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RELATIO ANTE DISCEPTATIONEM DEL RELATOR GENERAL, S. EM.

EL
CARDENAL ANTONIO MARÍA ROUCO VARELA, ARZOBISPO DE MADRID
INTRODUCCIÓN
I. EUROPA Y LA IGLESIA A LAS PUERTAS DEL TERCER MILENIO: DESAFÍOS
Y DIFICULTADES
II. JESUCRISTO VIVE EN SU IGLESIA
III. PARA ANUNCIAR, CELEBRAR Y SERVIR EL "EVANGELIO DE LA
ESPERANZA"
CONCLUSIÓN
INTRODUCCIÓN
Está todavía viva en nuestra memoria - en la memoria de todos los que desde
dentro y desde fuera de la Iglesia siguen con atención los acontecimientos europeos - la
Santa Misa celebrada por Vuestra Santidad el día 23 de junio de 1996 en el Estadio
Olímpico de Berlín. Las palabras del "Angelus" con las que pusisteis fin a aquella
conmovedora solemnidad de la beatificación de Karl Leisner y Bernhard Lichtenberg os
sirvieron para anunciar a la Iglesia vuestra intención de convocar esta Segunda
Asamblea Especial para Europa del Sínodo de los Obispos. La Asamblea Especial de
1991 había reflexionado sobre las nuevas condiciones creadas después de 1989, año de
la caída del muro que había dividido artificialmente a Europa justo desde el corazón de la
ciudad de Berlín. La nueva convocatoria de los representantes de los Obispos europeos la
hacíais - son vuestras palabras - "con el fin de analizar la situación de la Iglesia con
vistas al Jubileo", en la esperanza de "una época de auténtico renacimiento a nivel
religioso, social y económico... fruto de un nuevo anuncio del Evangelio".
Al acometer hoy esta tarea, proseguimos el trabajo comenzado hace ocho años en
la Primera Asamblea Especial. Ya entonces resultaba evidente que lo que se hacía no era
sino dar "un primer paso de un camino que tenemos que continuar sin interrupción"
(Declaratio finalis, "Proemio"). El Sínodo de 1991 fue muy consciente de las
oportunidades, pero también de "los ingentes desafíos de la hora presente" (Ibid.).
¿Estamos, en la forma de asumir nuestra vocación cristiana, a la altura de lo que nos
piden los tiempos de hoy? Los cristianos, dispuestos ya a celebrar el Gran Jubileo de la
Encarnación, hacen en todo el mundo, siguiendo la invitación de Vuestra Santidad, un
serio examen de conciencia no sólo para "reconocer los fracasos de ayer en un acto de
lealtad y de valentía" (Carta Apostólica Tertio Millennio adveniente 33), sino poniéndose
"humildemente ante el Señor para interrogarse sobre las responsabilidades que ellos
tienen también en relación a los males de nuestro tiempo" (Carta Apostólica Tertio
Millennio adveniente 36).
El trabajo de este Sínodo puede muy bien ser entendido como una contribución al
examen de conciencia que nos exige a todos la celebración jubilar. Europa habrá de
revisar los pasos que viene dando desde 1989 en orden a la construcción de una nueva
unidad basada en la libertad, la justicia y la solidaridad. Nosotros hemos de examinar la
situación de la Iglesia en orden a la nueva evangelización, que es la aportación específica
que ella puede ofrecer para el deseado renacimiento espiritual, social y económico de
nuestros pueblos con el objetivo final, inherente a la misión que le ha confiado el Señor,
y que constituye su razón de ser: anunciar y ofrecer al hombre el Evangelio de la
Salvación (cf. Instrumentum laboris, 2).
Para los cristianos el examen de conciencia es oportunidad de un encuentro
renovado y profundo con el Señor, es decir, ocasión de conversión. Porque no consiste
tanto en un ejercicio de autocontemplación o de introspección, cuanto en un mirar sobre
todo a Cristo para volver, ante Él, los ojos a la propia vida, que se descubrirá débil y
pecadora, pero bañada y renovada por la fuerza de la Gracia, que es el mismo Cristo. Él
está vivo hoy en su Iglesia. Por eso podemos afrontar nuestra realidad con auténtica
voluntad de verdad. La presencia del Señor entre nosotros no nos permite ceder al
pesimismo ni a la desesperanza, por grandes que sean los desafíos que se nos dirigen y
escasos nuestros logros y poderes. El consuelo que de Él recibimos nos hace capaces de
consolar a los hermanos y de ofrecerles verdaderos motivos de esperanza (cf. 2 Cor 1, 3-
4): "Jesucristo, vivo en su Iglesia, fuente de esperanza para Europa".

1
Esta Relatio ante disceptationem, siguiendo el esquema del Instrumentum laboris,
tratará en primer lugar (I.) de los desafíos de los tiempos y las dificultades
experimentadas en la Iglesia; en segundo lugar (II.) volverá la mirada al misterio de la
presencia viva de Cristo en la Iglesia de hoy y desde ahí propondrá, en tercer lugar (III.),
algunas líneas fundamentales para el anuncio, la celebración y el servicio del Evangelio
de la esperanza en la Europa de nuestros días.
I. EUROPA Y LA IGLESIA A LAS PUERTAS DEL TERCER MILENIO: DESAFÍOS
Y DIFICULTADES
1. Algunos pensaron que a los felices y sorprendentes acontecimientos de 1989 en
la Europa central y oriental seguiría con cierta facilidad una época en la que los
europeos iban a ver por fin realizados sus ideales de libertad y justicia en el respeto a la
dignidad de la persona humana. En cambio, el ponderado diagnóstico emitido por el
Sínodo de 1991 se basaba en una apreciación que no permitía albergar esperanzas
desmedidas: "El colapso del comunismo - dice la Declaratio, I, 1 - pone en crisis todo el
itinerario cultural, social y político del humanismo europeo, marcado por el ateísmo no
sólo en su forma marxista, y demuestra con hechos, no sólo con principios, que no se
puede separar la causa de Dios de la causa del hombre" (cf. Instrumentum laboris, 11).
