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Homilías del tiempo Ordinario ciclo A (Segundo Domingo del tiempo Ordinario)

Este domingo no es como los demás. Es cierto que, por su nombre y su lugar en el calendario, es un domingo
del tiempo ordinario. Nos hemos quitado los ornamentos de blanco festivo, propio del tiempo de Navidad, y
nos hemos revestido con el amable color verde, un color sin referencias a situaciones particulares. Hoy lo
hacemos todo como cuando el domingo es sólo domingo y no tiene características añadidas. Aun así, el
evangelio de hoy -escogido expresamente para este domingo- nos hace caer en la cuenta de que no nos
encontramos en un domingo cualquiera. El Evangelio de hoy nos une y nos remite aún al tiempo de Navidad,
como si este tiempo no hubiese terminado o nos costase dejarlo atrás. El evangelio de hoy nos situó en el marco
de las primeras manifestaciones de Jesús como Salvador o, visto desde una óptica complementaria, de los
primeros reconocimientos explícitos de Jesús como Mesías.

Dios: aquel que llama

No hay página de la Escritura en la que no aparezca de un modo u otro el tema de la vocación. “En el principio”
Dios llama las criaturas a la existencia (cf. Sab 11,25), llama al hombre a la vida y cuando Adán se aleja de él le
pregunta: “Dónde estás?” (Gen 3,9). Llama a un pueblo y lo escoge entre todos los pueblos de la tierra (Dt 10,14-
15); llama a Abrahán, Moisés, los profetas y les confía una misión a cumplir, un plan de salvación que llevar a
cabo. Llama por nombre también a las estrellas del firmamento y estas responden: “¡Aquí estamos!” y gozan y
brillan de alegría para aquel que les ha creado (Bar 3,34-35). Comprender estas vocaciones equivale a descubrir
el proyecto que Dios tiene acerca de sus criaturas y acerca de todo hombre. Ninguno y nada es inútil: cada
persona, cada ser tiene una función, una tarea que cumplir.

“De Egipto he llamado a mi hijo”, declara el Señor por boca de Oseas (Os 11,1) y Mateo (Mt 2,15) aplica esta
profecía a Jesús. Sí, también él tiene una vocación: regresar de la tierra de esclavitud, recorrer las etapas del
éxodo, superar las tentaciones, y alcanzar con todo el pueblo la libertad.

¿Y nuestra vocación?
“Dios nos ha llamado para una vocación santa” (2 Tim 1,9), nos ha llamado “mediante el evangelio que
predicamos a compartir la gloria de Cristo Jesús, nuestro Señor” (2 Tes 2,14).

Los caminos que conducen a esta meta son diferentes para cada uno de nosotros: existe el camino para quien está
casado o soltero, está el camino de los sanos y el de los enfermos, de los viudos, de los separados, de los novios.
Lo que importa es escuchar y descubrir dónde Dios quiere conducir a cada uno y caminar de manera que “se
muestren dignos de la vocación que han recibido” (Ef 4,1). “Ángel del Señor” es quien se acerca al hermano y lo
ayuda a discernir y a seguir el camino trazado para el por Dios.
Comentario de la primera lectura

Hemos ya encontrado en la fiesta del Bautismo de Jesús al “siervo del Señor” del cual se habla en la lectura. Hoy
es él mismo quien nos narra su vocación.

Como otros personajes del Antiguo y Nuevo Testamento (Jeremías: Jer 1,5; el Bautista: Lc 1,15; Pablo: Gal 1,15),
también él ha sido elegido por Dios desde el seno materno y enviado a cumplir una gran misión.

Es difícil establecer si el profeta se refiere a un personaje histórico real (¿Jeremías? ¿Moisés?) o si, por “siervo del
Señor” se ha de entender la colectividad de Israel. El primer versículo de la lectura de hoy parece favorecer la
segunda interpretación (v. 3) , pero todo lo que sigue después parece contradecirla: Israel hubiera sido enviado
por el Señor…ha reunir a Israel (v. 5).
La identificación más coherente y respetuosa con el texto es, probablemente, aquella que lo considera una
personificación del “resto fiel de Israel”. Sería por tanto la imagen de las personas piadosas que en medio a un
pueblo que se ha alejado de su Dios, han sabido resistir a las lisonjas del paganismo.

Estamos en Babilonia en el siglo VI a.C. Desde décadas atrás los israelitas se encontraban humillados y
entristecidos en tierra extranjera. Han abandonado ya todos los sueños de grandeza y cuando piensan en su
pasado glorioso, experimentan solamente disgusto y desconsuelo. “Cántennos un canto de Sion”, piden aquellos
que los han deportado (Sal 137,3). ¿Cómo entonar un himno de victoria, coreado por sus padres en la orilla del
mar Rojo, ahora que son esclavos y están alejados de su patria?

En esta situación humanamente sin esperanza, el pequeño resto, el Israel-fiel es llamado por el Señor, que le
encomienda una doble tarea: reunir a todos los hijos de su pueblo dispersos entre las naciones y traerlos de nuevo
a la tierra de sus padres (v. 5) y convertirse en luz y signo de salvación hasta los confines de la tierra (v. 6).

La elección de este Siervo es contraria a toda lógica humana. La tarea para la que ha sido llamado puede ser
llevada a cabo solo por alguien que disponga de dotes y medios excepcionales. Por el contrario es justamente a
través de este siervo débil que el Señor ha decidido manifestar “su gloria” (v. 3). Él lo ama y le da su fuerza (v. 5).

