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El pragmatismo,

una versión
Richard Rorty
El pragmatismo,
una versión
Antiautoritarismo
en epistemología
y ética

Lecciones impartidas por el profesor Rorty


en la Cátedra Ferrater Mora
de Pensamiento Contemporáneo,
de la Universidad de Girona,
en junio de 1996
Diseño cubierta: Nacho Soriano
Traducción de
Joan V ergés G ifra
1 edición: octubre 2000
© 2000: Cátedra Ferrater Mora
de Pensamiento Contemporáneo
Derechos exclusivos de edición en español
reservados para todo el mundo
y propiedad de la traducción:
© 2000: Editorial Ariel, S. A.
Provena, 260 - 08008 Barcelona
ISBN: 84-344-8757-8
Depósito legal: B. 35.180 - 2000
Impreso en España
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puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna
ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico,
de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.
PREFACIO
Las lecciones de este libro intentan ofrecer un vis­
lumbre de cómo sería la filosofía si nuestra cultura estu­
viera completamente secularizada, si desapareciese del
todo la obediencia a una autoridad no humana. Una for­
ma de expresar el contraste entre una cultura completa­
mente secularizada y otra que no lo está del todo, es
decir, que en esta última pervive todavía un sentido de lo
sublime. Que tuviera lugar una secularización completa
querría decir que existe un consenso general en la sufi­
ciencia de lo bello.
Lo sublime es irrepresentable, indescriptible, inefa­
ble. Un objeto o estado de cosas meramente bello, en
cambio, unifica una multiplicidad de una forma especial­
mente satisfactoria. Lo bello armoniza cosas finitas con
cosas finitas. Lo sublime elude la finitud y, por lo tanto,
también la unidad y la pluralidad. Contemplar lo bello es
contemplar algo manejable, algo que consta de unas par­
tes reconocibles como organizadas de una forma recono­
cible. Quedar asombrado por algo sublime es ser llevado
más allá del reconocimiento y la descripción.
La sublimidad, a diferencia de la belleza, es moral­
mente ambigua. La Idea del Bien de Platón lo es de algo
admirable en una medida sublime. La Idea cristiana de
Pecado lo es de algo malo en una medida sublime. Lo
atractivo del platonismo y la Visión Beatificante es el atrac­
tivo de algo precioso en una medida inexpresable, de silgo
que ni Homero ni Dante podrían capturar nunca. Lo atrac­
tivo del Mal Radical es el atractivo de algo depravado en
una medida inexpresable, de algo completamente distinto
de cometer un simple error en el momento de tomar la
8 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

decisión correcta. Es la voluntad deliberada de dar la


espalda a Dios. Es inconcebible que alguien pueda hacer
esto, cómo pudo ser que Satanás se rebelase. Pero igual de
inconcebible es que alguien pueda ver el rostro de Dios y
vivir.
No todas las religiones necesitan la sublimidad, pero
la teología cristiana ortodoxa —el discurso religioso pre­
dominante en Occidente— siempre ha estado en contra
de lo finitamente bello o feo, lo finitamente benévolo o
perverso, y a favor de una distancia infinita entre noso­
tros y el ser no humano que en vano procuramos imitar.
Esta teología ha tomado prestado su imaginario del
intento que realiza la filosofía griega por abstraerse de
los propósitos humanos finitos. Los carpinteros y los pin­
tores, los políticos y los mercaderes piensan en medios
finitos para la realización de objetivos finitos. La filoso­
fía, afirman los griegos, debe trascender estos objetivos.
Las metáforas de luz pura y oscuridad abismal de la
República de Platón y la idea de un motor inmóvil del
libro Lambda de la Metafísica de Aristóteles suministran
el material necesario para una religión suplente, una reli­
gión pensada para cubrir las necesidades de un determi­
nado tipo de intelectual, en particular, el intelectual obse­
sionado por la pureza. Estos intelectuales no encuentran
nada bueno en las religiones del pueblo, ya que su senti­
do de lo sublime es demasiado intenso como para quedar
satisfecho con lo meramente bello; su necesidad de pure­
za es demasiado grande como para quedar satisfecha con
los relatos de unos Olímpicos obsesionados por el sexo.
Los castos Padres de la Iglesia Cristiana heredaron de
estos intelectuales la idea de que la primera causa de las
cosas debe ser inmaterial e infinita y que las bellezas del
mundo material son a lo sumo símbolos de lo sublime
inmaterial.
Después de Galileo y Newton la filosofía dejó de ocu­
parse de la cosmología y las primeras causas y se concen­
tró en las ciencias naturales. Pero el giro epistemológico
y subjetivista que Descartes impartió a la filosofía dio
lugar a una versión nueva de lo Sublime. Ésta consistía
PREFACIO 9
en un vacío insalvable, infinito y abismal entre nuestra
mentalidad pragmática o nuestros lenguajes de pacotilla
y la Realidad Tal Como Es En Sí Misma. En La filosofía y
el espejo de la naturaleza, defendí que toda la problemáti­
ca de la filosofía moderna gira alrededor del intento
imposible por salvar este vacío. El pathos de la epistemo­
logía es un pathos que nosotros mismos nos hemos crea­
do marcándonos un objetivo inalcanzable, definiendo el
sentido de la indagación como el logro de una descrip­
ción de la realidad que se sustenta sola con independen­
cia de las necesidades e intereses humanos. La epistemo­
logía vuelve a poner en escena la narrativa cristiana orto­
doxa sobre la imposibilidad de imitar a Dios por parte de
un alma que sufre el lastre del Pecado Original; el intento
imposible por parte de un ser condicionado de vivir de
acuerdo con lo incondicionado.
Este pathos vuelve a ponerse en funcionamiento
cuando Kant niega el conocimiento a fin de hacer sitio a
la fe moral; es decir, cuando nos dice que sólo podemos
renunciar al intento irrealizable de conocer las cosas tal
como son en sí mismas si, a continuación, estamos dis­
puestos a emprender otra tarea igual de irrealizable. Esta
nueva tarea consiste en poner un yo empírico bajo el con­
trol de una exigencia moral incondicional: la exigencia
de que ninguno de los componentes de este yo sirvan de
motivo para la acción. «¡Deber, oh, nombre terrible y
sublime!», exclama Kant, efectuando una reducción de
las cosas bellas y feas de este mundo espacio-temporal a
lo que Fichte llama «el material sensible de nuestro
deber». Más adelante, esta versión moralista de lo subli­
me tomará aun la forma de una distancia infinita entre
nosotros y lo Otro.
En el trasfondo de estas lecciones —ocurre lo mismo
con la mayor parte de la filosofía de este siglo— está la
historia de Nietzsche sobre «Cómo el mundo verdadero
acabó convirtiéndose en una fábula». Nietzsche cuenta
un relato sobre cómo pasamos de Platón a Kant, para
luego despertamos de una pesadilla que se apaga progre­
sivamente y «encontramos con el desayuno y el retomo
10 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

de la jovialidad». John Dewey contó un relato comple­


mentario sobre un despertar poskantiano y mostró de
qué modo la Revolución Francesa ensanchó nuestro sen­
tido de lo que es políticamente posible y dé qué modo
la tecnología industrial ha ensanchado nuestro sentido
de las nuevas posibilidades mundanas. Estos cambios,
comenta Dewey, nos han hecho percatar de que está en
nuestras manos el hacer que el futuro humano sea muy
distinto de cómo fue en el pasado: nos ayudan a superar
la idea filosófica según la cual podemos conocer nuestra
propia naturaleza y nuestros propios límites. En los dos
últimos siglos, ha sido posible describir la situación
humana sin necesidad de referirse a una relación que
mantenemos con algo inexpresablemente distinto de
nosotros, y describirla, en cambio, trazando una oposi­
ción entre nuestros feos pasado y presente y el futuro
más bello que tal vez vivirá nuestra descendencia.
Las concepciones filosóficas que esbozo en estas lec­
ciones proporcionan una forma de concebir la situación
humana que renuncia a la eternidad y a la sublimidad
limitándose enteramente a las cosas finitas (finitista).
Estas lecciones tratan de esbozar qué resultaría de poner
a un lado las versiones cosmológicas, epistemológicas y
morales de lo sublime: Dios como primera causa inmate­
rial, la Realidad entendida como profundamente ajena a
nuestra subjetividad epistémica, y la pureza moral conce­
bida como inasequible para nuestra condición de sujetos
empíricos inherentemente pecadores. Sigo la sugerencia
de Dewey de construir nuestras reflexiones políticas alre­
dedor de nuestras esperanzas políticas: alrededor del pro­
yecto de forjar unas instituciones y costumbres que
embellezcan la finita y mortal vida humana.
Con simultaneidad a Nietzsche, Dewey también nos
insta a dar la espalda a la idea de la Realidad Tal Como
Es En Sí Misma. Nietzsche vio en esta idea la expresión
de la misma débilidad, del mismo deseo masoquista de
doblegarse ante algo no humano que permitió la «morali­
dad de esclavo» del cristianismo. Dewey interpretó esta
moralidad como un vestigio de la organización social del
PREFACIO 11
mundo antiguo basada en los artesanos y los sacerdotes.
Nietzsche sostuvo que si pudiéramos deshacemos de la
idea de un Mundo Verdadero, entonces también nos des­
haríamos de la idea de un Mundo de Apariencias. Dewey
añadió que una de las cosas que podría contribuir a des­
hacemos de la oposición apariencia-realidad sería conce­
bir las creencias que llamamos «verdaderas» de un modo
pragmático; es decir, concebirlas no tanto como represen­
taciones de una naturaleza intrínseca de la realidad,
cuanto como herramientas destinadas a ajustar unos
medios para unos fines.
Para Nietzsche y Dewey, la idea de que la Realidad
tiene una naturaleza intrínseca que posiblemente el senti­
do común y la ciencia no conozcan jamás —la idea de
que acaso nuestro conocimiento sólo sea conocimiento
de apariencias— es un vestigio de la idea de que existe
algo no humano con autoridad sobre nosotros. Las ideas
de una autoridad no humana y de la búsqueda de subli­
midad son consecuencia del rebajamiento de uno mismo.
El pragmatismo, en cambio, afirma que no existe nada
más aparte de lo condicionado: los seres humanos no
pueden saber nada, aparte de las relaciones que mantie­
nen entre sí y con el resto de seres finitos. Quedar satisfe­
cho con la belleza querría decir renunciar a la búsqueda
de lo infinito y conformarse con lo condicionado. Quien
quedase satisfecho con esto, conseguiría ver la búsqueda
de la verdad como una búsqueda de la felicidad humana
antes que como la realización de un deseo que trasciende
la simple felicidad.
Desgraciadamente, sin embargo, Nietzsche combinó
la hostilidad hacia los sacerdotes ascéticos con el menos­
precio hacia la democracia. Le repugnaba la idea de «los
últimos hombres», la gente que se contenta con la felici­
dad humana ordinaria. Dewey está de acuerdo con
Nietzsche en decir que deberíamos poner a un lado los
ideales ascéticos, pero también deja claro su desacuerdo
respecto a lo que éste piensa sobre la grandeza. Nietzsche
tenía el temor de que si todos nos convertimos en ciuda­
danos felices de una utopía democrática, entonces no
12 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

serán posibles las muestras de grandeza humana. Dewey


no estaba interesado por la grandeza humana, salvo
como medio para conseguir la mayor felicidad para el
mayor número. En su opinión, los grandes hombres (los
grandes poetas, los grandes científicos, los grandes pen­
sadores) no fueron más que medios finitos para ulterio­
res objetivos finitos. Contribuyeron a poner a nuestro
alcance nuevas formas de vida humana, más ricas, com­
plejas y alegres.
A lo largo del siglo xx ha tenido lugar un conflicto
entre aquellos secularistas que siguen a Nietzsche en su
anhelo por encontrar una grandeza inconcebible como
simple medio para un fin mayor, y aquellos otros secularis­
tas que son pragmáticos y finitistas a la manera de Dewey.
Heidegger es un ejemplo del primer caso. El primer Hei-
degger encontró en el profundo, abismal y sublime pensa­
miento de la muerte, así como en la oposición entre lo
meramente óntico y lo ontológico de forma sublime, una
forma de liberarse de lo que sólo es bello. El último Hei­
degger opuso la mera felicidad de los habitantes de una
utopía pacífica y próspera que viven en un medio controla­
do tecnológicamente, a la grandeza espiritual resultante de
la posesión de un sentido de la Verdad del Ser.
En el caso de que Dewey hubiera leído el último Hei­
degger no habría visto nada de mido en Die Zeit des Welt-
bildes, o en la utopía tecnológica que éste describe y
rechaza en Frage nach der Technik. Al contrario, de buena
gana habría acogido un mundo de bella Gestelle, de bellos
nuevos arreglos de lo humano y lo natural, nuevos arre­
glos diseñados para hacer posible que las vidas humanas
sean más ricas y plenas. Habermas, que sí ha leído el últi­
mo Heidegger, se muestra igualmente indiferente respec­
to a la necesidad de algo más que la felicidad. Para estos
dos pensadores, no existe nada más elevado o profundo
que una sociedad democrática utópica; no existe nada
más deseable que la paz y la prosperidad que la justicia
social haría posible.
Para este tipo de pensadores —aquellos que se con­
tentan con la belleza—, el lugar adecuado para la subli­
PREFACIO 13
midad es la conciencia privada de los individuos. El sen­
tido de la Presencia de Dios, así como el sentido del Mal
Radical, quizá sobrevivan en el espacio interior de algu­
nas mentes en concreto. Es probable que estas mentes
sean justamente las responsables de la producción de las
grandes obras de la imaginación humana, de obras de
arte impresionantes, por ejemplo. Con todo, para los filó­
sofos como Dewey, Rawls y Habermas, la reflexión filosó­
fica no debería ocuparse de estas obras, sino de crear una
sociedad en la que haya sitio para todo tipo de formas de
conciencia privada, tanto para las que tienen como para
las que les falta un sentido de lo sublime.
La idea heideggeriana de que la justicia y la felicidad
no son suficientes sigue todavía en pie entre los intelec­
tuales postheideggerianos. A veces toma la forma de la
creencia según la cual la justicia y la felicidad son «tan
necesarias como imposibles». Es frecuente encontrar esta
expresión en la obra de Derrida, un escritor muy imagi­
nativo que adopta la sublimidad y la inefabilidad como
temas centrales de su pensamiento. Nociones similares a
éstas aparecen en la obra de algunos escritores influidos
por la noción de «el objeto sublime de deseo» de Lacan;
especialmente, Slavoy Zizek. Lacan y Zizek entienden que
el arte y la política giran alrededor de una inasequible,
pero al mismo tiempo inolvidable, sublimidad, una subli­
midad que la simple belleza de la paz, la prosperidad y la
felicidad no podrá sustituir jamás.
Desde el punto de vista de estas lecciones, tan peli­
groso es centrar la reflexión sobre el futuro humano alre­
dedor del tema de la sublimidad como hacerlo alrededor
de los temas de Dios, el Pecado o la Verdad. En mi opi­
nión, la filosofía debería considerar la búsqueda de lo
incondicionado, lo infinito, lo trascendente y lo sublime
como una inclinación humana natural, una inclinación
que Freud nos ha ayudado a comprender. Deberíamos
concebir esta inclinación de la misma forma que Freud
concibió la sublimación del deseo sexual, es decir, como
una condición previa de algunos logros individuales sor­
prendentes. Lo que no podemos hacer es considerarla
14 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

relevante para nuestras perspectivas públicas, culturales


y sociopolíticas.
Esto significa que deberíamos diferenciar la búsque­
da de grandeza y sublimidad de la búsqueda de justicia y
felicidad. La primera es opcional; la segunda no. Puede
que el primer tipo de búsqueda sea necesario para satis­
facer los deberes que tenemos para con nosotros mismos.
El segundo tipo de búsqueda es necesario para los debe­
res que tenemos para con los demás. En las culturas reli­
giosas se creía que además de estas dos clases de deberes,
existían también unos deberes para con Dios. En la cultu­
ra completamente secularizada que anticipo no habrá
deberes de esta última clase: las únicas obligaciones que
tendremos serán respecto a nuestros semejantes y nues­
tras propias fantasías. De suerte que el único sitio que le
va quedar a lo sublime será el reino de la imaginación
personal, en la vida fantasiosa de aquellas personas que,
gracias a su particular idiosincrasia, son capaces de reali­
zar hitos inexplicables y sensacionales para el resto de la
gente.
Desde que sugerí la necesidad de diferenciar lo que es
privado de lo que es público (en Contingencia, ironía y
solidaridad), se me ha acusado de querer meter a cada
uno de estos ámbitos en compartimentos herméticamen­
te separados. Pero yo no deseo tal cosa. La utilidad para
el discurso público de los últimos tiempos de algunos
hitos imaginativos desvinculados de toda norma social es
innegable. Si pensadores como Platón, Agustín o Kant y
artistas como Dante, El Greco o Dostoevski'i no hubiesen
aspirado a la sublimidad, ahora no dispondríamos de los
bellos productos que resultaron de sus aspiraciones.
Nuestras vidas serían menos variadas, y las formas de
felicidad para las cuales podemos luchar, mucho más
pobres. Pero esto no implica que debamos arreglar nues­
tras instituciones públicas de acuerdo con la búsqueda de
la grandeza o la sublimidad.
Una cosa que hemos aprendido de la historia de las
culturas teocráticas y los estados religiosos casi teocráti­
cos del siglo xx, es a no concebir las instituciones públi­
PREFACIO 15
cas como vehículos de grandeza. Antes bien, deberíamos
concebirlas como intentos de maximizar la justicia y la
felicidad mediante los recursos improvisados (representa­
ción proporcional, cortes constitucionales, el entramado
caótico de asociaciones que llamamos «sociedad civil»)
que prometen cumplir esa función. No deberíamos espe­
rar, ni tampoco querer, que nuestras instituciones públi­
cas tuviesen una fundamentación filosófica firme, una
conexión con la naturaleza de la Realidad o la Verdad.
En lugar de creer que estas instituciones son ejempli-
ficaciones de verdades eternas, deberíamos pensar —de
acuerdo con el espíritu de Dewey— que son unas herra­
mientas que se justifican por el éxito que demuestran
tener a la hora de realizar unas determinadas funciones.
En lugar de verlas como ideas sobre la naturaleza de algo
grande (la Sociedad, la Historia o la Humanidad), lo que
deberíamos hacer es concebir los principios morales y
políticos como abreviaciones de narrativas sobre exitosas
utilizaciones de herramientas, como resúmenes de resul­
tados de experimentos que han tenido éxito. Deberíamos
ser tan suspicaces respecto al intento de fundamentar las
propuestas políticas sobre grandes sistemas teóricos de la
Naturaleza de la Modernidad, como lo somos respecto a
los intentos de fundamentarlas sobre la Voluntad de Dios.
* * "k

Espero que el contraste que acabo de esbozar entre


belleza y sublimidad sirva al lector para tener una idea
aproximada sobre qué cabe esperar de estas lecciones.
Terminaré este prefacio siendo un poco más preciso
sobre los temas que cubren.
Estas diez lecciones pueden ser divididas en cinco
grupos de dos lecciones cada uno. Las dos primeras se
concentran en el tema de la filosofía de la religión. En
ellas propongo entender el pragmatismo americano como
un intento de mediar en la denominada «guerra entre la
16 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

religión y la ciencia» que tanto condicionó una gran parte


de la alta cultura del siglo xix. Más en concreto, conside­
ro el pragmatismo como el intento de lograr que el senti­
do de ciudadanía democrática desplace el sentido de obli­
gación respecto a un poder no humano. La explicación
que ofrezco del pensamiento de Dewey es una explica­
ción sobre el intento de lograr que la participación en la
política democrática realice la misma función espiritual
que, en tiempos no tan esperanzadores, realizaba nor­
malmente la participación en un culto religioso.
El tema de la sustitución de las ideas de eternidad y
sublimidad por las de tiempo y belleza se mantiene aún
en el siguiente par de lecciones, pero ahora de una forma
bastante distinta. En éstas critico la idea de Jürgen
Habermas de que las afirmaciones son pretensiones de
validez universal porque la considero un último e innece­
sario intento de preservar algo de la vieja tradición filosó­
fica kantiana previa al pragmatismo. Entiendo que la
explicación que ofrece Habermas sobre «un momento de
incondicionalidad» constitutivo de todas las pretensiones
de validez es un eco del intento de Kant y Husserl de
hacer que la filosofía sea trascendental. En contraste con
ello, yo ofrezco una explicación alternativa de la práctica
lingüística que evita cualquier referencia a la universali­
dad o incondicionalidad y en la que las afirmaciones no
tienen otro fin aparte de la utilidad conversacional.
Con el tercer par de lecciones se pasa de hacer filoso­
fía del lenguaje a hacer lo que se podría llamar, un tanto
equivocadamente, metafísica. En la lección «Panrelacio-
nalismo» arguyo que la mayor parte de la mejor filosofía
de los últimos tiempos puede ser vista como un intento
de liberarse de las distinciones sustancia-accidente y
esencia-accidente mediante la tesis de que nada puede
tener una identidad de sí mismo, una naturaleza, con
independencia de las relaciones que mantiene con el res­
to de las cosas. En ella defiendo que una cosa tiene tantas
identidades como contextos relaciónales puede ocupar.
Ello concuerda con otra idea que también suscribo (en
un trabajo titulado «La indagación como recontextualiza-
PREFACIO 17
ción» que publiqué hace años) y según la cual no existe
«el contexto correcto» para leer un texto, clasificar una
persona o explicar un suceso. Se debería decir, más bien,
que existen tantos contextos como propósitos humanos.
Por la misma razón, tampoco existe la correcta descrip­
ción de una cosa: tan sólo hay descripciones que, gracias
a las relaciones que establecen con otras cosas, la sitúan
en un contexto que satisface las distintas necesidades que
tenemos en la actualidad.
La segunda lección de este tercer grupo —«Contra la
profundidad»— arguye que si nos hacemos panrelaciona-
listas entonces lo veremos todo, por decirlo así, en un
único plano horizontal. No nos dedicaremos a buscar lo
sublime a un nivel elevado o profundo por encima o por
debajo de este plano. En lugar de esto, nos dedicaremos a
cambiar las cosas de sitio, a disponerlas de un modo que
sobresalgan las relaciones que mantienen con otras
cosas, con la esperanza de hallar así modelos cada vez
más útiles y, por tanto, más bellos. Desde esta perspecti­
va, los grandes logros intelectuales (las leyes de Newton,
el sistema de Hegel) no difieren en categoría de los
pequeños logros técnicos (conseguir que las piezas de un
mueble se ajusten perfectamente; que los colores del pai­
saje de una acuarela armonicen entre sí; hallar un com­
promiso político razonable entre distintas partes en con­
flicto).
La cuarta pareja de lecciones se ocupa del tema de la
ética y la política y vuelve a ser antikantiana en el mensa­
je. Se basa en el intento de John Dewey de concebir la
moralidad en términos finitistas, como una cuestión cen­
trada más en la resolución de problemas que en la obliga­
ción de vivir conforme a algo que posee un nombre terri­
ble y sublime. Mi intención es trenzar la concepción de
Dewey con la explicación neohumeana de la moralidad
de Annette Baier y la filosofía política de Michael Walzer.
Me parece que estos tres filósofos se complementan
bellamente entre sí y nos ayudan a concebir la tarea
moral como una cuestión de ampliación de nuestra
comunidad moral, de ir incorporando más y más gente
18 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

de distinto tipo en el uso que hacemos del término «noso­


tros». Desde este punto de vista, el progreso moral no es
tanto una cuestión de desarrollar una mayor obediencia a
la ley, cuanto una cuestión de desarrollar una simpatía
cada vez más amplia. No es tanto una cuestión de razón
cuanto de sentimiento; como dice Baier, no es tanto una
cuestión de principios cuanto de confianza.
Las dos últimas lecciones no son tan generales ni
ambiciosas como las ocho anteriores. Se ocupan del tra­
bajo de dos filósofos analíticos contemporáneos que han
recibido la influencia de muchos de los filósofos que tam­
bién han ejercido una profunda influencia en mí (y de
forma notable, Wilfrid Sellars y Donald Davidson). Me
refiero a Robert Brandom y John McDowell. Ambos
publicaron hace poco (en 1994) unos libros que están
siendo ampliamente discutidos por los filósofos anglófo-
nos. Mi intención es mostrar los puntos que comparto
con Brandom y mis desacuerdos con McDowell para así
situar mis concepciones pragmatistas y deweyanas den­
tro de la escena filosófica del mundo anglófono contem­
poráneo.
A mi entender, el libro de Brandom Making it Explicit
y el libro de McDowell Mind and World son representati­
vos de la mejor filosofía analítica que se puede hacer: es
decir, de la filosofía analítica impregnada de conciencia
histórica y consciente de las continuidades y discontinui­
dades que existen entre la filosofía griega, la filosofía
moderna prekantiana y las últimas reacciones contra
Kant. Ambos libros tienen una gran ambición y están
excepcionalmente bien logrados. Por eso pensé que se­
rían muy útiles como contraste a mi propia posición.
Como estas lecciones comprenden un amplio abanico
de temas y debates filosóficos, alguien podría estar tenta­
do de pensar que aquí se ofrece un sistema filosófico.
Pero los pragmatistas no deberían ofrecer sistemas. Si
queremos ser coherentes con nuestra propia explicación
del progreso filosófico, los pragmatistas deberíamos
contentamos con ofrecer sugerencias sobre la manera
de arreglar las cosas, de ajustar unas cosas con otras y de
PREFACIO 19
volver a ordenarlas según formas un poco más útiles. Eso
espero haber hecho en estas lecciones. Considero que más
que haber respondido alguna pregunta profunda o haber
producido algún pensamiento elevado, lo que he hecho ha
sido mover unas cuantas piezas en el tablero de ajedrez
de la filosofía.
* * *

