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Amor y Responsabilidad

Estudio de la Moral Sexual


Karol Wojtyla

El amor no es algo pasajero, una aventura que se puede elegir vivirla o no. Es más
bien un desafío que incumbe al hombre en su totalidad y le determina el camino de
la vida. ¿El amor puede durar en el tiempo? ¿Aquel primer momento de encanto
puede ser tan sólido como para hacer la comunión de personas? ¿Qué papel juega
la voluntad y la libertad del hombre en esta virtud?

Hablar de amor y responsabilidad es notar que existe un vinculo entre estas dos
virtudes, la primera que es la suprema de todas y la segunda que le es inherente
porque el amor se hace cargo del otro al valorarlo como persona. La obra de San
Juan Pablo II pretende motivar las normas de ética sexual católica y, precisamente
por esto, referirlas a los bienes y valores más fundamentales, entre los cuales
destaca el bien de la persona. Es el amor el que constituye el bien propio del mundo
de las personas. El libro tiene el fin especifico de introducir al lector en el amor,
entendido como todo lo que nace entre hombre y mujer a partir del impulso sexual,
dentro del horizonte del amor, entendido como responsabilidad ética de la persona
hacia la persona.

Alcanzar esto que se plantea hace necesario superar las interpretaciones


reduccionistas de la experiencia sexual y del amor, que impiden integrar amor y
responsabilidad personal. Al contacto con la lectura de la obra se encuentran
marcadas tres reducciones principales, que son un obstáculo para una adecuada y
fructífera comprensión de la experiencia amorosa.

La primera de ellas es la interpretación naturalista. Ella a partir la observación


científica de los dinamismos biológicos y fisiológicos del cuerpo va reduciendo la
sexualidad a la pura libido y transforma al hombre en un ser común, como un animal
y quitándole la esfera ética que esta conlleva. La sexualidad quedaría por debajo de
la persona, hay que dominarla como se hace con todos o la mayoría de aspectos
de la naturaleza. Asi, el hombre se separa del mundo de las pasividades funcionales
de su cuerpo, y si por un lado está determinado a nivel de instintos, por otro, sale a
flote como espíritu pretendiendo manipular el cuerpo según un proyecto autónomo
de su libertad.

Supuestamente en oposición aparece la interpretación romántica del amor. Esta se


enfoca en la pasión, considerando esta como la esencia misma del amor: el amor
seria entonces un irracional que no puede ser controlado por la voluntad y las
instituciones. En él, la dimensión sexual está subordinada a la sentimental. El
cuerpo es arrastrado por la pasión. El amor se mediría según el grado o cantidad
de la intensidad de lo que se experimenta. Se goza estéticamente de la experiencia
afectiva en el instante en que se da, pero sin que esta abra a la realidad de una
relación con el otro y a la construcción de un camino común en el espacio público y
en el tiempo de una historia.

El papa hace también una interpretación de la escolástica del amor, ya que es la


que prevalece en el catolicismo. Caracterizada por una antropología de las
facultades, que nos muestra la estructura del acto humano en muchos actos
momentáneos y parciales que se atribuyen a las facultades por separado (razón y
voluntad) sin referirlos a la subjetividad personal. Así, el modelo escolástico que
propone un control de la razón sobre el instinto y la afectividad, no logra del todo
captar la unidad dinámica del amor y descuida el contexto interpersonal. Estas tres
interpretaciones no logran exponer el amor humano, se opone y contrastan entre sí,
tienen algo en común: ninguna de ellas considera adecuadamente a la persona
como el sujeto del amor, en su relación con la otra persona. La obra busca
reencontrar la experiencia originaria del amor para considerar adecuadamente
todos sus factores constitutivos.

El cardenal Wojtyla usa de la fenomenología de Max Scheler, la valora y la critica y


la vincula con el realismo de la ontología de Santo Tomás de Aquino. Lo primero
que hace es captar el amor como un fenómeno y los elementos esenciales del
mismo, seguidamente al estilo de Husserl, ilumina la esencia del amor, esta sería
entonces la que explaya la realización del hombre y de las relaciones
interpersonales.

El capitulo primero centra la atención en dejar claro que la persona no es un objeto


sino un sujeto, es alguien. Es la perspectiva de la persona, sustancia sobre la que
surge el amor y el único que podría interpretarla. Más que una filosofía sobre el
amor humano, la obra es una confrontación entre lo que la Iglesia nos enseña y lo
que la vida nos hace sentir. Es en la vida donde se da la experiencia del amor y la
de la responsabilidad.
La responsabilidad debe responder, como lo planteó Max Weber, a tres preguntas:
quién es el sujeto responsable, de qué se hace responsable y ante quien se
hace responsable.
El cardenal hace un análisis sobre el amor paralelamente al análisis de la
experiencia moral. El amor no es solo un evento agradable que sucede a nivel de
las emociones, sino una invitación a amar, es decir, a emprender un camino en que
la libertad realice la promesa de cumplimiento que se da como germen en el
encuentro de dos personas, que se tiene a sí mismas como un bien y que pretender
ser el bien y hacerle bien al otro.