1. 1. En efecto, pasados diez años de la desaparición de los regímenes comunistas
y recuperada la libertad de los pueblos y la unidad del Continente en unas formas
similares de gobierno democrático, son diversos los signos que nos hablan de una
evolución de las cosas no siempre favorable para la causa del ser humano, sino también
en cierto sentido alarmante y necesitada de una honda reflexión. Son signos que delatan
la persistencia, bajo nuevas condiciones, de algunos problemas de fondo propios de
aquel humanismo inmanentista que desembocó en los totalitarismos sufridos por
Europa casi hasta los últimos días del siglo que termina.
No cabe duda de que este último decenio ha sido testigo de nuevas y positivas
posibilidades económicas, sociales, culturales y políticas para los pueblos de Europa
central y oriental, liberados de regímenes verdaderamente opresores de la libertad e
inhábiles para permitir el desarrollo de las capacidades productivas de sociedades
dotadas, con frecuencia, de un rico bagaje cultural e incluso científico-técnico. Lo
constatamos con verdadera alegría. En particular, porque estos nuevos horizontes han
comportado también el reconocimiento de la libertad religiosa y han abierto nuevas
posibilidades a la acción evangelizadora de la Iglesia. Las comunicaciones y los
intercambios se han hecho mucho más fluidos y la construcción de la casa común
europea, entre múltiples y persistentes dificultades, no ha dejado de avanzar.
Sin embargo, constatamos también que no pocas esperanzas de estos años, más o
menos valiosas, han conducido a la desilusión y al desánimo tanto en el Este como en el
Oeste. En el Este se han visto defraudadas las expectativas de un crecimiento económico
tal que igualara en poco tiempo sus niveles de bienestar con los de los países más
desarrollados del Oeste. El tránsito a la economía de mercado, en circunstancias tan
extraordinarias, ha conducido en ocasiones a la gestación de modos de comportamiento
de tipo mafioso que dificultan la vida económica y política, ya de por sí nada fácil tras
decenios de tutela estatal desmesurada. En Occidente, aparte de las incomodidades
producidas por la desviación de recursos para la reconstrucción económica de antiguos
países de detrás del "telón de acero" y para el sostenimiento de la estabilidad y la paz en
la zona, asumidas sin excesivo entusiasmo por la población, hay que reseñar la
nivelación y "agrisamiento" cultural y político de las doctrinas e ideologías vigentes. No
sólo se ha caído el referente utópico que el marxismo había supuesto para ciertos
exponentes del humanismo inmanentista, apoyado tan ilusoriamente en los supuestos
logros del "marxismo real", sino que parece imponerse una cierta suerte de resignación
ante la aparente imposibilidad de presentar a la sociedad un proyecto y programa de
verdadera renovación para el futuro de Europa. La patente incapacidad de los Estados
en general y de la propia Comunidad Europea para acabar con el problema del paro
constituye uno de los signos más evidentes de esa apatía ambiental que con tanta
frecuencia se percibe en los países de la Europa Occidental.

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Además, después de 1989 "en los países del antiguo bloque oriental, tras la caída
del comunismo, ha aparecido el grave riesgo de los nacionalismos, como
desgraciadamente muestran los percances de los Balcanes y de otras áreas próximas [así
como la reciente y trágica guerra]. Esto obliga a las naciones europeas a un serio examen
de conciencia, reconociendo culpas y errores cometidos históricamente en los campos
económico y político en relación a las naciones cuyos derechos han sido
sistemáticamente violados por los imperialismos del siglo pasado y del presente" (Carta
Apostólica Tertio Millennio adveniente 27). Y obliga también - como recordaba Vuestra
Santidad en el Mensaje de 1995, con ocasión del 50º aniversario del final de la Segunda
Guerra Mundial - a no olvidar la advertencia de Pio XI en 1930: "Más difícil, por no decir
imposible, es que dure la paz entre los pueblos y entre los Estados, si en lugar del
verdadero y auténtico amor a la patria reina y arrecia un duro nacionalismo, que es
equivalente a odio y envidia en lugar de mutuo deseo de bien". Aquel clarividente y audaz
Pontífice denunciaba poco después el nacionalismo, en su Encíclica Mit brennender
Sorge, como una de las fatales idolatrías de los tiempos modernos.
1. 2. En efecto, si nos preguntamos por las raíces de la situación actual de
desesperanza, hemos de profundizar hasta aquella concepción moderna del hombre que
ha llegado a considerarlo como el centro absoluto de la realidad haciéndolo ocupar así
falsamente el lugar de Dios y olvidando que no es el hombre el que hace a Dios, sino que
es Dios quien hace al hombre. El olvido de Dios condujo al abandono del hombre. La
pervivencia de este humanismo inmanentista, que se encuentra en la base tanto del
liberalismo filosófico radical como del marxismo, coloca a los europeos de hoy ante una
situación tan problemática como decisiva. Por un lado, los acontecimientos de 1989
dieron lugar a una justa expectativa respecto a la superación de las secuelas negativas
de la forma más extremada del inmanentismo todavía en vigor, es decir, del totalitarismo
comunista. Era un buen momento también para revisar las claras y a veces dramáticas
exageraciones del individualismo predominante en Occidente. Pero, por otro lado,
muchas de las vías de salida que se han escogido para avanzar juntos hacia una nueva
Europa son tributarias de la mencionada concepción del hombre, la misma que estaba
en las bases de los problemas que se deseaban - y desean - superar. No se acaba de dar
con una solución verdadera y satisfactoria. De modo que hoy nos encontramos con que,
tanto en Oriente como en Occidente, parecen agotarse incluso aquellas energías que
llevaron a la cultura dominante en la Europa de estos últimos siglos a poner todas sus
esperanzas en el progreso de la humanidad hacia metas siempre más altas no sólo de
bienestar material, sino también de justicia y libertad.
