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Anton Chejov
II
III
Hay noches temibles con truenos, rayos, lluvia y viento, a las que el
pueblo llama "de tormenta". Una noche de tormenta así hubo en mi vida
privada…
Me despierto después de la medianoche, y de pronto me levanto de la
cama. Me parece por algo que voy a morir ahora, de repente. ¿Por qué
me parece? En mi cuerpo no hay ni una sola sensación, que me señale
un pronto final, pero me oprime el alma tal terror, como si hubiera visto
de pronto un inmenso resplandor maligno.
Prendo la luz con rapidez, bebo agua directo de la garrafa, después
camino apurado hacia la ventana abierta. En el patio hace un tiempo
excelente. Huele a heno y a algo más muy bueno. Veo las almenas de la
empalizada, los enjutos árboles soñolientos junto a la ventana, el
camino, la oscura franja del bosque, en el cielo una luna serena, muy
brillante, y ni una nube. Silencio, no se mueve ni una hoja. Me parece
que todo me mira y presta oídos a cómo voy a morir...
Siento espanto. Cierro la ventana y corro a la cama. Me tomo el pulso
y, al no hallarlo en mi muñeca, lo busco en mi sien, después en mi
barbilla, y de nuevo en mi muñeca, y todo lo tengo frío, pegajoso de
sudor. Mi respiración se hace más y más acelerada, el cuerpo me
tiembla, todas mis entrañas en movimiento, en mi cara y mi calva tal
sensación, como si se me posara una telaraña.
¿Qué hacer? ¿Llamar a mi familia? No, no es necesario. No entiendo qué
van a hacer mi mujer y Liza cuando entren a mi habitación.
Escondo mi cabeza bajo la almohada, cierro los ojos y espero, espero...
Mi espalda tiene frío, como si se doblara hacia adentro, y tengo tal
sensación, como si la muerte se me acercara seguro por detrás,
callandito...
-¡Kivi-kivi -resuena de pronto un chillido en el silencio nocturno, y no
sé dónde es eso: ¿en mi pecho o en la calle?
-¡Kivi-kivi!
¡Dios mío, qué miedo! Bebería más agua, pero me da miedo abrir los
ojos y levantar la cabeza. Mi terror es descontrolado, animal, y no puedo
entender de ningún modo, ¿por qué tengo miedo: acaso porque quiero
vivir, o acaso porque me espera un dolor nuevo, no probado?
Arriba, tras el techo, alguien ya gime, ya ríe... Presto oídos. Un poco
después resuenan unos pasos en la escalera. Alguien baja apurado,
después hacia arriba de nuevo. Al minuto resuenan unos pasos abajo de
nuevo, alguien se detiene junto a mi puerta y presta oídos.
-¿Quién es? -grito.
La puerta se abre, abro los ojos con valor y veo a mi mujer. Su rostro
está pálido y sus ojos llorosos.
-¿No duermes, Nikolai Stepánich? -pregunta.
-¿Qué quieres?
-Por Dios, ve a ver a Liza y échale un vistazo. Le pasa algo...
-Está bien... con gusto… -farfullo, muy satisfecho con que no estoy solo.
-Está bien... Al instante.
Voy tras mi mujer, escucho lo que me dice, y no entiendo nada por la
inquietud. Por los peldaños de la escalera saltan las manchas luminosas
de su vela, tiemblan nuestras largas sombras, mis pies se me enredan
en los faldones de la bata, me sofoco, y me parece que alguien me
persigue y quiere agarrarme por la espalda. "Ahora me voy a morir aquí,
en esta escalera, -pienso. –Ahora…” Pero he aquí pasamos la escalera,
el corredor oscuro con la ventana italiana, y entramos a la habitación
de Liza. Está sentada en la cama sólo en camisón, con los pies descalzos
colgando, y gime.
–¡Ah, Dios mío... ah, Dios mío! –farfulla, entornando los ojos por la luz
de la vela. -No puedo, no puedo…
-Liza, niña mía, -digo. -¿Qué te pasa?
Al verme, lanza un grito y se me arroja al cuello.
-Papá, mi bueno… -solloza, -papá, mi bueno… Migajita mía, querido…
No sé qué me pasa... ¡Un pesar!
Me abraza, me besa y murmura las palabras cariñosas que oía de ella,
cuando era aún una niña.
-Cálmate, niña mía, está con Dios, -digo. -No hace falta llorar. Yo
mismo tengo un pesar.
