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Francisco José Pérez Tornero. Comentario del texto de William K.

Clifford
La ética de la creencia.
La idea central del ensayo nos la proporciona el propio autor a título de resumen:
“creer algo basándose en una evidencia insuficiente es malo siempre, en cualquier
lugar y para todo el mundo”. De ello deduce un especial deber de investigar las
creencias, consecuente a su puesta en cuestión o sometimiento a crítica, deber cuya
inobservancia acarrea consecuencias que no solo afectan al sujeto individual sino a la
humanidad en su conjunto. Ninguna creencia es baladí, pues cada una forma parte de
una delicada trama de conexiones que desplazan a otras, crean nuevas, etc. Es decir
son parte del proceso de desarrollo en la toma de decisiones (y por ende de influencia
en el mundo). Las creencias son trascendentales porque las de cada ser humano
colaboran para integrar un corpus que es transmisible a las siguientes generaciones.

Que las creencias en cuanto impulsan a la acción no son solo asunto privado que
afecta únicamente al que las alberga sino a otros muchos cuyas vidas incluso pueden
ponerse en riesgo, es algo que queda suficientemente constatado con las guerras de
religión del pasado y del presente.

Sin embargo algunas objeciones modestamente podría yo formular con fundamento


en el propio significado que en el lenguaje usual atribuimos al vocablo creencia como
derivado del verbo creer con las connotaciones semánticas que incorpora. A mi juicio
la creencia así entendida, de por sí se basa en una evidencia insuficiente o en una
inexistente evidencia. Es creencia precisamente por eso, porque existe un ámbito de
duda o de incertidumbre a su alrededor. A mi entender lo opuesto sería el
conocimiento para el que sí serían aplicables muchas de las ideas de Clifford. Sería este
el que se puede cuestionar, poner en duda y someterlo a una investigación rigurosa de
cuyo resultado podría concluirse la verdad o falsedad del mismo. No es lo mismo en el
lenguaje ordinario decir “yo creo” que “yo sé”. Cuando expresamos lo primero parece
que no las tenemos todas con nosotros en cuanto a convicción, en tanto que cuando
manifestamos lo segundo damos a entender que apoyamos nuestro saber en una
mínima certeza.

Lo anterior lo podemos demostrar trasladándolo a los mismos ejemplos con que


Clifford nos ilustra. En ambos casos, puesto que lo que está en juego son hechos
objetivos y contrastables, mejor fuera hablar de conocimiento que de creencia. Si el
armador nos dijera que “cree” que su barco está en condiciones de navegar con
seguridad nosotros estaríamos menos dispuestos a embarcar en él que si nos dijera
que “sabe “esa misma circunstancia, pues aquí la certeza se nos muestra como
superior. Del mismo modo en el campo de la averiguación y castigo de un delito no se
consideraría igual de decisivo como prueba de cargo un testimonio expresado en los
términos de “creo que fue Fulano el que hizo tal cosa” o “sé que fue Fulano”. En el

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primer caso el juez se encontraría un espacio mayor de incertidumbre en tanto que en
el segundo deduciría un conocimiento más certero derivado de una percepción del
testigo por más que dicho conocimiento pudiera ser puesto en cuestión y una
investigación más rigurosa condujera a concluir la incorrección del mismo tal como el
autor recomienda.

En la misma línea de lo expuesto, a mi entender la creencia, siempre en el lenguaje


corriente, es creencia precisamente porque a quien la cobija no le asalta ninguna duda
al respecto. Sobre el conocimiento de un hecho objetivo sí pueden surgir dudas. Yo
puedo dudar de la afirmación de que el hombre ha llegado a la luna. Pero si yo digo
que creo en Dios denoto que lo hago de forma indubitada o incuestionable, pues de
siempre se nos dijo que la fe es precisamente creer en lo que no se ve y creer en lo que
no se puede probar es precisamente “un acto de fe”. De ello extraigo la conclusión de
que la creencia apela a lo que no es empíricamente demostrable de ahí que no se
pueda exigir una averiguación, una investigación sobre algo que sería imposible de
demostrar y a lo imposible nadie está obligado. Cuestión distinta sería la de los hechos
objetivos respecto de los cuales sí debería existir un deber de puesta en duda que
obligue a su contrastación, sobre todo cuando el conocimiento cierto de los hechos sea
de capital trascendencia para las personas, como es el caso de los ejemplos de Clifford.
Si bien que incluso se pueda dudar de la posibilidad de adquirir un conocimiento total
y absoluto sobre algo que nos dé la seguridad que el autor propugna, en un contexto
como el actual en el que no se puede considerar el conocimiento como abarcable y
finito, como pretendía el enciclopedismo, y en el que precisamente, por la infinidad de
fuentes existentes aumentan exponencialmente las posibilidades de adquirir un
conocimiento falso o no adecuado.

Otro argumento de Clifford que considero necesario matizar es el que admite la


posibilidad de adquisición sincera de una creencia (incluso de un conocimiento) a
pesar de la consciencia de unas contundentes evidencias que operaban en sentido
opuesto (caso del armador) o a aun siendo conscientes de la debilidad de las
evidencias en que se sostenía (caso de los acusadores). Estimo que la creencia por
definición es sincera y que no cabe una creencia insincera. Una creencia adquirida en
las condiciones de los ejemplos expuestos no podría ser nunca sincera porque su base
se encuentra minada por la duda o por la falta de solidez de sus argumentos.
Estaríamos entonces ante supuestos de afectación, simulación, histrionismo con
intereses habitualmente dudosos, como podría ser aparentar lo que uno no es o el de
trasmitir al interlocutor la falsa impresión de que nada (o poco) se sabe al respecto
para eludir responsabilidades. Si bien que afortunadamente la práctica social y hasta
las legislaciones han ido determinando relaciones de la vida social en las que no es
excusable la situación de desconocimiento, incluyendo la obligación específica de
saber dentro del ámbito de los requerimientos de un oficio, profesión o actividad
empresarial.

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La creencia en el sentido que yo la examino nace cuando una percepción o idea supera
todos los obstáculos de dudas que en su gestación se puede encontrar. Por tanto
cuando se instala en el individuo y adquiere en él carta de naturaleza ya no admite el
cuestionamiento. Se ha convertido en creencia y por tanto ya no puede ser sometida a
la sana crítica que el autor propone. Entiendo por tanto que no es fácil en la práctica
ver cumplida la tesis de Clifford en el sentido de que cuando no se puede abandonar
una creencia (seguramente porque está basada en una pasión o un prejuicio o en el
autoengaño), aún tenemos margen para que sea inocua para los demás, investigando
las motivaciones de ella antes de pasar a la acción. La receta extendida a aquéllos que
controlan mal sus ideas y emociones para evitar acciones que puedan provocar dolor a
otros no parece fácilmente trasladable a la realidad cotidiana. Los hechos lo
demuestran.

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