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Por
FRAY LORENZO
Rayaba el alba. Era la hora de las luces equívocas, en la que los amantes se
despiden dejando el lecho de amor y en la que las nuevas almas suelen venir al
mundo, saliendo de los vientres de sus madres con gritos de dolor, exhalando
el primer aliento de victoria. Había sido una noche fría y el rocío de la mañana
helaba las almas de los allí presentes.
El panteón donde había sido depositado el cuerpo de Julieta estaba
iluminado por las antorchas que proyectaban su luz sobre el macabro
espectáculo que yo jamás hubiera querido ver, pero que sin querer había
provocado.
A mi llegada, la voz de Julieta, aún acostada en su catafalco, preguntaba
temblorosa por su amado con voz tenue e implorante. Dos cuerpos yacían
inertes en el suelo. Paris envuelto en sangre, con los ojos abiertos mirando la
daga hundida en su corazón, y Romeo con las manos en su propio vientre,
retorciéndose de dolor. Cogí a Julieta en mis brazos, sacándola de aquel lugar
de espanto, susurrándole el terrible espectáculo que se abría ante sus ojos. Ya
en la salida, los gritos de dolor de Julieta se unieron a los de su madre, que
aquella madrugada se había levantado con la intención de velar a su hija,
enterrada la noche anterior, y que llegaba en ese momento.
—Mujer, — le dije — coge a tu hija y que no te vean. No le digas a nadie
que ella vive puesto que Romeo, al verla muerta, ha matado a Paris, al que tu
querías por yerno, ha bebido una pócima letal y ahora yace con los estertores
de la muerte dentro del panteón. Lo que antes fueron simples rencillas ahora
será una lucha abierta, y ya no habrá paz ni concordia en este lugar y nunca
llegaremos a ser perdonados.
Cuando me aseguré de la partida de Julieta y de su madre, volví a entrar en
la tumba para sacar de allí a mi amado Romeo. Con la ayuda de su criado lo
trasladé hasta mi celda, mandando aviso a su padre para que viniera lo antes
posible.
Cuando el padre de Romeo llegó, la desolación y la crispación hicieron que
se postrara a los pies de su querido hijo. Con lágrimas en los ojos, me suplicó
por su vida y por su porvenir en caso de que la fortuna y mis cuidados
pudieran hacerle sobrevivir.
Debí pensarlo mejor, debí cambiar la situación, pero el terror me atenazaba
el cerebro. El sentimiento de culpa, siempre la culpa, es mal consejero. Pensé
que lo mejor era darlos a los dos por muertos. Julieta había visto muerto a
Romeo y Romeo a Julieta. Los dados estaban echados. Pero la muerte
despiadada, viendo que se le escapaban de sus brazos, tornó en cólera y
siguiendo los más tortuosos caminos, lanzó sobre ellos la maldición de un
destino negro que les perseguiría sin que yo fuera capaz de imaginarlo
siquiera.
El estupor se adueñó del lugar. Verona, herida de muerte, lloraba la muerte
de sus mejores jóvenes y sus habitantes se lamentaban en cada plaza y en cada
esquina. Se celebraron las exequias por ambos esposos con todo el dolor y la
pompa que una Verona traumatizada podía dispensarles. Dos féretros vacíos se
cubrieron de tierra.
Tierra se echó sobre el asunto, aunque las lenguas, como olas, esparcieron
su recuerdo como la más hermosa historia de amor jamás contada.
Los seis siguientes meses fueron un horror. Los cuidados que dispensé a mi
paciente fueron mi única ocupación. Por la mañana me dedicaba a preparar
pócimas y ungüentos que en mis muchos años de estudio y práctica había
llegado a conocer, los cuales aplicaba sobre Romeo, al que mantenía en un
estado de semiinconsciencia para que sus dolores fueran soportables. Por la
tarde lavaba su cuerpo, cambiaba sus ropas y me sentaba a su lado leyendo en
voz alta todo lo que caía en mis manos hasta bien entrada la noche, que caía
sobre nosotros como un ladrón furtivo.
El cuerpo de Romeo era joven y mis pócimas experimentadas. El tiempo
transcurría y él mejoraba lentamente. La fuerza y la juventud se burlaban de la
impotente muerte y la balanza se inclinó del lado de la vida.
Su padre lo visitaba con frecuencia, llorando su infortunio y su tristeza. El
semblante de aquel hombre había cambiado del día a la noche, envejecido
prematuramente, envuelto en una soledad repentina, abandonado por la muerte
prematura de su mujer y el silencio impuesto por la falsa muerte de su hijo.
Sus lamentos llenaban mis oídos y me abatían la conciencia.
—¿Que va a ser de ti? —le preguntaba a Romeo —¿Dónde podrás
refugiarte?.¿Dónde podrás ir para que nadie sepa de ti?— se lamentaba con
frecuencia.
Repasamos una y mil veces nuestras opciones, que no eran muchas. Desde
el clero hasta el ejército. Decididamente Romeo no era candidato a encerrarse
en un convento y la carrera eclesiástica no era lo más conveniente, pero era
preciso encontrarle un destino tan peculiar como lejano en el que no se le
pudiera descubrir y en el que tuviera un futuro no marcado por su pasado.
El ejército era nuestra única salida honrosa.
Su destino quedó determinado. Venecia, grande y opulenta, necesitaba
valerosos caballeros que defendieran la república, que empuñaran sus armas
para preservar la gran pujanza que la ciudad había alcanzado, tras el declive
sufrido por Constantinopla y que la había llevado a lo más alto de todas las
repúblicas itálicas. Venecia, la ciudad más poblada de occidente, ocultaría
entre su gente a un desesperado más que, como tantos y tantos, llegaría un día
para labrarse un destino.
Viajaría a Venecia, allí teníamos contactos que le ayudarían a ponerse al
servicio del gran Dux.
En nuestros pequeños paseos jamás preguntó Romeo por Julieta. Su alma
herida no tenía valor para enfrentarse con su pérdida, una madurez inesperada
había acabado con su juventud exaltada y se había instalado en su mente una
seriedad impropia de su edad.
Borrada parecía de su memoria la tragedia sufrida, la pérdida de su mujer y
las esperanzas de un futuro prometedor. Ante los planes que trazamos su padre
y yo, Romeo no hacía otra cosa más que asentir y dejarse llevar. Desganado y
apático consentía. Parecía que con Julieta parte de Romeo también hubiera
desaparecido.
No sé si le faltaba alma o rabia, ambición o coraje, pero su tranquilidad me
exasperaba. Yo esperaba en vano un atisbo de cólera, un grito, una queja, pero
parecía que Romeo tenía las emociones anuladas, solo mostraba desinterés por
todo lo que le rodeaba.
**
Ensimismado en estos pensamientos y, sin darme cuenta, aislado del resto
de la humanidad, fui despertado de mis ensoñaciones y requerido por mi
orden, que me había dado una dispensa temporal con la excusa de un retiro
espiritual, para servir al Papa.
Eran tiempos de grandes cambios y proyectos que empezaban a mover a
una sociedad que salía de una época oscura, difícil y traumática. Los hombres
estaban empezando a dejar de mirar a lo alto, a un Dios oscuro y terrible, para
mirar más cerca, a un Dios del que manan todas las criaturas. En el centro del
cosmos estaba el hombre con su alma inmortal, destinado a encontrar una
nueva existencia gracias al conocimiento que le llevara a un mundo nuevo: el
de las ideas.
El cambio no era violento sino pausado, pero imparable. Las corrientes de
pensamiento iban calando rápidamente en las mentes de alguna gente. El
concepto de hombre estaba siendo revisado y las relaciones Dios-hombre
puestas en planos inferiores. El poder se envalentonaba y se separaba del Dios
creador, independizándose de su origen, pero el pueblo seguía sumergido en
las tinieblas, ignorante y añorando tiempos pasados llenos de gloria. ¡Ah, la
gran gloria Romana! ¡Los tiempos pretéritos de la gran Roma!
Yo no era ajeno a la nueva concepción del mundo, y no podía apartarme de
los tiempos que corrían puesto que mis compañeros de estudios, allá en
Bolonia, me tenían al corriente de todo lo que sucedía.
Los días de la Iglesia no eran menos difíciles. La ambición y la codicia
reinaban por doquier, y su cabeza visible seguía instalada en la corrupción, el
nepotismo y la lujuria. El Papa Nicolás V había sido un soñador, sus
esperanzas e ilusiones de una nueva humanidad iluminada por los nuevos
conocimientos, pero los comentarios de los autores antiguos, traducidos y
asimilados al nuevo sentido de la vida, no habían pacificado ni modernizado la
antigua Roma, que seguía inmersa en las luchas de las grandes familias,
divididas en dos facciones políticas Güelfos y Gibelinos, luchando hasta la
muerte por el poder.
