.

* [N. de la T.]: Debido a las diferentes circunstancias históricas y culturales entre los
piiíscs, las traducciones no siempre coinciden, pues el papel de la mujer en la vida públi­
ca en Holanda era diferente que en España. Por ejemplo, mientras en Holanda muchas
lie las «casas de putas» eran regentadas por mujeres, en los textos españoles de la época
encontramos las «casas de mancebía» que eran regentadas por «padres de la mance­
bía», mientras que el papel de la mujer en el negocio parece limitarse al de alcahueta.
Lotte van de Pol

Si en neerlandés una «hoer» o puta era una mujer moralmente mala,


un pol era un hom bre m oralmente malo, podía ser un libertino, el
amante de una puta o de una mujer casada, un putero, aunque también
un proxeneta, un alcahuete, un chulo o «padre de mancebía». Existían
nombres comparables como «plug» — el «rufián» castellano— , que
además de chulo de putas significaba canalla, libertino y grosero. Seme­
jantes tipos pululaban por supuesto alrededor de las putas. En las casas
de baile y en los prostíbulos de la peor calaña se hablaba la «lengua de
los rufianes o ladrones» y la gente se entregaba a «bailes de rufianes».
Sin embargo, hay que tener muy en cuenta que en todos estos casos se
trata de palabras que expresan relaciones morales y no económicas.
Esta terminología tan poco precisa en lo que respecta al libertinaje,
al escándalo público y a la ausencia de orden y piedad es típica del
siglo XVII. A partir de 1675 la palabra «puta» va adquiriendo cada vez
más dos significados: el de mujer libertina y el de prostituta, un doble
significado que sigue estando vinculado en nuestros tiempos al insulto
«puta». En el siglo XVIII, las palabras adquieren una mayor precisión,
son más unívocas y también más neutrales. Después de 1750, en los
tribunales se sigue hablando de «puta» y «mujer de mala vida» o «de
mal vivir», pero también se ponen de moda los términos «mujer de
vida ligera», «mujer de vida alegre», junto a «mujer de placer» a la
hora de referirse a las prostitutas.
El cambio también se advierte en el modo en que las prostitutas
describen sus propias actividades. En 1658, Anna Jans admite ante el
tribunal «ejercer de puta en algunos mesones y tabernas, reconoce
haber ganado dinero en diversas ocasiones con el concúbito». En
1727, Anna Ringels responde afirmativamente a la pregunta de «si
admite que ha concebido un hijo sin estar casada y que por ello es una
puta infame», confirm ando así una noción de puta que por aquel
entonces ya empezaba a quedar en desuso. En 1782, Magdalena Beelt-
houwer confiesa que se gana la vida como «mujer ligera». Cuando los
magistrados le preguntan qué entiende ella por mujer ligera, Magdale­
na contesta: «Alguien que ha de ganarse el sustento yaciendo con
cualquiera, y que para ello sale de noche a la calle, a fin de tener oca­
sión de ejercer de puta». La terminología empezaba a cambiar, y el
acento pasa de libertinaje (como conducta inmoral) a prostitución
(como medio de sustento).
Introducción 7

Por supuesto, la prostitución no es únicam ente una cuestión de


palabras y definiciones. D urante todo aquel periodo, la realidad del
«putaísmo público» se hacía sentir de diversas maneras: como negocio
en la ciudad, como sustento para las mujeres y como problema para las
autoridades. Aunque durante mucho tiempo, los tribunales de justicia
de Amsterdam utilizaron en los interrogatorios términos tan amplios
como «putas» y «vida indecente», las condenas establecían una distin­
ción entre prostitución, adulterio y libertinaje. También en la biblio
grafía jurídica se establecía esta distinción, sobre todo cuando se
utilizaba como base el Derecho romano. El manual de consulta jurídi­
co, H et Rooms-Hollands-Regt (el Derecho romano holandés), dice que
sólo han de ser castigadas con el destierro las «putas públicas, que com­
parten su cuerpo con cualquiera sin distinción, por sucio dinero».

LAS FUENTES

Si bien es cierto que la prostitución ha apelado siempre a la imagina­


ción del público en general, el negocio en sí se ha desarrollado siempre
al margen de la sociedad. En aquella época, la mayoría de las mujeres
que vivían de la prostitución eran incapaces de reflejar por escrito sus
vivencias, por otra parte tampoco lo deseaban, pues su negocio era ile­
gal y sus clientes tenían m ucho interés en que todo sucediera con la
mayor discreción posible. Por consiguiente, no disponemos de infor­
mación de «primera mano» y solemos ver la prostitución a través de los
ojos de otros — escritores sensacionalistas, moralistas, clérigos o funcio­
narios de la policía— y leemos sobre las prostitutas en los escritos por­
nográficos, los textos jurídicos y los registros de las casas de acogida
para mujeres descarriadas que querían enmendarse o muchachas a las
que se apartaba de forma más o menos violenta de la prostitución. Por
consiguiente, la historiografía de la prostitución trata sobre todo de la
legislación y de las ideas. Si bien la imagen de la prostitución suele estar
bien documentada, la realidad lo está bastante menos.
Sin embargo, disponemos de un núm ero llamativamente elevado
de fuentes sobre la prostitución en Am sterdam en los siglos XVII y
XVIII, que reflejan tanto la imagen como la realidad. A partir de 1578,
Lotte van de Pol

cuando A m sterdam pasó del bando católico al protestante a raíz de la


Sublevación contra los españoles, se prohibió rigurosam ente la prosti­
tución y ésta fue objeto de persecución judicial. La criminalización y
el enjuiciam iento de la prostitución quedaron reflejados en los archi­
vos judiciales. Los procesos entablados por el tribunal de Am sterdam
contra las prostitutas y las regentas de prostíbulos se registraban en
los libros de confesiones de los presos, los libros en los que se anotaban
las declaraciones (literalm ente «confesiones»). Los libros de confesio­
nes se m antuvieron hasta 1811, m om ento en que se cam bió de siste­
ma. Para empezar, se anotaba el nom bre, la edad, la profesión, el lugar
de nacim iento, el delito, la posible reincidencia y la condena de todas
las personas juzgadas, es decir, tam bién de las putas, y de las regentas
y los regentes de prostíbulos. Esta inform ación constituye un buen
punto de partida para hacerse una idea global de este grupo de perso­
nas, pero los demás datos y relatos que aparecen en las declaraciones,
conform an adem ás una valiosa fuente de inform ación sobre la reali­
dad de la prostitución.
Los libros de confesiones constituyen la principal fuente del p re ­
sente libro, se trata concretam ente de las «confesiones» de casi 9.000
pro stitu tas y regentas de prostíbulos que fueron som etidas a juicio
en tre los años 1650 y 1750, lo cual representa una quinta p a rte de
todos los delitos enjuiciados a lo largo de estos cien años. Asimismo,
se ha recurrido a otros archivos, incluidos los archivos judiciales de La
Haya, que se han utilizado a m odo de com paración. En el Anexo I se
ofrece una relación de los mismos.
A parte de los libros de confesiones, han llegado hasta nosotros
decenas de informes y notas de las visitas que viajeros extranjeros rea­
lizaron a las casas de baile y al correccional de m ujeres (Spinhuis),
recogidos en crónicas de viajes, diarios, m em orias y cartas, en los que
queda reflejada la reputación de Am sterdam com o ciudad de la pros­
titución. E ste tip o de escritos contribuyó tam bién a fom entar esta
im agen. Los diarios de viaje p ro p o rc io n an inform ación co ncreta
sobre los precios, la decoración y los horarios, pero sobre todo nos
dan una idea de cóm o evolucionaron la imagen y las ideas sobre la
prostitución. En ellos se pueden seguir tam bién, entre líneas, las dis­
cusiones sobre la política gubernam ental en m ateria de prostitución
que se silencian en los escritos holandeses de la época.
Introducción

En el propio país, Amsterdam también era considerada, por exce­


lencia, como la ciudad de las putas, y esto se nota sobre todo en el ter­
cer tipo de fuente: los relatos de ficción. Entre ellos se pueden incluir
MÍmismo las artes pictóricas. En la pintura holandesa del siglo XVIl,
llH escenas de prostíbulos eran muy populares. G randes artistas como
jen Steen, Johannes Vermeer y Cferard van H onthorst, y m aestros
m enores com o H en d rick Pot, pintaron cientos de «prostíbulos»,
«alcahuetas», «proposiciones indecentes» y «robos en un prostíbulo»
(véase ilustración 11). Estos cuadros no están vinculados a un deter­
minado lugar, sin embargo, hubo dibujantes como Cornelis Troost y
Thomas Rowlandson, así como muchos artistas anónimos, que inm or­
talizaron precisamente la prostitución de Amsterdam. En la literatura
popular abundan las putas, las regentas de prostíbulos, los prostíbulos
y las casas de baile de Amsterdam. Hay cientos de sainetes, obras en
prosa, cancioneros, libelos y otros escritos que describen el com porta­
miento sexual indecente, el putaísmo y la prostitución; y la mayoría de
ellos se desarrolla en Amsterdam. En las novelas picarescas, relatadas
en prim era persona, el protagonista narra las vicisitudes de su vida,
cómo consigue sobrevivir ayudado por su ingenio y confiando en la
Dama Fortuna: la suerte; a m enudo se trata de aventuras sexuales en
las que las putas y la prostitución de Amsterdam suelen desempeñar
un papel importante. Ejemplo de estas novelas son De Amsterdamsche
iJchtmis, o f Zoldaat van Fortuin («La libertina de Amsterdam, o sol-
ilado de la Fortuna») hacia 1731 y De Ongelukkige Levensbeschryving
van een Amsterdammer, Zynde een heknopt verhaal zyner ongelukken
(«La desgraciada vida de un amsterdamés, o bien una narración con­
cisa de su infortunio») de 1775.
También hay libros que tienen como único tema la prostitución. El
más extenso de ellos es sin duda H et Amsterdamsch Hoerdom, behehen-
de de listen en streeken, daar zich de Hoeren en Hoere-Waardinnen van
dienen; benevens der zelver maniere van leeven, dwaaze bygelovigheden,
en i n t algemeen alies 't geen by dese Juffers in gebruik is («El putaísmo
de Amsterdam, que contiene los ardides y artificios a los que recurren
las putas y las regentas de prostíbulos; así como su estilo de vida, sus
necias supersticiones y en general todo lo que es usual entre estas dami­
selas» [véase ilustración 6]). El libro anónimo se publicó en Amsterdam
en 1681, seguido inmediatamente por una edición francesa: Le putanis-
10 Lotte van de Pol

m e d ’Am sterdam («El putaísm o de Am sterdam »), A lo largo de cien


años se publicaron al menos diez ediciones holandesas: en 1681, 1684,
1687, después en 1700, 1756, hacia 1760,1765, 1775 y 1782. En 1694 se
publicó una versión plagiada, que contenía ilustraciones copiadas y un
texto m ucho más obsceno. En 1754 apareció una traducción alemana,
Das Amsterdamer Htiren-Lehen («La vida de las putas de Amsterdam»).
Dadas las num erosas ediciones, traducciones y referencias, es muy p ro ­
bable que hubiera en circulación muchos ejemplares de este libro.
En H et Am sterdamsch Hoerdom, un hom bre procedente de R ot­
terdam — la eterna rival de A m sterdam — explica lo que oye decir a la
gente sobre las casas de baile de Am sterdam, durante su viaje en b ar­
caza hacia esta ciudad. D espertada su curiosidad, una vez tram itados
sus asuntos, decide asomarse por ahí. Para ello no necesita dar ni un
solo paso. En sueños se le aparece el diablo que le guiará en un reco­
rrido por las casas de baile y los prostíbulos, desde las casas de baile
más elegantes hasta las tabernas más miserables. Tanto el protagonista
com o su guía, el dem onio, son invisibles, y por consiguiente pueden
oírlo todo y entrar en todas partes (véase ilustración 3). El guía sabe la
resp u e sta a to d a s las p reg u n ta s. E n ocasiones, las infam ias y los
engaños de que son testigos son tan espantosos que incluso llegan a
horrorizar al diablo. Al despertarse, el protagonista declara haberse
curado definitivam ente de su deseo de ver el putaísm o de Amsterdam.
Las descripciones son tan vivas y detalladas, que sugieren que el
autor anónim o lo observó todo con sus propios ojos. El escritor está
asom brosam ente bien enterado. Esboza correctam ente la política de
enjuiciam iento de la época e incluso su trasfondo histórico. La organi­
zación y las transacciones económ icas que describe dentro de la pros­
titución corroboran lo que contaban las m ujeres ante el tribunal. Heí
Amsterdamsch Hoerdom constituye p o r ello una buena fuente com ple­
m entaria de la historia de la prostitución en Am sterdam.
El libro D ’Openhertige ]uffrouw, o f d'O ntdekte Geveinsdheid («La
doncella franca o la hipocresía desenm ascarada», 1689 [segunda parte
en 1699]) es la «autobiografía» de una elegante prostituta de A m ster­
dam. Se trata de una obra popular, escrita en tono irónico, que fue ree­
ditada en num erosas ocasiones y tam bién traducida. E ntre las obras
del siglo XVIII se encuentran Den opkom st en val van een koffihuys
nichtje («La ascensión y caída de una cam arera», 1727) de Jacob
[ntroclucción I I

Oampo Weyerman; esta novela es asimismo la «autobiografía» de una


mujer ligera que acaba ejerciendo de prostituta. O tro libro es Boerever-
htal van geplukte Gys, aan sluuwe jaap, ivegens zyne Amsterdamsche
7iWÍi‘rpartij, o f samenspraak tusschen hun heiden, over de heedendaags-
chc speelhuizen, mehjes van plaizier en derzelver aanhang, door cenen
Idefhehber der Dichtkunst in rym gehragt («Historia narrada por Gys,
el campesino desplumado, al astuto Jaap, sobre sus excesos en Amster-
tlam o bien el coloquio entre ambos sobre las casas de baile, las muje­
res de placer y demás gentuza, puesto en rima por un amante de la
|«x;sía», publicada en torno a 1750). En esta novela, el campesino Gys
relata a su hermano Jaap, cómo las putas y regentas de prostíbulos le
robaron su dinero y su salud. Por último. De Amsteldamsche Speelhui-
Zfn («Las casas de baile de Amsterdam», 1793) ofrece una descripción
(le la prostitución por medio del eficaz m étodo de un diálogo entre
una persona curiosa e inocente y otra experimentada.
Ante todo, la literatura constituye una fuente importante de ideas y
actitudes, pero también nos habla de las historias y los tópicos de aque­
lla época. Sin embargo, los libros como H et Aimterdamsch Hoerdom
también debían su éxito al hecho de que reflejaran la realidad. Por ello,
hí se utilizan de forma crítica, los textos literarios pueden ilustrar, expli- ^
car, confirmar y complementar las fuentes de los archivos. También los
«prostíbulos» y las «alcahuetas» de la pintura representan escenas que
hacen referencia a la prostitución de su época.
Todas las fuentes presentan posibilidades, pero también dificulta­
des. Los libros de confesiones muestran en esencia lo que la justicia
definía, perseguía y por último registraba como «putaísmo». Incluso
en los interrogatorios más extensos dependemos de las preguntas for­
muladas por el tribunal. Además está el problema de la representativi-
dad: no todas las prostitutas eran arrestadas y segtiramente los libros
de confesiones nos ofrecen sobre todo una imagen de las putas públi- *
cas y pobres.
Asimismo hay que poner en tela de juicio las historias que contaban
las detenidas: salvo si eran ¡nocentes y podían demostrarlo, las acusadas
tenían interés en dar una imagen lo más favorable posible, en tergiver­
sar los hechos y, en último extremo, en mentir. Y sin duda lo hicieron.
Muchos alegatos eran meros pretextos y muchas historias contienen
mentiras, pero esto no significa que las declaraciones carezcan de utili-
12 Lotte van de Pol

dad. Las acusadas no se limitaban a contar al tribunal mentiras o verda­


des a secas, sino sobre todo «historias». Aunque no m intieran conscien­
tem ente, las acusadas debían de transform ar los sucesos sobre los
cuales eran interrogadas por el tribunal hasta convertirlos en una histo­
ria que causara buena impresión a los jueces, pero que, al mismo tiem ­
po, tuvieran sentido para ellas. Estas historias habían de ser plausibles,
es decir, debían encajar en su época y cultura, y tenían que ser creíbles
en aquel contexto. Provienen de la realidad, aunque tam bién son fruto
de las fantasías y los mitos colectivos de aquella época. La declaración
de Anna Isabe Buncke, descrita al principio de la presente introduc­
ción, constituye un buen ejemplo de este tipo de historias.
A m enudo, las crónicas de viajes nos dicen tanto sobre los viajeros
com o sobre los holandeses. Las crónicas nos dan cuenta, p o r ejemplo,
de que los franceses consideraban que la com ida holandesa era asque­
rosa y que las m ujeres vestían mal; por su parte, los alemanes observa­
ban q u e los holandeses se p reo c u p a b a n poco de su honor, y los
ingleses se quejaban de que les estafasen. Los ingleses y los holandeses
tenían m ucho en común y m ucho que ver unos con otros, pero sentían
una profunda aversión m utua; a m enudo los ingleses consideraban a
los holandeses com o com petidores y enemigos. Para los viajeros fran­
ceses con cierta erudición, la H olanda del siglo XVIII era un ejem plo a
partir del cual los filósofos de la Ilustración m odelaron sus diseños de
una sociedad mejor. Los alemanes, que estaban maravillados con todo
lo que veían en la H o lan d a del siglo X V ll, se liberarán un siglo más
tarde de su com plejo de inferioridad y juzgarán con dureza las defi­
ciencias morales que detectaban en el país vecino.
Los extranjeros que llegaban a H olanda pocas veces conocían el
idioma, hablaban poco con los holandeses y dependían de otros com ­
patriotas que estuvieran dispuestos a hacerles de guía. Se preparaban
leyendo crónicas de viajes; casi todos llevaban una guía de viaje en el
bolsillo. Las crónicas estaban influenciadas po r estas guías de viaje, y
éstas, a su vez, se copiaban unas a otras. La consecuencia es no sólo que
los viajeros visitaban siem pre los m ism os lugares, sino tam bién que
reaccionaban de la misma m anera al verlos e incluso utilizaban las m is­
mas metáforas. De este m odo, repetían una y otra vez que Am sterdam
era una ciudad «rica en habitantes» y «rica en embarcaciones», y que el
puerto era un «bosque de mástiles».
In tro d L

De hecho, no existe una línea divisoria clara entre las fuentes litera-
rlus y pictóricas «ficticias» y las fuentes «verídicas» de los archivos,
(luda tipo de fuente contiene prejuicios y estereotipos. Tanto los archi­
vos judiciales, la literatura popular, los diarios de viaje como las ilustra­
ciones han de tomarse en serio como fuente para la historia de la
prostitución, aunque es esencial verlas en relación entre sí: las fuentes
ho son únicamente de diferentes tipos, sino que también ofrecen infor-
OlHción desde distintas perspectivas. Cada una de ellas ofrece una ima­
gen diferente, a veces incluso contradictoria, de la prostitución.
Por último, en sí mismas las fuentes forman parte de la historia. Los
(liiirios de viaje no sólo dan fe de la reputación de la ciudad, sino que
«ilcmás convirtieron la prostitución en su principal atracción. Los textos
literarios, así como las ilustraciones, pertenecen a la realidad material y
por tanto a la historia de la prostitución. Evidentemente, la prostitución
ofrecía un valioso material — aunque fuera adaptado y tergiversado—
pura escribir libros con los cuales se podía ganar dinero.
Sobre todo la novela Het Amsterdamsch Hoerdom ejerció una gran
Influencia sobre la realidad. Este libro impulsó a muchas personas
procedentes de la élite a visitar las casas de baile; y gracias a la edición
francesa, también acudieron extranjeros. A su vez, a través de sus des­
cripciones y cartas, estos turistas pusieron de moda la idea de que un
recorrido por Amsterdam no era completo sin una visita a una casa de
baile. Los libros incitaban a los clientes a visitar las casas de baile, por
lo cual estas casas podían mantenerse; los libros crearon expectativas,
que luego los dueños de las casas de baile se encargaron de satisfacer,
l’or consiguiente, una parte de la realidad fue creada por la propia fic­
ción.
1. « L a 1-SCUELA SUPF.RIOR DR PUTAÍSMO RSTÁ RN A m STRRDAM».
P r o s t it u t a s , p r o s t îr u i ,o s y c a s a s d r b a ii ,r

En los siglos XVII y XVIII, la metrópolis y la ciudad mercantil y portua­


ria de Amsterdam tenían una extensa red de prostitución. En Londres
y París la cosa no era distinta y los contemporáneos se formulaban a
menudo la pregunta de en cuál de ellas era más grave la prostitución.
«París», solía ser la respuesta, pero los franceses, a quienes por lo visto
molestaba la reputación de su ciudad, hacían lo posible por restarle
importancia a este hecho. «Amsterdam es quizás la ciudad más liberti­
na del mundo, sólo París es peor», escribe el francés Jean François
Regnard en 1681. «En una ciudad tan grande y tan densamente pobla­
da, donde circula tanto dinero debido al comercio, el libertinaje ha de
ser por fuerza desmedido», observa un compatriota suyo casi un siglo
más tarde, «aquí hay tantas mujeres de vida alegre como en Londres y
París».
¿Qué envergadura tenía la prostitución en Amsterdam? Incluso en
lo que se refiere a la prostitución actual, las cifras acerca de este grupo
profesional que trabaja preferiblem ente en la clandestinidad son
meras estimaciones. Esto sucedía aún en mayor medida en los prime­
ros tiempos de la Edad Moderna (1500-1800), cuando la burocracia y
el registro de personas eran aún incipientes y cuando apenas se esta­
blecía distinción entre «prostitutas» y «putas», es decir, mujeres licen­
ciosas. Las estimaciones en este sentido son muy poco fiables. Los
escritores sensacionalistas y los pornógrafos suelen mencionar cifras
exageradamente altas; también los indignados predicadores protes­
tantes y los preocupados funcionarios de policía tenían sus razones
para amplificar la magnitud de la prostitución.
En el caso de Amsterdam no disponemos de datos, ni siquiera de
estimaciones serias, sobre el periodo anterior a 1811. El primer regis­
16 Lotte van de Pol

tro oficial de prostitutas no tuvo lugar hasta el siglo XIX, concretamen­


te entre los años 1811-1813, cuando los Países Bajos estaban anexio­
nados al Im perio francés. En el prim er recuento se registraron
aproximadamente 500 mujeres, cifra que más tarde ascendió hasta
700. En 1816, había unas 800 prostitutas conocidas por la policía. Es
posible que el número de prostitutas fuera entonces inferior al de los
siglos XVII y xvill, pues corrían malos tiempos para la ciudad: la eco­
nomía, el comercio y la navegación se hallaban en una situación de
estancamiento duradero, mientras que el número de habitantes había
descendido hasta 180.000.
En los libros de confesiones podemos encontrar un número con­
creto de prostitutas. P or ejemplo, en los tres años com prendidos
entre 1696 y 1698, 450 mujeres comparecieron ante los tribunales
bajo la acusación de ser prostitutas, y muchas de ellas fueron enjui­
ciadas en repetidas ocasiones. En realidad tuvieron que estar involu­
cradas más mujeres, teniendo en cuenta que no todo el m undo caía
en manos de la policía y puesto que en aquellos años se dejaba en
paz a las putas callejeras. En la misma época, fueron arrestados 110
organizadores: 91 m ujeres y 19 hom bres. La policía registró 98
prostíbulos y 18 casas de baile, sin embargo en 25 de los prostíbulos
y 10 de las casas de baile, la policía se limitó a arrestar a las prostitu­
tas.
Es posible que el número de prostitutas haya sido mayor durante
algunos periodos, pero parece realista calcular que entre 1650-1800
hubo, por lo menos, entre 800 y 1.000 prostitutas, aunque quizás
más, frente a una población de más de 200.000 habitantes. La histo­
riadora francesa Erica-Marie Benabou calculó que en el París de la
segunda mitad del siglo XVIIl — cuando la ciudad contaba con
600.000 habitantes— trabajaban entre 10.000 y 15.000 prostitutas a
jornada completa y a media jornada. En el primer registro realizado
en 1810, se contaron 19.000 prostitutas. En Londres, no se efectuó
ningún registro de las prostitutas, pero en 1758, el comisario de
policía inglés, Saunders Welch, calculó que el número de «common
prostitutes» en la ciudad era de 3.000, frente a una población de
675.000 habitantes. Visto así, Amsterdam y Londres tenían relativa­
mente la misma cantidad de prostitutas. Sin embargo, París se lleva­
ba la palma, algo que coincidía con la opinión general de la época.
«La escuela superior de putaísmo está en Amsterdam» 17

Tipos de prostitutas

En el libro Boereverhaal van geplukte Gys, aan sluuwe ]aap, wegens


zyne Amsterdamsche zwier-party («Historia narrada por Gys, el cam­
pesino desplumado, al astuto Jaap, sobre sus excesos en Amster-
dam»), se distinguen cuatro tipos de putas. Se trata de una
clasificación simple y corriente: las mantenidas, las mujeres que viven
en «casas de citas discretas», las que se jactan abiertamente de ser
putas y las putas callejeras. El libro compara a las mujeres licenciosas
con animales: caballos, gatos y gallinas:

Con las putas pasa com o con los caballos:


Están las yeguas pecheronas,
y ésas en la calle son las busconas;
los caballos que tiran de un coche,
son las que bailan en las casas de noche;
los caballos de carruajes y carrozas,
son las gallinitas de las casas discretas;
y los caballos de montar son las que mantenidas,
fingen ser tan honestas com o las mujeres casadas.

1.a clasificación sigue la acostumbrada jerarquía en la que una


prostituta tiene más categoría y pide más dinero a medida que atiende
a menos clientes y es menos visible en público. Sin lugar a dudas, las
propias prostitutas aceptaban esta clasificación por categorías, como
atestiguan las protestas de las mujeres arrestadas de «que no se dejaba
usar por cualquiera, aunque sí por un particular» o que no hacía la
calle sino que «sólo la llaman de vez en cuando para hacer de puta en
las casas de citas discretas», o que «era en efecto una puta, pero no
una puta callejera». La que tenía pocos clientes o podía permitirse el
lujo de rechazar clientes, tenía más categoría que una «puta de todos»
o una «grandísima puta».
Una clasificación de este tipo sugiere un mundo con unos límites
más claros de los que tenía en realidad. Al igual que todos los que
subsistían en la parte inferior de la sociedad preindustrial, una prosti­
tuta tenía que aprovechar cualquier oportunidad para ganar algo de
dinero. La mayoría de los arrestos tenían que ver con prostitutas pro-
18 Lotte van de Poi

fesionales que vivían en un prostíbulo o en una casa de baile. Si


embargo, entre líneas leemos que también había mujeres que vivía
independientemente o que aún residían en la casa paterna, y que c
día trabajaban, pero de noche hacían de vez en cuando la calli
acudían a las casas de baile o se dejaban recoger para ejercer la prost
tución.
En el siglo XVII, se solía llamar «nachtloopsters» (busconas noctu
ñas) a las mujeres que eran arrestadas en la calle, es decir: mujeres qr
se paseaban por las calles a una hora en que las mujeres decentes esti
ban en casa. Sin embargo, no todas las «nachtloopsters» eran prostiti
tas que hacían la calle. En el siglo XVII, sólo una quinta parte de 1í
prostitutas eran arrestadas en la calle; después de 1710 pasó a ser ur
tercera parte. Entonces se dio en llamar a las mujeres que hacían
calle «putas de la calle» o «kruishoeren». Las kruishoeren se paseaba
por la «kruisbaan», una zona de la ciudad donde se ejercía la prostiti
ción callejera. Por ejemplo, desde el siglo xvill hasta el siglo XX, la Ka
verstraat fue una kruisbaan.
Las prostitutas callejeras se llevaban a m enudo a sus clientes
casa. En Amsterdam había relativamente poca prostitución al aii
libre, menos, por ejemplo, que en La Haya, ciudad en cuyo centi
había un gran parque (el Bosque de La Haya o Haagse Bos) que con
tituía una zona «natural» para la prostitución callejera. En la dens
m ente edificada ciudad de Amsterdam, las mujeres que ejercían
prostitución al aire libre tenían que resguardarse con sus clientes e
callejones o en pórticos, donde corrían el riesgo de ser descubierta
Durante e l siglo XVII, la fábrica de ataúdes junto al río Amstel se u1
lizó a m enudo para practicar el sexo nocturno, en el siglo XVIII,
Plantage (Plantación) — unos jardines que acababan de instalar:
dentro de las nuevas murallas de la ciudad y donde aún no se hab
edificado— eran utilizados frecuentemente para ejercer la prostiti
ción al aire libre. Pero por lo general, la prostitución en Amsterda
tenía lugar dentro de las casas.
Hay dos tipos de «putas callejeras» que, si bien compareciere
ante los tribunales, no he incluido entre las prostitutas. Entre las pi
meras se encuentran las mujeres para las cuales abordar a un homb
era una forma encubierta de mendicidad, las alcoholizadas que hacú
cualquier cosa por conseguir bebida, las mujeres mayores que esper
« I,a escuda superior de putaísm o está en A m sterdam »

ban de esta manera conseguir algo de dinero, las vagabundas demen­


tes que dormían en plena calle, debajo de un puente o en las «secretas
públicas» (retretes) y de quienes los hombres podían abusar fácilmen­
te. De los pocos casos que aparecen en los libros de confesiones, es
imposible tlcducir cuántas de estas infelices había en la ciudad; apare­
cieron sobre todo en el siglo xvill y su aumento constituye uno de los
muchos indicios de la pauperización de los grupos más débiles de
aquella época. La policía no las consideraba prostitutas, sino más bien
personas non gratas a las que, de no ser acogidas por la familia, se pre­
fería expulsar de la ciudad.
El segundo grupo está compuesto por mujeres que, con el pretex­
to del sexo, arrastraban a los hombres hasta un callejón oscuro o a
una siniestra taberna para luego desvalijarles. Aunque en ocasiones
mantenían relaciones sexuales con los hombres, la justicia no las con­
sideraba prostitutas sino ladronas, y uno de los trucos que tenían
estas mujeres para robar a sus víctimas era hacerse pasar por puta.
Contaban siempre con la ayuda de cómplices, a menudo hombres de
la peor calaña. Solían formar parte del hampa, como demuestran sus
largos historiales delictivos, sus relaciones y su parentesco con crimi­
nales tristemente famosos. Por lo general se les reconoce por sus apo­
dos como Mujer del Tajo, Susan la de los Dientes, Dirkje la Bizca, la
Perra de Den Bosch o Leen la Perra Braca. Son los típicos apodos del
hampa, que a veces hacen referencia a un aspecto repulsivo, y otras a
las cicatrices en el rostro conseguidas en este entorno. En Het Ams-
terdamsch Hoerdom, escrita en primera persona, el protagonista se
pregunta cómo «semejantes monstruos» pueden encontrar clientes,
pero su guía, el demonio, sabe la respuesta; una mezcla de oscuridad,
lujuria y embriaguez. Las víctimas de estas mujeres no solían acudir a
la policía. Este tipo de «prostitución» salía a la luz sobre todo duran­
te los interrogatorios de grupos de ladrones, en que los acusados
delataban a sus camaradas a fin de conseguir una reducción de sus
condenas.
y>() 1,otte van de Pol

( '.ortcsunas y mantenidas

lól sedimento superior del mercado de la prostitución queda en grar


medida al margen de los libros de confesiones. A fin de cuentas laí
«entretenidas» y las «cortesanas» podían permanecer más fácilmente
fuera de las manos de la policía que las prostitutas. En Amsterdam, las
cortesanas y las queridas apenas podían mostrarse en la vida pública
Esta era una diferencia por ejemplo con París, donde este tipo de
mujeres podía hacer abiertamente una carrera profesional. Algunos
viajeros franceses escriben acerca de la ausencia de estas mujeres en 1¡¡
vida pública. «En todo Amsterdam sólo hay una o dos mantenida;
con carruaje y sirvientes», explicaba por ejemplo Guillaunie le Féburt
en 1780, «y ni siquiera hacen alarde de ello. Otras son mantenidas dt
forma modesta y le sirven de distracción a un mercader, pero lo hacer
en secreto y uno sólo puede especular al respecto».
En los Países Bajos, sólo La Haya parece haber tenido una tradiciór
en este tipo exclusivo de prostitución. La composición de la élite dt
esta ciudad era diferente a la de Amsterdam. La corte de los Orange
las embajadas y legaciones, y la presencia de la aristocracia procedente
de diferentes países junto con el aparato que ello traía consigo, signifi
caba que en La Haya existía un mercado para las «cortesanas». En \ í
literatura existen pocos datos sobre las actrices, un grupo que en Ingla
térra y Francia constituía una reserva de queridas y mantenidas. A par
tir de 1655, el teatro de Amsterdam empezó a admitir mujeres entre lo;
actores, pero a pesar de la fama de inmoral que tenía la farándula, la;
actrices del siglo XVII no parecen haber tenido una mala reputación. Er
la segunda mitad del siglo XVIII, se mencionaba de un tirón a las «actri
ces y mujeres de vida alegre» y a las «comediantas y putas». Sin embar
go, es nuevamente un francés, Denis Diderot, quien dice que la;
actrices holandesas eran decentes: al parecer veía, o quería ver, un con
traste con las actrices parisinas.
Pero, también en Amsterdam había mantenidas o «entretenidas»
A parte de las «putas públicas», en los prostíbulos vivían a vece:
«señoritas que eran mantenidas». Con regularidad, una mujer aban
donaba un prostíbulo después de que un hombre, que estaba dispues
to a mantenerla, hubiera pagado sus deudas. Luego podía ponerle unt
« L a escuela superior ele putaísm o está en A m sterdam » 21

«habitación» dentro o fuera del prostíbulo. Por ejemplo, el amante de


Giertje Gijers le «dedicaba» en 1749, 6 florines a la semana para el
alquiler de una habitación, pero también la enviaba a un maestro
«para que le enseñara modales» y para que aprendiera a escribir y a
contar.
Un ejemplo de una mantenida de este tipo es Maria de Somere, de
diecinueve años. En 1658, fue detenida cuando arrestaron a la regenta
del prostíbulo, Lijsbeth Pieters. Lijsbeth había ayudado (por cierto,
sin que nadie se lo pidiera) a apagar un incendio en una casa y mien­
tras tanto había aprovechado la ocasión para robar joyas. La policía
encontró a Maria en la cama con un joven y por ello se la llevaron. La
chica contó que su padre era boticario en Gante, pero que medio año
antes, el hijo de un mercader la había seducido en Amberes y «le
había puesto una habitación». Después de pasar por La Haya, había
ido a parar a Amsterdam con el hombre con quien en aquel momento
yacía en la cama. Maria explicó que «no le había hecho promesas
matrimoniales» y que tenía intención de «ponerle una habitación» en
la ciudad. Las prostitutas procedentes del sur de los Países Bajos
narraban a menudo historias parecidas. Así, una joven bruselense
contó que, dos años antes, «un noble español había abusado de ella y
la había mantenido» en Bruselas. A la sazón, ella residía en una casa
de baile de Amsterdam. Según los relatos de las mujeres, el primer
seductor solía ser un noble u otra persona importante.
Las «gatitas o gallinitas de habitación en casas de citas discretas»,
que recibían a un número limitado de hombres en sus propias casas,
son seguramente del mismo tipo que las 66 «ninfas que conozco», que
pueden encontrarse en una lista manuscrita de origen poco claro, ela­
borada en torno a 1675. «Anna de Zelanda que vive junto al canal de
Herengracht», «Antje la hija de la comadrona de la Reestraat» y «la
señorita Groenhoven que vive al principio de Leidsegracht» serían las
homólogas en la vida real de la ficticia D’Openhertige Juffrouw («La
doncella franca», 1689), quien, en sus supuestas memorias, habla de la
vida y los ardides de semejantes mujeres. Éstas también aparecen en
los archivos notariales.
Sin embargo, las «ninfas» dejaron relativamente pocos rastros en
los libros de confesiones. Sólo se arrestaba a las que causaban alboro­
to público, como le sucedió en 1707 a Celitje Andries de Amsterdam.
22 L o tte van d e P o l

Celitje vivía encima de una sastrería, en una habitación donde recibía


a su amante, un hombre casado. Una noche, éste se topó inesperada­
mente con otro cliente, tras lo cual montó en cólera y lanzó los trastos
de Celitje escaleras abajo. Ella llamó a la guardia para que la protegie­
ra y acabó detenida.

M ujeres y hombres en la organización

La organización de la prostitución en Amsterdam estaba en gran


medida en manos de las mujeres. Menos de uno de cada cinco proce­
sos judiciales (es decir, el 17%) incoados contra prostíbulos tenía que
ver con un hombre. Más de la mitad de las regentas de los prostíbulos
vivían solas, mientras que los regentes tenían casi siempre una mujer a
su lado que trataba con las prostitutas y administraba la caja. Cuando
una pareja era condenada por regentar un prostíbulo, el hombre solía
recibir la condena más leve. Muchos afirmaban ante el tribunal que no
tenían nada que ver con el prostíbulo o incluso que no sabían nada al
respecto «porque dejaba que su mujer mandara en casa».
Ante los tribunales apenas comparecían chulos; y resulta significa­
tivo que ni siquiera existiera una palabra que los designara unívoca­
mente. Alguna que otra vez se enjuiciaba a un «protector de putas»,
un hom bre a quien las putas callejeras pagaban para que les echara
una mano en caso de necesidad. Y en el siglo XVIII, algunas prostitutas
tenían un hombre al que llamaban su «querido», con quien convivían
y con quien compartían sus ganancias.
Tanto en el hogar como en la empresa, los hombres y las mujeres
tenían sus propias tareas y responsabilidades. Las mujeres se ocupa­
ban de la casa —como la limpieza, la comida y la ropa— y vigilaban al
personal femenino. Los asuntos económicos del hogar y, por consi­
guiente, tam bién de los pequeños negocios fueron durante mucho
tiempo cosa de mujeres. Por el contrario, el hombre se encargaba de
los mozos y, de puertas afuera, era el cabeza de familia; representaba
la autoridad.
Para la regenta de una casa de putas era práctico tener a un hom ­
bre en casa — pues, por ejemplo, un hombre podía alquilar una casa
con mayor facilidad que una m ujer— , pero las mujeres eran muy
« L a escuela superior de putaísm o está en A m sterdam » 23

capaces de explotar por sí solas un prostíbulo. Una sirvienta robusta o


un vecino al que se contrataba para que acudiera cuando se le llamara
también podían poner de patitas en la calle a los clientes molestos. Por
el contrario, las casas de baile eran regentadas a menudo por un matri­
monio. Estos establecimientos eran más grandes y más públicos que
los prostíbulos. Exigían una mayor inversión financiera y en ellos cir­
culaban mayores cantidades de dinero. En los periodos en que las
autoridades dejaban en paz la prostitución, las casas de baile florecían
y crecían en tamaño; y a medida que aumentaban las ganancias, dismi-
nuian los titubeos de los hombres a la hora de implicarse en el negocio
femenino de la prostitución.
El trabajo masculino tenía mayor categoría que el trabajo femeni­
no. Así pues, una mujer podía realizar la tarea de un hombre, pero
realizar la tarea de una mujer era indigno de un hombre. Lo mismo
sucedía con regentar un prostíbulo. Era cosa de mujeres regentar una
casa de putas; pero, los hombres que regentaban un prostíbulo
parecían compensar este hecho exagerando un elemento «masculi­
no»: la violencia. Con regularidad, cuando se enjuiciaba a un matri­
monio que regentaba un prostíbulo, se condenaba a la mujer por
llevar una casa de putas y al hombre por recurrir a la violencia. Se les
acusaba, por ejemplo, de maltratar a clientes que no pagaban, de ame­
nazar a los vecinos a fin de impedirles que se quejaran ante las autori­
dades o de vengarse de los vecinos que los habían delatado. Sin
embargo, en ocasiones, maltrataban también a sus propias mujeres: su
esposa o concubina, las prostitutas o las sirvientas.
En Hei Amsterdamsch Hoerdom aparece un hombre que regenta
solo su negocio, pero se trata de un negocio donde no hay orden pues
las «putas mandan demasiado». El patrón no tiene autoridad sobre las
prostitutas porque se siente atraído por ellas y de este modo se deja
manipular —al parecer una razón importante del porqué las mujeres
tenían más autoridad sobre las mujeres que los hombres. Sin embar­
go, su técnica de venta es tan buena como la de una mujer—:

En lo que concierne a su negocio, es tan hábil com o si una mujer fuera, y tanta
es su elocuencia a la hora de vender vino a los clientes que da gozo oírlo.
24 L o tte van de Pol

Es más:

E se patrón elogia su mercancía com o si d e una mujer se tratara, y yo mismc


habría dudado que era un hom bre si no h ubiese visto su barba, pues por k
que respecta a su voz y a sus m odales, eran bastantes fem eninos.

De este modo, un hombre que desempeña las tareas de una regen


ta es calificado de mujer, y encima de mujer fracasada.
En el siglo XVlll, el papel de los hombres en la prostitución cam
bió. Su participación en cuanto a número se mantuvo igual, pero si
implicación real aumentó, A mediados del siglo XVII los regentes di
prostíbulos eran a veces simples obreros de Amsterdam que parecíar
estar poco implicados en el negocio de sus mujeres. Más adelante, er
el mismo siglo muchos de los regentes eran marineros que colabora
ban activamente en el negocio, a menudo permanecían durante ui
tiempo en casa de sus novias (por lo general mayores) que regentabar
un prostíbulo, pero acababan haciéndose de nuevo a la mar. En e
siglo XVIII, entre los regentes había diferentes músicos, así come
medicuchos especializados en enfermedades venéreas. Su implicaciór
en el negocio fue en aumento y a menudo los hombres eran realmente
quienes mandaban, sobre todo en los negocios más grandes en los que
circulaba mucho dinero. Cada vez se oían menos excusas como que
«no tiene nada que ver con los asuntos de su mujer», y además, y;
nadie las creía: los hombres que regentaban los prostíbulos recibíar
condenas cada vez más duras.
Entre los organizadores también se encuentran las «alcahuetas» que
no eran propietarias, pero mediaban entre las putas que querían cam
biar de prostíbulo, las regentas que buscaban prostitutas y los cliente:
que solicitaban servicios especiales. Este tipo de mujeres, que operabar
entre bastidores, recibía una mención especial en la legislación y en h
imaginación popular, y eran odiadas. Se decía que las alcahuetas abor
daban a las muchachas honradas y a las mujeres casadas para seducirla:
a aceptar las proposiciones de un determinado hombre; había asimis
mo un tipo especial de alcahuetas llamadas hoerenbesteedsters (literal
mente «colocadoras de putas») que «colocaban» o introducían i
muchachas honradas en un prostíbulo haciéndoles creer que les daríar
un empleo como sirv'ienta en una familia.
« L a escuda superior de putaísm o está en A m sterdam » 25

En los libros de confesiones sólo aparece una pequeña cantidad de


estas mujeres, que además apenas hacían honor a su siniestra reputa­
ción. Ante el tribunal, se presentaban como pobres mujeres para quie­
nes la mediación en las relaciones sexuales —por la que recibían unas
cuantas monedas— era tan sólo una de las muchas maneras a las que
recurrían para sobrevivir. Por ejemplo, en 1737, la fregona de cin­
cuenta y seis años, Bartha Pieters, declaró «hacer todo tipo de faenas,
con tal de conseguir trabajo» y de vez en cuando se llevaba a casa
muchachas a quienes buscaba empleo como sirvientas. Se le acusaba
de «recomendarlas» en lugares donde «acaban por el mal camino».
Bartha negó saber que aquellas chicas acabaran en un prostíbulo. Y
eso era algo difícil de demostrar, dado que todos los implicados tenían
interés en negarlo. Bartha Pieters pudo ser condenada gracias a que la
madre de una muchacha colocada en un prostíbulo no se quedó de
brazos cruzados y porque otra prostituta, a la cual Bartha también
había «colocado», estuvo dispuesta a testificar. Bartha fue desterrada
de la ciudad durante un periodo de seis años.

Los prostíbulos

Amsterdam debía su fama como ciudad de la prostitución en primer


lugar a las casas de baile, que constituían el tema del libro Het Amster-
damsch Hoerdom y sus imitaciones. Estas casas de baile eran lugares
que los turistas visitaban y describían. Las casas de baile eran las que
más apelaban a la imaginación, pero el núcleo del negocio era la casa
de putas o prostíbulo. Una «casa de putas» era el término con el que
se aludía a cualquier casa, cuarto o sótano que ofreciera una oportuni­
dad para mantener relaciones sexuales fuera del matrimonio. Normal­
mente se trataba de una vivienda en la cual vivían dos o tres
prostitutas con una mujer que regentaba allí su negocio. Las casas más
grandes solían contar con la presencia de un hombre y una sirvienta, y
a veces había más prostitutas; asimismo, había casas más pequeñas,
con una sola habitación o un sótano, donde en ocasiones sólo vivía
una prostituta. Una casa de putas era la base desde la cual operaban
las mujeres y a la cual volvían con los clientes que habían conseguido.
La mayor parte de las putas arrestadas eran sacadas de una de estas
26 L o tte van de Pol

casas, y la mayoría de las prostitutas acababan tarde o tem prano


viviendo en una casa de este tipo.
Aunque las casas de putas sufrieron variaciones, avatares y altiba­
jos, durante todo el periodo mantuvieron más o menos las mismas
características. Para empezar eran pequeñas. Si servían a más clientes
de los que podían atender las mujeres disponibles, se enviaba a una
sirvienta en busca de prostitutas a otros lugares, a casas «discretas»
pero sobre todo a otras casas de putas. Por lo menos una quinta parte
de las prostitutas encontradas en estas casas era «haalhoeren» («putas
recogidas» en otra casa), y que, por consiguiente, no vivían allí. Es la
misma pauta que vemos en las empresas legales de aquella época. Por
lo general, las empresas eran pequeñas y el número de empleados era
reducido. El personal vivía a menudo con el patrono, y la parte más
importante de sus ganancias eran los gastos de alojamiento y m anu­
tención. Sin embargo, la comida y la calefacción eran tan caras que un
patrono sólo podía tener un reducido número de personas fijas a su
servicio. En temporadas con mucho trabajo, contrataba a mano de
obra temporal.
Ea mayoría de los patronos en el negocio de la prostitución eran
mujeres, y las mujeres tenían mayores dificultades para encontrar capi­
tal, crédito y vivienda que los hombres. Pero también la persecución
judicial hacía que este negocio se mantuviera a pequeña escala. Los
registros realizados por parte de la policía implicaban a m enudo
mudanzas forzosas, multas y confiscación de la ropa que se había com­
prado para las prostitutas. El destierro y la pena de prisión de las prosti­
tutas reducía aún más la posibilidad de que éstas pudieran pagar sus
deudas. Por ello, para evitar este tipo de riesgos, las «madamas» exito­
sas preferían regentar a veces varios prostíbulos pequeños en lugar de
ampliar su negocio. Lina sirvienta vigilaba el negocio. Por ejemplo, en
torno a 1693, un periodo en que la policía actuó con firmeza contra los
prostíbulos, la alemana Grietje Gerrits regentaba tres casas de putas en
dos callejones diferentes. La también alemana Catryn van Reesenbergh
tenía un prostíbulo justo a las afueras de la ciudad y uno dentro de la
ciudad. En tiempos en que la policía mostraba mayor tolerancia hacia
la prostitución, había más espacio para los prostíbulos más grandes y
más lujosos, como el de la «Señorita Helena Havelaar» en torno a 1760,
en el que vivían entre cuatro y nueve prostitutas.
« L a escuda superior de putaísm o está en A m sterdam » 27

Otra caractc'rística de una casa de putas es que las inquilinas cam­


biaban a menudo. En la primera mitad del siglo XVlll, las prostitutas
permanecían por término medio entre tres y cuatro meses en una casa.
Después se mudaban, iuera o no por iniciativa propia, a otro prostí
bulo; algunas eran arrestadas, otras encontraban un hombre dispues­
to a mantenerlas, eran trasladadas a otro prostíbulo por mediación de
una alcahueta o salían por pies. Por otra parte, el rápido cambio de
mujeres es característico del negocio en sí; las chicas nuevas eran siem­
pre las más apreciadas por los clientes, un tema recurrente en el libro
Het Amstcrdamsch Hoerdom. Con regularidad, las prostitutas regresa­
ban a un prostíbulo donde habían servido anteriormente, pasando no
sólo de un prostíbulo a otro, sino también de una ciudad a otra.
Existían circuitos de prostitución en los que se mantenían intensos
contactos. Por ejemplo, la mayoría de las mujeres que, en el siglo XVin,
fueron arrestadas en La Haya por ejercer la prostitución, vivieron en
algún momento en Amsterdam.
También las regentas de los prostíbulos cambiaban a menudo de
dirección. Estas mudanzas eran con frecuencia involuntarias y esta­
ban provocadas por las protestas de los vecinos y la orden de «desalo­
jo» después de un registro policial, aunque también en este caso el
«cambio» pudiera ser bueno para el negocio. Lo más estable parece
haber sido la ubicación en sí. De este modo, en el arresto de cuatro
«putas harapientas» que tuvo lugar en 1742, los vecinos declararon
que el cuarto en el que vivían las mujeres, y al que llevaban a los clien­
tes que recogían en la calle, «era conocido desde siempre como un
cuarto de putas en el barrio». Algunos edificios fueron —bajo distin­
tas formas y con diferentes nombres— casas «indecorosas» en el
transcurso del tiempo. Este tipo de casas tenía por lo visto un propie­
tario que lo consentía y las personas dentro del circuito de la prostitu­
ción se iban pasando unas a otras estas direcciones. Es muy posible
que la gente decente considerara que estas casas estaban «apestadas»
y que por tanto las evitaran de un modo consciente.
28 L o tte van ile Poi

Las casas de baile

Las casas de putas se convirtieron en la forma característica de la pros­


titución de Am sterdam, a partir 1578, cuando la prostitución fue
prohibida y, debido a la persecución judicial, sólo podía sobrevivir a
pequeña escala y de forma semiclandestina. Las casas de baile famosas
se remontan tan sólo al último cuarto del siglo XVII. Su origen se halla
en las casas de música (muziekhuizen), unos locales decentes donde se
podía beber y escuchar música. La más famosa de ellas, Meniste Brui-
loft («La boda menonita», un nombre irónico dado que los menonitas
tenían prohibido beber y celebrar fiestas) contaba con una importante
colección de instrumentos musicales, así como cajas de música, fuen­
tes y juegos de agua mecánicos. En la década de los años treinta y cua­
renta del siglo XVII, ésta era una gran atracción turística. Pero, este
tipo de casas no sólo atraía a jóvenes que querían divertirse, sino tam­
bién a prostitutas en busca de clientes. La presencia de éstas atraía a
su vez a los hom bres, y a continuación los propios taberneros se
encargaban de proveer este tipo de mujeres. Finalmente, las casas de
música decentes perdieron la batalla. 1lasta aquí la versión plausible
descrita en Het Amsterdamsch Hoerdom.
La combinación de música, baile y seducción no era nada nuevo.
Bailar era una actividad muy popular, sobre todo entre las gentes más
humildes, e incluso en los pueblos y aldeas existían escuelas y salas de
baile. La Iglesia reformada era enemiga declarada del baile. En 1661,
el predicador Petrus Wittewrongcl arremetió duramente contra los
«bailes públicos, lascivos e indecentes», a los que se entregan hom ­
bres y mujeres «bailando y saltando al ritmo y según las reglas con ver­
gonzosa lascivia y libertinaje al son de los instrumentos musicales o
del canto de frívolas canciones». Quienes se entregaban a ello eran
sobre todo las «personas descreídas, los infames comediantes, los
rufianes y puteros, y los casquivanos epicúreos con sus giros, cabriolas
y saltos de cabra»; estos bailes eran «los fuelles que avivan el fuego del
putaísmo». Y, como podemos observar en muchas ilustraciones, estos
fuelles eran manejados por el diablo (véase ilustración de p. II).
En 1629, las autoridades de Amsterdam, espoleadas por la Iglesia,
prohibieron a las mujeres visitar las escuelas y salas de baile, porque
« L a escuela superior de putaísm o está en A m sterdam » 29

los bailes mixtos «abrían una puerta a todo tipo de impudencias». No


es probable que las autoridades hicieran cumplir a rajatabla esta
prohibición. Las salas de baile eran, por excelencia, los lugares donde
se reunían los jóvenes de las clases más bajas. El baile era importante
para ellos, como se desprende de la descripción de un granuja en
1709: «Virolento, bajo de estatura, y excelente bailarín».
Había sólo un pequeño paso del erotismo de la música y del baile al
putaísmo, y en la década de los años cincuenta del siglo XVII, la policía
sacaba a menudo «putas» de las salas de baile, tras lo cual se prohibía
al dueño o a la dueña «regentar una casa de putas y una sala de baile».
No está claro en qué medida se trataba de prostitución profesional.
Con la aparición de las «casas de baile» desapareció la expresión «sala
de baile», aunque este tipo de locales siguió existiendo en el segmento
inferior del mercado, sobre todo en los barrios pobres. Así, en 1717, un
joven pastelero de Amsterdam fue acuchillado de noche en la Haar-
lemmerstraat delante de la casa de baile Witte Arend (El águila blanca)
durante una trifulca que se había iniciado en el local acerca del baile.
Del Witte Arend nunca se sacaban prostitutas. En los barrios más po­
bres existían también los michelkitten, «establecimientos de baile» o
tabernas, frecuentados por personajes del hampa, donde sólo se servía
cerveza y aguardiente, la música corría a cargo de un único violinista,
que tocaba a cambio de propinas hasta caer rendido.
Una casa de baile—un término que por cierto sólo encontró acep­
tación a finales de siglo, mientras que los extranjeros en sus crónicas
solían utilizar la palabra músico— era sala de baile, casa de música y
prostíbulo todo en uno (véanse ilustraciones 3 y 4). La mayor atrac­
ción era la presencia de mujeres atractivas que —como de todos era
sabido— eran prostitutas. Sin embargo, una casa de baile no se consi­
deraba un prostíbulo: allí no se veían actividades sexuales y los clien­
tes no tenían por qué tratar con las prostitutas. En un principio, la po­
licía apenas consideraba las casas de baile como prostíbulos: cuando
efectuaba un registro, se llevaba a las prostitutas, pero solía dejar en
paz a los empresarios. Por ello, visitar una casa de baile era aceptable,
siempre y cuando uno se limitara a desempeñar el papel de especta­
dor. A las personas de las clases altas, estas visitas les brindaban una
ocasión única para dar rienda suelta a su curiosidad sobre la ruda vida
en los bajos fondos, comparable a las visitas que se hacían a los presos
30 L o tte van d e Fol

de los correccionales de hombres y de mujeres: la Rasphuis y la Sp¿n-


huis, respectivamente.
En realidad, la élite y los viajeros extranjeros acudían sobre todo a
las casas de baile «de categoría» como Het H o f van Holland (La corte
de 1lolanda) en Zeedijk. Allí podía contemplarse a mujeres vestidas
de damiselas, que casi siem pre rondaban los veinte años y que a
menudo encontraban en una de estas casas la primera dirección para
prostituirse. El dueño tenía sumo interés en mantener fuera al pueblo
llano, y por ello pagaba él mismo a sus músicos y les prohibía tocar las
melodías de baile que eran populares entre las capas más bajas de la
sociedad. Esta prohibición era suficiente, según Het Amsterdamsch
lloerdom, para repeler a la «gentuza violenta, pues allí donde no le
dejen bailar, la chusma no irá a gastarse su dinero». Precisamente en
los años en torno a 1680 se producían a menudo peleas dentro y cerca
de las casas de baile, siendo la causa del altercado la negativa a dejar
entrar a determinadas personas en el establecimiento. Es como si en
estos primeros años de las casas de baile, aún no estuvieran claras las
relaciones y «el pueblo» no hubiera aceptado todavía que no era bien­
venido en todas partes.
Los conocimientos de baile y de canto aumentaban considerable­
mente el atractivo y el valor de mercado de una prostituta. Constantijn
Huygens, el secretario del estatúder Guillermo III, escribe en 1682 en
su diario acerca de Madame la Touche, una elegante «madama» en
cuya casa vivía una mujer italiana que era experta en las «artes lasci­
vas» del canto, el juego y el baile. Por otra parte, los clientes no se limi­
taban a bailar, sino que también cantaban a pleno pulmón. En las
casas de baile más caras solía haber un conjunto musical compuesto
de violín, clavicémbalo o tímpano y, casi siempre, un bajo. En los esta­
blecimientos frecuentados por marineros y otras personas de las clases
bajas, se prefería los instrumentos que armaban mucho ruido y que
por lo tanto podían cubrir el zapateo de los bailes que se practicaban
allí. Algunos dueños tenían un órgano para tal fin, con gran disgusto
de la ciudadanía, pues el lugar que correspondía a este instrumento
era la iglesia. En el siglo xvni también se mencionan oboes, chirimías
y trompetas, acompañados por un bajo.
Las casas de baile con prostíbulo anejo daban mucho que hablar
en el extranjero, pero su número era reducido; la mayoría de las fuen-
« L a escuda superior ele putaísnio está en A m sterdam » 31

tes hablan ele más de veinte o veinticinco casas, y esto se aplica para
todo el periodo desde finales del siglo X V II hasta principios del X IX .
Por ejemplo, en los libros de confesiones, entre 1696 y 1698 aparecen
dieciocho casas de baile identificadas, todas ellas fáciles de encontrar
para quien entrara en la ciudad desde el puerto: Heí H of van Holland
(La Corte de Holanda), De Kijzende Zon (El Sol Naciente), De Bocht
van Guiñee (El Golfo de Guinea), De Posthoorn (La corneta), Het
Bootje o De Boot (El barquito o El barco), Het (Nieuwe) Haagse H of
(La [nueva] corte de La Haya), Het H of van Danzig (La corte de Dan-
zig) y Batavia en Zeedijk; De Zoete Inval (La buena recepción), De
Hollandse Tuin (El jardín holandés) y Het Hamburger Convooi (El
convoy de Hamburgo) en Geldersekade; además aparece la ya men­
cionada casa de baile De Meniste Bruiloft, así como Het Pakhuis (El
almacén); De Spaanse Zee (El mar español); De Parnassusherg (La
montaña del Parnaso); De Kroon (La corona). De Porseleinen Kelder
(El sótano de porcelana) y Het H of van Engeland (La corte de Inglate­
rra). Los nombres de las casas de baile estaban escritos en un letrero o
en la fachada. Algunos establecimientos desaparecían pronto; otros se
mantenían en la cima durante años. En la casa de baile H of van
Holland, frecuentemente mencionada en las crónicas de viaje, fueron
arrestadas 163 personas entre 1689 y 1722, en De Posthoorn, 171 entre
1686 y 1720; en De PijzendeZMn, 179 entre 1685 y 1723.
Esta lista no es completa. No todo puede encontrarse o identificarse
en los libros de confesiones. Éste es el caso del Long-Cellar, que a partir
de 1687 es mencionado por los viajeros ingleses. Quizás este estableci­
miento especial para ingleses («Allí, las mujeres solían ser encantadoras
con los ingleses», escribe un visitante, y a otro inglés le dijeron que a las
mujeres «les gustaban sobre todo sus compatriotas») fuera cosa de
poca monta. William Mountague lo llama una «nasty common bawdy-
hüusc», una asquerosa y vulgar casa de putas. Los establecimientos
cambiaban de nombre, y los dueños plagiaban el nombre de los rivales
que tenían éxito. A veces, en una misma casa se ejercía durante mucho
tiempo la prostitución, aunque cambiaba continuamente de nombre.
Ejemplo de ello son dos edificios del Waterpoortsteeg, un pequeño
callejón situado entre Zeedijk y Geldersekade. Dado que eran casas
que hacían esquina no debía de resultar difícil encontrarlas, aunque no
siempre está claro en qué esquina estaban exactamente. En 1677 ya se
32 L o tte van d e P o l

hablaba de una casa en la esquina del Waterpoortsteeg. En 1682 se dice


que el edificio en la esquina con Geldersekade era una «famosa casa de
putas», y de 1684 a 1699 estuvo establecido en él la casa de baile De
Zoete Inval. Entre 1685 y 1731, en la esquina con Zeedijk se encontraba
la notoria casa de ha.i\e DeRijzende Zon (El Sol Naciente), y hasta 1731,
el mismo edificio aparece en los libros de confesiones como casa de
baile De Fontein o Nieuwe Fontein (La fuente o Nueva fuente), y el
cambio de nombre se debe seguramente a la colocación de un nuevo
letrero. En el mismo local, aunque esta vez sin nombre, fueron arresta­
dos en 1743 una regenta y un regente con cuatro mujeres. Con el paso
del tiempo fue denominado casa de putas, club nocturno, escuela de
baile y casa de baile.
Una persona decente podía entrar tranquilamente en una casa de
baile, repiten muchos visitantes, porque «allí no sucede nada desho­
nesto» y «el resto se desarrolla en otro lugar». «No son sino lugares
donde encontrarse para negociar y hacer citas, con el fin de concertar
entrevistas reservadas», escribe Bernard de MandeviUe en su Fábula
de las abejas, «y en estos trámites no se permite la menor manifesta­
ción de lujuria: este orden se observa tan estrictamente que, aparte de
los modales groseros y el ruido de la concurrencia que las frecuenta,
no se encontrará allí más indecencia y sí, generalmente, menos lascivia
de la que entre nosotros pueda verse en un teatro» [La Fábula de las
abejas I, p. 60] *. Ésta era la excusa habitual, pero no era toda la ver­
dad, como podía leerse en lle t Amsterdamscb Hoerdom: «Bien es cier­
to que en el comedor no se cometen las mayores indecencias; pero lo
que sucede en otros lugares, lo saben muy bien quienes han encontra­
do la perdición en estos prostíbulos». Habitualmente, había ocasión
de retirarse con las putas en la propia casa de baile, y también había
prostitutas que vivían en ella. En 1769, Kaatje van Rhijn, una prostitu­
ta nacida en Haarlem, interrogada por el tribunal de La Haya descri­
bió del siguiente modo el establecim iento de Amsterdam donde
anteriormente había sido sirvienta: «Una casa de baile, donde se hos­
pedaban mujeres al servicio de los hombres que acudían a ella».

N. de la T: Las citas de la Fábula de las abejas de B, de MandeviUe corresponden a


la edición de Fondo de Cultura Económica, México, 1982, traducción de J.Ferrater
Mora.
« L a escuela superior de putaísm o está en A m sterdam » 33

En las casas de baile famosas, las prostitutas tenían que ir bien ves­
tidas. A veces alquilaban sus vestimentas a la dueña de la casa de baile;
a menudo se habían endeudado con la regenta del prostíbulo para
conseguirlas. Esta no les quitaba el ojo de encima, y muchas prostitu­
tas sólo acudían a las casas de baile si era en compañía de la regenta o
de su sirvienta. La que no tenía vestidos hermosos, debía limitarse a
los establecimientos más modestos, como el Grote Wijnvat (Gran
Barril de Vino), donde las prostitutas incluso tenían que pagar algu­
nos stuivers (monedas de 0,05 florines) para poder entrar.
Ni siquiera las casas de baile más elegantes podían permitirse el
lujo de vestir y alojar permanentemente a muchas prostitutas. Del
mismo modo en que los prostíbulos dependían de las «putas recogi­
das», las casas de baile dependían de los prostíbulos y por lo tanto de
las regentas. Así, en los alrededores de las casas de baile abundaban
los prostíbulos: por las noches, las prostitutas salían de los sótanos y
cuartos situados en pequeños callejones para dirigirse hacia las casas
de baile en Zeedijk y Geldersekade. Llevaban puestos los vestidos que
habían alquilado o comprado a las regentas de los prostíbulos. Así se
comprende por qué los dueños de las casas de baile admitían a las
regentas en sus establecimientos, cuando, a primera vista ello les cau­
saba muchas molestias y poco provecho.
«Hoy en día —afirma el escritor de Het Amsterdamsch Hoerdom
refiriéndose a las prostitutas— acuden entre quince y dieciséis por
noche a las casas de baile», es más, «en una ocasión conté veintiuna
en una casa». No obstante, nunca fueron arrestadas tantas: en las
redadas que efectuaba en las casas grandes, la policía se llevaba
como mucho a ocho u once mujeres, entre las cuales también había
sirvientas y regentas (acompañantes). Bien es cierto que en medio
del caos del registro podían escaparse muchas mujeres, pues muchas
casas tenían una salida por la parte trasera o incluso se podía huir
pasando por la casa de los vecinos. A veces, la policía encontraba a
mujeres escondidas en baúles, debajo de camas armario o incluso en
el canalón del tejado. Una vez que la redada había empezado, las
demás casas llevaban ventaja: si una mujer conseguía escapar, avisa­
ba rápidamente —y por supuesto a cambio de dinero— a las demás
casas. La fuerza policial no era lo suficientemente grande como para
evitarlo.
34 L o tte van d e P o l

La fama de las casas de baile fue difundida a través de la literatura


popular y las crónicas de viaje, y ello fomentó sin duda su florecimien­
to. «Quien por la noche, cuando ya ha oscurecido, se pasea por las
callejuelas, puede ver las llamadas casas de música, donde quienquiera
puede saciar todos sus sentidos a cambio de dinero», reza la primera
mención de casas de baile en una crónica de viaje a cargo de dos alema­
nes que visitaron Amsterdam en 1683, dos años después de que se
publicara la edición holandesa y francesa de Het Armterdamsch Hoer-
dom. La visita a una casa de baile no tardó en incluirse en el programa
habitual de los turistas. Y de este modo, las casas pudieron seguir exis­
tiendo gracias a los visitantes, pues se trataba de clientes con los que se
podía ganar dinero, aunque sólo bebieran una (carísima) botella de
vino. La casa de baile exquisitamente decorada, con sus músicos y sus
prostitutas elgantemente vestidas, aparte de un prostíbulo, era una
representación teatral, escenificada para los curiosos visitantes y a
costa de ellos. El hecho de que, entre los visitantes se hallaran también
personas de categoría, tanto de los Países Bajos como del extranjero,
seguramente protegió en cierta medida a estas casas contra una actua-
ctón policial excesivamente dura. De este modo, no deja de ser irónico
que los elementos sobre los cuales los comentadores de la élite mani­
festaban tanto su desaprobación — como la imitación de las clases
altas, la lamentable posición de las prostitutas y la actuación cautelosa
de las autoridades— se vieran fomentados y financiados por la curiosi­
dad y los escritos de estos mismos grupos.