No sabemos en qué personaje histórico se haya inspirado el profeta cuando dibuja la figura del “Siervo del Señor”.
Lo cierto es que los primeros cristianos han visto sus características perfectamente reproducidas en Jesús. Como
el “Siervo”, Jesús ha desarrollado su misión comenzando por reunir “las ovejas perdidas de la casa de Israel” (Mt
10,6) y ha querido que su luz resplandezca sobre todo en Galilea: en “país de Zabulón y de Neftalí, el pueblo que
habitaba en tinieblas vio una gran luz” (Mt 4,15-16). Después, como la del “Siervo de Israel” (Is 49,4), también la
actividad de Jesús a favor de Israel se ha cerrado con un fracaso, con una muerte ignominiosa, pero Dios ha
intervenido y ha cambiado en triunfo la aparente derrota. Después de la Pascua, la misión de Cristo se ha
extendido –como la del “Siervo”– al mundo entero: “Vayan, pues”, ha ordenado a los discípulos; “y hagan que
todos los pueblos sean mis discípulos… y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he encomendado a ustedes. Yo
estoy con ustedes todos los días hasta el fin de los tiempos” (Mt 28,19-20).
Comentario a la segunda lectura
La primera Carta a los Corintios –de donde se sacará la segunda lectura de los próximos seis domingos– fue escrita
por Pablo para resolver algunos graves problemas surgidos en aquella comunidad: anarquía y desorden durante
las celebraciones eucarísticas, desacuerdos y celos, poca claridad sobre algunas cuestiones morales, confusión de
ideas respecto a la resurrección de los muertos. Hoy nos viene propuesta la introducción de esta carta. En ella se
indican los remitentes, (Pablo y el hermano Sostenes) y los destinatarios (la Iglesia que reside en Corinto) y viene
dirigida a los fieles el augurio de gracia y paz. Tres versículos solamente, pero en los que se acentúan temas
teológicos que vale la pena poner de relieve.

En primer lugar Pablo se presenta como apóstol por vocación. Apóstol es aquel que es enviado a predicar el
evangelio allí donde todavía no ha sido anunciado, es quien siembra la simiente, de la que nace, germina y crece
hasta alcanzar su pleno desarrollo, la Comunidad. Más adelante en la carta, Pablo empleará justamente esta
imagen: “yo planté, Apolo regó, pero el que hizo crecer fue Dios” (1 Cor 3,6).

Antes de entrar en el asunto de los problemas que intenta afrontar (cosa que hará en términos muy severos)
siente la necesidad de hacerles recordar y justificar la propia autoridad.

A diferencia de los rabinos y maestros de su tiempo, no apela a los estudios que ha hecho, ni a la sabiduría, ni a la
experiencia que ha acumulado a lo largo de los años. Apela a su vocación, a la llamada personal que ha recibido
de Dios.
He aquí de nuevo el tema de la vocación que habíamos encontrado en la primera lectura; también Pablo ha sido
escogido y se le ha confiado una tarea: ser apóstol. Recuerda esta vocación para preparar a los Corintios a acoger
sus palabras, exhortaciones, decisiones: no expone doctrinas propias, sino que habla en el nombre de Dios que lo
ha enviado.

Además Pablo en el v. 1 cita a Sóstenes. ¿Quién es éste? Los Hechos de los Apóstoles mencionan un cierto
Sóstenes, jefe de la Sinagoga de Corinto; este junto a otros judíos, un día han arrastrado Pablo al tribunal para
que fuera condenado por blasfemia. Ante el procónsul Galeón, que entre incrédulo y divertido asistía a una
discusión de bien poca importancia para él, el debate teológico cada vez más encendido había terminado en pelea.
Quien tuvo la peor parte fue justamente Sóstenes quien –no se sabe por qué razón– fue golpeado por sus propios
correligionarios (Hch 16,12-17). Si se trata de la misma persona se puede concluir que los golpes recibidos… han
servido para hacerle entrar en razón.

Destinataria de la carta es –como hemos ya hemos indicado– la “Iglesia de Dios que está en Corinto” (v. 2). Es la
“Comunidad”, el “grupo de cristianos” de aquella ciudad. Iglesia significa: “gente convocada”, “gente llamada por
Dios”. Es de nuevo el tema de la vocación que regresa: si los corintios se han convertido en creyentes es porque
Dios los ha “llamado”, los ha “elegido”.

Los cristianos de Corinto son santos convocados (v. 2). “Santo” significa “separado”, puesto aparte, reservado a
Dios. Los corintos son santos porque son diferentes de los paganos. No viven en un gueto, alejados de los otros –
esto sería contrario al evangelio que los quiere “sal de la tierra” (Mt 5,13) y “levadura” que hace fermentar la
harina (Mt 13,33)– son separados porque llevan una vida guiada por principios diferentes a la de los paganos.
Pablo recuerda esta santidad para introducir avisos severos contra comportamientos morales de algunos
miembros de aquella comunidad.
Finalmente es de señalar la insistencia del Apóstol sobre la unidad que debe reinar entre los creyentes de Cristo.
Los corintios no pueden olvidar que su comunidad es parte de la iglesia universal. La definición que viene dada de
esta iglesia: son todos aquellos que en cualquier lugar invocan el nombre del Señor Jesucristo (v. 2). Más adelante
se comprenderá (lectura del próximo domingo) la razón de este aviso: está preparando una intervención dura
contra las divisiones y los desencuentros que se han manifestado en la comunidad.
Comentario al Evangelio

Los tres evangelios sinópticos inician el relato de la vida pública de Jesús recordando su bautizo. Juan ignora este
episodio y sin embargo dedica un amplio espacio al Bautista. Lo encuadra desde los primeros versículos en una
perspectiva original: más que como precursor, lo presenta como “el hombre enviado por Dios a dar testimonio de
la luz” (Jn 1,6-8). Su vida y su predicación suscitan interrogantes, expectativas y esperanzas en el pueblo, incluso
circula la voz de que él sea el Mesías. Una delegación de sacerdotes y levitas van más allá del Jordán para
interrogarlo con el fin de aclarar su identidad y su quehacer. El respondió que no era el Mesías… “yo bautizo con
agua, pero entre ustedes hay alguien a quien no conocen, que viene detrás de mi y no soy digno de soltarle la
correa de sus sandalias” (Jn 1,19-28).

