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INSTITUTO COMERCIAL DE OSORNO

Departamento de Lengua Castellana y Comunicación NM2

Taller de Lectura comentada “El perro del regimiento”, de Daniel Riquelme

Entre los actores de la batalla de Tacna y las víctimas lloradas de la de Chorrillos, debe
contarse, en justicia, al perro del Coquimbo. Perro abandonado y callejero, recogido un
día a lo largo de una marcha por el piadoso embeleco de un soldado, en recuerdo, tal
vez, de algún otro que dejó en su hogar al partir a la guerra, que en cada rancho hay
un perro y cada roto cría al suyo entre sus hijos.

Imagen viva de tantos ausentes, muy pronto el aparecido se atrajo el cariño de los
soldados, y éstos, dándole el propio nombre de su regimiento, lo llamaron Coquimbo,
para que de ese modo fuera algo de todos y de cada uno.

Sin embargo, no pocas protestas levantaba al principio su presencia en el cuartel;


causa era de grandes alborotos y por ellos tratóse en una ocasión de lincharlo, después
de juzgado y sentenciado en consejo general de ofendidos, pero Coquimbo no apareció.
Se había hecho humo como en todos los casos en que presentía tormentas sobre su
lomo. Porque siempre encontraba en los soldados el seguro amparo que el nieto busca
entre las faldas de su abuela, y sólo reaparecía, humilde y corrido, cuando todo peligro
había pasado.

Se cuenta que Coquimbo tocó personalmente parte de la gloria que en el día


memorable del Alto de la Alianza conquistó su regimiento a las órdenes del
comandante Pinto Agüero, a quien pasó el mando, bajo las balas, en reemplazo de
Gorostiaga. Y se cuenta también que de ese modo, en un mismo día y jornada, el jefe
casual del Coquimbo y el último ser que respiraba en sus filas, justificaron
heroicamente el puesto que cada uno, en su esfera, había alcanzado en ellas…

Pero mejor será referir el cuento tal como pasó, a fin de que nadie quede con la
comezón de esos puntos y medias palabras, sobretodo cuando nada hay que esconder.

Al entrar en batalla, la madrugada del 26 de mayo de 1880, el Regimiento Coquimbo


no sabía a qué atenerse respecto de su segundo jefe, el comandante Pinto, pues días
antes solamente de la marcha sobre Tacna había recibido un ascenso de mayor y su
nombramiento de segundo comandante.

Por noble compañerismo, deseaban todos los oficiales del cuerpo que semejante honor
recayera en algún capitán de la propia casa, y con tales deseos esperaban,
francamente, a otro. Pero el ministro de la guerra en campaña, a la sazón don Rafael
Sotomayor, lo había dispuesto así.

Por tales razones, que a nadie ofendían, el comandante Pinto Agüero fue recibido con
reserva y frialdad en el regimiento. Sencillamente, era un desconocido para todos ellos;
acaso sería también un cobarde. ¿Quién sabía lo contrario? ¿Dónde se había probado?

Así las cosas y los ánimos, despuntó con el sol la hora de la batalla que iba a trocar
bien luego no sólo la ojeriza de los hombres, sino la suerte de tres naciones.

Rotos los fuegos, a los diez minutos quedaba fuera de combate, gloriosa y mortalmente
herido a la cabeza de su tropa, el que más tarde iba a de ser el héroe feliz de
Huamachuco, don Alejandro Gorostiaga.

En consecuencia, el mando correspondía —¡travesuras del destino!— al segundo jefe;


por lo que el regimiento se preguntaba con verdadera ansiedad qué haría Pinto Agüero
como primer jefe.

Pero la expectación, por fortuna, duró bien poco. Luego se vio al joven comandante
salir al galope de su caballo de las filas postreras, pasar por el flanco de las unidades
que lo miraban ávidamente, llegar al sitio que le señalaba su puesto, la cabeza del
regimiento, y seguir más adelante todavía.

Todos se miraron entonces, ¿a dónde iba a parar?

Veinte pasos a vanguardia revolvió su corcel y desde tal punto, guante que arrojaba a
la desconfianza y al valor de los suyos, ordenó el avance del regimiento, sereno como
en una parada de gala, únicamente altivo y dichoso por la honra de comandar a tantos
bravos.

La tropa, aliviada de enorme peso, y porque la audacia es aliento y contagio, lanzóse


impávida detrás de su jefe; pero en el fragor de la lucha, fue inútil todo empeño de
llegar a su lado.

El capitán desconocido de la víspera, el cobarde tal vez, no se dejó alcanzar por


ninguno, aunque dos veces desmontado, y concluida la batalla, oficiales y subalternos,
rodeando su caballo herido, lo aclamaron en un grito de admiración.

Coquimbo, por su parte, que en la vida tanto suelen tocarse los extremos, había
atrapado del ancho mameluco de bayeta (y así lo retuvo hasta que llegaron los
nuestros), a uno de los enemigos que huía al reflejo de las bayonetas chilenas, caladas
al toque pavoroso de degüello.

Y esta hazaña que Coquimbo realizó de su cuenta y riesgo, concluyó de confirmarlo el


niño mimado del regimiento.

Su humilde personalidad vino a ser, en cierto modo, el símbolo vivo y querido de la


personalidad de todos; de algo material del regimiento, así como la bandera lo es de
ese ideal de honor y de deber, que los soldados encarnan en sus frágiles pliegues.

Él, por su lado, pagaba a cada uno su deuda de gratitud con un amor sin preferencia,
eternamente alegre y sumiso como cariño de perro.

Comía en todos los platos; diferenciaba el uniforme y, según los rotos, hasta sabía
distinguir los grados. Por un instinto de egoísmo digno de los humanos, no toleraba
dentro del cuartel la presencia de ningún otro perro que pudiera, con el tiempo,
arrebatarle el aprecio que se había conquistado con una acción que acaso él mismo
calificaba de distinguida.

Llegó, por fin, el día de la marcha sobre las trincheras que defendían a Lima.

Coquimbo, naturalmente, era de la gran partida. Los soldados, muy de mañana, le


hicieron su tocado de batalla.

Pero el perro, cosa extraña para todos, no dio al ver los aprestos que tanto conocía, las
muestras de contento que manifestaba cada vez que el regimiento salía a campaña.

No ladró ni empleó el día en sus afanosos trajines de la mayoría de las cuadras: de


éstas a la cocina y de ahí a husmear el aspecto de la calle, bullicioso y feliz, como un
tambor de la banda.

Antes, por el contrario, triste y casi gruñón, se echó desde temprano a orillas del
camino, frente a la puerta del canal en que se levantaban las rucas del regimiento,
como para demostrar que no se quedaría atrás y asegurarse de que tampoco sería
olvidado.

¡Pobre Coquimbo!

¡Quién puede decir si no olía en el aire la sangre de sus amigos, que en el curso de
breves horas iba a correr a torrentes, prescindiendo del propio y cercano fin que a él le
aguardaba!

La noche cerró sobre Lurín, rellena de una niebla que daba al cielo y a la tierra el tinte
lívido de una alborada de invierno. Casi confundido con la franja argentada de espuma
que formaban las olas fosforescentes al romperse sobre la playa, marchaba el
Coquimbo cual una sierpe de metálicas escamas.

El eco de las aguas apagaba los rumores de esa marcha de gato que avanza sobre su
presa.

Todos sabían que del silencio dependía el éxito afortunado del asalto que llevaban a las
trincheras enemigas.
Y nadie hablaba y los soldados se huían para evitar el choque de has armas.

Y ni una luz, ni un reflejo de luz.

A doscientos pasos no se había visto esa sombra que, llevando en su seno todos los
huracanes de la batalla, volaba, sin embargo, siniestra y callada como la misma
muerte.

En tales condiciones, cada paso adelante era un tanto más en ha cuenta de las
probabilidades favorables.

Y así habían caminado ya unas cuantas horas. Las esperanzas crecían en proporción;
pero de pronto, inesperadamente, resonó en la vasta llanura el ladrido de un perro,
nota agudísima que, a semejanza de la voz del clarín, puede, en el silencio de la noche,
oírse a grandes distancias, sobre todo en las alturas.

—¡Coquimbo! —exclamaron los soldados.

Y suspiraron como si un hermano de armas hubiera incurrido en pena de la vida. De


allí a poco se destacó al frente de la columna la silueta de un jinete que llegaba a
media rienda. Reconocido con las precauciones de ordenanza, pasó a hablar con el
comandante Soto, el bravo José María Segundo Soto, y, tras de lacónica plática, partió
con igual prisa, borrándose en la niebla, a corta distancia.

Era el jinete un ayudante de campo del jefe de la División, coronel Lynch, el cual
ordenaba redoblar "silencio y cuidado" por haberse descubierto avanzadas peruanas en
la dirección que llevaba el Coquimbo.