Intento taparla, mi mujer le da de beber, y ambos nos empujamos en
desorden junto a la cama; con mi hombro empujo su hombro, y en ese
momento recuerdo cómo, alguna vez, bañábamos a nuestros hijos.
-¡Pero ayúdala pues, ayúdala! -suplica mi mujer. -¡Haz algo!
¿Y qué puedo hacer yo? No puedo hacer nada. La muchacha tiene algún
pesar en el alma, pero yo no entiendo nada, no sé, y sólo puedo farfullar:
-No es nada, no es nada... Ya pasará... Duerme, duerme...
Como a propósito, en nuestro patio resuena, de pronto, un aullido de
perro, al principio apagado e indeciso, después ruidoso, a dos voces.
Nunca le había dado importancia a tales indicios, como los aullidos de
los perros o los graznidos de las lechuzas, pero ahora el corazón se me
encoge de modo torturante, y me apresuro a explicarme ese aullido.
"Tonterías... –pienso. –La influencia de un organismo sobre otro. Mi
fuerte tensión nerviosa se trasmitió a mi mujer, a Liza, al perro, eso es
todo... Con esa trasmisión explican los presagios, las previsiones..."
Cuando un poco después regreso a mi habitación, para escribir una
receta para Liza, ya no pienso que voy a morir pronto, pero siento
simplemente en el alma tal pesar, tal fastidio, que incluso lamento que
no me morí de repente. Me quedo parado inmóvil largo tiempo en
medio de la habitación, pensando qué podría recetarle a Liza, pero los
gemidos tras el techo se acallan, y decido no recetarle nada, y de todas
formas me quedo parado...
Un silencio mortuorio, tal silencio que, como expresó cierto escritor,
incluso resuena en los oídos. El tiempo pasa con lentitud, las franjas de
luz lunar en la repisa no cambian su posición, como si se hubieran
helado... El amanecer no será pronto aún.
Pero he aquí la portezuela chirría en la empalizada, alguien avanza con
sigilo y, habiendo quebrado una ramita de uno de los árboles enjutos,
golpea con ésta la ventana con cuidado.
-¡Nikolai Stepánich! -oigo un susurro. -¡Nikolai Stepánich!
Abro la ventana y me parece que sueño: bajo la ventana, pegada a la
pared, hay una mujer con un vestido negro, iluminada vivamente por
la luna, y me mira con ojos grandes. Su rostro es pálido, severo y
fantástico bajo la luna, como marmóreo, su barbilla tiembla.
-Soy yo... –dice. –Yo… ¡Katia!
A la luz de la luna, los ojos de todas las mujeres parecen grandes y
negros, las personas más altas y pálidas, y por eso, probablemente, no la
conocí al primer instante.
-¿Qué quieres?
-Perdone, -dice. -Sentí de pronto, por algo, un pesar insufrible... No lo
soporté, y vine aquí... Tenía luz en su ventana y… y decidí tocar...
Disculpe… ¡Ah, si supiera qué pesar tenía! ¿Qué hace usted ahora?
-Nada... El insomnio...
-Yo tenía como un presagio. Por lo demás, es una tontería.
Sus cejas se arquean, sus ojos brillan de lágrimas, y todo su rostro irradia
como con luz, con esa conocida, no vista hace tiempo expresión de
credulidad.
-¡Nikolai Stepánich! -dice con súplica, tendiendo ambas manos hacia
mí. –Querido mío, se lo ruego… se lo suplico... ¡Si no desprecia mi
amistad y respeto a usted, pues acepte mi ruego!
-¿Qué pasa?
-¡Tome mi dinero!
-¡Bueno, mira qué se te ocurrió aún! ¿Para qué me hace falta tu dinero?
-Irá a algún lugar a tratarse... A usted le hace falta tratarse. ¿Lo toma?
¿Sí? Hijito, ¿sí?
Escudriña mi rostro ávidamente, y repite:
-¿Sí? ¿Lo toma?
-No, amiga mía, no lo tomo... –digo. -Gracias.
Ella me da la espalda y baja la cabeza. Probablemente, lo rechacé en tal
tono, que no admite una plática siguiente sobre el dinero.
-Ve a casa a dormir –digo. -Mañana nos veremos.
-Entonces, ¿usted no me considera su amiga? -pregunta abatida.
-Yo no digo eso. Pero tu dinero es inútil para mí ahora.
-Disculpe... –dice bajando su voz una octava entera. -Yo lo entiendo...
Endeudarse con una persona como yo... con una actriz retirada... Por
lo demás, adiós...
Y se va con tanta rapidez, que incluso no alcanzo a decirle adiós.
