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Presencia popular en el proceso de Independencia Hispanoamericano:

tachadura y redescubrimiento
Marco Parra M.

Introducción
El presente escrito pretende dar un vistazo a la participación del elemento popular en la guerra de
independencia en Chile a la luz de las nuevas miradas que sobre esta participación han surgido en la
reciente historiografía latinoamericana. Luego de delimitar qué entendemos por subalterno o popular,
procuraremos acercarnos a las nuevas miradas que sobre este grupo social tiene un sector de la
historiografía latinoamericana contemporánea, intentando mostrar sus influencias y algunos de sus
planteamientos. Realizaremos luego una breve mirada sobre la evaluación que respecto la
participación popular en el proceso de independencia se trasunta en estos nuevos historiadores, para
enseguida describir los postulados y dispositivos mediante los cuales lo popular fue tachado de la
vida republicana de las nacientes repúblicas, obviándolo del análisis. La labor de los nuevos
historiadores aquí tratados permite resignificar la participación de las clases populares, sacándolas
del lugar de simples “acompañantes” de las elites a que las redujo el dispositivo de dominación de la
inclusión abstracta y la exclusión concreta, que marca el modelo de modernidad oligárquica que
Larraín (2001) reconoce para el período en el contexto del nacionalismo oficial (Anderson, 1993;
Pérez Vejo, 2003) impulsado por las elites gobernantes como factor de desarrollo y modernización.

Lo subalterno o popular
Al hablar de subalterno podemos remitir a la concepción gramsciana según la cual, y simplificando
al máximo, allí donde existe historia, existe una clase hegemónica y dominante que impone, por
medio del control ideológico y/o la coerción, sus reglas y su visión de mundo a una clase que, por
gusto u obligación, las obedece: la clase subalterna. Lo subalterno, pues, es aquella clase social cuya
opinión ha sido segregada, puesta en entredicho constante y negada como referente del discurso
dominante, de la “cultura oficial”. Se trata de aquellos grupos humanos que, desde el punto de vista
del progreso, ya afianzado en el ambiente intelectual europeo a la época que nos ocupa (fines del siglo
XVIII y comienzos del XIX), se mantienen en la rusticidad, en el primitivismo, en la incivilización,
aún dentro de las sociedades civilizadas. Es el lugar de lo periférico, de los espacios “otros” que
persisten en lo heterogéneo, en lo “tradicional”, en lo “no culto”, en lo “no moderno”, en la
cotidianidad más inmediata de la oralidad y las convivencias tan espontáneas como cohesionadoras.
Desde esta perspectiva es que podemos homologar lo “popular” con lo subalterno. Vale notar que,
aún hoy, al hablar de lo popular o de la “cultura popular”, pareciéramos referirnos a cierta
homogeneidad, cuando en realidad los fenómenos que engloba son polimorfos, plurales y
heterogéneos. Y es que resulta fácil apreciar cómo bajo el logo de “cultura popular” se reúnen grupos
diversos, cuyo único patrón en común es cierta “subalternidad” – étnica (los “indios”); en cuanto
relaciones de producción (los obreros); en cuanto ámbito geográfico (campesinos vs citadinos), etc.
– que de algún modo les otorga una identidad compartida. De ahí que Burke (2010) considere más
conveniente la utilización en plural (culturas populares), o como hace Ginzburg (1999) al hablar de
“cultura de las clases subalternas” o Míguez et al (2006) cuando hablan de “cultura de los sectores
populares”.

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Para nuestro contexto, Hispanoamérica a comienzos del siglo XIX, lo popular o subalterno se refiere
a grupos carenciados económicamente, aquellos cuya subsistencia es tan sacrificada como precaria y
que no tiene vías de producir cambios estructurales en la sociedad. Se trata básicamente de los no
blancos y los blancos pobres, aquellos que “tenían ocupaciones sin calificación, la mayoría de las
cuales realizaban tareas manuales, incluyendo al grueso de los artesanos, los jornaleros, los peones
del abasto y las panaderías, las lavanderas y planchadoras, los matarifes y los variados vendedores
ambulantes, además de los que se ganaban la vida como podían y de los mendigos” (Di Meglio,
2011: 430-431). Varios nombres se han dado para este espectro social (sectores populares, clase
obrera, populacho, multitud, pueblo, masas, etc.), siguiendo a Di Meglio (2001), asumimos la
denominación plebe, proveniente de Roma, que era utilizada por las clases altas coloniales para
referirse a estos sectores, que con una clara carga despectiva muestra la importancia que para las elites
(la clase patricia) tenían las distinciones sociales y la asunción de la condición subalterna de los
aludidos.

Nuevas miradas sobre lo popular en la historia latinoamericana


Si bien hay tempranos acercamientos al tema (Vilar, 1973), es desde la década de 1990 que se
manifiesta un marcado interés de parte de la historiografía latinoamericana por recuperar al sujeto
popular que actuó durante las guerras de independencia hispanoamericanas para otorgarle su
verdadero protagonismo (Pinto, 2010). Mencionados referentes de estas inquietudes serán: a) los
estudios de historia social, principalmente de la escuela británica, con autores como Edward P.
Thompson y Eric Hobsbawm, y también los aportes de Georges Rudé, “todos preocupados en indagar
la cultura popular en su desarrollo histórico y hacer perceptible los rostros de la multitud y la clase
obrera” (Morán 2011: 3); b) las consideraciones metodológicas de autores más recientes también
preocupados de la historia social como Arlette Farge y Carlo Ginzburg, referidas a la utilización de
nuevas fuentes, como archivos judiciales-policiales, en modelos para el análisis de las culturas
subalternas desde casos excepcionales; c) la recuperación y sistematización de la noción de
“subalterno” realizada por la llamada Escuela de Estudios Subalternos de la India, escuela que desde
más o menos la década de 1990 dará nuevos aires a la historiografía latinoamericana (Pinto 2010); d)
nos atrevemos a agregar los aportes de la llamada Escuela de Birmingham, centrada en los estudios
culturales, a la que se vincula el ya mencionado Thompson además de autores como Raymond
Williams y Stuart Hall. Así pues, existe hoy otro acercamiento para con el sujeto popular, que ha sido
aplicado a la época de independencia, reconociendo una presencia activa y en algunos casos autónoma
de tales sujetos en el proceso de ruptura con España y la construcción del nuevo orden republicano-
nacional. Pinto (2010) menciona a autores como Gabriel Di Meglio y Raúl Fradkin, para el caso
argentino, Clément Thibaud para Venezuela, Eric Van Young para México y Florencia Mallon para
el caso de los indígenas de México y Perú. A ellos y para el caso de Chile, agregamos a Verónica
Valdivia Ortiz de Zárate y Julio Pinto Vallejos y su trabajo “¿Chilenos todos? La construcción social
de la nación (1810-1840) (2009) y a Leonardo León Solís y su trabajo “Ni patriotas ni realistas. El
bajo pueblo durante la Independencia de Chile 1810-1822” (2011).
Las primeras generaciones de historiadores latinoamericanos desde mediados del XIX y hasta la
primera mitad del XX, abordaron esta temática más bien con desinterés. Los grupos plebeyos fueron
sintetizados en una idea de pueblo tan abstracta como unitaria que mayoritariamente se habría plegado
a la causa independentista; o bien se los descalifica de manera frontal como sujetos sin conciencia
socio-política, por ello incapaces de iniciativa, el “ganado humano” de Alberto Edwards (2005, 38),
por lo que su participación en los sucesos, innegable, obedece o a la coacción de la elite de ambos