El poder no puede cambiar a una sociedad, la sociedad tiene sus propios
tiempos, sus propias pautas. Es una premisa fundamental y el Papado había
cambiado el fondo pero no las formas, esperando que fuese la sociedad la que
se adaptase a las circunstancias y no al contrario.
El Cardenal Besarión, desde Bolonia, me había mandado una misiva
conminándome a reunirme urgentemente con él. Fue el primero en dar la voz
de alarma. Cuando entré en su cátedra, me encontré con el viejo de ojos vivos
y nariz prominente de siempre. Los años no habían pasado para él. Siempre
con sus pergaminos en la mano, siempre estudiando y repasando los viejos
manuscritos que se había traído consigo. Entré en la estancia saludando a mi
preceptor y después de ponernos al día de nuestras vidas me reveló, con gran
secreto y horror, que a sus oídos habían llegado rumores de una conspiración
en marcha para matar a Nicolás V. Me había llamado para marchar al Vaticano
con una carta lacrada y sellada donde se desvelaba la fatal traición.
Partí hacia Roma tratando de pasar lo más desapercibido posible, sin
escolta, vestido como un comerciante, oculto entre los centenares de personas
que cada día atravesaban los muros de la ciudad, guardando la misiva entre
mis ropajes, temeroso de que se descubriera el grave secreto del que era
portador.
Roma era una ciudad peligrosa. Sus estrechas y sinuosas calles eran nido
de bandidos y maleantes que malvivían del robo y la muerte, y en ellas la vida
no valía nada. Me dirigí a toda prisa al palacio Papal y traspasé sus murallas.
Rodeado de unos inmensos jardines se elevaba el palacio donde vivía Nicolás
V. Una vez dentro y sin saber a dónde dirigirme, vacilé unos segundos. Pero
enseguida se abrió una puerta y un secretario me hizo pasar a una gran
estancia repleta de estanterías, caldeada por una enorme chimenea de mármol
blanco. Detrás de una gran mesa repleta de manuscritos, un individuo de
aspecto delgado y enjuto se levantó para saludarme.
Pregunté por el cardenal Capranica y me pasaron a otro salón más
pequeño, al que llegamos después de atravesar toda una serie de estancias
parecidas a la primera, donde trabajaban más de veinte jóvenes que ordenaban
y clasificaban libros y manuscritos antiguos. Y por fin llegamos a lo que debía
ser el despacho del cardenal. Me llamó poderosamente la atención la escasa
seguridad y vigilancia que encontré en el palacio.
El cardenal era un viejo noble romano que estaba al mando de las finanzas
vaticanas. Había estado muchos años en Bolonia al frente de los colegios
mayores y residencias de estudiantes de la universidad y allí se había hecho
amigo de Besarión. Contando con la confianza del Papa, llevaba varios años
como máximo responsable de las finanzas de los estados pontificios.
Capranica entro en el despacho ofreciéndome la mano para que se la besara,
me preguntó por nuestro viejo amigo y después de presentarle sus respetos le
mostré la carta sellada que me había sido encomendada. Me miró con cara de
preocupación cuando vio la carta, pues confiaba plenamente en el Cardenal
Besarión, y al leer la misiva las lágrimas resbalaron por sus mejillas y un
rictus adusto se apoderó de su mandíbula.
A la cabeza de la conspiración se hallaba un noble romano llamado
Porcaro que pretendía ser un nuevo Brutus contra Cesar, y matando a Nicolás
V restablecer la república romana.
—Pobre iluso— dijo el cardenal al leer la misiva — Con ello ¿creerá
posible la vuelta de los tiempos del antiguo imperio? ¡Ay, aquellos tiempos en
la que Roma era el centro del poder!
—¿Es posible — pregunté yo— que alguien crea que la vida de un solo
hombre pueda devolver a los romanos el esplendor y la gloria?
—Roma está sumida en el caos, —contestó — Italia, dividida en pequeñas
repúblicas que pugnan entre sí, y dentro de estas repúblicas, las antiguas
familias están divididas y recelosas las unas contra las otras, no hacen más que
desangrarse en una lucha fratricida sin fin, solo por un trozo de poder. Güelfos
contra Gibelinos, Orsini contra Colonna. Ambas familias se han alternado en
el poder, poniendo a sus familiares en lo más alto del poder vaticano. Como
bien sabes, Nicolás V es de la familia Colonna y ahora son los Orsini los que
se sublevan contra el poder establecido.
Yo era consciente de que no le faltaba razón y lentamente asentí, dándome
cuenta que en realidad no hablaba conmigo, sino que exteriorizaba sus
pensamientos con la mirada perdida, quizás pensando en los tiempos en que
Roma era el centro del mundo. Cuando el cardenal salió de su ensoñación, y
tras agradecerme y reconocerme la importancia de mi misión, rápidamente se
puso al mando de los pocos soldados que defendían el Vaticano y fue al
palacio de Porcaro, el noble romano que encabezaba la conspiración,
deteniéndole en nombre de Cristo.
ROMEO
MARGARETA
¿Cómo pudo pasarme esto a mí? Yo que no tenía más ojos que para ti, yo
que por ti hubiera dado la vida entera, yo que te cuidaba y mimaba hasta la
extenuación. ¿Por qué no hablaste? ¿Por qué no dijiste? ¿Tanto miedo nos
tenías a tu padre y a mí, que preferiste morir? ¿Tanto nos equivocamos en tu
educación? Realmente, sólo hicimos lo que pudimos, no fuimos peores que
algunos y seguro mejores que muchos. Todos somos fruto de nuestro tiempo.
¡Morir de amor! Qué bonito queda en relatos y poesía, pero ¡qué duro!
¡Qué triste es en la realidad!
El dolor me atravesaba, cegaba mis ojos y mi corazón.
El odio se iba instalando lentamente en mi razón, si algo de razón me
quedaba.
¡Odio a los Montesco!, ¡odio a los Capuleto!, ¡ojalá la noche aciaga caiga
sobre vosotros y jamás vuelva a lucir el sol! ¡Ojalá se abra la tierra y me
sepulte a mí y a toda Verona! ¡Mi niña dorada! ¡Mi dulce amor! ¿Por qué me
pasa esto a mí? ¿No fui lo bastante buena madre? ¿No sentías cómo mi amor
fluía por tus venas?
¿Por qué no confiaste en mí? Yo habría sabido comprender. Yo hubiera
puesto todo de mi parte, ¡tal vez no de inmediato!, ¡tal vez me hubiera
resistido un poquito! Podrías haber tenido algo de paciencia conmigo. Podrías
haberme enseñado algo más de ti y yo lo habría comprendido puesto que te he
parido; con el dolor del parto, tu vida y la mía quedaron unidas para siempre.
Y ahora tú me has abandonado, te has dado muerte por Romeo, ¡maldito
nombre! ¡Maldita ciudad!
Mis ojos no han dejado de llorar, mi alma tampoco.
¡Mi niña adorada! Fui hacia ti esa última noche fría, antes que te
sepultasen, antes que desaparecieses para siempre de mis ojos. Quería darte mi
último beso, abrazarte con mis brazos la última vez, morir contigo porque sin
ti, sé que no viviré.
¡Que la vida siga sin mí! Yo no quiero formar parte de este trance a la que
tu desesperación te ha llevado. Tú no me has hecho partícipe de tus congojas y
ahora el dolor que me has dejado me oprime, me ahoga… ¡Maldito Romeo!
¡Maldita ciudad, que encierras en tus muros la vergüenza y la zozobra de dos
muchachos que, pudiendo haber sido felices, cayeron en las redes del rencor y
el odio ajenos!
Mis pies me llevaron al sepulcro de Julieta, con el estómago encogido y el
alma llena de odio. Cuando me fui acercando, vi luz en el panteón y una tenue
esperanza se abrió en mi corazón. No poda dar crédito a lo que mis ojos veían.
Fray Lorenzo salía con el cadáver de Julieta en sus brazos. Pero Julieta…
Julieta se movía, ¡estaba viva! ¡Viva!
Allí dentro, iluminada la estancia por unas antorchas, vi que en el suelo
yacían los cadáveres de Paris y Romeo. Y en el fondo de mi alma, me daba
igual, ¡mejor! Mi hija vivía. Lo que me estaba contando Fray Lorenzo no me
importaba, sus palabras resbalaron sobre mí, no me afectaba para nada, todo
me daba igual, sólo me importaba mi hija, que, desesperada, llamaba a su
Romeo. Me importaba sólo ella. La apartaría de todo aquello, conseguiría que
pensara que todo fue un sueño.