VI
Estoy en Járkov.
Ya que luchar contra mi estado de ánimo actual sería inútil, y aun
superior a mis fuerzas, pues decidí que los últimos días de mi vida sean
impecables, siquiera por el lado formal; si no tengo la razón respecto a
mi familia, lo que reconozco a la perfección, voy a intentar hacer así
como ella quiere. Ir a Járkov, pues a Járkov. Y además, en los últimos
tiempos me volví tan indiferente a todo que, positivamente, me da lo
mismo a dónde ir, a Járkov, a París o a Bierdíchev36.
Llegué aquí a eso de las doce del día, y me alojé en un hotel no lejos de
la catedral. En el tren me mareé, me expuse a las corrientes, y ahora
estoy sentado en la cama, me agarro la cabeza y espero el tic. Habría que
ir hoy mismo a ver a los profesores conocidos, pero no tengo ganas ni
fuerza.
Entra el viejo-lacayo de corredor y me pregunta si tengo ropa de cama.
Lo retengo unos cinco minutos y le hago varias preguntas acerca de
Gnekker, por quien vine aquí. El lacayo resulta natural de Járkov,
conoce la ciudad como sus cinco dedos, pero no recuerda ni una casa
tal, que llevara el apellido Gnekker. Le pregunto acerca de las
posesiones, lo mismo.
En el corredor el reloj da la una, después las dos, después las tres... Los
últimos meses de mi vida, mientras espero la muerte, me parecen
mucho más largos que toda mi vida. Y nunca antes supe resignarme a
la lentitud del tiempo, como ahora. Antes, pasaba que cuando esperabas
el tren en la estación o estabas en un examen, un cuarto de hora parecía
una eternidad, pero ahora podía estar sentado inmóvil en la cama toda
la noche, y pensar con absoluta indiferencia en que mañana sería una
noche tan larga, insulsa, y pasado mañana...
En el corredor dan las cinco, las seis, las siete... Se hace oscuro.
En la mejilla un dolor sordo, eso me empieza el tic. Para ocuparme con
ideas, me pongo en mi punto de vista anterior, cuando no era
indiferente, y me pregunto: ¿para qué yo, un hombre célebre, un
consejero secreto, estoy sentado en este número pequeño, en esta cama
con una cobija gris, ajena? ¿Para qué miro ese lavamanos de hojalata
barato, y escucho cómo el reloj sarnoso suena en el corredor? ¿Acaso
todo esto es digno de mi gloria y de mi elevada posición entre las
personas? Y a esas preguntas me respondo con una sonrisa burlona. Me
es risible mi inocencia, con la que alguna vez en mi juventud exageré
el significado de la notoriedad, y de esa posición exclusiva que, al
parecer, disfrutan las celebridades. Yo soy célebre, mi nombre se
pronuncia con veneración, mi retrato estuvo en la Niva y en la
Ilustración universal, leí mi biografía incluso en una revista alemana, ¿y
qué hay pues de eso? Estoy sentado solo en una ciudad ajena, en una
cama ajena, me froto mi mejilla enferma con la palma de la mano... Las
disputas familiares, la impiedad de los acreedores, la grosería de los
sirvientes ferroviarios, las incomodidades del sistema de pasaporte, la
comida cara e insana de los buffets, la ignorancia general y la grosería
en las relaciones, todo eso y muchas otras cosas, que sería demasiado
largo enumerar, me concierne no menos que a cualquier pequeño
burgués, conocido sólo en su callejón. ¿En qué pues se expresa lo
exclusivo de mi posición? Admitamos que yo soy mil veces célebre, que
soy un héroe del que se enorgullece mi patria; en todos los periódicos
escriben boletines sobre mi enfermedad, por el correo me llegan ya los
compasivos sobrescritos de los colegas, de los alumnos y del público,
pero nada de eso me impide morir en una cama ajena, en la angustia,
en una soledad absoluta... De eso, por supuesto, nadie es culpable, pero
a mí, hombre pecador, no me gusta mi nombre popular. Me parece
como que éste me engañó.
A eso de las diez me duermo y, a pesar del tic, duermo profundamente
y dormiría largo tiempo, si no me despertaran. Pasada la una, de pronto,
resuena un golpe en la puerta.
-¿Quién es?
-Telegrama.
-Podrían mañana –me enojo, recibiendo el telegrama del mozo. –Ahora
ya no me duermo otra vez.
-Culpable. Tiene la luz prendida, pensé que no dormía.
Desello el telegrama y miro ante todo la firma: de mi mujer. ¿Qué le
hace falta?