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bandos (los enganches para los respectivos ejércitos), o a la inercia de una simpatía inmediata como
lo afirma rotundo Francisco Encina en su Historia de Chile: “La realidad documental y objetiva es
que el pueblo no participó en absoluto en la gestación de la independencia. Planteada la lucha,
peleará indiferente en el bando que capitanee el patrón, el caudillo o el fraile” (Tomado de Daza,
1998: 15). Una posición similar, aunque valoran de distinto modo al sujeto popular, tendrán los
estudios históricos de orientación estructuralista, que terminarán asumiendo que los grupos
subalternos, al no ganar nada con eventuales cambios que sólo afectan a las cúpulas políticas, no se
comprometieron con una causa donde iban a correr los mayores riegos, por lo que su participación se
explica por la coacción o el aprovechamiento de la ruptura del bloque dominante para realizar
exigencias distintas a las que defendían los bandos en disputa. No habría pues, según estas
aproximaciones, una identificación o interés respecto la causa independentista de parte de la plebe
(Daza, 1998; Pinto, 2010). Aun cuando la participación de la plebe sea frontal como en el caso de la
conformación de montoneras o las numerosas revueltas populares en Latinoamérica (México,
Venezuela, el Río de la Plata) (Pinto, 2010; Di Meglio, 2013), estas acciones serán interpretadas no
como esfuerzos por alcanzar un nuevo orden social, sino simplemente como la manifestación de una
barbarie intrínseca a las clases plebeyas, que las clases dominantes post coloniales, con Sarmiento a
la cabeza, se empeñarán en domeñar y erradicar, iniciando así la valoración escindida, de cuño
ilustrado, que de lo popular se instala no sólo en Latinoamérica, que por un lado validará la idea del
“pueblo” como legitimador del poder político, mientras por otro lo considera el polo opuesto de la
razón ilustrada, sujetos atados a la inmediatez de lo corporal y los instintos y regidos por tradiciones
y costumbres reñidas con las formas modernas de vida y aún con la racionalidad.
Es esta reducción, disolución o invisibilización de los sectores populares la que encaran estas nuevas
miradas, en un intento por desvirtuar la imagen de coro de tragedia griega que en opinión de Fradkin
muestran estos sectores en el relato de la historia latinoamericana: “un coro que en la tragedia griega
si bien tiene una incidencia notable, básicamente es un actor sin perfil, sin intencionalidad, sin
singularidades, sin heterogeneidad, sin conflictos y además puesto en un lugar de acompañamiento”
(2011: 221). Quisiéramos acercaremos a continuación a algunos aspectos de estos recientes abordajes
sobre lo popular.
Asumiendo un inquietud que ya señalara Rudé (Mora, 2011) (en cuanto a no considerar a la multitud
pre-industrial solamente como “turba salvaje”, “populacho”, “rufianes”, es decir, el elemento social
más bajo, irracional y carente de ideas, instrumento “pasivo” pero con tendencia criminal), se intenta
dejar de ver a las clases subalternas sólo como “pueblo”, en el sentido de un grupo informe que habita
en el campo y los suburbios y que se difumina en el sentido de “multitud”, “muchedumbre”, “masa”,
“turbamulta” (Fernández, 2003), compuesta por tipos humanos (peones, gañanes, indígenas,
sirvientes y sirvientas domésticas, soldados reclutas, vagabundos, vendedores ambulantes, cocineras,
presidiarios, prostitutas, etc.) sin grandes diferencias entre sí a ojos de las clases hegemónicas, para
comenzar a apreciarlos como agentes del proceso histórico. Para ello es necesario prescindir de la
manera habitual de entender la participación popular simplemente como el resultado de la
manipulación de un grupo o líder superior que logra, por diversas artes, agenciarse la adhesión
popular, sin hacer cuestión de cuáles son las lógicas y las motivaciones de esas adhesiones (Fradkin,
2011). Esta visión finalmente elitista de la participación popular tiene otra variante en el populismo,
esto es, la noción de que en algún momento una gran masa humana, principalmente plebeya, se
identifica espontáneamente con un líder que de forma instintiva encarna e interpreta los sentimientos
de esta masa. Al respecto, es notable la indicación de Di Meglio (2013) sobre no dar por supuesto
que una movilización autónoma de la plebe resulta más válida, y considerar la existencia de una
agenda popular bajo dirección de la elite.

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Al descarte de la visión elitista debiera sumarse el descarte de la que Fradkin llama “tentación de los
romanticismos” (2011: 222), que implica la idea de que los sectores populares tienen una ideología
esencial, que está más allá de la historia. Recordemos que el romanticismo termina convirtiendo lo
popular en nacional, pues entenderá por cultura principalmente las manifestaciones espirituales
espontáneas de los sectores populares y tradicionales rurales, conglomerados en los que, creían, se
preservan los hitos fundacionales de la nación. De aquí surge la expresión “cultura popular”, una
categoría que identifica las creaciones tradicionales “como ámbito esencial de permanencia de las
identidades de los pueblos” (Ravagli 2010, 98). Esta vertiente que pudiéramos llamar esencialista de
lo popular, en tanto poseedor de una esencia estática (homogénea y ahistórica), ha derivado (Míguez
et, al, 2006), en tres maneras de concebir lo popular: 1) como producción “grotesca” de un sector de
la población con poca instrucción; 2) como concepción a priori de los “verdaderos intereses” de las
clases subalternas; 3) como una selección ad hoc de rasgos tradicionales y folklóricos. Desde
cualquiera de estas concepciones lo popular se vuelve fácilmente identificable, permitiendo la
delimitación precisa de un objeto de estudio y estableciendo, así, una homogeneización artificial de
prácticas culturales, que reduce las diferencias a “anécdotas”, asumiendo que lo popular no tiene un
carácter vincular dependiente con los sistemas de relaciones sociales en los que se manifiesta. Esta
perspectiva esencialista concibe al sujeto popular como una totalidad relativamente homogénea,
portadora del sentido del devenir social, instalando una dialéctica que termina por “invertir el
ordenamiento jerárquico entre alta y baja cultura, colocando a la cultura popular como la verdadera
cultura y desterrando las demás producciones culturales al territorio de lo inauténtico” (Míguez et,
al, 2006, 14). Esta perspectiva tendrá un importante desarrollo en América Latina, principalmente por
su vinculación con el tema de la identidad, tan caro para el pensamiento regional, y por cierta relación
con una mirada reivindicatoria de lo popular que tendrá un carácter de “liberación”. Desde una postura
de tono marxista, se asigna a la cultura popular una misión emancipatoria y utópica, asumiendo que
las prácticas de las clases oprimidas conllevan los medios necesarios para imaginar una sociedad
futura alternativa (Rowe et al, 1993). Interesantes planteamientos realizarán desde esta mirada los
autores argentinos Enrique Dussel y Adolfo Colombres. Podemos vincular igualmente la tentación
romántica de Fradkin (2011) con la noción de macondismo en Brunner (1995), esto es, la noción casi
mística de que las sociedades latinoamericanas poseen una zona “profunda” (piénsese en títulos como
“América profunda” de Rodolfo Kusch o “México profundo” de Adolfo Colombres), una suerte de
“racionalidad alternativa”, paralela y antagónica respecto la que caracteriza a Occidente; una especie
de esencia telúrica y misteriosa que persiste a pesar de los muchos intentos realizados para silenciarla.
Tanto la interpretación elitista como la romántica ponen demasiadas preconcepciones en nuestros
sujetos de estudio. Hay otras advertencias respecto de supuestos más o menos difundidos en torno lo
popular, como la idea de que, allí donde hubo elección, la adhesión fue mayoritariamente y de manera
casi espontánea en favor de la causa independentista, en el entendido que ambos bandos proponían la
asunción o restablecimiento de una “patria”. Pero me interesa mencionar aquella realizada por Di
Meglio en torno a la “centralidad de la explicación localista” (2013: 113).
Di Meglio acepta la existencia de realidades comunes dentro del mundo popular hispanoamericano
producto de un sistema colonial cuyos rasgos generales son “la explotación, la inferioridad racial, la
desigualdad jurídica, la lejanía de la esfera de las decisiones y una matriz cultural cristiana e
hispana” (2013: 117). Pero estas similitudes están lejos de constituir a la plebe en una entidad con
conciencia de sí como lo percibe Daza “No vemos de qué manera esa constelación desperdigada de
peones miserables, inquilinos, artesanos de estancia, obreros de la mina, traficantes de alcohol y
abigeos de la frontera indígena hubiera podido percibirse a sí misma de manera relativamente clara
y uniforme como parte de un conjunto territorial y político llamado Chile y desarrollar sobre esa
base un sentimiento regionalista como el que manifiestan en cierta medida, los dirigentes políticos e