A manera de palabra mágica, la nueva consigna corrió de boca en oreja desde la


cabeza hasta la última fila, y se continuó la marcha; pero esta vez parecía que los
soldados se tragaban el aliento.

Una cuncuna no habría hecho más ruido al deslizarse sobre el tronco de un árbol.

Sólo se oía el ir y venir de las olas del mar; aquí suave y manso como haciéndose
cómplice del golpe; allá violento y sonoro, donde las rocas lo dejaban sin playa.

Entre tanto, comenzaba a divisarse en el horizonte de vanguardia una mancha


renegrida y profunda, que hubiese hecho creer en la boca de una cueva inmensa
cavada en el cielo.

Eran el Morro y el Salto del Fraile, lejanos todavía; pero ya visibles.

Hasta ahí la fortuna estaba por los nuestros; nada había que lamentar. El plan de
ataque se cumplía al pie de la letra. Los soldados se estrechaban las manos en silencio,
saboreando el triunfo. Mas el destino había escrito en la portada de las grandes
victorias que les tenía deparadas, el nombre de una víctima, cuya sangre, oscura y sin
deudos, pero muy armada, debía correr la primera sobre aquel campo, como ofrenda a
los números adversos.
Coquimbo ladró de nuevo, con furia y seguidamente, en ademán de lanzarse hacia las
sombras.

En vano los soldados trataban de aquietarlo por todos los medios que les sugería su
cariñosa angustia.
¡Todo inútil!

Coquimbo, con su finísimo oído, sentía el paso o veía en las tinieblas las avanzadas
enemigas que había denunciado el coronel Lynch, y seguía ladrando, pero lo hizo allí
por última vez para amigos y contrarios.

Un oficial se destacó del grupo que rodeaba al comandante Soto. Separó dos soldados
y entre los tres, a tientas, volviendo la cara, ejecutaron a Coquimbo bajo las aguas que
cubrieron su agonía.

En las filas se oyó algo como uno de esos extraños sollozos que el viento arranca a las
arboladuras de los bosques... y siguieron andando con una prisa rabiosa que parecía
buscar el desahogo de una venganza implacable.

Y quien haya criado un perro y hecho de él un compañero y un amigo comprenderá, sin


duda, la lágrima que esta sencilla escena que yo cuento como puedo arrancó a los
bravos del Coquimbo, a esos rotos de corazón tan ancho y duro como la mole de piedra
y bronce que iban a asaltar, pero en cuyo fondo brilla con la luz de las más dulces
ternuras mujeriles de este rasgo característico: su piadoso amor a los animales.

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Departamento de Lengua Castellana y Comunicación NM2

Taller de Lectura comentada “La noche boca arriba”, de Julio Cortázar


Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;
le llamaban la guerra florida.

A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a
la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía
guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría
con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del
centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la
máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento
fresco le chicoteaba los pantalones.

Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes
vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto,
el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y
amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas
por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como
correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas
empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente.
Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de
las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la
mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque
perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.

Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban


sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y
cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho.
Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban
con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había
estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de
dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba
hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que
rasguños en las piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la
máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así
va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la
penumbra de una pequeña farmacia de barrio.

La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda
donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los
efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo
casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o
dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala
suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no
parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los
dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte.
Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas
hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos
y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con
olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa
grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las
enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones
del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.

Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía


húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de
operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la
radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de
una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo
que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien
parado atrás.

Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores.
Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las
marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en
cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía
huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que
andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más
denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos,
los motecas, conocían.

Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del
sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había
participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de
piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo
agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños
abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin
estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar
ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido
no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba
como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero
el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había
que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas,
agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio
algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban
a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una
bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.

-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto,


amigazo.

Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala.
Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última
visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y
poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían
darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo
iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer
de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros
enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un
carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con
alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un
tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con
un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa.
Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las
cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez
ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que
sin embargo en la calle es peor; y quedarse.

Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un
trocito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a
poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado,
chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de
enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil
dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios
resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.

Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante
embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad,
aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto.
"La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de
hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le
azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la
oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca,
con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a
encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como
un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector.
Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y
la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al
mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la
espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La
guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si
conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá
de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en
la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino
el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del
regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del
otro lado de los cazadores.

Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se


incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca.
El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi
sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces
y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga
lo atrapó desde atrás.
-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé
del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.

Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció


deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo
protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era
grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla.
Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las
poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una
botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente.
Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas.
Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como
un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera
pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y
le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a
rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un
desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación
de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo,
más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido
distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas
maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres
lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la
contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido
y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora
volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan
blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera
descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo
alto se iba apagando poco a poco.

Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a


reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de
filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y
mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse
y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en
un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las
piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que
se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del
final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los
atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del
templo a la espera de su turno.

Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un
quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su
cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en
sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los
peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca,
tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran
lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió
como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se
le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor
se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las
antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la
ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio.
Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas.
Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el
bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que
lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante,
alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los
acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca
arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un
reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante
él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa
nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero
todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo
brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto
que era su verdadero corazón, el centro de la vida.

Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra
blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían
callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen
traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de
los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados.
Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba
aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia
lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a
esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la
modorra era más fuerte que él.

Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de
agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el
pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él
boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose
como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna
menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente
se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso
protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo
subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto
estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la
piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del
sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con
una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un
segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo
del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura
ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la
mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a
despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro,
absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas
avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni
humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la
mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien
se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca
arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.
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Taller de Lectura comentada “Informe para una Academia”, de Franz Kafka

Excelentísimos señores académicos:

Me hacéis el honor de presentar a la Academia un informe sobre mi anterior vida


de mono. Lamento no poder complaceros; hace ya cinco años que he abandonado
la vida simiesca. Este corto tiempo cronológico es muy largo cuando se lo ha
atravesado galopando -a veces junto a gente importante- entre aplausos, consejos y
música de orquesta; pero en realidad solo, pues toda esta farsa quedaba -para
guardar las apariencias- del otro lado de la barrera.

Si me hubiera aferrado obstinadamente a mis orígenes, a mis evocaciones de


juventud, me hubiera sido imposible cumplir lo que he cumplido. La norma
suprema que me impuse consistió justamente en negarme a mí mismo toda
terquedad. Yo, mono libre, acepté ese yugo; pero de esta manera los recuerdos se
fueron borrando cada vez más. Si bien, de haberlo permitido los hombres, yo
hubiera podido retornar libremente, al principio, por la puerta total que el cielo
forma sobre la tierra, ésta se fue angostando cada vez más, a medida que mi
evolución se activaba como a fustazos: más recluido, y mejor me sentía en el
mundo de los hombres: la tempestad, que viniendo de mi pasado soplaba tras de
mí, ha ido amainando: hoy es tan solo una corriente de aire que refrigera mis
talones. Y el lejano orificio a través del cual ésta me llega, y por el cual llegué yo
un día, se ha reducido tanto que -de tener fuerza y voluntad suficientes para volver
corriendo hasta él- tendría que despellejarme vivo si quisiera atravesarlo.
Hablando con sinceridad -por más que me guste hablar de estas cosas en sentido
metafórico-, hablando con sinceridad os digo: vuestra simiedad, estimados señores,
en tanto que tuvierais algo similar en vuestro pasado, no podría estar más alejada
de vosotros que lo que la mía está de mí. Sin embargo, le cosquillea los talones a
todo aquel que pisa sobre la tierra, tanto al pequeño chimpancé como al gran
Aquiles.

Pero a pesar de todo, y de manera muy limitada, podré quizá contestar vuestra
pregunta, cosa que por lo demás hago de muy buen grado. Lo primero que aprendí
fue a estrechar la mano en señal de convenio solemne. Estrechar la mano es
símbolo de franqueza. Hoy, al estar en el apogeo de mi carrera, tal vez pueda
agregar, a ese primer apretón de manos, también la palabra franca. Ella no
brindará a la Academia nada esencialmente nuevo, y quedaré muy por debajo de lo
que se me demanda, pero que ni con la mejor voluntad puedo decir. De cualquier
manera, con estas palabras expondré la línea directiva por la cual alguien que fue
mono se incorporó al mundo de los humanos y se instaló firmemente en él. Conste
además, que no podría contaros las insignificancias siguientes si no estuviese
totalmente convencido de mí, y si posición no se hubiese afirmado de manera
incuestionable todos los grandes music-halls del mundo civilizado.

Soy originario de la Costa de Oro. Para saber cómo fui atrapado dependo de
informes ajenos. Una expedición de caza de la firma Hagenbeck -con cuyo jefe, por
otra parte, he vaciado no pocas botellas de vino tinto- acechaba emboscada en la
maleza que orilla el río, cuando en medio de una banda corrí una tarde hacia el
abrevadero. Dispararon: fui el único que hirieron, alcanzado por dos tiros.

