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Texto 11 (exposición de clase: Pamela Radcliff).

La transición democracia desde una


perspectiva comparada.

En este artículo, se presenta la transición democrática española de la década de los setenta


como modelo positivo en el estudio comparado relativo a los procesos de
democratización. Dado que el proceso de democratización español se considera
modélico, la finalidad para los estudiosos es analizar los factores fundamentales que la
propiciaron, para conocer qué requisitos son necesarios en otros países que pretenden
instaurar y consolidar democracias.
Este artículo examinará las diversas maneras en que la teoría comparada de la
democratización, ha presentado a la transición española, como un modelo generalmente
positivo. Lo que convirtió a las transiciones del sur de Europa en algo más que un simple
proceso de “normalización europea” fue el que se presentaran como representantes de un
“tercera ola” de democratización a escala global. Tomando como referencia el famoso
esquema de Huntington, la primera ola de democratización comenzó a finales del siglo
XVIII tras las revoluciones democrático-liberales; la segunda ola comenzó en la
postguerra tras la II Guerra Mundial; la tercera ola, daría comienzo con las transiciones
durante la segunda mitad de la década de los setenta en el sur de Europa, incluyendo
cambios de régimen en Latinoamérica y también en Asia, y culminaría con lo ocurrido
durante la década de los noventa en Europa del Este. De estas transiciones, la española
ha sido considerada universalmente como la más exitosa y la más consolidada. De esta
forma, la transición española no solo normalizó el estatus del País dentro de Europa, sino
que además convirtió a España en un modelo global tanto de democratización como de
consolidación democrática.
De esta periodización democrática establecida por Huntington, se sigue que
España y otros países de Europa que comenzaron a democratizarse durante la década de
los setenta, se hallan más “atrasados” o menos modernizados que otros Estados europeos.
Se asume así que España sirve como modelo de democratización, no para Europa, donde
se considera que la democracia llevaba “décadas arraigadas”, sino para países en vías de
desarrollo. En este esquema, España actúa como puente modélico entre la Europa a la que
se ha unido recientemente, y el mundo en vías de desarrollo del cual emerge. El problema
de esta dicotomía implícita es que ofrece una versión demasiado romántica de la
existencia de una tradición democrática europea “arraigada” especialmente en Occidente.
Pero si miramos de cerca la historia de nuestro continente, como señala Mazower, la
democracia tuvo, con pocas excepciones, una tradición frágil e inestable en Europa hasta
su consolidación precisamente en la década de los setenta y no antes.
Mazower defiende que esta realidad ha sido desfigurada en la historiografía y la
cultura popular europeas, por la tendencia a marginar las otras dos tradiciones con gran
influencia durante el siglo XX en Europa: el fascismo y el comunismo. Al mismo tiempo,
el marco de la guerra fría, basado en la confrontación entre dos bloques ideológicos
antagónicos, contribuyó a consolidar esta “naturalización” entre democracia y “Oeste”,
como parte del esfuerzo por establecer demarcaciones claras entre el “nosotros” y “ellos”.
De este modo, se interiorizó en la Europa occidental la idea ficticia de que la tradición
Europea es profundamente democrática, cuando de hecho, las nuevas democracias
europeas surgidas en la posguerra eran en muchos casos más experimentales que
tradicionales. Por ello, hasta finales de los sesenta no se puede considerar a la democracia
como consolidada y arraigada.
Por esta razón, la decisión de separar la transición española y portuguesa del
proceso de democratización europea de la posguerra es realmente arbitraria. La razón que
justifica la diferencia entre el modelo español y el de otras democracias anteriores como
la alemana o la austríaca, es que se asume que la versión española es más accesible para
países en vías de desarrollo, pues se considera de hecho, que España procede de ahí,
dando por hecho que estaba más atrasado. Todo esto presupone una barrera ficticia entre
la Europa occidental “profundamente” democrática y más “avanzada”, y la Europa del
sur, no democrática y atrasada. Esto hizo pensar a los observadores, que la
democratización de los países de la Europa del sur constituía una “nueva fase”, en la cual
la democracia se extendía más allá de sus “fronteras naturales”, cuando en realidad, en
casi todos los lugares democráticos de Europa, la consolidación de la democracia era
verdaderamente reciente en los años setenta.
