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La

Sombra del Destino


Por

Blanca Soriano Rams




FRAY LORENZO

Rayaba el alba. Era la hora de las luces equívocas, en la que los amantes se
despiden dejando el lecho de amor y en la que las nuevas almas suelen venir al
mundo, saliendo de los vientres de sus madres con gritos de dolor, exhalando
el primer aliento de victoria. Había sido una noche fría y el rocío de la mañana
helaba las almas de los allí presentes.
El panteón donde había sido depositado el cuerpo de Julieta estaba
iluminado por las antorchas que proyectaban su luz sobre el macabro
espectáculo que yo jamás hubiera querido ver, pero que sin querer había
provocado.
A mi llegada, la voz de Julieta, aún acostada en su catafalco, preguntaba
temblorosa por su amado con voz tenue e implorante. Dos cuerpos yacían
inertes en el suelo. Paris envuelto en sangre, con los ojos abiertos mirando la
daga hundida en su corazón, y Romeo con las manos en su propio vientre,
retorciéndose de dolor. Cogí a Julieta en mis brazos, sacándola de aquel lugar
de espanto, susurrándole el terrible espectáculo que se abría ante sus ojos. Ya
en la salida, los gritos de dolor de Julieta se unieron a los de su madre, que
aquella madrugada se había levantado con la intención de velar a su hija,
enterrada la noche anterior, y que llegaba en ese momento.
—Mujer, — le dije — coge a tu hija y que no te vean. No le digas a nadie
que ella vive puesto que Romeo, al verla muerta, ha matado a Paris, al que tu
querías por yerno, ha bebido una pócima letal y ahora yace con los estertores
de la muerte dentro del panteón. Lo que antes fueron simples rencillas ahora
será una lucha abierta, y ya no habrá paz ni concordia en este lugar y nunca
llegaremos a ser perdonados.
Cuando me aseguré de la partida de Julieta y de su madre, volví a entrar en
la tumba para sacar de allí a mi amado Romeo. Con la ayuda de su criado lo
trasladé hasta mi celda, mandando aviso a su padre para que viniera lo antes
posible.
Cuando el padre de Romeo llegó, la desolación y la crispación hicieron que
se postrara a los pies de su querido hijo. Con lágrimas en los ojos, me suplicó
por su vida y por su porvenir en caso de que la fortuna y mis cuidados
pudieran hacerle sobrevivir.
Debí pensarlo mejor, debí cambiar la situación, pero el terror me atenazaba
el cerebro. El sentimiento de culpa, siempre la culpa, es mal consejero. Pensé
que lo mejor era darlos a los dos por muertos. Julieta había visto muerto a
Romeo y Romeo a Julieta. Los dados estaban echados. Pero la muerte
despiadada, viendo que se le escapaban de sus brazos, tornó en cólera y
siguiendo los más tortuosos caminos, lanzó sobre ellos la maldición de un
destino negro que les perseguiría sin que yo fuera capaz de imaginarlo
siquiera.
El estupor se adueñó del lugar. Verona, herida de muerte, lloraba la muerte
de sus mejores jóvenes y sus habitantes se lamentaban en cada plaza y en cada
esquina. Se celebraron las exequias por ambos esposos con todo el dolor y la
pompa que una Verona traumatizada podía dispensarles. Dos féretros vacíos se
cubrieron de tierra.
Tierra se echó sobre el asunto, aunque las lenguas, como olas, esparcieron
su recuerdo como la más hermosa historia de amor jamás contada.
Los seis siguientes meses fueron un horror. Los cuidados que dispensé a mi
paciente fueron mi única ocupación. Por la mañana me dedicaba a preparar
pócimas y ungüentos que en mis muchos años de estudio y práctica había
llegado a conocer, los cuales aplicaba sobre Romeo, al que mantenía en un
estado de semiinconsciencia para que sus dolores fueran soportables. Por la
tarde lavaba su cuerpo, cambiaba sus ropas y me sentaba a su lado leyendo en
voz alta todo lo que caía en mis manos hasta bien entrada la noche, que caía
sobre nosotros como un ladrón furtivo.
El cuerpo de Romeo era joven y mis pócimas experimentadas. El tiempo
transcurría y él mejoraba lentamente. La fuerza y la juventud se burlaban de la
impotente muerte y la balanza se inclinó del lado de la vida.
Su padre lo visitaba con frecuencia, llorando su infortunio y su tristeza. El
semblante de aquel hombre había cambiado del día a la noche, envejecido
prematuramente, envuelto en una soledad repentina, abandonado por la muerte
prematura de su mujer y el silencio impuesto por la falsa muerte de su hijo.
Sus lamentos llenaban mis oídos y me abatían la conciencia.
—¿Que va a ser de ti? —le preguntaba a Romeo —¿Dónde podrás
refugiarte?.¿Dónde podrás ir para que nadie sepa de ti?— se lamentaba con
frecuencia.
Repasamos una y mil veces nuestras opciones, que no eran muchas. Desde
el clero hasta el ejército. Decididamente Romeo no era candidato a encerrarse
en un convento y la carrera eclesiástica no era lo más conveniente, pero era
preciso encontrarle un destino tan peculiar como lejano en el que no se le
pudiera descubrir y en el que tuviera un futuro no marcado por su pasado.
El ejército era nuestra única salida honrosa.
Su destino quedó determinado. Venecia, grande y opulenta, necesitaba
valerosos caballeros que defendieran la república, que empuñaran sus armas
para preservar la gran pujanza que la ciudad había alcanzado, tras el declive
sufrido por Constantinopla y que la había llevado a lo más alto de todas las
repúblicas itálicas. Venecia, la ciudad más poblada de occidente, ocultaría
entre su gente a un desesperado más que, como tantos y tantos, llegaría un día
para labrarse un destino.
Viajaría a Venecia, allí teníamos contactos que le ayudarían a ponerse al
servicio del gran Dux.
En nuestros pequeños paseos jamás preguntó Romeo por Julieta. Su alma
herida no tenía valor para enfrentarse con su pérdida, una madurez inesperada
había acabado con su juventud exaltada y se había instalado en su mente una
seriedad impropia de su edad.
Borrada parecía de su memoria la tragedia sufrida, la pérdida de su mujer y
las esperanzas de un futuro prometedor. Ante los planes que trazamos su padre
y yo, Romeo no hacía otra cosa más que asentir y dejarse llevar. Desganado y
apático consentía. Parecía que con Julieta parte de Romeo también hubiera
desaparecido.
No sé si le faltaba alma o rabia, ambición o coraje, pero su tranquilidad me
exasperaba. Yo esperaba en vano un atisbo de cólera, un grito, una queja, pero
parecía que Romeo tenía las emociones anuladas, solo mostraba desinterés por
todo lo que le rodeaba.
**
Ensimismado en estos pensamientos y, sin darme cuenta, aislado del resto
de la humanidad, fui despertado de mis ensoñaciones y requerido por mi
orden, que me había dado una dispensa temporal con la excusa de un retiro
espiritual, para servir al Papa.
Eran tiempos de grandes cambios y proyectos que empezaban a mover a
una sociedad que salía de una época oscura, difícil y traumática. Los hombres
estaban empezando a dejar de mirar a lo alto, a un Dios oscuro y terrible, para
mirar más cerca, a un Dios del que manan todas las criaturas. En el centro del
cosmos estaba el hombre con su alma inmortal, destinado a encontrar una
nueva existencia gracias al conocimiento que le llevara a un mundo nuevo: el
de las ideas.
El cambio no era violento sino pausado, pero imparable. Las corrientes de
pensamiento iban calando rápidamente en las mentes de alguna gente. El
concepto de hombre estaba siendo revisado y las relaciones Dios-hombre
puestas en planos inferiores. El poder se envalentonaba y se separaba del Dios
creador, independizándose de su origen, pero el pueblo seguía sumergido en
las tinieblas, ignorante y añorando tiempos pasados llenos de gloria. ¡Ah, la
gran gloria Romana! ¡Los tiempos pretéritos de la gran Roma!
Yo no era ajeno a la nueva concepción del mundo, y no podía apartarme de
los tiempos que corrían puesto que mis compañeros de estudios, allá en
Bolonia, me tenían al corriente de todo lo que sucedía.
Los días de la Iglesia no eran menos difíciles. La ambición y la codicia
reinaban por doquier, y su cabeza visible seguía instalada en la corrupción, el
nepotismo y la lujuria. El Papa Nicolás V había sido un soñador, sus
esperanzas e ilusiones de una nueva humanidad iluminada por los nuevos
conocimientos, pero los comentarios de los autores antiguos, traducidos y
asimilados al nuevo sentido de la vida, no habían pacificado ni modernizado la
antigua Roma, que seguía inmersa en las luchas de las grandes familias,
divididas en dos facciones políticas Güelfos y Gibelinos, luchando hasta la
muerte por el poder.
El poder no puede cambiar a una sociedad, la sociedad tiene sus propios
tiempos, sus propias pautas. Es una premisa fundamental y el Papado había
cambiado el fondo pero no las formas, esperando que fuese la sociedad la que
se adaptase a las circunstancias y no al contrario.
El Cardenal Besarión, desde Bolonia, me había mandado una misiva
conminándome a reunirme urgentemente con él. Fue el primero en dar la voz
de alarma. Cuando entré en su cátedra, me encontré con el viejo de ojos vivos
y nariz prominente de siempre. Los años no habían pasado para él. Siempre
con sus pergaminos en la mano, siempre estudiando y repasando los viejos
manuscritos que se había traído consigo. Entré en la estancia saludando a mi
preceptor y después de ponernos al día de nuestras vidas me reveló, con gran
secreto y horror, que a sus oídos habían llegado rumores de una conspiración
en marcha para matar a Nicolás V. Me había llamado para marchar al Vaticano
con una carta lacrada y sellada donde se desvelaba la fatal traición.
Partí hacia Roma tratando de pasar lo más desapercibido posible, sin
escolta, vestido como un comerciante, oculto entre los centenares de personas
que cada día atravesaban los muros de la ciudad, guardando la misiva entre
mis ropajes, temeroso de que se descubriera el grave secreto del que era
portador.
Roma era una ciudad peligrosa. Sus estrechas y sinuosas calles eran nido
de bandidos y maleantes que malvivían del robo y la muerte, y en ellas la vida
no valía nada. Me dirigí a toda prisa al palacio Papal y traspasé sus murallas.
Rodeado de unos inmensos jardines se elevaba el palacio donde vivía Nicolás
V. Una vez dentro y sin saber a dónde dirigirme, vacilé unos segundos. Pero
enseguida se abrió una puerta y un secretario me hizo pasar a una gran
estancia repleta de estanterías, caldeada por una enorme chimenea de mármol
blanco. Detrás de una gran mesa repleta de manuscritos, un individuo de
aspecto delgado y enjuto se levantó para saludarme.
Pregunté por el cardenal Capranica y me pasaron a otro salón más
pequeño, al que llegamos después de atravesar toda una serie de estancias
parecidas a la primera, donde trabajaban más de veinte jóvenes que ordenaban
y clasificaban libros y manuscritos antiguos. Y por fin llegamos a lo que debía
ser el despacho del cardenal. Me llamó poderosamente la atención la escasa
seguridad y vigilancia que encontré en el palacio.
El cardenal era un viejo noble romano que estaba al mando de las finanzas
vaticanas. Había estado muchos años en Bolonia al frente de los colegios
mayores y residencias de estudiantes de la universidad y allí se había hecho
amigo de Besarión. Contando con la confianza del Papa, llevaba varios años
como máximo responsable de las finanzas de los estados pontificios.
Capranica entro en el despacho ofreciéndome la mano para que se la besara,
me preguntó por nuestro viejo amigo y después de presentarle sus respetos le
mostré la carta sellada que me había sido encomendada. Me miró con cara de
preocupación cuando vio la carta, pues confiaba plenamente en el Cardenal
Besarión, y al leer la misiva las lágrimas resbalaron por sus mejillas y un
rictus adusto se apoderó de su mandíbula.
A la cabeza de la conspiración se hallaba un noble romano llamado
Porcaro que pretendía ser un nuevo Brutus contra Cesar, y matando a Nicolás
V restablecer la república romana.
—Pobre iluso— dijo el cardenal al leer la misiva — Con ello ¿creerá
posible la vuelta de los tiempos del antiguo imperio? ¡Ay, aquellos tiempos en
la que Roma era el centro del poder!
—¿Es posible — pregunté yo— que alguien crea que la vida de un solo
hombre pueda devolver a los romanos el esplendor y la gloria?
—Roma está sumida en el caos, —contestó — Italia, dividida en pequeñas
repúblicas que pugnan entre sí, y dentro de estas repúblicas, las antiguas
familias están divididas y recelosas las unas contra las otras, no hacen más que
desangrarse en una lucha fratricida sin fin, solo por un trozo de poder. Güelfos
contra Gibelinos, Orsini contra Colonna. Ambas familias se han alternado en
el poder, poniendo a sus familiares en lo más alto del poder vaticano. Como
bien sabes, Nicolás V es de la familia Colonna y ahora son los Orsini los que
se sublevan contra el poder establecido.
Yo era consciente de que no le faltaba razón y lentamente asentí, dándome
cuenta que en realidad no hablaba conmigo, sino que exteriorizaba sus
pensamientos con la mirada perdida, quizás pensando en los tiempos en que
Roma era el centro del mundo. Cuando el cardenal salió de su ensoñación, y
tras agradecerme y reconocerme la importancia de mi misión, rápidamente se
puso al mando de los pocos soldados que defendían el Vaticano y fue al
palacio de Porcaro, el noble romano que encabezaba la conspiración,
deteniéndole en nombre de Cristo.

ROMEO

No guardo muchos recuerdos de mi pasado. Todo lo que veo, cuando miro


atrás, son sombras de ultratumba. He visto la muerte cara a cara. Todo mi
pasado se ha desvanecido con la llegada de aquella alba fría que se metió en
mis venas y jamás me ha abandonado. Nunca dejaré de sentir el frío y la
humedad que ya forman parte de mí. Estoy aquí tumbado y soy consciente de
que vivo, oigo, pero no puedo ver, no puedo sentir.
Solo siento la pérdida de Julieta. ¡Julieta por favor, no me abandones!, yo
seré siempre tuyo, traspasaré muros y murallas por volverte a ver. Construiré
un mundo nuevo para ti, donde tú serás la reina y yo tu vasallo. ¡Julieta, por
favor, no me abandones! La suavidad de tu voz traspasa mis tímpanos y solo
oigo tu música. ¡Quédate Julieta!
Una angustia profunda pesa sobre mi alma, pero no me acuerdo del pasado
y creo que tampoco puedo vivir para el futuro. Recuerdo el día que me
levantaron las vendas de los ojos. La luz del día y la claridad traspasaron mis
sentidos dejándome aturdido. ¿Cuál era la realidad? ¿Las borrosas imágenes
de la muerte o la luz intensa que llenaba mis pupilas? Sentí un fuerte pinchazo
en el vientre y las náuseas invadieron mi ser. Volví al estado de
semiinconsciencia que me era más cómodo. Para no pensar, no sentir, no vivir.
Pero la vida es casi tan insistente como la muerte. Ella no quería
abandonarme y mis brazos y piernas empezaron a moverse sin que mi
voluntad las moviera, mis ojos a acostumbrarse a la luz, como las aves al
viento o los peces al agua.
Sin embargo, yo seguí sin querer vivir. Así que cuando mi padre y fray
Lorenzo convinieron mandarme a las huestes venecianas, en las cuales podría
hallar fácilmente la muerte, vi en ello una salida y acepté sin que me pareciera
ni bien ni mal.
El día de la despedida, di un abrazo a mi padre y otro al hombre que había
salvado mi vida, y pasé a encontrarme en la más absoluta soledad. Una
soledad que me asustaba y me empequeñecía.
Con unos pocos enseres me dirigí a mi nuevo destino. Venecia era una gran
ciudad. El puerto más grande de occidente. Mas de 200.000 almas poblaban
sus calles, canales y plazas. El comercio lo dominaba todo. La luz brillante del
mediodía se filtraba por las callejas abarrotadas de gente en un incesante ir y
venir. De los callejones estrechos me abrí paso hacia el gran canal. Éste
produjo en mi todavía un impacto mayor. Trocitos de sol se reflejaban sobre
las olas que dejaban atrás las miles de barcas que transportaban sus mercancías
en todas direcciones. Curiosas barcas aquéllas que se movían por el impulso
de unos remeros con palos largos que hundían en el suelo. En medio de ese
tumulto, me sentía totalmente aturdido. Había gente de toda condición, edad y
color que formaban un enjambre heterogéneo del que no podía separar mis
ojos.
Andaba sin rumbo contemplando la vida que se abría en cada esquina, en
cada callejón y que yo sólo podía ver como a través de una ventana sin que
llegara a mi interior, cuando al doblar por un callejón estrecho mi impresión
fue aún mayor. La Plaza de San Marcos con la basílica ducal al fondo y el gran
palacio del Dux a la derecha se introdujo por mis ojos y se instaló
definitivamente en mi corazón. Si hubiera podido amar, Venecia hubiera sido
mi hogar.
El amigo de mi padre, Josef, era un comerciante que tenía su propia flota
de barcos de vela protegidos por una flotilla de galeras de cuarenta remeros y
armadas con 8 cañones. Cuando llegué a su casa, una de las más ricas de
Venecia, le ofrecí mi carta de presentación. Josef era de piel cetrina y pequeño
de talla. Iba vestido con seda otomana y sus manos, pequeñas y oscuras, no
dejaban nunca de frotarse entre sí. Leyó con atención la misiva de mi padre
que, presentándome como un sobrino suyo, le relataba mi triste existencia y le
aseguraba mi lealtad y valor para ponerme a su servicio. Luego me acompañó
al tercer piso, el de la servidumbre, donde me alojó en un cuarto pequeño pero
limpio.
Al día siguiente, con el alba, salimos de casa para dirigirnos al puerto,
donde las naves se balanceaban ya cargadas a la espera de zarpar.
Me enrolé en uno de los galeotes de guerra que protegería a las cinco naves
de mercancía que se dirigirían, primero al puerto de Haifa, para desembarcar
las mercancías que desde Venecia se repartían por todo Oriente próximo, y
después a Alejandría para cargar la preciada mercancía de especias con la que
regresaríamos a Venecia al cabo de unos cuantos meses.
Casi veinte días de navegación dieron color a mi rostro y musculatura a mi
cuerpo. La luz del mediterráneo hizo brillar mis pupilas y volví a sentir el
calor de la sangre en mis venas. Haifa era un puerto de casas encaladas
blancas y azules y casi todas de dos alturas. Sus calles estrechas estaban llenas
de gente que hablaban a gritos mezclándose blancos, árabes, negros y mujeres
morenas de pelo largo con grandes ojos de aceituna y una belleza exótica, que
me miraban sin disimulo con una sonrisa burlona en sus labios.
Permanecimos un mes en puerto. Los días los pasábamos entre la
vigilancia estrecha de las mercancías y cargando y descargando valiosos
fardos que tendríamos que trasportar hasta Alejandría.
Una noche, mientras hacía la guardia desde lo alto de un gran fardo con un
mosquetón en las manos, vi que se acercaba una mujer. Le di el alto y, al ver
que no se paraba, disparé un tiro al aire. El ruido del disparo puso en guardia a
todos mis compañeros que salieron corriendo con sus mosquetones en la
mano. El capitán quiso saber qué había pasado y cuando se lo conté, las risas
de mis compañeros resonaron burlonamente en mis oídos.
“Eres un inocente— se reían a carcajadas mientras volvían a sus literas—
no es más que una buscona que por te hará ver y tocar el cielo”.
Cuando acabé el turno, vi de nuevo a la mujer que me estaba esperando.
Me acerqué a ella mirándola con cara de asombro. Había en ella una osadía
que yo jamás había visto. Alargando su mano vino a tocar mi cabeza, a
enredarse en mi pelo y suavemente besó mis labios. Y allí, sin mediar palabra,
sobre unos fardos, hizo que mi cuerpo se estremeciera y me vaciara en su
interior.
Desde esa noche mi soledad se vio acompañada. Los días pasaban plácidos
y en las noches encontraba consuelo en las sabanas de las jóvenes que a diario
paseaban por el puerto en busca de algún hombre que, por amor o
conveniencia, les propusiera una vida mejor. Ninguna caló en mi alma, puesto
que mi alma pertenecería siempre a Julieta. Pero mi cuerpo era todas las
noches poseído con vehemencia, acariciado, besado, y mordido hasta la
saciedad. Mis manos ardientes correspondían a los pechos ardorosos que se
frotaban contra mí, mis labios húmedos buscaban otros labios a quienes
corresponder, encontrando en la oscuridad la fuente del placer. Y a fe que lo
conseguí. A los pocos días, mi fama como amante había traspasado la muralla
de la ciudad, y empezaron a llegar criados de damas insatisfechas con
presentes y dádivas y notas de amor encendido, citas a medianoche a las que
yo acudía con ardoroso ahínco.
El amor me llevó a todos los lechos, desde él más alto al más bajo, mujeres
casadas y solteras, blancas y negras, de toda clase social. Las más ardorosas
eran siempre las más necesitadas, ya porque la juventud se les escapaba de sus
manos, ya porque sus viejos maridos hacía tiempo que no podían poseerlas.
Las más impredecibles eran las más jóvenes, las primerizas, que me dejaban
hacer hasta que yo sentía en mi mano y en mi boca que la humedad las invadía
y las penetraba con ahínco. Después, cuando las abandonaba, no sabían si
llorar o reír.
El tiempo pasó raudo y me vi otra vez en el mar color violeta de aquellos
días y aquellos parajes soleados.
Llegamos a Alejandría, ciudad a la que precedía su fama, no solo por su
gran faro, que por aquel entonces ya había desaparecido, sino por la sabiduría
heredada de Grecia. La gran Alejandría, fruto del mestizaje de helenos y
egipcios que había dado al mundo todo su esplendor hacía tiempo, pero que en
sus estrechas calles, anchas avenidas y jardines frondosos aún tenía
impregnadas notas de saber de una cultura superior.
Allí, las mujeres no se veían por las calles. Las pocas que transitaban lo
hacían envueltas en velos espesos que ocultaban sus cabellos, dejando solo los
ojos oscuros a la vista del indiscreto extranjero. Los ojos y el contoneo
insinuante, favorecido por el movimiento voluptuoso de los velos que las
cubrían y que producía un efecto realmente excitante.
Vigiladas, siempre vigiladas, puesto que encerraban en ellas el honor de
sus hombres.
Amenazadas, siempre amenazadas, puesto que en su honor les iba la vida y
la muerte.
Y puesto que en el pecado del deshonor les iba emparejada la muerte, el
pecado en sí era más dulce y profundo, más intenso y morboso, y les había
llevado a desarrollar un galanteo silencioso, provocativo y sugerente. Las
manos, siempre protegidas por sus largos velos, se deslizaban sin ser vistas,
acariciando, rozando.
Por los malecones de la ciudad, entre marineros que se sentían solos, se
rumoreaba que a aquellas mujeres sus largas horas de soledad y reclusión las
hacían compartir su tiempo con otras mujeres. Tiempo, juegos y pasatiempos,
gozando de sus cuerpos, entregándose a los placeres más recónditos. Los
hombres en las tabernas del puerto hablaban sin parar de relatos, escarceos
amorosos que, en su imaginación encendida, se producían en los harenes en
los que convivían las mujeres.
Sin duda el hombre más poderoso de la ciudad podía tener más de treinta
mujeres en su harén. Y sin duda el comerciante que trabajaba para Josef lo era.
Vivía cerca del puerto, a orillas del mar, en una casa llena de celosías y
custodiada por negros zainos, castrados de niños y traídos desde Nubia para
proteger la virtud y el honor.
Tantas eran las noches en las que nuestras conversaciones en la taberna se
centraban en el mismo tema, tan excitantes eran los relatos que los hombres
narraban que, una de ellas, con el deseo instalado en el cuerpo, salí de la
taberna y antes de darme cuenta, estaba delante de una casa grande que se
adentraba en el oscuro mar sin luna. Me metí en las aguas negras esperando
oír las alegres voces de las mujeres en el harén. Me oculté bajo las maderas de
la pasarela, con la agitación propia de una primera vez latiéndome en las
sienes. La suerte estuvo de mi lado cuando alcancé a ver por entre las rendijas
de las paredes una estancia bien iluminada por una hoguera que ardía en su
interior y calentaba a sus ocupantes.
Dentro, la música acompañaba una danza que ejecutaban unas
adolescentes desnudas, saltando y girando al ritmo acompasado de un pequeño
tambor. Las luces de las antorchas hacían brillar el oro de las pulseras que
abrazaban sus tobillos, encadenando unas campanillas que esparcían su alegre
sonido por toda la habitación. En el centro, una balsa con agua transparente
emanaba vaho que envolvía los cuerpos blancos de unas mujeres que cantaban
y reían ajenas a todo, entregadas al placer del agua caliente y las caricias
mutuas.
La escena hizo que bajara la guardia un segundo y fui sorprendido por un
grupo jóvenes sirvientas que, con un hábil golpe, me dejaron sin sentido y me
arrastraron al interior. Desperté siendo el centro de todas las miradas de las
mujeres que, enfurecidas, empezaron a golpearme. Pero en mi cabeza aturdida
se repetían las imágenes que había visto a través de la celosía, sin poder
apartarlas de mí, y mi cuerpo reaccionó violentamente al deseo y a la pasión
encerrada allí dentro. Las mujeres más jóvenes, viendo mi estado de deseo, me
desnudaron riéndose de mí y dejaron de golpearme. Las manos de una mujer
adulta, ya con el pelo cano, empezaron a acariciar mi cuerpo. Sus compañeras
la imitaron y me vi envuelto en carias y besos de bocas abiertas al deseo y al
ardor. Fui de mano en mano, de boca en boca, y mientras la primera mujer, la
más importante del harén, me encerraba entre sus muslos fuertes y carnales las
otras mujeres se iban preparando las unas a las otras para que yo encontrara el
terreno abierto.
La noche fue larga, la luz de la mañana ya entraba por el mar cuando fui
sacado furtivamente por una puerta de servicio y arrojado al exterior, saciado,
contento y hambriento.
Esa noche fue la primera, pero no la única de las vividas en orgías
amorosas.
Después de esa primera vez, cuando el sol se ponía, repetí mi osadía noche
tras noche. Allí me esperaban, me introducían en estancias diversas, a veces
con una, a veces con dos o tres, a veces con más. Mujeres que me enseñaron
que se podía amar y disfrutar con más de una mujer a la vez, siendo a la vez
contenido y continente.
El dueño de la casa no supo jamás lo que allí pasaba, pero las malas
lenguas empezaron a divulgar una historia nueva en la que yo era el
protagonista, altamente peligrosa. La fortuna quiso que las naves ya estuvieran
dispuestas y pusimos rumbo a Venecia muy pronto, llevando conmigo no sólo
bastantes riquezas sino también un bagaje de sabiduría y conocimiento de las
mujeres inusual a mi corta edad.
Al llegar a Venecia, las campanas del Campanille tocaron a gloria y toda la
ciudad salió a recibirnos, siendo los héroes de una nueva campaña gloriosa
para el Dux y la ciudad. Cuando regresé a casa de mi protector, puse a sus pies
parte de las dádivas obtenidas en mis aventuras amorosas rogándole se las
diera a su mujer y a sus hijas y agradeciéndole su protección.
Tenía tres hijas, pequeñas y delgadas, no eran bella, pero si bien
dispuestas. La mayor se llamaba Rosaura, de cuello largo y voz dulce. Estaba
prometida a un judío viejo, amigo de sus padres y los esponsales se celebrarían
en unas semanas. La segunda estaba enamorada de un joven cristiano y sabía
su amor imposible y la pequeña de casi catorce años, esperaba entre suspiros
que a ella le llegara la hora de enamorarse. Las tres pasaban sus tardes
haciendo labores en el jardín, siempre vigiladas por su madre o por su aya. La
madre era de caderas anchas y busto enorme. Con sus pequeños ojos que todo
lo vigilaban lucía sus encantos cuando me veía pasar, rogándome que las
acompañara. Luego, poco a poco, me la encontraba más veces sola, sin sus
hijas ni sirvientas. Una tarde en la que simulaba leer, rocé mi mano contra su
pecho, sus ojos se cerraron y se entregó a mí con una pasión desbordada por el
deseo. Allí en un rincón del jardín mis manos levantaron sus faldas de seda y
acaricié sus muslos húmedos y suaves. Me arrastró a su alcoba y allí desfogué
mis días pasados en el mar.
Los días posteriores fueron pródigos en escarceos amorosos, ya en su
alcoba, ya en el jardín al anochecer, o en los almacenes de especias,
escondidos detrás de algún saco o detrás de alguna cortina. Una noche se abrió
la puerta de mi habitación y una sombra se metió en mi cama. Unos labios
dulces abrieron mi boca y un pubis juvenil rozó mi mano, buscando mis
dedos, a los que se abrió como una flor. Cuando todo acabó, me percaté con
asombro de que era la hija pequeña a la que yo había visto suspirar y había
ignorado.
Días y noches de amores encendidos.
Peligro y emoción en encuentros prohibidos.
La mayor de las hermanas siempre estaba suplicándome que le contara
historias de Haifa y Alejandría, de moros y cristianos de tierras remotas y
vidas lejanas. Yo, complaciente, relataba lances heroicos, historias de amor
prohibido, inventaba historias unas veces sórdidas y oscuras, otras inocentes y
puras que lentamente iban calando en su ánimo. Una tarde, sentados al abrigo
de una mesa con unos largos manteles hasta el suelo, sentí como una mano se
introducía entre mi ropa. Una sonrisa cómplice quiso agradecer mis cuentos
exóticos. Aquella noche yací con la mayor.
Había tres mujeres hambrientas en la casa y la cosa se ponía peligrosa, por
lo que alquilé una pequeña casa no muy lejos y me trasladé agradeciendo a
Josef su protección. Una nueva expedición se estaba preparando.
La boda de Rosaura fue unas semanas después. El fausto de Venecia lució
con todo su esplendor, sedas y satenes se unieron a plumas y oro en las damas
más notables de la sociedad mercantil de Venecia. El vino fue servido en copas
de plata, y la fiesta se prolongó hasta bien entrada la madrugada. El marido
embriagado dormitaba en un sillón y los cuerpos danzaban en el jardín al
compás de una música alegre. Busqué a la novia para darle mi última
despedida antes de mi viaje y, cogiéndome de la mano, me llevó a un sitio
apartado donde se fundió conmigo en un último beso.
Me fui por una calle que daba a mi nueva casa cuando noté que me seguía
un embozado. Me aposté tras la primera esquina para sorprender a mi
perseguidor y cuando dobló la esquina me di cuenta de que era Rosaura que
pedía su última noche de amor. La llevé a mi alcoba desnudándola y
haciéndole el amor. Entonces entró por la puerta la hija mediana de Josef que
sin mediar palabra se desnudó metiéndose en la cama con nosotros dos.
Los días en Venecia tocaban a su fin.
Haifa y Creta serían nuestros destinos.