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intelectuales de la aristocracia” (1998: 15). Esta distancia con una “comunidad” mayor implica la
necesidad de situar al sujeto en su entorno social inmediato, es decir allí donde sí forma comunidad
y comienzan a tener sentido las normativas y lazos sociales. Siendo muchas las variantes para la toma
de decisión de los sujetos populares en torno a que bando adherir – diversidad étnica, débil conciencia
popular, quiebre de la solidaridad entre grupos populares producto de la nuevas identidades que el
proceso de independencia propone (situación de los indios y los negros), posición de inferioridad de
las formas de vida popular, la posición conservadora de ciertos espacios populares influenciados
fuertemente por la religión católica, etc., todas actuando con diferente intensidad en los diferentes
espacios geopolíticos – se hace imprescindible acudir a la situación local, pues no se puede reducir
las motivaciones a un solo factor en cada caso estudiado y no será posible en algunas instancias
postularlos todos a la vez. Como dice Vila: “Nada es absolutamente válido; según los lugares y los
tiempos, los obstáculos surgen o desaparecen, lo social se agrega o se sustrae de acuerdo con la
fuerza del vigor nacional” (1973: 62). Se trataría de configuraciones específicas, irreductibles a
fenómenos comunes al conjunto de la monarquía hispánica (Serulnikov, 2010). Esta necesaria
atención a la peculiaridad de los eventos a estudiar implica, afirma Di Meglio, una cuestión ontológica
de la historia popular ya anunciada por Gramsci: “no puede tratarse más que monográficamente”
(2013: 116). Lo que cuadra con la noción que de cultura popular tiene el pensador italiano:
“conglomerado indigesto de fragmentos de todas las concepciones del mundo y de la vida que se han
sucedido en la historia” (Gramsci 2000, 203-204). La arbitrariedad con que se forma este verdadero
collage a partir de retazos culturales, dificulta los puntos de comparación y obliga a retrotraer el
análisis a las sendas interacciones por las que transcurrió el colectivo socio-cultural, para
comprenderlo en su propia peculiaridad y no a partir de modelos preconcebidos o el derrotero de otros
conglomerados. Se conforma así una especie de identidad no esencial, sino que basada en una serie
de filiaciones y entrecruces y que no se da por cerrada nunca. A ello se refieren Salazar et al, cuando
afirman que los sujetos no “son”, sino que “están siendo”: “Bajo el prisma historicista, la identidad
de los sujetos aparece definida en la acción, por eso es que “están siendo”. Esta visión reconoce la
dialéctica del accionar social que diversifica las experiencias, percepciones y modos de
representación de la vida social, todo lo cual confluye en la constitución de identidades y culturas
heterogéneas” (1999: 94). Al observar el proceso histórico como algo fluido podemos notar lo
inapropiado de algunas categorías esencializantes en torno a la idea de identidad, que no dan cuenta
de la transitoriedad y el carácter dinámico de los sujetos sociales.
Otra consideración que quisiéramos relevar es la relativa a la recepción de las ideas revolucionarias
por parte de la clase plebeya, que implica un acercamiento a “la cultura política de la gente que no
dejó discursos ni siquiera escribía panfletos, pero que sí los leía o los escuchaba” (Fradkin, 2011:
220), “al universo de aquellos que ni escriben ni leen muchos libros —muchas veces por ser
analfabetos—; que muy pocas veces son conocidos por sus nombres …; hombres, en fin, que
generalmente no saben expresarse y a los que pocas veces se entiende, aun cuando son ellos quienes
hablan … gentes prepolíticas que todavía no han dado, o acaban de dar, con un lenguaje específico
en el que expresar sus aspiraciones tocantes al mundo” (Hobsbawm, 1983: 11). Lo crucial en este
aspecto seria no tanto el contenido ideológico revolucionario de la comunicación (un rumor, un
panfleto, un discurso, una arenga…), lo “que dice”, sino el cómo es interpretada y apropiada por las
clases populares. Di Meglio señala la importancia en cuanto a la formación de creencias individuales
y grupales durante el periodo, tanto del rumor, “portador universal y necesario de insurrección en
cualquier sociedad pre-industrial y pre-alfabeta” (Ranajit Guha, tomado de Di Meglio, 2013: 108),
como de la circulación de “ideas revolucionarias” (Barzun, 2001) por medio de gacetas, cartas o
comunicaciones directas entre las personas de la elite que, sin embargo, circulaban por fuera de ella,
transmitiéndose a las clases populares que a su vez las retransmitían:

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“La impactante circulación de noticias hizo que ni la más aislada de las aldeas quedara a salvo de los
rumores. Las novedades de que los franceses habían ejecutado a su rey y a parte de su aristocracia,
que los esclavos de Saint-Domingue se habían liberado a sí mismos y habían matado a sus amos, que
se había proclamado “los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos” (declaración que
circulaba en Hispanoamérica por lo menos desde 1793), que los colonos en parte de la América
inglesa se habían independizado y se gobernaban sin un rey, se esparcieron ampliamente por todos
lados. Esto permitió imaginar posibilidades distintas, alternativas a una realidad ingrata. (Di Meglio,
2013: 118).
Es posible, entonces, hablar de ese “ambiente de futuro” que Barzun (2001) atribuye a las
revoluciones, donde de verdad se transforman los horizontes de expectativas (Di Meglio, 2013). La
difusión de las ideas ilustradas cubre una parte de esos horizontes, el de la impugnación a las
jerarquías tradicionales y servirá como plataforma de propaganda. A pesar de no haber una claridad
total de hacia dónde apuntan las “nuevas ideas”, se especula y profundiza sobre algunos tópicos,
creando “una especie de atmosfera democratizadora en torno a la idea revolucionaria”. (Barzun,
2001: 36). Comienza así a decantarse la idea, limitada y ambigua, de “qué” puedo esperar, con todas
las variantes de lecturas totalmente libres y al mismo tiempo tan condicionadas por lo inmediato.
Creemos que no existe en la clase plebeya un sentido, al menos no unitario, de una “época” de
revolución, pero el quiebre de la clase dirigente indicaba que al menos “algo pasaba” en el ámbito de
los protagonistas de la toma de decisiones, lo que significaba algún atisbo de cambio, aunque fuese
efímero y se aprovechara tan sólo del “río revuelto”. ¿Cómo fue traducida por los plebeyos esta guerra
civil donde la monolítica elite española se enfrentaba entre sí? ¿Qué tanto conocía las “razones” de
los “bandos en disputa”? ¿Cómo “inscribió” estas “razones” en su “agenda”? A este respecto resulta
valiosa la noción, asociada al autor italiano Carlo Ginzburg, de circularidad cultural, que en un sentido
muy lato es el reconocimiento de la existencia de una “combinatoria, influencia e interacción”
(Espinal 2009, 226) entre una cultura dominante y una dominada, o entre una clase subalterna y una
hegemónica. Abandonando las connotaciones paternalistas sobre lo popular, Ginzburg percibe a
ambas culturas como lugares alternativos que se influencian recíprocamente: “Llegados a este punto,
se plantea la discusión sobre qué relación existe entre la cultura de las clases subalternas y la de las
clases dominantes. ¿Hasta qué punto es en realidad la primera subalterna a la segunda? O, por el
contrario, ¿en qué medida expresa contenidos cuando menos parcialmente alternativos? ¿Podemos
hablar de circularidad entre ambos niveles de cultura?” (1999: 4). Tanto la cultura hegemónica como
la subalterna poseen estructuras de significación propias, que al contactarse suscitan conflictos que
devienen en intercambios recíprocos. Ginzburg apoya su teoría de la circularidad cultural en un
personaje que es una especie de híbrido de la época pues sabía leer (y lo practicaba pues también
sabía de libros) y escribir: Menocchio, un molinero italiano del siglo XVI de quien se conservan los
dos procesos inquisitoriales que le fueron seguidos y que terminaron en su ejecución. El acceso a la
información que facilitará la imprenta de tipos móviles, permitió la confrontación del saber culto con
la tradición oral, que más que ser “corregida” fue enriqueciéndose con las palabras y las ideas de la
alta cultura, surgiendo una situación nueva de lo popular, una situación de ruptura dada en este caso
por “el fin del monopolio de la cultura escrita por parte de los doctos y del monopolio de los clérigos
sobre los temas religiosos” (Ginzburg, 1999: 13). Esta ruptura implica una convergencia entre la alta
cultura y la cultura popular, un entrecruce del que Menocchio es claro ejemplo, pues pertenecía a la
clase plebeya, pero su lectura le había permitido acceder a la cultura docta, dando por resultado una
cosmovisión que no era la “corrección” de sus puntos de vista a partir de una lectura reveladora, sino
que era la simbiosis de ambos puntos de vista y aún la confirmación de algunas creencias anteriores.
Menocchio realiza una clave de lectura “al margen de cualquier modelo preestablecido; se trataba
de una mezcla particular y recreadora de la página impresa y la cultura oral” (Espinal 2009, 227).