El profesor Josep-Maria Terricabras, responsable de


la Cátedra Ferrater Mora de Pensamiento Contemporá­
neo de la Universidad de Girona, no sólo me hizo el
honor de invitarme a dar estas lecciones, sino que, ade­
más, tuvo la amabilidad de invitar como oyentes en el
seminario a los profesores Brandom y McDowell, y a los
filósofos David Hoy y Bjóm Ramberg, de los cuales he
aprendido mucho. Estoy muy agradecido al profesor
Terricabras y a sus colegas por su invitación. También
querría agradecer a las personas que asistieron al semi­
nario las inteligentes y sugestivas preguntas que me for­
mularon, así como el espíritu generoso con el que recibie­
ron mis intentos de promover la causa pragmatista.
Richard R orty
Bellagio, 22 de julio de 1997
P rim era lección

PRAGMATISMO Y RELIGIÓN
1. Pecado y verdad
Voy a interpretar la objeción pragmatista a la idea
que la verdad es una cuestión de correspondencia con la
naturaleza intrínseca de la realidad de forma análoga a
la crítica que la Ilustración hizo de la idea según la cual
la moralidad es una cuestión de correspondencia con la
voluntad de un Ser Divino. A mi parecer, la explicación
pragmatista de la verdad y, más generalmente, su expli­
cación antirepresentacionalista de la creencia constituye
una protesta contra la idea de que los seres humanos
deben humillarse ante algo no humano como la Volun­
tad de Dios o la Naturaleza Intrínseca de la Realidad. Así
pues, voy a empezar desarrollando una analogía que, en
mi opinión, ocupa un lugar central en el pensamiento de
John Dewey: la analogía entre dejar de creer en el Peca­
do y dejar de creer que la Realidad tiene una naturaleza
intrínseca.
Dewey estaba convencido de que el encanto de la de­
mocracia —eso es, considerar que lo importante de la
vida humana es la libre cooperación con nuestros congé­
neres a fin de mejorar nuestra situación— requiere de
una versión de secularismo más completa que la que
alcanzaron el racionalismo de la Ilustración o el positi­
vismo decimonónico. Requiere que abandonemos cual­
quier autoridad que no provenga de un consenso con
nuestros congéneres. El paradigma de sujeción a una tal
autoridad es creer que uno se encuentra en estado de
22 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

Pecado. Si desapareciese el sentido de Pecado, pensaba


Dewey, también debería desaparecer el deber de buscar
una correspondencia con el modo de ser de las cosas. En
su lugar, una cultura democrática centraría sus esfuerzos
en la búsqueda de un acuerdo no coercitivo con otros
seres humanos respecto a qué creencias mantendrán y
facilitarán proyectos de cooperación social.
Para tener un sentido de Pecado no basta con quedar
horrorizado por el modo como los seres humanos se tra­
tan entre sí, o por la capacidad de maldad de uno mismo.
Es necesario creer que existe un Ser ante el cual tenemos
que humillamos. Este Ser da órdenes que tienen que ser
obedecidas incluso cuando parecen arbitrarias o parece
improbable que vayan a incrementar la felicidad huma­
na. En el intento de adquisición de un sentido de Pecado
ayuda mucho llegar a concebir como prohibido cierto
tipo de prácticas sexuales o dietéticas, aunque éstas apa­
rentemente no hagan daño a nadie. También es útil
angustiarse con el pensamiento de si estaremos nom­
brando al Ser divino por el nombre que prefiere o no.
Para poder tomarse realmente en serio la noción tra­
dicional de Verdad como correspondencia, uno tiene que
estar de acuerdo con Clough cuando éste dice: «me forta­
lece el alma saber/que, aunque perezca, la Verdad es así».
Uno tiene que sentirse inquieto al leer lo que William
James dice: «las ideas... se convierten en verdaderas sólo
en la medida en que nos ayudan a entrar en unas relacio­
nes satisfactorias con otras partes de nuestra experien­
cia». Los que vibran con las palabras de Clough conciben
la Verdad —o, más concretamente, la Realidad como es
en sí misma, el objeto representado con precisión por las
proposiciones verdaderas— como una autoridad que
debemos respetar.
Pero para respetar debidamente la Verdad y la Reali­
dad no basta con ajustar la conducta de uno a los cam­
bios del ambiente: resguardarse en caso que llueva, o evi­
tar a los osos. Es necesario creer que la Realidad no es
tan sólo una colección de cosas como la lluvia o los osos,
sino algo que, por decirlo así, emerge por detrás de estas
PRAGMATISMO Y RELIGIÓN 23
cosas, algo augusto y remoto. La mejor forma de pene­
trar este modo de pensar es convertirse en un escéptico
epistemológico, empezar a preocuparse por la capacidad
del lenguaje humano de representar la Realidad tal como
es en sí misma, o por la cuestión de si estaremos llaman­
do la Realidad por sus nombres adecuados o no. Preocu­
parse de este modo requiere tomarse en serio la cuestión
de si nuestras descripciones no serán, al fin y al cabo,
demasiado humanas, de si no puede ser que la Realidad
(y, por consiguiente, también la Verdad) nos quede dema­
siado lejos, más allá del alcance de las oraciones por
medio de las cuales formulamos nuestras creencias.
Tenemos que estar preparados para distinguir, al menos
en principio, entre creencias que incorporan la Verdad y
creencias que simplemente aumentan nuestras posibili­
dades de ser felices.
Dewey estaba bastante dispuesto a decir de un acto
depravado que es pecaminoso, o que las oraciones
«2+2=5» y «El reinado de Isabel I terminó en 1623» son
falsas de un modo absoluto, incondicional y eterno. Lo
que no estaba dispuesto a decir, sin embargo, es que un
poder distinto a nosotros ha prohibido la crueldad, o que
estas oraciones falsas no consiguen representar con pre­
cisión cómo es la Realidad en sí misma. Veía mucho más
claro que no debemos ser crueles que no que exista un
Dios que nos haya prohibido serlo; veía mucho más cla­
ro que 2+2=4 que no que exista algún modo intrínseco
de ser de las cosas «en sí mismas». En su opinión, tan
innecesaria es la teoría que afirma que la verdad es
correspondencia con la Realidad, como la que sostiene
que la bondad moral es correspondencia con la Voluntad
Divina.
Para Dewey, ninguna de estas teorías añade nada a
nuestro modo habitual, corriente y falible de distinguir el
bien del mal y lo verdadero de lo falso. El auténtico pro­
blema, sin embargo, no consiste en esta inutilidad. Lo
que más disgustaba a Dewey de la epistemología «realis­
ta» tradicional y de las creencias religiosas tradicionales
es el desánimo que generan al decimos que alguien o
24 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

algo tiene autoridad sobre nosotros. Nos dicen que existe


Algo Inescrutable, algo que exige precedencia por encima
de nuestros intentos cooperativos de evitar el dolor y
obtener placer.
Dewey, como James, era un utilitarista; o sea, opina­
ba que, al fin y al cabo, el único criterio moral o episte­
mológico que tenemos o necesitamos es el de si realizar
una acción o sostener una creencia contribuirá o no, a la
larga, a realizar una mayor felicidad humana. Concebía
el progreso en relación a un incremento de nuestra dis­
posición a experimentar, a superar el pasado. Por eso
tenía la esperanza de que aprenderíamos a considerar las
creencias morales, filosóficas, religiosas y científicas con
el mismo escepticismo con que Bentham estudió las leyes
de Inglaterra: esperaba que cada nueva generación trata­
ría de apañarse unas creencias más útiles, creencias que
contribuirían a hacer su vida más rica, más llena y más
feliz.

2. Pragmatismo clásico
Sirva lo dicho hasta aquí como un enunciado intro­
ductorio del tema que iré desarrollando. Voy a retomarlo
en breve desde otra perspectiva en clave freudiana. Pero,
antes de esto, acaso fuera conveniente decir algo acerca
de las semejanzas y diferencias, especialmente con res­
pecto a la religión, entre Dewey y los otros dos pragma­
tistas clásicos: Charles Sanders Peirce y William James.
El pragmatismo tiene el pistoletazo de salida en la
adopción por parte de Peirce de la definición de Alexan-
der Bain de creencia como regla o hábito de acción.
Tomando esta definición como punto de partida, Peirce
defendió que la función de la indagación no es represen­
tar la realidad, sino más bien capacitamos para actuar
más eficazmente. Esto significa deshacerse de la «teoría
del conocimiento como copia» que ha dominado en filo­
sofía desde los tiempos de Descartes, y en especial de la
idea de un autoconocimiento intuitivo, un conocimiento
PRAGMATISMO Y RELIGIÓN 25
no mediado por signos. En tanto que uno de los prime­
ros filósofos en decir que la habilidad de utilizar signos
es esencial al pensamiento, Peirce fue un profeta de lo
que Gustav Bergman llamó «el giro lingüístico en la filo­
sofía».
Al igual que otros filósofos idealistas del s. xix como
T. H. Green o Josiah Royce, Peirce era antifundacionalis-
ta, coherentista y holista respecto a la visión de la na­
turaleza de la indagación. Sin embargo no concibió a
Dios, como sí hicieron la mayoría de seguidores de
Hegel, como una experiencia atemporal y omnicompren-
siva idéntica a la Realidad. Al contrario, en vez de eso, y
como buen darwinista que era, Peirce concibió al univer­
so en evolución. Su Dios es una deidad finita idéntica, en
cierta manera, a un proceso evolutivo que él llama «el
crecimiento de la Terceridad». Este raro término designa
la unión gradual de todo con todo por medio de relacio­
nes triádicas. De una forma más bien extraña y sin ape­
nas argumentar, Peirce supone que todas las relaciones
triádicas son relaciones de signos, y viceversa. Su filoso­
fía del lenguaje está entretejida con una metafísica casi
idealista.
James y Dewey admiraban Peirce y compartían su
opinión de que la filosofía tiene que adaptarse a Darwin.
Pero acertaron en apenas prestar ninguna atención a su
metafísica de la Terceridad. En lugar de eso, se concentra­
ron en las profundas implicaciones anticartesianas del
desarrollo que había realizado Peirce de la intuición anti-
representacionalista inicial de Bain. Y de este modo desa­
rrollaron una teoría no representacionalista de la adquisi­
ción y contrastación de las creencias que culmina con la
tesis de James según la cual: «“Lo verdadero”... es tan sólo
lo conveniente para nuestro modo de pensar.» Tanto
James como Dewey se proponían llevar a cabo la reconci­
liación de la filosofía con Darwin por medio de una con­
cepción de la búsqueda humana de la verdad y del bien
que pusiera a ésta en línea de continuidad con las activi­
dades de los animales inferiores, concibiendo la evolución
cultural en continuidad con la evolución biológica.
26 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

Los tres fundadores del pragmatismo combinaron


una visión darwiniana, naturalista de los seres humanos
con una desconfianza hacia los problemas que la filosofía
había heredado de Descartes, Hume y Kant. Los tres
guardaban la esperanza de salvar la moral y los ideales
religiosos del escepticismo positivista o empirista. Sin
embargo, es importante no dejarse cegar por estas seme­
janzas o por el hecho de que se los trate siempre como
perteneciendo a un único «movimiento», y percatarse de
que los tres tenían preocupaciones muy distintas. Es pro­
bable que la idea de que existió un movimiento pragma­
tista surgiera de la necesidad chovinista de tener una filo­
sofía americana. Lo mejor, creo, sería pensar en estos tres
hombres como tres filósofos interesantes, casualmente
americanos, que se influyeron perceptiblemente entre sí
en sus respectivos trabajos, y no más aliados entre sí de lo
que estuvieron, por ejemplo, Brentano, Husserl y Russell.
Aunque se conocían y respetaban, los motivos que lle­
varon a cada uno a la filosofía eran muy distintos. Peirce
se veía a sí mismo como un discípulo de Kant empeñado
en mejorar la doctrina de las categorías y su concepción
de la lógica. En tanto que matemático en activo y cientí­
fico de laboratorio, Peirce mostraba más interés que
James o Dewey hacia estas áreas de la cultura. James, por
su lado, nunca se tomó demasiado en serio a Kant o
Hegel, y estaba más interesado que Peirce o Dewey por la
religión. Este último, en cambio, se hallaba profunda­
mente influido por Hegel y siempre fue un antikantiano
empedernido. La política y la educación, más que la cien­
cia o la religión, ocupaban el centro de su pensamiento.
Peirce fue un brillante y críptico matemático polifa­
cético, cuyos escritos se resisten a una sistematización
coherente. Peirce se quejó de la apropiación por parte de
James de sus ideas. Lo hizo por complejas razones rela­
cionadas con su oscura e idiosincrática metafísica y, en
particular, con su doctrina del «realismo escotista», la
realidad de los universales, concebidos a veces como
relaciones triádicas; a veces, como relaciones-signo; a
veces como potencialidades y, otras veces, como disposi­
PRAGMATISMO Y RELIGIÓN 27
ciones. La verdad es que Peirce sentía más simpatía que
James por el idealismo y tachaba el pragmatismo de éste
de simplista y reduccionista. James mismo, sin embargo,
concibió el pragmatismo como un modo de soslayar
cualquier tipo de reduccionismo y como un ideal de tole­
rancia.
Aunque consideraba que muchas disputas teológicas
y metafísicas son, en el mejor de los casos, distintas
muestras de la diversidad del temperamento humano,
James confiaba en poder construir una alternativa al
positivismo antireligioso y venerador de la ciencia de su
tiempo. Citaba, con aprobación, la descripción que ofrece
Giovanni Papini del pragmatismo «como un corredor en
un hotel. Innumerables habitaciones se abren desde él.
En una de ellas puede hallarse a un ateo escribiendo un
libro; en la siguiente, alguien ora de rodillas y pide tener
fe; en una tercera habitación un químico investiga las
propiedades de un cuerpo... el corredor pertenece a todos
ellos, y todos ellos tienen que pasar por él». Su idea era
que la única forma de comunicación posible a través de
las divisiones entre temperamentos, disciplinas académi­
cas y escuelas filosóficas consiste en prestar atención a
las implicaciones prácticas de las creencias. En particu­
lar, este prestar atención ofrece la única forma de media­
ción entre las afirmaciones de la religión y las afirmacio­
nes de la ciencia.
Dewey, en su primer periodo, intentó reconciliar a
Hegel con el cristianismo evangelista. Aunque las refe­
rencias al cristianismo desaparecen casi del todo de sus
escritos en tomo al año 1900, en un ensayo de 1903
sobre Emerson, Dewey aún esperaba con ilusión el desa­
rrollo «de una filosofía que la religión no tenga porqué
reprobar y que sea consciente de su amistad con la cien­
cia y el arte». El acento antipositivista del pragmatismo
clásico fue, como mínimo, tan fuerte como su acento
antimetafísico.
Dewey nos instó a no hacer ninguna distinción clara
entre la deliberación moral y las propuestas de cambio en
las instituciones socio-políticas, o en la educación. Con­
28 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

cebía los cambios en la actitud personal, en las políticas


públicas y en las estrategias de aculturación como tres
aspectos interconectados del gradual desarrollo de comu­
nidades cada vez más democráticas y más libres, y del
mejor tipo de ser humano que se realizaría en tales
comunidades. Todos los libros de Dewey están impregna­
dos de la convicción típicamente decimonónica según la
cual la historia (history) humana es la historia (story) de
la expansión de la libertad humana. Por otro lado, tam­
bién es constante la esperanza de sustituir la concepción
platónica del filósofo como «espectador del tiempo y la
eternidad» por una concepción de la tarea del filósofo
menos profesionalizada y más orientada a la política.
Dewey creía que Kant, especialmente en su filosofía
moral, había preservado tal concepción platónica.
En La Reconstrucción de la filosofía (1920), Dewey
escribió: «bajo el disfraz de estar tratando con la realidad
última, la filosofía ha estado ocupándose de los preciosos
valores insertos en las tradiciones sociales... ha surgido
de un choque entre fines sociales y de un conflicto entre
instituciones heredadas y tendencias contemporáneas
incompatibles con ellas». Según Dewey, la tarea de la
futura filosofía no es hallar nuevas soluciones a proble­
mas tradicionales, sino aclarar «las ideas de la gente con
respecto a las luchas sociales y morales de su tiempo».
Esta concepción historicista de la filosofía, que se inspira
en Hegel y que se parece a la concepción de Marx, ha
provocado que, entre los filósofos analíticos, Dewey no
gozara de tanta popularidad como Peirce o James. Su
intensa preocupación por asuntos políticos y sociales
locales americanos ha restringido el interés de su trabajo.
Con todo, y esto es lo que voy a defender en estas leccio­
nes, Dewey es el pragmatista clásico cuya obra, a la larga,
nos puede ser de mayor utilidad.
Independientemente de que Dewey pueda ser el más
útil, mi parecer es que, de los tres pragmatistas clásicos,
Peirce es quién lo es menos. Es cierto que escribió más que
cualquiera de los otros dos y que tal vez fue el más
«profesional» de los tres; pero a su pensamiento le falta
PRAGMATISMO Y RELIGIÓN 29
enfoque y dirección. Los filósofos contemporáneos que se
llaman a sí mismos «pragmatistas» tan sólo recogen una
cosa de Peirce: el cambio que hizo al pasar de hablar de
«experiencia» a hablar de «signos». Aunque, en realidad,
en vez de hablar de «signos» hablan de «lenguaje», con lo
cual excluyen del reino de los signos lo que Peirce llama­
ba «iconos» e «índices», y solamente consideran lo que él
denominó «símbolos». No parece que sea un disparate
decir que si Peirce no hubiera existido jamás, ello no
habría afectado mucho el curso de la historia de la filo­
sofía. Pues Frege hubiera realizado el giro lingüístico solo
y sin ninguna ayuda.
No obstante, algunos filósofos actuales, como por
ejemplo Hilary Putnam o Jürgen Habermas, atribuyen a
Peirce una importancia que yo estimo exagerada. Los dos
aceptan la definición de Peirce de «verdad» como aquello
hacia lo cual la opinión está destinada a convergir al final
de la investigación y también su definición de «realidad»
como aquello que se cree que existe en tal punto de con­
vergencia. En mi opinión, y por razones que expondré
más adelante, esta noción de convergencia no es ni clara
ni útil.
De todos modos, la principal razón por la cual digo
que Peirce es relativamente insignificante es que no se
ocupó, como sí hicieron James y Dewey, del problema
que dominó la filosofía de Kant y que late en el corazón
del pensamiento decimonónico de todos los países occi­
dentales: el problema de cómo reconciliar la ciencia y la
religión, de cómo ser fiel a Newton y Darwin y al espíritu
de Cristo al mismo tiempo. Este problema constituye el
paradigma del tipo de conflicto entre viejos modos de
hablar y nuevos desarrollos culturales cuya resolución
Dewey veía como tarea principal de la filosofía.
Durante sus primeros treinta años, lo más importan­
te para Dewey fue la necesidad de reconciliar la ciencia y
la religión; para James lo fue a lo largo de toda su vida.
La discusión de este tema por parte de Peirce, en cambio,
se reduce a unas cuantas observaciones de carácter más
bien vulgar, observaciones que representan la opinión
30 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

común del pensamiento del s. xix. Lo encontramos


diciendo, por ejemplo, que el conflicto manifiesto entre
estas dos áreas de la cultura es resultado de «la estrechez
de miras no filosófica de aquellos que velan por los mis­
terios del culto». Asimismo rechaza la insinuación según
la cual se va a ver «privado de la posibilidad de añadirse
a la común alegría por la revelación de los principios ilu­
minados de la religión que celebramos por Navidad y
Pascua porque juzgo como indefendibles ciertas ideas
metafísicas, lógicas y científicas que se han mezclado con
aquéllos».1 Y afirma que el único elemento distintivo del
cristianismo es la idea de que el amor es la única ley,2 y
su único ideal «es que todo el mundo se una en el víncu­
lo del amor común a Dios realizado en el amor de cada
hombre por su vecino».3 Este es un modo anglófono bas­
tante típico de seguir las directrices del libro de Kant La
religión dentro de los límites de la sola razón. Equivale a
decir que podemos defender una ética cristiana sin nece­
sidad de sostener una teología cristiana y, por tanto, sin
interferir con la cosmología newtoniana o con la explica­
ción darwiniana del origen de las especies.
A James y a Dewey, así como anteriormente a Nietzsche,
este compromiso fácil les pareció demasiado fácil. Los
tres se tomaron la religión mucho más en serio que Peir­
ce. Peirce, que había sido educado según la doctrina epis-
copalista, afirmaba que ésta era la única religión posible
para un «gentleman» y, por lo que sabemos, nunca sufrió
ninguna crisis espiritual importante que se expresara en
términos religiosos.
James, por el contrario, fue educado por su excéntri­
co padre en una especie de mezcla peculiar de Sweden-
borg y Emerson. Aunque él y sus hermanos tuvieron la
sensatez de no tomarse demasiado seriamente las pecu­
liares ideas teológicas de su padre, en realidad, las expe­
riencias religiosas de éste le influyeron profundamente.
1. Peirce, Ch. S. (1958): Collected Papers of Charles Sanders Peirce, Cam­
bridge, Mass., Harvard University Press, vol. 6, sección 427.
2. Ibíd., sección 440-1.
3. Ibíd., sección 443.
PRAGMATISMO Y RELIGIÓN 31
James sufrió el mismo tipo de crisis espirituales que
habían afligido a Henry James, padre, y nunca estuvo
seguro de si éstas tenían que ser descritas en términos
psicológicos o bien en términos religiosos.
Dewey fue el único de los tres que tuvo una forma­
ción religiosa realmente férrea, el único que, por decirlo
así, vivió la religión con toda su furia. También fue el úni­
co que se la tragó con toda su fuerza. Su madre le inqui­
ría una y otra vez «¿Te llevas bien con Jesús?» y todos sus
biógrafos coinciden en señalar que el tardío resentimien­
to hacia la piedad incordiosa de su madre constituye uno
de los elementos centrales de la formación del pensa­
miento maduro de Dewey.
A pesar del hecho de que James nunca tuvo que
abandonar una ortodoxia impuesta en su juventud, la
necesidad de situar a su padre en el mismo universo inte­
lectual que habitaban aquellos amigos suyos más intere­
sados por cuestiones científicas (como, por ejemplo,
Peirce y Chauncey Wright) fue muy importante en la for­
mación de su pensamiento. Sospecho que debemos la
teoría pragmatista de la verdad a tal necesidad. Y eso
porque el motivo de fondo de esta teoría es proporcio­
namos un modo de reconciliar la ciencia y la religión por
medio de una visión que las considere, no como a dos
sistemas rivales de representar la realidad, sino más bien
como a dos modos no rivales de producir felicidad. En el
caso de James, creo que su concepción antirepresenta-
cionalista del pensamiento y del lenguaje vino motivada
por la comprensión del hecho de que la necesidad de
elección entre representaciones rivales puede ser reem­
plazada por la tolerancia hacia una pluralidad de des­
cripciones no rivales; descripciones que sirven a distintos
propósitos y que tienen que ser evaluadas por su utilidad
respecto a éstos y no por su «adecuación» con los objetos
que se describen.
Si el lema de James era tolerancia, el de Dewey era,
como dije antes, antiautoritarismo. La reacción contra el
sentido de pecado que había adquirido en su educación
religiosa, condujo a Dewey a hacer campaña, a lo largo
32 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

de toda su vida, contra la idea de que los seres humanos


necesitan medirse a sí mismos en oposición a algo no
humano. Dewey utilizó el término «democracia» para
designar algo parecido a lo que Habermas quiere decir
con el término «razón comunicativa». Para Dewey, esta
noción resume la idea de que los seres humanos deberían
regular sus acciones y creencias por la necesidad de unir­
se a otros seres humanos en proyectos de cooperación, y
no por la necesidad de encontrarse en la correcta relación
con respecto a algo no humano. Por eso se apropió de la
teoría pragmática de la verdad de James.
Quizá sea cierto que, de los tres, James será siempre
el pragmatista que caerá más simpático y el más leído.
Pero, para mí, el más imaginativo de todos fue Dewey. Fue
él quien demostró tener una mayor conciencia histórica:
supo aprender de Hegel cómo contar historias generales
acerca de la relación del presente con el pasado humano.
Las historias de Dewey son siempre relatos acerca del pro­
greso que supone el paso de la necesidad de las comuni­
dades humanas de contar con un poder no humano, a la
comprensión del hecho de que todo lo que necesitan es,
simplemente, tener fe en sí mismas; los suyos son relatos
acerca de la sustitución de la autoridad por la fraternidad.
Sus relatos acerca de la historia como el relato de la reali­
zación de una libertad cada vez mayor son relatos sobre
cómo hemos perdido el sentido de pecado y la esperanza
en otro mundo y hemos ido, gradualmente, adquiriendo la
habilidad de hallar en la cooperación entre los seres mor­
tales la misma significación espiritual que nuestros ante­
pasados hallaron en la relación con un ser inmortal. Su
modo de aclarar «las ideas de los hombres respecto a las
luchas morales y sociales de su tiempo» consiste en pedir
a sus contemporáneos que consideren la posibilidad de
que la cooperación cotidiana en la construcción de comu­
nidades democráticas sea lo que proporcione todo aquello
que juzgamos «elevado», todo aquello que antes quedaba
reservado para los fines de semana.
PRAGMATISMO Y RELIGIÓN 33
3. El pragmatismo como una liberación
del Primer Padre
Antes de añadir nada más acerca del modo pragma­
tista de reconciliar religión y ciencia, querría hacer un
excursus sobre Freud. La explicación freudiana del ori­
gen de la conciencia, del superego, es, en mi opinión,
otra versión de la línea de pensamiento antiautoritario
que inspiró a Dewey. La mejor forma de comprender la
relación dialéctica, en la filosofía contemporánea, entre
el pragmatismo y sus adversarios «realistas» es imagi­
nándola como una falta de inteligibilidad recíproca
entre dos tipos distintos de gente. El primero está for­
mado por aquellos cuya máxima esperanza es la unión
con algo que se encuentra más allá de lo humano, algo
que es la fuente del superego y que tiene autoridad para
liberar a uno de culpas y vergüenzas. El segundo tipo
corresponde a aquellos cuya máxima esperanza consiste
en realizar un futuro humano mejor por medio de la
cooperación fraternal entre los seres humanos. Estos
dos tipos de gente se prestan fácilmente a ser descritos
en términos freudianos: son, por un lado, la gente aún
sujeta a la necesidad de hacer alianzas con una figura
autoritaria y, por otro, la gente que no se ve afectada
por tal necesidad.
Hans Blumenberg ha defendido que el Renacimiento
fue un periodo en el cual tuvo lugar un giro de la eterni­
dad hacia el porvenir (la situación de las futuras genera­
ciones humanas). En mi opinión, en el área de la filoso­
fía, este giro sólo llega a realizarse plenamente con el
pragmatismo. La desetemalización de la esperanza
humana tuvo que aguardar cuatrocientos años antes de
aparecer filosóficamente explícita. La tradición represen-
tacionalista que ha dominado en filosofía en estos cua­
trocientos años tenía la esperanza de que la investigación
nos iba a poner en contacto, si no con lo eterno, sí al
menos con algo que, según expresión de Bemard
Williams, «está ahí de todos modos», algo no perspectivo
que queda aparte de las necesidades e intereses humanos.
34 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