Uno en la mejilla. Fue leve pero dejó una gran cicatriz pelada y roja que me valió el
repulsivo nombre, totalmente inexacto y que bien podía haber sido inventado por
un mono, de Peter el Rojo, tal como si sólo por esa mancha roja en la mejilla me
diferenciara yo de aquel simio amaestrado llamado Peter, que no hace mucho
reventó y cuyo renombre era, por lo demás, meramente local. Esto al margen.

El segundo tiro me atinó más abajo de la cadera. Era grave y por su causa aún hoy
rengueo un poco. No hace mucho leí en un artículo escrito por alguno de esos diez
mil sabuesos que se desahogan contra mí desde los periódicos "que mi naturaleza
simiesca no ha sido aplacada del todo", y como ejemplo de ello alega que cuando
recibo visitas me deleito en bajarme los pantalones para mostrar la cicatriz dejada
por la bala. A ese canalla deberían arrancarle a tiros, uno por uno, cada dedo de la
mano con que escribe. Yo, yo puedo quitarme los pantalones ante quien me venga
en ganas: nada se encontrará allí más que un pelaje acicalado y la cicatriz dejada
por el -elijamos aquí para un fin preciso, un término preciso y que no se preste a
equívocos- ultrajante disparo. Todo está a la luz del día; no hay nada que esconder.
Tratándose de la verdad toda persona generosa arroja de sí los modales, por finos
que éstos sean. En cambio, otro sería el cantar si el chupatintas en cuestión se
quitase los pantalones al recibir visitas. Doy fe de su cordura admitiendo que no lo
hace, ¡pero que entonces no me moleste más con sus mojigaterías!

Después de estos tiros desperté -y aquí comienzan a surgir lentamente mis propios
recuerdos- en una jaula colocada en el entrepuente del barco de Hagenbeck. No
era una jaula con rejas a los cuatro costados, eran mas bien tres rejas clavadas en
un cajón. El cuarto costado formaba, pues, parte del cajón mismo. Ese conjunto era
demasiado bajo para estar de pie en él y demasiado estrecho para estar sentado.
Por eso me acurrucaba doblando las rodillas que me temblaban sin cesar. Como
posiblemente no quería ver a nadie, por lo pronto prefería permanecer en la
oscuridad: me volvía hacia el costado de las tablas y dejaba que los barrotes de
hierro se me incrustaran en el lomo. Dicen que es conveniente enjaular así a los
animales salvajes en los primeros tiempos de su cautiverio, y hoy, de acuerdo a mi
experiencia, no puedo negar que, desde el punto de vista humano, efectivamente
tienen razón.

Pero entonces no pensaba en todo esto. Por primera vez en mi vida me encontraba
sin salida; por lo menos no la había directa. Ante mí estaba el cajón con sus tablas
bien unidas. Había, sin embargo, una hendidura entre las tablas. Al descubrirla por
primera vez la saludé con el aullido dichoso de la ignorancia. Pero esa rendija era
tan estrecha que ni podía sacar por ella la cola y ni con toda la fuerza simiesca me
era posible ensancharla.

Como después me informaron, debo haber sido excepcionalmente silencioso, y por


ello dedujeron que, o moriría muy pronto o, de sobrevivir a la crisis de la primera
etapa, sería luego muy apto para el amaestramiento. Sobreviví a esos tiempos. Mis
primeras ocupaciones en la nueva vida fueron: sollozar sordamente; espulgarme
hasta el dolor; lamer hasta el aburrimiento una nuez de coco; golpear la pared del
cajón con el cráneo y enseñar los dientes cuando alguien se acercaba. Y en medio
de todo ello una sola evidencia: no hay salida. Naturalmente hoy sólo puedo
transmitir lo que entonces sentía como mono con palabras de hombre, y por eso
mismo lo desvirtúo. Pero aunque ya no pueda retener la antigua verdad simiesca,
no cabe duda de que ella está por lo menos en el sentido de mi descripción.

Hasta entonces había tenido tantas salidas, y ahora no me quedaba ninguna.


Estaba atrapado. Si me hubieran clavado, no hubiera disminuido por ello mi
libertad de acción. ¿Por qué? Aunque te rasques hasta la sangre el pellejo entre los
dedos de los pies, no encontrarás explicación. Aunque te aprietes el lomo contra
los barrotes de la jaula hasta casi partirse en dos, no conseguirás explicártelo. No
tenía salida, pero tenía que conseguir una: sin ella no podía vivir. Siempre contra
esa pared hubiera reventado indefectiblemente. Pero como en el circo Hagenbeck
a los monos les corresponden las paredes de cajón, pues bien, dejé de ser mono.
Esta fue una magnífica asociación de ideas, clara y hermosa que debió, en cierto
sentido, ocurrírseme en la barriga, ya que los monos piensan con la barriga.

Temo que no se entienda bien lo que para mi significa "salida". Empleo la palabra
en su sentido más preciso y más común. Intencionadamente no digo libertad. No
hablo de esa gran sensación de libertad hacia todos los ámbitos. Cuando mono
posiblemente la viví y he conocido hombres que la añoran. En lo que a mí atañe, ni
entonces ni ahora pedí libertad. Con la libertad -y esto lo digo al margen- uno se
engaña demasiado entre los hombres, ya que si el sentimiento de libertad es uno
de los más sublimes, así de sublimes son también los correspondientes engaños.
En los teatros de variedades, antes de salir a escena, he visto a menudo ciertas
parejas de artistas trabajando en los trapecios, muy alto, cerca del techo. Se
lanzaban, se balanceaban, saltaban, volaban el uno a los brazos del otro, se
llevaban el uno al otro suspendidos del pelo con los dientes. "También esto", pensé,
"es libertad para el hombre: ¡el movimiento excelso!" iOh burla de la santa
naturaleza! Ningún edificio quedaría en pie bajo las carcajadas que tamaño
espectáculo provocaría entre la simiedad.

No, yo no quería libertad. Quería únicamente una salida: a derecha, a izquierda,


adonde fuera. No aspiraba a más. Aunque la salida fuese tan sólo un engaño: como
mi pretensión era pequeña el engaño no sería mayor. ¡Avanzar, avanzar! Con tal de
no detenerme con los brazos en alto, apretado contra las tablas de un cajón.

Hoy lo veo claro: si no hubiera tenido una gran paz interior, nunca hubiera podido
escapar. En realidad, todo lo que he llegado a ser lo debo, posiblemente, a esa gran
paz que me invadió, allá, en los primeros días del barco. Pero, a la vez, debo esa
paz a la tripulación.

Era buena gente a pesar de todo. Aún hoy recuerdo con placer el sonido de sus
pasos pesados que entonces resonaban en mi somnolencia. Acostumbraban hacer
las cosas con exagerada lentitud. Si alguno necesitaba frotarse los ojos levantaba
la mano como si se tratara de un peso muerto. Sus bromas eran groseras pero
afables. A sus risas se mezclaba siempre un carraspeo que, aunque sonaba
peligroso, no significaba nada. Siempre tenían en la boca algo que escupir y les era
indiferente dónde lo escupían. Con frecuencia se quejaban de que mis pulgas les
saltaban encima, pero nunca llegaron a enojarse en serio conmigo: por eso sabían,
pues, que las pulgas se multiplicaban en mi pelaje y que las pulgas son saltarinas.
Con esto les era suficiente. A veces, cuando estaban de asueto, algunos de ellos se
sentaban en semicírculo frente a mí, hablándose apenas, gruñéndose el uno al
otro, fumando la pipa recostados sobre los cajones, palmeándose la rodilla a mi
menor movimiento y, alguno, de vez en cuando, tomaba una varita y con ella me
hacía cosquillas allí donde me daba placer. Si me invitaran hoy a realizar un viaje
en ese barco, rechazaría, por cierto, la invitación; pero también es cierto que los
recuerdos que evocaría del entrepuente no serían todos desagradables.

La tranquilidad que obtuve de esa gente me preservó, ante todo, de cualquier


intento de fuga. Con mi actual dentadura debo cuidarme hasta en la común tarea
de cascar una nuez; pero en aquel entonces, poco a poco, hubiera podido roer de
lado a lado el cerrojo de la puerta. No lo hice. ¿Qué hubiera conseguido con ello?
Apenas hubiese asomado la cabeza me hubieran cazado de nuevo y encerrado en
una jaula peor; o bien hubiera podido huir hacia los otros animales, hacia las boas
gigantes, por ejemplo, que estaban justo frente a mí, para exhalar en su abrazo el
último suspiro; o, de haber logrado deslizarme hasta el puente superior y saltado
por sobre la borda, me hubiera mecido un momento sobre el océano y luego me
habría ahogado. Todos éstos, actos suicidas. No razonaba tan humanamente
entonces, pero bajo la influencia de mi medio ambiente actué como si hubiese
razonado.