Es en este contexto donde se inserta nuestro episodio. Entra en escena el protagonista –Jesús– evocado hace
poco por el Bautista en el debate que ha tenido con los enviados de los judíos. Al verlo venir hacia el exclama: “Ahí
está el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (v.29).

Es una afirmación que es –como veremos– densa de significados y evocaciones bíblicas.


El Bautista muestra haber intuido la identidad, desconocida por muchos todavía, de Jesús. ¿Cómo ha llegado a
descubrirla y por qué la define con una imagen tan singular? Nunca en el Antiguo Testamento una persona ha sido
llamada “cordero de Dios”. La expresión señala el punto de llegada de su largo y ciertamente fatigoso camino
espiritual; ha comenzado de hecho desde la ignorancia mas completa: “yo no lo conozco”, repite por dos veces
(vv. 31.33).

Quien quiera alcanzar “la plenitud del conocimiento de Cristo” (Fil 3,8) debe comenzar a tener conciencia de la
propia ignorancia. Es extraña –decíamos– la imagen del cordero de Dios. El Bautista tenía a disposición otros
términos: pastor, rey, juez severo. Esta última expresión la ha usado también: “viene uno más fuerte que yo…. ya
empuña la horquilla para limpiar su cosecha y reunir el trigo en el granero, y quemará la paja en un fuego que no
se apaga” (Lc 3,16-17). Pero –en su mentalidad– ninguna resumía su descubrimiento de la identidad de Jesús
mejor que aquella de cordero de Dios.

Educado probablemente entre los monjes esenios de Qumrán, había asimilado la espiritualidad de su pueblo,
conocía la historia y estaba familiarizado con las Escrituras. Israelita piadoso, sabía que sus oyentes, al oír citar al
cordero, habrían intuido inmediatamente la alusión al cordero pascual cuya sangre puesta sobre los dinteles de
las casas en Egipto había librado a sus padres de la masacre del ángel exterminador. El Bautista ha intuido el
destino de Jesús: un día sería inmolado como cordero, y su sangre habría quitado a las fuerzas del mal la capacidad
de hacer daño; su sacrificio habría liberado al hombre del pecado y de la muerte. Notando que Jesús había sido
condenado al mediodía de la vigilia de Pascua (Jn 19,14) el evangelista Juan ha querido señalar ciertamente este
mismo simbolismo. Era en realidad la hora en la que en el Templo los sacerdotes comenzaban a inmolar los
corderos.

Hay una segunda alusión en las palabras del Bautista. Quien tiene presente las profecías contenidas en el libro de
Isaías –y todo israelita las conocía muy bien– no puede menos de percibir la alusión al fin ignominioso del siervo
del Señor del que hemos oído hablar también en la primera lectura de hoy. He aquí como el profeta describe su
camino hacia la muerte: “fue llevado cual cordero al matadero, como una oveja que permanece muda cuando la
esquilan…ha sido contado entre los pecadores, cuando llevaba sobre sí el pecado de muchos e intercedía por los
pecadores” (Is 53,7.12).

En este texto la imagen del cordero es asociada a la destrucción del pecado. Jesús –quería decir el Bautista–
tomará sobre sí todas las debilidades, todas las miserias, toda la iniquidad de los hombres y con su mansedumbre
y con el don de su vida, las aniquilará. No eliminará el mal concediendo una especie de amnistía, una sanación, un
perdón; lo vencerá introduciendo en el mundo un dinamismo nuevo, una fuerza irresistible –su espíritu– que
llevará los hombres al bien y a la vida.

El Bautista tiene en mente una tercera resonancia bíblica: el cordero se asocia también al sacrificio de Abrahán.
Isaac mientras caminaba junto a su padre hacia el monte Moria, pregunta: “he aquí el fuego y la leña, pero ¿dónde
está el cordero para el holocausto? Abrahán responde: “Dios mismo proveerá el cordero” (Gen 22,7-8).

“¡He aquí el cordero de Dios!” –Responde ahora el Bautista– es Jesús, dado por Dios al mundo para que sea
sacrificado en sustitución del hombre pecador merecedor de castigo.

También los detalles del relato del Génesis (cf. Gen 22,1-18) son bien conocidos y el Bautista los aplica a Jesús.
Como Isaac, él es ahora hijo único, el bien Amado, aquel que lleva la leña dirigiéndose al lugar del sacrificio. A él
se adaptan también los detalles añadidos por los rabinos. Isaac –decían estos– se había ofrecido
espontáneamente, en vez de huir se había entregado al Padre para ser amarrado sobre el altar. También Jesús ha
dado libremente su vida por amor.
En este punto surge la pregunta si de verdad el Bautista habría tenido presente todas estas alusiones bíblicas
cuando por dos veces, dirigiéndose a Jesús, había declarado: “He aquí el cordero de Dios” (Jn 1,29.36).

Él, quizás no, pero ciertamente los tenía presente el evangelista Juan que quería ofrecer una catequesis a los
cristianos de sus comunidades y a nosotros.

En la segunda parte del pasaje bíblico (vv.32-34) viene presentado el testimonio del Bautista: él reconoce como
“hijo de Dios” a aquel sobre el que ha visto descender y posarse el Espíritu. Se refiere a la escena del bautismo
narrada por los sinópticos (cf. Mc 1,9-11). Juan introduce sin embargo un detalle significativo: el Espíritu es visto
no solo descender sobre Jesús, sino permanecer en él.