"Ayer Gnekker se casó con Liza en secreto. Regresa."
Leo este telegrama y me asusto no por largo tiempo. Me asusta no la
acción de Liza y de Gnekker, sino mi indiferencia, con la que recibo la
noticia de su boda. Dicen que los filósofos y los sabios auténticos son
indiferentes. No es verdad, la indiferencia es la parálisis del alma, la
muerte prematura.
Me acuesto en la cama de nuevo y empiezo a inventar con qué ideas
ocuparme. ¿En qué pensar? Al parecer, ya todo está repensado y no hay
nada tal, que sea capaz ahora de excitar mi pensamiento.
Cuando amanece estoy sentado en la cama, con las rodillas abrazadas y,
sin nada que hacer, intento conocerme a mí mismo. "Conócete a ti
mismo", hermoso y útil consejo, lástima sólo que los antiguos no
adivinaron señalar el método, cómo valerse de ese consejo.
Cuando me venían antes las ganas de entender a alguien o a mí mismo,
pues no le prestaba atención a las acciones, en las que todo es
condicional, sino al deseo. Dime lo que quieres, y te diré quién eres.
Y ahora me examino: ¿qué quiero yo?
Yo quiero que nuestras mujeres, hijos, amigos y alumnos amen en
nosotros no el nombre, no la firma y no la etiqueta, sino a las personas
comunes. ¿Qué más? Quisiera tener ayudantes y herederos. ¿Qué más?
Quisiera despertar dentro de unos cien años y, siquiera con un ojo,
echar una mirada a lo que será de la ciencia. Quisiera vivir aún unos
diez años… ¿Luego qué?
Y luego nada. Yo pienso, pienso largo tiempo, y no puedo aún inventar
nada. Y cuanto no piense, y a donde no se dispersen mis ideas, para mí
está claro que en mis deseos no hay algo principal, algo muy importante.
En mi afición por la ciencia, en mi deseo de vivir, en este estar sentado
en una cama ajena, y en la intención de conocerme a mí mismo, en
todas las ideas, sensaciones y conceptos que yo me formo de todo, no
hay algo general que vincule todo eso en un todo. Cada sensación y cada
idea viven en mí aparte, y en todos mis juicios sobre la ciencia, el teatro,
la literatura, los alumnos, y en todos los cuadros que pinta mi
imaginación, incluso el analista más experto no hallará eso, que se llama
una idea general o el Dios del hombre vivo.
Y si no hay eso, pues entonces no hay nada.
Ante esa pobreza fue suficiente una dolencia seria, el temor a la muerte,
la influencia de las circunstancias y de las personas, para que todo eso,
que yo antes consideraba mi concepción del mundo, y en lo que veía el
sentido y el júbilo de mi vida, se pusiera patas arriba y volara en pedazos.
Por eso no hay nada asombroso, en que ensombrecí los últimos meses
de mi vida con ideas y sensaciones dignos de un esclavo y un bárbaro,
en que ahora soy indiferente y no advierto el amanecer. Cuando en el
hombre no hay eso, que es superior y más fuerte que todas las
influencias exteriores, pues en verdad, le es suficiente un buen resfriado
para perder el equilibrio, y empezar a ver en cada pájaro una lechuza, y
oír en cada sonido un aullido de perro. Y todo su pesimismo u
optimismo, con sus ideas grandes y pequeñas tienen, en ese momento,
solamente el significado de un síntoma.
Estoy vencido. Si es así, pues no hay por qué continuar pensando aún,
ni por qué conversar. Voy a estar sentado y esperar callado lo que venga.
Por la mañana el mozo me trae el té y un número del periódico local.
Leo maquinalmente los anuncios de la primera página, el editorial, los
extractos de los periódicos y las revistas, la crónica... Entre tanto, en la
crónica encuentro esta noticia: "Ayer, en el tren de correo, llegó a Járkov
nuestro célebre científico, el eminente profesor Nikolai Stepánovich de
Tal, y se alojó en el hotel tal".
Evidentemente, los nombres famosos son creados para vivir aparte, al
margen de quien los lleva. Ahora mi nombre pasea impasible por
Járkov; dentro de unos tres meses, grabado en letras doradas en el
monumento sepulcral, va a brillar como el mismo sol, y eso al mismo
tiempo que yo estaré ya cubierto de musgo...
Un golpe leve en la puerta. Alguien me necesita.
-¿Quién es? ¡Entre!
La puerta se abre y yo, asombrado, doy un paso atrás y me apresuro a
arrebujar los faldones de mi bata. Ante mí está Katia.