El amor se constituye siempre como una relación reciproca entre personas, algo
que surge en la persona y entre las personas. Este es el punto de partida concreto
que permite evitar la abstracción y la objetivación del fenómeno amoroso, ya que
estas lo identifican solo con uno de sus componentes parciales. El cuerpo debe ser
considerado siempre como un elemento viviente, que refleja una interioridad
personal y una intencionalidad dirigida a la realidad del mundo exterior. Ciertamente,
las ciencias humanas, de la fisiología particularmente deben ser tratadas con mucho
cuidado cuando hablan de las reacciones humanas en cuanto afectividad.

La afectividad amorosa implica siempre al hombre y su libertad personal expresada


en la acción. La mediación practica del actuar es el lugar concreto donde se realiza
el amor. Es por ello que se hace necesario el análisis de la palabra “gozar” y “usar”.
Estas dos palabras en la experiencia del actuar del hombre denotan su papel de
sujeto y objeto de la acción. En su filosofía personalista, Karol Wojtyla deja en claro
que solo la persona es digna de amor y solo el amor permite una autentica relación
entre las personas. No es posible comprender el amor si no es a la luz de la
perspectiva de la persona y, por otro lado, no es posible comprender a la persona
sino a la luz de amor.
Asumir la perspectiva personalista es aceptar que solo el amor es el que nos revela
verdad de la persona. Al decir persona se acepta que en el hombre hay algo más,
una plenitud y perfección de ser particular. En el amor, el amado es único e
irrepetible, se revela como insustituible por cualquier otro.
El amor encuentra su objeto en la persona del otro, en su singularidad y en su
misterio, en el destino de plenitud al que es llamada y al que se sienten ambos
atraídos. Solo cuando el amor se desarrolla hasta tocar a la persona a este nivel,
solo entonces, es para siempre.
El hombre está abierto a la relación con otras personas. No es un individuo cerrado
o autosuficiente, sino libre y abierto al encuentro y a la acogida en la que puede
encontrarse de nuevo como sujeto. La intersubjetividad permite el reconocimiento
del otro en su cualidad de sujeto, a través de la empatía, como lo señalaba Edith
Stein. Esta ultima permite no reducir a la persona a un simple objeto para “usar”.

Sin embargo, la comunicación en la que consiste el amor no puede quedarse en la


pura subjetividad debido a que la persona no es reducible a su conocimiento. El
amor está dirigido a realizar una comunión de personas basada en la orientación
común hacia un bien amado por ambos y que se convierte así en bien común, que
funda la relación. Es solo el amor en donde se realiza la persona.

El amor, particularmente el amor sexual, tiene un valor existencial único para la


persona: decide sobre el sentido o sobre el sinsentido de la vida. Otro aspecto es el
de la llamada a la libertad que conlleva la experiencia moral. Es así que la persona
se realiza como persona a través de sus actos. La dimensión moral de la experiencia
está constituida precisamente por esto: por el vínculo imborrable que hace
converger la persona a su acción por la fuerza de una llamada al bien que busca
ser realizado. Es la respuesta libre la que decide la identidad y el sentido de la vida
de quien actúa.
Hace su aparición entonces la categoría de la responsabilidad, que permite
relacionar la experiencia moral con la del amor: a través del actuar estoy llamado a
responder a una presencia llena de promesas, que se me dona en un encuentro.
En tal encuentro es la mirada del otro, cargada de intencionalidad hacia mí, la que
precede a mi acción y la abre a un sentido, precisamente porque le proyecta hacia
un bien que realizar: la comunión de las personas. La experiencia del amor aclara
el sentido de la experiencia moral de la responsabilidad. La persona es despertada
a su subjetividad moral por la presencia de la otra persona, que la llama a responder
a este don primero y gratuito de la presencia amando y realizando así una comunión
en el bien. Al ser responsables de nuestros actos nos damos cuenta que las
consecuencias que se derivarán de ellos también son nuestra responsabilidad. La
consideración de la experiencia de la responsabilidad muestra como es necesario
superar la esfera de la conciencia pura y del yo puro como los planteo Husserl; y
abrazar a la persona con todas sus características. Por eso el cardenal critica
duramente el utilitarismo, ya que reduce la responsabilidad en el amor y niega la
verdad del amor.