No es extraño que en este contexto se haya abierto un amplísimo campo para el
libre desarrollo del nihilismo, en la filosofía, del relativismo, en la gnoseología y en la
moral, y del pragmatismo y hasta del hedonismo cínico en la configuración de la
existencia diaria. El proyecto de construir un mundo verdaderamente humano sobre el
único fundamento de las puras potencialidades del hombre no puede ya concitar la
adhesión un tanto ingenua del siglo XIX, ni la de los años sesenta de este siglo XX. Todo
parece haber sido ensayado ya. Queda la pregunta: ¿sobre qué construir la vida y la
ciudad? ¿Sobre qué verdad, qué valores morales, qué motivaciones vitales? La respuesta
parece ser hoy, con preocupante frecuencia, la siguiente: sobre ninguna verdad (pues no
se confía ya ni siquiera en la verdad del hombre); sobre ningún valor permanente (pues
se piensa que no existen); sobre ningún ideal que no sea el del disfrute inmediato de lo
que la vida pueda ofrecer de placentero (pues no se confía ya ni en el progreso como
meta de humanidad). La tremenda crisis por la que atraviesa una institución tan
esencialmente vertebradora de la sociedad como es la familia, a la que se pretende
desvincular de su raíz intrínseca y fundante - el matrimonio - con la secuela de un
descenso de la natalidad que parece imparable, da motivo más que suficiente para
pensar que ésas son las respuestas mayoritarias de unas sociedades que se han
asentado en una desconfianza inhibidora y egoísta ante el futuro. Con estos supuestos
son inevitables tanto el crecimiento de nuevas formas de marginación social, como la
impotencia para afrontar con criterios de justicia y solidaridad el fenómeno creciente de
la emigración.

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¿Ha sido la esperanza de liberación de los pueblos oprimidos por el comunismo la
última esperanza de hondo calado y de largo alcance que han abrigado los europeos del
siglo XX? ¿Les queda solamente el resignarse con el modesto horizonte de lo cotidiano,
con la instalación en la fugacidad del goce del presente, sabido precario, pero tenido por
lo único que en definitiva cuenta? ¿Será ésta verdaderamente la única salida a la crisis
de la ideología del progreso a la que se ve hoy abocado el humanismo inmanentista?
Preguntas como éstas no dejan de golpear con fuerza nuestra conciencia y nuestro
corazón de Pastores de la Iglesia de Cristo que peregrina en Europa. Se impone que les
dediquemos seria atención en esta Asamblea. Es verdad que no son las únicas que se
formulan hoy alrededor nuestro. También hay quienes siguen hablando del progreso
meramente humano como meta ilusionante para los deseos de las personas y como clave
estimulante para los programas políticos. Otros muchos quieren confiar y confían de
verdad en un futuro más humano y solidario entre los pueblos de Europa del Oeste y del
Este y de Europa con los pueblos del Sur; proyecto al que dedican imaginación, recursos
y trabajo. Sin embargo, no parece que logren vencer la desesperanza propia de una
situación que se percibe como sin meta y sin salida, ni evitar que esta desesperanza haya
de ser considerada como una de las notas dominantes del actual momento de Europa
que interpela profundamente a la Iglesia. ¿Cuál es la situación de la Iglesia en este
contexto? ¿Cómo recorre ella el camino por el que van sus contemporáneos de hoy? ¿Qué
servicio les presta? ¿Cuál será su aportación de verdadera humanidad a los europeos de
este tiempo crucial?
2. A responder a estas preguntas habremos de orientar, venerables Hermanos, el
trabajo de estos días. Queremos abrirnos generosamente a la gracia del Espíritu Santo y
escuchar su testimonio para comprender la multiforme riqueza de la presencia de Cristo
en su Iglesia. Éste es nuestro tesoro. No tenemos otra cosa que ofrecer a quien nos pide
ayuda. Recordad el episodio de Pedro que nos narran los Hechos de los Apóstoles: "No
tengo plata ni oro; pero lo que tengo te doy: en nombre de Jesucristo Nazareno, ponte a
andar" (Hch 3, 6). Volveremos sobre ello en las partes siguientes de esta Relatio. Pero
antes es necesario que nos hagamos también conscientes de algunas situaciones que
debilitan hoy la vida de la Iglesia en Europa y que no le permiten ofrecer al mundo ese
testimonio nítido de Cristo y de su Evangelio que con tanta urgencia está necesitando.
2. 1 No podemos dejar de reconocer, en primer lugar, que los mismos cristianos,
en particular en Occidente, se han dejado a veces afectar por el espíritu del humanismo
inmanentista y han privado a la fe de su vigor propio, hasta llegar incluso, por desgracia
en no pocas ocasiones, a abandonarla por completo. No parece que haya sido todavía
superada la moda de interpretar secularistamente la fe cristiana como una estrategia para
organizar mejor las cosas de este mundo. La reducción de la fe a palanca movilizadora de
voluntades para la consecución de objetivos sociales o políticos proviene del
oscurecimiento de la fe en Jesucristo, crucificado y resucitado por nuestra salvación, y
tiene una de sus expresiones más evidentes y negativas en la evacuación del contenido
del último artículo del Credo: "esperamos la Resurrección y la Vida eterna". En efecto,
cuando la fe en Dios Padre y en Jesucristo, que nos abre las puertas de la salvación
eterna por medio de su Espíritu, cede de una u otra manera su lugar insustituible a una
fe meramente humana en el progreso y en el futuro de este mundo, la esperanza de la
Vida eterna se debilita y desaparece. Fuera de Jesucristo no sabemos lo que son de
verdad Dios, la vida, la muerte, ni nosotros mismos. No es extraño que una cultura sin
Dios acabe también por ser una cultura sin esperanza. Porque sólo en Él, que es el Amor
eterno y creador, encuentra el corazón del hombre su origen y destino verdaderos. Pero sí
es extraño y alarmante que la predicación, la catequesis, la enseñanza de la religión y, en
general, la vida cristiana, no presten la debida atención a la fe de la Iglesia en la
Resurrección y la Vida eterna. Esto es un síntoma claro de debilitamiento e incluso de
vaciamiento profundo de la fe cristiana, pues "... la misión de los creyentes está siempre
y en todas partes orientada hacia el futuro escatológico" (Juan Pablo II, Discurso al
Consejo del CCEE, el 16 de abril de 1993).