Pamela Radcliff trata en este texto cuatro enfoques distintos que intentan explicar
el porqué del éxito de la transición democrática española. El primer enfoque es el enfoque
estructural, que al mismo tiempo considera la democratización de las naciones como un
producto de la “modernización”. Este fue el enfoque predominante sobre la explicación
de las transiciones democráticas durante la década de los sesenta y principio de los
setenta. Según la teoría expuesta por Seymour Martin Lipset en 1959, antes de que un
país pudiera llevar a cabo con éxito una transición democrática, debía pasar por ciertos
estados de “modernización” social y económica (GB se toma como modelo). En este
contexto, la democratización suponía la culminación de un largo proceso económico,
social y político al que se supone que tienden de manera lineal todas las naciones, aunque
estas se hallen en distintas etapas de desarrollo de dicho proceso. De esto se sigue la
democratización no es accesible a todas las naciones, pues esta depende del desarrollo
estructural de las mismas. Dentro de este enfoque, la democratización española se
considera como la culminación de un proceso que comenzó con la reestructuración de la
economía, lo cual supuso un mayor desarrollo, abriendo las puertas a un mayor
crecimiento económico mediante una economía más liberalizada e industrializada, así
como a un mayor avance y pluralismo social y cultural. De un mayor desarrollo de la
estructura económica fruto de ampliar las libertades económicas, se seguía al mismo
tiempo un mayor desarrollo de la estructura social. Desde este punto de vista
estructuralista, estos cambios estructurales internos al proceso de modernización,
prepararon a España para la democracia de varias maneras (pp. 246-247). En términos
generales, esta perspectiva asumía que el desarrollo económico traería consigo una
amplia gama de cambios sociales y culturales que hacía más propicio el terreno sobre el
que poder construir un régimen democrático. Este esquema parecía cumplirse en el caso
español tomado como modelo de democratización, sirviendo de poderoso ejemplo para
el vínculo entre “modernización” y democratización que establece este enfoque.
Sin embargo, esta visión se encuentra con determinados problemas. Inherentes a
las explicaciones estructurales son la ausencia de acción y elección humanas libres y
voluntarias, así como un rígido determinismo. En dicho determinismo se tenía una
indudable confianza en la beneficiosa fuerza de la modernidad, considerada como un
proceso histórico al que la humanidad tiende inevitablemente. Al mismo tiempo, con esto
último se fundía la idea de que el desarrollo de las estructuras económicas, impulsado por
esas fuerzas de la modernidad que define el devenir histórico, determinaba el desarrollo
social, cultural y político propicio para llevar a cabo un proceso de transición democrática
exitoso. Sin embargo, existen ejemplos en la historia que parecen rebatir estos supuestos
teleológicos implícitos en este enfoque. El nazismo alemán, en ejemplo, ha sido
considerado por la mayoría de los expertos como una vía alternativa real a la modernidad,
que pudo haber triunfado en el mundo. De este modo, se demostraba que un mismo
desarrollo estructural económico y social podría dar como resultado tanto el fascismo
como la democracia. Y de ello se sigue que el desarrollo histórico de la humanidad no
sigue una única vía, no es lineal, pues ante un mismo escenario o desarrollo estructural
siempre caben diversas alternativas posibles. No obstante, si bien dichos factores
estructurales no determinan, considero que condicionan en gran medida la posibilidad de
la instauración de un régimen democrático liberal, pues este siempre es más compatible
y se desarrolla mejor con una economía de libre mercado, competitiva y más capaz de
generar riqueza.
Sin embargo, es cierto que las explicaciones estructurales no pueden explicar la
periodización específica de la transición política, dado que los factores o condiciones
estructurales eran diferentes, y en algunos casos muy distintas, y sin embargo han dado
lugar a regímenes democráticos por igual. De igual modo, naciones con un menor
desarrollo económico y social que otras, sin embargo han alcanzado antes la democracia.