Los pragmatistas no creen que la indagación pueda


ponemos en contacto con una realidad no humana más
de lo que lo hayamos podido estar nunca y, por consi­
guiente, según ellos la única cuestión importante es:
¿será mejor la vida humana, en el futuro, si adoptamos
esta creencia, esta práctica, esta institución?
En Moisés y la religión monoteísta, el último libro que
escribió y el más descabellado de todos, Freud nos ofrece
una explicación del progreso humano que complementa
la de Blumenberg. En él nos cuenta el relato de cómo la
cooperación social emerge del parricidio, del asesinato
del Primer Padre por parte de la primera banda de her­
manos:
Debe suponerse que, tras el parricidio, transcurrió un
tiempo considerable en el que todos los hermanos se
enzarzaron en disputas para quedarse con la herencia del
padre. La comprensión de la peligrosidad e inutilidad de
estas luchas, el recuerdo del acto de liberación acometido
conjuntamente, y los vínculos emocionales que trabaron
unos con otros durante el periodo de su expulsión termi­
nó por llevarlos a un acuerdo, una especie de contrato
social.
[Pero] en este periodo de «la alianza fraterna» perdu­
raba el recuerdo del padre. Se escogió un poderoso ani­
mal —al principio de todo, quizá, uno de los que también
temían— para que sustituyera al padre... De un lado, se
consideró que el tótem era el antepasado de sangre y el
espíritu protector del clan y que debía ser adorado y pro­
tegido. De otro, se fijó la celebración de una fiesta en la
que el tótem corría la misma suerte del primer padre. Era
sacrificado y devorado en común por todos los hombres
de la tribu...4
Freud prosigue el relato con la afirmación de que el
totemismo fue «la primera forma por medio de la cual la
religión se manifestó en la historia» y sostiene que «el
primer paso de distanciamiento respecto del totemismo
4. Freud, S., The Standard Edition, ed. James Strachey, Nueva York, Nor­
ton, vol. 23, pp. 82-83.
PRAGMATISMO Y RELIGIÓN 35
fue la humanización del ser venerado». Esta humaniza­
ción dio lugar, primero, a una diosa-madre y, posterior­
mente, a un politeísmo de géneros diversos. El politeísmo
fue sucedido por los grandes monoteísmos patriarcales
gracias a un proceso que los falogocentristas llaman
«purificación» y que Freud interpretaba como una recu­
peración de la verdad psicohistórica. En estas religiones,
el padre asesinado, si bien ahora se halla desterrado de la
tierra al cielo, recupera el papel legítimo de aquél que
exige obediencia incondicional.
El platonismo, podemos imaginar que dice Freud, fue
una versión despersonalizada de este tipo de monoteís­
mo, un intento ulterior de esta presunta purificación. En
este tipo despersonalizado de monoteísmo, el modo de
demostrar respeto hacia la figura despersonalizada del
padre no es la obediencia, sino el intentar ser idéntico a
él. Esto se logra renunciando a todo aquello que nos ale­
ja de él (como por ejemplo, el espacio, el tiempo y el
cuerpo). Como buenos hijos que somos aspiramos a iden­
tificamos, por decirlo así, con aquellos aspectos positi­
vos, amables y generosos del padre, mientras que ignora­
mos aquellos otros violentos y volubles. El platonismo
nos ofrece, por así decirlo, la forma de reproducir todo
aquello que fue grande, bueno y admirable en nuestros
padres, sin tener que reproducir sus desagradables idio­
sincrasias. Por medio de la purificación deseamos volver­
nos idénticos con el aspecto que hubiera tenido nuestro
padre si hubiera conseguido portarse decentemente. La
Idea del Bien es el Padre despojado de partes vergonzosas
y pasiones.
Para el pragmatista, la metafísica (en el sentido
amplio de la palabra «metafísica» que Heidegger utiliza
cuando dice que la metafísica es platonismo y que el
platonismo es metafísica) es como un intento de acer­
carse a algo tan puro y bueno que no parece realmente
humano, pero que, aun así, se parece suficientemente a
un padre amoroso como para ser amado con todo el
corazón y el alma. La fascinación por las matemáticas
—el paradigma de lo que no es ni voluble ni arbitrario,
36 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

ni violento, de lo que incorporó anangke sin dejar rastro


de bia— proporcionó a Platón el modelo para este ser:
la forma de la figura del padre, por decirlo así, sin deta­
lles superfluos.
En realidad, el interés de Freud por Platón se limita­
ba casi enteramente a las discusiones acerca de Eros y la
androginia en El Banquete. Imaginemos, sin embargo,
que hubiera prestado atención a la teoría de las ideas. De
haberlo hecho creo que hubiera percibido en la venera­
ción de la pura Idea del Padre el origen de la convicción
según la cual el conocimiento y no el amor es la caracte­
rística más propiamente humana. Porque Platón dispuso
las cosas de tal forma que el mejor modo de complacer al
Padre fuese haciendo matemáticas o, en todo caso, física
matemática.
La convicción de la importancia del conocimiento
recorre toda la historia de lo que Derrida llama «la meta­
física de la presencia»: la historia de la búsqueda occi­
dental de un punto inmóvil en un mundo cambiante;
algo en lo que uno pueda confiar siempre; algo a lo cual
uno pueda siempre volver; algo que, como dijo Derrida,
esté «más allá del alcance de la obra». Aquellos que
vibran con la afirmación de Aristóteles de que «todos los
hombres desean por naturaleza saber» consideran que el
modo de vida correcto del buen hijo consiste en la bús­
queda de esta presencia tranquilizadora. Para poder con­
sagrarse a la adquisición del conocimiento en tanto que
opuesto a la opinión —para asir la estructura inmutable
en oposición a la mera percepción de un contenido lleno
de colores y mutable— uno debe creer que al acercamos
progresivamente a algo como la Verdad o la Realidad
nos vamos limpiando y purificando de pecado y ver­
güenza. Cuando los adversarios del pragmatismo dicen
que el pragmatismo no cree en la verdad, lo que quieren
decir es que no llega a darse cuenta de la necesidad de
tal acercamiento y que, por consiguiente, no es cons­
ciente de la necesidad de purificación. Los pragmatistas,
sugiere esta gente inclinada a la metafísica, son unos
desvergonzados que sólo se deleitan en lo mutable y no
PRAGMATISMO Y RELIGIÓN 37
permanente. Son como las mujeres y los niños: no pare­
ce que tengan superego, ni conciencia, ni espíritu alguno
de seriedad.
Según Blumenberg, con el tiempo, la repersonaliza­
ción de Dios que tuvo lugar con el cristianismo terminó
por volverse contra sí misma. Ocurrió cuando Ockham
dedujo las consecuencias voluntaristas de la Alteridad Divi­
na y así, si no redujo el monoteísmo a un absurdo, sí que
al menos lo hizo inútil para los intelectuales. El ockhamis-
mo hizo de la voluntad del Padre del Cielo algo tan ines­
crutable que provocó la ruptura de la relación entre su
voluntad y nuestros deseos, entre nosotros y Él. Más que
en alguien a quien poder acercarse, Dios terminó convir­
tiéndose en alguien que no admite ninguna otra relación
que no sea la pura obediencia. Dejó de ser un posible
objeto de contemplación y relación. Así pues, el redescu­
brimiento de Platón por parte de los humanistas del
Renacimiento reprodujo el mismo movimiento de desper­
sonalización y el mismo giro de la teología a la metafísi­
ca que Platón ya había realizado al ofrecer a los intelec­
tuales paganos la Idea del Bien como una forma purifica­
da de adoración.
Dewey no leyó nunca Freud. De haberlo hecho, creo
que habría aceptado la explicación que éste ofrece del
proceso de maduración de la humanidad y que la habría
utilizado para reforzar y complementar su propia histo­
ria sobre cómo llegó Occidente a superar los dualismos
griegos en el transcurso de la invención de la tecnología
y de las sociedades liberales modernas, dos invenciones
que Dewey veía como formando parte del mismo movi­
miento antiautoritario. Habría considerado que las suce­
sivas descentralizaciones realizadas por Copémico, Dar­
win y el propio Freud fueron modos útiles de forzamos
a abandonar la búsqueda de la salvación fuera de la
comunidad y de obligamos, en cambio, a explorar las
posibilidades que nos brinda la cooperación social. En
particular, creo que hubiera podido concebir que las
sociedades democráticas modernas se fundan sólo en la
fraternidad; es decir, la fraternidad liberada del recuerdo
38 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

de la autoridad paternal. Solamente el pragmatismo,


hubiera podido decir Dewey, saca todo el provecho del
parricidio.
Únicamente en una sociedad democrática —podemos
imaginar a Dewey diciendo— que se describa a sí misma
en términos pragmatistas es total la negativa de aceptar
cualquier autoridad que no sea la del consenso logrado
por medio de una indagación libre. Tan sólo entonces es
posible realizar la fraternidad que se entrevio por prime­
ra vez cuando los hermanos mataron al primer padre.
Las numerosas tentativas —acaecidas a lo largo de mile­
nios, y que conforman la historia del monoteísmo y la
metafísica— de hacer las paces con el espectro del padre
asesinado, han retardado el momento de la consecución
de esta fraternidad. Dewey pensaba que no se va a retar­
dar más una vez consideremos que la autoridad de nues­
tro superego colectivo y de nuestro sentido colectivo de
qué cuenta como abominación moral no es otra que la
que proviene de la tradición, y una vez veamos que una
tradición es algo que puede ser moldeado y revisado sin
fin por sus seguidores.
Espero que ahora se vea por qué esta serie de leccio­
nes lleva por subtítulo «antiautoritarismo en epistemolo­
gía y ética». Con «antiautoritarismo en ética» me refiero
al desarrollo que acabo de describir: la actitud que
entiende lo que calificamos de «abominación moral», no
como una intuición producida por una parte de nosotros
que está en conexión con algo no humano y bueno, sino
simplemente como un legado cultural revisable. Con
«antiautoritarismo en epistemología» me refiero a la sus­
titución de la objetividad (donde, por objetividad se
entiende una relación privilegiada con un ser no humano
como Dios, la Realidad o la Verdad) por la idea de inter-
subjetividad en forma de consenso libre entre aquellos
miembros lo suficientemente curiosos como para hacerse
preguntas.
PRAGMATISMO Y RELIGIÓN 39
4. La solución de James para reconciliar ciencia
y religión
En esta última sección de la lección me propongo tratar
una de las partes más criticadas de la obra de William James:
su ensayo «The Will to Believe». En este ensayo, James sos­
tiene que no es necesario reconciliar ciencia y religión, ya
que, por decirlo así, es posible mantenerlas en comparti­
mentos separados viéndolas como dos herramientas que
satisfacen necesidades que no están en conflicto. Voy a
intentar situar este argumento en el contexto del antirre-
presentacionalismo general de James.
A la hora de entender a James es de gran ayuda
recordar que no sólo dedicó el libro Pragmatismo a John
Stuart Mili, sino que también repitió alguna de sus tesis
más controvertidas. En «The Moral Philosopher and the
Moral Life», James dice que «la única razón que puede
haber para que un fenómeno deba existir es que tal fenó­
meno sea efectivamente deseado.»5 Sospecho que el eco
de la frase más ridiculizada de el Utilitarismo de Mili es
deliberado. Una de las convicciones más profundas de
James era que para saber si es necesario estar de acuerdo
o no con una afirmación solamente debemos preguntar­
nos a qué otras afirmaciones —«afirmaciones hechas
realmente por alguna persona concreta»— afecta. No es
necesario que preguntemos si es una afirmación «válida»
o no. James deploraba el hecho que los filósofos hiciesen
más caso a Kant que a Mili, y que aún pensasen que la
validez de una afirmación cae como «de una dimensión
sublime del ser que la ley moral habita, del mismo modo
que de lo alto de los cielos estrellados cae sobre el acero
de la aguja de la brújula la influencia del Polo.»6
La opinión de que no existe ninguna otra fuente de
obligación aparte de las pretensiones de seres individua­
les sensibles conlleva la idea de que sólo tenemos respon­
sabilidad hacia estos seres. La mayor parte de estos seres
5. James, W. (1979): The Will to Believe and other essays in popular philo-
sophy, Cambridge, Mass., Harvard University Press, p. 149.
6. Ibíd., p. 148.
40 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

individuales sensibles relevantes está compuesta por


nuestros congéneres. Así pues, tenemos que dejar de
hablar de responsabilidad hacia la Verdad o la Razón y
pasar a hablar de responsabilidad hacia nuestros congé­
neres. La explicación de James de la verdad y el conoci­
miento consiste en una ética utilitarista de la creencia
destinada a facilitar tal sustitución. Su punto de parti­
da es, una vez más, la consideración de Peirce de la
creencia como hábito de acción en vez de como repre­
sentación. Una filosofía utilitarista de la religión no nece­
sita preguntar si la creencia religiosa recoge algo verda­
dero. Le basta preguntar por el modo cómo las acciones
de los creyentes religiosos hacen difícil la vida de otros
seres humanos, y por la manera cómo podríamos satis­
facer las necesidades que estas creencias satisfacen sin
crear las mismas dificultades.
La responsabilidad hacia la Verdad no es, para
James, la responsabilidad de entender las cosas correcta­
mente. Nuestra obligación de ser racionales se agota, más
bien, con la obligación de tener en cuenta las dudas y
objeciones de la otra gente con respecto a nuestras creen­
cias. Esta visión de la racionalidad hace que sea natural
decir, con James, que la verdad es «lo que nos vendría
mejor de creer».7
Pero, claro, lo que es bueno de creer para una perso­
na o grupo no será bueno para otra persona o grupo dis­
tinto. James nunca estuvo seguro de cómo evitar esta
consecuencia contraintuitiva según la cual lo que es ver­
dad para una persona puede que no sea verdad para otra.
Oscilaba entre la identificación que hace Peirce de la ver­
dad como lo que se creería en condiciones ideales y la
estrategia que sigue Dewey al soslayar el tema de la ver­
dad y hablar en su lugar de justificación. Para el presen­
te propósito, sin embargo— evaluar la concepción de la
creencia religiosa que James ofreció en su ensayo «The
Will to Believe»—, no es necesario que decida entre estas
7. James, W. (1979): Pragmatism, Cambridge, Mass., Harvard University
Press, p. 42. {Pragmatismo: un nuevo nombre para algunos antiguos modos de
pensar, Barcelona, Orbis, 1985.)
PRAGMATISMO Y RELIGIÓN 41
dos estrategias. Pospongo para ulteriores lecciones lo que
un pragmatista debería decir acerca de la verdad. Ahora
tan sólo quiero considerar la cuestión de si el creyente
religioso tiene ningún derecho en relación a su fe, de si
tal fe entra o no en conflicto con sus responsabilidades
intelectuales.
Una consecuencia de la concepción utilitarista de
James sobre la naturaleza de la obligación es que la obli­
gación de justificar las propias creencias sólo surge en el
momento en que los hábitos de acción que uno tiene
entran en conflicto con la satisfacción de las necesidades de
los otros. En cuanto uno se ocupa de un proyecto privado
esta obligación desaparece. La estrategia de fondo de la
filosofía de la religión utilitarista/pragmatista de James es
privatizar la religión. Esta privatización le permite inter­
pretar la supuesta tensión entre ciencia y religión como
una ilusoria oposición entre esfuerzos cooperativos y pro­
yectos privados.
De acuerdo con la explicación pragmatista, el mejor
modo de entender la investigación científica es conside­
rarla como el intento de hallar una descripción única,
unificada y coherente del mundo, la descripción que
hace que sea más fácil predecir las consecuencias de los
acontecimientos y de las acciones y que, por eso, repre­
senta el modo más sencillo de satisfacer determinados
deseos humanos. Lo que el pragmatista quiere decir
cuando sostiene que la «ciencia creacionista»8 es mala
ciencia es que subordina estos deseos a otros deseos
menos extendidos. Pero como los objetivos de la religión
no son redugibles a la satisfacción de nuestra necesidad
de predecir y controlar, no está nada claro que sea más
necesaria una discusión entre la religión y la ciencia
ortodoxa —de átomos y vacío— que una discusión entre
ésta última y la literatura. Además, si a una relación per­
sonal con Dios no la acompañase la pretensión de cono­
8. La llamada «ciencia creacionista» es la supuesta «ciencia» que predi­
can los fundamentalistas protestantes en sustitución de la teoría de la evolución
de Darwin. Su dogma básico consiste en afirmar que se puede demostrar cientí­
ficamente que la explicación que el Génesis ofrece de la Creación es verdadera.
42 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

cimiento de la Voluntad Divina, entonces podría ser que


no hubiera ningún conflicto entre la religión y la ética
utilitarista. Una forma convenientemente privatizada de
creencia religiosa no podría obligamos a defender unas
determinadas creencias científicas y no otras, ni tampo­
co podría imponer a nadie de tener unas preferencias
morales diferentes de las propias. Esta forma de creencia
podría satisfacer la necesidad de uno sin amenazar de
meterse con las necesidades de los otros y, por tanto,
pasaría el test utilitarista.
W. K. Clifford, el oponente que James se escoge en
«The Will to Believe», piensa que tenemos un deber de
buscar la verdad distinto del deber de buscar la felicidad.
Su modo de describir tal deber no es concibiéndolo como
un deber de entender correctamente la realidad sino, más
bien, como el deber de no creer sin evidencia. James lo
cita cuando dice: «si una creencia es aceptada en base a
una evidencia insuficiente, el placer resultante es roba­
do... Es pecaminoso porque es robado desafiando nuestro
deber hacia la humanidad... Siempre, en cualquier sitio y,
para cualquiera, es incorrecto creer algo en base a una
evidencia insuficiente».9
Clifford nos pide que, además de ser sensibles a las
necesidades humanas, también lo seamos a la «eviden­
cia». De esta suerte, la cuestión entre James y Clifford
viene a ser la siguiente: ¿es la evidencia algo que flota
independientemente de los proyectos humanos o, más
bien, la exigencia de evidencia es simplemente la exigen­
cia que nos formulan otros seres humanos para que coo­
peremos en tales proyectos?
La concepción según la cual las relaciones evidencía­
les tienen una forma de existencia independiente de los
proyectos humanos aparece bajo distintos aspectos, de
los cuales los más destacados son el realismo y el funda-
cionalismo. Los filósofos realistas afirman que la única
fuente verdadera de evidencia es el mundo tal como es
en sí mismo. Las objeciones pragmatistas al realismo
9. James, op. cit., 1979, p. 18.
PRAGMATISMO Y RELIGIÓN 43
parten del supuesto que «...ni el más abstracto de nues­
tros ejercicios teóricos puede obviar el elemento huma­
no. Todas nuestras categorías mentales, sin excepción, se
han desarrollado gracias a su fertilidad para la vida, y
deben la existencia a circunstancias históricas, del mis­
mo modo que a ellas se la deben los nombres, los ver­
bos y los adjetivos con que se visten nuestros lengua­
jes». (ECR, 552. Cf. Nietzsche, La voluntad de poderío,
sec. 514.) Si los pragmatistas están en lo cierto, entonces
la única disputa entre ellos y los realistas es la cuestión
de si la noción de «el mundo tal como es en sí mismo» es
fructífera para la vida o no. La crítica de James a las teo­
rías de la verdad como correspondencia es reducible al
argumento según el cual la pretendida «adecuación» de
una creencia a la naturaleza intrínseca de la realidad no
añade nada importante para la práctica al hecho de que
se acepta universalmente que ésta conduce a una acción
provechosa.
El fundacionalismo es la concepción epistemológica
que pueden adoptar aquellos que suspenden el juicio con
respecto a la tesis realista según la cual la realidad tiene
una naturaleza intrínseca. Un fundacionalista solamente
necesita sostener que cada creencia ocupa un lugar en un
orden natural de razones transhistórico y transcultural,
un orden que, con el tiempo, termina por hacer que el
investigador llegue hasta una u otra «fuente última de
evidencia».10 Distintos fundacionalistas ofrecen distintos
candidatos para tales fuentes: por ejemplo, las Escrituras,
la tradición, las ideas claras y distintas, la experiencia de
los sentidos, el sentido común. Los pragmatistas se opo­
nen al fundacionalismo por las mismas razones que se
oponen al realismo. Para ellos, la respuesta a la cuestión
de si las investigaciones siguen un orden natural de razo­
nes, o bien simplemente responden a las exigencias de
10. Véase el libro de Michael Williams, Unnatural Doubts, Oxford, Black-
well, 1993, p. 116: «...podemos caracterizar el fundacionalismo como aquel pun­
to de vista según el cual nuestras creencias, simplemente en virtud de ciertos ele­
mentos de su contenido, mantienen relaciones epistemológicas naturales y, por lo
tanto, están incluidas entre los géneros epistemológicos naturales.»
44 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

justificación predominante en nuestra cultura —al igual


que la respuesta al problema de si encontramos o bien
hacemos el mundo—, no puede tener ninguna relevancia
de orden práctico.
Pero la exigencia de evidencia de Clifford también
puede ser formulada en forma minimalista, una forma
que evita tanto el realismo como el fundacionalismo y
que concede a James que la responsabilidad intelectual
no es nada más que la responsabilidad hacia la gente jun­
to a la cual uno se empeña en algo. En su forma mini­
malista, esta exigencia tan sólo presupone que el signifi­
cado de un enunciado consiste en las relaciones inferen-
ciales que mantiene con otros enunciados. De acuerdo
con este punto de vista, utilizar el lenguaje en que se for­
mula la oración nos compromete a creer que una afirma­
ción S es verdadera si, y sólo si, también creemos que un
determinado número de afirmaciones que permiten una
inferencia a S, y aún otras afirmaciones que pueden ser
inferidas de S son verdaderas. El error de creer sin evi­
dencia consiste, pues, en el error de pretender participar
en un proyecto común y, al mismo tiempo, no estar de
acuerdo en jugar según las reglas.
Esta concepción del lenguaje quedó resumida en el
eslogan positivista que dice que el significado de una afir­
mación es su método de verificación. Los positivistas sos­
tenían que las oraciones utilizadas para expresar creen­
cias religiosas no están conectadas con el resto del len­
guaje según el procedimiento inferencial correcto, y de
ahí que tan sólo puedan expresar pseudocreencias. Los
positivistas, siendo fundacionalistas empiristas, equipara­
ron «procedimiento inferencial correcto» a «apelación
definitiva a la experiencia sensorial». Con todo, un neo-
positivista no fundacionalista podría todavía sugerir el
siguiente dilema: si hay conexiones inferenciales, enton­
ces tenemos el deber de argumentar; si no hay, entonces
no estamos tratando con una creencia en absoluto.
Así pues, incluso si desechamos la noción fundacio­
nalista de «evidencia», la idea de Clifford puede aún ser
reformulada en términos de la responsabilidad de argu­
PRAGMATISMO Y RELIGIÓN 45
mentar. Podemos resumir una concepción minimalista de
aspecto parecido a la de Clifford con la afirmación
siguiente: tus emociones quizá sean cosa tuya, pero tus
creencias son asunto de todos. No existe ningún procedi­
miento por medio del cual una persona religiosa pueda
reclamar el derecho de creer como parte de un derecho
general a la intimidad, porque la actividad de creer es
inherente a un proyecto público; es decir, todos nosotros,
en tanto que usuarios de un lenguaje, estamos en él con­
juntamente. Todos tenemos la responsabilidad mutua de
evitar creer algo que no pueda ser justificado ante el res­
to de nosotros. Ser racional es someter las creencias de
uno —todas las creencias— al juicio de sus semejantes.
James se opone a esta concepción. En «The Will to
Believe» arguye que existen opciones forzosas, vivas e
importantes que no pueden ser tomadas por evidencia,
opciones que, como dijo James, no pueden ser «toma­
das en base a razones intelectuales». Por contra, la
réplica característica de los que apoyan a Clifford con­
siste en afirmar que allá donde la evidencia y el argu­
mento se presentan como inasequibles la responsabili­
dad intelectual exige que las opciones dejen de ser o
vivas o forzosas. El investigador responsable, dicen, no
se deja ver enfrentado a opciones del tipo que describe
James. Cuando la evidencia y el argumento son inase­
quibles también lo es, piensan, la creencia o, al menos,
la creencia responsable. Se pueden tener deseos, espe­
ranzas y otros estados cognitivos de forma legítima sin
evidencia —pueden convertirse en lo que James llamaba
«nuestra naturaleza pasional»—; pero no creencias. En
el reino de la creencia, qué opciones son vivas y forzo­
sas no es un asunto privado. Nos enfrentamos a las mis­
mas opciones; a cada uno se nos proponen los mismos
candidatos a la verdad. Tan intelectualmente irresponsa­
ble es ignorar tales opciones, como resolver la situación
entre estos candidatos a la verdad sin recorrer al argu­
mento basado en el tipo de evidencia que los significa­
dos mismos de las palabras nos señalan como necesario
para su apoyo.
46 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