En el Antiguo Testamento se habla a menudo del Espíritu de Dios que toma posesión de los hombres dándoles
fuerza, determinación, coraje, hasta hacerlos irresistibles. Se habla que ha bajado sobre los profetas que son
habilitados para hablar en nombre de Dios; pero la característica de este Espíritu es ser provisorio: permanece en
estas personas privilegiadas hasta que han llevado a término su misión, después las deja y ellas regresan a la
normalidad, desaparece su habilidad, inteligencia, sabiduría, fuerza superior. En Jesús por el contrario el
Espíritu permanece de modo duradero, estable. La estabilidad en la Biblia es atribuida solo a Dios: solo Él es “el
viviente que permanece para siempre” (Dn 6,27); solo su palabra “permanece para siempre” (1 P 1,25).

A través de Jesús el Espíritu ha entrado en el mundo. Ninguna fuerza adversaria lo podrá jamás expulsar o vencer
y desde él será difundido sobre cada persona. Es el bautismo, “en el Espíritu Santo”, anunciado por el Bautista (v.
33). Unidos íntimamente a Cristo como los sarmientos a una vid vigorosa y llena de savia, los creyentes producirán
frutos abundantes (cf. Jn 15,5), morarán en Dios y Dios en ellos (cf. 1 Jn 4,16), recibirán la estabilidad del bien que
es propia de Dios, porque mientras “el mundo pasa con su codicia quien hace la voluntad de Dios permanece para
siempre” (1 Jn 2,17).

