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Moral a Nicómaco · libro séptimo, capítulo V

De las cosas que son naturalmente agradables


y de las que se hacen tales mediante el hábito
Como ya he dicho, hay cosas que agradan naturalmente; y de ellas unas son agradables
absolutamente y de una manera general, y otras sólo lo son según las diversas especies de
animales, y también según las razas de hombres. Hay cosas que naturalmente no son
agradables, pero que se hacen tales por efecto de privaciones o como resultado del hábito y
hasta por depravación de los gustos naturales. Y puede creerse, que hay disposiciones
morales que corresponden a cada una de estas aberraciones físicas. Quiero hablar de esas
tendencias brutales y feroces; como, por [188] ejemplo, la de aquella mujer
abominable{138}que, según se cuenta, hacía abortar a las mujeres en cinta, para devorar los
fetos que arrancaba de su seno; como también las de algunas razas de salvajes de las orillas
del Ponto que, al parecer, tienen el horrible placer de comer, estos la vianda cruda, aquellos
la carne humana; las de otras que se sirven recíprocamente de sus hijos en los horribles
festines que se ofrecen unos a otros; y también las atrocidades que se refieren de
Fálaris{139}. Todos estos son gustos feroces y dignos de brutos. A veces son el resultado de
enfermedad o de la locura, como la de aquel hombre que, después de haber inmolado a su
madre a los dioses, la devoró; o como aquel esclavo que comió el corazón de su compañero
de esclavitud. Hay gustos de otro género que son igualmente como enfermedades o que sólo
nacen de un hábito necio: por ejemplo, arrancarse los cabellos, comerse las uñas, comer
carbón o tierra, así como también cohabitar unos hombres con otros{140}. Estos gustos
depravados son unas veces instintivos, y otras resultado de hábitos contraídos desde la
infancia. Cuando estos extravíos sólo tienen por causa la naturaleza, los que los
experimentan no pueden ser realmente llamados intemperantes, así como no puede echarse
en cara a las mujeres el no buscar los hombres para casarse en vez de ser ellas buscadas por
ellos. Otro tanto debe decirse de los que se han hecho enfermizos y viciosos como resultado
de un largo hábito. Pero estos gustos monstruosos están fuera de todos los límites del vicio
propiamente dicho, como sucede a la ferocidad misma. Y ya se triunfe, ya se sucumba, no
hay en estos casos verdaderamente templanza ni intemperancia, absolutamente hablando; no
hay más que una cierta afinidad que ya hemos indicado, diciendo que el que en la cólera se
deja ir hasta los últimos excesos de esta pasión, debe calificársele conforme a esta pasión
misma, y no debe llamársele por esto intemperante de una manera absoluta. En efecto, todos
estos [189] excesos viciosos, irracionales, cobardes, desarreglados, crueles, son efecto ya de
una naturaleza brutal, ya de una verdadera enfermedad. Y así, un hombre que está
organizado de tal manera por la naturaleza que a todo tiene miedo, hasta al ruido de un ratón,
es cobarde de un modo verdaderamente propio de una bestia. Otro, por resultado de una
enfermedad, tiene un terror invencible a los gatos. Entre los que están tocados de demencia,
unos, que han perdido la razón por el sólo efecto de la naturaleza y que sólo viven la vida de
los sentidos, son verdaderos brutos, como ciertas razas de bárbaros de países lejanos; otros,
que han caído en este estado a consecuencia de una enfermedad, como la epilepsia o la
locura, son verdaderos enfermos. A veces puede uno tener simplemente estos gustos
espantosos sin ser dominado por ellos: por ejemplo, hubiera sido posible a Fálaris contener
los horribles deseos que le llevaban a devorar los hijos o a satisfacer contra naturaleza las
necesidades del amor. A veces también se tienen estos gustos deplorables y se sucumbe a
ellos.

Por lo tanto, así como la perversidad en el hombre puede llamársela perversidad en absoluto,
o designarla por una adición que indique, por ejemplo, que es brutal o enfermiza, sin tomar
por tanto esta palabra de una manera absoluta; en igual forma es evidente, que la
intemperancia es ya brutal, ya enfermiza; y cuando se toma esta palabra en un sentido
absoluto, designa simplemente la intemperancia relativa a la incontinencia por demás
ordinaria entre los hombres.

En resumen, se ve que la intemperancia y la templanza sólo se extienden a las cosas a que se


pueden aplicar igualmente las ideas de incontinencia y de sobriedad; y que si para las cosas
diferentes de estas se emplea también la palabra intemperancia, es bajo otro punto de vista y
por simple metáfora, pero no de una manera absoluta.

———

{138} Los comentadores la llaman Hamia; era, según se cuenta, una madre que se había
vuelto loca por el dolor que le produjo la pérdida de sus hijos.

{139} Hay comentadores que pretenden que Fálaris comió a su propio hijo, lo cual parece
confirmar el mismo Aristóteles al final de este capítulo.

{140} Bien pudo Aristóteles colocar a parte este vicio repugnante, no confundiéndolo con
manías que pueden ser muy extrañas y caprichosas, pero no culpables.

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