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INTRODUCCION
Sabemos que toda conducta moral es una preferencia activa, una valorización
existencial. implica la intervención de la voluntad libre por una parte, y por otra el
llamamiento de los valores y el bien.
Esta doble referencia del acto moral -a la fuente de la que emana, a saber: la voluntad
libre; y la referencia al bien y al valor- procede de un vínculo íntimo entre la voluntad y el
bien. Obrar humanamente es obrar libremente; pero obrar libremente es también obrar en
orden a un fin, que siempre es un bien.
Esta doble referencia al bien, como valor y como fin es lo que ubica al bien como
parámetro formal de la ética.
Se habla mucho hoy en día del ethos, del ethos militar, del nuevo ethos militar.
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El ethos, para los griegos constituía objetivamente la unidad indivisa del bien, de lo
conveniente y lo justo, es decir como costumbre de vida; y subjetivamente como carácter.
El hecho de que el ethos sea un complejo de reglas de acción, una escala de valores y
representaciones de sentido sustraídas al arbitrio individual y que caracterizan a un grupo,
permite definir un ethos específicamente militar.
En el orden señalado, los valores esenciales sobre los que se sustenta el Ejército son:
La Fe en Dios, el Amor a la Patria y la Pasión por la Libertad.
Las virtudes que definen el perfil ético-espiritual de sus miembros son: el Honor, el
Valor, la Rectitud en el proceder, la Abnegación, el Desinterés, la Humildad.
En esta enumeración está enunciado el Ethos militar, al que ya nos hemos referido.
a. Amor a la Patria:
Entender así a la Patria es reconocer que ella nos ha sido donada por Dios. Enseña
Caturelli que “La patria es ese todo actual que se compone de una comunidad concorde de
personas sustancialmente vinculadas a un territorio, que expresa su naturaleza en una lengua
determinada, constitutivamente trasmisora de una tradición histórica y cultural, orientada al
fin último que es Dios” ( La guerra justa: Malvinas 1982, Ed Perfil EMGE).
Dios nos manda en el cuarto mandamiento del Decálogo honrar Padre y Madre y a
nuestros mayores. Esta virtud exigida es la virtud de la piedad (pietas).
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El sentimiento de respeto y amor a lo propio es tan esencial, que lleva al ser humano
aun a contradecir el instinto de la propia conservación, inmolándose en defensa de eso tan
suyo que es la Nación. Este amor filial es innato al hombre. Odiar o menospreciar lo propio es
antinatural.
Estamos hablando de los valores fundacionales de la Patria. Los romanos fundaban sus
ciudades luego de trazar los ejes cardinales y colocar en el centro de la ciudad las cenizas de
sus antepasados. Esto quería decir que una ciudad era bien fundada si su siembra se hacía
respetando el Orden del Cosmos (la Ley de Dios) y la tradición de los mayores (la Piedad);
una ciudad así fundada, estaba basada en el Bien, en la Virtud y sus ciudadanos iban a ser
educados en esa virtud. La educación consistía en crear hábitos virtuosos en los educandos,
haciendo hombres y mujeres generosos, austeros y honorables. Las virtudes cardinales
reinarían en su corazón y sería una sociedad sana, libre, buena. Enemiga natural de las
ciudades fundadas por el afán de lucro y con las miras puestas sólo en el mercantilismo (que
es el origen de Cartago y por ello guerrea a muerte con Roma). Los romanos arrancaron de
cuajo la semilla de la mala ciudad. Tal la premonición de guerra entre la Ciudad de Dios y la
de la soberbia humana, que la visión agustiniana llevará a su plenitud.
Codiciáis y no tenéis; entonces matáis, envidiáis y no pedís. Pedís y no recibís, porque pedís
mal, para obtener satisfacción de vuestras pasiones”. (Stgo 3,1)
San Pablo nos enseña que a ejemplo de Cristo debemos “ser imitadores de Dios, como
hijos (hijitos) muy amados. Vivid en el amor, siguiendo el ejemplo de Cristo” (Ef 5,1-2).
Nos exhorta a “tener los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús” (Flp 2,5). Así debemos
meditar serenamente acerca del sentimiento patriótico de Jesús, admirablemente
mencionado por el evangelista: “Y cuando se fue acercando (a Jerusalén), al ver la ciudad,
lloró por ella” (Lc 19,41).
Impresiona contemplar este amor patriótico que mostró Jesús. Digno de tomarse
muy en serio, ya que fue capaz de hacer sufrir al mismo Verbo Encarnado. Esto es así, porque
el mayor bien temporal que puede tener el hombre en la tierra es la Patria.
y si es crucificado y verdadero
Dando por sentado este antecedente, que es referencia, ni más ni menos, que al origen
y la causa de nuestra vocación de servicio a la Patria, vamos a tratar ahora, someramente,
sobre las otras dos virtudes cardinales.