Saneam iento urbano y alum brado público

Según H et Amsterdamsch Hoerdom el mercado fue la causa de la apa­


rición de las casas de baile: los establecimientos que tenían putas
atraían más clientes que los que no las tenían. Sin embargo, otro fac­
tor muy importante fue el nuevo ordenamiento del espacio urbano. A
partir de mediados del siglo XVTI, la ciudad fue ampliada considera­
blemente, y esta ampliación se vio acompañada del saneamiento y de
las mudanzas, que acabaron con la prostitución en diferentes zonas
de la ciudad, por lo cual ésta tuvo que encontrar nuevos emplaza­
mientos.
« L a escuela superior de putaísm o está en A m sterdam » 35

A menudo, el saneamiento de los barrios viejos tuvct como efecto


secundario que se despejaran los barrios de prostitución. «¡Un cam­
bio afortunado! ¡Las casas de suciedad e impureza transformadas en
una casa de oración!», esta fue la reacción del viajero inglés Mounta-
gue cuando se enteró de que en La Haya se había construido una igle­
sia nueva en el lugar donde antes había prostíbulos. Detrás del
antiguo ayuntamiento de Amsterdam en la plaza del Dam había oscu­
ras tabernas y lupanares, pero éstos desaparecieron debido al incen­
dio de este edificio en 1652 y a la construcción del nuevo
ayuntamiento en aquel mismo lugar. En el centro de la ciudad había
caballerizas donde se practicaba mucha prostitución; éstas tuvieron
que dejar sitio a la construcción de la Bolsa. Con la ampliación de la
ciudad, las posadas situadas junto al río Amstel quedaron en medio de
la edificación urbana y acabaron desapareciendo. Después de la cons­
trucción de los canales, la élite abandonó el viejo centro de la ciudad,
dejando las calles como Warmoesstraat y Zeedijk a merced de la deca­
dencia y la degradación social. Sobre todo Zeedijk se convirtió en una
calle de prostitución.
Un factor todavía más importante fue la instalación del alumbrado
público. Antiguamente, desde el atardecer hasta el amanecer, Amster­
dam era una ciudad oscura, en la cual la gente buscaba su camino con
linternas en la mano y bajo el resplandor de las escasas velas de alguna
fachada iluminada. En 1668 se decidió ejecutar el diseño d e ja n van
der Heyden para el alumbrado urbano. En enero de 1670, en las calles
de Amsterdam y a lo largo de los canales ya había instaladas 1,800
farolas equipadas con lámparas de aceite especialmente adaptadas; en
los siguientes diez años se añadieron otras 600 farolas. La diferencia
con la situación anterior era enorme, inlorma el historiógrafo amster-
damés Jan Wagenaar, y también otras ciudades de los Países Bajos y
del extranjero siguieron el ejemplo de Amsterdam. Los extranjeros
escribían con entusiasmo sobre este nuevo alumbrado. El alemán Jörg
Franz Müller observa que (en agosto de 1669) se paseaba a menudo
durante horas enteras de noche por la ciudad y podía ver de una farola
a otra. El alumbrado tenía principalmente por objeto aumentar la
seguridad, puesto que, dada la abundancia de canales, en la oscuridad
la gente se caía al agua y se ahogaba. La ciudad no sólo se tornó más
segura, sino que además, el alumbrado urbano dio un enorme impul-
36 L o tte van d e l^ol

SO a la vida pública nocturna, y por consiguiente también a la prostitu­


ción. Por ello no es casualidad que las casas de baile se pusieran de
moda en el transcurso de la década de los años setenta. A juzgar por
las quejas y el número de arrestos, en aquella misma época también
aumentó la prostitución callejera por la noche. Precisamente en los
años posteriores a la instalación del alumbrado urbano se aumentó el
número de serenos de 300 a 480, mientras que el número de distritos
en los que se dividía la ciudad, pasó de dos a cuatro.
No hay que tomarse al pie de la letra la descripción de los viajeros
de «que uno se pasea por las calles como si fuera a plena luz del día» o
bien hay que sustituir la última parte por «al resplandor de la luz de la
luna». Además, en días de luna llena no se encendía el alumbrado. La
luz que daban las nuevas farolas de aceite era seguramente favorable
para las prostitutas: las iluminaba suficientem ente como para que
pudieran mostrarse provocativas y les ofrecía suficiente sombra para
ocultarse a fin de no ser vistas por la policía. A los posibles clientes les
pasaba lo mismo: suficiente luz para salir a la calle, y suficiente oscuri­
dad para esconderse.

La política de las autoridades y la prostitución

La política de las autoridades y la persecución judicial han sido siem­


pre sumamente importantes para la prostitución. En el transcurso de
los años, el negocio se fue adaptando y buscó maneras para eludir a la
policía. El destino de las casas de baile estaba vinculado a la persecu­
ción judicial en mayor medida que el de los prostíbulos. Precisamente
debido al carácter público, el tamaño, la música y el baile, las casas de
baile no podían convertirse en «casas de citas discretas». Además, las
inversiones de capital las hacían más vulnerables a una intervención
policial. Aunque ello cambiaba según el periodo, como señala la guía
de viaje The Present State o f Holland (El actual estado de Holanda,
1740):

La fortuna d e las casas de m úsica públicas es variable. A veces son am plia­


m ente toleradas; otras veces hay controladores que se encargan de que n o se
com etan actos indecentes, y entonces ya no acude la buena gente, ex c ep to los
«I.,a escuda supei ior (.le putaísm o está eu A m srerdaui» 57

extranjeros, que picados por la curiosidad, vienen a probar el ambiente. í lay


otros periodos en los que las casas han de cerrar a causa de los grandes distur­
bios.

bin el ú ltim o cu a rto d el sig lo XVII se organ izaron redad as. E n sí,
estas casas eran tolerad as, seg ú n al irma el h ict A in ste rd a im c h H ocr-
doM . « p ero d e vez en cita n d o es p rec iso sacu d ir a esta g en te, p u e s d e
lo contrario en p o c o s añ os A m sterdatn estaría tan llen a d e p utas y d e
casas d e putas, q u e casi stipcrarían al n úm ero d e g en te h o n esta » . N o
o b sta n te , estas redad as ap en as p erju d icab an a las casas d e b aile. En
e sto s registros, la p o licía se llevab a so b re to d o a las p ro stitu ta s, q u e
adem ás recibían castig o s leves. E sto aíectab a p o c o a lo s e x p lo ta d o r es
d e las casas d e b aile y dejaba su ficie n tes p o sib ilid a d e s co m ercia les a
lo s esta b lec im ie n to s gran d es y visibles. Eiste fue d e h e c h o un « p e r io d o
d e flo recim ien to » para la p ro stitu ció n d e A m sterd am .
El verdadero golpe llegó a finales del siglo XVII cuando también se
intentó alcanzar a los organizadores en su propia carne —imponién­
doles duras penas— y a su bolsillo a través de conliscaciones y multas.
Estas confiscaciones significaron también el fin de los exuberantes
atavíos. Ello, en combinación con una continua serie de registros,
supuso el golpe de gracia para muchas casas de baile.
U n ejem p lo lo co n stitu y e el o c a so d e D e Z o c tc ¡n v a l en el callejón
W a te r p o o r tste e g , u b ic a d o en tr e las c a lles Z e ed ijk y G e ld e r s e k a d e .
Des(.le 1684 d ecen a s d e m ujeres d e esta casa d e b aile habían sid o d e te ­
nidas, p ero nun ca así el d u e ñ o o d u eñ a, hasta el registro e fe c tu a d o el
2 8 d e febrero d e 1698, cu a n d o tam b ién lú e arrestada, juzgada y d e s te ­
rrada la propietaria, E ijsbeth P ieters C heverijns. M e d io añ o m ás tarde
s ó lo q u ed a b a n tres m ujeres en esta ca sa , e n tr e e lla s una m ujer q u e
salía a la calle «para anunciar a las p u tas», y la sirvienta, q u e d eclaró
aten d er el n e g o c io « p o rq u e la jefa había sid o d esterrad a [ . . . ] , y p o r ­
q u e había q u e evitar q ue é ste se arruinara». El 4 d e a g o sto d e 1699, D e
Z o í i c h w a l ap areció p o r últim a v ez en los lib ro s d e co n fe sio n e s. En
aquella ocasión só lo h u b o d o s arrestadas, una d e las cu a les re co n o ció
frecu entar las casas d e b aile « c u a n d o todavía estab an d e m od a».
Las casas d e b a ile renacían una y otra vez. E n tre finales d e m arzo
y m ed ia d o s d e m ayo d e 1701 se e m p r e n d ió una gran cam p añ a con tra
la p ro stitu c ió n , y tam b ién en o c tu b r e se produjt) una nueva serie d e
38 L o tte van de Pol

detenciones. No obstante, el 3 de diciembre, el Consejo de Iglesias


Protestantes se quejó de «que las casas de putas y de baile, en Zeedijk
y en otros lugares, vuelven a abrir sus puertas, para mayor disgusto y
tristeza de la congregación». En otoño e invierno de 1703-1704 se
persiguió duramente la prostitución, pero después de un periodo de
calma en primavera, el 6 de junio el Consejo de Iglesias Protestantes
volvió a quejarse de «que las casas de baile y de putas empiezan a
ponerse de moda otra vez». Sin embargo, después de algunos años,
esta política empezó a dar frutos. Muchas casas conocidas desapare­
cieron en aquella época; algunas de ellas, como íle t H of van Holland
y De Bocht van Guiñee prolongaron su existencia durante algunos
años.
El duro ataque contra las casas de baile tuvo una influencia sobre
los prostíbulos. Las regentas de los prostíbulos ya no permitían que
sus chicas se quedaran en el umbral para llamar la atención de posi­
bles clientes, sino que las enviaban a hacer la calle. Por temor a los
registros, algunas regentas dejaban de noche la casa al cuidado de una
sirvienta, mientras ellas dormían en otro lugar; a veces, la regenta
alquilaba un cuarto en el barrio donde alojaba a las prostitutas. Ante
el tribunal era importante negar el negocio; se daba instrucciones, e
incluso se amenazaba a las sirvientas y a las prostitutas para que así lo
hicieran. De este modo, la regenta Lijsbeth van Santen y su marido,
amenazaron de muerte a una chica si confesaba que la habían utiliza­
do como puta; supuestamente era una simple sirvienta. Lijsbeth solía
incluso salir de noche con sus pupilas para hacer la calle: sólo pudie­
ron detenerla gracias al extenso testimonio de los vecinos.
Las regentas y regentes de prostíbulos hacían lo imposible para
negar que regentaban una casa de putas o incluso una casa de baile.
Jacobus Klink era un notorio propietario de una casa de baile, pero
también un músico talentoso, que, según sus propias palabras, toca­
ba con maestría al menos veinte instrumentos. Su especialidad era
tocar el organillo junto al aposento donde los hombres se retiraban
con las prostitutas. Durante un interrogatorio, en 1728, se empeñó en
afirm ar que no le habían echado de una anterior casa ni por las
molestias que causaba ni por regentar un prostíbulo, sino «porque el
hombre que vivía en el piso superior era católico romano y no quería
que él tocara salmos».
« L a escuela superior ele putaísm o está en A m sterdam » 39

A partir de 1710, aproximadamente, se introdujo un nuevo instru­


mento de gestión; los permisos de música. En el libro De ongelukkige
levcnsheschryving, la gerente de una casa de baile explica el sistema.
Cuenta que podían tocar libremente tres días a la semana pagando
para ello un determinado importe. «Las otras noches no podemos
tocar, so pena de pagar una multa de 25 florines al alguacil». En las
«noches musicales» —a menudo las noches del sábado, domingo y
lunes— estaba oficialmente prohibido que acudieran putas.
En 1722 se realizó por última vez un registro en Het H o f van
Holland situado en la calle Zeedijk. La regenta era por aquel enton­
ces Catrijn Christiaans. Aquella noche, en su casa tocaba un conjunto
de violines y bajos; las prostitutas —cinco en el momento de efec­
tuarse el registro— llevaban hermosos vestidos que la regenta les
había proporcionado. Catrijn tenía además una casa, en la curva de
Zeedijk, en cuya fachada colgaba un letrero que rezaba; «Kopenha-
gen» (Copenhague, su lugar de nacimiento). Allí vivía con su marido
y su hijo, además de algunas prostitutas, «para que las vengan a bus­
car cuando necesitan putas en Hel H of van Holland»-, esta vivienda
también servía de refugio a las prostitutas de su casa de baile cuando
había amenaza de registro. Catrijn negó regentar una casa de baile,
pero había suficientes declaraciones de testigos en su contra y se le
impuso un castigo muy duro.
Unos meses más tarde, se desmanteló definitivamente De Fontein
(la antigua casa de baile Rijzende Zon) en Zeedijk. La propietaria.
Catrina Cahari, y el propietario, Willem de Vroe, afirmaron categóri­
camente que en la casa no vivían putas, y que allí sólo se tocaba música
una vez a la semana. A veces los hombres bailaban, aunque sin perder
ni el honor ni la compostura, con mujeres que ellos mismos habían
traído consigo, «como suele ocurrir ios domingos, después de la misa
y también los lunes». También en este caso, las declaraciones de los
testigos demostraron lo contrario. Catrina era una regenta, quien, al
igual que Catrijn tenía una segunda casa en el vecindario donde «aloja
a algunas putas, que están allí al servicio de los hombres que van a bai­
lar a la casa que regenta en Zeedijk». En su casa también vivía la cria­
da que cuidaba de la casa de baile y en la habitación del último piso se
alojaba un músico con su mujer. De puertas afuera, la casa era un
estanco.
40 L o tte van d e Pol

D urante estos años, las autoridades consiguieron reprimir eficaz­


mente las casas de baile públicas. Los organizadores, amenazados con
duras penas de cárcel y destierro y con la pérdida de su capital, retro­
cedieron unos cuantos pasos. Ya no se tocaba música todas las noches,
había menos putas y pocas de ellas vivían en la casa. Las mujeres ya no
podían permitirse el lujo de vestir por encima de sus posibilidades. Y
con ello desapareció el glamour. Los riesgos aumentaban y había que
buscar más tapaderas para el negocio real, como un estanco o una pas­
telería. Un efecto secundario importante fue que los turistas dejaron
de visitar las casas de baile. Por lo menos, éstas apenas se mencictna-
ban ya en las crónicas de viaje. Y de este m odo desaparecití una
importante fuente de ingresos.
A partir de mediados del siglo XVIII, se aflojaron las medidas repre­
sivas contra la prostitución; incluso hubo años en los que no se incoa­
ron juicios. Las acciones que se em prendieron en aquella época
— como en 1768, 1789 y 1793— iban dirigidas sobre todo a la prosti­
tución callejera. Eso sí, las autoridades intervenían en caso de distur­
bios y situaciones intolerables en las casas de baile y en los
prostíbulos: a los organizadores les esperaban entonces multas muy
elevadas. Sobre todo en el último cuarto del siglo XVIII, esto significa­
ba que se hacía la vista gorda a la prostitución, siempre y cuando no se
m ostrara en público, y siem pre que en las casas de baile y en los
prostíbulos no tuvieran lugar excesos. Esto implicaba por consiguien­
te que se podía invertir de nuevo en casas de baile, unas inversiones
que además eran lucrativas. Los gerentes podían permitirse alojar y
vestir a un gran número de mujeres a la vez; algunas casas de baile fue­
ron transformadas en lujosos salones de baile, cuyos grabados circula­
ban por la ciudad. Las multas cada vez más elevadas demuestran, ya
por sí solas, que las ganancias aumentaban. Además, los turistas rea­
nudaron sus visitas.

ha violencia en las casas de baile

En la primera mitad del siglo XVIII, la prostitución no sólo se retiró a


los barrios bajos, sino que además se atrincheró allí y, con regulari­
dad, la policía se topaba con una resistencia violenta durante las
« L a escuela superior de putaísm o está en A m sterdam » 41

detenciones de prostitutas. Así, una redada realizada un domingo por


la noche a finales de agosto del año 1721 en las casas de baile situadas
en Zeedijk y Geldersekade acabó en una batalla campal, en la cual
tres alguaciles suplentes con sus esbirros tuvieron que hacer frente a
un grupo de marineros que intentaban liberar a las mujeres apresa­
das. La policía tuvo que dar media vuelta, dejar a las mujeres de
nuevo en la casa y vérselas primero con los marineros. La policía salió
victoriosa, pero, entre tanto, varias de las mujeres habían huido.
El motivo de la detención de Willem de Vroe y Catrina Cahari fue
también una pelea nocturna. Una riña con un hombre a quien se le
había negado la entrada en la casa desembocó en una pelea callejera y
en la intervención de los guardias nocturnos, que querían llevarse a los
hampones para encerrarlos durante la noche. Catrina ordenó enton­
ces a unos seis o siete hombres que atacaran a los guardias, «añadien­
do que estaba dispuesta a pagarles dos o tres ducados». En la lucha
que se desencadenó a continuación, la propia Catrina consiguió arre­
batarle la porra a un guardia y «atizarle bajo los pies» con ella.
Las casas de baile eran desde antiguo el escenario de peleas. Sin
embargo, los barrios de prostitutas sólo empiezan a calificarse de peli­
grosos a partir del siglo XVIII. En 1764, el inglés James Boswell anota
en su diario:

D ecidí acudir a una casa de baile, pero no tenía guía. Por ello busqué com o
un loco y recorrí una y otra vez las calles de Amsterdam, de las cuales se dice
son harto peligrosas de noche. E m pecé a tener m iedo e incluso creía ver
navajas belgas. Finalmente llegué a una casa de baile en la que entré sin más.
Bailé un minué realmente picaro con una hermosa mujer enfundada en un
traje de montar. Me había puesto la pipa en la boca y me comportaba com o
un vulgar marinero. Estuve a punto de pelearme con uno de los músicos,
pero me dijeron que debía ser cauteloso, lo cual hice por prudencia. Aun­
que dominaba bastante bien el neerlandés, no encontré a ninguna chica que
despertara mi deseo. Me asqueaba aquella chusma, me fui a casa y dormí
excelentemente.

Las famosas casas de baile, escribe el inglés Thomas Nugent unos


años más tarde, son una especie de tascas o locales donde los chicos y
chicas del populacho se reúnen dos o tres veces por semana para bai­
lar. Pero, advierte con énfasis:
42 L o tte van d e Pol

A quéllos que quieran satisfacer su curiosidad, habrán de procurar co m p o r­


tarse ed u cadam ente y sob re tod o no hacer p rop osiciones a una chica q ue esté
acom pañada por otro hom bre; e llo p odría tener con secu en cia s peligrosas,
pues los holandeses son muy violen tos cu ando pelean.

El escritor amsterdamés, Jacob Bicker Raye, anota el 11 de julio de


1768 en su diario que un antiguo estudiante de Leiden se había enzarza­
do en una pelea con cuatro marineros en una casa de baile situada junto
al Nieuwmarkt, en la cual hirió de muerte a uno de ellos. Unos años más
tarde, el célebre Príncipe de Ligne se vio involucrado en una pelea en
una casa de baile de Amsterdam, durante la cual mató a un hombre y él
mismo resultó herido de gravedad. Por temor a ser enjuiciado, huyó
rápidamente de la ciudad. De nada le sirvieron entonces el hecho de
que conociera el idioma, su posición social ni su nacimiento. Este asun­
to causó una gran conmoción y fue muy comentado entre los franceses.

lui élite da la espalda a las casas de baile

A mediados del siglo XVliJ, una v'isita a una casa de baile de Amster­
dam volvía a formar parte del programa habitual. Het Ánislerdamsch
Hocrdom, cuya última edición se había publicado en 1700, fue reedi­
tado cinco veces a partir de 1756, mientras que en 1754 se publicó una
traducción al alemán. Por supuesto, este libro había dejado por com ­
pleto de ser útil como guía. Pero se publicaron nuevas descripciones
del m undo de la prostitución, como el ya mencionado Boerevcrhaal.
En Amsteldainsche speelhuizen («Las casas de baile de Amsterdam»,
1793), en una conversación entre el experimentado Willem y su amigo
Jacob, que ha estado fuera de Amsterdam durante años, se evidencia
un nuevo cambio. Willem explica que han desaparecido muchas casas
de baile pequeñas, pero en su lugar han aparecido algunos estableci­
mientos hermosos o renovados. Jacob recuerda que las mujeres vivían
fuera de las casas de baile y acudían a ellas por las noches acompaña­
das por la regenta del prostíbulo o por una cuidadora, y desde allí se
llevaban a los clientes a casa, pero esto había cambiado. Ahora todas
las chicas eran internas, a veces había veinte o treinta. Y ya no se deja­
ba entrar a las regentas.
« L a tísaicla superior de putaísm o está en A m sterdam » 43

De Amsteldamsche spcelhuizen sugiere un cambio ele casa de baile


a prostíbulo, de pequeña empresa a gran empresa, tle regentas de
prostíbulo a dueños de casas de baile. El texto indica asimismo las
razones de este cambio. La prostitución en las casas de baile ya no
funcionaba bien, según Willem, porque después de la bambolla de la
casa de baile, para el cliente era un chasco salir afuera, seguido de una
harapienta patrona, para luego trepar por la escalera hasta un cuartu­
cho donde tan sólo el olor de pobreza ya te quitaba el deseo. La tenen­
cia de pupilas internas en la casa de baile ofrecía tres ventajas al
propietario: los clientes ya no tenían que enfrentarse a la dura reali­
dad, se anulaba el «comercio intermedio» de las regentas y por consi­
guiente aumentaban los beneficios y las regentas de los prostíbulos ya
no afeaban con su presencia el interior.
Seguramente este relato se basa en la realidad. Aún existen gra­
bados de la casa de baile de Pijl, uno de los establecimientos mencio­
nados, procedentes de aquella época (véase ilustración 4). En este
periodo, la prostitución era tolerada, por lo cual salía a cuenta hacer
fuertes inversiones de capital y se fundaron establecimientos gran­
des y lujosos regentados por hombres. liein de M of (Hein el ale­
mán), propietario de una casa de baile, recibió en 1790 una multa de
12.000 florines por conducta violenta y malos tratos. Se trataba de
un castigo ejemplar para asustar a los ambientes de prostitución y
convencer a otros propietarios de casas de baile que mantuvieran el
orden en sus establecimientos. El hecho de que Hein de M of pudiera
pagar aquel enorme importe demuestra que en efecto existía este
tipo de establecimientos grandes.
En 1681, el autor de Het Amsterdamsch Hoerdom se preocupaba de
que las casas de baile fueran una tentación para los hijos de los ciudada­
nos honrados. De acuerdo con las noticias y descripciones, los clientes
procedían de todas las clases sociales; era algo nuevo, algo codiciado y
atractivo para todos. Un siglo más tarde, las casas de baile se habrán
convertido en algo para el populacho, y las clases altas sólo acudirán a
ellas por curiosidad. Los clientes que podían permitírselo, ya no querían
enfrentarse a la dura realidad de las clases bajas. Esto coincide con la
tendencia de un creciente distanciamiento entre el pueblo y la élite.
D e b id o a esta ev o lu c ió n , las casas d e b a ile resu ltab an m en o s atrac­
tiv a s, y p o r e llo eran m e n o s p e lig r o sa s para m u c h a c h o s d e b u e n a
44 L o tte van d e P o i

familia. Abraham Blankaart, el personaje de una novela de las escrito­


ras Betje Wolff y Aagje Deken, considera que visitar una casa de baile
no es pernicioso, porque a un joven inocente «nada puede hacerle
rechazar más el libertinaje que visitar los lugares frecuentados por la
escoria de los hom bres de mar, y gente de la misma calaña, para delei­
tarse. [...] ¡No podéis ni imaginaros cuán repugnante resulta para un
hom bre honesto ver a una mujer desvergonzada, incluso en una casa
de baile!» Y el médico C. Nieuwenhuis escribe en 1816:

En las casas d e baile p úb licas [ ...] la indum entaria y los m odales son tan vu l­
gares y d esp recia b les, q u e lo s jóven es a q u ien es aún q u ed a una ch isp a de
orgu llo, n o se sienten se d u cid o s p or ellos, sino antes esp an tad os, y só lo los
lujuriosos q u e han caíd o m uy bajo, p ueden hallar aquí placer.

El atrincheramiento de la prostitución en los barrios bajos y la cre­


ciente separación entre las clases altas y las bajas en aquel periodo
convirtió las casas de baile en un terreno desconocido para la gente de
la élite; estas personas ignoraban las costum bres del pueblo llano y
únicamente eran toleradas en estos ambientes por constituir una fuen­
te de ingresos. Esto explica la violencia y el temor a los que tanto hin­
capié se hace en los escritos de la segunda mitad del siglo XVIII, y de
los que, un siglo antes, cuando surgieron las primeras casas de baile,
no había ni rastro. Así, el siglo XIX supuso el fin de las casas de baile.
2. «L as putas y los rufianes siempre hablan de su honor ».
H onor , prostitución y ciudadanía

En la Europa moderna temprana imperaba una «cultura de la vergüen­


za». En una cultura de la vergüenza, el honor —es decir, el buen nom­
bre de cara al mundo exterior, junto con los honores públicos—
determinaba el valor de una persona. En Amsterdam, el honor y la
reputación eran también sumamente importantes, y la diferencia entre
«honesto» y «deshonesto» era esencial. Sólo las personas honestas
podían convertirse en miembros de pleno derecho de la comunidad
urbana. Las personas sin honor no podían desempeñar cargos públicos
ni pertenecer a los gremios. Además, sólo se consideraba válido el testi­
monio de las personas honradas. El honor de las mujeres dependía en
primer lugar de su reputación sexual. Las putas carecían, por defini­
ción, de honor y la prostitución era, por excelencia, un negocio desho­
nesto. Las expresiones que usualmente se utilizaban en los libros de
confesiones para definir la prostitución y los prostíbulos eran «vida
deshonesta» y «casa deshonesta».
También la ciudadanía era sumamente importante. Dentro de la
ciudad existía una gran diferencia entre los ciudadanos y los no ciuda­
danos. En Amsterdam, se consideraba ciudadano (burger) a quien
hubiera nacido allí de padres ciudadanos, a quien comprara la ciuda­
danía, o, en el caso de los hombres, al que se casara con la hija de un
ciudadano. Era preciso tener la ciudadanía para poder desempeñar
cargos públicos, para pertenecer a los gremios y para ocupar un cargo
de funcionario. Los ciudadanos tenían derecho a un trato privilegiado
en caso de tener que recurrir a la beneficencia; en el «Orfanato del
ciudadano» [Burgerweeshuis), los niños estaban mejor acogidos que
en el «Orfanato del limosnero» (Aalmoezeniershuis), el hospicio desti­
nado a los hijos de «forasteros».
46 L o tte van d e Pttl

El honor y la ciudadanía se solapaban. Se daba por sentado que un


ciudadano era honesto, y si alguno era descubierto comportándose de
modo deshonroso — como por ejemplo cometiendo adulterio, perju­
rio o abuso de su cargo— , corría el peligro de que le declararan «des
honroso e infame» y le destituyeran de su cargo; incluso podía perder
sus derechos de ciudadanía. La caridad y la beneficencia iban destina­
das únicam ente a los «pobres honrados». Y por consiguiente quien
perdía su honor, se arriesgaba a perder también su sustento.
En la sociedad urbana, la reputación y la ciudadanía marcaban la
línea divisoria entre el ciudadano y el forastero; entre quien estaba
establecido y quien no, y entre quienes se atenían a las normas y quie­
nes se situaban al margen de ellas. Sin em bargo, a finales del siglo
XVI, A m sterdam era ya una ciudad dem asiado grande y com pleja
como para establecer una simple división entre ciudadanos y no ciu­
dadanos. En aquella época, la enorm e afluencia de personas hizo sur­
gir una tercera categoría: la de los «residentes», que después de
residir durante algunos años en la ciudad adquirían ciertos derechos,
como el de recibir beneficencia. De este modo se establecía una divi­
sión entre «ciudadanos y residentes» por un lado y «forasteros» por
otro.
A lo largo de los siglos XVII y XVTII, aum entó la diferencia entre
ricos y pobres, y se abrió aún más el abismo entre las clases sociales. El
estrato superior de la ciudadanía, se convirtió en una élite rica, que en
algunos casos adoptó un estilo de vida «aristocrático». En estos círcu­
los, la ciudadanía y el honor eran menos importantes: la distancia que
los separaba del resto de la población era tan grande que los límites
con el pueblo llano quedaban suficientemente claros de otra manera.
Los derechos de ciudadanía y los códigos de honor eran sobre todo
im portantes para los pequeños «burgueses», aquellas personas que
tenían que luchar a diario con su entorno para determinar su posición
social y que sentían continuamente la necesidad de vigilar los límites
que los separaban de los «deshonrosos».
P o r otra parte, los reform ados ocupaban un lugar privilegiado
entre los ciudadanos. La Iglesia reformada no era la Iglesia oficial del
Estado, pero ser miembro de la misma era un requisito necesario para
desem peñar cargos públicos. En Amsterdam los «ciudadanos refor­
mados honrados» constituían el grupo dom inante desde el punto de
«Las putas y los rufianes siempre hablan ríe su honor» 47

vista cultural y político, aunque no cuantitativamente. En la ciudad


había muchos otros grupos, como los inmigrantes de una determinada
región, y, algo que a menudo iba ligado a ello, los miembros de otras
comunidades religiosas, quienes —a excepción de los católicos—
podían protesar abiertamente su religión. El ejemplo más claro lo
constituyen los judíos.
Amsterdam era uno de los pocos lugares de la República holande­
sa, incluso de toda Europa, donde los judíos podían establecerse
libremente, profesar su fe y vivir donde quisieran. Sin embargo, que­
daban excluidos de ciertos gremios, y si bien podían comprar la ciu­
dadanía, no podían heredarla. A partir del siglo xvil se produjo una
creciente afluencia de inmigrantes judíos en dos grupos diferentes:
por un lado, los judíos sefarditas, a quienes casi siempre se denomina­
ba portugueses, aunque se trataba de refugiados procedentes de Por­
tugal y España, que eran relativamente prósperos, y por otro, los
judíos alemanes, llamados popularmente smousen, que procedían de
Alemania y Polonia, y que en su mayoría eran pobres.
Los hombres judíos no podían casarse ni tener trato sexual con
mujeres cristianas «aunque éstas tuvieren una vida deshonrosa», es
decir, aunque fueran prostitutas. Tratar con judíos se consideraba
algo deshonroso, como podían comprobar las criadas que habían ser­
vido en casas de familias judías y que luego no podían encontrar tra­
bajo entre «la buena gente». Por su parte, los judíos miraban a
menudo con desprecio a los cristianos. Un ejemplo de los complica­
dos sentimientos que ello provocaba puede encontrarse en la historia
que la prostituta Hendrina Salomons, una judía alemana, contó en
1740 al tribunal. En una ocasión la fueron a buscar para servir a un
cliente judío, pero éste le preguntó enseguida si se acostaba con hom­
bres cristianos. Al oír su respuesta afirmativa, el cliente contestó
«que no quería tener trato con una smousin (judía) que había tratado
con cristianos, pero que sí estaba dispuesto a aceptar a una cristiana».
Por lo visto, era aceptable que una cristiana hiciera algo tan impuro
como prostituirse, pero una judía que se hubiera acostado con hom­
bres cristianos, se convertía en intocable.
Hacia finales del siglo X V ll, el adjetivo hiirgerlijk (ciudadano o bur­
gués, es decir: habitante de un burgo) adquiere un significado general
de «perteneciente a la clase media decente», en lugar de «en posesión
48 L o tte van d e l^ol

del derecho de ciudadanía». Pero la noción y el orgullo de ser ciuda­


dano (Bürger) siguieron siendo fuertes, también —o precisamente—
entre las personas de las capas inferiores de la sociedad. Por ejemplo,
en 1680 cuanto fueron arrestados algunos grumetes que se habían
enzarzado en una pelea con un francés en una barcaza, uno de ellos
gritó indignado: «Soy un ciudadano y apelo a mi derecho de ciuda­
danía. No toleraré que se encarcele a un ciudadano por culpa de un
francés». En 1700, Lijsbeth Meyer, una mujer de Amsterdam, se resis­
tió al arresto de su hermano e intentó con todas sus fuerzas liberarle
de las manos del esbirro del alguacil, gritando «que su hermano era un
hijo de ciudadanos, y que era indecente que se llevaran al hijo de un
ciudadano, que además era marino». Sin embargo, dicho hermano, un
astuto criminal que conocía bien el correccional y que había firmado
para enrolarse en la flota de guerra, sin duda había perdido ya todos
sus privilegios.
El criterio de honor y de reputación se m antenía vigente con
igual fuerza. Los residentes no se fiaban de los «forasteros». En
1749, el tribunal que juzgaba a la costurera Giertje Rijers, arrestada
en Amsterdam bajo la acusación de cometer putaísmo con un mer
cader de Leipzig, no aceptó su defensa de que el hom bre la había
seducido con prom esas de m atrim onio, pues a fin de cuentas,
¿cómo podía ella «creer a alguien que le era desconocido y que enci­
ma era un forastero»? Hasta nueva orden, los forasteros no tenían
honor, pues el honor se basaba en el hecho de que se conocía la
reputación de alguien, así como los antecedentes y la reputación de
su familia. Por consiguiente, era menester ser sumamente precavi­
dos con los forasteros. En aquella época, los acuerdos o contratos
entre personas se hacían en gran m edida «de palabra». Los vaga­
bundos, forasteros y las personas de quienes no se sabía si eran de
fiar constituían un riesgo para la seguridad. Además, debido al defi­
ciente registro de habitantes, resultaba difícil com probar la identi­
dad de una persona. De este modo, la importancia que se otorgaba a
la reputación y el control social derivado de ella servían para prote­
gerse mutuamente.
«Las putas y los rufianes siem pre hablan de su honor» 49

Criterios de honor

El «honor» es un concepto universal, pero el contenido y el significa­


do exacto de «honor», «deshonesto» o «deshonroso» no siempre ha
sido el mismo en cada periodo, cultura ni clase social. Sin embargo,
hay algunas características recurrentes. Así, el mundo exterior es el
que determina siempre el honor y el buen nombre de una persona;
tanto la defensa del propio honor como el agravio al honor de otra
persona tienen lugar preferiblemente en público. Asimismo, la con­
ducta sexual es sumamente importante en todos sitios, sobre todo
para la mujer, cuyo buen nombre depende en gran medida de su repu­
tación de mujer casta y sexualmente fiel; en todas partes, la palabra
«puta» es el insulto más utilizado contra las mujeres. Siempre se esta­
blece una distinción —a menudo grande-— entre el honor de los hom­
bres y el de las mujeres. Además, el honor se manifiesta muy
concretamente en tributos o distinciones, como las bandas, las meda­
llas, la indumentaria y el derecho a ocupar un determinado lugar en
las ceremonias.
Tiene que ver asimismo con el cuerpo, y por consiguiente puede
ser manifiesto. La cabeza es la sede del honor, mientras que la parte
inferior del cuerpo, con sus correspondientes funciones, órganos y
secreciones, es el lugar de la vergüenza y la ignominia. La ignominia se
adhiere al cuerpo de una persona y a menudo se rehuye físicamente de
los deshonrosos. En los Países Bajos, la palabra «sucio» tenía a menu­
do el significado de «deshonroso». Si se quería ofender a alguien, es
decir: dañar su honor, se le comparaba con un animal, llamándole, por
ejemplo, cerdo, que tiene fama de ser un animal sucio, o perro, un ani­
mal que da rienda suelta a sus deseos sexuales y copula en público.
El honor dependía en gran medida de la conducta sexual. El liber­
tinaje y el adulterio eran deshonestos; las putas y las regentas y regen­
tes de prostíbulos eran, por definición, deshonrosos. Quien tuviera
trato con ellos, se contaminaba, y a veces literalmente, pues una visita
a una prostituta conllevaba el riesgo de contraer enfermedades vené­
reas, sobre todo la sífilis, que se llamaba a menudo la «enfermedad
sucia». Las cajas de los gremios —el seguro mutuo de los artesanos—
no cubrían las enfermedades venéreas contraídas a consecuencia del
30 L o tte van d e P o l

«ayuntamiento con mujeres deshonestas». También en los barcos las


«enfermedades de Venus» quedaban excluidas de la asistencia médica
gratuita.
Fd honor estaba además estrechamente vinculado con la fiabilidad
en asuntos pecuniarios. «Ladrón» era uno de los peores insultos; una
acusación de robo se tomaba muy en serio. A menudo, el honor y el
crédito iban cogidos de la mano: perder la reputación significaba con
frecuencia perder la solvencia y por consiguiente, la persona que per­
diera su reputación quedaba excluida de las redes informales de prés­
tam o y fianza, e incluso podía perder el puesto de trabajo o los
clientes, y por ello el sustento. La quiebra era la prueba de falta de fia­
bilidad financiera y se consideraba algo sumamente deshonroso. En la
literatura popular, el que una mujer se prostituyera se comparaba a
menudo con la quiebra de un hombre. No con poca frecuencia se con­
sideraba que quebrar era cosa de forasteros: pues al fin y al cabo,
fracaso no era evidente que estas personas habían abandonado su
lugar de nacimiento precisamente por haber perdido su honor? Y
además ?tfué les podía importar a ellos su reputación en un entorno
desconocido?
También el hecho de tener antecedentes penales, y sobre todo
haber estado «expuesto a la vergüenza pública» o haber estado ence­
rrado en prisión, eran motivo para perder el honor. En algunos casos,
la deshonra pública constituía incluso el elem ento principal de la
pena, en concreto cuando se era expuesto a la vergüenza publica,
sobre un tablado y llevando un letrero o un símbolo en el que se indi­
caba el delito cometido. En La 1laya y en algunas otras ciudades se
exponía a las prostitutas condenadas en una jaula de hierro, que se
hacía girar tan rápido que las desgraciadas se mareaban y vomitaban,
ensuciándose así en público. La condena de prisión tam bién era
pública: en los correccionales se podía contemplar a los presos des­
pués de pagar una entrada de algunos stuivers.
La pérdida del honor por tener antecedentes penales apenas podía
repararse. Marie Taats, arrestada por tercera vez en 1716 en un prostí­
bulo, se defendió con el argumento «de que ha estado encarcelada en
la Spinhuis (el correccional de mujeres) y que por ello la gente honra­
da ya no quiere admitirla como sirvienta y que no puede ganarse el
sustento de otra forma». O tras prostitutas declaraban que habían
«1-as putas y los rufianes siem pre hablan ele su honor» 51

intentado servir como criadas, pero que habían vuelto a caer en la


prostitución al descubrir sus patronos que habían estado en la cárcel y
por ello las habían despedido. Esta era también una de las razones por
las que se daba un nombre talso al tribunal. En 1731, la regenta de un
prostíbulo, Reympje Theunis, se hizo llamar Jannetje jans, para «no
tener que pasar la vergüenza de aparecer en el libro del alguacil», pues
como reincidente corría el peligro de sufrir <da vergüenza de la pri­
sión».
Por último era sumamente importante «rendir los últimos hono­
res». La gente se gastaba mucho dinero en los entierros, y todo aquél
que se lo pudiera permitir enterraba a sus seres queridos en una igle­
sia, y no en un cementerio. Un entierro honrado era un entierro de
categoría: con el número exacto de dolientes y la ceremonia de rigor.
La asistencia al entierro era un deber importante de los vecinos y de
las personas pertenecientes al gremio del difunto. Las propuestas del
ayuntamiento de introducir un impuesto sobre los entierros y de limi­
tar el número de «notificadores de defunciones» (las personas encar­
gadas de anunciar el fallecimiento de alguien en la ciudad y de invitar
a la gente al sepelio) provocaron en 1696 la Aansprekersoproer. la
«Rebelión de los notificadores de defunciones». Los notificadores
propagaron el rumor de que los pobres serían enterrados visiblemente
pro deo (es decir: gratuitamente) y por consiguiente como si fueran
mendigos, el pueblo llano estaba indignado pues no podría elegir a
sus propios notificadores ni a quienes portaran el féretro: estaba en
juego el derecho a tener un funeral honrado. Esta fue la rebelión más
grave del siglo XVlI.

E l honor fem enino y el honor masculino

En el caso de las mujeres, el honor y el buen nombre dependían sobre


todo de su reputación sexual. Una «muchacha honrada» era virgen,
una «muchacha deshonrada» había perdido la virginidad. Sin embar­
go, una mujer que hubiera perdido su virginidad, podría «recuperar
su honor» por medio del matrimonio. El hecho de que una mujer se
acostara con su prometido se consideraba más como un honor aplaza­
do que como pérdida del honor, pues de acuerdo con una vieja tradi-
52 L o tte van de Pol

ción todavía recordada por el pueblo llano, una promesa de matrimo­


nio seguida del trato sexual constituía un matrimonio legal. Una mujer
soltera, que se hubiera quedado embarazada después de dejarse sedu­
cir para mantener relaciones bajo la promesa de un matrimonio, y que
luego llevara al niño ante la puerta del procreador para presentárselo
como suyo, no anunciaba su vergüenza, sino precisamente su honor,
pues así demostraba que no tenía nada que ocultar.
Entre los hombres se valoraba ante todo el honor profesional. Un
hombre «honrado» cumplía lo prometido, pagaba sus deudas, no se
dejaba sobornar y era solidario con sus cofrades. Sin embargo, el
honor m asculino tam bién estaba vinculado al com portam iento
sexual. El hecho de que un hombre frecuentara a las putas no era en
absoluto beneficioso para su buen nombre. No obstante, lo peor de
todo era el adulterio. Los adúlteros no sólo eran condenados a penas
muy duras, sino que además eran declarados «deshonrosos y perju­
ros», así como «inhábiles», es decir, incompetentes para desempeñar
un cargo público. Por consiguiente, si un hombre casado y con una
buena posición entraba en un prostíbulo, tenía mucho que perder.
Un aspecto importante del honor masculino estaba implícito en la
jerarquía de los sexos: las mujeres y lo femenino eran inferiores a los
hombres y a lo masculino. Así, en muchas ilustraciones de la «lucha
por el pantalón», en la que el hombre y la mujer se pelean para ver
quién manda, se desprecia al hombre que no sabe imponerse. Existe
un grabado popular llamado «Jan de Wasser» (Juan el lavandero), en
el q u e ja n realiza las tareas femeninas y su mujer, Griet, asume las
tareas masculinas. Debajo de la imagen d e ja n junto a la tina puede
leerse el siguiente texto:

Por este trabajo realizado


tu honor has mancillado

Para un hombre, era una vergüenza realizar un acto o una tarea


considerados femeninos. Sin embargo, una mujer que realizara tareas
masculinas, no perdía su honor: violaba los preceptos de Dios, de la
naturaleza y del ser humano, pero aspiraba a algo superior, y eso no
era censurable. Por lo demás, a diferencia de los conceptos de honor
en los países del Mediterráneo, en los Países Bajos el honor de una
«Las putas y los rufianes siempre hablan de su honor» 53

mujer era una característica que le pertenecía a ella, y ella personal­


mente era la encargada de defenderlo.

Honor y deshonor en el lenguaje

A menudo, y sobre todo entre las mujeres, el honor tenía que ver con
la conducta sexual. Por ejemplo, en 1725, Lijsje Roos que fue arresta­
da en una casa de putas, aseguró «haber tenido un amante que la
había deshonrado». En 1685, Pieter Jans Karman confesó ante el tri­
bunal «llevar una vida deshonesta» y prometió que «de ahora en ade­
lante viviría con su mujer como hombre honesto». El delito que había
cometido este hombre era el adulterio. El honor era un concepto
esencial tan utilizado —tanto si venía a cuento como si no— que no
siempre es posible trazar sus límites exactos. «Llevar una vida desho­
nesta» era a menudo sinónimo de «ser prostituta», aunque no siem­
pre. Una casa o una posada que fuera considerada una «casa
deshonesta», solía albergar prostitutas, sin embargo, en ocasiones,
también podía tratarse de otras personas indeseables, como ladrones y
personas desterradas de la ciudad.
La prostituta Lijsbeth Walna, que en 1694 fue sorprendida con un
hombre, protestó diciendo que «no había hecho nada deshonesto con
aquel señor»; en 1724, el cliente de Anna Jans, admitió que la mujer
«había estado dispuesta a dejarse utilizar de forma deshonrosa». Caat-
je Harmens (en 1718) fue encontrada en un prostíbulo «semidesnuda
de una forma muy deshonrosa». En 1694, un cargador de turba, a
quien una mujer de avanzada edad debía dinero, le dijo a ésta que
también podía «pagarle de forma deshonrosa»: quería que lo azotara.
La nuera de Anna jans, antigua regenta de un prostíbulo, prometió en
1655 ante el tribunal que «vestiría honrosamente» a Anna. Anna tenía
más de setenta años y por consiguiente no podía tratarse de vestidos
sexualmente provocativos. Sin duda, su atuendo demasiado abigarra­
do y acicalado no era el adecuado para su edad y posición; era preciso
a toda costa cambiar drásticamente algo de su aspecto exterior para
convertirla en un miembro «honrado» de la sociedad.
El contraste entre honroso y deshonroso tiene un paralelismo con
los contrastes entre sucio y limpio, y hombre y animal. También
54 Lotte van de Pol

«sucio» y «animal» tenían acepciones sexuales. Una «novia sucia»


estaba embarazada; la «enfermedad sucia» era la sífilis; una prostituta
que se declarara «pura» quería decir que no tenía enfermedades vené­
reas. El «negocio sucio» era la prostitución; frente al «sucio prostíbu­
lo» se encontraba la «virgen pura» que no tenía nada que ver con este
negocio. En la literatura, cuando se habla de sexualidad ilícita, es
decir, de putaísmo, se recurre a menudo a la metáfora de la carne (ani­
mal). La regenta de un prostíbulo se convierte en la «vendedora de
carne caliente».

La usurpación del honor

La calumnia, los insultos y las ofensas dañaban el honor y el buen


nom bre de una persona y por ello eran un asunto grave. «El mayor
robo que pueda hacerse es atentar contra el honor de una persona» es
la conclusión de Klucht van Vrik in 7 veur-huys («Sainete de Frik en la
casa delantera», 1642) de M attheus Tengnagel, una obra que, de
hecho, no es más que una sarta de insultos. Frente a los ladrones
com unes se pueden tom ar medidas, contra los «usurpadores del
honor» no hay modo de defenderse.
Las ofensas están am pliam ente docum entadas en los archivos
notariales y judiciales. En las peleas, se solía insultar a las mujeres lla­
mándolas puta, ladrona, bestia y cerda; los hombres solían recibir el
calificativo de bribón, ladrón y perro. Para exagerar aún más se añadía
una referencia a los antecedentes penales, los excrementos o las enfer­
medades (venéreas), y de estas últimas se utilizaba sobre todo el adje­
tivo «virolento» refiriéndose a la «viruela grande» o «viruela
española» como se llamaba en aquel entonces a la sífilis en los Países
Bajos. Seguramente habría también blasfemias, pero en los archivos
sólo aparecen como «horrendas blasfemias», pues nunca se escribían
literalmente por temor a atraer sobre sí la maldición. Menor era el
temor que se sentía por el demonio: éste aparece a menudo en las mal­
diciones escritas, al igual que los truenos y relámpagos asociados con
el diablo.
En los archivos encontramos ejemplos de insultos dirigidos a las
mujeres, como puta de correccional, ganado de correccional, puta
«Las putas y los m íianes siem pre hablan de su honor» 55

marcada, puta de judíos, puta virolenta, perra, puta de todos, puta


condenada, puta de mierda y cerda callejera. A los hombres se les til­
daba de bribón, perro de presa, perro desterrado, perro virolento y
podrido, ladrón de marineros, bribón de correccional, sinvergüenza,
verdugo de mujeres, putero y quebrado. En el siglo XVII, Nicolaos de
Graaff, médico en un barco, llamaba «Animales de pocilga, putas de
correccional, cerdas callejeras borrachas y ladronas» a las mujeres que
intentaban llegar a las Indias embarcándose de polizón o disfrazadas
de marinero. Elias Spillebout, un notorio regente de prostíbulo, ase­
guraba tener una posada «pero no ganado del correccional». «Eres
una puta, una cerda, una puta de correccional, una bestia de aguar­
diente», le grita una mujer a otra en un chiste del siglo XVII, a lo cual,
en lo más encarnizado de la pelea, la otra responde; «Pero, quién
demonios te has creído que eres, diabla, soy tan buena como tú».
Delante de la casa de baile De Parnassmberg se entabló una pelea des­
pués de que una mujer de la casa insultara a un hombre llamándolo
«rufián» y él a ella «puta condenada». A estos ejemplos podrían aña­
dirse decenas.
Los insultos y las ofensas iban sin duda acompañados a menudo de
gestos y agresiones, aunque estén menos documentados que las pala­
bras. Las mujeres demostraban su desprecio levantándose las faldas y
mostrando el trasero —pues no llevaban bragas—, para luego darse
unas palmaditas sobre las nalgas e incluso orinar. De este modo (en
1655) la prostituta y timadora Saartje Christoffels «se levantó las fal­
das e hizo aguas en el suelo» mientras era arrestada. «Me cago en ti,
Marry, I...] y me limpio el culo con tu jeta» le dice en Het Amster-
damsch Hoerdom una puta a la otra. El mostrar el trasero era un gesto
típico de las mujeres; en cambio, un gesto típico de los hombres era
«hacer ademán de rajar el pico», es decir, abrir de un navajazo la cara
del contrincante desde la comisura de los labios hasta la mejilla. Tam­
bién aquí se amenazaba mucho verbalmente, como en la expresión «te
pondré una cinta roja» (es decir, «te rajaré la cara»). En ocasiones las
mujeres eran víctimas de ello, como demuestra el apodo de la famosa
figura del hampa la Mujer del Tajo, aunque ellas no agredían con
cuchillo; como mucho amenazaban con encargar a alguien que lo
hiciera. Llevar y manejar un cuchillo era privilegio de los hombres.
Por ello, Anna Maria Piernau, ladrona y esposa de un ladrón, que
56 Lotte van de Pol

ajustó cuentas con otra mujer «rajándole el pico», se disfrazó para ello
de hombre.
«Rajar el pico» provocaba una llamativa cicatriz (una «cinta roja»),
una deformación del rostro, y por consiguiente, dada la posición de la
cabeza como sede del honor, era deshonroso. Los peinados y los toca­
dos eran asimismo puntos sensibles, sobre todo entre las mujeres. En
las riñas, las mujeres se quitaban unas a otras el gorro o la capa, y aca­
baban tirándose del pelo. Es curioso que este tipo de peleas casi ritua­
les sólo se produjera entre mujeres de la misma posición social, pero
entre las cuales no obstante existía una jerarquía: la que ocupaba un
rango inferior en cuanto al honor intentaba rebajar a la otra a su nivel
levantándose la falda para mostrarle el trasero y quitándole el gorro a
la otra.
Las mujeres solían pelear con mujeres y los hombres con hombres.
Además, las mujeres y los hombres peleaban de formas diferentes: las
mujeres utilizaban las manos y los dientes, y los atributos específica­
mente femeninos: sus chinelas de madera, manojos de llaves, cucharo­
nes (en su caso, llenos de papilla ardiente), cacerolas y escobas. Se
agarraban sobre todo de la cabeza y de los pelos. Los hombres lleva­
ban cuchillos y los utilizaban prim ero como amenaza y después
durante la pelea: hacían jirones la ropa del adversario, le pinchaban en
las nalgas y finalmente le «rajaban el pico».

E l honor en los márgenes de la sociedad

En sí, los pobres no eran deshonestos, aunque sí había muchas perso­


nas deshonestas en el estrato inferior de la sociedad. Se trataba en pri­
mer lugar de las prostitutas y de todos aquellos implicados en la
prostitución. Por supuesto, se consideraba que los ladrones y otros cri­
minales eran también deshonrosos, y lo mismo se pensaba de los
feriantes, los adivinos, los curanderos, los músicos callejeros, y, en lo
que respecta a los hombres, una gran parte de la clase inferior de solda­
dos y marineros, sobre todo los que estaban al servicio de la Compañía
de las Indias Orientales y la Compañía de las Indias Occidentales.
El estilo de vida, las normas y los valores de esta gente eran consi­
derados por las personas honradas, pobres como eran ellas mismas a
«Las putas y los rufianes siem pre hablan de su honor» 57

veces, como la inversión de todo lo que era bueno, burgués y honroso.


En el lenguaje figurado de la época, la taberna era lo contrario de la
iglesia; el prostíbulo era lo contrario de un hogar burgués. La casa de
putas era una casa «invertida», en el sentido de que era lo contrario de
lo normal. Los inquilinos de un prostíbulo eran una familia «inverti­
da», siendo las regentas de prostíbulos amas de casa «invertidas»; en
estas casas, todos los valores se ponían patas arriba y se olvidaban los
valores justos. De esta manera, el mundo de la prostitución se convir­
tió en una subcultura caracterizada por una inversión de valores,
incluso por una protesta contra la cultura dominante. A veces, las
regentas de prostíbulos y las prostitutas se comportaban de forma
deliberadamente provocativa. Según De gaven van de milde St. Marten
(«Los dones del bondadoso San Martín»), un sainete de 1654, son
precisamente las «casas, tabernas y casas de putas más sucias» las que
eligen el nombre de un santo para poner en su letrero. En efecto exis­
ten ejemplos de este tipo como el nombre De Goddeloze Kerk (La igle­
sia descreída) de una taberna de ladrones y putas en torno a 1700.
Para los burgueses, las prostitutas y los regentes de prostíbulos eran
chusma infame, porque carecían de honor sexual, y a menudo tenían
antecedentes penales. Sin embargo, estas personas también tenían su
propio sistema de normas y de honor, y para ellas era importante
defender su clase y posición social, y no sólo en Amsterdam: Elizabeth
Cohen describe cómo las prostitutas en la Roma del siglo XVII se rebe­
laban incluso ante el tribunal contra las ofensas. Para ellas era impor­
tante adjudicarse de este modo una dignidad, a fin de asegurarse de
que había otras «menos honradas» que ellas. A su vez, la ciudadanía
honrada lo observaba y describía desdeñosamente: «Las putas y los
bandidos hablan siempre de su honor» es uno de los refranes que
hacen referencia a ello. Het Amsterdamsch Hoerdom dice lo siguiente
sobre las regentas de prostíbulos:

Cuanto más largo sea el tiempo en que una mujer haya ejercido de puta, más
honrada querrá ser cuando se case, y aunque semejante persona regente el
prostíbulo más infame que jamás pueda existir, su primera palabra será siem ­
pre que es una mujer honrada, y que nadie puede reprocharle nada; pues
estas criaturas se figuran que el honor consiste únicamente en no dejarse utili­
zar por nadie más que sus maridos, y que, por lo demás, sin perjudicar en lo
58 L o tte van d e l \ i l

más m ínim o el honor, pueden hacer todo lo que les place, aunque su única
profesión sea m entir y engañar, que es lo que suelen hacer estas mujerzuelas.