Es justamente esta sutil y clara distinción entre lo


cognitivo y lo no cognitivo, entre la creencia y el deseo, el
tipo de dualismo que, sin embargo, James necesita desdi­
bujar. De acuerdo con la explicación tradicional, el deseo
no debería jugar ningún papel en la fijación de las creen­
cias. Según la explicación pragmatista, en cambio, el úni­
co sentido de tener creencias es satisfacer los deseos. La
tesis de que el pensar «tan sólo está ahí en interés de la
conducta»11 es la versión que ofrece James de la tesis de
Hume según la cual «la razón es, y tiene que ser, la escla­
va de las pasiones».
La aceptación de cualquiera de estas tesis, hará que
uno tenga los mismos motivos que James para dudar del
antagonismo supuestamente necesario entre la ciencia y
la religión. Porque, como dije anteriormente, estas dos
áreas de la cultura parecen satisfacer dos clases distintas
de deseos. La ciencia nos permite predecir y controlar,
mientras que la religión nos ofrece una mayor esperanza
y, de este modo, algo por lo que vivir. La pregunta «¿cuál
de las dos descripciones del universo es verdad?» puede
llegar a ser tan absurda como la pregunta «¿cuál es la
explicación verdadera de la mesa: la del carpintero o
la del físico de partículas?». Porque no hace falta contes­
tar ninguna de estas preguntas si podemos diseñamos
una estrategia que mantenga a cada una de estas explica­
ciones en su camino de modo que no moleste a la otra.
Consideren la caracterización que hace James de la
«hipótesis religiosa» como aquella que sostiene las tesis
(1) «las mejores cosas son las cosas eternas...», y (2)
«somos mejores si creemos [l]».12 Por ahora, ignoraré la
cuestión de si esto basta para caracterizar lo que la mayo­
ría de gente religiosa cree. Solamente quiero subrayar
que si hubieran pedido a James que especificase mejor la
diferencia entre aceptar estas hipótesis (un estado «cog­
nitivo») y confiar, simplemente, en la mayor esperanza
(un estado «no cognitivo») —o que especificase la dife­
11. The Will to Believe, p. 92.
12. James, W., op.cit., 1979, pp. 29-30.
PRAGMATISMO Y RELIGIÓN 47
rencia entre creer que las mejores cosas son las más eter­
nas y complacerse en la idea que lo son— les habría podi­
do responder perfectamente que tales diferencias no tie­
nen prácticamente ninguna relevancia. ¿Qué importancia
tiene —nos lo podemos imaginar preguntando— que a
eso lo llames creencia, deseo o esperanza, una disposi­
ción de ánimo o un complejo de disposiciones, mientras
tenga el mismo valor para dirigir la acción? Sabemos en
qué consiste la fe religiosa, qué hace por la gente. La gen­
te tiene derecho a tener tal fe, como también tiene todo el
derecho de enamorarse, de casarse precipitadamente y de
seguir amando a pesar de los disgustos e inacabables
decepciones. En todos estos casos, hace valer sus dere­
chos lo que James llamaría «nuestra naturaleza pasional»
y yo «nuestro derecho a la intimidad».
Sugiero que reinterpretemos la distinción de James
entre intelecto y pasión a fin de que coincida con la dis­
tinción entre lo público y lo privado, entre lo que precisa
ser justificado ante los otros seres humanos y lo que no lo
necesita. Una propuesta de negocios, por ejemplo, precisa
de una justificación de este tipo, pero no así una propues­
ta de matrimonio, al menos en nuestra cultura democráti­
ca y romántica. Una ética como ésta defenderá la creencia
religiosa diciendo, con Mili, que la única cosa que restrin­
ge nuestro derecho a la felicidad es el derecho de otros a
poder buscar sin intromisiones su propia felicidad. Tal
derecho a la felicidad incluye los derechos a la fe, a la
esperanza y al amor, típicos estados intencionales que no
precisan de justificación ante nuestros semejantes. Nues­
tras responsabilidades intelectuales se refieren a las res­
ponsabilidades de cooperar en proyectos comunes idea­
dos para promover el bienestar general (proyectos como,
por ejemplo, construir una ciencia unificada o un código
mercantil uniforme) y no entrometerse en los proyectos
privados de otros. En relación a estos últimos —proyec­
tos tales como casarse o practicar una religión— no se
plantea el problema de la responsabilidad intelectual.
Los críticos de James interpretarán esta respuesta
como el reconocimiento de que la religión no es una
48 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

cuestión cognitiva y que su «derecho de creer» es un


nombre impropio para «el derecho de anhelar», «el dere­
cho de esperar» o «el derecho de confortarse en el pensa­
miento de que...», etc. Pero James no hace, ni tampoco
debería hacer esta distinción. En vez de ello subraya que
el impulso de trazar una línea bien clara entre lo cogni­
tivo y lo no cognitivo, y entre las creencias y los deseos
—incluso cuando esta explicación no es relevante para la
explicación ni para la justificación de la conducta— es un
residuo de la falsa creencia (por ser inútil) de que debe­
ríamos embarcamos en dos tipos de búsqueda diferentes:
por un lado, la búsqueda de la verdad y, por otro, la bús­
queda de la felicidad. Solamente una creencia como ésta
podría persuadimos de decir que amici socii, sed magis
amica ventas (nuestros colegas son amigos nuestros, pero
más amiga nuestra es la verdad). Ser profundamente
antiautoritarista en la propia visión del conocimiento y la
indagación significa no verse nunca tentado de decir algo
así. Lo máximo que podemos decir es algo como amici
socii, sed forse magis amici socii futuri (nuestros actuales
colegas son amigos nuestros, pero quizá nuestros mejores
amigos sean nuestros colegas del futuro).
S eg u n d a lección

EL PRAGMATISMO COMO UN POLITEÍSMO


ROMÁNTICO
En 1911 apareció en París un libro titulado Un
Romantisme Utilitaire: Étude sur le Mouvement Pragma-
tiste. Este era el primero de tres volúmenes que René
Berthelot —un filósofo sorprendido por las semejanzas
entre las concepciones de James, Nietzsche, Bergson,
Poincaré y algunos modernistas católicos— escribía
sobre el tema. Aunque a Berthelot le disgustaban y des­
confiaba de estos pensadores, escribió sobre ellos con
agudeza, energía y perspicacia. Remontó las raíces
románticas del pragmatismo más allá de Emerson hasta
Schelling y Hólderlin,1 y las raíces utilitaristas hasta el
influjo de Darwin y Spencer.2 «En todas sus diversas for­
mas», dijo Berthelot, «el pragmatismo se revela como un
utilitarismo romántico: es ésta claramente su característi­
ca más original y también su vicio más íntimo y su más
oculta debilidad».3
Probablemente Berthelot fuese el primero en utilizar
la expresión «un pragmatista germánico» para referirse a
1. Berthelot, R., Un Romantisme Utilitaire: Étude sur le Mouvement Prag-
matiste, volumen 1: Le pragmatisme chez Nietzsche et chez Poincaré, París, Alean,
1911, pp. 62-3.
2. Berthelot todavía llegó más allá de Darwin y Spencer, hasta Hume, a
quien veía como «la transición entre la psicología utilitaria e intelectualista de
Helvetius y la psicología vitalista del instinto que reencontramos en los escoce­
ses», e incluso hasta Lamarck, que era «la transición entre esta concepción vita-
lista de la biología y lo que podemos llamar el utilitarismo mecánico de Dar­
win». (Ibíd., p. 85.)
3. BertTielot, ibíd., p. 128.
50 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

Nietzsche, y también fuese el primero en dar importancia


al parecido entre la concepción de la verdad de Nietzsche
y la de los pragmatistas americanos. El lugar donde este
parecido —frecuentemente señalado desde entonces y de
forma notable en un capítulo seminal del libro de Arthur
Danto sobre Nietzsche— se manifiesta con mayor clari­
dad es en La Gaya Ciencia. Allí Nietzsche afirma: «es que
ni tan sólo tenemos un órgano para el conocimiento, para
la “verdad”; “conocemos”... solamente en la medida en
que este conocimiento puede ser útil para los intereses del
rebaño humano».4 Encontramos esta misma concepción
darwiniana detrás de la tesis de James según la cual «se
piensa en interés de la conducta» y también detrás de su
definición de verdad como «lo bueno con respecto al pro­
ceso de creer». Esta definición equivale a aceptar la tesis
de Nietzsche según la cual, epistemológicamente, los seres
humanos deberían ser concebidos como «animales listos».
Las creencias deben ser juzgadas solamente por el criterio
de si hacen que quien crea consiga o no lo que desea.
James y Nietzsche hicieron por la palabra «verdade­
ro» lo que John Stuart Mili había hecho por la palabra
«correcto». Así como Mili sostuvo que no existía ningún
motivo ético aparte del deseo de felicidad de los seres
humanos, James y Nietzsche sostuvieron que no existe
ninguna voluntad de verdad distinta de la voluntad de
felicidad. Los tres filósofos piensan que términos trascen­
dentales tales como «verdadero» y «correcto» adquieren
su significado a través del uso, y que su único uso es la
evaluación de los métodos que los humanos utilizan para
lograr la felicidad. Nietzsche, por culpa de su habitual y
arrogante ignorancia, no supo sacar provecho de Mili, no
supo comprender la diferencia entre Mili y Bentham.
James, que dedicó su primer tratado filosófico a la
memoria de Mili, no sólo deseaba desenmascarar el pen­
samiento de éste de su acento benthaminiano, sino que
también quería quitarle el acento coleridgeano. Tal acen­
to explica por qué Mili escogió un epígrafe de Wilhelm
4. La Gaya Ciencia, sección 354.
EL PRAGMATISMO COMO UN POLITEÍSMO ROMÁNTICO 51
von Humboldt para su libro Sobre la libertad: «El princi­
pio rector hacia el cual convergen todos los argumentos
expuestos en estas páginas es la absoluta y esencial
importancia del desarrollo humano en su más rica diver­
sidad». Como utilitarista romántico que era, Mili deseaba
evitar ser el reduccionista que aparentemente había sido
Bentham, y quería defender la cultura secular contra la
acusación habitual de ceguera hacia las cosas más eleva­
das. Esto le llevó, tal como ha señalado M. H. Abrams, a
compartir la concepción de Amold según la cual la litera­
tura podría ocupar el lugar del dogma. Abrams cita a Ale-
xander Baier cuando éste dice de Mili que «parecía enten­
der la Poesía como una religión o, más bien, como la
Religión y la Filosofía en Uno».5
Abrams cita una carta de Mili en la que éste afirma
que «el nuevo utilitarismo» —el suyo en tanto que
opuesto al de Bentham— concibe «la Poesía no sola­
mente en paridad con, sino como condición necesaria
para cualquier filosofía comprehensiva y verdadera».6
Abrams sostiene que tanto Mili como Amold, a pesar de
sus diferencias, sacaron la misma lección de los román­
ticos ingleses: que la poesía podría y debería cargar con
«la inmensa responsabilidad de las funciones que un
día realizaron los dogmas ya desacreditados de la reli­
gión y la filosofía religiosa».7 Entre estos dogmas ya
desacreditados, Abrams incluye la tesis de que mientras
que pueden haber muchos grandes poemas, sólo puede
haber una religión verdadera, porque solamente existe
un Dios verdadero. La Poesía no puede ocupar el lugar
de una religión monoteísta, pero puede ser útil a los
propósitos de una versión secularizada de politeísmo.
Hacia al final de Las variedades de la experiencia religio­
sa, en un famoso pasaje, James recomienda una especie
de politeísmo:

5. M. H. Abrams, The Mirror and the Lamp, London: Oxford University


Press, 1971, pp. 334-335 (El espejo y la lámpara, Barcelona: Barral, 1975).
6. Abrams, citando una carta a Bulwer-Lytton, p. 333.
7. Ibíd., p. 335.
52 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

Si a un Emerson se le obligase a ser un Wesley, o a


un Moody a ser un Whitman, el total de la conciencia
humana de lo divino se resentiría. Lo divino no puede
designar ninguna cualidad singular; tiene que designar
un grupo de cualidades; cualidades que hacen que los
diferentes hombres que se convierten alternativamente en
sus paladines puedan hallar misiones valiosas. Como
cada actitud viene a ser una sílaba del mensaje total de la
naturaleza humana, se requiere de cada uno de nosotros
para letrear completamente el significado.8
El uso impreciso que hace aquí James de «lo divino»
tiene como consecuencia que el término sea práctica­
mente equivalente a «lo ideal». En este pasaje James rea­
liza para la teología lo que Mili hizo por la política cuan­
do dijo que el objetivo de las instituciones sociales es «el
desarrollo humano en su más rica diversidad».
Existe un pasaje en Nietzsche de elogio del politeísmo
que complementa lo que acabo de citar de James. En la
sección 143 de La Gaya Ciencia, Nietzsche afirma que la
moralidad —en el sentido amplio de la necesidad de acep­
tar leyes y costumbres obligatorias— implica «hostilidad
contra el impulso de tener un ideal propio». Sin embargo,
los presocráticos, dice, proporcionaron una salida a la
individualidad permitiendo a los seres humanos «contem­
plar, en un mundo superior y distante, una pluralidad
de normas: un dios no era concebido como la negación de
otro dios, ni tampoco como una blasfemia contra él». De
este modo, señala Nietzsche, «se permitió por primera vez
el lujo de los individuos; fue entonces cuando se honraron
por primera vez los derechos de los individuos»; porque
en el período del politeísmo presocrático «la libertad de
espíritu y la multiplicidad del espíritu humano alcanzaron
su primera forma preliminar: el poder de crear para noso­
tros mismos unos ojos propios y nuevos».
Puedo resumir lo que he venido diciendo con una
definición de «politeísmo» que abarca tanto a Nietzsche
8. James, W., The Varieties of Religious Experience, Cambridge Mass.: Har­
vard University Press, 1985, p. 384 (Las variedades de la experiencia religiosa, Bar­
celona: Península, 1994).
EL PRAGMATISMO COMO UN POLITEÍSMO ROMÁNTICO 53
como a James: alguien es politeísta si no cree que haya
ningún objeto de conocimiento real o posible que permi­
ta conmensurar y clasificar por orden todas las necesida­
des humanas. Así pues, de acuerdo con mi definición, la
doctrina de Isaiah Berlín sobre los valores humanos
incommensurables es un manifiesto politeísta. Para ser
politeísta en este sentido no es necesario que haya perso­
nas no humanas con poder para intervenir en los asuntos
humanos. Tan sólo es preciso desechar lo que Heidegger
llamaba «la tradición onto-teológica». Esto es, la tradi­
ción según la cual deberíamos intentar hallar el sistema
que lo conecta todo entre sí y que indicará a todos los
seres humanos lo que tienen que hacer con sus vidas,
siendo esto lo mismo para todos.
El politeísmo, en el sentido en que lo he definido, es
prácticamente coextensivo con el utilitarismo romántico.
Porque cuando no queda ningún otro modo de ordenar
las necesidades humanas que el de contraponer unas con
otras, entonces lo único que cuenta es la felicidad huma­
na y Sobre la libertad de Mili basta para proporcionamos
todas las instrucciones éticas que precisamos. Los poli­
teístas están de acuerdo con Mili y Amold en afirmar
que, efectivamente, la poesía debería asumir el papel que
la religión ha llevado a cabo hasta ahora en la formación
de la vida de los individuos y que nada debería suplir la
función de las iglesias. Los poetas son al politeísmo lo
que los sacerdotes de una iglesia universal son al mono­
teísmo. De tal forma que es probable que una vez seamos
politeístas no tan sólo nos apartemos de los sacerdotes,
sino también de esos sustitutos de sacerdotes que son los
metafisicos y los físicos. Un giro semejante, sin embargo,
es compatible con dos clases de actitudes distintas hacia
aquellos que todavía mantienen una fe monoteísta. Los
podemos ver como los vio Nietzsche, o sea, ciegos, débi­
les, imbéciles. O bien podemos hacer como James y
Dewey y considerar que esa gente está tan fascinada por
el trabajo de un poeta en particular que no puede apre­
ciar el trabajo de otros poetas. Podemos, como Nietzsche,
ser agresivamente ateos, o bien podemos, como Dewey,
54 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

concebir este ateísmo agresivo como una versión misma


de monoteísmo, como teniendo «alguna cosa en común
con el supematuralismo tradicional».9
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El contraste entre estas distintas actitudes con res­


pecto a la creencia religiosa va a ser el tema principal de
lo que sigue a continuación. Pero antes quisiera tratar
de resolver una dificultad que cualquier intento de meter
a Nietzsche y a los pragmatistas americanos en un mis­
mo saco debe afrontar, a saber, sus actitudes, dramática­
mente opuestas, hacia la democracia.
Nietzsche es utilitarista sólo en la medida en que con­
sidera que el hombre no persigue ningún otro objetivo
que no sea el de la felicidad. No se interesa para nada por
la mayor felicidad del mayor número; únicamente se
interesa por la felicidad de algunos seres humanos excep­
cionales determinados —aquellos con la capacidad de ser
sumamente felices—. A Nietzsche le parecía que la demo­
cracia —que él llamaba «cristianismo para el pueblo»—
es una forma de trivializar la existencia humana. En con­
traste con esta opinión. James y Dewey dieron por senta­
da, como también había hecho Mili, la validez del ideal
cristiano de fraternidad humana universal. Haciéndose
eco de Mili, James escribió: «Considera cualquier deman­
da, por muy insignificante que sea, que cualquier criatu­
ra, por muy débil que sea, podría hacerte. ¿No tendría
que ser deseada en virtud de ella misma?»10
El utilitarismo romántico, el pragmatismo y el poli­
teísmo son tan compatibles con el entusiasmo por la
democracia como con el menosprecio por la democracia.
El reproche que se le puede hacer a un filósofo que suscri­
be una teoría de la verdad pragmatista de no proporcionar
ninguna razón para no ser un fascista está perfectamente
9. Dewey, John, A Common Faith, en The Later Works, vol. 9, Carbondale:
Souther Illinois University Press, 1986, p. 36.
10. James, W., The Will to Believe and other essays in popular philosophy,
Cambridge, Ma.: Harvard University Press, 1979, p. 149.
EL PRAGMATISMO COMO UN POLITEÍSMO ROMÁNTICO 55
justificado. Aunque tampoco puede ofrecer ninguna para
serlo. En cuanto uno se convierte en politeísta, en el sen­
tido que acabo de señalar, tiene que abandonar la idea de
que la filosofía puede ayudamos a escoger entre la varie­
dad de distintas deidades y formas de vida que se ofre­
cen. La elección entre entusiasmo y menosprecio por la
democracia se convierte más en una elección entre, por
ejemplo, Walt Whitman y Robinson Jeffers, que entre dos
conjuntos rivales de argumentos filosóficos.
Aquellos que encuentran moralmente ofensiva la
identificación pragmatista de la verdad con lo que es bue­
no de creer acostumbran a decir que fue sobre todo
Nietzsche, más que James o Dewey, quien sacó la infe­
rencia correcta del abandono de la idea de un objeto de
conocimiento que nos indica cómo ordenar las necesida­
des humanas. Los que conciben el pragmatismo como
una especie de irracionalismo, y el iiracionalismo como un
abrir las puertas al fascismo, aseguran que James y
Dewey fueron unos ciegos al no ver las consecuencias
antidemocráticas de sus propias ideas y que, además, fue­
ron unos ingenuos al creer posible ser un buen pragma­
tista y un buen demócrata al mismo tiempo.
Tales críticos incurren en el mismo error que cometió
Nietzsche. Creen que la idea cristiana de fraternidad es
inseparable del platonismo. El platonismo, en este senti­
do, consiste en la idea de que la voluntad de verdad es
distinta de la voluntad de felicidad; o, precisando un poco
más, es la tesis de que los seres humanos se encuentran
escindidos entre la búsqueda de una felicidad animal
inferior y la búsqueda de una forma de felicidad más ele­
vada y divina. Nietzsche creyó, erróneamente, que una
vez desecháramos, con ayuda de Darwin, esta idea y nos
acostumbrásemos a la idea de que simplemente somos
unos animales listos, no tendríamos ningún motivo para
desear la felicidad de todos los seres humanos. Quedó tan
impresionado por el hecho de que los héroes homéricos
hubieran visto el cristianismo como un absurdo que, a
excepción de unos breves instantes, fue incapaz de con­
cebir el cristianismo como la obra de unos poderosos
56 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

poetas. Supuso que en cuanto la poesía desbancase a la


religión como fuente de ideales, no habría ya lugar ni
para el cristianismo ni para la democracia.
Nietzsche hubiera hecho mejor preguntándose si es
posible que la asociación del ideal cristiano de fraterni­
dad humana —la idea de que para los cristianos no hay
ni judíos ni griegos, y la noción relacionada con ésta de
que la única ley es el amor— con el platonismo responda
sólo a una asociación accidental. En realidad, este ideal
hubiera podido salir adelante perfectamente sin el logo-
centrismo del Evangelio de San Juan y sin la desafortu­
nada resolución de San Agustín según la cual Platón
representa una prefiguración de la verdad cristiana. En
otro mundo posible, algunos de los primeros cristianos
hubieran podido anticipar la observación de James sobre
Emerson y Wesley escribiendo «si el César fuera obligado
a ser Cristo, el conjunto total de la conciencia humana de
lo divino se resentiría».
Un cristianismo meramente ético —el tipo de cris­
tianismo que Jefferson y otros pensadores de la Ilustra­
ción elogiaban y que posteriormente propondrían los
teólogos del evangelio social— quizá hubiera podido
quitarse de encima el exclusivismo que caracterizó el
judaismo y considerar a Jesús como una encamación
entre otras de lo divino. De ser así, una vez separado el
ideal de fraternidad humana de la pretensión de repre­
sentar la voluntad de un Padre Celestial monopolista y
omnipotente, la celebración de una ética del amor
hubiese encontrado su lugar en el politeísmo tolerante
del Imperio Romano.
Si los cristianos simplemente hubieran predicado
una moral y un evangelio social de este tipo, nunca se
habrían molestado en elaborar una teología natural. Los
cristianos del siglo trece no se habrían preocupado nunca
por reconciliar las Escrituras con Aristóteles; los del siglo
diecisiete no se habrían preocupado por si aquéllas po­
dían ser puestas de acuerdo con Newton ni los del dieci­
nueve por si podían ser reconciliadas con Darwin. Estos
hipotéticos cristianos habrían tratado las Escrituras no
EL PRAGMATISMO COMO UN POLITEÍSMO ROMÁNTICO 57
como algo «no cognitivo», sino como algo útil para unos
propósitos con respecto a los cuales ni Aristóteles, ni
Newton, ni Darwin lo son. Pero las cosas fueron de otro
modo y los cristianos continuaron obsesionados por la
idea platónica de que la Verdad y el Bien son una y
la misma cosa. Fue natural, por tanto, que al realizar la
ciencia física algunos progresos, sus practicantes tuvie­
ran que adoptar dicha retórica y que de este modo se
desencadenase una guerra entre la ciencia y la teología,
entre la Verdad Científica y la Fe Religiosa.
El cristianismo no platónico y no exclusivista que
acabo de esbozar tenía por objeto mostrar que no existe
ninguna cadena de inferencias que vincule el ideal de
fraternidad humana con el ideal de burlar un mundo
de apariencias habitado por animales y pasar luego a un
mundo real en el que seríamos como dioses. Platón indu­
jo mañosamente a Nietzsche y a los críticos contemporá­
neos de lo que se denomina «irracionalismo» a creer que
a menos que exista un mundo real de este tipo no sabre­
mos qué responder a Trasímaco y Calicles. Pero que no
podamos responder sus cuestiones sólo significa que
no existe ninguna premisa a la cual tengan que asentir
por el mero hecho de ser seres racionales, usuarios de un
lenguaje, y, a fortiori, no existe ninguna premisa que les
pueda convencer de que deberían tratar a todos los
demás seres humanos como a hermanos y hermanas. Un
cristianismo concebido como un poema lleno de posibi­
lidades, un poema entre muchos otros, puede ser social­
mente tan útil como un cristianismo basado en la afir­
mación platónica de que Dios y la Verdad son términos
intercambiables.
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Hasta aquí he estado tratando de hacer un poco más


plausible la idea de Berthelot según la cual Nietzsche y
los pragmatistas americanos forman parte de un mismo
movimiento aduciendo que ninguno de estos últimos
58 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