Pero esto no supone que, tomando España como referencia, el desarrollo económico no
pueda proporcionar un contexto favorable para las transiciones democráticas. Lo que
sucede es que es un factor condicionante, pero no es en sí un factor causal directo o único
y absoluto. Los analistas cuantitativos han establecido correlaciones muy fuertes entre
democracia y desarrollo económico. En casi todos los países con una economía de libre
mercado y productiva, los ingresos son más elevados y poseen regímenes democráticos,
pero existen excepciones; del mismo modo que a la inversa, en casi todos los países con
una economía menos desarrollada y con ingresos más bajos, se dan regímenes
autoritarios, salvo excepciones también. De este modo, Larry Diamond, con el fin de
salvar esas excepciones, considera que aún más significativo que el desarrollo estructural
de la economía, es el índice de desarrollo humano (IDH), el cual no toma únicamente el
PNB (producto nacional bruto), sino además otros factores sociales y políticos como por
ejemplo la redistribución de ingresos, la búsqueda de la disminución de la desigualdad
social, la garantía estatal de derechos sociales etc. Lo que estas estadísticas sugieren es
que existe un nivel umbral de desarrollo (económico y humano) que debe alcanzarse para
que la democratización se convierta en una posibilidad real. Superado ese umbral,
entonces la transición democrática es posible. Sin embargo, el hecho de que se supere
dicho umbral, no conduce automáticamente a la democratización porque no es una causa
directa, aunque si puede condicionar y favorecer la emergencia de la misma.
En definitiva, si bien la compleja relación establecida entre desarrollo y
democratización desde los años setenta ha debilitado los supuestos lineales y
deterministas de este enfoque, el debate ideológico fundamental sobre la relación entre
desarrollo económico por un lado, y político por otro, mantiene su intensidad. Están
aquellos que entienden capitalismo, desarrollo y democracia como procesos íntima y
lógicamente conectados; y están aquellos que lo consideran procesos contradictorios en
lugar de auto-reforzantes.
El segundo enfoque, por el contrario, considera que, de la mano de Huntington,
existe una dimensión global externa de la democratización. La conexión entre desarrollo
económico y democratización que tratábamos en el enfoque anterior, es extrapolado a un
nivel global. Así, el desarrollo de la economía liberal a nivel global trajo consigo un
aumento del consenso democrático a esta escala geográfica. La conexión entre
globalización económica y fomento de la democracia, se aprecia con claridad desde esta
perspectiva.
En este contexto de influencia global, Huntington subraya la contribución de las
instituciones regionales, internacionales y globales al impulso generalizado hacia la
democratización experimentado desde los setenta. El consenso predominante de que la
democracia era la única salida posible (en pleno contexto de la guerra fría), ayudó a crear
un clima en el que la democratización podía entenderse como parte intrínseca de ese
desarrollo en el que, a nivel global, se concebía el régimen democrático como el modelo
político a seguir. Al igual que ocurre con el enfoque anterior, el problema que plantea la
teoría globalizadora de la democratización radica en su falta de precisión. Aunque la
mayoría de los expertos están de acuerdo con Huntington en que hubo factores
internacionales que contribuyeron a crear la oportunidad para que se dieran tantas
transiciones democráticas en tan breve plazo de tiempo, pocos defenderían la postura de
que dichos factores fueron la causa principal de una transición concreta. La idea de la
existencia de un clima global de democratización tiene sentido a nivel general y puede
tener influencia en algunos casos concretos, pero no explica por qué unos países
experimentaron la transición en un momento determinado y otros no. Hacia finales del
siglo pasado, de hecho, la tesis globalizadora parecía menos convincente todavía. Desde
una perspectiva más crítica con esta tesis, se destaca una influencia variable pero no
determinante de factores internacionales externos, y aunque se considera que juegan un
papel, este es secundario y no influye de forma determinante en la democratización. Otros
autores, de hecho, afirman que la globalización económica, el aumento del capitalismo
de libre mercado a escala global, ha traído consigo, por el contrario, un socavamiento de
la democracia occidental en lugar de promoverla en el mundo, debido al supuesto
aumento de la desigualdad y de la pobreza que esta conlleva en países donde está ya
implantada o en vías de transición.