El m undo de la prostitución tenía ciertamente sus normas, que


además en su mayoría eran las mismas normas que las de la ciudadanía
honrada y del tribunal. Por ejemplo, el robo era peor que la prostitu­
ción. «Soy una puta, pero no una ladrona», así se defendió una prosti­
tuta contra la acusación de robo, y otra prostituta admitió ante el
tribunal que hacía la calle «pues no tenía lecho ni trabajo y que pensa­
ba que era mejor que robar». En el repertorio de insultos mutuos se
hallaba el de «puta de un hombre casado» o «puta de judíos». De los
altercados se desprende asimismo que era terrible ser una «grandísi­
ma puta», es decir, una prostituta que tenía muchos clientes. De este
modo, una mujer que decía acerca de sí misma: «soy una puta, lo reco­
nozco», insultó a otra «de la forma más infame posible llamándola
puta de todos, y afirmando que tomaba remedios para expulsar a sus
hijos». Esto último, el intento de aborto, era lo peor de todo. Eviden­
temente, todo ello tenía lugar en público, de día y delante de la casa de
la rival.
Entre las regentas de prostíbulos —y para el tribunal— se conside­
raba muy grave inducir a una chica «honrada» a prostituirse. La
regenta de un prostíbulo, Maria van Leeuwen de La Haya, recalcó en
1775 ante el tribunal «que ella nunca había intentado seducir a hijas
jóvenes y honradas». Había intermediarias que intercedían para colo­
car a los sirvientes u otro personal, que también ejercían de alcahuetas
suministrando chicas a los prostíbulos. Un tópico muy popular en la
literatura era que de este modo se hundía en la miseria a las mucha­
chas inocentes. Ante el tribunal, este tipo de mujeres se defendía afir­
m ando que nunca lo hacían con muchachas «honradas». En 1737,
Anna Broersen admitió que si bien era cierto que colocaba a mucha­
chas en los prostíbulos para que hicieran de puta, «primero las exami­
na para ver si son honradas o deshonradas». En 1719, Margrietje de
Meyer trabajó algunos días como costurera en un prostíbulo y fue
obligada a yacer con un hombre, pese a sus protestas de que era una
chica honrada. Durante el juicio contra la regenta del prostíbulo, testi­
ficó la mujer que había colocado a Margrietje en el prostíbulo para
trabajar de costurera. Según ella, la regenta del prostíbulo había soli-
«I.as putas y los ruMancs siempre hablan de su honor» 59

citado expresamente una muchacha «honrada y decente», pero la


regenta replicó que sólo había querido que le trajeran a una muchacha
«decente».
También las capas sociales más bajas aplicaban la norma de la fia­
bilidad recíproca con el dinero y el cumplimiento de las obligaciones
financieras: por otra parte, ello era necesario debido a la pobreza y la
falta de espacio privado. La gente llevaba encima sus míseras posesio­
nes y por consiguiente podían robárselas fácilmente mientras dormía.
A menudo tenían que dejarlas por necesidad en casa de otro o darlas
en depósito. La mayoría de los acuerdos —como el «convenio» entre
una puta y la regenta del prostíbulo— eran verbales. Dentro del pro­
pio grupo era necesario que tales acuerdos se cumplieran realmente, y
si hacía falta se recurría a la violencia para conseguirlo.
El dinero ganado con la prostitución se consideraba deshonroso.
Estaba «contaminado». Ello se desprende, por ejemplo, de la historia
anterior de Margrietje de Meyer que, habiendo sido contratada como
costurera, fue obligada a prostituirse. Margrietje acabó el trabajo y,
cuando fue a pagarle, la regenta del prostíbulo le dio 15 stuivers
además de su sueldo de costurera, suma que equivalía a la mitad del
dinero que el hombre había entregado a la regenta. En un principio, la
muchacha no quiso aceptar el dinero, pero acabó cediendo ante la
insistencia de la regenta, «diciendo que se lo daría a un pobre». Estos
15 stuivers significaban para la regenta del prostíbulo liberarse de su
complicidad en una violación, y para la chica contaminada, era dinero
deshonroso, que la etiquetaría de puta y que sólo podía purificar uti­
lizándolo como limosna.
El dinero obtenido de la prostitución era expresamente dinero
ganado como solo podían hacerlo las mujeres. Si las prostitutas
recibían ayuda de hombres para recibir su dinero, el argumento utili­
zado por los hombres no era nunca que el cliente no hubiese pagado a
la mujer por sus servicios, sino que recurrían al pretexto de que el
cliente no había pagado la consumición o que, supuestamente, había
molestado a su mujer o a su hermana. En 1679, Anthonie Engelbregts,
un mozo de panadería alemán que ganaba dinero ejerciendo de «pro­
tector de putas» —un hombre que controlaba a las prostitutas desde
un discreto segundo plano y las ayudaba en caso de necesidad— sos­
tuvo durante mucho tiempo ante el tribunal que recibía este dinero de
60 L o tte van de Pol

su hermana, pues, según dijo, le avergonzaba enormemente recibir el


dinero de las putas. Pero, poderoso caballero es don dinero; las muje­
res que regentaban con éxito un prostíbulo no tardaban en encontrar
a un hombre, como demuestra el hecho de que muchos eran bastante
más jóvenes que las regentas con las que convivían.
El honor masculino exigía la castidad y la fidelidad sexual de la
esposa, la superioridad del hombre frente a la mujer, y el evitar reali­
zar «labores femeninas». Evidentemente, éstos eran criterios imposi­
bles de eumplir para un hombre cuya mujer trabajaba en el m undo de
la prostitución. Los marineros que zarpaban rum bo a las Indias
Orientales dejando atrás a su novia en una casa de baile donde era evi­
dente que se prostituiría o los que se casaban con una mujer que
habían conocido en un prostíbulo, no podían ser demasiado exigentes
en relación con la exclusividad sexual de su pareja, ni tampoco lo
eran. Sin embargo, cuando el hombre estaba presente, no aceptaba
que la mujer mantuviera también relaciones sexuales eon otros.
El m undo de la prostitución se diferenciaba relativamente poco
del mundo honrado, no sólo en relaeión con las normas, sino también
con el simbolismo. Geertruy Lucassen se vengó en 1693 de un cliente
que se había negado a pagarle la cantidad adicional que ella le había
pedido. Le arrancó la peluca de la cabeza, la metió en el orinal y defe­
có encima. El hom bre le había exigido «muchas extravagancias»,
como que «se desnudara por completo, lo azotara y otras cosas por el
estilo». Pero por mucho que alguien quisiese provocar, tenía que recu­
rrir a los símbolos usuales de su época. Un ejemplo lo eonstituye Jaco-
ba van de Heyden, una prostituta nacida en La Haya y condenada en
repetidas ocasiones que se saltaba a la torera todas las normas: así, en
el correceional de mujeres de Amsterdam (Spinhuis) juró, «que así
entregue mi cuerpo y alma al diablo», que «le rompería el cuello» al
alcaide de la Spinhuis «y le rajaría el pico a su madre». En la Spinhuis,
en 1693, relató con satisfacción a sus compañeras de celda cómo en
una ocasión, cuando hacía la calle, había seducido a un ciudadano que
volvía de un entierro. Había emborrachado al hombre y le había roba­
do el dinero, el sombrero, el abrigo y los zapatos. Acto seguido, le
había puesto un gorro de mujer sobre la cabeza y lo había arrastrado
hacia la O ude Kerk (la iglesia protestante principal de Amsterdam),
donde lo abandonó delante de la puerta.
«Las putas y los rufianes siem pre hablan de su h on or» 61

Conflictos causados por la prostitución en los barrios

Las acciones judiciales emprendidas contra la prostitución, sobre


todo en el siglo XVII y principios del siglo XVIII, tuvieron como resulta­
do que los prostíbulos se distribuyeron por toda la ciudad y ya no eran
reconocibles como tales desde el exterior. La regla general era que,
cuanto más decente era una calle, más «discreto» era el prostíbulo.
Las «putas discretas» y las mantenidas vivían a menudo en direccio­
nes muy respetables. Ello provocaba tensiones y conflictos con el
barrio. Eran sobre todo las mujeres quienes determinaban los límites
entre lo honroso y lo deshonroso, y las que defendían el honor de un
barrio.
En las ciudades preindustriales, los pobres y los ricos no solían
vivir en barrios separados. Sin embargo, dentro de un mismo barrio,
el espacio vital se repartía de acuerdo con la posición social y la pros­
peridad de cada cual. En las calles principales y a lo largo de los cana­
les, vivían las personas de buena posición, en las calles transversales
más estrechas y en los callejones, vivían los pobres. Las viviendas que
daban a la calle eran mucho más elegantes que las casas que daban a la
parte trasera. Muchas casas de Amsterdam se alquilaban por planta:
en el sótano y en las plantas superiores vivían las familias más humil­
des y en las plantas bajas las más adineradas. Cuando se proyectaron
los ensanches de Amsterdam a mediados del siglo XVll se tomó clara­
mente como punto de partida una segregación social: los canales,
sobre todo el 1lerengracht, Keizersgracht y Prinsengracht, fueron
diseñados como zona residencial para los ricos, el barrio de Jordaan se
ideó desde un principio como zona de residencia y de trabajo para las
clases medias y bajas. El ejemplo más claro de segregación lo consti­
tuían los barrios judíos. Las islas de Vlooienburg, Marken y Uilenburg
eran habitadas en su mayor parte por judíos alemanes pobres. Los
acaudalados judíos portugueses vivían principalmente en las proximi­
dades del canal Nieuwe Herengracht. En los barrios más ricos había
relativamente poca prostitución; sin embargo, lo mismo puede decirse
de algunos barrios pobres pero socialmente homogéneos: las islas
donde vivían los carpinteros de ribera y, por lo menos hasta en el siglo
XVlll, el barrio judío.
62 L o tte van d e P o l

La indignación y los conflictos que provocaban los prostíbulo;


están ampliamente documentados en los libros de confesiones. Sobre
todo en el siglo XVII, los vecinos presentaban a menudo quejas a este
respecto ante las autoridades. Ello sucedía casi siempre en forma de
una instancia a los jueces, firmada por una gran cantidad de vecinos
Los problemas provocaban también riñas, disturbios y peleas, que aca
baban en el tribunal. En las quejas y las declaraciones de los vecinos se
mencionan siempre los mismos elementos; las molestias causadas por e
ruido, que les impedía conciliar el sueño, las amenazas de las que erar
objeto, los actos escandalosos que tenían lugar y la indignación que
provocaba el hecho de que la gente decente no pudiera sahr a la calle
sin ser abordada. En 1723, seis vecinos que testificaban contra ur
prostíbulo afirmaron que la regenta «tenía una casa de putas muy des
vergonzada, se enredaba en muchas peleas y recurría mucho a la violen
cia, y por la noche armaba tanto alboroto que la gente no podí;
dormir». En un caso de 1737 contra un prostíbulo, cinco vecinos se
quejaron de que allí «todas las noches hay mucha violencia y alboroto, \
que los vecinos pueden oír claramente que se cometen porquerías».
Las molestias causadas por el alboroto eran una queja muy real
después del atardecer, se cerraban las puertas de la ciudad y las con
traventanas de las casas; la diferencia entre el silencio de la noche y e
tráfico y ruido del día era sin duda grande. El trabajo norm a
dependía de la luz del día, por lo cual, la gente se levantaba tempranc
y se acostaba temprano. Sobre todo las personas más humildes vivíar
muy cerca unas de otras, mientras que, según se desprende de la;
declaraciones de los testigos, las casas estaban bastante mal insonori
zadas. La prostitución pertenecía a la vida nocturna, y aunque ur
prostíbulo no tuviera músicos ni se bailara en él, se armaba suticientt
jaleo como para mantener despiertos a los vecinos. Una y otra vez, lo;
testigos mencionan el alboroto nocturno causado por los bailes y lo;
saltos, la gente que cantaba o el sonido de violín, y el ruido de perso
ñas que subían y bajaban por la escalera, que sin duda tuvo que sei
muy molesto. Por otra parte, los serenos interv'enían, incluso sin habei
recibido quejas de los vecinos, cuando en plena noche los cliente;
borrachos armaban jaleo o peleaban delante de la puerta.
A m enudo, los implicados intentaban evitar una denuncia poi
parte de los vecinos profiriendo amenazas; las descripciones de la:
«l.as putas y los rufianes siem pre hablan de sti honor» 63

mismas son bien claras. Así, Dorothee Lucas amena^^ó en 1663 con
«prender fuego a todo el barrio y rajarles el pico a sus vecinos».
«Haré que os pongan una cinta roja en la mejilla», gritó en 1740 la
regenta de un prostíbulo a sus vecinos. Trijntje Meynders, que aparte
de regentar un prostíbulo, también tenía una «casa de ladrones», fue
acusada en 1666 por diferentes vecinos de «regentar una casa terrible
y de haber proferido en repetidas ocasiones amenazas contra los veci­
nos por si alguien osaba quejarse». Las amenazas constituían un
motivo adicional para que los vecinos actuaran conjuntamente, pues
sin duda no eran siempre palabras gratuitas. Se conocen varios casos
de hombres que se vengaron de los vecinos que habían denunciado a
sus mujeres por regentar un prostíbulo.
La rivalidad no siempre se demostraba con agresiones y palabras,
sino también con gestos e incluso con miradas. La regenta de un
prostíbulo, Mari Moraals, siguió a una muchacha que pasaba delante
de su casa, le quitó la capa y la hizo jirones, y después le dio una buena
paliza. Al preguntársele cuál había sido el motivo afirmó que la chica
«había mirado a algunas putas que estaban en el umbral de la casa».
Un elemento importante era la lucha por el uso de la vía pública. La
prostitución pública constituía una vergüenza para la calle y la forma
en que «se exhibían» las prostitutas irritaba a los vecinos que se queja­
ban a menudo de que los hombres decentes no pudieran pasar delante
de un prostíbulo sin ser abordados. Por ejemplo, los habitantes de un
callejón situado entre las calles Zeedijk y Geldersekade declararon
que las putas «soban de manera indecente» a los hombres que pasa­
ban por allí. Un día, a las once de la mañana, la prostituta Wijntje
Hendriks llegó incluso a «arrastrar con violencia a un ciudadano
decente metiéndolo en la casa, y cuando éste quiso salir, la mujer .se le
echó encima arrancándole los pelos de la cabeza». Wijntje lo negó
todo, pero «tres personas honradas» fueron testigos del suceso y
declararon en su contra. En el prostíbulo de Marretje Pieters, las chi­
cas estaban apostadas delante de la puerta y llamaban a los transeún­
tes: si éstos no querían entrar «les escupían sobre el cuerpo».
Por otra parte, resulta llamativo que a mediados del siglo xvni, la
gente apenas se quejara de que semejante exhibición sexual en públi­
co pudiera resultar perjudicial para los niños. Incluso, con frecuencia
eran los niños (sobre todo los varones) quienes ponían de manifiesto
64 Lotte van de Pol

los sentimientos de los vecinos insultando en público a las prostitutas,


entonando canciones burlonas o incluso rompiendo los cristales de un
prostíbulo. Y en ocasiones incluso se les recompensaba por hacerlo,
como en el caso de una mujer que, en 1689, dio un chelín por cabeza a
dos chicos de diecisiete años para que insultaran a una prostituta
delante de su casa, llamándola «puta de judíos y otras obscenidades» y
lanzaran piedras, todo porque esta prostituta había ofendido a la her­
mana de la mujer. Algo así podía provocar fácilmente un recrudeci­
m iento de la situación. En 1749, Willem Stapel, «concubino» y
protector de la regenta de un prostíbulo, Grietje Bosmans, maltrató
terriblemente a dos muchachos porque, en compañía de otros, habían
increpado a Grietje, llamándola «puta, puta», para luego bombardear
la casa con «tronchos de hortalizas». El susodicho Willem Stapel
había maltratado anteriormente a una vecina con quien había entabla­
do una riña. Resulta interesante observar que prim ero, el hom bre
había intentado —en vano— convencer a Grietje para que pegara a la
mujer, pues las mujeres debían resolver los asuntos que tuvieran con
otras mujeres, y los hombres con los hombres. El último ejemplo, que
procede de 1743, nos lo ofrece Anna Regina Cramlits, una antigua
regenta de prostíbulo, que era mantenida abiertamente por un hom ­
bre casado. Cuando los niños del barrio idearon una canción y se la
cantaron se enfureció tanto que empezó a dispararles con una escope­
ta. Semejantes reacciones provocaban a su vez una acción conjunta
del barrio, que garantizaba que no quedara entero ni un solo cristal de
la casa (de putas).
La regenta de un prostíbulo provocaba tam bién la cólera del
barrio si no se atenía a la regla tácita de que la prostitución tenía que
ver con los forasteros. A menudo se reprochaba a una mujer el hecho
de que hubiera seducido a «hijos de ciudadanos». Un hombre presen­
tó en 1748 una queja contra Mietje Hekmans y sus putas «porque a
m enudo han atraído hasta el prostíbulo a su criado, que aún es un
chaval». Asimismo se consideraba una grave ofensa que la regenta de
un prostíbulo intentara inducir a la prostitución a una chica del
barrio. En 1724, la regenta, Rachel de W ilde, alias Smouse Rachel
(Raquel la judía), que vivía en un callejón situado detrás de la O nde
Kerk, abordó a una oficiala del taller de tabaco situado delante de su
casa diciéndole que «si de noche quería ir a su casa, podría ganar más
«I .as putas y los rufianes siem pre hablan de su honor» 65

con mucho placer en una sola noche que trabajando como lo hacía
ahora durante toda una semana en el taller». Encima lo hizo a escon­
didas y utilizando un lenguaje desconocido para los presentes.
El hecho de que hubiera un prostíbulo en la casa vecina se consi­
deraba una maldición. En 1749, un cirujano —movido seguramente
por una vieja enemistad— colocó en una casa alquilada por él a Maria
Wiggers, que regentaba un prostíbulo, diciéndole: «Si quieres vivir en
esta casa hasta mayo, te daré gratuitamente medio barril de cerveza y
si necesitas dinero te prestaré además 50 florines, en la casa puedes
hacer lo que te plazca, puedes bailar, saltar, etcétera, y cuanto más
jaleo armes, más me complacerás». La policía puso fin a la situación
tras recibir numerosas quejas de los vecinos.
Sin embargo, no se trataba únicamente de molestias reales. En las
declaraciones de los vecinos resuena a menudo la indignación moral
sobre la gente que se saltaba todas las normas: los hombres y las muje­
res llegaban a «horas indecentes», los vecinos oían un «lenguaje inde­
cente y libertino» y todo ello provocaba «gran escándalo y molestias, y
ni una sola noche apacible». Las quejas sobre las borracheras, la vio­
lencia, las peleas, las riñas, las canciones obscenas, el hecho de que
acudieran judíos, hombres casados o ladrones notorios, o de que allí
se retuviera a «hijos de ciudadanos», todo ello formaba parte del
repertorio usual. En la descripción de los vecinos es como si los
prostíbulos no fueran tanto lugares donde se practicaba el sexo a cam­
bio de dinero, sino más bien lugares donde se llevaba «una vida natu­
ral» desenfrenada: la vida natural que para las personas del siglo XVII
era el polo opuesto de la vida cristiana deseada. Y las peleas constituí­
an una parte importante de esta vida impía: así, en 1707, en un proce­
so de divorcio, la declaración de una sirvienta según la cual, a
menudo, su amo regresaba a casa borracho y con las ropas desgarra­
das, sirvió también para demostrar que el hombre era un putero. La
palabra «impío» se utilizaba con frecuencia, por ejemplo, en la afir­
mación de «que cantan canciones impías» o bien que cada noche «lle­
van una vida impía de cantar, bailar y saltar».
Si hemos de fiarnos de las declaraciones de los vecinos, primero
ellos solían intentar mejorar la situación recordándoles a los implica­
dos cuáles eran sus errores. En 1743, los vecinos de la regenta de
prostíbulo, Marritje Duikers, «la amonestaron sobre su vida indecen-
66 L o tte van d e Pol

te y sobre las molestias resultantes». Con frecuencia, las «amonesta­


ciones» eran en realidad amenazas de avisar al alguacil, a lo cual las
regentas respondían con desdén o nuevas amenazas. Marritje era tan
desvergonzada que «cuando los vecinos le dijeron que se quejarían de
la mala vida y de la violencia que siempre causaban ella y sus putas,
respondió: “el alguacil es mi tío ”», lo cual evidentem ente era un
embuste que se consideró como una gran insolencia que fue debida­
mente castigada. En 1652, la prostituta Aaltje Jans amenazó a sus veci­
nos con «que les enviaría a unos rufianes que les atacarían con
cuchillos». Los vecinos le advirtieron que presentarían una queja ante
el alguacil por esta intimidación, pero esto no impresionó en absoluto
a Aaltje que se limitó a levantarse las faldas y darse unas palmadas en
las nalgas, al tiempo que decía: «Esto es para el alguacil y esto para sus
señorías». En 1702, Mary Dirks, también prostituta, respondió a la
misma situación diciendo: «Me cago en el alguacil».
En las instancias presentadas a los jueces y en los testimonios ante
el tribunal, los vecinos son tanto hombres como mujeres, pero en la
práctica cotidiana, los contactos eran sobre todo una cuestión entre
mujeres. Dado que las esferas sociales estaban divididas en masculinas
y femeninas, es com prensible que los prostíbulos regentados casi
siem pre por mujeres fueran más incum bencia de las mujeres del
barrio que de los hombres. Además, las mujeres eran las que regula­
ban la vida del barrio, sobre todo en los barrios populares donde
muchos hombres se hacían a la mar, de forma que había muchas más
mujeres que hombres.
Las riñas solían entablarse entre vecinas y putas o regentas de los
prostíbulos, y uno de los puntos más delicados eran las ganancias. La
prostitución era prácticamente el único «trabajo femenino» con el que
una mujer podía ganarse un buen dinero, o mejor dicho, el único que
permitía a las mujeres tener una posición negociadora bastante buena.
El precio que debía pagar una mujer de la clase baja por tener un nom­
bre honrado, era una vida entera de duro trabajo por poco dinero. Por
consiguiente, cuando las putas se vanagloriaban de sus ganancias, las
demás lo consideraban como una gran provocación. Johanna Honsdij-
kert, que regentaba un prostíbulo, fue demasiado lejos cuando «estan­
do en el umbral de su casa dijo en presencia de los vecinos que podía
ganar mucho dinero, pues si venían puteros ricos, se los reservaba para
«Las putas y los rufianes siem pre hablan de su honor» 67

ella y dejaba los demás para sus pupilas». Una mujer le dijo a una veci­
na que regentaba un prostíbulo, que no comprendía cómo era capaz
de hacerlo. La otra le replicó: «¿Y a ti qué diablos te importa eso?
Tengo que apañármelas para ganarme el sustento». Otra regenta dio el
siguiente consejo a su vecina, por cierto, sin que ésta se lo pidiera:
«Deberías tener a una buena moza para ganarte el sustento». Ambas
observaciones provocaron una gran pelea entre vecinos.

¿Aceptación de la prostitución?

Bien es cierto que los conflictos siempre están mejor documentados


que las buenas relaciones, sobre todo en los archivos judiciales, de
donde procede la mayor parte de los anteriores relatos. Sin embargo,
tuvo que existir forzosamente cierta tolerancia hacia la prostitución.
Por ejemplo, a diferencia de los ladrones pillados in fraganti, las pros­
titutas nunca eran víctimas de los juicios populares (maling) en los que
los presentes rodeaban al reo y le daban un escarmiento. Sin embargo,
tampoco se las ayudaba a escapar de la policía. Los pocos marineros,
soldados y artesanos que intentaban ayudarlas solían ser jóvenes y
estaban borrachos. Por otra parte, algunas personas se beneficiaban
también de la prostitución. Los prostíbulos compraban bebidas, ali­
mentos y vestidos, proporcionaban dinero, por ejemplo, a las sirvien­
tas y costureras, y propinas a los mozos de equipaje y a las muchachas
del barrio que les hacían la compra a las putas. Alquilar alojamiento
para que allí se ejerciera la prostitución constituía delito, pero la pros­
titución no podía existir sin la complacencia de los propietarios.
Incluso el Consejo de Iglesias Protestantes se vio obligado a pedir
cuentas a este respecto a algunos de sus miembros, y se rumoreaba
que había mercaderes y banqueros que alquilaban sus edificios a los
regentes de casas de baile.
Es fácil, pero injusto, basarse en ello para tildar de hipócrita a la
ciudadanía, que condenaba la prostitución, pero se aprovechaba
subrepticiamente de ella. En primer lugar, gran parte del tráfico
económico tenía lugar dentro del propio circuito deshonroso, por
ejemplo, las costureras y las sirvientas en los prostíbulos no eran con­
sideradas como personas honradas y a menudo eran antiguas o futu-
68 Lotte van d e Poi

ras prostitutas. Además, no todos los propietarios de casas estaban


contentos con tales inquilinos. Ernest Jacobs, barón de Petersen, ven­
dió en 1710 su casa en un callejón de Nieuwendijk aduciendo que el
hom bre que la había alquilado había instalado en ella una casa de
baile y él no quería tener nada que ver con este tipo de negocios. Los
propietarios de casas presentaban a veces quejas sobre la prostitución
por parte de sus arrendatarios. En 1739, la esposa del propietario de
la casa donde vivía Mietje van der Stiebel, una costurera y «puta dis­
creta» de Amsterdam, advirtió a ésta que abandonara su vida indecen­
te. Mietje le respondió: «Y a ti que más te da, la puta soy yo». Y
cuando la mujer dijo: «Mandaré llamar a un esbirro», Mietje le res­
pondió: «Hazlo, pues en el correccional también tienen buen pan».
La cuestión es si la «prostitución discreta» era realmente tolerada,
aunque con ella se evitaran las molestias y el escándalo para el barrio.
Evidentemente, disponemos de poca información sobre las prostitutas
que consiguieron ser realmente «discretas». A veces se puede encon­
trar algo al respecto en los archivos notariales. Cuando un hom bre
quería zafarse de una promesa de matrimonio demostrando que la
mujer en cuestión era en realidad una puta, pedía a los vecinos que
atestiguaran al respecto ante un notario. Por ejemplo, en el caso de la
«puta discreta» Anna Nederman hubo al menos ocho vecinas, tanto
actuales como antiguas, dispuestas en aquel m omento (en 1701) a
prestar una declaración detallada. Anna había vivido por lo menos en
la casa de una de ellas. Intim aba mucho con los vecinos, a quienes
había contado con todo lujo de detalles su vida, sus problemas y sus
expectativas para el futuro. Los vecinos sabían incluso que de niña su
padre había abusado de ella. También había sido sincera sobre su vida
de prostituta: les había contado que de noche acudía a los prostíbulos,
les había explicado adónde iba y qué clientes había tenido, y a veces les
mostraba el dinero que había ganado. Lina relación de amistad del
mismo tipo se desprende de un documento parecido procedente de
1705 sobre Maria van Weste. En una ocasión, a altas horas de la noche.
Maria había acudido a casa de su vecina llorando porque en la calle le
habían robado el dinero que había ganado con la prostitución. Tanto
trato confidencial y el hecho de que las prostitutas evitaran causar
escándalo y molestias, no impedían a las vecinas testificar en contra de
ellas.
«Las putas y los rufianes siem pre hablan ele su h on or» 69

En el caso de la prostitución pública, los vecinos tenían que sopor­


tar muchas molestias, pero estaba bien claro quién era honrado y
quien no. Por ello, la prostitución discreta, que se escondía detrás de
una fachada de decencia para ganar dinero de forma deshonesta, qui­
zás irritara aún más al vecindario que la prostitución pública. Sea
como fuere, las vecinas tenían sumo interés en marcar los límites entre
la decencia y la indecencia. Una vecina de la ya mencionada Anna
Nederman la había seguido una noche por curiosidad, cubriéndose la
cabeza con su delantal, y de este modo había visto con sus propios
ojos que Anna acudía a dos casas que, tal y como la propia Anna le
había contado, tenían fama de ser prostíbulos. Por ello estaba segura
de que Anna era una puta. En la Raadhuisstraat, una calle decente, las
vecinas llegaron a la conclusión de que dos hermanas que vivían junto
al canal eran prostitutas, después de observar sus idas y venidas de
noche durante semanas desde la secreta pública (retrete). La medida
se colmó en cuanto estas chicas dejaron de actuar con discreción y
empezaron a besar a los hombres en público: «Hasta aquí podíamos
llegar, se dejan sobar en la acera» fue el comentario que hizo una de
las mujeres a su marido.

Las calles Jonkerstraat y Ridderstraat

La élite solía considerar al «populacho» como una masa uniforme, en


la que poco importaba que alguien fuera puta o ladrón. Por su parte,
los historiadores consideraban al pueblo llano como una clase no dife­
renciada en la cual no imperaban las normas sexuales burguesas y para
la cual el honor era un lujo que no podía permitirse. Sin embargo, esto
no es cierto: en la parte inferior de la sociedad, el honor y su simbolis­
mo desempeñaban un papel importante. Para los «pobres decentes»
era sumamente importante diferenciarse de los «pobres indecorosos y
descreídos»; también ellos estaban dispuestos a luchar por su honor.
Bernard de Mandeville escribe en su Fábula de las abejas o los
vicios privados hacen la prosperidad pública (1714), que las casas de
baile de Amsterdam no constituían problema alguno para la pobla­
ción:
70 Lotte van d e Pol

En prim er lugar, las casas a que m e refiero sólo se perm iten en los lugares má:
d esaseados y vulgares de la ciudad, d on d e se alojan y congregan marineros 5
extranjeros sin reputación. La calle en la cual la mayoría [de estas casas] estar
paradas se considera escandalosa y esta infamia se extien d e a toda la vecindac
q ue la rodea. [La fábula d e las abejas, I, p. 60]

Esta era exactamente la opinión de la élite: la prostitución se con


centraba en los barrios bajos donde poco podía importarles a los ve
cilios.
En efecto, las casas de baile grandes y famosas de Zeedijk y Gel
dersekade apenas provocaban riñas entre los vecinos y quejas de los
mismos ante las autoridades. Quizás esto fuera lógico, pues estos esta
blecimientos estaban bastante controlados por la policía, que detenía
con cierta regularidad a prostitutas. Además, estas casas se encarga­
ban de mantener el orden ateniéndose estrictamente a los horarios dt
apertura y contratando porteros y «vigilantes», precisamente para evi
tar molestias y, por consiguiente, una intervención de las autoridades.
Además, los vecinos tenían pocas posibilidades de encontrar una acti­
tud condescendiente en las autoridades. La situación era clara, los
límites nítidos, y si a alguien no le gustaba, no tenía más que mudarse
de barrio. Los vecinos habrían desmentido la observación de de Man-
deville de que todo el barrio en el que se encontraban las casas de
baile era considerado deshonesto.
Las calles que se mencionan más a menudo en los libros de confe­
siones en lo que respecta a las acciones vecinales contra los prostíbu­
los son la Jonkerstraat y la Ridderstraat, dos calles paralelas y bastante
largas situadas entre Geldersekade y O nde Schans. Los alquileres de
las viviendas en estas calles eran muy bajos y allí vivía un número rela­
tivamente elevado de familias humildes en casas traseras, sótanos o en
algunas habitaciones. Allí había abundancia de «marineros y foraste­
ros sin reputación», «En estas calles», escribe Tobias van Domselaer
en su Beschryving van Amsterdam («Descripción de Amsterdam»,
1665), «vive actualm ente tan trem enda cantidad de gente vulgar,
marineros y comerciantes, que se ganan la vida en los astilleros y en las
travesías que, de hecho, a veces habitan hasta cuatro familias en una
sola casa, ocupando las casas delanteras, las casas traseras, los sótanos,
los cuartos delanteros y traseros, que parece increíble». Estas palabras
-as initas y los rufianes siempre hablan de su honor» 71

son casi proverbiales en lo que respecta a los barrios donde vivían las
capas más humildes de la población. En 1760, Jan Wagenaar, refirién­
dose a la «Rebelión de los notificadores de defunciones» de 1696,
habla del «populacho [...] agolpado en una trulla tlescontrolada
pasando por el Nieuwmarkt, procedente de la Jonkerstraat y la Rid-
derstraat».
En estas calles se ejercía mucho la prostitución, en prostíbulos que
a menudo se reducían a un sótano o un solo cuarto. Los clientes que
buscaban los prostíbulos eran gente sencilla. «Ya no me quedaba
dinero para ir a las casas de baile grandes», escribe el protagonista de
De ongelukkige levensheschryving (1775), «por lo que decidí ir a una
pequeña, como las que hay en la Jonkerstraat y la Ridderstraat». Allí,
la gente bebía ginebra en lugar de vino y las prostitutas eran mujeres
pobres como «las que recogen mejillones y las que hacen girar las rue­
das para pulir diamantes». Asimismo había prostitutas públicas,
muchachas que se exhibían delante de las puertas y atraían a los hom­
bres. Por ejemplo, Anna Lijsbeth Lodewijks que regentaba un prostí­
bulo en la Ridderstraat y sus pupilas conseguían hacer entrar a los
hombres que pasaban por allí quitándoles el sombrero y lanzándolo al
interior de la casa. Bien es cierto que Anna negó tales acusaciones,
pero su observación de que se trataba de una práctica utilizada por
otros prostíbulos de la calle da la impresión de que aquél era un méto­
do usual para atraer clientes en aquel barrio. Anna fue condenada por
haberse peleado con un hombre al que había conseguido hacer entrar
en la casa, pero que quería volver a salir. Lo había herido de gravedad
con un palo que, según los vecinos, llevaba siempre escondido bajo las
faldas para defenderse de noche.
Una historia como la anterior ofrece una imagen de la prostitución
pública y de la violencia cotidiana. Sin embargo, los vecinos del barrio
no se resignaban con esta situación; las molestias en un barrio tan den­
samente poblado debían de ser enormes. Los conflictos evidencian
que, a menudo, las peleas llegaban a más y la agresividad por ambos
bandos era grande. El 7 de septiembre de 1689 se produjo «un gran
alboroto y afluencia de personas» cuando un marinero borracho
creyó que le habían robado dinero en un prostíbulo. Apenas tres
semanas antes, el regente de un prostíbulo había provocado un distur­
bio callejero al amenazar a los vecinos con un cuchillo en plena calle.
72 Lotte van d e Pol

«sólo porque le recriminaron por el jaleo». En 1683 los vecinos de


jannetje Jans presentaron conjuntamente una queja oficial contra ella.
De acuerdo con esta instancia Jannetje

había vivido varios años seguidos en la Jonkerstraat, d on d e regentaba un pros­


tíbulo y casa de putas, corrom p ien do en su casa a m uchos jóvenes, hijos de
ciudadanos, de dieciséis años, día y n och e con sus concubinas y ladronas de
vida impía, y a causa de esta vida disoluta n och e y día rompían cristales, provo­
caban destrozos en los marcos y las puertas de los vecinos, causando tal violen ­
cia deliberada que los vecinos ya no pueden seguir viviendo allí.

En la misma Jonkerstraat, una mañana de 1745, después de abrir


los postigos, los vecinos se quejaron ante dos regentas y sus pupilas
del jaleo de la noche anterior, recibiendo por respuesta «insultos y
maldiciones, y gestos indecentes». Después, las prostitutas fueron a
llamar a la puerta de los vecinos y una mujer que regentaba un prostí­
bulo se lió a golpes con una «ciudadana», mientras «se levantaba las
laidas y decía más groserías». Cuando Engeltje Valk, fue arrestada
junto con sus pupilas, durante una gran redada llevada a cabo en
noviembre de 1732, «hubo gran regocijo y se dijo que era bueno que
también aquel prostíbulo fuera desalojado por la policía».
Estos ejemplos podrían complementarse con muchos otros. Para
la gente de fuera, la Ridderstraat y la Jonkerstraat eran barrios bajos,
con una línea divisoria fluida entre lo honesto y lo deshonesto. Preci­
samente el hecho de vivir tan cerca del deshonor hacía que los pobres
honrados consideraran esencial defender su posición. Las prostitutas
estaban separadas del mundo honrado porque demostraban pública­
mente que el primer requisito para el buen nombre de una mujer — la
castidad— les traía sin cuidado. Por ello, no podían esperar la aproba­
ción ni la aceptación por parte de sus vecinos.
3. « L a o rug a en la c o l , e l p u s e n l a p ie r n a ».
L a a c t it u d frente a la p r o s t it u c ió n , las p r o s t it u t a s y

LAS MUJERES

En la dicotomía «honesto y deshonesto», la prostitución era, por


excelencia, el negocio deshonesto, y la puta era considerada como «la
otra», a la que había que mantener lo más alejada posible de la exis­
tencia honrada y burguesa. La prostitución tenía su lugar en los pros­
tíbulos de los barrios portuarios e iba destinada a los marineros que
hacían la ruta de las Indias Orientales y demás gentuza. El libertinaje
se atribuía preferiblemente a los que venían de fuera y sobre todo a los
extranjeros: así, entre los consejos que recibían los hijos de buena
familia dispuestos a realizar un viaje educativo a través de Europa (el
llamado grand tour), los padres incluían una advertencia especial acer­
ca de la inmoralidad de los franceses y de los italianos.
Además, el «putaísmo» estaba estrechamente vinculado a la otra
religión: el catolicismo. La propaganda protestante del siglo XVI com­
paraba al Papa con la «prostituta de babilonia» del Apocalipsis. A
menudo, Lutero y otros prohombres de la Reforma metían en el
mismo saco a «putas» y «papistas». Según ellos, las prostitutas eran
preferiblemente católicas: y si bien, según Het Amsterdamsch Hoer-
dom, las putas y las regentas de prostíbulos «casi siempre son herejes
e impías», las que quieren pasar por devotas acuden a la Iglesia católi­
ca, pues «no hay religión más cómoda para una puta que la Romana»:
al fin y al cabo después de la confesión se supone que uno está de
nuevo libre de pecado. El influyente pastor protestante Petrus Wit-
tewrongel afirmaba que el adulterio era más frecuente en los países
católicos que en los protestantes, y no le parecía que ello fuera cosa
fortuita, «pues en los países católicos se desprecia a Dios y Su pala­
bra». En Roma, aseguraban los protestantes, había decenas de putas
al servicio de los clérigos e incluso las había para el provecho del pro-
74 Lotte van d e Pol

pió Papa. El italiano Gregorio Leti, que se convirtió al protestantismo


y se estableció en Amsterclam, escribió a este respecto U Puttanhmo
Komano, libro que se publicó en 1678 en neerlandés con el título de:
Onkuisse t ’Zamenrotting, o f Gilde der Roomse Hoeren (Confabula­
ción impúdica o el gremio de las putas romanas).
En los diarios y las crónicas que los holandeses escribían para
otros, se cuidaban mucho de hablar de la prostitución holandesa y
aún más de relatar sus visitas a los prostíbulos. Sin embargo, en el
extranjero se les encandilaban los ojos y en ocasiones más que eso. El
mercader Jacob Muhl, que en 1778 se hallaba junto con otros holan­
deses en París, no podía dar crédito a sus ojos estando en la Place
Royal y el Vauxhal; los miembros del grupo se susurraban unos a otros
que casi todas las mujeres guapas eran allí «filies pour chaqu’un».
Algunas debían de tener apenas doce años, lo cual provocó la siguien­
te reacción por parte de Muhl: «¡Vive Dios, nuestro Amsterdam aún
no sabe nada de tales historias!» A la inversa, los extranjeros se queda­
ban boquiabiertos al ver la prostitución de Amsterdam y a menudo la
juzgaban con dureza, aunque en las grandes ciudades de su propio
país también la hubiera, ejerciéndose ésta en Londres y París al menos
a igual escala que en Amsterdam. En todas partes se echaba la culpa a
otros de la sífilis, la «enfermedad sucia». Por ejemplo, mientras en los
Países Bajos se la denom inaba la «viruela española» o el «picor
español», en Italia era el «mal francés». En España se prefería culpar
de esta devastadora enfermedad venérea a los indios americanos, aun­
que también se la conocía como el «mal francés».
El problema era por supuesto que el pecado no era tan sólo algo
del exterior, algo cometido por los «otros». «¿Cuántas veces no ha
sido contagiada una mujer honrada y decente por su marido, que
tiene trato frecuente con putas de prostíbulo y putas callejeras, con la
viruela española, francesa, alemana, y, sí, llamémosla también la virue­
la holandesa?» Se pregunta Axilius Roos en Den Amsteldamsen Dio-
genes («El Diógenes amsterdamés», 1684). Las seducciones de una
pobre chica alemana, que se exhibía como prostituta ante la puerta de
un prostíbulo en una callejuela apartada y lanzaba miradas picaras a
los marineros noruegos borrachos, no constituían de hecho peligro
alguno. Lo que los ciudadanos experimentaban como una amenaza
era el pecado en el seno de la propia comunidad: la «puta discreta»,
« L a oruga en la col, el pus en la pierna» 75

no reconocible como una mujer de vida alegre, el marido adúltero que


contagiaba a su esposa con una enfermedad venérea, los «hijos de ciu­
dadanos» que eran inducidos a seguir el mal camino y las acciones
sexuales secretas y prohibidas que mermaban la integridad de la socie­
dad y, lo peor de todo, provocaban la ira de Dios.
El «putaísmo» no se limitaba tan sólo a la prostitución o al liberti­
naje. Se utilizaba como metáfora para referirse a todo lo que se consi­
deraba corrupto, impío e indecente, l^or ejemplo, la gran ciudad era,
en sentido metafórico, una «puta» frente a la «mujer decente» que
sería el campo incorrupto. En esta metáfora, Amsterdam era «la puta
a orillas de río IJ», porque la ciudad estaba abierta a todos y allí todo
giraba en torno al lucro. De este modo, el predicador Bartens escribe
en el siglo XVII:

La puta a orillas del IJ se vende por el vil dinero


trata con el papista, el pagano, el turco y el moro
no tiene Dios ni patria, nada le es sacro
¡Sólo pide lucro, lucro y más lucro!

Una puta es una mujer que encarna en sí misma todo el mal. Así lo
explica Jacob Campo Weyerman en «El carácter de una puta» en De
merkwaardigen levensgevallen, 1730:

En verdad una puta es el camino hacia el demonio, y aquél que hable con ella,
iniciará su viaje al infierno; quien la bese con deseo, ya habrá dado un paso
más; y quien disfrute de ella, habrá alcanzado el final de su trayecto...

Desde antiguo, la prostitución se ha comparado con las inmundi­


cias y las alcantarillas. En A modest defence o f public stews (1724), Ber-
nard de Mandeville compara la función de un prostíbulo con la de un
meadero (boghome). El «sucio pecado» del sexo con mujeres «que
alquilan sus cuerpos, abiertamente y sin pudor, como retretes y pozos
de basura públicos para el populacho, y para los libertinos que vienen
y van», es la causa de la sífilis según el médico Nicolaas Heinsius en su
disertación sobre esta enfermedad. De kwynende Venus («La Venus
marchita», 1700). En esta terminología, se compara con una alcantari­
lla no sólo al prostíbulo, sino a menudo también a la propia prostituta:
76 L o tte van d e P o l

una puta es un «orinal» y un «cagadero». Por cierto, resulta curioso


observar que la suciedad se adhiere a la prostituta receptora y no al
hombre, que es la fuente de la misma.

La aversión por las putas discretas

La obsesión y el temor por las prostitutas, que se destila de los escritos


de la época, tenían que ver más con la «puta», que puertas afuera es
una mujer honrada, que con la «prostituta», que, al ser una mujer
pública, muestra quién es realmente. La característica más peligrosa
de las putas es su hipocresía, recalca por ejemplo Jacob Cats en su
libro Hoeren, ende ongemacken van deselve herkomende («Las putas y
las incom odidades que éstas provocan»). El, como muchos otros,
hace referencia al contraste entre el bello exterior de una puta y el
deterioro físico y moral que acecha detrás de esta fachada. Cats com­
para el daño que causa «una puta en el hogar», con el daño también
invisible desde el exterior de una «oruga en una col» y el «pus en la
pierna». Y en «El carácter de una puta» se dice que: «Su cuerpo es
una cuba pintada llena del poso del placer, recubierta con un poco de
vino desbravado para darle buen color, pero para quien lo pruebe,
será la muerte en la lengua».
Las putas discretas eran una amenaza no sólo para su entorno,
sino también para sus amantes; en la literatura popular, las queridas
engañan al hom bre que las mantiene con otros hombres, sea o no a
cam bio de dinero. La especial aversión que provoca este tipo de
mujeres resuena hasta en los informes del tribunal. P or ejemplo,
Johanna Robberts, arrestada en 1733 por regentar un prostíbulo, fue
interrogada por el tribunal principalm ente acerca de su pasado
como m antenida. Se le preguntó «si no era cierto que durante el
tiempo en que la mantenía aquel señor, no se había dejado utilizar
por otros habiendo arruinado por completo a algunos de ellos». Es
un eco del reproche: «¡Cuántas veces se ha tenido que ir a buscar
pimienta por tu culpa!» que le hacen, en Klucht van dronken Hansje
(«El sainete de Juanito el borracho», 1657) de Melchior Fokkens a
una alcahueta. Para ir a «buscar pimienta» era preciso ir a las Indias
O rientales, el destino por excelencia de los mozos de Amsterdam
« L a oruga en la col, el pus en la pierna» 77

que no se comportaban como era debido. A menudo se señalaba a


las putas como las culpables de la vida disoluta y de la ruina de estos
jóvenes.

E l papel de la Iglesia: de madre cuidadora a padre castigador

La Iglesia alimentaba los sentimientos de temor y culpa en torno a la


sexualidad prohibida. Las normas sexuales se basaban en el pensa­
miento cristiano. De acuerdo con este pensamiento, el cuerpo era la
fuente de todo mal. El apóstol San Pablo recalcaba que la abstinen­
cia sexual era el estado supremo en el que podían vivir las personas.
Sin embargo, quienes no pudieran contenerse, habían de casarse:
«Pero si no tienen don de continencia, cásense, pues mejor es casarse
que estarse quemando» [1 Cor. 7:9]. Fuera del matrimonio no había
lugar para el sexo; dentro del matrimonio, el sexo servía para engen­
drar hijos y evitar el libertinaje, es decir, aceptar el deseo del otro
para que éste no cayera en la tentación de cometer adulterio. La
prohibición del adulterio era uno de los diez mandamientos que
Moisés había recibido directamente de Dios, y por tanto era suma­
mente importante.
En todas las sociedades cristianas se daba por hecho que la prostitu­
ción era un pecado y un mal; sin embargo, la manera en que se conside­
raba y en que se le hacía frente variaba según la época. Ea Biblia no
ofrecía ninguna respuesta definitiva. La Iglesia católica en la Edad
Media consideraba la prostitución como un mal necesario. El estado de
pecado de la humanidad y la imperfección de la existencia terrenal
hacían que, lamentablemente, la prostitución fuera inevitable. Según
San Agustín (354-430), si se ahuyentara a las prostitutas, la sociedad
entera se trastornaría debido a los deseos sexuales. Santo Tomás de
Aquino (1225-1274) afirmaba que era sensato tolerar el mal menor si
con ello podía evitarse un mal mayor. Un palacio necesita un estercole­
ro, pues de lo contrario el palacio entero apestaría. Sobre la base de este
tipo de textos, en la Baja Edad Media, las autoridades municipales de
toda Europa optaron por una política de tolerancia reglamentada.
De acuerdo con la doctrina católica, el ser humano es un pecador
en posesión del libre albedrío: puede elegir enmendarse y sus pecados
7X L o tte van d e Poi

pueden serle perdonados. Las prostitutas eran unas pecadoras que


podían enmendarse y era menester aspirar a su conversión. La Iglesia
recompensaba el matrimonio de una prostituta como un acto de cari­
dad, pues de este modo se salvaba a la mujer del pecado. Entre las san­
tas había diferentes prostitutas arrepentidas. María Magdalena, la
discípula de Jesús, y según la tradición una prostituta, era especial­
mente venerada.
En 1227, Roma fundó la Orden de Santa María Magdalena, que
tenía por objeto recoger a las prostitutas arrepentidas que querían
seguir una vida honrada y piadosa. En toda Europa se crearon casas
de la Magdalena, que en los Países Bajos se llamaban también casas de
Betania, por la ciudad donde había vivido la santa. En torno a 1450, el
convento de Santa María Magdalena de Betania, ubicado en la calle
Oudezijds Achterburgwal de Amsterdam, estaba destinado a las «her­
manas arrepentidas». Un buen ejemplo de la mentalidad subyacente
es el siguiente texto de 1484 procedente del «Libro de registro» de la
Casa de Betania en Brugge:

D ios, que n o quiere que nadie se pierda, sino que desea mantener y salvar a
todas las personas, ha inspirado a m uchos corazones para que funden este
convento de hermanas arrepentidas [ ...] a fin de arrebatar a las pobres ovejas
descarriadas de las garras del lobo, es decir, del enem igo; pues com o dice San
Pablo, allí d on d e los pecados fueron abundantes, rebosará la m isericordia, lo
cual nosotros, alabado sea el Señor, vem os a diario en todas nuestras pobres
hermanas, m uchas de las cuales, procedentes d e una vida pecadora, han vivi­
d o santam ente en este hum ilde convento.

En el siglo XVt, la idea del mal necesario y la aceptación de una


prostitución reglamentada empezó a perder adeptos. Una de las cau­
sas fue la sífilis, una enfermedad hasta entonces desconocida, que en
1494 se declaró en una forma epidém ica grave. D urante la Edad
Media, la población no había sufrido enfermedades venéreas graves;
sin embargo, en cuanto se evidenció que esta nueva enfermedad era
de transmisión sexual, los puteros se asustaron y con ello se inició el
ocaso de los prostíbulos de la ciudad. No obstante, aún más im portan­
te fue la lucha en el seno de la Iglesia. Quienes criticaban a la Iglesia
católica consideraban que tolerar la prostitución era un abuso grave y
« L a oruga en la col, el pus en la pierna» 79

cuando los protestantes llegaron al poder, prohibieron y penalizaron


de inmediato la prostitución.
El paso de la regulación católica al castigo protestante fue más que
un cambio en la política de las autoridades. Fue sobre todo un signo
de cambio de paradigma sobre la actitud de Dios frente al ser huma­
no: el Dios misericordioso del Nuevo Testamento parece haber cedi­
do el paso al Dios vengativo del Viejo Testamento, Los protestantes
estaban convencidos de que las buenas obras y la penitencia no ayuda­
rían a conseguir la salvación eterna; sólo Dios podía conceder miseri­
cordia. La noción calvinista de la pecaminosidad del ser humano
dejaba aún menos espacio para el arrepentimiento y el perdón: de
acuerdo con la doctrina más estricta de la predestinación, de antema­
no está totalmente determinado quién es pecador y por consiguiente
quién está condenado. Los calvinistas estaban convencidos de que
Dios no perdonaba los pecados, sino que los castigaba. El Dios venga­
tivo nunca había estado del todo ausente en la doctrina católica, pero
en los siglos XVI y XVll, se convirtió en una obsesión en toda Europa.
Esta tendencia se manifestó en primer lugar entre los protestantes, y
en especial en la Iglesia calvinista, pero acabó siendo adoptada por
todas las comunidades eclesiásticas. Después de la reforma en el seno
de la Iglesia católica, la Contrarreforma, los países católicos dejaron
también de tolerar oficialmente la prostitución por temor al castigo
divino. En los Países Bajos, este temor era muy agudo. Desde lo alto
del pulpito se predicaba que los Países Bajos eran el pueblo elegido de
Dios, como atestiguaba la prodigiosa victoria frente a los españoles y
la prosperidad del país. Por ello. Dios castigaría de forma especial a
los Países Bajos, al igual que hiciera antaño con Israel, por sus peca­
dos.
El decreto de 1509 sobre la prostitución en Amsterdam, en el que
se determinaban a qué reglas debía atenerse el negocio de la prostitu­
ción, empieza con las siguientes palabras:

En vista de que la Iglesia cristiana romana, que es gobernada por el Espíritu


Santo, com o una buena madre que cuida a sus hijos, ordena algunas cosas y
prohíbe otras, ambas so pena de la condenación eterna, para evitar un mal
mayor que el de las mujeres públicas [perm itim os la prostitución con las
siguientes condiciones],
80 L o tte van de Poi

En 1578, los calvinistas expulsaron a los católicos del gobierno de


la ciudad y Amsterdam se unió a la rebelión contra España. Se cerra­
ron los prostíbulos. El cambio fue enorme. Se promulgó un nuevo
decreto que empezaba condenando las «atrocidades que han impera­
do en este ámbito bajo el papismo», y que prohibía y castigaba cual­
quier tipo de putaísmo y libertinaje, «para que las autoridades y sus
súbditos no sean sometidos a la ira y al castigo de Dios, de los cuales
tanto se habla en las historias tanto bíblicas como seculares». Las
prostitutas habían dejado de ser unas pecadoras que podían redimir­
se, para convertirse en unas criminales a las que había que castigar.
Los textos y el lenguaje figurado muestran claramente un cambio de la
protección de la Iglesia como madre cuidadora a una confrontación
directa con Dios como padre castigador. Para el pobre pecador, ésta
tuvo que ser una dolorosa forma de alcanzar la mayoría de edad.
El temor por la venganza divina se expresaba en las leyes promul­
gadas por las autoridades y los sermones lanzados desde el pulpito, y
ese temor era asumido por las gentes piadosas que acudían a la iglesia.
Resulta difícil dem ostrar si este tem or era com partido por toda la
población, aunque hay indicios de que así era. «Amsterdam, Amster­
dam», piensa el protagonista de Het Amsterdamsch Hoerdom al final
de su recorrido nocturno, «¿qué pasa con toda esa depravación den­
tro de vuestras murallas? ¡Y qué señal de la omnímoda bondad de
Dios hacia ti que no te castiga con las más terribles plagas por seme­
jantes atrocidades!» Y en «El carácter de una puta» (1730) puede
leerse; «Dentro de una puta habita al mismo tiempo un Caín, siempre
marcado por el sello ardiente de su conciencia; no conoce cobijo para
su temor; y huye del rostro del Juez, así como el diablo esconde sus
cuernos antes de que llegue el alba... »
Y esto sólo es la literatura; hay otro tipo de indicios: «Que sepas
además, querido hijo», escribe una mujer en una carta a su hijo que
servía en la flota de guerra en 1664, durante una guerra contra Inglate­
rra y en medio de una epidemia de peste, «que la mano de Dios está
levantada sobre todo este país, castigándonos por nuestros pecados,
pues la mortalidad aquí y en otras ciudades es muy alta». Muy signifi­
cativas son asimismo algunas declaraciones hechas en 1710 ante un
notario por la tripulación de un barco de la Compañía de las Indias
Orientales sobre su patrón. Durante la travesía, este hombre, Adriaan
« L a oruga en la col, el pus en la pierna» 81

van Doorn, inició una relación con una mujer casada que regresaba
con su íamilia a Holanda. El patrón, que ya tenía lama de ser un
«putero», la besaba y acariciaba «incluso a la vista de la gente». Esto
causó gran agitación entre la tripulación. El segundo oficial insultó
públicamente al patrón tildándolo de «granuja y ladrón» y el primer
oficial, «un hombre temeroso de Dios», suspiró en varias ocasiones:
«Es un milagro que el cielo no nos castigue, al buque y a todos los que
están a bordo, por este asunto tan abominable».

La sífilis

También antes de la Reforma, los prostíbulos habían estado (tempo­


ralmente) cerrados, en concreto cuando se declaró la peste, la enfer­
medad que se menciona en la Biblia como el castigo divino por los
pecados humanos. En el caso de las enfermedades venéreas, la rela­
ción entre pecado y enfermedad era muy directa: la sífilis era culpa de
uno mismo, un castigo justo por el libertinaje cometido. La sífilis era
una confesión pública de putaísmo, pues la enfermedad se manifesta­
ba a la sazón de una forma más intensa y visible que en épocas poste­
riores, con úlceras que no se limitaban a los genitales.
Los que padecían la enfermedad eran tratados con pomadas de
mercurio y aire caliente o vendajes calientes. Debido a los vapores
del mercurio, los enfermos empezaban a transpirar y a babear enor­
memente. La idea era que, gracias a ello, el cuerpo eliminaría las sus­
tancias nocivas. Estas curas de sudor causaban terribles sufrimientos
—como demuestran claramente las descripciones y las ilustracio­
nes— y provocaban un envenenamiento por mercurio que era casi
peor que el propio mal. El pudrimiento de la nariz y la caída de los
dientes podía atribuirse más al remedio que a la enfermedad. El
dolor y la mutilación que provocaba la cura con mercurio eran un
castigo por el pecado cometido. Sin lugar a dudas, una simple y efi­
caz pastilla de penicilina no hubiese sido moralmente satisfactoria
para los hombres del siglo XVII.
Los sifilíticos podían ingresar y recibir tratamiento a cuenta de la
ciudad en la antigua «Casa de la peste». A veces, durante los registros
en los prostíbulos, la policía encontraba a prostitutas que estaban «tie-
82 L o tte van de P o l

sas de viruela», y que eran enviadas directamente a este hospital sin


pasar por los tribunales. La mayoría de las personas evitaban recurrir
a estos servicios para pobres, ocultaban su enfermedad o fingían que
la «viruela española» — la sífilis— era viruela corriente. De ello se
aprovechaba toda una industria clandestina de «maeses de viruelas» y
curanderos que, a cambio de mucho dinero y mucha discreción, trata­
ban las enferm edades venéreas en el domicilio del paciente. Este
negocio les ofrecía un buen sobresueldo o era la prolongación de la
carrera profesional para los regentes de prostíbulos; y así, estas perso­
nas se anunciaban en el mundo de la prostitución. En Den dcsolaten
hoedel der medicijne deses tijdts («El deplorable estado de la medicina
de nuestro tiempo»), un libelo de 1677 que lleva por subtítulo «En
aguas turbias hay buena pesca», un médico y un boticario se quejan de
un miembro del «despreciable gremio de los curanderos de viruelas,
que manda pegar sus odiosos anuncios en tabernas y casas de putas,
en los retretes y meaderos. [...] Estas son señales de que en Amster-
dam está la escuela superior del putaísm o...». Con este negocio se
ganaba mucho dinero. Los libros de confesiones mencionan importes
de entre 20 y 40 florines, e incluso más por una «cura de mercurio».
En el siglo XVlll parece que fueron sobre todo los hombres de las
clases sociales más altas los que comprendieron cada vez más la grave­
dad de la sífilis, como lo demuestra la gradual, aunque secreta, distri­
bución de preservativos. En 1764, el estudiante inglés James Boswell
no se atrevió a acostarse con la prostituta con la cual se había retirado,
porque no se fiaba de la salud de la mujer y porque no llevaba consigo
preservativos (según sus propias palabras: «no llevaba armadura, así
que no luché»). La propietaria de un prostíbulo, Helena Havelaar,
mandaba llamar al cirujano para que examinara a sus pupilas, aunque
el tratam iento de las enfermedades venéreas costara 50 florines en
1760, y 120 en 1761. Esto significa que había clientes dispuestos a
pagar más en un prostíbulo en que las pupilas estuvieran bajo control
médico, aunque ahora sepamos que ello sólo aportaba una seguridad
ficticia. En aquella época, muchos hombres de las clases superiores
sólo pedían a las prostitutas que les hicieran «catequización manual»,
es decir que los masturbaran.
En diferentes países, las autoridades empezaron a preocuparse por
la proliferación de la sífilis, sobre todo entre los soldados y marineros.
«La oruga en la col, el pus en la pierna» 83

Pues, a fin de cuentas, ello mermaba la fuerza militar. En Francia, a


partir de finales del siglo xvill, las prostitutas necesitaban una licen­
cia, que sólo se concedía si las mujeres se sometían cada semana a un
examen médico para ver si tenían enfermedades venéreas. En la Repú­
blica holandesa, semejante control público era tabú, y se reprendía a
los médicos que hacían propuestas en este sentido apelando a la salud
pública. Durante la anexión de los Países Bajos a Francia (1810-1813)
se introdujo el control médico de las prostitutas, pero éste se eliminó
en cuanto se hubieron marchado los franceses. Cuando el gobierno
del país instó a que se volviera a implantar el sistema, Amsterdam se
negó con el argumento «de que si las autoridades introducían un
reglamento para el libertinaje, se legitimaría el propio libertinaje».
Como también se oía decir todavía en el siglo XIX, no era conveniente
reconocer el derecho a la existencia de la prostitución a través del con­
trol, y no era tarea de las autoridades librar al libertinaje de su justo
castigo. En el transcurso de aquel siglo, se introdujo un sistema de este
tipo en la mayoría de las demás ciudades.

Las mujeres como putas natas

La tensa relación con la sexualidad y las graves consecuencias del


libertinaje convirtieron la prostitución en un grave problema, incluso
en un delito. Y todo delito tiene sus autores; para la Iglesia, todos los
implicados eran culpables, tanto hombres como mujeres; las leyes
tampoco establecían diferencia según el sexo y reservaban las penas
más duras para los organizadores. Pero esto era más la teoría que la
práctica. En esta cultura dominada por los hombres, se señalaba como
verdaderas culpables a las putas, ayudadas por las regentas de los
prostíbulos, en resumidas cuentas: a las mujeres.
Sobre todo en el siglo XVII, la actitud frente a las prostitutas era
dura y condenatoria. Las autoridades comparaban a las putas con los
ladrones y las consideraban autoras de un delito y no víctimas de él.
Ante el tribunal, las prostitutas se disculpaban alegando que habían
sido seducidas, engañadas y abandonadas, pero los contemporáneos
no daban mucho crédito a sus palabras. Las prostitutas recibían penas
más duras que los hombres y mujeres que regentaban el prostíbulo.
84 L o tte van ele P o l

Las putas encerradas en los correccionales eran abucheadas; la mane­


ra en que se hablaba de estas mujeres era manifiestamente despiada­
da. En las ilustraciones se representaba a las putas como seductoras
activas y a las regentas de los prostíbulos como astutas cómplices,
mientras que sus clientes eran representados como víctimas, como
necios seducidos (véase ilustración 11). H abían caído presa del
Bedrog derhoeren («Engaño de las putas», 1750).

El cocodrilo acosa a su presa


con una voz fem enina y llorando,
así intenta una bagasa
abrirse cam ino engañando.
M ientras halaga y llora la puta
un corazón lleno d e artimañas oculta.

La imagen de la puta era de hecho una consecuencia de la imagen


de la mujer: la de una criatura lasciva, incontrolada, embustera y cal­
culadora. A finales del siglo XVII y principios del XVIU, estas caracterís­
ticas eran tratadas de forma exhaustiva en la literatura popular. Por
ejemplo, en Het leven en bedryf van de hedendaagse Haagse en Amster-
damse Zaletjuffers («La vida y los negocios de las damiselas de La
Haya y de Amsterdam en la actualidad», 1696), un grupo de mucha­
chas (damiselas) forma un club cuyos miembros se comprometen a
cometer el mayor número de fechorías posibles. El texto es una pesa­
dilla sobre la mujer en su forma más amenazadora: mujeres jóvenes y
atractivas de buena procedencia que resultan estar totalm ente
corrompidas.
En el frontispicio queda claro de dónde viene el mal carácter de las
mujeres: detrás de ellas hay demonios armados con fuelles. Con estos
«fuelles del pecado», como los llamaban desde el pulpito, les eran
susurrados sus malos pensamientos. El demonio aparece a menudo en
los frontispicios holandeses. Al principio de la segunda parte de D ’O-
penhertige Juffrouw (1699) se advierte un demonio con un fuelle
detrás de una prostituta sentada que cuenta, satisfecha, su dinero
(véase ilustración p. II). La imagen popular del hombre que es seduci­
do por la mujer, mientras, a su vez, la mujer es guiada por el diablo,
tiene su origen en la Biblia. Eva, inducida por el demonio, había sedu-
« L a oruga en la col, el pus en la pierna» 85

cido a Adán a hacer algo que estaba expresamente prohibido, y en la


tierra eran las hijas de Eva las que, con sus artes de seducción, roba­
ban a los hombres su entendimiento y los convertían en sus presas.
Por consiguiente, no era ninguna novedad que detrás de una mujer
seductora y provocativa se escondiera el demonio.
Toda mujer es una puta en potencia, es el mensaje de éste y otros
escritos. No sólo una esposa, a primera vista casta, como en De onge-
lukkige levensbescbryving («La desgraciada vida de un amsterda-
més»), sino incluso la propia madre, como en De Amsterdamsche
lichtmis («La libertina de Amsterdam»), D’Openhertige Juffrouw («La
doncella franca») y en la novela picaresca de Nicolaas Heinsius Den
vermakelijken avonturier («El divertido aventurero», 1695) podía ser
una puta a escondidas. La facilidad con la cual las mujeres se prosti­
tuían constituía una prueba evidente de la maldad de todas ellas.
Ya en la antigüedad clásica, entre las teorías médicas aceptadas,
imperaba la idea de que las mujeres estaban más ávidas de sexo que
los hombres. Ello se achacaba sobre todo al útero, un órgano que se
representaba como un animal hambriento al que había que apaciguar
a base de semen masculino y embarazos. Los hombres también nece­
sitaban sexo, pero dado que las mujeres eran de naturaleza inestable,
no podían dominarse tanto como ellos. También los teólogos creían
que las mujeres estaban especialmente ávidas de sexo. La sexualidad
activa e incontrolada de una mujer constituía una especial amenaza
debido a los deseos sexuales del hombre. Una vez despertados éstos a
través de las artes de seducción femeninas, los hombres perdían toda
su sensatez y devoción. De este modo, el hombre se rendía a la servi­
dumbre sexual de la mujer y se convertía en un necio. El hecho de que
se las culpara del peligroso y censurable deseo sexual contribuía al
odio contra las mujeres. Lo contrario también es cierto: la aversión y
el miedo hacia la mujer hacían que los hombres le echaran la culpa del
sexo prohibido.
La misoginia, o al menos el desprecio por las mujeres, tiene una
larga historia, pero es precisamente en los siglos XVI y XVII cuando la
imagen de la mujer como un ser ávido e insaciable desempeña un
papel importante. Así, en varias ocasiones, el protagonista de De Atm-
terdamsche lichtmis (hacia 1731) logra salvarse por los pelos de situa­
ciones en las que corre peligro de morir de agotamiento debido a las
86 L o tte van de P o l

exigencias sexuales de las mujeres. En Breda en 1663, el viajero inglés


William Lord Fitzwilliam explicaba que, un año antes, el sereno había
sido despedido porque al anunciar las horas durante la noche desper­
taba a la gente, ocasión que las mujeres aprovechaban para recordar a
sus esposos sus deberes matrimoniales. Ello por poco le había costado
la vida al alcalde y a algunos señores de edad avanzada, que se habían
casado con mujeres jóvenes. Cierto o no, que se crea o no, se trata de
una historia típica de este periodo.
En realidad, la idea de las mujeres ávidas de sexo es contradictoria
con la existencia de la prostitución. ¿Por qué habría que pagar a muje­
res por algo que harían gustosas gratuitamente? Sólo en los albores de
la Reforma se formuló esta pregunta para debilitar el razonamiento
del mal necesario: si los propios hombres no pueden prescindir de la
prostitución, ¿por qué no existen prostíbulos para mujeres lujuriosas
y débiles? La respuesta puede encontrarse implícitamente en la litera­
tura popular. Las mujeres no sólo son lujuriosas, sino también embus­
teras, taimadas y avariciosas; la prostitución no tiene que ver tanto con
el sexo sino con el engaño.
La fornicación es el campo de batalla entre los sexos, y en esta
lucha por el poder, los hombres suelen salir perdiendo porque son
ingenuos y van de buena fe, en resumidas cuentas, tienen un mejor
carácter que las mujeres. Sin embargo, a veces, la tradición también
beneficia a las mujeres: en De Amsterdamsche Ikhtmis la madre de la
protagonista recompensa a su primer amante con 3 florines, un sala­
rio de puta bastante bueno, pero pronto se da cuenta de que ella tam­
bién puede pedir dinero. En las canciones de marineros se presenta
como una proeza el hecho de que un hombre no sólo haya conquista­
do a una mujer, sino que además la haya hecho pagar por mantener
relaciones sexuales. En los trópicos, se decía, las mujeres son especial­
mente lujuriosas y es fácil conseguirlo; éste era uno de los atractivos
de un viaje a Oriente.
En las mismas canciones, los marineros se quejan de la infidelidad
de las esposas que han dejado atrás. Pero, según uno de los textos,
ellos mismos tienen la culpa: dejan solas a sus mujeres después de
haberlas iniciado en los placeres sexuales. Las mujeres son sobre todo
lujuriosas después de que «se les haya alargado los dientes». Según
Den verresen Hippolytus («El Hipólito resucitado», 1679), un libro en
«La oruga en la col, el pus en la pierna» 87

cuyo título se promete descubrir «la naturaleza, los rasgos, las pasio­
nes desmedidas, el amor impúdico y la vanidad de las mujeres», las
mujeres están poseídas por «tan tremenda lascivia [...] que, una vez
rotas las ataduras de la castidad, galopan como caballos desbocados,
para saciarla a toda costa». Mientras son jóvenes, consiguen que se les
pague para satisfacer sus necesidades sexuales, pero en el libro se
constata con regodeo que este truco ya no funciona cuando envejecen.
La madre del protagonista de D’Openhertige juffrouw empieza como
puta pagada, pero más tarde, para satisfacer su apetito sexual, ha de
sacar dinero del bolsillo y no poco, pues «para tapar un viejo escape,
hay que pagar el doble».

I le t A m sterd a m sch H o e r d o m (E l putaísm o de A m sterdam ) y


D ’O p en h ertig e Ju ffrouw (La doncella franca)

Los libros Het Amsterdamsch Hoerdom —la descripción de un reco­


rrido por el oscuro Amsterdam de 1681— y D’Openhertige juffrouu
—la (supuesta) autobiografía de la elegante prostituta «Cornelia» (en
dos partes, 1689 y 1699)— son buenos ejemplos del odio hacia las
mujeres del que está saturada la «literatura sobre las putas». En Hei
Amsterdamsch Hoerdom no aparece ni una sola mujer acerca de la cual
se diga algo positivo. Como era usual en aquella época, el grabado del
frontispicio anuncia ya el tono del libro (véase ilustración 6). En él se
ve a una mujer joven tomada del brazo por el demonio que le susurrt
algo al oído. A sus pies, dos hombres jóvenes se arrastran en el polvo
un segundo demonio tira de la correa al hombre en primer plano parí
llevarlo hasta la mujer. La puta y el demonio que está junto a ella pisar
con un pie el cuello de los hombres, en ademán de victoria. Al fondc
hay un tercer demonio sentado junto a la cama con una mujer que
babea en un cuenco; al parecer yace en el lecho donde es sometida t
una cura de mercurio debido a la sífilis. De este modo, el diablo tiene
un triple éxito: la puta es guiada por sus sugerencias, los jóvenes sor
humillados por él y también puede añadir a su lista de éxitos las con
secuencias del putaísmo: la sífilis.
«La vida de las putas y de las regentas de casas de putas está llene
de engaño y falsedad», es el mensaje de Het Amsterda?nsch Hoerdom
88 Lotte van d e Poi

El libro lo ilustra con numerosos ejemplos, en los que estas mujeres


son retratadas como criaturas astutas, hipócritas, avariciosas y como
unas estafadoras pendencieras, mientras que sus clientes no son más
que unos necios y unos memos. En estas casas todo es apariencia y
engaño, y las putas son unas estatuas embellecidas con afeites que sin
sus joyas prestadas apenas serían dignas de contemplar. Detrás de la
bella fachada se esconden el veneno y la putrefacción. Las más peli­
grosas son las casas de baile, porque no son abiertamente prostíbulos,
y por consiguiente, los hijos de las familias decentes se atreven a entrar
en ellas, y aunque al principio sólo lo hagan para beber algo, la visión
de mujeres provocativas en un ambiente de música y alcohol hace que
caigan, tarde o temprano, en manos de una puta. Y eso cuesta dinero:

Cuántos no ha habido que, por este motivo han saqueado la caja de sus maes­
tros, han ido despojando poco a poco a sus padres de todo lo que caía en sus
manos, y que finalmente, aunque eran hijos de gente honesta, hubieron de
marchar como pordioseros a la guerra o a las Indias Orientales.

