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L e o St r a u s s

Derecho natural
e historia
Traducción de
Ángeles Leiva Morales y
Rita Da Costa García

Prólogo de
Fernando Vallespín

C ír c u l o d e L ecto res
222 Capítulo V

tencia de cierto consenso entre ambos, la concepción del


derecho natural de Locke es esencialmente distinta de la
de Hooker. Entre uno y otro, la noción de derecho natural
había experimentado un cambio fundamental que se tra­
dujo en una ruptura en la tradición iusnaturalista, lo cual
no debe sorprender a nadie. En el período de tiempo que
separa las vidas de Hooker y LoCke, el mundo había asis­
tido al advenimiento de la ciencia natural moderna y la
ciencia natural no teleológica y, por tanto, a la destruc­
ción de la base del derecho natural moderno. El primer
hombre que extrajo las consecuencias para el derecho na­
tural de este decisivo cambio fue Thomas Hobbes, ese ex­
tremista imprudente, provocador e iconoclasta, el primer
filósofo plebeyo, cuya lectura nos sigue resultando tan
placentera debido a su franqueza casi pueril, su humani­
dad a toda prueba y su maravillosa combinación de fuer­
za y claridad. Hobbes fue merecidamente castigado por su
temeridad, sobre todo entre sus compatriotas. No obstan­
te, ejerció una enorme influencia en todas las corrientes
de pensamiento político que a continuación surgieron en
Europa continental e incluso en Inglaterra, sobre todo en
Locke, el juicioso Locke, que -haciendo honor a su apela­
tivo- se abstuvo tanto como pudo de mencionar el «nom­
bre justamente denostado» de Hobbes. A Hobbes debemos
remitirnos, pues, si deseamos comprender el carácter es­
pecífico del derecho natural moderno.

1 . Hobbes

Thomas Hobbes se veía a sí mismo como el fundador de


la filosofía política o ciencia política. No ignoraba, claro
está, que el gran honor que reclamaba para sí mismo ha­
bía sido atribuido anteriormente, casi por consenso uni­
versal, a Sócrates. Tampoco se le permitió olvidar el hecho
E l derecho natural moderno: Eíobbes 223

notorio de que la tradición inaugurada por Sócrates se­


guía gozando de muy buena salud en la época que le tocó
vivir. Pero estaba seguro de que la filosofía política tradi­
cional «tenía más de ensueño que de ciencia».
Los estudiosos de hoy no se dejan impresionar por la
pretensión de Hobbes y señalan la gran deuda que tenía
para con la tradición que tanto menospreció. Algunos
llegan casi a sugerir que Hobbes fue uno de los últimos es­
colásticos. Para evitar que los árboles nos impidan ver el
bosque, trataremos de reducir por un momento los signifi­
cativos resultados de la polimatía de nuestros días a una
sola oración. Hobbes estaba en deuda con la tradición por
una sola pero trascendental noción: daba por hecho que la 1
filosofía política o ciencia política es posible o necesaria. J
Para entender la asombrosa pretensión de Hobbes de­
bemos conceder una atención proporcional a su enfático
rechazo de la tradición, por un lado, y a su conformidad
casi silenciosa con la misma por otro. A tal fin, conviene
en primer lugar que identifiquemos la tradición o, por de­
cirlo de modo más preciso, que veamos la tradición tal
como la veía Hobbes, tratando de olvidar por un instante
cómo se presenta ésta a los ojos del historiador actual.
Hobbes menciona por sus nombres a los siguientes re­
presentantes de la tradición: Sócrates, Platón, Aristóteles,
Cicerón, Séneca, Tácito y Plutarco.^ En su pensamiento,
identifica tácitamente la tradición de la filosofía política
con una tradición concreta cuyas premisas fundamentales
pueden expresarse en los siguientes términos: lo noble y lo
justo se diferencian claramente de lo agradable y son por

1. Elements o f Law , ep. ded.; i, i , sec. i ; 1 3 , sec. i . De corpore, ep. ded.;


De cive, ep. ded. y Prefacio; Opera latina, I, p. x c . Leviatán, caps, x x x i (241)
y X V I (438). En las citas del Leviatán los números entre paréntesis indican las
páginas correspondientes a la edición de «Blackwells’s Political Texts».
2. De cive. Prefacio, y x ii, 3; Opera Latina, 358-359.
2Z4 Capítulo V

naturaleza, preferibles esto último. Dicho de otro modo,


existe un derecho natural completamente independiente
de todo acuerdo o convención humanos, es decir, existe
un orden político mejor que cualquier otro, y es ei mejor
porque es acorde con ia naturaleza. Hobbes identifica la
filosofía política tradicional con la búsqueda en pos del
mejor sistema político posible o del orden social sencilla­
mente justo, y por tanto la identifica con una búsqueda
que es política no sólo porque trata de cuestiones políticas
sino, por encima de todo, porque es impulsada por un es­
píritu político. Identifica la filosofía política tradicional
con esa particular tradición que poseía un espíritu público
o -por emplear un término algo laxo, qué duda cabe, pero
todavía hoy fácilmente inteligible- que era «idealista».
Al hablar de los primeros filósofos políticos, Hobbes se
abstiene de mencionar la tradición cuyos más célebres ex­
ponentes se podrían considerar «los sofistas», Epicuro y
Carnéades. A su modo de entender, ia tradición antiidea­
lista sencillamente no existía en cuanto tradición de la fi­
losofía política, pues ignoraba el concepto mismo de filo­
sofía política tal como la entendía Hobbes. En efecto, se
ocupaba de la naturaleza de las cuestiones políticas y en
especial de la justicia. Se planteaba asimismo la cuestión
de la vida justa del individuo y, por tanto, se planteaba
también si éste podía utilizar la sociedad civil - o cómo
podía utilizarla- para alcanzar sus objetivos particulares
no políticos, es decir, para su comodidad o gloria. Pero no
era una tradición política, ni alentada por un espíritu pú­
blico. Su objetivo no era servir de guía de los estadistas al
tiempo que ensanchaba sus miras. No cultivaba el interés
por el orden justo de la sociedad como algo intrínseca­
mente válido o bueno.
Al establecer implícitamente un paralelismo entre la fi­
losofía política tradicional y la tradición idealista, Hobbes
expresa su acuerdo tácito con la perspectiva idealista de la
E l derecho natural moderno: Hobbes 225

función o el alcance de la filosofía política. Al igual que


hiciera Cicerón antes que él, se une a Catón en contra de
Carnéades. Hobbes presenta su nueva doctrina como el
primer tratamiento verdaderamente científico o filosófico
de las leyes naturales y coincide con la tradición socrática
en sostener que la filosofía política se ocupa del derecho
natural. Pretende demostrar «qué es la ley, al igual que
han hecho Platón, Aristóteles y Cicerón, entre otros». No
se refiere a Protágoras, Epicuro ni Carnéades. Teme que
su Leviatán pueda evocar en sus lectores el recuerdo de la
República de Platón. A nadie se le ocurriría comparar el
Leviatán con el De rerum natura de Lucrecio. 3
Hobbes rechaza la tradición idealista partiendo de un
acuerdo esencial con dicha tradición. Se propone realizar
de forma adecuada lo que la tradición socrática realizó de
forma totalmente inadecuada. Se propone triunfar allí
donde la tradición socrática había fracasado. Hobbes
atribuye dicho fracaso a un error fundamental: la filosofía
política tradicional dio por supuesto que el hombre es por
naturaleza un animal político o social. Al rechazar este su­
puesto, Hobbes se une a la tradición epicúrea y acepta la
noción de que el hombre es por naturaleza u originalmen­
te un animal apolítico e incluso asocial, así como la premi­
sa de que lo bueno y lo agradable son conceptos funda­
mentalmente idénticos.4 Sin embargo, Hobbes utiliza esta
perspectiva apolítica con una finalidad política, la dota de

3. Eléments, ep. ded.; Leviatán, caps, xv {94-95), xxvi (172), xxxi (241),
XVI (437-438).
4. De cive, i, 2; Leviatán, cap. v i (33). Hobbes habla con mayor énfasis de la
autoconservación que del placer, por io que parece hallarse más cerca de los
estoicos que de los epicúreos. Hobbes pone el acento en la autoconservación
porque el placer es una «apariencia» cuya realidad subyacente es «tan sólo
movimiento», mientras que el instinto de conservación pertenece al ámbito
no sólo de la «apariencia», sino también del «movimiento» (véase Spinoza,
Ética, I I I , 9 scholio, y 1 1 scholio). El hecho de que Hobbes conceda mayor
protagonismo a la autoconservación que al placer se debe, pues, a su noción
zz6 Capítulo V

significado político en un intento por introducir el espíritu


del idealismo político en la tradición hedonista, convir­
tiéndose así en el creador del hedonismo político, doctrina
que ha revolucionado la vida humana por doquier y a una
escala que ninguna otra doctrina ha podido superar hasta
la fecha.
Edmund Burke supo entender muy bien la capital
transformación impulsada por Hobbes:

La audacia no era en tiempos pasados el rasgo distintivo de los


ateos como tales. De hecho, casi podría decirse que pecaban de lo
contrario; solían ser como ios viejos epicúreos, una estirpe más
bien poco emprendedora. De un tiempo a esta parte, sin embargo,
se han vuelto activos, maquinadores, turbulentos y sediciosos.5

El ateísmo político es un fenómeno claramente moder­


no. Ningún ateo premoderno ponía en duda que la vida
social requería la creencia y la adoración de un Dios o dio­
ses. Si no nos dejamos engañar por fenómenos de natura­
leza efímera, nos percataremos de que el ateísmo político
y el hedonismo político van unidos, puesto que brotaron
al mismo tiempo y en la misma mente.
Al tratar de comprender la filosofía política de Hobbes
no podemos perder de vista su concepción de la filoso­
fía natural, que podemos incluir en la corriente tradi­
cionalmente representada por la física democrítica-epicú-
rea, pese a que, en opinión de Hobbes, «el mejor de los
filósofos de la Antigüedad» no era ni Epicúreo ni Demó-
crito, sino Platón. Lo que aprendió de la filosofía natural
platónica no fue que el universo no puede ser comprendi-

de la naturaleza y de la ciencia natural. Su motivación es, por consiguiente,


totalmente distinta de la que sustenta la perspectiva estoica, aparentemente
idéntica.
5- Thoughts on French Affairs, en Works o f Edm und Burke, Bohn’s Stan­
dard Library, vol. in , p. 377.
E l derecho natural moderno: Hobbes 227

do a menos que sea gobernado por la inteligencia divina.