No razonaba pero sí observaba, con toda calma, a esos hombres que veía ir y venir.
Siempre las mismas caras, los mismos gestos; a menudo me parecían ser un solo
hombre. Pero ese hombre, o esos hombres, se movían en libertad. Un alto designio
comenzó a alborear en mí. Nadie me prometía que, de llegar a ser lo que ellos
eran, las rejas me serían levantadas. No se hacen tales promesas para esperanzas
que parecen irrealizables; pero si llegan a realizarse, aparecen estas promesas
después, justamente allí donde antes se las había buscado inútilmente. Ahora bien,
nada había en esos hombres que de por sí me atrajera especialmente. Si fuera
partidario de esa libertad a la cual me referí, hubiera preferido sin duda el océano
a esa salida que veía reflejarse en la turbia mirada de aquellos hombres. Había
venido observándolos, de todas maneras, ya mucho antes de haber pensado en
estas cosas, y, desde luego, sólo estas observaciones acumuladas me encaminaron
en aquella determinada dirección.

¡Era tan fácil imitar a la gente! A los pocos días ya pude escupir. Nos escupimos
entonces mutuamente a la cara, con la diferencia de que yo me lamía luego hasta
dejarla limpia y ellos no. Pronto fumé en pipa como un viejo, y cuando además
metía el pulgar en el hornillo de la pipa, todo el entrepuente se revolcaba de risa.
Pero durante mucho tiempo no noté diferencia alguna entre la pipa cargada y la
vacía.

Pero nada me resultó tan difícil como la botella de caña. Me martirizaba el olor y, a
pesar de mis buenas intenciones pasaron semanas antes de que lograra vencer esa
repulsión. Lo insólito es que la gente tomó más en serio esas pujas internas que
cualquier otra cosa que se relacionara conmigo. En mis recuerdos tampoco
distingo a esa gente, pero había uno que venía siempre, solo o acompañado, de día,
de noche, a las horas más diversas, y deteniéndose ante mí con la botella vacía me
daba lecciones. No me comprendía: quería dilucidar el enigma de mi ser.

Descorchaba lentamente la botella, luego me miraba para saber si yo había


entendido. Confieso que yo lo miraba siempre con una atención desmedida y
precipitada. Ningún maestro de hombre encontrará en el mundo entero mejor
aprendiz de hombre. Cuando había descorchado la botella se la llevaba a la boca;
yo seguía con los ojos todo el movimiento.

Asentía satisfecho conmigo, y apoyaba la botella en sus labios. Yo, maravillado con
mi paulatina comprensión, chillaba rascándome a lo largo, a lo ancho, donde fuera.
Él, alborozado, empinaba la botella y bebía un sorbo. Yo, impaciente y desesperado
por imitarle, me ensuciaba en la jaula, lo que de nuevo lo divertía mucho. Después
apartaba de sí la botella con ademán ampuloso y volvía a acercarla a sus labios de
igual manera; luego, echado hacia atrás en un gesto exageradamente didáctico, la
vaciaba de un trago. Yo, agotado por el excesivo deseo, no podía seguirlo y
permanecía colgado débilmente de la reja mientras él, dando con esto por
terminada la lección teórica, se frotaba, con amplia sonrisa, la barriga.

Recién entonces comenzaba el ejercicio práctico. ¿No me había dejado ya el


teórico demasiado fatigado? Sí, exhausto, pero esto era parte de mi destino. Sin
embargo, tomaba lo mejor que podía la botella que me alcanzaban; la descorchaba
temblando; el lograrlo me iba dando nuevas fuerzas; levantaba la botella de
manera similar a la del modelo; la llevaba a mis labios y... la arrojaba con asco; con
asco, aunque estaba vacía y sólo el olor la llenaba; con asco la arrojaba al suelo.
Para dolor de mi instructor, para mayor dolor mío; ni a él ni a mí mismo lograba
reconciliar con el hecho de que, después de arrojar la botella, no me olvidara de
frotarme a la perfección la barriga, ostentando al mismo tiempo una amplia
sonrisa.

Así transcurría la lección con demasiada frecuencia, y en honor de mi instructor


quiero dejar constancia de que no se enojaba conmigo, pero sí que de vez en
cuando me tocaba el pelaje con la pipa encendida hasta que comenzaba a arder
lentamente, en cualquier lugar donde yo difícilmente alcanzaba; entonces lo
apagaba él mismo con su mano enorme y buena. No se enojaba conmigo, pues
aceptaba que, desde el mismo bando, ambos luchábamos contra la condición
simiesca, y que era a mí a quien le tocaba la peor parte.

Y a pesar de todo, qué triunfo luego, tanto para él como para mí, cuando cierta
noche, ante una gran rueda de espectadores -quizás estaban de tertulia, sonaba un
fonógrafo, un oficial circulaba entre los tripulantes-, cuando esa noche, sin que
nadie se diera cuenta, tomé una botella de caña que alguien, en un descuido, había
olvidado junto a mi jaula, y ante la creciente sorpresa de la reunión, la descorché
con toda corrección, la acerqué a mis labios y, sin vacilar, sin muecas, como un
bebedor empedernido, revoloteando los ojos con el gaznate palpitante, la vacié
totalmente. Arrojé la botella, no ya como un desesperado, sino como un artista,
pero me olvidé, eso sí, de frotarme la barriga. En cambio, como no podía hacer
otra cosa, como algo me empujaba a ello, como los sentidos me hervían, por todo
ello, en fin, empecé a gritar: "¡Hola!", con voz humana. Ese grito me hizo irrumpir
de un salto en la comunidad de los hombres, y su eco: "¡Escuchen, habla!" lo sentí
como un beso en mi sudoroso cuerpo.

Repito: no me cautivaba imitar a los humanos; los imitaba porque buscaba una
salida; no por otro motivo. Con ese triunfo, sin embargo, poco había conseguido,
pues inmediatamente la voz volvió a fallarme. Recién después de unos meses volví
a recuperarla. La repugnancia hacia la botella de caña reapareció con más fuerza
aún, pero, indudablemente, yo había encontrado de una vez por todas mi camino.

Cuando en Hamburgo me entregaron al primer adiestrador, pronto me di cuenta


que ante mí se abrían dos posibilidades: el jardín zoológico o el music hall. No
dudé. Me dije: pon todo tu empeño en ingresar al music hall: allí está la salida. El
jardín zoológico no es más que una nueva jaula; quien allí entra no vuelve a salir .

Y aprendí, estimados señores. ¡Ah, sí, cuando hay que aprender se aprende; se
aprende cuando se trata de encontrar una salida! ¡Se aprende de manera
despiadada! Se controla uno a sí mismo con la fusta, flagelándose a la menor
debilidad. La condición simiesca salió con violencia fuera de mí; se alejó de mí
dando tumbos. Por ello mi primer adiestrador casi se transformó en un mono y
tuvo que abandonar pronto las lecciones para ser internado en un sanatorio.
Afortunadamente, salió de allí al poco tiempo.

Consumí, sin embargo, a muchos instructores. Sí, hasta a varios juntos. Cuando ya
me sentí más seguro de mi capacidad, cuando el público percibió mis avances,
cuando mi futuro comenzó a sonreírme, yo mismo elegí mis profesores. Los hice
sentar en cinco habitaciones sucesivas y aprendí con todos a la vez, corriendo sin
cesar de un cuarto a otro.

iQué progresos! ¡Qué irrupción, desde todos los ámbitos, de los rayos del saber en
el cerebro que se aviva! ¿Por qué negarlo? Esto me hacía feliz. Pero tampoco
puedo negar que no lo sobreestimaba, ya entonces, ¡y cuánto menos lo
sobreestimo ahora! Con un esfuerzo que hasta hoy no se ha repetido sobre la
tierra, alcancé la cultura media de un europeo. Esto en sí mismo probablemente no
significaría nada, pero es algo, sin embargo, en tanto me ayudó a dejar la jaula y a
procurarme esta salida especial; esta salida humana. Hay un excelente giro
alemán: "escurrirse entre los matorrales". Esto fue lo que yo hice: "me escurrí
entre los matorrales". No me quedaba otro camino, por supuesto: siempre que no
había que elegir la libertad.

Si de un vistazo examino mi evolución y lo que fue su objetivo hasta ahora, ni me


arrepiento de ella, ni me doy por satisfecho. Con las manos en los bolsillos del
pantalón, con la botella de vino sobre la mesa, recostado o sentado a medias en la
mecedora, miro por la ventana. Si llegan visitas, las recibo correctamente. Mi
empresario está sentado en la antecámara: si toco el timbre, se presenta y escucha
lo que tengo que decirle. Por las noches casi siempre hay función y obtengo éxitos
ya apenas superables. Y si al salir de los banquetes, de las sociedades científicas o
de las agradables reuniones entre amigos, llego a casa a altas horas de la noche,
allí me espera una pequeña y semiamaestrada chimpancé, con quien, a la manera
simiesca, lo paso muy bien. De día no quiero verla pues tiene en la mirada esa
demencia del animal alterado por el adiestramiento; eso únicamente yo lo percibo,
y no puedo soportarlo.
De todos modos, en síntesis, he logrado lo que me había propuesto lograr. Y no se
diga que el esfuerzo no valía la pena. Sin embargo, no es la opinión de los hombres
lo que me interesa; yo sólo quiero difundir conocimientos, sólo estoy informando.
También a vosotros, excelentísimos señores académicos, sólo os he informado.