A primera vista, el libro D ’Openhertige]uffrouw da la impresión de


ser precisamente favorable a las mujeres. Según se dice en la introduc­
ción, ya va siendo hora de que una mujer (Cornelia) se encargue de
escribir una obra sobre la mujer, pues los hombres siempre escriben
cosas negativas acerca de ellas. Se trata principalmente de hombres que
calumnian a las mujeres porque son incapaces de conquistarlas y están
cegados por el rencor. En el libro pueden leerse incluso algunos razona­
mientos «feministas». Así, se anuncia la máxima de que las mujeres han
de tener la misma libertad sexual que los hombres; además se denuncia
que las leyes estén hechas por los hombres y que por lo tanto perjudican
a las mujeres. El escritor es sin duda alguna en realidad un hombre, y a
pesar de confesarse «feminista», el libro está impregnado de misoginia
y hace hincapié en las muchas formas de engaño que cometen las muje­
res. En la introducción de la segunda parte, «Cornelia» escribe que ha
recibido malas reacciones por parte de mujeres, pero esto es, según ella,
hipocresía. A fin de cuentas, la castidad de las mujeres es mera aparien­
cia. El contraste entre los abusos cometidos por mujeres que se descri­
ben en el libro y la narradora femenina que propaga los derechos de la
mujer, tiene sin duda por objeto lograr un efecto cómico.
«La oruga en la col, el pus en la pierna» 89

Cambios en el transcurso del siglo XVlll

Según la mentalidad del siglo XVII, las putas acababan por el mal cami­
no debido a la lujuria innata, el afán de lujo, la debilidad por los vesti­
dos bonitos y la glotonería, pero su peor defecto era la holgazanería.
Se trataba, según Het Amsterdamsch Hoerdom, «casi siempre de
muchachas de baja cuna [...], que son demasiado holgazanas para tra-
bajaD>, y «personas obcecadas que, debido a su holgazanería, y en la
esperanza de llevar una vida lasciva y despreocupada, se desvían del
camino de la virtud». El inglés Joseph Shaw describía en 1700 a las
putas del correccional de mujeres (la Spinhuis) que en aquel periodo
eran expuestas con sus hermosos vestidos, como «mujeres en quienes
la naturaleza prevalecía por encima de la educación», y que incluso
entre rejas, acicaladas y afeitadas, seguían como siempre «lisonjeando
y coqueteando con los memos que las admiraban y que no tenían ni
idea de las artes de seducción de las mujeres».
En su libro. Den opkomst en val van een koffihuys nichtje («La
ascensión y caída de una camarera», 1727), Jacob Campo Weyerman
esboza la historia de una campesina tonta, que inicia su carrera profe­
sional en la prostitución primero como una «cortesana» muy solicita­
da, para acabar ejerciendo de puta callejera después de contraer una
enfermedad venérea. En realidad, la «ascensión» a la que hace refe­
rencia el título no existe, pues su caída empieza ya simbólicamente
cuando la muchacha toma la barcaza que la conduce desde su pueblo
en Holanda del Norte (la inocencia) hacia Amsterdam (la corrup­
ción). Durante el camino ya se zampa toda la comida que le han rega­
lado. Traiciona al muchacho que no puede casarse con ella,
delatándolo a sus padres, por lo que éstos lo desheredan. Después de
que su tía le haya dado trabajo de camarera, ella le roba dinero. Se
deja seducir por un militar por pura lascivia. Derrocha enseguida el
dinero que éste le entrega para comprarse cintas y lazos. Su holgaza­
nería, lujuria, vanidad y glotonería, así como su mal carácter, la con­
vierten en una puta nata, y por consiguiente no es una víctima, sino
que es plenamente responsable de su desgraciado destino, que tiene
bien merecido.
En la literatura popular, las chicas que se dedican a la prostitución
suelen acabar mal. Se recalca una y otra vez que una carrera de este
90 L o tte van de Pol

tipo es un error de cálculo, una mala inversión. La camarera de


Weyerman es presentada como una muchacha «que quería alcanzar la
riqueza y encontró la pobreza, seguramente por carecer de la aritméti­
ca necesaria para ello». Sólo la Openhertige Juffrouw («La doncella
franca») consigue finalmente salir ganando gracias a una dura actitud
negociadora y calculadora. Hace que sus amantes le compren rentas
vitalicias. Sin embargo, su propia madre acaba en el arroyo a causa de
la vida de prostituta; pobre, «desaliñada y andrajosa» ,y encima, al­
coholizada.
A partir del siglo XVIII, la literatura popular empieza a demostrar
mayor comprensión e incluso compasión por las prostitutas. Catoot-
je, un personaje de la novela De Bredasche heldinne («La heroína de
Breda», 1751) de F. L. Kersteman, es una huérfana y siendo aún muy
joven entra a servir como doncella en la casa de una mujer rica pero
indecente. Allí se deja seducir por un oficial que la abandona tan
pronto la deja preñada. No tiene familia que pueda ayudarla y por
consiguiente acaba en el mundo de la prostitución. En De ongelukki-
ge levensbeschryving («La desgraciada vida», 1775), una chica es
seducida y abandonada por un amante infiel y a continuación, estan­
do embarazada, es repudiada por su propia familia. El protagonista la
encuentra en un prostíbulo y se casa con ella. Y ella demuestra ser
una mujer decente. Aquí no se habla para nada de lujuria innata, hol­
gazanería y avaricia: en este caso se trata de un mal ejemplo, de la
seducción y la falta de apoyo por parte de la familia. Casi un siglo más
tarde, en la célebre novela de cinco partes de Jacob van Lennep De
lotgevallen van Klaasje Zevemter («Las vicisitudes de Klaasje Zevens-
ter», 1865-1866), se disculpa aún más a la prostituta: la protagonista,
Klaasje, era huérfana, y no se dejó seducir por un hombre, sino que
fue engañada por una alcahueta. Consiguió mantener su virginidad
en el prostíbulo, pero murió de vergüenza. En el siglo XIX tiene lugar
el nacimiento de la «puta con corazón de oro».
También entre los observadores directos, la aversión hacia las
prostitutas deja paso progresivamente a la compasión. Una fuente
muy interesante la constituyen las notas de Lodewijck van der Saan de
1696-1699, periodo durante el cual fue secretario de la embajada
holandesa en Londres. Su diario lleva por título: Verscheyde concepten
en invallen, aengaende myne verbeeteringe te soecken («Diferentes
« L a oruga en la col, d pus en la pierna» 91

conceptos e ideas con objeto de mejorar mi vida»); las notas no iban


destinadas a la publicación, sino que se trataba de material de autoes-
tudio. Van der Saan era un típico representante de la clase media, que
propagaba la moderación en todos los sentidos, y odiaba por igual a
los «grandes señores» como al pueblo llano. Era un sincero reforma­
do, pero le traía sin cuidado la mano castigadora de Dios; en él obser­
vamos una actitud más racional, que anunciaba la llegada de la
Ilustración. Van der Saan era soltero.
Van der Saan escribe a menudo sobre las prostitutas que ve en
Londres. Siente compasión por ellas, como por ejemplo por una
muchacha que conoció mientras ésta trabajaba en un teatro y a la que
más tarde vio prostituirse en la calle «en un estado mísero y deplora­
ble, sin tener donde caerse muerta». «¡Oh, qué no puede hacer una
mala educación de la juventud!», se lamenta, pero añade que la
muchacha estaba, por así decirlo, predestinada: antes la había visto
siempre comiendo azúcar que sacaba de su bolsillo, ahora «ha caído
en un error más grande». La prostituta Betty le contó que provenía
del campo y se había mudado a Londres para servir, «donde debido a
las malas compañías, y careciendo de un buen fundamento, fue sedu­
cida y aprendió a bailar y así sucesivamente». Las putas inglesas, pro­
sigue Van der Saan, son «por lo general glotonas, y debido a la
holgazanería y la gula, acaban cayendo en este estado de degenera­
ción». Además de la glotonería, el baile, la holgazanería y la seduc­
ción, Van der Saan considera que la principal causa de la
degeneración es una educación deficiente.
El hecho de que, a menudo, el destino de las prostitutas no fuera en
absoluto envidiable era algo evidente, incluso para quienes tenían una
opinión negativa sobre ellas. Het Amsterdamsch Hoerdom ofrece una
descripción plástica de las prostitutas que están obligadas a emborra­
charse a diario «que sienten lo que se hace con ellas como si estuvieran
hechas de madera; por lo que apenas hay animales más pobres que
estas putas». Peor están las mujeres que deben dinero a la regenta del
prostíbulo «por estos y aquellos trapitos», pues de día no se les permite
salir de casa por temor a que huyan. El escritor añade a esto una típica
moraleja del siglo XVII: «Juzgad si no sería mejor que arrimaran el hom­
bro y fueran a servir en casas decentes, en lugar de dejarse esclavizar de
semejante manera por su despreciable holgazanería».
92 Lotte van de Poi

En Vrolyke reh van eeti Engelschman door Holland («El alegre


viaje de un inglés por 1 lolanda», 1796), una crónica de viaje traducida
y adaptada por el feminista Gerrit Paape, el escritor dedica dos pági­
nas a la miseria de las prostitutas y se pregunta por qué las mujeres
pueden entregarse a «semejante vida peor que la de las esclavas». La
respuesta es:

¡Pobreza! ¡Sedu cción! ¡Inconsciencia! ¡Ah! ¡Q u é terribles en em igos sois


para el joven corazón! L o azotáis sin cesar; lo arrastráis; lo cegáis frente a los
peligros más evidentes [ ...] Al día siguiente tuve oportunidad de observar en
la Spinhuis y más tarde en «la casa d e la peste», algunas d e estas ninfas acaba­
das, en lo más profundo d e su desgracia. ¡D ios mío! cóm o se m e en cogió allí
el corazón.

En el siglo XVII, los jueces mostraban poco interés por las razones
que habían empujado a las distintas mujeres a la prostitución, pero en
el siglo XVIII las interrogaban cada vez más a este respecto. La pobreza
no era una excusa válida para la prostitución, y aún en 1752, el manual
jurídico de Carpzovius, Verhandeling der lyfstraffelyke misdaaden
(«Disertación sobre los delitos sancionados con pena corporal»), afir­
ma que «ninguna puta puede ser disculpada del castigo de putaísmo
porque se haya visto forzada por la necesidad del hambre». Sin
embargo, poco a poco se va prestando mayor atención a la pobreza
como motivo de la prostitución. Cada vez más mujeres explican ante
el tribunal que han caído en la prostitución empujadas por la pobreza
e incluso el hambre. Bien es cierto que en el siglo XVIII el pueblo llano
pasaba más penurias que en el XVII, pero además refleja que los jueces
eran más sensibles a este argumento: a fin de cuentas, en los relatos
que hacen ante el tribunal, las personas recalcan aquellos elementos
con los que saben despertarán la comprensión de los jueces.
La empatia y la compasión por el prójimo no dependen de una
determinada época. La reacción más comprometida y directa que he
encontrado a la confrontación con las prostitutas es la del menciona­
do Lodewijck van der Saan, en 1697,

En Londres he visto a m enudo con gran com pasión cóm o se incluía a mujeres
bellas y de buena figura entre las que no tienen buen nombre; y en qué vida
« L a oruga en la col, el pus en la pierna» 93

habían ¡do a parar a causa de la pobreza; las he visto recorrer las calles en
invierno, durante las fuertes heladas, por falta de fuego, y finalmente acabar
en un café o alehouse en busca de algo de calor y en detrimento de su buena
reputación. Entonces pensaba, oh, Dios, cuán importante es una buena edu­
cación, y cuánto tendrán que justificar estos padres que adornan los cuerpos
de tan amables criaturas de Dios, pero no han intentado adornar también sus
almas, para la honra de D ios y el bien de estas criaturas.

Van der Saan vuelve a mencionar aquí la pobreza como causa de la


prostitución; sin embargo, alude con mayor frecuencia a la falta de
una buena educación, un factor que en el siglo XVIII adquiriría cada
vez más peso.
En la segunda mitad del siglo XVIII no encontramos únicamente
compasión, sino también indignación por el destino de las prostitutas
y por primera vez desde la Edad Media se oyen voces que dicen que
hay que ayudarlas. Esto no tuvo como resultado que se crearan casas
de acogida u otras formas de ayuda pública, aunque quizás sí una
ayuda más privada. Por ejemplo, el protagonista de una novela de
Betje Wolff y Aagje Deken salva a una chica de un prostíbulo y se
encarga de encontrarle un trabajo decente como veremos en el
siguiente apartado. En la vida real, alguna que otra vez salen a la luz
historias parecidas, como la de Angenietje Luit, nacida en Amsterdam
y católica, que en 1795 a la edad de diecisiete años fue arrestada en La
Haya por ejercer la prostitución en la calle. El tribunal no le aplicó
ninguna pena, sino que la envió de vuelta a Amsterdam, con ropa
nueva y una carta de recomendación para un sacerdote y para el orfa­
nato católico. El sacerdote le dio dinero y la ayudó a encontrar trabajo
como sirvienta. Dos años más tarde fue arrestada de nuevo por hacer
la calle en La Haya. Le preguntaron que «si no se daba cuenta de que
con su conducta libertina y su impudicia había frustrado escandalosa­
mente los intentos humanitarios para que mejorara» y que si podía
aducir algo en su defensa. Angenietje se disculpó relatando los malos
tratos que le infligía su patrona, así como la vida de enfermedad y
pobreza que llevaba.
Sin embargo, la actitud frente a la prostitución seguía siendo a
menudo ambigua. Se denunciaban los abusos, pero las descripciones
de la prostitución servían todavía como motivo de sensación y diver-
9-4 L o tte van de Pol

sión. Se evidenciaba una mayor comprensión, un mayor interés perso­


nal, pero seguía existiendo una aversión mezclada con la desaproba­
ción. El escritor de De Hollandsche faam, vliegende ovar de
Amsterdamsche kermis («La Feme holandesa, sobrevolando la feria de
Amsterdam») se compadece de las prostitutas, al tiempo que las insul­
ta y les indica su error de cálculo: al final, el putaísmo no compensa.

Y vosotras criaturas m iserables, ¿cóm o podría contem plaros sin com pasión,
siendo com o sois tan débiles? ¡Cóm o os desprecia d esp ués quien ha gozado
b revem ente d e vuestro am or de putas! ¡Q u é dep lorab le es vuestro estado!
¡Q ué despreciables vuestros actos! ¡Y qué funestos vuestros m edios de su b ­
sistencia! P ues una fulana decrépita y gris es por lo general tan rica com o vir­
tuosa. ¡Es decir, a m enudo desprovista de virtud y de recursos!

Un cuarto de siglo más tarde, el médico C. J. Nieuwenhuis escribía


refiriéndose a las mujeres de una casa de baile que «el espectador
imparcial no sabe si ha de compadecerse o despreciar a estas desgra­
ciadas criaturas».

La mirada fem en in a

La inmensa mayoría de los escritores y todos los predicadores, médi­


cos y jueces eran hombres, y entre los hombres la aversión hacia la
prostitución y la compasión por las prostitutas se mezclaba en ocasio­
nes con la atracción que ejercían estas mujeres sobre ellos. Este ele­
m ento no aparece en absoluto en los pocos comentarios de otras
mujeres que han llegado hasta nosotros acerca de la prostitución; aun­
que a veces sí encontramos cierta empatia, una incómoda identifica­
ción con las prostitutas. Un ejemplo de una mirada femenina es el
cuadro La proposición de Judith Leyster (Mauritshuis, La Haya)(véase
ilustración 7). Es la única pintora que se atrevió a hacer una incursión
en el género de los «prostíbulos», las «proposiciones» y las «alcahue­
tas», y sus cuadros son prácticam ente los únicos en los que no se
representa a la mujer como una puta ricamente ataviada, escotada,
provocativa y alegre, todos ellos elementos que hacían que los símbo­
los de advertencia en este género fueran contradictorios. Leyster nos
«La oruga en la col, el pus en la pierna» 95

muestra una muchacha de mirada seria, pudorosamente vestida incli­


nada sobre su labor de costura, mientras un hombre se vuelve hacia
ella y le ofrece dinero. En este caso, el hombre es quien hace la pro­
puesta de prostitución. El interior es sobrio, los vestidos de la mujer
son sencillos y el hombre es seguramente un marinero: esto es algo
excepcional en este género. Con ello, esta escena se sitúa más en la
realidad que las escenas de mujeres alegres y dispuestas en fastuosos
interiores que solían pintar los hombres.
En aquella época, las mujeres podían observar sin problemas a las
prostitutas. Una mujer alemana procedente de la clase media que, en
1765, llegó sola a Holanda, en un viaje de negocios y de placer, consi­
deró muy normal visitar el correccional de mujeres, hablar con una de
las presas y a continuación hacer un recorrido por el barrio de putas
«damit sie davon reden könnte» (para poder hablar al respecto). El
hombre que la acompañó hasta el lugar, la utilizó incluso como un
escudo contra las sobonas prostitutas. Es poco frecuente encontrar
una crónica de este tipo escrita por una mujer. Un segundo ejemplo
procede del diario de Aafje Gijsen, una muchacha de veintiún años de
una íamilia de clase media que residía en la provincia. En octubre de
1774, Aafje partió en compañía de su hermano y de algunas amigas
hacia Amsterdam para pasar allí un fin de semana. El sábado por la
noche visitaron en cuatro horas seis casas de baile. Sus motivos eran
los mismos que los de otros turistas: la curiosidad:

A las 11 volvió el coche, pues teníam os que ir a las casas de baile, donde
nunca había estado, aunque lo había deseado alguna vez, para ver esa vida,
que ahora que la he visto me parece muy desagradable y triste. A las tres de la
noche regresamos a nuestros aposentos, tras haber visitado seis casas de baile.

Su reacción delata más empatia con las mujeres de las casas de


baile de la que se suele encontrar en este tipo de crónicas. Aafje se
curó sin duda de su curiosidad.
Betje Wolff y Aagje Deken —una pareja de escritoras de novelas
epistolares que gozaron de mucho éxito en la segunda mitad del siglo
XVllI— hacen referencia en diversas ocasiones a las mujeres de vida
alegre, a las casas de baile y a las «muchas criaturas seducidas que a
diario derraman su inmoralidad por todos los barrios de la ciudad», y
96 Lotte van de P o l

estos pasajes destilan una gran aversión hacia todo lo que tiene que ver
con la prostitución. En su Historie van den Heer Willem Leevend
(«Historia del Señor Willem Leevend», 1784-1785) ponen en boca de
uno de los personajes que acaba de visitar una casa de baile las siguien­
tes palabras; «Mi alma sólo contiene espanto y asco; mi corazón sería
como el hielo, si no palpitara de indignación por la odiosa visión de
esta vergüenza de mujeres» — de hombres, debería decir— . En otra de
las novelas epistolares de Wolff y Deken, Brieven van Ahraham Blan-
kaart («Cartas de Abraham Blankaart», 1787-1789), durante un paseo,
Abraham Blankaart, el protagonista, oye comentar a un grupo de per­
sonas indignadas que una m uchacha de dieciséis años, llegada en
barco a Amsterdam en busca de trabajo, había sido llevada a una casa
de baile por una persona que estaba al acecho. «¡Es vergonzoso! ¡El
gobierno debería hacer algo al respecto!; ¡habría que eliminar y que­
mar esos tugurios! [...] Sería capaz de desgarrar con mis propios dien­
tes a esa bestia; yo también tengo una hija» es la reacción de uno de los
presentes. Sumamente impresionado, Blankaart sale en busca de la
muchacha y llega justo a tiempo: aún está en la oficina con la «Mama»;
«una mujerzuela totalmente corrompida», pero los hombres ya empie­
zan a revolotear alrededor de la recién llegada. «En mi fuero interno
estallaba de cólera», dice Blankaart, «viendo que una criatura tan
indefensa y simple estaba a punto de ser sacrificada a la lujuria animal,
y a la máxima corrupción». Blankaart consigue llevarse a la muchacha
después de amenazar con llamar a la policía. La defensa del regente
del prostíbulo de que: «El señor ya sabe que este tipo de casas son
necesarias», le provoca un nuevo ataque de ira. Más tarde se encarga
de buscarle a la chica un empleo de niñera.
Las opiniones de Blankaart son sin duda las mismas que las de sus
creadoras. Wolff y Deken exigían la castidad para las mujeres y para
los hombres y eran contrarias a que se tolerara la prostitución. Sin
embargo, su compasión con las propias prostitutas se limita a que
comprenden las causas: la seducción por parte de fulanas sin concien­
cia, su educación y las circunstancias. Betje Wolff, que a los diecisiete
años de edad había sido seducida por un alférez y había huido con él,
sabía sin duda de lo que hablaba. Ambas sienten una profunda aver­
sión por las propias prostitutas. P or cierto, no me extrañaría que
ambas escritoras hubieran visitado realmente una casa de baile.
« L a oruga en la col, el pus en la pierna» 97

Los hombres como clientes

El putaísmo era para los hombres igualmente reprobable y punible


que para las mujeres. Sin embargo, esto era más la teoría que la prác­
tica. El hombre tenía mucha más libertad sexual que la mujer. Los
puteros solteros tenían poco que temer de la policía. Se mantenían
alegatos para que se aplicaran a los hombres las mismas exigencias de
conducta casta que a las mujeres, pero los ataques contra la doble
moral demuestran a la vez que ésta realmente existía. Por ejemplo, en
su libro sobre enfermedades venéreas Venus helegert en ontset
(«Venus asediada y liberada», hacia 1685), el médico S. Blanckaart se
lamenta de que la sociedad considere que el hombre que se comporta
honestamente «es un Juan Lanas, un tipo que no sabe como moverse
en el mundo».
Esto no significa que los hombres tuvieran campo libre en relación
con el sexo y que ir de putas fuera algo ampliamente aceptado. En pri­
mer lugar, ello dañaba el buen nombre. «Putero» era un insulto: una
mujer que, durante una riña de vecinos, insultara a un hombre llamán­
dolo por las «más deshonrosas palabras de granuja, canalla y maldito
putero», tenía que pagarlo con una paliza. Del mismo modo en que
una «puta» no era tan sólo una «prostituta», un «putero» no era sim­
plemente alguien que visitaba un prostíbulo. La ruina moral y econó­
mica de un hombre empezaba con la desobediencia a los padres,
pasando por el trato con putas y el robo, para acabar en el arroyo. En
el grabado popular Urbano e Isabel, un hombre se pelea con su mujer,
roba dinero y bienes del armario de ésta y entrega su collar de perlas a
una «puta infame». Isabel se divorcia del hombre, tras lo cual Urbano

Atormentado por su lascivo deseo


despilfarra con las putas todo su dinero.

Acaba tirado en la calle, pero finalmente su mujer se compadece


de él y lo recoge, y él se enmienda.
Mientras que en la Edad Media, la Iglesia anunciaba que un hombre
que se casara con una prostituta le devolvía su honor, en aquella época
se creía lo contrario. «Quien toma una puta, se convertirá en un canalla
o ya lo es», afirman los padres del protagonista de De ongelukkige
98 Lotte van de Poi

levembcschryving cuando éste les pide permiso para contraer matrimo­


nio con su novia embarazada, una antigua prostituta. «Preferían verme
zarpar hacia las Indias Orientales que permitir un matrimonio como
aquel, que sería una afrenta para toda la familia, que, aunque contara
con gente corriente, siempre había sido honrada». A menudo, para
mantener su buen nombre y su reputación, la familia hacía lo imposible
para impedir un matrimonio con una puta o la regenta de un prostíbu­
lo, y para ello recurría con éxito a las autoridades:

Tanto aquí como en el país de los monos,


de las putas manteneos apartados

Es una de las advertencias que se hacían en las canciones de mari­


neros. Muchos hombres se lo tomaban al pie de la letra y con regulari­
dad insultaban, em pujaban o pegaban a las prostitutas que les
abordaban. Por ejemplo, Margriet Jansen, una chica de Danzig, expli­
có (en 1743) que la única vez que se puso delante de la puerta de un
prostíbulo para atraer a los hombres, uno de ellos le dio un tirón de
orejas. «Ven aquí perrito querido, que ganaré dinero contigo» le dijo
Jacoba Beems, una buscona de cuarenta y seis años, aquel mismo año
a un hombre que estaba orinando junto al ayuntamiento, cogiéndolo
por la punta de su abrigo. El hombre reaccionó insultándola («maldi­
ta puta») y dándole bastonazos.
Las notas de Lodewijck van der Saan constituyen una vez más un
buen ejemplo de la doble actitud de los hombres hacia las prostitutas.
Van der Saan rechaza el sexo fuera del matrimonio. El amor de las
prostitutas es únicamente amor ficticio y un hombre decente y sensato
ha de dejar de lado a las prostitutas:
Pues si el amor entre los dos sexos no tiene lugar conforme a las leyes y para
un buen fin, y con sensatez, no hay diferencia entre lo que hacen ellos y lo que
hacen las bestias. Por el contrario, el amor de las putas no es más que un falso
amor ficticio y sólo se basa en la posesión [...].

Un hombre puro y selectivo no se dejará arrastrar fácilmente por las putas,


sobre todo si reflexiona sobre la suciedad del objeto y del acto, y si considera
que es un hoyo apestoso cubierto de flores. [...] Que si los hombres reflexio­
naran sobre estas cosas, no actuarían con tanta ligereza.
« L a oruga en la col, el pus en la pierna» 99

Habla con suma antipatía de los «hombres muy voluptuosos y


lujuriosos» que ve a menudo en Inglaterra, «que siguen a las mujeres
como toros gordos», que molestan a las mujeres que se pasean solas
por la calle, y que las abordan como si fueran «cazadores de putas».
Esta mezcla de reprobación moral, aversión y compasión por las
mujeres contiene otro elemento: la atracción. El propio Van der Saan
tuvo experiencias con prostitutas. Al igual que le pasaba a un conoci­
do suyo que comparaba a menudo a las putas con stinking cheese and
rotten cheese (queso apestoso y queso podrido), pero que, según el
secretario del embajador, probó ese queso, y en ocasiones su fascina­
ción era mayor que su aversión. En 1694 estando en una taberna de
Altona junto a Hamburgo, casi se dejó seducir por una mujer que se
sentó a su lado, bebió vino con él y empezó a acariciarle. Después de
la cuarta copa de vino, lió los bártulos y pagó la elevada cuenta de
vino, «pensé: más vale pagar 36 stuivers [1,8 florines] que 3 florines, y
encima cometer un pecado y correr el peligro de pillar una... ».
En Inglaterra, mantuvo relaciones con una prostituta llamada
Nenny (Anna) Harrison, y también en Italia tuvo relaciones sexuales
con al menos una prostituta. Sin embargo, al referirse a ellas. Van der
Saan ya no habla como un observador moralista, sino como un consu­
midor crítico, que anota las diferentes maneras que emplean las pros­
titutas para sacar dinero a los clientes y que compara asimismo a las
mujeres de diferentes países. Prefiere a las italianas porque hablan con
un lenguaje encantador y lo halagan, porque son apasionadas en la
cama y conllevan pocos gastos adicionales en cuanto a comida y bebi­
da. Sin embargo, no dice nada de sus experiencias con prostitutas
holandesas. La combinación de aversión y fascinación, el miedo por el
pecado y la sífilis, la compasión por las mujeres y la indignación que le
provocan las prácticas de engaño a las que recurren las prostitutas, el
rechazo que siente por los puteros, pero el hecho de caer él mismo en
la tentación, son elementos que más tarde en el siglo XVlll aparecerán
también en el diario de James Boswell. No es casual que ambos auto­
res fueran calvinistas y que el objetivo de sus diarios fuera el autoestu-
dio y la automejora, y que sus diarios no estuvieran destinados a otros
ojos.
4. «E l m u n d o n o p u iíd e g o b e r n a r s e c o n i ,a B ib l ia en la

M ANO ». T r A S I'O N D O D E LA P O L ÍT IC A D E PERSECUCIÓ N


jU D lC ÍA L

Para los contemporáneos, el problema de la prostitución era el liberti­


naje y no el negocio en sí. Sin embargo, las autoridades no podían
limitarse a los aspectos morales, sino que se enfrentaban a problemas
prácticos como el orden público y la moralidad pública, a las quejas
de los vecinos, a las peticiones de ayuda de los padres, a los robos, al
abuso de menores y a la propagación de las enfermedades venéreas.
Tenían que actuar, pero las posibilidades de intervenir estaban delimi­
tadas por la legislación y además quedaban limitadas por las compe­
tencias y la capacidad del aparato policial y judicial.
En la historia occidental, las autoridades, la Iglesia y la mayoría de
la población han considerado siempre la prostitución como un mal al
que hay que combatir, pero el problema ha sido siempre cómo com­
batirlo. Aunque la prostitución fuera (y sea) socialmente indeseable,
no resulta tan sencillo eliminarla. En este caso, las autoridades pueden
optar entre la prohibición y la regulación, como sucede con otros pro­
blemas sociales comparables, como el abuso del alcohol y las drogas.
Esto significa tener que elegir entre dos males: con una prohibición,
las autoridades mantienen las manos limpias de cara a la tribuna. Sin
embargo, una prohibición no hace desaparecer la prostitución, sino
que la relega a la clandestinidad y la vincula a la criminalidad. Las
autoridades pierden de vista la prostitución y también la posibilidad
de controlarla. Por otra parte, la regulación ofrece posibilidades de
control, pero implica reconocer oficialmente el derecho de existencia
de la prostitución, lo cual suscita críticas hacia las autoridades.
En la práctica, la contradicción es menos aguda que en teoría. Es
imposible aplicar una prohibición total y por consiguiente siempre
existe una tolerancia parcial; a la inversa, aunque exista una política
102 L o tte van d e l^ol

de regulación, una parte de la prostitución seguirá siendo penable. La


regulación tiene la ventaja de que las reglas son claras y, siempre y
cuando se lijen de forma realista, también pueden mantenerse; por
otro lado, la tolerancia bajo mano que lleva consigo la prohibición
total no está vinculada a reglas claras y puede conllev'ar arbitrariedad y
corrupción. Sin embargo, la despenalización puede implicar que
aumente la envergadura de la prostitución. La historia de la política
en materia de prostitución en Amsterdam constituye un buen ejemplo
de este cambio de la regulación a la prohibición y viceversa.

La legislación

En la Baja Edad Media, las autoridades de Amsterdam permitían la


prostitución con algunas condiciones, y a partir de 1466 se promulga­
ron decretos en los que se fijaban reglas. Para empezar se determinó
que sólo los esbirros del alguacil podían regentar un prostíbulo. En
aquella época, la gente consideraba deshonestos a los esbirros y por
ello se les eedía la gerencia de este negocio deshonesto. De este modo,
la policía podía vigilar y ganarse un sueldo al mismo tiempo. Además,
sólo se permitía ejercer la prostitución en una pequeña parte de la ciu­
dad. A partir de 1478 se eligieron para tal fin los callejones Pijlsteeg y
Halsteeg (actualmente la calle Damstraat). También había otras dispo­
siciones que tenían por objeto separar y proteger claramente a la ciu­
dadanía honrada del negocio de la prostitución y dejar bien claro qué
mujeres eran honradas y cuáles no. Por último, se sentía especial aver­
sión por el libertinaje secreto, como las alcahuetas que operaban en
silencio («viejas y feas arpías, que son capaces de todo por dinero,
regalos o buena comida»). Ni que decir tiene que las visitas a prostitu­
tas por parte de hombres casados y sacerdotes constituían delito, pues
los prostíbulos sólo estaban destinados a los solteros que, de lo con­
trario, serían incapaces de contenerse.
Con la Alteración de 1578, se prohibió la prostitución y se puso
fin a «la vieja e indecente práctica de servir cerveza y tener mujeres»
seguida por los esbirros del alguacil. En 1580, en toda Holanda y Fri-
sia Occidental se declaró la Politieke Ordonnantie (Ordenanza polí­
tica), por la que se establecía la legislación en materia de matrimonio
«lÜ m u n d o no puede gobernarse con la B iblia en la m ano» 105

y moralidad del nuevo régimen. El 20 de agosto de 1580, el gobierno


de Amsterdam anunció que le añadiría un decreto referente a la
prostitución, dirigido sobre todo contra los organizadores, aquéllos
que «teniendo putas intentan seducir a los hijos de la gente honra­
da». En realidad estas personas eran «merecedoras de la pena de
muerte», según afirma el texto adjunto, pero el decreto se limitó a
castigarlas a ser expuestas públicamente y a pagar una multa si come­
tían el delito por primera vez, y a la flagelación y el destierro en caso
de reincidir por segunda vez. El tribunal podía imponer según su
propio criterio las penas a las putas. Este decreto no se repitió, com­
plementó ni modificó durante más de dos siglos y durante todo este
tiempo se mantuvo vigente. A partir de 1811 se aplicó para los Países
Bajos, a la sazón anexionados a Francia, el Code Pénal (Código
penal), en el que sólo se consideraba delito inducir al libertinaje a
menores. Por consiguiente, la prostitución se había despenalizado en
gran medida y sólo volvería a entrar en el Código penal en 1911.

E l aparato judicial y los procesos

Eas ciudades gozaban de bastante autonomía en lo que respecta a su


jurisprudencia y su política. En Amsterdarr., la política estaba en
manos del alguacil y los jueces, conjuntamente llamados «Vuesas
Señorías del juzgado». Ellos constituían la parte superior del aparato
judicial de la ciudad. El alguacil era con diferencia la persona más
importante. Era el jefe de la policía y además el fiscal. El determinaba
la política, con su autoridad podía dar orden de registro domiciliario
y poner a personas en detención preventiva. Tenía competencias para
tramitar extrajudicialmente algunos delitos. Se le permitía tramitar
en su propia casa, es decir, al margen de cualquier tipo de proceso
judicial, y de forma inmediata, los altercados, las pequeñas peleas y
otras ofensas leves que las partes le presentaban. Podía apaciguar,
mediar e incluso intervenir antes de que se procediera a un arresto.
Enviaba a sus esbirros a la ciudad con advertencias, prohibiciones y
requerimientos de pago. Durante el proceso era quien interrogaba al
sospechoso y quien formulaba la demanda. Los jueces dictaban sen­
tencia.
104 L o tte van de Pol

El alguacil tenía doce ayudantes («esbirros»). Además contaba con


cinco subalguaciles o alguaciles suplentes, también llamados simple­
m ente suplentes. Tres de ellos tenían que buscar, arrestar y poner
entre rejas a los «ladrones, putas, asesinos, alborotadores callejeros,
allanadores de m orada y demás criminales» de los barrios que les
habían sido adjudicados. También ellos tenían (tres) esbirros propios.
Por la noche, la policía dejaba el cuidado de la ciudad a los serenos,
los llamados «guardias de matracas», que patrullaban en parejas
moviendo de vez en cuando sus matracas y anunciando la hora. En
1672 había 480 serenos distribuidos en los diferentes barrios de la ciu­
dad encargados de detener a quienes pillaran y llevarlos a la «preven­
ción» (en neerlandés kortegaard del francés «Corps de Garde») de las
cuales había cuatro en la ciudad. Allí, el capitán de la guardia tramita­
ba el delito: decidía quién era liberado, quién podía regresar a casa
previo pago de una redención y quién debía permanecer en prisión
preventiva.

La prisión preventiva

Las prostitutas y quienes regentaban un prostíbulo acababan, pasan­


do o no por una llamada «prevención», en prisión preventiva en los
calabozos situados en la planta baja del ayuntamiento en la plaza del
Dam. Allí se encerraba a los detenidos a la espera de un proceso. Los
calabozos eran el escenario de dramas y peleas y el ambiente podía lle­
gar a ser muy tenso. Allí se realizaba la investigación previa, se interro­
gaba a los presos y se los careaba con los testigos. Los testigos solían
proceder del exterior, aunque tam bién se citaba a los presos de la
Spinhuis y la Rasphuis (el correccional de mujeres y de hombres, res­
pectivamente) para que acusaran de un delito a los arrestados en pre­
sencia de éstos. De esta manera, un preso podía obtener una
reducción de su condena si acusaba a alguno de un delito y si el acusa­
do se confesaba autor del mismo. Al verse traicionados por sus anti­
guos camaradas y compinches, los acusados juraban a menudo una
venganza sangrienta. A veces, los presos se abalanzaban sobre quienes
les habían denunciado. En ocasiones eran las propias madres las que
pedían que se arrestara a sus hijas y las que declaraban en contra de
« E l m u n do no puede gobernarse con la B iblia en la m ano» 105

ellas con el objetivo de sacarlas del mundo de la prostitución a base de


mano dura. Ello provocaba escenas violentas.
Los calabozos estaban a menudo abarrotados. Una impresión de la
vida en los calabozos la proporciona el siguiente diálogo registrado en
los libros de confesiones entre un hombre y una mujer que permanecí­
an en prisión preventiva acusados de haber cometido conjuntamente
un robo. Durante la noche se habían gritado desde las secciones sepa­
radas donde permanecían:

SuSANNA: Co, ¿cóm o es que estás tan triste? Venga hombre, canta algo,
yo lo arriesgaré todo por ti.
Co: N o puedo cantar, estoy demasiado afligido.
SuSANNA: ¿Tienes m iedo de ser interrogado? Pues mira que hoy he teñí
do que cotorrear con catorce putas.

En los libros de confesiones de mediados de julio de 1721 no hay


rastro de catorce putas, cotorreantes o no, pero quizás se tratara en
este caso de «putas» en sentido general, es decir, mujeres moralmente
malas, entre las cuales la propia ladrona no se incluía.

Los castigos

«En torno a los castigos impuestos a las putas no se adoptan medidas


fijas», escribió el juez Marten Bcels en sus notas en 1762. Sin embar­
go, cabe descubrir ciertas pautas en el enjuiciamiento. En primer
lugar, las penas eran relativamente leves. Durante el primer arresto,
la policía solía limitarse a dar una advertencia, prohibiendo a las
mujeres acudir a las tabernas o prostíbulos o hacer la calle. Después
de una o dos advertencias, se desterraba a la mujer de la ciudad
durante un determinado periodo de tiempo. Existía una forma más
leve de destierro por la que se prohibía a las mujeres cruzar las puer­
tas de la ciudad; en caso de destierro de la ciudad se ampliaba la zona
prohibida con una milla a la redonda, una zona que se marcaba con
hitos.
El destierro, escribe el jurista Henricus Calkoen en 1780, no sin
razón, «provoca únicamente un intercambio de granujas, que no
1()6 Lotte van de Pol

beneficia a nadie, sino todo lo contrario, pues perjudica a todos».


Chorno castigo por el ejercicio de la prostitución, el destierro no hacía
más que reforzar los circuitos existentes. Las putas podían ponerse a
trabajar enseguida en otro lugar, e incluso las «madamas» podían en
ocasiones continuar su negocio en otra ciudad. Por otra parte, en una
ciudad como Amsterdam resultaba difícil controlar eficazmente si se
cumplía el destierro impuesto. A veces, las condenadas que habían
sido conducidas por los esbirros del alguacil hacia una de las puertas
de la ciudad, volvían a entrar por otra. Aunque con ello se arriesgaban
a ser acusadas de «infracción del destierro».
La siguiente fase, que implicaba una pena más dura, era el confina­
miento en el correccional de mujeres, normalmente por un periodo
comprendido entre tres meses y un año. Quien reincidía en el delito
podía esperar una pena de prisión de uno a tres años, en combinación
con un destierro de igual duración. Por otra parte, sólo una minoría
de las prostitutas iba a parar al correccional.
En el siglo XVII, las regentas de prostíbulos recibían más o menos
las mismas penas que las prostitutas. Lina primera condena típica era
«tener que regentar una casa honrada y no servir cerveza después del
toque de queda». Sin embargo, sus casas eran blanco de la política
de «registros». Las quejas de los vecinos provocaban a veces una
orden de desalojo, incluso en un plazo de 24 horas. En el caso de
reincidencia, tam bién se aplicaban penas de destierro breve o de
encarcelamiento en el correccional a quienes regentaban un prostí­
bulo.
En el siglo XVI11 se actuaba con mucha más dureza contra los orga­
nizadores que en el siglo xvil. Entre 1680 y 1700, una de cada cinco
detenciones relacionadas con la prostitución tenía que ver con el
regente o la regenta de un prostíbulo, después de 1720 era una de
cada dos. Las penas eran cada vez más duras. A partir de 1722, la
mitad de los organizadores eran expuestos a la vergüenza pública al
tiempo que se les azotaba. A veces, se les imponía además una multa:
de hecho, se seguían aplicando los castigos mencionados en el decreto
de 1580. Las penas más duras eran para las regentas de un prostíbulo
que hubieran prostituido a muchachas jóvenes, que causaran moles­
tias al barrio, que se hubieran resistido al arresto o que hubieran acep­
tado a sabiendas a un cliente casado o judío. El primer castigo de
« r l m u iu lo no puede gobernarse eon !a Biblia en la m ano» 107

escarmiento público para una regenta, en 1706, le fue impuesto a una


mujer que mantenía retenida en su casa a una muchacha a la que que­
ría obligar a yacer con un judío.
lin el siglo X V III, también se endurecieron las penas para las prosti­
tutas reincidentes, pero por lo general, las penas para estas mujeres en
Amsterdam parecen haber sido más leves que en otros lugares de la
República holandesa. No eran expuestas de forma humillante en una
jaula giratoria, como sucedía, por ejemplo, en La Haya. Además, la
posibilidad de pillarlas era menor, según Het Amsterdamsch Hoerdom
porque «en una ciudad como Amsterdam es imposible desterrar a
todas las putas como se hace en otras ciudades». Por ejemplo, Rotter­
dam seguía una política más estricta, si hemos de dar crédito a las
palabras de Catharina van Loo, a quien, durante la investigación preli­
minar, se le escapó que se había mudado a Amsterdam «porque la
investigación del putaísmo en Rotterdam es más estricta que aquí»,
una observación que, por cierto, hubo de pagar cara.
Tanto para las prostitutas como para las regentas de prostíbulos, el
encierro en el correccional de mujeres suponía la pena más importan­
te y la más temida, aunque el encierro durara poco tiempo. «Puta de
correccional» era un insulto más grave que «puta» a secas, pues el
«ganado de correccional» o las «bestias de calabozo» no tenían espe­
ranzas de volver a formar parte del mundo honrado. El correccional
de mujeres de Amsterdam, la Spinhuis, era una institución de gran
importancia simbólica, no sólo para las putas, sino para todas las
mujeres.

La Spinhuis como símbolo y como realidad

La Spinhuis fue creada en 1597 como casa de trabajo (no voluntario)


para las mujeres pobres y mendicantes y también para las mujeres que
habían sido sacadas de los prostíbulos. Estaba ubicada en el antiguo
convento de santa Ursula en la esquina de Oudezijds Achterburgwal y
Spinhuissteeg. Después de que este edificio se incendiara (según se
dice el incendio fue provocado por detenidas que querían fugarse), en
1645 se levantó una nueva Spinhuis en el mismo lugar (véase ilustra­
ción 2).
108 Lotte van de Pol

La idea de la Sptnhuis era enseñar disciplina y un oficio a las muje­


res a través del trabajo forzado. Ello puede comprobarse por el lema
del escritor P. C. Hooft en la parte superior de la entrada, que aún se
puede leer en ese lugar:

N o temáis, ningún m al quiero vengar


sino tan sólo a l bien obligar.
Dura es m i mano,
pero am able m i ánimo.

Sin embargo, la Spinhuis, al igual que la Kasphuis, el correccional


de hombres, no tardó en convertirse en una penitenciaría. Por ello, en
1654 se fundó la Nueva Casa de Trabajo para mendigos. Esta casa
también se utilizaba como lugar de confinamiento forzado, pero per­
manecer en la Sptnhuis era más deshonroso que pasar una temporada
en la Casa de 'IVabajo: y aquélla era una gran diferencia para los con­
temporáneos.
En la Spinhuis y en la Kasphuis se podía contemplar cómo los pre­
sos realizaban sus trabajos forzados, previo pago de una entrada de 2
stuivers (véanse ilustraciones 8 y 9). En Spinhuis las mujeres trabaja­
ban en la sala de la planta superior, donde los visitantes podían verlas
en lo que se denominaba la «gran jaula» debido a que estaba cerrada
con rejas de madera. Precisamente el hecho de estar expuesto a las
miradas del público convertía la estancia en estos dos correccionales
en algo deshonroso.
Al principio, el trabajo que se realizaba en la Spinhuis (que signifi­
ca literalmente «casa de hilado») era en efecto hilar, pero más tarde se
hacían sobre todo labores de costura. No es del todo ilógico que se
mantuviera el nombre de Spinhuis, aunque sin duda ello se debió en
parte a su significado simbólico. En toda la Europa Occidental, hilar
simbolizaba el trabajo femenino, pero era sobre todo el símbolo de la
buena mujer como antítesis de la puta, la mala mujer. La rueca era el
símbolo de la virtud femenina y del sentido hogareño. En un grabado
popular del siglo XVII vemos a unas mujeres que hilan en una Spinhuis,
pero la leyenda aclara el doble significado:
«El mundo no puede gobernarse con la Biblia en la mano» 109

A las fulanas lujuriosas en el amar


se las lleva adonde tengan que hilar.

Esta frase puede traducirse de dos formas: en primer lugar que la


prostitución se castiga con una pena de prisión, en segundo lugar que
habrá que refrenar el libertinaje sexual de las mujeres obligándolas a
aceptar su lugar como mujer. Y éste era expresamente el objetivo de
esta institución, que, según palabras del historiador de la ciudad. Van
Domselaer, había sido creada «para domesticar a las mujeres embru­
tecidas».
La nueva Spinhuis, con su estilo arquitectónico clasicista, su facha­
da imponentemente adornada y la puerta de acceso rodeada de sim­
bolismo, constituía una pieza fastuosa entre las instituciones públicas
de Amsterdam. También daba fe de la gestión y de los buenos cuida­
dos de las autoridades. Los contemporáneos hacían a menudo comen­
tarios sobre el exterior (excesivamente) hermoso de la Spinhuis\ y
comparaban el bello (y limpio) exterior del edificio y su feo (y sucio)
contenido. Este nuevo edificio, escribe Philipp von Zesen en su Besch-
reibung der Stadt Amsterdam («Descripción de la ciudad de Amster­
dam», 1664), «es tan hermoso que podría considerarse más una
posada para princesas que una vivienda para tan despreciables mujer-
zuelas». La Spinhuis, como dice por ejemplo la guía de viajes Reys-
Boek door de Vereenigde Nederlanden («Libro de viajes a través de los
Países Bajos Unidos», 1700), «se asemeja más a un palacio que a una
casa de trabajos forzados» (véase ilustración 2).
La Spinhuis había sido diseñada para dar cabida a un máximo de
80 presas. En 1662, Melchior Fokkens escribió, en su descripción de
la ciudad, que solía haber entre 70 y 80 mujeres, y un siglo más tarde
(mayo de 1765) el historiador de la ciudad, Jan Wagenaar, contó per­
sonalmente 60 mujeres. A juzgar por lo que dicen los libros de confe­
siones, entre 1678 y 1725 había por término medio 45 mujeres en la
Spinhuis.
Miles de personas acudían cada año a la Spinhuis para contemplar
a las detenidas y los primeros en hacerlo eran los propios amsterdame-
ses. La visita a los correccionales se convertía en una atracción popu­
lar sobre todo durante la feria de septiembre, pues durante este
periodo el acceso era gratuito. De los informes elaborados entre 1761
I 10 L o tte van d e Pol

y 1765 se desprende que durante la feria, las mujeres de la Spinhuis


también celebraban la tiesta y bailaban en el patio con gran interés por
parte del público.
La mayoría de las mujeres habían sido encarceladas por delitos de
robo, violencia, reiterada violación del destierro, o a menudo una
combinación y repetición de estos delitos. Las prostitutas eran una
minoría: normalmente se sentenciaba a menos de diez prostitutas al
año y a alguna que otra regenta de prostíbulo a cumplir su condena en
la Spinhuis. Entre ellas había también algunas mujeres que eran más
ladronas que prostitutas. Por consiguiente, la Spinhuis estaba habita­
da por mujeres procedentes de los márgenes de los estratos inferiores
de la población o incluso del hampa criminal. La edad media de las
presas era de veintiocho años cumplidos.
Sin embargo, para los turistas y visitantes, la Spinhuis era ante todo
un almacén de prostitutas. Después de las casas de baile, éste era el
segundo lugar de la ciudad donde se podía contemplar, de cerca y sin
censura, a las prostitutas. Un inglés menciona que en torno a 1655
visitó «la Spinhuis de putas, donde vi unas 100 que trabajaban, una de
las cuales era hija de un alcalde; la mayoría eran jóvenes, pero pocas
eran bonitas». Tanto la designación de «putas» como las cifras son
incorrectas, mientras que es totalmente impensable que en semejante
lugar se pudiera contemplar a la hija de un alcalde.
Los visitantes esperaban ver atractivas «chicas de placer» y eviden­
temente solían salir defraudados. En Het wonderlyk leeven van 't Bou-
lloTínois hondtie («La extraordinaria vida de un perro de Bolonia»,
1681) leemos: «Esta casa [tiene] en toda Holanda fama de que en ella
se pueden contem plar maravillas, y de que está llena de amables
jovencitas, cuando, en realidad, lo que se ve no es más que una panda
de desaliñadas criaturas, que desprenden un olor tan sofocante que,
en cuanto se sube por la escalera que conduce a la sala de la peniten­
ciaría, es preciso taparse la nariz».
También Von Zesen escribe sobre el hedor que desprenden las
mujeres. Fokkens las llama «bestias de pocilga», «de las que uno sólo
podría enamorarse como lo haría un perro del garrote». Diversos via­
jeros franceses se quejan de que en la Spinhuis sólo pueden contem­
plarse mujeres feas; un inglés informa que muchos de los rostros están
dañados por la sífilis.
«H l m u n d o no puede gobernarse con la B iblia en la m ano»

Por consiguiente, las presas no solían satisíacer la imagen que


esperaban encontrar los visitantes de la puta joven y atractiva. Sólo
en los años en torno a 1700 se confinaba en la Spinhuh con cierta
regularidad a prostitutas jóvenes, procedentes de las casas de baile y
que además eran expuestas con sus hermosos ropajes y atavíos: una
vez cumplida la pena de prisión se les confiscaba su atuendo de
putas. La Spinhuh como almacén de prostitutas era en gran medida
un mito, con un significado. La Spinhuh era sobre todo una señal de
advertencia sobre lo que les pasaba a las mujeres que no se comporta­
ban como era debido; y además, a las mujeres que no se comportaban
como era debido, se las etiquetaba de putas.
En muchos casos, la expectativa de ver (muchas) prostitutas en la
Spinhuis era más importante que lo que se veía con los propios ojos.
Sin embargo, los visitantes no eran simplemente víctimas de sus pro­
pias expectativas. Muchos de ellos seguían el juego, al igual que lo
hacían las propias presas. Era usual que, a través de las rejas, las pre­
sas tendieran a los visitantes una bandeja en la que pudieran deposi­
tar dinero; dinero con el que podían comprarse algunos caprichos en
el correccional. Las mujeres pedían limosna a los visitantes; los visi­
tantes acudían para ver putas y por consiguiente las presas tenían
sumo interés en hacerse pasar por putas. Y para ello hacían mucho
teatro. En 1667, durante una visita al correccional, un joven sueco
fue abordado por una presa, que empezó a hablar en voz alta del
«viejo amor» entre ambos y del hijo que él no podía abandonar, al
tiempo que le pedía dinero. Del susto, el joven le dio unos céntimos y
se marchó soportando las burlas de los allí presentes. Un siglo más
tarde, la cosa aún no había cambiado: una turista alemana observó
que las chicas pedían dinero a los visitantes bien vestidos, y que si
alguno no se lo daba, le reprochaban en voz alta que en anteriores
ocasiones —es decir, en el prostíbulo— había sido más generoso. En
Het wonderlyk leeven van ‘t Boullonnois hondtie se le gasta una
broma de este tipo a un ciudadano de Dordrecht, que había acudido
a Amsterdam para hacer turismo. Una «puta» de la Spinhuis aborda
al hombre como si se tratara de un antiguo cliente, y con todo lujo de
detalles narra la relación que ambos han mantenido. La situación
divierte enormemente al grupo que lo acompaña, mientras el hom­
bre cree morir de vergüenza, hasta que se descubre que un «amigo»
I \2 Lotte van de Pol

ha sobornado previamente a la mujer dándole 2 chelines y algunas


instrucciones.
Todo ello daba lugar a escenas poco edificantes que no obstante
hacían mucha gracia a los contemporáneos. «Nunca me lo había pasa­
do tan bien por 2 stuivers [...]. ¡Esto sí que es una casa de fieras digna
de ver!», escribió un alemán en su crónica de viaje. A veces, los hom­
bres eran recibidos con un lenguaje grosero y gestos obscenos, y a su
vez las presas «eran expuestas a las miradas y las burlas de la multitud
que bebía y reía, y que no se compadecía de ellas», según describe un
viajero inglés. A menudo, la gente abucheaba a las «putas». En 1692,
tres jóvenes de Amsterdam, uno de los cuales era escribiente en el des­
pacho de un notario, fueron condenados a elevadas multas por violen­
cia, por amenazar al alcaide y por utilizar un lenguaje obsceno; por
ejemplo, habían señalado a algunas presas gritando «que se habían
dejado utilizar por perros», es decir que habían hecho el acto sexual
con perros. Era la segunda vez en una semana que armaban semejante
follón en la Spinhuis y no sólo lo hacían en Amsterdam, pues uno de
ellos, un oficinista, se jactó de «que en La Haya lo habían echado de la
Spinhuis con un badil, y que esperaba tener el honor de que aquí lo
echaran con unas tenazas».
En el siglo XVII, la gente sentía poca compasión por las «putas»
de los correccionales. Se burlaban de ellas y las insultaban. Por ejem­
plo, los visitantes alemanes solían dirigirles los insultos más groseros,
casi siempre asociados con animales: ganado, pinzones de engorde,
cerdas, zánganas. Sin embargo, en el siglo XVIII, la gente, sobre todo
las personas de las clases altas, empezaron a sentirse cada vez más
incómodas al contem plar las escenas que tenían lugar durante las
horas de visita a los correccionales. Cabría decir que los visitantes de
la élite del siglo XVII sentían aversión por las mujeres encarceladas,
pero en el siglo XVIII empezaron a desarrollar progresivamente aver­
sión y vergüenza por la conducta grosera del público hacia las muje­
res y por las respuestas a menudo poco edificantes de las presas. Al
mismo tiem po, la idea de que la conducta de las personas podía
mejorarse exponiéndolas a la vergüenza pública y que con ello se
escarmentaría a otros, iba perdiendo adeptos.
La creciente aversión de la élite por las maneras y los placeres del
pueblo llano es un reflejo del creciente abismo entre la cultura de la
« E l m u n do no puede gobernarse con la B iblia en la m ano» 113

élite y la cultura popular en la Europa moderna temprana. En el siglo


XVIII, sobre todo en la segunda mitad del siglo, las clases altas tenían
cada vez más escrúpulos y se sentían más incómodas al presenciar las
ejecuciones y los castigos corporales públicos, y las reacciones que ello
provocaba en el populacho. Los sentimientos de la élite frente a las
casas de baile evidenciaron la misma evolución: pasaron de participar
en la diversión prohibida a mantenerse al margen con desagrado.
Como he indicado en el capítulo 1, ello provocó la aparición de ele­
gantes salones de baile a finales del siglo XVIII, donde los clientes de
las clases superiores estaban protegidos de la fea realidad de la prosti­
tución.
Existen dos imágenes bien diferentes de la Spinhuis de Amster­
dam. La primera es la imagen oficial, según la cual la Spinhuis se clasi­
fica entre las «casas de Dios», una institución benéfica que honra a la
ciudad, una muestra de categoría social, por así decirlo. Existen
numerosos grabados del hermoso exterior del edificio (véase ilustra­
ción 2). En muchas ilustraciones de la sala de trabajo, los dibujantes
ofrecen una imagen de una gestión buena y humana: detrás de las
rejas unas mujeres vestidas pudorosamente realizan tranquilas sus
labores, vigiladas por otras mujeres, preferiblemente en el momento
en que se lee la Biblia en voz alta (véase ilustración 8).
Hay muchas menos ilustraciones de la otra imagen: el espectáculo
de unas mujeres indómitas, visitantes blasfemos y el contacto poco
edificante entre ambos. Existe un dibujo de la sala de trabajo realiza­
do por François Dancx (véase ilustración 9). Dancx era pintor, pero, a
partir de 1654, también agente judicial y sin duda pintó esta escena
basándose en la realidad. Vemos una sala repleta y desordenada en la
cual reinaba un ambiente tenso y donde una de las vigilantes acaba de
golpear a una presa con una chinela. En el dibujo no sólo aparecen las
presas, sino también los visitantes que las contemplan y se burlan de
ellas desde el otro lado de las rejas. Hay otro cuadro en el que se mues­
tran ambas imágenes, con una clara intención. Se trata del retrato de
los administradores de la Spinhuis realizado por Balthasar van der
Helst hacia 1650. Los administradores, dos hombres y dos mujeres,
son burgueses serios y sobrios, conscientes de su tarea. Detrás de
ellos, como si fuera a través de una ventana, se muestra dicha tarea:
vigilar y castigar a las mujeres que no se comportan como es debido.
114 L o tte van de Pol

La política de persecución judicial en cifras

Entre 1650 y 1750, se incoaron más de ocho mil procesos de prostitu­


ción que se registraron en los libros de confesiones. Entre 1650 y 1700
fueron por término medio 116, entre 1700 y 1750, 46 procesos. El
desarrollo durante estos 100 años es muy irregular, como puede apre­
ciarse en el gráfico. El periodo en el que se incoaron más procesos es
el comprendido entre 1672 y 1703, con un pico de 264 procesos en
1698. Después de 1703, el número de procesos al año no superó los
100, después de 1723 se mantuvo por debajo de los 50, a excepción
del año 1737.

FIGURA 1. Procesos contra la prostitución p o r años, entre 1 6 5 0 y 1749

Las cifras sugieren que en el siglo xvili, la policía y la justicia perse­


guían cada vez menos a la prostitución. Sin embargo, la realidad es
más complicada. En el siglo XVIII, los casos más leves se tramitaban a
menudo de forma extrajudicial. Cuando un arresto desembocaba en
los tribunales, era porque se trataba de reincidentes; en tales casos los
«L',1 mundo no puede gobernarse con la Biblia en la mano» 115

interrogatorios eran más largos y las penas más duras. El esfuerzo total
de la policía y de la justicia en materia de prostitución se mantuvo
constante durante estos 100 años: más del 20% de todos los procesos
tenían que ver con la prostitución. Sólo después de 1750, el número
de persecuciones judiciales disminuyó, no sólo en cifras absolutas,
sino también relativas. Hacia finales del siglo XVIII se hacía la vista
gorda a la prostitución.
Es posible esbozar en líneas generales la persecución judicial de la
prostitución, pero el trasfondo de la política de arresto en la práctica
diaria no siempre es claro. Las quejas de los vecinos o de la familia y
las riñas u otras irregularidades solían provocar arrestos, pero esto
tiene que ver únicamente con una minoría de los procesos. Los años
con muchos procesos se caracterizan por las redadas, las acciones
dirigidas a un determinado blanco, como por ejemplo, las prostitutas
callejeras en torno a la plaza del Dam o las casas de baile en las calles
de Zeedijk y Geldersekade. El motivo de tales acciones sigue siendo
casi siempre un misterio. Es lógico suponer que los años de carestía
(por ejemplo, 1662), peste (1664), cambios de poder político (1672)
u otras crisis influyeron en la persecución judicial, pero las cifras y los
libros de confesiones no aportan claridad sobre la manera en que lo
hicieron. Por ejemplo, podría ser que la fuerte persecución judicial
de la prostitución en los últimos años del siglo XVII fuera una reac­
ción a la grave Rebelión de los notificadores de defunciones en febre­
ro de 1696, pues los desórdenes y los saqueos se atribuían a «la
chusma formada por mujeres y marineros», y se afirmaba que los
saqueadores eran instigados desde los prostíbulos. Sin embargo, no
es posible demostrar una relación causal de este tipo. Lo que sí está
bien documentado es la influencia de la Iglesia reformada.

Las autoridades y la Iglesia reformada

Aunque sólo una minoría de la población era oficialmente miembro


de la Iglesia reformada o Iglesia calvinista, ésta desempeñaba el
papel de Iglesia estatal, y de este modo era la única comunidad ecle­
siástica que podía ejercer influencia, de forma legítima, sobre la polí­
tica de las autoridades. Y así lo hizo. Dos meses después del decreto
116 Lottc van de Pol

sobre la prostitución del 20 de agosto de 1580, ios predicadores y


consejeros parroquiales de la Iglesia reform ada presentaron una
queja formal afirm ando que las autoridades habían em prendido
pocas acciones contra «los prostíbulos indecentes». En el siglo X V l l ,
el Consejo de Iglesias Protestantes enviaba casi cada año una delega­
ción a los alcaldes para quejarse de terribles pecados como el juego
de los dados, los bailes, la celebración de la fiesta católica de San
Nicolás, la perturbación del descanso dominical y en esta lista se
incluían los prostíbulos y las casas de baile.
En los años de crisis, la Iglesia reformada exigía medidas adiciona­
les, por ejemplo que se cerraran los teatros y prostíbulos, y que se cas­
tigaran la ebriedad y la ropa lasciva. De este modo, una petición del
año de catástrofes 1672 empieza diciendo: «Así pues, dado que, a
pesar de que la mano opresora de Dios pesa tanto sobre nuestra queri­
da patria, siguen estando de moda el putaísmo, los disturbios y el
libertinaje», el Gobierno ha de tomar medidas para prohibir los pros­
tíbulos y todo tipo de «frivolidades». Esta petición iba acompañada
de un detallado plan de acción.
A principios del siglo X V l I l, el Consejo de Iglesias Protestantes dejó
de emprender acciones contra la prostitución por medio de su peti­
ción anual. Sin embargo, la crisis del año de 1747 volvió a darles un
motivo para llamar la atención. Una delegación entregó a los alcaldes
una lista de dieciséis prostíbulos contra los cuales era preciso actuar,
«para que la cólera de Dios no se encienda contra nosotros debido a
semejantes pecados». Los alcaldes agradecieron a los hermanos las
molestias tomadas «especialmente dadas las actuales circunstancias en
que vemos inflamarse tan justamente la cólera divina por nuestros
pecados».
Es muy posible que los miembros del Gobierno, que también eran
calvinistas, estuvieran convencidos de que realmente existía una rela-
cic>n entre la crisis y el pecado. Pero también eran conscientes de que
habían de tener en cuenta las opiniones manifestadas, por ejemplo, en
los sermones. Sin embargo, la relación entre la Iglesia y las autorida­
des era dificultosa y la pregunta de quién tenía mayor autoridad en
determinadas cuestiones provocaba continuas fricciones y conflictos.
En este conflicto de poderes, solían imponerse las autoridades. A
menudo, éstas parecían amoldarse a los deseos de la Iglesia y promul-
1. El príncipe Eugenio de Saboya en el prostíbulo de Madame Thérèse en
Prinsengracht, hacia 1720. Dibujo al pincel de Cornelis Troost (1696-1750)
[Rijksprentenkabinet Amsterdam]. El famoso comandante realizó una visita
relámpago a Amsterdam, donde, acompañado del cónsul inglés, visitò un famo­
so prostíbulo. El príncipe «encontró un gran placer contemplándolas [a las pros­
titutas] por delante y por detrás». Madame Thérèse era una de las «madamas»
más conocidas de la época, pero nunca fue juzgada.

2. La Spinhuis en la esquina de Oudezijds Achterburgwal y Spinhuissteeg.


Procedente de Historische beschryvingder stack Amsterdam (1663) deOlfert Dapper
[propiedad de la autora]. Aquí no puede contemplarse el otro lado del callejón
3. Interior de una casa de juego. G rabado del H et Amsterdamsch Hoerdom 1681
[UB Amsterdam]. En primer plano se encuentra el protagonista invisible para los
demás, junto con su guía el demonio, que se lo explica todo. Las casas de baile
eran en un principio tabernas donde se tocaba música y se bailaba. Pronto se con­
virtieron en prostíbulos encubiertos, donde las prostitutas buscaban clientes y los
hombres prostitutas. La prostituta se llevaba al hom bre a una estancia separada
o a su propia casa.
4. Interior de la casa de baile de Fiji en el callejón Pijlsteeg, a finales del siglo
XVlll. Procedente del fondo de E. Maaskamp, Amsterdam [propiedad de la auto­
ra]. De Piß era uno de los establecimientos que a finales del siglo XVIII se trans­
formaron en elegantes burdeles dirigidos a la élite.

5. Frontispicio de Spigel der alderschoonstc cortisanen (1630) de Crispin de Passe


jr. [KB La Haya]. En la parte superior del mercado había prostíbulos donde el
cliente podía elegir entre los retratos de prostitutas. Tuvo que ser bastante costo­
so encargar estos pequeños letreros.
6. Frontispicio de Le Putanhme d ’Amsterdam, 1681 [UB Amsterdam]. Aparte del
título en francés, este frontispicio es idéntico al de la edición original en neerlan­
dés Hel Amsterdarrnch Hoerdom. Un diablo susurra ideas en el oído de una pros­
tituta, mientras que delante de ella otro demonio arrastra a dos jóvenes por el
polvo. La prostituta y el demonio que está de pie junto a ella pisan con un pie el
cuello de los hombres. Un tercer demonio está sentado satisfecho junto a una
mujer que yace en la cama donde recibe una cura de mercurio contra la sífilis. El
mensaje es claro: los hombres son las víctimas, la prostituta, detrás de quien se
encuentra el diablo, es la parte activa.
7. La proposición, 1631. Cuadro de Judith Leyster (1609-1660) [Mauritshuis, La
Haya].
judith Leyster es la única pintora que hizo una incursión en el género de los «bór­
deles». Aqtií refleja claramente el lado femenino. A diferencia de lo que sucede
normalmente en este género, la mujer no es representada como una puta escota­
da y seductora, sino como una costurera sencilla y pudorosamente vestida. El
dilema de la muchacha es palpable. El hombre no es una víctima sino la parte
activa.
T ' S t IN -H v 1s .

8. La sala de trabajo de la Spitihuis. Procedente de Beschryvinge van Amsterdam


(1665) de Tobías van Domselaer [UB Utrecht], Las presas trabajan sentadas en
el ambiente tranquilo de una sala amplia y ordenada, mientras alguien lee en voz
alta la Biblia. Esta es la imagen ideal de la Spinhuis.