MARGARETA

¿Cómo pudo pasarme esto a mí? Yo que no tenía más ojos que para ti, yo
que por ti hubiera dado la vida entera, yo que te cuidaba y mimaba hasta la
extenuación. ¿Por qué no hablaste? ¿Por qué no dijiste? ¿Tanto miedo nos
tenías a tu padre y a mí, que preferiste morir? ¿Tanto nos equivocamos en tu
educación? Realmente, sólo hicimos lo que pudimos, no fuimos peores que
algunos y seguro mejores que muchos. Todos somos fruto de nuestro tiempo.
¡Morir de amor! Qué bonito queda en relatos y poesía, pero ¡qué duro!
¡Qué triste es en la realidad!
El dolor me atravesaba, cegaba mis ojos y mi corazón.
El odio se iba instalando lentamente en mi razón, si algo de razón me
quedaba.
¡Odio a los Montesco!, ¡odio a los Capuleto!, ¡ojalá la noche aciaga caiga
sobre vosotros y jamás vuelva a lucir el sol! ¡Ojalá se abra la tierra y me
sepulte a mí y a toda Verona! ¡Mi niña dorada! ¡Mi dulce amor! ¿Por qué me
pasa esto a mí? ¿No fui lo bastante buena madre? ¿No sentías cómo mi amor
fluía por tus venas?
¿Por qué no confiaste en mí? Yo habría sabido comprender. Yo hubiera
puesto todo de mi parte, ¡tal vez no de inmediato!, ¡tal vez me hubiera
resistido un poquito! Podrías haber tenido algo de paciencia conmigo. Podrías
haberme enseñado algo más de ti y yo lo habría comprendido puesto que te he
parido; con el dolor del parto, tu vida y la mía quedaron unidas para siempre.
Y ahora tú me has abandonado, te has dado muerte por Romeo, ¡maldito
nombre! ¡Maldita ciudad!
Mis ojos no han dejado de llorar, mi alma tampoco.
¡Mi niña adorada! Fui hacia ti esa última noche fría, antes que te
sepultasen, antes que desaparecieses para siempre de mis ojos. Quería darte mi
último beso, abrazarte con mis brazos la última vez, morir contigo porque sin
ti, sé que no viviré.
¡Que la vida siga sin mí! Yo no quiero formar parte de este trance a la que
tu desesperación te ha llevado. Tú no me has hecho partícipe de tus congojas y
ahora el dolor que me has dejado me oprime, me ahoga… ¡Maldito Romeo!
¡Maldita ciudad, que encierras en tus muros la vergüenza y la zozobra de dos
muchachos que, pudiendo haber sido felices, cayeron en las redes del rencor y
el odio ajenos!
Mis pies me llevaron al sepulcro de Julieta, con el estómago encogido y el
alma llena de odio. Cuando me fui acercando, vi luz en el panteón y una tenue
esperanza se abrió en mi corazón. No poda dar crédito a lo que mis ojos veían.
Fray Lorenzo salía con el cadáver de Julieta en sus brazos. Pero Julieta…
Julieta se movía, ¡estaba viva! ¡Viva!
Allí dentro, iluminada la estancia por unas antorchas, vi que en el suelo
yacían los cadáveres de Paris y Romeo. Y en el fondo de mi alma, me daba
igual, ¡mejor! Mi hija vivía. Lo que me estaba contando Fray Lorenzo no me
importaba, sus palabras resbalaron sobre mí, no me afectaba para nada, todo
me daba igual, sólo me importaba mi hija, que, desesperada, llamaba a su
Romeo. Me importaba sólo ella. La apartaría de todo aquello, conseguiría que
pensara que todo fue un sueño.
En mis brazos la llevé hasta la casa de labranza que poseía a las afueras de
Verona. La casa siempre había pertenecido a mi familia y cuando el calor de la
ciudad se hacía insoportable, nos refugiábamos allí todos juntos. ¿Cuántas
veces habíamos jugado entre los limoneros? ¿ Cuántas veces nos habíamos
bañado en la alberca? ¡Cuánta primavera en su jardín!
Los viejos guardeses quedaron atónitos a mi llegada. Con la cara
desencajada, los ojos llenos de lágrimas, irrumpí en la casa, depositando mi
tesoro en el diván al lado de la chimenea en la que todavía ardían unas ascuas.
Debieron pensar que me había vuelto loca y que, en mi dolor, había sacado el
cuerpo de Julieta del sarcófago para evitar que lo enterraran. Se miraban entre
ellos con los ojos abiertos, espantados. No se atrevían casi ni a respirar cuando
vieron moverse a Julieta, llorosa y pálida. La mujer, que había sido mi aya,
logró reaccionar y corrió en busca de mantas. El marido avivó el fuego
mientras daba gracias a Dios por el milagro producido.
Un vaso de leche caliente me reanimó. Tenía que pensar, tenía que forjar
un plan. ¿Qué debía hacer? Como poseída por una fuerza superior, ordené a mi
viejo sirviente que fuera al panteón y pusiera unas piedras dentro del féretro de
Julieta, tapándolo y dejándolo cerrado a ojos indiscretos.
La conciencia volvía a Julieta. Sus lamentos, llenaron el aposento. Sus ojos
se abrieron como si despertara de un apacible sueño. Unos ojos que, en
silencio, buscaban a Romeo y se encontraron conmigo.
—Pequeña, tranquila, descansa…— le dije muy bajito. Pero sus ojos
intranquilos buscaban y buscaban. Sus brazos se alzaban queriendo abrazar a
Romeo. Susurrándole al oído, acariciando sus cabellos le dije: —Amor, tu
Romeo ha muerto. Verte a ti muerta lo ha matado. Debes olvidar, sólo ha sido
un sueño, un sueño de amor infantil que duerme en todo ser humano desde que
nace hasta que se muere. Ha sido el sueño de amor eterno, el ansia del alma
humana. Ha sido un sueño.
Con estas palabras yo la acunaba, y su ser se iba serenando. Al final se
quedó dormida. Cuando la vi dormida, salí sin pensarlo corriendo hacia la casa
de mi marido. Una casa en la que había vivido feliz pero que dentro de mí
sentía que ya no me pertenecía. Busqué a mi esposo, que, consternado por la
muerte de su única hija, apenas si se había movido de su sillón en las últimas
horas y abrazándome a sus pies le supliqué me enviará lejos. Le dije que yo no
podía vivir sin mi hija allí donde ella había muerto, que tenía que irme de allí.
—Mujer— dijo con voz seria,—¿como un ser débil como tú va a iniciar un
viaje largo y sin destino solo para huir de sus demonios? ¿Cómo dices que me
quieres abandonar?,— y añadió —¿No crees que mi dolor es tan grande como
el tuyo? ¿No crees que al huir no solo huyes de tus demonios sino también
huyes de mí?
Pero la mirada extraviada y las lágrimas que vertí, los juramentos que
salieron de mi alma amenazando con quitarme la vida yo también lo
convencieron, y regresé junto a Julieta con la promesa de partir al día siguiente
con mis viejos sirvientes, hacia la casa lejana de algún pariente. Me pasé el día
entero acariciando su pelo, su cara y sus manos, adormeciéndola, hablándole,
recordándole su infancia y que todo había sido un sueño de amor imposible,
incomprendido, eterno.
Al día siguiente, mi esposo llegó con un carro tirado por dos buenos
caballos. Había mandado mensajeros a unos familiares en Génova que nos
acogerían por una temporada, para después proseguir el viaje hacia el reino de
Aragón donde la reconquista a los moros de tierras del sur necesitaba de gente
para su repoblación.
Mi marido quería que yo recapacitara, que si tenía que huir no fuera
demasiado lejos, pero para mí, todo estaba cerca.
—Piensa en los años que te quedan por vivir— decía—piensa que mi dolor
no es menos y que me dejas solo con un gran vacío en el cual no puedo pensar,
no puedo sentir.
Yo no quise arrepentirme, no quise mirar atrás y lo dejé todo, hasta a él.
Pasamos un mes en Génova. Allí, en una villa sobre el Mediterráneo
conseguí que el color volviera a las mejillas de Julieta, aunque no logré que
volviera a sonreír. Aquella sonrisa que se asomaba a sus ojos y los iluminaba,
aquélla que era toda mi vida, se había perdido para siempre. Su cuerpo se
fortaleció y yo la veía entrar todos los días en el mar, como si de un rito
iniciático se tratara, sumergiéndose en sus aguas con los ojos cerrados,
ensimismada.
Fueron unos días largos y pesados, sin aliciente alguno. Yo pensaba en la
pena de mi marido y en cómo le había abandonado. Me convencía a mi misma
de que la única solución para que no llegaran a los oídos de los habitantes de
Verona noticias de la recuperación de Julieta y pusieran en mal lugar a mi
marido, era marchar hacia lo desconocido. Partir con el poco dinero que me
había entregado mi marido, con unas pocas pertenencias que había recogido de
mi casa y con mi hija.
Al final, un mensajero de mi marido llegó con una carta lacrada con un
nombre y una dirección. Lluis Santangel era el nombre del sobre y viajaríamos
hacia el sur, hacia Valencia, una villa pujante, al borde del mediterráneo, con
un comercio intenso con Nápoles y Génova, lo que facilitaría nuestro contacto
y nuestro mantenimiento.
Allí nos acogerían, allí volveríamos a nacer.
Nos pusimos en marcha. Los caminos no eran seguros, y los caminantes
nunca marchaban solos. Nos vimos obligadas a unirnos a otras caravanas, a
otras gentes que también huían, se desplazaban para reencontrarse con viejos
amigos, o buscaban nuevos horizontes. Viajábamos cuando el sol rompía por
el oriente y no nos deteníamos hasta que se ponía y las sombras lo envolvían
todo.
Entonces, cuando salía la luna, los gitanos encendían las hogueras en las
que las mujeres cocinaban y se calentaban. La nuestra, la más pequeña de
todas, calentaba todas las noches una sopa hecha con las verduras que a veces
recogíamos por el camino y algunos huevos que comprábamos a los
campesinos. Así y todo, el dinero que llevábamos iba menguando
alarmantemente.
Alrededor de la gran hoguera, que iluminaba los rostros color aceituna de
los hombres y los grandes y oscuros ojos de las mujeres, se contaban muchas
historias. Como si de una sombra se tratara, me fui acercando noche tras
noche, sin hacer ruido, sin casi ser vista, para escuchar y soñar con esas
historias que me trasladaban a otro sitio, a otro lugar. Recuerdo empezó un
relato que me impresionó y jamás pude olvidar. Empezaba así:
“Érase una vez, en un tiempo muy remoto, hace miles de millones de años,
cuando el mundo todavía no era mundo y el Ser Supremo todavía no había
iniciado la creación, que Él, haciendo un hueco en sí mismo, creó un espacio
donde colocaría después el universo”.
“Todo era oscuro y silencioso y el Ser Supremo, abriéndose de nuevo, creó
las palabras. Las letras salieron del Señor muy ufanas, alegres, bailando en la
nada. Las palabras eran muy importantes, porque sin ellas el Ser supremo no
podría crear las cosas, porque las cosas que no se pueden nombrar, no
existen”.
“Así, que el primer acto de la creación fueron las letras. Las fue llamando
una a una, todas las letras del abecedario sagrado, y les fue asignando un
nombre. Primero llamó a las vocales, y les dio una pronunciación y un
cometido. Después llamó a las consonantes para que entrelazaran a las vocales
y las hicieran fértiles. Así surgieron las palabras que el hombre utiliza para
entenderse”.
“Y así, con una gran voz, usando las palabras recién creadas, Dios creo los
cuatro elementos fundamentales: el agua, el fuego, el aire y la tierra. Cuando
estos elementos estuvieron creados, Dios creó al Hombre, al que entregó las
palabras para que pudiera entenderse con sus semejantes y para que pudiera
también comunicarse con su Creador”.
“Así, en un principio, el hombre hablaba libremente con Dios, y escuchaba
la voz del creador. Pero hubo un día aciago en el que el orgullo y la soberbia
hicieron nido en el corazón del hombre y cometió el más sacrílego de los
pecados: se alzó contra su creador”.
“Entonces Dios castigó a la humanidad y confundiendo las lenguas, los
dispersó. Desde entonces el hombre ya no puede escuchar la voz de Dios, y
solo se puede llegar a atisbar su realidad a través de los pequeños pasillos,
pequeños símbolos y arcanos escondidos, que han quedado cegados a la vista
del hombre común y que solo unos pocos iniciados pueden descubrir después
de largos años de estudio”.
“Nuestro pueblo ha sido afortunado. Nosotros, que hemos renunciado a
poseer lo que otros pueblos ambicionan con pasión, un territorio; nosotros, que
no hemos perdido el tiempo ni las energías en asentarnos, hemos conservado
diversos poderes que otros pueblos han perdido y así podemos ver el pasado y
el futuro, somos capaces de ver en las manos, en las entrañas de los animales,
y en las cartas sagradas”.
“Por eso nuestro pueblo es especial, es temido y denostado, porque el
hombre siempre teme lo desconocido. Por eso nuestro pueblo es brillante y
alegre, porque posee parte de la verdad, parte del conocimiento ancestral. Por
eso nuestro pueblo debe seguir unido en la dispersión, unido tan solo por las
ideas y la sangre, para que nuestros conocimientos no se pierdan y sean
trasmitidos solo a los corazones puros, a las almas inquietas que busquen la
verdad”.
Aquella noche tuve sueños extraños y me vi perdida en un laberinto sin
salida. Flotaba en la oscuridad y las letras formaban una muralla a mí
alrededor que no me dejaba ver el más allá. Las palabras me cercaban, me
asfixiaban, y me desperté asustada. Yo jamás había aprendido a leer, apenas sí
sabía sumar y restar. Comprendí que hasta entonces no me había hecho falta,
pero ahora necesitaba aprender a leer.
**
Por las mañanas, antes de que se levantase el campamento, Julieta siempre
bajaba al mar y se sumergía en sus aguas hasta que yo la llamaba; solo
entonces ella salía del agua, recogiéndose el pelo con la mirada puesta en el
infinito, y seguíamos la marcha por aquella costa escarpada.
Empezamos a depender casa vez más de los víveres que comprábamos a
los campesinos que nos encontrábamos por el camino y la bolsa del dinero
estaba casi vacía. Los días pasaban rápidos por los caminos que serpenteaban
entre pinos y rocas y que siempre terminaban en el mar.
Delante de nosotros viajaba un pequeño carro, como una pequeña casa con
ruedas pintada de verde y rojo. En él viajaba la vieja que había contado la
historia de aquella noche. Acercándome, le pregunté si me enseñaría a leer. La
abuela mirándome a los ojos me dijo:
— Hija, yo solo sé leer mis cartas. Las cartas sagradas que siempre viajan
conmigo, esta noche te las enseñaré.
Esa misma noche, al parar para acampar, la vieja se acercó a Julieta y
cogiéndole la barbilla le miró a los ojos y nos dijo:
—Seguidme.
Nos sentamos en el suelo, alrededor de una pequeña tabla que hacía las
veces de mesa, donde extendió unos cartones alargados pintados de atractivos
colores que representaban personajes majestuosos. De su boca y hacia Julieta
salieron las palabras que me devolvieron a la vida y me traspasaron el
corazón:
— Las cartas dicen que eres un ángel de luz, una estrella fugaz. De tu luz
nacerá otra luz que iluminará muchos caminos y será ángel en un coro de
ángeles que darán gloria a Dios, pero tú no vivirás para verlo.
**
Cuando volvimos a ponernos en marcha, el ánimo de Julieta había
cambiado. No sé que tramaba su alma, o qué secreto escondía, pero los días
pasaban plácidos y serenos. No hablábamos ni del pasado ni del futuro,
vivíamos el día a día, caminábamos y acampábamos y volvíamos a caminar,
día tras día, noche tras noche, sobreviviendo, sobrellevando.
No perdíamos nunca de vista el mar. Todas las mañanas Julieta se
levantaba temprano y bajaba hasta él. Ya fuera playa o acantilado, encontraba
la manera de bajar al mar, donde se sumergía y de donde salía vivificada.
Así hasta que un día me miró y me sonrió por primera vez.

JULIETA

¡No me saquéis de aquí!


¡Por favor, no me saquéis de aquí!
Dejadme aquí, con mi Romeo.
Dejadme morir con él.
Yo me esconderé aquí.
Nadie lo sabrá.
Me quedaré en un rincón, jamás nadie lo sabrá. Moriré con él y con él me
enterrarán.
No me saquéis de aquí, llevaos la luz, dejadme en la oscuridad.
No puedo vivir con la luz, pues ya mi sol se apagó.
No quiero salir a la luz, pues mi vida murió. ¡Dejarme morir aquí!
¡Dejarme morir aquí!
El rostro de Romeo muerto me atormenta. Sus ojos vidriosos mirando al
vacío, son como dos carbones encendidos sobre mi corazón. Bebí de su boca
su último aliento y siento cómo se rompen dentro de mí las entrañas, cómo el
dolor me oprime las sienes y la angustia se instala en la boca de mi estómago.
Todo esto tiene que ser un error. No puede ser verdad. Todo esto tiene que
ser un sueño y yo quiero despertar.
Alrededor mío todo son sombras, no veo con claridad, siento que la vida se
me escapa y quiero morir con mi Romeo.
¡Romeo!, ¿dónde estás Romeo?
Oigo susurros. ¿Serán de Romeo? ¡Oh! Mi Romeo, ¡ya estás aquí!, ya has
vuelto a mí.
¿Es el sol el que me calienta?, ¡No!, es mi Romeo que me abraza con sus
cálidos brazos, que me acunan como cuando era pequeña, es mi amor que me
consuela.
Me siento en un nido de amor, estoy protegida por los brazos de Romeo.
Mi pecho se ensancha, mi vientre se estremece, ¡estoy en brazos de
Romeo!
¿Dónde estás Romeo? No puedes haberte ido, no puedes dejarme sola, ¡no
quiero estar sola!
No, ¡no puede haber sido un sueño! Es ahora cuando estoy soñando y mi
amor vendrá luego, con las sombras de la noche. Me dormiré soñándote,
entonces tu vendrás, me despertarás con un beso y nunca más habrá un adiós.
Siempre junto a ti, sin miedo y sin dolor.
La vida nos sonreirá de nuevo. ¡tanto amor no puede haber sido en vano!
Me dormiré, soñándote.
Dormir... Ayer la alondra cantaba y hoy, el silencio.
Dormir, jamás despertar.
Dormir, dormir.
¿Porque se empeña el alba en volver a salir?
¿Es que acaso no ve que mi Romeo no ha llegado aún?
¡No apaguéis los faroles! ¡No dejéis que salga la luz del sol! No es la
alondra, ¿no veis que es el ruiseñor que canta por las noches en mi jardín?
Dormir, morir.
Morir, dormir.
Me dormiré, amándote.
No sé el tiempo que ha pasado, no sé si vivo una realidad o un sueño, abro
los ojos y no está Romeo y cuando los cierro, vuelve a mí, ¡mi amor perdido!,
¡mi amor eterno!
No abriré más los ojos, los cerraré para siempre, soñar, sólo soñar.
Noto el pasar los días sin que ellos pasen por mí, sólo las noches. ¡Son tan
bellas las noches!
Noto pasar el tiempo y al final la vida no puede ser este tormento. Tan
larga agonía, tan corto el placer.
No sé dónde estoy y realmente no me importa. Lo que hagan con mi
cuerpo no lo puedo evitar, sólo es mi cuerpo, yo no estoy en él.
Yo estoy junto a Romeo, en un nuevo universo, en otra dimensión.
Estoy sola frente al mar, y es el mar el que me alimenta.
Sé que es el sol el que me abraza, pero yo imagino que son los brazos de
Romeo y me envuelve toda con su tierno calor y yo me fundo con el sol que es
mi Romeo.
Sé que es el mar el que me rodea, pero yo me siento dentro de mi Romeo.
Es él, que ha tomado una forma líquida para poseerme toda.
Sé que es el aire lo que respiro, pero es el aroma de mi Romeo que viene a
mí para entrar dentro de mí.
¡Yo soy Romeo! En una fusión de amor. ¡Yo soy Romeo!
Romeo no ha muerto, pues vive en mí. Desde ahora mi cuerpo ya no es
solo mío, es un cuerpo compartido.
**
Abrí los ojos y vi a mi madre. Siempre había estado ahí, aunque yo no la
viera. Le sonreí, seguro que no fue la mejor de mis sonrisas, pero sus ojos se le
llenaron de llanto y también lloré yo.
Lloramos por los vivos y por los muertos, lloramos hasta la extenuación y
luego no volvimos a llorar más.
Pasaban los días sin prisa, lentamente, puesto que para los sonámbulos el
tiempo no existe. Deambulo encima de una delgada línea que separa la vida de
la muerte, la razón de la locura.
Oigo susurrantes voces del más allá, que van diciéndome que aún no. Que
aún no estoy preparada, que aún no soy yo.
Y una pequeña luz en mi interior va dándome calor, me tranquiliza, me
sosiega y me equilibra dentro de este mundo espectral.
Y fue una tarde, a la orilla de aquel Mediterráneo azul que nos prestaba sus
aguas cálidas, cuando te noté la primera vez. Te moviste dentro de mí, y con
un sobresalto, sentí tu vida por primera vez. De pronto lo comprendí. La luz de
mi interior se hizo mayor y pude entender, puede ver.
Dentro de mí crecía la vida que me había dado Romeo y esa vida
reclamaba su propio espacio. Era la vida que renacía de la muerte y del dolor.
Era una vida nueva que me regalaba mi amor por Romeo. Era mi nueva vida.
Inspirando con los ojos cerrados conecté con el alma de Romeo. Espirando
salió de mi toda la parte negativa, todo el dolor y la desesperación.
Ya no habría más penalidades, ni más llanto, ni más soledad, todo sería luz
y calor, vida y alegría. Una nueva vida, una vida nacida de Romeo y Julieta,
una página en blanco, una canción por cantar, un camino por andar, un mundo
por crear.
Todo sería nuevo. Todo sería luz. La vieja tenía razón, en mi seno llevaba
la luz de mi vida. Dentro de mí renacería Romeo. Mi amor estaba dentro de
mí, mi corazón lloraba por él, pero él volvería a la vida en mi seno.
Logré serenar mi cuerpo y mi espíritu. Logré volver a aferrarme a la vida.
Bordeamos el mediterráneo sin perder de vista ese magnífico mar, hasta
que llegamos al gran río. Para atravesarlo tuvimos que remontarlo largas
jornadas hasta llegar al puente del Gard. Pasamos caminos y montañas,
cambiamos de país y de nombre, pero sin cambiar de aire ni de mar. Dejamos
atrás ciudades convulsas, en tiempos convulsos, para encontrar una ciudad
floreciente, abierta y segura para nosotras.
Mi cuerpo empezó a cambiar y mi mente también. Me sentía en todo
momento acompañada, y empecé a hablar con mi bebé. Le describía el rostro
de su padre, las manos de su padre. Le contaba como fue nuestro inmenso
amor, nuestra loca pasión. Reía con él, me regocijaba en él.
Mi hija nació junto al mar, en una localidad llamada Peñíscola, donde los
pinos retorcidos bajaban de la montaña para besar el mar y donde las olas
bañaban dulcemente las arenas blancas. Había sido una villa grande e
importante, pero ahora solo quedaba una fortaleza amurallada al borde del mar
y unas casas blancas y azules, habitadas por sencillos pescadores que nos
dieron acogida. Nadie preguntó nada ni se extrañó de la llegada de unas
extranjeras con sus criados, y con la más joven de ellas en estado avanzado de
gestación.
Allí, con la fuerza imparable del que viene a ocupar un nuevo sitio y con el
grito imperioso del que exige su propio lugar bajo el sol, nació Lucía. La llamé
Lucía puesto que era la niña de mis ojos y ella había devuelto la luz a mi vida.
La niña de mis ojos abrió los ojos sin verme, cogió mi mano sin cogerme y
me dedicó una sonrisa que llenó mi alma y mi vida para siempre.