La muy diferente relación entre globalización y democratización en
Latinoamérica, demuestra también el carácter variable, y no fijo o determinante, de dicha
relación. De este modo, el clima internacional global que impulsó el proceso de
democratización durante la tercera ola no tuvo un impacto uniforme en todas las regiones,
lo cual demuestra que no es un factor único y determinante del mismo.
Idéntico argumento se puede aplicar al impacto global de la Iglesia católica
después de Concilio Vaticano II. Se considera desde esta perspectiva que tras dicho
evento, la Iglesia Católica contribuyó de manera determinante a ese clima global propicio
para la democratización en los lugares de tradición católica. La observación de
Huntington de que dos tercios de las transiciones de la tercera ola antes de 1991
ocurrieron en países católicos es sugerente, pero un análisis más profundo revela que la
influencia concreta de la Iglesia varió mucho de país a país.
Este argumento, sin embargo, sostiene que la Iglesia, al abrazar valores
democráticos como el pluralismo religioso, la tolerancia, la justicia social y la democracia
como tal, se transformó en una fuerza global de democratización. No obstante, en este
punto, se observa que, si bien a nivel macro el Vaticano II proporcionó ciertamente un
discurso que integraba el catolicismo y la democracia, favoreciendo de algún modo la
transición hacia la democracia en los lugares con tradición católica, a nivel micro su
impacto dependía de las dinámicas internas de cada Iglesia nacional. Según la Iglesia de
cada nación, tendría una mayor o una menor influencia el discurso del Vaticano II a nivel
global, que en cualquier caso, estaba lejos de ser determinante.
En definitiva, la tesis de la globalización funciona mejor al mismo nivel que el
modelo anterior, es decir, como parte de un ambiente propiciatorio, pero no determinante.
El contexto internacional es importante, (tal y como demuestra el caso español y la
diferencia entre la democracia de la década de los años 30 y la de los años 70), pero no
en el sentido de que opere como una fuerza uniforme e inevitable a nivel global o como
un mecanismo explicativo causal concreto. Lo cierto es que, detrás de esta teoría, se
encuentran pocas evidencias que conecten procesos económicos y políticos
internacionales con momentos de transición específicos.
El tercer enfoque a tratar es el enfoque elitista. Ante la imprecisión de los dos
modelos anteriores, esta perspectiva en lugar de centrarse en procesos “inevitables” de
larga duración y a gran escala, puso la atención en decisiones a corto plazo tomadas por
individuos concretos, las cuales tuvieron como resultado la caída del régimen autoritario
y el establecimiento de un régimen democrático. Este enfoque recibe el nombre de
“agente de las élites”, el cual encontramos en el estudio de O’Donell y Schmitter (1986).
En opinión de ambos autores, fue la crisis de legitimidad del régimen autoritario entre las
mismas élites autoritarias, lo que llevó a un proceso de autotransformación. Así, las
desencantadas élites buscarían nuevas opciones tales como reformas liberalizadoras y,
eventualmente, entablar negociaciones en tanto que oponentes moderados al régimen. Si
tenía éxito la negociación entre líderes autoritarios y líderes de la oposición, producirían
un acuerdo sobre un nuevo conjunto de “reglas del juego” definidores de los nuevos
parámetros sobre los que crear un nuevo sistema de instituciones democráticas. Resulta
significativo que el caso español, una vez más, parece ser el que mejor ejemplifica la
nueva teoría de que las decisiones tomadas por las élites, y no las precondiciones
estructurales, fueron las que pusieron en marcha el exitoso proceso de democratización.
Este modelo establece un cuadro limitado de actores, los cuales disfrutan de una
capacidad de acción amplia para tomar las decisiones cruciales que llevarían al éxito o al
fracaso de la democratización. Este modelo no establece precondiciones estructurales
necesarias y determinantes para la democratización, convirtiéndola en algo que podría ser
diseñado a través de una política deliberada entre élites progresistas y conservadoras que
se sientan a negociar. Se considera de hecho que ni siquiera es necesario que los actores
que forjaban estas políticas fueran demócratas. La cultura democrática, tanto en las élites
como en la población en general, emanaría de un buen conjunto de instituciones, aunque
estas hubiesen sido establecidas por conveniencia y no por convicción. Para di Palma,
como para otros, el caso español servía de ejemplo consumado de esta labor exitosa de
las élites. Según Richard Gunther, las lecciones derivadas de este modelo serían, primero,
el pequeño número de personas implicadas en la toma de decisiones importantes; y
segundo, el pragmatismo y la flexibilidad de dichos individuos fruto de su independencia
a la hora de tomar posición y no ceder a las presiones populares.