Es este el mensaje de esperanza y alegría que a través del Bautista, Juan desde la primera página de su Evangelio
quiere anunciar a sus discípulos. No obstante el evidente poder sobrecogedor del mal en el mundo, lo que le
espera a la humanidad es la comunión de vida, “con el Padre y con su Hijo Jesucristo”. Estas cosas –dice Juan– las
escribo para que “la alegría de ustedes sea perfecta” (1 Jn 1,3-4).
En el evangelio que hoy se proclama aparece Juan Bautista dando testimonio de Jesús. La imagen de Juan con el
brazo extendido y el dedo apuntando a Cristo ("Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo") es
teológicamente más expresiva que aquella en que aparece con la concha en la mano, bautizando en las riberas
del Jordán. Aquí encontramos ya un primer tema sugerente: a ejemplo de Juan, el creyente ha de ser para todos
una mano amiga y un dedo indicador de lo trascendente en un mundo de tantos desorientados, donde la
increencia va ganando adeptos. Juan identificó a Cristo; los bautizados tendremos que ser en medio de la masa
identificadores y testimonio de fe cristiana. Juan, porque conoció antes a Cristo, lo anunció; los cristianos hemos
de tener experiencia profunda de quién es Jesús, para testimoniarlo. Para poder conocer a Cristo, antes hay que
haberlo visto desde la fe.
Jesús es el Cordero, el Siervo de Dios, que quita y borra el pecado del mundo. Es todo un símbolo de paz; de
silencio, de docilidad, de obediencia. Isaías define al Mesías como cordero que no abre la boca cuando lo llevan al
matadero y que herido soporta el castigo que nos trae la paz. Con la muerte del Cordero inocente, que puso su
vida a disposición de Dios para liberar a los hombres de la esclavitud del pecado, se inaugura la única y definitiva
ofrenda grata al Padre del cielo. A imitación de Jesús, el cristiano debe ser portador de salvación y liberador de
esclavitudes que matan. En la pizarra de la sociedad actual, en la que se escriben y dibujan a diario con trazos
desiguales tantas situaciones injustas y violentas, la fe y el amor del creyente han de ser borrados de los pecados
de los hombres. Esta capacidad de limpieza religiosa purifica los borrones de la increencia estéril, que achata la
óptica existencial.
SAN AGUSTÍN COMENTA EL EVANGELIO
Jn 1,29-34: No es así como se interroga por las cosas eternas
El Espíritu Santo descendió sobre él en forma de paloma. Entonces se manifestó más plenamente al mismo Juan
la flor de la santidad en forma de paloma, forma de simplicidad e inocencia. De esa manera se cumplió el texto:
Y sobre él florecerá mi santificación (Sal 131,18). Yo -dijo- no lo conocía. Pero quien me envió a bautizar en agua
me dijo: «Aquel sobre quien veas que desciende el Espíritu Santo y que repose sobre él, ése es quien bautiza en el
Espíritu Santo». Y yo -dijo- doy testimonio de lo que vi, que él es el elegido de Dios (Jn 1,33-34). ¿De quién da
testimonio? De aquel sobre quien vio la santificación del Padre. ¿De dónde vio descender al Espíritu Santo? Pues
nunca se alejó el Espíritu Santo del Hijo, ni el Hijo del Espíritu, ni el Hijo del Padre, ni el Padre del Hijo, ni el Espíritu
del Hijo y del Padre; pero estas cosas se comprenden con la mente purificada, distintamente a como se
manifiestan a los ojos.
El Padre no es anterior al Hijo en el tiempo, ni el Hijo sigue temporalmente al Padre, puesto que allí no existe
tiempo alguno. El Padre, y el Hijo, y el Espíritu Santo son un solo Dios, creador de los tiempos. Allí no hay
posibilidad de decir: «El Padre es anterior, y el Hijo es posterior». Desde el momento en que él es el Padre, desde
ese momento existe el Hijo. Investiga desde cuándo es Padre. Trasciendes con el pensamiento la tierra, el cielo,
los ángeles, las cosas visibles, las invisibles y la creación entera; luego preguntas: «¿Desde cuándo comenzó a a
ser Padre?». No es así como se interroga por las cosas eternas. No preguntes desde cuándo sino a lo que tiene
comienzo. No preguntes desde cuándo a aquel de quien toma comienzo cuanto ha comenzado y que no tiene
comienzo de nadie, porque no lo tiene en absoluto.
Como el Padre no tiene comienzo, así tampoco el Hijo, pero el Hijo es el resplandor del Padre. El resplandor del
fuego existe desde el momento en que existe el fuego, y el resplandor del Padre desde que existe el Padre. ¿Desde
cuándo existe el Padre? Desde siempre y por siempre. Así, pues, también el resplandor del Padre existe desde
siempre y por siempre; y, con todo, puesto que es su resplandor, su Hijo tampoco comenzó con el tiempo en el
ser engendrado por el Padre. ¿Quién puede ver esto? Lima tu corazón, sacude el polvo, lava la mancha. Sea curado
y sanado cuanto perturba la mirada interior, y aparecerá lo que se dice y se cree antes de ser visto.
Ahora, hermanos, lo creemos. ¿Qué creemos? Que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no se anteceden en el
tiempo. Aunque el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no se anteceden en tiempo alguno, no he podido nombrar al
Padre, al Hijo y al Espíritu Santo sin que estos nombres retuviesen el tiempo y fuesen retenidos por él. El Padre no
es anterior, ni el Hijo posterior, y, sin embargo, no he podido no decir uno antes y otro después, y todas las sílabas
ocuparon su propio tiempo, y la segunda no pudo sonar en mis palabras hasta que no pasó la primera. Pasó tiempo
al pronunciar mis sílabas para expresar lo que no tiene tiempo.
Por tanto, hermanos míos, cuando aquella Trinidad se manifestó sensiblemente en la carne, apareció la Trinidad
entera en el río en que Juan bautizó al Señor. Una vez bautizado, salió del agua, descendió la paloma y sonó la voz
desde el cielo: Éste es mi Hijo amado, en quien me he complacido (Mt 3,17). El Hijo se manifiesta en el hombre; el
Espíritu en la paloma; el Padre en la voz. Algo inseparable se ha manifestado separadamente; supuesto el caso de
que pueda hablarse de cosa y no más bien de la causa de todas las cosas, y eso si se puede hablar de causa. ¿Qué
es lo que decimos, cuando hablamos de Dios? Hablamos de él, y lo permite él mismo, que no es como se le piensa
y del que no puede hablarse ni siquiera en el modo como se le piensa. Mas he aquí que en atención a los hombres,
hermanos, se manifestó sirviéndose de una paloma, y así se cumplió: Sobre él florecerá mi santificación.
Florecerá, se dijo; esto es, se manifestará claramente, pues nada hay más resplandeciente y más visible en un
árbol que su flor. ¡Ea!, hemos llegado ya a las últimas palabras de la antífona: Sobre él florecerá mi santificación.
Finalizado el tiempo de Navidad-Epifanía en el que hemos contemplado la irrupción del Dios que se nos da a
conocer -un darse a conocer que es al mismo tiempo comunicar vida, liberar, salvar-, comenzamos el curso normal
de los domingos que de nuevo interrumpiremos al llegar al tiempo de Cuaresma-Pascua. Y en este momento inicial
del tiempo ordinario hemos escuchado un evangelio PROGRAMATICO de Juan. Programático, es decir, que resume
el programa -el sentido- de la misión de JC. De ahí que puede ser oportuno comentar algunas expresiones del
evangelio que nos ayudarán a captar la dirección del camino de quien es para nosotros Luz y Vida.
Dice el Bautista definiendo a Jesús: ESTE ES EL CORDERO DE DIOS QUE QUITA EL PECADO DEL MUNDO. Son
palabras que repetimos siempre que celebramos la Eucaristía, antes de comulgar: muestra de que la Iglesia les
otorga un peculiar valor. Un valor cuyo sentido quizá nosotros no comprendamos bastante. Porque ¿sabemos qué
significa esto de "el Cordero de Dios"? y ¿cuál es el sentido de "el pecado del mundo"?
-CORDERO DE DIOS. Es una expresión que corresponde a lo que leímos en la primera lectura: "Tú eres mi siervo...
Te hago luz de las naciones para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra".
Pero este Salvador de Dios, este Mesías -según la gran esperanza del pueblo judío- escoge un camino no de
dominio y poder, sino de servicio. Esto es lo que significa la comparación de llamarlo "cordero". Actualmente es
muy posible que la palabra nos suene demasiado como sacrificio de quien inclina la cabeza ante los poderosos. La
expresión de Juan significa bastante más que esto: significa que Jesús, el Mesías, el Hijo de Dios, realiza su misión
como un servidor absolutamente humilde, pobre, sencillo... pero que así consigue la Victoria. No podemos olvidar
que en el último libro de la Biblia, en el Apocalipsis, se nos presenta a este Cordero como el gran triunfador.
Es la paradoja de la vida y obra de JC: sigue un CAMINO DE SERVICIO, como un hombre sin poder, junto a los
pobres y despreciados. Hasta morir como un criminal entre criminales. Pero este camino -un camino que como
dice San Pablo, es locura y escándalo- resulta ser el CAMINO DE VIDA, de Victoria. De ahí que siempre, para
quienes queremos seguir a JC, el interrogante es si para participar de su Victoria escogemos el camino que él
escogió. O si nos pasamos de listos y escogemos otro camino.
-EL PECADO DEL MUNDO. Es la otra expresión que hemos de considerar. No habla del pecado de cada hombre
sino del pecado del mundo. Se trata de la REALIDAD DE MAL que hay en el mundo, más allá de lo que cada uno
de nosotros hace. Es lo que queremos expresar al hablar de "pecado original": un niño al nacer, no entra en un
mundo limpio, sino en un mundo herido por una presencia de mal que de un modo u otro le afectará. Ninguno de
nosotros se libra de esta herida, todos la sufrimos. Por eso su lucha es contra el pecado del mundo, contra esta
presencia poderosa de mal que hay de hecho en nuestro mundo. Isaías en la primera lectura, decía que el "Siervo
de Dios" sería "LUZ". Porque el pecado del mundo es básicamente oscuridad, tiniebla, negación de verdad. Es
trampa, hipocresía, falsedad.
Que lleva al egoísmo, al desamor. POR ESO LA LUCHA DE JC contra el pecado del mundo -la lucha que hemos de
continuar nosotros- ES camino de verdad que lleva al amor. Sólo con verdad y sólo con amor se combate
eficazmente contra el mal que hay en el mundo.
ESCOGER siempre la verdad y escoger siempre el amor es la única manera de ser cristiano.
La pregunta es, sin embargo: ¿cómo seguir este camino? Todos conocemos suficientemente nuestra debilidad,
nuestro pecado y -más aún- el peso del pecado del mundo en nosotros, fuerza de gravedad que nos impide
avanzar en la verdad y en el amor. La respuesta la hallamos también en el evangelio programático de hoy. Es
importante notar cómo el testimonio de Juan sobre Jesús se identifica con decir que en Él hay el ESPÍRITU DE DIOS.
No dice: es un hombre sabio, bueno, fuerte... sino simplemente: en Él hay el Espíritu de Dios. Y esto -no os
sorprendáis- se puede decir también de nosotros: en nosotros hay el Espíritu de Dios.
No somos sabios, ni buenos, ni fuertes..., pero por gracia de Dios en nosotros habita su Espíritu.
Y es este Espíritu de Dios -tan olvidado por nosotros- el que HACE POSIBLE seguir el camino de JC, el camino de la
verdad y el amor, el camino de lucha contra el pecado del mundo. Un camino que conduce a la Victoria.
Homilía del III domingo del tiempo Ordinario