necesita inferir su devoción por la democracia de su


pragmatismo. En otro lugar he defendido lo contrario a
tal afirmación: que si existe alguna conexión inferencial
entre la devoción por la democracia y la concepción anti-
representacionalista de la verdad y del conocimiento es
porque ésta se ajusta mejor a los objetivos de aquélla que
no las teorías representacionalistas. Pero ahora no voy a
perseguir este tema.
Ahora querría retomar la segunda gran diferencia
entre Nietzsche, por un lado, y James y Dewey, por el
otro: para Nietzsche, la creencia religiosa es moralmente
vergonzosa; para James y Dewey, en cambio, no lo es. Pri­
mero voy a proponer seis tesis con la intención de esbo­
zar una filosofía de la religión pragmatista. A continua­
ción voy a tratar de relacionar estas tesis con lo que
James y Dewey dijeron realmente acerca de la creencia
en Dios. Y finalmente, defenderé mi propia versión del
teísmo de Dewey contra algunas objeciones.
1) Una de las ventajas de la concepción antirepre-
sentacionalista de la creencia que James tomó de Bain y
Peirce —la concepción según la cual las creencias son
hábitos de acción— es que nos libera de la responsabili­
dad de aunar todas nuestras creencias en una sola visión
del mundo. Si todas nuestras creencias forman parte de
un único intento de representar un solo mundo, enton­
ces todas ellas deben estar muy bien conectadas entre sí.
Pero si son hábitos de acción, entonces, dado que los
propósitos para los cuales la acción es útil pueden variar
irreprochablemente, también pueden hacerlo los hábitos
que desarrollamos para satisfacer tales propósitos.
2) El intento de Nietzsche de «ver la ciencia a través
de la óptica del arte, y el arte a través de la vida» forma
parte del mismo movimiento de pensamiento al que per­
tenece la sustitución de Amold y Mili de la religión por la
poesía concebida como el complemento necesario de la
ciencia. Los dos son intentos de abrir más espacio al indi­
viduo, un espacio que no pueden proporcionar ni el
EL PRAGMATISMO COMO UN POLITEÍSMO ROMÁNTICO 59
monoteísmo ortodoxo ni el intento de la Ilustración de
colocar la ciencia en el lugar de la religión como fuente
de Verdad. Así pues, el intento de Tillich y otros de tratar
la religión como si fuese poética y la poesía como si fue­
se religiosa y a ninguna de ellas como compitiendo con la
ciencia va por buen camino. Ahora bien, para que sea
convincente es preciso que desechemos la idea de que
algunas partes de la cultura satisfacen más que otras
nuestra necesidad de conocer la verdad. El utilitarismo
romántico de los pragmatistas renuncia con firmeza a tal
idea: si no hay otra voluntad de verdad aparte de la
voluntad de felicidad, entonces no existe ningún modo de
oponer lo cognitivo a lo no cognitivo, lo que es serio a lo
que no lo es.
3) El pragmatismo, sin embargo, nos permite trazar
otra distinción, una distinción que aprovecha parte del
trabajo que previamente ha realizado la vieja distinción
entre lo cognitivo y lo no cognitivo. Se trata de la nueva
distinción entre proyectos de cooperación social y pro­
yectos de autodesaiTollo individual. El primer tipo de
proyecto precisa de un acuerdo intersubjetivo; el segundo
no. La ciencia constituye el paradigma de proyecto de
cooperación social. Es el proyecto de mejorar la situación
del hombre mediante la consideración de cada observa­
ción posible y cada resultado experimental a fin de facili­
tar la realización de predicciones verdaderas. El arte
romántico es un paradigma de proyecto de autodesarro-
11o individual. La religión, si pudiera desvincularse tanto
de la ciencia como de la moral —tanto del intento de pre­
decir las consecuencias de nuestras acciones como del
intento de ordenar las necesidades humanas—, podría ser
vista como otro paradigma de este tipo.
4) La Idea de que deberíamos amar la Verdad es, en
gran medida, responsable de la idea según la cual la
creencia religiosa es «intelectualmente irresponsable».
Pero eso del amor a la Verdad no existe. Lo que suele
designarse con este nombre es una mezcla del amor a
60 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

conseguid un acuerdo intersubjectivo, el amor a dominar


un intricado conjunto de datos, el amor a ganar discusio­
nes y el amor a sintetizar pequeñas teorías en grandes
teorías. El hecho de que no la apoye la evidencia no es
nunca una objeción contra una creencia religiosa. La úni­
ca objeción que se le puede formular es la de que se
entromete en un proyecto cooperativo y social, atentan­
do, de este modo, contra las enseñanzas de Sobre la liber­
tad. Tal intromisión no traiciona ningún tipo de respon­
sabilidad hacia la Verdad o hacia la Razón, sino que trai­
ciona la responsabilidad que uno tiene de cooperar con
los demás seres humanos.
5) El intento de amar la Verdad y concebirla como
una y capaz de conmensurar y clasificar ordenadamente
las necesidades humanas no es más que una versión
secularizada de la esperanza religiosa tradicional de que
nuestra lealtad a algo magnífico, poderoso y no humano
va a persuadir a este ser poderoso para que se ponga de
nuestra parte en caso de que tengamos que luchar contra
otros. Nietzsche despreció semejante esperanza al inter­
pretar que era un signo de debilidad. Los pragmatistas
que también son demócratas presentan otro tipo de obje­
ción contra esta esperanza de lealtad al poder: la conci­
ben como una traición al ideal de fraternidad humana
que la democracia ha heredado del cristianismo. Este
ideal encuentra su expresión más clara en la doctrina,
común a Mili y a James, de que se deberían satisfacer
todas aquellas necesidades humanas que no causen la
insatisfacción de un número excesivo de otras necesida­
des humanas. La objeción pragmatista a las formas tradi­
cionales de religión no sostiene que éstas sean intelectual­
mente irresponsables porque ignoren los resultados de la
ciencia natural. Al contrario, la objeción consiste en acu­
sarlas de ser moralmente irresponsables, porque tratan de
frustrar el proceso de alcanzar un consenso democrático
respecto a cómo maximizar la felicidad.
EL PRAGMATISMO COMO UN POLITEÍSMO ROMÁNTICO 61
Paso ahora a tratar la cuestión de cómo concuerda la
concepción de la creencia religiosa que acabo de exponer
con las concepciones de James y Dewey. A James, me
parece, no le habría gustado mucho. A Dewey, por el con­
trario, le hubiera podido quedar bien. Así pues, a conti­
nuación voy a defender la tesis de que A Common Faith,
un libro de Dewey más bien poco ambicioso y débil,
representa mejor el utilitarismo romántico, que tanto él
como James aceptaron, que no la valiente y exuberante
«Conclusión» que este último redactó para su libro Varie­
dades de la experiencia religiosa.
En ese capítulo de Variedades, James afirma que «el
eje en tomo al cual gira la vida religiosa... es el interés del
individuo por su íntimo y privado destino personal». La
ciencia, sin embargo, «al rechazar el punto de vista per­
sonal», nos ofrece una imagen de la naturaleza que «no
presenta ninguna tendencia última distinguible hacia la
que podamos tener simpatía». Los «movimientos de los
átomos cósmicos son una especie de altemanza sin pro­
pósito, que se hace y se deshace, que no realiza ninguna
historia propia ni deja tras de sí resultados».11 De acuer­
do con la concepción que acabo de bosquejar. James ten­
dría que haber continuado esta línea diciendo «somos
libres de describir el universo de muy distintos modos.
Hacerlo como movimiento continuo de átomos cósmicos
es útil para el proyecto social de trabajar conjuntamente
a fin de controlar nuestro entorno y mejorar así la situa­
ción del hombre. Pero esta descripción nos deja en total
libertad para luego decir, por ejemplo, que los Cielos pro­
claman la gloria de Dios».
A veces parece como si James fuera a seguir tal línea,
como cuando, por ejemplo, cita con clara aprobación a
Leuba, el filósofo de la religión:
A Dios, ni se le conoce ni se le comprende: se le utili­
za: a veces como proveedor de alimento; a veces como
soporte moral; a veces como amigo; a veces como objeto

11. James, W., op. cit., 1985, pp. 387-388.


62 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

de amor. Si prueba ser útil, entonces la conciencia reli­


giosa ya no puede pedir más. ¿Dios existe, realmente? ¿De
qué modo existe? ¿Qué es? Semejantes preguntas son
irrelevantes. En último término, el fin de la religión no es
Dios sino la vida, más vida, una vida más grande, más
rica, más satisfactoria.12
Desafortunadamente, sin embargo, casi inmediata­
mente después de citar a Leuba, James dice que «el
siguiente paso es ir más allá del punto de vista de la utili­
dad meramente subjetiva e indagar en el mismo conteni­
do intelectual».13 Y entonces añade que el material que ha
recogido en Variedades proporciona evidencia empírica a
favor de la hipótesis de «que la persona consciente forma
un continuo con un yo más amplio a través del cual suce­
den experiencias redentoras». A eso lo llama «un conteni­
do positivo de la experiencia religiosa que, a mi parecer, es
literal y objetivamente verdadero en todo su alcance».14
De acuerdo con la concepción que vengo sugiriendo,
sin embargo, esta pretensión de verdad literal y objetiva
es superficial, superflua y no pragmática. James tendría
que haberse contentado con el argumento de «The Will to
Believe». Como yo lo leo, este ensayo sostiene que en
nuestro tiempo libre, por decirlo de algún modo, tenemos
el derecho de creer aquello que más nos plazca.15 Pero
perdemos este derecho cuando, por ejemplo, nos com­
prometemos en un proyecto político o científico; porque
en tales compromisos es necesario armonizar nuestras
creencias —nuestros hábitos de acción— con las creen­
cias de los demás. En nuestro tiempo libre, en cambio,
nuestros hábitos de acción son asunto nuestro y de nadie
más. Un politeísta romántico se regocija con lo que
Nietzsche llamó «la libre espiritualidad y la múltiple espi­

12. Ibíd., p. 398.


13. Ibíd., p. 399.
14. Ibíd., p. 405.
15. Véase mi trabajo «Religious Faith, Intellectual Responsibility, and
Romance», en Ruth-Anna Putnam, ed., The Cambridge Companion to William
James, Cambridge: Cambridge U.P., 1996.
EL PRAGMATISMO COMO UN POLITEÍSMO ROMÁNTICO 63
ritualidad» de los individuos, y entiende que la única
limitación a tal libertad y diversidad es la necesidad de
no perjudicar a los demás.
James vaciló en la cuestión de si lo que él llamaba «la
hipótesis religiosa» era algo que debía ser adoptado en
base a razones «pasionales» o en base a razones «intelec­
tuales». Esta hipótesis sostiene que «las mejores cosas son
las más eternas, las cosas que se solapan, las cosas
del universo que, por así decirlo, arrojan la última piedra
y dicen la última palabra».16 En «The Will to Believe» esta
hipótesis se propone como cualquier otra hipótesis que
no puede ser aceptada o rechazada en base a razones
intelectuales. En la «Conclusión» a Variedades, por el con­
trario, James ha acumulado ya suficiente evidencia para
la hipótesis de que «la existencia de Dios es la garantía de
un orden ideal que se preservará permanentemente».17
En el mismo lugar también dice que el mínimo común
denominador de las creencias religiosas es que «la solu­
ción [al problema que surge por la «sensación de que hay
algo que no funciona bien en nuestro modo de ser»] es
que nos salvemos de eso que no funciona bien estable­
ciendo una relación adecuada con los poderes superio­
res».18 Y luego vuelve a repetir que «la persona conscien­
te forma un continuo con un yo más amplio del cual pro­
vienen experiencias redentoras».19
James no debería haber distinguido entre cuestiones
que se resuelven por el intelecto y cuestiones que se
resuelven por el sentimiento. Entonces no habría vacila­
do tanto. Lo que debería haber hecho es distinguir entre
aquellos asuntos que uno tiene que resolver cooperativa­
mente con los demás y aquellos asuntos que uno tiene
todo el derecho de resolver por su cuenta; entre asuntos
en los que el problema es conciliar nuestros hábitos de
acción con los hábitos de acción de los demás y asuntos
16. James, W., The Will to Believe and other essays in popular philosophy,
Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1979, pp. 29-30.
17. James, op. cit., 1985, p. 407.
18. Ibíd., p. 400.
19. iBíd., p. 405.
64 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

que son cosa nuestra. En este segundo caso, el problema


es hacer que todos nuestros hábitos de acción formen un
conjunto lo suficientemente coherente como para tener
un carácter estable y coherente. Semejante carácter, sin
embargo, no requiere ni el monoteísmo ni tampoco la
creencia de que la Verdad es Una. Es compatible con
la idea según la cual uno puede tener muchas necesida­
des distintas y que las creencias que nos ayudan a satis­
facer un conjunto de necesidades pueden ser irrelevantes
para, y no necesitan formar un conjunto coherente con,
aquellas otras creencias que nos ayudan a satisfacer otro.
Dewey supo evitar los errores que James había come­
tido en este terreno. En parte, eso se explica porque era
mucho menos propenso que él a tener un sentimiento de
culpa. Tras percatarse de que su madre le había hecho
innecesariamente miserable haciéndole cargar con la
creencia en el pecado original, consiguió dejar de pensar
que, en palabras de James, «haya algo que no funciona
bien en nuestro modo de ser». Dejó de creer que pudiéra­
mos «salvamos de eso que no funciona bien establecien­
do una relación adecuada con los poderes superiores».
Pensó que eso que no funciona bien en nosotros hace
simplemente referencia al hecho de que aún no hemos
conseguido realizar el ideal cristiano de fraternidad, la
sociedad no es todavía completamente democrática. Éste
no es un problema que se tenga que solucionar estable­
ciendo una relación adecuada con los poderes superiores,
sino un problema de los hombres, que tiene que ser
resuelto por los hombres.
El firme rechazo de Dewey a tener ningún tipo de tra­
to con la noción de pecado original y su tendencia a sos­
pechar de cualquier cosa que se le pareciese están rela­
cionados con la aversión que toda la vida sintió hacia la
idea de autoridad, la idea de que cualquier cosa excepto
las decisiones de una comunidad tiene autoridad sobre
sus miembros. Donde quizá este espíritu antiautoritarista
se muestra con más claridad es en su ensayo juvenil
Christianity and Democracy sobre el cual, hace poco. Alan
Ryan nos ha llamado la atención diciendo que no sola­
EL PRAGMATISMO COMO UN POLITEÍSMO ROMÁNTICO 65
mente constituye «una obra fascinante sino que además
es fascinantemente valiente».20 En verdad que lo es. En
1892, las afirmaciones de que «Dios es esencialmente, y
sólo es autorevelación» y de que «la revelación solamente
es completa cuando los hombres la realizan», pronuncia­
das ante la Asociación de Estudiantes Cristianos de la
Universidad de Michigan, debieron de parecer muy extra­
ñas. El mismo Dewey aclaró qué quería decir con eso:
Si Jesucristo hubiera hecho una afirmación absoluta,
detallada y explícita sobre todos los hechos de la vida, tal
afirmación no hubiese tenido ningún sentido —no habría
sido revelación— hasta que los hombres hubieran empezado
a realizar, en sus propias acciones, la verdad que proclama­
ba, hasta que ellos mismos la hubieran empezado a vivir.21
Esto equivale a decir que, incluso en el caso de que
alguien o algo no humano te diga algo, el único modo del
que dispones para averiguar si lo que te ha dicho es ver­
dad, es comprobar si te proporciona el tipo de vida que
deseas o no. El único procedimiento disponible es aplicar
el test utilitarista de comprobar si la sugerencia en cues­
tión es «buena con respecto al proceso de creer» o no.
Pero aun así, aunque se dé por sentado que lo que este
ser no humano diga puede cambiarte la voluntad, el pro­
cedimiento para poner a prueba los nuevos deseos y esta
supuesta verdad sigue siendo todavía el mismo: se viven,
los pones a prueba en la vida cotidiana, y te fijas a ver si
incrementan tu felicidad y la de los tuyos.
Concretamente, lo que se ha visto que funciona es la
idea cristiana de tomar la fraternidad y la igualdad como
bases paira la organización social. Esta idea no solamente
funciona como un mecanismo trasimaquiano para rehuir
el dolor —lo que Rawls llama un mero modus vivendi—
sino también como una fuente del tipo de transfiguración
espiritual que el platonismo y la Iglesia cristiana nos han
dicho que tendría que esperar a una futura intersección
20. Ryan, op. cit., p. 102.
21. Dewey, John, The Early Works, vol. 3, Carbondale: Southern Illinois
University Press, 1969, pp. 6-7.
66 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

del tiempo con la eternidad. «La democracia —dice


Dewey— no es ni una forma de gobierno ni una cuestión
de conveniencia social, sino una metafísica de la relación
del hombre y su experiencia con la naturaleza...»22 Obvia­
mente, no se llama metafísica porque constituya una des­
cripción precisa de la relación fundamental de la realidad,
sino porque si compartimos la opinión de Whitman acer­
ca del modo cómo las gloriosas nuevas perspectivas de la
democracia se extienden indefinidamente en el futuro, ya
tenemos todo lo que los platónicos esperaban obtener de
una descripción de ese tipo. Whitman ofrece lo que Tillich
llamó «un símbolo de preocupación última», de algo que
se puede amar con todo el corazón, mente y alma. El
error de Platón, según Dewey, fue identificar el objeto fun­
damental de eros con algo único, atemporal, no humano,
en vez de hacerlo con un panteón indefinidamente exten-
sible de logros temporales y transitorios, tanto naturales
como culturales. Este error prestó ayuda y empuje al
monoteísmo. Dewey comparte la opinión de Nietzsche de
que «el monoteísmo, esta rígida consecuencia de la doc­
trina de que sólo existe una clase de persona normal —la
fe en un dios normal, al lado del cual tan sólo hay pseu-
dodioses—, ha sido quizá el mayor peligro al que haya
tenido que enfrentarse jamás la humanidad».23
Cuando el cristianismo es desteologizado y tratado
meramente como un evangelio social, adquiere entonces
la ventaja que Nietzsche atribuía al politeísmo: hace que
el logro humano más importante sea el de «creamos
nuestros propios ojos», y que, por medio de ello, «se res­
peten los derechos de los individuos». Como dijo Dewey,
«el gobierno, los negocios, el arte, la religión, todas las
instituciones sociales tienen... el mismo propósito: liberar
las capacidades de los individuos humanos... Su valor se
determina por la medida en que educan a cada individuo
22. Dewey, J., Maeterlinck’s Philosophy of Life, en The Middle Works of
John Dewey, vol. 6, Carbondale: Southern Illinois University Press, 1978. Dewey
afirma que las únicas tres personas que han entendido este hecho sobre la demo­
cracia son Emerson, Whitman y Maeterlinck.
23. Nietzsche, E, La Gaya Ciencia, sección 143.
EL PRAGMATISMO COMO UN POLITEÍSMO ROMÁNTICO 67
en su propia escala total de posibilidades».24 En una
sociedad democrática, cada cual adora su propio símbolo
personal de preocupación última, mientras ello no supon­
ga entrometerse en la búsqueda de felicidad de sus con­
ciudadanos. La única obligación que impone la ciudada­
nía democrática, la única excepción al compromiso
democrático de respetar los derechos de los individuos es
aceptar esta condición utilitarista que Mili formuló en
Sobre la libertad. Eso significa que nadie está bajo la obli­
gación de buscar la Verdad o de preocuparse más de lo
que hiciera Sherlock Holmes por si la Tierra da vueltas
alrededor del Sol o no. De este modo, las teorías científi­
cas, así como las teorías teológicas y las teorías filosófi­
cas, se convierten en herramientas opcionales destinadas
a facilitar la realización de proyectos individuales o
sociales. Y de esta suerte la ciencia pierde la posición que
había heredado de los sacerdotes monoteístas, es decir,
aquellos que rendían un tributo adecuado a la autoridad
de algo «distinto de nosotros mismos».
«Distinto de nosotros mismos» es una expresión que
resuena como el repique de una campana a lo largo de
todo el libro de Amold Literature and Dogma. Ello expli­
caría, en parte, que Dewey sintiera tanta aversión por
Amold.25 En cuanto Dewey se hubo liberado de la
influencia del calvinismo de su madre, no hubo ya nada
de que desconfiase tanto como de la idea de que existe
una autoridad no humana respecto a la cual los seres
humanos deben su respeto. Dewey elogió la democracia
porque veía en ella la única forma de «fe social y moral»
que no «descansa sobre la idea de que la experiencia tie­
ne que estar de alguna forma sujeta a algún tipo de con­
trol extemo: a alguna "autoridad” que supuestamente
24. Dewey, J., Reconstruction in Philosophy, en The Middle Works, Car-
bondale: Southern Illinois University Press, 1991, vol. 12, p. 186.
25. Véase A Common Faith, en The Later Works, Carbondale: Southern
Illinois University Press, vol. 9, p. 36, y también el ensayo de juventud Poetry and
Philosophy. En éste último, Dewey dice que «el origen de la queja que inspira las
líneas de Amold es la conciencia del doble aislamiento del hombre: el aisla­
miento con respecto a la naturaleza y el aislamiento con respecto a sus seme­
jantes». (The Éarly Works, vol. 3, p. 115.)
68 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

existe fuera del proceso de experiencia».26 Este pasaje,


perteneciente a un ensayo de 1939, remite a otro frag­
mento escrito cuarenta y siete años antes. En Christianity
and Democracy Dewey había dicho que «la única tesis del
cristianismo es que Dios es la verdad; que, en tanto que
verdad, Él es un amor que no oculta nada de sí m ism o y
que se revela completamente al hombre; que el hombre es
uno con la verdad revelada de este modo, que más que
revelársele a él, se le revela en él; él es su encarna­
ción...».27 Dios, para Dewey, no es de ninguna forma Lo
Absolutamente Otro de Kierkegaard. Por el contrario, es
cualquier cosa que los humanos lleguen a ver a través de
unos ojos que ellos m ism os se han creado.
Si se concibe el ateísmo com o una forma de antimo­
noteísmo, entonces Dewey fue el ateo más agresivo que
haya existido jamás. La idea de que Dios puede estar
ocultando algo, de que puede haber algo distinto de noso­
tros m ism os y que nuestro deber consiste en descubrir de
qué se trata representaba para Dewey algo tan desagra­
dable com o la idea de que Dios podría decirnos cuáles de
nuestras necesidades tienen prioridad por encima de las
demás. Dewey reservaba su temor reverencial para el uni­
verso com o totalidad, o sea, la «comunidad de causas y
consecuencias en la que, conjuntamente con los que
todavía están por nacer, nos encontramos enredados».
«La vida continuada de tal comunidad comprehensiva de
seres —dijo— incluye todos los logros significativos del
hombre en ciencia, en arte y en todas la buenas formas
de relación y comunicación.»
Observen la frase «conjuntamente con los que toda­
vía están por nacer» y el adjetivo «continuada». Tan gran­
de era la aversión que Dewey sentía por la eternidad y la
estabilidad de que tanto se enorgullece el monoteísmo,

26. Dewey, J., Creative Democracy -The Task Before Us (1939). El pasaje
citado se encuentra en Later Works, Carbondale: Southern Illinois University
Press, vol. 14, p. 229. Dewey dice que aquí está «afirmando, brevemente, la fe
democrática en los términos formales de una posición filosófica».
27. Dewey, J., Early Works, Carbondale: Southern Illinois University
Press, 1971, vol. 4, p. 5.
EL PRAGMATISMO COMO UN POLITEÍSMO ROMÁNTICO 69
que nunca pudo referirse al universo como totalidad sin
recordamos, al mismo tiempo, que el universo está aún
evolucionando, experimentando, dando nuevas formas a
los ojos con los que verse a sí mismo. La versión del pan­
teísmo de Wordsworth significó mucho para Dewey, aun­
que todavía ejerció una influencia más importante la
insistencia de Whitman en el porvenir. El panteísmo de
Wordsworth nos libra de lo que Amold llamaba «hebreís-
mo» haciendo que sea imposible concebir, tal como dijo
Dewey, «el drama del pecado y de la redención que se
representa en el interior de la aislada y solitaria alma
humana como una cosa de máxima importancia». Pero
Whitman hace algo más. Nos dice que la naturaleza no
humana encuentra su culminación en una comunidad de
hombres libres, en la colaboración de éstos en el proyec­
to de construcción de una sociedad en la cual, como dijo
Dewey, «la poesía y el sentimiento religioso serán las flo­
res espontáneas de la vida».28 El Dios de Dewey, el sím­
bolo de lo que él llama «la unión de lo ideal y de lo real»
son los Estados Unidos de América interpretados como
un símbolo de apertura a la posibilidad jamás soñada de
formas cada vez más diversas de felicidad humana.
Mucho de lo que Dewey escribió es simplemente la repe­
tición sin fin de un pasaje de «Democratic Vistas» en el
que Whitman dice:
América... como yo lo veo, encuentra su justificación
y su éxito (¿quién se atreve todavía a reclamar el éxito?)
casi enteramente en el futuro... Porque considero que
nuestro Nuevo Mundo es mucho menos importante por
lo que ha hecho, o por lo que es, que por los resultados
venideros.
* * *

28. Dewey, J., Reconstruction in Philosophy, en The Middle Works, Car-


bondale: Illinois University Press, 1988, vol. 12, p. 201 (Dewey, La reconstrucción
de la filosofía, Madrid: Aguilar, 1959).
70 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

