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Walt Kowalski es un hombre gruñón y amargado, excombatiente de Corea y jubilado

de la industria del automóvil. Acaba de enviudar y no está dispuesto a irse de un


barrio que se ha convertido en campo de batalla de bandas multirraciales. Un joven
sacerdote católico que trata de ayudarle para que se confiese (último deseo de su
difunta esposa) unos hijos movidos por amor a sus pertenencias y unos vecinos de
la etnia hmong que han emigrado desde el sudeste asiático… Son el objeto de sus
prejuicios y aspavientos. Su mundo ha quedado reducido al rifle que le acompañó en
Corea, a un coche Gran Torino del 72 que él mismo montó y a un perro fiel. El intento
de robo de su coche por parte del tímido hmong Thao, sin embargo, le permitirá
asomarse a una ventana por la que mirar a la vida y a la muerte, más allá de su
pequeño jardín. Por encima de la historia concreta, es indudable que Eastwood se
mira al espejo en el día de su cumpleaños, para decirse que no merece la pena vivir
con la muerte en la conciencia, que hay que buscar la paz interior a la vez que la paz
internacional, que siempre hay una puerta a la esperanza… Que la vida puede
emplearse para algo que merezca la pena y dejar rastro en quien coja el relevo. Walt
encontrará en Thao al hijo en quien perpetuarse y a quien merezca conducir su Gran
Torino, y también el motivo para gastar el último aliento de una vida atormentada
con el remordimiento de haber matado. Un drama intenso y profundo que no está
exento, con una buena dosis de humor, entre las descarnadas y toscas
contestaciones de Walt, con las que uno llega a reírse o sus referencias a los
“jamones” o al “atontao”, o con las actitudes de sus tradicionales vecinos hmong en
la barbacoa o la de Sue que le toma el pelo llamándole con cariño Wally.
Formalmente la apuesta de Eastwood se mantiene en el clasicismo que le
caracteriza, donde lo mejor está el retrato del conflicto interior de su protagonista.
Una escena inicial magistral y una resolución de la historia fabulosa y muy
inteligente. La actuación de Clint Eastwood es antológica, perfecta... Mirando,
escupiendo, llorando. Los secundarios, muy bien dibujados en el guión y también en
la interpretación. Es la película de un hombre preocupado por el individuo y su
conciencia, por las relaciones de paternidad y la familia, por la sociedad y su
dinámica de violencia. Es la película de un director con mayúsculas que sabe hablar
de la vida y a la muerte. En definitiva, Obra maestra.
Esta obra maestra expone más matices que ningún otro western, y sin duda el más
importante es el de definir con hábil precisión un momento significativo de los
Estados Unidos: aquel en el que el salvaje oeste comenzó a perder su condición de
territorio sin ley y la civilización entró de la mano de los abogados, decididos a
imponer la ley sobre las pistolas. La clave es que Stewart rehúsa llevar revólver,
hasta entonces único consuelo de sheriffs y espectadores ante la injusticia y el mal.
Que sólo haya un abogado y que luego pase lo que pase es ya terreno y culpa de los
códigos de honor y la americanizada necesidad de forjar héroes, pero sobre todo de
la preferencia de imprimir la leyenda sobre la realidad. Nada que objetar. Es además
un estudio sobre la condición humana tan interesante como memorable. Película
memorable, que revoluciona el género mediante la transgresión de sus propios
códigos. Una reflexión de lirismo inaudito, de desatado romanticismo, acerca del
significado del honor, de la distancia entre realidad y leyenda, todo ello retratando
a unos personajes crepusculares y atormentados, repletos de matices. Una
maravilla.
Tom Doniphon es el héroe protector y sólo podía tener el rostro y la presencia de
John Wayne. No habla mucho, no tiene el don de la amabilidad, aunque sí un sentido
especial del humor y la lealtad. Ante todo, es fiel a sus amigos y al amor. El hombre
duro es despiadadamente romántico. Y cuando no consigue a la mujer de sus sueños
y cuando ya no es necesaria su protección, cae al abismo en silencio. Cae en el olvido.
Y no se queja ni acude a nadie. Sólo permite que se quede a su lado otro amigo y
compañero de trabajo fiel, Pompey. Él se sacrifica por lo que cree y por el amor de
su vida. En silencio. No quiere glorias, prefiere la soledad. Prefiere morir en vida.
Cuando llega ese joven abogado, valiente con la palabra, pero un desastre con las
armas, se convierte en su sombra protectora. Y en sombra se queda. Porque siempre
ha actuado así. Sólo sabe actuar así. Todos los del pueblo lo saben. Los dueños del
restaurante. La mujer de su vida, Hallie. Cada uno de los habitantes: el periodista, el
doctor, el comisario…Todos saben que pueden contar con él. Y todos saben que está
ahí, protegiéndoles en silencio ante los desmanes de Liberty Valance y su pandilla.
Valance sólo siente cierto respeto por Tom Doniphon.
Y él vive trabajando, protegiendo, y labrándose un futuro tranquilo. Por eso en su
casa lejana está construyendo una hermosa habitación… para cuando la ocupe con
Hallie. Nunca da el paso de pedir su mano, pero va dejando pistas: no sólo la protege,
sino que la regala un hermoso cactus con flores, siempre tiene una palabra amable
y le encanta cuando Hallie se enfada…
Pero dicen que cuando a los hombres duros se les rompe el corazón ya no tienen
consuelo. Se retiran a beber y morir lentamente, en olvido. Y nadie mejor que John
Wayne para mostrarnos a ese héroe protector que se derrumba.

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