Fueran cuales fuesen las convicciones personales de Hob­
bes, su filosofía natural es tan atea como la física epicúrea.
Lo que aprendió de la filosofía natural de Platón fue que la
matemática es «la madre de toda ciencia natural».^ Por
tratarse de una doctrina a un tiempo matemática y mate-
rialista-mecanicista, la filosofía natural de Hobbes es una
combinación de física platónica y física epicúrea. Desde
este punto de vista, la filosofía o ciencia premoderna en su
conjunto «tenía más de ensueño que de ciencia» precisa­
mente porque no había contemplado dicha combinación.
De la filosofía de Hobbes en su conjunto puede decirse que
es el ejemplo paradigmático de la moderna fusión de un
idealismo político y una visión global materialista o atea.
Las posturas inicialmente incompatibles entre sí pue­
den combinarse de dos formas distintas. La primera se
traduce en el compromiso ecléctico que permanece en el
mismo plano que las posturas iniciales. La segunda es la
vía de la síntesis, que se hace posible gracias a una transi­
ción del pensamiento, del plano de las posturas iniciales a
otro plano completamente distinto. La combinación lle-^
vada a cabo por Hobbes es una síntesis. Tal vez no fuera']
consciente de que estaba integrando dos tradiciones "¿i. ^
opuestas, pero sí lo era de que su pensamiento presuponíaTJj Q/
una ruptura radical con todo el pensamiento tradicional,
o el abandono del plano en que el «platonismo» y el «epi­
cureismo» libraban su secular combate.
Al igual que sus más ilustres contemporáneos, Hobbes
se sentía abrumado o eufórico por la noción compartida
del total fracaso de la filosofía tradicional. Una ojeada a
las controversias del presente y del pasado les bastó para
convencerlos de que la filosofía, o la búsqueda de la sabi­
duría, no había triunfado en su pretensión de transfor-

6. Leviatán, cap. x v i (438); English Works, v ii, 346.


zz8 Capítulo V

marse en sabiduría. Según ellos, había llegado el momen­


to de llevar a cabo esa transformación aplazada. Para
triunfar allí donde la tradición ha fracasado, conviene em­
pezar por reflexionar acerca de las condiciones que deben
cumplirse para que la sabiduría se convierta en una reali­
dad: debemos empezar por reflexionar sobre el método
adecuado. El propósito de estas reflexiones no era otro
que asegurar la transformación de la sabiduría en una rea­
lidad.
El fracaso de la filosofía tradicional se hacía más paten­
te que nunca en el hecho de que la filosofía dogmática
siempre se había hecho acompañar, como si de su sombra
se tratara, por la filosofía escéptica. El dogmatismo jamás
hasta entonces había logrado derrotar al escepticismo de
forma ineqmVoca. Garantizar la transformación de la sa­
biduría en una realidad significa erradicar el escepticismo
haciendo justicia a la verdad encarnada en el escepticis­
mo. Para alcanzar este objetivo uno debe, en primer lugar,
dar rienda suelta al escepticismo llevado a su grado extre­
mo: lo que sobreviva a las arremetidas del más acerbo es­
cepticismo será la base incontestable de la sabiduría. La
transformación de la sabiduría en una realidad es equipa­
rable a la construcción de un edificio dogmático total­
mente fiable sobre la base del escepticismo extremo.7
El experimento con el escepticismo extremo surgió,
pues, al hilo de la anticipación de un nuevo tipo de dog­
matismo. Hasta entonces, de entre todas las búsquedas
científicas conocidas, sólo la matemática había llegado a
buen puerto. La nueva filosofía dogmática debía, por tan­
to, construirse sobre el modelo de la matemática. El mero
hecho de que el único conocimiento incontestable dispo­
nible no se ocupara de los fines humanos sino que «con-

7. Compárese la coincidencia de Hobbes con la tesis de la primera de las Me­


ditaciones de Descartes.
E l derecho natural moderno: Hobbes 2.Z9

siste tan sólo en comparar cifras y movimientos» alimen­


taba un prejuicio en contra de toda perspectiva teleológi-
ca, o lo que es lo mismo, a favor de la perspectiva mecani-
cista 3 Quizás fuera más exacto afirmar que este becbo
sólo vino a fortalecer un prejuicio ya existente, pues es
probable que lo más importante en la mente de Hobbes
fuera el vislumbre, no de una nueva clase de filosofía o
ciencia, sino de un universo que se compone exclusiva­
mente de cuerpos físicos y sus movimientos sin finalidad
específica. El fracaso de la tradición filosófica predomi­
nante podía relacionarse directamente con la dificultad a
la que se enfrenta toda forma de física teleológica, y en
este contexto surgió con bastante naturalidad la sospecha
de que, debido a presiones sociales de índole diversa, el
enfoque mecanicista jamás había tenido una verdadera
oportunidad de demostrar sus virtudes. Pero precisa­
mente porque su interés se centraba en un enfoque meca­
nicista, Hobbes se vio, dadas las circunstancias, inevita­
blemente abocado a la concepción de una filosofía dog­
mática basada en el escepticismo extremo. No en vano
había aprendido de maestros como Platón o Aristóteles
que, si el universo posee el carácter que le atribuyó la físi­
ca democrítico-epicúrea, queda excluida la posibilidad de
cualquier tipo de física o ciencia. En otras palabras, dicho
materialismo sin fisuras desemboca forzosamente en el es­
cepticismo. El «materialismo científico» jamás sería posi­
ble a menos que se lograra asegurar primero la viabilidad
de la ciencia frente al escepticismo que engendra el mate­
rialismo. Sólo la rebelión anticipada en contra de un uni­
verso entendido exclusivamente desde el punto de vista
materialista haría posible la ciencia en dicho universo. Se
hacía necesario descubrir o inventar una isla exenta del

8. Elements, ep. ded. y i, 13 , sec. 4; D e cive, ep. ded.; Leviatán, cap. x i (68);
véase Spinoza, Etica, 1, Apéndice.
230 Capítulo V

flujo de la causalidad mecánica. Hobbes hubo de conside­


rar ia posibilidad de una isla natural, puesto que el con­
cepto de mente incorpórea quedaba fuera de cuestión. Por
otra parte, lo que había aprendido de Platón y Aristóteles
lo había llevado a comprender que la mente corpórea,
compuesta de partículas muy suaves y redondas con las
que Epicuro se daba por satisfecho, era una solución ina- ^
decuada. Se vio obligado a preguntarse si en el universo
no habría cabida para una isla artificial, una isla que ha-
bría de crear la ciencia.
La respuesta vino sugerida por el hecho de que la mate-
mática -e l modelo de la nueva filosofía- había resistido a u
la ofensiva del escepticismo sometiéndose a una transfor- ‘
mación o interpretación específica. Para «evitar los repa- \^
ros de los escépticos» frente a «la tan renombrada eviden-
cia de la geometría [...] he creído necesario expresar en J
mis definiciones los movimientos que dibujan o describen k
las líneas, superficies, sólidos y figuras». En términos ge- J
nerales, puede afirmarse que sólo poseemos certeza abso- , ^
luta o conocimiento científico de aquellos ma|étQ^ cuya
causa somos nosotros, o cuya construcción está en nues­
tro poder o depende de nuestra voluntad arbitraria. Si
constara de un solo paso que no estuviera sometido a
nuestra supervisión, ia construcción no estaría del todo en
nuestro poder. La construcción debe ser el resultado de un
proceso consciente; no podemos saber una verdad cientí­
fica si, al mismo tiempo, no sabemos que nosotros somos
sus creadores. La construcción no estaría del todo en
nuestro poder si hiciera uso de cualquier asunto o elemen­
to que no sea en sí mismo una construcción nuestra. El
mundo de nuestras construcciones no guarda ningún
enigma para nosotros porque somos su única causa y, por
tanto, tenemos perfecto conocimiento de su causa. La
causa del mundo de nuestras construcciones no tiene nin­
guna otra causa, una causa que no se halle, o no se halle
E l derecho natural moderno: Hobbes 231

del todo, en nuestras manos. El mundo de nuestras cons­


trucciones tiene un comienzo absoluto, lo que equivale a
decir que es una creación en el sentido estricto de la pala­
bra. El mundo de nuestras construcciones es, por tanto, la
tan anhelada isla exenta del flujo ciego y arbitrario de
la causalidad.9 El descubrimiento o invención de dicha
isla parecía garantizar la viabilidad de una filosofía o
ciencia materialista y mecanicista, sin que ello le obligara
a uno a asumir la existencia de un alma o una mente irre­
ducible a la condición de materia trasladada. A la larga,
dicho descubrimiento o invención hizo posible una acti­
tud de neutralidad o indiferencia hacia el secular conflicto
entre materialismo y espiritualismo. Eíobbes ardía en de­
seos de convertirse en un materialista «metafísico», pero
hubo de conformarse con un materialismo «metódico».

9. English Works, v i i, 17 9 ss.; De homine, x , 4-5; De cive, x v ii l , 4, y x v il,


28; De corpore, x x v , i ; Elements, ed. Toennies, p. 16 8 ; cuarta objeción a las
Meditaciones de Descartes. La dificultad a la que se enfrenta la visión hobbe­
siana de la ciencia queda patente en el hecho de que, en palabras del propio
Hobbes, toda filosofía o ciencia «entreteje consecuencias» (véase Leviatán,
cap. ix) aunque parte de «experiencias» {De cive, x v ii , 12 ), es decir, que la fi­
losofía o la ciencia dependen en última instancia no de lo que se construye,
sino de lo que viene dado. Hobbes trató de solucionar este escollo establecien­
do la distinción entre las ciencias propiamente dichas, que son estrictamente
constructivas o demostrativas (matemática, cinemática y ciencia política) y la
física, a la que atribuye un rango inferior {De corpore, x x v , i ; De homine, x,
5). Esta solución crea una nueva dificultad, ya que la ciencia política presupo­
ne el estudio científico de la naturaleza del hombre, que es una parte de la físi­
ca {Leviatán, cap. ix , en ambas versiones; De homine, ep. ded.; De corpore,
V I , 6). Al parecer, Hobbes trató de esquivar este nuevo escollo de la manera
que sigue: dos son los métodos que permiten conocer las causas de los fenó­
menos políticos. Uno consiste en descender de los fenómenos más generales
(la naturaleza del movimiento, la naturaleza de los seres vivos, la naturaleza
del hombre) a dichas causas. El otro consiste en ascender desde los propios fe­
nómenos políticos, tal como los conocemos a través de la experiencia, hasta
las mismas causas {De corpore, v i, 7). En todo caso, Hobbes se encargó de
subrayar que la ciencia política puede basarse o consistir en la «experiencia»
frente a las «demostraciones» {De homine, ep. ded.; De cive. Prefacio; Levia­
tán, Introducción y cap. x x x ii, inicio).
232 ^ Capítulo V ■'■

Sólo entendemos lo que hacemos. Puesto que no hace­


mos a los seres naturales, éstos son, estrictamente hablan­
do, ininteligibles. Según Hobbes, este hecho es perfecta­
mente compatible con la viabilidad de la ciencia natural,
pero nos lleva a la conclusión de que la ciencia natural es y
siempre será fundamentalmente hipotética, pese a lo cual
es cuanto necesitamos para convertirnos en amos y seño­
res de la naturaleza. Sin embargo, por mucho que ei hom­
bre triunfe en su conquista de la naturaleza, jamás podrá
llegar a entenderla. El universo siempre seguirá siendo
completamente enigmático. Es este hecho el que, en últi­
ma instancia, explica la persistencia del escepticismo y io
justifica hasta cierto punto. El sentimiento escéptico es la
consecuencia inevitable del carácter ininteligible del uni­
verso o de la creencia infundada en su inteligibilidad. En
otras palabras, puesto que las cosas naturales son intrín­
secamente misteriosas, el conocimiento o certeza engen­
drado por la naturaleza es a la fuerza imposible de demos­
trar. El conocimiento basado en el funcionamiento
natural de la mente humana se halla necesariamente ex­
puesto a la duda. Esto explica la ruptura de Hobbes res­
pecto al nominalismo premoderno, ya que los partida­
rios de dicha doctrina tenían fe en el funcionamiento na­
tural de la mente humana, fe que se traducía de modo es­
pecialmente evidente en el dogma natura occulte operatur
in universalibus, o lo que es lo mismo, las «anticipacio­
nes» en virtud de las cuales nos orientamos en la vida coti­
diana y en la ciencia son producto de la naturaleza. Desde
el punto de vista de Hobbes, el origen natural de los uni­
versales o de las anticipaciones constituía una razón de
peso para abandonarlos en favor «herramientas intelec­
tuales» artificiales. No existe^rm onía natural alguna en­
tre la mente humana y el universo.
Puesto que la sabiduría es equiparable a una construc­
ción libre, el hombre puede garantizar su transformación
E l derecho natural moderno: Hobbes 233

en una realidad. Sin embargo, si el universo es inteligible,


la sabiduría no puede ser una construcción libre. El hom­
bre puede garantizar la realización de la sabiduría, no a
pesar de, sino debido al hecho de que el universo es ininte­
ligible. El hombre sólo puede ser soberano porque no
existe ningún soporte cósmico para su humanidad. Sólo
puede ser soberano porque es un completo extraño en el
universo. Sólo puede ser soberano porque se ve obligado a
serlo. Puesto que el universo es ininteligible, y puesto que
el control de la naturaleza no implica la comprensión de la
misma, no existe límite conocido a su conquista de la na­
turaleza. No tiene nada que perder excepto sus propias
cadenas y, a lo que alcanzan sus entendederas, puede tener
mucho que ganar. No obstante, lo cierto es que la condi­
ción natural del hombre es el sufrimiento. La visión soña­
da de la «ciudad del hombre», que habrá de levantarse so­
bre las ruinas de la ciudad de Dios, no es más que una
esperanza infundada.
Hoy, nos resulta difícil comprender que Hobbes pudie­
ra albergar tanta esperanza cuando eran tantos los moti­
vos para la desesperación. De alguna forma la experiencia
-a sí como la legítima anticipación- de progresos inaudi­
tos en ámbitos que permanecen sujetos al control huma­
no, io habrá vuelto insensible al «eterno silencio de los es­
pacios infinitos» y a las grietas de los moenia mundi. En
su descargo debemos añadir que la larga cadena de des­
engaños a los que se han tenido que enfrentar las gene­
raciones subsiguientes no han bastado para extinguir la
esperanza que encendieron él y sus más ilustres contem­
poráneos. Menos aún han contribuido dichos desengaños
a derribar los muros que Hobbes levantó como si con
ellos pretendiera limitar su propia visión. Cierto es que las
construcciones conscientes han sido reemplazadas por el
imprevisible engranaje de la «Historia», pero la «Histo­
ria» limita nuestra visión del mismo modo en que las cons­
234 Capítulo V