¿Cuánto durará la noche?


“Judas comió el pedazo de pan y salió inmediatamente. Era de noche” (Jn 13,30). Pocas palabras para describir
una escena dramática; un hombre, a merced ya de sus proyectos de locura, abandona a Cristo-luz y viene
devorado por la oscuridad.

La gente teme la oscuridad de la noche y se anima cuando comienzan las primeras luces del alba. Los centinelas
escrutan el horizonte, esperando la aurora (Sal 130,6). Largas son las noches de quien, ardiendo de fiebre y presa
de pesadillas, gira y da vueltas esperando la mañana (cf. Job 7,3-4).

Quien se ha precipitado en las tinieblas del vicio, de la mentira y de la injusticia espera también un rayo de luz que
le anuncie el fin de la noche y el comienzo de un nuevo día.

Centinela ¿cuánto queda de la noche?, pregunta el profeta (cf. Is 21,11). ¿Cuánto durará todavía en el mundo la
oscuridad, el mal y el pecado? ¿Cuándo serán “liberados los hombres del poder de las tinieblas”? (Col 1,13).

Pablo invita a la esperanza: “Ya es hora de despertar del sueño: ahora la salvación está más cerca que cuando
abrazamos la fe, La noche está avanzada, el día se acerca” (Rom 13,11-12).

El conflicto luz-tinieblas continua a la espera del día sin fin, cuando “allí no habrá noche. No les hará falta ni luz de
lámpara ni luz del sol, porque los ilumina el Señor Dios” (Ap 22,5).

Comentario a la primera lectura


A excepción del primer versículo, ya hemos escuchado esta lectura durante la misa de la noche de Navidad. Para
una compresión más completa del pasaje bíblico véase la explicación dada ese día.
La profecía se sitúa históricamente en el siglo VIII a.C., época de la grande expansión asiria de todo el Medio
Oriente. También las tribus de Zabulón y Neftalí, situadas al septentrión de Israel, se vieron envueltas en estos
acontecimientos político-militares: destrucciones, violencias, deportaciones, imposición de pesados tributos
fueron las consecuencias de la invasión de los ejércitos venidos de Mesopotamia. Isaías presenta la dramática
situación como una humillación permitida por el Señor, como un triunfo de la obscuridad sobre la luz.

En la región de Galilea era como si hubiera regresado el caos que reinaba en la creación antes de la creación del
mundo “las tinieblas cubrían el abismo”(cf. Gn 1,2). Las fértiles tierra del otro lado del Jordán parecían envueltas
en la oscuridad de una noche sin fin. La muerte reinaba por doquier. El pueblo humillado había perdido ya toda
esperanza, se había resignado ya a contemplar la “Vía del mar” (que pasando por Palestina unía Egipto con
Mesopotamia) invadida por los prepotentes soldados asirios.

En este momento de abatimiento general, resuena la voz del profeta anunciando la aurora de un nuevo día: “El
pueblo que caminaba a oscuras vio una luz intensa; los que habitaban en el obscuro país de la muerte fueron
iluminados” (Is 9,1).

Es la promesa de un cambio total de la situación. Con una mirada de largo alcance, Isaías ve que se retiran los
ejércitos asirios responsables del desastre nacional, e Israel volver a una vida de alegría y paz.

La luz a que se refería el profeta, era ciertamente un nuevo rey, descendiente de la familia de David, destinado a
llevar a cabo la misión de disolver las tinieblas traídas por los invasores extranjeros. Probablemente pensaba en
Ezequías, el niño en quien se habían depositado tantas esperanzas.
¿Qué ocurrió históricamente? Nada. Los asirios continuaron ocupando las tierras de Zabulón y de Neftalí por un
siglo más y Ezequías, que intentó substraerse a su yugo, “fue encerrado en Jerusalén como pájaro en jaula” como
se lee en la inscripción de Senaquerib encontrada en Nínive. ¿Y ahora qué?, ¿Se equivocó el profeta?

La perspectiva histórica que hoy tenemos es estrecha y limitada: si no vemos realizarse inmediatamente nuestros
proyectos, pensamos que Dios se ha olvidado de nosotros. Dios lleva adelante sus proyectos, sí, pero de manera
inesperada y de acuerdo con los tiempos que tiene establecidos.