En mis brazos la llevé hasta la casa de labranza que poseía a las afueras de
Verona. La casa siempre había pertenecido a mi familia y cuando el calor de la
ciudad se hacía insoportable, nos refugiábamos allí todos juntos. ¿Cuántas
veces habíamos jugado entre los limoneros? ¿ Cuántas veces nos habíamos
bañado en la alberca? ¡Cuánta primavera en su jardín!
Los viejos guardeses quedaron atónitos a mi llegada. Con la cara
desencajada, los ojos llenos de lágrimas, irrumpí en la casa, depositando mi
tesoro en el diván al lado de la chimenea en la que todavía ardían unas ascuas.
Debieron pensar que me había vuelto loca y que, en mi dolor, había sacado el
cuerpo de Julieta del sarcófago para evitar que lo enterraran. Se miraban entre
ellos con los ojos abiertos, espantados. No se atrevían casi ni a respirar cuando
vieron moverse a Julieta, llorosa y pálida. La mujer, que había sido mi aya,
logró reaccionar y corrió en busca de mantas. El marido avivó el fuego
mientras daba gracias a Dios por el milagro producido.
Un vaso de leche caliente me reanimó. Tenía que pensar, tenía que forjar
un plan. ¿Qué debía hacer? Como poseída por una fuerza superior, ordené a mi
viejo sirviente que fuera al panteón y pusiera unas piedras dentro del féretro de
Julieta, tapándolo y dejándolo cerrado a ojos indiscretos.
La conciencia volvía a Julieta. Sus lamentos, llenaron el aposento. Sus ojos
se abrieron como si despertara de un apacible sueño. Unos ojos que, en
silencio, buscaban a Romeo y se encontraron conmigo.
—Pequeña, tranquila, descansa…— le dije muy bajito. Pero sus ojos
intranquilos buscaban y buscaban. Sus brazos se alzaban queriendo abrazar a
Romeo. Susurrándole al oído, acariciando sus cabellos le dije: —Amor, tu
Romeo ha muerto. Verte a ti muerta lo ha matado. Debes olvidar, sólo ha sido
un sueño, un sueño de amor infantil que duerme en todo ser humano desde que
nace hasta que se muere. Ha sido el sueño de amor eterno, el ansia del alma
humana. Ha sido un sueño.
Con estas palabras yo la acunaba, y su ser se iba serenando. Al final se
quedó dormida. Cuando la vi dormida, salí sin pensarlo corriendo hacia la casa
de mi marido. Una casa en la que había vivido feliz pero que dentro de mí
sentía que ya no me pertenecía. Busqué a mi esposo, que, consternado por la
muerte de su única hija, apenas si se había movido de su sillón en las últimas
horas y abrazándome a sus pies le supliqué me enviará lejos. Le dije que yo no
podía vivir sin mi hija allí donde ella había muerto, que tenía que irme de allí.
—Mujer— dijo con voz seria,—¿como un ser débil como tú va a iniciar un
viaje largo y sin destino solo para huir de sus demonios? ¿Cómo dices que me
quieres abandonar?,— y añadió —¿No crees que mi dolor es tan grande como
el tuyo? ¿No crees que al huir no solo huyes de tus demonios sino también
huyes de mí?
Pero la mirada extraviada y las lágrimas que vertí, los juramentos que
salieron de mi alma amenazando con quitarme la vida yo también lo
convencieron, y regresé junto a Julieta con la promesa de partir al día siguiente
con mis viejos sirvientes, hacia la casa lejana de algún pariente. Me pasé el día
entero acariciando su pelo, su cara y sus manos, adormeciéndola, hablándole,
recordándole su infancia y que todo había sido un sueño de amor imposible,
incomprendido, eterno.
Al día siguiente, mi esposo llegó con un carro tirado por dos buenos
caballos. Había mandado mensajeros a unos familiares en Génova que nos
acogerían por una temporada, para después proseguir el viaje hacia el reino de
Aragón donde la reconquista a los moros de tierras del sur necesitaba de gente
para su repoblación.
Mi marido quería que yo recapacitara, que si tenía que huir no fuera
demasiado lejos, pero para mí, todo estaba cerca.
—Piensa en los años que te quedan por vivir— decía—piensa que mi dolor
no es menos y que me dejas solo con un gran vacío en el cual no puedo pensar,
no puedo sentir.
Yo no quise arrepentirme, no quise mirar atrás y lo dejé todo, hasta a él.
Pasamos un mes en Génova. Allí, en una villa sobre el Mediterráneo
conseguí que el color volviera a las mejillas de Julieta, aunque no logré que
volviera a sonreír. Aquella sonrisa que se asomaba a sus ojos y los iluminaba,
aquélla que era toda mi vida, se había perdido para siempre. Su cuerpo se
fortaleció y yo la veía entrar todos los días en el mar, como si de un rito
iniciático se tratara, sumergiéndose en sus aguas con los ojos cerrados,
ensimismada.
Fueron unos días largos y pesados, sin aliciente alguno. Yo pensaba en la
pena de mi marido y en cómo le había abandonado. Me convencía a mi misma
de que la única solución para que no llegaran a los oídos de los habitantes de
Verona noticias de la recuperación de Julieta y pusieran en mal lugar a mi
marido, era marchar hacia lo desconocido. Partir con el poco dinero que me
había entregado mi marido, con unas pocas pertenencias que había recogido de
mi casa y con mi hija.
Al final, un mensajero de mi marido llegó con una carta lacrada con un
nombre y una dirección. Lluis Santangel era el nombre del sobre y viajaríamos
hacia el sur, hacia Valencia, una villa pujante, al borde del mediterráneo, con
un comercio intenso con Nápoles y Génova, lo que facilitaría nuestro contacto
y nuestro mantenimiento.
Allí nos acogerían, allí volveríamos a nacer.
Nos pusimos en marcha. Los caminos no eran seguros, y los caminantes
nunca marchaban solos. Nos vimos obligadas a unirnos a otras caravanas, a
otras gentes que también huían, se desplazaban para reencontrarse con viejos
amigos, o buscaban nuevos horizontes. Viajábamos cuando el sol rompía por
el oriente y no nos deteníamos hasta que se ponía y las sombras lo envolvían
todo.
Entonces, cuando salía la luna, los gitanos encendían las hogueras en las
que las mujeres cocinaban y se calentaban. La nuestra, la más pequeña de
todas, calentaba todas las noches una sopa hecha con las verduras que a veces
recogíamos por el camino y algunos huevos que comprábamos a los
campesinos. Así y todo, el dinero que llevábamos iba menguando
alarmantemente.
Alrededor de la gran hoguera, que iluminaba los rostros color aceituna de
los hombres y los grandes y oscuros ojos de las mujeres, se contaban muchas
historias. Como si de una sombra se tratara, me fui acercando noche tras
noche, sin hacer ruido, sin casi ser vista, para escuchar y soñar con esas
historias que me trasladaban a otro sitio, a otro lugar. Recuerdo empezó un
relato que me impresionó y jamás pude olvidar. Empezaba así:
“Érase una vez, en un tiempo muy remoto, hace miles de millones de años,
cuando el mundo todavía no era mundo y el Ser Supremo todavía no había
iniciado la creación, que Él, haciendo un hueco en sí mismo, creó un espacio
donde colocaría después el universo”.
“Todo era oscuro y silencioso y el Ser Supremo, abriéndose de nuevo, creó
las palabras. Las letras salieron del Señor muy ufanas, alegres, bailando en la
nada. Las palabras eran muy importantes, porque sin ellas el Ser supremo no
podría crear las cosas, porque las cosas que no se pueden nombrar, no
existen”.
“Así, que el primer acto de la creación fueron las letras. Las fue llamando
una a una, todas las letras del abecedario sagrado, y les fue asignando un
nombre. Primero llamó a las vocales, y les dio una pronunciación y un
cometido. Después llamó a las consonantes para que entrelazaran a las vocales
y las hicieran fértiles. Así surgieron las palabras que el hombre utiliza para
entenderse”.
“Y así, con una gran voz, usando las palabras recién creadas, Dios creo los
cuatro elementos fundamentales: el agua, el fuego, el aire y la tierra. Cuando
estos elementos estuvieron creados, Dios creó al Hombre, al que entregó las
palabras para que pudiera entenderse con sus semejantes y para que pudiera
también comunicarse con su Creador”.
“Así, en un principio, el hombre hablaba libremente con Dios, y escuchaba
la voz del creador. Pero hubo un día aciago en el que el orgullo y la soberbia
hicieron nido en el corazón del hombre y cometió el más sacrílego de los
pecados: se alzó contra su creador”.
“Entonces Dios castigó a la humanidad y confundiendo las lenguas, los
dispersó. Desde entonces el hombre ya no puede escuchar la voz de Dios, y
solo se puede llegar a atisbar su realidad a través de los pequeños pasillos,
pequeños símbolos y arcanos escondidos, que han quedado cegados a la vista
del hombre común y que solo unos pocos iniciados pueden descubrir después
de largos años de estudio”.