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b. Fé en Dios
Deber de testimoniar la fe
El Concilio dice a los laicos “que no escondan esta esperanza en el interior del alma”,
o sea que no tengan temor de confesar la fe recibida. No tener temor de ser testigos de la
verdad; de hablar, de decir las cosas; de mostrarnos como cristianos; no tener temor de
enseñar nuestra fe, de defender nuestra fe; de proclamar la verdad. Es el primer aspecto del
testimonio.
Muchas veces el cristiano, el católico, se ve atado por el temor, por la vergüenza, por
el respeto humano. En nosotros se repite el temor de San Pedro, cuando lo señalan y le dicen:
“Vos también andabas con El”, y contesta: “Yo no lo conozco”.
Muchas veces somos cobardes en dar testimonio, y no porque nos vayan a matar, sino
porque alguien se burle, se ría o nos critique. No esconder la verdad en el interior del alma
sino manifestarla. No dejarnos llevar por el demonio mudo, por el respeto humano, no tener
miedo a manifestar la verdad aunque sea impopular, aunque sea contra corriente.
“No predicamos el Evangelio para el gusto de los hombres” decía San Pablo. Y decía
más todavía: “Predico a Cristo y a Cristo crucificado, escándalo para los judíos”
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Ver Manual del Ejercicio del Mando, Cap II, Pág 14.
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Cuando a Cristo el Sumo Sacerdote le dice: “En el nombre del Dios vivo te conjuro a
que nos digas si eres el Hijo de Dios”, lo han conjurado en el nombre de Dios. Cristo
responde: “Tú lo has dicho. Yo soy”. Y sabe que eso le va a costar la muerte. Da testimonio
de la verdad con su palabra aunque le cueste la vida.
Combate de la verdad
La verdad une, pero la verdad divide. Une a los que son de la verdad, a los que reciben
la verdad, a los que reconocen la verdad. Pero la verdad divide, porque quienes no reconocen
la verdad, la rechazan, la enfrentan. Entonces la verdad llama a la unidad, pero provoca
división porque hay quienes no quieren aceptarla.
Cómo hacer, entonces, para que las palabras y que la verdad que anunciamos sea una
verdad creíble, creída. Cuando buenamente tratamos de anunciar esa verdad no solamente con
las palabras que decimos, sino con el ejemplo de nuestra vida. Eso se da de modo perfecto en
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Los católicos estamos llamados a eso, a anunciar la verdad no sólo con palabras, sobre
todo con nuestras vidas. La gente no cree cuando una persona dice una cosa y hace o vive
otra. Vicio característico de los fariseos, a quienes Cristo combate; llenos de religiosidad
exterior, pero llenos de mentira y podredumbre por dentro. “Sepulcros blanqueados” les dice.
Además, “el que no vive como piensa, terminará pensando como vive”. Si uno
empieza a aflojar, a transar, a cambiar, terminará cambiando su manera de pensar.
¿Por qué cae la fe? Muchas veces la fe se derrumba en una persona, no tanto por un
argumento intelectual, sino porque empieza a vivir de una manera que no está de acuerdo con
la fe. Entonces la fe de a poco empieza a molestar.
c. Esperanza:
“En esperanza fuimos salvados” dice S. Pablo a los Romanos y también a nosotros
(Rom 8,24). Según la fe cristiana, la “redención”, la salvación, no es simplemente un dato de
hecho. Se nos ofrece la salvación en el sentido que se nos ha dado la esperanza, una esperanza
fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente: el presente aunque sea un presente
fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esa
meta y si esa meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino.
Pero se nos plantea: ¿de qué género ha de ser esta esperanza? ¿de qué tipo de certeza
se trata?
S. Pablo recuerda a los Efesios cómo antes de su encuentro con Cristo no tenían en el
mundo “ni esperanza ni Dios” (Ef 2,12). Naturalmente sabía que habían tenido dioses, que
habían tenido una religión, pero sus dioses se habían manifestado inciertos y de sus mitos
contradictorios no surgía esperanza alguna. A pesar de los dioses estaban “sin Dios” y por
consiguiente estaban en un mundo oscuro sin esperanza, ante un futuro sombrío.
“No se aflijan como los hombres sin esperanza” 1 Tes 4,13 Aparece como un sello
distintivo de los cristianos el hecho de que ellos tienen un futuro: no es que conozcan los
pormenores de lo que les espera, pero saben que su vida no acaba en el vacío. Sólo cuando el
futuro es cierto como realidad positiva, se hace llevadero también el presente.
De modo que el cristianismo no era sólo una “buena noticia”, el mensaje cristiano no
es sólo “informativo”, sino “preformativo”. El Evangelio no es solamente una comunicación
de cosas que se pueden saber y creer, sino una comunicación que comporta hechos y cambia
la vida. Quien tiene esperanza vive de otra manera.