Las consecuencias que se derivan de la erosión de la fe por la mentalidad
inmanentista afectan capilarmente a todos los ámbitos de la vida de la Iglesia. La

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integridad de la Verdad salvífica profesada en el Credo no es una cuestión meramente
"teórica" que no tocara en nada la vida de los cristianos. Al contrario, no es posible
"ortopraxia" alguna - como se dice - sin verdadera ortodoxia, y sólo una ortodoxia
sinceramente vivida conduce a una auténtica "ortopraxia". En efecto, casi todos los
problemas más acuciantes con los que la Iglesia se ve confrontada en esta hora de
Europa hunden sus raíces en la crisis de la Verdad de la fe, que origina a su vez una
grave fragmentación doctrinal que llega a afectar la conciencia de los creyentes: la
cuestión del ministerio eclesial y de la vida consagrada; la vocación de los laicos y su
presencia en el mundo; el anuncio del Evangelio a las nuevas generaciones.
La crisis de las vocaciones sacerdotales y, en particular, de las vocaciones a la
vida consagrada no ha sido superada todavía. Europa, que no hace mucho tiempo
enviaba sacerdotes, religiosos y religiosas a las misiones y a las jóvenes iglesias de todo
el mundo, cuenta hoy con menos vocaciones que ningún otro continente y se encuentra
con crecientes dificultades para proveer de ministros ordenados a sus propias
comunidades locales; muchos monasterios se despueblan y desaparecen; la ingente labor
evangelizadora y educativa de las órdenes y congregaciones religiosas o está seriamente
diezmada, diluida en fórmulas meramente posibilistas de cooperación con personas e
instituciones del mundo civil, o simplemente ha desaparecido ya en diversas regiones y
sectores. Las causas de esta preocupante situación son diversas y complejas, no cabe
duda. Pero tampoco se puede dudar de que sus raíces más profundas hay que buscarlas
en la secularización interna, es decir, en el oscurecimiento o abandono de la Verdad de la
fe en nuestras mismas vidas y empeños pastorales.
No se pueden esperar vocaciones sacerdotales cuando la imagen que se ofrece del
sacerdote es la de un "trabajador social" o la de un "psicoterapeuta", y no la de quien es
antes que nada ministro del único sacerdocio de Cristo y de sus Misterios de salvación,
que liberan al ser humano de la muerte y del pecado y le abren a los horizontes infinitos
de la Vida y del Amor eternos de Dios. No se pueden esperar vocaciones suficientes y
duraderas a la vida consagrada cuando los religiosos y religiosas aparecen más como
"fieles al mundo" que como testigos y servidores de "lo único necesario" a través de una
vida de pobreza, castidad y obediencia cuyo sentido último es ser signo visible de la Vida
eterna. No se puede contar con una verdadera revitalización de la espiritualidad y del
apostolado de los laicos si para ello se emplean esquemas de organizaciones sociales o
políticas que persiguen objetivos puramente mundanos de reivindicación y repartos de
poder, desconociendo así la verdadera naturaleza de la vocación laical, que no es otra
que la de la transformación de este mundo según el Evangelio. No se podrá, en fin,
transmitir el testigo de la fe a las nuevas generaciones si lo que se les entrega son
fórmulas de un humanismo más o menos moderno o postmoderno y más o menos teñido
de una vaga religiosidad de confección heterogénea, en lugar de la única Verdad que nos
salva: la del Amor de Dios revelado por Jesucristo, reconocido siempre de nuevo en y por
su Iglesia.
2. 2 . En segundo lugar, hemos de reconocer que la secularización interna de la
vida cristiana, además de la mencionada evacuación de la Verdad de la fe, de
consecuencias desertizantes tan graves para la vida de la Iglesia, lleva también consigo
una profunda crisis de la conciencia y de la práctica moral cristiana que pone en peligro la
unidad eclesial e imposibilita la obra evangelizadora. (cf. Instrumentum laboris, 23). Las
cartas encíclicas Veritatis splendor, de 1993, y Evangelium vitae, de 1995, lo han
señalado con clarividencia teológica y pastoral.
Se ha introducido, también entre algunos católicos, el prejuicio de que la
apelación a valores morales absolutos resulta incompatible con una antropología que
estime en su justa medida el carácter libre y responsable del ser humano, así como con
el respeto debido a la conciencia de cada uno. Bajo este influjo del relativismo
historicista y de una concepción reductiva de la razón humana, no son pocos quienes, al
menos en la práctica, niegan al Magisterio de la Iglesia una competencia verdaderamente
normativa en las cuestiones morales y se limitan a concederle una función exhortativa y
meramente superpuesta a la labor fundante de la moralidad que, según algunos, sería
propia del puro discurso racional.

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No es extraño que, sobre la base de tales presupuestos, se sigan ofreciendo
enseñanzas teológicas que están en contradicción con la doctrina de la Iglesia en
materias que afectan a los derechos fundamentales de la persona humana y a la justa
convivencia entre los hombres; con lo que se fomenta aún más el preocupante disenso
eclesial (cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum veritatis, (1990),
especialmente, números 32-38).