Hasta aquí el contraste entre James y Dewey y mi


tesis de que Dewey es el mejor exponente de una correc­
ta filosofía de la religión pragmatista. Voy a concluir esta
lección con un intento de réplica a Alan Ryan, el más
reciente crítico de Dewey. Ryan está de acuerdo con Sid-
ney Hook en que Dewey pretende llevar el término «Dios»
demasiado lejos. Hacia al final de su discusión del trata­
miento que hace Dewey de la religión, dice:
Como ateo agresivo que soy, no estoy muy convenci­
do de que la utilidad de tales formas de hablar tenga nada
que ver con su veracidad; para decirlo sin ambages,
alguien podría recriminar a Dewey que desee el valor
social de la creencia religiosa sin estar dispuesto a pagar
su precio epistemológico. Dicho con más delicadeza:
podríamos preguntamos si es en realidad posible utilizar
un vocabulario religioso sin el añadido de las creencias
supematuralistas que Dewey desea dejar de lado.29
En algún otro lugar, Ryan refuerza esta última duda
afirmando que Dewey «estaba simplemente equivocado
con respecto a la actitud religiosa», porque no supo per­
catarse de que «el sentido de la finitud humana» y «la
duda apropiada de uno mismo que recoge (y quizá tradu­
ce) la doctrina del pecado original» se encuentran entre
«las características más importantes de la creencia reli­
giosa tradicional».30
A los pragmatistas comprometidos como yo, ni en
sueños nos podría pasar por la cabeza distinguir entre la
utilidad de un tipo de discurso y su verdad, ni se nos ocu­
rriría nunca que una creencia pudiera venir con una eti­
queta pegada indicando su precio epistemológico. Es
lamentable, consideramos, que después de una difícil lec­
tura de treinta y siete volúmenes, Ryan describa todavía
la diferencia esencial entre Dewey y sus críticos del
siguiente modo:
29. Ryan, A., John Dewey and the High lide of American Liberalism, Nue­
va York: W. W. Norton, 1995, p. 274.
30. Ibíd., p. 102.
EL PRAGMATISMO COMO UN POLITEÍSMO ROMÁNTICO 71
Aunque aprendamos a entender el mundo en una comuni­
dad y utilizando los recursos de una cultura, no podemos evitar
preguntamos si nuestra interpretación del mundo es correcta o
no... El hecho de que aprendamos a interpretar el mundo a tra­
vés de la pertinencia a una comunidad no resuelve aún el pro­
blema de saber si lo que decimos sobre el mundo es efectiva­
mente una descripción del mundo tal como es en realidad o,
más bien, una proyección en masa de nuestras esperanzas,
temores y lo que sea.31
A los que nos convence más Dewey que Ryan pensa­
mos que la respuesta a esta última pregunta no puede
tener ninguna relevancia de orden práctico y que, por
consiguiente, no es preciso contestarla. La única formu­
lación de la pregunta que aceptamos es la siguiente:
¿existe alguna otra comunidad, cultura o genio que dis­
ponga de una descripción del mundo que se adapte mejor
a nuestros propósitos comunitarios o individuales?
Pero esta discusión filosófica es irrelevante para la
respuesta a la pregunta de Ryan sobre si «es posible utili­
zar un vocabulario religioso sin el añadido de las creen­
cias supematuralistas que Dewey desea dejar de lado».
A uno le vienen ganas de responder: no es que sólo sea
posible; de hecho es así. Eso mismo hizo Dewey.
Claro que, en realidad, Ryan no quiere decir «posible»
sino «legítimo». Ryan cree que Dewey «estaba simplemen­
te equivocado con respecto a la actitud religiosa»; y eso,
no sólo porque no tuviera una opinión adecuada de la
finitud humana o no dudara lo suficiente de sí mismo.
Sospecho que Ryan piensa que, del mismo modo que no
se puede jugar al ajedrez sin la reina, es probable que uno
tampoco pueda tener una actitud religiosa sin creer que
existe un poder distinto de nosotros mismos —un poder
que ocupa un lugar en el mismo orden causal en que se
hallan los cometas y los quarks— que fomenta la rectitud.
La gran diferencia, sin embargo, entre la opinión de
Ryan y la mía en relación a lo que es importante de la
31. Ibíd., p. 361.
72 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

religión es que, según él, para que una perspectiva deter­


minada pueda ser llamada religiosa precisa de un senti­
miento de pecado y de la necesaria inferioridad de lo fini­
to y de lo humano con respecto a lo infinito y no huma­
no. Yo, en cambio, considero que el cristianismo sigue un
trayecto que va de una forma inicial de religión en la que
las nociones de obediencia, pecado e inmortalidad son
centrales a una forma en la que todas estas nociones han
desaparecido completamente. Aunque nunca le haya sido
muy fiel, la propuesta del cristianismo consiste en la idea
de que la única forma de obediencia que Dios desea es
que nos amemos los unos a los otros, que su veneración
consista precisamente en el trato bondadoso de los unos
hacia los otros y que la única recompensa que de todo
ello esperemos sea que los demás hagan lo mismo.
Si entendemos el mensaje cristiano de este modo,
entonces es posible concebir el utilitarismo de Mili como
una versión desteologizada del cristianismo. Cosa que
podría parecer paradójica, ya que en el siglo xix el utili­
tarismo fue con frecuencia acusado por sus adversarios
de constituir un credo impío, ateo y materialista. Los que
tengan una concepción semejante del utilitarismo y del
pragmatismo dirán que el religioso debería tener cuidado
con los regalos de los pragmatistas. En particular, debería
tener cuidado con la idea de James de que cada cual tie­
ne el derecho de creer lo que más le plazca siempre y
cuando ello no ponga en peligro ninguna iniciativa de
cooperación con la cual esté ya comprometido. Sostienen
que el utilitarismo es una concepción aceptable única­
mente para alguien que ya es ateo, o al menos, para
alguien que no tiene ningún tipo de sentimiento religioso,
alguien con una concepción estrecha y limitada de las
posibilidades humanas.
Esta tesis, sin embargo, presupone que es esencial a
la fe religiosa el someterse a algo no humano. En la medi­
da en que la religión consista en semejante sumisión,
acto que en ocasiones ha recibido el nombre de «el sacri­
fico del intelecto», entonces es verdad que nadie que sea
religioso puede ser utilitarista o pragmatista. Mi opinión
EL PRAGMATISMO COMO UN POLITEÍSMO ROMÁNTICO 73
al respecto, sin embargo, es que una definición de reli­
gión como ésta es circular. Si la «fe religiosa» es definida
tan estrictamente, de modo que consista en la negativa a
tomar parte en iniciativas de cooperación tales como la
investigación científica o la política democrática, debido
a que ello podría ofender la conciencia personal, enton­
ces es cierto que nadie puede tener tal fe y ser un utilita­
rista al mismo tiempo.
Pero existen otras definiciones más amplias y plausi­
bles de «ser religioso». Por ejemplo, a veces se dice que,
para los seguidores de Cristo, la única ley es el amor. De
acuerdo con esta concepción del cristianismo, nada tiene
precedencia por encima del deber de atender al vecino y
considerar con amor sus necesidades. Las afirmaciones del
credo y los actos de culto son cosas secundarias en com­
paración con esta obligación primordial. La esencia de la
creencia cristiana no es la teología, porque la vida cristia­
na es una vida de servicio a los demás, porque únicamente
semejante servicio cuenta como servicio a Dios. Llevar una
vida de servicio a los demás significa ser cristiano y reli­
gioso en el sentido más completo de las palabras «cristia­
no» y «religioso». Quien descuide este servicio, no importa
el número de sacramentos recibidos o las veces que haya
profesado su fe, no será realmente un cristiano.
Cuando se adopta una concepción del cristianismo
como ésta entonces aparece la posibilidad de concebir el
utilitarismo como una reformulación de la principal doc­
trina cristiana. Porque el utilitarismo sostiene que todos
los seres humanos, quizá incluso todas las criaturas que
sufren, se encuentran moralmente en condiciones de
igualdad; que, en tanto no perjudiquen a los demás, todos
ellos merecen por igual ver satisfechas sus necesidades.
Tan sólo en una sociedad en la que, durante siglos, se ha
estado diciendo que la voluntad de Dios es que los hom­
bres se traten con amor, que todos los hombres son her­
manos y que el primer mandamiento es el amor, podía
prosperar la actitud moral del igualitarismo que atraviesa
las obrast de Mili y James. La idea de que todo el mundo
—negro o blanco, macho o hembra, cristiano o pagano,
74 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

sabio o estúpido— tiene unos derechos que merecen res­


peto y consideración es una idea que, en Europa y Amé­
rica, ha sido tradicionalmente defendida apelando a la
corriente agapista de la tradición cristiana.
Si de verdad se considera que el principio más impor­
tante del cristianismo dice que el amor es la única ley que
existe, entonces es verosímil describir el desarrollo histó­
rico del cristianismo en términos del proceso por medio
del cual el amor viene a sustituir al poder como atributo
esencial de Dios. Un Dios de poder es una autoridad; un
Dios de amor es un amigo. Quien crea que nuestra rela­
ción con Dios es una relación de temor reverencial, ado­
ración y obediencia insistirá en los límites del utilitaris­
mo y el pragmatismo: los límites que las órdenes de Dios
han marcado. Si Dios ha ordenado que le adoremos bajo
un nombre determinado y no otro, si nos ha mandado no
tolerar la existencia de brujas, que las mujeres callen en
las iglesias o prohibido que un hombre se acueste con
otro hombre como se acuesta con una mujer, entonces no
habrá ninguna consideración pragmatista o utilitarista
con fuerza suficiente para persuadimos de lo contrario.
Mientras los cristianos piensen que el deber de obedien­
cia a Dios incluye algo más que el deber de servir al pró­
jimo, en vez de obedecer a un dios de amor obedecerán a
un dios de poder.
Desde este punto de vista, la tesis de Clifford de que
tenemos una obligación hacia la verdad —de que la perse­
cución de la verdad es algo distinto de la persecución de la
felicidad humana— puede interpretarse como una versión
de la idea religiosa según la cual debemos obediencia a un
poder superior. La Verdad, considerada como correspon­
dencia con una Naturaleza Intrínseca de la Realidad, es el
equivalente secularizado del Dios de Poder. La ciencia,
vista como la ve Clifford antes que como la ve James,
constituye la versión ilustrada de la adoración a un dios
de poder. Por el contrario, la insistencia de James en la
idea de que la realidad no tiene ninguna naturaleza intrín­
seca que deba ser respetada sigue la corriente agapista del
cristianismo. Al decir que nuestro deber hacia la verdad
EL PRAGMATISMO COMO UN POLITEÍSMO ROMÁNTICO 75
equivale al deber de respetar las necesidades de aquellas
criaturas con las cuales tenemos que cooperar, los prag­
matistas están siguiendo la línea de pensamiento del cris­
tianismo que sostiene que la única ley es el amor.
Imaginad que una fuente que no tenéis por humana
os dice que todos los hombres son hermanos; imaginad
que os dice que deberíais expandir vuestro intento de
lograr vuestra propia felicidad y la felicidad de los vues­
tros y esforzaros por hacer felices a todos los seres huma­
nos. Para Dewey es irrelevante que creáis que la fuente de
semejante sugerencia no es humana. Habríais podido
también oírla a un falso mesías o hallarla escrita anóni­
mamente en una pared. Sea cual fuere su fuente de pro­
cedencia, esta sugerencia no tiene ninguna validez a
menos que se la considere como una hipótesis, sea pues­
ta a prueba y se compruebe que funciona. Lo que Dewey
nos dice es que lo bueno de la doctrina cristiana según la
cual el amor es la única ley no es el hecho de que sea pro­
clamada desde arriba, sino el hecho de que funciona, de
acuerdo con el criterio utilitarista. Ningún otro modo
de vivir produce más felicidad que éste.
Sería absurdo preguntarse si lo que hace Dewey es
juzgar al cristianismo con criterios utilitaristas y pragma­
tistas, o si, por el contrario, juzga al utilitarismo y al
pragmatismo con criterios cristianos. Hace ambas cosas
a la vez y no ve ninguna necesidad de dar prioridad a un
acto de juicio por encima del otro. Porque trata el cristia­
nismo, el utilitarismo y el pragmatismo como formas dis­
tintas de hacer que los seres humanos se valgan por sí
mismos, de conseguir que confíen más en ellos mismos
que en la ayuda de algo no humano. Para él, representan
tres formas distintas de tratar de sustituir obediencia por
amor. Dewey concibe el cristianismo, no como un asunto
de intercambio de veneración por la promesa de protec­
ción proveniente de un poder distinto de nosotros mis­
mos, sino como una forma de liberamos para poder cam­
biar temor reverencial por amor y esperanza. Considera
que el utilitarismo y el pragmatismo son dos formas dis­
tintas de liberamos de la idea de que existe algo no
76 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

humano —sea esto la Voluntad misteriosa de Dios o la


misteriosa Verdadera Naturaleza de la Realidad— que
merece nuestro respeto por la simple razón de que es tan
distinto de nosotros e indiferente a nuestras necesidades.
Para Dewey, Lo Absolutamente Otro de Kierkegaard tiene
más de demoníaco que de divino y su adoración es pura
idolatría, una traición a todo aquello por lo que luchó
Cristo.
Puede que esta versión humanista del cristianismo
parezca extraña porque no deja sitio a la doctrina que se
halla más cerca del corazón de Kierkegaard: la doctrina
del pecado. Nos cuesta tanto, a nosotros pecadores, per­
catamos de que estamos en pecado, dice Kierkegaard,
que solamente la intervención de la Gracia nos lo puede
hacer ver. Para Dewey, en cambio, no existen ni el pecado
ni el mal radical. Dewey creía que un mal no es más que
el nombre de un bien inferior, un bien descartado en el
proceso de deliberación. El antiautoritarismo, que ocupó
un papel central en la Ilustración, y del cual el anticleri­
calismo representó simplemente una de sus facetas,
encuentra su última expresión en la sustitución de la idea
de redención del pecado por la noción de cooperación
fraternal característica del ideal de sociedad democrática.
Los racionalistas ilustrados reemplazaron aquella idea
teológica por la idea de una redención de la ignorancia
mediante la ayuda de la Ciencia; la intención de Dewey y
James, sin embargo, era quitarse también de encima esta
última noción. Querían sustituir el contraste entre igno­
rancia y conocimiento por el contraste entre un conjunto
menos útil y otro más útil de creencias. Para ellos no
existía ningún objetivo llamado Verdad que debamos per­
seguir; el único fin que reconocieron fue el siempre hui­
dizo objetivo de una felicidad humana aún mayor.
El bosquejo que les acabo de ofrecer del intento de
apropiación del cristianismo que realiza Dewey para
satisfacer sus propósitos pragmáticos tenía por objeto
replicar a la acusación de circularidad que formulan
algunos contra la crítica pragmatista de la religión. A mi
parecer, la única cuestión circular aquí es la cuestión de
EL PRAGMATISMO COMO UN POLITEÍSMO ROMÁNTICO 77
si nos encontramos o no en estado de Pecado, de si para
nuestra salvación necesitamos o no confiar en algo no
humano. Quien crea que la conciencia de pecado es esen­
cial a la fe religiosa no encontrará ninguna utilidad en la
forma que tienen James y Dewey de reconciliar ciencia y
religión. Quien esté dispuesto, sin embargo, a utilizar el
término «fe religiosa» en ambos casos, tanto para desig­
nar una religión de sumisión obediente a un poder no
humano, como para designar una religión de amor entre
los seres humanos, quizá vea en semejante proyecto de
reconciliación algún que otro atractivo.
T ercera y cuarta lecciones

UNIVERSALIDAD Y VERDAD
1. ¿Es relevante para la política democrática
el tema de la verdad?
La cuestión de si existe algún conjunto de creencias o
deseos comunes a todos los seres humanos tiene poco
interés si no es en relación a una visión utópica e inclusi-
vista de la comunidad humana, la que se enorgullece más
de los distintos tipos de gente a los cuales da la bienveni­
da que de la firmeza con que mantiene alejados a los
extraños. La mayor parte de comunidades humanas son
exclusivistas: su sentido de identidad y la imagen que tie­
nen sus miembros de sí mismos dependen del orgullo de
no pertenecer a un determinado tipo de gente: gente que
adora a un dios equivocado, que come las comidas equi­
vocadas, o que tiene unos deseos y creencias perversas y
repelentes. Los filósofos no se molestarían en tratar de
mostrar que determinados deseos y creencias están pre­
sentes en todas las sociedades, o se encuentran implícitos
en algunas prácticas humanas ineludibles, si no guar­
daran la esperanza de probar que la existencia de tales
creencias demuestra la posibilidad, o la obligación, de
construir una comunidad inclusivista a nivel planetario.
En esta lección utilizaré el término «política democráti­
ca» como sinónimo del intento de realizar semejante
comunidad.
El deseo de verdad, aseguran los filósofos interesados
en la pfolítica democrática, es uno de esos deseos univer­
sales. En el pasado era típico que estos filósofos vincula-
80 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

sen la afirmación de que existe un acuerdo universal acer­


ca de la suprema deseabilidad de la verdad con las premi­
sas adicionales de que la verdad es correspondencia con la
realidad y que la realidad tiene una naturaleza intrínseca
(que hay, en palabras de Nelson Goodman, una Forma de
Ser del Mundo). Tras aceptar estas tres premisas proce­
dían a argumentar que la Verdad es Una y que el interés
humano universal por la verdad proporciona suficientes
motivos como para crear una comunidad inclusivista.
Porque semejante comunidad sería la que mejor satisfaría
nuestro deseo de descubrir la Verdad Una. Cuanta más
verdad de este tipo saquemos a relucir, más cosas en
común compartiremos y, por consiguiente, más tolerantes
e inclusivistas seremos. La aparición, en los últimos cien
años, de sociedades relativamente democráticas y toleran­
tes se atribuye al incremento de la racionalidad de los
tiempos modernos, donde «racionalidad» denota el ejerci­
cio de una facultad orientada a la verdad.
Se dice a veces que «la razón precisa de» las tres pre­
misas que acabo de mencionar. Pero tal afirmación suele
ser tautológica, ya que los filósofos que la sostienen dan
cuenta normalmente de su uso de la palabra «razón»
enumerando precisamente esas tres premisas en tanto
que «constitutivas de la idea misma de racionalidad». Los
colegas que expresan alguna duda acerca de alguna de
estas premisas son tildados por tales filósofos de «irra­
cionalistas». Les atribuyen distintos grados de irraciona­
lidad en función del número de premisas que niegan, o
también, según el desinterés que muestren por la política
democrática.1
1. Nietzsche es el paradigma de filósofo irracionalista porque no se inte­
resó nunca en lo más mínimo por la democracia, y porque se opuso tenazmen­
te a aceptar tales premisas. Sobre James suele pensarse que más que corrompi­
do, estaba confuso, ya que aunque rechazase dos de las tres premisas, se decla­
ró a favor de la democracia. Admitía que todos los hombres desean la verdad,
pero también entendía como ininteligible la tesis de que la verdad consiste en la
correspondencia con la realidad, y jugaba con la afirmación según la cual, dado
que la realidad es maleable, la verdad es Múltiple. Habermas se opone con fir­
meza a tal idea; aunque coincide con James en que debemos abandonar la teo­
ría de la verdad como correspondencia. Por eso, los intransigentes que sostienen
UNIVERSALIDAD Y VERDAD 81
En la lección de hoy voy a considerar la posibilidad
de defender una política democrática y negar, al mismo
tiempo, cualquiera de las tres premisas enumeradas. Sos­
tendré que la mejor forma de presentar aquello que los
filósofos han descrito como deseo universal de verdad es
describiéndolo como deseo universal de justificación.2 La
premisa fundamental de mi argumento es que no se pue­
de tener por objeto, ni trabajar para conseguir algo a
menos que pueda ser reconocido una vez se consigue.
Una de las diferencias que hay entre verdad y justifica­
ción es la diferencia que existe entre lo que no se puede
reconocer y lo que puede ser reconocido. Nunca sabre­
mos con certeza si una determinada creencia es verdad o
no. Pero sí podemos estar seguros de que nadie es capaz
de formular una objeción residual en su contra y que, en
cambio, todo el mundo coincide en defenderla.
Hay, claro, lo que los lacanianos llaman objetos de
deseo indefinibles, imposibles y sublimes. Pero el deseo
de un objeto semejante no puede ser relevante para la
política democrática.3 En mi opinión, la verdad es justa­

que dudar de la verdad como correspondencia es lo mismo que dudar de la exis­


tencia o, al menos, de la unidad de la Verdad, acusan a Habermas de ser un irra­
cionalista. Los straussianos, e incluso algún filósofo analítico como por ejemplo
Searle, defienden la necesidad de afirmar todas esas tres premisas: renunciar a
alguna de ellas equivaldría a situarse en una peligrosa pendiente: sería arries­
garse a terminar coincidiendo con Nietzsche.
2. Los lectores de mi artículo «Solidarity or Objectivity?» («Solidaridad y
objetividad», en Objetividad, relativismo y verdad, Barcelona: Paidós, 1996) reco­
nocerán en esta línea de argumentación una variante de mi primera tesis según
la cual debemos replantear nuestras ambiciones intelectuales en términos de las
relaciones que mantenemos con los otros seres humanos, y no en términos de la
relación que mantenemos con una realidad no humana. Como digo más adelan­
te, Apel y Habermas, si bien creen que voy demasiado lejos, tienden a estar de
acuerdo con esta tesis.
3. Claro que la relevancia de lo sublime con respecto a lo político consti­
tuye todavía un motivo de disputa entre lacanianos como Zizek y sus adversa­
rios. Para abordar esos argumentos necesitaría más espacio del que tolera una
nota a pie de página. He intentado respaldar mi tesis de irrelevancia en las pági­
nas de Contingency, Irony and Solidarity (Cambridge: Cambridge University
Press, 1959; Contingencia, ironía y solidaridad, Barcelona: Paidós, 1991). En esas
páginas discuto la diferencia que hay entre la búsqueda privada de la sublimi­
dad y la búsqueda pública de la bella reconciliación de intereses en conflicto. En
el contexto actual, quizá baste decir que estoy de acuerdo con Habermas en que
82 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

mente uno de tales objetos. Es, por decirlo así, tan subli­
me que uno no puede reconocerla ni tampoco tenerla por
objeto. La justificación, en cambio, acaso sea sólo bella,
en oposición a sublime; pero uno puede reconocerla y
por consiguiente, trabajar sistemáticamente por conse­
guirla. Uno puede incluso, a veces, con suerte lograrla.
Pero tal logro suele ser provisional, puesto que tarde o
temprano aparecerán nuevas objeciones en contra de esa
creencia justificada de forma provisional. La noción de
verdad satisface, ciertamente, el anhelo de incondiciona-
lidad, el anhelo que lleva a los filósofos a insistir en que
debemos evitar el «contextualismo» y el «relativismo».
Pero tal anhelo no es sano en absoluto, porque el precio
a pagar por la incondicionalidad es el de la irrelevancia
práctica. Por consiguiente, creo que la cuestión de la ver­
dad no puede ser relevante para la política democrática
y que los filósofos interesados en esta política tendrían
que olvidarse de la verdad y ceñirse al tema de la justifi­
cación.

2. Habermas y la razón comunicativa


A continuación voy a intentar situar la concepción
que defiendo en el panorama de las controversias filo­
sóficas contemporáneas. Empezaré con unas cuantas
observaciones acerca de Habermas. Habermas traza su
conocida distinción entre razón centrada en el sujeto y
razón comunicativa en conexión con su intento de identi­
ficar qué hay de útil para la política democrática en la
noción filosófica tradicional de racionalidad. Desde mi
punto de vista, Habermas comete un error táctico al

es la exaltación de un tipo de libertad imposible, inexpresable, «sublime» —un


tipo de libertad no constituido por el poder— lo que impide que Foucault pueda
reconocer los éxitos de los reformadores y comprometerse con una reflexión
política seria sobre las posibilidades que se abren para las democracias del esta­
do del bienestar. Véase The Philosophical Discourse of Modemity, Cambridge,
Mass.: MIT Press, 1987, pp. 290-291 (El discurso filosófico de la modernidad,
Madrid: Taurus, 1989).
UNIVERSALIDAD Y VERDAD 83
intentar preservar la noción de incondicionalidad. Estoy
de acuerdo con él en que tenemos que socializar y con­
vertir en lingüística la noción de razón concibiéndola
como razón comunicativa;4 pero también considero nece­
sario naturalizar la razón desechando su tesis de que «en
los procesos factuales de comprensión mutua se levanta
un momento de incondicionalidad ».5
Para Habermas, al igual que para Putnam, «la razón
no puede ser naturalizada».6 Ambos filósofos juzgan que
es importante insistir en este punto a fin de evitar el rela­
tivismo que, en su opinión, sitúa la política democrática
al mismo nivel que la política autoritaria. Los dos consi­
deran importante poder decir que el primer tipo de polí­
tica es más racional que el segundo. Yo, en cambio, no
creo que sea posible llevar tan lejos la noción de «racio­
nalidad» y, por consiguiente, sostengo que no deberíamos
decir eso. Deberíamos reconocer que no disponemos de
ningún terreno neutral desde el que podamos defender la
política democrática frente a sus adversarios. Si no admi­
timos eso alguien podría acusamos justificadamente de
estar tratando de introducir subrepticiamente nuestras
propias prácticas sociales en la definición de algo univer­
sal e ineludible, en razón de estar ello presupuesto por las
prácticas de todos y cada uno de los usuarios del lengua­
je. Sería más sincero y, por consiguiente mejor, afirmar
que la política democrática puede apelar tan poco a tales
presuposiciones como la política antidemocrática, pero
que esto no la perjudica en nada.
4. Convertir en lingüística a la razón afirmando con Sellars y Davidson
que no existen creencias ni deseos no lingüísticos equivale, automáticamente, a
socializarla. Sellars y Davidson estarían completamente de acuerdo con Haber-
mas en que «no existe ninguna razón pura que pueda ser revestida lingüística­
mente sólo de un modo secundario. La razón, por su misma naturaleza, se
encuentra encamada en los contextos de acción comunicativa y en las estructu­
ras del mundo diario». (Philosophical Discourse of Modemity, p. 322.)
5. Ibíd., pp. 322-323.
6. Mi réplica a la crítica que hace Putnam (realizada en su ensayo de
1983 titulado «Why Reason Can't be Naturalized») de mi concepción está en el
artículo «Solidanty or Objectivity» (reimpreso en Objectivity, Relativism and
Truth)-, en «Putnam and Relativist Menace» (Journal of Philosophy, septiembre
1993) ensayé una réplica a sus ulteriores críticas (formuladas en Realism with a
Human Face).
84 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