trucciones conscientes limitaban la visión de Hobbes:


también la «Historia» cumple la función de realzar la
condición del bombre y de su «mundo» enajenándolo del
todo o de la eternidad/® En última instancia, esta limita­
ción típicamente moderna se traduce en la sugerencia de
que el más elevado de todos los principios -aquel que, en
cuanto tal, no guarda relación alguna con la posible causa
o causas del conjunto - es el misterioso fundamento de la
«Historia» y que, por tratarse de algo consustancial al
bombre y exclusivo de él, se encuentra tan lejos de ser
eterna que es coetánea de la historia humana.
Pero volviendo a Hobbes, su noción de filosofía o cien­
cia hunde sus raíces en la convicción de que no es posible
enhebrar una cosmología teleológica y en la percepción
de que la cosmología mecanicista no logra satisfacer el re­
quisito de la inteligibilidad. Su respuesta al problema es

lo . Para ilustrar este concepto pueden resultar útiles dos citas extraídas de la
obra de sendos autores que pertenecen a campos opuestos pero a la misma fa­
milia espiritual. Según afirma Friedrich Engels en su Ludwigh Feuerbach und
der Ausgang der deutschen klassischen Philosophie, «nichts besteht vor [der
dialektischen Philosophie] als der ununterbrochene Prozess des Werdens und
Vergehens, des Aufsteigens ohne Ende vom Niedern zum Höhern [...] Wir
brauchen hier nicht auf die Frage einzugehn, ob diese Anschauungsweise
durchaus mit dem jetzigen Stand der Naturwissenschaft stimmt, die der Exis­
tenz der Erde selbst ein mögliches, ihrer Bewohnbarkeit aber ein ziemlich si­
cheres Ende vorhersagt, die also auch der Menschegeschichte nicht nur einen
aufsteigenden, sondern auch einen absteigenden Ast zuerkennt. Wir befinden
uns jedenfalls noch ziemlich weit von dem Wendepunkt». En la obra Die Sage
von Tanaquil de J .J . Bachofen se lee: «Der Orient huldigt dem Naturstand­
punkt, der Occident ersetzt ihn durch den geschichtlichen [...] Man könnte
sich versucht fúhlen, in dieser Unterordnung der göttlichen unter die menchli-
che Idee die letzte Stufe des Abfalls von einem früheren erhabeneren Stand­
punkte zu erkennen [...] Und dennoch enthält dieser Rückgang den Keim zu
einem sehr wichtigen Fortschritt. Denn als solchen haben wir jede Befreiung
unseres Geistes aus den lähmenden Fesseln einer kosmisch-physischen Le­
bensbetrachtung anzusehen [...] Wenn der Etrusker bekümmerten Sinnes an
die Endlichkeit seines Stammes glaubt, so freut der Römer sich der Ewigkeit
seines Staates, an welcher zu zweifeln er gar nicht fähig ist» (las cursivas no fi­
guran en los textos originales).
cTx.. KJX Í^^LC$t-Q.~TA
/G O O r -Y i„ C ^ c^ - L a .a 4 - < ^ sp . 'i.«v-vG^_CUc-^< ù , f : T / c i
*5. . i N ■ - (
El derecho natural moderno: Hobbes 235

que la finalidad o finalidades sin cuyo concurso ningún


fenómeno puede ser comprendido no son necesariamente
inherentes al fenómeno; el fin inherente al interés por el
conocimiento es cuanto basta. El conocimiento en cuanto
fin cumple el indispensable principio teleológico. No la
nueva cosmología mecanicista, sino lo que más tarde
pasó a denominarse «epistemología», se convierte así en
el sustituto de la cosmología teleológica. Sin embargo, el
conocimiento no puede seguir siendo la finalidad si el
todo resulta sencillamente ininteligible: scientia propter
potentiamH^ Toda inteligibilidad o todo significado posee
su raíz última en las necesidades humanas. La finalidad, o
la finalidad más acuciante planteada por el deseo huma­
no, es el más elevado de todos los principios, el principio
organizador. Sin embargo, si el bien humano se convierte
en el más elevado de los principios, la ciencia política o
ciencia social se convierte en la clase de conocimiento
más importante, tal como había vaticinado Aristóteles.
En palabras de Hobbes: «Dignissima certe scientiarum
haec ipsa est, quae ad Principes pertinent, hominesque in
regendo genero humano occupatos»,^^ No podemos,
pues, limitarnos a afirmar que Hobbes coincide con la
tradición idealista en io tocante a la función y alcance de
la filosofía política. Sus expectativas respecto a la filoso­
fía política son incomparablemente superiores a las de los
clásicos. Ningún sueño cipiónico iluminado por una no­
ción verdadera del todo recuerda a sus lectores la postre­
ra futilidad de cuanto pueda hacer el hombre. Hobbes es,

1 1 . De corpore, l, 6. El abandono de la primacía de la contemplación o teo­


ría a favor de la primacía de la práctica es la consecuencia obligada del aban­
dono del plano en el que el platonismo y el epicureismo habían librado su dis­
puta, pues la síntesis de ambas doctrinas depende de la noción de que
entender es hacer.
12 . Ética a Nicómano, 1 14 13 2 0 - 2 2 ; De cive. Prefacio; véase Opera latina,
I V , 487-488: la única parte seria de la filosofía es la filosofía política.
u
I lP (f'.-O,. ¿G^'S'6«»'-''^«<v C~€f'^-''~T{i

-7' í Capítulo V

en efecto, el fundador de la filosofía política entendida


como tal.

Había sido Maquiavelo, ese gran explorador de nuevos f


horizontes, quien babía descubierto el continente sobre el
que Hobbes podía erigir su edificio. Al tratar de compren­
der el pensamiento de Maquiavelo, conviene recordar la
máxima que la inspiración de Marlovye babría de atri­
buirle: «Tengo para mí [...] que no existe más pecado que
la ignorancia», que casi podría considerarse una defini­
ción del filósofo. Además, ninguna voz autorizada ba osa­
do jamás poner en duda que el estudio de los asuntos polí­
ticos realizado por Maquiavelo estuviera imbuido de un
espíritu público. Siendo como era un filósofo inspirado
por espíritu público, retomó la tradición del idealismo po­
lítico, pero combinó la noción idealista de la nobleza con­
sustancial al arte de gobernar con un enfoque antiidealista
si no del conjunto, si en todo caso de los orígenes de la hu­
manidad o de la sociedad civil.
La admiración que Maquiavelo profesaba por la prácti­
ca política de la Antigüedad clásica -y en especial de la
Roma republicana- es tan sólo la otra cara de su rechazo
de la filosofía política clásica. La rechazaba por conside­
rar que la filosofía política clásica - y por tanto toda la tra­
dición de la filosofía política, en el sentido más amplio del
término- era del todo inútil. El principal punto de refe­
rencia de la filosofía política clásica era la pregunta:
¿cómo debe vivir el hombre.^ Según Maquiavelo, la res­
puesta correcta a la cuestión de la organización justa de la
sociedad es la que se desprende de la pregunta ¿cómo vi­
ven, de hecho, los hombres de hoy.^ La rebelión «realista»
de Maquiavelo en contra de la tradición llevó a la sustitu­
ción de la excelencia humana, o más concretamente, de la
virtud moral y la vida contemplativa, por el patriotismo o
la virtud meramente política, lo que implicaba rebajar de-
E l derecho natural moderno: Hobbes 23 7

liberadamente las más altas aspiraciones del hombre. Esta


mermia del objetivo respondía a la voluntad de incremen­
tar las probabilidades de concretizarlo. Al igual que Hob­
bes acabaría abandonando más tarde el significado ori­
ginal de la sabiduría a fin de garantizar la realización de
la misma, Maquiavelo abandonó el significado original
de sociedad justa o vida buena. Lo que ocurriría con estas
inclinaciones naturales del hombre o del alma humana
que sencillamente trascendían el listón rebajado carecía
de importancia para Maquiavelo. Hacía caso omiso de
ellas. Limitó su horizonte con el fin de obtener resultados.
Por lo que respecta al poder del azar, la Fortuna se le pre­
sentaba como una mujer cuya voluntad cede ante el hom­
bre adecuado: en otras palabras, es posible conquistar el
azar.
Maquiavelo justificó su exigencia de una filosofía polí­
tica «realista» valiéndose de una reflexión sobre los ci­
mientos de la sociedad civil, es decir, una reflexión que en
última instancia apela al todo en cuyo seno vive el hom­
bre. No existe ningún superhombre, ninguna base natural
de la justicia. Todas las cosas humanas fluctúan demasia­
do para permitir la sujeción de las mismas a los principios
estables de la justicia. La necesidad, más que el propósito
moral, determina, en cada caso, la vía de acción pertinen­
te. Así, pues, la sociedad civil no puede aspirar siquiera a
ser justa. Toda forma de legitimidad hunde sus raíces en la
ilegitimidad; todo orden social o moral ha sido estableci­
do con el apoyo de medios moralmente cuestionables. La
sociedad civil no es hija de la justicia, sino de la injusticia.
El acto fundacional de la más célebre de todas las comuni­
dades fue un fratricidio. La justicia, en cualquiera de sus
sentidos, sólo es posible tras el establecimiento de un or­
den social; la justicia, en cualquiera de sus sentidos, sólo
es posible en el seno de un orden creado por el hombre.
Sin embargo, la fundación de ia sociedad civil, el caso su­
238 Capítulo V

premo en política, se ve reflejado, en el seno de esa misma


sociedad, en todos los casos extremos. Maquiavelo toma
sus puntos de referencia no tanto de cómo viven ios hom­
bres sino del caso extremo, pues cree que éste dice más
acerca de las raíces de la sociedad civil - y por tanto de su
verdadera naturaleza- que el caso n orm al. ^3 La raíz o cau­
sa efectiva ocupa el lugar de la finalidad o el propósito.
Fue la dificultad que entrañaba la sustitución de la vir­
tud meramente política por la virtud moral, o la dificultad
que entrañaba la admiración de Maquiavelo por las lupi­
nas prácticas políticas de la Roma republicana^ lo que in­
dujo a Hobbes a intentar restaurar los principios morales
de la política, es decir, del derecho natural, .'.iii abandonar
el plano del «realismo» maquiavébno. Al acometer dicha
empresa, era consciente del hecho de que el hombre no
puede garantizar la consecución de un orden social justo
si carece de la certeza o el conocimiento exacto o científi­
co del orden social justo y de las condiciones necesarias
para la concretización del mismo. Así pues, lo que Hob­
bes se propuso en primer lugar fue una deducción riguro­
sa de la ley natural o moral. A fin de evitar «los reparos de
los escépticos», la ley natural debía hacerse independiente
de toda forma de «anticipación» natural y, por tanto, del
consensus g e n t i u m La tradición predominante había
definido la ley natural con la mirada puesta en la finalidad
o la perfección del hombre como animal racional y social.
Lo que Hobbes trató de hacer sobre la base de la funda­
mental objeción maquiavélica a las utópicas enseñanzas
de la tradición fue conservar la idea de la ley natural pero
divorciándola de la idea de la perfección humana; sólo si
la ley natural puede ser deducida de cómo viven realmen-

13 . Véase Bacon, Advancement o f Learning, Everyman’s Library, pp. 70-71.