Al mismo tiempo, existe también una historia de élites cuya decisión de no
interferir constituye un componente implícito de este modelo. En concreto, la abstención
de las élites militares en el proceso de transición se ha considerado como un factor
importante en la determinación de su éxito, para lo cual era necesario que el poder militar
se hallara subordinado al poder civil o estatal. Un poder militar autónomo, sin control del
Estado, inhibe la democratización. Solo en el caso de que el ejército se halle subordinado
al poder civil puede consolidarse la democracia. Si bien este proceso de subordinación de
la autoridad militar a la autoridad civil se ha considerado cumplido en el caso español
desde el fracasado golpe militar de 1981, en la mayoría de las otras democratizaciones de
tercera ola fuera del sur de Europa, se trata por el contrario de un factor que ha impedido
una consolidación democrática plena, dado que no se ha producido debidamente.
Sin embargo, el optimismo generado por este enfoque culminó a principios de los
noventa. Si bien fueron pocos los que restaron importancia a las decisiones de las élites a
la hora de precipitar el cambio de régimen y establecer instituciones democráticas sólidas,
si hubo muchos que calificaron estas condiciones de necesarias pero no suficientes para
llevar a a cabo una transición y consolidación democrática. Si en los ochenta, todos los
que defendían este modelo consideraban que la toma de decisiones por parte de la élite
constituía el núcleo esencial del modelo español, a finales de siglo esta aserción se había
vuelto más discutible. La debilidad de la democracia rusa y de otras exrepúblicas
soviéticas que habían sido “diseñadas” por élites siguiendo el modelo, movió a los
expertos a considerar la necesidad de nuevos factores adicionales capaces de explicar el
éxito de la democratización en unos casos pero no en otros. Comenzaba a sospecharse
pues que, el hecho de que España fuera una de las pocas democracias consolidadas a
finales del siglo XX, podría derivar del contexto más amplio en el que las decisiones de
las élites tuvieron lugar.
Será a través del concepto de la “sociedad civil” como se incorpora este contexto
más amplio, surgiendo otro enfoque nuevo. Así, en la década de los noventa, se aceptó
otro nuevo instrumento explicativo. El concepto de sociedad civil es definido como el
espacio donde ciudadanos particulares se aúnan para conseguir objetivos públicos
comunes. Situada entre el Estado y el ámbito privado de la vida personal y familiar, la
sociedad civil es el ámbito en el que el conjunto de la ciudadanía contribuye a la
consecución de un determinado bien público e intenta mover al Estado para que actúe. Es
un espacio plural donde cada grupo intenta hacer oír sus demandas. Los defensores de
este concepto, empezando por Tocqueville en el siglo XIX, han sostenido que una
sociedad civil fuerte es el sello de una democracia saludable, y se consigue garantizando
su participación, el pluralismo y la restricción del poder estatal. La capacidad de una
sociedad civil fuerte y vibrante para dominar o influir en el Estado constituye la clave de
la adaptación de este concepto a la teoría de la democratización; pues se convierte así en
un factor clave en el proceso de democratización.
Así, los expertos han defendido que los principales impulsos para la liberación de
regímenes autoritarios, procedían de fuerzas movilizadoras dentro de la sociedad civil.
En el caso español, la presión “desde abajo”, ya cobrara formas de sindicato,
manifestaciones públicas o movimientos sociales, fue lo que convenció a las élites de
tomar medidas reformistas y abrir el proceso de transición. De esta manera, las decisiones
de las élites venían condicionadas por el contexto social en el que se llevaban a cabo. Uno
de los atractivos de este enfoque respecto al anterior, es que aumenta el número de actores
y de posibles escenarios en el proceso de transición. Al afirmar que las transiciones se
preparaban en la sociedad civil, los expertos recontextualizaron el proceso de
democratización como un proceso participativo más amplio.