Habermas está de acuerdo con la crítica que los pos-


nietzscheanos formulan contra el «logocentrismo», espe­
cialmente con su negativa a aceptar que «la función lin­
güística de representación de estados de cosas sea el úni­
co monopolio humano».7 Yo también lo veo así, pero
ampliaría la crítica del modo siguiente: tan sólo una aten­
ción excesiva a la función declarativa del lenguaje podría
hacemos creer que, además de la justificación, la indaga­
ción tiene como objetivo algo llamado «verdad». Dicho
en términos generales: solamente un exceso de atención a
la función declarativa podría hacemos creer que la pre­
tensión de validez universal es importante para la políti­
ca democrática. Dicho de un modo aún más general:
abandonar la idea logocéntrica según la cual el conoci­
miento es la característica más propiamente humana
querría decir abrir espacio a la idea de que la caracterís­
tica de ciudadanía democrática puede jugar mejor seme­
jante papel. Esto último es lo que más debería enorgulle­
cemos, y lo que debería ocupar un lugar central en nues­
tra imagen de nosotros mismos.
En mi opinión, el intento habermasiano de redefinir
«razón» tras determinar que «se ha agotado el paradigma
de la filosofía de la conciencia»8 —la tentativa de redes-
cribir la razón como completamente «comunicativa»— es
poco radical. Es quedarse a medio camino entre pensar
en términos de pretensiones de validez y pensar en tér­
7. Habermas, op. cit., p. 311. En la página 312 Habermas afirma que la
mayor parte de la filosofía del lenguaje externa a la tradición del «acto de habla»
de Austin-Searle, y en particular la «semántica de condiciones de verdad» de
Donald Davidson, encarna la típica logocéntrica «fijación en la función del len­
guaje reflejadora de hechos.» Por el contrario yo creo que existe en la filosofía
del lenguaje reciente una importante corriente que se escapa a tal acusación, y
que el último trabajo de Davidson constituye un buen ejemplo de emancipación
de semejante fijación. Véase, por ejemplo, su doctrina de la «triangulación» en
«The Structure and Content of Truth», que ayuda a explicar por qué no se pue­
de separar la función declarativa de la comunicativa. Discuto esta doctrina más
adelante. [En mi opinión, la aceptación de la tesis de Davidson hace innecesario
postular lo que Habermas llama «“mundos" análogos al mundo de hechos... por
relaciones interpersonales legítimamente reguladas y experiencias subjetivas
atribuibles» (ibíd., p. 313). Pero tal desacuerdo es una cuestión secundaria que,
en el presente contexto, no es necesario seguir explorando.]
8. Ibíd., p. 296.
UNIVERSALIDAD Y VERDAD 85
minos de prácticas justificatorias. Ese intento es quedar­
se a medio camino entre la idea griega de que los seres
humanos son especiales porque pueden conocer (mien­
tras que los animales pueden tan sólo arreglárselas para
sobrevivir) y la idea de Dewey de que somos especiales
porque somos capaces de hacemos cargo de nuestra pro­
pia evolución y conducimos en direcciones sin preceden­
tes ni justificación en la historia o en la biología.9
Es verdad que esta última idea podría perder su
atractivo en caso de ser doblada «en versión nietzschea-
na» e interpretada como una forma más de la misma
voluntad de poder que encamaron los nazis. A mí, en
cambio, me gustaría hacer que pareciera atractiva do­
blándola «en versión americana» e interpretándola como
aquella idea común a Emerson y Whitman: la idea de
una nueva comunidad que se crea a sí misma, unida no
tanto por el conocimiento de unas mismas verdades
cuanto por el hecho de compartir unas mismas esperan­
zas inclusivistas, generosas y democráticas. Que Haber-
mas y Apel desconfíen de la idea de autocreación comu­
nal, de la idea de realizar un sueño que no encuentra jus­
tificación en ninguna pretensión de validez universal
incondicional se debe a que la asocian, de forma automá­
tica, a Hitler. Esa idea suena mucho mejor, en cambio, en
los oídos de una persona americana, puesto que la asocia
de forma natural a Jefferson, Whitman y Dewey.10 La lec­
9. Como yo lo leo, Dewey simpatizaría con el énfasis que Castoriadis
pone en la imaginación, que no en la razón, como motor de progreso moral.
10. Considérese la crítica de Habermas a Castoriadis: «no hay modo de
ver cómo podemos transformar semejante demiúrgica puesta en escena de verda­
des históricas en un proyecto revolucionario apropiado para la práctica de indivi­
duos autónomos que se autorrealizan y actúan conscientemente» (Habermas,
op. cit., p. 318). Mi reacción ante este comentario es decir que la historia de los
Estados Unidos muestra cómo realizar tal transformación. Apel y Habermas tien­
den a pensar que la Revolución Americana se encuentra sólidamente fundamen­
tada en principios con pretensiones de validez universal del tipo que ellos aprue­
ban y que Jefferson expresó en la Declaración de Independencia (véase Apel,
«Zurück zur Normalitát?», en Zerstórung des moralischen Selbstbewusstseins,
Frankfurt a.M: Suhrkamp, 1988, p. 117). A ello yo replicaría que los Padres Fun­
dadores no fueron nada más que el tipo de demiurgos en los que Castoriadis
piensa cuando habla de «la institución del imaginario social». La comunidad de
«individuos autónomos que se autorrealizan y actúan conscientemente consa­
86 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

ción a sacar de todo ello es que semejante idea es neutral


con respecto a Hitler y Jefferson.
Quien desee disponer de principios neutrales en los
que basarse a fin de poder escoger entre Hitler y Jeffer­
son deberá encontrar un modo de sustituir las referen­
cias ocasionales que realiza Jefferson a la ley natural y a
las verdades políticas autoevidentes por una versión
más actualizada del racionalismo de la Ilustración. Éste
es el papel que Apel y Habermas asignan a la «ética dis­
cursiva». Por el contrario, la alternativa que yo vengo
sugiriendo sólo parecerá atractiva si renunciamos a la
esperanza de una ética discursiva y a los intentos de
lograr una neutralidad semejante. Renunciar o no a tal
esperanza, creo, es algo que debería ser determinado, al
menos en parte, en base a la opinión que uno tenga
acerca del argumento de la autocontradicción performa-
tiva que se halla en el corazón de la ética discursiva.
Para mí ese argumento es débil y poco convincente,
pero también es cierto que no dispongo de nada mejor
que ocupe su lugar. Y es justamente porque no dispongo
de nada mejor que me veo inclinado a rechazar la idea de
principios neutrales y a preguntarme, en cambio, qué
pueden hacer los filósofos para la política democrática,
aparte de tratar de fundamentar la política sobre princi­
pios. A lo que respondo: pueden trabajar para sustituir
conocimiento por esperanza, para que se considere que
lo importante del ser humano no es tanto su capacidad
de captar la verdad cuanto su capacidad de ser ciudada­

grándose a tales principios; la comunidad que actualmente conocemos con el


nombre de «pueblo americano» se formó, paulatinamente, en el curso del pro­
ceso (muy gradual, y, si no, pregúntenlo a cualquier afroamericano) de vivir
según la imaginación de los Padres Fundadores. Así pues, cuando Habermas cri­
tica a Castoriadis por no reconocer «ninguna razón para revolucionar la socie­
dad reifícada, aparte de la resolución existencialista del “porque así lo queremos
nosotros”», y pregunta «quién puede ser este “nosotros” del querer radical» sería
justo responder que en 1776 el «nosotros» relevante no lo constituía el pueblo
americano, sino Jefferson y el grupo de amigos, igual de imaginativos que él,
que lo acompañaban. Cuando Habermas afirma que «Castoriadis se detiene allí
donde había empezado Simmel: en la Lebensphilosophie», lo único que puedo
responderle es que me alegro de unirme a Castoriadis en este punto.
UNIVERSALIDAD Y VERDAD 87
no de una democracia completa que todavía está por lle­
gar. Eso no tiene nada que ver con una Letzbegründung,
sino más bien con redescribir la humanidad y la historia
de un modo tal que la democracia pueda aparecer como
deseable. A quien dijese que eso, en vez de un «argumen­
to» es mera «retórica» —como dice Apel— le replicaría
que no es ni más ni menos retórico o argumentativo que
el intento de mis adversarios de describir el discurso y la
comunicación en unos términos que hacen parecer que
la democracia está ligada a la naturaleza intrínseca de la
humanidad.

3. Verdad y justificación
Existen muchos usos de la palabra «verdadero». El
único de ellos, sin embargo, que no puede ser eliminado
con facilidad de nuestra práctica lingüística, es el uso de
advertencia (cautionary use).n Tal es el uso que de ella
hacemos cuando contrastamos verdad y justificación, y
afirmamos que una creencia puede estar justificada pero
no ser verdadera. Fuera de la filosofía este uso de adver­
tencia es utilizado para contrastar audiencias poco infor­
madas con audiencias mejor informadas y, más general­
mente, para contrastar audiencias pasadas con audien­
cias futuras. En contextos no filosóficos, el sentido de
contrastar justicación con verdad es, simplemente, recor­
darnos que pueden haber objeciones (a causa de la apari­
ción de nuevos datos, nuevas hipótesis explicativas más
ingeniosas, cambios en el vocabulario empleado para
describir los objetos que se discuten) que no hayan adver­
tido ninguna de las audiencias para las cuales la creencia
en cuestión estaba hasta entonces justificada. Realizamos
un gesto de este tipo hacia un futuro imprevisible cuan­
11. En relación a este punto, véanse las primeras páginas del capítulo
«Pragmatism, Davidson and Truth» de Objectivity, Relativism and Truth. Los
usos de «verdadero» que allí llamaba «de aval o apoyo» (endorsing use) y «de
referencia divergente» (disquotational use) pueden ser fácilmente parafraseados
en otros términos entre los cuales no se incluya la palabra «verdadero».
88 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

do, por ejemplo, decimos que puede suceder perfecta­


mente que del mismo modo que en la actualidad juzga­
mos como primitivas las creencias científicas y morales
que un día sostuvieron los griegos, nuestros lejanos des­
cendientes vean como primitivas las creencias científicas
y morales que tenemos ahora.
Mi premisa fundamental, la idea de que solamente
podemos trabajar por lo que podríamos reconocer, es un
corolario del principio de James que afirma que para que
valga la pena discutir una diferencia ésta tiene que ser
relevante en el orden práctico.12 En mi opinión, la única
diferencia de este tipo que existe entre verdad y justifica­
ción es la diferencia entre viejas audiencias y nuevas
audiencias. En consecuencia, entiendo que la actitud prag­
matista adecuada hacia la verdad puede resumirse como
sigue: es tan poco necesario tener una teoría filosófica
sobre la naturaleza de la verdad, o sobre el significado de
la palabra «verdadero», como tener una teoría filosófica
sobre la naturaleza del peligro o sobre el significado de la
palabra «peligro». La razón principal de que en nuestro
lenguaje exista una palabra como «peligro» es advertir a la

12. Nos ha parecido que la transcripción del siguiente fragmento podría


ayudar a entender mejor la formulación del principio de James que hace aquí
Rorty:
Supongamos que tenemos dos definiciones filosóficas, o proposiciones
o máximas o como se las quiera llamar, que aparentemente se contradicen y
que son objeto de discusión entre los hombres. Si suponiendo la verdad de
una no es posible prever ninguna consecuencia práctica concebible para nadie
en ningún momento o lugar, que sea distinta de lo que puede preverse si uno
supone la verdad de la otra, en tal caso la diferencia entre las dos proposicio­
nes no es una verdadera diferencia; tan sólo es una distinción aparente y ver­
bal que no vale la pena discutir. Las dos fórmulas significan radicalmente la
misma cosa, aunque expresado con palabras sumamente distintas. (James,
«Philosophical Conceptions and Practical Results», en The Journal of Philo-
sophy, Psychology and Scientific Methods, I, 1904.)
La misma idea habría expresado Peirce en 1878, en un artículo que lleva
por título «How to Make Our Ideas Clear»: «Vamos a considerar qué efectos
prácticos pensamos que puede tener el objeto que nos incumbe. Pues bien, la
totalidad de la concepción del objeto se constituye por medio de esta considera­
ción nuestra de sus efectos prácticos.» (Peirce, Ch. S., «How to Make Our Ideas
Clear», Popular Science Monthly, núm. 13, pp. 286-302.) (N. del T.)
UNIVERSALIDAD Y VERDAD 89
gente: advertirla de que es imposible que haya previsto
todas las consecuencias de las acciones que se propone
llevar a cabo. Nosotros los pragmatistas, que pensamos
que las creencias son hábitos de acción, creemos que el
uso de advertencia de la palabra «verdadero», en vez de
intentos de corresponder a la realidad, lo que simboliza es
un tipo especial de peligro. La utilizamos para recordar­
nos a nosotros mismos de que otra gente, en circunstan­
cias distintas —gente enfrentándose a audiencias futu­
ras—, podría ser incapaz de justificar la creencia que has­
ta ahora hemos justificado con éxito ante todas las audien­
cias con las que nos hemos encontrado.
Pero dada esta concepción pragmatista de la función
de la palabra «verdadero», ¿qué ocurre entonces con
la tesis de que todos los humanos desean la verdad? Esta
tesis oscila entre la tesis que sostiene que todo el mundo
desea justificar sus creencias ante algunos seres humanos,
pero no necesariamente todos, y la que dice que todo el
mundo desea que sus creencias sean verdad. La primera
afirmación me parece irrecusable. La segunda, en cambio,
me parece dudosa, a menos que no sea más que una for­
mulación alternativa de la primera. Ello se debe a que la
única interpretación que los pragmatistas podemos dar de
esta segunda tesis es que todos los humanos están preocu­
pados por el peligro de que llegue un día en que exista una
audiencia ante la cual no puedan justificar una creencia
que actualmente consideran justificada.
Ahora bien, cabe decir, en primer lugar, que los filó­
sofos que esperan poder hacer relevante la noción de ver­
dad para la política democrática no desean un mero fali-
bilismo. En segundo lugar, tal falibilismo no constituye,
de hecho, una característica que posean todos los seres
humanos: prevalece mucho más entre los habitantes de
sociedades ricas, seguras, tolerantes e inclusivistas que en
otros lugares; entre gente educada en la idea de que pue­
de estar equivocada y que allá fuera hay gente que quizá
no esté de acuerdo con nosotros que, de todos modos, es
preciso tener en cuenta. Quien esté a favor de la demo­
cracia querrá también promover el falibilismo. Pero exis­
90 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

ten otras formas de favorecerla aparte de ir dando vueltas


a la diferencia entre el carácter condicional de la justifi­
cación y el carácter incondicional de la verdad. Uno pue­
de, por ejemplo, insistir en el triste hecho de que muchas
comunidades anteriores, presas de un sentimiento excesi­
vo de seguridad en sí mismas, traicionaron sus propios
intereses no prestando atención a las objeciones que les
presentaban unas personas de fuera.
Además, deberíamos distinguir entre falibilismo y
escepticismo filosófico. El falibilismo no tiene nada que
ver con la búsqueda de universalidad e incondicionali-
dad. El escepticismo sí. Normalmente, a menos que uno
quede impresionado por el tipo de escepticismo que
encontramos en las Meditaciones de Descartes, o sea, el
tipo de escepticismo que afirma que basta la mera posi­
bilidad de error para frustrar las pretensiones de conoci­
miento, uno no se meterá en filosofía, al menos en los
países anglófonos. No hay mucha gente que encuentre
interesante este tipo de escepticismo. No es ése el caso,
sin embargo, de los que se preguntan ¿existe algún pro­
cedimiento por medio del cual podamos cercioramos de
no tener creencias que puedan parecer injustificables a
los ojos de futuras audiencias? ¿Hay algún modo de ase­
gurarse de que nuestras creencias son justificables ante
cualquier audiencia?
La diminuta minoría que encuentra interesante seme­
jante cuestión está integrada, prácticamente en su totali­
dad, por profesores de filosofía y se divide en tres grupos:
(1) escépticos como Stroud, que consideran que el argu­
mento del sueño de Descartes es irrefutable: para los
escépticos siempre hay la posibilidad de una audiencia, el
yo futuro que se levanta del sueño, que no va a quedar
satisfecha con ninguna de las justificaciones que le ofrez­
ca nuestro yo actual, que posiblemente sueña; (2) funda-
cionalistas como Chisholm, según los cuales, aunque fue­
ra cierto que soñamos, no podríamos estar equivocados
con respecto a determinadas creencias; y (3) coherentistas
como Sellars, que sostienen que «nuestras creencias están
al alcance de cualquiera, pero no todas de golpe».
UNIVERSALIDAD Y VERDAD 91
Nosotros los pragmatistas, impresionados por la críti­
ca de Peirce a Descartes, pensamos que tanto al escepti­
cismo como al fundacionalismo les ha descarriado la
imagen que interpreta las creencias como intentos de
representar la realidad y la idea asociada a ella según la
cual la verdad es una cuestión de correspondencia con
la realidad. Y de esta suerte terminamos haciéndonos
coherentistas.13 Ahora bien, los coherentistas estamos
divididos por el problema de qué cabe decir, si es que
cabe decir alguna cosa, sobre la verdad. Mi opinión es
que, una vez explicamos la diferencia entre justificación y
verdad por medio de aquella otra diferencia entre justifi-
cabilidad actual y justificabilidad futura, queda poco por
decir. Por contra, algunos de mis compañeros coherentis­
tas —Apel, Habermas y Putnam— piensan, como Peirce,
que todavía quedan muchas cosas por decir, cosas impor­
tantes para la política democrática.14
13. Ser coherentista en este sentido no necesariamente significa ser tam­
bién coherentista con respecto a la teoría de la verdad. La negativa de Davidson
a aceptar esta última calificación para su teoría, una calificación que anterior­
mente había aceptado, es un corolario de su tesis de que no puede haber ningu­
na definición del término «verdadero en L» para la variable L. La concepción
actual de Davidson, con la cual he terminado estando de acuerdo, sostiene que
«no deberíamos decir que la verdad es correspondencia, coherencia, asertabili-
dad garantizada, asertabilidad idealmente justificada, lo que se acuerda en una
conversación con la gente adecuada, lo que la ciencia acaba sosteniendo, lo que
da razón de la convergencia de la ciencia en teorías simples, o el éxito de nues­
tras creencias corrientes. En la medida en que el realismo y el antirrealismo
dependan de una u otra de tales concepciones de la verdad, deberíamos negar­
nos a darles cualquier tipo de apoyo». («The Structure and Content of Truth»,
Journal of Philosophy, vol. 87, 1990, p. 309.)
14. Davidson también opina que todavía quedan cosas por decir, pero las
cosas que él quiere decir son irrelevantes para la política, creo. En lo que viene
a continuación, sigo básicamente a Davidson. Dejo para más tarde, de todos
modos, la discusión de la tesis que éste presenta en la p. 326 de The Structure
and Content of Truth y que dice: «el apuntalamiento conceptual de la compren­
sión es una teoría de la verdad», en un sentido de «teoría de la verdad» según el
cual a cada lenguaje le corresponde una teoría de este tipo. Me parece que esta
tesis es distinta de aquella otra, a la cual me remito más abajo, que dice que «la
fuente última, tanto de la objetividad como de la comunicación» es lo que
Davidson llama «triangulación». No veo por qué razón, aparte del respeto a la
memoria de Tarski, tendríamos que describir una teoría que codifica los resul­
tados de semejante triangulación como una teoría de la verdad y no como una
teoría que describe la conducta de un determinado grupo de seres humanos.
92 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

4. «Validez universal» y «trascendencia contextual»


Putnam, Apel y Habermas recogen una idea de Peirce
que yo rechazo: la idea de convergencia en la Verdad
Una.15 Lejos de justificar tal convergencia en la concep­
ción de que la realidad es Una y la verdad corresponden­
cia con semejante Realidad Una, los peirceanos sostienen
que la idea de convergencia se encuentra en el mismo
interior de las presuposiciones del discurso. Los tres
están de acuerdo en señalar que el principal motivo por
el cual la razón no puede ser naturalizada es que la razón
es normativa y las normas no pueden ser naturalizadas.
Pero es posible dar cabida a lo normativo, dicen, sin
tener que volver a la idea tradicional de un deber de
correspondencia con la naturaleza intrínseca de la reali­
dad. Podemos hacerlo prestando atención al carácter uni­
versalista de las presuposiciones idealizadoras del discur­
so. La ventaja de una estrategia como ésta es que deja de
lado las cuestiones metaéticas relacionadas con el proble­
ma de si existe alguna realidad moral con la cual puedan
esperar corresponderse nuestros juicios morales, del mis­
mo modo que nuestra ciencia física espera supuestamen­
te corresponderse con la realidad física.16
15. Putnam ha rechazado a veces la tesis de la convergencia (véase Rea-
lism with a Human Face, Cambridge Mass.: Harvard University Press, 1990,
p. 171, acerca de Bemard Williams). Pero (como defiendo en mi «Putnam and
the Relativist Menace») yo no veo cómo puede hacer concordar ese rechazo con
su noción de «asertabilidad ideal». Desde mi punto de vista, la Verdad es Una
solamente en el sentido de que si el proceso de desarrollar nuevas teorías y nue­
vos vocabularios se detiene, y se llega a un acuerdo sobre los objetivos que la
creencia en cuestión debe realizar —es decir, hay un acuerdo acerca de las nece­
sidades que deben satisfacer las acciones dictadas por tal creencia— entonces se
fraguará un consenso sobre cuáles de los candidatos que figuran en una lista
finita cabe adoptar. No deberíamos confundir una generalización sociológica
como ésta, sujeta a múltiples y obvias reservas, con un principio metafísico.
Como muchos críticos han señalado (y de forma notable, Michael Williams), el
problema de la idea de convergencia al final de la indagación consiste en la difi­
cultad de imaginar un momento en que se haga deseable dejar de desarrollar
nuevas teorías y nuevos vocabularios. Como dice Davidson, el argumento de la
«falacia naturalista» de Putnam es aplicable tanto a su teoría de la verdad en
cuanto «aceptabilidad ideal» como a cualquier otra teoría de la verdad.
16. «La razón comunicativa se extiende por todo el espectro de preten­
siones de validez: las pretensiones de verdad proposicional, de sinceridad subje­
UNIVERSALIDAD Y VERDAD 93
Habermas afirma que toda pretensión de validez,
además del papel estratégico que juega en algunas discu­
siones contextualmente limitadas, tiene «un momento
trascendente de validez universal [que] hace volar por los
aires cualquier tipo de provincialismo». Desde mi punto
de vista, la única verdad que contiene semejante idea es
que muchas pretensiones de validez son formuladas por
personas que desearían defender sus afirmaciones ante
audiencias distintas de aquella a la que se dirigen en la
actualidad. (No ocurre lo mismo con todas las proposi­
ciones de este tipo, como es obvio: los abogados, por
ejemplo, son perfectamente conscientes de que sus afir­
maciones deben ajustarse al débil contexto de una juris­
prudencia sumamente local). Pero una cosa es estar dis­
puesto a vérselas con audiencias nuevas y poco familia­
res, y otra muy distinta hacer volar por los aires cual­
quier tipo de provincialismo.
A mi parecer, la doctrina de un «momento trascen­
dente» de Habermas representa una encomiable disposi­
ción a intentar algo nuevo, pero también es una jactancia
vacía. En según qué circunstancias, decir «voy a tratar de
defender esto frente a quien sea» suele ser propio de una
actitud encomiable. Pero decir «puedo defender esto con
éxito frente a quien sea» es una tontería. Quizá haya
alguien que pueda, claro, pero al decirlo su situación no
será mejor que la de aquel campeón de pueblo que ase­
gura poder vencer al campeón mundial. El único tipo de
situación en el que uno podría decir tal cosa sería aquél
en que ya se hubieran acordado por adelantado las reglas
del juego argumentativo, como sucede, por ejemplo, en
las matemáticas «normales» (en oposición a las «revolu­
cionarias»).
En la mayoría de los casos, sin embargo, incluyendo
las pretensiones políticas y morales en las que Habermas
está más interesado, esas reglas no existen. En el tipo de

tiva y de corrección normativa.» (Habermas, Faktizitat und Geltung, Frankfurt


a.M, Suhrkamp, 1993, p. 19) (Habermas, Facticidad y validez, Madrid: Trotta,
1998).
94 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