14 . De cive, ep. ded.
15 . Ibidem, l l , I .
E l derecho natural moderno: Hobbes 2 39

te los hombres -de la más poderosa de las fuerzas que, de


hecho, determina la acción de todos los hombres, o de ia
mayoría de los hombres la mayor parte del tiempo- será
válida o tendrá algún valor práctico. Los cimientos del de­
recho natural no deben buscarse en el fin de la existencia
humana hombre, sino en sus comienzos, en la prima na­
turae o, mejor dicho, en la primum naturae. La fuerza más
poderosa que mueve a la mayoría de los hombres la ma­
yor parte del tiemipo no es la razón, sino la pasión. Par­
tiendo de esta premisa, se desprende que el derecho natu­
ral no será válido si los principios que lo sostienen
despiertan los recelos de ia pasión o son incompatibles
con ella. ^7 £1 derecho natural debe deducirse de la más po­
derosa de todas las pasiones.
Pero la más poderosa de todas las pasiones será un he­
cho natural, y no debemos dar por hecho que existe una
base natural para la justicia o para lo que es humano en el
hombre. ¿O es que acaso existe una pasión, o un objeto de
pasión, en cierto sentido antinatural, capaz de borrar la lí­
nea que separa lo natural de lo no natural, que sea, por así
decirlo, ei status evanescendi de la naturaleza y, por consi­
guiente, un posible origen para la conquista de la natura­
leza, o lo que es lo mismo, de la libertad? La más podero­
sa de todas las pasiones es el temor a la muerte y, más
concretamente, a una muerte violenta a manos de terce­
ros. No la naturaleza, sino «ese terrible enemigo de la na-

16 . En el subtítulo del Leviatán (The Matter, Form and Power o f a Com­


monwealth), no hay mención alguna al fin. Véase también lo dicho por Hob­
bes sobre su método en el prefacio a De cive. En él, sostiene que dedujo el fin
del principio. De hecho, sin embargo, lo que hace es dar el fin por sentado,
pues descubre el principio analizando la naturaleza y los asuntos humanos
con la vista puesta en ese mismo fin, la paz (véase D e cive, i, i, y Leviatán,
cap. X I , principio). Paralelamente, en su análisis del derecho o la justicia,
Hobbes da por sentada la noción de justicia generalmente aceptada (De cive,
ep. ded.).
17 . Elements, ep. ded.
Z 4 Í3 Capítulo V

turaleza, la muerte», en la medida en que el hombre puede


hacer algo al respecto, es decir, en la medida en que pue­
de evitarla o vengarla, es la que, en última instancia, guía
nuestras acciones/^ La muerte ocupa el lugar del telos o,
por conservar la ambigüedad del pensamiento hobbesia­
no, digamos que el temor a una muerte violenta es la
máxima expresión del más poderoso y fundamental de to­
dos los deseos naturales, el deseo inicial, el deseo de con­
servación de la propia vida.
Si partimos, pues, de la premisa de que el derecho natu­
ral debe emanar del deseo de conservación de la propia
vida o, dicho de otro modo, si el deseo de conservación de
la propia vida es la única base de toda forma de justicia y
moralidad, el hecho moral fundamental no es un deber,
sino un derecho; todos los deberes se derivan del derecho
fundamental e inalienable a la conservación de la propia
vida. No existen, pues, deberes absolutos o incondiciona­
les, sino que los deberes sólo son vinculantes en la medida
en que su cumplimiento no ponga en peligro nuestra su­
pervivencia. Sólo el derecho a la conservación de la propia
vida es incondicional o absoluto. Por naturaleza, existe un
solo derecho perfecto y ningún deber perfecto. La ley de la
naturaleza, que formula los deberes naturales del hombre,
no es una ley propiamente dicha. Puesto que el hecho mo­
ral fundamental y absoluto es un derecho y no un deber, la
función y los límites de la sociedad civil deben ser defini­
dos en los términos propios del derecho natural del hom­
bre, y no en los términos de su deber natural. El Estado
tiene el cometido no de producir o fomentar la vida vir­
tuosa, sino de salvaguardar el derecho natural de cada
hombre. Y el poder del Estado encuentra su limitación ab-

i8 . Ibidem, i, 14 , sec. 6; D e cive, ep. ded., r, 7; iii, 3 1 ; Leviatán, caps, x iv


(92), X X V I I {197). Habría que partir de este punto para comprender el papel
de la narrativa detectivesca en la orientación moral de nuestros días.
E l derecho natural moderno: Hobbes 241

soluta en ese mismo derecho natural, y en ningún otro he­


cho moral/9 Si entendemos por liberalismo la doctrina
política que contempla los derechos - y no los deberes- del
hombre como el hecho político fundamental y que identi­
fica la función del Estado con la protección o la salva­
guarda de dichos derechos, debemos reconocer a Hobbes
como el fundador del liberalismo.
Al transplantar la ley natural al terreno de Maquiavelo,
Hobbes dio origen, qué duda cabe, a un tipo de doctrina
política completamente nuevo. Las doctrinas iusnaturalis-
tas premodernas hablaban de los deberes del hombre y
apenas si había cabida en ellas para sus derechos, invaria­
blemente concebidos como algo derivado de los propios
deberes. Como se ha destacado en numerosas ocasiones, a
lo largo de los siglos x v ii y x v iii la cuestión de los dere­
chos recibió una atención que jamás hasta entonces había
merecido; de hecho, podría decirse que el debate en torno
a los derechos naturales pasó a centrar el interés que antes
copaban ios deberes naturales.^® Pero los cambios cuanti­
tativos en esta materia sólo se hacen inteligibles cuando se
contemplan a la luz de un cambio cualitativo fundamen­
tal, por no decir que sólo son posibles si primero se produ­
ce un cambio cualitativo fundamental. El cambio funda­
mental que supone pasar de un enfoque basado en los
deberes naturales a otro que se basa en los derechos natu­
rales encuentra su más clara y contundente expresión en
las enseñanzas de Hobbes, que no dudó en convertir un

19 . De cive, 11, 10 (final), 18 -19 ; m , 14 , 2 1, 27 y n., 33; v i, 13 ; x iv , 3; Le­


viatán, caps. XIV (84, 86-87), XXI (14 2-14 3), XXVIII (2 0 2 ) ,x x x ii (243).
20. Véanse Otto von Gierke, The Development o f Political Theory, Nueva
York, 19 39 , pp. 108 , 322, 352; y J.N . Figgis, The Divine Right o f Kings,
Cambridge, University Press, 19 34 , pp. 2 2 1-2 2 3 . Para Kant el hecho mismo
de que la filosofía moral se conozca como la doctrina de los deberes y no la
doctrina de los derechos constituye en sí un motivo de debate (véase Me-
taphysik der Sitten, Vorlaender, p. 45).
242 Capítulo V

t derecho natural incondicional en la base de todos los de­


beres naturales, convirtiendo así los deberes en algo mera­
mente condicional. Hobbes es la referencia clásica y el
fundador de la moderna doctrina del derecho natural. El
profundo cambio al que bemos aludido puede relacionar­
se directamente con el interés de Hobbes por hallar una
garantía humana de la consecución del orden social justo,
es decir, con su intención «realista». La consecución de un
orden social definido a partir de los deberes del hombre es
algo necesariamente incierto e incluso improbable, que
bien pudiera antojársenos utópico. No así el orden social
definido a partir de los derechos del hombre, puesto que
éstos son la expresión manifiesta de un deseo común a to­
das las personas, al margen de cualquier otra considera­
ción. Dichos derechos consagran el interés personal de to­
dos y cada uno de nosotros, tal como lo vemos o nos lo
pueden hacer ver fácilmente. Se puede confiar más en ver
a un hombre defendiendo susMcrechos que cumpliendo
sus deberes. En palabras de Burke;'«El breve catecismo de
los derechos del hombre prnnto^Se aprende, y las inferen­
cias se hallan en las pasiones».R especto a la formula­
ción clásica de Hobbes, podemos añadir que sus premisas
se hallan ya implícitas en las pasiones. Para dotar de efec­
tividad al derecho natural moderno se requiere una labor
de explicación y divulgación, más que de exhortación mo­
ral. A la luz de este dato es posible comprender el hecho,
repetidamente constatado, de que en el período moderno
la ley natural ha ido adquiriendo un protagonismo cre­
ciente en cuanto fuerza revolucionaria. Este hecho es con­
secuencia directa del cambio fundamental que alteró el
carácter mismo de la doctrina del derecho natural.
La tradición a la que se enfrentó Hobbes daba por he­
cho que el hombre no puede alcanzar la perfección de su

21. Thoughts on French Affairs, p. 36y.


E l derecho natural moderno: Hobbes 24 3

naturaleza si no es en el seno de la sociedad civil y a través


de ella, de lo cual se deduce que la sociedad civil es ante­
rior al individuo. Fue esta premisa la que alimentó la
creencia de que el hecho moral primario es el deber y no
los derechos. Sería imposible afirmar la primacía de los
derechos naturales sin afirmar que el individuo es, en
todos los sentidos, anterior a la sociedad civil; todos los
derechos de la sociedad civil o del soberano dimanan de de­
rechos que en su origen pertenecían al in d iv id u o .E l in­
dividuo como tal, es decir, al margen de sus cualidades - y
no sólo, como sostenía Aristóteles, el hombre que está por
encima de sus congéneres- debía ser concebido como algo
esencialmente completo e independiente de la sociedad ci­
vil. Este punto de vista queda implícito en la noción de
que existe un estado de naturaleza previo a la sociedad ci­
vil. Según Rosseau, «todos los filósofos que han examina­
do los cimientos de la sociedad civil han sentido la necesi­
dad de remontarse al estado de naturaleza». Bien es cierto
que la búsqueda de un orden social justo es inseparable de
la reflexión sobre ios orígenes de la sociedad civil o sobre
la vida prepolítica del hombre. Sin embargo, la identifica­
ción de la vida prepolítica del hombre con el «estado de
naturaleza» es un punto de vista específir-'^, ningún
modo compartido por «todos» los filósofos políticos. Fue
Eíobbes quien convirtió el estado de naturaleza en un
tema esencial de la filosofía política, y aun así casi pidió
disculpas por emplear dicho término. Fue a partir de
Eíobbes que la doctrina filosófica iusnaturalista se convir­
tió esencialmente en una doctrina del estado de naturale­
za. Con anterioridad, el término «estado de naturaleza»
era más propio de la teología cristiana que de la filosofía
política. El estado de naturaleza se distinguía en especial
del estado de gracia y se subdividia en el estado de natura-

22. D e cive, v i, 5-7; Leviatán, caps, x v ii i ( 11 3 ) , x x v ii i (202-203).


\ 244 : Capítulo V

leza pura y el estado de naturaleza caída. Hobbes hizo


caso omiso de esta subdivisión y reemplazó el estado de
gracia por el estado de sociedad civil. De esta forma nega­
ba, si no el propio hecho, sí en cierta medida la importan­
cia de la Caída. En consonancia con este enfoque, afirmó
que para poner remedio a las deficiencias o «inconvenien­
tes» del estado de naturaleza no se necesita la gracia divi­
na, sino la forma adecuada de gobierno humano. Esta
implicación antiteológica del «estado de naturaleza» difí­
cilmente se puede separar de su significado intrafilosófico,
que consiste en hacer inteligible la primacía de los de­
rechos frente a los deberes: el estado de naturaleza se ca­
racteriza originalmente por el hecho de que en él tienen
cabida los derechos perfectos pero no los deberes p e r f e c t o s / 3