INSTITUTO COMERCIAL DE OSORNO


Departamento de Lengua Castellana y Comunicación NM2

Taller de Lectura comentada “El collar”, de Guy de Maupassant

Era una de esas hermosas y encantadoras criaturas nacidas como por un error
del destino en una familia de empleados. Carecía de dote, y no tenía esperanzas de
cambiar de posición; no disponía de ningún medio para ser conocida, comprendida,
querida, para encontrar un esposo rico y distinguido; y aceptó entonces casarse
con un modesto empleado del Ministerio de Instrucción Pública.
No pudiendo adornarse, fue sencilla, pero desgraciada, como una mujer
obligada por la suerte a vivir en una esfera inferior a la que le corresponde; porque
las mujeres no tienen casta ni raza, pues su belleza, su atractivo y su encanto les
sirven de ejecutoria y de familia. Su nativa firmeza, su instinto de elegancia y su
flexibilidad de espíritu son para ellas la única jerarquía, que iguala a las hijas del
pueblo con las más grandes señoras.
Sufría constantemente, sintiéndose nacida para todas las delicadezas y todos los
lujos. Sufría contemplando la pobreza de su hogar, la miseria de las paredes, sus
estropeadas sillas, su fea indumentaria. Todas estas cosas, en las cuales ni siquiera
habría reparado ninguna otra mujer de su casa, la torturaban y la llenaban de
indignación.
La vista de la muchacha bretona que les servía de criada despertaba en ella
pesares desolados y delirantes ensueños. Pensaba en las antecámaras mudas,
guarnecidas de tapices orientales, alumbradas por altas lámparas de bronce y en
los dos pulcros lacayos de calzón corto, dormidos en anchos sillones, amodorrados
por el intenso calor de la estufa. Pensaba en los grandes salones colgados de sedas
antiguas, en los finos muebles repletos de figurillas inestimables y en los
saloncillos coquetones, perfumados, dispuestos para hablar cinco horas con los
amigos más íntimos, los hombres famosos y agasajados, cuyas atenciones
ambicionan todas las mujeres.
Cuando, a las horas de comer, se sentaba delante de una mesa redonda, cubierta
por un mantel de tres días, frente a su esposo, que destapaba la sopera, diciendo
con aire de satisfacción: "¡Ah! ¡Qué buen caldo! ¡No hay nada para mí tan
excelente como esto!", pensaba en las comidas delicadas, en los servicios de plata
resplandecientes, en los tapices que cubren las paredes con personajes antiguos y
aves extrañas dentro de un bosque fantástico; pensaba en los exquisitos y selectos
manjares, ofrecidos en fuentes maravillosas; en las galanterías murmuradas y
escuchadas con sonrisa de esfinge, al tiempo que se paladea la sonrosada carne de
una trucha o un alón de faisán.
No poseía galas femeninas, ni una joya; nada absolutamente y sólo aquello de
que carecía le gustaba; no se sentía formada sino para aquellos goces imposibles.
¡Cuánto habría dado por agradar, ser envidiada, ser atractiva y asediada!
Tenía una amiga rica, una compañera de colegio a la cual no quería ir a ver con
frecuencia, porque sufría más al regresar a su casa. Días y días pasaba después
llorando de pena, de pesar, de desesperación.
Una mañana el marido volvió a su casa con expresión triunfante y agitando en la
mano un ancho sobre.
—Mira, mujer —dijo—, aquí tienes una cosa para ti.
Ella rompió vivamente la envoltura y sacó un pliego impreso que decía:
"El ministro de Instrucción Pública y señora ruegan al señor y la señora de
Loisel les hagan el honor de pasar la velada del lunes 18 de enero en el hotel del
Ministerio."
En lugar de enloquecer de alegría, como pensaba su esposo, tiró la invitación
sobre la mesa, murmurando con desprecio:
—¿Qué haré yo con eso?
—Creí, mujercita mía, que con ello te procuraba una gran satisfacción. ¡Sales
tan poco, y es tan oportuna la ocasión que hoy se te presenta!... Te advierto que me
ha costado bastante trabajo obtener esa invitación. Todos las buscan, las
persiguen; son muy solicitadas y se reparten pocas entre los empleados. Verás allí
a todo el mundo oficial.
Clavando en su esposo una mirada llena de angustia, le dijo con impaciencia:
—¿Qué quieres que me ponga para ir allá?
No se había preocupado él de semejante cosa, y balbució:
—Pues el traje que llevas cuando vamos al teatro. Me parece muy bonito...
Se calló, estupefacto, atontado, viendo que su mujer lloraba. Dos gruesas
lágrimas se desprendían de sus ojos, lentamente, para rodar por sus mejillas.
El hombre murmuró:
—¿Qué te sucede? Pero ¿qué te sucede?
Mas ella, valientemente, haciendo un esfuerzo, había vencido su pena y
respondió con tranquila voz, enjugando sus húmedas mejillas:
—Nada; que no tengo vestido para ir a esa fiesta. Da la invitación a cualquier
colega cuya mujer se encuentre mejor provista de ropa que yo.
Él estaba desolado, y dijo:
—Vamos a ver, Matilde. ¿Cuánto te costaría un traje decente, que pudiera
servirte en otras ocasiones, un traje sencillito?
Ella meditó unos segundos, haciendo sus cuentas y pensando asimismo en la
suma que podía pedir sin provocar una negativa rotunda y una exclamación de
asombro del empleadillo.
Respondió, al fin, titubeando:
—No lo sé con seguridad, pero creo que con cuatrocientos francos me
arreglaría.
El marido palideció, pues reservaba precisamente esta cantidad para comprar
una escopeta, pensando ir de caza en verano, a la llanura de Nanterre, con algunos
amigos que salían a tirar a las alondras los domingos.
Dijo, no obstante:
—Bien. Te doy los cuatrocientos francos. Pero trata de que tu vestido luzca lo
más posible, ya que hacemos el sacrificio.
El día de la fiesta se acercaba y la señora de Loisel parecía triste, inquieta,
ansiosa. Sin embargo, el vestido estuvo hecho a tiempo. Su esposo le dijo una
noche:
—¿Qué te pasa? Te veo inquieta y pensativa desde hace tres días.
Y ella respondió:
—Me disgusta no tener ni una alhaja, ni una sola joya que ponerme. Pareceré, de
todos modos, una miserable. Casi, casi me gustaría más no ir a ese baile.
—Ponte unas cuantas flores naturales —replicó él—. Eso es muy elegante, sobre
todo en este tiempo, y por diez francos encontrarás dos o tres rosas magníficas.
Ella no quería convencerse.
—No hay nada tan humillante como parecer una pobre en medio de mujeres
ricas.
Pero su marido exclamó:
—¡Qué tonta eres! Anda a ver a tu compañera de colegio, la señora de Forestier,
y ruégale que te preste unas alhajas. Eres bastante amiga suya para tomarte esa
libertad.
La mujer dejó escapar un grito de alegría.
—Tienes razón, no había pensado en ello.
Al siguiente día fue a casa de su amiga y le contó su apuro.
La señora de Forestier fue a un armario de espejo, cogió un cofrecillo, lo sacó, lo
abrió y dijo a la señora de Loisel:
—Escoge, querida.
Primero vio brazaletes; luego, un collar de perlas; luego, una cruz veneciana de
oro, y pedrería primorosamente construida. Se probaba aquellas joyas ante el
espejo, vacilando, no pudiendo decidirse a abandonarlas, a devolverlas.
Preguntaba sin cesar:
—¿No tienes ninguna otra?
—Sí, mujer. Dime qué quieres. No sé lo que a ti te agradaría.
De repente descubrió, en una caja de raso negro, un soberbio collar de
brillantes, y su corazón empezó a latir de un modo inmoderado.
Sus manos temblaron al tomarlo. Se lo puso, rodeando con él su cuello, y
permaneció en éxtasis contemplando su imagen.
Luego preguntó, vacilante, llena de angustia:
—¿Quieres prestármelo? No quisiera llevar otra joya.
—Sí, mujer.
Abrazó y besó a su amiga con entusiasmo, y luego escapó con su tesoro.
Llegó el día de la fiesta. La señora de Loisel tuvo un verdadero triunfo. Era más
bonita que las otras y estaba elegante, graciosa, sonriente y loca de alegría. Todos
los hombres la miraban, preguntaban su nombre, trataban de serle presentados.
Todos los directores generales querían bailar con ella. El ministro reparó en su
hermosura.
Ella bailaba con embriaguez, con pasión, inundada de alegría, no pensando ya
en nada más que en el triunfo de su belleza, en la gloria de aquel triunfo, en una
especie de dicha formada por todos los homenajes que recibía, por todas las
admiraciones, por todos los deseos despertados, por una victoria tan completa y
tan dulce para un alma de mujer.
Se fue hacia las cuatro de la madrugada. Su marido, desde medianoche, dormía
en un saloncito vacío, junto con otros tres caballeros cuyas mujeres se divertían
mucho.
Él le echó sobre los hombros el abrigo que había llevado para la salida, modesto
abrigo de su vestir ordinario, cuya pobreza contrastaba extrañamente con la
elegancia del traje de baile. Ella lo sintió y quiso huir, para no ser vista por las
otras mujeres que se envolvían en ricas pieles.
Loisel la retuvo diciendo:
—Espera, mujer, vas a resfriarte a la salida. Iré a buscar un coche.
Pero ella no le oía, y bajó rápidamente la escalera.
Cuando estuvieron en la calle no encontraron coche, y se pusieron a buscar,
dando voces a los cocheros que veían pasar a lo lejos.
Anduvieron hacia el Sena desesperados, tiritando. Por fin pudieron hallar una de
esas vetustas berlinas que sólo aparecen en las calles de París cuando la noche
cierra, cual si les avergonzase su miseria durante el día.
Los llevó hasta la puerta de su casa, situada en la calle de los Mártires, y
entraron tristemente en el portal. Pensaba, el hombre, apesadumbrado, en que a
las diez había de ir a la oficina.
La mujer se quitó el abrigo que llevaba echado sobre los hombros, delante del
espejo, a fin de contemplarse aún una vez más ricamente alhajada. Pero de repente
dejó escapar un grito.
Su esposo, ya medio desnudo, le preguntó:
—¿Qué tienes?
Ella volvióse hacia él, acongojada.
—Tengo..., tengo... —balbució — que no encuentro el collar de la señora de
Forestier.