9. La sala de trabajo de la Spinhuis, en la segunda mitad del siglo XVII, Dibujo de


François Dancx, (?- c 1703) [Rijksprentenkabinet, Amsterdam], En la sala reple­
ta, la vigilante acaba de golpear a una presa con una chinela. Los visitantes se b u r­
lan de las mujeres. Dancx era pintor, pero desde 1654, también agente judicial.
Por consiguiente es probable que pintara la escena a partir de la realidad.
10. Marinero y su querida bailando. Grabado en negro de Jacob Gole según
Gornelis Dusart (1660-1704) [Den Kongelige Kobberstiksamling, Statens
Museum for Kunst, ConpenhageJ. La leyenda «Dios los cría y ellos se juntan»
recalca la relación entre los marineros que hacían la ruta de las Indias Orientales
y las malas mujeres (las putas), una relación que también existía en realidad.
. E l hijo pródiao con las prostitutas. 1622. Cuadro de G erard van Honthorst (1592-
:<l ,I iininilo no ¡lUfdf gobcrnarst- con la Biblia en la mano» I 17

gaban leyes «eak iiiistas», pero en la práctica las aplicaban según su


proirio criterio.
bo mismo sucedía con la persecución de la prostitución. Los
alcaldes solían recibir amablemente a las delegaciones, «reconocían
con mucho sentimiento los pecados» y prometían tratar la cuestión
con el alguacil, al tiempo que aconsejaban a los hermanos que tam­
bién ellos hablaran personalmente con él. El alguacil, que era el
encargado de ejecutar la política, tenía bastante menos paciencia, !\)f
su calidad de alguacil, lormaba parte de la élite urbana, y por consi­
guiente no le gustaba que le leyeran la cartilla unos quejumbrosos
hermanos que pertenecían a tin grupo social inícrior. Estas quejas
desembocaban, muy pocas veces, en una intervención directa, y en
los casos en que sí lo lograban, se hacía dando un rodeo cuyo propó­
sito era más obstaculizar al Consejo de Iglesias que complacerle. En
estas ocasiones, la policía organizaba una redada justo después de
que el Consejo de Iglesias hubiera decidido acudir a los alcaldes con
una nueva queja sobre los prostíbulos, pero antes de que la queja les
fuera presentada oíicialmente, pues el alguacil tenía sus inlormantes.
En cuanto los hermanos llamaran a su puerta podía decirles, como
sucedió en 1672, que no necesitaba que le espolearan, «pues ya se
encargaba él de vigilar s<ibrc todo en Hestas de guardar»; «los algua­
ciles suplentes han declarado que ya no existen semejantes casas».
Tras lo cual se dejaba tranquila a la prostitución durante un tiempo.
[lacia finales del siglo ,KVll, el alguacil empezó a reaccionar de
forma más irascible. En 1703, al recibir la queja de que «los excesos de
las casas de baile son hov en día más exorbitantes c]ue nunca», había
«mostrado extrañeza ante estas quejas, al tiempo que decía descono­
cer la existencia de tales excesos, afirmando que, por su parte, ya
había hecho lo necesario al respecto». En 1704, después de haber sido
tratada varias veces con tanta dureza, la asamblea del Consejo de Igle­
sias decidió que «de ahora en adelante, ya no se vigilará todos los años
los prostíbulos y las casas de baile».
No obstante, las autoridades seguían estando dispuestas a tramitar
quejas concretas. Por ejemplo, había bastantes problemas en torno a
la Kleine Kapei, una prequeña iglesia ubicada en Zeedijk, algo que. por
otra parte, no era de extrañar tratándose de una iglesia reformada en
una calle en la que imperaba la prostitución. Así, en 1676 se retiró, a
118 Lotte van de Pol

petición del Consejo de Iglesias, el letrero de un prostíbulo: dicho


«escandaloso letrero [...] como si de una tienda de putas se tratase,
cuya finalidad es atraer a los libertinos» estaba colgado justo enfrente
de la Kleine Kapel. En 1700, el alguacil arrestó a un grupo de prostitu­
tas y regentas de prostíbulos, después de recibir una queja del conven­
to de la Kleine Kapel, según la cual, durante el sermón de la tarde del
domingo anterior, había sido tan grande el jaleo en los prostíbulos cir­
cundantes, que el predicador no había podido pronunciar su sermón
debido al «gran alboroto de golpes y trompazos».
Las quejas que presentaba la Iglesia y el control que ejercía contri­
buyeron sin duda alguna a que las autoridades reforzaran la persecu­
ción judicial contra la prostitución. Además, la Iglesia reformada
disponía de otro instrum ento de presión para garantizar que los
miembros de su comunidad llevaran una vida decente: el Consejo de
Iglesias Protestantes se aseguraba de que sus miembros se mantuvie­
ran bien alejados del negocio de la prostitución, y lo hacía por medio
de su propia jurisprudencia. Todo aquél que se com portara mal,
podía ser citado ante el Consejo de Iglesias para rendir cuentas, ser
suspendido como miembro «aplicándosele la censura» y finalmente
ser expulsado del seno de la Iglesia. Dado que la mayoría de los cargos
públicos estaban reservados a los miembros de la Iglesia reformada, y
que, al otro extremo de la escala, los indigentes dependían de la bene­
ficencia eclesiástica, muchas personas tenían buenas razones para
tomarse en serio las normas y la disciplina eclesiásticas.
La Iglesia reformada se consideraba a sí misma como una comuni­
dad de elegidos y concedía suma importancia a que sus miembros
tuvieran una fama irreprochable de puertas afuera. En este grupo no
era de esperar que hubiera prostitutas públicas, ni regentes de prostí­
bulos, y de hecho apenas se han encontrado en los procesos discipli­
narios de la Iglesia. En 1747 se dio el caso excepcional de Maria van
Waardendorp, miembro de la Iglesia reformada y notoria regenta de
prostíbulo, que tuvo que rendir cuentas «porque se divulgan muchas
indecencias en contra de ella». Asimismo, se rumoreaba que su vida
en Dordrecht daba mucho que hablar. Después de muchas citaciones,
Maria com pareció ante el Consejo de Iglesias, se defendió con
ambigüedades, reconociendo que en 1740 había regentado una casa
de baile junto con su marido, el igualmente notorio regente de prostí­
«El mundo no puede gobernarse con la Biblia en la mano» 119

bulo, Jan Plezier. A Maria se le aplicó la censura, es decir, fue expulsa­


da durante un tiempo de la comunidad eclesiástica hasta que enmen­
dara su vida, y por lo demás le dejaron hacer. Aquella misma semana,
el consejo envió a los alcaldes una lista de propietarios de prostíbulos
y casas de baile instándoles a que emprendieran acciones legales con­
tra estos establecimientos. En la lista figura también el nombre de
Maria.

La ley y la autoridad paterna

Los padres eran los primeros responsables a la hora de imponer disci­


plina a sus hijos. Las autoridades apoyaban la autoridad paterna. A
menudo, el alguacil enviaba de vuelta a casa sin castigo a las jóvenes
prostitutas que venían de fuera de la ciudad; a veces, el alguacil se daba
por satisfecho si una muchacha le prometía «zarpar aquella misma
noche hacia Groninga con el barquero» o «que volvería con su padre».
En algunas ocasiones, el esbirro del alguacil se encargaba de devolver
personalmente a sus familias a las muchachas muy jóvenes, de entre
catorce y dieciséis años, o las alojaba temporalmente en Amsterdam
hasta que sus padres vinieran a buscarlas. Sin embargo, las autoridades
mostraban mayor preocupación y diligencia por las jóvenes de Amster­
dam. El alguacil procuraba hacer lo posible para que regresaran con
sus familias: por ejemplo, Hendrickje Dirx, una joven amsterdamesa de
dieciocho años, tuvo que prometer, al ser liberada, que se arrodillaría
ante su familia para pedir perdón por haber dado un paso en falso.
Las historias relatadas ante el tribunal evidencian que las familias
no siempre perdonaban, pero que también había muchos padres que
se esforzaban por sacar a sus hijas de la prostitución: preferiblemente
sin la ayuda de las autoridades, pero si era preciso recurriendo a ellas.
Para mantener a los parientes más cercanos en el buen camino y evitar
que estos mancillaran el honor de la familia, cualquiera podía presen­
tar una solicitud ante el tribunal para que internara durante un tiempo
a un hijo o un cónyuge en «casas de recuperación» privadas o en las
secciones secretas de un correccional. Los gastos de esa estancia
corrían a cargo de la familia, pero la falta de dinero no era impedimen­
to para un «internamiento a petición», pues las personas sin recursos
120 Lotte van de Pol

podían ser internadas en la Casa de Trabajo (Werkhuis). Este tipo de


internamiento era en cierto sentido preventivo, y por consiguiente, en
principio, no se aplicaba a las prostitutas que ya habían sido arresta­
das, aunque también en este caso el alguacil se mostraba dispuesto a
ayudar a los padres amsterdameses a paliar la vergüenza de su familia
internando a la chica en la Casa de Trabajo en lugar del correccional
de mujeres (Spinhiiis).
El último recurso que tenían los padres para encarrilar de nuevo a
las hijas que se escapaban de casa y no se comportaban como era debi­
do era solicitar la intervención del alguacil. No obstante, los padres
intentaban recuperar a sus hijas por sí solos antes de tomar esa medi­
da. Como en el caso de la amsterdamesa Hermijntje Caspers, una
joven costurera de veintitrés años, que en 1704 fue a parar al prostíbu­
lo de Marie Pieters. Los padres de Hermijntje advirtieron en repetidas
ocasiones a Marie que dejara de alojar a su hija; a continuación saca­
ron ellos mismos a Hermijntje del prostíbulo. Cuando la hija volvió a
escaparse de casa para entrar de nuevo en el prostíbulo de Marie, los
padres acudieron al alguacil, quien ordenó arrestar a todas las perso­
nas que se hallaran dentro del prostíbulo y entregó a Hermijntje a sus
padres.
Incluso después de un arresto, existía la posibilidad de negociar
con el alguacil. En 1674 y 1677, Jannetje Claes fue arrestada por pros­
tituirse, y en ambos casos fue liberada a petición de su madre, en la
última ocasión con el argumento de que Janneke estaba a punto de
casarse con un músico que le «devolvería el honor». Sin embargo, un
año más tarde, cuando fue arrestada de nuevo, el alguacil ya no tuvo
clemencia.
En casi todos los casos era la madre la que llamaba a la puerta del
prostíbulo en busca de su hija y la que negociaba con el alguacil.
Cabría pensar que las numerosas viudas y mujeres de marineros que
había en la ciudad, acudían al alguacil para que representara la auto­
ridad masculina que ellas no tenían, pero esta suposición no se des­
prende de las fuentes, y las mujeres nunca utilizaban la ausencia de su
marido como argumento. La razón ha de buscarse más bien en la res­
ponsabilidad especial de la madre con la educación de sus hijas. Así,
en 1753, Ariaantje Verboom, hija de un vendedor de turba, echó la
culpa a su madre de su vida de prostituta: aquélla le había enseñado
«El mundo no puede gobernarse con ia Biblia en la i 121

la profesión. En una famosa canción de marineros una madre induce


a su hija a prostituirse y el padre no tiene suficiente autoridad para
impedirlo:

Diciéndole el padre a la madre


no eres una mujer de honor
ahora que tu hija menor
semejantes cosas aprende.

En 1693, una muchacha fue trasladada a toda prisa a otro prostí­


bulo, cuando la regenta se enteró de que «tenía una madre». En estos
casos el peligro era que la madre acudiera a la policía en busca de
ayuda; y en efecto, en aquella ocasión, la alcahueta que se había hecho
cargo de la muchacha fue castigada a ser flagelada en público.
A veces, la familia tenía poca confianza en que su hija se enmenda­
ra si volvía a casa y exigía que se le impusiera un castigo severo; «que
sea castigada por algún tiempo» es la petición en el caso de Marritje
Jurriaens, de quince años, que por la noche salía a escondidas de casa
y ejercía la prostitución. Su exilio se conmutó por una pena de prisión
de tres años. Dos semanas más tarde, otra joven prostituta salió mejor
parada, recibiendo tan sólo una advertencia, pues no tenía familia que
se inmiscuyera en sus asuntos. La madre de la prostituta Caatje van
den Bosch, de veintidós años, pidió primero que arrestaran y a conti­
nuación que encerraran a su hija. Caatje fue condenada a un interna-
miento de dos años en la Casa de Trabajo: ciertamente se trataba de
una condena larga, pero era una condena que no la deshonraba.
Por supuesto, a las hijas en cuestión no les hacía ninguna gracia
semejante injerencia por parte de sus padres. Kniertje Martens, de
veintiocho años, causaba «mucha pena a su madre al escaparse por las
noches»; y de estas escapadas le quedó un hijo. Anteriormente, su
madre la había hecho internar en la Casa de Trabajo, pero en 1662
volvió a ser arrestada a petición de la madre. En la confrontación que
tuvo lugar en los calabozos, la muchacha le dio una bofetada a su
madre, un golpe que le costó otros dos años de confinamiento.
Por otra parte, el alguacil también estaba dispuesto a ayudar a las
familias establecidas en Amsterdam a la hora de sacar a sus hijos varo­
nes de los brazos de las putas. Y lo hacían sobre todo ejerciendo pre-
122 Lotte van de Pol

sión sobre las mujeres en cuestión. De este modo, en 1693, Catriji


Pieters van de Put fue llevada ante el alguacil en compañía del hijo di
un panadero que le había prometido matrimonio. El alguacil le prohi
bió volver a ver al muchacho. Aquel mismo año, y no casualmente, fui
condenada por ejercer la prostitución.
La familia podía llegar muy lejos. Como en el caso de un joven di
buena familia, cuyo nombre no se menciona en los libros de confesio
nes, y que se había ido a vivir con una encajera de veintiún años
Christina van den Briest, en Prinsengracht. Se habían conocido ei
1703 en una «casa de ostras y de putas» situada detrás de la Oudi
Kerk, y por consiguiente Christina era considerada puta. Los padre
del joven intentaron por todos los medios romper aquella relación
en una ocasión persuadieron al chico para que fuera a la casa patern;
y una vez allí lo encerraron. Sin embargo, en cuanto recuperó la líber
tad, huyó de la ciudad con su novia y después de algunas dificultades
los jóvenes encontraron un predicador m ilitar inglés dispuesto ;
casarlos. La madre del muchacho hizo falsificar cartas del alguacil;
la familia se ocupó de que Christina fuera arrestada, pero volvió a se
puesta en libertad puesto que su matrimonio era legal.
Las autoridades apoyaban la autoridad paterna y el interés de 1
familia, pero también podían castigar a los padres que abusaban de si
autoridad. Siempre y en todas partes se ha culpado a los padres y tuto
res si inducían a sus hijas y pupilas a prostituirse, también en la Holán
da moderna temprana. Por ejemplo, Catharina Holthuys, que habí
enviado a su hija Aryaantje, de quince años, a hacer la calle y que L
había ordenado que se acostara con un m arinero que volvía de la
Indias Orientales, fue condenada en 1731 a ser expuesta y flagelad
públicamente, a pasar doce años en la Spinhuh y a ocho años de destie
rro de la ciudad. Sin embargo, el número de casos como éste es mu
reducido y una denuncia de este tipo era difícil de demostrar. En 1
mayoría de los casos, las madres regentaban un prostíbulo y jurabai
que sus hijas vivían con ellas como una hija cualquiera y no como putas
Asimismo se afirmaba que había padres que «vendían» a sus hijas, pen
de estas acusaciones no hay más rastro que el de los rumores.
La protección de los menores era aún mayor si no tenían padres
Los alcaldes eran «tutores supremos de las viudas y de los huérfanos:
y al aceptar el cargo prom etían solem nem ente que protegerían
«L!l mundo no puede gobernarse con la Biblia en la mano» 123

ambos grupos. Esta protección era sobre todo necesaria en el caso de


los niños del Áalmoezeniersweeshuis («Orfanato del limosnero») pues
allí iban a parar los expósitos y huérfanos de las lamillas más pobres y
menos arraigadas en Amsterdam. Pese a sus malos comienzos, «las
niñas del Aalmoezeniersweeshuis» casi nunca acababan en la prostitu­
ción. El suplente del alguacil que se ocupaba del orfanato encargaba a
veces el registro de un prostíbulo donde supuestamente había una
huérfana; las regentas de prostíbulos que persuadían a las chicas para
que salieran de los orfanatos eran duramente castigadas. En tales
casos de nada servían las excusas: los niños de los orfanatos eran fáci­
les de reconocer por su ropa. Por ejemplo, los niños del Aalmoeze­
niersweeshuis llevaban ropa exterior negra y ropa interior azul con
cintas en los colores de la ciudad: negro, rojo y blanco. Las regentas de
prostíbulos sabían que seducir a las niñas del orfanato se castigaba
con duras penas y, por ello, la mayoria prefería no hacerlo.

Algunas tendencias en la persecución judicial

A largo plazo, la política en materia de prostitución pasó de la perse­


cución en el siglo XVII a hacer la vista gorda hacia finales del siglo
XVIII. Esta tendencia es paralela al cambio de mentalidad que se mani­
festó, pasando de la convicción de que la prostitución era un pecado
mortal, que provocaría el castigo divino de los seres humanos, hacia la
idea de que la prostitución era un problema social, que había de solu­
cionarse racionalmente. Dentro de esta evolución aún pueden distin­
guirse periodos en los que las normas morales —y la prostitución—
preocupaban mucho a las autoridades, a la Iglesia y a los ciudadanos.
Éste fue en concreto el caso durante las primeras décadas del siglo
XVIII.
Uno de los principales instrumentos políticos del que disponían las
autoridades para castigar al indeseable sector empresarial de la prosti­
tución era atacar su capital. Era mucho más eficaz atacar a las regentas y
a los regentes de prostíbulos que a las prostitutas. Los arrestos a gran
escala de prostitutas en las casas de baile durante el último cuarto del
siglo XVII apenas sirvieron para reducir la prostitución, sobre todo por­
que las prostitutas recibían penas leves y por consiguiente podían vol­
124 Lotte van de Pol

ver pronto a ejercer su oficio. Los castigos a los organizadores daban


más resultado, pero las regentas y los regentes de prostíbulos tomaban
todas las precauciones necesarias para que los riesgos recayeran en el
eslabón más débil de la cadena, es decir, en las prostitutas.
Los cambios de política tuvieron mucha influencia en el destino
personal de las prostitutas. En el siglo XVII era frecuente que las muje­
res fueran arrestadas varias veces en pocos años por ejercer la prostitu­
ción, pero que después desaparecieran de los archivos. Seguramente,
la perspectiva de acabar en el correccional de mujeres, hizo que
muchas de estas jóvenes dejaran la prostitución, o quizás abandonaran
Amsterdam. Las largas penas de prisión, a menudo acompañadas de
un destierro, que podían esperar las reincidentes después de 1720,
tuvieron otra consecuencia. Al salir del correccional, las mujeres reci­
bían unos cuantos florines, pero por lo demás estaban en la calle, sin
vínculos sociales, sin un contrato de trabajo ni un techo bajo el cual
cobijarse. Muchas de ellas volvían a ser arrestadas al cabo de poco
tiempo por ejercer la prostitución en la calle, tras lo cual volvían a ser
condenadas a años de prisión. Un círculo vicioso como éste de prosti­
tutas reincidentes era algo desconocido en el siglo XVII.
Por un lado, las autoridades no perseguían o no podían perseguir la
prostitución de forma siempre coherente, pero por otro lado, a menudo
actuaban con excesiva dureza ante los excesos que se producían en
torno a ella. Debido a ello, las autoridades se encargaron de que el nego­
cio de la prostitución se autorregulara. Las regentas y los regentes sabían
que si no causaban molestias, si evitaban las riñas con los vecinos, si no
aceptaban en su prostíbulo a chicas del vecindario ni a personas casadas
y si se encargaban de que nadie robara o maltratara a los clientes,
tendrían mayores posibilidades de que la policía les dejara en paz que si
se hacía caso omiso de estas normas. Serbre todo en el siglo XVIII, las
autoridades de Amsterdam consiguieron de este modo controlar la
prostitución más de lo que reflejan las cifras de persecución jurídica.

Los fu n d a m en to s de la política en materia de prostitución

En los siglos XVII y XVIII, Amsterdam siguió una política de persecu­


ción judicial cam biante y m oderada, aunque tam bién muy activa.
«E] mundo no puede gobernarse con la Biblia en la mano» 125

Incluso en tiempos de carestía, tuvo mayor control sobre la prostitu­


ción de lo que entonces era evidente. Aun así, la prostitución seguía
existiendo y seguía siendo visible, y de esta forma dañaba el buen
nombre y el honor de la ciudad. Atrapadas entre la prohibición oficial
y la política moderada, las autoridades optaron por no hablar de este
tema precario. Sin embargo, entre bastidores tuvieron que mantener­
se forzosamente debates sobre la persecución judicial de la prostitu­
ción.
Se puede encontrar retazos de los argumentos de las autoridades,
por ejemplo, en los reproches de la Iglesia, y en las observaciones de
viajeros extranjeros, que hablaron con personas de la élite dirigente.
«Si le preguntas a un gobernante por qué deja en paz a los propieta­
rios de casas de baile a cambio de dinero», escribe el inglés John
Northleigh en 1686, «te responderá que, de lo contrario, las personas
inclinadas a semejantes perversidades lo harían en secreto, y que más
vale que el Estado saque algún beneficio de ello». «Los prostíbulos»,
según escribe el predicador protestante Belcampius en 1661, «son
considerados por muchos gobernantes de nuestro Estado [...] como
un mal necesario». Esto le indigna y observa: «¿Acaso ha oído alguien
jamás cosa tan insensata?». Otro inglés escribe en torno a 1680 que,
desde el pùlpito, los predicadores sermonean y despotrican contra el
terrible abuso que implica tolerar las casas de baile, pero que ello no
sirve de nada; «Realmente no sé quiénes son los que les guardan las
espaldas».
Tanto si provenían directamente de las autoridades responsables
como si no, los argumentos que defendían no actuar con demasiada
dureza solían basarse en la vieja teoría del mal necesario. El argumen­
to básico y una de sus formulaciones provienen a menudo directa­
mente de los decretos de la Edad Media: es preferible aceptar la
prostitución con determinadas condiciones, porque, al fin y al cabo,
en las ciudades comerciales no se puede prescindir de las «mujeres
públicas» (decreto de 1478), y porque, de este modo, se evitará un mal
mayor, concretamente «la violación de mujeres, la violación de vírge­
nes y semejantes delitos graves» (decreto de 1509). En 1651, el predi­
cador Leupenius habla en tono despectivo de que «se tolere a las
putas, para que las mujeres y sus hijas permanezcan invioladas».
Según el inglés Mountague, las autoridades de Amsterdam considera-
126 Lotte van de Poi

ban necesaria la prostitución porque en la ciudad perm anecían


muchos forasteros, viajeros y marineros que no habían tenido mujeres
desde mucho tiempo.
La razón mencionada con más frecuencia es que había muchos
marineros en la ciudad. «Pero», pregunta el protagonista de Heí A?ns-
terdamsch Hoerdom a su guía, el diablo, «¿acaso no sería mejor prohi­
bir a las putas y los prostíbulos, tal como hacen otras ciudades?». Y
ésta es la respuesta que recibe:

El m u n d o n o p u ed e g obernarse con la Biblia en la m ano, otras ciudades,


d o n d e no se tolera a las putas, no tienen tal afluencia de forasteros y m arine­
ros, com o es el caso de A m sterdam , y, dado que esta gentuza no sabe com por
tarse dignam ente, sobre todo los m arineros, que en cuanto están en tierra se
em borrachan a diario y son tan rudos e inflexibles com o el elem ento por el
qu e navegan, para evitar un mal mayor, a saber, la agresión y violación de
m ujeres honradas, la ofensa de vírgenes, y disturbios parecidos, es preciso
tolerar a las m ujeres públicas o putas.

El argumento de los marineros se repite una y otra vez con énfasis.


Sólo en contadas ocasiones se oye una voz contraria, como la del
alemán Johann Grimm, que en 1775 afirmaba que el argumento de los
m arineros es una «miserable excusa»: la existencia de las casas de
baile provocaba precisamente la visita a los prostíbulos: él mismo fue
testigo de la facilidad con qué las mujeres libertinas seducían a los
hombres.
En su Fáhtda de las abejas (1714), Bernard de Mandeville alaba la
política de la policía de Amsterdam. Según él, ésta política es necesa­
ria debido a los miles de marineros que llegan a la ciudad procedentes
de las Indias O rientales y que no han visto mujer alguna durante
mucho tiempo, de Mandeville añade:

N o es mi intención, ni m ucho menos, estim ular el vicio, y creo que sería para
el E stado una indecible necesidad si pudiera desterrar de sí totalm ente este
pecado de im pureza; pero m ucho me tem o que no sea posible. La pasión es,
en algunas gentes, dem asiado violenta para que una ley o p recep to pu ed a
refren arla; y to d o g o b ie rn o to lerará in co n v en ien tes m en o res p ara evitar
o tro s m ayores. Si se persiguiera a las cortesanas y m ozas de p artid o , con
ta n to rigor com o quisieran algunos insensatos, ¿qué cerro jo s o b a rro te s
«El mundo no puede gobernarse con la Biblia en la mano» 127

serían lo bastante fuertes para preservar el honor de nuestras esposas e I


[...] ¿Cómo imaginar que las mujeres honradas puedan andar por la calle
sin ser molestadas, al no haber rameras accesibles a un precio módico? Por
esta razón, los sabios gobernantes de esa bien ordenada ciudad siempre tole­
ran un determinado número de casas en las cuales se alquilan mujeres tan
abiertamente como los caballos en una cochera de alquiler. [La fábula de las
abejas, 1, pp. 59-60].

Bcrnard ele Mandeville nació en 1670 en Rotterdam, estudió y se


doctoró en medicina en Leiden, y en 1691 estableció su domicilio en
Inglaterra, donde murió en 1733. En Inglaterra trabajó como médico,
pero adquirió fama —tanto buena como mala— sobre todo como
autor de agudos y provocativos análisis sociales. En la Fábula de las
abejas, su obra más famosa, dedica unas cuantas páginas a la política
de Amsterdam en materia de prostitución, que describe como la per­
secución y el castigo de los organizadores. Según de Mandeville, las
autoridades podrían erradicar más fácilmente la prostitución, pero
ésa no es en absoluto su intención; no obstante, las autoridades se cui­
dan mucho de decir esto último en voz alta, e incluso sería peligroso
hacérselo notar al pueblo. La política se centra en mantener a raya los
excesos y en pagar y mantener ocupada a la policía, para lo cual la ciu­
dad tiene un cuerpo de policía adiestrado y barato, y en dar la impre­
sión al mundo exterior de que se está haciendo realmente algo contra
la prostitución. Sin embargo, en Amsterdam se tolera la prostitución,
y ésta es una política sensata y ventajosa. En su libelo A modest defen-
se ofpublic stews (1724), en el cual diseñó —en un tono no exento de
ironía— un plan detallado para los prostíbulos urbanos, también ala­
baba la política de Amsterdam.
Sin embargo, su descripción de la política amsterdamesa es correc­
ta sólo en parte, y su versión y explicación debe mucho a textos más
antiguos. De Mandeville utilizó la política de Amsterdam en materia
de prostitución sobre todo como un ejemplo de política gubernamen­
tal racional, y adaptó su descripción a esta argumentación. No obstan­
te, se trata de un comentario sumamente interesante. De Mandeville
era uno de los más agudos observadores y comentadores de su época.
En 1700 vivió durante meses en Amsterdam, y por consiguiente su
información puede ser de primera mano y puede ser fruto de sus pro-
128 Lotte van de Pol

pías observaciones. Es el único holandés que, a pesar de vivir en Ingla­


terra y escribir en inglés, participó en un debate público sobre la pros­
titución. P or último, lo que escribía de M andeville tenía mucha
influencia. Su Fábula de las abejas fue un libro muy criticado, pero
también muy leído y traducido a diferentes idiomas (por cierto, no a
su idioma materno, el neerlandés). Distintos extranjeros consideraron
la prostitución en Amsterdam teniendo en mente las palabras de de
Mandeville, o rechazándolas.
A partir de finales del siglo XVII en Inglaterra y Francia se inició un
debate público sobre la prostitución y el papel de las autoridades. En
los Países Bajos no sucedió lo mismo. El abogado amsterdamés Elenri-
cus Calkoen fue el primero en plantear públicamente el problema de
la política en materia de prostitución. En su Verhandeling over het
voorkomen en straffen der misdaaden («Disertación sobre cómo evitar
y castigar los delitos», 1789) hace un alegato a favor de la política
seguida por Amsterdam, que en aquella época era una política de tole­
rancia. El putaísmo, según Calkoen, no puede evitarse, sino como
mucho contenerse; quien examine la cuestión con «ojo político», « y
no sea tan necio como para pedir lo imposible», habrá de admitir que
en Amsterdam no lo han hecho tan mal.

Pues com batir eficazm ente este mal, prohibiendo po r com pleto los p ro stíb u ­
los y otros lugares de libertinaje, sea cual fuere su nom bre, sobre todo en las
ciudades grandes y densam ente pobladas, donde reinan el lujo y los excesos,
sería peligroso, e incluso totalm ente im posible. Este mal, al igual que el cán ­
cer, es incurable y dado que no puede vencerse ni po r la fuerza de las leyes, ni
p o r la autoridad, la política ni la am onestación, ha de ser controlado, y no
perseguido duram ente. U na vigilancia sensata y permisiva, unida a una seve­
rid ad suficiente, para evitar o frenar la proliferación de este mal, es todo lo
que pu ede hacer el p o d er legislativo en este sentido.

Ésta parece haber sido finalmente la opinión dominante. Vrolyke


reís van een Engelschman door Holland («El alegre viaje de un inglés
por Elolanda», 1796), traducido y adaptado por Gerrit Paape, lo for­
mula del siguiente modo:
«El mundo no puede gobernarse con la Biblia en la mano» 129

Amsterdam tiene la sana política de permitir las casas de baile o prostíbulos


públicos. Digo sana política, pues cuando la tentación es inevitable, el
Gobierno hace bien en tomar las riendas, y limitar de este modo al máximo
los daños para la sociedad; al igual que los dirigentes precavidos se sirven de
pararrayos para desviar la descarga de forma que se eviten daños mayores.

Esta metáfora de la enfermedad y los pararrayos que utilizan Cal-


koen y Paape es típica de la Ilustración de finales del siglo XVlll, pero
el argumento que ofrecen existía, de hecho, desde hacía siglos: el del
mal necesario.
5. « ¡D ia n t r b s ! ¡D e a q u í he de sacar d in e r o !» . E l la d o

OSCURO DE LA POLÍTICA DE PERSECUCIÓN JUDICIAL

Aunque la prostitución fuera una actividad duramente censurada y


existieran leyes que prohibían su práctica; aunque la policía tuviera
órdenes estrictas de erradicarla y la prostitución fuera perseguida
judicialmente, en Amsterdam existía una amplia y visible red de pros­
titución. Los contemporáneos echaban la culpa a las autoridades y a la
policía. Según ellos, aunque no lo admitieran, las autoridades conside­
raban la prostitución como un mal necesario imposible de erradicar
en una ciudad portuaria, y la policía ganaba dinero con la prostitu­
ción, a través de las multas, los destierros, las redenciones y, lo peor de
todo, las extorsiones. La imagen que también ha transmitido la histo­
riografía es la de unas autoridades hipócritas, una policía corrupta, así
como de la tolerancia e incluso aceptación de los prostíbulos y de las
casas de baile. ¿Qué hay de cierto en ello?

La mala fama de la policía

La policía no era muy apreciada por la población. La gente insultaba a


los esbirros del alguacil, llegaba a lanzarles basura o piedras, y a veces
incluso el propio alguacil era tratado de forma abiertamente hostil,
aunque quien se atreviera a hacerlo era duramente castigado. Los sai­
netes, las obras populares en prosa, los libelos y las sátiras están reple­
tos de alguaciles, esbirros y serenos corruptos.
Esta mala fama de la policía estaba estrechamente vinculada a la
prostitución. Se acusaba a los alguaciles y a sus homólogos en otros
lugares —los baljuwen— de llegar a acuerdos con las prostitutas y las
regentas de los prostíbulos para atraer a los hombres casados hasta sus
casas y extorsionarlos exigiéndoles grandes sumas de dinero si
132 Lotte van de Pol

querían evitar un juicio. Era lo que en aquel entonces se denominaba


«componer». Los esbirros del alguacil recibían dinero a cambio de no
intervenir en los prostíbulos y las casas de baile, e incluso advertir a las
regentas si se iba a producir un registro. Los serenos tenían aún peor
fama. Su obligación era proteger los prostíbulos tal como protegían a
otras casas contra los violentos, pero sólo lo hacían si les pagaban por
ello; en tales casos se extralimitaban y ayudaban a las putas y las regen­
tas de los prostíbulos a la hora de resolver sus conflictos con la ciuda­
danía. Y tanto los esbirros como los serenos tenían supuestamente la
costumbre de entrar en los prostíbulos y casas de baile para beber una
copa sin pagar.
En los refranes como «Por alguaciles sonrientes y putas llorosas/
que nadie se deje embaucar» y «Como lloran las putas, así ríen los
alguaciles» se vincula a la policía con la prostitución. En el sainete de
H. van den Burg T)e gehoornde Schout («El Alguacil cornudo», 1712),
el alguacil propone a Griet, la regenta de un prostíbulo, tender una
trampa a una persona casada, que tenga suficiente dinero y esté dis­
puesta a llegar a un acuerdo para evitar la acusación de adulterio: le
promete repartir con ella los beneficios. Acto seguido, la regenta se
encarga de que el alguacil pille in fraganti a su propia mujer, que se ha
citado con su amante en el prostíbulo.
Sin embargo, en la ficción nunca se trata del alguacil de Amster-
dam, salvo una excepción. En D ’Openhertige ]uffrouw, la protagonis­
ta, la prostituta Cornelia, entrega para vengarse a un hombre adúltero
a la policía. La víctima firma un pagaré de 800 ducados (2.520 flori­
nes), tras lo cual el alguacil hace la vida imposible a Cornelia exigién­
dole más «clientes» de este tipo, y amenazándola con perseguirla
judicialmente si no coopera. Cornelia acaba abandonando Amster-
dam, pues «no hay cosa más miserable en el mundo, que estar en
manos de un alguacil. Los alguaciles son como sanguijuelas, y no suel­
tan a sus presas, si aún pueden sacarle algún jugo».
En aquella época se establecía poca diferencia entre la virtud per­
sonal y la virtud política. La virtud y el vicio personal se consideraban
ante todo en términos sexuales. En 1690, los rivales del odiado baljuw
de Rotterdam, Jacob van Zuylen van Nievelt, escribieron sátiras en las
que lo acusaban de ser un putero, de maltratar al personal femenino y
a las presas, de padecer sífilis e incluso de cometer sodomía: todo un
«¡Diantres! ¡De aquí he de sacar dinero!» 133

muestrario de pecados sexuales. Cierto o no, ésta era la munición que


se utilizaba en la propaganda. Por ello no es de extrañar que el odio
hacia un funcionario se tradujera en acusaciones de abusos sexuales o
en relaciones con el mundo de la prostitución.

E l interés económico

Los funcionarios de policía tenían un interés personal en perseguir la


prostitución. Muchos delitos e infracciones se pagaban con una
multa, otros podían solucionarse extrajudicialmente a cambio de
dinero. Una tercera parte de todos estos importes eran para el propio
alguacil, un tercio para los que habían denunciado el delito, y el resto
para la ciudad. Este sistema de recompensas, en que alguien que
ocupara un cargo público debía encargarse de complementar su
sueldo, proviene de la Edad Media. Entre los funcionarios era algo
usual y totalmente legal. Los salarios estaban adaptados a ello. En el
siglo XVII, el alguacil de Amsterdam recibía un salario anual de 1.000
florines, 500 florines en concepto de dietas de asistencia y 50 florines
para el uniforme; sin embargo, en total, sus ingresos anuales
ascendían a 5.000 ó 6.000 florines. Los alguaciles suplentes recibían
800 florines además de todas las multas que no superaran los 6 flori­
nes. Los esbirros recibían 250 florines más 10 florines para comprar­
se la ropa, un importe anual que se encontraba por debajo del
umbral de subsistencia y que los esbirros complementaban con
pequeñas primas y propinas. Sin embargo, los suplentes y esbirros se
aprovechaban sobre todo de la tercera parte que correspondía a los
«delatores», pues a menudo ellos mismos ejercían este papel.
De este modo, la policía podía ganar dinero con la prostitución.
Según las leyes, regentar un prostíbulo estaba sancionado con una
multa. Mucho más lucrativa era, sin embargo, la «composición», que
permitía llegar a un acuerdo extrajudicial. El adulterio era «composi­
ble», es decir, componible, y muchos de los hombres sorprendidos en
los prostíbulos llegaban a un acuerdo extrajudicial al momento. Lo
mismo puede decirse de los judíos, pues las relaciones sexuales entre
judíos y cristianos eran consideradas delito, al igual que el adulterio.
También se componían los arrestos por copular en la calle y por
H4 Lotte van de Fol

hacer «porquerías extremas», es decir, por cometer actos sexuales


prohibidos.
No está del todo claro cuánto aportaba todo esto, pues la adminis­
tración de las transacciones económicas se anotaba en las llamadas
cuentas del alguacil, que éste debía presentar cada año. Sin embargo,
sólo se conservan las cuentas del año 1723 y a partir de 1732. Los
datos que encontramos en ellas son someros y no se indican nombres.
No siempre es posible averiguar la procedencia y el motivo de los
importes anotados.
Evidentemente, no hay rastro alguno de los acuerdos extrajttdi-
ciales en los libros de confesiones, pero en ellos sí se indicaban las
multas obtenidas. Tan sólo a partir del siglo XVIII se empieza a impo­
ner realmente multas por regentar un prostíbulo, pero los importes
de las mismas apenas se encuentran en las cuentas del alguacil: al
parecer a menudo no se podía sacar tajada. Unas ocho veces al año se
recaudaba dinero «de la regenta de un prostíbulo» o «por regentar
un prostíbulo», unos importes que tampoco aparecen en los libros de
confesiones. En la década de los años treinta del siglo XVIII, se trataba
de sumas de entre 100 y 300 florines, en la década de los años sesenta
éstas habían aumentado hasta 400 ó 600 florines, después se incre­
mentaron aún más: en torno a 1790, se pagaban multas de entre cerca
de 600 hasta incluso 2.500 florines. A partir de mediados de siglo, los
regentes de las casas de baile y las regentas de prostíbulos también
eran multados si maltrataban a sus pupilas, y si en el establecimiento
se cometían actos violentos. Estas multas fueron aumentando gra­
dualmente y en 1790 se cobró una multa de 12.000 florines al dueño
de la casa de baile, Hein de M of (Hein el Alemán) por violencia y por
maltratar a las mujeres que trabajaban en su establecimiento. Se trata
de uno de los importes más elevados que aparecen en las cuentas del
alguacil.
Sin embargo, resulta más difícil explicar otros importes recauda­
dos a las regentas de prostíbulos o propietarios de casas de baile.
,-;Ouizás sean las «licencias» e «impuestos» de los que hablaban los
extranjeros? Por ejemplo, un noble ruso que visitó Holanda entre
1697 y 1698 en el séquito del zar Pedro el G rande escribió que se
podía acudir tranquilamente a las casas de baile e incluso pernoctar en
ellas «sin ningún temor, pues estas casas cuentan con la autorización
«¡Diantrcs! ¡De aquí he de sacar dinero!» 135

municipal y pagan impuestos». Las fuentes holandesas no hacen


nunca referencia a dichos impuestos, de forma que posiblemente se
tratara de una información errónea —y copiada unos de otros— saca­
da de su contexto.
Los libros de confesiones aportan dos declaraciones más curiosas
de regentas de prostíbulos, que parecen señalar la existencia de licen­
cias bajo mano. Yda Faber, una famosa regenta de prostíbulo, admite
en 1737 regentar una casa de putas, «pero dice que la pasada feria
pagó por ello 96 florines». En 1807, Evertje Jans, regenta de la casa de
baile De Spelonk, se atrevió a ir más lejos. Elabía insultado y amenaza­
do a sus vecinos, tras lo cual uno de ellos le dijo: «No armes tanto jaleo
o llamaré al alguacil». «Hazlo si quieres» —le respondió Evertje—
hace unas semanas pagué 160 florines al alguacil, que vive a costa de
mí y de este tipo de casas». Este comentario descarado sobre el algua­
cil le valió ser expuesta públicamente, pasar tres años en el correccio­
nal y tres años de destierro de la ciudad. Sin embargo, la realidad que
se esconde detrás de estas observaciones permanece oculta.

Las personajes de la policía

El alguacil de Amsterdam era un señor poderoso y distinguido. Perte­


necía a la categoría de los magistrados, casi siempre había estudiado
Derecho y solía ser un antiguo juez o alcalde. Tenía su despacho en el
Ayuntamiento, pero si lo deseaba podía tramitar sus asuntos desde su
domicilio. Hasta 1670, aproximadamente, también se le podía encon­
trar «en el terreno», incluso durante los registros de prostíbulos. Asi­
mismo, a veces se encargaba personalmente de tramitar casos de poca
importancia, como se desprende de una anécdota que circulaba en el
siglo XVII. Según dicha anécdota, un tal Floris Tin, que era famoso en
la ciudad por su avaricia, había maltratado a una persona en un arre­
bato. Eloris consideró que lo mejor sería ir a zanjar directamente la
cuestión con el alguacil. Este le impuso una multa de 6 florines. Floris
contó 4 florines, los puso sobre la mesa y se despidió. El alguacil le
dijo: «Oye, Floris, que la multa era de 6 florines». A lo que Floris con­
testó: «Bueno, señor alguacil, ^;acaso no se deja siempre una tercera
parte para el delator?». Sin embargo, los contactos directos de este
136 Lotte van de Pol

tipo empezaron a ser cada vez más excepcionales. Hacia finales del
siglo XVll, el alguacil se hacía representar por sus suplentes con cre­
ciente frecuencia y así aumentó la distancia entre él y el pueblo.
El alguacil era nombrado por un periodo de tres años, mientras
que los alguaciles suplentes eran funcionarios, lo cual les garantizaba
un empleo de por vida. Durante décadas aparecen los mismos nom­
bres entre los alguaciles suplentes, como por ejemplo Voerknegt,
Engelbregt y Bogaard. Los alguaciles suplentes no sólo permanecían
en el cargo durante largos periodos de tiempo, sino que el cargo impli­
caba tam bién a diferentes miembros de una misma familia. Los
suplentes operaban desde su propia casa; sus esbirros estaban en la
cocina con la criada. En el siglo XVIII los suplentes utilizaban algunas
posadas como «comisaría».
En la Edad Media, los esbirros del alguacil habían pertenecido a la
parte deshonrosa de la población. Incluso habían regentado prostí­
bulos. Después de la Alteración (1578), el nuevo Gobierno decretó
que los esbirros: «ya no podrán tener putas en sus casas, y allí no se
tolerará el libertinaje, sino que como sirvientes de la justicia habrán de
vivir conforme a la disciplina y el honor». No es probable que los esbi­
rros se convirtieran de repente en ciudadanos respetables, y cabría
preguntarse cuánto tiempo pasó hasta que las personas decentes estu­
vieran dispuestas a convertirse en esbirro. Su posición social seguía
siendo baja. En los libros de confesiones, suelen aparecer simplemen­
te como «Jan el esbirro» o «Klaas el esbirro».
Las autoridades exigían que sus esbirros fueran imparciales e inso­
bornables. La corrupción era considerada como vergonzosa entre los
círculos de los magistrados, y los corruptos eran considerados
«sucios». En el aparato policial estaba estrictamente prohibido acep­
tar dinero en todos los niveles. En la instrucción oficial del alguacil se
hacía hincapié en que se asegurara de que sus subordinados no pudie­
ran aprovecharse en forma alguna de las prostitutas, de los regentes o
regentas de prostíbulos ni de los rufianes. A su vez, cada alguacil
suplente tenía que prometer que vigilaría a sus esbirros para que aca­
taran esta regla. Los esbirros tenían expresamente prohibido llegar a
acuerdos financieros con las regentas de prostíbulos y personas de
este tipo, 'lám bién los serenos tenían que prometer, al aceptar el
cargo, que no aceptarían sobornos.
«¡Diantres! ¡De aquí he de sacar dinero!» 137

A todos los niveles, y en toda la República holandesa, se enjuicia­


ba a los funcionarios acusados de corrupción y abuso del cargo. El
abuso de la «composición» era la principal razón para procesar a los
funcionarios judiciales. Sin embargo, las disposiciones expresas y
repetidas, los procesos y los castigos aplicados a los funcionarios
corruptos evidencian no sólo la norma, sino también la práctica. Los
procesos judiciales demuestran que la policía abusaba de los cargos
públicos.

La policía y el pueblo llano

Por mucho que las autoridades quisieran combatir la corrupción,


había diferentes factores que, de hecho, imposibilitaban una política
policial buena e impecable de puertas afuera. En primer lugar, la
policía no tenía mucho poder. En 1500, cuando Amsterdam contaba
con poco más de 8.000 habitantes, la policía estaba formada por el
alguacil y ocho esbirros. En 1700, el número de habitantes se había
multiplicado por veinte, pero la policía había ampliado sus efectivos
en poco más del doble. Por ello, la policía dependía en gran medida
de la colaboración ciudadana. Por ejemplo, los cirujanos estaban obli­
gados a comunicar a las autoridades las heridas sufridas durante alter­
cados.
La población podía cooperar con la policía, obstaculizar su labor,
o incluso aprovecharse del sistema para conseguir sus propios fines.
Además, sus normas no siempre coincidían con las normas de las
autoridades. Eso sí, todos estaban de acuerdo sobre el robo: a través
del grito «coged al ladrón», se atrapaba a los ladrones y si éstos tenían
mala suerte, eran castigados de antemano por medio del «maling», el
juicio popular. Sin embargo, los presentes ayudaban a los defraudado­
res fiscales, y a menudo también a los mendigos para evitar que caye­
ran en manos de la policía. Las prostitutas no tenían que comparecer
ante un juzgado popular, pero tampoco se las ayudaba.
El delito de homicidio constituye un buen ejemplo de cómo se
aplicaban las propias normas. El pueblo consideraba injusto que por
este delito se castigara a alguien con la pena de muerte. A fin de cuen­
tas, un homicidio cometido en un arrebato y en estado de ebriedad era
138 Lotte van de Pol

un accidente, un caso de mala suerte, algo que podía pasarle a cual­


quiera. En caso de homicidio en las capas inferiores de la población, la
gente cerraba filas frente a la policía y la justicia. Los asesinos eran
protegidos y ayudados por su entorno. Los pocos casos que salieron a
la luz evidencian la misma pauta: nadie estaba dispuesto a testificar: el
autor se derrumbaba y se encerraba en su cuarto, «llorando amarga­
mente» y declaraba ser «un hijo de la muerte», expresión con la cual el
tribunal dictaba las sentencias de muerte. Acto seguido, la familia y
los vecinos entraban en acción. En primer lugar, el hombre tenía que
salir cuanto antes de la ciudad y después tendría que recibir ayuda.
Enrolarse en la Compañía de las Indias Orientales era la escapatoria
más evidente. Los allegados se encargaban de reunir dinero para
sufragar los gastos.
En 1713, un tal Piet, que limpiaba pescado en la lonja, hirió de
muerte a un hombre. Enseguida, dos de sus vecinos, un tal Dirck y la
prostituta Aaltje Wiebes, hicieron una colecta para costearle el viaje.
Las regentas de prostíbulos de la zona dieron 1 chelín. Sin embargo, la
regenta del prostíbulo en que trabajaba Aaltje consideró que los 3 flo­
rines que Aaltje había reunido en la colecta, era dinero ganado como
prostituta y por consiguiente exigió su parte. Entabló una riña con
Aaltje, quien gritó pidiendo ayuda, por lo cual acudieron los serenos y
se la llevaron a una prevención (casa de detención). Y de esta manera,
este caso llegó, seguramente de forma excepcional, a los libros de con­
fesiones.
Aquél que denunciaba un delito, era recompensado. Los presos
podían conseguir una reducción de su condena si delataban a otros. Y
en caso de delitos castigados con una multa o que podían resolverse
fuera de las vías judiciales, un tercio de la recaudación correspondía a
las personas que habían denunciado el delito. A menudo se trataba de
la propia policía, y ello era tan lucrativo que la policía pagaba de su
propio bolsillo a los «corresponsales» que buscaban delitos redimi­
bles. Oficialmente, estos confidentes recibían una octava parte de lo
recaudado, pero, en realidad, a menudo obtenían el doble; además en
algunos casos también se les daba dinero de antemano. Muchos de los
corresponsales eran criminales o procedían de las capas bajas de la
sociedad, y aparte de dinero, estos servicios podían proporcionarles
una reducción de su condena.
« jD ia n t r e s ! ¡ D e a q u í h e d e s a c a r d in e r o ! » 159

Había corresponsales que abusaban de este sistema haciendo creer


a otros que por mediación suya conseguirían redimir sus condenas. En
1663, Lijsbeth Harmens, regenta de un prostíbulo, declaró que a pesar
de haber sido desterrada de la ciudad había regresado aconsejada por
Anne van Woerden y Hester Michiels, «quienes le hicieron creer que
habían obtenido su absolución por parte del alguacil, para lo cual ella
había entregado a las dos mujeres 75 florines de dinero». Anne y Hes­
ter eran timadoras y ladronas, pero también informantes de la policía.
Habían vendido más absoluciones, pidiendo cada vez decenas de flori­
nes. Al año siguiente se dio un caso parecido, también entre mujeres.
En 1738, una mujer del hampa llamada Mié de La Haya se jactaba de
la cantidad de personas que había logrado mantener fuera de los cala­
bozos gracias a sus buenas relaciones con el alguacil. Le había dicho a
la esposa de un ciudadano que estaba encarcelado debido a una riña,
que fuera a verla: «Si estaba dispuesta a darme 1 stuiver, yo podría
sacar a esta persona del calabozo, sin escándalo, pues gozo de buena
reputación entre los señores». Sin embargo, unos días más tarde, se
evidenció que lo que hacía esta mujer era más bien sobornar a los esbi­
rros: «Ya me he gastado 5 florines con el esbirro, y antes de mañana
por la noche necesito 20 florines o ya no moveré ni un solo dedo».
Todas estas mujeres eran enjuiciadas y condenadas, pero esto no
significa que sus historias de absolución fueran puras invenciones.
Una mujer que en 1676 afirmó ante el tribunal que había sido redimi­
da de su destierro, contó que para ello había pagado 300 florines al
propio alguacil. Los jueces se tomaron muy en serio esta acusación y
dieron poco crédito a la defensa del alguacil de que lo había hecho a
cambio de «servicios prestados a la justicia». Un detalle muy intere­
sante, mencionado de pasada, es que este caso no fue tramitado por el
alguacil sino por su esposa.
Sobre todo las mujeres que regentaban prostíbulos se hallaban en
una excelente posición para «prestar un servicio a la justicia». En sus
prostíbulos entraban todo tipo de personas. Su negocio constituía
delito, pero no era perseguido de forma consecuente, por lo cual la
policía siempre podía guardarse en la manga una amenaza o una
recompensa. Además, las regentas también resultaban útiles para
encontrar a muchachas que habían desaparecido en el circuito de la
prostitución. En 1712, la alcahueta Lijs Koetsier fue abordada por
140 Lotte van de l^ol

una madre para que le indicara dónde podía estar su hija. Juntas visi­
taron nueve o diez casas, pero en vano. Más tarde, Lijs fue arrestada y
presionada por la policía: le prometieron que le redimirían la pena de
destierro si encontraba a la muchacha en un plazo de tres días, algo
que, por cierto, no logró.
Las regentas de prostíbulos más arraigadas en el entorno eran pre­
cisamente las mejores confidentes. La notoria Rijk Banket, que a los
veinte años ya había sido condenada por vender la virginidad de su
hermana de catorce años, fue desde 1672 una corresponsal de la justi­
cia: a partir de aquel año, todos sus arrestos y procesos acababan con
su liberación y eran meras advertencias. En 1691, buscó y encontró a
petición del alguacil a Mary van de Put una joven de dieciséis años
procedente de Delft que había acabado en el mundo de la prostitu­
ción de Amsterdam. El alguacil le pidió que se quedara con Mary
hasta que su familia la fuera a recoger. Sin embargo, lüjk Banket no
vaciló en utilizar mientras tanto a la muchacha como prostituta. Ésta
fue la gota que colmó el vaso: la policía desmanteló el negocio de pros­
titución de Rijk y la condenó a un destierro de dos años de la ciudad.
Las delatoras eran odiadas en su entorno y corrían el riesgo de ser
blanco de venganzas. En una ocasión, la regenta de un prostíbulo,
Clara Walraven, atacó a un hombre, le arañó la cara y le pegó, y a con­
tinuación rompió los cristales de su casa «porque su mujer había ren­
dido un servicio a la justicia». En 1733, el escritor amsterdamés, Jacob
Bicker Raye escribió en su diario que habían apuñalado a una mujer
«de quien se decía que era una puta y una soplona, que prestaba
muchos servicios a la justicia, y que por ello le había sucedido esto».
Los que más peligro corrían eran los delatores y testigos en casos
de delitos castigados con la pena de muerte. En 1699, Hilletjejoosten,
una hilandera que tenía conexiones con los círculos criminales, se diri­
gió en voz alta a dos mujeres, diciendo: «Unas traidoras, sois aquí,
habéis enviado a veinte al patíbulo». De esta forma consiguió congre­
gar a una muchedumbre, gritando: «Estrangulad ahora a la puta con
una cuerda alrededor del cuello y colgadla de un árbol». Acto segui­
do, «un pelotón de gentuza [...] había corrido hacia las mujeres y
había dado patadas y vapuleado a una de ellas, por lo que su vida
habría corrido peligro, de no haber sido detenida por un agente de
policía».
«¡Diantres! | De aquí he de sacar dinero!» 141

Así las cosas, no era de extrañar que algunos detenidos prometie­


ran ayudar a la justicia a cambio de su liberación, pero que luego
hicieran todo lo posible por no soltar prenda. Una prostituta que fue
liberada en 1723 después de prometer que ayudaría a la policía, no
hizo nada, pero se vanagloriaba abiertamente ante sus camaradas de
que: «El alguacil me ha prometido 330 florines si le entrego a Toon
Parlepoe y a Jan Weva». En la siguiente ocasión en que fue arrestada
le impusieron sin piedad una pena muy dura.
No favorecía en nada al buen nombre del alguacil y al de sus
subordinados el que hicieran tratos con semejante gentuza. Dados los
importes y el carácter de las personas de que se trataba, era de esperar
que aprovecharan cualquier oportunidad para engañar a las autorida­
des. También el sistema de «composición» tenía muchas veces como
resultado el abuso y la extorsión, como veremos a continuación.

La composición y el adulterio

El adulterio era mucho peor que el simple putaísmo. Era un pecado


vergonzoso, que, según la Ordenanza Política de 1580, «provocaba y
desencadenaba la ira de Dios sobre los países y los pueblos», y que en
realidad debería castigarse con la pena de muerte. No se llegaba hasta
tales extremos, pero las penas eran muy duras, sobre todo si el hom­
bre en cuestión gozaba de una buena posición: cincuenta años de des­
tierro de toda Holanda y Erisia Occidental más una multa, más una
declaración de que era deshonrado y perjurador, tras lo cual se le des­
pedía de su cargo. Por consiguiente ya no podía desempeñar cargos
públicos. Una mujer soltera que se hubiera acostado con un hombre
casado, sólo era condenada a catorce días a pan y agua, pues había
cometido putaísmo, pero no adulterio.
A primera vista, esto ofrecía a las esposas de miembros de la ciuda­
danía un arma poderosa para castigar a los hombres adúlteros y a los
puteros. De hecho, era un arma de doble filo, pues toda la familia
acaba sufriendo las consecuencias de los duros castigos aplicados a los
hombres. Así pues, las mujeres se cuidaban mucho de denunciar a sus
maridos. A veces eran las propias esposas las que acudían a la justicia
para pedir una «composición» en caso de adulterio.
142 Lotte van d e Pul

Las esposas de los puteros preferían tener la sartén por el mango.


Un ejemplo es el caso de Josias Marda de La I laya, en 1724. Su esposa
le seguía una y otra vez a un prostíbulo del centro de La Haya, lleván­
dose consigo a los niños y plantándose ante la puerta de la prostituta
de la cual su marido era cliente asidutr, gritaba a voz en cuello: «Mi
marido está otra vez aquí, tú lo retienes en tu casa, yo y mis hijos no
tenemos nada que comer ni beber, pues aquí se gasta todo lo que
gana, y a mí y a mis hijos nos hace pasar hambre». Un esbirro que le
preguntó por qué no acudía a la justicia, obtuvo por respuesta: «Lo
habría hecho hace tiempo, pero mis vecinos me lo desaconsejan, por
temor de que ello le cause muchas molestias a mi marido».
Se trataba de un ritual habitual para castigar a los hombres adúl­
teros. A m enudo, la mujer contaba con la ayuda de sus vecinas.
Armaban tanto jaleo que no tardaban en congregar a una multitud
delante del prostíbulo y a veces la gente acababa rompiendo los cris­
tales de la casa de putas. La esposa dirigía su agresión y lanzaba sus
insultos contra la puta, y no contra su marido; de este modo le daba
la oportunidad de regresar con ella a casa sin perder demasiado
prestigio. Asimismo, era una señal de que aún era bienvenido en el
hogar.
En caso de adulterio, los hombres sorprendidos en el acto estaban
dispuestos a todo con tal de redimir de inmediato su delito. De este
modo los ciudadanos adinerados y los hombres con un cargo público
se convertían en presas fáciles para la extorsión y el chantaje. Lo que
intentaban conseguir estos hombres era que todo se mantuviera en
absoluto secreto, sin embargo eran objeto de chismorreo, sobre todo
si se trataba de personas de la élite, como demuestran los diarios de
Constantijn Huygens jr. y Jacob Bicker Raye. La combinación de una
mala conducta sexual, dinero, la conexión con la prostitución y el
espectáculo que ofrecía la caída de personas de la élite era ideal para
despertar el interés del público. Por una vez no eran las clases bajas,
sino precisamente las altas las que corrían un riesgo; no los foraste­
ros, sino los residentes. Por otra parte, a las autoridades tampoco les
complacían los excesos de la policía que eran consecuencia de la ley
de adulterio. Después del sonado caso del haljttw de La Haya, Joan
van Banchem, que en 1676 fue depuesto de su cargo e incluso fue
condenado a muerte por haber abusado sobremanera de la composi­
«¡ Diantres! ¡De aquí he de sacar dinero!» 143

ción, los Estados de Holanda prohibieron «componer» el adulterio.


Sin embargo, dos años más tarde se volvía a aceptar este método.
La gran mayoría de los arrestados adúlteros, judíos u hombres que
«hacían porquerías» eran sorprendidos con una prostituta, en un
prostíbulo o en la calle. A veces, la policía encontraba a estos hombres
por casualidad, al efectuar un registro en un prostíbulo o en una casa
de baile, otras veces era el sereno quien los sorprendía durante su ron­
da. A menudo, les delataban las regentas de los prostíbulos o las pros­
titutas, aunque en tal caso la regla era que las relaciones sexuales
prohibidas que se hubieran mantenido no podían haber sido provoca­
das o preparadas. Los delatores recibían una recompensa, pero si las
habían provocado adrede, eran duramente castigados. Además, quien
aceptara los deseos de estos clientes, también cometía un delito.
Las prostitutas callejeras Lijsbeth Janssen y Susanna Thomasse
pudieron descubrir lo delgada que era la línea divisoria entre delatar y
provocar. El informante de la policía, Olphert Wijnands las había
abordado y les había dicho que debían avisarle si se enteraban de
algún «negocio». Un martes por la noche, en septiembre de 1704, las
prostitutas pescaron a un hombre al que llevaron al cementerio. El
cliente les dio dinero para comprar unos azotes, cosa que Lijsbeth
hizo, pero acudió también de inmediato a avisar a Olphert de que
tenían a un hombre que quería ser azotado; más tarde, cuando Olp­
hert llegó con el alguacil suplente Voerknegt y algunos esbirros, las
mujeres estaban azotando al hombre. Pero, en lugar de recibir una
recompensa, fueron arrestadas y castigadas.
Margriet van den Hillebrants había propuesto a los alguaciles
suplentes Engelbregt y De Geter y a sus esbirros «realizar unos servi­
cios considerables [...] y entregarles a judíos y cristianos que estaban
casados y que se acostaban con otras mujeres, entre ellos un señor que
iba allí para hacer porquerías o cometer sodomía con su criado». So
pretexto de que esperaba a un hombre casado con quien cometería
adulterio, Margriet había recibido unos 20 florines en dos semanas.
Sin embargo, nunca llegó a entregar a nadie a la policía. Esto se consi­
deró como un insulto —pues se burlaba de la justicia— y por ello reci­
bió un castigo muy duro: flagelación, exposición a la vergüenza
pública, seis años en el correccional seguidos de diez años de destierro
de Holanda y Frisia Occidental.
144 Lotte van de Pol

Así pues, era preferible no tener tratos con la policía. Por consi­
guiente no es de extrañar que algunas regentas de prostíbulos prefirie­
ran no delatar a sus clientes, sobre todo si pagaban bien. Este era el
caso de Susanna Jans, que cada semana recibía en su prostíbulo a un
judío que quería ser azotado. El sadomasoquismo era una de las «por­
querías» que constituían delito y que podían «redimirse». Sin embar­
go, la prostituta Maria Wessels, a quien Susanna encomendó la tarea
de azotar al hombre, se negó a hacerlo diciendo «que algo así era tra­
bajo de verdugos y que era mejor que el señor alguacil arrestara a esos
tipos». Susanna le respondió «que era preferible sacarle todas las
semanas dinero a un judío, que una sola vez al alguacil».
Las historias anteriores muestran la zona oscura en que se supera­
ba con facilidad el límite entre el uso y el abuso de la ley. No obstante,
no hay pruebas de que el alguacil de Amsterdam estuviera personal­
mente implicado en ello. Tampoco se puede leer nada negativo con
respecto a los alguaciles suplentes, ni siquiera en la detallada y sensa-
cionalista novela Het Amsterdamsch Hoerdom. Entre los esbirros todo
queda en algunos incidentes. Se enjuició a varias decenas de serenos
porque durante el servicio habían estado bebiendo en un prostíbulo o
habían extorsionado a las putas callejeras. Los serenos no eran agentes
de policía profesionales, y había tantos que los descarriados constitu­
yen una pequeña minoría. El enjuiciamiento de estos casos indica por
sí solo que no se toleraban los abusos. Dentro del sistema de composi­
ción e informantes, la zona oscura en la que se movía la policía era tan
grande que era inevitable suscitar sospechas de abuso. Sin embargo,
en la primavera de 1739 salieron a la luz varios casos que armaron
gran revuelo y que dañaron la reputación de la policía de Amsterdam,
al tiempo que echan por la borda la cautelosa conclusión de que las
cosas no iban tan mal.