23. De cive. Prefacio: «Conditionem hominum extra societatem civilem


(quam conditionem appeilare liceat statum naturae)». Véase Locke, Treatises
o f Civil Government, 11, sec. 15 . Para el significado original del término, véa­
se la Aristóteles, Física, 2 4 6 3 10 -17 ; Cicerón, Officiis, l, 67, De finibus i i i ,
16 , 20; Las leyes 111, 3 (véase también De cive, i l l , 25). Según los clásicos, el
estado de naturaleza sería la vida en una sociedad civil sana, y no la que ante­
cede a la construcción de la sociedad civil. Los convencionalistas arguyen que
la sociedad civil es convencional o artificial, pero esto implica una deprecia­
ción de la sociedad civil. La mayoría de los convencionalistas no identifican la
vida previa a la formación de la sociedad civil con el estado de naturaleza,
sino que identifican la vida según la naturaleza con la plena realización de la
vida humana (ya se trate de la vida del filósofo o la vida del tirano); así pues,
la vida según la naturaleza es imposible en la primigenia condición que prece­
de a la sociedad civil. Por otra parte, los convencionalistas que identifican la
vida acorde con la naturaleza, o el estado de naturaleza, con la vida previa a
la sociedad civil, consideran el estado de naturaleza preferible a ia sociedad ci­
vil (véase Montaigne, Ensayos, 1 1 , 1 2 , « Chronique des lettres françaises», vol.
III, p. 3 1 1 ) . La noción hobbesiana del estado de naturaleza presupone el re­
chazo tanto de la perspectiva clásica como de la convencionalista, puesto que
niega la existencia de un fin natural, de un summum bonum. Así pues, Hob­
bes identifica la vida natural con el «principio» -es decir, la vida dominada
por las necesidades más elementales- y, al mismo tiempo, sostiene que este
principio adolece de ciertas deficiencias a las que la sociedad civil se encarga
de poner remedio. Según Hobbes no existe, por tanto, conflicto alguno entre
la sociedad civil y lo que es natural, mientras que el convencionalismo sostie­
ne todo lo contrario. Por consiguiente, de acuerdo con el convencionalismo.
E ! derecho natural moderno: H obbes 24 5

Si toda persona tiene, por naturaleza, el derecho a con­


servar la propia vida, tiene también necesariamente el de­
recho a los medios necesarios para la autoconservación.
Llegados a este punto, la cuestión que se plantea es quién
deberá juzgar cuáles son los medios necesarios para que
un hombre conserve la propia vida, o cuáles son los me­
dios más adecuados o justos para alcanzar dicho fin. Los
clásicos habrían contestado que el juez natural es el hom­
bre de sabiduría práctica, y esta respuesta acabaría por
llevarnos de vuelta a la noción de que el régimen sencilla­
mente mejor es el gobierno absoluto de los sabios, mien­
tras que el mejor régimen factible es el gobierno de los ca­
balleros. Según Hobbes, sin embargo, toda persona es por
naturaleza el juez de los medios adecuados para su propia
supervivencia. Ello es así porque, aun concediendo que el
hombre sabio es, en principio, mejor juez, su interés por la
supervivencia de un determinado ignortm-fie es mucho me-

la vida acorde con la naturaleza es superior a la sociedad civil, mientras que,


en opinión de Hobbes, es inferior. A esto podemos añadir que el convenciona­
lismo no es necesariamente igualitario, en tanto que el enfoque de Hobbes
precisa del igualitarismo. Según Tomás de Aquino, el status legis naturae es la
condición en la que vivía el hombre con anterioridad a la revelación de la ley
de Moisés (Sííwma theologica l, 2, qu. 10 2 , a. 3 ad. 12 ). Es ei estado en el que
viven los gentiles y, por tanto, una condición de sociedad civil (véase Suárez,
Tractatio de legibus, l, 3, sec. 12 ; iii, 1 1 [«in pura natura, vel in gentibus»];
I I I , 12 [«in statu purae naturae, si in illo esset respublica verum Deum natu-
raliter colens»]; también Grocio, en De jure belli, 11, 5, see. 1 5 , 2 utiliza el
«status naturae» como término contrapuesto al «status legis Christianae»;
cuando Grocio [lii, 7, sec. i] afirma «citra factum humanum áut primaevo
naturae statu», demuestra, al añadir el vocablo «primaevo», que el estado de
naturaleza en cuanto tal no es «citra factum humanum» y, por tanto, no es
esencialmente previo a la constitución de la sociedad civil). Sin embargo, si la
ley humana se contempla como el resultado de la corrupción humana, el sta­
tus legis naturae se convierte en la condición humana previa a toda ley huma­
na, es decir, la condición del hombre cuando sólo vivía sometido a la le^de la
naturaleza (Wyciif, D e civili dominio, ii, 1 3 , ed. Poole, p. 154). Para conocer
los antecedentes de la noción hobbesiana del estado de naturaleza, véase tam­
bién la doctrina de Soto tal como la refiere Suárez, opus cit., 1 1 , 1 7 , sec. 9-
24 6 Capítulo V
_ _ __ _ q-&1y i^ ~
ñor que el interés i^^^íasíe. Pero si todo hom-
£>//í^ ) bre, aun el más igECTaiits, es por naturaleza el juez de lo
y que necesita para garantizar su propia supervivencia,
todo puede ser legítimamente contemplado como necesa­
rio para la supervivencia: todo es justo ppr natumleza/4
Se puede hablar de un derecho natural a la Es más,
si todo hombre es por naturaleza el juez de los medios
conducentes a su propia conservación, el consentimiento
gana prioridad frente a la sabiduría. Pero el consentimien­
to no es efectivo a menos que se transforme en sujeción a
la voluntad del soberano. Por esta misma razón, el sobe­
rano es soberano no en virtud de su sabiduría, sino por­
que el acuerdo fundamental lo ha convertido en soberano.
Esto, a su vez nos lleva a la conclusión de que es el mando
o la voluntad, y no la deliberación o el razonamiento, el
alma de la soberanía, es decir, que las leyes son leyes no en
virtud de la verdad o la sensatez, sino tan sólo de la auto­
ridad. ^5 Según el pensamiento hobbesiano, la supremacía
de la autoridad frente a la razón se deriva de una extraor­
dinaria extensión del derecho natural del individuo.
El intento de deducir la ley natural o la ley moral a par­
tir del derecho natural de supervivencia o a partir del ine­
vitable poder del temor a una muerte violenta llevó a la in­
troducción de profundas modificaciones en el contenido
de la ley moral. Dichas modificaciones se tradujeron, en
primera instancia, en una considerable simplificación. En
general, el pensamiento de los siglos x v i y x v ii experi­
mentó una tendencia hacia la simplificación de la doctrina
moral. Como mínimo podría decirse que dicha tendencia
acabó disolviéndose en el más amplio interés por garanti­
zar la consecución del orden social justo. Se trataba de

24. De cive, i, 9; iii, 13 ; Leviatán, caps, x v (100), x v i (448).


25. De cive, v i, 19 ; x iv , i , 1 7 ; Leviatán, cap. x x v i (180); véase también sir
Robert Filmer, Observations concerning the Original o f Government, Prefa-
7 ' / / «Si'-l-CA
J Í t¿ u ' I ■ /
E l derecho natural moderno: Eíobbes Z47

sustituir la «insistemática» multiplicidad de las virtudes


irreducibles por una sola virtud, o bien por una sola vir­
tud fundamental a partir de la cual sería posible deducir
todas las demás. Dos eran las vías disponibles para alcan­
zar esta reducción. En las enseñanzas morales de Aristóte­
les, «cuyas opiniones poseen, hoy por hoy y en estos pa­
gos, más autoridad que ningún otro escrito humano»
(Eíobbes), se distinguen dos virtudes que abarcan todas
las demás o, por así decirlo, dos virtudes «generales»: la
magnanimidad, que comprende todas las demás virtudes
en la medida en que éstas contribuyan a la excelencia del
individuo, y la justicia, que incluye todas las demás virtu­
des en la medida en que éstas contribuyan a que el hombre
se ponga al servicio de otros. Según esta línea de pensa­
miento, podríamos simplificar la filosofía moral reducien­
do el concepto de moralidad a la magnanimidad ó bien a
la justicia. Lo primero fue llevado a cabo por Descartes, lo
segundo por Hobbes. Esta última opción presentaba la
ventaja de favorecer una mayor simplificación de la doc­
trina moral, que desembocaría en la identificación absolu­
ta de la doctrina de las virtudes con la doctrina de la ley
moral o natural. La ley moral, a su vez, se vería muy sim­
plificada al ser deducida del derecho natural a la conser­
vación de la propia vida. La conservación de la propia
vida requiere paz. La ley moral se convirtió, por tanto, en
la suma de reglas que deben ser obedecidas para que exis­
ta la paz. Del mismo modo en que Maquiavelo había re­
ducido la virtud a la virtud política del patriotismo, Hob­
bes la redujo a la virtud social del mantenimiento de la
paz. Todas aquellas formas de excelencia humana que no
posean una relación directa o inequívoca con el manteni­
miento de la paz -valor, templanza, magnanimidad, libe­
ralidad y, por supuesto, la sabiduría- dejan de ser virtudes
propiamente dichas. La justicia (junto con la equidad y la
caridad) sí conserva su condición de virtud, pero su signi-
248 Capítulo V

ficado experimenta un cambio radical. Si el único hecho


moral incondicional es el derecho natural de cada cual a
conservar la propia vida -y, por consiguiente, todas las
obligaciones para con los demás emanan de un contrato-
la justicia se ve reducida al hábito de cumplir los contratos
que cada cual ha suscrito, y deja de consistir en el cumpli­
miento de una serie de parámetros independientes de la
voluntad humana. Todos los principios materiales de
la justicia -las reglas de la justicia conmutativa o distribu­
tiva, o las reglas de la Segunda Tabla del Decálogo - pier­
den su validez intrínseca. Todas las obligaciones materia­
les se derivan de un acuerdo entre las partes que suscriben
el contrato, lo que significa que, en la práctica, dependen
de la voluntad del so b era n o ,p u e s el contrato que hace
posible todos los demás contratos es el contrato social, o
lo que es lo mismo, el contrato de sometimiento al soberano.
Si la virtud se asocia con el mantenimiento de la paz, el
vicio asumirá la forma de los hábitos o pasiones que son
de por sí incompatibles con la paz porque en esencia y,
por así decirlo, de forma intencionada, se traducen en una
ofensa a terceros. A efectos prácticos, el vicio deja de aso­
ciarse con las costumbres disolutas o la debilidad del alma
para convertirse en sinónimo de orgullo o soberbia o va­
nidad. En otras palabras, si la virtud queda reducida a la
virtud social o a ia benevolencia o a la generosidad o las
llamadas «virtudes liberales», las «virtudes severas» de
contención personal estarán abocadas a perder su presti­
gio.^7 Llegados a este punto, debemos remitirnos una vez

26. Elements, i, 17 , s e c . i ; De cive, e p . d e d ., ii i, 3-6, 29, 32; v i, 16 ; x il, i ;


X IV , 9-10, 1 7 ; X V I I , 10 ; X V I I I , 3; D e homine, x ii i, 9; Leviatán, c a p s , x iv
(92), X V (96,97, 9 8 ,10 4 ), X X V I (186).
27. «Temperantia privado potius vitiorum quae oriuntur ab ingeniis cupidis
(quibus non laeditur civitas, sed ipsi) quam virtus moralis (est)» [De homine,
x i l i , 9). Corto es el trecho que separa esta perspectiva de la máxima «vicios
privados, públicos beneficios».
E l derecho natural moderno: Hobbes 249

más al análisis del espíritu de la Revolución francesa reali­


zado por Burke, puesto que sus polémicas e hiperbólicas
conclusiones eran y son indispensables para desenmasca­
rar las falsas apariencias -ya sean intencionadas o fortui­
tas- bajo las cuales se presentó la «nueva moralidad»:
«los filósofos parisinos [...] desmienten - o bien convier­
ten en odiosas y deleznables- las virtudes que restringen el
apetito [...] En lugar de todo esto, colocan una virtud que
denominan humanidad o benevolencia»/^ Esta sustitu­
ción es la piedra angular de lo que se ha dado en conocer
como «hedonismo político».
Para establecer el significado del hedonismo político en
términos algo más precisos, debemos contrastar las ense­
ñanzas de Hobbes con el hedonismo apolítico de Epicuro.
Los puntos de posible confluencia entre Hobbes y Epicuro
son los siguientes: lo bueno es, en esencia, idéntico a lo
agradable; de esto se deduce que la virtud no es algo váli­
do de por sí, sino sólo en cuanto instrumento para la ob­
tención de placer o la evitación del dolor; el ansia de ho­
nor y gloria es algo absolutamente vano, es decir, los
placeres sensuales son, como tales, preferibles al honor y
la gloria. Para que el hedonismo político fuera posible,
Hobbes debía contradecir a Epicuro en dos cuestiones
fundamentales: en primer lugar, debía rechazar la nega­
ción implícita que realiza Epicuro del estado de naturale­
za en sentido estricto, es decir, de una forma de vida
prepolítica en la que el hombre disfruta de derechos natu­
rales, pues Hobbes coincidía con la tradición idealista en
la creencia de que la viabilidad de la sociedad civil depen­
de en última instancia de la existencia del derecho natural.
Además, no podía aceptar las implicaciones derivadas de
la distinción epicúrea entre deseos naturales necesarios y
deseos naturales innecesarios, puesto que dicba distinción