ROMEO

Hastiado de aventuras amorosas me encontraba cuando en toda Venecia


empezaron a surgir fuertes rumores sobre una nueva amenaza que preocupaba
tanto a comerciantes como a los dirigentes de la gran ciudad. Corrían por
todos los rincones noticias que hablaban de Constantinopla, y eran sumamente
preocupantes. La ciudad volvía a estar en peligro ante el poder emergente e
imparable del imperio turco. El sultán Memmet II le había puesto cerco y,
construyendo un gran castillo en la parte europea del estrecho del Bósforo, se
preparaba para el último asalto.
Además, desoyendo las órdenes, unos comerciantes venecianos habían
intentado huir de Constantinopla y del asedio de lo turcos. Su nave había
acabado en el fondo del mar y su tripulación capturada y empalada delante de
las puertas de Constantinopla a la vista de todos sus moradores. Al final el
gobierno de Venecia, atemorizado por el cariz que tomaban las cosas y en
defensa de los comerciantes venecianos que habitaban el barrio de Pera en
Constantinopla, envió dos navíos de apoyo, comandados por dos capitanes de
reconocida reputación, Gabriel Trevisano y Alviso Diedo.
El ambiente de Venecia era expectante. Las dos naves de guerra atracadas
frente al palacio ducal estaban siendo aprovisionadas con grano y pólvora. Yo
me embarqué en una de ellas.
La travesía fue tranquila; atravesamos el mar Adriático con una brisa
apacible y, bordeando las islas de la península del Peloponeso, nos adentramos
en el Mar Egeo hasta que llegamos a las aguas del Bósforo. Sus aguas estaban
sembradas de velas blancas de la flota otomana que el sultán había dispuesto
para cerrar los accesos marítimos de Constantinopla y evitar así el suministro
de víveres y refuerzos.
Allí empezó nuestra odisea.
En cuanto nos vieron llegar, las más de 300 naves otomanas se dispusieron
en semiluna para impedirnos el paso. Eran naves pequeñas, de poco velamen
en comparación con las nuestras que tenían mucha mayor envergadura.
Empezaron a sonar los cañonazos en cuanto los otomanos pensaron que nos
tenían a su alcance y nuestro capitán contestó al fuego enemigo.
Avistadas nuestras velas, todos los defensores de Constantinopla animaban
con fuertes gritos desde las murallas y aplaudían ruidosamente nuestras
escaramuzas. La experiencia en navegación de nuestras naves rápidamente se
puso en evidencia. Virando las velas con rapidez, recogiendo un viento
propicio, nuestras naves parecían volar sobre las olas y pasamos entre las
enemigas, embistiéndolas, sin que pudieran darnos alcance.
Ante mis ojos se abrió Constantinopla que, como una manzana roja
brillante, se elevaba sobre las aguas azules del Mármara. Los defensores de la
ciudad, al venos acercarnos al puerto, llenos de júbilo bajaron la gran cadena
que habían tendido sobre el Cuerno de Oro para impedir la entrada de los
barcos enemigos. Pensaron que por fin les llegaban los refuerzos requeridos,
que sus oraciones habían sido oídas y que nuestros barcos eran solo una
avanzadilla. El mismo Constantino salió personalmente a abrazar al aguerrido
Justiniano Longo, al que su fama precedía por valiente y gran guerrero.
Rápidamente se dispuso la defensa. En las murallas teodosianas se
quedarían el capitán Giovanni Justiniano Longo junto al emperador
Constantino. La puerta imperial la defendería Lucas Notaras; la defensa del
puerto de Bucoleón estaría a cargo de los almogávares catalanes; mientras que
los genoveses y venecianos nos quedaríamos al frente de la defensa de las
murallas del puerto en el Cuerno de Oro.
La ciudad, que había sido la más grande del mundo cristiano, estaba
defendida por no más de 8.000 hombres que al lado del emperador
Constantino formaban un solo cuerpo, un solo espíritu. El último censo que
había hecho Constantino era de 50.000 habitantes, entre hombres, mujeres,
niños y clero. Sus calles amplias y sus hermosas avenidas estaban
semidestruidas, en un estado lamentable. La desolación reinaba por todas
partes. A pesar de que la moral no se veía deteriorada, los recién llegados
intuíamos que los víveres y pertrechos que habíamos traído no serían
suficientes, y veíamos una clara posibilidad de haber emprendido una empresa
con visos de fracaso.
Pero la fama de inviolabilidad de la ciudad, que nunca antes había sido
conquistada, confería a sus habitantes la ilusión de la imbatibilidad y la
victoria. Por ello, sus moradores estaban dispuestos a dar su vida por defender
el último bastión del Sacro Imperio Romano de Oriente. Resistir o morir,
morir resistiendo. Constantinopla, reclamada para sí por un ascendente poder
Otomano, estaba herida de muerte, abandonada por Occidente y dispuesta a
vender cara su derrota.
El tronar de la artillería Otomana no dejaba de sonar. Un cañón de
proporciones antes nunca vistas disparaba sus proyectiles de muerte, sobre la
gran muralla de defensa de la ciudad, de nuevo sometida a martirio de hierro y
fuego. El sol caía por poniente, manchando de oro toda la desembocadura del
río Lico, que reflejaba en todo su esplendor las cúpulas azules y doradas de las
iglesias bizantinas. La gran basílica de Santa Sofía con sus muros rojos me
llamó poderosamente la atención. Aún puedo sentir cuando cierro los ojos la
tibia penumbra y el resplandor de sus mosaicos, y oír los cánticos fervorosos
de los Popes que día y noche oraban por Constantinopla.
El palacio de Constantino, construido en el borde del acantilado, mantenía
siempre las candelas encendidas y en las salas principales decoradas con
pinturas prodigiosas, reposaban y se recuperaban los heridos en el asedio. Las
cocinas que tantas veces habían servido deslumbrantes banquetes, ahora
servían para cocinar grandes calderos de sopa que se servían por toda la
muralla a sus defensores.
Los otomanos disparaban día y noche desde un promontorio adyacente un
gran cañón que no se había visto nunca antes. Sus dimensiones, impensables
hasta el momento, permitían lanzar inmensos proyectiles que desde la lejanía
impactaban en la muralla hasta entonces inalcanzable, abriendo grandes
boquetes. Cuando el sol se ponía, los valerosos defensores de la ciudad,
mujeres y niños incluidos, salían de la muralla y con sus manos desnudas o
ayudándose de palas improvisadas rellenaban sacos de tierra y lodo, para
reparar los boquetes que el gran cañón había provocado. Después, todo el
pueblo se unía para sacar en procesión sus iconos más sagrados, sus santos
más venerados.
Tengo en la memoria grabadas las imágenes que inundan mi alma
atormentada. Veo en el horizonte del mar azul profundo las velas blancas de la
flota otomana. Siento todavía mi espalda contra la muralla, sentado en
compañía de los rudos marineros que eran mis compañeros de galera.
Recuerdo cómo el sol acariciaba mi rostro y cómo yo deseaba con los ojos
cerrados el final, la muerte. En mis oídos retumbaba el estruendo pavoroso del
gran cañón que disparaba sin tregua contra la poderosa muralla.
Defendimos la muralla, día tras día.
Noche tras noche, reparamos la muralla.
Al alba, cuando aún el día no había despuntado, Memmet ordenaba sus
huestes, arengaba a sus soldados y veíamos desde nuestras posiciones como se
sucedían los ataques fanáticos de los otomanos que morían abatidos por
nuestras saetas o consumidos por el fuego griego, a los pies de la muralla cada
vez más deteriorada. Cada muerto era repuesto por otro, en una orgía de
sangre y dolor.
Una mañana saltaron todas las alarmas, los movimientos del ejercito
enemigo eran extraños y no entendíamos bien lo que estaban haciendo. Los
otomanos construyeron un pasillo de madera, de 15 kilómetros de largo por
detrás de barrio de Pera, donde estaban asentados los venecianos, al otro lado
del río Lico. Constantino observaba sorprendido la maniobra hasta que
entendió para qué serviría. Maldijo a los otomanos, maldijo a Memmet y
maldijo a los traidores que habitaban el barrio de Pera, por haber pactado con
él.
Los barcos otomanos andaban literalmente por la tierra. Pronto
comprendimos que aquel pasillo de troncos serviría para salvar la gran cadena
que cerraba el paso de su flota hacia el Cuerno de Oro. En una sola noche, y
gracias a multitud de otomanos arrastrándolos con grandes sogas, los barcos
llegaron a las aguas tranquilas puerto arriba, donde la profundidad era menor y
el calado menor de sus naves les favorecía e impedía maniobrar a las nuestras.
Haciéndose fuertes, construyeron una plataforma flotante desde donde atacar
de frente el trozo de muralla que nosotros defendíamos. Habían logrado otro
punto desde donde atacarnos y aquel amanecer las aguas del puerto se tiñeron
de sangre y oro.
Frente a la gran torre de San Román, casi destruida, vimos como
construían unas grandes atalayas de madera con las que asaltar la muralla.
Constantino pidió voluntarios para que, amparados por la oscuridad, salieran
de la muralla y con unos sacos de pólvora intentaran volarlas. A medianoche,
con gran sigilo, salí por una puerta de servicio acompañado de varios
venecianos que también se habían prestado voluntarios, en un intento de
congraciarnos con Constantino y borrar de su memoria la traición que la
colonia veneciana del barrio de Pera había perpetrado al pactar con el Sultán.
Logramos volarlas sin que las torres pudieran ser usadas. Fuimos aclamados y
vitoreados, y el mismo Constantino vino a abrazarnos personalmente.
El cansancio era patente y el hambre empezaba a sentirse, pero la
determinación y el valor de los bizantinos no decaía. No había descanso, ni de
día ni de noche. Mientras unos reparaban la muralla, otro grupo de soldados
revisaba todo su perímetro, buscando túneles que los otomanos excavaban
para volarla.
Una mañana ya a mediados de mayo, el día amaneció tranquilo, el cañón
dejó de atronar y el silencio nos sorprendió por un momento. Luego supimos
que el gran ataque sería al día siguiente. Memmet, cansado después de tantos
meses de asedio, había jurado que, si no lo lograba aquella vez, se retiraría
para siempre de las murallas de Constantinopla y sus soldados lo pagarían
caro.
Dimos reposo a nuestros cuerpos heridos, y al anochecer sacamos en
procesión a nuestro más venerado icono, Santa Sofía. Constantino encabezaba
la procesión, enarbolando su bandera como si fuera un mago, su pueblo lo
seguía maquinalmente, sin pronunciar ninguna palabra, como si estuviera
embrujado. La luna llena que iluminaba la noche, contribuía a dar un ambiente
mágico. Los sacerdotes que salían de la basílica de Santa Sofía con velas
encendidas y lamparillas multicolores de aceite, entonaron una canción mística
y el humo del incienso nos envolvió en un sentimiento trágico.
Constantino subió a la muralla y el silencio fue total. Se dirigió a los
presentes uno a uno, llamándoles por sus propios nombres como si fuesen sus
hijos, estrechando entre sus brazos a sus soldados atónitos, con los ojos
cegados de llanto y lágrimas. De repente, la luna llena que antes brillaba
iluminando la ciudad se ocultó en un eclipse imprevisto, siendo sustituida en
el cielo por un farolillo chino de color rojo. La sangre se heló en las venas de
todos los presentes, y el santo icono de Santa Sofía cayó al suelo haciéndose
añicos.
La suerte estaba echada.
Antes del amanecer, bajo el cielo negro, todo se tiñó de sangre. Nuestros
compañeros, las casas, los otomanos que desde sus posiciones también
miraban el prodigio, estaban teñidos por una luz roja de una aurora boreal
desconocida en aquellas latitudes. Nunca se había visto cosa igual y un negro
presagio que se cernió sobre nosotros.
El cañón volvió a vomitar muerte y destrucción. El ruido era ensordecedor,
llenaba nuestros oídos y encogía nuestras almas. El ataque se produjo en todo
el perímetro de la muralla, los boquetes que se abrieron en ella favorecían la
llegada de envalentonados soldados otomanos que morían ensartados en
nuestras espadas o acribillados por nuestras saetas. Eran tan numerosos que
era difícil no acertar en el cuerpo del enemigo. El foso de la muralla se llenó
de cadáveres, lo que permitía a los atacantes llegar pisando sobre los cuerpos
al pie de la muralla. Los temidos jenízaros iniciaron el asalto final a la muralla.
Una lluvia de flechas oscureció el cielo llenando nuestros oídos con su
seseante sonido.
Una saeta certera cruzó el cielo, acertando en el gran capitán Giovanni
Justiniano Longo que, herido de muerte, pidió ser retirado hacia las naves.
Constantino le rogaba que resistiera, pero él, que se veía morir, insistió en
retirarse y sus bravos soldados desconcertados, corrieron tras él. El caos en la
muralla fue desolador. Constantino corrió sus filas a la izquierda intentando
cerrar el hueco, cuando de repente, en el hueco que acababa de dejar a su
derecha vio como se alzaba una bandera con la media luna.
La luna traidora, la luna roja y fría había matado al sol.
Los gritos de victoria de los turcos que vieron su bandera dentro de las
murallas, fueron un punto más en la confusión general. El desconcierto y la
sorpresa fueron el principio del fin. Constantino, viendo llegar el final, lanzó
un rugido de espanto. Alzó su espada a los cielos, se despojó de su vestimenta
para que su cadáver no fuera reconocido y profanado, y se enfrentó espada en
mano contra los temibles jenízaros que subían por la muralla abierta.
Ya todo estaba perdido, era inútil toda resistencia, y como sombras en la
noche, como espíritus fantasmales impulsados por el miedo y la
desesperación, nos retiramos hacia las naves fondeadas en el mar de Mármara,
mientras los otomanos saqueaban la ciudad. Nadie nos cerró la retirada ni nos
salió al encuentro. Con los cuerpos heridos, agotados por los días de tensión
trascurridos, caímos en las maderas de nuestra nave como un fardo pesado y
viejo, sin fuerzas ni para llorar.
Salimos del puerto de Constantinopla regresando hacía las costas griegas,
donde murió y fue enterrado Constantino Longo.
Navegamos de nuevo, en silencio, los días que nos separaban de Venecia.
Limpiábamos nuestras heridas sin poder olvidar las imágenes sangrientas de la
última batalla ni a los valientes que allí habían dejado sus vidas y sus
esperanzas.
Después de la caída de Constantinopla ya nada volvería a ser igual. Ya
nunca otro lugar podría vanagloriarse de haber sido encrucijada de encuentro y
acercamiento entre Oriente y Occidente.

MARGARETA

Tantos días de dedicación sin recompensa, tantos sinsabores, angustia,


incertidumbre... ¡Tantos días entre la vida y la muerte! ¡Tantas noches sin
dormir! ¡Tanta sinrazón! Todo lo di por bueno el día que, mirando a Julieta,
comprendí que dentro de ella crecía una nueva vida.
La luz volvió a sus ojos y la sensatez a su corazón.
Los días pasados, todo el cansancio, la rabia contenida, el odio acumulado,
cayeron sobre mí como una losa de cementerio. Lloré amargamente por el
pasado y por el futuro. Lloré hasta la extenuación por mi vida y por la suya.
Lloré.
Pero venia al mundo una nueva vida, vida de mi vida, vida de mi hija
amada, y yo me sentía afortunada.
Teníamos que dejar la caravana de los gitanos que hasta aquel momento
nos habían acompañado, ya que se había instalado a las afueras de Marsella
para pasar el invierno. Cuando fui a despedirme de la vieja, me hizo entrar en
la pequeña casa verde y roja que era su hogar y sentarme en una mesa pequeña
que había en un rincón.
De un arcón sacó el mazo de cartas de vivos colores sobre un fondo
dorado, y los distribuyó ordenadamente sobre la mesa en forma de cruz. Las
cartas tenían unos dibujos muy llamativos, con personajes para mí
desconocidos.
—¿Sabes lo que son estas cartas?— me preguntó mirándome a los ojos.
La mirada profunda de aquella mujer me inquietaba, parecía que podía leer
mis pensamientos.
—No sé lo que son, —le contesté — pero sé que algo ves en ellas puesto
que dijiste que mi hija tendría un hijo y realmente está embarazada. Esas
cartas me dan miedo puesto que también predijeron que Julieta moriría pronto.
La vieja volvió a ensimismarse en aquellas cartas y sin levantar la mirada
me dijo:
—Estas cartas sirven para ver el pasado y futuro, son cartas que hablan,
que me dicen quién eres y de lo que huyes.
Hice ademán de levantarme, pero la vieja, mirándome a los ojos, me retuvo
diciéndome:
—No temas, mis intenciones no son perversas, mi misión no es asustarte
sino ayudarte. Tienes que confiar en mí. Estas cartas son muy antiguas. Mi
pueblo siempre las ha tenido y nunca nos dirigimos a un sitio sin antes
consultarlas. Ellas nos ayudan en nuestro periplo por este mundo, nos
advierten del porvenir, nos aconsejan y nos muestran nuestro camino, pero
tienes que saber que el futuro no está escrito, el futuro lo marcamos con
nuestras acciones día a día, por lo que las cartas nos previenen de cosas que
nosotros podemos cambiar, esquivar o aceptar.
“Te he estado observando estos días, eres una mujer de buena casa, que
viaja sola con su hija y con dos criados. ¡No es cosa que se vea con
frecuencia!”.
“Tu hija ha estado al borde de la muerte, eso se ve claramente en su cara,
para eso no necesito las cartas, y está embarazada de poco tiempo”.
“Pero quien me preocupa eres tú porque te veo perdida, asustada y sola”.
“Las cartas me dicen que tienes coraje y buen corazón. Has tomado las
riendas de tu vida y de ahora en adelante solo tú serás la dueña de tú destino”.
“Tu camino no va a ser fácil. La vida y la muerte rondan a tu alrededor y
una nueva desgracia volverá a cebarse en ti. Pero superaras todas las pruebas,
todas las adversidades hasta el final”.
“Aun así, ten cuidado pues tus manos pueden teñirse de sangre si te dejas
llevar por el orgullo y el despecho. Ama y cuida a los tuyos porque es la
misión que se te ha encomendado en esta tierra”.
Unas lágrimas brotaron de mis ojos.
—Debes partir ya— dijo la vieja mirándome con ternura— tu nuevo
destino te aguarda y el viaje que ahora vas a emprender será difícil con tu niña
embarazada. Tendrás que tener paciencia, ir poco a poco y las cosas se
solucionaran casi solas. Ve y ten cuidado, no confíes en nadie hasta que
llegues a tu destino.
La miré a los ojos y vi que reflejaban sabiduría; confíe a ella.
Levantándome despacio le dije:
— No nos queda dinero, y no sé cómo nos vamos a alimentar las próximas
jornadas. Tengo alguna cosa que podría vender ¿quieres ayudarme?
Asintió con la cabeza y fui a mi carro de donde saqué un traje de terciopelo
rojo que llevaba sobre el pecho cosidas doce perlas blancas. Las descosí y
guardando seis, le ofrecí a la vieja las otras seis. Ella se quedó mirándolas un
rato y lentamente se levantó y me dio veinte monedas de plata.
Partimos al día siguiente junto con otra caravana de gentes que iban al sur,
en busca de tierras arrebatadas a los moros esperando que alguien las ocupara.
Llevaban consigo todos sus pertrechos y, afortunadamente para nosotros, iban
despacio.
Yo sabía que a nuestra entrada en Valencia debía aparentar ser una viuda
de buena casa con dos hijos, una adolescente y otro recién nacido. No sabía
cómo planteárselo a Julieta, su cuerpo estaba todavía débil y su alma confusa,
pero sería mejor que su bebé, pasase por ser hijo mío, liberando así a Julieta
para que siguiera siendo una joven casadera.
Con la excusa de que el viaje podía fatigar en demasía a una Julieta cada
vez más pesada, fuimos haciendo etapas muy cortas, esperando nuevas
caravanas y uniéndonos a ellas para hacer una o dos jornadas como máximo,
quedándonos en albergues o poblaciones pequeñas hasta que Julieta se reponía
y podíamos seguir el camino.
Pasamos los Pirineos y entramos en un país nuevo, llegando días después a
Barcelona. Allí era donde todas las caravanas se aprovisionaban de nuevos
pertrechos, reparaban las carretas y compraban víveres. Nos encontrábamos
sin dinero. Todo el que había conseguido con la venta de las perlas ya se había
acabado. Recogí todos mis vestidos y haciendo un hatillo me dirigí a mercado
en la plaza central. Eran vestidos lujosos y de gran valor, pero no sabía cómo
iba a poder cambiarlos por dinero y algo de comida. Le dije a mi aya que me
acompañara, puesto que ella estaba más habituada a los cambios y al regateo.
Caminamos por el mercado, preguntado precios y viendo todas las
mercancías, observando a los que vendían y compraban, hasta que mi aya me
dio un empujón y me dijo:
— Vamos a seguir a esas mujeres que por su aspecto tienen que servir en
una casa importante.
Las seguimos disimuladamente por todos los puestos hasta que volvieron a
su casa. Se metieron en un caserón enorme, con una fachada de piedra y una
gran entrada con una escalera de mármol que subía hasta el primer piso.
Llamamos a la puerta y la misma mujer que habíamos seguido nos abrió la
puerta. Solo sabíamos una palabra en su idioma y fue lo que dijimos:
“¿señores?”. La mujer quiso cerrarnos la puerta, pero con gran rapidez mi aya
descubrió los vestidos dejándolos a la vista. Sus ojos se abrieron y con signos
nos dijo que esperáramos, cerrando la puerta. No tardó mucho en volverse a
abrir, y una señora de mediana edad, un poco más mayor que yo, empezó a
examinar mis vestidos, eligió dos de ellos y nos dio unas monedas a cambio,
antes de cerrarnos la puerta. Contamos el dinero, que apenas si llegaba para
hacer una buena comida, y salimos a la calle apesadumbradas. Habíamos
cambiado los dos mejores trajes por casi nada.
Volvimos hacia la caravana comprando por el camino algunas cosas
necesarias sin gastar casi nada, cabizbajas y pesarosas. A nuestro alrededor la
vida se manifestaba con grandes voces. Voces de los que vendían y voces de
los que compraban. Y entre todas ellas creí oír unas voces en mi idioma.
Rápidamente me dirigí hacia ellas. Vi a dos hombres de mediana edad que
discutían en italiano. Me acerqué a ellos y sacando fuerzas de flaquezas me
presenté como una gran dama en apuros. Les expliqué que necesitaba enviar
una carta a mi marido allá en Verona y se prestaron a ayudarme. Me
acompañaron hasta la delegación de unos comerciantes genoveses, y desde allí
pude enviar la carta solicitando más dinero a mi marido. Aguardé en la posada
tres semanas hasta que llegó su contestación con una cantidad razonable de
dinero. Me sentí aliviada, venturosa y di gracias a Dios.
Después de varias semanas nos incorporamos a una nueva caravana de
gente muy joven que seguía hacía el sur. Seguimos recorriendo el camino
bordeando el mar.
Cuando entramos en Peñíscola, supe que era el sitio idóneo para esperar a
mi nieto. Alquilamos una casa pequeña de pescadores junto al mar, a cambio
de una perla de las que aún me quedaban y prometiéndole más al propietario
en el caso de que nos quedáramos más tiempo del pactado. Era otoño y los
días se iban acortando cada vez más.
Noches y días se sucedían en una mezcla de quietud y ansiedad.
Paseábamos en los atardeceres serenos, esperando el regreso de las barcas de
los pescadores de arrastre con sabrosos pescados de roca que cenábamos a la
luz de la lumbre en la pequeña casa pintada de blanco y azul. Nuestros ojos
miraban el mar inmenso que, al otro lado, bañaba las costas de nuestro hogar.
El parto fue complicado puesto que Julieta era casi una niña, sus caderas se
negaban a abrirse para dar una vida nueva. Fueron horas tensas y
desesperadas. Y fue gracias a unas yerbas que nos preparó una vecina,
entendida en alumbramientos, que logró que el parto se produjera, y por fin
Julieta dio a luz a una hermosa niña. El parecido con Julieta era más que
evidente.
Julieta, extenuada miró a su hija y con una sonrisa, la puso sobre su vientre
y la acunó.
¿Quién las podría separar? ¿Quién podría decirle que para los demás, en un
futuro, aquella niña no podría ser su hija? ¿Qué cuchillo podría cortar la
maternidad de Julieta?
Dejé pasar los días. Dejé pasar las noches. La niña se desarrollaba bien y la
leche de Julieta era suficiente para hacerla crecer. No tuve valor, no podía
enfrentarme a esos ojos que miraban con ternura el fruto de un amor
desgraciado. Lucía había ocupado en el corazón de Julieta un lugar por propio
derecho, era la hija del amor, la hija de un sueño. Mis planes se venían abajo y
no veía cómo podía arreglarlo.
La niña empezó a reír una tarde de agosto en la que el calor hizo que
bajáramos a la playa en busca de la brisa suave y el agua refrescante. Las olas
acariciaban sus pequeños pies, que daban sus primeros pasos, hundiéndolos en
la arena blanca.
El verano se nos fue sin sentirlo y nos sorprendió otro invierno.
Aquel invierno fue frío, cayó casi de repente. Aquella tarde el mar
encrespado batía sus olas que, superando toda barrera natural, rompían
estrepitosamente contra la muralla de piedra. Había habido tormenta toda la
semana. El viento gemía entre las rocas, en donde encontraba un pasadizo del
que salía un estremecedor aullido. Los habitantes de Peñíscola lo llamaban “el
bufador”.
El mar revuelto impedía la salida de las barcas de pesca que nos
alimentaban. Habíamos bajado a la escollera para recoger unas clóchinas,
como hacíamos cada tarde, mientras duraba la tormenta. Las olas golpeaban
con fuerza el malecón salpicándonos con furia. Los relámpagos caían sobre el
mar, los truenos ensordecían nuestros oídos, el aire bramaba y resonaba en el
bufador de las rocas. El mar entró de repente, con fuerza, sobre las rocas,
arrastrando a Julieta, volteándola , llevándosela con él.
El terror me paralizó, miraba el mar buscando a Julieta que no aparecía.
Gritaba desesperada llamándola, hasta que, asustadas por mis gritos, acudieron
las mujeres mariscadoras que había por los alrededores y logramos sacar a
Julieta del agua.
Sobre las rocas, intenté que Julieta devolviera el agua que había tragado,
sacudiéndola para que volviera a respirar. La trasladamos a la casa y
encendimos un gran fuego, pero la fiebre enrojeció el rostro de Julieta y fue
consumiéndola rápidamente. Respiraba trabajosamente y el aire al entrar en
sus pulmones crepitaba como la rama verde en el fuego. El frío se había
apoderado de su cuerpo y su vida se escapaba. Ella, extenuada, sólo miraba a
su hija del alma.
Apenas podía hablar cuando en un susurro dijo:
—¡Cuídala, madre! En tus manos está su porvenir. Cuídala como hiciste
conmigo.