Es inapropiado preguntar sobre la ética normativa ¿por qué tengo que ser moral?
Esta pregunta nace porque se ha separado del acto de la experiencia concreta, en
la cual este se da como acto de persona. Si se comprende la moral como un
reglamento que se debe estudiar antes de actuar, entonces la pregunta se hace
valida, pero seguirá sin respuesta. Con todo esto, la moral sigue siendo un
constituyente de la experiencia y se debe colocar la pregunta sobre por qué ser
morales. Es decir, estar ya puestos desde el inicio en una posición inmoral frente a
la vida, saliéndonos de la responsabilidad que la experiencia del otro y la llamada al
amor implican de manera inevitable.

La experiencia del amor, y en particular la del amor entre un hombre y una mujer,
tiene entonces un carácter realista y dinámico: está provocada por la realidad
concreta de una presencia y se dirige intencionalmente hacia la otra persona para
construir una comunión con ella. Es el segundo capitulo el que se encarga de
realizar un análisis del dinamismo del amor, distinguiendo tres dimensiones en las
que se da: psicológica, la metafísica y la moral.

En la dimensión psicológica del amor se toma en cuenta y se integra el aporte de la


psicología, la fenomenología y el análisis de las pasiones y de la voluntad según
Santo Tomás de Aquino. Ello permite descubrir el papel del fin, el valor ético para la
voluntad personal.

Existen en la obra algunos momentos en los que la explicación del análisis sobre el
amor parece separar unos de otros. Sin embargo, esto solo es aparente ya que todo
se plantea integrado como un único acto personal de amor. Solo en la unidad de
este acto se comprenden dichos momentos parciales, a saber, la simpatía, la
amistad, el amor afectivo. Al inicio del amor se encuentra la experiencia de la
atracción. Esta comienza por la percepción, es decir, por la reacción de los sentidos
a la excitación producida por los valores sexuales de un cuerpo. Esta reacción se
hace acompañar por la emoción, esta se configura como la reacción psicológica a
los valores no solo sexuales, sino también espirituales que el encuentro con la otra
persona comporta. La sensualidad hará su aparición como la esfera que envuelve
la respuesta a la masculinidad o feminidad que caracterizan el cuerpo de la persona
de sexo opuesto, está siempre ligada al reconocimiento de valores personales, mas
bien dicho, a la persona como un valor en sí misma.

El cuerpo es parte integrante en el amor y no puede dejarse de lado nunca de la


persona. Si se toma por separado esta dimensión del contexto interpersonal de la
relación, se la dejará caracterizada como utilitarista y, por tanto, inestable: se
entiende entonces el fenómeno del deseo que la doctrina de la Iglesia llama
concupiscencia y que implica una reducción intencional del otro a un mero objeto
de placer. Se usa el cuerpo del otro sin reconocerle el valor personal. De todos
modos, precisamente en la emoción se anticipa una especial experiencia de la
persona como tal: se trata de las emociones más intensas y profundas que se
relacionan con el encuentro con otro ser humano y la promesa de comunión que
este encuentro revela. Asi queda definida la afectividad como aquella capacidad de
reacción ante la persona tomada en perspectiva de su masculinidad o feminidad,
pero también apreciada su complejidad y no solo por los valores sexuales en sentido
estricto, desempeña un papel decisivo. Esta reacción queda marcadamente
expresa en el deseo de estar juntos.

El afecto reviste una importancia decisiva en la dinámica del amor porque lleva a
descubrir los valores del otro de forma concreta, como experiencias vitales referidas
a una persona. En este sentido, la afectividad prepara la razón y la voluntad
respectivamente a comprender y a escoger la persona en su verdad, no lo que uno
idealiza, sino lo que objetivamente es, por encima de su utilidad y capacidad de
proporcionar placer. Así, permite ya desde el inicio la unificación de los diferentes
factores que inducen interiormente a querer estar cerca del otro, con el otro; sobre
la base del reconocimiento de un primer don agradable: la complacencia por la
esencia, por la verdad del ser amado, una verdad que se acopla a aquello que el
corazón siempre había esperado profundamente. Existe siempre el peligro de que
la afectividad se repliegue sobre sí misma y únicamente se complazca en lo que el
otro produce en mí sin ir más allá y dejando a un lado el valor del otro en sí mismo.

Este es el nivel verdadero y propio del amor, como acto de la persona que a través
de un juicio de la razón capta el valor de la persona en sí y por sí misma y mediante
un acto de la voluntad quiere su propio bien. Puede verse entonces un movimiento
que hace trascendente el amor, ya que permite salir de mí mismo en la
concupiscencia instintiva del afecto y, orienta todo el torbellino de afectos hacia otra
persona que merece ser reconocido y afirmado por sí mismo, en un acto de éxtasis
y de dedicación, el amor cuida. La atracción propia de la tendencia sexual y la
simpatía por el otro, tan naturales en ambos sexos, y que surgen en el momento
afectivo, deben transformarse en amistad, cuyo rasgo especifico es la benevolencia:
quiero el bien para ti.