E l caso de extorsión de 1739

En marzo de 1739 fue arrestado con suma discreción el alguacil suplen­


te, Jan Schravenwaard. Según las palabras del escritor Jacob Bicker Raye
se le acusaba de «haber mantenido a algunas putas y haberles alquilado
cuartos para que sedujeran a hombres casados y después le informaran a
«¡Diantres! ¡De aquí he de sacar dinero!» 145

él, por lo cual recientemente ha conseguido atrapar de forma indirecta a


diferentes personas, además de cometer otras canalladas».
El 27 de marzo fue interrogado por primera vez. En el proceso
que duró dos meses fue conducido ante el juez, fue interrogado y se le
confrontó con cómplices y testigos. En un principio permanecía bajo
arresto domiciliario, vigilado por dos esbirros del alguacil, y era inte­
rrogado en su propia casa. Al parecer, las autoridades querían evitar la
vergüenza de un proceso público por corrupción y la deshonra públi­
ca de un alto funcionario de la policía. Durante algunas semanas con­
siguieron que el caso no se divulgara mucho, pues el escritor Bicker
Raye, que siempre se mostraba ávido de noticias judiciales, lo mencio­
na por primera vez el 16 de abril en su diario. A partir de aquel mo­
mento, toda la ciudad empezó a hablar del caso, una noticia que le­
vantó gran revuelo cuando, en la noche del 16 al 17 de abril,
Schravenwaard se largó por la ventana de su casa y huyó de la ciudad.
El alguacil, Ferdinand van Collen, envió de inmediato a dos hom­
bres detrás de él, Mathijs Romswinkel y el cirujano y delator Andries
Boekelman. El 20 de abril, encontraron al prófugo mientras jugaba a
las cartas en una posada de Utrecht y lo apresaron. «Eres nuestro pri­
sionero», le dijo Romswinkel, a lo cual Schravenwaard respondió con
engreimiento: «¿Acaso ocupas ahora mi cargo en mi lugar?» Sin
embargo, no aguantó el tipo durante mucho tiempo y «estaba tan des­
compuesto y temblaba tanto» que necesitó una copa de vino antes de
que se lo llevaran. Al día siguiente, el alguacil suplente, Abraham van
de Bogaard, lo fue a buscar con sus esbirros a Utrecht. En la noche del
21 al 22 abril, el grupo llegó a Amsterdam. Las compuertas —que por
la noche cerraban el acceso por los canales a la ciudad— se habían
mantenido abiertas y a pesar de lo tarde que era había mucha gente
esperando. Según escribe Bicker Raye, «los presentes que le eran muy
hostiles gritaban: “Matad, matad al perro”». Schravenwaard fue tras­
ladado, como un vulgar criminal, a los calabozos.
Ya antes del arresto de Schravenwaard, habían sido detenidos dos
de sus principales cómplices, a saber: Johanna den Hartog y Seija
Hendrina de Koning, que regentaban un prostíbulo y una taberna, y
además eran confidentes de la policía. Johanna, alias la Virolenta o
Anna la de los judíos, tenía un prostíbulo donde vivían prostitutas al
cuidado de su sirvienta. Por las noches, Anna salía con sus pupilas a
146 Lotte van de Poi

hacer la calle. Seija regentaba junto con su esposo, Gerrit Mossel, una
casa de baile en el barrio bajo que se llamaba Duivelshoek (La esquina
del diablo). También ella tenía «habitaciones de putas» donde alojaba
a las muchachas con las que luego salía a la calle en busca de clientes.
De los interrogatorios de ambas mujeres se desprende cómo
atraían a los hom bres casados y los seducían para que cometieran
adulterio, para luego delatarlos y obligarles a pagar. Habían instruido
a las chicas para que averiguaran si el cliente estaba casado y/o era
judío. En caso afirmativo, se avisaba a la policía. Es lo que se llamaba
un «negocio». Se establecía una diferencia entre «negocio limpio», en
que el hombre entraba por propia iniciativa en el prostíbulo y se acos­
taba con una puta, y un «negocio amañado», en que el hombre era lle­
vado hasta la casa y seducido precisam ente con el objetivo de
delatarle. Estos «negocios» se ponían en conocimiento de Schraven-
waard, a veces por medio de papelitos que simplemente llevaban su
sello. A continuación, el alguacil suplente enviaba a sus esbirros o en
ocasiones los acompañaba enseguida.
Johanna den Hartog menciona tres negocios en los que estuvo
implicada, Seija cuatro, y el propio Schravenwaard dos, aunque las
cuentas del alguacil evidencian que percibió dinero en más casos. No
era tan sencillo pescar con regularidad «peces gordos», como se les
llamaba en estos ambientes. De hecho, el número de posibles víctimas
era limitado: el hombre había de estar casado o ser judío, y además ser
adinerado, aunque sin una posición de poder en la ciudad, pero tenía
que estar dispuesto a pagar una considerable suma de dinero para evi­
tar la vergüenza pública.
Muchas víctimas potenciales estaban muy al corriente de los riesgos
que conllevaba una visita a un prostíbulo. Por ejemplo, sabían que
quien fuera encontrado con una prostituta en la cama tendría que
pagar un importe más elevado. La cama de la puta era un símbolo pal­
pable del adulterio, del mismo modo en que el lecho conyugal lo era del
matrimonio. Así pues, el sexo adúltero se practicaba preferiblemente
en el suelo, pero para conseguir un «negocio» lucrativo, era importante
lograr que la víctima se metiera en la cama. A veces, si el hombre se
mantenía en sus trece y se negaba a hacerlo, simplemente lo metían en
la cama mientras dormía o cuando estaba borracho. Entonces, la pros­
tituta se acostaba a su lado y otra persona salía en busca de la policía.
«¡ Diantres! ¡Dir aquí he de sacar dinero!» 147

La mala reputacicSn de Schravenwaard dificultaba aún más el atra­


par a los adúlteros de Amsterdam. Ello queda ilustrado con el caso de
un hombre a quien, el 15 de enero de 1739, Johanna tendió una tram­
pa, unos meses antes de la detención del alguacil suplente. El hombre
conocía personalmente a Schravenwaard, y éste admitió a su vez
«conocerlo muy bien, pues ha comido y bebido unas veinticinco veces
con él». Comer juntos y sobre todo beber juntos era la confirmación
simbólica de que se tenía trato social con una persona. «Haber comido
y bebido juntos» y «no haber probado ni sólidos ni líquidos con ella»
son otros ejemplos procedentes de los libros de confesiones que indi­
can si se pertenecía o no al círculo de amistades de alguna persona.
Sin duda, el hombre en cuestión conocía las prácticas de Schraven­
waard y por consiguiente fue muy cauteloso cuando entró en la habi­
tación de Alida Brakel, la prostituta que le había abordado y seducido
en la calle; en la habitación también estaban presentes Johanna y otras
dos mujeres. Para mayor seguridad, el hombre empezó por preguntar­
les si conocían a Schravenwaard, a lo cual Johanna dijo indignada: «Si
crees que tenemos algo que ver con eso, es preferible que te marches,
pues ¿qué haces aquí?». El hombre entendió muy bien la indirecta:
cantando en voz alta registró una por una las demás habitaciones para
ver si había gente. No encontró a nadie, pero seguía desconfiando y
no quiso tomar nada. Sin embargo, se dejó seducir por una de las
mujeres, que «le acarició y le palpó el pantalón», aunque no consiguió
llevárselo a la cama, sino sólo yacer con él en el suelo. De inmediato
aparecieron dos esbirros. El hombre dijo: «¿Qué es esto? ¿Así es
cómo funcionan las cosas aquí?», y gritó que tenían que ir en busca de
su amigo Schravenwaard. Éste se presentó, pero no tuvo clemencia
con el hombre, que tuvo que pagar 3.000 florines.

E l alguacil suplente Schravenwaard y e l campesino de Frisia


Occidental

En aquella época se solía representar como presas fáciles de las putas


timadoras a los campesinos que llegaban a Amsterdam para hacer
negocios y querían divertirse en la gran ciudad con la bolsa llena de
dinero, como por ejemplo en Het Amsterdamsch ¡loerdom y Boerever-
148 Lotte van ele Pol

haal van geplukte Gys. En el verano de 1738, Johanna den Hartog


tuvo ocasión de tender una tram pa a uno de estos campesinos. El
negocio fue organizado por Dirk van Dusseldorp, alias el jardinero,
un cliente asiduo de la tasca de Johanna. Dirk trabajaba en el negocio
de la paja y así conoció Paulus Annis, un campesino que suministraba
paja a Amsterdam y que era conocido como el Rico. En este caso, Dirk
fue quien estableció el contacto con Schravenwaard.
En agosto se ejecutó el plan. Después del trabajo, Dirk se llevó al
campesino a la tasca de Johanna donde le invitaron a beber, con el
pretexto de que Johanna y el tenían algo que celebrar: Annis, Dirk,
Johanna y la prostituta Willemijn Biesheuvel, que estaba en avanzado
estado de gestación, bebieron siete botellas de vino, más una cantidad
desconocida de ginebra. Una vez que el campesino estuvo ebrio, Dirk
le dijo: «Yo tengo una chica, tú también has de tener una». Annis res­
pondió: «Si he de tener una chica, entonces quiero ésta», señalando a
Willemijn. La sirvienta fue en busca de otra mujer para Dirk. Wille­
mijn intentó seducir a Paulus Annis, pero él la rechazó diciendo:
«Vete, vete, soy un hom bre casado». Annis se mantuvo firme y no
quiso mantener relaciones sexuales. Finalmente consiguieron acostar
al campesino, que ya estaba muy borracho, en la cama y quitarle la
ropa. Willemijn se acostó a su lado y entonces llamaron al alguacil
suplente.
Schravenwaard encontró al campesino tendido en la cama, borra­
cho como una cuba y susurrando: «¿Qué pasa?, ¿Qué he hecho?».
O rdenó que esposaran al hom bre y se lo llevaran a la taberna Het
Witte Wambuys (El jubón blanco), que utilizaba como comisaría, pero
por el camino alguien tomó partido por el campesino diciendo que
Annis era un hombre respetable al que habían tendido una trampa.
Piste hombre, según declaró más tarde durante el proceso, exigió que
el alguacil suplente le acompañara a casa del alguacil para hablar del
caso, pero Schravenwaard se negó «diciendo: ¡Diantres! ¡De aquí he
de sacar dinero!». A continuación amenazó a Annis advirtiéndole
«que sería azotado y encerrado en la Rasphuis», y de este modo sería
deshonrado; al ver que esto no servía de nada, Schravenwaard se puso
furioso y amenazó con lanzar al campesino a patadas por las escaleras.
Finalmente, Annis pagó 1.500 florines «con suma angustia». Wille­
mijn, que también había sido arrestada, pudo volver a casa, lo cual
«¡Diantres! ¡De aquí he de sacar dinero!» 149

hizo que Annis preguntara: «¿Por qué permiten que esta mujer se
vaya?» La respuesta de Schravenwaard fue: «Para atrapar más dia­
blos».
Durante los primeros interrogatorios, Schravenwaard negó todas
las acusaciones, asegurando que creía que se trataba de «negocios lim­
pios», y que sus corresponsales vinieron a ofrecerle personalmente sus
servicios. Sin embargo, a medida que progresaban los procesos,
aumentaba el número de declaraciones de testigos y las acusaciones
de corrupción y abuso de poder se acumulaban. Diferentes regentas y
regentes de prostíbulos declararon que Schravenwaard les había que­
rido presionar para que le siguieran el juego, amenazándoles con
arruinarles sacando a las putas de los prostíbulos y encerrándolas en el
correccional. Así, en una ocasión Schravenwaard había mandado lla­
mar a una prostituta, Johanna de Koning, y a la regenta del prostíbulo
Geertruy Kroonenberg, supuestamente para beber una taza de café,
pero en realidad para hacerles una propuesta: «Eres una mujer dema­
siado lista y bonita para vivir en casa de alguien —le dijo a Johanna— .
Vete a vivir sola, así podrías rendirme un mejor servicio y traerme a
algún hombre casado». Encargó a Geertruy que alquilara una casa
que él había encontrado. Si se negaban a cooperar, les esperaba el
correccional. Otra mujer declaró que Schravenwaard la había obliga­
do a mantener relaciones sexuales con él recurriendo a la violencia y a
las amenazas. Si accedía a sus deseos, le alquilaría una casa bien situa­
da y le llevaría señores de la mejor posición. No debía tener miedo de
quedarse preñada, pues «cuando esté a punto, me reprimiré, [...] siya
está dentro, la sacaré y lo tiraré por la borda», una alusión poco
corriente al coitus interruptm. En resumidas cuentas, Schravenwaard
era un bellaco sin honor, peor que un rufián.
Sin embargo, los puntos débiles y las contradicciones en la política
de persecución judicial se ponen claramente de manifiesto en los inte­
rrogatorios. El alguacil Ferdinand van Collen repite una y otra vez que
en febrero de 1737 había dado órdenes estrictas de cerrar todos los
prostíbulos; por consiguiente, Schravenwaard tendría que haber apre­
sado a Johanna y Seíja con todas sus putas. El alguacil suplente se
defiende primero negándolo —no sabía que se tratara de mujeres que
regentaban prostíbulos—, y luego suavizándolo —le habían prometi­
do enmendarse— , pero finalmente acaba con una defensa que surte
150 Lotte van de Poi

más efecto, concretamente que no podía utilizar y, al mismo tiempo,


arrestar a sus corresponsales. Además, dice, no hay ningún ejemplo de
«que se encierre en los calabozos a corresponsales de este tipo y que
sus colegas no lo hacían, así como tampoco los esbirros del alguacil».
Y repite una y otra vez que se ha limitado a adoptar los usos y prácti­
cas de sus predecesores y colegas.

Beneficios y castigos

Por supuesto, todos los interesados lo hacían por dinero. De los 1.500
florines que le incautaron a Paulus Annis, los corresponsales recibie­
ron 375 florines. Dirk el jardinero había exigido recibir de antemano
la mitad; de la otra mitad, Johanna recibió 100 florines y Willemijn
Biesheuvel 40. Los restantes 37,50 florines fueron a parar sin duda al
resto de los implicados, por ejemplo los esbirros. O tros importes
mencionados iban desde decenas hasta cientos de florines. Asimismo,
estos negocios exigían muchos preparativos y naturalmente había que
com partir las ganancias con otros, aunque para estos ambientes
humildes se tratara de mucho dinero.
El 15 de mayo se pronunciaron las penas para los principales sos­
pechosos. Johanna den Hartog y Seija Hendrina de Koning fueron
condenadas a ser expuestas a la vergüenza pública llevando un letrero
sobre el pecho, a pasar doce años en el correccional de mujeres y a un
destierro de veinticinco años. Sus maridos no fueron arrestados. Las
prostitutas implicadas recibieron las penas habituales en casos de
prostitución. Willemijn Biesheuvel sólo fue interrogada como testigo.
Dirk el jardinero había puesto pies en polvorosa, y pese a los encona­
dos esfuerzos, la policía no consiguió dar con él. Los esbirros de Sch-
ravenwaard recibieron una reprimenda, los dos esbirros del alguacil
que le habían dejado escapar, y de quienes el tribunal sospechaba que
habían sido sobornados, fueron suspendidos durante seis meses. Por
último, el propio Jan Schravenwaard fue despedido de su cargo y des­
terrado de la ciudad durante doce años, siendo declarado además
«deshonroso y quedando inhabilitado para el cargo». Tuvo que devol­
ver los 1.500 florines que había extorsionado a Paulus Annis, y se le
condenó a pagar todas las costas procesales.
«¡ Diantres! ¡De aquí he de sacar dinero!» 151

Con ello el caso queda cerrado en los libros de confesiones, pero


Bicker Raye escribe en su diario: «Su colega François Spermondt tam­
bién fue cesado de su cargo por las infamias cometidas», aunque en
los libros de confesiones no se menciona ningún proceso contra el
alguacil suplente, Spermondt, a quien ni siquiera se nombra. No obs­
tante, entre los documentos del alguacil hay un expediente que lleva
por título «Documentos del caso de H. Timmerman contra el alguacil
suplente, François Spermondt, acusado de extorsión, y condenado
por ello y depuesto de su cargo el 15 de mayo de 1739». Contiene dos
extensas declaraciones, con fecha del 16 y 17 de abril, de Hendrik
Timmerman, un viudo que fue sorprendido en la cama con una prosti­
tuta, y de Abraham de Haan, su «amigo muy íntimo», que acudió en
su ayuda aquella fatídica noche.

E l caso del alguacil suplente François Spermondt

«El 11 de febrero de este año de 1739», así empieza Abraham de


Haan su declaración, por la noche entre las once y once y media, el
tabernero de Het Witte Wambuys llamó a su puerta, le traía una carta
de rimmerman y le rogó que se personara de inmediato en la taberna.
Por el camino, el tabernero tranquilizó al asustado hombre. «No pasa
nada; Timmerman ha sido encontrado con una mujer y está secuestra­
do; pero todo se solucionará, ya se ha llegado a un acuerdo, ahora sólo
hace falta encontrar el dinero».
En la taberna. De Haan halló a su amigo y al suplente Spermondt
en una habitación de la parte delantera; Timmerman admitió que le
habían sorprendido en la cama con una mujer y que ahora tenía que
conseguir rápidamente los 200 florines para redimirse, pues de lo con­
trario, a la mañana siguiente, lo llevarían a los calabozos donde reci­
biría una «reprimenda pública». Si no pagaba antes de las doce,
debería pagar además un segundo día de «gastos de secuestro». De
Haan respondió que no tenía tanto dinero, pero que estaba dispuesto
a firmar un pagaré. El alguacil suplente mantuvo entonces que no
podía hacerlo sin la autorización del alguacil Ferdinand van Collen y
que éste ya estaba durmiendo. Añadió que antes ya había hecho todo
lo que estaba en sus manos para llegar a un acuerdo favorable con el
152 Lotte van d e Pol

alguacil, por «un viejo afecto», puesto que había ido a la escuela con
Timmerman.
A pesar de las protestas de De Haan, el alguacil suplente siguió
insistiendo en que el dinero debía llegar de inmediato. Le sugirió que
el tabernero de H et W itte Wambuys quizás pudiera adelantárselo,
«pues este hombre está acostumbrado a hacerlo en casos como éste»,
a cambio de «una ventaja conveniente». Pero el tabernero no tenía
tanto dinero en la caja. Por consiguiente, no quedó más remedio que
hacer lo que Timmerman había querido evitar hasta el final: mandar
a alguien en busca de dinero a su casa. De Haan se apresuró a ir a la
casa de Timmerman, explicó a sus asustadas hermanas lo que pasaba
y éstas le entregaron el dinero. Lo hizo todo apresuradamente y De
Haan consiguió estar de vuelta a las doce y media. Los gastos totales
ascendían a 272, 85 florines, de los cuales 67, 70 florines eran en con­
cepto de permanencia forzosa en la taberna. Timmerman pudo regre­
sar a casa, pero el alguacil suplente le aconsejó con insistencia que a
la mañana siguiente acudiera personalmente a ver al alguacil para
darle las gracias por el «trato misericordioso» que le había dispensa­
do. Y así lo prometió. A la una de la noche, Timmerman estaba en su
casa.
No resulta difícil imaginarse la «extrema consternación y confu­
sión de toda la familia». Hendrik Timmerman estaba tan descompues­
to que al día siguiente envió a su amigo a casa de Spermondt con el
mensaje de que no era capaz de ir a ver al alguacil. Durante aquella
visita a Spermondt, De Haan le dijo que creía que este tipo de multas
sólo se aplicaba a los hombres casados y no a los viudos. Spermondt le
respondió que «conforme a la legislación nacional, nadie estaba libre
de los castigos por impudencia», algo en lo que, por cierto, tenía
razón. De Haan preguntó asimismo por qué se había dejado en liber­
tad a la mujer con la que yacía Timmerman, «pues en este caso uno no
peca más que la otra». Aquella mujer vivía del «negocio abominable y
libertino» y por consiguiente merecía que la encerraran en un correc­
cional. El alguacil suplente le contestó «que en tal caso se podía con­
vertir toda la ciudad en un correccional».
En la declaración que Timmerman prestó más tarde leemos lo que
precedió a todo este asunto. En la calle le había abordado una joven,
«Chrissie la costurera», que no era una prostituta pública y que aún
«¡Diantres! ¡De aquí he de sacar dinero!» 153

vivía con sus padres. Se dieron cita en una casa en la Singel, pero poco
después de meterse en la cama, un hombre apareció en una esquina,
salió por la puerta y regresó con el suplente Spermondt. Las protestas
de Timmerman de que era viudo y no estaba casado no sirvieron de
nada; se rechazó su petición de hablar personalmente con el alguacil,
así como la de recurrir a la ayuda de un abogado y cualquier otro tipo
de contacto con el exterior. No había clemencia; tenía que pagar 200
florines y podía dar las gracias, no sólo por no ocupar un cargo públi­
co, pues esto le habría costado el doble, sino también por no estar
casado, pues entonces habría tenido que abonar 6.000 florines. Si no
estaba dispuesto a pagar, Spermondt recibiría a la mañana siguiente la
orden tajante de llevárselo a los calabozos, y en tal caso sería declara­
do deshonroso en un proceso y sería desterrado de Holanda y Frisia
Occidental.
Aquella fatídica noche, Timmerman prometió pagar los 200 flori­
nes. Además, Spermondt le exigió que escribiera personalmente una
carta al alguacil y que lo hiciera rápido, pues éste se acostaba a las
diez. Pero, Timmerman se resistía a poner su delito por escrito, pues
era consciente que con ello dañaría para siempre su honor. El alguacil
suplente le juró que después de mostrársela al alguacil, le devolvería la
carta. Por cierto, dos días más tarde, Timmerman pidió que le devol­
vieran la carta, pero Spermondt aseguró que la había quemado. Era
mentira, pues la carta se halla en el expediente, y lo que Timmerman
se temía, se hizo realidad:

Excelentísimo señor alguacil,


A mayor desgracia mía he caído en manos del señor Francois Spermondt,
alguacil suplente, que me ha encontrado en la cama con una mujer. Ruego
muy humilde y sumisamente que vuestra señoría perdone por esta vez esta
debilidad mía, pues es la primera vez que he estado en vuestras manos de esta
manera. O frezco a vuestra señoría una suma de doscientos florines. Rogán­
doos me redimáis enseguida. Excelentísimo señor.
Vuestro humilde y seguro servidor Hendrik Timmerman.

Spermondt aseguró que había acudido a casa del alguacil con esta
carta. Según el relato del suplente, después de leer la carta el alguacil
respondió que renunciaba a quedarse con el dinero y que dejaba que
154 I.otte van de Pol

fuera el suplente quien tramitara el caso; cliciéndole que permitiera al


viudo marcharse en cuanto hubiera pagado. Como hemos visto antes,
el caso pudo solucionarse aquella misma noche con ayuda del amigo
de Timmerman, Abraham de Haan.
Timmerman había prom etido dar personalmente las gracias al
alguacil, así que el 13 de febrero a las ocho de la mañana se encontra­
ba ante la puerta de la casa de Ferdinand van Collen (en I lerengracht
cerca de la Utrechtsestraat), junto con Spermondt, que durante el
camino le había dado instrucciones precisas: Timmerman debía limi­
tarse a dar las gracias al alguacil y sobre todo no debía decirle que la
mujer le había abordado ni que era viudo, pues tales disculpas no
harían más que irritar al alguacil y provocarían una «reprimenda más
dura».
1lendrik Timmerman tendría que haber sospechado algo, pero no
abrió la boca, ni siquiera cuando el alguacil le reprochó su acción,
añadiendo que, sin embargo, no había querido sacar dinero de ello y
que tampoco había dejado que su suplente «compusiera» el asunto.
Ahora está claro por qué Spermondt obligó a Timmerman a dar per­
sonalmente las gracias al alguacil: el alguacil le había ordenado preci­
samente que le dejara m archar sin imponerle ninguna multa. En
presencia de aquel personaje importante, Timmerman no consiguió
más que mascullar que con la ayuda de Dios esperaba no volver a dar
nunca más un paso en falso. Sólo más tarde cayó en la cuenta de lo
mucho que le había engañado Spermondt, y según manifestó en su
declaración: en aquel momento estaba «demasiado abatido por la
consternación y algo confuso en su mente»; el alguacil y los jueces
«tendrán la bondad de comprenderlo».
Este caso le costó a Spermondt su cargo. Sin embargo, no fue casti­
gado con tanta dureza como Schravenwaard. El proceso de Sper­
mondt se tramitó entre bastidores. Y hubo otra víctima. FJ alguacil
suplente Abraham van de Bogaard falleció de repente el 11 de mayo.
«Se dice que del susto», escribe Bicker Raye en su diario. Van de
Bogaard no tenía nada que ver con los abusos de sus cofrades, pero el
escándalo le alcanzó y estuvo estrecham ente implicado en todo el
asunto pues fue él quien tuvo que arrestar a su colega Schravenwaard
en Utrecht. Además, tenía vínculos personales con la familia Schra­
venwaard: era su casero. Por su parte, Schravenwaard acabó mal. El
«I Diiintres! ¡De aquí he de sacar tlinero!» 155

18 de mayo se celebró una nueva reunión sobre su caso; el 20 de mayo


se indica junto a su nombre que falleció. Todo parece señalar que
abandonó la ciudad y cometió suicidio. Dos despidos y dos muertes:
sólo el alguacil suplente Jan Geurssen y el alguacil del puerto se man­
tuvieron a salvo.
Las fechorías de Schravenwaard y Spermondt no tienen nada que
envidiar a las de los corruptos alguaciles y los baljuwen de la literatura
contemporánea. Sin embargo, cabría preguntarse si se trata de casos
aislados o de una situación habitual que salió casualmente a la luz.
Hay mucho a favor de la primera teoría. Las tres ocasiones en que
Jacob Bicker Raye anota en su diario los rumores en torno a los enor­
mes importes que tuvieron que pagar supuestamente los hombres
casados que habían sido atrapados con prostitutas, datan de los mis­
mos años: 1735 (3.600 florines), 1738 (3.500 florines) y 1737 (20.000
florines). Este último importe fue pagado por un juez casado que
había sido sorprendido por segunda vez con una prostituta. Dichos
importes no aparecen en las cuentas del alguacil y por consiguiente se
habrán inflado mucho al pasar de boca en boca. El comportamiento
del amigo de Schravenwaard indica que en aquella época las posibles
víctimas estaban alerta.
Las cuentas del alguacil muestran que después de 1739 se acaba­
ron los abusos: tan sólo aparecen algunos casos de composición al
año, y en ellos ya no hay involucrados corresponsales. Sin embargo,
no disponemos de los archivos de los años anteriores a 1732. En 1732
y 1733 sólo aparecen registrados en los libros algunos «hombres casa­
dos encontrados con putas». En 1734, en los últimos años del gobier­
no del alguacil Jan Backer, aparecen ocho casos, en 1735 dieciséis y en
1736 unos treinta. En este último año, se recaudaron unos 16,000 flo­
rines de los adúlteros y otros 1.425 florines de (3) judíos. El 2 de
febrero de 1737, se contrata a Eerdinand van Collen como nuevo
alguacil, quien de inmediato pone fin a las composiciones. Ordena
enseguida que se trate la prostitución con mano dura y aquel mismo
año se llevan a cabo 97 detenciones, el número más elevado del siglo
XVIII. Pero pronto se vuelve a la antigua situación. Se realizan cada vez
más composiciones y los importes son cada vez más elevados, además
se paga siempre a los corresponsales y es sobre todo Schravenwaard
quien denuncia a estas personas. El 1 de febrero de 1739, Schraven-
156 Lotte van de Poi

waard liquida hasta cinco composiciones con el alguacil; ya sólo


durante aquel mes, recauda 12.000 florines.
El 3 de marzo, el día en que Schravenwaard liquida su última com­
posición, Johanna den Hartog comparece con sus pupilas ante el tri­
bunal acusada de prostitución, el 11 de marzo son puestas en libertad.
Una semana más tarde vuelven a estar en prisión, junto con otros
implicados en este caso, entre los que figura la regenta Seija. En torno
a aquellas fechas se produce el arresto de Schravenwaard. El 27 de
marzo es interrogado por primera vez, conforme a un procedimiento
secreto. Es probable que el alguacil Van Collen llevara ya tiempo con
la mosca en la oreja, pero tenía que esperar a recibir quejas concretas y
a encontrar personas dispuestas a declarar. La primera de ellas fue
Willemijn Biesheuvel, que había sido arrestada junto con Johanna y
que, supongo, se m ostró dispuesta a declarar contra el alguacil
suplente, sin duda alguna a cambio de que no se emprendieran accio­
nes judiciales contra ella. Su declaración fue suficientemente impor­
tante como para que Schravenwaard la amenazara: «Me he enterado
de que me has delatado», y: «Ordenaré que te enciérren en la Spinhuis
si haces esa declaración bajo juramento».
Sólo después de que se encarcelara a Schravenwaard, aparecieron
más personas con declaraciones incriminatorias. Y finalmente, también
las víctimas de Schravenwaard se atrevieron a narrar su historia, segui­
das de las víctimas de su colega Spermondt: las declaraciones de Hen-
drik Timmerman y de Abraham de Haan datan de mediados de abril.
Sin embargo, la pregunta sigue siendo cómo pudo llegarse a esta
situación, pues los suplentes tenían el deber de consultar cada paso
que daban con el alguacil, debían notificarlo todo y pedir autoriza­
ción para efectuar composiciones y arrestos. No obstante, el alguacil
era quien debía comprobar lo que le contaban. Entre él y sus suplen­
tes existía una enorme distancia social, que aumentó aún más en el
transcurso del siglo XVIII. A partir de finales del siglo XVll, la élite
gobernante de Amsterdam se fue distanciando cada vez más de la
población. Los alguaciles salían cada vez menos a inspeccionar sobre
el terreno y de este modo se alejaban más y más de la práctica coti­
diana. En el siglo XVII, las composiciones eran tram itadas por el
alguacil en persona. Aunque tampoco entonces todo era trigo lim ­
pio, el alguacil de Amsterdam no podía rebajarse a concertar citas
«¡Diantres! ¡De aquí he de sacar dinero!» 157

personales con las regentas de prostíbulos o aparecer en plena noche


junto al lecho de un adúltero.
AI ir retirándose de la práctica cotidiana, el alguacil perdió el
contacto con el pueblo llano; hay un mundo de diferencia entre el
trato familiar entre el ciudadano y el alguacil que se evidencia en la
anécdota —relatada al principio de este capítulo— del avaro que fue
a entregarse al alguacil exigiendo su parte como delator y la actitud
sumisa y temerosa de Ilendrik Timmerman frente al alguacil. En el
siglo XVIII, el alguacil dependía de sus suplentes para obtener infor­
mación. Esta situación hizo más difícil controlar la composición,
pero más fácil aprovecharse de ella. A fin de cuentas, los mayores
beneficios eran para el propio alguacil, mientras que otros realizaban
el trabajo sucio, por lo cual la tentación de no hacer demasiadas pre­
guntas era muy grande. En 1738, el alguacil Van Collen recibió per­
sonalmente 9.532 florines de los hombres casados y de los judíos
encontrados con prostitutas, mientras que, de acuerdo con los libros,
los alguaciles suplentes, Schravenwaard y Spermondt, se fueron a
casa con 1.830 y 1.300 florines y los esbirros se repartieron un impor­
te de 2.317 florines.
A medida que aumentaba la contribución de los suplentes en la
práctica cotidiana, también incrementaba la posibilidad de que se
cometieran abusos. La defensa de Schravenwaard de que se limitó a
hacer lo que habían hecho sus predecesores y cofrades, seguramente
no era del todo una invención. Sin embargo, la cosa salió mal en la
década de los años treinta del siglo XVIII, cuando se contrató a las per­
sonas equivocadas: Spermondt y Schravenwaard. Ellos no perte­
necían a familias de las que durante generaciones habían salido
suplentes ni procedían de la población establecida de Amsterdam.
Spermondt había nacido en Amsterdam, pero sólo en 1724 había
adquirido la condición de ciudadano. En aquella época era mercader
de vino. En 1734 se convirtió en suplente. Schravenwaard nació en la
localidad de Burén y en 1731 adquirió la ciudadanía de Amsterdam.
En aquel entonces era agente judicial. En 1736 fue contratado como
alguacil suplente. Estos recién llegados traspasaron mucho la sutil
frontera entre uso y abuso.
1lay una tercera explicación del porqué la composición de las
infracciones sexuales pudo salirse tanto de madre precisamente en
158 Lotte van de Pol

aquella época. Unos años antes, en 1730, se había producido una


enorme conmoción en la República holandesa al revelarse la existen­
cia de redes «sodomitas», que alcanzaban los círculos más altos. Ello
desencadenó una verdadera caza de brujas contra los homosexuales,
en la que decenas de hombres fueron ejecutados y otros cientos huye­
ron del país y fueron condenados en rebeldía. Hay disparidad de opi­
niones sobre las causas de esta persecución judicial de los sodomitas.
Sea como fuere, cabe distinguir dos elementos importantes. En este
periodo se evidencia un claro endurecimiento de las normas morales;
se vuelve a sentir con fuerza el viejo temor del castigo divino. La
sodomía no era considerada como una categoría de pecado indepen­
diente, que excluía actos menos horripilantes como el libertinaje hete­
rosexual y el adulterio, sino precisamente como la consecuencia
extrema de la depravación moral y sexual. Según este razonamiento,
la prostitución podía conducir a la sodomía, y por consiguiente era
preciso atacarla.
A ello hay que añadir la conmoción que sintió la ciudadanía al
com prender que los sodomitas no eran forasteros, sino que p ro ­
cedían del corazón de la sociedad urbana: por ejemplo, el mismísi­
mo herm ano del alguacil Jan Backer resultó ser un sodomita. A
todas luces no resultaba conveniente tolerar las infracciones sexua­
les más leves, cometidas por amsterdameses. En aquella época, estos
mismos am sterdam eses procuraban por todos los medios evitar
cualquier mácula en su reputación sexual; ello les hacía aún más sus­
ceptibles a la extorsión. Es en esta atm ósfera que un ciudadano
viudo y sin cargo público como Timmerman pudo dejarse engañar
tan fácilmente.
Asimismo, es comprensible que fuera el alguacil Ferdinand van
Collen quien interviniera. Van Collen, cuyo padre también había sido
alguacil, era sumamente rico, más rico que su antecesor en el cargo.
No pertenecía en absoluto al círculo de magistrados y gozaba de una
buena reputación. Cuando, en 1743, fue nom brado alcalde, el pue­
blo llano estaba entusiasmado, «porque es un hombre muy honesto,
que es querido por todo el mundo». Posiblemente fuera nombrado
para poner fin a los abusos, sobre los que corrían muchos rumores.
Lo que sale a la luz en los casos de Schravenwaard y Spermondt
dem uestra que las quejas sobre la policía no eran gratuitas. Por
«¡Diantrcs! ¡De* aquí he de sacar dinero!» 159

supuesto, el propio sistema no era bueno, aunque quizás funcionara y


sirviera para contrarrestar el adulterio. La conclusión que hay que
sacar es que, sobre todo en la segunda mitad del siglo xvill, la avaricia
de la policía fue sin duda alguna un móvil para perseguir judicialmen­
te la prostitución.
6. «Dios LOS CRÍA Y ELLOS SE JUNTAN». L a S PROSTITUTAS, SUS
CHENTES Y LA NAVEGACtóN

En los 8.099 procesos incoados entre 1650 y 1750, comparecieron


ante el tribunal 5.784 personas involucradas en la prostitución: 4.633
prostitutas, 898 regentas de prostíbulos y 253 regentes. En cada pro­
ceso se pedía el nombre, la edad, el lugar de nacimiento y el estado
civil, y a partir de 1680, casi siempre se preguntaba también cuál era el
medio de subsistencia. En el transcurso del interrogatorio, salían a la
luz otros aspectos de la vida, los antecedentes y la historia de estas
mujeres (y hombres). A veces, los sospechosos hablaban al tribunal de
su vida sexual y de sus hijos, del porqué se habían trasladado a Ams­
terdam, o de cómo habían ido a parar al mundo de la prostitución.
Muchos eran arrestados en repetidas ocasiones, lo cual nos permite
seguirles un poco el rastro. Durante este periodo de cien años, los pro­
cesos se fueron haciendo cada vez más largos y durante los mismos se
solicitaba y facilitaba cada vez más datos personales.
Sin embargo, las historias individuales suelen ser simples retazos.
Cuando los sospechosos desaparecen de los libros de confesiones,
también se les pierde la pista. Casi nunca se les puede encontrar de
nuevo en las pocas fuentes que existen sobre la gente del pueblo llano,
como los registros de matrimonio y de defunciones. En este periodo,
dentro de este grupo de la población no se solían utilizar los apellidos;
en el siglo XVII casi siempre bastaba con el nombre de pila y con el
patronímico, y en el siglo XVIII aún era una costumbre corriente. Dos
de cada tres mujeres se llamaban Maria, Anna, Johanna, Catharina,
Elisabeth o Margaretha (en neerlandés, estos nombres se utilizaban a
menudo en diminutivo: Marretje, Annetje, Jannetje, Trijntje, Lijsje y
Grietje). La combinación de estos nombres de pila con una igualmen­
te pequeña variación de nombres del padre (comojan, Dirk o Pieter)
ofrece tantas Marretjes Jans, Jannetjes Dirks, y Trijntjes Pieters, que es
162 Lotte van de Pol

imposible rastrear a estas mujeres en otras fuentes. Sin duda, dentro


de su propio entorno, eran reconocibles individualmente por sus alias
y apodos, pero para nosotros siguen siendo en gran medida anónimas,
aunque sí podemos dibujar un retrato colectivo.

E l perfil de las prostitutas

En la segunda mitad del siglo XVII, la edad media de todas las mujeres
arrestadas bajo la acusación de prostitución era de veintitrés años, y
de veinticinco años en la primera mitad del siglo XVlll. Las de más
edad eran sobre todo las prostitutas que hacían la calle: tenían por tér­
mino medio veintitrés años, pero eso era en la década de 1670-1679;
cincuenta años más tarde, en 1720-1729, tenían, por término medio,
treinta años. La mayoría de las chicas que trabajaban en las casas de
baile y en los prostíbulos tenían edades comprendidas entre los dieci­
nueve y los veinticuatro años, y esto no cambió. La edad media a la
que empezaban a ejercer la prostitución era de veintiún años. En las
casas de baile grandes que había en Zeedijk, como ha montaña del
Parnaso, El mar español, La fuente o ha corte de Holanda, las mujeres
eran bastante más jóvenes que la media. Cuanto más ricos eran los
clientes, más jóvenes las prostitutas.
Las prostitutas jóvenes tenían un mayor «valor comercial» que las
viejas. Sin embargo, menos del 10% de las arrestadas era menor de
diecinueve años y sólo algunas de ellas tenían menos de dieciséis. La
mayoría de estas muchachas vivían en el prostíbulo de algún familiar.
Por ejemplo, Lijsbeth van Dijck, de catorce años, fue sacada del
prostíbulo de su madre, junto con sus dos hermanas mayores que
también ejercían la prostitución en la casa. Entre las prostitutas muy
jóvenes también había algunas chicas que habían huido de casa, y
que, al parecer, eran presa fácil de las alcahuetas. Catharina Davits de
quince años había caído en manos de una mujer que había seducido
ya a otras jóvenes. Catharina era huérfana y se había escapado de la
casa de sus tíos porque la m altrataban. Sabemos además, que ella
también hacía de las suyas, pues usando a la criada como cómplice,
entraba a menudo en la casa (en una ocasión a través de la claraboya)
para robar.
«Dios los cría y ellos se juntan» 163

Apenas el 3% de las prostitutas admitía ante el tribunal estar casa­


das; y normalmente decían que su marido se había ido de casa, era
marinero o había muerto. Sin duda hubo más prostitutas casadas de lo
que ellas admitían, pues sabían que se aplicaban duras penas al adul­
terio y, por otra parte, un matrimonio contraído fuera de Amsterdam
era fácil de ocultar. Había prostitutas que afirmaban que el hombre
con el que habían sido descubiertas era su prometido y también esto
era a menudo una mentira, comprensible debido al hecho de que el
sexo «bajo la promesa de matrimonio» se consideraba casi como un
matrimonio y, por consiguiente, no como «putaísmo». Sin embargo,
los clientes no siempre cooperaban. El hombre que en 1737 fue saca­
do desnudo de la cama de Johanna Christina Oxhuyse y del cual ella
afirmó que era su «querido» y que iba a casarse con él, negó los planes
de matrimonio, al ser preguntado, diciendo que «no tenía nada que
ver con aquella puta endiablada». Una cosa está clara: casi todas las
prostitutas vivían sin hombre.
Sabemos que una de cada veinte prostitutas estaba embarazada.
Sin embargo, estamos mal informados acerca de los hijos de estas
mujeres. En los casos en que se habla de un niño, solía tratarse del hijo
habido fuera del matrimonio que había llevado a la madre a prosti­
tuirse. A menudo ya había muerto; a veces, las mujeres lo dejaban en
su pueblo, con sus padres, que se encargaban de criarlo, como le suce­
dió al hijo de Lena Wilhelms, de Herford en Alemania, que a los die­
ciséis años «siendo sirvienta, fue engañada por un criado». Ella
marchó a Amsterdam, donde primero trabajó de nodriza, pero a la
sazón, en 1740, hacía la calle. No hay ni rastro de métodos anticon­
ceptivos, y en muy contadas ocasiones se habla de varios hijos. La falta
de información a este respecto no nos permite sacar conclusiones,
aunque la combinación de una menor fertilidad debido a las enferme­
dades venéreas y una mayor mortalidad infantil, seguramente limitara
el número de hijos vivos de las prostitutas. La menor fertilidad tam­
bién era algo que observaban los contemporáneos: «En los caminos
muy trillados, no crece la hierba», era la explicación.
Sobre los lugares de nacimiento estamos bien informados, pues el
tribunal no sólo pedía siempre información a este respecto, sino que
además no existía razón alguna para mentir. Menos de una cuarta
parte de las prostitutas había nacido en Amsterdam. Cerca de la mitad
164 Lotte van de Pol

de ellas provenía de los Países Bajos, sobre todo de ciudades en las


provincias de Holanda y Utrecht, es decir, no demasiado alejadas de
Amsterdam. Más de una cuarta parte procedía del extranjero, en con­
creto de las zonas del litoral del norte del Alemania, y también en
estos casos había un mayor número de mujeres procedentes de la ciu­
dad que de las zonas rurales. En el transcurso del siglo XVIIl aumentó
el porcentaje de amsterdamesas, pero las prostitutas eran sobre todo
inmigrantes. Por otra parte, algunas de ellas habían llegado de niñas
con sus familias a la ciudad del Amstel.
A partir de 1680, entre las preguntas que formulaba el tribunal se
incluye la de los medios de subsistencia (o mejor dicho, la profesión
aprendida, pues la mayoría de las arrestadas ejercía la prostitución a
jornada completa). Hasta 1720, más de la tercera parte decía ser cos­
turera y algo menos de un tercio indicaba trabajar en la fabricación de
productos textiles, en concreto tejiendo, haciendo encaje de bolillos,
hilando y fabricando hilo de seda. El 15% de las arrestadas eran cria­
das. El resto había trabajado como fregonas, vendedoras ambulantes,
obreras en las fábricas de tabaco, botoneras o campesinas. Después de
1720 disminuyó la proporción de trabajadoras en el sector textil y
aumentó el de sirvientas.

E l trabajo, la procedencia y la emigración en perspectiva

La lista de oficios de las prostitutas concuerda en gran medida con las


posibilidades de trabajo para las mujeres del pueblo. El principal
medio de subsistencia para las mujeres jóvenes y solteras era un traba­
jo como criada interna. El número de sirvientas era elevado. En 1742,
había registradas en Amsterdam más de 12.000 personas que trabaja­
ban como personal doméstico interno, en 1808 eran más de 13.000.
En su mayoría se trataba de mujeres; en la República holandesa había
pocos criados varones. No sabemos cuál era la proporción de sirvien­
tas en relación con la población femenina activa total, pero podemos
compararla con Leiden, ciudad en la que, en el siglo XVIlI, era del
18%, es decir, más de una tercera parte de las mujeres solteras. Des­
pués de las criadas, las costureras constituían el mayor grupo profesio­
nal femenino; sin embargo, no disponemos de cifras para este
«Dios los cría y ellos se juntan» 165

periodo. Asimismo, gran parte del trabajo femenino en la fabricación


de productos textiles, como el hilado, la tejeduría, la fabricación de
hilo de seda, el encaje y el bordado, así como la modistería solía ser
trabajo cualificado que exigía una formación previa.
Las mujeres que acaban en el mundo de la prostitución eran las
costureras y las trabajadoras en la industria textil y, por lo menos hasta
bien entrado el siglo XVIII, no las sirvientas. Las sirvientas vivían en
casa de sus patronos, tenían asegurada comida y techo, y solían tener
un contrato anual. Eran acogidas en la familia o en el hogar en el que
trabajaban y en principio gozaban de la protección de sus patronos.
En cambio, las costureras, las tejedoras, hilanderas y otras obreras en
la industria textil tenían que ganarse cada día el pan y encontrar un
techo bajo el que cobijarse, y dependían del mercado. Sus míseros
sueldos las hacían más vulnerables a los reveses económicos.
No hay que buscar demasiado lejos para encontrar una explica­
ción para la disminución del número de obreras de la industria textil
entre las prostitutas: el ocaso de la industria textil. Hacia finales del
siglo XVll, la fabricación de lino y lana se trasladó a las zonas rurales y
había poco trabajo para las hilanderas. A partir de 1720, también se
vio duramente afectada la industria de la seda en Amsterdam y había
cada vez menos demanda de mujeres para fabricar hilo de ese mate­
rial. A partir de finales del siglo XVII, las encajeras y randeras vieron
como disminuía la demanda de su trabajo debido a los cambios en la
moda. Ello explica en parte el relativo aumento del número de sirvien­
tas: sin duda un mayor número de mujeres intentó trabajar como sir­
vienta, y junto con la oferta aumentó el desempleo. Las sirvientas sin
trabajo eran aún más vulnerables que las obreras de la industria textil
sin trabajo, pues las sirvientas carecían además de un techo, y con fre­
cuencia no estaban arraigadas en un barrio y no tenían sus propias
redes sociales.
En lo que respecta a los datos de procedencia de las prostitutas, es
posible, a modo de excepción, hacer una comparación numérica gra­
cias a los registros de avisos de matrimonio. En Amsterdam, la gente
podía casarse legalmente en el ayuntamiento y en las diferentes igle­
sias; sin embargo, todo el mundo estaba obligado a dar aviso de matri­
monio en el ayuntamiento. Entre 1601 y 1800, 650.000 personas se
presentaron para sellar su primer enlace matrimonial «ante la puerta
166 Lotte van de Pol

roja», como se llamaba popularmente, pues hasta 1650, para casarse


había que presentarse en una sala con una puerta roja en la O ude
Kerk. En estos registros se anotaba la edad y el lugar de nacimiento.
Por consiguiente podemos comparar los datos de procedencia y
emigración de las prostitutas con los de las novias. La comparación
entre novias y prostitutas es a grandes rasgos una comparación entre
un grupo de mujeres que tuvieron éxito y otro de mujeres que fracasa­
ron en la sociedad de Amsterdam; una mujer que se casaba, era una
mujer que había tenido éxito en la vida; una mujer que quedaba regis­
trada como puta en los libros de confesiones, había acabado mal. Bien
es cierto que algunas prostitutas estaban casadas, y sin duda también
hubo prostitutas que se casaron más tarde: a fin de cuentas, la edad
media de las novias era de casi veintisiete años, por consiguiente eran
algunos años mayores que las prostitutas, pero para los contemporá­
neos esta diferencia era incuestionable.
En la segunda mitad del siglo XVII, 85.445 novias se presentaron
«ante la puerta roja», frente a las 3.149 prostitutas que comparecieron
ante el tribunal; en la primera mitad del siglo XVIIl fueron 93.653 fren­
te a 1.484 (respectivamente, una proporción de 27 a 1 y de 63 a 1; la
diferencia se debe sobre todo a la cambiante política de persecución
judicial). Para evitar duplicidades, sólo se han contado las novias que
contraían matrimonio por primera vez y las prostitutas que eran con­
denadas por primera vez. Los datos de procedencia para la ciudad de
Amsterdam ofrecen los siguiente porcentajes:

Procedencia 1650-1699 1700-1749


novias prostitu tas novias prostitutas
Amsterdam 57 21 62 28
Resto de H olanda 22 50 20 43
Extranjero 21 29 18 30

De estas cifras se desprende que eran sobre todo las inmigrantes


las que acababan ejerciendo la prostitución, y entre ellas, sobre todo
las mujeres que provenían del resto de los Países Bajos; las novias pro­
cedían con relativa frecuencia de las zonas rurales y las prostitutas de
zonas urbanas. Por cierto que una parte de las prostitutas llegaba a
«Dios los cría y ellos se juntan» 167

Amsterdam siendo ya prostituta, en cuyo caso cabe hablar de migra­


ción laboral.
Para los contemporáneos, las prostitutas eran muchachas de las
capas inferiores de la sociedad, demasiado holgazanas para trabajar y
que habían recibido una mala educación. También había muchachas
de buena familia, pero que no querían comportarse como era debido,
que además eran lujuriosas y embusteras, glotonas y presumidas a más
no poder, y, por supuesto holgazanas: es decir, putas natas. Los datos
que nos aporta la biografía colectiva no evidencian rasgos de carácter,
aunque sí permiten descubrir algunos factores de riesgo, como el
hecho de ser emigrante, haber crecido en una ciudad, tener un trabajo
mal remunerado y poco seguro, y la falta de protección económica y
social de un marido. De las historias se desprende que tener deudas
era peor que ser pobre; que dejarse seducir fuera del matrimonio y el
hecho de ser madre soltera hacían que una mujer acabara fácilmente
en la prostitución, y que las mujeres que tenían una hermana, una
madre o una tía que fuera puta o que regentara un prostíbulo, difícil­
mente podían evitar caer en la prostitución.
Si se les preguntaba por las causas que las empujaron a prostituir­
se, las mujeres de la segunda mitad del siglo XVH solían contar que
habían sido seducidas y a continuación engañadas por un hombre. La
historia usual es que un hombre se había acostado con la mujer pro­
metiéndole que se casaría con ella y que la había abandonado al ente­
rarse de que se había quedado preñada. A raíz de este suceso, ella
había tenido que abandonar su lugar de nacimiento, a veces para
ganar dinero para el hijo que había dejado con sus padres. En repeti­
das ocasiones, las mujeres contaban que sus amantes las habían lleva­
do a Amsterdam para abandonarlas allí después de un tiempo,
dejándolas a veces incluso en un prostíbulo. Por ejemplo, Lijsbeth de
Groot, de diecinueve años y oriunda de Maastricht, «dice estar pro­
metida y que su novio se ha hecho a la mar y la ha colocado en la casa
de Trijntje Jans que es una casa de putas». Catharina Driessen, una
alemana de la misma edad, nacida en un pueblo junto a Koblenz,
explicó que su amante la había traído a Holanda. El hombre la había
abandonado y había zarpado hacia las Indias Orientales. Ella fue
arrestada haciendo la calle en La Haya y declaró entristecida: «Haber
sido empujada a ello por la pobreza en un país extraño y sin trabajo».
168 Lotte van de Pol

En el siglo XVIII se utilizaba sobre todo la pobreza como explica­


ción. Así, en 1710, la hilandera de cuarenta y cuatro años, Metje I're-
driks, de Winterswijk (en la parte oriental de los Países Bajos), explicó
que a veces hacía la calle, porque no siempre tenía trabajo. Una de las
prostitutas callejeras procesadas el 7 de septiembre de 1712, dijo
haberlo hecho «por necesidad», otra empujada «por una gran pobre­
za» y una tercera, una mujer de cuarenta y ocho años, dijo prostituirse
«por el hambre». En 1739, la puta callejera Mary Simons suplicó al
guardia que quería arrestarla, que «la dejara ir por compasión porque
ella lo hacía debido a la pobreza». Diferentes mujeres contaron que
habían buscado trabajo en vano. Por otra parte, además de la pobreza
se seguía dando la excusa de la seducción.
Para las personas del pueblo llano, el siglo XVIII fue una época más
dura que el siglo XVII; sobre todo a finales del siglo XVIII se atravesaba
un periodo de gran crisis económica. Estas dificultades las sufrían
tanto los hombres como las mujeres, pero los datos procedentes de la
prostitución demuestran que la recesión fue más dura para las mujeres
y se inició antes. Las prostitutas no sólo hacían hincapié en su pobre­
za, sino que además se constata un aumento del número de mujeres
mayores nacidas en Amsterdam que hacían la calle. Como se verá en el
próxim o capítulo, a mayor edad menores ganancias. Una causa
importante de la creciente pobreza entre las mujeres tuvo que ser la
desaparición de la industria textil, sin que en su lugar apareciera otra
alternativa para las mujeres. Las historias del siglo XVIII sobre la
pobreza reflejan además la mayor comprensión que manifestaban las
autoridades ante la excusa de la pobreza. Las personas daban al tribu­
nal las respuestas que más les exculpaban.
Un refrán de la época rezaba: «Del lecho a la paja, de la paja a tie­
rra, éste es el destino de una zorra». También en la literatura, las
prostitutas solían acabar en el arroyo. Los archivos judiciales ofrecen
muchos ejemplos de esta línea descendente. Por ejemplo, Petronella
Kropts, una alemana de Bonn, según ella de buena familia, había lle­
gado a H olanda pasando por Dusseldorf y Wesel. En Amsterdam
había trabajado durante cuatro años como criada en la casa de hués­
pedes De Vergulde Engel (El ángel dorado) en la Singel. Allí se dejó
seducir por uno de los huéspedes de la casa, que luego la abandonó.
Dio a luz a su hijo en la Gasthuis, el hospital de pobres de la ciudad.
«Dios los cría y ellos se juntan» 169

A continuación, Petronella se colocó de sirvienta en un prostíbulo,


donde acabó ejerciendo la prostitución. Cuando fue arrestada la
regenta del prostíbulo, Petronella huyó de la ciudad y se dirigió a La
Haya, donde, en 1771 fue detenida por ejercer la prostitución en la
calle. Su hijo había muerto poco después de nacer.
Sin embargo, las pocas mujeres cuya trayectoria hemos podido
seguir, no acabaron siempre en el arroyo. Harhopsasa, apodo de una
famosa puta del segundo cuarto del siglo xvill, empezó siendo prosti­
tuta, luego regentó un prostíbulo y a los cuarenta años encontró a un
hombre dispuesto a mantenerla. Margriet Elfman, una alemana, fue
mantenida durante unos años, permaneció un año escaso en una casa
de baile y, en 1689, se casó a los veinticinco años. Se trataba de muje­
res que lograban ascender, aunque permanecían casi siempre en el
sector deshonesto de la sociedad. Entre las regentas de prostíbulos,
las «vendedoras de cédulas» (reclutadoras de marinos) y las propieta­
rias de casas de huéspedes para marineros había siempre antiguas
prostitutas. Normalmente se habían casado con un marinero que
hacía la ruta de las Indias Orientales.

E l excedente de mujeres en Amsterdam

Amsterdam era, por excelencia, una ciudad de inmigración; ya sólo el


enorme crecimiento de la ciudad desde aproximadamente 54.000
habitantes en 1600 hasta cerca de 240.000 en 1740 lo demuestra.
Muchos emigrantes llegaban a la ciudad con sus familias; éste era por
ejemplo el caso de las muchas personas perseguidas por sus creencias
que buscaron refugio en la República holandesa. Además, siempre
hubo una importante migración laboral, ya fuera temporal —^por
unos cuantos meses o un par de años— o permanente. Las zonas ricas
atraían a personas de las zonas pobres, y durante siglos, Holanda fue
un imán de este tipo, sobre todo para los alemanes y los escandinavos.
En aquellos tiempos en los que no existían los pasaportes ni los regis­
tros civiles resultaba bastante fácil probar suerte en otro sitio. A
menudo bastaba con comprar el derecho de residencia oficial de la
ciudad. Por otra parte, la vida y el trabajo en las ciudades estaban
regulados por privilegios reservados a un pequeño grupo. A veces.
170 Lotte van ele Pol

uno podía pagar para pertenecer a un gruper de este tipo, pero en


otros casos era preciso profesar la religión adecuada, ser del sexo ade­
cuado y contar con los vínculos familiares adecuados para tener dere­
cho a ser admitido. Muchos de los inmigrantes acababan por
consiguiente en los sectores laborales inferiores.
Los hombres y las mujeres emigraban a Amsterdam para encontrar
trabajo. La mayoría pensaba sin duda poder regresar a su lugar de
nacimiento con algún dinero ahorrado a fin de casarse o poner en
marcha un pequeño negocio. Las mujeres buscaban sobre todo un
empleo de sirvienta; los hombres encontraban principalmente trabajo
de marinero. Sin embargo, muchos de ellos no regresaban nunca a su
lugar de origen. Las mujeres se quedaban en Amsterdam, pero para
los hombres que se hacían a la mar, Amsterdam eran un lugar de trán­
sito. Al mismo tiempo, muchos hombres de Amsterdam zarpaban
también y por consiguiente abandonaban la ciudad. La consecuencia
era que en la ciudad había muchas más mujeres que hombres; en las
capas inferiores de la población, donde estos movimientos migrato­
rios eran más fuertes, incluso existió seguramente un excedente de
tres mujeres por cada dos hombres. Ello influyó en dos sentidos: el
primero es la inestabilidad de la vida de las mujeres en la parte inferior
de la sociedad, el segundo es el carácter independiente y asertivo de
las mujeres.
Debido a este excedente de mujeres, un tercio de las mujeres del
pueblo llano no podía encontrar pareja. Cerca del 15% de los hom ­
bres no se casaba, la edad media para casarse era alta, y además había
muchas viudas y mujeres casadas que, de hecho, vivían solas porque
sus m aridos se habían hecho a la mar. Teniendo en cuenta todos
estos factores, hemos de llegar a la conclusión de que, en aquella
época, la mitad de las mujeres de Amsterdam no tenía a un hombre a
su lado que mantuviera a la familia. Éste es sobre todo el caso de las
mujeres que no habían nacido en la ciudad; los hombres, tanto los
amsterdameses de nacimiento como los inmigrantes, preferían casar­
se con una amsterdamesa de nacimiento, pues las personas estableci­
das tenían más que ofrecer que las recién llegadas: más relaciones
familiares, más contactos sociales y una mejor posición económica.
Además, las autoridades otorgaban a las hijas de ciudadanos amster­
dameses una dote que consistía en la concesión de la ciudadanía para
«D io s los cría y ellos se juntan» 171

el navio, un privilegio que equivalía a 50 florines, es decir: el sueldo


de dos meses.
rMuchas mujeres solteras y pobres, que a menudo no habían nacido
en la ciudad y que tenían pocas posibilidades de adquirir la seguridad
social y económica a través de un matrimonio, habían de sobrevivir en
un mercado laboral en que las posibilidades para las mujeres eran
considerablemente inferiores que para los hombres. Sobre todo que­
daban excluidas de las profesiones y carreras formalmente organiza­
das, y el sueldo de una mujer solía ser menos de la mitad que el sueldo
de un hombre que realizara el mismo tipo de trabajo. En la parte infe­
rior de la sociedad, la gente sobrevivía en parte gracias a la economía
informal, en la cual la ayuda recíproca, los trabajillos sueltos, el pago
en especie y las propinas desempeñaban un papel importante. Las
mujeres solteras y pobres sin duda complementaron de esta forma sus
ingresos regulares, y algunas tenían derecho a recibir ayuda de la
beneficencia pública. Pero, las mujeres también conseguían subsistir
gracias a las actividades ilegales. La criminalidad femenina en Amster-
dam era excepcionalmente alta. Por ejemplo, en el tercer cuarto del
siglo xvn, la mitad de los robos y casi toda la venta de objetos robados
en Amsterdam fueron cometidos por mujeres. Y entre las opciones
ilegales se incluía también el regentar prostíbulos y ejercer la prostitu-
cion.
Los barrios populares y los barrios portuarios de Amsterdam,
desde los cuales muchos hombres zarpaban rumbo a las Indias Orien­
tales y Occidentales eran comunidades de mujeres. La organización
de la vida en el barrio estaba en gran medida en manos de las mujeres,
y eran las mujeres quienes regentaban muchas cervecerías, casas de
huéspedes y ropavejerías. Los extranjeros tildaban a las mujeres
holandesas de marimandonas e independientes. «Aquí canta la gallina
y el gallo sólo puede cacarear», escribió en 1698 el teólogo alemán
1lenrich Benthem en su crónica de viaje. Los contemporáneos juzga­
ban negativamente la independencia de las mujeres. El escritor Justus
van Effen acusó en más de una ocasión, en su semanario De Hollands-
che Spectator (El espectador holandés, 1731-1735) a las «mujerzuelas
amsterdamesas del pueblo y de la ciudadanía» a las que trae sin cuida­
do su «subordinación natural» respecto al hombre. Se lamentaba de
que Amsterdam «haya adquirido una desafortunada fama debido a la
172 L o tte van d e P o l

supremacía de las mujeres». Ello sucedía, según él, sobre todo en los
barrios populares, donde, como atestigua una queja de un informador
de Van Effen; «El señor no sabe lo que pasa en rincones como éste; en
esta calle, todos los hombres yacen debajo y no tienen nada que
decir», y añade que todas esas «m ujerzuelas confabuladoras»
deberían estar encerradas en la Spinhuis. Las mujeres del pueblo esta­
ban en primera fila en las revueltas y las rebeliones, y entre el «popula­
cho» al que las crónicas siempre echan la culpa, se menciona en
especial a «las mujerzuelas y los marineros».

Los clientes

Los clientes de las prostitutas eran tan punibles como las putas; sin
embargo, esto era más la teoría que la práctica. Sólo se detenía a los
hombres casados y a los judíos, pero dado que éstos preferían «compo
ner» su delito, sus casos solían permanecer al margen de los libros de
confesiones. Por regla general, se dejaba en paz a los clientes solteros y
no judíos. Alguna que otra vez, el alguacil sacaba de un prostíbulo o de
la casa de una mujer pública al hijo de una familia amsterdamesa esta­
blecida a petición de los padres, pero por lo demás, los puteros que
aparecen en los libros de confesiones se mencionan de pasada como
meros figurantes, y en ocasiones porque fueron arrestados por otra
causa, como por ejemplo la violencia.
Sólo en La Llaya, y únicamente en el último cuarto del siglo XVlll y
dentro de la zona de La Haya que entraba en la jurisdicción de la Corte
de Apelación de Holanda, fueron arrestados y condenados todo tipo
de clientes, a partir de 1790 incluso de forma habitual. Se trata en este
caso de decenas de hombres, tanto casados como solteros, en un abiga­
rrado cortejo de todo tipo de profesiones, edades y nacionalidades,
entre quienes encontramos a diversos criados de señores, judíos y
extranjeros. Las excusas que daban eran a menudo que habían estado
ebrios o que una mujer les había seducido, una seducción que por cier­
to a veces consistía en que mujeres pobres se ofrecían por muy poco
dinero, o incluso acompañaban a los hombres en la esperanza de reci­
bir algo después. Un tabernero contó que, tras una pelea con su mujer,
se había emborrachado y a continuación, por primera vez en su vida.
«D io s los cría y ellos se juntan» 173

había abordado a una puta callejera. Un hombre declaró ir de putas


por ser demasiado pobre para casarse; otro explicó que su mujer esta­
ba ausente del hogar, pues era niñera en la residencia de verano de la
familia de su patrono, y que él recurría a las prostitutas «porque, desde
que se había casado, no podía vivir sin una mujer».
Los libros de confesiones de Amsterdam ofrecen únicamente una
imagen limitada e impresionista de los clientes. Dicha imagen coinci­
de en gran medida con los prejuicios de los contemporáneos. Los
clientes de las prostitutas y de los prostíbulos eran sobre todo los
marineros. Además, había un número llamativamente elevado de
patronos de barco y grumetes dedicados a la navegación interior,
cuyas familias, al parecer, no vivían en Amsterdam. Asimismo había
campesinos que hacían negocios en la ciudad y luego se iban de juer­
ga: con la bolsa llena de dinero, como explica la literatura popular,
pues los campesinos holandeses gozaban de prosperidad. Luego esta­
ban los extranjeros, entre los cuales había muchos turistas, que consti­
tuían presas fáciles para los estafadores y carteristas y que, a diferencia
de los propios amsterdameses, no tenían reparos en acudir con sus
quejas a la policía. En resumidas cuentas, parece ser que a menudo los
clientes de la prostitución eran forasteros, viajeros de paso en la ciu­
dad, como suele ocurrir en las grandes ciudades.
En 115 procesos están implicados clientes judíos. Los judíos más
identificables eran los «portugueses», los judíos sefarditas que habían
huido de Portugal y España, y que por lo general eran ricos. Un núme­
ro relativamente elevado de las «putas con habitación» —es decir,
mantenidas— encontradas en los archivos judiciales eran mantenidas
por un sefardí. Así, en 1665, Isack Velje, de veintiún años, nacido en
Brasil, fue encontrado en la cama de un prostíbulo con Marritje Jans,
tres años menor que él: era su cliente habitual desde hacía un mes, y
«afirma haber tenido intención de ponerle una habitación». Los
judíos alemanes, en su mayoría emigrantes pobres procedentes de
Alemania y Polonia, formaban un grupo bien distinto. En el siglo
XVIII, cuando se incrementó su número, los hombres eran sorprendi­
dos a menudo como clientes en míseros prostíbulos especiales para
judíos en la Kerkstraat y sus alrededores. No mantenían a mujeres,
pero algunos se amancebaban con una mujer cristiana y tenían hijos
con ella. Esto sucedía sobre todo en los márgenes de la sociedad y en
174 L o tte van d e Pol

la sul)ciiltura criminal; entre ellos había regentes de prostíbulos y


«concubinos» de regentas.
Alguna que otra vez, las fuentes hablan de clientes procedentes de
la ciudadanía establecida. En las cuentas del alguacil, donde se halla­
ban anotados los importes de redención por cometer adulterio con una
prostituta, se mencionan a menudo los hombres sorprendidos con
ellas. Entre ellos había relativamente muchos patronos de barcos y
vinateros. En 1735, de forma excepcional, se anotaron incluso las pro­
fesiones de todos los hombres implicados (diecinueve en total). Se tra­
taba por supuesto de hombres casados y establecidos, dispuestos a
pagar para evitar un proceso público por adulterio. La lista menciona a
tres tenderos y al hijo de un tendero, un vinatero, un ferretero, un ven­
dedor de ladrillos, un corredor de fincas ilegal, un contable, un cerve­
cero, tres patronos de barco, un campesino y un vendedor de turba, un
tabernero, dos porteadores y un fabricante de peines. Dos de los hom­
bres eran foráneos.
En los libros de confesiones aparecen alguna que otra vez clientes
de las clases altas. El regente de un prostíbulo, Jacobus Christiaanse,
fue arrestado en 1687 porque había atraído hasta su prostíbulo a
«cierto joven, hijo de un mercader». Sin embargo, en muy contadas
ocasiones se mencionaba los nombres de los hombres que mantenían
a una «puta con habitación». Así, una muchacha procedente de Lieja
dijo «ser m antenida por cierto joven llamado Pieter Fockenburg
quien le había contagiado la viruela [sífilis]»; otra, una alemana, dijo
que había sido mantenida durante unos años por un mercader, que la
abandonó para marcharse a España, y luego por un tal Hermán Jarig,
que ahora había zarpado hacia las Indias Orientales.
Los archivos judiciales confirman que los estudiantes eran clientes
importantes para las prostitutas en la cuidad universitaria de Leiden;
la repercusión de esta reputación puede encontrarse en un libro como
De Leidsche straat-schender, o f de roekelooze student («El alborotador
callejero de Leiden o el estudiante temerario», 1679). Del diario de
Constantijn Huygens jr, secretario del estatúder Guillermo III, se des­
prende que, en los círculos en torno a la Corte de Orange, era usual
tener relaciones fuera del matrimonio, mantener concubinas y visitar
prostíbulos. El amsterdamés Jacob Bicker Raye, que en su diario
(1732-1772) anotaba gustoso los escándalos que circulaban por la ciu-
«D ios los cría y ellos se juntan» 175

dad, habla de un escribiente, un hombre casado, que mantenía a


«una, dos o a veces incluso tres chicas para su placer» y de dos hom­
bres casados de la élite, que habían sido sorprendidos en repetidas
ocasiones con putas, y que habían pagado enormes sumas de dinero
para evitar ser perseguidos judicialmente por adulterio. Lodewijck
Van der Saan anota en 1698 en su diario haber oído decir a una prosti­
tuta

que muchos de los más distinguidos señores de Amsterdam, acudían por las
noches al prostíbulo donde ella vivía hace dos años, y que tenían una contra­
seña especial para que les dejaran entrar después de llamar a la puerta, que a
la sazón era «se acabó el invierno»; y que su amo, el regente del prostíbulo,
acudía a diario a la Bolsa para buscar galanes y que pocas veces regresaba a
casa sin traer consigo a uno u otro hom b re...