JULIETA

Una mano salió del mar y cogió la mía arrastrándome.


En mi cerebro resonaba la voz amada que me llamaba.
Cerré los ojos y caí al mar.
Reviví mi infancia, mis juegos, mis esperanzas, un tiempo de inocencia
que tan poco tiempo duró.
Volví a mi casa de Verona, al jardín de mis sueños.
Volví a los dorados días que me habían traído el amor de Romeo, a la
primera y última noche de amor que, iluminada por una luna blanca,
acariciaba mi alma llenándola de gozo.
Por mis ojos pasaron las almas atormentadas de los muertos, que en un
desfile macabro iban presentándose ante mí, hablándome dulcemente. Paris,
mi primo querido, Mercucio tan jovial y divertido como siempre me llamaba
con un movimiento de su cabeza.
Esperándome, la muerte se escondía en un rincón.
En mi fiebre veía a Romeo que me sonreía, me acariciaba. Romeo ¡por fin
juntos!
Sentí que me moría, quise resistir por mi hija Lucía, pero mi cuerpo
agotado no podía más.
En mi mente no solo veía momentos del pasado, triste y pesaroso.
En mi mente se despertaron nítidos mis últimos momentos con Romeo, su
último adiós, mi último beso.
Momentos de esperanza y amor encarnados en mi hija Lucía.
El desasosiego me invadió.
Me volví a mi hija, ¡cuánto dolor!
Me volví a mi madre y le rogué que cuidara de ella.
Madre, cuida de ella como lo hiciste de mí.
Cuéntale la historia de tu hija desgraciada.
Cuéntale la historia de su madre venturosa.
Cuéntale la triste historia de Romeo, que perseguido por el infortunio, tuvo
que partir de mí una noche aciaga, en la que la fortuna no quiso estar de parte
de los enamorados y la funesta muerte se presentó antes de tiempo.
Dile que la vida es corta, la fortuna caprichosa, y la muerte una celada que
espera tras cada esquina.
Dile que, si tiene la fortuna de conocer el verdadero amor, se abra a él,
como flor en primavera, puesto que la muerte siempre está al acecho.
Dile que ella ha sido mi bendición, mi dulce amor, mi bálsamo en la
desesperanza.
Te la entrego porque me voy.
Mis días se acaban como se acaba la luz del sol, como inexorablemente
viene la noche después el día.
¡Ojalá sea el mío el último infortunio de tu vida, madre!

FRAY LORENZO

Cuando me separé de Romeo, mi vida retirada de franciscano humilde, fue


a trocarse en una vida harto azarosa.
Durante mi larga estancia en estancia en Roma, el cardenal Capranica me
introdujo en la esfera de la curia vaticana. Allí me hice amigo de los
cardenales que eran fieles a Nicolás V, conviví con ellos y supe hacerme un
lugar al lado de los grandes hombres que manejaban la política, hasta que
recibí un nuevo encargo.
El cardenal Pietro Barbo me recibió en sus aposentos.
—Hijo,— me dijo, al inclinarme y besar suavemente su gran anillo
cardenalicio. — Tu misión no va ser fácil. Ya sabes que los tiempos andan
revueltos y la salud de nuestro Máximo Pontífice es muy delicada. Creo que
conoces a Francesco de la Róvere,— continuó—quiero que lo convenzas y lo
traigas a Roma, con la máxima seguridad y anonimato posible, ya que es uno
de los pensadores más destacados del momento y nos será útil en nuestro
entorno.
Fui a Pavía, donde Francesco de la Róvere cursaba sus últimos días en la
universidad. Me reconoció nada mas verme, ya que había sido discípulo mío
en su niñez, y una vez que le expuse los motivos que me llevaban a verle, no
me costó mucho convencerle de que su puesto estaba al lado del Sumo
Pontífice y de sus allegados.
De vuelta a Roma, encontramos la ciudad revuelta.
El Papa Nicolás V había muerto, abrumado por la conspiración en su
contra y por la caída de Constantinopla, y el cónclave cardenalicio estaba
reunido para proclamar a su sucesor. No teníamos nada mejor que hacer, así
que fuimos a la plaza de San Pedro y junto a muchos otros fieles allí
congregados esperamos la designación. La sorpresa fue mayúscula cuando
desde el balcón del Vaticano vimos asomar al cardenal más longevo de todos,
el cardenal Alfonso de Borgia que eligió el nombre de Calixto III.
“¡Un Papa extranjero!”, se murmuraba por las calles. Salvo los Papas
elegidos en Aviñón, que habían provocado el último cisma de la iglesia, nunca
antes había sido nombrado un Papa no romano y esto provocaba recelos.
Incluso yo me preguntaba cómo podía haber sido nombrado. Cuando tuve
oportunidad de volver a hablar con el cardenal Capranica me explicó que este
valenciano ya en la senectud, logró alcanzar la tiara de San Pedro en un
cónclave en el que los cardenales no sabían a quien nombrar. Las grandes
familias romanas seguían enemistadas y querían un Papa de sus allegados, lo
que había llevado al enfrentamiento abierto entre los cardenales. Alfonso de
Borgia había hecho valer su independencia, su experiencia y sus dotes
negociadoras para asumir el papado.
Calixto III, tenía poca salud y bastante personalidad. Durante nuestra
estancia en Roma me di cuenta de que el Pontífice creía firmemente en la
pacificación de los estados italianos, y sabía que sin ella, la lucha contra los
turcos era imposible.
El poderío turco era imparable. Memmet II era el dueño de Constantinopla
y ambicionaba conquistar todo el valle del Danubio, que estaba gobernado por
un príncipe adolescente y enemistado con su tío Federico III, el gran
emperador germano. Con gran audacia Memmet llevo un gran ejército a las
puertas de Belgrado y la sitió.
El único en ver el gran peligro que esto suponía para todo occidente fue
Calixto III que envió un delegado pontifical, Juan Carvajal, con un pequeño
ejército para ayudar en la defensa, y envió delegados a todas las cortes y
grandes familias para organizar la lucha contra los turcos. Si caía Belgrado, la
puerta de Occidente estaría abierta al poder musulmán. Desde los tiempos de
Atila el peligro no había sido tan evidente.
Todos predicamos con ahínco, pero no tuvimos respuesta alguna. Todos,
menos un compañero de la orden franciscana que a sus 70 años decidió pasar a
la acción y se trasladó a Polonia y Bohemia. Sus sermones eran tan encendidos
y tan vehementes, que al final de ellos los fieles que le escuchaban fueron
sumándose a un ejército sin armas ni preparación, pero muy numeroso y
fanático, que más tarde lograría romper el cerco que Memmet II había puesto a
Belgrado para unirse a sus defensores.
Juan Carvajal pidió ayuda a los estados italianos rogándoles atacaran a los
turcos por la retaguardia, pero los príncipes italianos estaban enzarzados en
sus propios problemas y Calixto III se vio impotente para enviar refuerzos. Así
que Carvajal decidió aprovechar su única oportunidad. Viendo que toda la
flota turca estaba compuesta de naves muy grandes y pesabas, buenas para
maniobrar en el mar pero no en el Danubio, se dispuso a atacar.
Por la noche y bajo su mando, salieron de la muralla unos cuantos hombres
que lograron atacar y quemar a la mayoría de las naves, así como todos los
alimentos y pertrechos de los turcos. Pasaron semanas manteniendo casi sin
víveres el asedio, hasta que los bravos jenízaros se rebelaron contra su general.
Memmet tuvo que ceder. Una gran victoria y una gran alegría para el viejo
Pontífice, que recibió en Roma a un Juan Carvajal, tan delgado y en tan malas
condiciones físicas que moriría a los pocos días.
Yo pasé unos años predicando en Mantua y Verona.
El viejo Papa cada vez se sentía más inseguro. Su independencia de las
familias romanas y de los reinados y repúblicas vecinas, le proporcionó una
fuerte enemistad con el Rey de Nápoles, que creía que podría manejarle a su
antojo. Vi como el Papa se rodeaba de amigos y familiares, y cómo repartía
entre ellos los cargos, como a su sobrino Pere Lluis de Borgia a quien puso al
frente de los ejércitos del Vaticano.
Predique también en Venecia. Una Venecia que, engrandecida por la
pérdida de poder de Constantinopla, era cada día más rica y poderosa. Pese a
todos los esfuerzos de Calixto III, Venecia seguía haciendo oídos sordos y
comerciaba con los turcos y su vida lisonjera era cada vez más escandalosa.
A mis oídos llegó una historia que me alertó en gran manera. La de un
joven que había llegado a Venecia hacia algunos años, había servido como
soldado de la república y había llegado a convertirse en un crápula bien
conocido. Honrado y reconocido por sus superiores había llegado a tener los
más altos honores militares, pero a su vez, metido en todos los asuntos
cortesanos, había caído en desgracia y en la enfermedad viviendo en la miseria
más absoluta.
Comprendí enseguida de quién se trataba. Supe que era Romeo, mi
protegido Romeo, pero, ¿porque se habría degradado hasta tal punto? No
sabiendo qué hacer, me retiré a mi convento en Verona.
Verona no había cambiado. Su aire provinciano calmó mi espíritu y
después de unos días de reflexión y meditación fui a ver al padre de Romeo.
Me encontré a un anciano, encorvado y envejecido por los acontecimientos
sufridos.
La muerte de su mujer y la muerte fingida y el destierro definitivo de su
hijo, le habían convertido en un viejo apartado del mundo que se encontraba
esperando la muerte. Su fortuna había menguado en gran manera, sus negocios
en manos extrañas iban a la deriva. Del esplendor de los días pasados no
quedaba ni un resquicio.
Los muebles desvencijados, los cortinajes raídos, daban a la estancia un
tono lúgubre del que me sentí responsable. Maldije el día en que, convencido
por el amor imposible de unos jóvenes insensatos, inicié el fatal desenlace de
unas vidas púberes. Viendo aquel viejo perdido en su infortunio, sentí en mí la
culpa.
Al verme se emocionó tremendamente y con voz trémula me preguntó qué
noticias traía de su hijo. Yo lo consolé contándole las grandes hazañas del
valiente Romeo. Relaté para él las batallas que se contaban en Venecia de
Constantinopla. Conté los continuos lances contra los corsarios turcos en los
que Romeo era siempre el ganador y pinté a un Romeo rodeado de lujos en
una Venecia que se rendía a sus pies.
Bien entrada la noche volví a mi convento. Tenía que idear un plan, tenía
que torcer la fuerza del destino y forjar una nueva vida tanto para Romeo
como para su padre. Pero tras varios días de ayuno y meditación, no encontré
una solución.
Entretanto las disputas entre los miembros de mi orden iban creciendo;
nuestro voto de pobreza chocaba frontalmente con la relajación que imperaba
en el vaticano. Algunos hermanos acumulaban riquezas y vivían lujosamente,
mientras otros seguíamos al pie de la letra la doctrina de San Francisco y
queríamos apartarnos de la vida tumultuosa y depravada de la curia y el clero.
Eran tiempos de confusión. Tiempos sangrientos, donde las revueltas eran
frecuentes y las luchas por el poder eran interminables. En general, el auge de
las ciudades era imparable. Éstas habían sabido protegerse de los grandes
señores feudales gracias a las prerrogativas reales, concedidas a cambio del
dinero necesario para financiar las tropas del reino. Todo el Mediterráneo
estaba salpicado de estas grandes ciudades que habían sabido engrandecerse,
Génova, Roma, Pisa, Valencia y Nápoles eran ciudades en proceso de
expansión con un comercio intenso entre ellas.
Nápoles era hermosa. Iluminada por el sol del Mediterráneo se abría en un
puerto majestuoso lleno de vida y actividad. Poseía una situación privilegiada
en mitad del mediterráneo y se había impuesto, dominando todas las rutas
comerciales en competición con Venecia y Génova. Llegué a ella requerido
por Francesco de la Róvere, recién proclamado superior de los franciscanos,
para intermediar en una disputa en nuestro convento en la ciudad. Y debo
admitir que los días pasados junto a él fueron la oportunidad que necesitaba
para aclarar mis ideas.
Francesco de la Róvere me oyó en confesión; todas mis culpas y pecados
salieron a la luz, todas mis equivocaciones pasadas y mis intervenciones
fallidas, tal y como habían sucedido, sin guardarme nada para mí. Fui
vaciando mi alma poco a poco y fui escuchándome, como sí otro estuviera
contando mi vida. Y él me escuchó tranquilamente, hasta darme la absolución
que cayó sobre mí como un ungüento frío sobre una quemadura profunda. Mi
espíritu se relajó, mi alma fue perdonada, y yo me quedé en la iglesia de San
Francisco rezando y llorando mi penitencia.
Al cabo de unos días tranquilos en mi celda, estaba preparado para
preparar mi vuelta a Venecia. Fue el propio Francesco el que me contó unas
noticias un tanto confusas que irían a servirme en el futuro.
“La seda que viene Oriente y de toda la costa de Turquía, está escaseando”
—me dijo con cara de preocupación—. “Ha habido una mortandad de gusanos
de seda en las regiones alrededor de Constantinopla que ha acabado con toda
la producción de este año. Los artesanos que producen tafetanes, terciopelos, y
demás artesanías están muy preocupados, se rumorea la quiebra del sector.
Esta desgracia podría ser una oportunidad para sacar a Romeo de la miseria de
Venecia y enviarlo en busca de la preciada seda que necesitan urgentemente
todos los que trabajan con ella. Su precio va a ponerse muy alto”.
Tenía toda la razón. Y yo, por fin, un plan. Uno inmejorable.

ROMEO

Los días de gloria han pasado. La fortuna siempre esquiva, me había


salvado la vida en Constantinopla para arrojarme a la miseria de mi nuevo
infortunio.
No diré que no me lo buscara o que no lo mereciera.
Cuando volvimos a Venecia en nuestra nave destrozada, abarrotada de
soldados heridos y descorazonados sin ánimo más que para llorar la pérdida de
Constantinopla, fuimos aclamados como héroes. Nos recibió con honores y
glorias una multitud enardecida que contrastaba con el ánimo de nuestras
almas.
Fuimos recompensados tanto moral como económicamente. Compré una
casa no muy grande a la orilla de un canal tranquilo, y mi vida se iba
recomponiendo paulatinamente. Era requerido en todas las reuniones sociales
que se organizaban en Venecia, y me adulaban las más bellas mujeres. Yo me
dejé llevar. Mi audacia no encontró limites, las puertas que encontraba abiertas
las traspasaba sin temor y las que estaban cerradas las forzaba sin
remordimiento.
Mi pequeña fortuna fue menguando y fueron aumentando los atropellos
que fui cometiendo. Me vi inmerso en riñas y desafíos, y envuelto en huidas a
medianoche de sábanas prestadas por damas casadas. Y como la fortuna nunca
estuvo de mi lado y mi genio era corto y mi daga siempre presta, me vi
envuelto en varias muertes de maridos agraviados que dieron con mis huesos
en la cárcel.
Con mis pocas posesiones logré comprar la libertad, y me vi abandonado
por todos, lamiéndome las heridas como un perro apaleado y abandonado. No
sabía a dónde ir y me sentía enfermo de añoranza de mi Julieta, de mi padre y
de mi hogar.
Así de desesperado me encontraba, cuando vi aparecer por la puerta de mi
cubículo a Fray Lorenzo. Mi buen amigo del alma, mi confesor, mi cómplice
miraba mi estado de miseria con ojos incrédulos. Quise relatarle todas mis
aventuras y desventuras, pero, poniendo una mano sobre mi boca, me hizo
callar.
¡Ay! Si pudiera hacer desaparecer todo ese pasado con mi silencio.
¡Si pudiera perdonarme y aceptar todo lo que paso! ¡Sí pudiera borrar todo
lo que sentí! ¡Si pudiera olvidar todo lo que no fui!
Pero no sentía remordimiento alguno. Mi vida había sido trazada por un
demonio que, despechado de la belleza de Julieta, me había maldecido por
poseer sus favores. Yo no era culpable. Yo solo fui un peón en una dura batalla
en la cual no había participado más que de convidado de piedra.
El plan que me propuso Fray Lorenzo me pareció excelente. Todo por salir
de aquel ambiente de miseria y podredumbre. El pensar que iba a volver a ver
a mi padre me produjo un sentimiento de felicidad extrema.
Viajé junto a Fray Lorenzo hacia el sur, hacía una pequeña localidad con
un pequeño convento franciscano donde me esperaba mi padre. Salí a su
encuentro y abrazándome a él lloré amargamente por el abandono en el que le
había dejado. Por la triste suerte que habíamos corrido y los sinsabores que
nos habían separado. Detrás de él vi a Remigio, al ayo que me había cuidado
de pequeño y me creía muerto. Sus ojos desorbitados me dijeron que nadie lo
había sacado de su error.
Lo cogí aparte y le conté el triste final de mi amor, hasta acabar llorando en
sus brazos.
Juntos viajamos a Nápoles.

MARGARETA

Me quede abrazada al ardiente cuerpo de Julieta hasta que se enfrió. De mi


garganta un lamento salía con una voz ronca y entrecortada. En mi locura
reprochaba a la muerte su presencia maldita.
—Muerte, ¿no te das cuenta que tienes al mundo por enemigo? Qué no hay
en ti ni asomo de piedad, sino de tristeza, pena y crueldad. Lo bonito lo tornas
feo, quitas la gracia, la belleza y dejas en su lugar la locura. Lo dulce lo
vuelves amargo, ¡maldita muerte!
Le ofrecí mi vida a cambio de la suya, la cambiaría gustosa.
La luz del alba entraba por la ventana y el sol salía del mar como si no
pasara nada, como todos los días, imperturbable. El tiempo no se paró, no se
abrieron los cielos ni se pararon las olas del mar. No sonaron las trompetas del
juicio final.
Pero mi niña ya no estaba aquí. Yacía inmóvil, serena, con una sonrisa en
la boca, con sus rubios cabellos cayendo como una cascada de oro sobre sus
hombros, y sus frías manos en las mías.
En mi corazón guardé su mirada, en mi mente su recuerdo, y en mi
espíritu, el firme convencimiento de no olvidar, de perdurar su vida en la vida
de su pequeña Lucía.
Las vecinas aparecieron con la luz del sol, llorando su pérdida. Hicieron un
sudario blanco y la pusieron en su cama. Rezaron acompañando su cuerpo frío
y pálido, hasta que se hizo la hora en la que todo el pueblo en procesión, con
la cruz de Cristo en la cabecera, vino a recoger los tristes despojos de Julieta y
nos acompañaron hasta el cementerio sobre el promontorio, donde la
enterramos mirando al mar. Sobre su tumba pusimos una cruz de madera y una
pequeña lapida que rezaba:
“Aquí descansa Julieta, de la casa de los Montescos,
vivió para amar y su amor deslumbró al mundo”.
Al volver del cementerio vi una gran caravana que se había detenido en el
pueblo. En ella viajaba una gran señora que volvía de Roma a Valencia y que a
causa de su malestar había decidido detenerse unos días en Peñíscola. Era Dª
Isabel de Borgia, hermana del Papa Calixto III y madre del obispo de Valencia,
Rodrigo de Borgia. Me acerqué a ella, puesto que, viniendo de Italia, podría
contarme noticias de mi tierra querida y añorada. Se interesó en nuestra
desgracia, y días después decidimos ponernos en marcha uniéndonos a su
caravana.
El camino fue agradable, entre moreras y naranjos que perfumaban el
ambiente cálido de aquella nueva primavera. Isabel y yo nos hicimos buenas
amigas. Llegando a Valencia, prometimos volvernos a ver.
Entramos a Valencia por la Puerta del Mar. Toda la ciudad estaba situada
en un meandro del río Turia que daba vida a sus ricas huertas a través de sus
ocho acequias principales. Dentro de las murallas la actividad era frenética. La
circulación por sus calles estrechas, llenas de tiendas que aprovechaban las
calles para exponer sus mercancías, era difícil. La gente hablaba a gritos,
despreocupada y alegre.
No sabía muy a dónde dirigirme. Me encontraba en una calle más ancha
por la que circulaban caballos y carros. Había muchas casas en construcción.
Dejé atrás un palacio casi acabado y me dirigí a la catedral. Entré y me
arrodillé ante la Virgen. Le conté la desgracia de Julieta y la bendición de
Lucía. Le encomendé el alma de Julieta y le pedí la protección para su hija. Y
salí reconfortada, dispuesta a afrontar una nueva vida.
Llevaba el sobre con la dirección escrita que me había proporcionado mi
marido en Verona, de un comerciante amigo suyo que sería el encargado de
buscarnos alojamiento. Preguntando a los transeúntes por Lluis Santangel, me
dieron razón de él al instante. Como todos los judíos en esta ciudad, aunque su
familia hacía tiempo que era conversa, vivía en un barrio aparte, amurallado
dentro de la muralla. Me dirigí hacia allí.
Habían pasado más de dos años desde que mi marido se había puesto en
contacto con él para hacerle saber que llegaríamos en poco tiempo. Nuestra
tardanza en llegar a Valencia les había alarmado y ya no esperaba que
apareciéramos. Se mostraron muy sorprendidos al verme llegar con una niña
pequeña, puesto que sus noticias eran que llegaría sola. Pero fueron muy
amables y nos dieron alojamiento.
Mandé una misiva a mi marido por mediación de D Lluis, donde le daba
cuenta del nacimiento de Lucía, hija suya, ya que sin saberlo yo estaba
embarazada al partir de Verona, y le suplicaba que viniera a vernos a Valencia.
D Lluis era muy adusto, alto y bien vestido. Brianda era una mujer afable,
bien parecida y jovial. Tenía unos años más que yo y tres hijos ya crecidos.
Hicimos amistad de inmediato. No preguntó nada, ya habría tiempo de
confidencias, solo se interesó por mis planes.
—Instalarme aquí en Valencia— le contesté. —Quiero alquilar una casa y
establecerme en esta ciudad.
Al día siguiente me acompañó a comprar paños y telas y llamó a su
modista, que vino a su casa a tomarme medidas para la confección de trajes
nuevos para mí y para Lucía.
Encontrar casa fue más difícil.
Tras días de infructuosa búsqueda junto a Brianda, me acordé de Dª Isabel
de Borgia, que se había ofrecido a ayudarme y que al despedirse me dijo que
viviría en el Palacio Arzobispal. Pedí audiencia y ella nos recibió
amablemente. Me dijo que su familia tenía una casa, cerca de la parroquia de
San Nicolás.
Al día siguiente por la mañana, fuimos a verla. La casa estaba situada en
un barrio ruidoso, pero la calle era buena. Tenía una entrada para carros y un
pequeño huerto en el centro, además de sus dos plantas. La segunda de ellas
estaba ya amueblada y dispuesta para ser habitada.
El contrato fue firmado con el consentimiento de D. Lluis que tenía en
depósito el dinero enviado por mi marido, con el encargo de administrarlo.
Fueron unos días muy dichosos, en los que Brianda y yo nos dedicamos a
comprar el ajuar de la casa y todo lo necesario para la cocina. Contraté
servicio para la casa, una cocinera que venía de la costa sur de Valencia y dos
muchachas árabes que me recomendaron.
La vida parecía que se serenaba y Lucía empezaba a decir ya algunas
palabras.