Santo Tomás de Aquino lo expresó muy bien: “en esto consiste principalmente el
amor: en que el amante quiere el bien para el amado”. El amor se coloca en la
voluntad, que es lo que permite que la conducta del hombre tenga una medida y un
valor que corresponde a la persona. La voluntad no nace en el vacío, sino que se
forma asumiendo los dinamismos de las tendencias sexuales y afectivas. Para que
se realice este acto de la voluntad, debe cimentarse sobre el juicio del intelecto que
capta a la persona como irreductible y única.

Llegado este punto, encontramos la esencia del amor y su paradoja: la donación-


“Donarse” es algo mas que el simple “querer”. Implica un acto supremo de la
libertad, que se encuentra y se manifiesta en el amor esponsal. ¿Cómo una persona
que por su naturaleza es dueña de sí misma, inalienable e insustituible puede darse
a otra en un verdadero don de sí sin, alienarse? Si la persona se posee a sí misma
y se autodomina es madura, por tanto, las tendencias y los impulsos son ordenados
por el juicio de la razón a permitir la libre autodeterminación del sujeto personal.

Al mismo tiempo, el amor constituye la realización máxima de las potencias


intrínsecas de la persona misma. Y el amor culmina en la salida de sí mismo y en el
libre don de sí a la otra persona. Se trata de una paradoja, porque solo mediante
este don puede acaecer un “enriquecimiento y un crecimiento de la existencia de la
persona”. Se muestra claro el secreto de la libertad humana, que nace de un amor
y está hecha para el amor: la persona, que pertenece esencialmente a sí misma
puede ser de otro solo mediante el don libre de su amor. En la libertad del amor, la
persona continúa siendo dueña de sí misma y, al mismo tiempo, se dona totalmente
a la otra persona.

Ya que sabemos que la donación es la esencia del amor, es preciso hacer notar
que: el amor de un hombre y una mujer en el ámbito del matrimonio, siendo este un
caso particular de amor, representa en sí todas las características del amor.
La verdad del amor en esta obra se presenta como necesaria para que se superen
ambigüedades de los impulsos espontáneos y de la afectividad, y emerja así la
libertad de amar, la capacidad de afirmar a la persona por sí misma. Sin embargo,
existe todavía una dificultad. El amor se ha venido relacionando con la verdad
subjetiva de los sentimientos, y huye de una verdad establecida desde el exterior.
¿Cómo superar el subjetivismo del amor sin verdad, sin caer en meras
argumentaciones de una verdad sin amor?

Para superar esta dificultad es necesario explorar desde la “lógica del amor”. Es
necesario notar la importancia de la experiencia del amor referida al bien en toda
relación autentica de amor entre las personas. Un amor autentico se reconoce
porque por encima de todas las cosas desea, quiere, anhela el bien de la persona
amada, es decir, el que se orienta al bien verdadero y real. Puede decirse entonces
que se desea lo que de verdad es un bien para ti. Afirmamos el desinterés por uno
mismo e incluso la renuncia por amor cuando no se hace o no se es el bien para la
persona amada.

La dinámica del amor hace evidente la referencia a una verdad sobre el bien, que
se cimenta en Dios Creador y que posibilita la autenticidad del amor mismo en su
salida hacia el otro. Al hacer justicia para el creador se afirma que solo en Dios el
amor puede ser verdadero y que él puede sostener el amor de dos personas. Un
amor originario precede y funda el amor humano que, por ello, tiene necesariamente
un carácter análogo y responsable.

Ya que el amor conyugal se basa en el bien querido para el otro, la doctrina indica
los tres fines que tiene este amor: la procreación, la ayuda mutua y el remedio a
la concupiscencia. El amor se convierte en la substancia del matrimonio, que
desde dentro lo regula y a la luz de la cual los fines anteriores adquieren un
significado moral. Los fines del matrimonio son las determinaciones concretas de lo
que la verdad del amor implica en la esfera sexual para que se realicen los bienes
a los que ella tiende.

La pregunta casi final de la obra puede plantearse así: ¿Cómo gustar del placer sin
tratar a la persona como un objeto de goce? Será mediante la virtud que se logre
integrar la capacidad de reacción sexual y la afectividad en el hombre y la mujer.
Una castidad que es en realidad pensar en hacer el bien a quien se ama.

El libro termina presentando la experiencia del amor como el lugar donde se revela
el valor único e irrepetible de la persona y de su vocación al don de sí. Por último,
solo un amor que llegue a ser un acto responsable de la persona puede durar en el
tiempo.
Catedrático

Pbro. Elmar Torres

Materia

Fundamentos de Bioética

Actividad

Síntesis: Amor y Responsabilidad, Karol Wojtyla

Alumno
Oscar Alberto Pérez Córdova

Carné
2256716

Quetzaltenango, 11 de abril de 2018

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