Él se irguió, sobrecogido:
—¿Eh?... ¿cómo? ¡No es posible!
Y buscaron entre los adornos del traje, en los pliegues del abrigo, en los
bolsillos, en todas partes. No lo encontraron.
Él preguntaba:
—¿Estás segura de que lo llevabas al salir del baile?
—Sí, lo toqué al cruzar el vestíbulo del Ministerio.
—Pero si lo hubieras perdido en la calle, lo habríamos oído caer.
—Debe estar en el coche.
—Sí. Es probable. ¿Te fijaste qué número tenía?
—No. Y tú, ¿no lo miraste?
—No.
Contempláronse aterrados. Loisel se vistió por fin.
—Voy —dijo— a recorrer a pie todo el camino que hemos hecho, a ver si por
casualidad lo encuentro.
Y salió. Ella permaneció en traje de baile, sin fuerzas para irse a la cama,
desplomada en una silla, sin lumbre, casi helada, sin ideas, casi estúpida.
Su marido volvió hacia las siete. No había encontrado nada.
Fue a la Prefectura de Policía, a las redacciones de los periódicos, para publicar
un anuncio ofreciendo una gratificación por el hallazgo; fue a las oficinas de las
empresas de coches, a todas partes donde podía ofrecérsele alguna esperanza.
Ella le aguardó todo el día, con el mismo abatimiento desesperado ante aquel
horrible desastre.
Loisel regresó por la noche con el rostro demacrado, pálido; no había podido
averiguar nada.
—Es menester —dijo— que escribas a tu amiga enterándola de que has roto el
broche de su collar y que lo has dado a componer. Así ganaremos tiempo.
Ella escribió lo que su marido le decía.
Al cabo de una semana perdieron hasta la última esperanza.
Y Loisel, envejecido por aquel desastre, como si de pronto le hubieran echado
encima cinco años, manifestó:
—Es necesario hacer lo posible por reemplazar esa alhaja por otra semejante.
Al día siguiente llevaron el estuche del collar a casa del joyero cuyo nombre se
leía en su interior.
El comerciante, después de consultar sus libros, respondió:
—Señora, no salió de mi casa collar alguno en este estuche, que vendí vacío para
complacer a un cliente.
Anduvieron de joyería en joyería, buscando una alhaja semejante a la perdida,
recordándola, describiéndola, tristes y angustiosos.
Encontraron, en una tienda del Palais Royal, un collar de brillantes que les
pareció idéntico al que buscaban. Valía cuarenta mil francos, y regateándolo
consiguieron que se lo dejaran en treinta y seis mil.
Rogaron al joyero que se los reservase por tres días, poniendo por condición que
les daría por él treinta y cuatro mil francos si se lo devolvían, porque el otro se
encontrara antes de fines de febrero.
Loisel poseía dieciocho mil que le había dejado su padre. Pediría prestado el
resto.
Y, efectivamente, tomó mil francos de uno, quinientos de otro, cinco luises aquí,
tres allá. Hizo pagarés, adquirió compromisos ruinosos, tuvo tratos con usureros,
con toda clase de prestamistas. Se comprometió para toda la vida, firmó sin saber
lo que firmaba, sin detenerse a pensar, y, espantado por las angustias del porvenir,
por la horrible miseria que los aguardaba, por la perspectiva de todas las
privaciones físicas y de todas las torturas morales, fue en busca del collar nuevo,
dejando sobre el mostrador del comerciante treinta y seis mil francos.
Cuando la señora de Loisel devolvió la joya a su amiga, ésta le dijo un tanto
displicente:
—Debiste devolvérmelo antes, porque bien pude yo haberlo necesitado.
No abrió siquiera el estuche, y eso lo juzgó la otra una suerte. Si notara la
sustitución, ¿qué supondría? ¿No era posible que imaginara que lo habían
cambiado de intento?
La señora de Loisel conoció la vida horrible de los menesterosos. Tuvo energía
para adoptar una resolución inmediata y heroica. Era necesario devolver aquel
dinero que debían... Despidieron a la criada, buscaron una habitación más
económica, una buhardilla.
Conoció los duros trabajos de la casa, las odiosas tareas de la cocina. Fregó los
platos, desgastando sus uñitas sonrosadas sobre los pucheros grasientos y en el
fondo de las cacerolas. Enjabonó la ropa sucia, las camisas y los paños, que ponía a
secar en una cuerda; bajó a la calle todas las mañanas la basura y subió el agua,
deteniéndose en todos los pisos para tomar aliento. Y, vestida como una pobre
mujer de humilde condición, fue a casa del verdulero, del tendero de comestibles y
del carnicero, con la cesta al brazo, regateando, teniendo que sufrir desprecios y
hasta insultos, porque defendía céntimo a céntimo su dinero escasísimo.
Era necesario mensualmente recoger unos pagarés, renovar otros, ganar
tiempo.
El marido se ocupaba por las noches en poner en limpio las cuentas de un
comerciante, y a veces escribía a veinticinco céntimos la hoja.
Y vivieron así diez años.
Al cabo de dicho tiempo lo habían ya pagado todo, todo, capital e intereses,
multiplicados por las renovaciones usurarias.
La señora Loisel parecía entonces una vieja. Habíase transformado en la mujer
fuerte, dura y ruda de las familias pobres. Mal peinada, con las faldas torcidas y
rojas las manos, hablaba en voz alta, fregaba los suelos con agua fría. Pero a veces,
cuando su marido estaba en el Ministerio, sentábase junto a la ventana, pensando
en aquella fiesta de otro tiempo, en aquel baile donde lució tanto y donde fue tan
festejada.

¿Cuál sería su fortuna, su estado al presente, si no hubiera perdido el collar?


¡Quién sabe! ¡Quién sabe! ¡Qué mudanzas tan singulares ofrece la vida! ¡Qué poco
hace falta para perderse o para salvarse!
Un domingo, habiendo ido a dar un paseo por los Campos Elíseos para
descansar de las fatigas de la semana, reparó de pronto en una señora que pasaba
con un niño cogido de la mano.
Era su antigua compañera de colegio, siempre joven, hermosa siempre y
siempre seductora. La de Loisel sintió un escalofrío. ¿Se decidiría a detenerla y
saludarla? ¿Por qué no? Habíéndolo pagado ya todo, podía confesar, casi con
orgullo, su desdicha.
Se puso frente a ella y dijo:
—Buenos días, Juana.
La otra no la reconoció, admirándose de verse tan familiarmente tratada por
aquella infeliz. Balbució:
—Pero..., ¡señora!.., no sé. .. Usted debe de confundirse...
—No. Soy Matilde Loisel.
Su amiga lanzó un grito de sorpresa.
—¡Oh! ¡Mi pobre Matilde, qué cambiada estás! ...
—¡Sí; muy malos días he pasado desde que no te veo, y además bastantes
miserias.... todo por ti...
—¿Por mí? ¿Cómo es eso?
—¿Recuerdas aquel collar de brillantes que me prestaste para ir al baile del
Ministerio?
—¡Sí, pero...
—Pues bien: lo perdí...
—¡Cómo! ¡Si me lo devolviste!
—Te devolví otro semejante. Y hemos tenido que sacrificarnos diez años para
pagarlo. Comprenderás que representaba una fortuna para nosotros, que sólo
teníamos el sueldo. En fin, a lo hecho pecho, y estoy muy satisfecha.
La señora de Forestier se había detenido.
—¿Dices que compraste un collar de brillantes para sustituir al mío?
—Sí. No lo habrás notado, ¿eh? Casi eran idénticos.
Y al decir esto, sonreía orgullosa de su noble sencillez. La señora de Forestier,
sumamente impresionada, cogióle ambas manos:
—¡Oh! ¡Mi pobre Matilde! ¡Pero si el collar que yo te presté era de piedras
falsas!... ¡Valía quinientos francos a lo sumo!...