Esta perspectiva de la transición “desde abajo” también facilitó la inclusión de los
personajes femeninos en la historia. Debido a que casi nunca tuvieron puestos de poder
en los regímenes autoritarios ni destacaron entre los líderes de la oposición, la narrativa
del enfoque de élites anterior es esencialmente masculina. En general, las mujeres han
tendido a participar en política a un nivel informal en organizaciones sociales vinculadas
a temas de calidad de vida. Por tanto, si este tipo de asociaciones formaban parte de la
sociedad civil que determinaba o influía decisivamente en las decisiones de las élites,
entonces se puede afirmar que las mujeres “estaban también presentes” en el proceso de
democratización: fueron agentes activos.
La idea de que las transiciones democráticas se preparan en la sociedad civil
constituye un argumento común en este enfoque, pero sus teóricos se dividen respecto a
la interpretación de cómo funcionan esos vínculos. Si bien al comienzo ese vínculo se
explicaba a su vez en relación de dependencia con un determinismo estructural claro, en
los años noventa el enfoque de la sociedad civil se caracterizaba por su voluntarismo,
centrándose en la agencia contingente de múltiples actores. Se puso así el énfasis en el
poder de la agencia humana voluntaria, pero a diferencia del enfoque elitista, defendía
que esta agencia era compartida más ampliamente con la población en general, aunque
no se les pudiera localizar tomando dichas decisiones. El enfoque de la sociedad civil
intentaba evaluar la participación popular como una variable independiente. En la nueva
atención prestada a la sociedad civil como factor de democratización, se hallaba implícito
un debate sobre la democracia misma, sobre la posibilidad misma de si el pueblo, “desde
abajo”, puede tener un auténtico poder de influencia en la toma de decisiones políticas
fundamentales. Para la escuela partidaria de la agencia de las élites la democratización se
halla firmemente asentada en el Estado, y su culminación se produce en el establecimiento
de instituciones gubernamentales diseñadas desde arriba. En cambio, para los partidarios
de la sociedad civil, la democratización es un proceso participativo, definido no por
instituciones, sino por un contexto social más amplio. Sin embargo, hay datos extraídos
de la realidad que cuestionan este enfoque, pues se perciben sociedades en las que la
sociedad civil era más débil que otras donde era más fuerte y vibrante y, sin embargo, en
las primeras se consolidó el proceso de democratización, mientras que en las segundas no
(pone de ejemplo los casos de España y Brasil).
Otra fuente de discrepancia es la diferente perspectiva adoptada por los expertos
a la hora de decidir qué aspecto específico de la sociedad civil contribuye a la transición
democrática. En un extremo se encuentran los teóricos que incluyen cualquier tipo de
actividad asociativa con independencia de su conexión con temas públicos o políticos,
siempre que dicha actividad estimule “la confianza social”. En el otro, están aquellos que
limitan su estudio a movimientos dentro de la sociedad civil con agendas democráticas
concretas. Sin embargo, a nivel general, las asociaciones de la sociedad civil abren un
espacio autónomo o semi-autónomo en el interior de una dictadura, a partir del cual se
promueve el pluralismo y se establecen las condiciones para un posible diálogo entre
sociedad y Estado. A través de este diálogo, las organizaciones de la sociedad civil
aprenden a articular intereses colectivos y a presentar demandas así como a desarrollar
destrezas y hábitos de autoorganización. Estas destrezas y hábitos les preparan para
ejercer el papel de ciudadanos democráticos activos, de participar activamente en el
ejercicio del poder político, en lugar de limitarse a ser clientes pasivos de un Estado
autoritario. Cuanto más se organizan y más se hacen oír estas asociaciones, y cuanto más
se diversifican sus demandas y más en pugna entran, más difícil le resulta al Estado
autoritario mantener su legitimidad. Es en este punto donde la presión desde abajo puede
tener influencia directa en forzar a las élites a llevar a cabo reformas.
Para los oponentes del modelo de sociedad civil, es esta una tendencia peligrosa
y contraproducente. Las organizaciones de la sociedad civil pueden ser “inciviles” en su
comportamiento, o simplemente irrelevantes en su contribución a la práctica democrática.