Por consiguiente, hay suficientes ejemplos sueltos de hombres de


la clase alta que iban de putas. Tales historias les venían de perlas a
personas como Van der Saan, que sentían una profunda aversión por
los «peces gordos». Una antipatía que no era infrecuente en la Holan­
da burguesa, como decía Jacob Cats: «La diferencia entre Heren y
hoeren [en neerlandés «señores» y «putas»] es de tan sólo una letra».
Los puteros no tenían buen nombre y la aversión hacia la prostitu­
ción era algo que se inculcaba de forma general. No cabe duda de que
los burgueses de Amsterdam iban de putas y algunos tenían una man­
tenida. ¿Era algo corriente? ¿Qué se consideraba aceptable? ¿Es posi­
ble, por mencionar un ejemplo, descubrir una norma en la
declaración realizada en 1701 por un hombre recién casado que dice
que antes del día de su boda «no ha ido más de tres o cuatro veces de
putas»? Lo declaró ante notario, porque quería justificar ante su
mujer su «mal secreto», seguramente una enfermedad venérea. No es
posible dar una respuesta unívoca a esta pregunta.

Las putas y los marineros de las Indias Orientales

Como ya vimos en el capítulo 4 los contemporáneos achacaban la


demanda de prostitutas, y por ende la necesidad de permitir la pros­
titución, sobre todo a los marineros. «Pues —según Bernard de Man-
176 L o tte van de P o l

deville— no solamente sucedería que las mujeres en general encon­


trarían tentaciones mucho mayores y los atentados contra la inocen­
cia de las vírgenes les parecerían a la mayoría de la humanidad más
disculpables de lo que actualmente son, sino que algunos hombres se
volverían rijosos y la violación llegaría a ser un delito corriente.
Donde, como sucede con frecuencia en Amsterdam, llegan de pronto
seis o siete mil marineros que durante largos meses no han visto sino
a los de su propio sexo». [La fábula de las abejas, I, pp. 59-60]. Por su
parte, el inglés Willian Carr escribe en 1688: «Cuando entra en el
puerto la flota de las Indias Orientales, los marineros están tan deses­
perados por encontrar una mujer, que de no existir casas en las que
poder desfogarse, violarían a las mujeres y a las hijas de los ciudada­
nos». Unos peligros que, según el ya mencionado Henrich Benthem,
uno de los numerosos alemanes que se unieron a este coro, eran aún
mayores porque el calor de los trópicos había despertado los deseos
de los marineros.
Sin embargo, es poco probable que los marineros, a falta de prosti­
tutas, se pasearan por las calles de Amsterdam violando a otras muje­
res, aunque existe un vínculo indiscutible entre la navegación y la
prostitución. En todas las ciudades portuarias el negocio de la prosti­
tución es relativamente grande. En Amsterdam desembarcaban
muchos marineros. Los buques que regresaban de las Indias — en
todas estas historias suele tratarse de marineros que hacían la ruta de
las Indias Orientales— solían llegar en julio o agosto a la isla de Texel,
tras lo cual, los marineros proseguían rápidam ente su viaje en un
barco más pequeño o incluso a pie. En contra de lo que afirma de
Mandeville, no todos llegaban al mismo tiempo a Amsterdam, pero en
efecto eran muchos, pues si bien se enrolaban en diferentes lugares
para zarpar con la Compañía de las Indias Orientales, sólo recibían su
sueldo en Amsterdam y en M iddelburg. Las prostitutas hacían su
agosto precisamente a finales de verano, pues en septiembre se cele­
braba la gran feria anual de Amsterdam, y en esta época del año se
pagaba el adelanto a los marineros que se enrolaban en los barcos de
la Compañía de las Indias Orientales que zarpaban a principios de
otoño. Muchas canciones de marineros hablan de cómo las chicas de
Amsterdam esperaban, impacientes y alegres, el regreso de la flota.
Este era sobre todo el caso de las mujeres en los prostíbulos, donde
«D ios los cría y ellos se juntan» 177

todo estaba listo para sacarles rápidamente el dinero a los marineros


que regresaban de las Indias.
Estos marineros no tenían una reputación demasiado buena. Su
peor característica, según la visión de la ciudadanía establecida, era que
fueran puteros y despilfarradores, aunque lo que más les dolía a los bur­
gueses era que echaran el dinero por la ventana. Mientras que los mari­
neros habían tenido que trabajar durante años para ganar el dinero, lo
dilapidaban en unas cuantas semanas, y en lugar de dar gracias a Dios
por haber vuelto sanos y salvos del viaje, se iban directo a un prostíbulo,
donde encima les contagiarían la sífilis y les echarían a patadas en cuan­
to se les acabara el dinero.
Una expresión muy utilizada para los marineros que regresaban de
las Indias Orientales era «señores por seis semanas», pues transcurri­
do ese periodo de tiempo volvían a estar sin blanca.
Het Amsterdamsch Hoerdom describe a cuatro hombres que beben
con unas putas en una casa de baile como: «Marineros, que han llega­
do con el último barco procedente de las Indias Orientales, y que en
primavera volverán a zarpar, pues al paso que van ya casi se les habrá
acabado el dinero». Y llega a la conclusión de que:

N o hay gente más necia en el m undo que estos b ebedores de arac, y que
m enosprecian el dinero, a pesar de que, a buen seguro, no hay nadie que
tenga que trabajar más para ganarlo que los soldados y marineros de las
Indias. H ace apenas cuatro semanas que han vuelto, pero de los 500 florines
que reciben com o media de paga, a ninguno de ellos le queda más de 125;
tanto es lo que han bebido, tanto lo que les han desplumado las putas.

Nicolaus de Graaff, un cirujano de a bordo que entre 1639 y 1687


realizó cinco viajes a las Indias Orientales, escribe en su Oost-lndise
spigel («Espejo de las Indias orientales», 1701) que los marineros mal­
gastan su dinero ya en las Indias, y

lo poco que a m enudo aún les queda, y que reciben en la Casa de las Indias
Orientales, sede central de la Compañía de las Indias Orientales, lo llevan a
los sótanos de putas o a las casas de putas, donde se dejan agasajar, con cerve­
za o vino, de forma que a menudo no ven ni sol ni luna, antes de haberlo ago­
tado todo [ ... ] y luego las putas y los regentes de los prostíbulos los echan a la
178 L o tte van d e Pol

calle, por lo q ue han de buscar algún «ven d ed or d e cédulas» o reclutador,


que corra con sus gastos, hasta que la Compañía vuelva a aceptar tripulantes.

Pero, en 1687, un inglés observa que las autoridades les dejan


hacer, siempre y cuando no armen demasiado alboroto en las calles,
pues de este modo se aseguran de que no falten nunca marineros...
Los marineros eran considerados como un grupo social aparte,
con su propia subcultura, algo comprensible y también corriente en
un grupo profesional cuyos miembros dependían mucho los unos de
los otros debido a las circunstancias de su trabajo. Como tales eran
reconocibles exteriormente: por su ropa, como el largo pantalón y el
«gorro inglés», su lenguaje y sus rituales, e incluso la forma de andar.
Su carácter se comparaba a menudo con el mar: los marineros son tan
«rudos e inflexibles como el elemento por el que navegan», son adus­
tos y groseros, porque sólo tratan con el viento y las olas, son escan­
dalosos y tienen tendencia a rugir, como el mar. Son violentos.
Maldicen terriblemente. Son adictos al alcohol, a las apuestas y al
juego. En el juego también tenían sus propias variantes, como evi­
dencia la queja presentada en 1694 por una mujer de que su marido,
después de regresar de las Indias Orientales, había malgastado todo
su sueldo —300 florines— en una casa de juego donde practican «un
juego de las Indias llamado topmaas, que consiste en lanzar dos pie­
dras». Los marineros aprendían este juego de los chinos en Batavia,
aunque la Compañía lo tenía estrictamente prohibido.
Además, a los marineros les gustaba cantar (o más bien berrear,
según los observadores), en los barcos durante el trabajo y en su tiem­
po libre. Sobre todo les encantaba bailar. En muchos barcos había un
músico con violín, y los marineros estaban especializados en los bailes
que necesitaban tan sólo un espacio muy limitado. Según Het Amster-
damsch Hoerdom: «Esta gente no puede estar contenta si no salta ni
baila». El mismo libro ofrece algunas buenas descripciones de estos
bailes, que eran tan salvajes como complicados, y con los que se causa­
ba tanto alboroto que los taberneros tenían órganos en lugar de un
conjunto normal con violín, bajo y clavicémbalo, pues, y ahora habla
de nuevo de Mandeville:
«D ios los cría y ellos se juntan» 179

todos los navegantes, especialmente los holandeses, son, com o el elem ento a
que pertenecen, muy dados a la sonoridad y al bramido, y el ruido que meten
media docena de ellos, cuando se consideran alegres, es suficiente para aho­
gar doble número de flautas y violines; por lo tanto, los propietarios, con un
par de organillos, pueden hacer retumbar toda la casa, sin otro gasto que el
alquiler de un miserable musiquillo que apenas les cuesta nada. [La fábula de
las abeja!;, I, p, 61].

Los que se encontraban socialmente por encima de los marineros


—y que escribían sobre ellos— los consideraban una tropa de salva­
jes, una tribu extraña, con la cual el observador no tenía nada que ver.
Ya sólo su desenfreno en el baile los convertía en gentuza despreciable
y vulgar. Para los contemporáneos, no formaban parte de la población
honrada. No era la profesión de marinero en sí lo que hacía que uno
fuera deshonroso, sino el hecho de que los marineros y soldados de la
Compañía de las Indias Orientales fueran reclutados entre lo que se
consideraba la escoria de la nación: las capas inferiores de la pobla­
ción urbana, que nunca habían pertenecido a los grupos honrados, los
hijos malcriados de buena familia que habían perdido todo su crédito,
y los extranjeros cuya reputación sencillamente se desconocía.

La navegación

La importancia de la navegación era enorme para la vida del pueblo


llano en Holanda. Era una importante fuente de trabajo: en los siglos
XVII y XVIII, cada año entre 50.000 y 60.000 hombres zarpaban a
bordo de buques holandeses. Había dos tipos diferentes de navega­
ción. Por un lado estaban el transporte marítimo dentro de Europa y
la pesca —incluida la pesca de la ballena— que eran de temporada; el
patrón de barco reclutaba a la tripulación sobre todo en las zonas
rurales, concretamente entre sus vecinos de pueblo. Durante el resto
del año, estos marineros trabajaban a menudo en el campo. Por otro
lado, los marineros que se enrolaban en la Compañía de las Indias
Orientales, la Compañía de las Indias Occidentales y la marina perma­
necían mucho más tiempo en el mar. Provenían en su mayor parte de
las clases más bajas de las ciudades de Holanda, complementados por
180 L o tte van de Pol

un grupo considerable de extranjeros, casi siempre escandinavos y


alemanes. La remuneración era peor, las posibilidades de sobrevivir
eran menores, y la posición social inferior.
En Amsterdam se reclutaban sobre todo hombres para la Com­
pañía de las Indias Orientales, la Compañía de las Indias Occidentales
y la flota de guerra. De las tres, la Compañía de las Indias Orientales
era con mucho la más importante, salvo en tiempos de guerra. Era la
principal fuente de trabajo de la República holandesa. Tres veces al
año se equipaba una flota que zarpaba: los «barcos de Navidad» en
diciembre y enero, los «barcos de Pascua» en abril y mayo y los «bar­
cos de la feria» en septiembre y octubre. En la segunda mitad del siglo
XVII, cada año zarpaban cerca de 4.100 hombres y en la primera mitad
del siglo XVIII, 6.600 hombres hacia Oriente. En total, en los siglos
XVII y XVIII, se hicieron a la mar un millón de hombres (y entre ellos
muchas decenas de mujeres disfrazadas de hombre). Oficialmente,
sólo regresaba una tercera parte. Siempre había un número considera­
ble de desertores, algunos se quedaban a vivir en las Indias Orientales,
y, por supuesto, dado que se enrolaban por un periodo de tres a diez
años, había también personas que fallecían de muerte natural. Sin
embargo, la causa principal del escaso núm ero de marineros que
regresaba era la enorme mortandad. Entre un 6 y un 10% moría ya
durante el viaje de ida debido a los accidentes y sobre todo a la enfer­
medad.
Todos los tipos de navegación tenían su precio, pero la Compañía
de las Indias Orientales era la principal devoradora de hombres. Los
contemporáneos eran conscientes del peligro. «Le equiparé bien, y
pensaré que el dinero es para su entierro, pues no regresará», se
lamenta el padre de un marinero que zarpa hacia las Indias Orientales
en el libro De ongelukkige levensbeschryving, mientras la madre llora
desconsolada. A fin de cuentas, las Indias Orientales eran considera­
das como la «tumba de los amsterdameses». Debido a la mortandad
en el mar, la navegación diezmó a la población de toda Holanda, algo
que, sobre todo en las ciudades, las autoridades sin duda no lamenta­
ban demasiado: eran principalmente los pobres quienes desaparecían
de este modo (aunque a veces hubiera que ocuparse de sus mujeres e
hijos), hom bres procedentes de grupos marginales y criminales y
extranjeros.
«D ios los cría y ellos se juntan» 181

El salario en los rangos inferiores se encontraba entre 7 y 12 flori­


nes al mes. En el momento de enrolarse se pagaban dos meses por
adelantado. Además, el marinero tenía comida y techo y recibía aten­
ción médica gratuita. Lo más atractivo era el derecho de regresar con
una cantidad limitada de mercancías con las que poder comerciar. Sin
embargo, nadie se atenía a estas limitaciones. Las Indias atraían al
hombre de la calle como un país de las maravillas lleno de lujo y abun­
dancia, donde la riqueza estaba al alcance de la mano, también para
un simple marinero. Sin embargo, los que regresaban siendo ricos
constituían más la excepción que la regla. Con cautela y suerte se
podía regresar con un capital de varios cientos de florines, con el que
era posible iniciar un negocio propio en tierra. Las multas y anticipos
consumían a menudo una parte de dicho capital. A la hora de cobrar,
muchos tenían que liquidar primero las deudas que habían contraído
para el viaje. Los principales acreedores solían ser los reclutadores
que los habían equipado para el viaje a Oriente.
Los «vendedores de cédulas» y, más a menudo, «las vendedoras
de cédulas», eran casi siempre regentes de casas de huéspedes que
ofrecían un techo a los marineros y que sacaban cuanto antes el dine­
ro a los marineros recién llegados dándoles bebida y comida en
abundancia y proporcionándoles prostitutas. Asimismo ofrecían un
techo y cuidados a hombres recién llegados a la ciudad. Una vez que
sus huéspedes se quedaban sin dinero y habían contraído deudas, les
obligaban a enrolarse para un (nuevo) viaje a Oriente. A partir de
aquel momento, los futuros marineros ya no tenían que pagar nada
más, y además se les entregaba un baúl con ropa para el viaje, una
inversión de varias decenas de florines. A la hora de zarpar se redac­
taba una cédula de transporte, un contrato que fijaba que la deuda
contraída se reembolsaría al portador de la cédula después de regre­
sar de las Indias Orientales. Por los 150 florines que solían anotarse
como deuda, el marino tenía que navegar año y medio. Estos pagarés
eran vendidos a menudo por una tercera parte de su precio —pues a
fin de cuentas, el riesgo era grande de que nunca pudieran cobrar-
se- y quienes los compraban eran casi siempre mujeres.
Las «vendedoras de cédulas» eran casi siempre mujeres de marine­
ros, ayudadas por sus familias; algunas de ellas eran prostitutas.
Tenían muy mala fama: se decía de ellas que hacían caer en la trampa a
182 L o tte van de l^ol

los inmigrantes recién llegados y mantenían encerrados a los marine­


ros hasta que llegaba el momento de zarpar; que anotaban importes
mucho más altos que la deuda real. Para la Compañía de las Indias
Orientales, esta empresa de suministro de marineros funcionó bien
hasta la segunda mitad del siglo XVIll. Hasta bien entrarlo el siglo XIX
los propietarios de pensiones y casas de huéspedes desempeñaron un
papel importante en el reclutamiento de marineros.

Las mujeres de los marineros

La mayoría de marineros al servicio de la Compañía y de la flota de gue­


rra eran solteros. Su salario, que sólo recibían al final del viaje, no era
suficiente para mantener a una familia. Los 20 a 40 florines que podían
enviar a casa cada año durante el viaje cubrían una décima parte de lo
que una familia necesitaba anualmente. Por ello, las mujeres de marine­
ros tenían que ocuparse de su propia manutención, y de la de sus hijos.
La beneficencia pública las trataba igual que a las viudas.
Las mujeres de los marineros constituían en cierto sentido un
grupo social independiente. Representaban, a menudo en grupo, los
intereses de sus maridos en tierra, por ejemplo, protestando contra el
mal estado de los barcos o exigiendo la redención de los marineros
encarcelados en Turquía. El 6 de septiembre de 1672 «una multitud
de gentuza, muchos marinos forasteros y algunos cientos de mujer-
zuelas, cuyos maridos servían en la flota del país» se congregó ante la
casa del famoso almirante Michiel de Ruyter. Las mujeres gritaban
que el almirante «había querido traicionar a la flota, y que cobraría un
ducado por cada uno de sus pobres maridos». Costó mucho esfuerzo
poner fin al tumulto sin que se produjera derramamiento de sangre.
En aquel momento, De Ruyter no estaba en casa, aunque sí su esposa,
y está claro que la «Señora De Ruyter» era considerada como la encar­
gada de los negocios de su marido. Seis años más tarde, las mujeres de
marineros de Amsterdam impidieron que se reclutaran marineros
para la flota danesa mientras sus maridos no hubiesen cobrado los
salarios atrasados.
Jan Wagenaar, de quien procede la descripción del tumulto delan­
te de la casa de De Ruyter, no es el único que incluye a los marineros y
«D ios los cría y ellos se juntan» 185

a sus mujeres entre el populacho. En su libro Walchcren (1769), Betje


Wolff ataca duramente a la mujer de un marinero. En un largo pasaje,
la autora describe el recibimiento en Middelburg de un buque que
regresa de las Indias Orientales; la plasticidad con la que lo describe
hace sospechar que estuvo presente. Desfilan muchos tipos conoci­
dos: el marinero que «calcula lo rápido que se gastará el dinero», la
muchacha que sólo recibe la notificación de la muerte y el baúl de su
novio: «Su camarada se lo explica todo / y cómo acaeció su muerte»,
el libertino, «ese tormento para la familia [...] ^;Quién esperaba que
volviera? [...] Su padre suspira pues lo ve llegar... ». Hay un hombre
que saluda alegremente a su mujer y a sus hijos, y también una mujer-
zLiela que sólo se interesa por lo que ha aportado el viaje:

Mirad a esa arpía que no conoce la cuita ni el amor,


¡contemplad también esas maneras! Q ué triste pecador.
¿Eh, Hein, estabas allí? ¿Eh, tú también Pieternel?
^¡Dónele está el baúl? ¿Es esto todo lo que tienes?
( i Vaya tierno saludo de bienvenida!)
Dime, ¿eso es todo? ¡Pues con bien poco me vienes!

Sin duda, para las mujeres de los marineros que a menudo queda­
ban solas durante años tuvo que ser difícil serles fieles a sus maridos.
El adulterio de estas mujeres era de esperar y era preferible juzgarlo
sin demasiada dureza, consideraba, entre otros, Jacob Cats. Incluso la
Iglesia reformada prefería recurrir, en tales casos, a la mediación en
lugar de al castigo. Las autoridades hubiesen querido aplicar la pena
de muerte en caso de adulterio, según afirma Eduard van Zurek en su
Codex Batavus, «Pero ello no se consideró practicable, en un país que
tiene tantos marineros, y tantas mujeres que, ante la larga ausencia de
sus esposos, utilizan a otros». Incluso el hecho de que, debido a la
larga ausencia de sus maridos «muchas mujeres que permanecen en
casa, a menudo acaban teniendo grandes problemas, y cometen
muchos actos de lujuria» se utilizó en aquella época como argumento
para no ampliar el comercio en ultramar.
El marinero que regresaba a casa se encontraba a veces con niños
que no podían ser hijos suyos. «Pero esto es usual en un viaje a las
Indias Orientales, en ninguna iglesia sermonearán al respecto», dice un
184 L o tte van de Pol

sainete del siglo XVII. Asimismo es un tema recurrente en las canciones


de marineros. En los libros de confesiones también encontramos ejem­
plos. Así, en 1651, Jannetje Jans tuvo que comparecer ante el tribunal
acusada de haber cometido adulterio. Después de que su esposo, el
irlandés Jan Krick, zarpara hacia las Indias Orientales, la mujer había
conocido a Klaas Willems, originario de Groninga, «que quería despo­
sarse con ella». Klaas marchó como oficial a las Indias Occidentales y a
continuación Jan regresó a casa y vio a dos niños pequeños que no eran
hijos suyos. Jannetje adujo en su defensa que había oído que el propio
Jan Krick había cometido adulterio en las Indias y que por tal delito le
habían expuesto y azotado públicamente, y que por ello «ella había
perdido la cabeza». En 1656, el marino Jan Jansen, un noruego, le par­
tió el cráneo a una vieja porque ella y su hija habían divulgado el rumor
de que su esposa había tenido un hijo en su ausencia, «algo que él no
podía soportar siendo como era una mentira». En este caso, el sentido
del honor matrimonial no se había visto afectado por la larga ausencia,
y sin duda debió de haber más casos como éste.
A los ojos de los contemporáneos, había sólo un pequeño paso del
adulterio a la prostitución. De un grupo de cuatro prostitutas descri­
tas en H et Amsterdamsch Hoerdom, dos son mujeres «que tienen
esposos, que trabajan como pobres soldados en las Indias Orientales,
mientras estas bestias se dejan utilizar por cualquiera». Sus clientes
son a su vez marineros que despilfarran su dinero, y de este modo se
cierra el círculo: las putas y los marineros de las Indias Orientales son
gente de la misma calaña. En diversas partes de su informe de testigo
ocular de la «Rebelión de los notificadores de defunciones» de 1696,
Joris Crafford menciona de un tirón a las putas y a los marineros. En
las tabernas y en los prostíbulos «los marineros, las putas y todo tipo
de gentuza» explican lo fácil que es saquear; y los hombres que eran
seducidos por «mujeres de vida ligera y otras mujerzuelas libertinas»
eran sobre todo los marineros extranjeros.

Los prostíbulos y los marineros

La imagen del marinero como un lobo de mar indisciplinado y liber­


tino que, una vez en tierra, se entrega a la bebida y a las putas, es sin
«D ios los cría y ellos se juntan» 185

duda exagerada, aunque en los libros de confesiones encontremos


sobre todo —y por supuesto— a este tipo de hombres y no a sus vir­
tuosos camaradas. Sin embargo, la conexión entre la prostitución y
los marineros es innegable. Así, por ejemplo, la gran mayoría de las
prostitutas y regentas de prostíbulos sobre cuyo matrimonio sabemos
algo, estaban casadas con marineros, y casi siempre con los que hací­
an la ruta de las Indias Orientales. El inglés Joñas Hanway anotó en
1761 que los marineros que regresaban a Holanda buscaban una
novia entre las putas de la Spinhuis, porque no tenían ni tiempo ni
ganas de hacerle la corte a una mujer. La cosa no era tan directa, pero
está claro que entre los marineros de las Indias Orientales, como
único grupo de la sociedad, había hombres que no tenían inconve­
niente en contraer matrimonio con una (antigua) prostituta o la
regenta de un prostíbulo.
La casa de putas se consideraba una casa «invertida», como si se
tratase de un bogar burgués y cristiano puesto patas arriba:

Nunca vas a la iglesia


sólo a maldiciones atiendes
de una casa de putas a otra
sólo aprenderás maldades.

se afirma en la canción Samen-spraeck tusschen een Zeeman en een


Borger («Conversación entre un marinero y un ciudadano»). El repro­
che era que el marinero acudía a un prostíbulo mientras que el ciuda­
dano iba a la iglesia; pero desde el punto de vista del marinero, el
prostíbulo era a veces un sucedáneo del hogar, un lugar donde podía
encontrar un techo durante algún tiempo, una mujer con la cual acos­
tarse, un lugar donde comer y sentarse junto a la lumbre. El que no
tenía familia en la ciudad utilizaba a veces la casa de putas como pen­
sión, y en ocasiones dejaba su dinero y sus bienes en custodia de la
prostituta o la regenta. Por otra parte, se trata de una larga tradición
marinera: aún en el siglo XX muchos marineros de Rotterdam entrega­
ban a las regentas de los prostíbulos el dinero que habían recibido
para que éstas lo custodiaran. La cosa no siempre funcionaba. Por
ejemplo, Josientje Alders, casada con un hombre que se hallaba en las
Indias Orientales, fue acusada en 1668 de haber robado dinero de la
186 L o tte van d e Pol

bolsa de monedas que le había dejado en custodia un marinero. Antes


de hacerlo, había contado las monedas delante de ella, pero luego el
contenido de la bolsa había disminuido. Ella mantuvo ante el tribunal
que no había sacado nada de la bolsa. No pudo demostrarse que
hubiese cometido el robo.
Sin embargo, la existencia de esta costumbre parece indicar que
por lo general el dinero era bien custodiado; además, en los barrios
portuarios había cierto control social. Un marinero que a principios
de agosto de 1737 había desembarcado por la mañana y había recibi­
do su paga, se presentó como huésped ante un posadero en un calle­
jón transversal a la Geldersekade. Lo prim ero que hizo fue
embriagarse, y al poco fue a parar a un prostíbulo vecino. Otro de los
huéspedes se lo contó al posadero, y también le dijo que el marinero
llevaba consigo todo su dinero, a saber: una bolsa con monedas de oro
por valor de 90 florines. Juntos se dirigieron al prostíbulo, donde
hallaron al marinero en la cama con una mujer. El posadero le dijo al
marinero: «¿Dónde está vuestro dinero?, dádmelo». La mujer intentó
echarlo diciendo: «Es mi marido, tú no te metas». Acto seguido, el
posadero apeló a la regenta del prostíbulo, Wietske Albers: «Wietske
ten cuidado, si éste pierde todo su dinero, tú cargarás con ello». Sin
embargo, ésta le contestó: «Soy una regenta descarada, nadie puede
hacerme nada». El oro había desaparecido de la bolsa que el marinero
había entregado a Wietske para que lo vigilara. Wietske «no sabía
nada», pero por este asunto, y gracias a la declaración de un vecino,
fue condenada a pasar tres años en el correccional de mujeres.
Los prostíbulos desempeñaban también otro papel importante.
En los largos viajes hacia las Indias Orientales y Occidentales había
pocas posibilidades de tener contacto con los que se habían quedado
en tierra. Nada más llegar a Batavia, los navegantes eran asaltados con
preguntas sobre cartas y noticias de Holanda. En el viaje de vuelta
traían por supuesto cartas escritas por los propios marineros, pero
también cartas dictadas o mensajes orales, pues había muchos analfa­
betos, sobre todo entre los extranjeros. Este sistema solía funcionar
bien. A menudo, la mujer de un marinero se enteraba de este modo de
la muerte de su esposo antes de recibir una notificación oficial y poder
recoger la prueba de su viudedad en la Casa de las Indias Orientales.
Cuando el Gobierno noruego incoó en 1723 una investigación sobre
«D io s los cría y ellos se juntan» 187

los marineros de servicio en el extranjero, lo cual en la mayoría de los


casos significaba en buques holandeses, se evidenció que, pese a los
años de ausencia, los familiares estaban a menudo bastante bien infor­
mados de dónde se encontraban los hombres y de cómo les iba. Por
ejemplo, Katrijn van BruI, supo a través de un mensaje oral que su
marido había muerto, aunque oficialmente se le daba por desapareci­
do. En 1673, la regenta de un prostíbulo, Trijn Jans, se enteró de este
modo de que su esposo estaba gravemente enfermo en las Indias, y
Pietertje jans supo así que su marido, de quien no había tenido noti­
cias directas, estaba encarcelado en Turquía.
Cuando llegaban los barcos de regreso de las Indias, las mujeres se
abalan/iaban sobre los navegantes con preguntas sobre sus maridos o
lamiliares; a su vez, los marineros que regresaban de las Indias Orienta­
les acudían, con mensajes en el bolsillo o en la cabeza, a casa de las
esposas o de los familiares de los camaradas que habían fallecido o se
habían quedado atrás. Esto tenía lugar a menudo a finales de verano.
Eijtje Dirks, desterrada de la ciudad por regentar un prostíbulo, volvió
a la ciudad en agosto de 1747 por esta razón: «Dice que había recibido
una carta de su marido procedente de las Indias Orientales y que se dis­
ponía a salir de nuevo de la ciudad». En este intercambio de mensajes,
los prostíbulos fueron importantes como lugares de encuentro; precisa­
mente en julio y agosto, las mujeres arrestadas en los prostíbulos legiti­
maban su presencia en ellos por el intercambio de mensajes. Así, por
ejemplo, Marretje Jacobs, que admitió «que su marido está en las
Indias Orientales, y que ella ha sido encontrada ahora con un marinero
que acaba de llegar con los primeros barcos de las Indias, que le traía
noticias de que su marido había fallecido y que luego se acostó con él».
La verdulera Marritje Martens fue apresada a las diez y media de la
noche en un prostíbulo al que había acudido «para hablar de su marido
que está navegando». Trijntje Sybrands fue encontrada de noche con
dos «lamosas putas», pero según dijo, sólo estaba allí «para recibir noti­
cias de su marido». Una muchacha (embarazada) sólo estaba con la
regenta de un prostíbulo con la cual fue arrestada para «enterarse de si
[ésta] también tenía cartas de su novio»; otra mujer declaró que sólo
había acompañado al hombre que estaba con ella «porque le dijo que el
barco de su marido había entrado en el puerto». Por cierto que la
mayoría de estos casos datan de antes de 1670.
188 L o tte van d e Poi

IH marinerò y sobre todo el que hacía la ruta de las Indias Orienta­


les es presentado en los siglos XVII y XVIII como cliente y regente de un
prostíbulo, como amante infiel y procreador de niños fuera del matri­
monio, como esposo, vecino y compinche. «Dios los cría y ellos se jun­
tan», la leyenda de una litografía de Jacob Gole, según Cornclis Du-
sart, en la cual se aprecia a un marinero borracho que baila encorvado
con su igualmente poco apetecible querida (véase ilustración 10), re­
fleja, no sólo la conexión que veían los contemporáneos entre las pros­
titutas y los marineros, sino también la realidad.
7. « E x t r a ñ o s a r d id f .s p a r a s o b r e v iv ir s in d a r n i g o l p e ».
D in e r o p o r s e x o y s e x o p o r d in e r o

El objetivo de la prostitución consiste en ganar dinero a cambio de


sexo. Al margen de todos los problemas morales y sociales que ello
conlleva, la prostitución ha de considerarse como una parte de la acti­
vidad económica. Los importes gastados y ganados en la prostitución
iormaban parte de la vida económica de Amsterdam. Los prostíbulos
y casas de baile eran empresas, aunque estuvieran prohibidas. Las
empresas legales no tenían que temer por la destrucción de capital o el
cierre del negocio en caso de un registro por parte de la policía, y esta­
ban vinculadas a las leyes gremiales y demás preceptos legales. Sin
embargo, en muchos sentidos, las empresas de prostitución eran igua­
les a otros negocios preindustriales; por ejemplo, tenían en común la
pequeña escala, la división de sexos en el trabajo y el papel que desem­
peñaban en aquella época las deudas y el crédito. Por ello, las ganan­
cias, los gastos y la dirección de la empresa en el mundo de la
prostitución han de considerarse en comparación con el sector legal.

La prostitución como empresa preindustrial

El salario normal para una mujer, por ejemplo, como costurera o fre­
gona, era de 8 stuivers, aunque, en algunos casos, podían llegar hasta
12 stuivers. Si además, la mujer comía en su lugar de trabajo, solía reci­
bir tan sólo 3 ó 4 stuivers. Los salarios anuales del servicio doméstico
interno variaban entre 20 y 100 florines, aunque el sueldo normal solía
encontrarse entre los 30 y 50 florines. Además se les daba comida y
alojamiento y propinas, dinero de bolsillo —el llamado «huurpen-
ning» en el momento de entrar en servicio y el «kermisgeld» dinero
para gastarse en la feria—, regalos de año nuevo y a veces tela para
190 -otte van de Pol

hacerse ropa. Estos extras eran algo normal y clilicultan el cálculo de


los ingresos reales. Las remuneraciones en especie eran muy impor­
tantes, pero aún más lo eran las propinas, que se daban en muchas
ocasiones. Esta era incluso la principal fuente de ingresos del personal
de servicio en hogares de familias adineradas.
Las mujeres solían ganar la mitad que los hombres por el mismo
tipo de trabajo; en este sentido, Elolanda no se diferenciaba del resto
de Europa. Además, las mujeres quedaban excluidas de las profesio­
nes y de los cargos mejor pagados; tenían pocas posibilidades de hacer
carrera; la elección del tipo de trabajo era limitada. Un florín equivalía
aproximadamente a un jornal normal para los obreros en Holanda a
partir de mediados del siglo XVil hasta mediados del siglo XIX. Tenien­
do en cuenta una semana laboral de seis días y algunos días de fiesta al
año, ello equivalía a un salario anual básico de unos 300 florines. En
Amsterdam, los salarios eran ligeramente superiores; Por ejemplo, los
obreros cualificados de la construcción podían ganar hasta 1,30 flori­
nes al día. En general los obreros podían contar con un sueldo de 7 flo­
rines a la semana. Sin embargo, hay que tener en cuenta que la vida en
Amsterdam era más cara que en otros lugares. La ciudad cobraba ele­
vados impuestos sobre el consumo, por lo cual un producto básico
como el pan era caro; también los alquileres eran relativamente altos.
Los ingresos de casi la mitad de los hogares eran de 300 florines o
menos al año, pero este grupo incluye a muchas personas que vivían
solas. El umbral de la pobreza para una familia era de unos 300 flori­
nes al año. Por consiguiente, aunque el cabeza de familia consiguiera
ganar este sueldo, apenas era suficiente para salir adelante, y sin duda
lo complementaban con los ingresos de la mujer y de los hijos, las pro­
pinas y los pluses, y los ingresos adicionales procedentes del lado más
informal de la economía.
Si bien resulta difícil estimar los ingresos reales de las capas más
pobres de la sociedad de los siglos XVTl y xvill, tenemos una idea bas­
tante exacta del importe que se consideraba como mínimo necesario
para un adulto; 3 florines a la semana, es decir: 156 florines al año.
Tanto la Compañía de las Indias Orientales como el Almirantazgo
pagaban 3 florines a la semana en concepto de gastos de manutención
temporales y de jubilación a los hombres que habían envejecido o se
habían quedado inválidos durante el servicio. Asimismo, era el precio
«Extraños ardides para sobrevivir sin d ar ni golpe» 191

que pedía el hospital por cuidar de los enfermos y el importe que


pagaban los gremios para las pensiones y la paga por enfermedad.
Las personas pertenecientes a clases más bajas de la sociedad habí­
an aprendido desde muy jóvenes a apañárselas para llegar a fin de
mes. En aquella época, la gente no solía concentrarse en una actividad
bien definida: por una propina o una comisión, todo el mundo estaba
dispuesto a transmitir un mensaje o hacer algún trabajillo. En esta
«economía de la improvisación» había que aprovechar cualquier oca­
sión para ganar algún dinero o recibir algo. Para ello era esencial tener
los contactos adecuados: los encargos y los favores solían transmitirse
a través de familiares, vecinos y compatriotas. Entre el patrono y el
empleado existía a menudo una relación de patrono-cliente. Mucho
dependía de la reputación de una persona y, por extensión, de su cré­
dito. No se trataba de un mercado impersonal, sino de una economía
de «cara a cara». Para los pobres era sumamente importante mante­
nerse bien informados de las posibilidades de los diferentes canales
para la beneficencia y la caridad, y tener buenas relaciones con las per­
sonas e instituciones encargadas de administrarlas.
Una característica esencial de la economía preindustrial era la baja
productividad y por consiguiente la pobreza estructural. Las necesi­
dades básicas, como los alimentos, la vivienda y la ropa, eran relativa­
mente caras, y consumían prácticamente todos los ingresos. Por el
contrario, había mano de obra en abundancia y por tanto barata. En
la prostitución, el bajo precio del trabajo se evidencia en la gran canti­
dad de tiempo que se dedicaba a cada cliente. Las transacciones que
se esperaba dieran beneficios importantes, como tender una trampa a
hombres casados o satisfacer deseos sexuales especiales, podían exi­
gir semanas o incluso meses de preparación. A menudo había varias
personas implicadas, cada una de las cuales se llevaba su parte del
beneficio.
A pesar de las apariencias de cara al mundo exterior, la gente que
vivía de la prostitución era en esencia pobre. Ponían todas sus espe­
ranzas en el cliente con el que podían ganar dinero, en el gran golpe
que de vez en cuando se podía dar, que después de muchos años aún
era recordado con todo lujo de detalles y cuyos beneficios casi siem­
pre solían gastarse rápidamente. La diosa Fortuna es poderosa, como
recalcan la literatura popular y la novela picaresca. Es quien determi-
192 L o tte van de P o l

na si aquel burgués borracho con dinero en el bolsillo entrará en aquel


prostíbulo o en el de al lado, y si ese mocoso rico se enamorará de
aquella puta o de otra. Het Amsterdamsch Hoerdom se burla de la
superstición de las regentas de prostíbulos y de las putas: «No hay
gente en el m undo que sea tan supersticiosa y que crea cosas tan
extrañas e innaturales». Por ejemplo, creían que conseguirían atraer a
los clientes adinerados (la «buena gente») si no despabilaban las velas
y si dejaban boñigas frescas de caballo detrás de la puerta.
La mayoría de las empresas preindustriales, y también algunas insti­
tuciones como los orfanatos y las prisiones, estaban organizadas según
el modelo de una familia: eran regentadas por un matrimonio que
hacía las veces de padre y madre, mientras que el personal desempeña­
ba el papel de los hijos. Lo mismo se aplicaba a las empresas dedicadas
a la prostitución; un ejemplo de ello es el uso de las palabras «hoerhuis-
houden» (hogar o familia de putas) y «oneerlijk huishouden» (hogar
deshonesto) para describir un prostíbulo. Las relaciones dentro del
prostíbulo eran un reflejo de la familia. Las regentas solían llamar
«hijas» o «niñas» a las prostitutas, y muchos de los apodos usados por
las regentas incluían la palabra madre, mamá o abuela. «Moeder
Colijn» (madre Colijn), «Memme Metje» (mamá Metje), «Mama Lafe-
ber», «Grootma» (abuela) y «Mama Engelbregt» son ejemplos de
regentas de finales del siglo XVll y principios del XVIII, aunque parecen
haber sido sobre todo las regentas de peor fama las que eran conocidas
por estos apodos familiares.
Por lo demás, un prostíbulo se parecía a un hogar cualquiera. En la
mayoría de los establecimientos algo mayores que el mínimo —es
decir, una regenta y una puta en una habitación— se recurría a los ser­
vidos de una criada que se encargaba de limpiar, hacer las compras,
encender el fuego y, en su caso, cocinar. Para las labores de costura se
hacía venir a una costurera que a veces permanecía temporalmente en
la casa; en caso de enfermedad se llamaba a una enfermera, en caso de
embarazo a una comadrona y después del parto a una matrona. En los
ambientes de la prostitución, este tipo de mujeres era a menudo pros­
titutas ocasionales, o antiguas o futuras prostitutas, pero esta costum­
bre de tener sirvientas en el prostíbulo proporcionaba a las mujeres
excusas plausibles ante el tribunal. Por ejemplo, Marrij Cornelis fue
arrestada en una «famosa casa de putas» pero «dice haber llegado allí
«Iix trañ o s ardides para sobrevivir sin d ar ni golpe» 193

porque era madrina del recién nacido y se había quedado a cenar».


Hester Cordua admitió alojarse desde hacía algunos días en un prostí­
bulo, pero dijo que le pagaban por cortar y poner en conserva las judí­
as verdes y colgar la colada. Clara Willems sólo fue «a buscar unas
brasas de carbón» en una casa del callejón Servetsteeg, y Grietje
Mijers afirmó encontrarse en un prostíbulo porque la regenta del esta­
blecimiento, una alemana al igual que ella, le había pedido que le
escribiera una carta. Ciertas o no, estas historias ofrecen una impre­
sión de la vida dentro de los prostíbulos.

Contratos laborales en la prostitución

Las mujeres que vivían en un prostíbulo o en una casa de baile cedían


sus ganancias y su libertad, pero a cambio se les daba un techo bajo el
que cobijarse, alimentos y protección. En estas casas, estaban bajo la
protección de la regenta con quien habían llegado a un acuerdo. Cada
uno se negociaba individualmente; las prostitutas de un mismo prostí­
bulo podían tener diferentes acuerdos y, en ocasiones, modificarlos
pasado algún tiempo. Al igual que en el sector económico regular, a
veces, al establecerse el acuerdo se hacía entrega de dinero «en
mano». Ello se desprende del interrogatorio de la regenta Anna Jans,
en 1695, que reconoció haber contratado a Annetje Elias, que perma­
necía recluida en el correccional de mujeres, por sus futuros servicios
en su prostíbulo y haberle entregado 3 florines. Los 3 florines eran el
dinero que se solía entregar al contratar a una criada.
En lo que respecta a los gastos de manutención, había dos siste­
mas. Uno era que la prostituta pagara entre 3 y 4 florines a la semana
en concepto de comida y alojamiento, y por lo demás se quedaba con
todo lo que sacara de lá prostitución. El segundo sistema consistía en
que, a cambio de la comida y el alojamiento, la regenta recibía la mitad
de las ganancias de la pupila. Es lo que se llamaba «ir a medias», y en
Amsterdam esta regla siguió aplicándose basta bien entrado el siglo
XX. Además, las prostitutas tenían que contribuir a veces al sueldo de
la criada — 1 chelín a la semana— , o de lo contrario, al menos según
Het Amsterdamsch Hoerdom, ayudar a limpiar la casa los viernes y
sábados. Asimismo, era frecuente que una mujer viviera en una posa-
)94 L o tte van de Pol

(Ja O en un prostíbulo donde realizaba trabajos de sirvienta por los que


normalmente recibía un sueldo de 30 florines al año, pero se prosti­
tuía cuando se le brindaba la ocasión, en cuyo caso entregaba la mitad
de sus ganancias a la regenta. Era lo que se llamaba una «criada y
pupila».
Las prostitutas experimentadas que ganaban un buen dinero, pre­
ferían pagar una cantidad fija por su manutención, para así poder
guardarse las ganancias. En tales casos, la regenta tenía menos intercis
en presionar a las pupilas a buscar hombres y obligarles a consumir.
Las mujeres que iban «a medias» corrían el riesgo de acabar alcoholi­
zadas, e incluso de recibir malos tratos si se negaban a aceptar a un
cliente. Tambicsn eran vigiladas más de cerca, como pudo comprobar
en 1678 Margareta Arents Groenedijk, que se enzarzó en una pelea
con la regenta delante de la puerta del prostíbulo por 1 rijksdaalder
(2,50 florines) que había ganado y que había escondido rápidamente
en sus medias. Debido a esta pelea, fue arrestada.
Las prostitutas que trabajaban de forma independiente y vivían
solas podían guardarse todos sus beneficios, pero tenían que
arreglárselas solas para encontrar clientes y por supuesto cargaban
con todos los gastos y los riesgos. Por otra parte, casi nunca opera­
ban del todo solas: las prostitutas más elegantes solían tener una cria­
da, las putas que hacían la calle solían tener una compañera que
estaba al acecho, alguna que otra tenía un hombre que vigilaba desde
cierta distancia. Y por supuesto, la prostituta tenía que pagar a todas
estas personas.
El sistema de recogida de prostitutas desde un prostíbulo para tra­
bajar en otro tenía sus propias reglas financieras. La chica recogida
tenía que dar una propina del 10% a quien la hubiese ido a buscar,
casi siempre una criada o a veces la hija de la regenta o una vecina. Era
lo que se solía llamar «un dubbeltje del florín» (una moneda de 10 cén­
timos) y la prostituta que, en 1741, declaró que la tarifa fija era 1 duh-
beltje «y que nunca dan más aunque se las vaya a buscar a otra casa»,
demostraba con ello sobre todo que el pago normal para una prostitu­
ta que trabajara fuera de casa era 1 florín.
Este tipo de prostitutas no parece que dieran parte de sus ganan­
cias a la regenta de la casa, quien por lo visto se contentaba con los
beneficios que le aportaban las consunciones y en algunos casos el
«Extraños ardides para sobrevivir sin d ar ni golpe» 195

« d in ero d e cam a» (el p ago p o r el u so d e la cam a) q u e le en tregab a el


h o m b re que, gracias a la p rostituta, n o había id o a o tro p ro stíb u lo . Sin
em b argo, n o está d el to d o claro si las p rostitutas tenían q u e pagar a las
reg en ta s d el p r o stíb u lo d o n d e re sid ía n , para te n e r esta « lib e r ta d » .
Lysje G a n sm a t, una d e las p o ca s q u e o fr e c e d eta lle s a e s te re sp ec to ,
e x p lic ó en 1744 q u e d el rijk sd a a ld er g m - iá o h abía en treg a d o 2 5 c é n ti­
m os a su am a, es decir, el 10% . E sto sign ifica q u e las p rostitu tas p o d í­
an q u e d a r se c o n el 8 0 % d e las g a n a n c ia s, y e s o c o n v e r tía e sta s
«salid as» en un n eg o c io lu crativo. A sí, para atraer a una m u ch a ch a , la
regenta G eertru y T h o m a s le había p r o m e tid o « q u e la reco m en d a ría
para q u e la vinieran a b u sca r d e o tro s p ro stíb u lo s» . E n 17 0 0 , L ijsbeth
P ieters en treg ó d iverso s regalos a la hija d e su regen ta para q u e fuera a
buscarla d e vez en cu a n d o si se p resen tab a algún clien te.

Las deudas

El tema de las deudas recorre como un hilo conductor la historia de la


prostitución. A lo largo de los siglos, las deudas se han presentado,
quizás más que la profunda pobreza y el hambre, como el motivo por
el cual las mujeres se prostituían y como impedimento para dejar la
prostitución. Ello también sucedía en el Amsterdam moderno tem­
prano. La regenta de un prostíbulo tenía las conexiones necesarias
para encontrar clientes y podía ofrecer la protección esencial para
garantizar que éstos pagaran realmente. Pero su principal capital era
material. La regenta se diferenciaba de la puta en que ella tenía dinero
o crédito con el que podía alquilar una casa, comprar comida y ropa,
adelantar dinero o asumir deudas ajenas. Una mujer embarazada
podía dar a luz en un prostíbulo; una mujer enferma podía ser atendi­
da en él; una mujer sin empleo podía pasar un tiempo en el prostíbulo
hasta encontrar otro trabajo. Sin embargo, tarde o temprano, tenía
que pagar la factura a través de la prostitución.
A menudo, la vida de una prostituta empezaba ya con las deudas
contraídas por la adquisición de atavíos. Los vestidos bonitos eran
necesarios como ropa de trabajo, pero para las muchachas proceden­
tes de familias pobres eran además una tentación para hacerse prosti­
tuta. Sin embargo, la ropa era muy cara —una hermosa falda o un
196 L o tte van de Pol

vestido de raso costaba entre 10 y 15 florines— y las deudas así con­


traídas sólo podían saldarse con suma dificultad. Muchas mujeres lle­
gaban incluso a gastar todo lo que ganaban en ropa; y sobre todo las
prostitutas jóvenes y sin experiencia, a menudo, no llegaban a ver ni
un céntimo. Por ejemplo, en 1746, Antonia Slingeland, «iba a medias»
con Alida Brakel, la regenta de un prostíbulo cuya tapadera era un
estanco. Sin embargo, Antonia no entregaba la mitad, sino todas sus
ganancias a Alida a causa de las deudas que había contraído con ella y
porque además tenía que pagar 1 chelín semanal a la criada.
Cabría preguntarse cómo se llevaba la cuenta de estas deudas,
puesto que la mayoría de estas mujeres no sabía escribir. Seguramen­
te, a menudo se recurría a un sencillo sistema de rayas, como se des­
prende de un interrogatorio realizado en 1737, cuando Lena Gerrits,
regenta de un prostíbulo, declaró acerca de una muchacha que había
dado luz en su casa que «ella había marcado con rayas en la pizarra el
dinero que ganaba la muchacha, y que restó todos los gastos que le
había pagado de antem ano por el parto, y que con lo demás, la
muchacha se había comprado ropa para el cuerpo». Los hombres
tenían más habilidades para la escritura, y por consiguiente no es
sorprendente que los pocos documentos escritos en este mundillo
fueran casi siempre redactados por hombres. En 1742 se encontró
una libreta en poder de Pieter Ribbens, el amante de la regenta de un
prostíbulo, Anna Roos, en la cual había anotado los nombres de las
mujeres que habían vivido en aquella casa, con «todos los importes
íntegros que debía cada una de las putas» y con «anotaciones acerca
de los vestidos com prados, [...] pagados con los sueldos de las
putas». Pieter era «escribiente» de profesión, es decir que escribía
cartas y otros docum entos a cambio de dinero, como indicaba el
letrero de su casa; asimismo tenía un letrero con el que se anunciaba
en la bolsa.
Las deudas mencionadas en los libros de confesiones variaban
entre 6 y 100 florines. En 1658 aparece en ellos un importe de 18 flo­
rines en concepto de liquidación de los gastos de un parto y sobrepar­
to; en el caso de las deudas por un tratam iento contra la sífilis se
mencionan importes de 37 y 40 florines. En los años 1692-1694, por
ejemplo, se mencionan deudas de 9, 10, 11, 12, 20, 30, 40, 40 a 57, 50
y 87 florines.
«I'lxtraños ardides para sobrevivir sin dar ni golpe» 197

Debido a las deudas, las prostitutas estaban en las garras de las


regentas de los prostíbulos, que podían «redimirlas», es decir, vender­
las con deudas y todo a otra regenta. Aaltje van Arnhem, sacada del
sótano de putas que Anna Vlam regentaba en un callejón, explicó en
1714 que «su compañera fue redimida el pasado domingo y que se fue
a la casa de putas de Magteld en Zeedijk». Al preguntársele qué signi­
ficaba «ser redimida», Aaltje contestó que «Magteld había pagado las
deudas de su amiga a los regentes del prostíbulo». Más a menudo se
utilizaban las palabras «comprar» y «vender» para referirse a estas
transacciones: la mujer que fue «redimida» por 60 florines, había sido
«comprada» un mes antes a cambio de 80 florines por Magteld. Estas
transacciones eran realizadas a menudo por alcahuetas que no tenían
pupilas sino que únicamente hacían de mediadoras; por esta media­
ción recibían una comisión que se sumaba a la deuda de las pupilas.
Este tipo de mujeres conseguía casi siempre mantenerse fuera del
alcance de la policía. A principios del siglo xvill, en los procesos apa­
rece con frecuencia el nombre de «Marie la que vive en la Slijkstraat».
En 1721, por ejemplo, esta mujer había ganado 15 florines «alquilan­
do» a una muchacha de dieciocho años procedente de La Haya. No
obstante, nunca fue procesada.
La historia de Margriet Scoonenbou nos ofrece un buen ejemplo
de las transacciones, los precios y las deudas. Esta quinceañera proce­
dente de Enkhuizen se había escapado de casa y había acabado en el
mundo de la prostitución en Amsterdam. Ya estaba muy endeudada,
cuando, en el otoño de 169.3, íue «redimida» por 57 florines por
Johanna Clijn, la regenta del prostíbulo y casa de baile Het Pakhuis
(El almacén). Después de tres meses, Margriet fue vendida por 53 flo­
rines a Willemijn Pelt, la regenta de un prostíbulo que vivía en un
cuarto encima de la famosa casa de baile De Spaanse Zee (El mar
español). A la cantidad pagada había que añadir un florín para la
alcahueta y dos chelines para la criada. Entre tanto, Margriet había
contraído una enfermedad venérea, por lo cual a su deuda se le aña­
dieron los 40 florines necesarios para pagar el tratamiento médico
(aunque, según declaró Margriet, la cantidad era el doble que la factu­
ra real). Después de cuatro meses, Johanna Clijn la compró de nuevo,
esta vez por un total de 40 florines. Margriet tenía que entregar todo
lo que ganaba y nunca se le permitía abandonar la casa. Finalmente
198 L o tte van d e Rol

logró librarse gracias a que sus padres encontraron su rastro y pidie­


ron ayuda a la policía.
Estas prácticas eran conocidas y también están descritas en la lite­
ratura. Tanto en Het Amsterdamsch Hoerdom (1681) como en Roere-
verhaal van geplukte Gys (hacia 1750) hay una escena en la que la
regenta de un prostíbulo otrece vender una prostituta a una colega; en
el libro Boereverhaal, la muchacha ha de desnudarse allí mismo y es
examinada de pies a cabeza por la regenta del prostíbulo, que la
rechaza por su aspecto mísero y enfermizo, pues no vale los 30 florines
que piden por ella. Semejantes transacciones conmocionaban a los
contemporáneos que utilizaban la palabra «esclavitud» para referirse
a estas prácticas. Mientras las putas siguen siendo pobres, dice D ’O-
penhertige juffrouw «las regentas se embolsan el dinero y tratan a estas
desgraciadas como los esclavos en Turquía [...]; pues las cambian, las
venden e incluso las pignoran por el importe que les adeudan».
Las mujeres que tenían muchas deudas eran encerradas y vigiladas
constantemente, sobre todo si llevaban puestos vestidos propiedad de
la regenta. «Preferiría ser una criada negra o una esclava en Batavia,
que una mujer de vida ligera en una casa de baile», declara uno de los
personajes de De Amsteldamsche speelhuizen (1793) «pues es una
vida de trabajos forzados». La mayoría de las historias sobre deudas y
esclavitud proceden de los dos periodos de florecimiento de las casas
de baile, es decir, del último cuarto del siglo XVIT y de la segunda mitad
del siglo xvm. Un alemán afirmó en 1802 que en las casas de baile
había muchachas que llevaban diez o doce años sin salir a la calle.
En De Amsteldamsche speelhuizen alguien exclama que «verdade­
ramente, ningún país libre puede tolerar que se trafique con carne
humana para fornicar». La manera de obligar a una mujer a prostituir­
se era casi siempre la deuda de la puta a la regenta del prostíbulo. La
que no consiguiera pagar la deuda por sus propios medios podía
intentar huir, y, para más seguridad, abandonar de inmediato Amster-
dam. Otra posibilidad era encontrar un hombre dispuesto a comprar
su libertad, según se expresa en Het Amsterdamsch Hoerdom: «Cazar
a algún necio que satisfaga la deuda, y se ocupe de todas sus necesida­
des, sólo para tener un apestoso agujero para él solo». Y estos casos se
daban en efecto. Por ejemplo, Jacoba Pluym, de veinte años de edad,
fue «redimida» por 87 florines por un joven de la casa de baile de Rij-
«Lixtraños ardides para sobrevivir sin dar ni golpe» 199

zende Zon (El sol naciente), donde la había conocido; después la alojó
en casa de un maestro francés por 5 florines a la semana. También los
padres que querían sacar a su hija de un prostíbulo, tenían que satisfa­
cer primero la deuda contraída. En 1739, la regenta de un prostíbulo,
jacoba van Dort, se negó a devolver una hija a su madre porque ésta
no quería pagar. Jacoba había tenido que pagar mucho dinero al ante­
rior regente por los vestidos de la muchacha. Por cierto que en aquel
mismo prostíbulo otra muchacha acababa de ser redimida por 20 flo­
rines por un hombre dispuesta a mantenerla.
En principio, obligar a una mujer a fornicar era delito, pero no
había nada ilegal en obligarla a pagar sus deudas. Parece ser que la
justicia ayudó en algunos acasos a que las prostitutas liquidaran sus
deudas. Por ejemplo, en 1694, Sophia Laurens manifestó durante su
estancia en la Spinhuis que una vez cumplida su condena quería vivir
honestamente. Sin embargo, tenía pendiente una deuda de 50 flori-
nes con la regenta Rebecca Stam. La justicia la ayudó, arrestó a
Rebecca en 1694 y pidió a Sophia que testificara contra ella. Sophia
rogó entonces a Rebecca que le perdonara su deuda «para poder lle­
var una vida mejor al salir del correccional». Dadas las circunstan­
cias, Rebecca no podía hacer otra cosa más que declarar que le
perdonaba la deuda y que se contentaba con las cinco semanas en
que Sophia había vivido en su casa como puta. Considerando la
cuantía del importe, sin duda lo hizo a regañadientes.
En 1733, el tribunal preguntó a jan Vijand, regente de un prostí­
bulo, «si era cierto que en noviembre del año pasado pidió a Stijn
Jans que le enviara a una buena moza, que pudiera tratar con caballe­
ros, y que pagaría, a quien trajera hasta su casa a esa buena moza,
todas las deudas que ella hubiera contraído». Stijn, una alcahueta de
Gouda, le trajo personalmente una «buena moza» a cambio de un
importe de 20 florines. Entre las pruebas presentadas ante el tribunal
se encuentra la carta quejan Vijand envió a Gouda.
Anna Brassart, una muchacha de diecinueve años que había vivido
como mantenida en La Haya, había pedido en 1731 a una alcahueta
que le encontrara un lugar en un prostíbulo, a fin de poder saldar sus
deudas. La alcahueta escribió para Anna una carta de recomendación
a una regenta de Amsterdam; acto seguido, la regenta mandó buscar a
Anna y asumió su deuda.
200 L o tte van d e Pol

La captación de clientes

Quien quiera hacer negocios tendrá que atraer clientes y hacer publi­
cidad; esta regla también es válida para el negocio de la prostitución.
Sin embargo, en aquella época el negocio de la prostitución exigía
además secreto y discreción. Este dilema se solucionaba de diferentes
formas. Las «casas discretas», es decir los prostíbulos que no eran
reconocibles como tales desde el exterior, dependían de la publicidad
del boca a boca, aunque seguramente también recurrieran a interme­
diarios como los recaderos y posiblemente a listas escritas como la
Lijst van Camernymphies (Lista de ninfas de habitación) que contenía
los nombres y las direcciones de 18 casas de baile, 67 regentes y 64
putas. Una vez dentro del prostíbulo, a veces era posible elegir una
mujer a partir de retratos. Al menos esto es lo que muestra el frontispi­
cio de Spigel der alderschoonste cortisanen («Espejo de las más bellas
cortesanas») (véase ilustración 5) de Crispijn de Passe de 1630. En el
sainete de J. Noozeman Lichte Klaertje («Clara la ligera», 1650), apa­
rece una mujer que no tiene putas, sino sólo «letreros» con los retratos
de putas de encargo «y entonces has de pagar por la que hayas elegi­
do». Hay algunos ejemplos de mujeres que en las riñas con los vecinos
eran acusadas de haber sido «putas de letrero» en Amsterdam duran­
te su juventud. Jean-Francois Regnard, un viajero francés, describe en
1791 un prostíbulo donde se entraba «en una habitación conectada
con diferentes cuartos en cuyas puertas cuelga el retrato de la persona
que se halla dentro». El hombre elegía y pagaba. «Y si el retrato era
favorecedor; ¡mala suerte!». Teniendo en cuenta los gastos que impli­
caba realizar los retratos, sin duda sólo podían perm itírselo unos
pocos prostíbulos.
En los prostíbulos públicos, las mujeres atraían a sus clientes desde
la puerta o la acera, y si vivían en los pisos superiores lo hacían asomán­
dose a la ventana. A veces, una de las pupilas hacía las veces de reclamo
y se exhibía sentada delante de la puerta o en la sala delantera. Asimis­
mo se hacía publicidad en la calle. Las casas de baile enviaban a las
criadas a las calles cercanas al puerto, «para anunciar a las putas», y
abordar a los transeúntes «para persuadirles de que visitaran los prostí­
bulos». Catharina Roelofs abordaba a los hombres en la calle pidién­
doles «1 stuiver para café»; si uno picaba, entonces le preguntaba «si
«E xtrañ os ardides para sobrevivir sin dar ni golpe» 201

tenía vida en su cuerpo» y a continuación le proponía acompañarle


hasta una tal señorita Gijsenbier, «donde le darán un buen vaso de vino
y una muchacha de su gusto, una habitación agradable y una buena
cama». Esta era una forma de atraer a los turistas incautos.
Esta publicidad iba dirigida a menudo a grupos especiales de
clientes. Marretje van de Bor, que de día era vendedora ambulante y
que de noche regentaba un prostíbulo, tenía en 1742 un lugar fijo
con su carretilla junto a un puente cerca del puerto, y abordaba sobre
todo a los marineros: «Tengo chicas guapas en casa, venid esta noche
a mi sótano». En 1661, una criada fue enviada a repartir notas —en
las que se indicaba la dirección de «cierta señora»— a los transeúntes
en la calle; la criada, que no sabía leer, entregó las notas a algunos
jóvenes diciéndoles «que contenían algunas noticias». A finales del
siglo XVIII, en salones de baile más elegantes, las prostitutas entrega­
ban una tarjeta con su dirección a los hombres que mostraban interés
por ellas.
Las putas callejeras también atraían la atención de los hombres
cantando. Dos putas callejeras fueron incluso arrestadas porque en
plena noche «habían cantado canciones muy sucias delante de las
casas» en la Kalverstraat. Un agente de la policía, redactó el siguiente
informe sobre Anna de Gijter que se prostituía en la Kalverstraat.
Anna era una pupila de la regenta Seija, notoria cómplice del alguacil
suplente Schravenwaard. Seija había enseñado el oficio a Anna acom­
pañándola por primera vez «para indicarle el camino y enseñarle
cómo debía abordar a los hombres». En la noche de autos, el esbirro
vio primero a Anna perseguir a un hombre en dirección de la plaza del
Dam. «Gordito, gordito», le dijo ella, pero el hombre siguió su cami­
no diciendo: «Lárgate puta de mierda». Ella le dio la espalda, regresó
a la Kalverstraat y abordó a otro hombre. Éste pasó de largo sin pro­
nunciar palabra. Anna volvió a dar media vuelta, regresando a la plaza
del Dam y allí entabló conversación con un oficial de un taller de
estampado de algodón que se paró a escucharla. Estuvieron hablando
un rato, pero en cuanto el hombre vio al esbirro siguió su camino.
Anna fue detrás de él y un poco más lejos reanudaron su conversa­
ción, hasta que el esbirro se les acercó y preguntó al hombre si conocía
a la mujer. «Sólo como honorable y virtuosa», le contestó el oficial,
pero el esbirro había visto suficiente y arrestó a Anna.
202 L o tte van de Pol

Las prostitutas se dirigían a los «caballeros» llamándoles «señor»


para luego preguntarles la hora o el camino, como por ejemplo Marian­
ne Eliasz, una judía alemana, que abordó a un hombre en la Jodenbree-
straat.

E lla; ¿Qué hora es?


ÉL: Las once, ¿y que haces tan tarde en la calle?
E lla: Los tiempos son malos e intento ganar algo de dinero.

A continuación, él le preguntó si era una puta.

E lla: N o de todos, pero sí para señores como vos.

Acto seguido, le propuso que fueran juntos hasta el Plantage, en


aquella época un barrio nuevo con muchas zonas verdes y espacios
abiertos. El hombre fingió acceder pero la llevó a la prevención donde
la entregó a los guardias.
La táctica utilizada con los hombres de las clases bajas era más
directa y la relación era de mayor confianza, en mayor pie de igual­
dad. Una de las formas muy utilizadas para dirigirse a ellos era
«perrito», es decir, el diminutivo de uno de los insultos más utiliza­
dos contra los hombres. En 1709, Cornelia Cnijn, apoyándose contra
la parte inferior de la puerta del prostíbulo en la Jonkerstraat, abor­
daba a los hombres diciéndoles: «Perrito, ¿no te apetece beber una
jarra de cerveza?» Un policía, que se hacía pasar por borracho y se
hallaba al principio de la Kalverstraat, vio que se le acercaba una
mujer;

E lla: Perrito, ¿adónde vas?