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Creemos que este “tercer lugar”, esta lectura recreadora que eventualmente surge de la interacción
entre lo subalterno y lo hegemónico, es aplicable a la recepción de ideas revolucionarias por parte de
los plebeyos durante el periodo, pues representa los espacios de “creación” de lo popular, los lugares
que de verdad “descolocan” al discurso oficial al mostrar una otredad inesperada a partir de puntos
de fuga ciertamente acotados y que el análisis podría llegar a rastrear en sus desplazamientos.

Las nuevas orientaciones respecto lo popular han permitido no verlo sólo como un sujeto ciego, sin
dirección ni sentido político, perdido en el vaivén del poder y los intereses de las hegemonías, para
mostrarlo como protagonista de complejos procesos de negociaciones políticas, en particular para el
periodo, relativas a su adhesión a alguna de las “causas” enfrentadas en la guerra, pero también a su
indiferencia para con ambas y sus formas de rehuir la guerra, como la deserción y el bandidaje, que
son algunas de las instancias sociales de lo popular de aquella época, que a partir del trabajo de
archivo, una nueva generación de historiadores latinoamericanos ha intentado visualizar con mayor
detalle.

La participación popular en las guerras de independencia hispanoamericanas


Hacia el siglo de XVIII la población de Latinoamérica se calcula en 15 millones desagregándose del
modo siguiente: Indios 36%; Mestizos 27%; Blancos 19%; Negros y mulatos 18% (Rosenblat, 1945).
A la fecha de las revoluciones de independencia en Hispanoamérica, con la excepción de los esclavos
declarados (principalmente negros), teóricamente todos los otros miembros de la sociedad son
hombres libres. La esclavitud indígena se había abolido en 1530, siendo permitida sólo en algunos
casos de rebeldía invocando la “guerra justa”, como en el caso del pueblo mapuche, declarado
esclavizable mediante cédula real en 1608. Ya no existe la encomienda, pero sí la servidumbre y el
sistema de trabajo indígena obligatorio conocido como mita.
Existe un derecho positivo que establece restricciones en cuanto al acceso a las estructuras de poder
económicas y políticas, que afectan tanto a los criollos como a las otras clases sociales (mestizos,
indios, mulatos y zambos). A pesar de la casi inexistencia legal de trabajos forzados, las clases
populares no tienen mayores opciones que las de trabajar para la aristocracia, ya sea española o criolla,
principalmente mediante la institución del inquilinaje en los grandes latifundios herederos de las
mercedes de tierras y las encomiendas que caracterizarán a Hispanoamérica antes y después de sus
guerras de independencia, en una sociedad eminentemente rural y agrícola. En este contexto, las
clases subalternas son entendidas como puro retraso y primitivismo, siendo su opinión completamente
desdeñada como opción política. Excluidos de toda participación, la principal preocupación de los
sectores populares, mayoritariamente analfabetos, es su penosa subsistencia. También en
Hispanoamérica lo popular tendrá esa composición diversa y heterogénea que ya mencionáramos, a
lo que se suman realidades distintas en cada una de las sociedades que pretenden erigirse como futuros
países, que determinarán y condicionarán su papel en el transcurso de las respectivas revoluciones.
Si bien la revolución estará liderada por la aristocracia criolla, que busca principalmente eliminar las
restricciones que le impiden acceder a altos cargos, existirán manifestaciones populares a lo largo de
toda Hispanoamérica (Di Meglio, 2013; Pinto, 2010; Serulnikov, 2010), comenzando por las
tempranas asonadas en España luego de las abdicaciones de Bayona. Existen también todo tipo de
asociaciones y fidelidades entre los distintos sujetos sociales y las “causas” en disputa (Di Meglio,
2013; Serulnikov, 2010; Vila 1973). Los sectores populares, pasando por la plebe urbana, los

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indígenas, los campesinos y la gente de color, estuvieron en ambos lados de la trinchera, lo que
muestran la absoluta falta de unidad de la plebe en torno a la causa que se apoya, apoyo que, como
dijéramos, debe buscarse en las peculiaridades históricas de cada conglomerado más que en ideas
como independencia, libertad, ciudadanía o en variables generalizables a todo el imperio. Habrá una
confluencia de causas operando (ausencia del rey, debilitamiento de la administración colonial,
inclusión en los asuntos públicos de grupos ajenos a las elites, difusión de noticias sobre los
fundamentos, logros y expectativas de otras revoluciones, la experiencia de cierta participación
política durante el siglo XVIII, el creciente clima de animadversión contra las formas de poder ya
fuera local o imperial, etc.) que producirán una politización popular a escala imperial nunca vista.
Siendo, pues, tan amplio el abanico de variantes a considerar para comprender la toma de decisión
por parte del sujeto popular, sin poder priorizar a todo evento entre condiciones socioeconómicas,
étnicas o culturales, y debiendo enfocarnos en lo local, ¿qué podría ser considerado una causa común
de participación política en el periodo para el espectro subalterno? Di Meglio (2013) habla de un
“monarquismo ingenuo” popular, que a la vez que reconoce al rey como fuente de justicia, siente el
derecho de impugnar funcionarios locales, situación reflejada en el antiguo grito “¡Viva el rey, muerte
al mal gobierno!”: “El rey remoto era una presencia constante. Si es claro que en distintos espacios
los principios de obediencia estaban en crisis desde fines del siglo XVIII, el rey como fundamento
último parecía ser lo que mejor resistía en la decadencia del imperio, su garantía última” (Di Meglio,
2013: 120). Un mundo sin rey era para casi todo el mundo de la época, plebeyo o no, un mundo
trastocado, como un mundo sin iglesia, un lugar sin orden ni ley, donde los débiles y los pobres son
presa de la arbitrariedad. La ausencia del monarca y su incierto regreso a partir de 1808, son también
para los sectores populares un terremoto político, pues algunos de ellos fueron compelidos a actuar,
debieron hacer algo: “Fue un desmoronamiento del mundo conocido, una inseguridad general en la
que sintieron que tenían que actuar para ordenar el mundo, fuera que intentaran conservarlo intacto o
que quisieran cambiarlo, que buscaran aislarse de todo el resto o que procurasen la unión con
movimientos mayores” (Ídem: 120).
Más que las ideas revolucionarios o el discurso ilustrado, es la desaparición del monarca legítimo la
que provoca un generalizado momento de indeterminación, incluso entre quienes acostumbraban sólo
a obedecer. Surge de pronto la oportunidad y hasta la obligación de hacer algo, de intervenir de algún
modo en una coyuntura impensada a pesar del deterioro del imperio español, que alteraba todo el
entramado social, enfrentando en varias guerras a la sociedad hispanoamericana, pues los bandos que
se enfrentaban en términos de grupos sociales varían regionalmente. Ya no valía sólo la queja contra
el mal gobierno local para restablecer el bien común, se hacía necesaria la acción, la participación en
la toma de decisiones, aunque fuese mediante la mera presión sobre un centro de poder menos lejano
que el rey, entreviéndose el “ideal” de que todos los hombres adultos eran políticamente iguales y
con derecho a participar en política.
Atacando o defendiendo un estado de cosas porque los modos de vida se vieron afectados, ayudando
a recomponer la autoridad o a instalar nuevos órdenes políticos, excluyéndose del proceso para
convertirse en “problema social”, las clases populares participaron de un suceso histórico que
efectivamente modificó el orden monárquico. Participación que, ciertamente, fue constantemente
supervisadas por las elites, que a su ya despectiva mirada sobre lo popular, suman las noticias de las
barbaries de la plebe en los sucesos revolucionarios de Francia y Haití, mostrando la doble valoración
que las elites de la época otorgan a la noción de popular y que ya mencionáramos: la idea de “pueblo”
como legitimador del poder político a la vez que como el lugar de la barbarie, lo incivilizado, lo
reñido con las formas modernas de vida, generador de retraso y desorden.