Si los sueños de la gente del tiempo de Isaías se hubieran realizado, los opresores asirios habrían sido substituidos
por otros opresores, porque esta es la lógica del mundo: quien pierde viene eliminado y quien vence, pronto se
ve confrontado por otros pretendientes.

Dios no toma parte en este conflicto. Mira desde arriba manteniendo sólidamente en mano la situación. Acaricia
un proyecto que ataca a la raíz de la lógica repetitiva e inconcluyente de la lucha por el poder. La profecía se
realizó, según la lógica de Dios, 750 años después.

Cuando Jesús apareció a lo largo de la orillas del lago, el reino de los asirios se había caído hacía ya cientos de
años, pero la obscuridad del mundo no había desaparecido. Era la obscuridad del mal, de la violencia, del abuso,
de la corrupción, del egoísmo. Esta obscuridad había comenzado a disiparse –como dirá Mateo en el Evangelio de
hoy– solo cuando con el inicio de la vida pública de Jesús, una luz comenzó a brillar en los montes de Galilea.

Comentario a la segunda Lectura


Cuando escribe la primera carta a los Corintios, Pablo se encuentra en Éfeso, capital política y religiosa de la
provincia romana del Asia y lugar de encuentro entre las culturas de oriente y de occidente, sede de maestros y
artesanos famosos. Allí se mezclaban marineros, soldados y comerciantes provenientes de todo el mundo. Un día
llegan a esta ciudad, provenientes de Corinto, algunos miembros de la familia de Cloe (v.11) quienes entregan a
Pablo una carta que le envían los cristianos de la comunidad.

Antes de leerla, el Apóstol quiere tener noticias de aquella Iglesia y sus huéspedes, que al principio dudaban si
hablar o no, pero terminan por referir a Pablo todo lo que saben sin ocultar nada. La vida de la comunidad en
Corinto es de pena: hay discordias escandalosas, han surgido bandos que se declaran partidarios de un apóstol o
de otro (algunos se glorían de pertenecer a Pedro otros a Pablo); de sus comportamientos morales, mejor no
hablar; existen conductas desenfrenadas de las que se avergonzarían hasta los mismos paganos; en las
celebraciones eucarísticas, cada grupo se aísla y se desinteresa de los demás; y no hablemos de las envidias, de
las críticas, de las murmuraciones… En fin, la gente de Cloe larga el rollo.

Desilusionado y preocupado, Pablo escucha en silencio. Quizás piense por un momento en el fracaso de toda su
misión evangelizadora; después, se recupera y decide escribir a los cristianos de Corinto. Así ha nacido la carta
que nos viene propuesta este domingo.

El primer argumento que afronta son las disidencias, los contrastes, el nacimiento de partidos en aquella
comunidad. Todo esto constituye el pasaje escogido para la lectura de hoy. “¿Quieren dividir a Cristo?” “¿Acaso
fue Pablo crucificado por ustedes?” o ¿Fueron bautizados en nombre de Pablo?” (v. 13). Son palabras duras que
revelan la gravedad de la situación.
Las discordias eran provocadas, entonces como hoy, por los egoísmos, el deseo de dominar, sobresalir e
imponerse a los demás. Pablo aclara: los apóstoles no son señores, sino siervos; no son ellos los salvadores. El
Salvador es uno solo, Cristo.

La luz del evangelio –encendida por Pablo– había brillado en Corinto, pero la obscuridad del pecado y las tinieblas
de la muerte todavía eran muy densas y se resistían a disiparse.

Comentario al Evangelio
El evangelio de hoy tiene tres partes. Con una cita del profeta Isaías viene introducida la actividad de Jesús en
Galilea (vv. 12-17); a continuación, sigue el relato de la vocación de los primeros discípulos (vv. 18-22); finalmente,
la actividad de Jesús queda resumida en una frase (v.23). Después de concluir la misión del Bautista, Jesús se
traslada a Cafarnaún que se convierte en el centro de su actividad por casi tres años.

Cafarnaún era un pueblo de pescadores y agricultores que se extendía a lo largo de trescientos metros a orillas
del lago de Genesaret. No era famoso como la ciudad de Tiberías –donde residía el tetrarca Herodes Antipas– o
como la rica y próspera Magdala, famosa por sus florecientes industrias de salazón del pescado y el tinte.
Cafarnaúm gozaba, no obstante, de un cierto prestigio: se encontraba a lo largo de la “Vía del mar” –la célebre
carretera imperial que desde Egipto, pasando por Damasco, conducía a Mesopotamia– y señalaba el confín entre
Galilea y el Golán, territorio que pertenecía a Filipo (otro hijo de Herodes el Grande). Era un lugar de frontera, con
una aduana donde se pagaba un tanto por todas las mercancías.

Mateo no se limita a anotar el cambio de residencia de Jesús, acompaña la cita con una referencia a la Escritura.
Para comprender el significado hay que tener en cuenta que Galilea estaba habitada por israelitas considerados
por todos como casi-paganos o medio-paganos por haber nacido del cruce de varios pueblos. Los judíos de
Jerusalén los despreciaban porque los tenían por poco instruidos, desconocedores de la ley, de costumbres
corrompidas y poco observantes de las disposiciones rabínicas. Tampoco se fiaban de ellos por sus tendencias
subversivas en campo político (fueron los galileos los que iniciaron el movimiento zelota, responsable de
sanguinarias revueltas contra el imperio romano).

En esta región situada en la periferia de la tierra santa, en esta “Galilea de los paganos” (v. 15), Jesús inicia su
misión y con esta elección indica quiénes son los primeros destinatarios de su luz: no son los judíos puros, sino los
excluidos, los alejados.