28. Carta a Rivarol, fechada el i de junio de 17 9 1.


Z 50 Capítulo V

llevaba implícita la noción de que la felicidad consiste en


un estado de reposo y sólo se obtiene por medio de un es­
tilo de vida «ascético». Las estrictas exigencias de conten­
ción personal postuladas por Epicuro resultaban utópicas
para la inmensa mayoría de los hombres, por lo que de­
bían ser reemplazadas por una doctrina política «realis­
ta». Este acercamiento «realista» a la política obligó a
Hobbes a eliminar toda restricción impuesta al deseo de
satisfacer placeres sensuales innecesarios o, más precisa­
mente, al deseo de comoda hujus vitae o de poder, con la
única salvedad de las restricciones necesarias al manteni­
miento de la paz. Toda vez que, com.o había manifestado
Epicuro, «la Naturaleza ha hecho fácilmente alcanzables
[sólo] las cosas necesarias», la emancipacicm del hombre
respecto al deseo de comodidad requería que la ciencia se
encargara de satisfacer dicho deseo. Requería, por encima
de todo, un replanteamiento drástico de la función de la
sociedad civil: «la buena vida», en cuyo nombre se inte­
gran los hombres en la sociedad civil, ya no es la vía por la
que se alcanza ia excelencia humana, sino la «existencia
desahogada» que llega como recompensa al duro trabajo.
Por extensión, el sagrado deber de los gobernantes no
consiste ya en «fomentar las virtudes de sus conciudada­
nos y convertirlos en personas capaces de realizar accio­
nes nobles», sino en «estudiar, en la medida en que lo per­
mitan las leyes, la forma de proveer abundantemente a los
ciudadanos de todas las cosas buenas [...] que conducen a
la delectación».'"^
Para el propósito que nos ocupa, no resulta necesario
seguir la línea de pensamiento de Hobbes que parte del
derecho natural de todo ser humano -es decir, del estado
de naturaleza- y desemboca en la construcción de la so-

29. De cive, i, x, 5, 7; x in , 4-6; Leviatán, caps, x i (63-64), x ii i (final); De


corpore, i, 6.
/W H yoVZJ. c.., “ ^ I (ix a d U u :^ \
El derecho natural moderno: Hobbes 251 J

ciedad civil. Esta parte de la doctrina hobbesiana no debe


ser entendida como algo más que la estricta consecuencia >
de sus propias premisas básicas y culmina en la doctri-
na de la soberanía, cuyo máximo exponente es, por con- J
senso general, el propio Hobbes. La doctrina de la sobera­
nía es una doctrina legal. Su postulado fundamental no es
la conveniencia de otorgar plenos poderes a la autoridad
gobernante sino la afirmación de que ésta los posee por
derecho propio. Los derechos de soberanía se atribuyen al
poder supremo no sobre la base de la ley positiva ni de la
costumbre general, sino de la ley natural. La doctrina de ^
la soberanía form u^ & S ^^blicgnatural. 3° ^
' natural -jus publicum universale seu naturale- es una
nueva disciplina que vio la luz en el siglo x v ii a conse­
cuencia del radical qarnbio de orientación que estamos
tratando de a n a l i z a r . p ^ l i e ® natural es, junto con
la «política» -entendida en el sentido maquiavélico de
«razón de estado»- una de las dos formas típicamente
modernas de filosofía. Ambas se distinguen en esencia de
la filosofía política clásica. Pese a mantener posturas en-

30. Leviatán, cap. x x x , tercer y cuarto párrafos de la versión latina; De cive,


1X5,3; ^5 7 (principio); 5;.XI, 4 (final); x ii. 8 (final); x iv , 4; véase también Ma-
lebranche, Traité de morale, ed. Joly, p. 2 14 . Existe una diferencia entre la ley
pública natural y lo que vulgarmente se entiende por ley natural: la primera y
el tema del que se ocupa -la comunidad- se basan en una ficción fundamen­
tal, la ficción de que el soberano es la voluntad de todos y cada uno de los
hombres, es decir, que la soberanía representa a todos y cada uno de ellos [De
cive, V, 6, 9, 1 1 ; V I I , 14). La voluntad del soberano debe ser contemplada
como la voluntad de todos y cada uno de los hombres, pese a que, de hecho, -
existe una discrepancia básica entre la voluntad del soberano y las voluntades
de los individuos, las únicas que son naturales. Obedecer al soberano significa
precisamente hacer lo que dicta la voluntad del soberano, no lo que dicta mi
voluntad. Aunque la razón me lleve por lo general a desear lo mismo que de­
sea ei soberano, esta voluntad racional no se corresponde necesariamente
punto por punto con mi voluntad absoluta, mi voluntad real o explícita (véa­
se la referencia a las «voluntades implícitas» en Elements, 11, 9, sec. i ; véase
también De cive, x ii , 2). Atendiendo a las premisas de Hobbes, la «represen­
tación» no es, por tanto, una conveniencia sino una necesidad básica.
Z 52 Capítulo V

frentadas, ambas beben de la misma fuente/^ Su origen


compartido es el interés por establecer un orden social
justo o sano cuya materialización se considera probable, o
incluso segura, y no depende del azar. En consonancia con
lo dicho, ambas corrientes rebajan deliberadamente la
meta final de la política; ya no pretenden obtener una vi­
sión clara de la máxima posibilidad política, con respecto
a la cual todos los órdenes políticos reales pueden ser juz­
gados de un modo responsable. Si la escuela de la «razón
de Estado» había sustituido «el mejor de los regmenes»
por el «gobierno eficiente», la escuela «tóy puolicáD
natural» sustituyó «el mejor de los regímenes» por el «go­
bierno legítimo».
- La filosofía política clásica había reconocido la diferen­
cia entre el mejor régimen y los regímenes legítimos, lo
cual equivalía a afirmar la existencia de una amplia varie­
dad de regímenes legítimos. En otras palabras, el tipo de
régimen que se considera legítimo en determinadas cir-
cunstanc^s d n ^ n ^ rá de esas mismas circunstancias. Por
otra parte, ]^fey^uJDlio®»natural se ocupa del orden social
justo cuya consecución es posible bajo cualquier circuns­
tancia y, por consiguiente, trata de perfilar ese orden so­
cial qué puede proclamarse legítimo o justo en todos los
casos, al margen de las circunstancias. Podría decirse que
públicgi natural reemplaza la idea del mejor régimen
-que no da ni pretende dar respuesta a la pregunta de cuál

3 1. Véase Tr. J. Stahl, Ceschichte der Rechtsphilosophie, 2.“ ed., p. 325: «Est
ist eine Eigentümlichkeit der neuern Zeit, dass ihre Staatslehre (das Natur­
recht) und ihre Staatskunst (die vorzugsweise sogenante Politik) xwei völhg
verschiedene Wissenschaften sind. Diese Trennung ist das Werk des Geistes,
welcher in dieser Periode die Wissenschaft beherrscht. Das Ethos wird in der
Vernunft gesucht, diese hat aber keine Macht über die Begebenheiten und den
natürlichen Erfolg; was die äusserlichen Verhältnisse fordern und abnöthigen,
stimmt gar nicht mit ihr überein, verhält sich feindlich gegen sie, die Rück­
sicht auf dasselbe kann daher nicht Sache der Ethik des Staates sein». Véase
Grocio, De jure belli. Prolegomena, sec. 57.
E l derecho natural moderno: H obbes 253

es el orden justo aquí y ahora- por la idea del orden social


justo que responde a esta pregunta fundamental de una
vez por todas, es decir, al margen del lugar y del tiempo/^
IcaJby públicápnatural aspira a encontrar una solución al
problema polítibo tan universalmente válida como umver­
salmente aplicable debe ser en la práctica la propia ley. En
otras palabras: mientras, según los clásicos, la teoría polí­
tica propiamente dicha necesita verse complementada in
situ con la sabiduría práctica del estadista, el nuevo tipo
de teoría política soluciona, como tal, el problema prác­
tico crucial: la necesidad de definir cuál es, aquí y ahora,
el orden social justo. A la hora de la verdad, por tanto, el
arte de gobernar pierde su razón de ser frente a la teoría
política. Este tipo de pensamiento podría recibir el nom- . ,.
bre de «doctrinarismo», y -puesto que los abogados cons­
tituyen una clase completamente aparte- podría decirse
que fue en el siglo x v ii cuando el doctrinarismo hizo su
aparición en el ámbito de la filosofía política. En aquellos
tiempos, la sensata flexibilidad de la filosofía política clá­
sica perdía terreno frente a la rigidez del fanatismo. Cada
vez resultaba más difícil distinguir al filósofo político del
partisano. El pensamiento histórico del siglo x ix trató de
recuperar para la praxis política la flexibilidad que lá=d^
públicííinatural había restringido de modo tajante. Sin
embargo, puesto que dicho pensamiento histórico se ha­
llaba bajo el hechizo del «realismo» moderno, sólo logró
d e sm a n te la ra is publicá?natural aniquilando de paso to­
dos los principios morales de la política.
En lo que atañe al pensamiento de Hobbes sobre el
tema de la soberanía, su carácter doctrinario se hace más
evidente que nunca en las negaciones que entraña. Por un

32. Véase De cive. Prefacio (hacia el final), sobre el estatuto radicalmente


distinto de la cuestión de la mejor forma de gobierno, por una parte, y la cues­
tión de los derechos del soberano por otra.
254 Capítulo V

lado, niega la posibilidad de distinguir entre regímenes


buenos y manos (monarquía y tiranía, aristocracia y oli­
garquía, democracia y ociocracia) y, por el otro, niega
la viabilidad de los regímenes mixtos y del «imperio de la
ley».33 Puesto que estas negaciones se contraponen a be-
cbos constatados, la doctrina de la soberanía se reduce, en
la práctica, a una negación no ya de la existencia, sino
de la legitimidad de las posibilidades mencionadas: la doc­
trina de la soberanía de Hobbes atribuye al príncipe sobe­
rano o al pueblo soberano el derecho absoluto a hacer
caso omiso de toda limitación legal y constitucional,34 e
impone una prohibición de la ley natural que impide, in­
cluso a los hombres sensatos, manifestarse en contra del
soberano y de sus acciones. Pero sería un error olvidar el
hecho de que el fallo básico de la doctrina de la soberanía
es compartido, si bien en distinto grado, por todas las de­
más doctrinas de derecho público natural. Baste recordar
el significado práctico de la doctrina que postula la demo­
cracia como el único régimen legítimo.
Los clásicos habían concebido los regímenes {politeiai)
no tanto en términos de las instituciones como en térmi­
nos de los objetivos a cuya consecución aspira la comuni­
dad o la autoridad que la representa. En sintonía con este
planteamiento, los clásicos consideraban como mejor ré­
gimen posible aquel cuyo objetivo es la virtud, y sostenían