FRAY LORENZO

Pusimos rumbo al sur, hacia la ciudad de Roma donde nos quedamos unos
días alojados en las inmediaciones del Vaticano, alojados por Pietro Barbo.
Las noticias sobre el estado de salud de su Santidad corrían de boca en boca.
Ya en su lecho de muerte, el anciano Papa no era capaz de apaciguar los
ánimos de las grandes familias romanas. Los Orsini habían urdido un pacto
entre ellas, hasta ahora enfrentadas, para llevar a cabo su venganza: perseguir
y dar muerte a todos los valencianos, compañeros del Papa. Incendios y
saqueos se propagaron por toda la ciudad y las hordas insurgentes rodearon las
dependencias papales.
El sobrino predilecto de Calixto III, Pere Lluis Borgia, prefecto de la
ciudad y a cargo de todas las finanzas del Vaticano, fue sitiado y su vida
puesta en peligro.
De madrugada di mi bendición a Pietro Barbo y a Romeo, que junto al
hermano pequeño de Pere Lluis, Rodrigo de Borgia, habían ideado un plan
para sacar a Pere Lluis del Vaticano, llevándolo a toda prisa al puerto de
Roma. Lograron entrar en el Vaticano y, a través de un largo pasadizo por
debajo de las murallas, salir al Castillo de Sant Ángelo y poner pronta fuga
hacia el Puerto de Roma. Allí esperaron inútilmente una galera que
transportara al joven Pere Lluis a Valencia.
Civitavecchia fue el puerto final para el sobrino de Calixto III. La muerte
que le acechaba vino a espantar su caballo y él quedó prendido del estribo,
siendo arrastrado hasta que Rodrigo y Pietro pudieron darle alcance, sin
apenas un hálito de vida. Vi la tristeza que se reflejaba en los rostros de mis
amigos cuando los volví a ver, pero en rostro de Rodrigo había algo más, una
determinación y un valor que no lo abandonaría jamás. Su orgullo y su
personalidad lo habían envalentonado. No se volvió a esconder, y mientras era
perseguido y sus posesiones saqueadas, él, permaneció a los pies de la cama
de su tío moribundo, y fue él quien le cerró los ojos.
A los pocos días de la muerte del Papa, se celebraron los funerales que toda
Roma le dispensó y el nuevo congreso cardenalicio, al que Rodrigo asistió
como último cardenal investido por Calixto III. Las grandes familias seguían
divididas y también tenían divididos a cardenales. Después de varias
votaciones sin consenso, Rodrigo se levantó y se puso al lado de Eneas Silvo
Piccolomini, y con un discurso encendido defendió la candidatura de esté.
Pronto la humareda blanca anunció la designación de nuevo Papa. Pio II hacía
su entrada en la historia.
Despidiéndome de Pietro, continuamos nuestro viaje llegando a Cuma,
antesala de Nápoles, viendo a lo lejos los cráteres del Vesubio que estaba
dormido, florecidos con viñas. Pasamos por la laguna Averno, la laguna del
infierno de los clásicos, donde creí dejar todos mis demonios para encontrar
una vida nueva, una esperanza nueva para mí y para mi Romeo. Cuando
entramos en Nápoles dejé a mis tres amigos alojados en el convento y me fui a
visitar a Francesco de la Róvere.
Tardamos unas semanas en completar el plan. La mejor seda que se podía
conseguir en aquellos días se decía que estaba en Valencia, ciudad favorecida
por su situación en el Mediterráneo y por la debilidad de otros puertos con más
dificultades políticas, económicas y censales. Así que hacia allí partió Romeo
con nuestras ilusiones y bendiciones y con todos sus recursos económicos en
una bolsa.

REMIGIO

Me mantuve al lado de Romeo todo el viaje. No tenía muchas ganas de


hablar, pero poco a poco conseguí que me contara algunas cosas; sin
presionarle, su corazón se fue abriendo.
Así supe de la caída de Constantinopla, y vi como en su retina seguían
vivas las imágenes de sus compañeros muertos. Me contó la historia de aquel
muchacho que con apenas nueve años había perdido a su padre durante los
primeros días de asedio, y que sin perder la entereza, salía todas las noches a
rellenar los huecos que el cañón dejaba en la muralla; la leyenda de los
temibles jenízaros: niños blancos, cristianos, secuestrados de pequeños a
familias pobres de los alrededores de Anatolia o comprados a padres
desesperados, que habían sido educados en la religión mahometana con el
único objetivo de ser una elite guerrera, brava y feroz, sin vínculos familiares;
la vida azarosa que le proporcionó Venecia: los duelos a espada, sus meses de
cárcel, su ruina. Comprendí su cara envejecida y su mirada triste. Había
perdido en todos los frentes: en la batalla, en el amor y en el honor.
Preso mi corazón de un pesar inmenso, llegamos al golfo de Nápoles.
Durante los días siguientes, me propuse animar a Romeo. Le conté los
avatares de su Verona natal, le di nuevas de sus amigos y compañeros y le
puse al día de cómo poco a poco se había ido diluyendo la rivalidad entre
Montescos y Capuletos, Pareció que mis palabras eran bien acogidas, que mis
relatos calmaban su alma y que él iba recuperando su dignidad perdida.
Y juntos embarcamos hacia Valencia.


Dª BRIANDA

Desde que vi a Margareta supe de inmediato que seríamos buenas amigas.


Las alojé en mi hogar con satisfacción, puesto que mis dos hijos pequeños
Jaime y Galceran estaban en Montpellier cursando sus estudios y la casa se
encontraba vacía y triste, sin sus constantes algarabías. Y enseguida me
propuse ayudar a esa mujer en lo que pudiera.
Pasamos semanas buscando una casa para ella y su hija. Conocí a Dª Isabel
de Borgia, dama noble, hermana del Papa de Roma y gran mecenas de la
ciudad de Valencia, quien le alquiló su nueva casa. Los meses siguientes
fueron de gran actividad, hasta que todo estuvo al día. Le presenté a Margareta
a mi modista, a mis proveedores y a mis amistades. Y fui viendo crecer a
Lucía y convertirse en una niña preciosa a la que quería como si fuera mi hija.
Cuando cumplió la edad para empezar su educación Margareta eligió al
que había sido tutor de mis hijos, un letrado judío que daba clases en su casa a
grupos muy pequeños de niños de clases acomodadas. Lucía desarrolló pronto
una buena disposición para los estudios, y destacaba siempre en juegos y
adivinanzas. Con ella íbamos a misa y a las procesiones, comprábamos y
paseábamos por la ciudad que iba creciendo día a día.
El marido de Margareta venia en ocasiones a Valencia, siendo en esos
periodos cuando nuestra relación se volvía más formal y preparábamos
convites donde nuestros esposos hacían sus negocios mientras nosotras
agasajábamos a sus invitados, que solían ser genoveses y napolitanos
comerciantes como ellos. Gracias a estas reuniones mi marido consiguió del
rey regente D. Juan la concesión de los derechos que pagaban los Genoveses
residentes en Valencia, y el marido de Margareta concesiones de importación
sobre todo de telares y manufacturas de la seda.
La seda se estaba convirtiendo en la industria más importante de la ciudad.
Su precio había subido mucho por la carestía en otros mercados y el Consell
de la ciudad había gestionado la importación de telares para su procesamiento
y la llegada de artesanos desde Italia para enseñar el arte de tejer, llegando a
tener doce telares ya establecidos en la ciudad.

MARGARETA

Una vez instalada, la vida fue recomponiéndose y aplacándose


paulatinamente. Al poco de establecerme recibí una carta de mi esposo, en la
que se mostraba sorprendido por el nacimiento de su hija y me anunciaba su
próxima llegada. Llena de gozo me preparé para recibirlo, embargada por la
añoranza y algo de temor.
Cuando llegó el día señalado vestí a Lucía con su mejor vestido y nos
dirigimos hacía el Grao, el puerto de Valencia. No era un puerto muy grande,
pero los barcos podían acercarse hasta la orilla, donde un malecón construido
en madera, permitía la descarga de las mercancías que se importaban y la
carga de los productos que se mandaban fuera.
Volví a reencontrarme con el mar, azul intenso como lo recordaba, tan
inmenso y traidor, que me había arrebatado lo que yo más quería. En el
horizonte una vela blanca hizo su aparición y mi corazón se aceleró. Entre los
pasajeros del gran bajel descubrí a mi marido. Con el pelo completamente
cano, bastante envejecido, no había perdido su porte ni su buena presencia. De
mis ojos brotaron las lágrimas sin poderlo evitar, y cuando llegué a abrazarlo
dentro de mí volvió a nacer el amor de antaño, ése que yo creía muerto, pero
más maduro, sin las prisas de la juventud, sereno y profundo como las aguas
de un ibón, cálido y sensual como el perfume de la rosa.
Miré en sus ojos. Traspasé sus pupilas. Me fundí en su corazón y casi sin
hablar fuimos a casa, donde ya en nuestro cuarto lo desnudé, y sin prisa, sin
pausa, recorrí todo su cuerpo, con mis manos, con mi boca, reconociendo
todas sus formas, despertando su pasión, descubriendo nuevas arrugas,
encontrando viejos recuerdos y sensaciones. Dejé que me estrechara con sus
brazos, desnuda para él, el sol entrando por la ventana, y me abrí en sus
expertas manos; nuestros cuerpos volvieron a acoplarse hasta que el placer nos
atenazó la garganta y, en un grito de triunfo, él se vació en mí y yo en él.
Sudorosos y extenuados volvimos a mirarnos, a reconocernos, a amarnos.
Su mano acariciaba mi espalda arrancándome temblores y
estremecimientos erizando mi piel. Cogió mi cabeza entre sus manos,
besándome en la boca con pasión reencontrada.
¡Cuánto tiempo perdido! ¡Cuánto amor desperdiciado!
—Tienes que contarme muchas cosas— dijo— tu viaje, tus andanzas. Te
encuentro distinta, más madura, mas experta. Sigues siendo bella, pero tu
belleza es más serena. Te ha sentado bien separarte de mí, tu independencia
me ha sorprendido gratamente. Tenemos que hacer planes para el futuro.
Por la noche, ya en la cena, Lucía se le acercó y subiéndola a su regazo, la
miró con atención, sonrió y dijo que era una repetición de su amada hija
Julieta, como si Dios le diera una segunda oportunidad.
Pasó una larga temporada conmigo en Valencia, pero al final sus negocios
en Génova lo reclamaban y tuvo que partir de nuevo.
Me quedé de nuevo sola con Lucía que iba creciendo y con su alegría
llenaba todos los huecos de la casa. Todos los días le contaba cosas de su
hermana Julieta, como me había propuesto que la niña creyera, y Lucía crecía
con un parecido tan grande con su madre que a veces creía verla en ella.
Una mañana fría hubo un conato de ataque al barrio judío, que, gracias a la
intervención rápida del Justicia, fue sofocada en pocas horas sin graves daños.
Pero desde entonces el temor y la envidia hacia los judíos fue más evidente y
se hicieron esfuerzos por sacar del barrio judío a los conversos, instándoles a
instalarse en otras casas de la capital. D. Lluis compró una casa fuera del
barrio judío, en una calle que se llamaba Castellvins, que no estaba muy lejos
de su anterior casa pero ya fuera de sus murallas. Poco a poco iba dejando en
manos de su hijo Lluis parte de sus negocios que iban creciendo notoriamente.
Galceran , el hijo mediano de Brianda, había acabado sus estudios de medicina
en Montpellier y había pasado el examen obligatorio que lo acreditaba como
médico que le permitía ejercer en la ciudad de Valencia. Ejercía como
ayudante de un galeno muy famoso en la ciudad D. Luis Alcañiz, médico
oficial de la reina madre, Dª María. Galceran, atendía con gusto todas las
pequeñas enfermedades que le acontecieron a Lucía, las que me alarmaban
posiblemente más de la cuenta.
Estábamos en la entrada del verano cuando las campanas de toda Valencia
empezaron a tocar a muerte. Toda la ciudad se paró, los comercios cerraron,
los mercados se recogieron y la gente acudió a sus iglesias donde empezó a
divulgarse la noticia de la muerte del rey D Alfonso en Nápoles. La ciudad
declaró tres días oficiales de luto, y el palacio real donde residía su esposa Dª
Maria se cerró a las miradas extrañas. La reina, vestida de negro, salió de él en
una majestuosa procesión hasta a la catedral donde se hicieron los funerales.
En el sitial del obispo, rodeada de todos los diáconos del reino, estaba Dª
Isabel que, con una reverencia, salió a recibirla y se mantuvo a su lado en todo
momento.
**
Una mañana estábamos paseando por el mercado, cuando Lucía se acercó
a un viejo moro que llevaba un hatillo de hojas de morera y vendía gusanos de
seda. Lucía se encapricho de los gusanos y Brianda tuvo una idea genial que
pusimos rápidamente en marcha. Fuimos al mercado de la seda y nos hicimos
con una buena provisión de huevos de gusanos que extendimos en las cámaras
de nuestras casas. De los huevos salieron pequeños y voraces gusanos blancos
que hicieron las delicias de Lucía, que los limpiaba, y les ponía nuevas y
frescas hojas. Así logramos una muy buena producción de capullos de seda
que se vendieron en el mercado a muy buen precio.
Ya en verano, las campanas del Miguelete empezaron a repicar a muertos.
Una a una, se le fueron uniendo todas las campanas de la ciudad y el duelo que
se extendió por todos los rincones. Había muerto Calixto III.
Pero la muerte golpeó a Dª Isabel por partida doble, no sólo se llevó a su
hermano el Papa, sino también a su hijo primogénito Pere Lluis, en una
revuelta en Roma a la muerte del Pontífice. Valencia se llenó otra vez de luto.
El primer Papa valenciano había muerto y su ciudad le dispensó unas exequias
dignas de un rey. La catedral volvió a abrir sus puertas. Oraciones y cánticos
de dolor se oyeron por toda la ciudad durante tres días y tres noches que
duraron los funerales.
La misa fúnebre fue presidida por Isabel que llegó envuelta en un velo
negro y sin fuerzas, sujeta a la Reina Dª María. Cuando se acabó la ceremonia,
una larga fila de personajes relevantes de la ciudad dieron su pésame a la
familia Borgia. Cuando ya habían pasado todos, me acerqué a Isabel
inclinándome a sus pies y mirándole a los ojos le dije que ninguna madre
debería sobrevivir a ningún hijo. Se adelantó hacía mí y me abrazó llorando.
No sobrevivió muchos días a tan trágicos sucesos y poco a poco fue
apagándose como una vela sin cera, sin fuerzas para sobrevivir. Solo volvió a
abrir los ojos para ver a su segundo hijo, Rodrigo, en cuyos brazos expiró.

ROMEO

El viento hinchaba las velas blancas que me alejaban de los días que no
quería recordar. El sol, en lo alto, brillaba y me daba nuevas fuerzas. La bahía
de Nápoles quedó atrás, con sus castillos construidos al borde del mar, y con
mi padre y Fray Lorenzo esperando mi vuelta, a los cuales procuraría no
decepcionar.
El barco iba lleno de soldados y comerciantes que hacían la travesía con
frecuencia. La tarde se volvió oscura y el temporal arreciaba en las velas del
barco que crujía bajo nuestros pies. En pocos minutos el mar embravecido
parecía que nos iba a tragar. Me arrastré bajo unos aparejos de pesca,
sujetándome a las maromas que encontré para no salir despedido por las olas
que barrían la cubierta.
Un temor irracional me hizo creer que la muerte venía por mí, y sollozando
relaté mi triste existencia a quien me quiso oír. Entre los pasajeros, la
casualidad quiso que también viajara Rodrigo de Borgia, a quien había
conocido unos días antes cuando salimos a rescatar a su hermano Lluis Pere
junto a Pietro y Francesco de la Róvere. Iba vestido de cardenal y al verlo,
descargué mi alma en una última confesión, esperando ver en el cielo la mano
de Julieta que me rescatara de aquella espantosa tormenta. Pero la muerte
siempre esquiva volvió a ignorarme y pasé el resto de la travesía conversando
con Rodrigo, que intentaba consolarme y consolarse a si mismo después de la
trágica muerte de su hermano.
Al llegar al Grao de Valencia, contraté un transporte que me condujo por la
ciudad hasta la casa de los Barbini, unos comerciantes genoveses que me
darían alojamiento. Remigio y yo paseamos por las calles de la gran ciudad,
fuimos a su mercado central donde se concentraba la actividad comercial de la
gran urbe. La iglesia de los Santos Juanes presidía majestuosa el espacio y
frente a ella estaba situada la lonja de la seda. La temporada ya estaba muy
avanzada y toda la producción de seda en rama ya había sido vendida hacía
tiempo. No quedaba nada de seda que comprar.
Desesperado, no quise darme por vencido y a la mañana siguiente alquilé
un carro y un caballo y me dirigí por caminos vecinales hacia todas las
alquerías cercanas, donde los moriscos se habían especializado en la
producción e hilado de la seda. Los primeros días no encontré nada, pero
conforme me iba alejando de Valencia, en las pequeñas poblaciones del sur iba
teniendo noticias de otras alquerías más lejanas donde quedaba algo de seda.
En mi caminar llegué hasta Játiva, pequeña pero muy próspera ciudad, cuna de
la familia de Rodrigo de Borgia. Pase por el señorío de Gandía y el
marquesado de Cullera y todas las alquerías del camino, donde compré seda
en rama y ya hilada y dejé señal para la compra de la seda que se haría el año
siguiente.
Tardé tres meses en regresar a Valencia, siempre en compañía de mi buen
amigo Remigio que hacía las veces de padre conmigo. A mi regreso llevaba
seda suficiente para contratar un velero hacía Nápoles.
Aún pasé unas semanas en Valencia. Era una ciudad abierta, con calles
amplias, donde la vida social era intensa. Las noches eran cálidas y los
ciudadanos salían a pasear sin temor hasta altas horas de la madrugada, los
comercios y panaderías se mantenían abiertos toda la noche y en cada barrio,
en cada esquina, se organizaban juegos y bailes. La gente solía cenar en mesas
que sacaban a las calles donde se organizaban tertulias y discusiones sin
preocuparles lo avanzado de la noche puesto que tampoco madrugaban
demasiado.
Paseamos todas las noches, hasta que nuestros pasos nos llevaros a la
mancebía de la ciudad. Era un pueblecito dentro de la gran ciudad. Estaba
totalmente amurallado y tenía una gran puerta de entrada. En ella, el portero
pedía a todos los visitantes todas las pertenencias de valor que pudieran llevar
consigo, con la promesa de devolverlas íntegras a su salida y sin coste alguno,
avisándonos que si no las dejábamos no se haría responsable de su pérdida o
robo. Dentro, en las calles de tierra bien regadas, se veían unas casas pequeñas
muy decoradas con plantas y flores. En las puertas, las prostitutas se
mostraban bien vestidas, con escotes que dejaban ver los pechos y las faldas
recogidas por un lado en la cintura, dejando ver sus piernas. Elegimos dos
mozas morenas, de procedencia árabe, con los ojos grandes y grandes pechos,
con las que pasamos toda la noche.
Por las mañanas, recopilábamos todos los capullos y seda en rama que iban
llegando en carros desde donde los habíamos comprado, y los guardábamos en
un gran almacén del Grao de Valencia; por las tardes nos aseábamos y
descansábamos en la casa de los Barbini y al anochecer volvíamos a la
mancebía.
Al final del verano, volví a embarcar rumbo a Nápoles.

MARGARETA

Con la muerte del Rey Alfonso el Magnánimo, el Consell de la ciudad de


Valencia había acatado la sucesión de su hermano Juan, nombrándole Rey de
Valencia, invitándolo a entrar en la ciudad para jurar sus fueros. La entrada por
primera vez de un rey a la ciudad era un acontecimiento extraordinario. Toda
ostentación de lujo y poder era representada ante los ojos del Rey para que
éste fijara su mirada en la ciudad, y la hiciera grande entre las grandes. Los
balcones debían ser engalanados con tapices y escudos de la ciudad, las calles
debían esta bien limpias y regadas, todas las fachadas y balcones adornados
con ramajes y flores. Las calles, plazas y terrazas bien iluminadas y se
cerrarían todos los comercios durante tres días.
Mi casa estaba situada en el recorrido procesional. Mandé recado a mi
marido para que viniera a Valencia puesto que semejante ocasión daba la
oportunidad de celebrar una gran fiesta y ejercer de anfitrión, y podía reportar
pingües beneficios. Contratamos más servicio, y empecé a organizar, ayudada
por Brianda, todo lo que se iba a servir en el grandioso acontecimiento. El
portalón de madera de la entrada principal estaría abierto, y lo adornaríamos
con retama y calas blanca que crecían en el pequeño jardín del interior
alrededor del pozo. La escalera principal, estaría iluminada por velas blancas
compradas para la ocasión. El patio con sillas, sería ocupado por los hombres,
mientras las mujeres ocuparíamos los balcones superiores.
La modista de Brianda fue la encargada de hacernos lujosos trajes con
escotes generosos, que estaban de moda, para la ocasión. Yo me vestiría con
un traje se seda verde oliva, con talle ajustado y un escote que dejaba casi al
aire mis pezones. Para Lucía elegimos un traje color marrón dorado que
resaltaba sus ojos azules y unas cintas del mismo color para su pelo.
Brianda trajo de su casa colchas muy vistosas para colgar de los balcones,
a los que añadimos unos escudos de la ciudad bordados en rojo y oro.
Contratamos músicos y juglares que después de la procesión amenizasen la
cena, y alquilamos servicio de mesa de plata suficiente para todos los
comensales. Despejamos de muebles, todas las habitaciones de la primera
planta que daban a la calle, comunicándolas entre sí, logramos una estancia
larga y capaz para albergar una gran mesa central con manteles de hilo con
bordados traídos de Brujas.
Pasamos los tres últimos días cocinando. Escabechamos más de cien
perdices, que irían acompañadas por todo lo que crecía en la huerta de
Valencia, asamos tres cabritillos y nos aprovisionamos de dulces típicos de la
ciudad, hechos con almendra y miel, heredados de la cocina árabe.
El día del evento, los invitados empezaron a llegar temprano. La entrada
del rey no estaba prevista antes del mediodía. Cuando las campanas
anunciaron el Ángelus, salimos todos los invitados hacía la puerta de Serranos.
La calle parecía mucho más ancha puesto que habían sido retirados los
tenderetes de madera, con los que los comerciantes invadían la calle para
ampliar sus tiendas.
Por fin, el trompeta pública, con un sonido agudo y prolongado, anunció la
llegada del Rey. El Consell en pleno, acompañado de diez jurados lujosamente
engalanados y los prohombres elegidos de la ciudad, atravesaron el puente de
madera hacía la comitiva real. En ella se encontraba Lluis Santangel, y
Brianda lo miraba con admiración.
En un muy estudiado acto protocolario, el justicia civil leyó un discurso y
ofreció a su Majestad las llaves de la ciudad, acompañándole, entrando por la
Puerta se Serranos, hasta el sitial dispuesto en la plaza, donde se sentó el
soberano.
Y entonces empezó el festejo. Volvimos deprisa a la casa para tomar
posiciones en los balcones. Repartimos vino a todos los invitados y nos
dispusimos a contemplar el espectáculo. Lucía, con las manos en los oídos,
reía y gritaba. Todo el público aplaudía y gritaba emocionado.
Tras el paso de todos los gremios, los alguaciles y los personajes habituales
que desfilaban en Corpus apareció el pendón del reino, portado por un joven
vestido con traje a rayas y el escudo de la ciudad en el pecho, y justo detrás de
él, subido a una carroza decorada con flores, el rey saludaba complacido a los
ciudadanos que lo vitoreaban.
Una vez pasada toda la comitiva, nuestros invitados comentaban entre ellos
lo grandioso de lo visto. Los juglares empezaron a tocar y, una vez nos
sentamos a la gran mesa, se sirvió la comida y la bebida hasta bien entrada la
tarde.
En la catedral el rey juró los fueros ante toda la ciudad e hizo un gran
discurso en el que, agradeciendo el recibimiento y los festejos, pedía más
dinero y recursos para luchar contra la ciudad de Barcelona que se había
levantado en armas. Valencia, que era rica y prospera, se lo concedió.