Admirado ante a la fe del centurión –jefe del destacamento de soldados destacados en Cafarnaún– un día
exclamará: “en verdad les aseguro que no he encontrado en todo Israel una fe tan grande. Ahora les digo: vendrán
muchos del oriente y del occidente para sentarse a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el Reino de los cielos
mientras los que debían entrar en él serán echados a las tinieblas de afuera” (Mt 8,10-11). También les hará notar
a los sumos sacerdotes y a los ancianos el sorprendente cambio: “En el camino al Reino de los Cielos los publicanos
y las prostitutas entrarán antes que ustedes” (Mt 21,31).

El cambio de residencia –un hecho bastante banal en sí mismo– ha sido leído por Mateo en su significado
teológico, como el cumplimiento de la profecía de Isaías: “La gente que vivía en la obscuridad ha visto una luz muy
grande; una luz ha brillado para los que viven en lugares de sombras de muerte” (v. 16). Con el inicio de la actividad
pública de Jesús, ha brillado entre los montes de Galilea la aurora de un nuevo día, ha surgido la luz de la que
hablaba el profeta.

El último versículo de esta primera parte presenta la proclamación de Jesús: “Conviértanse porque el Reino de
Dios está cerca” (v. 17).
Conviértanse no significa “hacerse un poco mejor, rezar mejor, hacer alguna obra buena extra”, sino “cambiar
radicalmente de modo de pensar y de actuar”. Quienes han estado cultivando proyectos de muerte deben abrirse
a decisiones de vida, quienes se han movido en tinieblas deben dirigirse hacia la luz. Solo quien está dispuesto a
llevar a cabo este cambio puede entrar en el reino de los cielos (no en el paraíso, sino en la nueva condición de
quien ha escogido jugarse la vida según la palabra de Cristo).

En la segunda parte del pasaje se cuenta la vocación de los primeros cuatro discípulos. No se trata del relato de la
llamada a los primeros apóstoles (los cuatro evangelistas narran el hecho de manera bastante diferente el uno del
otro), sino de una catequesis que quiere hacer comprender lo que significa para el discípulo decir sí a Cristo que
invita a seguirlo. Es un ejemplo, una ilustración de lo que quiere decir convertirse.

Hay que señalar la insistencia de verbos de movimiento. Jesús no se detiene ni un instante: “Caminaba junto al
mar…Yendo más allá…Recorría toda la Galilea” (vv. 18.21.23).

Quien ha sido llamado debe comprender que no se le concederá ningún reposo, que no habrá ninguna parada en
el camino. Jesús quiere ser seguido noche y día y por toda la vida, no existen momentos que serán dispensados
de los compromisos adquiridos.

La respuesta debe ser pronta y generosa como la de Pedro, Andrés, Juan y Santiago quienes “inmediatamente
abandonan las redes, la barca y al padre, lo siguieron” (vv. 20.22).

No hay que interpretar mal el “abandono” del propio padre. No significa que quien se convierta en cristiano (o
escoja la vida religiosa) debe desinteresarse de sus padres. En el pueblo judío el padre era el símbolo del lazo con
los antepasados, del apego a la tradición. Es esta dependencia del pasado la que debe ser rota cuando se convierte
en un impedimento para acoger la novedad del evangelio. La historia, las tradiciones, la cultura de cada pueblo
deben ser respetadas y valorizadas, pero sabemos que no todos los usos, costumbres, estilos de vida recibidos
son conciliables con el mensaje de Cristo.

La exigencia de Jesús hace referencia a la elección dramática que los primeros cristianos estaban llamados a hacer:
si decidían hacerse cristianos eran rechazados por la familia, repudiados por los padres, expulsados de la sinagoga
y excluidos del propio pueblo.

También hoy los hay quienes tienen que enfrentarse con la ineludible alternativa entre el amor por el “padre” y
la elección de Cristo. Baste pensar lo que significa para un musulmán, para un judío, para un pagano, para un
budista la adhesión al cristianismo.

Para todos, no obstante, dejar al padre implica el abandono de todo lo que es incompatible con el evangelio. A la
invitación a seguirlo, Jesús añade la tarea: “Les haré pescadores de hombres” (v. 19).

La imagen está tomada de la actividad desarrollada por los primeros apóstoles. No estaban pescando con cebo
sino con red y su trabajo consistía en sacar peces fuera del mar (así se llamada inapropiadamente el lago de
Galilea).

En el simbolismo bíblico, el mar era la morada del demonio, de las enfermedades, de todo lo que se oponía a la
vida. El mar es profundo, obscuro, peligroso, misterioso, terrible. En el mar viven los monstruos y en él, ni los más
hábiles marineros se sientes seguros.
Pescar hombres significa sacarlos fuera de la condición de muerte en que se encuentran, quiere decir arrancarlos
de las fuerzas del mar que como aguas impetuosas, los dominan, los arrastran y los sumergen.

El discípulo de Cristo no teme a las olas y las afronta valientemente aun cuando sean borrascosas. No desespera
en el afán de salvar a un hermano aunque se encuentre en situaciones humanamente desesperadas por ser
esclavo de la droga, del alcohol, de pasiones desenfrenadas o por tener un carácter irascible, agresivo, intratable…
No existe ninguna situación que no pueda ser recuperada por el discípulo de Cristo.

La tercera parte (v. 23) resume con tres verbos lo que Jesús hace en favor de los hombres: enseña y, por tanto, es
luz para todo hombre; predica la Buena Noticia, es decir, anuncia a todos una palabra de esperanza, asegura que
el amor de Dios es más fuerte que el mal del hombre, y cura a los enfermos. No se limita a proclamar la salvación
sino que la lleva a cabo con hechos concretos, mostrando a los discípulos lo que están llamados a hacer: deben
crear, a través del anuncio del evangelio, hombres nuevos, una sociedad nueva, un mundo nuevo.

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