-Saludos –dice, respirando con dificultad por el andar por la escalera. -
¿No me esperaba? Yo también… también vine aquí.
Se sienta, y continúa con tartamudeo y sin mirarme:
-¿Por qué pues no me saluda? Yo también vine... hoy... Me enteré, de
que estaba en este hotel, y vine a verlo.
-Me alegro mucho de verte –respondo, encogiendo los hombros, -pero
estoy asombrado... Como que caíste del cielo. ¿Para qué estás aquí?
-¿Yo? Así... simplemente, agarré y vine.
Silencio. De pronto, se levanta con ímpetu y viene hacia mí.
-¡Nikolai Stepánich! –dice palideciendo y apretándose las manos
contra el pecho- ¡Nikolai Stepánich! ¡Yo no puedo vivir más así! ¡No
puedo! ¡Por el Dios verdadero, dígame pronto, en este instante: ¿qué
puedo hacer? Dígame, ¿qué puedo hacer?
-¿Qué puedo decir pues? –me quedo perplejo. –Yo no puedo hacer
nada.
-¡Hable pues, se lo suplico! -continúa sofocada y con todo el cuerpo
temblando. -¡Le juro que no puedo vivir más así! ¡No tengo fuerza!
Cae en una silla y empieza a sollozar. Echa la cabeza hacia atrás, se
retuerce las manos, patalea en el suelo, su sombrero se deslizó de su
cabeza y cuelga de la liguita, el peinado se le deshizo.
-¡Ayúdeme! ¡Ayúdeme! -me suplica. -¡No puedo más!
Extrae de su cartera de camino un pañuelo y, junto con éste, saca unas
cuantas cartas que, de sus rodillas, caen al suelo. Las recojo del suelo y,
en una de éstas, reconozco la letra de Mijaíl Fiódorovich, y leo sin
intención un pedacito de cierta palabra: "pasio... ".
-No puedo decirte nada, Katia -digo.
-¡Ayúdeme! –solloza, tomándome la mano y besándola. -¡Pues usted es
mi padre, mi único amigo! ¡Pues usted es inteligente, instruido, vivió
mucho! ¡Usted fue maestro! Hable pues, ¿qué puedo hacer?
-A conciencia, Katia: no lo sé...
Estoy extraviado, confundido, conmovido por los sollozos, y apenas me
sostengo sobre los pies.
-Vamos a desayunar, Katia -le digo, sonriendo forzadamente. -¡Basta de
llorar!
Y al mismo instante agrego con voz decaída:
-Pronto no voy a estar, Katia...
-¡Siquiera una palabra, siquiera una palabra! –llora, tendiendo los
brazos hacia mí. -¿Qué puedo hacer?
-Una excéntrica, en verdad… -farfullo. -¡No entiendo! Tan inteligente,
y de pronto, ¡ahí tienes!, se echó a llorar...
Sobreviene un silencio. Katia se arregla el peinado, se pone el sombrero,
después estruja las cartas y las mete en la cartera, y todo eso callada y
sin prisa. Su rostro, pecho y guantes están mojados de lágrimas, pero la
expresión de su rostro es ya seca, severa... La miro, y me avergüenzo de
que soy más dichoso que ella. La ausencia de eso, que los colegas-
filósofos llaman idea general, yo la advertí en mí, solamente, poco antes
de mi muerte, en el ocaso de mis días, y pues, el alma de esta pobrecita
no conoció, ni va a conocer refugio en toda su vida, en toda su vida.
-Vamos a desayunar, Katia -digo.
-No, se lo agradezco -responde fríamente.
Aún pasa otro instante en silencio.
-No me gusta Járkov –digo. -Es muy gris pues. Es como una ciudad
gris.
-Sí, es posible... No es bonita... Yo vine aquí por poco tiempo... De paso.
Hoy mismo me voy.
-¿A dónde?
-A Crimea... o sea, al Cáucaso.
-Así. ¿Por mucho tiempo?
-No sé.
Katia se levanta y, sonriendo fríamente, sin mirarme, me tiende la
mano.
Quisiera preguntarle: "¿Entonces, no vas a estar en mi entierro?" Pero
ella no me mira, su mano está fría, como ajena. Callado, la acompaño
hasta las puertas... He aquí salió de mi número, va por el largo corredor,
sin voltearse. Sabe que la miro por detrás y, probablemente, se volteará
en la esquina.
No, no se volteó. El vestido negro pasó por última vez, se acallaron los
pasos... ¡Adiós, mi tesoro!