LUCÍA

Se iba acercando mi quince cumpleaños y era hora de dejar los juegos


infantiles que habían sido mi vida hasta ahora. Mis días habían transcurrido
entre los estudios y los juegos hasta aquel momento, plácidos y felices.
Mis compañeros eran los chicos y chicas que vivían en mi misma calle.
Los veía todas las tardes en la plaza, una vez acabado mis estudios. Nos
conocíamos de toda la vida. Habíamos jugado juntos desde muy pequeños
cuando salíamos a pasear con nuestras niñeras, siempre al mismo sitio.
De niñas, nuestras muñecas de trapo hacían el papel de hijas díscolas o
dóciles que consumían nuestro tiempo y paciencia en la representación de
nuestras madres. Asumíamos los roles que de mayores nos tocaría representar
en la sociedad y practicábamos nuestros papeles con verdadera pasión.
Cuando fuimos creciendo, dejamos atrás las muñecas para incorporarnos a los
juegos de los chicos.
Nosotras siempre habíamos sido más precoces, y cuando ellos todavía
luchaban en batallas imaginarias, rescataban a princesas en apuros o luchaban
contra el malvado, nosotras mirábamos a una cierta distancia, intentando
siempre llamar su atención. Al principio parecía que nunca nos harían caso,
pero poco a poco fueron acercándose a nosotras, proponiendo nuevos juegos
conjuntos.
Poco a poco la plaza se nos quedó pequeña y fuimos ampliando nuestros
territorios a calles y plazas vecinas. Cuando caía la tarde, volvíamos a casa
para arreglarnos y salir con nuestros padres. En Valencia la costumbre de
pasear desde la caída del sol hasta altas horas de la noche era sagrada. La
buena temperatura invitaba a ello y los valencianos eran muy dados a la
conversación y el galanteo.
En las noches de verano, los gremios en días señalados organizaban bailes
en la calle. A mí me dejaban siempre asistir si íbamos todos juntos y nos
acompañaban los padres de Ampar o de alguna de los otros padres de la
pandilla. Nuestras madres nos obligaban a arreglarnos como mujercitas para
asistir a ellos.
Los trovadores entonaban canciones y seguidillas compuestas por poetas
locales y foráneos que hacían las delicias de los reunidos y la música de la
vihuela, la dolzaina y el tabalet se oía hasta altas horas de la madrugada.
Bailábamos entre nosotras, imaginando que eran apuestos muchachos los que
nos sacaban a bailar y siempre vigiladas por madres o niñeras y así, de este
modo, permanecíamos levantadas hasta altas horas de la noche.
Mis compañeras de juegos me llamaban la italiana, pues en mi casa se
seguía hablando en una lengua diferente a la que empleaban por aquí, y mi
padre me traía cada vez que venía a casa, telas y objetos que mis amigas no
habían visto nunca. Como el espejo de mano en el que contemplaba mi cara.
Mis cabellos dorados caían sobre mi frente, y mis cejas enmarcaban unos ojos
color violeta poco comunes. Me sonreía a mi misma contenta de mi imagen,
mientras mi vieja aya pasaba el peine por mi pelo una y otra vez, dándome
unos tirones increíbles. Me había hecho mayor casi de repente. Ya no me
apetecían los juegos infantiles con los chicos del vecindario, ahora las chicas
preferíamos pasear, haciéndonos las interesantes delante de ellos. Ellos nos
miraban embobados, no podían entender el cambio que habíamos sufrido tan
repentinamente y nos seguían embobados por las calles como si lleváramos
una cohorte de pretendientes en ciernes. Nosotras reíamos y cuchicheábamos
delante de ellos.
Una tarde en la que estábamos todos juntos en una plaza cerca del mercado
central, noté que un hombre se quedaba mirándome fijamente. Le devolví la
mirada con una sonrisa cuando de repente, cayendo postrado ante mí, empezó
a gritar y gemir en la misma lengua que mis padres.
— Julieta, ¿de dónde sales Julieta? ¡Te he vuelto a encontrar! — me decía,
mirándome con los ojos llenos de lágrimas y una mirada enloquecida — ¿No
me reconoces, Julieta? ¿Tanto he cambiado que no reconoces al esposo que te
ha buscado por todos los rincones del mundo, al amante que ha perseguido tu
imagen creyéndola ver en todos los ojos de las hermosas mujeres que se han
cruzado en mi camino, al amigo que abrió tu corazón con la llave del amor?
Se aferraba a mis pies y casi me hizo caer. Yo lo miraba espantada. Noté
como todas las miradas de los transeúntes se habían posado en mí y mis
mejillas enrojecieron, mi respiración se aceleró. Era como si el tiempo se
hubiera detenido, la plaza había empequeñecido y todo parecía oscuro.
Sus ojos desorbitados me miraban fijamente como si hubiera encontrado a
un fantasma de su pasado. Eran unos ojos tiernos y enloquecidos, profundos y
oscuros.
Pude desasirme y escapé corriendo de aquel loco que me confundía con
otra, avergonzada y asustada, hasta que fui rodeada por mis amigos que se
preguntaban que había pasado. No me pude quitar de la mente la escena en
varias semanas, y andaba por las calles con el temor de volvérmelo a
encontrar.
Pero, por más que le daba vueltas, no le encontraba ninguna explicación.
Pensé que podía haber sido algún conocido de mi hermana Julieta, pues todos
decían que yo era su viva imagen, pero su marido no podía ser, puesto que ella
no se había casado y había muerto allá en Verona, al comer unos frutos
venenosos.
No quise pensar más en el asunto y no conté nada en mi casa por el temor a
que no me dejaran salir sola con mis amigas, pero ese encuentro se grabó en
mi corazón porque aquel hombre me pareció una marioneta rota, un corazón
triste y solitario.

PAOLO DE SAN LEOCADIO


Cuando Rodrigo de Borgia nos propuso viajar con él para pintar en un país
extranjero, la satisfacción de Francesco y mi ambición nos hizo aceptar sin
ningún recato. Era una gran oportunidad de extender nuestra fama y estaba
muy bien pagado. Nos decidimos pronto y aprovechamos el viaje que el
obispo tenía que realizar a su diócesis en Valencia para embarcarnos con él.
Éramos expertos en la pintura al fresco, una nueva modalidad de pintura
que empezaba a triunfar en Roma. Y haber llamado la atención de la curia del
Vaticano nos llenaba de orgullo.
El obispo nos explicó que la catedral de Valencia había sufrido un terrible
incendio que había quemado por completo el retablo gótico y había fundido la
plata del altar mayor, y el cabildo de la catedral estaba buscando desde hacía
tiempo buenos pintores que supieran manejar el arte del fresco para pintar la
cúpula del altar mayor. Rodrigo, que era el obispo titular de Valencia, tenía
que viajar a su ciudad para con su presencia, dar la conformidad del Papa,
Sixto IV, al matrimonio del Rey Fernando de Aragón con Isabel de Castilla.
Hechos los rápidos preparativos del viaje nos habíamos embarcado con él,
una tarde oscura que presagiaba tormenta. Nada más salir del puerto de
Nápoles, unas nubes negras, impulsadas por un viento helado que soplaba
desde el norte, taparon el cielo y, unas grandes olas empezaron a levantarse y a
zarandear el barco que nos transportaba. Los desolados pasajeros se amarraban
fuertemente con sogas, a cualquier cosa que estuviera fija en la cubierta,
rezando e intentando no caer al agua. El viento arreciaba y las velas fueron
arriadas por miedo a perderlas. El agua penetraba y barría la cubierta,
lanzando todos los objetos que no estaban sujetos a las oscuras aguas.
El crujir de las maderas viejas del viejo galeote hacía pensar que se iba a
partir por la mitad. Los lamentos y gritos se oían por doquier. Solo el cardenal
Rodrigo de Borgia se mantuvo sereno y, a su alrededor, atados al castillo de
popa, nos acurrucábamos escondiendo nuestros rostros, sin querer mirar la
muerte que parecía cernirse sobre nosotros.
A nuestro lado, un hombre parecía haberse vuelto loco. Gritaba con el
puño levantado hacía el cielo. Casi sin sujetarse, zarandeado por el viento y
empapado por la fuerte lluvia, gritaba llamando a la muerte, amenazándola
con su puño cerrado. Las grandes olas barrían la cubierta del barco sin hacerle
caer, parecía como si estuviera pegado al suelo. Cada vez que los insistentes
relámpagos iluminaban el horizonte, su silueta se recortaba sobre el negro mar.
“¡Vamos a morir!”, gritaba el loco desesperado. “¡Por fin voy a morir! Ya
nos envuelve la capa negra de la muerte y por fin me reuniré con mi Julieta”.
Sus gritos se confundían con los gritos de miedo del resto del pasaje, pero
los suyos no eran de miedo, parecían casi... casi de esperanza. Rodrigo lo vio y
lo reconoció. Lo llamaba sobre el fragor de la tormenta por su nombre, pero
aquel loco no parecía oírle a él. Con el alma encogida por la misericordia,
mirábamos el cuerpo desvencijado y convulsionado por el llanto del tal
Romeo, llamando inútilmente a la muerte.
Con las primeras luces, nuestros ojos asombrados miraban los destrozos
que el viento había hecho en la nave. Parecía efectivamente que Romeo había
vuelto a espantar a la muerte que no quería llevárselo y eso nos había salvado
de morir tragados por el mar. Las velas rasgadas, no podían ser izadas y los
marineros se afanaban en reparar los cuantiosos daños.
Un día después, nuestro barco casi destruido por el temporal llegaba
milagrosamente al puerto de Valencia. Allí, pasados los días de júbilo y fiesta
que la ciudad dispensó al obispo Rodrigo, el cabildo quiso ponernos a prueba
y nos propuso pintar un mural de la catedral. Francesco Pagano, después de
examinar el entorno, ideó pintar en el muro de una capilla, a la entrada de la
catedral, un nacimiento y la adoración de los pastores.
En poco tiempo dimos vida a un nacimiento, enmarcado en un paisaje con
muchos personajes, y entre ellos, representando la imagen de un pastor ante la
Virgen y el niño, retraté a Romeo. Allí deje plasmado aquel cuerpo aún joven
y aquella alma atormentada, delante de la Virgen, para que si un día por fin la
muerte lograba darle alcance, tuviera su protección y la adorase el resto de la
eternidad.
Todas las tardes, el Deán de la catedral pasaba a ver nuestros progresos y
antes de acabar la representación al fresco de la adoración de los pastores, el
Cabildo Catedralicio nos firmó el contrato para pintar la cúpula de la catedral.
Nuestro trabajo había gustado y nuestro innovador estilo, no visto hasta
entonces por tierras valencianas, fue de su total agrado.
La catedral estaba bajo la advocación de la Virgen Maria por lo que
propusimos al Cabildo, que la decoración de la bóveda constara de la figura
central de la Virgen rodeada de un trono de doce ángeles cantores. Nuestra
propuesta fue finalmente aprobada y calculando los materiales que se
necesitarían de pintura y oro se nos asignó un presupuesto que aceptamos y
firmamos. Nos concedieron un alojamiento que a la vez serviría de estudio
para ir preparando las pinturas.
Mi maestro era ya muy mayor y el trabajo que supone la decoración al
fresco de una bóveda de las dimensiones de esta catedral era muy intenso, a
pesar del pequeño equipo de aprendices que habían sido contratados para
ayudarnos. Tendría que ir haciéndose poco a poco.
El aire que se filtraba por las ventanas traía un olor a primavera.

MARGARETA

La entrada que la ciudad de Valencia dispensó al obispo Rodrigo de


Borgia, no tuvo nada que envidiar a la que unos años antes se había
organizado para la entrada del Rey Juan. Enfundado en una casulla hecha para
la ocasión, bordada en finísimos hilos de oro y plata, Rodrigo iba dando la
bendición apostólica a toda la ciudad que se había echado a las calles para
recibirle. La algarabía era general, desde los balcones y ventanas se coreaba su
nombre y él correspondía con una sonrisa que iluminaba su rostro bien
parecido, de un hombre de unos cuarenta años al que la vida había tratado
bien.
Los párrocos habían explicado desde los púlpitos, ya hacía semanas, que
Rodrigo acudía a Valencia con la misión encomendada por Calixto IV de
sancionar y dar la conformidad al matrimonio real entre Fernando, hijo del
Rey de Aragón e Isabel reina de Castilla. Pero Rodrigo también trajo consigo
pintores para pintar la catedral, que había sido destruida en un incendio hacía
ya años.
La visita duró unas pocas semanas, volviendo la ciudad a la calma después
de fiestas, recepciones y festejos taurinos. El cabildo, una vez Rodrigo regresó
a Roma, puso a prueba a los pintores haciéndoles pintar un muro de grandes
dimensiones a la entrada de una capilla de la catedral. Después de unos meses
de trabajo en absoluto secretismo, la pintura estaba acabada y la inauguración
sería el domingo siguiente después de la misa de doce. La expectación era
grande y se había habilitado un pasillo ancho por el cual, los ciudadanos que
quisieran verla, podrían discurrir por delante de la pintura, casi sin tiempo para
detenerse.
Acudimos a misa Lucía y yo acompañadas por mi vieja aya, que colgada
de mi brazo apenas sí podía andar. La catedral estaba abarrotada de gente por
la expectación que había provocado la pintura y los pintores. Una vez acabada
la misa, el Obispo auxiliar abrió la procesión hacia el gran fresco y fue
seguido por todos los fieles. El mural fue destapado, bendecido con agua
bendita y todo el mundo pudo contemplarlo. Representaba una Natividad y
una Adoración de los pastores. La escena era preciosa, el fondo representaba
un paisaje boscoso en verde oscuro, con unas montañas lejanas que destacaban
por su claro color marrón. Los pastores realistas y luminosos se inclinaban
ante una Virgen con un manto de un azul intenso hecho con lapislázuli, que
llevaba un niño en brazos.
De repente, miré al primero de los pastores que inclinaba su rodilla delante
de la Virgen, al que la luz alcanzaba por delante iluminándole la cara. Me
pareció un rostro conocido. Lo miré con más detenimiento y una daga se me
clavó en el corazón y la cabeza empezó a darme vueltas. Aquel rostro, aunque
con más años era el de Romeo. Un Romeo mayor, castigado por los años, pero
con sus mismos ojos y su mirada. Sentí unas uñas que se clavaban en mi brazo
y miré a mi aya que embobada también le había reconocido. Con la boca
abierta por el susto no podía casi ni pronunciar palabra.
No podía ser. Romeo estaba muerto. Yo lo había visto muerto y enterrado.
No podía haber sobrevivido a aquella tragedia.
Perdí el sentido por unos momentos. El dolor se convirtió en un peso
indescriptible que me oprimía dolorosamente el pecho. Fui arrastrada fuera de
la catedral y cuando volví en mí, los ojos se me llenaron de lágrimas y el
corazón de un humor negro.
Si aquel pastor era Romeo, significaba que estaba vivo, había sobrevivido
igual que Julieta, pero lo que mi alma no podía soportar era el pensamiento de
que Romeo pudiera estar en Valencia. El miedo se apoderó de mi cuerpo y
vomité, allí, en la calle, delante de todos.
Me llevaron a casa y vino a verme Galceran, el hijo de Brianda. Me quedé
varios días en cama, sin saber que hacer ni poder reponerme del miedo a que
Romeo estuviera vivo, de volverlo a encontrar y de que conociera a su hija
Lucía.
Al final opté por callar y vigilar. En realidad, era lo más fácil.

ROMEO

Nos habíamos establecido en Nápoles hacía ya tiempo. Los envíos de seda


todas las primaveras eran fluidos y no daban problemas. La seda llegaba en
cantidades cada vez mayores y, desde allí las distribuíamos por toda Italia a las
sederías más importantes, donde se hacían paños de alta calidad que eran del
gusto de los hombres y mujeres más influyentes y poderosos.
Volvimos a tener dinero y una posición social importante dentro del reino
de Nápoles. Éste vivía una época de florecimiento auspiciado por su nuevo
rey, Ferrán I, que se había rodeado de los mejores pensadores, filósofos,
pintores y constructores de la época, con una economía poderosa que benefició
a todos hombres los emprendedores que supieron aprovecharlo.
Mis viajes eran frecuentes, a Túnez, Granada, Génova o Valencia. Todavía
no había podido olvidar lo que me había sucedido allí. A aquella joven
envuelta en la candidez de la adolescencia, en la que creí ver a mi Julieta. Y
cómo no pude evitar arrojarme a sus pies, llamando a mi amor perdido. Por la
actitud de la muchacha había sabido que no era ella, pero mi corazón se quedó
prendado de su luz y candor. Mi amor resurgió aquella noche.
Había intentado por todos los medios volverla a encontrar; recorrí todas las
calles y plazas, pero todo fue en vano. Al regreso a Nápoles encontré a mi
padre agonizando. Ya con los ojos vidriosos y la muerte enganchada a la
garganta. Murmuraba palabras sin sentido, susurraba canciones olvidadas y
alzaba sus brazos en imaginarios abrazos a figuras fantasmales que se
acercaban a lecho.
Fray Lorenzo le dio la extremaunción, y haciendo la señal de la cruz sobre
su frente y sobre sus labios, abrazó al viejo esquelético que buscaba mi mano
como último apoyo para pasar al más allá. Besé aquella mano que me había
traído al mundo, aquella mano que me había dado todo lo que yo era, me había
educado y había intentado hacerme un hombre de bien.
En su último momento de lucidez, la luz de sus ojos volvió a brillar y al
fijarlos en mí, comprendí que su misión en este mundo había quedado
incompleta, que sus viejos huesos no habían aguantado más, pero que en su
alma llevaba la herida de no haber conocido nietos que preservaran su fortuna
y su nombre. Me dejaba solo, en la primera fila del tiempo, sin parapetos que
me aseguraran a la vida, solo en mi miseria. Le juré que maduraría, que me
reformaría y que algún día le daría nietos.
Enterramos a mi padre en el cementerio de los franciscanos y, cuando miré
a la cara de Fray Lorenzo, me di cuenta de lo envejecido que estaba. Estaba
cansado. Sus ojos ya no tenían el brillo de antes y sus piernas casi no le
sujetaban.
Pasé la noche siguiente pensando en el pobre viejo que me había salvado
de tantos problemas y fracasos. En muchos sentidos le debía la vida y me
sentía responsable también de la suya aunque parecía que no le quedara
mucha. Pensé en alejarlo de Nápoles, de Italia entera y de todas las
maquinaciones por el poder en las que se había visto envuelto.
Por la mañana fui al convento y paseando por los jardines le propuse que
nos trasladáramos todos a Valencia. No me fue demasiado difícil convencerle.
Su alma ya estaba demasiado cansada y retirarse en Valencia llegó a
complacerle.
Arreglamos todas las cosas y nos dispusimos a partir.

LUCÍA

Mi madre quería que me casara. Últimamente se había puesto muy


insistente. Casi me había dado un ultimátum:
—Si no eliges y me dices con quién quieres casarte, te casaré yo con quien
quiera,— decía, intentando que yo la creyera—, una chica de tu edad debe
buscar un buen marido que la proteja y la mantenga.
Al principio yo no le hacía mucho caso. No es que no quisiera casarme, es
que no estaba segura de querer abandonar mis días de juventud alocada y feliz.
No me faltaban pretendientes, todo lo contrario. Por mi casa desfilaban todos
los días los comerciantes genoveses y napolitanos que negociaban con mi
padre y que al verme, sabían que yo era un buen partido y trataban de
cortejarme. Pero no había ninguno que a mí me gustara para marido.
Hacía dos veranos que me había enamorado locamente de uno de mis
compañeros de juegos. Roger era alto, de piel color aceituna y pelo negro, con
ojos grandes y vivarachos y una ancha sonrisa que derretía mi corazón y me
hacía soñar en una vida apacible con él. Envueltos en el halo de la inocente
adolescencia, habíamos crecido en la seguridad de estar destinados el uno para
el otro, y en nuestros juegos tácitamente actuábamos convencidos de ello. El
despertar de la pasión, nos llevó a buscar rincones escondidos en momentos
descuidados, para juntar nuestras manos y nuestras bocas en locos besos de
pasión.
Pero no sé cuál de los dos cambió, quién de los dos fue el que maduró
antes, y despertó entre los dos un sentimiento de infelicidad e inseguridad, que
acabó con aquella relación que había unido nuestra niñez y llegó un momento
en que nos dimos cuenta que se había acabado el amor. Y con aquello acabó
también con la amistad de aquel grupo de niños y niñas que habían jugado
desde la infancia y que de repente se sentían adultos y desdeñaban las
relaciones anteriores.
Empezamos a dejar de salir en grupo, nos quedábamos en casa la mayoría
de las tardes dando la murga a nuestras madres que no terminaban de entender
lo que había pasado. Tuvo que pasar todo un invierno para que, poco a poco,
nos reencontráramos y las chicas volviéramos a reunirnos, casi siempre en
casa de alguna de nosotras para coser y bordar lo que poco a poco se
convertiría en nuestro ajuar. En nuestras conversaciones eran los chicos lo que
más nos importaba.
Por las noches del verano paseábamos, siempre acompañadas por alguno
de nuestros padres, y siempre se nos acercaban jóvenes dispuestos a entablar
conversación, a los que nosotras entre risas y palabras, dábamos esquinazo. En
nuestros paseos, empezó a hacerse habitual que nos acompañara Galceran
Santangel, el hijo pequeño de Brianda, la amiga de mi madre, que trabajaba
junto con su maestro D. Luis Alcañiz, en el hospital del Padre Jofré, dedicado
a recoger y cuidar de los locos de la ciudad. Él había atendido siempre mis
más mínimas dolencias y yo acudía a él cada vez que necesitaba que alguien
me escuchara y me aconsejara. Yo sabía que estaba enamorado de mí; me
miraba con sus ojos profundos con una mezcla de pasión e ironía que me
inquietaba y esperaba convencido de que yo algún día le correspondería. Mis
amigas Marcia y Ampar se reían a mi costa todos los días y las bromas sobre
mi ”futuro marido” empezaban a fastidiarme.
Pero otro hombre se cruzó en mi vida. No sé cómo empecé a pensar en él.
No sabía su nombre y jamás lo había vuelto a ver. Aquel hombre que me había
tropezado una vez y me había confundido con otra mujer, llamándome Julieta
asaltó mis pensamientos. Empecé sin darme cuenta a inventarme una historia
que podría haber sido la suya, adornándolo con cualidades y fantasías que
salían de mi corazón. Por la noche me despertaba envuelta en un sudor frío y
veía sus ojos clavados en mí. Poco más recordaba de aquel encuentro tan
corto. Oía su voz llamándome en la oscuridad y de repente me despertaba
confusa y trastornada.
Mi madre, que siempre había velado mis sueños, despertaba al más
mínimo sollozo que yo dejaba escapar, y se acercaba a mi cama intentando
calmarme y preguntándose cuál era el desasosiego que me invadía. Ella llamó
a Galceran que me reconoció sin encontrarme el mínimo atisbo de
enfermedad.
A la mañana siguiente mi madre, con cara seria, se acercó a mi cama y me
contó la triste historia.

MARGARETA

“Lucía, tú ya sabes que yo tuve otra hija. Julieta nació y se crio en Verona,
de donde somos tu padre y yo, y donde siempre hemos vivido. Yo no supe
comprenderla, no supe leer en su cara lo que ahora leo en la tuya. Cuando más
o menos tenía tu misma edad se enamoró perdidamente del hijo de la familia
enemiga de tu padre.
Los Montescos eran la familia rival en negocios y posición de la nuestra,
los Capuletos. Su rivalidad hacía generaciones que había ido incrementándose
sin que nadie supiera bien por qué, los tiempos eran violentos y las muertes
golpeaban y diezmaban a ambas familias. Era impensable que el hijo de
aquella familia rival pudiera casarse con nuestra querida Julieta. Pero apenas
se conocieron, se enamoraron y se casaron en secreto. Las circunstancias y el
destino quisieron que se desatara una violenta refriega en la que murieron
miembros de ambas familias.
En mi ignorancia quise casar a Julieta, pensando que su sufrimiento seria
atenuado si se veía casada con un próspero comerciante amigo de la familia
que la había pretendido hacía tiempo. Pero me equivoqué y eso fue el
desencadenante de la muerte de tu, tu ... hermana y su marido.
Nunca volveré a cometer dicho error. Estás en edad de contraer
matrimonio, pero no te forzaré ni daré mi consentimiento a un matrimonio que
no sea consentido por ti, puedes estar tranquila. Pero tienes que casarte.
Muchas muchachas a tu edad ya están casadas y si no comprometidas, y tú no
le prestas la atención suficiente a este tema. Tú sabes que Galceran va detrás
de ti hace ya mucho tiempo y tú no le correspondes en absoluto, es un buen
hombre y no debes menospreciarlo. Piénsalo y ya volveremos a hablar”.
Lucía no respondió. Me marché con el alma encogida por no haber tenido
el valor de confesarle a Lucía la verdad. Encogida por el recuerdo de Julieta y
la traición que había cometido.
Pasaron semanas sin que llegara la respuesta de Lucía y sin que yo me
atreviese a volver a abordarla. Mi marido me recordaba en cada viaje que
Lucía tenía ya la edad de contraer matrimonio y quería buscarle un buen
partido. Pero le dije que no consentiría jamás que Lucía se casase en contra d
su voluntad.