“Nuestro pueblo ha sido afortunado. Nosotros, que hemos renunciado a
poseer lo que otros pueblos ambicionan con pasión, un territorio; nosotros, que
no hemos perdido el tiempo ni las energías en asentarnos, hemos conservado
diversos poderes que otros pueblos han perdido y así podemos ver el pasado y
el futuro, somos capaces de ver en las manos, en las entrañas de los animales,
y en las cartas sagradas”.
“Por eso nuestro pueblo es especial, es temido y denostado, porque el
hombre siempre teme lo desconocido. Por eso nuestro pueblo es brillante y
alegre, porque posee parte de la verdad, parte del conocimiento ancestral. Por
eso nuestro pueblo debe seguir unido en la dispersión, unido tan solo por las
ideas y la sangre, para que nuestros conocimientos no se pierdan y sean
trasmitidos solo a los corazones puros, a las almas inquietas que busquen la
verdad”.
Aquella noche tuve sueños extraños y me vi perdida en un laberinto sin
salida. Flotaba en la oscuridad y las letras formaban una muralla a mí
alrededor que no me dejaba ver el más allá. Las palabras me cercaban, me
asfixiaban, y me desperté asustada. Yo jamás había aprendido a leer, apenas sí
sabía sumar y restar. Comprendí que hasta entonces no me había hecho falta,
pero ahora necesitaba aprender a leer.
**
Por las mañanas, antes de que se levantase el campamento, Julieta siempre
bajaba al mar y se sumergía en sus aguas hasta que yo la llamaba; solo
entonces ella salía del agua, recogiéndose el pelo con la mirada puesta en el
infinito, y seguíamos la marcha por aquella costa escarpada.
Empezamos a depender casa vez más de los víveres que comprábamos a
los campesinos que nos encontrábamos por el camino y la bolsa del dinero
estaba casi vacía. Los días pasaban rápidos por los caminos que serpenteaban
entre pinos y rocas y que siempre terminaban en el mar.
Delante de nosotros viajaba un pequeño carro, como una pequeña casa con
ruedas pintada de verde y rojo. En él viajaba la vieja que había contado la
historia de aquella noche. Acercándome, le pregunté si me enseñaría a leer. La
abuela mirándome a los ojos me dijo:
— Hija, yo solo sé leer mis cartas. Las cartas sagradas que siempre viajan
conmigo, esta noche te las enseñaré.
Esa misma noche, al parar para acampar, la vieja se acercó a Julieta y
cogiéndole la barbilla le miró a los ojos y nos dijo:
—Seguidme.
Nos sentamos en el suelo, alrededor de una pequeña tabla que hacía las
veces de mesa, donde extendió unos cartones alargados pintados de atractivos
colores que representaban personajes majestuosos. De su boca y hacia Julieta
salieron las palabras que me devolvieron a la vida y me traspasaron el
corazón:
— Las cartas dicen que eres un ángel de luz, una estrella fugaz. De tu luz
nacerá otra luz que iluminará muchos caminos y será ángel en un coro de
ángeles que darán gloria a Dios, pero tú no vivirás para verlo.
**
Cuando volvimos a ponernos en marcha, el ánimo de Julieta había
cambiado. No sé que tramaba su alma, o qué secreto escondía, pero los días
pasaban plácidos y serenos. No hablábamos ni del pasado ni del futuro,
vivíamos el día a día, caminábamos y acampábamos y volvíamos a caminar,
día tras día, noche tras noche, sobreviviendo, sobrellevando.
No perdíamos nunca de vista el mar. Todas las mañanas Julieta se
levantaba temprano y bajaba hasta él. Ya fuera playa o acantilado, encontraba
la manera de bajar al mar, donde se sumergía y de donde salía vivificada.
Así hasta que un día me miró y me sonrió por primera vez.
JULIETA
ROMEO
MARGARETA
JULIETA
FRAY LORENZO
ROMEO
MARGARETA
FRAY LORENZO
Pusimos rumbo al sur, hacia la ciudad de Roma donde nos quedamos unos
días alojados en las inmediaciones del Vaticano, alojados por Pietro Barbo.
Las noticias sobre el estado de salud de su Santidad corrían de boca en boca.
Ya en su lecho de muerte, el anciano Papa no era capaz de apaciguar los
ánimos de las grandes familias romanas. Los Orsini habían urdido un pacto
entre ellas, hasta ahora enfrentadas, para llevar a cabo su venganza: perseguir
y dar muerte a todos los valencianos, compañeros del Papa. Incendios y
saqueos se propagaron por toda la ciudad y las hordas insurgentes rodearon las
dependencias papales.
El sobrino predilecto de Calixto III, Pere Lluis Borgia, prefecto de la
ciudad y a cargo de todas las finanzas del Vaticano, fue sitiado y su vida
puesta en peligro.
De madrugada di mi bendición a Pietro Barbo y a Romeo, que junto al
hermano pequeño de Pere Lluis, Rodrigo de Borgia, habían ideado un plan
para sacar a Pere Lluis del Vaticano, llevándolo a toda prisa al puerto de
Roma. Lograron entrar en el Vaticano y, a través de un largo pasadizo por
debajo de las murallas, salir al Castillo de Sant Ángelo y poner pronta fuga
hacia el Puerto de Roma. Allí esperaron inútilmente una galera que
transportara al joven Pere Lluis a Valencia.
Civitavecchia fue el puerto final para el sobrino de Calixto III. La muerte
que le acechaba vino a espantar su caballo y él quedó prendido del estribo,
siendo arrastrado hasta que Rodrigo y Pietro pudieron darle alcance, sin
apenas un hálito de vida. Vi la tristeza que se reflejaba en los rostros de mis
amigos cuando los volví a ver, pero en rostro de Rodrigo había algo más, una
determinación y un valor que no lo abandonaría jamás. Su orgullo y su
personalidad lo habían envalentonado. No se volvió a esconder, y mientras era
perseguido y sus posesiones saqueadas, él, permaneció a los pies de la cama
de su tío moribundo, y fue él quien le cerró los ojos.
A los pocos días de la muerte del Papa, se celebraron los funerales que toda
Roma le dispensó y el nuevo congreso cardenalicio, al que Rodrigo asistió
como último cardenal investido por Calixto III. Las grandes familias seguían
divididas y también tenían divididos a cardenales. Después de varias
votaciones sin consenso, Rodrigo se levantó y se puso al lado de Eneas Silvo
Piccolomini, y con un discurso encendido defendió la candidatura de esté.
Pronto la humareda blanca anunció la designación de nuevo Papa. Pio II hacía
su entrada en la historia.
Despidiéndome de Pietro, continuamos nuestro viaje llegando a Cuma,
antesala de Nápoles, viendo a lo lejos los cráteres del Vesubio que estaba
dormido, florecidos con viñas. Pasamos por la laguna Averno, la laguna del
infierno de los clásicos, donde creí dejar todos mis demonios para encontrar
una vida nueva, una esperanza nueva para mí y para mi Romeo. Cuando
entramos en Nápoles dejé a mis tres amigos alojados en el convento y me fui a
visitar a Francesco de la Róvere.
Tardamos unas semanas en completar el plan. La mejor seda que se podía
conseguir en aquellos días se decía que estaba en Valencia, ciudad favorecida
por su situación en el Mediterráneo y por la debilidad de otros puertos con más
dificultades políticas, económicas y censales. Así que hacia allí partió Romeo
con nuestras ilusiones y bendiciones y con todos sus recursos económicos en
una bolsa.
REMIGIO
MARGARETA
ROMEO
El viento hinchaba las velas blancas que me alejaban de los días que no
quería recordar. El sol, en lo alto, brillaba y me daba nuevas fuerzas. La bahía
de Nápoles quedó atrás, con sus castillos construidos al borde del mar, y con
mi padre y Fray Lorenzo esperando mi vuelta, a los cuales procuraría no
decepcionar.
El barco iba lleno de soldados y comerciantes que hacían la travesía con
frecuencia. La tarde se volvió oscura y el temporal arreciaba en las velas del
barco que crujía bajo nuestros pies. En pocos minutos el mar embravecido
parecía que nos iba a tragar. Me arrastré bajo unos aparejos de pesca,
sujetándome a las maromas que encontré para no salir despedido por las olas
que barrían la cubierta.