En las raíces de esta situación opera de nuevo una antropología reductiva, que
poco tiene que ver con la visión cristiana del ser humano. El eclipse de Dios en la
conciencia moderna ha conducido a una comprensión desmesurada de la subjetividad
como fuente y fundamento de la verdad. En este marco, la libertad, entendida como
fuente última de toda verdad, acaba por ser comprendida como dueña y soberana del
mundo: carente de otra ley que no sea su propio proyecto. ¿Cómo admirarse luego no
sólo de las violaciones particulares de los derechos de las personas, sino también del
estilo de las concepciones y las prácticas del "Estado tirano", desvinculado de cualquier
valor y de cualquier norma que no sea su propia "soberanía"? El nacionalsocialismo y el
comunismo han sido los exponentes más nefastos de este tipo de configuración del
Estado. Pero las mismas democracias no escapan hoy a la amenaza, en Occidente y en
Oriente, de poder ser manipuladas y de convertirse, por este camino, en amparadoras o
encubridoras de actos y hábitos sociales que ponen en peligro -cuando no los
quebrantan directamente - los derechos inviolables de la persona humana y de las
instituciones originarias que la amparan.
2. 3. En estas circunstancias, la Iglesia ha de preguntarse a sí misma con
serenidad y confianza, ante el Maestro crucificado y resucitado, sobre su propia
situación y sobre las condiciones exigidas para que su testimonio sea verdadera fuente
de esperanza y de vida para los hombres y mujeres de la Europa de nuestro tiempo. Lo
que nos llevará a reconocer, en tercer lugar, que el debilitamiento de la Verdad de la fe y
de la conciencia moral cristiana produce inevitablemente un debilitamiento de la
capacidad evangelizadora de la Iglesia, la cual no se cohonesta con ciertas
interpretaciones de la disposición para el diálogo y para el servicio.
No cabe duda de que la credibilidad de las Iglesias en la nueva Europa tiene como
condición necesaria el que se consolide y cultive el diálogo y la cooperación entre las
distintas confesiones cristianas y entre todos los que creen en Dios. Es más, también el
diálogo serio y confiado con los no creyentes es absolutamente imprescindible en las
sociedades democráticas y pluralistas (cf. Cartas Encíclicas Veritatis splendor 74 y
Evangelium vitae 82a, 90, 95c). Ahora bien, el "diálogo de salvación" (cf. Pablo VI,
Ecclesiam suam 39) de los cristianos entre sí y de la Iglesia con el mundo se presenta
como una empresa exigente y delicada que sólo dará frutos valiosos si no se prescinde de
la Verdad evangélica y no se la pone sistemáticamente entre paréntesis. No son pocos los
asuntos de vital importancia en el debate público de nuestros días en Europa que
resultan con cierta frecuencia, como escribía Pablo VI, "refractarios a un amistoso
coloquio" (Ecclesiam suam 5). Pensemos en los problemas de la investigación con
embriones humanos o de su destrucción sistemática; del aborto y de la eutanasia; de la
recta concepción del matrimonio y de la familia; de las drogas o del tráfico de armas. En
algunos de estos asuntos existen normativas de los Estados o de los organismos
europeos en abierta contradicción con la visión cristiana del hombre y del mundo. Será
necesario no cejar en el diálogo paciente y constructivo. Pero el presupuesto de un tal
diálogo no podrá ser, como también algunos católicos parecen pensar, el pluralismo
relativista, es decir, la renuncia, incluso teórica, a todo principio en aras de acuerdos
meramente pragmáticos.
Algo semejante se puede decir también de la disposición para el servicio en los
diversos campos en los que la solidaridad humana y la caridad cristiana exigen la
presencia de los discípulos de Cristo. Gracias a Dios, no son pocos los que empeñan
voluntariamente su tiempo y sus recursos, y aun sus vidas, en servicios de promoción y
de asistencia de muy diversos tipos. Las organizaciones eclesiales de caridad y de
promoción de la justicia entre los marginados de nuestras sociedades y entre los pueblos
de Europa y los más pobres de otros continentes trabajan con admirable y encomiable

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dedicación. Sin embargo, la tentación de la secularización interna llega también hasta
aquí. Será necesario atender a que las labores de voluntariado y sobre todo las
organizaciones eclesiales de caridad no acaben por convertirse en unas "organizaciones
no gubernamentales" más, cuya identidad y criterios cristianos de actuación queden
desdibujados o se esfumen en la pura actividad humanitaria. Los servicios prestados por
personas y organizaciones católicas cuanto más reflejen la doctrina moral de la Iglesia
relativa a la dignidad de la persona y al sentido verdadero de la sociedad y del bien
común, más fecundas serán en la erradicación de las verdaderas causas de la pobreza y
de la marginación. No es menos claro que sólo la adecuada integración orgánica en las
estructuras eclesiales parroquiales, diocesanas y supradiocesanas, así como la
radicación en la vida espiritual y sacramental de la Iglesia podrá vitalizar las acciones y
las instituciones de servicio y de cooperación, haciendo de ellas testimonios vivos de la
caridad y de la esperanza que demandan hoy nuestros hermanos europeos, en especial
los menos favorecidos: la esperanza que no defrauda (cf. Rom 5, 5) y brota de su fuente
perenne, que es Jesucristo (cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptor hominis 13).
II. JESUCRISTO VIVE EN SU IGLESIA
El Concilio Vaticano II, el gran don del Espíritu Santo para nosotros en este siglo
que termina, ha supuesto una renovación de la conciencia de la Iglesia sobre sí misma y
sobre su misión en el mundo porque la ha movido a profundizar en la conversión hacia
su centro y fuente permanente: hacia Cristo y el Dios trino por Él revelado. El mismo
acontecimiento conciliar y, en su medida, también las celebraciones sinodales que han
jalonado los últimos decenios (pienso en particular, en la Asamblea Extraordinaria de
1985, que celebró y verificó el Concilio a los veinte años de su clausura) son expresión de
la presencia viva del Resucitado en su Iglesia, a la que no deja de asistir con la fuerza del
Espíritu Santo (cf. Instrumentum laboris, 28-32).