PAOLO DE SAN LEOCADIO


Los trabajos de la catedral avanzaban lentamente. Era un verano muy


caluroso y el trabajo se hacía difícil. Teníamos que hacer los esbozos de los
ángeles sobre unos papeles que teníamos en el estudio, para luego pasarlos a
las paredes.
Francesco y yo paseábamos por las calles de la ciudad un día cuando el
azar quiso que nos viéramos envueltos en un altercado. Dos muchachos que
habían robado en una tienda cercana, huían a toda velocidad tropezando y
tirando al suelo a todos los que se interponían en su camino. Francesco, que ya
era mayor, cayó al suelo de mala manera y se rompió una pierna. Un alguacil
hizo llamar a un médico que se presentó en el lugar al cabo de un poco de
tiempo, hizo traer un carruaje y nos trasladó al hospital de la reina.
Entramos en una sala grande donde había doce camas ocupadas por
enfermos. No quedaba ni una libre, por lo que el médico decidió, después de
reducir y entablillar la pierna del pobre Francesco, que lo mejor era que
guardara cama en su casa acompañado de una enfermera y que él mismo
pasaría a verlo. Yo le dije que el problema sería el idioma, puesto que ni
Francesco ni yo hablábamos valenciano y no nos podíamos hacer entender,
pero él contestó que no nos preocupáramos, que encontraría una solución.
Pasamos muy mala noche, Francesco no podía dormir de dolor y se pasó
toda la noche gimiendo y retorciéndose. El cansancio me tenía amodorrado
cuando llamaron a la puerta y me levanté para abrir. Creí que era una
aparición. En la puerta había una muchacha que me miraba con una sonrisa en
la boca y que, en mi mismo idioma, me preguntó si podía ayudarme. La miré
embobado unos segundos, preguntándome si sería un ángel que nos enviaba
Dios.
La hice pasar y ella, sin perder la hermosa sonrisa que le adornaba la cara,
me siguió hasta el cuarto donde yacía el pobre Francesco que dormitaba por
primera vez desde el accidente.
—Ahora duerme, pero ha pasado muy mala noche— le dije mirándola a
los ojos. Tenía unos ojos espectaculares, de un color violeta raro y profundo,
enmarcados por unas cejas finas y rubias. Le pregunté su nombre y me dijo
que se llamaba Lucía.
De repente quise saberlo todo de ella, y le estuve haciendo preguntas toda
la mañana hasta que despertó Francesco que deshaciendo el embrujo y me
volvió a la realidad. La ayudé a poner bien al paciente, a cambiarle y ponerlo
cómodo. Cuando estuvo todo arreglado se marchó, prometiendo volver al día
siguiente.
Fui dándome cuenta que todas las mañanas me levantaba casi con el alba
para arreglar la casa antes de que ella viniera, y la esperaba angustiado por si
no aparecía. Cuando llamaba a la puerta mi corazón daba un vuelco y
empezaba a latir desbocado. Yo la perseguía por toda la casa como
hipnotizado, ayudándola en lo que me pedía y contándole historias pasadas,
haciéndole miles de preguntas a las que casi nunca contestaba.
Intentaba acompañarla de vuelta a su casa todos los días y así enterarme de
dónde vivía y quiénes eran sus padres, pero con la excusa de que al paciente
no podía dejarlo solo, nunca aceptaba y salía otra vez de mi vida sin que
pudiera retenerla.
Era como el agua. El agua necesaria para la vida, un agua refrescante y
vivificadora que endulzaba mis días pero que era incapaz de retener en mis
manos.
Era como el aire, como el aire que necesitamos para respirar, para ser, para
existir. Como el aire que no podemos retener dentro de nosotros y tenemos que
desechar, volviéndolo a necesitar.
El paciente iba mejorando día a día y la presencia diaria de Lucía en la
casa ya no era necesaria. Yo le rogaba que volviera al día siguiente y ella me
miraba con una sonrisa en los ojos y me concedía un día más.
Volví a pintar, volví a revisar todos los esbozos que hasta entonces había
hecho y decidí romperlos todos. Decidí replantearme la composición de los
dibujos en los que había trabajado ya bastante tiempo. Decidí desechar lo que
hasta entonces había pintado y empezar de nuevo el trabajo. Los ángeles
tenían que tener el movimiento de Lucía, la luz de Lucía y el alma de Lucía.
Me puse manos a la obra con una pasión incontrolada. Los trazos, los
movimientos, las posturas, las miradas de mis nuevos dibujos, tenían una
fuerza que hasta entonces no había encontrado. Todos mis dibujos cambiaron
del día a la noche. Y en el fondo de cada dibujo, cada trazo, había un pedazo
de Lucía, un guiño, un movimiento, una aureola, unas manos y unos ojos que
me recordaban a ella.
Trabajaba con pasión, de rodillas sobre aquellos inmensos ángeles que
empezaban a cobrar vida, que parecían estar tocando una melodía angelical
que yo solo podía escuchar y llenaban de música la habitación.
Pasé toda una noche trabajando en el boceto de un ángel rubio que tocaba
un laúd con sus delicadas manos, su melena recogida con una cinta dorada y
las plumas de sus alas extendiéndose en una cascada de colores, cuando oí que
se levantaba Francesco. Los primeros rayos de sol se filtraban por las ventanas
cuando apareció en el estudio y miró atónito todos mis bocetos.
Sus ojos brillaron con la envidia del maestro que se ve superado por el
alumno. Pasaba su mirada de un ángel a otro con ojos atónitos y con lágrimas
en los ojos me dijo que era una obra maestra, que era la pintura culminante de
un proceso interior que me había transformado. Yo sonreí y abrazándole le
dije:
— Pero nos va a costar mucho más tiempo del pactado llevarlo a término.
Tendremos que quitar todo lo que ya teníamos y volver a empezar. El Deán de
la catedral no sé si querrá comprender que tardaremos más meses en terminar
la obra.
—No te preocupes, — me contestó— en cuanto vean tus bocetos lo
comprenderán.

LUCÍA

La triste historia que me contó mi madre, me había trastornado. Muchas


veces se nombraba en mi casa a mi hermana Julieta, pero jamás me habían
contado que se había enamorado perdidamente y se había casado en secreto.
¡Julieta! El mismo nombre que me había llamado mi desconocido.
¿Casarme? No me encontraba preparada y no sabía con quién. ¿Galceran?
Era el único hombre que podía tomar en serio, pero no sentía amor por él. Lo
quería más bien como al hermano mayor que nunca tuve y que me sacaba de
todos mis apuros, como a un amigo fiel.
Una mañana, me despertó mi madre pidiéndome que bajara al salón porque
Galceran quería verme. Asustada, casi sin arreglar, bajé corriendo las escaleras
y vi a Galceran con rostro serio, esperándome.
— Hay algo que puedes hacer— dijo mientras me acompañaba fuera de la
casa—. Tengo un hombre herido, con una pierna rota que no he podido
ingresar en el hospital por falta de camas y que es italiano, como tus padres, y
necesita ayuda. Te necesito cono enfermera voluntaria y como mi traductora.
¿Aceptas?
Me llevó hasta el estudio de los pintores. Subí y llamé a la puerta. Me abrió
la puerta un joven que seguramente no esperaba mi visita, y sorprendido y
ruborizado me hizo pasar hasta la habitación donde encontré un hombre
mayor, maltrecho y con una pierna entablillada.
Estuve más de un mes yendo todas las mañanas a ver a mi enfermo y
durante ese tiempo fui testigo de la trasformación que sufrió Paolo. Al
principio, sus movimientos eran torpes y bruscos, sus manos grandes y
desastradas, el pelo largo lo llevaba recogido en una coleta en la espalda y su
indumentaria vulgar y vieja se diría que era sólo para trabajar en los andamios.
Pero poco a poco, su aspecto cambió radicalmente. Me lo encontraba todas las
mañanas limpio y aseado, empezó a recortarse el cabello, a llevarlo limpio y
bien recogido, y sus ropas, sin ser ostentosas, estaban limpias y nuevas. Hasta
su forma de hablar se hizo más pausada y comprensible.
Empezó a gustarme su compañía y pasaba gran parte de las mañanas
viendo como pintaba. Incluso cuando Francesco comenzó a levantarse y mi
presencia ya no era necesaria, continué acudiendo unos días más a mi cita.
Una tarde, a finales de agosto, Galceran se reunió con nosotras mientras
paseábamos por la alameda del río Turia por fuera de la muralla. Haciendo una
señal a mi madre, me cogió del brazo y me separó de ella unos cuantos metros.
Lo noté serio y nervioso cosa que no era habitual en él. Cuando empezó a
hablar, su voz sonaba entrecortada e insegura. Carraspeó varias veces hasta
que, respirando hondo, empezó a hablar más sereno.
—Lucía— me dijo— tú sabes que desde siempre te he querido, que he
esperado pacientemente a que crecieras y sintieras algo por mí. Te amo, Lucía,
te amo. Quiero casarme contigo. Yo no te pido que sientas una pasión
desbordante por mí, sólo te pido que llenes mi vida con tu luz. No tienes que
responderme de inmediato, sólo te pido que me dejes amarte. Yo sé esperar, sé
amar y todo mi amor lo guardo para ti. Cuando estés lista, cuando me
necesites, cuando quieras un amor incondicional, allí estaré.
No esperó una respuesta, no le hacía falta. Yo era transparente para él.
Cuando llegué a casa, me metí en mi habitación y lloré por no poder sentir ni
poder compartir su amor.
Mi madre me contó al día siguiente que Galceran había partido la noche
anterior hacia Montpellier, a la universidad que le había dado el título de
Medicina, porque le habían propuesto un puesto de docente en la universidad.
Conforme pasaban los días me sentía más aburrida y sola. A mediados de
septiembre me encontré con Paolo y su encuentro me llenó de gozo. Le
pregunté por su trabajo y me interesé por sus pinturas. Él, cogiéndome del
brazo, me arrastró hacía su estudio.
El estudio era un caos. Pintados en papeles que estaban esparcidos por toda
la habitación, había cientos de ángeles pintados. Me quedé mirando fijamente
a uno que se repetía en la mayoría de los bocetos. Vi mi propio retrato. Vestida
con un traje de seda rojo pálido, con incrustaciones doradas, moviendo las alas
verdes, rojas y marrones, flotando en el aire, tocaba una viola algo caída. Miré
a Paolo que, expectante, esperaba mi opinión.
— Has cambiado de estilo —le dije— Estos ángeles son preciosos, tienen
vida y color, son dulces y melodiosos, transmiten sonidos soberbios y llenan el
espíritu de paz.
—¿De verdad te gustan?—dijo Paolo emocionado— ha sido gracias a ti.
He cambiado el estilo porque tú me has inspirado, tu imagen me ha iluminado
y tu presencia me ha cambiado.
Y mirándome serio a los ojos me dijo:
—Quiero que siempre estés a mi lado, que con tu presencia me ayudes y
me animes a conseguir que estos ángeles canten a Dios un himno nuevo.
Quiero pedir a tus padres permiso para verte todos los días y si tú aceptas que
nos casemos pronto.

MARGARETA

Hablé con mi marido que no veía en Paolo el marido ideal para nuestra
familia, pero yo supe convencerlo para aceptar la decisión de Lucía. Paolo
alquiló una casa cerca de su estudio y mi marido compró todos los muebles
que la llenaron, como dote de Lucía.
La boda se fijó para la primavera siguiente, Lucía no tenía prisa y yo
quería que estuviera segura del paso que iba a dar.
El otoño llegó lluvioso. Las tormentas y el granizo se hicieron cada vez
más fuertes y las tierras de labranza que habían padecido la sequía mayor que
yo recordaba, ya no podían absorber más agua. El cauce del río empezó a subir
súbitamente.
El agua caía a cántaros y hacía días que nadie podía salir de sus casas. Nos
encontrábamos con pocas provisiones y decidí ir a comprar harina y algo de
carne. Iba a ir sola, pero Lucía se empeñó en acompañarme. Salimos a la
panadería vecina que no estaba a más que una manzana de distancia. Tuvimos
que levantarnos las faldas, puesto que el agua acumulada nos llegaba por el
tobillo.
—Dicen que se han caído varios puentes, y que el agua va a entrar por el
Portal Nuevo y va a inundar todo nuestro barrio.—dijo el panadero con el
susto en el cuerpo.
Recogimos la harina que teníamos encargada y decidimos volver a casa,
asustadas, sin recoger la carne que habíamos reservado, puesto que el agua que
ya corría corriente abajo. Al llegar a casa vimos que por el brocal del pozo
desbordaba el agua, que comenzaba a inundar nuestra pequeña huerta.
Un ruido atronador nos hizo volver la cabeza. Las tapias que bordeaban
nuestro pequeño jardín cayeron estrepitosamente al suelo y un muro de agua
avanzaba hacía nosotras. Oí un grito en las escaleras de subida del entresuelo.
El viejo marido de mi aya me llamaba aterrado. Empujé a Lucía hacía arriba y,
cuando yo pude subir, el agua me llegaba a la cintura.
Cerramos la puerta de la parte de arriba de la vivienda, pero el agua
empezó a filtrase por debajo de ella. Me asomé a la ventana y vi con espanto
como toda la calle San Nicolás se había convertido en un río de agua y lodo.
La fuerza del agua arrastraba todo lo que a su paso se había encontrado,
enseres y ropas flotaban en el agua. Algunos perros nadaban desesperados
buscando donde refugiarse. Árboles enteros con sus raíces habían sido
arrancados y a la deriva, iban tropezando con las casas que aún seguían en pie,
puesto que sólo en mi calle vi que se habían venido abajo más de cuatro.
En pocos minutos todo fue desolación. Los gritos y los lamentos se
escuchaban de todas partes. Nos habíamos quedado aisladas. Un viejo, las dos
muchachas, la cocinera, Lucía y yo en el entresuelo con los pies en el agua.
Sentí sus miradas asustadas y me di cuenta que yo era la responsable de sus
vidas. Abrí la puerta con mucha dificultad y los empujé escalera arriba hacia el
porche. Se utilizaba sólo para almacenar vino, aceite y algo de miel, y en
aquella temporada también había unas pocas manzanas. No era mucha comida,
pero por lo menos nos sacaría del apuro instantáneo si la inundación no duraba
mucho.
Nos asomamos por los ventanucos que ventilaban el porche. Pero parecía
que las aguas habían perdido la fuerza inicial con la que irrumpieron en la
ciudad. Lucía gritó señalando en el agua al primer cadáver que flotando
pasaba delante de nuestros ojos. Nos abrazamos, y todos al unísono rompimos
a llorar.
Al caer la noche, Lucía se empeñó en bajar para rescatar algunas velas y
yesca para encenderlas. Hacía frío y estábamos bastante mojadas. Hice que
Lucía se desnudara y yo también me quité el vestido mojado, y en ropa
interior, abrazadas, nos quedamos dormidas.
Cuando nos despertamos, seguía lloviendo, aunque con menos fuerza. La
riada era una catástrofe general. Pero al menos teníamos algo que comer. Eché
de menos a mi vieja aya que había muerto hacía poco, y que habría puesto un
poco de cordura a todo aquel desastre.
Pasamos los siguientes días encerradas sin poder salir, bebiendo agua con
vino y comiendo manzanas. Al cabo de una semana de lluvia sin interrupción,
la mañana amaneció con un sol radiante. El agua estancada empezaba a
evaporarse y el sol empezaba a secar el lodo que, con un espesor de medio
metro, cubría las calles.
Los habitantes de la ciudad, se afanaban en limpiar casas y calles. El olor
era insoportable. Los carros, contratados por el Consell, recorrían las calles
recogiendo los muertos que quedaban semienterrados por el lodo, y los enseres
arrastrados por las aguas.
El barrio de los curtidores y el barrio moro habían quedado totalmente
arrasados. Los graneros de la ciudad totalmente inundados. Las condiciones de
los pueblos vecinos no eran mejores. Toda la vega del Turia, Júcar y Segura
estaban inundadas. La carestía y el desabastecimiento preocupaban a todos.
Cientos de personas recorrían la ciudad, pidiendo agua y comida. Lo
habían perdido todo. El agua de los pozos no se podía beber y tampoco había
leña seca para encender fuego. Los órganos competentes confiscaron toda la
leña que había en la ciudad para alimentar los hornos que habían quedado en
pie, y el pan, aunque de muy baja calidad, se empezó a repartir en los barrios
más afectados.
Galceran apareció un día de pronto irrumpiendo en nuestra casa. Había
vuelto apresuradamente al enterarse de la inundación que había sufrido
Valencia y sólo quería saber cómo estaba Lucía. Cuando la vio se tranquilizó y
nos dijo que estaría en el hospital de la reina, y que si lo necesitábamos le
mandáramos recado.
Poco a poco las aguas volvieron a su curso, pero la ciudad tardó meses en
recuperar su vida. Los preparativos de la boda de Lucía tuvieron que
posponerse unos meses.
Francesco la animaba todos los días, llevándola a la catedral para estar con
ella mientras pintaba. La subía a los andamios mientras él preparaba la pared
que ese día pintaría. Para nosotros, sus pinturas eran todo un misterio. Yo no
había visto ni los bocetos, pero cuando le preguntaba a Lucía sobre ellas,
parecía que el amor la invadía y la pasión se asomaba a sus ojos, describiendo
un inmenso cielo, con unos ángeles celestiales, que glorificaban a la Virgen.

GALCERAN

Hui de Valencia cuando comprendí que mi amor por Lucía era en vano,
cuando vi en sus ojos que jamás pensaría en mí. Hui cobardemente, sin querer
enfrentarme ni con la realidad ni con mis sentimientos.
Me enteré del compromiso de Lucía estando en Montpellier; el juego del
amor fue a recabar en otro, y ese otro había resultado ser un joven casi sin
recursos, que vivía al día, que no tenía casa, ni posición y que, aunque era
simpático y arrollador, yo no lo veía un rival competente, pero el amor es
ciego y sordo. No quise volver a pensar en ella, y me concentré en mis
estudios.
Y entonces ocurrió la riada.
La noticia de la inundación terrible que sufrió Valencia aquel otoño
circulaba entre los estudiantes valencianos que habían llegado para comenzar
un nuevo curso, e hizo que volviera a toda prisa a mi ciudad.
Volví para ver si había sobrevivido, para tenerla cerca, volví solo por ella.
Cuando entré en la ciudad, habían pasado más de quince días desde que el
río se desbordara. Las aguas al secarse habían dejado sobre las calles más de
dos palmos de lodo. Los puentes habían desaparecido todos, quedando apenas
algún vestigio de su existencia. Fui directamente a casa de Lucía para
comprobar que mi amor se encontraba bien. Y lo estaba.
Durante los días siguientes, la atención a los enfermos que acudían a los
hospitales y a los conventos en busca de ayuda, acaparó toda mi atención. Se
desató una violenta epidemia de tifus. Por toda la ciudad, había enfermos que
morían víctimas de las diarreas, vómitos y fiebres. Los servicios de recogida
de los cadáveres no daban abasto y, el miedo a que se desencadenara una
epidemia peor, la peste, estaba en la mente de todos los valencianos. Por
precaución, se cerraron las puertas de la ciudad, y sólo se permitía entrar la
escasa comida que el Justicia hacía repartir desde conventos e iglesias.
Cansado hasta la extenuación, fueron pasando los meses. Fueron meses en
los que no vi a Lucía. Había decidido alejarme de ella y dejar que siguiera su
camino. El ajetreo me ayudó a no seguirla como perro en celo, como había
hecho en ocasiones anteriores.
El padre de Lucía se encargó de reparar los daños que el agua había hecho
en su vivienda y le propuso a los herederos de D. Isabel de Borgia, comprarles
la casa y los muebles que habían resistido la riada, consiguiendo un buen
precio por todo.
La boda de Lucía se celebró en la iglesia de San Nicolás. Fue el día más
triste de mi vida y el primero de una larga lista de desatinos en las que me he
visto envuelto. La novia resplandecía enfundada en un vestido de seda blanco.
La sonrisa que brillaba en su cara delataba su felicidad, mientras yo moría por
dentro.
Después de la ceremonia, los invitados recorrimos a pie el corto recorrido
hasta la casa de los padres de Lucía. Los novios, cogidos de la mano, iban
saludando e invitando a todos los parroquianos a un vaso de vino. Cuando
llegamos a la casa, la música resonó en mis oídos y empezó el baile. El vino
corría abundante y sació la sed de los invitados y del novio, que empezó a
padecer sus estragos.
El novio, de por sí extrovertido, empezó a hablar y reír en voz muy alta, y
a perseguir a todas las muchachas que habían sido invitadas a la boda,
cantando y bailando hasta que perdió el sentido. Lucía no podía creer lo que
sus ojos le decían, y abrazándose a su madre, lloró.
Quise matar a aquel villano. Quise que desapareciera para siempre. Y
sacando mi daga me fui hacía él.
Mi mano fue detenida por la mano de Lucía. Sus ojos suplicantes se
clavaron en los míos y yo me detuve para coger su rostro y limpiar sus
lágrimas. Acercando mis labios deposité un beso en los suyos.
—Siempre estaré a tu lado, Lucía yo estaré siempre a tu lado—le dije.
Y me marché para que no viera mis lágrimas.
Supe que él había pedido perdón, que se habían reconciliado, y yo volví a
mi triste vida en Montpellier, con el recuerdo de aquel dulce beso que había
robado y que guardé en mi corazón.
Cuando regresé a Valencia de nuevo habían transcurrido varios años. La
ciudad imparable había crecido y su fisonomía estaba tan cambiada que me
costó reconocer algunos barrios. El rey Juan había otorgado a la ciudad
poderes para tener cónsules que la representaran en el comercio marítimo y
había ayudado a la ciudad a ser una de las más pujantes del mediterráneo.
Se hablaba de crear una universidad, donde se impartirían estudios
superiores, formando a la población en leyes, derecho, economía y medicina.
Adjunto a la Facultad de Medicina, donde yo había sido propuesto para
impartir clases, se pensaba crear un nuevo hospital general que recogería el
legado de los muchos hospitales conventuales y municipales que se unirían en
uno solo, centralizándose los recursos.
Mis hermanos, Lluis y Jaume, seguían el negocio de nuestro padre y se
habían convertido en hombres muy influyentes, tanto en la comunidad judía
como en el entorno al Rey. Lluis era el tesorero contable y el oficial principal
de la casa del Rey, mientras que Jaume era lugarteniente del Mestre Racional y
arrendador de las gabelas del reino.
Pero los tiempos que corrían en Castilla no eran nada halagüeños para los
judíos. Cada vez había más ataques contra los barrios judíos, y se había creado
un tribunal, la Santa Inquisición, que había puesto a los judíos en su punto de
mira. Al principio yo era incrédulo y creía que las noticias que llegaban eran
exageradas y sin mucho sentido. Pero las cosas fueron cada vez a peor, los
ataques siguieron sucediéndose, así como las agresiones y robos a las
comunidades judías.
Poco a poco fueron llegando a Valencia familias enteras de judíos que
huían de sus casas en los reinos de Castilla y que con todas sus pertenencias
recalaban unos días en el puerto hasta que podían a embarcar hacia Nápoles.
Toda la comunidad judía estaba inquieta y los rumores sobre una posible
persecución se extendieron por todo el territorio.
Yo llevaba ya unas semanas en Valencia y no había visto a Lucía. Solo
sabía que había tenido dos hijos y que seguía viviendo en la misma casa.
Una tarde me vi rondando esa casa. Casi sin darme cuenta estaba
espiándola sin que ella me viera. La vi salir a la calle, y cuando iba a
acercarme a ella un disturbio me impidió cruzar. Mientras la discusión
acalorada de los comerciantes seguía subiendo de tono y yo intentaba
atravesar la calle para acercarme a ella, vi que no era el único que la acechaba.
Otro hombre la seguía a pocos pasos.

MARGARETA

Habíamos casado a Lucía con el hombre que ella había elegido. No hubo
presiones, no hubo conveniencia, no hubo más que amor, aunque el amor a
veces no es suficiente.
Lucía había traído a mi casa nuevamente la alegría con dos hijos revoltosos
que llenaban un poco del hueco que ella había dejado. Pero su matrimonio con
Paolo no marchaba bien. Yo lo notaba en sus ojos, pero ella jamás hablaba de
ello y se había volcado en el cuidado de sus hijos como su único refugio para
defender su amor.
Las pinturas al fresco que Paolo y Francesco estaban pintando en la
catedral se habían demorado más de lo previsto, pero valió la pena la espera.
Los andamios fueron retirados y la catedral cerrada por unos días para
preparar la solemne misa del domingo de la inauguración. El sol entraba a
raudales por las claraboyas de la bóveda y reverberaba sobre el dorado de las
frutas y ramas que, cubiertas de pan de oro, adornaban las ventanas de la
cúpula. Sobre un fondo de noche, azul lapislázuli, lucían unas estrellas doradas
y un coro de doce ángeles flotando en el aire, cantaban a la Virgen a la cual
glorificaban. Y allí arriba, un ángel rubio, con su cabello recogido con una
cinta dorada, era la viva imagen de Lucía.
Todo era armonía, todo era delicadeza, todo inspiraba amor.
Una lágrima resbalaba por mi mejilla, la emoción erizaba mi piel y,
comprendí por qué Lucía se había enamorado de aquel hombre que era capaz
de captar y trasmitir el alma de una persona en una pintura.
El éxito y la aprobación de la ciudad fue general; desde la alta nobleza
hasta el pueblo llano admiraban extasiados aquellas pinturas, y el cabildo, que
había amenazado con no pagar a los pintores escudándose en la demora que
habían sufrido, no tuvo más remedio que hacerlo, reconociendo el trabajo que
habían realizado.
Pero desde ese día Paolo estaba sin trabajo y vagaba por las calles, de
taberna en taberna, llegando a su casa todos los días borracho. Lucía,
queriendo proteger a sus pequeños, se refugiaba cada vez más a menudo en mi
casa. Allí pasábamos horas y horas jugando con los niños mientras Lucía
miraba por la ventana con la mirada perdida en la lejanía en busca de su amor
perdido, sola en su dolor.
Cuando anochecía recogía a los niños y volvía a su casa en un ejercicio de
disciplina impuesto por ella. Allí le esperaba un infierno de alcohol e
indiferencia del que no podía escapar más que en sus ensoñaciones.
Yo le rogaba que saliera de aquel estado de resignación en el que había
caído, le proponía que fuera a visitar a sus amigas y que se dedicara a otros
menesteres para olvidar aquella vida solitaria con sus dos hijos. Pero ella
siempre decía que estaba bien y que no necesitaba nada más.
Hacía meses que mi marido estaba en Valencia. Su salud estaba resentida y
un viaje a Génova no era conveniente. Yo echaba de menos a Galceran; me
hubiera gustado que tratara a mi marido, ya que su enfermedad había hinchado
su tórax y su vientre de una manera alarmante. No podía apenas ni moverse,
pues todo esfuerzo le causaba un cansancio extremo.
Los médicos que le visitaban le daban pocas esperanzas. Y aunque le
aplicaron toda una serie de cataplasmas y sanguijuelas no lograron ninguna
mejoría. Su vida se apagaba lentamente y yo me sentía en deuda con él. Le
había hecho vivir una mentira y no había tenido nunca el valor de confesarle la
verdad. Pero la mentira moriría conmigo.
Murió una tarde, apaciblemente, como había vivido.
Lucía lloró amargamente la muerte de su padre, al que tanto había querido
y al que echaría de menos siempre. Se vistió de negro y se hundió aun más en
su tristeza.