Un temor irracional me hizo creer que la muerte venía por mí, y sollozando
relaté mi triste existencia a quien me quiso oír. Entre los pasajeros, la
casualidad quiso que también viajara Rodrigo de Borgia, a quien había
conocido unos días antes cuando salimos a rescatar a su hermano Lluis Pere
junto a Pietro y Francesco de la Róvere. Iba vestido de cardenal y al verlo,
descargué mi alma en una última confesión, esperando ver en el cielo la mano
de Julieta que me rescatara de aquella espantosa tormenta. Pero la muerte
siempre esquiva volvió a ignorarme y pasé el resto de la travesía conversando
con Rodrigo, que intentaba consolarme y consolarse a si mismo después de la
trágica muerte de su hermano.
Al llegar al Grao de Valencia, contraté un transporte que me condujo por la
ciudad hasta la casa de los Barbini, unos comerciantes genoveses que me
darían alojamiento. Remigio y yo paseamos por las calles de la gran ciudad,
fuimos a su mercado central donde se concentraba la actividad comercial de la
gran urbe. La iglesia de los Santos Juanes presidía majestuosa el espacio y
frente a ella estaba situada la lonja de la seda. La temporada ya estaba muy
avanzada y toda la producción de seda en rama ya había sido vendida hacía
tiempo. No quedaba nada de seda que comprar.
Desesperado, no quise darme por vencido y a la mañana siguiente alquilé
un carro y un caballo y me dirigí por caminos vecinales hacia todas las
alquerías cercanas, donde los moriscos se habían especializado en la
producción e hilado de la seda. Los primeros días no encontré nada, pero
conforme me iba alejando de Valencia, en las pequeñas poblaciones del sur iba
teniendo noticias de otras alquerías más lejanas donde quedaba algo de seda.
En mi caminar llegué hasta Játiva, pequeña pero muy próspera ciudad, cuna de
la familia de Rodrigo de Borgia. Pase por el señorío de Gandía y el
marquesado de Cullera y todas las alquerías del camino, donde compré seda
en rama y ya hilada y dejé señal para la compra de la seda que se haría el año
siguiente.
Tardé tres meses en regresar a Valencia, siempre en compañía de mi buen
amigo Remigio que hacía las veces de padre conmigo. A mi regreso llevaba
seda suficiente para contratar un velero hacía Nápoles.
Aún pasé unas semanas en Valencia. Era una ciudad abierta, con calles
amplias, donde la vida social era intensa. Las noches eran cálidas y los
ciudadanos salían a pasear sin temor hasta altas horas de la madrugada, los
comercios y panaderías se mantenían abiertos toda la noche y en cada barrio,
en cada esquina, se organizaban juegos y bailes. La gente solía cenar en mesas
que sacaban a las calles donde se organizaban tertulias y discusiones sin
preocuparles lo avanzado de la noche puesto que tampoco madrugaban
demasiado.
Paseamos todas las noches, hasta que nuestros pasos nos llevaros a la
mancebía de la ciudad. Era un pueblecito dentro de la gran ciudad. Estaba
totalmente amurallado y tenía una gran puerta de entrada. En ella, el portero
pedía a todos los visitantes todas las pertenencias de valor que pudieran llevar
consigo, con la promesa de devolverlas íntegras a su salida y sin coste alguno,
avisándonos que si no las dejábamos no se haría responsable de su pérdida o
robo. Dentro, en las calles de tierra bien regadas, se veían unas casas pequeñas
muy decoradas con plantas y flores. En las puertas, las prostitutas se
mostraban bien vestidas, con escotes que dejaban ver los pechos y las faldas
recogidas por un lado en la cintura, dejando ver sus piernas. Elegimos dos
mozas morenas, de procedencia árabe, con los ojos grandes y grandes pechos,
con las que pasamos toda la noche.
Por las mañanas, recopilábamos todos los capullos y seda en rama que iban
llegando en carros desde donde los habíamos comprado, y los guardábamos en
un gran almacén del Grao de Valencia; por las tardes nos aseábamos y
descansábamos en la casa de los Barbini y al anochecer volvíamos a la
mancebía.
Al final del verano, volví a embarcar rumbo a Nápoles.
MARGARETA
LUCÍA
Cuando Rodrigo de Borgia nos propuso viajar con él para pintar en un país
extranjero, la satisfacción de Francesco y mi ambición nos hizo aceptar sin
ningún recato. Era una gran oportunidad de extender nuestra fama y estaba
muy bien pagado. Nos decidimos pronto y aprovechamos el viaje que el
obispo tenía que realizar a su diócesis en Valencia para embarcarnos con él.
Éramos expertos en la pintura al fresco, una nueva modalidad de pintura
que empezaba a triunfar en Roma. Y haber llamado la atención de la curia del
Vaticano nos llenaba de orgullo.
El obispo nos explicó que la catedral de Valencia había sufrido un terrible
incendio que había quemado por completo el retablo gótico y había fundido la
plata del altar mayor, y el cabildo de la catedral estaba buscando desde hacía
tiempo buenos pintores que supieran manejar el arte del fresco para pintar la
cúpula del altar mayor. Rodrigo, que era el obispo titular de Valencia, tenía
que viajar a su ciudad para con su presencia, dar la conformidad del Papa,
Sixto IV, al matrimonio del Rey Fernando de Aragón con Isabel de Castilla.
Hechos los rápidos preparativos del viaje nos habíamos embarcado con él,
una tarde oscura que presagiaba tormenta. Nada más salir del puerto de
Nápoles, unas nubes negras, impulsadas por un viento helado que soplaba
desde el norte, taparon el cielo y, unas grandes olas empezaron a levantarse y a
zarandear el barco que nos transportaba. Los desolados pasajeros se amarraban
fuertemente con sogas, a cualquier cosa que estuviera fija en la cubierta,
rezando e intentando no caer al agua. El viento arreciaba y las velas fueron
arriadas por miedo a perderlas. El agua penetraba y barría la cubierta,
lanzando todos los objetos que no estaban sujetos a las oscuras aguas.
El crujir de las maderas viejas del viejo galeote hacía pensar que se iba a
partir por la mitad. Los lamentos y gritos se oían por doquier. Solo el cardenal
Rodrigo de Borgia se mantuvo sereno y, a su alrededor, atados al castillo de
popa, nos acurrucábamos escondiendo nuestros rostros, sin querer mirar la
muerte que parecía cernirse sobre nosotros.
A nuestro lado, un hombre parecía haberse vuelto loco. Gritaba con el
puño levantado hacía el cielo. Casi sin sujetarse, zarandeado por el viento y
empapado por la fuerte lluvia, gritaba llamando a la muerte, amenazándola
con su puño cerrado. Las grandes olas barrían la cubierta del barco sin hacerle
caer, parecía como si estuviera pegado al suelo. Cada vez que los insistentes
relámpagos iluminaban el horizonte, su silueta se recortaba sobre el negro mar.
“¡Vamos a morir!”, gritaba el loco desesperado. “¡Por fin voy a morir! Ya
nos envuelve la capa negra de la muerte y por fin me reuniré con mi Julieta”.
Sus gritos se confundían con los gritos de miedo del resto del pasaje, pero
los suyos no eran de miedo, parecían casi... casi de esperanza. Rodrigo lo vio y
lo reconoció. Lo llamaba sobre el fragor de la tormenta por su nombre, pero
aquel loco no parecía oírle a él. Con el alma encogida por la misericordia,
mirábamos el cuerpo desvencijado y convulsionado por el llanto del tal
Romeo, llamando inútilmente a la muerte.
Con las primeras luces, nuestros ojos asombrados miraban los destrozos
que el viento había hecho en la nave. Parecía efectivamente que Romeo había
vuelto a espantar a la muerte que no quería llevárselo y eso nos había salvado
de morir tragados por el mar. Las velas rasgadas, no podían ser izadas y los
marineros se afanaban en reparar los cuantiosos daños.
Un día después, nuestro barco casi destruido por el temporal llegaba
milagrosamente al puerto de Valencia. Allí, pasados los días de júbilo y fiesta
que la ciudad dispensó al obispo Rodrigo, el cabildo quiso ponernos a prueba
y nos propuso pintar un mural de la catedral. Francesco Pagano, después de
examinar el entorno, ideó pintar en el muro de una capilla, a la entrada de la
catedral, un nacimiento y la adoración de los pastores.
En poco tiempo dimos vida a un nacimiento, enmarcado en un paisaje con
muchos personajes, y entre ellos, representando la imagen de un pastor ante la
Virgen y el niño, retraté a Romeo. Allí deje plasmado aquel cuerpo aún joven
y aquella alma atormentada, delante de la Virgen, para que si un día por fin la
muerte lograba darle alcance, tuviera su protección y la adorase el resto de la
eternidad.
Todas las tardes, el Deán de la catedral pasaba a ver nuestros progresos y
antes de acabar la representación al fresco de la adoración de los pastores, el
Cabildo Catedralicio nos firmó el contrato para pintar la cúpula de la catedral.