La nueva primavera de la Iglesia anunciada por el Papa Juan XXIII y preparada
por el Concilio se ha visto a veces obstaculizada y no infrecuentemente retrasada, sobre
todo en Europa, a causa de los problemas planteados por el secularismo, a algunos de
cuales acabo de aludir. Pero no nos han faltado tampoco en estos últimos tiempos signos
claros de la acción del Espíritu de Jesucristo que confirman nuestra fe en la Iglesia como
Cuerpo de Cristo y nuevo Pueblo de Dios y alientan sobrenaturalmente nuestra
esperanza. Permitidme, venerables Hermanos, espigar algunos de estos signos que ponen
de manifiesto la fuerza con la que Jesucristo es testimoniado, celebrado y servido hoy en
nuestras Iglesias de Europa.
1. Constatamos con agradecimiento que la Iglesia no ha dejado de escuchar y de
escrutar la Palabra de Dios ni de dar testimonio de ella de muchas maneras ante los
hombres y las mujeres de nuestro tiempo. Porque esa Palabra, que es el mismo Señor
Jesucristo, sigue interpelando cada día tanto a los Pastores como a los fieles y también a
todos los hombres. Él es, en efecto, en persona, el Verbo de la Vida, el Hijo eterno de
Dios encarnado en el seno virginal de María que, unido en cierto modo a todos nosotros
por los caminos de este mundo, nos ha revelado el rostro del Dios vivo, el Padre de la
misericordia, y nos ha abierto las fuentes de la Vida verdadera. Por su encarnación, vida,
muerte y resurrección tenemos acceso a la Vida eterna, que consiste en conocer a Dios y
a su enviado Jesucristo (cf. Jn 17, 3).
Se siente la necesidad en estos últimos años de que la Constitución Dei Verbum,
sobre la divina Revelación, del Concilio Vaticano II, sea más estudiada, mejor
comprendida y más coherentemente llevada a la vida de la Iglesia. No han resultado
vanas las luminosas orientaciones y sugerencias del Sínodo de 1985 a este respecto. Se
han hecho progresos en la superación de la "falsa oposición entre el oficio pastoral y el
doctrinal", dado que "la verdadera intención pastoral consiste en la actualización y
concreción de la verdad de la salvación, que en sí vale para todos los tiempos" (Relatio
finalis B, a, 1). Muchos son los que procuran tomar una conciencia más viva del
verdadero sentido católico de la interpretación de la Escritura en la Iglesia, a la que sin
duda han contribuido las orientaciones publicadas por la Pontificia Comisión Bíblica en
1993. Pero la sugerencia sinodal que ha obtenido unos frutos más visibles y de largo
alcance ha sido la de que se escribiera un catecismo de referencia para toda la Iglesia.

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En efecto, la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica en 1992 "debe
incluirse, sin más, entre los mayores acontecimientos de la historia reciente de la
Iglesia", en palabras pronunciadas por Vuestra Santidad al presentar el Catecismo el 7
de diciembre de aquel año. Es la segunda vez en su bimilenaria historia que la Iglesia se
dota a sí misma de un libro como éste. Se trata de un instrumento al servicio de la
Iglesia universal. Pero el eco obtenido en Europa por el Catecismo pone de relieve el
acierto de la sugerencia hecha por el Sínodo de 1985 y de su especial relevancia para
nuestras Iglesias, en las que el grave problema de la transmisión de la fe a las
generaciones nuevas se siente con especial urgencia. La multitudinaria acogida que se
dispensó al Catecismo, con un sorprendente éxito editorial, pone también de relieve la
demanda de orientación precisa sobre la fe de la Iglesia por parte de nuestros
contemporáneos. Por encima de las opiniones más o menos originales de los autores
particulares, el hombre de hoy sigue interesado por la doctrina de salvación que le ofrece
la Iglesia y que le acerca al Verbo de la Vida, Jesucristo que vive en ella.
También hemos experimentado la presencia del Espíritu de Jesucristo resucitado
en su Iglesia en la notable clarificación doctrinal propiciada por el magisterio de Vuestra
Santidad al Pueblo de Dios. Ya me he referido a las Encíclicas Veritatis splendor (1993) y
Evangelium vitae (1995), pero no podemos olvidar tampoco la Ut unum sint (1995) y la
Fides et ratio (1998). Todas ellas ofrecen un testimonio vigoroso y nítido de la Palabra de
la Vida, como fundamento de los valores inmutables que sustentan la dignidad y la vida
humana, como imperativo y camino de la unidad de los cristianos y como salvación y
fuerza para la razón debilitada. Además, el programa pastoral ofrecido por la Carta
Apostólica Tertio Millennio Adveniente (1994) permite a nuestras Iglesias acercarse a la
celebración del Jubileo de la Encarnación del Verbo mejor preparadas para la
glorificación de la Trinidad Santa por medio de una vida de fe más fuerte, llena de
esperanza y actuante por la caridad (cf. Gal 5, 6).
La Iglesia da gracias a Dios por todos estos servicios del Magisterio a la Palabra de
la Vida, a través de los cuales sigue cumpliéndose la promesa del Señor: "Yo estoy con
vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28, 20). Pero la Iglesia da gracias
también porque el testimonio dado al mundo por hermanas y hermanos nuestros de
todas las condiciones y estados de vida no ha cesado de producirse nunca en estos años
y en este siglo que concluye.
Pienso en tantos sacerdotes que, en medio del vendaval del secularismo que ha
azotado a la sociedad y la Iglesia en Europa, han sabido mantenerse fieles a su vocación
de ministros del Evangelio. Su testimonio y su ministerio no han faltado ni en las
parroquias rurales ni en las urbanas, ni en los centros de enseñanza ni en los hospitales.
Más de una vez han tenido que soportar el menosprecio, las ironías y hasta el ataque
personal, también y precisamente en los países occidentales, orgullosos de un supuesto
estilo de vida abierto y tolerante, sin que les faltase en ocasiones la incomprensión de los
mismos hermanos en la fe. Pero con su fidelidad, humildad y fortaleza, signos claros de
la presencia del Espíritu Santo, que ha hecho fecunda su vida, han prestado un
impagable servicio a la Iglesia. Ellos han sostenido el testimonio de la fe en tiempos de
inclemencia y han transmitido el testigo de la vocación y de la espiritualidad sacerdotal a
los jóvenes a quienes el Señor llama a su servicio. La edad avanzada, lejos de empañar el
testimonio de tantos sacerdotes, felices tras largos años de entrega al Señor en el celibato
por el Reino de los Cielos, ha sido un motivo más para la irradiación de su ministerio.