ROMEO

Cuando la temporada de la seda empezó a decaer, los días seguían siendo


largos y aprovechábamos las tardes para conversar con nuestros vecinos y
pasear por las calles hasta altas horas de la madrugada.
Una tarde paseando por la catedral me acordé de los pintores que había
conocido en el barco que me trajo la primera vez a Valencia. Me pregunté qué
habría sido de ellos y se lo conté a Fray Lorenzo que quiso que entráramos en
la catedral para ver lo que habían pintado.
A la entrada nos encontramos con un gran mural que representaba una
Natividad. En ella un pastor, en la escena central parecía mi viva imagen. No
daba crédito a mis ojos y volviéndome hacia Fray Lorenzo vi en la expresión
de su cara que él también pensaba lo mismo. Nos asaltó un ataque de risa.
—¡Mira tú por donde, hasta en Valencia eres famoso!— dijo Fray Lorenzo.
—Pues estoy casi seguro que lo que tenían que pintar era la bóveda del
altar mayor— le contesté yo —.¡Vamos a verla!
Nos acercamos todavía con la sonrisa en la boca, cuando aquellos ángeles
etéreos aparecieron ante nuestros ojos. La sonrisa se nos heló al ver a aquel
ángel rubio que tocaba un violín. Era la viva imagen de Julieta.
Mi estomago se encogió, y recordé a Julieta y mi amor por ella. A aquella
Julieta, con los ojos semiabiertos en el catafalco, muerta, mirando al infinito.
No pude reprimir un sentimiento de culpa, de dolor, de añoranza. También
recordé aquella niña a la que vi jugando con sus amigos y a la que confundí,
sin pensar, con Julieta.
— Se parece tanto a la Julieta que me encontré ya hace mucho tiempo— le
dije, bajito — Debió pensar que yo estaba loco. Luego comprendí que era muy
joven para ser mi Julieta, y aunque la busqué por todas partes para
disculparme no la volví a encontrar.
Fray Lorenzo me miró seriamente.
—No la busques más, Romeo,— dijo— no la busques más. Julieta fue tu
perdición una vez y aquello debe quedar en el olvido. El pasado, pasado está.
No busques tu perdición de nuevo.
Yo lo tranquilicé y le dije que no la buscaría, pero en mi fuero interno sabía
que la tenía que encontrar, que era mi segunda oportunidad y que esta vez me
saldría bien. Sabía por dónde empezar a buscarla.
A la mañana siguiente, volví a la catedral para preguntar si alguien sabía si
los pintores seguían en Valencia y dónde vivían. El Deán me dijo que uno de
ellos, el más mayor, había vuelto a Italia nada más finalizado el trabajo, y más
el joven, que se llamaba Paolo, se había casado y que vivía en la ciudad.
También me dio una dirección.
A la tarde siguiente, sin que se enterara Fray Lorenzo, fui a visitar al pintor.
Vivía en un ático céntrico que no me costó de encontrar, pero la casa estaba
vacía. Pregunté a los vecinos, pero no supieron darme razón.
No me di por vencido. Todas las tardes, antes de volver a casa, pasaba por
aquella casa y llamaba, aunque nadie me abrió nunca la puerta. Una noche,
cuando ya desesperado, no esperaba encontrar al pintor, al salir a la calle ella
llegaba. Llevaba dos pequeñas criaturas de la mano y la envolvía un aire de
tristeza la envolvía. La niñez y candidez que yo recordaba en ella había dejado
paso a una madurez serena y dulce.
Me quedé clavado en el suelo. No pude reaccionar; solo mirar a aquella
mujer que me recordaba tanto a Julieta, que hubiera jurado que era su
reencarnación. No dormí en toda la noche pensando en cómo abordarla, en
cómo acercarme a ella sin ser rechazado.
Pensé que podría ser la mujer del pintor. No sabía si Paolo se acordaría de
mí, pero el hecho de haberme pintado como pastor en el lienzo de la entrada
de la catedral me hacía pensar que me recordaría. Pero si ella era su mujer...
pocas probabilidades tendría de enamorarla, pues yo la quería para mí. Nunca
me han detenido los muros ni asustado los maridos, solo he escuchado al
amor, solo he prestado oídos a mi deseo.
Y nunca había deseado tanto, salvo tal vez, solo a mi primer amor.
No tenía planes preestablecidos. No tenía un discurso preparado. Solo
deseaba encontrarme con ella y mirarla a los ojos, a sus profundos ojos color
violeta. Pero pasaron noches sin que volviera a su casa.
Hasta que una noche la vi llegar. Llevaba un niño dormido al brazo, y el
otro colgando de su falda, con los ojos cerrados por el sueño. Haciéndole una
pequeña reverencia, recogí con dulzura al hijo mayor que se tambaleaba
cogido a la falda de su madre. Ayudé a subirlos a la casa y cogí en mis manos
las de la bella niña que mis ojos idolatraban, depositando en ellas un tierno
beso. Bajé las escaleras sin mediar palabra, con el corazón acelerado y un halo
de felicidad que me nublaba las ideas.
Pasaron así varias noches; ella llegaba con sus hijos semidormidos y yo
recogía a uno de ellos para ayudarla a subir a su casa, sin mediar palabra, solo
mirándonos a los ojos un breve segundo, antes de mi apresurada retirada.
Hasta el día en que apareció sola, sin sus hijos.
Me acerqué suavemente y le dije:
— ¡Dime tu nombre!, reina de las rosas, ¡dime tu nombre! y seré el
hombre más dichoso del mundo. ¡Dime tu nombre!, y deja que llene mis oídos
y endulce mi alma. ¡Dime tu nombre!, y olvidaré el resto de los nombres.
¡Dime tu nombre! y lo grabaré con fuego en mi corazón. Dime tu nombre y
serás mi luna y yo seré tu sol. Dime tu nombre y tú serás la ola que rompe en
la playa y yo seré la arena que se adentra en el mar. He podido ver en tus ojos
el mar, y tú tal vez podrás ver en los míos los sueños que cada día me han
hecho buscarte y desearte. ¡Dime tu nombre, hermosa niña que me tienes en
vilo!
Ella me miró, subiendo sus ojos hacía los míos, y vi en su rostro cómo el
color carmesí inundaba sus mejillas, y como de sus labios de fresa salía una
voz alegre y cristalina que decía:
—Me llamo Lucía.
Dando un salto se apartó de mí y vi como se perdía en el portal de su casa.
Volví a casa, corriendo como un niño esperanzado, como un adolescente
que ha besado por primera vez los labios de su amada, riendo y suspirando.
Fray Lorenzo estaba despierto y en mis ojos vio lo que pasaba, comprendió
que el amor me tenía otra vez a su merced, y yo vi en él una sombra de
tristeza, un mal presagio que inundó su alma.

LUCÍA

—Me llamo Lucía — me oí decir casi en contra mi voluntad.


Aquel hombre me turbaba, me sentía fuera de control. Subí corriendo las
escaleras y me cerré en mi casa. No dormí en toda la noche; las campanadas
del reloj que habían puesto en la torre de la iglesia vecina fueron cantando las
horas y el alba me encontró despierta y turbada hasta lo más profundo de mis
entrañas.
Me propuse olvidarlo y no volver a mirar aquellos ojos que me hacían
temblar como una hoja en invierno. Pero, aunque todas las mañanas me
levantaba con el firme propósito de no verlo más, todas las tardes me arreglaba
para salir a su encuentro. Despertó en mí el deseo, sus palabras calaron en mi
mente e inundaron mi cuerpo, estremeciéndolo, envenenándolo. Ese deseo que
casi no había sentido ni con mi marido, el que no había logrado despertar en
mí Galceran, ciego, íntimo, inconfesable.
Mi madre empezó a mirarme curiosa y pronto empezó a recelar. Al
principio me hacía preguntas sutiles y veladas, y como yo no le contestaba con
franqueza empezó un ataque directo. Yo no sabía por qué, pero no le quería
contar nada. La diferencia de edad entre Romeo y yo era grande y pensé que
era esto lo que me avergonzaba. Pero por las noches en mi casa, pensaba que
tenía varias amigas casadas con hombres que les llevaban más edad que ésa. Y
al fin y al cabo, Paolo nos había abandonado a mí y a los niños, era una mujer
libre.
Nos encontramos todas las noches durante un mes. No hablábamos ni del
pasado ni del presente, solo oía de su boca poesía que colmaba mi alma. Yo no
quería ser quien diera el primer paso, pero deseaba que me cogiera en sus
brazos y besara. Soñaba con el momento en el que me diera el primer beso.
Por las noches me despertaba envuelta en sudor.
Cuánto mi madre más me preguntaba, más callaba yo. Avergonzada de mis
deseos, intentando ocultar lo inocultable, parecía que iba a enfermar de amor.
Tenía que desahogarme y contarle a alguien lo que me estaba pasando.
Yo no era muy religiosa, mi madre había tratado inútilmente que me
acercara a la iglesia, la cual no había vuelto a pisar desde mi matrimonio, pero
pensé en ir a confesarme para descargar mi alma de esos sentimientos
incontrolables y lujuriosos que me dominaban.
Dejé seguros a mis hijos en casa de mi madre, que me suplicaba que no
saliese ya que llovía tanto que casi no se podía caminar, y me dirigí hacia la
iglesia de los franciscanos. Encontré un confesionario, me arrodillé, y
comencé a hablarle al fraile que me escuchaba.
—Padre, confieso que he pecado. Hace cinco años que estoy malcasada,
mi marido me abandonó hace ya dos años y no pienso que quiera volver. Me
encuentro sola y desamparada. El amor de mi madre, el amor de mis hijos
pequeños, no colman mis deseos. Deseo fervientemente a un hombre. Ese
hombre me ronda y me corteja. Es mayor que yo, bastante más mayor, pero él
no está casado. Según dice me estaba esperando y soy yo su amor soñado.
Deseo entregarme a él, como nunca he deseado entregarme a otro hombre. Sé
que no puedo casarme con él, sé que jamás llegaré a ser su esposa, pero en mi
alma, él es el único hombre y yo sé que soy su única mujer.
Me levanté del confesionario sin esperar respuesta. Sin esperar alivio para
mí alma puesto que yo sabía que no tenía perdón. Anduve calles y callejuelas
en las que no recordaba haber estado nunca. Mis pies me llevaban sin que yo
los dirigiera, esperando el anochecer y a que calmara la lluvia.
Esa noche le esperé con el pelo chorreando y mis ropas empapadas. Iba
descalza, pues el agua estaba empezando a acumularse en las calles y había
decidido quitarme los zapatos que llevaba en la mano. Él no apareció. Pensé
que no volvería a verlo, que tal vez se había cansado de mí, y llorando me metí
en el portalón de mi casa.
Entonces, una sombra salió de la oscuridad y se acercó a mí. Retrocedí
empujada hasta la pared. Su boca en la mía ardía en deseo. Sus manos se
aferraban a mis pechos, buscando el contacto de mi piel. Mordí sus labios con
pasión y él besó mi cuello, mi oreja, mi hombro con frenesí. Subimos a
trompicones la escalera. En cada descansillo, un beso, un mordisco, una
caricia. Llegamos a la casa y empujando la puerta entramos entrelazados como
una enredadera y su pared, como un horno y su fuego encendido.
Romeo solo se separó de mí para encender la chimenea del salón, y
mientras los troncos prendían me quito la ropa mojada. No habíamos prendido
el candil de aceite que estaba encima de la mesa. Solo la luz de las llamas
iluminaba nuestras caras, nuestra felicidad y nuestra pasión.
En nuestra precipitación, no habíamos cerrado la puerta y una sombra
había entrado en la estancia.
No la oímos llegar.

ROMEO

Vi una sombra que avanzaba hacia nosotros y me levanté en un acto


reflejo. Al instante, sentí que una fría daga se hundía bajo mis costillas y la
sangre caliente empezaba a brotar resbalando por mi cuerpo desnudo. Me llevé
la mano al costado queriendo tapar la herida por la que me estaba
desangrando.
Miré a los ojos a mi agresor con una pregunta muda en mis ojos ¿por qué?
¿Por qué?
Ahora que todas mis ansias habían empezado a hacerse realidad, que iba a
poseer lo que más había deseado en este mundo y había encontrado el amor
que se me había negado aquella otra vez.
Ahora, que al fin había encontrado la paz en los brazos abiertos de la flor
de mi pensamiento, ahora, notaba que me estaba desangrando, que me estaba
muriendo.
¿Por qué? Dios, ¿por qué?
Mi agresor embozado en una capa negra se me acercó y me dijo al oído:
“Romeo, ¿no te has dado cuenta de que Lucía es tu hija? ¿Que es la viva
imagen de Julieta, a la que tú dejaste embarazada? ¿No has tenido bastante con
robarme una vez a la niña de mis ojos, que vuelves para robarme lo que mi
hija me dejó?”.
Yo no daba crédito a sus palabras.
¿Es posible que fuera verdad? No podía dar crédito a lo que la voz me
decía. ¿Yo había tenido una hija de mi amada Julieta y por eso Lucía se
parecía tanto a ella? De repente, esa nube negra que se quería introducir en mi
cerebro se hizo más grande y oscura. Creí lo que me había dicho aquella voz y
vi con horror lo que había estado a punto de hacer.
Y deseé morir.
Llamé a las puertas del infierno. Todo se hizo rojo, luego negro.
En la oscuridad apareció una luz, como de un pequeño candil que
iluminaba un túnel estrecho. La luz del final del túnel fue haciéndose más y
más luminosa y una voz me llamó por mi nombre.
Alcé los ojos y vi a Julieta abriendo sus brazos hacia mí.
— No tienes que llamar a las puertas del infierno sino a las del cielo. Yo
estoy aquí para acompañarte. Tu no sabías que Lucía era nuestra hija y yo te
libero de toda culpa. Ven conmigo a llamar a las puertas del cielo.

MARGARETA

Noté como su sangre se derramaba en mi mano, que seguía empuñando el


cuchillo. Miré sus ojos espantados que formulaban una pregunta, que pedían
un porqué. Cuando se lo di, pareció comprender, porque fue como si aceptase
su muerte, cayendo de rodillas y desplomándose en el suelo.
Los gritos de Lucía se confundieron con el fragor del agua que había
vuelto a derribar la muralla y entraba con una fuerza inusitada por las calles
arrastrando todo lo que encontraba a su paso. Sacando fuerzas de la rabia y del
dolor cogí el cuerpo de Romeo y lo arrojé al torrente que todo lo inundaba, al
fango de donde nunca tendría que haber salido.
Me volví hacía Lucía y la vi en el suelo desmayada.
Por primera vez en mi vida no supe qué hacer. Me quede sentada en el
suelo sin llorar, mirando el cuerpo semidesnudo de Lucía que no volvía en sí.
Y de pronto en la puerta me pareció ver una sombra, una figura larga que nos
miraba desde allí. Lentamente se acercó a Lucía y la fue vistiendo. Sus
movimientos eran pausados, amorosos. Recogió su cuerpo desmayado y lo
puso sobre la cama.
Era Galceran quien la abrigaba con sus brazos y la acariciaba como si de
una niña se tratase, susurrando en su oído palabras tranquilizadoras.
Nos quedamos en la casa atrapados por las aguas, sin hablarnos, sin ni
siquiera mirarnos, yo atrapada en mi agonía, Lucía en su inconsciencia y
Galceran en su amor.
Ya no me acuerdo de nada más, ya no he vivido más.
La vida se me acabó aquella noche y mi mente esta en blanco. Ya no soy
yo. Ya no volveré a ser yo.

GALCERAN

Bajo aquella lluvia que caía implacable miraba el encuentro de Lucía con
su amante, escondido en el portal, detrás de una estatua al comienzo de la
escalera. Los vi subir abrazados y besándose apasionadamente y un fuego de
celos estalló en mi corazón. Aturdido vi cómo una figura embozada en una
capa negra subía detrás de ellos por las escaleras, y le seguí los pasos hasta el
quicio de la puerta donde me quedé observando.
La fortuna quiso que Lucía se desmayara antes de oír de los labios del
hombre el gran secreto que su madre le había ocultado. ¡Qué triste es el
destino! ¡Qué implacable persecución al amor de dos corazones puros hasta
llevarlos a la destrucción y a la muerte!
Recogí del suelo el cuerpo inerte de Lucía y la vestí sobre su cama. La
acuné entre mis brazos y le susurré al oído todo un torrente de palabras que
salían de mi corazón. Le juré que jamás volvería a estar sola, que siempre
estaría con ella.
Margareta, sentada en el suelo, seguía mirando sus manos ensangrentadas.
Dejé a Lucía, que aún no había vuelo en sí, recostada en la cama y levanté a
Margareta sentándola en una silla cerca de la mesa. Quise hacerla reaccionar,
sacudiéndola y llamándola por su nombre, pero su alma la había abandonado y
era un cuerpo vacío que se quedaba en la posición en que yo lo dejaba sin
moverse, hora tras hora.
Pasó la noche infame y amaneció un nuevo día. Me asomé por el balcón y
vi que las aguas estaban bajando. Toda la calle estaba llena de lodo y tarquín
que impregnaban el aire de un olor a muerte y destrucción. No podía hacer
nada, así que esperé. Cuando el segundo día después de la riada los
ciudadanos empezaron a retirar los escombros acumulados en las calles, decidí
trasladar a Lucía a mi casa. Envolviéndola en una manta y cargándola en mis
brazos, salí a la calle sorteando cascotes y cadáveres de animales, y buscando
calles más amplias donde el agua había sido menos violenta, logré llegar a mi
casa donde los criados se afanaban en limpiar el patio convertido en un
lodazal.
Mi llegada fue recibida con gritos de alegría y llantos puesto que todos me
suponían muerto. Subiendo las escaleras llegué a mi alcoba donde deposité a
Lucía, dejándola al cuidado de mi vieja sirviente. Con la ayuda del joven
portero de mi vivienda, volví a buscar a la madre de Lucía, a la que encontré
en la misma posición en que la había dejado. Entre los dos la trasladamos a su
casa.
Y luego volví junto a Lucía, que parecía dormir un sueño eterno.
Estaba abrazándola y acunándola cuando noté que despertaba. Sus ojos se
entreabrieron sin saber donde se encontraba, hasta que se posaron en mí y una
emoción indescriptible inundó mi alma. Sus brazos me abrazaron y, hundiendo
su rostro en mi pecho, lloró suplicando una explicación a la ausencia de
Romeo.
—Ya habrá tiempo de explicaciones, mi amor— le dije— Tranquilízate,
estás conmigo y ningún mal te volverá a asaltar. Yo cuidaré de ti y no dejaré
que nadie vuelva a hacerte daño, nadie. Te lo juro Lucía, por mi amor por ti, te
lo juro.
—¡Alguien ha matado a Romeo! Dime, Galceran. ¡Alguien ha matado a mi
Romeo!
Me di cuenta de que era inútil mentir, que era necesario aclararle la
situación para que pudiera comprender y rehacer su vida.
—Te contaré toda la verdad cuando te repongas — le contesté. — Cuando
recuperes fuerzas sabrás toda la verdad que tenías que haber conocido desde
siempre, y que te habría impedido cometer la barbaridad a la que tu ignorancia
te ha llevado.
Logré que se calmara y que comiera algo, antes de que el agotamiento la
llevase a dormirse de nuevo.
Esa noche un aullido se dejó oír por todo el barrio. No era un lamento, más
bien parecía el rugido de una alimaña que atemorizó a todo el que lo oyó.
Desde el sillón en el que dormitaba velando el sueño de Lucía, el grito salvaje
erizó mis cabellos y encogió mi corazón. A la mañana siguiente todo el barrio
estaba alarmado y la gente solo hablaba de ello.
No quería abandonar la casa e instalé un consultorio en mi propia casa.
Allí, mis vecinos y amigos de toda la vida acudían a ser atendidos. Las aguas
habían dejado tras de sí un montón de heridos y de muertos. Debajo del lodo
que cubría las calles empezaron a salir cadáveres que eran recogidos por unos
carros que el Consell había dispuesto, y trasladados a las plazas de la ciudad,
en espera de que algún familiar lo reconociera y lo enterrara. Había gente que
lo había perdido todo y vagaba por las calles en un estado lamentable. Desde
los conventos se les ofrecía sopa caliente, pero no se podía hacer pan; el agua
había inundado el almodí y había echado a perder todo el grano. La hambruna
empezó a hacer mella en la ciudad. No tardaron en producirse asaltos a casas y
a conventos, en busca de algo que llevarse al estómago.
Y de nuevo, por la noche, se oían los aullidos de aquel animal salvaje. Los
rumores empezaron a crecer y el terror se apoderó de todos los ciudadanos, de
forma que por la noche ya nadie salía ni se produjeron más asaltos. El Consell
de la ciudad ordenó que se organizaran partidas de ciudadanos armados para
cazar a la bestia. Se empezaron a buscar rastros y se encontraron destrozos y
pisadas que confirmaban los rumores.
Había muchos testimonios de personas que atestiguaban haber visto a la
bestia. Unos aseguraban que era un toro bravo de un tamaño descomunal que
embestía a todo lo que se movía; otros aseguraban haber visto un gato grande,
un león, que atacaba a las personas. Pero todos coincidían en una cosa: sus
ojos eran rojos, brillantes. Unos ojos de sangre.

FRAY LORENZO

Cuando desperté, mi cuerpo febril no me sujetaba. Intenté abrir los ojos


que, inflamados por el llanto y por el lodo, no me obedecían. Me supuraban y
pinchaban terriblemente. Todo estaba en silencio. Ya no llovía y las aguas
habían bajado. Las primeras luces de un nuevo día se abrían paso en la
oscuridad.
Revivía una y otra vez los últimos minutos de la vida de Romeo, veía una
y otra vez cómo la daga se hundía en su corazón, cómo él caía a la corriente y
cómo yo, desde la calle, intentaba alargar el brazo para recogerlo.
No sabía dónde me encontraba y, tocando con las manos, comprendí que
estaba en la azotea de alguna casa casi derruida. Busqué a tientas un rincón en
el que el viento no me azotara y tapé mi magullado cuerpo con lodo para
intentar entrar en calor.
Volví a desmayarme y soñé.
Soñé que las fuerzas volvían a mi ser y me levantaba de mis cenizas. Que
una fuerza sobrehumana me alentaba y me empujaba, saltando de tejado en
tejado, a buscar el cuerpo de Romeo. En mi sueño vi cientos de cadáveres
hundidos en el barro, cientos de casas derrumbadas por la fuerza del agua.
Volví a ser joven, a poseer la fuerza y la destreza de antaño. Volvía a ver, con
unos ojos nuevos, con una mirada que traspasaba muros y tiempo.
Cuando el sol estaba en lo alto, volvía a mi cuerpo semienterrado, sufría
hambre y frío. De noche, cuando las estrellas salían, volvía a los tejados,
gimiendo y gritando, saltando entre escombros buscando el cuerpo de Romeo
para poder morir en paz.
El agua debía haberlo arrastrado hasta los confines de la tierra y el mar
podía ser su tumba. Pero yo sabía que hasta el mar es compasivo con los vivos
que necesitan recuperar el despojo de sus seres queridos y al final vomita la
carne podrida en playas amarillas.
Recorrí las playas que rodeaban la ciudad, las dunas y los pinos buscando
en sus recodos un cuerpo conocido. Y seguí buscando, noche tras noche, en
acequias y campos, sótanos y bajos, siendo consciente de que yo ya no era yo,
sino un animal cada vez más primitivo, lleno de fuerza y vigor.
Y fue en una noche luminosa en la que la luna se acostaba sobre el río,
cuando desde lo alto del derrumbado puente de la Trinidad vi el cuerpo de
Romeo enredado en unas cañas que habían atrapado sus despojos. Sus ojos
vidriosos, aun estaban abiertos, sus manos crispadas, aun intentaban taponar la
herida que la traidora daga había abierto en su corazón.
En mis oídos resonó un estruendo abrumador. Una procesión salía del
templo del convento de la Trinidad. En la cabecera dos monaguillos iniciaban
la marcha, seguidos por tres sacerdotes investidos con casullas violetas que
portaban al Santísimo, acompañado de unas llorosas mujeres que rezaban
salmos de penitencia e iban custodiadas por hombres armados.
Hombres armados con trabucos y palos que escudriñaban los alrededores
buscando algo. Algo que los tenía atemorizados y de lo que se protegían con
plegarias y ruegos. Y en un momento fugaz en el que el fuego iluminó sus
caras, puede ver como me miraban y me señalaban santiguándose. Sus gritos
ensordecieron mis oídos.
Se acercaron a mí. En sus ojos chispeaba el fuego y el odio, como si yo
fuera el causante de todos sus males. El sacerdote más mayor, el que portaba
la custodia, dio unos pasos hacia delante y elevando al Santísimo me hizo la
señal de la cruz.
Vi la oportunidad que estaba buscando y sin perder un segundo salté sobre
el cadáver de Romeo, asegurándome de que todos aquellos penitentes me
vieran caer y descubrieran al ahogado.
Mi misión en la tierra ha acabado.
No espero que nadie llore por mí, lo hecho, hecho está.
No espero que nadie llore a Romeo, muerto en ciudad extraña. Muerto
entre tantos muertos.
Solo espero que su alma se salve.
Solo espero que perdure en la memoria la desventura del noble Romeo, al
que la muerte no dejó de perseguir durante toda su vida.
Solo espero que Dios acoja mi alma atribulada y le dé reposo en este otro
mundo en el que me encuentro.

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