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La idea de la necesidad de participar a la que se ve enfrentada la clase plebeya, permite una
perspectiva integradora que no focalizándose sólo en determinadas nociones eje (las ideas, los
discursos políticos, los modos de sociabilidad, las relaciones socioeconómicas, etc.), se instale en la
intersección de las mismas, en los efectivos procesos de negociación y conflicto del poder, en ámbitos
sociales específicos y entre sujetos políticos reales (Serulnikov, 2010), que desecha como elitista “el
marco genérico que supone que todos los indios piensan del mismo modo, que todos los esclavos
piensan igual, que todos los campesinos piensan de la misma manera” (Fradkin, 2011, 233). Se trata
de un enfoque que se centra en los cambios (violentos o pacíficos) de las prácticas políticas y a las
lógicas que tras ellos opera. Es una historia política “desde abajo” que permite visualizar cómo es que
ciertos actores sociales pasan a convertirse en actores políticos aun cuando su participación política
fuese puesta en entredicho y finalmente, en la práctica, no permitida.

La situación de lo popular luego de las guerras de independencia hispanoamericanas


En general podemos decir que la constitución de repúblicas en América Latina no significó, como en
Europa, la destrucción de un antiguo orden. Simplemente el poder pasó de manos de las elites
metropolitanas a las de las elites criollas, sin la aparición de nuevas clases dirigentes. Sólo estas élites
criollas experimentan un cambio significativo con la Independencia, pues ya no cargaban con las
restricciones administrativas imperiales que les impedían el acceso a las estructuras de poder
económicas y políticas. Una vez con el acceso y control de tales estructuras, no propiciaron un cambio
radical en el orden social y económico. Y en lo político, sólo cambió el estatuto con que las clases
dominantes fueron identificadas (antes con el Imperio Español ahora con una República
determinada), pues a pesar de adherir al discurso liberal en lo doctrinal, las elites no permitirán el
acceso efectivo al ejercicio republicano de una gran mayoría de la población, ratificando la
segregación que había impuesto el dominio imperial durante la colonia. Se instauró “un “orden
nuevo” sin “nuevos actores”” (De la Vega, 2007: 186), pero también sin nuevas estructuras sociales,
manteniéndose las tradicionales y predominantes, en su mayoría de carácter hacendal premoderno.
En general las transformaciones institucionales y gubernamentales desarrolladas luego de la
constitución de las repúblicas tendieron a ampliar las cuotas de poder de las elites criollas en lo
político y económico. Quienes detentaron el orden republicano en Latinoamérica no se esforzaron
por modernizar y tornar hacia el capitalismo las prácticas económicas tradicionales. Tampoco y a
pesar del discurso liberal, intentaron “modernizarse” en cuanto a eliminar las prácticas políticas
excluyentes o de fomentar aquellas que permitieran mayor integración y participación social. El
objetivo de implantar democracias liberales y representativas que se manifestó en la lucha
independentista, sirvió solo como discurso entusiasta por lo republicano. Este período, pues, no verá
el nacimiento de nuevas elites ni de una burguesía sólida y modernizada. Tampoco hubo cambios de
dirección en las políticas del grupo dominante ni en el protagonismo de sectores emergentes,
manteniéndose casi intacto el espíritu del orden colonial, sin reformas sustantivas en la
administración, ni en las decisiones o la participación política, ni en la dirección de las ganancias que
el sistema productivo nacional generaba. Esta situación “administrativa” se mantendrá largamente en
el tiempo (por lo menos hasta las primeras décadas del siglo XX) y será un período de alternancia en
el poder político de las oligarquías, conservadoras o liberales, conociéndose precisamente como
proyecto liberal-oligárquico esta forma de ordenamiento social consistente en la proclamación oficial
de un régimen republicano que exhibía todas las instituciones jurídicas y políticas presentes en las
modernas democracias liberales europeas, pero que comportaba un quehacer social en el que tales
instituciones no eran accesibles al grueso de la población. En este sentido es que Larraín (2001) habla

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de “modernidad oligárquica”: altamente excluyente, que deja fuera del Estado y la naciente sociedad
civil a una gran mayoría de los ciudadanos. No será sino hasta fines del siglo XIX, el periodo de
modernización más frontal, que las clases subalternas asumen algún protagonismo principalmente a
partir de la llamada “cuestión social”.
Dentro de una perspectiva ilustrada, las elites latinoamericanas de los dos primeros tercios del siglo
XIX muestran la valoración escindida de lo popular ya mencionada: el pueblo visto como factor de
legitimación política y a la par de retraso de los ideales ilustrados, al estar propensos a la superstición
y a una suerte de visión ingenua del mundo. Es en el marco de la Constitución francesa de 1791 que
las ideas russonianas sobre el fundamento del poder del Estado, que ya estaban expresadas en la
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789), se vuelven práctica política,
consolidando la idea de la soberanía popular absoluta. Si inicialmente la propuesta constitucional
consideraba que el poder del Estado no recaía en las manos del monarca por decisión divina, sino por
una decisión soberana del pueblo, el fragor y la profundización de los objetivos revolucionarios
hicieron que la propuesta acabara en que, por decisión del pueblo, el poder del Estado no está en las
manos del monarca (Marshall, 2010). Ya no sólo la legitimación, sino que el ejercicio mismo del
poder político recaen en manos del pueblo. La fórmula filosófica que respaldaba esta idea de
soberanía popular es la del contrato social: cada uno de los individuos, todos por naturaleza libres e
iguales, se enajenan y subordinan voluntariamente y en favor de la comunidad, a la suprema dirección
de la voluntad general, convirtiendo a esta última en soberana. A su vez, “cada miembro es admitido
por todos los demás como parte indivisible del todo, y por consiguiente, la misma voluntad general
no es sino una resultante de voluntades individuales” (ídem: 255). La voluntad del pueblo reside,
finalmente, en cada individuo. Ahora bien, ¿quiénes son esos individuos? Emmanuel-Joseph Sieyés
(1748-1836), protagonista de primer orden del proceso revolucionario y quien mayormente desarrolló
las ideas russonianas aplicadas al derecho, utilizará el concepto de nación para identificar a la
comunidad política que detenta la soberanía, definiendo nación como: “cuerpo de asociados que viven
bajo una ley común y que están representados por la misma legislatura” (Tomado de Finkielkraut,
2000: 14-15). Para Sieyés la nación será parte del Derecho natural, por tanto anterior al Estado, titular
de la soberanía “en cuanto conjunto de individuos unificados por el interés compartido por proteger
sus derechos y la consiguiente voluntad originaria de dotarse de un Estado” (Maíz, 1998: 181),
soberanía que se ejerce por medio del poder constituyente. En tanto el pueblo se determinará a
posteriori, siendo el titular del poder ya constituido. Pueblo es, entonces, la nación jurídicamente
organizada (ídem). Los revolucionarios franceses que se alzaron contra el Antiguo Régimen bajo el
grito de “viva la nación”, entenderán a esta de manera distinta a la tradición romántica, que aludía al
pueblo y la originalidad de su alma, destacando más bien la igualdad existente entre sus miembros,
igualdad que les permitía asociarse sin tener que recurrir a ninguna referencia relativa a la historia
nacional. Como bien afirma Finkielkraut: “la nación revolucionaria desarraigaba a los individuos y
los definía más por su humanidad que por su nacimiento” (2000: 15). No era necesaria ninguna
alusión al pasado pues las divisiones sociales de todo orden quedaban abolidas, ya no había nobles,
ni plebeyos, ni campesinos, etc., sino sólo hombres con iguales derechos y deberes. Cualquiera que
quisiera ampararse en privilegios “históricos” o hereditarios se autoexcluía del cuerpo de la nación;
ninguna determinación empírica, incluida la etnia, podía estar por sobre la nación, entendida como la
capacidad de asociarse. A diferencia del romanticismo, la ilustración no intentó llevar el concepto de
nación o pueblo hacia un esencialismo o un particularismo cultural que se arraigara en la idea de
“tierra natal”; no intentó devolver a una sociedad su identidad colectiva perdida, sino que recalcó la
autonomía y la libertad frente a toda adscripción. No obstante, la necesidad de integración nacional
derivó en políticas que apuntaban a la incorporación de todos los sectores sociales en un “modelo”
de identidad cultural compartida y homogénea, que diera sustento cultural a la unidad política que