Los misioneros y misioneras, procedentes en gran número de nuestras Iglesias de
Europa, siguen dando testimonio de Cristo en todo el mundo. Sus vidas, entregadas por
completo al anuncio del Reino de Dios, son expresión de la presencia vivificante del
Señor en su Iglesia. En medio de una cultura de lo efímero y de la ausencia del
compromiso completo y de por vida, su testimonio adquiere, si cabe, nueva capacidad de
interpelación para nuestros países de vieja tradición cristiana. La búsqueda de los más
pobres en todos los paisajes de la tierra, para llevarles el amor de Jesucristo, ha
alcanzado frecuentemente grados de una nueva heroicidad cristiana.
Pienso asimismo en quienes se dedican a la investigación y la divulgación
teológica. Son muchos, la gran mayoría, los que responden con el trabajo diario a su

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vocación en verdadera comunión con la Iglesia, a pesar de las nada infrecuentes
solicitaciones en otro sentido. El desafío que la urgencia de la nueva evangelización de "la
cultura de la libertad" dirige hoy a los teólogos es, sin duda ninguna, formidable. Es
preciso trabajar con tesón y lucidez. En particular, habría que agradecer y cultivar una
incorporación de la mujer a las tareas de la teología que abriese nuevas posibilidades
para el servicio de la evangelización y del diálogo con las nuevas formas de cultura.
Pienso también en las familias cristianas que, haciendo verdadera su condición de
"iglesias domésticas", como las llama el Concilio Vaticano II (Constitución dogmática
Lumen gentium 11), han sido el lugar en el que Cristo se ha hecho presente para tantos
europeos de Oriente y de Occidente. Cuando las instituciones públicas, la escuela e
incluso determinados ambientes eclesiales han dejado de ser cauces de la educación de
las nuevas generaciones en el amor a Cristo y en la esperanza cristiana, son las familias
las que han alimentado en el corazón de los jóvenes los gérmenes de una fe
personalmente aceptada y vivida. En no pocas ocasiones han sido las abuelas quienes
han sabido guiar a los nietos y, a través de ellos, a los hijos, al encuentro o al
reencuentro con Jesucristo. Tanto cuando el Estado estorba directamente la
evangelización, como cuando el materialismo práctico asedia la fe de los jóvenes, son
muchos los que deben a sus padres o a sus abuelos el bautismo, la preparación para la
primera comunión y aun para el matrimonio y la verdadera comprensión y aprecio de lo
que significa la palabra "amor". ¿Cómo no ver también con agradecimiento en estas
familias y personas signos de la presencia viva del Señor resucitado en su Iglesia?
En modo alguno podemos olvidar tampoco los importantes avances de los últimos
años en el testimonio de Jesucristo dado al unísono al mundo por las distintas
confesiones cristianas en Europa. Me complace recordar a este respecto la Declaración
común sobre la doctrina cristológica firmada el 13 de diciembre de 1996 por Vuestra
Santidad y el Patriarca Catolicós de todos los armenios, Gareguín I; también, la
"Declaración conjunta sobre la justificación"que firmarán, D. m., el día 31 de este mes de
octubre el Pontificio Consejo para la Unidad de los Cristianos y la Federación Luterana
Mundial. El viaje del Papa a Rumanía y su encuentro con el Patriarca Teoctist, así como
la presencia en Roma del Patriarca Bartolomé I de Constantinopla son signos del
entendimiento progresivo con las venerables Iglesias ortodoxas. Es importantísimo que
avancemos en el camino de la unidad y del testimonio de lo que constituye el corazón del
Evangelio que la Iglesia predica: que "tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo
único para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna"
(Jn 3,16). Es sin duda el mismo Espíritu de Jesucristo, vivo en su Iglesia, el que nos va
conduciendo hacia la recomposición de la unidad sobre la base de un acercamiento
conjunto, no exento de un esfuerzo de paciencia y humildad, a la Verdad sobre el Verbo
de la Vida.
2. La unidad de los cristianos es tan importante porque la división no deja de
afectar de algún modo al mismo carácter de la Iglesia como sacramento. En efecto, no es
sólo a través del ministerio de la Palabra como Cristo se hace presente en su Iglesia para
cada generación; es el ser mismo de la Iglesia como misterio de comunión, como Cuerpo
de Cristo y Pueblo de Dios, el que, según ha enseñado el Concilio, "es en Cristo como un
sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el
género humano" (Constitución dogmática Lumen gentium 1). Lo recordaba con
insistencia y acierto el Sínodo Extraordinario de 1985. En la Relación final los Padres
sinodales decían que "no podemos sustituir una visión unilateral, falsa, meramente
jerárquica de la Iglesia, por una nueva concepción sociológica también unilateral de la
Iglesia. Jesucristo asiste siempre a su Iglesia y vive en ella como Resucitado. Por la
conexión de la Iglesia con Cristo se entiende claramente la índole escatológica de la
misma Iglesia (Cf. Constitución dogmática Lumen gentium, cap. VII). De este modo, la
Iglesia peregrinante en la tierra es el pueblo mesiánico, que anticipa en sí mismo la
nueva creatura" (Relatio finalis A, 3). Y más adelante los Padres precisaban que la Iglesia
constituye este pueblo mesiánico, anticipo de la Gloria futura, en virtud de "la unidad de
fe y sacramentos y por la unidad jerárquica" (Relatio finalis, II, C, 2).