Nuestro trabajo había gustado y nuestro innovador estilo, no visto hasta
entonces por tierras valencianas, fue de su total agrado.
La catedral estaba bajo la advocación de la Virgen Maria por lo que
propusimos al Cabildo, que la decoración de la bóveda constara de la figura
central de la Virgen rodeada de un trono de doce ángeles cantores. Nuestra
propuesta fue finalmente aprobada y calculando los materiales que se
necesitarían de pintura y oro se nos asignó un presupuesto que aceptamos y
firmamos. Nos concedieron un alojamiento que a la vez serviría de estudio
para ir preparando las pinturas.
Mi maestro era ya muy mayor y el trabajo que supone la decoración al
fresco de una bóveda de las dimensiones de esta catedral era muy intenso, a
pesar del pequeño equipo de aprendices que habían sido contratados para
ayudarnos. Tendría que ir haciéndose poco a poco.
El aire que se filtraba por las ventanas traía un olor a primavera.
MARGARETA
ROMEO
LUCÍA
MARGARETA
“Lucía, tú ya sabes que yo tuve otra hija. Julieta nació y se crio en Verona,
de donde somos tu padre y yo, y donde siempre hemos vivido. Yo no supe
comprenderla, no supe leer en su cara lo que ahora leo en la tuya. Cuando más
o menos tenía tu misma edad se enamoró perdidamente del hijo de la familia
enemiga de tu padre.
Los Montescos eran la familia rival en negocios y posición de la nuestra,
los Capuletos. Su rivalidad hacía generaciones que había ido incrementándose
sin que nadie supiera bien por qué, los tiempos eran violentos y las muertes
golpeaban y diezmaban a ambas familias. Era impensable que el hijo de
aquella familia rival pudiera casarse con nuestra querida Julieta. Pero apenas
se conocieron, se enamoraron y se casaron en secreto. Las circunstancias y el
destino quisieron que se desatara una violenta refriega en la que murieron
miembros de ambas familias.
En mi ignorancia quise casar a Julieta, pensando que su sufrimiento seria
atenuado si se veía casada con un próspero comerciante amigo de la familia
que la había pretendido hacía tiempo. Pero me equivoqué y eso fue el
desencadenante de la muerte de tu, tu ... hermana y su marido.
Nunca volveré a cometer dicho error. Estás en edad de contraer
matrimonio, pero no te forzaré ni daré mi consentimiento a un matrimonio que
no sea consentido por ti, puedes estar tranquila. Pero tienes que casarte.
Muchas muchachas a tu edad ya están casadas y si no comprometidas, y tú no
le prestas la atención suficiente a este tema. Tú sabes que Galceran va detrás
de ti hace ya mucho tiempo y tú no le correspondes en absoluto, es un buen
hombre y no debes menospreciarlo. Piénsalo y ya volveremos a hablar”.
Lucía no respondió. Me marché con el alma encogida por no haber tenido
el valor de confesarle a Lucía la verdad. Encogida por el recuerdo de Julieta y
la traición que había cometido.
Pasaron semanas sin que llegara la respuesta de Lucía y sin que yo me
atreviese a volver a abordarla. Mi marido me recordaba en cada viaje que
Lucía tenía ya la edad de contraer matrimonio y quería buscarle un buen
partido. Pero le dije que no consentiría jamás que Lucía se casase en contra d
su voluntad.
LUCÍA
MARGARETA
Hablé con mi marido que no veía en Paolo el marido ideal para nuestra
familia, pero yo supe convencerlo para aceptar la decisión de Lucía. Paolo
alquiló una casa cerca de su estudio y mi marido compró todos los muebles
que la llenaron, como dote de Lucía.
La boda se fijó para la primavera siguiente, Lucía no tenía prisa y yo
quería que estuviera segura del paso que iba a dar.
El otoño llegó lluvioso. Las tormentas y el granizo se hicieron cada vez
más fuertes y las tierras de labranza que habían padecido la sequía mayor que
yo recordaba, ya no podían absorber más agua. El cauce del río empezó a subir
súbitamente.
El agua caía a cántaros y hacía días que nadie podía salir de sus casas. Nos
encontrábamos con pocas provisiones y decidí ir a comprar harina y algo de
carne. Iba a ir sola, pero Lucía se empeñó en acompañarme. Salimos a la
panadería vecina que no estaba a más que una manzana de distancia. Tuvimos
que levantarnos las faldas, puesto que el agua acumulada nos llegaba por el
tobillo.
—Dicen que se han caído varios puentes, y que el agua va a entrar por el
Portal Nuevo y va a inundar todo nuestro barrio.—dijo el panadero con el
susto en el cuerpo.
Recogimos la harina que teníamos encargada y decidimos volver a casa,
asustadas, sin recoger la carne que habíamos reservado, puesto que el agua que
ya corría corriente abajo. Al llegar a casa vimos que por el brocal del pozo
desbordaba el agua, que comenzaba a inundar nuestra pequeña huerta.
Un ruido atronador nos hizo volver la cabeza. Las tapias que bordeaban
nuestro pequeño jardín cayeron estrepitosamente al suelo y un muro de agua
avanzaba hacía nosotras. Oí un grito en las escaleras de subida del entresuelo.
El viejo marido de mi aya me llamaba aterrado. Empujé a Lucía hacía arriba y,
cuando yo pude subir, el agua me llegaba a la cintura.
Cerramos la puerta de la parte de arriba de la vivienda, pero el agua
empezó a filtrase por debajo de ella. Me asomé a la ventana y vi con espanto
como toda la calle San Nicolás se había convertido en un río de agua y lodo.
La fuerza del agua arrastraba todo lo que a su paso se había encontrado,
enseres y ropas flotaban en el agua. Algunos perros nadaban desesperados
buscando donde refugiarse. Árboles enteros con sus raíces habían sido
arrancados y a la deriva, iban tropezando con las casas que aún seguían en pie,
puesto que sólo en mi calle vi que se habían venido abajo más de cuatro.
En pocos minutos todo fue desolación. Los gritos y los lamentos se
escuchaban de todas partes. Nos habíamos quedado aisladas. Un viejo, las dos
muchachas, la cocinera, Lucía y yo en el entresuelo con los pies en el agua.
Sentí sus miradas asustadas y me di cuenta que yo era la responsable de sus
vidas. Abrí la puerta con mucha dificultad y los empujé escalera arriba hacia el
porche. Se utilizaba sólo para almacenar vino, aceite y algo de miel, y en
aquella temporada también había unas pocas manzanas. No era mucha comida,
pero por lo menos nos sacaría del apuro instantáneo si la inundación no duraba
mucho.
Nos asomamos por los ventanucos que ventilaban el porche. Pero parecía
que las aguas habían perdido la fuerza inicial con la que irrumpieron en la
ciudad. Lucía gritó señalando en el agua al primer cadáver que flotando
pasaba delante de nuestros ojos. Nos abrazamos, y todos al unísono rompimos
a llorar.
Al caer la noche, Lucía se empeñó en bajar para rescatar algunas velas y
yesca para encenderlas. Hacía frío y estábamos bastante mojadas. Hice que
Lucía se desnudara y yo también me quité el vestido mojado, y en ropa
interior, abrazadas, nos quedamos dormidas.
Cuando nos despertamos, seguía lloviendo, aunque con menos fuerza. La
riada era una catástrofe general. Pero al menos teníamos algo que comer. Eché
de menos a mi vieja aya que había muerto hacía poco, y que habría puesto un
poco de cordura a todo aquel desastre.
Pasamos los siguientes días encerradas sin poder salir, bebiendo agua con
vino y comiendo manzanas. Al cabo de una semana de lluvia sin interrupción,
la mañana amaneció con un sol radiante. El agua estancada empezaba a
evaporarse y el sol empezaba a secar el lodo que, con un espesor de medio
metro, cubría las calles.
Los habitantes de la ciudad, se afanaban en limpiar casas y calles. El olor
era insoportable. Los carros, contratados por el Consell, recorrían las calles
recogiendo los muertos que quedaban semienterrados por el lodo, y los enseres
arrastrados por las aguas.
El barrio de los curtidores y el barrio moro habían quedado totalmente
arrasados. Los graneros de la ciudad totalmente inundados. Las condiciones de
los pueblos vecinos no eran mejores. Toda la vega del Turia, Júcar y Segura
estaban inundadas. La carestía y el desabastecimiento preocupaban a todos.
Cientos de personas recorrían la ciudad, pidiendo agua y comida. Lo
habían perdido todo. El agua de los pozos no se podía beber y tampoco había
leña seca para encender fuego. Los órganos competentes confiscaron toda la
leña que había en la ciudad para alimentar los hornos que habían quedado en
pie, y el pan, aunque de muy baja calidad, se empezó a repartir en los barrios
más afectados.