INSTITUTO COMERCIAL DE OSORNO


Departamento de Lengua Castellana y Comunicación NM2

Taller de Lectura comentada “Blancaflor, la hija del diablo”, de Tradición


oral
INFORMANTES: Remedios Cabello y Ana Navarro (Tarifa, Cádiz)

Eran tres muchachas que se estaban bañando en un río y a esto que pasó por allí
un muchacho que era rey y se sentó en la orilla a verlas cómo se bañaban. Cuando
le pareció, el muchacho cogió la ropa de la más chica, se la escondió y se fue.
Cuando las muchachas salieron a vestirse, dice la más chica:
-¡Ay, mi ropa, que no aparece, que se la han llevado!
Y las otras:
-Pues aligérate y búscala que si no nos vamos.
Empezaron a buscarla por las cañas y las malezas del río, pero nada. Venga a
buscar por todos lados, pero no la encontraron.
-Pues nosotras nos vamos.
Total, que se fueron y dejaron a la hermana chica allí sola. En ese momento
apareció el muchacho, y le dice ella:
-Dame mi ropa. ¿Por qué me has tenido que coger mi ropa?
-Te la doy si me dices quién eres.
Ella le dijo quién era y él le devolvió la ropa.
-Nosotras somos las hijas del diablo, de modo que como mi padre se entere de que
tú andas conmigo...
-Pues, mira, yo ando buscando trabajo, así que si tú me dices dónde vives, yo llego
y hablo con tu padre a ver si me da algo de trabajo.
-Venga. Cuando yo me haya ido, entonces vas tú.
-Sí, pero me tienes que decir cómo tengo que hablar con tu padre, cómo lo saludo.
-Pues tú vas como si fuera una casa normal: “Buenos días” o “buenas tardes”, y ya
le cuentas lo que quieras.
Y así lo hizo. Ella se fue y al ratito de llegar llamaron a la puerta.
-Buenas tardes. Mire usted, vengo buscando trabajo, vengo andando desde el
pueblo a ver si usted me pudiera dar...
-¿Y qué sabe hacer?
-Lo que sea. Usted me manda lo que sea, que yo hago de todo.
-Bueno, pues le voy a dar trabajo. Mañana le diré lo que tiene que hacer.
Y le enseñó dónde iba a estar su cuarto, junto a la cuadra, para que se quedara a
dormir ya aquella noche.
Antes de anochecer se le presentó la hija pequeña del diablo, que se llamaba
Blancaflor.
-Mira, mi padre te va a mandar mañana al mar para que cojas un anillo que se le
cayó a su madre, mi abuela, así que tú, cuando te mande, le dices que te dé un
cuchillo, un lebrillo y una botella, y haces como si yo no te hubiera dicho nada.
Por la mañana lo llamó el diablo y le dijo:
-El primer trabajo es este: tienes que ir al mar y coger un anillo que se le cayó a mi
madre. Es un recuerdo de familia, así que lo que quiero es que me lo traigas.
-De acuerdo, pero me tiene usted que dar un cuchillo, un lebrillo y una botella.
Y así se fue camino de la playa. Al llegar, ella estaba allí, y el muchacho le
preguntó:
-Ahora dime tú a mí qué hago yo ahora, cómo cojo yo ese anillo.
-Verás, ahora tú me vas a matar, mi sangre la vas a echar en la botella con mucho
cuidadito, que no vaya a caer fuera ni una gota, y las tajaditas las vas echando en
el lebrillo. Cuando lo tengas todo listo lo tiras al mar.
Así lo hizo él. No quería, pero ella lo convenció pidiéndole que confiara en lo que le
decía. Y pasó que, cuando estaba echando la sangre en la botella, cayó una gotita
en la arena. “Bueno, no importa, por una chispita no se va a dar ni cuenta”, pensó
él, así que lo tiró todo al mar.
Al rato aparece ella nadando con el anillito en la mano, puesto en un dedo que
tenía un trozo menos.
-Has hecho lo que te he dicho, pero se te ha caído una gotita de sangre y mira la
chispita menos de dedo que tengo.
El fue y le dio el anillo al padre, que le dice:
-¡Ay, que tú andas con mi hija Blancaflor!
-¿Usted tiene una hija que se llama Blancaflor?
-No, no, hijo, eso es un refranillo mío.
Y el muchacho se hizo el tonto, como si no hubiera visto nunca a la hija.
Aquella tarde llega otra vez Blancaflor a hablar con él:
-Mira, mañana mi padre te va a encargar que construyas allí enfrente un horno y
después que amases la harina y que hagas pan caliente. Todo eso lo tienes que
terminar en un día.
-Pero, ¿cómo voy a hacer yo eso?
-Pues nada, cuando te lo diga mi padre tú te acuestas a dormir.
-¿Tú comprendes que yo me pueda acostar a dormir?
-Tú hazme caso.
Llegó el padre y le dijo:
-Mira, mañana por la mañana vas a construir en aquel sitio un horno. Cuando lo
tengas hecho vas a amasar la harina, le vas a meter fuego y nos vas a hacer pan
caliente para la una del día.
-Ya veré si lo puedo hacer.
-Lo tienes que hacer si quieres seguir vivo.