33. De cive, v ii, 2-4; x ii , 4-5; Leviatán, cap. x x ix (216). Véase, sin embar­
go, la referencia a los reyes legítimos y los gobernantes ilegítimos en De cive,
XI I, I , 3. De cive, v i, 13 (final) y v ii, 14 , demuestran que la ley natural, tai
como la concibe Hobbes, proporciona la base para establecer la distinción
objetiva entre monarquía y tiranía. Véase también ibidem, x il, 7, con x ii i, 10.
34. En lo que atañe a la discrepancia existente entre la doctrina de Hobbes y
la práctica de la humanidad, véase Leviatán, caps, x x (final), x x x i (final). Por
lo que respecta a las revolucionarias consecuencias de la doctrina hobbesiana
de la soberanía, véase De cive, v il, 16 -17 , así como Leviatán, caps, x ix
( 1 2 2 ) , XX IX ( 2 1 0 ) ; no existe el derecho de prescripción; el soberano del pre­
sente es el único soberano (véase Leviatán, cap. x x v i [175]).
E l derecho natural moderno: Hobbes 255

que las instituciones del tipo adecuado son, en efecto, in­


dispensables para el establecimiento y continuidad del go­
bierno de los virtuosos, pero consideraban su relevancia
secundaria en comparación con la «educación», es decir,
con la formación del carácter. Por otra parte, desde el
punto de vista del derecho público natural, io que se nece­
sita para establecer el orden social justo no es tanto la for­
mación del carácter como ia concepción del tipo de insti­
tuciones adecuadas. Tal como expuso Kant al rechazar la
teoría de que para alcanzar un orden social justo haría fal­
ta una nación de ángeles, «por muy duro que pueda sonar,
el problema del establecimiento del Estado [es decir, del
orden social justo] es soluble incluso en una nación de de­
monios, siempre y cuando éstos procedan con sensatez»,
es decir, siempre y cuando se dejen guiar por un egoísmo
ilustrado; el problema político fundamental se reduce en­
tonces «a una buena organización dei Estado, algo de lo
que el hombre es sin duda capaz». En palabras de Hob­
bes, «cuando [las comunidades] se disuelven no a causa
de la violencm e^aerna, sino de un conflicto intestino, no
está-^- l^hiombres en cuanto materia constitu­
yente de dichas comunidades, sino en cuanto hacedores y
organizadores de las mismas».35 Como artífice que es de
la sociedad civil, el hombre tiene en sus manos la solución
definitiva al problema que le es inherente en cuanto mate­
ria de la sociedad civil. El hombre puede garantizar la
consecución del orden social justo porque es capaz de
conquistar la naturaleza humana a través de la compren­
sión y la manipulación del mecanismo de las pasiones.
Existe un término que expresa del modo más sucinto
posible el resultado del cambio introducido por Hobbes:
«poder». Es en la doctrina política de Hobbes que ei poder

35. Leviatán, cap. x x ix (zio); Kant, Zum etvigen Frieden, Definitivartikel,


erster Zusatz.
j'" ' ' TyidsXv-'CA. , - € £ e ' . (íZ-ú /■'-.^■ •'^ií>-vv£-5,
256 Capítulo V

se convierte por vez primera en un tema central eo nomine.


Habida cuenta del becbo de que, según Hobbes, la ciencia
como tal existe para servir al poder, podríamos decir de la
filosofía de Hobbes en su conjunto que es la primera filo­
sofía del poder. El término «poder» adolece de cierta am­
bigüedad. Por un lado, significa potentia, y por el otro sig­
nifica potestas (o también/us o dominium)H^ Remite por
igual al poder «físico» y al poder «legal». Esta ambigüe­
dad es esencial: sólo si potentia y potestas se hallan esen­
cialmente unidas es posible asegurar la consecución del or­
den social justo. El Estado como tal es a un tiempo la
mayor fuerza humana y la más elevada autoridad huma­
na. El poder legal es sinónimo de fuerza i r r e d u c i b l e . 3 7 La
. necesaria coincidencia de la mayor fuerza humana .y la
más elevada autoridad humana corresponde estrictamente
a la necesaria coincidencia de la pasión más poderosa (el
temor a una muerte violenta) y el derecho más sagrado
(el derecho de conservación de la propia vida). Potentia y
potestas tienen en común, por tanto, el hecho de que sólo
son inteligibles en relación con el actus y contrapuestas a
él: la potentia de un hombre se traduce en lo que ese hombre
es capaz de hacer, mientras que la potestas - o, por utilizar
un término más general, el derecho - de un hombre se tra-,
duce en lo que ese hombre es susceptible de hacer. La pre­
ponderancia del interés por el «poder» no es, por tanto, más
que la otra cara de una relativa indiferencia hacia el actus,
es decir, hacia los propósitos por los que el poder «físico» y

3 ó. Compárese, por ejemplo, el encabezamiento del cap. x en las versiones


inglesa y latina del Leviatán, y los encabezamientos de Elements, 11, 3-4, con
los de De cive, v iii- ix . Para un ejemplo sobre el uso sinonímico de potentia y
potestas, véase De cive, ix , 8. Una comparación del título del Leviatán con el
prefacio a De cive (principio de la sección sobre el método) sugiere que «po­
der» y «generación» son conceptos idénticos. Véase De corpore, x , i : poten­
tia es lo mismo que causa. Contraponiéndose a Bishop Bramhall, Hobbes in­
siste en asociar «poder» y «potencialidad» {English Works, iv , 298).
37. De cive, x iv , i ; x v i, 15 ; Leviatán, cap. x (56).
E l derecho natural moderno: Hobbes 257

«legal» del hombre es o debería ser utilizado. Es posible es­


tablecer una relación directa entre esta indiferencia y el in­
terés de Hobbes por elaborar una doctrina política exacta
o científica. La utilización cabal del poder «físico», así
como el ejercicio cabal de los derechos, depende de la pru-
dentia, y nada de lo relacionado con ésta es susceptible de
exactitud. Existen dos tipos de exactitud, la matemática y
la legal. Desde el punto de vista de la exactitud matemáti­
ca, el estudio del actus -y por tanto de los propósitos- se
ve reemplazado por el estudio de la potentia. A diferencia
de los propósitos para los que se utiliza, el poder «físico»
es moralmente neutro, y por tanto más dúctil frente al ri­
gor matemático que su utilización: el poder es mensurable.
Esto explica por qué Nietzsche, que fue niucho más allá
que Hobbes y declaró que el deseo de poder es la esencia de
la realidad, concibió el poder en términos cuánticos. Des­
de el punto de vista de la exactitud legal, el estudio de los
propósitos es reemplazado por el estudio de la potestas.
Los derechos del soberano, a diferencia del ejercicio de
dichos derechos, admiten una definición exacta que no
contempla ninguna circunstancia imprevista y, una vez
más, este tipo de exactitud es inseparable de la neutralidad
moral: el derecho declara lo que está perniitido,„nQ lo que
es correcto u honroso.3® El poder, en cuanto concepto dife­
renciado del propósito para el que se utiliza o debería utili­
zar el poder, se convierte en el tema central de las reflexio­
nes políticas en virtud de este intencionado estrechamiento
de miras, necesario para garantizar la consecución del or­
den social justo.
La doctrina política de Hobbes pretende ser de aplica­
ción universal y, por tanto, aplicable también - y sobre

38. De cive, x , ló ; v i, 13 (anotaciones finales). Véase Leviatán, cap. x x i


(143), para la distinción entre lo permitido y lo honroso (comp. Salmasius,
Defensio regia [1649], pp. 40-45). Véase Leviatán, cap. x i (64) con Tomás de
Aquino, Summa contra Gentiles, iii, 3 1.
2 58 Capítulo V

todo - en los casos extremos. Podría decirse que sobre esta


premisa descansa el gran mérito que para sí reclama la doc­
trina clásica de soberanía, puesto que contempla el caso ex­
tremo y los valores que se sostienen en situaciones de emer­
gencia, mientras que quienes ponen en entredicho esta
doctrina son acusados de no mirar más allá del marco de la
normalidad. En consonancia con lo dicho, Eíobbes constru­
yó toda su doctrina moral y política a partir de observacio­
nes que tenían en cuenta el caso extremo, pues la experien­
cia en la que se basa su doctrina del estado de naturaleza es
la experiencia de la guerra civil. Es en la más extrema de las
situaciones, la que se produce cuando el tejido social se res­
quebraja del todo, que sale a la luz la sólida base sobre la
que debe descansar en última instancia toda forma de orden
social: el temor a una muerte violenta, que es la fuerza más
poderosa de la vida humana. Sin embargo, Hobbes se vería
obligado a admitir que el temor a una muerte violenta sólo
es la más poderosa de las fuerzas «en general» o en la mayo­
ría de los casos. Así pues, el principio sobre el que debería
sostenerse una doctrina política de validez universal no es
universalmente válido y, por tanto, resulta inútil en el caso
que, desde el punto de vista de Hobbes, sería el más impor­
tante, es decir, el caso extremo.. Porque ¿cómo podríamos
excluir la posibilidad de que precisamente en la situación
extrema prevalezca la e x c e p c i ó n ? 39

39. Leviatán, capítulos x i i i {83) y x v (92). Esta dificultad puede plant


también como sigue: en consonancia con el espíritu del dogmatismo basado
en el escepticismo, Hobbes identificaba lo que, al pareceq el escéptico Car-
néades consideraba la refutación concluyente de las reivindicaciones hechas
en nombre de la justicia con la única justificación posible de dichas reivindi­
caciones: lo que pone de manifiesto la situación extrema -la de los dos náu­
fragos aferrados a una tabla que sólo puede salvar a uno de ellos- no es la im­
posibilidad de la justicia, sino el fundamento de la misma. Sin embargo,
Carnéades no sostenía que, en semejante trance, uno se vea impulsado a segar
la vida del competidor (Cicerón, D e re publica, iii, 29-30): la situación extre-
,'L ¡ í ma no revela una necesidad real.
E l derecho natural moderno: Hobbes 2 59

Dicho en términos más específicos, existen dos fenóme­


nos políticamente relevantes que parecen poner de mani­
fiesto con especial claridad la limitada validez de la postu­
ra de Hobbes respecto al abrumador poder del temor a
una muerte violenta. En primer lugar, si partimos del su­
puesto de que el único hecho moral incondicional es el de­
recho del individuo a conservar la propia vida, la sociedad
civil difícilmente puede exigir al individuo que renuncie a
dicho derecho yendo a la guerra o sometiéndose a la pena
capital. En lo tocante a la pena capital, Hobbes fue lo bas­
tante coherente para admitir que no por haber sido justa
y legalmente condenado a muerte pierde un hombre el
derecho a defender su vida oponiendo resistencia ante
«aquellos que lo atacan»; un asesino justamente condena­
do conserva - o mejor dicho, adquiere- el derecho a aca­
bar con la vida de los guardas que lo custodian -y de cual­
quier otra persona que tratara de impedir su fuga- si con
ello consigue salvar la propia v i d a . 4 ° Sin embargo, al ad­
mitir este supuesto, Hobbes aceptaba, de hecho, la exis­
tencia de un conflicto insoluble entre los derechos del
gobierno y el derecho natural del individuo a la conserva­
ción de la propia vida. Beccaria habría de resolver este
conflicto ateniéndose al espíritu -ya que no a la letra-de
Hobbes al inferir de la absoluta primacía del derecho a
la conservación de la propia vida la necesidad de abolir la
pena capital. Respecto a la guerra, Hobbes, que se jactaba
de haber sido «el primero en desertar» al estallar la guerra
civil, fue asimismo lo bastante coherente para admitir que
«la pusilanimidad natural merece mayor indulgencia».
Y, como si se hubiera propuesto demostrar sin lugar a du­
das hasta qué punto estaba dispuesto a llegar en su frontal
oposición al espíritu lupino de Roma, añadió aún: «Cuan­
do dos ejércitos entran en combate, se produce en uno o

40. Leviatán, cap. x x i (14 2 -14 3 ); véase también D e cive, v iii, 9.


2 6o Capítulo V

ambos bandos un movimiento de buida que, cuando no


viene motivado por la traición sino por el miedo, puede
considerarse deshonroso, pero en ningún caso injusto».4^
Esta admisión, sin embargo, echa por tierra la base moral
del principio de defensa nacional. La única forma de solu­
cionar este escollo y a la vez conservar intacto el espíritu
de la filosofía política de Hobbes pasa por proscribir la
guerra o establecer un Estado mundial.
Había una sola y trascendental objeción al plantea­
miento básico de Hobbes que le molestaba sobremanera y
que procuró superar por todos los medios a su alcance.
A menudo, el temor a una muerte violenta resultaba ser
una fuerza menos poderosa que el temor a las hogueras del
Averno o el temor de Dios. Esta dificultad queda bien pa­
tente en dos pasajes radicalmente distintos del Leviatán.
En el primero de estos pasajes, Hobbes afirma que el temor
al poder de los hombres -es decir, el temor a una muerte
violenta- es «por lo general» más poderoso que el temor al
poder de los «espíritus intangibles», es decir, al poder de la
religión. En el segundo pasaje, sostiene que «el temor a las
tinieblas y los fantasmas es más poderoso que otros temo­
res ».42- Hobbes se las arregló para deshacer esta contradic­
ción basándose en el siguiente razonamiento; el temor a
los poderes invisibles es más poderoso que el temor a una
muerte violenta en la misma medida en que el individuo
crea en los poderes invisibles, es decir, en la medida en que
se deje dominar por falsas ilusiones acerca del verdadero
carácter de la realidad; tan pronto como el individuo acce­
de a la luz del conocimiento, el temor a una muerte violen­
ta adquiere la dimensión que le corresponde. De esto se si­
gue que, para que funcione todo el razonamiento sugerido

4 1 . Leviatán, cap. xxi ( 1 4 3 ) ; English Works, iv, 4 1 4 . Véase Leviatán, cap.