Galceran apareció un día de pronto irrumpiendo en nuestra casa. Había
vuelto apresuradamente al enterarse de la inundación que había sufrido
Valencia y sólo quería saber cómo estaba Lucía. Cuando la vio se tranquilizó y
nos dijo que estaría en el hospital de la reina, y que si lo necesitábamos le
mandáramos recado.
Poco a poco las aguas volvieron a su curso, pero la ciudad tardó meses en
recuperar su vida. Los preparativos de la boda de Lucía tuvieron que
posponerse unos meses.
Francesco la animaba todos los días, llevándola a la catedral para estar con
ella mientras pintaba. La subía a los andamios mientras él preparaba la pared
que ese día pintaría. Para nosotros, sus pinturas eran todo un misterio. Yo no
había visto ni los bocetos, pero cuando le preguntaba a Lucía sobre ellas,
parecía que el amor la invadía y la pasión se asomaba a sus ojos, describiendo
un inmenso cielo, con unos ángeles celestiales, que glorificaban a la Virgen.
GALCERAN
Hui de Valencia cuando comprendí que mi amor por Lucía era en vano,
cuando vi en sus ojos que jamás pensaría en mí. Hui cobardemente, sin querer
enfrentarme ni con la realidad ni con mis sentimientos.
Me enteré del compromiso de Lucía estando en Montpellier; el juego del
amor fue a recabar en otro, y ese otro había resultado ser un joven casi sin
recursos, que vivía al día, que no tenía casa, ni posición y que, aunque era
simpático y arrollador, yo no lo veía un rival competente, pero el amor es
ciego y sordo. No quise volver a pensar en ella, y me concentré en mis
estudios.
Y entonces ocurrió la riada.
La noticia de la inundación terrible que sufrió Valencia aquel otoño
circulaba entre los estudiantes valencianos que habían llegado para comenzar
un nuevo curso, e hizo que volviera a toda prisa a mi ciudad.
Volví para ver si había sobrevivido, para tenerla cerca, volví solo por ella.
Cuando entré en la ciudad, habían pasado más de quince días desde que el
río se desbordara. Las aguas al secarse habían dejado sobre las calles más de
dos palmos de lodo. Los puentes habían desaparecido todos, quedando apenas
algún vestigio de su existencia. Fui directamente a casa de Lucía para
comprobar que mi amor se encontraba bien. Y lo estaba.
Durante los días siguientes, la atención a los enfermos que acudían a los
hospitales y a los conventos en busca de ayuda, acaparó toda mi atención. Se
desató una violenta epidemia de tifus. Por toda la ciudad, había enfermos que
morían víctimas de las diarreas, vómitos y fiebres. Los servicios de recogida
de los cadáveres no daban abasto y, el miedo a que se desencadenara una
epidemia peor, la peste, estaba en la mente de todos los valencianos. Por
precaución, se cerraron las puertas de la ciudad, y sólo se permitía entrar la
escasa comida que el Justicia hacía repartir desde conventos e iglesias.
Cansado hasta la extenuación, fueron pasando los meses. Fueron meses en
los que no vi a Lucía. Había decidido alejarme de ella y dejar que siguiera su
camino. El ajetreo me ayudó a no seguirla como perro en celo, como había
hecho en ocasiones anteriores.
El padre de Lucía se encargó de reparar los daños que el agua había hecho
en su vivienda y le propuso a los herederos de D. Isabel de Borgia, comprarles
la casa y los muebles que habían resistido la riada, consiguiendo un buen
precio por todo.
La boda de Lucía se celebró en la iglesia de San Nicolás. Fue el día más
triste de mi vida y el primero de una larga lista de desatinos en las que me he
visto envuelto. La novia resplandecía enfundada en un vestido de seda blanco.
La sonrisa que brillaba en su cara delataba su felicidad, mientras yo moría por
dentro.
Después de la ceremonia, los invitados recorrimos a pie el corto recorrido
hasta la casa de los padres de Lucía. Los novios, cogidos de la mano, iban
saludando e invitando a todos los parroquianos a un vaso de vino. Cuando
llegamos a la casa, la música resonó en mis oídos y empezó el baile. El vino
corría abundante y sació la sed de los invitados y del novio, que empezó a
padecer sus estragos.
El novio, de por sí extrovertido, empezó a hablar y reír en voz muy alta, y
a perseguir a todas las muchachas que habían sido invitadas a la boda,
cantando y bailando hasta que perdió el sentido. Lucía no podía creer lo que
sus ojos le decían, y abrazándose a su madre, lloró.
Quise matar a aquel villano. Quise que desapareciera para siempre. Y
sacando mi daga me fui hacía él.
Mi mano fue detenida por la mano de Lucía. Sus ojos suplicantes se
clavaron en los míos y yo me detuve para coger su rostro y limpiar sus
lágrimas. Acercando mis labios deposité un beso en los suyos.
—Siempre estaré a tu lado, Lucía yo estaré siempre a tu lado—le dije.
Y me marché para que no viera mis lágrimas.
Supe que él había pedido perdón, que se habían reconciliado, y yo volví a
mi triste vida en Montpellier, con el recuerdo de aquel dulce beso que había
robado y que guardé en mi corazón.
Cuando regresé a Valencia de nuevo habían transcurrido varios años. La
ciudad imparable había crecido y su fisonomía estaba tan cambiada que me
costó reconocer algunos barrios. El rey Juan había otorgado a la ciudad
poderes para tener cónsules que la representaran en el comercio marítimo y
había ayudado a la ciudad a ser una de las más pujantes del mediterráneo.
Se hablaba de crear una universidad, donde se impartirían estudios
superiores, formando a la población en leyes, derecho, economía y medicina.
Adjunto a la Facultad de Medicina, donde yo había sido propuesto para
impartir clases, se pensaba crear un nuevo hospital general que recogería el
legado de los muchos hospitales conventuales y municipales que se unirían en
uno solo, centralizándose los recursos.
Mis hermanos, Lluis y Jaume, seguían el negocio de nuestro padre y se
habían convertido en hombres muy influyentes, tanto en la comunidad judía
como en el entorno al Rey. Lluis era el tesorero contable y el oficial principal
de la casa del Rey, mientras que Jaume era lugarteniente del Mestre Racional y
arrendador de las gabelas del reino.
Pero los tiempos que corrían en Castilla no eran nada halagüeños para los
judíos. Cada vez había más ataques contra los barrios judíos, y se había creado
un tribunal, la Santa Inquisición, que había puesto a los judíos en su punto de
mira. Al principio yo era incrédulo y creía que las noticias que llegaban eran
exageradas y sin mucho sentido. Pero las cosas fueron cada vez a peor, los
ataques siguieron sucediéndose, así como las agresiones y robos a las
comunidades judías.
Poco a poco fueron llegando a Valencia familias enteras de judíos que
huían de sus casas en los reinos de Castilla y que con todas sus pertenencias
recalaban unos días en el puerto hasta que podían a embarcar hacia Nápoles.
Toda la comunidad judía estaba inquieta y los rumores sobre una posible
persecución se extendieron por todo el territorio.
Yo llevaba ya unas semanas en Valencia y no había visto a Lucía. Solo
sabía que había tenido dos hijos y que seguía viviendo en la misma casa.
Una tarde me vi rondando esa casa. Casi sin darme cuenta estaba
espiándola sin que ella me viera. La vi salir a la calle, y cuando iba a
acercarme a ella un disturbio me impidió cruzar. Mientras la discusión
acalorada de los comerciantes seguía subiendo de tono y yo intentaba
atravesar la calle para acercarme a ella, vi que no era el único que la acechaba.
Otro hombre la seguía a pocos pasos.
MARGARETA
Habíamos casado a Lucía con el hombre que ella había elegido. No hubo
presiones, no hubo conveniencia, no hubo más que amor, aunque el amor a
veces no es suficiente.
Lucía había traído a mi casa nuevamente la alegría con dos hijos revoltosos
que llenaban un poco del hueco que ella había dejado. Pero su matrimonio con
Paolo no marchaba bien. Yo lo notaba en sus ojos, pero ella jamás hablaba de
ello y se había volcado en el cuidado de sus hijos como su único refugio para
defender su amor.
Las pinturas al fresco que Paolo y Francesco estaban pintando en la
catedral se habían demorado más de lo previsto, pero valió la pena la espera.
Los andamios fueron retirados y la catedral cerrada por unos días para
preparar la solemne misa del domingo de la inauguración. El sol entraba a
raudales por las claraboyas de la bóveda y reverberaba sobre el dorado de las
frutas y ramas que, cubiertas de pan de oro, adornaban las ventanas de la
cúpula. Sobre un fondo de noche, azul lapislázuli, lucían unas estrellas doradas
y un coro de doce ángeles flotando en el aire, cantaban a la Virgen a la cual
glorificaban. Y allí arriba, un ángel rubio, con su cabello recogido con una
cinta dorada, era la viva imagen de Lucía.