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La celebración de la liturgia y de los sacramentos actualiza ya ahora para los fieles
la participación en la vida divina, en la comunión de Padre, Hijo y Espíritu Santo, que un
día será plena en la Vida eterna. De ahí que la predicación y la catequesis conduzcan a la
celebración de los misterios de la salvación. La renovación litúrgica ha ayudado mucho a
que la celebración vaya más claramente unida a la Palabra de Dios y a la santificación de
toda la vida. Son numerosos los lugares en los que la liturgia, renovada según el
verdadero espíritu del Concilio y las orientaciones de los Obispos, ha dado lugar a una
vida eclesial más rica y consciente de su carácter propio (cf. Instrumentum laboris, 68-
70).
Pensemos en las comunidades de religiosos y religiosas que ofician a diario la
Liturgia de las Horas con todo esmero, uniendo a la pública alabanza divina el aliento y
el aroma de la oración y de la contemplación a solas en el desierto al que el Espíritu los
ha llamado. Pensemos también en tantas catedrales, parroquias y santuarios, donde la
celebración de la liturgia y de los sacramentos se hace con viveza, dignidad y
participación interior y exterior de todos. Crece el número de los celebrantes que asumen
su oficio sagrado con la formación teológica y la preparación inmediata deseada por el
Concilio y urgida sin cesar por los Obispos.
Los fieles laicos, así como los religiosos y religiosas, toman cada día mayor parte
en la preparación y en la celebración de la liturgia y los sacramentos. De este modo
aparece con mayor claridad ante el mundo y ante la propia comunidad celebrante el
carácter sacerdotal de todo el Pueblo santo de Dios. En algunos lugares, ante la escasez
de ministros ordenados, los fieles laicos y los religiosos y religiosas ayudan a los Obispos
para que no falte la celebración de la Palabra, el ministerio de la Sagrada Comunión y
otras celebraciones. Sin que sirva de pretexto para relativizar la gravedad doctrinal y
pastoral del problema de la mencionada escasez de ministros, que sigue causando a las
Iglesias sufrimientos y dificultades, este hecho ha servido de ocasión providencial para
un replanteamiento más hondo del carácter sacramental de la Iglesia y del sentido
central del ministerio ordenado en ella como don del Espíritu Santo para la
representación de Cristo, cabeza de la Iglesia. La Carta Apostólica Ordinatio sacerdotalis,
de 1994, ha contribuido de forma decisiva a la clarificación de esta realidad e invita a
una profundización en los aspectos teológicos y prácticos que están en cuestión.
Junto a la vida litúrgica, la religiosidad popular no ha dejado de encontar siempre
formas de expresar la piedad de las personas y de los pueblos que la Iglesia orienta hacia
el culto de Dios "en espíritu y en verdad" (Jn 4, 23). Algunas de estas expresiones de
religiosidad, que se han mostrado resistentes al secularismo, han servido a no pocos
como sostén de su fe cristiana. La revitalización que en los últimos años han
experimentado en algunos lugares la vida de las cofradías, de los santuarios, las
celebraciones patronales y familiares, las peregrinaciones, las procesiones y otras
expresiones del fervor religioso es una gracia y un don del Espíritu para estos tiempos de
sequía espiritual. Todo ello va siendo mejor integrado en la vida propiamente litúrgica de
la Iglesia, por la que Cristo mismo ofrece al Padre el culto de la Nueva y Eterna Alianza.
A la celebración pública de Jesucristo pertenecen también las Jornadas Mundiales
de la Juventud, convocadas por Vuestra Santidad. La primera de ellas que tuvo lugar en
Europa, fuera de Roma, en Santiago de Compostela (1989), y la última, en París (1997),
congregaron muchedumbres de jóvenes con los ojos fijos en Cristo, felices de haberse
encontrado con Él. Procedentes de todo el mundo, pero, en estas ocasiones, en particular
de nuestras Iglesias de Europa, los jóvenes cristianos, reunidos con el Papa y con sus
Obispos, han sido y serán (pienso en la Jornada del próximo año aquí en Roma)
expresión viva y prometedora de una Iglesia vuelta en oración y en alabanza a Jesucristo,
que vive en ella, y pronta a comunicar al mundo la noticia alegre del Evangelio de la
Salvación.
Es necesaria también una mención especial de los santuarios marianos. El pueblo
fiel no ha dejado de acudir a ellos. Al contrario, ha ido en aumento el número de los que
se acercan a esos lugares para encontrarse con la Madre de Jesús, el Señor. Allí María
consuela a sus hijos y los fortalece en la fe, para que sean de verdad piedras vivas de la
Iglesia. La devoción mariana es cultivada también en las parroquias, en las familias y en

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las asociaciones cristianas como camino seguro hacia Cristo, que se muestra de este
modo vivo en su Iglesia.
3. La Gloria que la vida litúrgica, sacramental y de oración anticipa ya ahora en la
vida cristiana resplandece en el servicio de la caridad. En efecto, la vida de los cristianos
en el mundo, transida de la esperanza escatológica que la Palabra y los Sacramentos
alimentan, se convierte toda ella en un verdadero culto de alabanza al Creador.
Según la conocida expresión de San Ireneo, "la gloria de Dios es el hombre dotado
de vida y la vida del hombre es la visión de Dios" (Adv. Haer. IV, 20, 7). Por eso, la
presencia en la Iglesia de Cristo vivo en su gloria se ha manifestado siempre y se sigue
manifestando hoy en la caridad de cada cristiano y de las instituciones que la Iglesia
pone al servicio del hombre en sus necesidades espirituales y materiales.
Entre esas realidades es necesario destacar ante todo la misma Doctrina Social de
la Iglesia y los organismos que la promueven, la estudian y la llevan a la práctica.
Durante algún tiempo -providencialmente corto- esta Doctrina fue juzgada, precipitada y
erróneamente, como algo superado, según se decía, por la marcha de la historia.
Después de la caída del "socialismo real" en 1989, se ha podido comprobar de nuevo la
validez de sus principios, basados en la verdad del hombre que proclama el Evangelio.
"Lo que constituye la trama y, en cierto modo, la guía... de toda la doctrina social de la
Iglesia es - según enseña la encíclica Centesimus annus, 11 - la concepción correcta de la
persona humana y de su valor único, en cuanto 'el

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