XXX ( 2 2 7 ) y De cive, xin, 1 4 con el capítulo de Locke sobre la conquista.
4 2 . Leviatán, caps, xiv (9 2 ), xxix ( 2 1 5 ) ; véase también ibidem, cap. xxx-
VII I (inicio); De cive, vi, 1 1 ; xii, 2 , 5 ; xvii, 2 5 , 2 7 .
E l derecho natural moderno: Hobbes z 6i

por Hobbes, se requiere el debilitamiento o, mejor aún, la


eliminación del temor a los poderes invisibles. Se requiere
un cambio de perspectiva tan radical que sólo puede deri­
varse del desencanto del mundo por medio de la difusión
del conocimiento científico o de la ilustración popular. La
de Hobbes es la primera doctrina que postula ineludible e
inequívocamente la necesidad de construir una sociedad
«ilustrada» -es decir, laica o atea- como la solución al
problema social o político. Esta trascendental implicación
de la doctrina de Hobbes fue desarrollada pocos años des­
pués de su muerte por Fierre Bayle, quien intentó probar la
viabilidad de una sociedad atea.43

43. La siguiente afirmación de Bayle {Dictionnaire, artículo «Hobbes »,»rem.


D) constituye una buena razón para relacionar su famosa tesis con ia doctrina
de Hobbes en lugar de hacerlo, como es habitual, con la doctrina de Faustus
Socinus: «Hobbes se fit beaucoup d’ennemis par cet ouvrage [De cive]; mais il
fit avouer aux plus clairvoyants, qu’on n’avait jamais si bien pénétré les fon­
dements de la politique». N o es mi intención demostrar que Hobbes fuera
ateo, ni siquiera según su particular vision del ateísmo. Debo limitarme a su­
gerir al lector que compare De cive, x v , 14 , con English Works, iv , 349. Nu­
merosos estudiosos de nuestros días que escriben sobre temas de esta natura­
leza no parecen tener una noción clara dei grado de circunspección o
acomodación a las posturas aceptadas que debían demostrar los «desviacio-
nistas» si pretendían sobrevivir o morir en paz. Dichos estudiosos asumen de
modo tácito que las páginas de los tSi_iitos de Hobbes dedicadas a la religión
pueden ser comprendidas si se leen con el mismo espíritu con que deberían
leerse los textos homólogos de, por ejemplo, lord Bertrand Russel. En otras
palabras, soy consciente del hecho de que existen en la obra de Hobbes incon­
tables pasajes que fueron utiUzados por su autor y pueden ser utilizados por
cualquier otra persona a fin de demostrar su condición de teísta y retratarlo
incluso como un buen anglicano. Esto no haría más que conducir a errores
históricos - s i bien que graves errores históricos- si no fuera por el hecho de
que las conclusiones que de ello se derivan se emplean para apuntalar el dog­
ma de que la mente del individuo es incapaz de liberarse a sí misma de las opi­
niones que rigen la sociedad a la que pertenece. La última palabra de Hobbes
sobre la cuestión de la adoración pública es que la comunidad puede estable­
cer la adoración pública. Si no lo hace -es decir, si permite, como está en su
mano, la convivencia de «numerosas formas de culto»- «no puede afirmarse
[...] que la comunidad profese religión alguna» (véase Leviatán, cap. x x x i
[240] con la versión latina [p.m. 17 1]).
2.62 Capítulo V

Así pues, sólo ante la perspectiva de la ilustración po­


pular adquirió la doctrina de Hobbes la solidez que la ca­
racteriza. Las virtudes que atribuyó a la ilustración son,
en efecto, extraordinarias. El poder de la ambición y la
avaricia, afirma Hobbes, descansa sobre las falsas opinio­
nes del vulgo acerca del bien y el mal. Por tanto, una vez
que se conozcan con certeza matemática los principios de
la justicia, la ambición y la avaricia se harán inservibles
y la raza humana disfrutará de una paz duradera. Ello es
así porque, obviamente, ei conocimiento matemático de
los principios de la justicia (es decir, la nueva doctrina del
derecho natural y la nueva ley pública natural construida
a partir de ésta) no puede exterminar las opiniones equi­
vocadas del vulgo si éste no conoce los resultados de di­
cho conocimiento matemático. Platón vaticinó que los
males no desaparecerán de las ciudades hasta que los filó­
sofos se conviertan en reyes o hasta que filosofía y poder
político coincidan. Esperaba Platón que semejante salva­
ción de la naturaleza mortal se produjera del único modo
en que se puede esperar, es decir, a partir de una circuns­
tancia casual sobre la que la filosofía no ejercería control
alguno, una circunstancia cuyo concurso sólo podemos
desear o rogar. Hobbes, por el contrario, creía firmemen­
te que la filosofía puede propiciar la coincidencia entre
poder político y filosofía popularizándose, o lo que es lo
mismo, convirtiéndose en opinión pública. El azar será
conquistado por la filosofía sistemática a través de la ilus­
tración sistemática: Paulatim eruditur v u l g u s . H Mediante

44. De cive, ep. ded.; véase D e corpore, i, 7: la causa de la guerra civil es la


ignorancia de las causas que motivan las guerras y la paz, de lo que se des­
prende que la solución es la filosofía moral. Al hilo de este postulado, y en su
habitual divergencia respecto del pensamiento aristotélico {Política, 13 0 2 3 3 5
ss), Hobbes busca las causas de la rebelión principalmente en las falsas doctri­
nas {De cive, x ii). La creencia en los efectos beneficiosos de la ilustración po­
pular {De homine, x iv , 1 3 ; Leviatán, caps, x v m [119 ], x x x [2 2 1, 224-225],
E l derecho natural moderno: Hobbes 263

la concepción de las instituciones adecuadas y la ilustra­


ción del cuerpo ciudadano, la filosofía garantiza la solu­
ción del problema social, cuya solución no puede garanti­
zar el bombre si considera que ésta depende de la dis­
ciplina moral.
Frente al «utopismo» de los clásicos, Hobbes buscaba
un orden social cuya materialización fuera no sólo proba­
ble, sino incluso segura. La garantía de su materialización
podía parecer implícita en el becbo de que todo orden so­
cial sano y estable se basa en la más poderosa pasión -y
por tanto, la más poderosa fuerza impulsora- del bombre.
Sin embargo, si el temor a una muerte violenta es, en efec­
to, la fuerza más poderosa que impulsa al bombre, sería de
esperar que el orden social deseado existiera ya y no cesara
de existir nunca o casi nunca, puesto que vendría determi­
nado por la necesidad natural, o lo que es lo mismo, por el
orden natural. Hobbes supera este nuevo escollo con el ar­
gumento de que la estulticia bumana nos lleva a interferir
en el orden natural. El orden social justo no suele derivarse
de la necesidad natural debido al muro de ignorancia que
se alza entre el bombre y dicbo orden. La «mano invisible»
resulta inútil si no cuenta con el apoyo del Leviatán o, si se
prefiere, de La riqueza de las naciones. ,
Existe un notable paralelismo —y una aún más notable
discrepancia- entre la filosofía teórica de Hobbes y su fi-

X X X I [final]) se basa en el supuesto de que la natural desigualdad de los seres


humanos en lo tocante a los méritos intelectuales es ínfima {Leviatán, caps.
X I I I [80], X V [100]; De cive, iii, 13). Las expectativas depositadas por Hob­
bes en la fuerza de la ilustración parecen contradecir su creencia en el poder
de la pasión, y sobre todo del orgullo o la ambición. Esta paradoja se resuelve
mediante la siguiente consideración: la ambición que pone en peligro a la so­
ciedad civil es característica de una minoría: de «los súbditos ricos y podero­
sos de un reino, o de aquellos a quienes se atribuye la máxima sabiduría». Si
«el común de ios mortales», al que la necesidad «mantiene atento a sus que­
haceres y trueques» es debidamente instruido, la ambición y avaricia de unos
pocos carecerá de todo valor. Véase también English Works, iv , 443-444.
ZÓ4 Capítulo V

losofía práctica. En ambas vertientes de su filosofía, Hob­


bes postula que la razón es impotente y a la vez omnipo­
tente o, dicbo de otro modo, que la razón es omnipotente
porque es impotente. La razón es impotente porque la ra­
zón o la humanidad no posee un soporte cósmico: el uni­
verso es ininteligible y la naturaleza «disocia» a los hom­
bres. Sin embargo, el hecho mismo de que el universo sea
ininteligible permite a la razón contentarse con sus cons­
trucciones libres, establecer mediante dichas construccio­
nes una base de operaciones arquimediana y anticipar un
progreso ilimitado en su conquista de la naturaleza. La
razón es impotente frente a la pasión, pero puede volver­
se omnipotente si se une a la más poderosa de las pasio­
nes o se pone al servicio de ésta. En última instancia, el
racionalismo de Hobbes descansa, por tanto, en la con­
vicción de que, gracias a la generosidad de la naturaleza,
la más poderosa de las pasiones es la única pasión que
puede estar en «el origen de sociedades numerosas y du­
raderas» o que es la más racional de las pasiones. En lo
tocante a las cosas humanas, el fundamento no es una
construcción libre sino la más poderosa fuerza natural
que habita dentro del hombre. En lo tocante a las cosas
humanas, entendemos no. sólo lo que hacemos, sino tam­
bién lo que nos hace hacer lo que hacemos y los frutos de
lo hecho. Allí donde la filosofía o ciencia de la naturaleza
permanece fundamentalmente hipotética, la filosofía po­
lítica descansa sobre un conocimiento pragmático de la
naturaleza h u m a n a . 4 5 En tanto en cuanto prevalezca el
enfoque de Hobbes, «la filosofía que se ocupa de las co­
sas humanas» seguirá siendo el último refugio de la natu­
raleza, puesto que, llegados a cierto punto, la naturale­
za acaba por hacerse escuchar. La moderna asunción de
que el hombre puede «cambiar el mundo» o «hacer retro-

4 j. Véase nota 9-
E l derecho natural moderno: Locke 265

ceder a la naturaleza» no es en modo alguno excesiva.


Podríamos incluso ir mucho más allá y afirmar que el
hombre puede expulsar la naturaleza a punta de rastri­
llo. Sólo pecaríamos de excesivos si olvidáramos lo que a
esta asunción añade el poeta filosófico: tamen usque re-
curret.

2. Locke

A primera vista, Locke parece rechazar de plano la noción


hobbesiana de ley natural para seguir los postulados de la
escuela tradicional. No cabe duda de que habla de los de­
rechos naturales del hombre como si se derivaran de la ley
de la naturaleza y, de acuerdo con esta premisa, habla de
la ley de la naturaleza como si se tratara de una ley en el
sentido estricto de la palabra. La ley de la naturaleza im­
pone deberes perfectos al hombre en tanto hombre, al
margen de si vive en estado de naturaleza o en una socie­
dad civil. «La ley de la naturaleza se alza como una regla
eterna para todos los hombres», pues es «sencilla e inteli­
gible para todas las criaturas racionales». La ley de la na­
turaleza es idéntica a 1a «ley de la razón». Es «conocible
a la luz de la naturaleza, es decir, sin la ayuda de la reve­
lación positiva». Locke considera perfectamente facti­
ble elevar la ley de la naturaleza o la ley moral al rango
de ciencia demostrativa. Dicha ciencia extraería «a partir de
proposiciones evidentes y a través de las correspondientes
consecuencias [...] la medida del bien y del mal». El hom­
bre estaría entonces en condiciones de elaborar, «a partir
de los principios de la razón, un cuerpo ético que se reve­
laría como la ley de la naturaleza y que permitiría enseñar
todos los deberes de la vida» o «el cuerpo completo de la
“ ley de la naturaleza” » o «la moralidad completa» o un
«código» que nos proporcione la ley de la naturaleza «en­
tera». Dicho código incluiría, entre otras cosas, la ley pe­

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