Todo era armonía, todo era delicadeza, todo inspiraba amor.
Una lágrima resbalaba por mi mejilla, la emoción erizaba mi piel y,
comprendí por qué Lucía se había enamorado de aquel hombre que era capaz
de captar y trasmitir el alma de una persona en una pintura.
El éxito y la aprobación de la ciudad fue general; desde la alta nobleza
hasta el pueblo llano admiraban extasiados aquellas pinturas, y el cabildo, que
había amenazado con no pagar a los pintores escudándose en la demora que
habían sufrido, no tuvo más remedio que hacerlo, reconociendo el trabajo que
habían realizado.
Pero desde ese día Paolo estaba sin trabajo y vagaba por las calles, de
taberna en taberna, llegando a su casa todos los días borracho. Lucía,
queriendo proteger a sus pequeños, se refugiaba cada vez más a menudo en mi
casa. Allí pasábamos horas y horas jugando con los niños mientras Lucía
miraba por la ventana con la mirada perdida en la lejanía en busca de su amor
perdido, sola en su dolor.
Cuando anochecía recogía a los niños y volvía a su casa en un ejercicio de
disciplina impuesto por ella. Allí le esperaba un infierno de alcohol e
indiferencia del que no podía escapar más que en sus ensoñaciones.
Yo le rogaba que saliera de aquel estado de resignación en el que había
caído, le proponía que fuera a visitar a sus amigas y que se dedicara a otros
menesteres para olvidar aquella vida solitaria con sus dos hijos. Pero ella
siempre decía que estaba bien y que no necesitaba nada más.
Hacía meses que mi marido estaba en Valencia. Su salud estaba resentida y
un viaje a Génova no era conveniente. Yo echaba de menos a Galceran; me
hubiera gustado que tratara a mi marido, ya que su enfermedad había hinchado
su tórax y su vientre de una manera alarmante. No podía apenas ni moverse,
pues todo esfuerzo le causaba un cansancio extremo.
Los médicos que le visitaban le daban pocas esperanzas. Y aunque le
aplicaron toda una serie de cataplasmas y sanguijuelas no lograron ninguna
mejoría. Su vida se apagaba lentamente y yo me sentía en deuda con él. Le
había hecho vivir una mentira y no había tenido nunca el valor de confesarle la
verdad. Pero la mentira moriría conmigo.
Murió una tarde, apaciblemente, como había vivido.
Lucía lloró amargamente la muerte de su padre, al que tanto había querido
y al que echaría de menos siempre. Se vistió de negro y se hundió aun más en
su tristeza.
ROMEO
LUCÍA
ROMEO
MARGARETA
GALCERAN
Bajo aquella lluvia que caía implacable miraba el encuentro de Lucía con
su amante, escondido en el portal, detrás de una estatua al comienzo de la
escalera. Los vi subir abrazados y besándose apasionadamente y un fuego de
celos estalló en mi corazón. Aturdido vi cómo una figura embozada en una
capa negra subía detrás de ellos por las escaleras, y le seguí los pasos hasta el
quicio de la puerta donde me quedé observando.
La fortuna quiso que Lucía se desmayara antes de oír de los labios del
hombre el gran secreto que su madre le había ocultado. ¡Qué triste es el
destino! ¡Qué implacable persecución al amor de dos corazones puros hasta
llevarlos a la destrucción y a la muerte!
Recogí del suelo el cuerpo inerte de Lucía y la vestí sobre su cama. La
acuné entre mis brazos y le susurré al oído todo un torrente de palabras que
salían de mi corazón. Le juré que jamás volvería a estar sola, que siempre
estaría con ella.
Margareta, sentada en el suelo, seguía mirando sus manos ensangrentadas.
Dejé a Lucía, que aún no había vuelo en sí, recostada en la cama y levanté a
Margareta sentándola en una silla cerca de la mesa. Quise hacerla reaccionar,
sacudiéndola y llamándola por su nombre, pero su alma la había abandonado y
era un cuerpo vacío que se quedaba en la posición en que yo lo dejaba sin
moverse, hora tras hora.
Pasó la noche infame y amaneció un nuevo día. Me asomé por el balcón y
vi que las aguas estaban bajando. Toda la calle estaba llena de lodo y tarquín
que impregnaban el aire de un olor a muerte y destrucción. No podía hacer
nada, así que esperé. Cuando el segundo día después de la riada los
ciudadanos empezaron a retirar los escombros acumulados en las calles, decidí
trasladar a Lucía a mi casa. Envolviéndola en una manta y cargándola en mis
brazos, salí a la calle sorteando cascotes y cadáveres de animales, y buscando
calles más amplias donde el agua había sido menos violenta, logré llegar a mi
casa donde los criados se afanaban en limpiar el patio convertido en un
lodazal.
Mi llegada fue recibida con gritos de alegría y llantos puesto que todos me
suponían muerto. Subiendo las escaleras llegué a mi alcoba donde deposité a
Lucía, dejándola al cuidado de mi vieja sirviente. Con la ayuda del joven
portero de mi vivienda, volví a buscar a la madre de Lucía, a la que encontré
en la misma posición en que la había dejado. Entre los dos la trasladamos a su
casa.
Y luego volví junto a Lucía, que parecía dormir un sueño eterno.
Estaba abrazándola y acunándola cuando noté que despertaba. Sus ojos se
entreabrieron sin saber donde se encontraba, hasta que se posaron en mí y una
emoción indescriptible inundó mi alma. Sus brazos me abrazaron y, hundiendo
su rostro en mi pecho, lloró suplicando una explicación a la ausencia de
Romeo.
—Ya habrá tiempo de explicaciones, mi amor— le dije— Tranquilízate,
estás conmigo y ningún mal te volverá a asaltar. Yo cuidaré de ti y no dejaré
que nadie vuelva a hacerte daño, nadie. Te lo juro Lucía, por mi amor por ti, te
lo juro.
—¡Alguien ha matado a Romeo! Dime, Galceran. ¡Alguien ha matado a mi
Romeo!
Me di cuenta de que era inútil mentir, que era necesario aclararle la
situación para que pudiera comprender y rehacer su vida.
—Te contaré toda la verdad cuando te repongas — le contesté. — Cuando
recuperes fuerzas sabrás toda la verdad que tenías que haber conocido desde
siempre, y que te habría impedido cometer la barbaridad a la que tu ignorancia
te ha llevado.
Logré que se calmara y que comiera algo, antes de que el agotamiento la
llevase a dormirse de nuevo.
Esa noche un aullido se dejó oír por todo el barrio. No era un lamento, más
bien parecía el rugido de una alimaña que atemorizó a todo el que lo oyó.
Desde el sillón en el que dormitaba velando el sueño de Lucía, el grito salvaje
erizó mis cabellos y encogió mi corazón. A la mañana siguiente todo el barrio
estaba alarmado y la gente solo hablaba de ello.
No quería abandonar la casa e instalé un consultorio en mi propia casa.
Allí, mis vecinos y amigos de toda la vida acudían a ser atendidos. Las aguas
habían dejado tras de sí un montón de heridos y de muertos. Debajo del lodo
que cubría las calles empezaron a salir cadáveres que eran recogidos por unos
carros que el Consell había dispuesto, y trasladados a las plazas de la ciudad,
en espera de que algún familiar lo reconociera y lo enterrara. Había gente que
lo había perdido todo y vagaba por las calles en un estado lamentable. Desde
los conventos se les ofrecía sopa caliente, pero no se podía hacer pan; el agua
había inundado el almodí y había echado a perder todo el grano. La hambruna
empezó a hacer mella en la ciudad. No tardaron en producirse asaltos a casas y
a conventos, en busca de algo que llevarse al estómago.
Y de nuevo, por la noche, se oían los aullidos de aquel animal salvaje. Los
rumores empezaron a crecer y el terror se apoderó de todos los ciudadanos, de
forma que por la noche ya nadie salía ni se produjeron más asaltos. El Consell
de la ciudad ordenó que se organizaran partidas de ciudadanos armados para
cazar a la bestia. Se empezaron a buscar rastros y se encontraron destrozos y
pisadas que confirmaban los rumores.
Había muchos testimonios de personas que atestiguaban haber visto a la
bestia. Unos aseguraban que era un toro bravo de un tamaño descomunal que
embestía a todo lo que se movía; otros aseguraban haber visto un gato grande,
un león, que atacaba a las personas. Pero todos coincidían en una cosa: sus
ojos eran rojos, brillantes. Unos ojos de sangre.
FRAY LORENZO