ÉL: Doy un paseo.
E lla: Ven conmigo a mi casa, que beberemos una jarra de cerveza.

Las putas también se dirigían a sus clientes llamándoles «hijo».


«Hace frío, hijo», dijo en diciembre de 1709 una puta callejera al
abordar a un hombre; y, mientras era arrestada por la policía, otra
prostituta le dijo al marinero que aún yacía con ella en la cama: «Tú
quédate tumbado, hijo mío, que a ti no te harán nada».
« í ’,xtraños ardides para sobrevivir sin dar ni golpe» 203

A veces, los gestos y el lenguaje que utilizaban las prostitutas en


busca de clientes escandalizaban a los presentes. Los vecinos de la
regenta Marry Gerrits se quejaron en 1693 de que molestaba a los
hombres a plena luz del día y los obligaba a entrar en su casa en contra
de su voluntad. En 1740, Elsie Schilsema invitó a entrar a un hombre y
cuando éste preguntó qué había de hacer él allí, ella le respondió utili­
zando «una expresión muy sucia». Unos años más tarde, Ariaantje
Plankman y Femmetje hlendricks atrajeron a un hombre hasta un
prostíbulo, con las siguientes palabras: «Puedes tener todo el placer
que quieras» y «muchas otras expresiones sucias», y cuando el hom­
bre aceptó la invitación, Femmetje entró en la casa y se levantó las fal­
das mostrando su bajo vientre desnudo, tal como contaron los
vecinos, que la habían espiado.
Las prostitutas podían esperar recibir una condena más severa si
manoseaban a los hombres o si utilizaban un lenguaje obsceno. Esto
fue lo que les sucedió a dos putas callejeras que una noche de 1693
pararon a un esbirro y le dijeron: «Vayamos abajo del puente a ver
cuál de nosotras es la más hermosa». Grietje Muylman abordó en
enero de 1724 a un hombre con las palabras: «Tengo el cuerpo tan
frío, desde la cabeza a los pies. ¿El tuyo también?» Lo siguió junto con
su compañera hasta la plaza del Dam y le instó a acompañarla a casa
«donde podría calentarla». Mari Cornelis de Rotterdam había abor­
dado en 1681 a un hombre en plena calle «y encima se había golpeado
las nalgas con la mano diciéndole que besara su culo de Rotterdam».
Tanto Grietje como Mari tuvieron la mala suerte de abordar a un
alguacil suplente. Todas estas mujeres fueron sentenciadas a largas
penas en el correccional y a años de destierro.

Las negociaciones

Cuando un hombre mostraba interés, se entablaban negociaciones


para que las partes pudieran llegar a un acuerdo. Se dedicaba mucho
tiempo a esta primera toma de contacto. Jeroen Jeroensz escribió en
1689 refiriéndose a la casa de baile el Grole Wijnvat, junto al puerto,
que las putas se exhibían «como en un mercado público, y cada una
puede conseguirse por el precio que se pueda acordar, como podéis
204 Lotee van de Pol

ver allí que varias parejas están a punto de cerrar el trato: y las que ya
han llegado a un acuerdo, prosiguen juntas su camino». Es una
«escuela de putas y m ercado de ganado». Un agente de policía
declaró que Lena Jans, a quien él había sorprendido yaciendo con un
hombre en plena calle, había negociado previamente con el hombre
en cuestión durante más de un cuarto de hora. Anna Jans abordó
junto con una compañera a dos hombres en la calle: «¿No puedo
ganarme 22 stuivers contigo?» Acosaron a los hombres hasta que uno
de ellos, un grumete, mostró interés. Le ofreció 3 stuivers en lugar de
los 22 que Anna le había pedido; finalmente ésta aceptó.
A un caballero se le pedía más dinero que a un mozo, lo cual, por
otra parte, era usual para todos kts servicios. Esta fluctuación de la
tarifa según la «posición» se menciona, por ejemplo, en un diario sen-
sacionalista de La Haya a principios del siglo XIX: las putas callejeras
pedían 5 stuivers a un hombre que llevara sombrero, 3 stuivers a un
hombre con gorra y zuecos y 2 stuivers si el hombre llevaba chamarra.
Un militar pagaba aún menos. La consecuencia era que los importes
variaban mucho, incluso tratándose de la misma mujer. La falta de
una tarifa fija, el tiempo que se dedicaba a las negociaciones y las tari­
fas adaptadas a la posición social del cliente son buenos ejemplos de la
manera en que se hacían negocios en la sociedad preindustrial.
En la calle, las mujeres solían intentar obtener el dinero de ante­
mano, como se desprende de una conversación escuchada en 1740 en
las escaleras en la parte posterior del ayuntamiento de Amsterdam,
en la que la mujer decía: «Vivo demasiado lejos de aquí, podemos
hacerlo aquí detrás, pero antes tienes que darme el dinero». En aque­
lla época, pagar por adelantado era poco corriente y constituía una
señal de falta de confianza y de la resistencia a dar a crédito: era típi­
co de los tratos deshonestos. Una vez más, la puta pasa a formar parte
de una metáfora negativa, como demuestra la expresión holandesa:
«No soy una puta, no hay por qué pagarme por adelantado». En un
sainete del siglo XVII se comparaba a los profesores con las prostitu­
tas debido a su costumbre de cobrar por anticipado cuando daban
clases particulares.
La que no recibiera el dinero por adelantado, corría el riesgo de no
recibir nada, o de recibir menos de lo acordado: al fin y al cabo las
promesas hechas a las putas sin honor valían bien poco. Con regulari­
«E xtrañ os ardides para sobrevivir sin d ar ni golpe» 205

dad surgían problemas a este respecto. Sophia Elisabeth Steenhagen


acabó en 1739 en la prevención debido a una escandalosa pelea con
dos grumetes de un remolcador en un establo por el pago de «las
indecencias cometidas». Durante la pelea, Sophia insultó a los mozos
utilizando «palabras sucias y feas», y gritando tan fuerte que las perso­
nas en la calle podían oírla.
Sin embargo, no siempre eran las mujeres las engañadas. En De
ongelukkigc levensheschryving («La desgraciada vida», 1775), unas
putas callejeras se regodean contando cómo tratan a sus clientes; una
muchacha que no había podido sacarle más de 25 céntimos a un caba­
llero elegantemente vestido, gritó en cuanto tuvo el dinero; «Que
viene alguien», tras lo cual el hombre huyó temeroso y sin haber goza­
do de los favores por los que había pagado.

Dinero por sexo

Aunque no hubiera tarifas fijas, en la prostitución callejera se aplicaba


una tarifa ampliamente aceptada. En la segunda mitad del siglo XVll
era 1 chelín (6 stnivers) y éste parece haber sido el precio mínimo en
aquella época. En ¡let Amsterdamsch Hoerdom se habla con desdén
de una mujer que «se ha dejado utilizar repetidas veces por los solda­
dos [...] por 1 chelín». Aaltje Pieters, a quien en 1661 le fue ofrecido
1 chelín, declaró «que no quiso hacerlo por aquel precio» y prefirió
hacer la guardia mientras su compañera, que sí había aceptado el
trato, mantenía relaciones con el hombre. No se mencionaban impor­
tes más bajos, aunque sí más altos. Los importes muy elevados impli­
caban de uno u otro modo el robo. Nadie creyó en 1698 a Geertruijd
Cornelisse de treinta y seis años cuando ésta afirmó que no había
robado 60 florines a un vendedor de turba, sino que los había recibi­
do para dejarse seducir «deshonrosamente».
En 1715, 1 chelín era aún la tarifa normal para una prostituta ca­
llejera, pero en el transcurso del siglo XVIII, la tarifa no tardó en bajar
hasta 5,5 stuivers (existía en la época una moneda para este importe; el
zesthalf). Anna Margriet Harssens abordó por la noche a un hombre y
le preguntó si quería beber una copita con ella porque hacía mucho
frío. Juntos fueron a una posada, bebieron algo, y cuando volvieron a
206 L o tte van dt; Fol

salir, los guardias la oyeron decir: «Vayamos a tumbarnos junto a las


piedras lo haré por un precio razonable». El precio razonable —en
1740— era 1 zesthalf. En el momento en que se disponían a tener rela­
ciones sexuales sobre una tina, los guardias intervinieron. En aquella
época se mencionaban importes cada vez más bajos, como los 10 cén­
timos y 2 cuartos que un hombre le entregó en 1739 a Caetje Martens
en la Kalverstraat: al parecer, era todo el dinero suelto que llevaba en
el bolsillo. Un zesthalf seguía siendo la tarda normal en La Elaya del si­
glo XVIII para la prostitución callejera y en Leiden sucedía seguramen­
te lo mismo. Hacia finales del siglo XVlll, en La Haya se pagaba cada
vez menos de un zesthalf y a principios del siglo XIX aún menos. Dado
el malestar económico, es probable que la tarifa bajara también aún
más en Amsterdam.
Si un hombre entraba en un prostíbulo —ya fuera un estableci­
miento mísero o elegante, ya permaneciera en él poco o mucho tiem­
po— a menudo solía gastarse el dinero en consumiciones, en pagar la
cama, la habitación, regalos para la prostituta y propinas para la cria­
da. Las tarifas en un prostíbulo o en una casa de baile eran más altas
que en la calle, y había más variación. Una vez más debemos algunas
de las minuciosas descripciones del segundo cuarto del siglo XVlll a
los vecinos que espiaban o a los agentes de policía. Así, en 1739, los
vecinos declararon que habían oído que una mujer decía a dos alema­
nes que abandonaban su casa: «No puedo hacerlo por 6 zesthalven,
pues no me dejo utilizar tres veces en un día». Es evidente que en este
caso no llegaron a un acuerdo; la mujer consideró que 1,65 florines no
era suficiente.
En el siguiente ejemplo, de 1740, podemos seguir muy de cerca las
negociaciones. La historia concierne a Ariaantje Thomas, de treinta y
cuatro años, que según sus propias palabras era comadrona, pero que,
de hecho, regentaba un prostíbulo y había sido condenada en varias
ocasiones, y a Geertrui Cramer una costurera trece años más joven,
que alquilaba una habitación en la casa de Ariaantje. Dos agentes de
policía vieron que un hombre entraba en el callejón donde vivían las
mujeres, y cuando se disponía a orinar, Ariaantje le abordó; los agen­
tes los siguieron y una vez llegados a la casa se apostaron en la escalera
para poder verlo y oírlo mejor;
«H xtniños arclitlcs para sobrevivir sin ciar ni golpe» 207

Ariaani iií: Buenas noches señor, oye, ¿no te apetece entrar?


E l HOMBRE: ¿Estás sola?
Ariaan T|E: Tengo una muchacha muy guapa.

Acto seguido, el hombre entró en la casa; dentro había una peque­


ña cortina detrás de la cual podía esconderse. La mujer fue a buscar
vino y tres vasos. Después de un tiempo empezaron a hablar de
«divertirse un poco», y más tarde se oyó al hombre decir: «Un perro y
una perra hacen buena pareja, ¿no crees?».

AkiaantjE: Entonces tendrás que darme un ducado.


E l HOMBRE: Eso es demasiado.
G eertruI: E so ya lo veremos. N o creas que tienes ante ti a unas putas
callejeras que te puedan contagiar una enfermedad, yo estoy
limpia; pero mi ama sabría qué hacer si fuera necesario, pues
hace poco curó a un hombre de La Haya de tenía gonorrea.

En aquel momento, los agentes llamaron a la puerta y entraron. El


hombre en cuestión confirmó la declaración de los agentes ante el tri­
bunal.
El precio de 1 ducado (3,15 florines) parece elevado, pero se men­
ciona en otros procesos. También en Het Amsterdamsch Hoerdom,
donde, en la mayoría de los casos, se visitan las «mejores» casas, se paga
siempre un ducado. Los importes oscilaban casi siempre entre 2 cheli­
nes y 1,5 florines. Al igual que sucedía con los salarios en general, en
Amsterdam las prostitutas ganaban más que en otros lugares.
Lo que perdía ganar una prostituta dependía por supuesto del
número de clientes que tuviera. Una puta callejera podía compensar
una tarifa baja aceptando muchos clientes, pero no sabemos cuántos
clientes era normal tener en aquella época. Al parecer, en un prostíbu­
lo, una prostituta solía recibir sólo uno o varios clientes al día, o inclu­
so a la semana. La organización y el trato con el cliente exigían ya de
por sí mucho tiempo: a menudo había que ir en busca de una mujer,
luego el hombre y la mujer bailaban, bebían y comían juntos, y a
veces, el hombre se quedaba a dormir toda la noche o incluso pasada
días enteros con la misma chica. Además, la oferta de clientes variaba
según la estación del año. La segunda mitad del verano era «tempora-
208 Lotte van d e Pol

da alta» para la prostitución en Amsterdam, debido al gran número de


marineros que eran reclutados para la flota de las Indias Orientales o
que volvían de ellas. Además, en septiembre se celebraba la feria de
Amsterdam.
El cliente pagaba también las consumiciones, y a veces se trataba
de verdaderos banquetes. Het Amsterdamsch Hoerdom habla de pla­
tos de pastelería y pescado dulce; «Gys, el campesino desplumado»
del Boereverhaal y su querida se atiborran a base de pepinillos, nueces,
espadines, castañas y almendras, a continuación devoran un plato de
«nabos con cerdo», y para desayunar, después de pasarse la noche bai­
lando, panecillos calientes. En otra casa de baile comieron naranjas y
almendras, más tarde mejillones en salsa, poco después patatas con
pescadilla, todo regado con abundantes cantidades de vino. Algunas
de estas delicias fueron compartidas por la regenta de la casa. Y todo
ello a expensas de Gys. Las pocas veces en que se menciona la comida
en los libros de confesiones relatan la misma historia. En 1677 una
prostituta contó haber comido «algunos bacalaos» con un hombre.
Parece ser que, en efecto, se comían muchas ostras, como las que apa­
recen con frecuencia en los cuadros de prostíbulos. En 1703, alguien
se reúne con una prostituta en una «casa de ostras y de putas», y la
regenta de prostíbulo, Johanna den Hartog mandó que le trajeran 150
ostras.
En ocasiones, el hombre no pagaba a la prostituta con dinero sino
con regalos. El hombre que permaneció del viernes al lunes con Lijs-
beth Riesenbrinck en el prostíbulo donde ésta vivía, le regaló en 1686
dos anillos de oro «por haber abusado de su cuerpo». En 1737, Alida
Tiken ganó de la misma manera, en un solo domingo, «las chinelas
que calza en los pies». De este modo, ambas partes podían fingir que
el regalo era fruto de una relación y no de una transacción comercial.
Aunque por supuesto se trataba de una transacción comercial, y sin
lugar a dudas las mujeres tenían métodos para conseguir que les hicie­
ran regalos. Lodewijck van der Saan relata su propia experiencia con
las prostitutas inglesas que recurrían a la táctica de empezar rechazan­
do el dinero de un cliente si sospechaban que era adinerado. A conti­
nuación «pedían prestado» dinero y luego empezaban a pedirle
regalos: «What shall you give me, give me a pair o f gloves» (¿Que qué
me darás? ¡Dame un par de guantes!).
«Extraños ardides para sobrevivir sin d ar ni golpe» 209

Parece tarea imposible descubrir cuáles eran los ingresos de las


prostitutas de un prostíbulo en el laberinto de factores implicados.
Sin embargo, una indicación de las ganancias medias a la semana
puede deducirse del dato de que ir «a medias» era un acuerdo normal,
mientras que 3 florines se consideraba el importe mínimo para comi­
da y alojamiento durante una semana. Así pues, una prostituta tenía
que entregar al menos 3 florines cada semana, y por consiguiente
había de ganar por lo menos el doble. Es lógico esperar que en un
prostíbulo típico, una prostituta ganara entre 6 y 8 florines a la sema­
na: con menos de 6 florines, la regenta del prostíbulo salía perdiendo,
y si ganaba más, la prostituta no querría seguir yendo a medias duran­
te mucho tiempo. Este resultado queda enturbiado por el hecho de
que las prostitutas ganaban dinero para sus regentes no sólo entregán­
doles un porcentaje de sus ganancias, sino también animando a los
clientes a beber. Sin embargo, se ve confirmado por la afirmación del
regente de un prostíbulo en 1728 de que había despedido a una puta
porque no podía aportar 3 florines a la semana.
Los 6 a 8 florines que debía ganar semanalmente de media una
prostituta, equivalían más o menos a los ingresos semanales de un
obrero cualificado en Amsterdam y eran dos o tres veces más de lo
que podía ganar una mujer realizando un trabajo honrado. Si bien es
cierto que a esta cantidad había que descontar la parte para la regenta,
las deudas, los vestidos y otros gastos. Cabría preguntarse si en este
entorno se podía ahorrar dinero. Het Amsterdamsch Hoerdom descri­
be que las putas gastaban con suma facilidad el dinero ganado, una
observación que también puede encontrarse en las investigaciones
realizadas sobre la prostitución del siglo XIX y XX.
En el siglo XVll, las prostitutas ganaban más que en el siglo XVlll.
En la prostitución callejera, la tarifa básica descendió de 30 hasta
menos de 27 céntimos. Los importes mencionados de pasada —como
por ejemplo en la declaración que realizó en 1658 Maddaleentje
Tobias, quien confesó «haberse acostado con algunos hombres y
haber ganado a veces un ducado y otras veces menos»— apenas apa­
recen un siglo más tarde. En el transcurso del siglo XVIII aumentó el
coste de la vida, de forma que la disminución en los beneficios obteni­
dos con la prostitución fue en realidad mayor. Ante el tribunal, las
prostitutas relataban cada vez más historias de gran pobreza. Un
210 L o tte van de Pol

ejemplo lo constituye Cornelia van Wijk, sorprendida en 1731 en


calle con un hombre, que dijo «haberlo hecho por hambre y habí
ganado con ello veinte céntimos».
Los precios a la baja sugieren que cada vez más mujeres ofrecían si
servicios como prostitutas; una señal de la creciente pobreza entre 1
mujeres de las clases más bajas. Con la desaparición de la industria tex
a finales del siglo XVII y principios del XVIII, desapareció también grt
parte del trabajo femenino, y para muchas mujeres de las clases baj
sólo quedaban las labores de costura y de limpieza. En el transcurso d
siglo XVIII, también empezó a empeorar la situación de los hombres,
por consiguiente disminuyó el poder adquisitivo de los clientes. De es
modo, las ganancias de la prostitución siguieron descendiendo.

Sexo por dinero

«La palabra de Dios nos dice que la cópula que no se haga pa


engendrar hijos constituye pecado», escribió el muy citado Lodewijt
van der Saan. Todo lo demás era impúdico, y «un fuego del infierno
Sin embargo, no todo el mundo se tomaba tan a rajatabla la palabra <
Dios e incluso la Iglesia enseñaba que el sexo, al menos dentro d
matrimonio, también servía «para gozar de un placer moderado». 1
objetivo era, no obstante, apagar el fuego del deseo, y no encenderl
La ardiente satisfacción de los deseos y las variaciones sexuales tar
bién eran consideradas como «putaísmo» dentro del matrimonio. E
la práctica, tanto la Iglesia como los médicos, consideraban que
única forma de contacto sexual admisible era el coito en que el hor
bre yaciera encima de la mujer.
Sin embargo, se trata de normas sexuales, y éstas no siempre coii
cidían con que lo que la gente hacía en la práctica. Sobre esta práctií
estamos mal informados: lo que tenía lugar detrás de las cortinas pe
manece oculto en gran medida en las fuentes. En los archivos judicial
encontramos sobre todo la conducta punible, y anómala; dentro de
prostitución encontramos más los extremos que lo normal. Pero prec
sámente esto nos aporta a su vez información, pues lo que las prostiti
tas consideraban inaceptable —o aquello para lo cual pedían mucf
dinero— sin duda era considerado intolerable por todo el mundo.
«l'^xtraños ardides para sobrevivir sin d ar ni polpe» 211

La información recogida en declaraciones no oficiales evidencia


que el sexo en el mundo de la prostitución implicaba casi siempre que
la pareja realizaba el coito, tumbada o de pie, cara a cara y con la
mayor parte de la ropa puesta. No se utilizaban métodos anticoncepti­
vos: a partir de mediados del siglo XVlll, los hombres empezaron a uti­
lizar de vez en cuando preservativos, pero únicamente como medio
para evitar el contagio de las enfermedades venéreas. Las mujeres
aceptaban el riesgo de quedarse embarazadas y los hombres el de
dejarlas preñarlas. En este sentido, los clientes no tenían nada que
temer, porque una prostituta no tenía ninguna posibilidad de ganar
un pleito por paternidad. El sexo y el embarazo iban juntos; una pros­
tituta embarazada seguía teniendo clientes. La prostituta italiana
sobre la cual Van der Saan escribió disimuladamente en sus notas, gri­
taba durante el coito «fasciate me grande» (literalmente, hazme gran­
de, es decir: déjame preñada).
El principal criterio de las prostitutas parece haber sido si los servi­
cios solicitados eran algo «natural». A su entender, la masturbación
no lo era. Hasta mediados del siglo XVlll, las fuentes ni siquiera men­
cionan la masturbación. Después, parece que algunos hombres, sobre
todo los «caballeros» solicitaban este servicio a las prostitutas, por
temor a la sífilis. La prostituta Maria Reijts de La Haya contó en 1771
al tribunal que en el bosque llamado Haagse Bos le había abordado un
caballero que no quería «conocerla»,

sino que intentó convencerla con muchos argumentos para que le «expulsa­
ra» el semen; que al principio ella se había opuesto a hacerlo, porque le pare­
cía innatural, pero que se dejó convencer por la persuasión del caballero, para
llevar su mano hasta su «hombría»; y que aunque otros le habían hecho repe-
titlas veces la misma propuesta, de expulsarles el semen, nunca había acepta­
do, por considerar que era contrario a la naturaleza...

También otras prostitutas recalcaban que los clientes las habían


convencido con dificultad para que hicieran tal cosa, por ejemplo con
el argumento de «que eso no era pecado, y que era mejor que morir de
hambre». Podría pensarse que este tipo de justificaciones eran única­
mente palabras piadosas para conmover al tribunal, si no fuera por­
que la tarifa exigida confirma la sinceridad de la aversión hacia la
212 L o tte van de Pol

masturbación. Para «expulsar u ordeñar el semen» o «hacer catequi-


zación manual» se pagaba al menos tanto y a veces el doble que para
un coito normal.
Mucho peor que la masturbación era la felación. Sin embargo esta
práctica parece haber sido muy excepcional. En 1784, en el Haagse
Bos rondaba un hom bre de cuarenta años, vestido de negro, que
pedía «porquerías extremas». La vieja prostituta, Arendje Storm,
aceptó su propuesta «de chuparle con la boca el miembro viril», pero
pronto lo dejó, porque tenía fuertes vómitos. Entonces, el hombre «se
las apañó solo» y le entregó 2 chelines. Es el único ejemplo de felación
que he podido encontrar; la reacción de la mujer habla por sí sola.
Tampoco he podido encontrar nada en relación con la sodomía.
En los libros de confesiones no se dice nada al respecto de las prác­
ticas de pedofilia dentro de la prostitución. Pocas veces aparecen
prostitutas menores de quince años. Aunque sí existen historias,
rumores y acusaciones que hacen sospechar que el abuso de menores
ocurría alguna que otra vez. En 1651, Marietje Beuckelaer, de once
años y ocho meses de edad, explicó que su madre la había obligado a
acostarse con un marinero escocés, por lo cual ahora estaba preñada,
y que otros le habían contado que, a cambio, su madre había recibido
21 florines. Sin embargo, ante el tribunal y después de ser «amenaza­
da con duras palabras», Marietje dijo que lo había inventado todo y
que su tía, en cuya casa vivía y «que la obligaba a mendigar», le había
ordenado contar esta historia mientras mendigaba para «despertar la
compasión de la buena gente». Las personas a quienes la niña había
contado esta historia, estaban tan alarmadas que habían avisado al
alguacil.
En la prostitución había demanda de vírgenes jóvenes. Dorothé
Jans, hermana menor de la regenta Rijk Banket, tenía tan sólo catorce
años cuando fue desvirgada por un oficial de navegación. La mucha­
cha explico «haber gritado porque el oficial le hacía daño»; su herma­
na le trajo entonces un tazón de vino, diciéndole «estáte callada, que
ya se te pasará». Con el dinero obtenido compraron vestidos. A conti­
nuación, una alcahueta ofreció 3 ducados a Rijk si podía llevarse a
Dorothé a La Haya para satisfacer a «cierta persona importante». Más
tarde se menciona el nombre de dicha persona: el señor van Somel-
dijck. Posiblemente le fuera ofrecida de nuevo como virgen; según
«E xtrañ os ardides para sobrevivir sin dar ni golpe» 215

una vieja tradición (literaria) existen métodos para perder más de una
vez la virginidad y por consiguiente venderla caro.
En los pocos casos en que aparecieron ante los tribunales casi
siempre estaban implicadas muchachas traídas de otras ciudades, o
procedentes de Amsterdam, pero llevadas a otras partes. Ello pone de
manifiesto las grandes precauciones que se tomaban y el miedo a ser
descubiertos. Las víctimas eran a menudo muchachas que se habían
escapado de casa o muchachas como Dorothe Jans, que pertenecían a
familias de prostitutas. Las regentas de los prostíbulos que traficaban
con vírgenes eran mujeres de mala fama como Rijk Banket, «moeder
Colijn», y Susanna Jans.
Susanna Jans fue acusada por prestar otro servicio sexual prohibi­
do: cada semana acudía a su prostíbulo un judío rico, que se hacía azo­
tar. Aunque la legislación no decía claramente que las prácticas
sadomasoquistas constituyeran delito, ello se desprende de la tenaci­
dad con que la regenta de un prostíbulo sostenía que los azotes encon­
trados debajo de su cama sólo servían para limpiar la chimenea.
Susanna Jans fue arrestada en 1722, y en 1725 hubo un caso espec­
tacular de flagelación en los tribunales. Se trata del mismo periodo en
que —como se explicó más tarde en un proceso ante el tribunal de
Leiden— , en una barcaza que hacía el trayecto entre Amsterdam y
Leiden, los pasajeros hablaban abiertamente sobre «la casa de la flage­
lación» de Dirk Prêt y Ariaantje Loots en el callejón Jan Vriessensteeg,
donde los hombres en cueros vivos y las manos atadas con lazos rojos,
dejaban «que las putas les flagelaban las nalgas con azotes». Dirk Prêt
y Ariaantje Loots regentaron primero un elegante prostíbulo en Lei­
den, pero, después de las acciones judiciales emprendidas contra la
prostitución en 1720 y 1721, huyeron a Amsterdam. No aparecen en
los libros de confesiones de Amsterdam.
En julio de 1725 fue arrestado Guilliam Sweers en el momento en
que, atado con ligas a la pared, estaba siendo flagelado por dos prosti­
tutas. La casa donde fue arrestado se encontraba en el ya mencionado
callejón Jan Vriessensteeg. Los preparativos de esta sesión de flagela­
ción habían durado meses. Según la alcahueta Geertruij Jussan, una
vieja que también fabricaba velas, Guilliam iba a verla cada día, y en
ocasiones varias veces al día, para preguntarle si ya había encontrado a
mujeres dispuestas a atender sus deseos. Año y medio antes, Geertruij
214 Lotte van de Pol

había organizado otra sesión de flagelación para este mismo hombre,


quien a la sazón quería ser azotado por una rubia y una morena hasta
que «la sangre corriera por su cuerpo y con más violencia que la vez
anterior». H ubo que alquilar una habitación y prepararla, pues fue
necesario instalar grapas en la pared.
Sweers que, a juzgar por su elegante ropa, su peluca, su espada y
el dinero que llevaba encima, era un «caballero», prometió a las chi­
cas y a la alcahueta entregarles a cada una 2 ducados y el doble si
hacían bien su trabajo. El importe, 30 o quizás incluso 60 florines, de
los cuales 10 ó 20 correspondían a cada una de las prostitutas, era
muy elevado y la organización fue tan prolongada que demuestra
que todo el asunto era considerado como algo excepcional. Y como
algo «sucio», lo cual se desprende también de las reacciones de las
prostitutas. Previamente, Guilliam Sweers había escrito una carta en
la que daba instrucciones sobre cómo habían de azotarle, una carta
que supuestam ente había sido redactada por un m iem bro de su
familia. La prostituta que empezó a leer la carta, se la devolvió rápi­
damente, diciendo que no quería seguir leyéndola «porque contenía
demasiadas cosas impías». La prostituta implicada en el caso de fla­
gelación de 1722 también puso reparos. Maria Wessels, contratada
por Susanna )ans para azotar al judío — Susanna le había ordenado
que se pusiera una alianza porque el hombre había solicitado ser azo­
tado por una mujer casada— , rechazó el encargo diciendo que era
«trabajo de verdugos»; además consideró que debía denunciarlo al
alguacil.
Las escasas menciones de prácticas sexuales anómalas dentro de la
prostitución y sobre todo los elevados precios que había que pagar
por ello, hacen sospechar que las prostitutas sentían aversión por
actos sexuales «innaturales» y aberrantes. Los clientes que solicitaban
este tipo de servicios solían proceder de las clases altas. Entre ellos
había un número relativamente alto de judíos, casi siempre portugue­
ses, procedentes de la cultura mediterránea.
«E xtrañ os ardides para sobrevivir sin d ar ni golpe» 215

Las ganancias

El dinero que se pagaba por el sexo constituía tan sólo una parte de
los importes que circulaban en el mundo de la prostitución. La pre­
sencia de mujeres atractivas cuyos servicios podían alquilarse consti­
tuía un medio para atraer el dinero hacia lugares que, de lo contrario,
los hombres evitarían. A continuación se les afanaba todo el dinero
posible instándoles o incluso obligándoles a comprar comida y bebi­
das caras, que también compartían las pupilas y la regenta, exigiendo
propinas y extras, estafándoles en la factura y a veces robándoles des­
caradamente.
Sobre todo en las casas de baile, las ganancias se debían a los eleva­
dos precios de la bebidas, y las prostitutas eran ante todo animadoras.
Según Het Anisterdamsch Hoerdom, una buena puta, que aportaba
mucho dinero, era capaz de beber como un cosaco. Las crónicas de
viaje de la segunda mitad del siglo XVIII mencionan que, al entrar en una
casa de baile, se servía a los visitantes una botella de vino de 1 florín, se
la bebieran o no. También en los prostíbulos, la factura por la bebida
era a menudo más elevada que el pago por los servicios de la muchacha;
así (en 1699) un hombre pagó a una mujer 8 chelines (2,40 florines) en
su habitación por la bebida y 1 daalder{l,^ florines) por el sexo. «¿Para
qué debería yo mantener a mis pupilas si no sacara beneficios del
vino?» dice la regenta de un prostíbulo en Het Amsterdamsch
Hoerdom. Esto coincide con lo que se decía en 1667 de una regenta, a
saber: «Que tiene putas para poder vender su cerveza y su aguardien­
te». En 1728, un regente le dice enfadado a una puta que rechaza una
tercera copa de vino: «No estás defendiendo mis intereses».
Het Amsterdamsch Hoerdom describe cómo las muchachas derra­
man vino «por accidente» y vacían la copa debajo de la mesa, y cómo
en la cuenta se suele incluir más de lo que se ha bebido realmente. La
expresión «escribir con tiza de putas» significaba cargar la cuenta. El
cliente que protestara contra la cuenta, se arriesgaba a descubrir en
sus propias carnes que la regenta del prostíbulo tenía rufianes a su dis­
posición que, recurriendo a la violencia, obligaban al cliente a pagar o
a dejar prendas en el establecimiento.
Cada año aparecían ante el tribunal casos relacionados con alterca­
dos, cuyo motivo había sido una riña acerca del pago en un prostíbulo
216 Lotte van de Fol

o en una casa de baile. A un joven que un sábado por la noche pidió


un vaso de vino en la casa de baile De Bocht van Guiñee, le sirvieron
cinco. La cuenta ascendía a 3 florines, lo cual coincide con la informa­
ción que ofrece Het Amsterdamsch Hoerdom de que por un vino blan­
co sencillo se pedía 1 chelín por pinta, y por vino tinto o vino con
azúcar, 2 chelines. El joven se negó a pagar. El tabernero, Jochem
Cartsens originario de Hamburgo, lo agarró y ordenó a la criada que
le sacara el dinero del bolsillo, por lo cual, en lugar de 3 florines, per­
dió 10. El joven se salió de sus casillas de rabia y el tabernero no hizo
más que em peorar la situación diciendo; «El perro está rabioso,
dadme un grillete para ponérselo al cuello, y una correa para atarlo».
El tabernero y la criada (Celi Wagenaars, también de Ham burgo)
tuvieron que pagar su descaro con un año de prisión. En 1678, un
hombre que había acudido a un prostíbulo entregó un ducado (3,15
florines) a una muchacha (Grietje Hendricks de Hamburgo) por las
relaciones sexuales y a continuación le presentaron una factura de 15
chelines (4,50 florines) por el vino. El hombre pagó la mitad y ame­
nazó a la regenta Helena Ulrichs con un cuchillo, al tiempo que le
decía: «Prefiero rajarte la cara». La regenta pidió ayuda y le quitó el
abrigo en concepto de pago del resto del importe.
Una visita a un prostíbulo o a una casa de baile podía costar decenas
de florines, sobre todo si se permanecía varios días en el establecimien­
to. La juerga descrita en el BoereverhaalXe. costó al protagonista 96 flori­
nes; en Het Amsterdamsch Hoerdom, tres caballeros que pasaron unas
cuantas horas en una casa de baile consumieron 27 florines y 11 stuivers
en vino, pasteles y salchichas. Sin embargo, en los archivos judiciales
aparecen importes mucho más elevados. En 1697, un joven de dieci­
nueve años, de padres ricos se había gastado unos 119 florines pasando
dos semanas en el prostíbulo de Annetie Rudesymers. Para satisfacer la
deuda, el joven entregó a la regenta un reloj de oro y dos anillos de oro
con diamantes para que los vendiera por él, una transacción con la que
la regenta sacó otros 100 florines. Marius Meulemeester de Philippine
en la Zelanda Elamenca reconoció en 1658 haberle robado dinero al
patrón de barco para el que trabajaba y haberse gastado el importe,
unos 60 florines, en dos días en putas, aguardiente y tabaco.
En 1655, Willem Mast — un joven de veintiún años nacido en
Amsterdam y que trabajaba como oficinista de la Compañía de las
«Extraños ardides para sobrevivir sin dar ni golpe» 217

Indias Occidentales— se pasó realmente de la raya. Apañó las llaves


para tener acceso a la caja de caudales de la oficina y en ocho meses
sustrajo 2.000 florines. Confesó haberse gastado el dinero «con putas
y mujeres de vida alegre» y ofreció una lista detallada; en el prostíbulo
de Christina Jans diferentes noches entre 60 y 70 florines, con la famo­
sa Helena Spillebouts 80 florines en tres días, en el prostíbulo de
Catrien se había gastado entre 200 y 300 florines con las putas, en el
prostíbulo de Barber Leenders 100 daalders en ocho días, etc. Este era
un caso extremo, en que se reprochó a las regentas el que no hubieran
averiguado de dónde salía tanto dinero.
Los que aceptaban las propuestas de las putas corrían un riesgo
real de que les robaran: también en este caso, el miedo de la mayoría
de los hombres a tener problemas con la justicia les convertía en pre­
sas fáciles. Los robos salían a veces a la luz a raíz de las peleas y las
denuncias, pero más a menudo los hechos eran denunciados por
«informantes», por presos que acusaban a otros presos a cambio de
una reducción de su condena. El 17 de junio de 1693, Engeltje Jans,
nacida en Amsterdam, compareció ante el tribunal. Seguramente en
aquella época regentaba la tristem ente famosa posada de putas y
ladrones Het Rattenest (El nido de ratas). Al menos doce mujeres de
la Spinhuis declararon en su contra. Las mujeres, todas pertenecientes
al hampa, la acusaron de haber cometido veinte robos a los hombres
que había «captado» en un periodo de seis años, como puta, pero
también como regenta del prostíbulo adonde eran llevados los hom­
bres.
Las páginas de largas descripciones evidencian un patrón fijo. Casi
siempre, el hombre era recogido por más de una mujer, en lugares
como «detrás del Ayuntamiento» y «detrás del Begijnhof», y era con­
ducido a una casa en un callejón conocido como el «Gauwdiefssteeg»
(el callejón de los ladrones taimados). Si aún no estaba borracho, le
atiborraban de alcohol hasta que lo estuviera. A veces, el hombre
mantenía relaciones sexuales con las prostitutas; los libros de confe­
siones mencionan diversos actos deshonestos a este respecto; en una
ocasión, un hombre fue azotado — espero que a petición propia— ,
aunque lo más habitual era que le robaran el dinero del bolsillo mien­
tras bebía. Si el hombre se daba cuenta y protestaba, lo echaban a la
/I r fr1/I n
218 Lotte van de Pol

solas, aunque en una ocasión recurrieron a la ayuda de un hombre con


un cuchillo. Una vez, la víctima regresó al día siguiente para exigir que
le devolvieran el dinero. A modo de respuesta le lanzaron un torrente
de insultos y el hombre se vengó rompiendo todos los cristales. Sin
embargo, no acudió al alguacil. Las ganancias medias de esta serie de
robos eran de 45 florines, a los que había que añadir artículos como
abrigos, relojes y mondadientes de plata.
A menudo, si el cliente se negaba a pagar, se le obligaba a dejar la
ropa como pago o como prenda. En 1684, el regente de un prostíbulo,
Dirk Sweers, había recurrido a la violencia para dejar en paños meno­
res y, acto seguido, echar a la calle —en pleno mes de febrero— a un
joven que un domingo por la noche había bebido en su establecimien­
to pero no llevaba suficiente dinero para pagarle. La m adre del
muchacho acudió, acompañada de otra mujer, a quejarse, pero obtuvo
como respuesta «que también le habría quitado la camiseta si hubiera
hecho mejor tiempo». Y al igual que se hacía con las prostitutas, a
veces se retenía como rehenes a los clientes con deudas. En 1697,
Trijntje Cornelis, regenta de De Porceleinen Kelder (El sótano de por­
celana), y su hermana Sijtje, que también regentaba un prostíbulo,
habían retenido en el prostíbulo a un hombre casado procedente de
Zaandam durante cuatro días y utilizando la violencia «so pretexto de
que no había pagado su factura de 46 florines». El hom bre había
intentado saldar su deuda desde el prostíbulo, y había encontrado a
un tal Jan van der Mars que estaba dispuesto a salir fiador por 11 flori­
nes. Sin embargo, entre tanto su esposa se había enterado del asunto y
había acudido a la policía. Los agentes de policía sacaron al hombre
de De Porceleinen Kelder, aquella misma noche, las dos hermanas
acompañadas por cinco rufianes acudieron a la casa d e ja n van der
Mars y exigieron con violencia que les entregara el dinero, «echando
sapos y culebras».
Las presas más fáciles para el engaño y la extorsión eran los bur­
gueses borrachos, a quienes se podía quitar fácilmente su buena ropa,
que temían por su reputación y no eran suficientemente poderosos
como para vengarse. Un hombre de este tipo fue recogido en 1710 por
la puta callejera Lijsbeth Sijmens, junto con dos compañeras, detrás
del Begijnhof. Lijsbeth se lo llevó al sótano que compartía con Marie
de Colonia, quien al verla entrar le preguntó: «¿Está en casa Grietje, la
«F.xtraños ardides para sobrevivir sin d ar ni golpe» 219

lavandera?» «Esta manera de hablar entre nosotras significaba que


había dinero por medio», admitió Lijsbeth después de cierta insisten­
cia. El hombre que estaba borracho se quedó dormido en la silla, y las
mujeres se encargaron de vaciarle hábilmente los bolsillos. En uno de
ellos, Lijsbeth encontró un ejemplar del libro pornográfico L'Acadé-
mie des dames, con escenas de flagelación, y al verlo se le ocurrió que
también podría sacarle dinero de otra forma: denunciándolo a la
policía. Acto seguido amenazó al hombre diciéndole: «Ahora iré con
el libro y un guardia a ver al alguacil y le diré que te he azotado». Sin
embargo, Lijsbeth Sijmens cometió un doble error de cálculo. Prime­
ro se negó a compartir el botín con su «matón», por lo cual éste forzó
el baúl de la mujer mientras ella dormía la mona. A continuación fue
víctima de la arbitrariedad de la política de las autoridades en relación
con el trato que recibían las personas que denunciaban a judíos, hom­
bres casados y «flagelantes»: no fue recompensada, sino castigada.
No es probable que estos esfuerzos —calificados de «extraños
ardides para sobrevivir sin dar ni golpe» en Het Amsterdamsch Hoer-
dom— condujeran a la riqueza. Sea como fuere, el cínico comentario
en la citada obra sobre las regentas, las putas y los regentes no es inme­
recido: «Estas gentes demuestran por su comportamiento que, aun­
que son demasiado holgazanas para intentar ganarse el sustento de
forma honrada, no lo son para idear todo tipo de trucos a fin de con­
seguirlo de una forma deshonrosa».

Conclusión

En todas las grandes ciudades de la Europa preindustrial, la prostitu­


ción era un importante factor socioeconómico. Y éste era sin duda el
caso en el Amsterdam moderno temprano, donde la prostitución fue
una rama empresarial de importancia. En ella circulaba mucho dine­
ro, aunque no haya forma de determinar, ni siquiera aproximadamen­
te, de qué importes se trataba. Un considerable número de personas
vivió de este negocio: se calcula que había entre 800 y 1000 prostitu­
tas, y entre 250 y 500 regentas y regentes de prostíbulos. Sobre todo
en los prostíbulos y las casas de baile más grandes había también otras
personas que vivían del negocio de la prostitución o que ganaban
220 L o tte van de P o l

algún dinero con él: las criadas y las fregonas, las alcahuetas, los mato­
nes, los vigilantes y los músicos. Se trata de todo un circuito de perso­
nas que no tenían cabida en la sociedad honrada, pero que a través del
señuelo del sexo conseguían apropiarse de una parte del dinero de los
ciudadanos respetables.
En su Fábula de las abejas, Bernard de Mandeville postulaba que si
le robaran el dinero a un avaro de mala índole y que apenas lo gastaba
«no cabe duda de que tan pronto como este dinero empezara a circu­
lar, la nación saldría ganando con el robo» aunque después caiga en
manos de prostitutas [La Fábula de las abejas, I p. 53]. La prostitución
hacía circular el dinero, y también otras personas —aparte de los impli­
cados directos— se aprovecharon de ello, como los caseros y los prove­
edores de bebidas, las costureras, los vendedores de telas y las
ropavejeras, las mujeres que cocinaban para las prostitutas o para sus
clientes, las personas que vigilaban por si llegaba la policía, los recade­
ros y los curanderos que trataban las enfermedades venéreas. Según De
gaven van de milde St. Marten («Los dones del generoso San Martín»,
1654), el putaísmo provocaba tanta sífilis que los barberos, los «maes­
tros de viruelas» y los medicuchos ganaban fortunas a costa de ello.
Los escritores, impresores y libreros hacían buenos negocios con la
reputación que tenía Amsterdam de ser la ciudad de la prostitución. La
fama de las casas de baile atraía a turistas, y la expectativa de ver a
putas hermosas en la Spinhuis constituía una lucrativa fuente de ingre­
sos para este correccional. Las multas y las «composiciones» que paga­
ban los hombres adúlteros a la policía para librarse de la justicia
contribuyeron a costear los gastos del aparato policial.
Y, por último, la prostitución generó una continua corriente de
candidatos tanto para la Compañía de las Indias Orientales como para
la Compañía de las Indias Occidentales. La navegación necesitaba
constantem ente hom bres dispuestos a enrolarse y a navegar hasta
lugares lejanos. El comercio holandés dependía de los marineros, y
según las palabras de Diderot: mientras los pobres no puedan encon­
trar trabajo, seguirán arriesgando su vida en el mar. Y si hemos de dar
crédito a la mitad de los reproches de los contemporáneos, la prostitu­
ción era una razón importante de que los hombres jóvenes cayeran en
la pobreza; y una vez convertidos en marineros, las putas y las regentas
de los prostíbulos les ayudaban a desembarazarse tan rápido del diñe-
«Extraños ardides para sobrevivir sin dar ni golpe» 221

ro que habían ganado, que no tenían más remedio que volver a embar­
carse:

Un marinero con su pagaré,


adiós Pierrot, te añoraré,
vuelve a la mar, com o de costumbre.
Y así navega este pobre hombre,
para el regente, la regenta y la puta,
y mientras viva seguirá la misma ruta.
FUENTES

ARCHIVOS

Archivo municipal dl Amstlrdam

Archivo judicial, Libros de confesiones de los detenidos: 5061-308 a 409 (1 de


febrero de 1650-31 de enero de 1750); 449 (1781); 452 (1783); 457
(1 7 8 7 ),4 6 2 ,4 6 3 y 4 6 4 (1 7 8 9 )

Archivo judicial, Cuentas d el alguacil: 5061-45 a 89 (1723 y 1732-1775); 102 a


104 (1790-1792)

Archivo judicial, Cuentas del carcelero: 5061-631 y 632 (1732-1750)

Además, para el caso de corrupción de 1739 (capítulo 6) se han utilizado los


siguientes documentos de archivo:

Libros de misivas del alguacil, 5061-14


Anexos a las cuentas del alguacil, 5061-127
D ocum entos del alguacil, ra-640 L
Docum entos familiares de Van Slingelandt y D e Vrij Temminck, 5061-
641 EG
Registro de las actas de los jueces con disposiciones, 5061-894
Archivo de los alcaldes, libros de misivas, 5024-93
Cargos y oficios, 5031-60

Actas del Consejo de Iglesias Protestantes de la Comunidad Reformada

Archivos privados 376 protocolos de 10 a 22 (1650-1730). En el libro se han ci­


tado fragmentos de los siguientes documentos:
protocolo 12-268 (1672)
protocolo 13-187 y 190 (1676)
protocolo 17: 108 y 110 (1700); 166 (1701); 225 (1703); 278 y 279 (1704)
protocolo 22-351 a 35 2 ,3 5 4 a 358 (1747). Este texto ha sido publicado en
Van de Pol, H et Am sterdams hoerdom, pp. 372-375.
224 Fuentes

Archivos notariales (NA)

Los archivos notariales se han investigado consultando el índice tem ático de


los años 1701-1710. En el libro se han citado fragmentos d e los siguientes d o ­
cumentos:

17979-61 (1700); 6720-505 (1701); 6355-123 a 131 (1701); 6677B-237 (1702);


5886-859 (1702); 4473-184 (1703); 7451-1727 a 1731 (1705); 4649-579
(1707); 6982-55 (1710); 7376-56 (1710) y 6729-197 a 200 (1710).

Nueva administración urbana

263, núm. 533, carta del 6 de junio de 1811


1474, Archivo de finanzas

í)iblioteca

M anuscrito J 3023, Breves indicaciones de las penas aplicadas por algunos


delitos por parte de las ordenanzas del país y los d ecretos de la ciudad de
Amsterdam establecidos y en uso, redactados por orden alfabético por Mar-
ten Adriaans Beels.

M anuscrito B 54, Jacob Bicker Raye, N oticia de los casos más curiosos que
conozco.
1547-99, Facturas del cirujano G ilíes Schoutcn a H elena Havelaar

Archivo Real General de La Haya

Los D ocu m en tos crim inales de la Corte d e H olanda han sid o exam inados
desde el año 1650 hasta 1795. H asta 1745 se trata únicam ente de algunos ca­
sos; entre 1745 y 1795 la Corte tramitó 180 procesos en materia de prostitu­
ción. En el texto se citan fragmentos procedentes de los siguientes docu m en ­
tos:

5404-16 (1724); 5464-12 (1753); 5474-13 (1760); 5495-26 (1769); 549 8 -2 0


(1771); 5518-3 (1781); 5525-8 (1784); 5533-19 (1787); 5540-15 (1787); 5556-
AlO (1790) y 5573-29 (1795 y 1797).

Archivo Municipal de La Haya

A rchivo judicial 109, P rocesos ante el tribunal de prim era instancia 1758-
1775 (62 procesos de prostitución).
Fuentes 225

Biblioteca Universitaria de Leiden

Manuscrito BPL 1325: Lodewijck van der Saan, Verscheyde concepten en


invallen, aengaende myne verheeteringe te soecken («Diferentes conceptos e
ideas con objeto de mejorar mi vida»)

BIBLIOGRAFIA

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het Historisch Genootschap 33,1912, pp. 311-473.
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cob Bicker Raije 1732-1772»), F. Beijerink y M.G. de Boer (eds.), Amster­
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Amsterdam, 1684.
Boereverhaal van geplukte Gys, aan sluuwe Jaap, wegens zyne Amsterdamsche
zwier-party, o f saamenspraak tuschen hun beiden, over de heedendaagsche
speelhuizen, meisjes van plaizier en derzelver aanhang Door cenen liefheb-
ber der dichtkunst in rym gebracht («Historia narrada por Gys, el cam pe­
sino desplumado, al astuto Jaap, sobre sus excesos en Amsterdam o bien
el coloquio entre ambos sobre las casas de baile, las mujeres de placer y
demás gentuza, puesto en rima por un amante de la poesía»). Impreso
por el autor (seguramente hacia 1750)
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B ü NTEMANTEL, Hans, De regeeringe van Am sterdam soo in 7 civici ah crimi-
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Amsterdam, 1780.
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berechtinge, naar 7 voorschrift des gemeenen rechts, getrokken uyt de sch-
riften van den heer Benedictus Carpzovius, R.G., Raad van het Keurvors-
tendom Saxen, en daaruyt in de Nederduytsche spraake overgebragt door
mr. Diderik van Hogendorp («Disertación sobre los delitos sancionados
con pena corporal, conforme a la prescripción del derecho común, saca­
do de los escritos del señor Benedictus Carpzovius, R.G., Consejo del
príncipe elector de Sajonia, y traducido al idioma neerlandés por el maes­
tro Diderik van Hogendorp», Rotterdam, 1752.
226 luentes

C asanova, G iacom o, H istoire d e ma vie, edición com pleta 12 vols., W iesba­


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C ats, Jacob, « H oeren , en d e ongem acken van deselve h erkom ende» («Las
prostitutas y las incom odidades que éstas provocan»), en Spiegel van den
oiiden ende nieuw en tijt («Espejo de los viejos y nuevos tiem pos», 1632.
D e Am steldam sch speelhuizen («Las casas de baile de Amsterdam») Primera
parte (seguramente Amsterdam 1793)
D e Am sterdam sch lichtm is, o f zoldaat van fortu in («La libertina de A m ster­
dam, o soldado d é la Fortuna», hacia 1731), M uiderberg, Bert P ol, 1983.
D e gaven van de m ilde St. Marten, bestaende in kluchten, kodderijen en andre
verm akelykheden («Los d ones del generoso San M artín»), Amsterdam,
1654.
D e H ollandsche faam , vliegen de o ve r d e A m steldam sch e kerm is, hlaazende
een m en igte verliefde, galante, klugtige, bespottelyke, snaaksche, schel-
magtige, en stille gevallen. O n td e k t in de huizen d er A m steldam sch e bur­
gers; op pu bliqu e m arkten, en andere schouwplaatzen; ben even s de listige
grappen d ie in de openbaare speel- en stille hxxxhuizen zyn voorgevallen
(«La F em e h oland esa, sob revolan d o la feria d e A m sterdam sop lan d o
sobre una m ultitud d e enam orados, galantes, divertidos, ridículos, gra­
ciosos, canallas y callados. D escu b ierto s en las casas de los ciudadanos
de A m sterdam ; en los m ercados p ú b licos y en otros lugares; adem ás de
las astutas brom as que han acaecido en las casas p úblicas de bailes y de
putas», seguram ente entre 1780 y 1790.
D e Leidsche straat-Schender, o f de roekelooze student, behelzende de lichtmis-
serijen, en boevestukken, d ie de studenten geivoon zijn aan te rechten. («El
alborotador callejero d e Leiden o el estudiante temerario, con las fulanas,
los rufianes con los que tratan los estudiantes»), Amsterdam, 1683.
D e m erkwaardigen levensgevallen van den heruchten K o lo n el Chartres, tradu­
cido y adaptado del inglés por Jacob Cam po Weyerman («La curiosa vida
del notorio coronel Chartres»), Amsterdam, 1730.
D e ongelukkige levensheschryving van een Am sterdam m er, zyn de een heknopt
verh aalzyn er ongelukken [...], door hem zelfs heschreven («La desgraciada
vida de un am sterdamés, o bien una narración concisa de su infortunio
[ ...] narrada por él m ism o», 1775), M.J. Dekker, Amsterdam, 1965.
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hipocresía desenm ascarada») I parte, L eiden, 1689 y II parte, L eiden,
1699.
D e vrijagie van ]an d e Plug en Caat de Brakkin [ ...] . Voor hoeren en jongens
m et dunne penzen; voor snyders, ivevers en schoenlappers; voor lediggan-
gers en opsnappers («El noviazgo entre Jan el Granuja y Caat la Perra [ ...]
Para putas y golfillos enclenques; para sastres, tejedores y zapateros; h ol­
gazanes y glotones») [hacia 1690].
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eren en hoere-waardinnen van dienen; benevens der zelver maniere van lee-
ven, dwaaze bygelovigheden, en in ‘t algemeen alles V geen by dese Juffers
in gebruik is («El putaísm o de Amsterdam, que contiene los ardides y ar­
tificios a los que recurren las putas y las regentas de prostíbulos; así com o
su estilo de vida, sus necias supersticiones y en general tod o lo que es
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R efer en c ia s c o m pl em en t a r ia s po r c a pí tulo

Introducción

La historia de Anna Isabe Buncke puede encontrarse en Lindemann (1995).


Casanova en las casas de juego de Amsterdam en 1757 y 1758 en Casanova
( 1970) parte 5 capítulo 7 y parte 6 capítulo 1.
Las aventuras del Príncipe de Ligne en Amsterdam en Príncipe de Ligne I
(1927), pp. 67-70.
236 Fuentes

Capítulo 1

El título del capítulo procede del libro Den desolaten hoedel der medicijne de­
ses tijdts (l(sll).
Francés anónim o (1770) en Van Strien-Chardonneau (1992), p. 76.
La «Lista de ninfas y casas de baile que se encuentran en Am sterdam », ha
sido publicada en Van de Pol (1996), pp. 360-366.
El cálculo del núm ero de prostitutas en Van de Pol (1996), pp. 100-101.
El periodo inicial de las casas de baile en Wijnman (1928).
Lista d e casas de baile en Van de P ol (1996), A nexo III.
A lum brado urbano en M ulthauf (1985).
D os viajeros alem anes en 1683 en Bientjes (1967), p. 176.
Cam bios en el siglo X V III en Van d e P ol (1985) y (1996).

Capítulo 2

Ciudadanía en Wagenaar X I (1767), pp. 3-78.


Fíonor en la Edad M oderna temprana, entre otros Blok (1980), Van de Pol
(1992), Keunen y R oodenburg (ed.) (1992), R oodenburg (1996).
Judíos en los Países Bajos en Blom et al. (ed.) (1995) y judíos y prostitución en
Van de Pol (2000b).
H onor y la rebelión de los notificadores de defunciones en Van de P ol (1999).
Mujeres y honor en Koorn (1987), Cavallo y Cerutti (1990) C ohen (1992),
Van de P ol (1996).
«La lucha por el pantalón» y la jerarquía de los sexos en D ekker y Van de Pol
(1989).
El grabado del Juan el Lavandero se encuentra en Peeters (ed.)(1988), p. 72.
Barrios de Amsterdam en Levie y Zantkuyl (1980).

Capítulo 3

«El carácter de una puta» en D e merkwaardigen levensgevallen (1730).


El «grand tour» en Frank-van W estrienen (1983).
La «culpa» de la sífilis en Foa (1990).
«La puta a orillas del río IJ», citado en Peter A gnos, Peter, The queer Dutch­
man castaway on Ascension (Nueva York, 1993), p. 68.
Texto del registro de Brujas (1484) en Geirnaert (1983), p. 260.
Los decretos de Amsterdam pueden encontrarse en R echtsbronnen (1902) y
Flandvesten (1748-1778).
La carta de una madre a su hijo marinero en Braunius (1980).
Fuentes 237

Relación entre las mujeres y el demonio en Norris (1998), Hufton (1995) capí­
tulo 1.
La «camarera» en Weyerman (1727 y 1994) y Van de Pol ( 1999b).
La sexualidad en Van de Pol (1988), Hekma y Roodenburg (red) (1988) en la
edición dedicada a la sexualidad de Documentatiehlad Werkgroep Acht-
tiende Eeuw 17 (1985).
Sobre Lodewijck van der Saan: Haks (1998).
La imagen de las putas y los clientes en las artes plásticas en Van de P ol
(1988a).
La viajera alemana anónima en «Aus dem Reisetagebuche» (1884).
El grabado de Urbano e Isabel está reproducido en Leuker (1992), ilustra­
ción 43.

Capítulo 4

Fuentes sobre la legislación en Rechtsbronnen (1902), H andvesten (1748-


1778), y G root placaet-hoeck (1653-1683).
La justicia y el D erecho penal en Amsterdam en Bontemantel II (1897), Wa-
genaar VIII (1765), Versteeg (1925), Faber (1983), Spierenburg(1984),
Boomgaard (1992), Van de Pol (1996), pp. 357-359.
Los correccionales en Wagenaar VIII (1765), Spierenburg (1991); Sellin
(1944); Van de Pol (1997).
La viajera alemana anónima en «Aus dem Reisetagebuche» (1884).
Iglesia y Estado en Woltjer (1994).
Canción de marineros en Te H ellevoetsluis daar Staat een huise en Davids
(1980), pp. 98-100.
Penas por inducir a las hijas y a las pupilas a la prostitución en Carpzovius
(1752), capítulo 64.

Capítulo 5

Van Zuylen van Nijeveld en Dekker (1994).


N oble ruso en Raptschinsky (1936).
Los esbirros que regentan prostíbulos en Ter G ouw (1879-1893) V, pp. 290-
291 y VIL p. 394.
Instrucciones para evitar el soborno de los funcionarios de la policía en Bon­
temantel (1897) T. I, p. 87 y T. II, pp. 80-83; Wagenaar XII (1768), p. 49;
Handvesten I (1748), p. 572, Ordonnantie (1673).
Caso de com posición de 1676 en Bontemantel (1897) I, p. 30, n.
Prohibición de com poner el adulterio después del caso de Joan van Banchem
238 Fuentes

en Van den Bergh (1857) cifras de com p osición hasta 1750 Van de Po!
(1996), p. 383 y después de 1750 Verhaar y Van den Brink (1989), p. 78.
La élite gob ern an te y su relación con el p ueblo en Elias T. 1 (1903) y T. II
(1905).
La persecución judicial de los sodom itas en 1730 en Van der Meer (1995).

Capítulo 6

La proporción de sirvientas en Leiden se ha calculado a partir de Diederiks


(1978), tabla 3.1. Los cálculos del exced en te d e mujeres en Amsterdam
p u ed en en con trarse en Van d e P o l (1996) p p. 106-111 y Van de Pol
(1994).
M igración fem enina en Van de Pol (1994).
Criminalidad én trelas mujeres en Van de P ol (1987).
H einrich Benthem en Bient jes (1967) p. 223.
C otilleos en la corte en Dekker (2000).
N avegación y marineros en Lucassen (1977) y Bruijn (1976) y Bruijn (1977),
D avids (1980),Van A lphen (1991),Van Gelder, (1997).
El tum ulto ante la casa del almirante D e Ruyter en W agenaar V (1764), pp.
381-387 y D ekker (1982), p. 56.
Rebelión de los notificadores de defunciones en Van d e P ol (1999).
Marineros que buscan esposas en los correccionales: Jonas Hanway, Letters
written occasionally on the customs of foreign nations in regard to harlots,
etc. (1761), citado en Bristow (1977), p. 23.
La «C onversación entre un m arinero y un ciudadan o» se encuentra en el
cancionero De oprechte Sandvoorder Speel-wagen (z.j.), citado en B öse
(1985), pp. 29-30.
Marineros noruegos en Sogner (1993).

Capítulo 7

Prostitución en Leiden en N oordam ( 1985).


Los apodos M oeder Colijn, M em m e Met je. Mama Lafeber, G rootm a y Mama
Engelbregt en Van de Pol (1999b).
La diarios sensacionalistas de La Haya en Stokvis (1984).
Sexo dentro del matrim onio en H aks (1982).
ANEXO

M o n e d a s y d in e r o

La unidad de cálculo era el florín (100 céntim os), pero el florín no existía
co m o m oneda. Las m on ed as corrientes eran el stuiver (5 cén tim o s), el
chelín (6 stuivers ó 30 céntim os), y el d ucado, que tenía un valor de 3 flo ­
rines y 3 stuivers.
El valor del dinero: 1 florín era el salario de un obrero, el salario sem a­
nal norm al ascendía a 6 florines, aunque en A m sterdam , d o n d e los su el­
dos eran más elevados, ascendía a 7 florines.

G losario

alcaide director de una prisión.

alguacil jete de policía y fiscal.

haljuw h om ólogo del alguacil en algunas regiones d e los


Países Bajos.

casa de baile local en el que se podía bailar y alternar con


prostitutas.

casa de putas prostíbulo.

casa discreta prostíbulo que no era reconocible com o tal d esde el


exterior.

censura castigo que aplicaba la Iglesia reformada a sus


m iem bros exp u lsánd olos durante un tiem po de la
com unidad eclesiástica.

chelín m oneda de 30 céntim os de florín.

composición acu erdo extrajudicial en que se evitaba un


enjuiciam iento pagando dinero a la policía.
240 Anexo

corresponsal co n fid e n te d e la policía.

daalder 1,5 florines.

duhbeltje m o n ed a d e 10 cén tim os d e florín.

ducado m o n e d a q u e eq uivalía a 3 florines y 3 stuivers.


esbirro em p lea d o a las órd en es d el alguacil o d el su b algu a­
cil, agen te d e policía.

haalhoer «p rostituta recogid a» en un p ro stíb u lo para traba­


jar en otro.

maling juicio popular. ,

prevención casa d e d eten ció n , p u esto d e los serenos.

raspbuis correccion al d e hom b res.

rijksdaalder m o n ed a d e 2 ,5 0 florines.

sereno guardia q u e patrullaba d e n o c h e y an un ciab a las


horas, tam b ién llam ado «guardia d e m atracas».

speelhuis casa d e baile.

spinhuis correccion al d e m ujeres.

stuiver m on ed a d e 5 céntim os.

vendedor de cédulas reclutador d e m arineros.

viruela sífilis (tam bién llam ada viruela españ ola).

zesthalf m o n e d a q u e equivalía a 5 ,5 0 stuivers.


„.;í - /•

Lotte va n d e Pol tra b a ja en la U n ive rsid a d Libre d e B erlín


y p e rte n e ce al R e se a rch Institute fo r H istory a n d C u ltu re
de la U n ive rsid a d d e U trecht. H a re a liza d o n u m e ro so s
e stu d io s so b re las m ujeres, la fa m ilia, la v id a c o tid ia n a , la
c rim in a lid a d y la cu ltu ra en los P a íse s B a jo s en los sig lo s
XV II y X V III. H a e scrito en co la b o ra ció n co n R u d o lf D e kke r
The Tradition of Female Travestism in Early
la o b ra
Modern Europe (M a c m illa n , 1 9 8 9 ) tra d u c id o a v a rio s
id io m a s y q u e p ro n to p u b lic a rá S ig lo X X I en E s p a ñ a .
«Una obra enriquecedora y especialm ente significativa no solo para la historia de los
Países Bajos sino tam bién para la historia de Europa. Es el prim er estudio que abor­
da el tem a de la prostitución en una ciudad europea en el transcurso de 150 años y
que lo explora con eficacia sin considerarlo exclusivam ente com o un apartado de la
historia de las m ujeres o del género, sino como parte de la historia social, económica,
cultural y crim inal... Q uizá algún día contem os con un estudio igualm ente exhaustivo
de la ciudad de Londres en la época de Molí Flanders.»
Olwen Hufton, Merton College, Oxford University, Tijdschrift voorSociale Geschiedenis

«Es un excelente trabajo basado en un sorprendente número de fuentes, condensado


en un libro en el que cada capítulo, cada párrafo es ilustrativo e interesante... Un libro
fascinante sobre la vida en los bajos fondos de la sociedad.»
Annet Mooij, NRC-HandeIsblad

«La historia de la riqueza de la Edad de Oro holandesa ha sido suficientemente narrada.


Con la lectura de esta libro accedem os a las historias que transcurren en ios callejo­
nes, en la precariedad, y a los sueños de los pobres que migraban a Am sterdam y a
la verdadera crudeza de sus vidas... Un estudio prácticam ente perfecto sobre la pros­
titución, y una historia ejem plar sobre la trastienda de la civilización.»
Michael Zeem an, Volkstrant

SIGLO

ysa
DI

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