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requería la moderna Nación-Estado. Esta necesidad de homogeneización llevó a la formulación de
narrativas de nación, en consonancia con las que Hobsbawm (2002) llama “tradiciones inventadas” y
que tienen por finalidad hacer coincidir las nociones de cultura, identidad y nación como símbolos de
pertenencia histórica y homogeneidad social.
Esta suerte de visión ahistórica respecto al pueblo que presenta la ilustración, generará una
ambigüedad en la “figura” que este representa, pues más que actor social o sujeto de un movimiento
histórico, el pueblo será entendido como una generalidad o condición para el establecimiento de una
verdadera sociedad. Se considerará que el pueblo es tal sólo en cuanto existe un pacto. Este pacto es,
finalmente, el fundamento de una sociedad. Si el pueblo funda la democracia no es en tanto pueblo
sino en tanto “voluntad general”, voluntad que, a su vez, constituye al pueblo como tal. No hay, pues,
una preexistencia del pueblo. Esta interpretación cuadrará perfectamente con la visión ambivalente
que la Ilustración tendrá con respecto al concepto pueblo, pues a la par que recurre a él para legitimar
todo gobierno civil, secular y democrático, entenderá que este mismo pueblo es el portador de todo
aquello que en nombre de la razón debería abolirse: la superstición, la ignorancia, la turbulencia
(García Canclini, 1990). Considerado el generador de una nueva soberanía en el ámbito político, en
el aspecto cultural el pueblo, a ojos de la burguesía triunfante, sólo mostrará precariedad y retraso. Se
entenderá que el pueblo está en un nivel de “necesidad inmediata” (Martín-Barbero, 1998) contrario
a la razón que se vale de mediaciones. Esta inmediatez presente en el carácter de los sectores
populares, devino en la idea de que al pueblo debe brindársele la satisfacción exacta de sus
“necesidades”, sin estimular las pasiones oscuras ni el igualitarismo. Este paso de lo político a lo
económico evidencia un dispositivo de dominación marcado en occidente: “inclusión abstracta y
exclusión concreta, es decir, la legitimación de las diferencias sociales” (ídem: 5). Este regateo de
igualdad explica por qué en Francia no se impone el sufragio universal presente sólo en 1793,
imponiéndose el sufragio censitario, también impuesto en los nuevos países hispanoamericanos, que
diferenciando ciudadanos activos de pasivos, impone limitaciones políticas que en realidad son
barreras sociales que limitan la democracia burguesa (Vovelle, 2003).
El pensamiento ilustrado “está contra la tiranía en nombre de la voluntad popular pero está contra el
pueblo en nombre de la razón” (Martín-Barbero, 1998: 4). Esta fórmula será el soporte del
funcionamiento de las hegemonías, pues la invocación al pueblo como instancia legitimadora,
terminará legitimando el poder de la burguesía en tanto la ambivalencia que se plantea al interior
mismo de esta invocación, ha excluido al pueblo de la cultura. Esta lógica es la que gestará la división
entre “lo culto” y “lo popular”. Lo popular será, entonces, lo in-culto y se constituirá ya desde su
origen como concepto, en una negación: lo popular, visto en su relación con la totalidad de lo social,
será definido no a partir de lo que es, sino a partir de lo que no ha llegado a ser, de lo que le falta
(riqueza, don político, educación, etc.). Se establece, así una relación vertical que va desde los
conocedores a los ignorantes, que pasivamente deben dejarse inyectar conocimientos que han sido
cribados para su mejor asimilación y que se dirigen en lo esencial a fines prácticos. Desde esta
perspectiva lo popular será considerado lo premoderno, lo subsidiario, en tanto sus expresiones no se
ajustan al cosmopolitismo y la sofisticación de lo “actual”, por lo que se les relega a un papel
puramente receptivo. Esta visión es parte de los fundamentos ideológicos de la sociedad occidental,
donde la oposición alta-baja cultura y sus varios correlatos (dominación-subalternidad por ejemplo),
juegan como un trasfondo de nuestra visión de mundo, donde “existe” y se “aprecia” lo “pulido” y lo
“rústico”, lo “salvaje” y lo “civilizado”. Esta perspectiva se encuadra en el marco de las dicotomías
“míticas” (García-Canclini, 1990) con que desde la modernidad las hegemonías estructuran el mundo
social en categorías que, maniqueamente, oponen alto a bajo, distinguido a vulgar, es decir, categorías
que delimitan un espacio de distinción entre cultura y naturaleza, entre un después y un antes, entre

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los puntos extremos de una evolución; mirada que se despliega en muchos otros niveles, como en las
oposiciones ciudad-campo, urbano-rural, escrito-oral, etc., que obedecen al modelo “modernidad v/s
tradición”. Visto así, lo popular es siempre un espacio de menor desarrollo cultural, que, con una
tendencia aristocratizante o elitista, remite constantemente a un referente mejor valorado, sitial de la
legitimidad, la distinción y la norma. La cultura popular, entonces, alude implícitamente a una
oposición: lo popular es lo contrario a lo dominante. Convergen aquí términos como “dominante”,
“hegemónico”, “oficial”, “docto”, “culto”, “alto”, etc., para señalar aquello que el pueblo o lo popular
no es. Desde esta perspectiva, y en el contexto de la mirada ilustrada, se adosaron al mundo popular
una serie de características negativas producto de su “tradicionalismo retrasante”, que lo redujeron a
un lugar de carencia y marginalidad, cuya legitimidad aún como cultura es constantemente evaluada
por la distancia inconmensurable que presenta con respecto a una cultura dominante que alude ser la
poseedora de los valores propios de la humanidad. En un acto de preeminencia espiritual las elites
identifican en un “otro” lo indeseable o impropio, lo que debe superarse y erradicarse, legitimando su
propia posición de privilegio, es decir, justificando por qué deben ser las controladoras de los medios
productivos, los aparatos políticos y el Estado. La solución ilustrado-positivista a esta disparidad en
las sociedades latinoamericanas consistió siempre en la idea de una emancipación mental de los
sujetos como condición previa para el ejercicio y gozo de la plenitud de la vida moderna. Esta arista
es la que impulsa reformas educativas tendientes tanto a la transformación moral e intelectual de los
ciudadanos como a la integración nacional. Mediante la organización de un sistema educativo acorde
a la filosofía moderna, debían removerse los hábitos, las costumbres y la concepción de mundo que
había impuesto la época colonial. Esta vertiente ilustrada concurrió también en favor del
mantenimiento del status quo. El progreso mental exigido como requisito no necesariamente exigía
el cambio inmediato de las estructuras económicas y sociales.
Esta mirada desdeñosa sobre lo popular muestra que en Latinoamérica no había penetrado aún entre
la elite, el interés por lo popular que ya es antiguo en Europa. Será recién con la oleada modernizadora
del último tercio del siglo XIX que en la región se sienta la inminencia de un cambio profundo en las
formas de vida y sociabilidad, sensación que el viejo mundo conoció con un siglo de anticipación. En
efecto, hacia fines del siglo XVIII y comienzos del XIX los procesos de transformación originados
por la modernidad están ya lo suficientemente afianzados en Europa como para apreciar cambios
masivos en las estructuras sociales y culturales del mundo por entonces llamado “civilizado”. Pero
pervivían modos de vida precapitalistas en una extensa población, conformando una sociedad
tensionada que al tratar de adecuarse a la modernidad y su omnipresencia termina marcando
contrastes entre “lo viejo” y “lo nuevo”, entre formas sociales que, aparentemente, se perdían y otras
emergentes. La intelectualidad burguesa se dio a la tarea de teorizar esta dinámica a fin de comprender
y explicar el curso que estaba tomando la modernización capitalista dentro de las sociedades
tradicionales, tratando de delimitar los aspectos fundamentales del paso de la comunidad
(Gemeinschaft) a la sociedad (Gesellchaft). En este esfuerzo se abordaron tanto las transformaciones
que advenían como las formas de vida que estaban siendo alteradas. Se planteó, así, una mirada
binaria de la realidad social, reflejada en los marcados contrastes que podían efectivamente observarse
(formas de producción agraria e industrial, modos de vida rural y urbano, formas culturales vernáculas
y cultivadas), que desembocó en caracterizaciones y tipologías contrastantes, que terminaron
favoreciendo la división disciplinar de las ciencias humanas. Así, mientras antropólogos y folkloristas
se dieron a la búsqueda de comunidades tradicionales, sociólogos, economistas y politólogos, se
dedicaron a indagar en las complejidades de la sociedad moderna. Como fuere, será con un siglo de
retraso con respecto a Europa que en América Latina surgirá la preocupación por rescatar un sistema
de vida que, se cree, está en vías de extinción y al que se le vinculará con los orígenes de la
nacionalidad, matizando la posición negativa inicial frente a lo popular.