Estas, pueden ser una fuerza positiva para la democratización, pero solo en el contexto de
un Estado y unas instituciones democráticas fuertes. La combinación de un Estado débil
y una sociedad civil fuerte puede ser letal. Por lo que los proyectos democráticos deberían
centrarse en apoyar instituciones estatales y de partido, y no movimientos sociales. La
mayoría de los teóricos de la sociedad civil, coincidiría en la premisa básica de que la
democratización fracasará, si no se instaura a su vez un Estado a la par con instituciones
fuertes y democráticas, independientemente de la participación popular.
De esto se desprende que no basta apelar al factor de la voluntad de la sociedad
civil, sino que otros factores son necesariamente relevantes para comprender el porqué
del éxito de los procesos de transición. De hecho, la tendencia finalmente parece
orientarse hacia el análisis multifactorial, al reconocer que tanto el desarrollo económico,
como las decisiones de las élites, como la participación popular, como las fuerzas
globales, desempeñan su papel en el resultado final. De nuevo, el modelo español sirve
de referencia a este enfoque multi-factorial. Los procesos de transición democrática serían
fruto del impacto combinado de todos esos factores. Donde los expertos todavía no se
ponen de acuerdo es donde poner el énfasis, pues una cosa es reconocer la contribución
de múltiples factores y otra organizarlos en orden jerárquico. A su vez, una cosa es
reconocer un modelo multifactorial, y otra analizar los mecanismos interactivos entre
esos cuatro factores que conducen al proceso democratizador.
Por último, Pamela Radcliff termina analizando los límites del modelo español de
transición democrática. Cuando los teóricos de la democratización pasaron, a finales de
los noventa, de analizar la transición a estudiar la consolidación democrática (transición
y consolidación son dos etapas distintas de la democratización), empezaron a discutir la
calidad del régimen democrático que emergió de dicha vía de transición.
Los teóricos de la consolidación se han agrupado en dos campos, los minimalistas
y los maximalistas. Para los minimalistas, la consolidación se produce cuando las
instituciones democráticas son establecidas y se celebran las primeras elecciones
democráticas competitivas. Para los maximalistas, la consolidación se entiende como un
proceso continuo en el que la cultura democrática penetra cada vez más en los ciudadanos
y los actores políticos. Dese la perspectiva maximalista algunos si se atrevería a defender,
según Radcliff, que la consolidación democrática en España no ha sido un éxito absoluto.
Hay así una línea de investigación abierta interesada por la calidad democrática española.
El debate se centra en la participación popular y en la capacidad real que posee de
involucrarse en los procesos democráticos de toma de decisiones. Algunos, a raíz de los
escándalos de corrupción, consideran que en España la democracia es demasiado elitista
o estatista, en la que no existen vínculos fuertes entre las instituciones del Estado y la
sociedad civil. Esto se considera que es fruto del modo elitista en que se consumó la
transición democrática española, el cual eliminó desde el principio la participación de los
grupos populares, instalando un régimen democrático solo en un sentido institucional
formal. El punto de vista contrario apunta no a la vía de democratización, sino a los
hábitos autoritarios en la sociedad que sobrevivieron a la caída del Régimen.
El otro hilo de discusión sobre los límites del modelo español se refiere a llamada
“cuestión regional”. Si bien la mayoría de los análisis iniciales de la transición
consideraba la autonomía regional como un tema resuelto con éxito, la creciente polémica
sobre esta materia ha llevado a la reconsideración de esta cuestión. El proceso en el País
Vasco difícilmente puede subsumirse bajo el éxito general del “modelo español”. Se
considera que el País Vasco ha seguido un modelo de transición fracasada, pues no se ha
integrado en el modelo español. Esta bifurcación del modelo español podría socavar su
propia coherencia como modelo, afectando así de forma importante a su percibida
exportabilidad, con lo que el análisis de las causas de este modelo de transición para
reproducirlo posteriormente en otros lugares, comienza a generar dudas. A medida que el
caso español se hace cada vez más difícil de categorizar en cuanto a su consolidación
democrática, así como en cuanto a sus causas, también comienza a decrecer su utilidad
como modelo en un proyecto de democratización global.

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