Él se echó a dormir y llegó ella, que como era la hija del diablo, lo hacía todo en un
momento.
-Chiquillo, que son cerca de la una. Ahí lo tienes todo hecho. Llévale el pan a mi
padre.
Y allá fue él con el pan.
-Tome usted.
Y el padre:
-¡Ay, que tú andas con mi hija Blancaflor!
-¿Usted tiene una hija que se llama Blancaflor?
-No, no, hombre, eso es un refranillo mío.
Y él haciéndose el tonto. Entonces el diablo le dijo:
-Voy a poner a mis tres hijas al lado de la puerta y tú vas a escoger a una, la que tú
quieras, y con ella te vas a casar.
Ella le advirtió al muchacho:
-Mi padre nos va a poner al lado de la puerta sin que nos veas la cara, así que tú te
fijas en la que tenga el dedito de menos. Cuando digas: “¡Aquella!”, me coges
corriendo por el vestido porque mi padre sabe mucho y nos puede cambiar.
A la mañana siguiente, el diablo llamó al muchacho.
-Mira, tengo aquí a mis hijas, elige la que tú quieras para ti.
Entonces empezó a fijarse y a fijarse.
-Mire, aquella misma que tiene usted allí, y le echó mano al vestido para que no la
cambiara.
-Bueno, pues esa misma. Pero antes te tengo que poner otra prueba. Ya te avisaré.
Entonces llegó ella, como siempre, y le dice:
-Mira, ahora nos va a convertir a las tres hermanas en palomas, nos va a subir en
aquel tejadito y te va a preguntar a ver qué palomita escoges. Como las tres somos
iguales, yo haré así un poquito con el ala y ya sabrás que soy yo.
El diablo lo llamó a la mañana siguiente.
-Mira, allí arriba tengo tres palomitas blancas. ¿Cuál te gusta a ti de las tres?
-Esa misma que ha meneado el ala.
Entonces el diablo la convirtió en persona y resultó que era ella.
-Vale, ya que la has escogido, te puedes casar con ella.
Se casaron y se fueron a dormir al piso de arriba de la casa. Pero el padre no
estaba contento y pensó: “Esta noche a ese lo mato yo; se le ha metido en la
cabeza a mi hija Blancaflor, pero a ese lo mato yo esta noche”. Pero ella, como todo
lo sabía, dice:
-Mira, mi padre nos va a matar, pero yo he pensando que vamos a hacer lo
siguiente: él tiene en la cuadra dos caballos, uno el del viento y otro el del
pensamiento. El del viento está muy gordo y el del pensamiento está muy flaco. Yo
voy a coger dos pellejos de cochinos y los voy a llenar uno de vinagre y otro de vino
dulce. Los voy a poner en la cama como si fuéramos nosotros dos. Mientras ve tú y
coge el caballo del pensamiento.
Él se fue, pero cuando llegó le dice ella:
-¡Ay, que has traído el del viento, que está más gordo!
-Es que el otro lo vi muy flaco y pensé que no iba a aguantar nada. Por eso he
cogido este.
-Ya no nos da tiempo, este mismo vale, que mi padre ya mismo viene a matarnos.
Ella cogió una toalla, un peine, un espejo y un cofre y se subieron al caballo. Allá
que se fueron los dos, pero antes de salir echó una saliva grande en la habitación.
En esto que el padre se acercaba a la habitación y le decía:
-¡¡¡Blancaflor!!!
Y la saliva le contestaba:
-¡Mande usted, padre!
-Todavía están despiertos, no puedo ir a matarlos.
Al rato otra vez:
-¡¡¡Blancaflor!!!
Y la saliva cada vez más bajito:
-¡Mande usted, padre!
-Bueno, ya se están durmiendo.
Al rato otra vez:
-¡¡¡Blancaflor!!!
Y la saliva más bajito porque se iba secando:
-¡Mande usted, padre!
Y al rato ya no contestaban.
-Ahora es la mía, ya están dormidos.
Cogió un cuchillo, le dio una puñalada a uno y otra al otro. Del primero le saltó un
poco de vinagre en la boca y dice: “¡Ay, qué sangre más fuerte tienes!”, y del otro
le saltó vino dulce y dice: “Y tú, ¡qué dulce la tienes!”.
Se fue para abajo y se lo contó a su mujer:
-Ea, ya he matado a tu hija y a tu yerno, que, por cierto, ¡tiene una sangre más
fuerte!
-¡Ay, tonto, si lo que tú has hecho es pinchar dos pellejos, uno de vino dulce y otro
de vinagre! ¡Y tu hija va corriendo camino del campo!
-¿Sí? Pues ahora yo voy a ir tras ellos y no se me van a escapar.
Fue a la cuadra y cogió el caballo que corría tanto, el del pensamiento. Ella, que
todo lo sabía, le dice:
-¡Mi padre viene, mi padre viene!
-¿Qué hacemos?
Ella tiró el peine y todo se volvió huerta, él se convirtió en hortelano y ella en
lechuga. Y pasó por allí el diablo y se paró.
-Oiga usted, hortelano, ¿ha visto pasar a un hombre y a una mujer en un caballo?
-Las lechugas, que todavía no han crecido y no las he amarrado.
-No, hombre, que si usted ha visto pasar por aquí...
-¿Las papas? Todavía ni han nacido.
-¡Váyase usted a tomar viento, que está más sordo que una tapia!
El diablo se volvió a su casa y le dijo a su mujer:
-No la he podido encontrar. Lo único que me he encontrado ha sido un hortelano
muy sordo.
-¡Ay, tonto! El hortelano era tu yerno y la lechuga tu hija.
-Bueno, pues ahora voy otra vez y no me engaña más.
Ella, como lo sabía todo, dice:
-¡Ay, mi padre viene otra vez!
-¿Qué hacemos?
Tiró la toalla y se volvió iglesia, y ella era la virgen y el muchacho el ermitaño. Y
llegó el diablo y le pregunta al ermitaño:
-¡Oiga! ¿Ha visto usted pasar a un hombre y a una mujer montados en un caballo?
Y el otro le contesta:
-Las doce no son, todavía no son.
-Que si usted ha visto pasar...
-El primer toque todavía no ha dado, así que la misa tarda.
-¡Usted está más sordo que una tapia, váyase a tomar viento!
Se volvió a su casa y se lo dijo a su mujer:
-No los encuentro por ningún sitio, sólo he visto una iglesia con un ermitaño más
sordo que una tapia.
-Pues ese era tu yerno y la virgen era tu hija.
-Bueno, pues voy otra vez y ya no me engañan más.
-¡Quita, hombre, déjame a mí, que a mí no se me escapa!
Y fue la madre. Y Blancaflor que se da cuenta:
-¡Ay, ahora viene mi madre y a ella no la podemos engañar! Seguro que nos coge.
Entonces Blancaflor tiró el espejo que llevaba y todo se convirtió en un mar, así
que su madre no pudo pasar y le echó una maldición:
-¡Permita Dios que tu marido te olvide!
Y se volvió a su casa. Mientras, ellos siguieron caminando para el pueblo del
muchacho y, antes de llegar, él la dejó a ella al lado de un árbol.
-Espera aquí, que voy a por un coche.
-Sí, pero te cuidado, que no te bese ni te abrace ninguna anciana, que mi madre
nos ha echado una maldición.
-Pero...
-Es que como una anciana te bese o te abrace tú te vas a olvidar de mí.
-¿Cómo me voy a olvidar de ti con lo que te quiero?
Llegó a su casa y su madre lo besó, pero él no se olvidó de Blancaflor.
-Mamá, mientras yo me echo una cabezadita, llama a un coche, que tengo a mi
mujer esperándome.
La madre fue a por un coche y entonces llegó la abuela y le dio un abrazo. Volvió la
madre y le dijo:
-Ya está aquí el coche que querías.
-¿Qué coche, mamá?
-Chiquillo, ¿tú no me has mandado a por un coche para tu mujer?
-¡Anda, mamá! ¡Qué coche ni qué mujer! Ni tengo mujer ni quiero coche.
Y le dijo al hombre del coche que se fuera.
Pasaba el tiempo y Blancaflor se subía todos los días al árbol a ver si venía su
marido, pero nada. Junto al árbol había una fuente donde todos los días cogía agua
una criada negra que tenían en palacio, y cuando se acercaba veía reflejado en el
agua un rostro blanco y se decía: “Tú tan blanca y yo tan colorá, rómpete y
cantarás”, y el cántaro se rompía. Y así todos los días. Cuando la criada llegaba al
palacio, le preguntaban:
-¿A ti qué te pasa que todos los días rompes el cántaro? A partir de ahora, te
daremos uno de lata.
Cuando la negra fue otra vez a la fuente, sintió llorar a un niño, miró para arriba y
descubrió a Blancaflor en la rama del árbol. La muchacha le contó toda la historia:
-Estoy esperando a mi marido desde hace mucho tiempo y he tenido este niño
mientras lo esperaba.
Entonces, la negra le dijo:
-¿Quieres que te peine? Porque llevas tanto tiempo aquí que tienes el pelo fatal.
-Vale, pues péiname.
Cuando la estaba peinando cogió una agujita de cabecilla negra y se la clavó en la
cabeza a Blancaflor, que se convirtió en una paloma. La criada cogió al niño, contó
la historia en palacio y se sentó en el árbol a esperar a que llegara el rey. Cuando
él llegó, la criada le gritó:
-¡No te dije que no te besara ninguna anciana!
Él empezó a recordar algo.
-Pero... ¡si tú no eras así!
-Hijo, tanto tiempo dándome el sol...
-Pero... Esto es muy raro.
Se quedó pensando pero se la llevó a palacio.
Todos los días venía la paloma a los jardines de palacio, se le acercaba al jardinero
y le decía:

-Jardinero del rey, ¿cómo le va a su rey con su reina mora?


-Muy bien, señora.
-¿Y su niño, ríe o llora?
-Unas veces ríe y otras veces llora.
-¡Qué triste de mí! Yo por el campo sola.
Tantos días pasaba esto que el jardinero fue a contárselo al rey, que le dijo:
-Pues te voy a dar un lacito de pita para que, cuando se acerque, le eches el lazo y
la traigas.
Al otro día llegó la paloma y tuvo la misma conversación con el jardinero, pero ella,
sabiendo lo que querían hacerle, añadió:
-Y lazo de pita no cae en mi patita.
El jardinero se lo contó al rey, que dijo:
-Pues usaremos un lazo de plata.
Volvió la paloma y tuvo la misma conversación con el jardinero, aunque añadió:
-Y lazo de plata no cae en mi pata.
Otra vez fue el jardinero a contárselo al rey, que pensó en ponerle un lazo de oro.
Cuando la paloma conversó con el jardinero, ella añadió:
-Y lazo de oro cae en mi patita y en todo mi tesoro.
Y se dejó coger para que la llevaran a palacio.
Estaban comiendo los reyes cuando el jardinero llegó. La reina, que se dio cuenta
de que era Blancaflor, no quería que la paloma estuviera allí, pero el rey insistía:
-Pero mira qué bonita es.
Hasta que de tanto mirarla le vio la agujita negra clavada en la cabeza.
-Pero, ¿qué es lo que tienes aquí?
Y arrancó la aguja. En ese momento, la paloma se convirtió en Blancaflor y él
empezó a acordarse de todo. El rey le preguntó a Blancaflor:
-¿Qué quieres que hagamos con la criada?
-Que la maten y la pongan de escalón para que cada vez que yo suba o baje la pise.
Así lo hicieron y así se acabó este cuento.

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