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Todo un aparato conceptual y legal fue esgrimido para tachar las formas de vida de lo plebeyo de la
vida republicana, cercando sus espacios, persiguiendo sus costumbres, censurando sus gustos.
Estrategia que impulsarán los estados latinoamericanos como parte de sus intentos de
homogeneización de la identidad nacional. Nos interesa resaltar el marcado vínculo que han tenido
en la región, en el marco de los procesos de modernización al menos desde la Independencia, los
proyectos de nación e identitarios. Durante casi toda la vida independiente de las naciones
latinoamericanas, y aún antes, los intentos han sido propulsados por los Estados: “en el período
anterior a la globalización (desde la fundación de las repúblicas hasta los años ochenta del siglo XX),
ha sido el Estado-nación y sus dinámicas de modernización los que han funcionado como referentes
identitarios” (Rodríguez Cascante, 2004: 238). En consonancia con el modelo occidental que se
legitima con la Revolución Francesa y que apunta a la incorporación de todos los sectores sociales en
un “modelo” de identidad cultural compartida y homogénea, que dé sustento “cultural” a la unidad
política que requería el moderno Estado-nación, los nuevos Estados se preocuparon de formular y
regir dichos proyectos. En el fondo se trataba de “diseñar” la nación, construyendo un universo
simbólico en torno al cual articular una identidad cultural. El papel de la ciudad letrada1 (Rama,2004)
en estos procesos de construcción de identidad ha sido fundamental, pues ejercido desde los sistemas
educativos e institucional ha contribuido a la oficialización de “mitologías identitarias” (Rodríguez
Cascante, 2004) o narrativas de nación, esto es, discursos, presentes en instancias como las historias
y las literaturas “nacionales”, que singularizan la nacionalidad en eventos tenidos por gloriosos, cierta
gastronomía, algunos tipos humanos, símbolos patrios, paisajes característicos, algunos rituales y
tradiciones, inventadas o no, que expresan simbólicamente continuidad con un honroso y unificante
pasado en común, en el que lo popular está modulado de acuerdo a los intereses del relato nacional.
Surge así un cierto tipo de nacionalismo, pues si bien el término remite comúnmente a ciertas
ideologías políticas antiliberales y autoritarias basadas en peculiaridades culturales, raciales e
históricas, también puede referirse “a los proyectos e instrumentos utilizados por las elites políticas
con fines de homogeneización de la población al interior de las fronteras de un estado-nación” (De
Jong, 2005: 408), es lo que se ha dado en llamar “nacionalismo oficial” (Anderson, 1993; Pérez Vejo,
2003). Este último sentido se identifica con la tradición liberal que surge con la Revolución Francesa.
El primero, por su parte, tiene su origen en el Romanticismo, es decir en aquellos sectores opuestos
al liberalismo ilustrado. Y es que la idea misma de nación ha acogido dos tradiciones de pensamiento.
Por un lado la tradición francesa que la concibe como una entidad política conformada por ciudadanos
iguales mediante la ley y constituida con posterioridad al Estado. Por otra parte, la concepción de
tradición romántica, que con una visión más esencialista y excluyente concibe a la nación no desde
un punto de vista político, sino como una comunidad cultural, anterior al Estado, que comparte una

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La noción híbrida de ciudad letrada propuesta por el escritor uruguayo Ángel Rama (1926-1983), está
vinculada innegablemente con los conceptos foucaultianos de episteme y formación discursiva. La “ciudad
letrada” acomete el problema de la “clase letrada” latinoamericana, “su constitución, consolidación,
transformaciones y ampliaciones, su sorprendente persistencia a través del tiempo, la dinámica de sus relaciones
tanto con las metrópolis coloniales y poscoloniales como con los grupos subalternos sobre los que gravita”
(Dabove, 2009: 55). Desde una perspectiva histórica la ciudad letrada estará representada inicialmente por el
cuerpo de intelectuales que desde las ciudades apoyaban las tareas propias de la concentración del poder hispano
en las colonias americanas: “para llevar adelante el sistema ordenado de la monarquía absoluta, para facilitar la
jerarquización y concentración del poder, para cumplir su misión civilizadora, resultó indispensable que las
ciudades, que eran el asiento de la delegación de los poderes, dispusieran de un grupo social especializado, al
cual encomendar esos cometidos” (Rama, 2004: 55). La ciudad letrada es, entonces, una instancia “legitimante”,
“oficializadora” y “ejecutiva”, basada en el monopolio de la letra, que ha tenido encuentros y desencuentros
con la autoridad y el orden establecido, que no se limita al período colonial sino que se ha mantenido, con
ampliaciones y variantes, hasta manifestarse en los contextos de la modernidad latinoamericana.

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supuesta homogeneidad étnica (misma lengua, mismo origen racial, mismas tradiciones, etc.). En este
sentido es que König (2000) habla de “naciones estatales” y “naciones culturales”, o de “nación
constituida subjetiva y políticamente” y “nación determinada objetiva y culturalmente” Estas dos
concepciones de nación generan dos tipos de nacionalismo, uno que pudiéramos llamar
“cosmopolitista” y otro “localista”. Los primeros, desde una perspectiva integradora, entenderán la
nacionalidad como el resultado de la mezcla de tradiciones culturales que ha conformado la nación.
Los segundos, por su parte, entenderán la nacionalidad a partir de ciertos rasgos fijados de una vez y
para siempre en un pasado fundante que constituye la “tradición nacional”. Este pasado, origen de la
tradición y la nacionalidad debe, a riesgo de deculturizarse, mantenerse puro. Esta vertiente romántica
de cohesión social basada en la idea de tradición cultural no será relevada en Latinoamérica sino hasta
inicios del siglo XX, basándose inicialmente la identidad nacional en preceptos más bien
republicanos, es decir de cuño ilustrado, aun cuando desde siempre estará presente, en todas las
nuevas repúblicas, la idea de una nación pre-existente que se libera durante las guerras de
Independencia. Desde los inicios de la vida independiente se entenderá el carácter heterogéneo de la
sociedad y habrá intentos de unificar, desde una perspectiva de nación, tan diversos y a ratos
contradictorios sistemas culturales. Hacia la primera mitad del siglo XIX, esta idea de unidad
nacional, de identidad, pudo basarse tanto en una contraposición con “lo español”, entendido como
pasado colonial, como en un imaginario republicano que acompañó las guerras de independencia, que
exaltaba básicamente las divisas de la Revolución Francesa. En una realidad donde sólo las elites
vivían con cierta plenitud los ejercicios sociales de la vida republicana, tales divisas funcionaron
como eslóganes para resaltar el hecho de ser una patria “libre y soberana”, pero tenían un sentido
vivencial sólo para esas élites. Se sumaban a esta propaganda ideológica otras prácticas simbólicas
también de origen revolucionario como la asunción de ciertos emblemas (escudos, banderas e himnos
nacionales) y festividades nacionales (fiestas patrias, natalicios y muertes de héroes nacionales,
batallas, etc.) así como la alusión explícita al nuevo nombre del país, pues en el primer momento del
ejercicio republicano de las nuevas naciones hay una idea de “patriotismo” indiferenciado, donde no
se asume en plenitud la “identidad” de cada nuevo país Estado-nación. Ejemplos de estas prácticas
simbólicas son la instauración en Venezuela, en 1842, de la fiesta cívica de los “Honores Fúnebres a
Bolívar”, que consagra al héroe venezolano como padre fundador de la nación y como símbolo de
identidad y pertenencia a esta (Rojas, 2011), o para el caso chileno y ante la costumbre de llamar
“Patria” a la nación, el Director Supremo Ramón Freire (1787-1851) decretará en 1824:

“Conociendo el gobierno la importancia de “nacionalizar” cuanto más pueda los sentimientos de los
chilenos, y advirtiendo que la voz Patria de que hasta aquí se ha usado en todos los actos civiles y
militares es demasiado vaga y abstracta; no individualiza la “nación” ni puede producir efecto tan
popular como el nombre del país a que pertenecemos; deseando además conformarse en esto con el
uso de todas las naciones he acordado y decreto: 1° En todos los actos en que hasta aquí se ha usado
de la voz “Patria”, se usará en adelante la de “Chile””
(Tomado de Frías Valenzuela, 1974: 288).

El nacionalismo oficial se manifiesta, pues, desde la asunción misma de la independencia, asumiendo


los Estados simbologías republicanas (banderas, escudos, himnos, festividades patrias, héroes
nacionales, etc.) a fin de que los habitantes se sintieran identificados con el país y pasaran de ser
súbditos a ciudadanos, de ser “hijos del rey” a ser miembros de una nación. Estos primeros intentos

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de congregar a los ciudadanos en torno al Estado no tienen inicialmente un matiz étnico, pero se basan
desde siempre en la idea de una pre-existencia de la nación. Es lo que Pérez Vejo (2003) llama “mito
de las guerras de independencia” instalado por la historiografía oficial, según el cual unas naciones
pre-existentes se liberan de una nación española también pre-existente. En este mismo sentido
François-Xavier Guerra habla de un esquema “nacionalitario”, que entiende que la gesta
independentista es la consecuencia política necesaria de nacionalidades ya configuradas (Cid, 2012).
Las guerras de independencia son, así entendidas, la heroica liberación de una nación ya definida.
Este criterio esencialista romántico de legitimación de la nación y la nacionalidad, basado en lo étnico
y cultural, es el que se impone por sobre el criterio voluntarista, es decir basado en el acuerdo político:
“La nación finalmente resultantes en la mayoría de los países hispánicos, y habría que ver sino en
todos, no fue “funcional”, una comunidad abstracta que encuentra su justificación en la capacidad
para garantizar los derechos de los ciudadanos, la nación como proyecto de futuro, como voluntad;
sino una nación que encuentra su justificación en la realización de ella misma como proyecto de
pasado y como obligación” (Pérez Vejo, 2003: 290).
Para poder sostener esta identidad esencialista se debió recurrir a cierta adecuación de sentido
respecto a los rasgos de identificación nacional (raza, lengua, historia) con que el romanticismo había
construido el nacionalismo étnico-cultural. El primer paso a este respecto vendrá desde la
historiografía. Ya la primera generación de historiadores en Chile – Vicuña Mackenna (1831-1886),
Barros Arana (1830-1907), Amunátegui (1828-1888) – sostendrá que la principal función social de
la historia es ponerse al servicio de la creación de la nacionalidad (Pinto, 2003), afirmación que puede
considerarse válida para toda la región. La tarea era, pues, crear “discursos unificatorios” (ídem) sobre
lo nacional, relatos mito-poéticos y teleológicos que dieran cuenta del origen y la trayectoria de una
nación que no se construía sino que era intemporal, para así hacerla visible en el imaginario colectivo
de cada comunidad nacional. Frente a visiones fragmentadas y heterogéneas de la historia que
dependían de la visión del grupo étnico cultural de pertenencia, se impondrá una historia única, a
partir de un criterio territorial: “se territorializó la historia de manera que todo lo ocurrido en el
territorio delimitado por las fronteras de los nuevos estados se convirtió en el pasado de la nación
misma, en una genealogía definida no por la sangre, sino por la tierra” (Pérez Vejo, 2003: 291). Antes
de las “literaturas nacionales” (otra instancia para construir narrativas de nación) se construirá una
“historia nacional”, que abarcará los hechos ocurridos dentro de las fronteras nacionales desde el
origen “mítico” de la “nación”, incorporando indistinta pero selectivamente los diferentes aportes
culturales en una urdimbre discursiva que termina presentándose como tradición. En el marco de esta
tradición Cuauhtémoc es tan mexicano como el cura Hidalgo o Lautaro tan chileno como Camilo
Henríquez. De este modo la identidad se inmoviliza, pues los hechos narrados por la historia oficial
son desprendidos de los procesos históricos y sociales que engendran y aún transforman las
identidades colectivas, para pasar a ser narración mítica del origen, donde la naturaleza y la historia
se unen para dar lugar al momento primigenio de la nacionalidad que nada tiene que ver con cualquier
diferencia o desigualdad social ni con posiciones políticas sino con una “necesidad” ineludible, propia
del criterio esencialista romántico de legitimación de la nación y la nacionalidad, donde el Estado
nacional no se concibe como voluntad ni de los gobernantes ni de la nación, sino como manifestación
del “espíritu del pueblo”, a la manera del lenguaje, los hábitos, las creencias y costumbres, es decir
de una manera tan espontánea como necesaria. En palabras del historiador alemán Friedrich Meinecke
(1862-1954): “Aquí no se dice: Nación es lo que quiere ser nación, sino al revés. Una nación existe,
quieran los individuos que la constituyen pertenecer a ella o no. Una nación no se basa en la libre
elección, sino en la determinación” (Tomado de König, 2000, 24). El nacionalismo oficial
latinoamericano será paradójico pues impondrá una visión étnica de nación, que en Europa había

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pertenecido a los nacionalismos no oficiales, es decir el Estado no pretende confundirse con el origen
de la nación, poniéndose más bien como lugar de resguardo de los valores nacionales. No es con el
Estado que surge la nación, pero en él se condensan los atributos de diversas herencias culturales que
han configurado la nacionalidad. Inicialmente el aporte de otras tradiciones culturales, principalmente
indígenas, es asumido propagandísticamente, desde una mirada idealizada y distante:
“los criollos utilizaban la existencia de los indios únicamente para fines de propaganda y para
legitimizar sus propias pretensiones de dominio — como americanos — frente a España y para poder
declarar la eliminación de la falta de libertad como objetivo del movimiento. La mención de la historia
india no significaba la adopción de contenidos indios en la proyectada formación de estados”
(Köning, 2000: 33).

Esta presencia idealizada y distante de lo étnico y en general lo subalterno en la conformación de las


nacionalidades propugnada por los Estados Latinoamericanos, permanecerá como ícono legitimador
de un proceso libertario basado en los ideales de libertad política e igualdad jurídica, condiciones que
los nuevos Estados decretaron sin crear condiciones sociales para su cumplimiento, imponiendo en
América Latina una larga “modernidad oligárquica” (Larraín, 2001) que implicó la tachadura de la
plebe de la vida republicana.

Conclusiones
Varios son los énfasis que podemos destacar de estas nuevas perspectivas de encarar el rol de los
plebeyos en las guerras de independencia hispanoamericanas: el papel central de la plebe; la
importancia del entorno social específico para cada caso a estudiar; las relaciones conflictivas y no
estandarizadas entre las elites y la plebe; las diferencia políticas dentro de los propios sectores
subalternos; las diversas percepciones y significados que los diversos grupos subalternos dieron a la
situación revolucionaria y sus discursos legitimantes; el importante rol que juegan los intermediarios
políticos respecto la participación y preferencia de las clases populares en el proceso revolucionario;
el papel destacado de cierto tipo de archivos, como los judiciales, para visualizar la sociabilidad lo
popular, etc. Énfasis todos, orientados a la clara intención de reescribir o al menos agregar
información a la historia de lo popular o subalterno por parte de un sector de la historiografía
latinoamericana, que apoyado en un aparato teórico diverso, apunta a desplegar miradas alternativas
al discurso homogeneizador estatista, prestando mayor atención en aquellos sujetos, comportamientos
y espacios que fueron desatendidos por un prejuicio elitista. No se trata de victimizar al “pueblo” ni
de demonizar a las elites, sino de comprender los procesos que posibilitaron que lo popular estuviera
invisibilizado u obviado y de visualizar las verdaderas interacciones sociales que permitieron el paso
del pueblo de actor social a actor político, en un intento por, como afirma Serulnikov (2010), re-
socializar el análisis de lo político, construyendo una historia de actores que toman decisiones y no
de meros acompañantes de un proceso ajeno.

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