casos que acabo de mencionar —en juzgados provinciales


y en juegos de lenguaje tales como las matemáticas, regu­
lados por convenciones precisas y explícitas— la noción
de dependencia contextúa! tiene un sentido preciso. Pero
no es así para la mayoría de afirmaciones. Lo mismo
sucede con la noción de «validez universal». Para la
mayoría de afirmaciones —«El mejor candidato es Clin­
ton», «Alejandro fue anterior a César», «El oro es insolu-
ble en ácido clorhídrico» y parecidas— es difícil ver por
qué debería uno preguntarse «¿depende mi afirmación
del contexto, o es universal?». El hecho de ir a favor de
una alternativa en vez de la otra no supone ninguna rele­
vancia de orden práctico.
Habermas sugiere una analogía de la distinción entre
lo dependiente de contexto y lo universal que acaso
parezca más relevante para la práctica. Es lo que él llama
«la tensión entre facticidad y validez». Habermas consi­
dera que esta tensión constituye un problema filosófico
central y asegura que ella es también la responsable de
muchas de las dificultades que surgen al intentar teorizar
la política democrática.17 Para Habermas, una caracterís­
tica distintiva y valiosa de su teoría de la acción comuni­
cativa es que «en sus conceptos fundamentales absorbe
ya la tensión entre facticidad y validez».18 Cosa que con­
sigue por medio de la distinción entre uso «estratégico»
del discurso y «uso del lenguaje orientado hacia el logro
de entendimiento».19 De tal suerte que es posible pensar
que esta última distinción es justamente la distinción que
estamos buscando, la que nos permitiría interpretar, de
un modo relevante para la práctica, la distinción entre
dependencia contextual y universalidad.
Como yo lo veo, sin embargo, la distinción entre uso
estratégico y uso no estratégico del lenguaje equivale
simplemente a la distinción entre aquellos casos en los
que lo que más nos preocupa es convencer a otros y
aquellos casos en los que esperamos aprender algo. En el
17. Ib íd .,p .2 \.
18. Ibíd., p. 24.
19. Ibíd., p. 23.
UNIVERSALIDAD Y VERDAD 95
último conjunto de casos uno está predispuesto a renun­
ciar a sus concepciones actuales si oye algo mejor. Los
dos casos representan los dos extremos de un espectro:
en uno de los extremos utilizamos todo tipo de trucos
(mentir, omissio veri, suggestio falsi, etc.) con el propósi­
to de convencer; en el otro, nos dirigimos a los otros de
la misma forma que cuando hablamos con nosotros mis­
mos de un modo natural, reflexivo y curioso. La mayoría
de las veces nos movemos entre los dos extremos.
Mi problema es que no veo que estos dos extremos
tengan nada que ver con la distinción entre dependencia
contextual y universalidad. La clase de conversación que
tiene lugar al final de uno de tales extremos del espectro
recibe tradicionalmente el nombre de «la búsqueda pura
de la verdad». Pero yo no consigo ver qué tiene que ver
esta clase de conversación con la universalidad o la
incondicionalidad. Es «no estratégica» en el sentido de
que en esa clase de conversaciones dejamos que las cosas
sigan su curso. Pero es difícil creer que las afirmaciones
que hacemos en tales conversaciones presuponen algo
que no está presupuesto en las afirmaciones que realiza­
mos al encontramos en el otro extremo del espectro.
Habermas, no obstante, piensa que hasta que no
reconozcamos que «las pretensiones de validez que se
plantean hic et nunc y que aspiran al reconocimiento o a
la aceptación intersubjetiva pueden superar también los
criterios locales de toma de decisiones de sí/no», no con­
seguiremos damos cuenta de que «este momento tras­
cendente solamente distingue aquellas prácticas de justi­
ficación orientadas a pretensiones de verdad de aquellas
otras prácticas reguladas meramente por convención
social».20 Este pasaje constituye un buen ejemplo de lo
que, en mi opinión, supone el indeseable compromiso
de Habermas con la logocéntrica distinción entre opi­
nión y conocimiento, una distinción entre la pura obe­
diencia al nomoi, incluido el tipo de nomoi que encon­
traríamos en una sociedad democrática utópica, y la cla­
20. Ibíd., p. 31.
96 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

se de relación physei con la realidad que proporciona la


comprensión de la verdad. Para los deweyanos, las dis­
tinciones entre opinión y conocimiento y nomos y physis
no son más que vestigios de la obsesión platónica por la
clase de certeza que se encuentra en las matemáticas y,
más en general, por la idea de que el universal, debido a
que en cierto modo es eterno e incondicional, nos ofrece
la posibilidad de alejamos de lo particular, temporal y
condicionado.
Interpreto que en este pasaje Habermas utiliza el tér­
mino «prácticas de justificación orientadas a pretensio­
nes de verdad» para referirse al extremo más bonito del
espectro que anteriormente he descrito. Desde mi punto
de vista, sin embargo, la verdad no tiene nada que ver
con esto. Tales prácticas no trascienden la convención
social. Al contrario, están reguladas por ciertas conven­
ciones sociales determinadas: aquellas convenciones de
una sociedad todavía más democrática, tolerante, acomo­
dada, rica y diversa que la nuestra, una sociedad en la
que el inclusivismo forma parte del sentido de la identi­
dad moral de cada cual. En una sociedad como ésta todo
el mundo está siempre dispuesto a dar la bienvenida a
todo tipo de opiniones extrañas sobre cualquier tema.
Son éstas, también, las convenciones que regulan deter­
minados segmentos afortunados de la sociedad contem­
poránea, como por ejemplo los seminarios universitarios,
las colonias de verano para intelectuales, etc.21
Quizá la mayor diferencia entre Habermas y yo sea
que los pragmatistas como yo simpatizamos con los pen­
sadores antimetafísicos, «posmodemos» que él critica
cuando éstos sugieren que la idea de una distinción
entre práctica social y lo que trasciende tal práctica
constituye un vestigio de logocentrismo. Foucault y
Dewey podrían estar de acuerdo en señalar que la inda­
gación, independientemente de que sea siempre una
21. Por razones parecidas a las que nos ofrecen David Lewis y Quine,
debería preferir utilizar el término «prácticas» en lugar del término «convencio­
nes»; pero aquí voy a usar ambos términos como sinónimos.
UNIVERSALIDAD Y VERDAD 97
cuestión de «poder» o no, nunca trasciende la práctica
social. Los dos dirían que, del mismo modo que lo úni­
co que puede trascender una audiencia presente es
una audiencia futura, lo único que puede trascender una
práctica social es otra práctica social. Asimismo, lo úni­
co que puede trascender una estrategia discursiva es otra
estrategia discursiva: aquella que tenga por objeto unos
mejores fines. Puesto que no sé qué significa tenerla por
objeto, no creo que «verdad» designe uno de tales fines.
Sé perfectamente qué significa tener por objeto o aspirar
a una mayor honestidad, una mayor caridad, paciencia,
inclusividad, etc. Entiendo que la política democrática
sirve a unos fines tan deseables y concretos como éstos.
Pero en cambio no consigo ver de qué sirve añadir a
nuestra lista de fines la «verdad», la «universalidad» o la
«incondicionalidad»: no llego a ver qué cambios en nues­
tra conducta aportarían esas adiciones.
Podría parecer que la diferencia entre Habermas y yo
en este punto no tiene ninguna relevancia de orden prác­
tico: los dos tenemos en mente las mismas utopías y esta­
mos comprometidos con el mismo tipo de política demo­
crática. Así pues, qué ganas de complicarse la vida con la
pregunta ¿qué diferencia hay entre llamar a las prácticas
de comunicación utópicas «orientadas a la verdad» o no
hacerlo? ¿Para qué ponerse a discutir sutilerías acerca de
la relevancia de la verdad para la política democrática?
La razón de que Habermas piense que interrogarse en
este sentido es relevante para la práctica y yo no radica
en que él puede realizar un movimiento argumentativo
que a mí me está vedado: acusar a los adversarios de
incurrir en autocontradicción performativa. Habermas
cree que todo aquel —yo incluso— que se mete en un
argumento cualquiera está «inevitablemente suponiendo»
«el discurso universal de una comunidad de interpreta­
ción ilimitada». Dice: «aun en el caso de que tales presu­
posiciones [las presuposiciones de la comunicación] ten­
gan un contenido ideal que sólo puede ser realizado de
forma aproximada, de facto, cualquier participante que
afirme o niegue la verdad de una afirmación y desee
98 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

tom ar parte en la argumentación que tiene por objeto


justificar tal pretensión de validez estará obligado a acep­
tarlas».22
¿Qué ocurre, sin embargo, con alguien (como ocurre
con muchos administradores de universidades america­
nas) a quien irritan sobremanera las convenciones socia­
les de las mejores secciones de las mejores universidades,
lugares en los que incluso las afirmaciones más paradóji­
cas y menos prometedoras son discutidas y en los que las
feministas, los ateos, los homosexuales, los negros, etc.,
son considerados compañeros conversacionales y perso­
nas con la misma cualidad moral que nosotros? De
acuerdo con la interpretación de Habermas que ofrezco,
si esta persona da argumentos a favor de la sustitución de
estas convenciones por otras convenciones más exclusi­
vistas, entonces tal persona está contradiciéndose a sí
misma. Yo, en cambio, no puedo replicar a ningún admi­
nistrador americano que se está contradiciendo a sí mis­
mo. Como máximo puedo tratar de persuadirle a favor de
la tolerancia haciendo uso de los métodos normales de
persuasión: ofreciendo ejemplos de cómo lo que hoy son
trivialidades antaño fueron paradojas, de las contribucio­
nes a la cultura que han realizado los negros, las mujeres,
los homosexuales, los ateos, etc.23
El principal problema es saber si ha habido nunca
nadie que se haya creído la acusación de estar cometien­
do una autocontradicción performativa. Y, francamente,
dudo que existan muchos casos claros de gente que se
haya tomado tal acusación en serio. Si a un intolerante
como el que acabo de bosquejar le decimos que está obli­
gado a tener pretensiones de validez que superen su con­
texto y que tengan por objeto la verdad, es probable que
nos responda que eso es justamente lo que está haciendo.
Pero si le decimos que no puede tener tales pretensio­
22. Habermas, op. cit., 1993, p. 31.
23. No estoy seguro de qué pensarán Apel y Habermas al oírme decir tal
cosa: si considerarán que estoy argumentando o si, por el contrario, pensarán
que he renunciado a la argumentación y recaído en el adiestramiento estratégi­
co de la sensibilidad.
UNIVERSALIDAD Y VERDAD 99
nes y, al mismo tiempo, rechazar las paradojas y perso­
nas que rechaza, luego es probable que no nos entienda.
Dirá que aquellos que proponen semejantes paradojas
están demasiado locos como para discutir con ellos o dis­
cutirles nada, que las mujeres tienen una visión distorsio­
nada de la realidad, y cosas por el estilo. Pensará que es
irracional o inmoral, o las dos cosas al mismo tiempo,
tomarse en serio tales paradojas.24
La verdad es que no veo tanta diferencia entre la
reacción del intolerante contra Habermas y contra mí y
las reacciones de Habermas y mías contra él. No consigo
ver que haya nada parecido a una «razón comunicativa»
que favorezca más nuestras reacciones que la suya. Ello
se debe a que no veo por qué motivo el término «razón»
no puede ser adoptado de la misma forma que los térmi­
nos «libertad académica», «moralidad» o «pervertir»; asi­
mismo tampoco comprendo cómo es posible que el cohe-
rentismo an ti fundación alista que comparto con Haber-
mas pueda dar cabida a un bloqueador de conversacio­
nes, no relativizable y no recontextualizable como es la
llamada «autocontradicción performativa». Lo que el
intolerante y yo hacemos, y creo debemos hacer, cuando
se nos dice que hemos violado un presupuesto de la
24. Los Burschenschaften austríacos decidieron que las personas de san­
gre judía, por mucho que llevaran colgada la graduación de oficial del empera­
dor o fueran estudiantes universitarios, no eran satisfaktionsfahig. De suerte que
no era necesario aceptar los duelos a los que esas personas pudieran retar.
Necesitamos una noción análoga a la de nicht satisfaktionsfahig para las deman­
das de justificación, para las invitaciones a participar en el diálogo. Joachim
Schulte me ha sugerido la noción de nicht rechtfertigungsempfanglich, que suena
bastante bien. Con independencia de cuál sea el término correcto, lo que yo
quiero subrayar es que el intolerante exclusivista que tengo en mente no ve nin­
guna necesidad de justificar sus afirmaciones ante la clase equivocada de gente.
Pero el intolerante no es el único que necesita una noción como Rechtfertigung-
sempfanglichkeit. Ninguno de nosotros se toma en serio a todas las audiencias;
todos nosotros rechazamos las demandas de justificación que nos formulan
algunas audiencias, considerándolas una pérdida de tiempo. (Piénsese en el caso
de un médico que se niega a justificar su procedimiento ante un defensor del
cristianismo científico, o ante un médico chino que basa su oficio en la acu­
puntura y en la moxibustión.) Como digo más adelante, la principal diferencia
entre el intolerante y nosotros es que mientras que para él esas cuestiones son
un asunto de descendencia racial, para nosotros son un asunto de creencias y
deseos.
100 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

comunicación es discutir acerca de los sentidos de los


términos que se utilizan para afirm ar ese pretendido pre­
supuesto: términos como «verdadero», «argumento»,
«razón», «comunicación», «dominación», etc.25
Con tiempo y un poco de suerte, esa discusión se
transformará en una conversación mutuamente prove­
chosa acerca de nuestras respectivas utopías, nuestras
ideas sobre qué aspecto tendría la sociedad ideal que
autorizaría una audiencia idealmente competente. Pero
tal conversación no va a terminar con el reconocimiento,
hecho de mala gana, por parte del intolerante de que él
mismo se ha enredado en una contradicción. En el caso
de que, mirabile dictu, lograra convencerle del valor de mi
utopía, su reacción consistiría más en lamentar no haber
tenido suficiente imaginación y curiosidad, que en
lamentar no haber sabido reconocer sus propios presu­
puestos.

5. Independencia del contexto sin convergencia:


la concepción de Albrecht Wellmer
Estoy de acuerdo con Apel y Habermas en que Peirce
tiene razón al pedirnos que hablemos del discurso en vez
de la conciencia. Pero también creo que el único ideal
que el discurso presupone es el de que seamos capaces de
justificar nuestras creencias ante una audiencia compe­
tente. Como coherentista, considero que una vez conse­
guimos ponemos de acuerdo con los miembros de esa
audiencia sobre qué tiene que hacerse, entonces ya no
cabe preocuparse por nuestra relación con la realidad.
Claro que todo depende de lo que se entienda por audien­
cia competente. A diferencia de Apel y Habermas, la lec­
25. Podría ocurrir que el intolerante no supiera cómo hacerlo; en tal
caso, las convenciones locales que Habermas y yo compartimos sugieren que los
filósofos deberían intervenir para ayudarle, ayudarle a construir sentidos para
esos términos, sentidos que incorporen su concepción exclusivista, del mismo
modo que la concepción inclusivista que Habermas y yo tenemos está incorpo­
rada en el uso que los dos hacemos de esos términos.
UNIVERSALIDAD Y VERDAD 101
ción que yo saco de Peirce es que los filósofos que nos
interesamos por la política democrática deberíamos dejar
en paz la verdad, aparcar esta discusión como un tema
sublimemente indiscutible, y en su lugar pasar a conside­
rar el problema de cómo persuadir a la gente para que
amplíe las dimensiones de la audiencia que tiene por
competente, para que incremente las dimensiones de la
comunidad relevante de justificación. No es sólo que este
último proyecto sea importante para la política democrá­
tica, sino que, en gran medida, la política democrática es
tal proyecto.
Apel y Habermas piensan que la exigencia de maxi-
mizar las dimensiones de esta comunidad está ya, por
decirlo así, incorporada en la acción comunicativa. En
ello recae el valor de su tesis de que toda afirmación
reclama validez universal.26 Albrecht Wellmer, al igual
que yo, rechaza el convergentismo que Apel y Habermas
comparten con Putnam; por otro lado, acepta su tesis de
que nuestras pretensiones de verdad «trascienden el con­
texto —local o cultural— en el que éstas son formu­
ladas».27
Mi problema con Wellmer, Apel y Habermas es que
no consigo ver qué fuerza pragmática tiene llamar «buen
argumento» a un argumento que, como todos los argu­
mentos, convence más a unos que a otros. Eso es como
llamar «buena herramienta» a una herramienta que,
como todas las herramientas, solamente es útil para unos
fines en concreto. Imaginen que un cirujano, tras fraca­
sar en el intento de cavar con un bisturí un túnel que le

26. Parece que la idea de hablar de validez universal en vez de verdad tie­
ne por objeto evitar la cuestión acerca de si los juicios éticos y estéticos tienen
ningún valor de verdad. Semejante duda sólo se plantea entre los representacio-
nalistas, es decir, entre aquellos que creen que para que un juicio sea verdad
debe existir un objeto que lo «haga» verdadero. Los no representacionalistas,
como Davidson o yo, e incluso algún casi-representacionalista como Putnam,
nos contentamos con pensar que «El amor es mejor que el odio» es un candida­
to para el valor de verdad igual de bueno que «La energía es siempre igual a la
masa por el cuadrado de la velocidad de la luz».
27. Cito la versión inglesa del trabajo de Wellmer «Truth, Contingency,
and Modemity» que por ahora sólo ha aparecido en francés.
102 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

sacaría de la celda en que está preso, dijese «a pesar de


todo, es una buena herramienta». Imagínenlo ahora, tras
intentar infructuosamente convencer a los guardias para
que lo dejen salir a fin de poder volver a ocupar su cargo
de líder de la resistencia, diciendo «a pesar de todo, éstos
son buenos argumentos».
Mi problema se intensifica al formularme la pregun­
ta de si mis pretensiones de verdad «trascienden mi con­
texto cultural local». Como no puedo comprender qué
significa aquí «trascendencia», no tengo claro si lo hacen
o no. Y es que ni siquiera comprendo qué sentido tiene
decir que mi afirmación «tiene una pretensión de ver­
dad». Cuando creo que p, y formulo esa creencia afir­
mándola en el curso de una conversación, ¿estoy real­
mente haciendo una pretensión? ¿Qué valor tiene decir
que estoy haciendo algo semejante? ¿Qué añade decir tal
cosa a la afirmación de que —para decirlo con Peirce—
estoy informando a mi interlocutor acerca de mis hábitos
de acción e indicándole el modo de predecir y controlar
mi futura conducta conversacional y no conversacional?
En según qué situación, también podría ocurrir que en
realidad le estuviera invitando a mostrar su desacuerdo
conmigo contándome sus diferentes hábitos de acción;
podría estar sugiriéndole que estoy preparado para razo­
nar mi creencia; podría estar tratando de causarle buena
impresión, y mil cosas más. Como nos recordó Austin,
uno hace muchas cosas cuando hace una afirmación que
puede ser interpretada como formando parte del toma y
daca que establece con su interlocutor. Este toma y daca
consiste, aproximadamente, en un ajustamiento recípro­
co de nuestra conducta, una coordinación estratégica de
nuestra conducta que puede resultar mutuamente prove­
chosa.
Obviamente, si tras afirmar p alguien me pregunta si
creo quep es verdad, diré «sí, lo creo». Pero a continua­
ción me preguntaré, con Wittgenstein, qué sentido tenía
hacer esa pregunta. ¿Está poniendo en duda mi sinceri­
dad? ¿Está expresando incredulidad respecto a mi capa­
cidad de ofrecer razones a favor de mi creencia? Puedo
UNIVERSALIDAD Y VERDAD 103
tratar de desenmarañar un poco el asunto pidiéndole el
motivo de su pregunta. Si a ello responde «tan sólo que­
ría asegurarme de que estabas haciendo una pretensión
de verdad que trasciende el contexto», me va a dejar des­
concertado. ¿De qué quiere asegurarse, exactamente?
¿Qué representaría para mí realizar una afirmación
dependiente del contexto? Evidentemente, en el sentido
trivial de que una afirmación puede que no siempre sea
una proposición, todas las afirmaciones dependen del
contexto. ¿Qué significaría, sin embargo, para la proposi­
ción afirmada depender del contexto, en oposición al
acto de habla que es dependiente del contexto?
No comprendo cómo es que gente como Habermas y
Wellmer, que han renunciado a la teoría de la verdad
como correspondencia y que, por tanto, no pueden dis­
tinguir entre la pretensión de informar sobre un hábito
de acción y la pretensión de representar la realidad, pue­
den trazar tal distinción entre dependencia contextual e
independencia contextual. La mejor explicación que se
me ocurre es que creen, en palabras de Wellmer, que
«siempre que hacemos una pretensión de verdad sobre la
base de lo que consideramos unos buenos argumentos o
una evidencia convincente, entendemos que las condicio­
nes epistémicas imperantes aquí y ahora son ideales en el
siguiente sentido: presuponemos que, en el futuro, no
surgirá ningún argumento o evidencia que ponga en
cuestión nuestra pretensión de verdad». O, como también
dice Wellmer: «contar con que las razones y evidencias
son convincentes significa excluir la posibilidad de que,
con el tiempo, se demuestre que eran erróneas».
Si eso es lo que conlleva hacer una pretensión de ver­
dad que trasciende el contexto, entonces yo jamás he
hecho ninguna. No sabría cómo excluir la posibilidad que
Wellmer describe. Ni tampoco sabría cómo dar por sen­
tado que, en el futuro, no aparecerán argumentos o evi­
dencia que pondrán en duda mis creencias. Lo que yo
quiero saber, confiando una vez más en el principio prag­
matista fundamental que dice que cualquier diferencia
tiene que ser relevante en el orden práctico, es si ese
104 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

«excluir» y ese «dar por sentado» son cosas que puedo


decidir hacer o no. En caso afirmativo, querré saber más
detalles sobre el modo de realizarlas. En caso negativo,
voy a considerarlas vanas.
Otra manera de formular la observación que ahora
me interesa hacer es preguntarse: ¿qué diferencia hay
entre, por un lado, un metafísico partidario de una teoría
de la verdad como correspondencia que me dice que, lo
sepa o no, lo admita o no, mis enunciados equivalen
automáticamente, me guste o no, a una pretensión de
representar con precisión la realidad y, por otro lado, mis
compañeros peirceanos que me aseguran que equivalen
automáticamente, me guste o no, a una exclusión de
posibilidades o a una presuposición sobre lo que nos
depara el futuro? En ambos casos se me dice que estoy
presuponiendo algo que, por más que reflexione, no con­
sigo ver que crea. Ahora bien, es difícil distinguir la
noción de «presuposición» de la noción de «redescripción
de la persona A en el lenguaje de la persona B» cuando
aquélla sirve también para creencias que niega con rotun­
didad la persona que presuntamente está presuponiendo.
Si A es capaz de explicar con sus propios términos lo que
está haciendo y por qué lo está haciendo, ¿qué derecho'
tiene B de decir «No, lo que A está haciendo realmente
es...»? En el caso en cuestión, nosotros los deweyanos
creemos que disponemos de un procedimiento perfecta­
mente válido de describir nuestra propia conducta —con­
ducta que Habermas, por cierto, aprueba— evitando la
utilización de términos como «universal», «incondicio­
nal» o «trascendencia».
Me parece estar acorde con el espíritu de la crítica de
Peirce a la «duda ficticia» de Descartes plantear la cues­
tión de si no estaremos tratando aquí también con nna
«trascendencia ficticia», una especie de respuesta ficticia
a la duda ficticia. La duda real, dijo Peirce, surge cuando
uno prevé la aparición de un determinado problema si
actúa de acuerdo con el hábito de acción que es la creen­
cia. (Tal dificultad puede consistir, por ejemplo, en tener
que dejar de afirmar ciertas proposiciones que son rele-
UNIVERSALIDAD Y VERDAD 105
vantes y conflictivas al mismo tiempo.) Se da auténtica
trascendencia, diría yo, cuando uno dice: «estoy prepara­
do para justificar esta creencia, no sólo ante gente que
comparte estas premisas conmigo, sino también ante
mucha otra gente que no las comparte, pero con la cual
sí comparto otras».28 La cuestión de si estoy preparado o
no constituye un problema práctico concreto que resuel­
vo, por ejemplo, imaginando las distintas respuestas que
tendrían otras audiencias ante mi afirmación de que p, y
ante mi subsiguiente conducta.
Claro que los experimentos mentales de este tipo tie­
nen sus límites. No puedo figurarme estar defendiendo
mi afirmación ante cualquier posible audiencia. Y eso,
en primer lugar, porque normalmente soy capaz de ima­
ginar audiencias ante las cuales consideraría absurdo
tratar de justificar mi creencia. (Intenten defender sus
creencias sobre la justicia ante unos neandertales, o
ante unos guardias nazis; o intenten defender sus creen­
cias sobre los quarks ante Aristóteles, o sus creencias
sobre trigonometría ante un niño de tres años.) Y, en
segundo lugar, porque un buen pragmatista no debería
utilizar jamás la expresión «todos los posibles...». Un
buen pragmatista no sabe cómo imaginar o cómo des­
cubrir los límites de posibilidad de nada. En realidad,
no puede ni figurarse qué sentido podría tener tratar de
realizar tal hazaña. ¿Bajo qué circunstancias sería
importante considerar la diferencia entre «todos los X
en que puedo pensar» y «todos los X posibles»?29 ¿De
28. Imagínense a un abogado diciendo lo siguiente a un grupo de ejecu­
tivos de una multinacional y clientes suyos: «Me temo que mi informe se basa
en un artículo corto, peculiar y curioso del Código Napoleónico. Por tanto, si
bien éste es un caso fácil de ganar en Francia, Costa de Ivori y Louisiana, dudo
que pueda hacer nada por ustedes en los tribunales de Gran Bretaña, Alemania,
Ghana o Massachusetts, por ejemplo.» Tras lo cual, estos ejecutivos deciden con­
sultar a otro abogado, mejor que el primero, que les dice: «Puedo trascender
(transcend) eso; dispongo de un argumento que funcionará en los tribunales de
casi todos los países excepto Japón y Brunei.»
29. Alguien podría responder semejante pregunta diciendo que es impor­
tante en matemáticas. En matemáticas no nos limitamos a decir sólo que todos
los triángulos euclidianos dibujados hasta ahora tienen unos ángulos interiores
que en total suman 180 grados, sino que decimos que tal es el caso para todos
106 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

qué modo podría ello suponer una diferencia relevante


en el orden práctico?
Llego por tanto a la conclusión que, para los pragma­
tistas al menos, no es posible distinguir como hace Well­
mer entre afirmaciones dependientes del contexto y afir­
maciones independientes del contexto. Como no se me
ocurre nada mejor, creo que lo que deberíamos hacer
ahora es preguntamos por qué Wellmer, Apel y Habermas
piensan que vale la pena trazar esa distinción. La res­
puesta es, claro está, que quieren evitar el «relativismo»
que supuestamente implica el contextualismo. Por tanto,
a continuación paso a considerar lo que Wellmer llama
«la antinomia de la verdad», el choque entre las intuicio­
nes relativistas y las intuiciones absolutistas.

6. ¿Deben ser relativistas los pragmatistas?


Hacia el comienzo de su «Truth, Contingency and
Modemity», Wellmer escribe lo siguiente:
Si entre los miembros de distintas comunidades lin­
güísticas, científicas o culturales existe un desacuerdo
irresoluble respecto a, por ejemplo, la posibilidad de jus­
tificar pretensiones de verdad, respecto a los criterios de
argumentación o de soporte evidencial, ¿puedo aún supo­
ner que —en algún lugar— existen los modelos correctos,
los criterios adecuados, en definitiva, que hay una verdad
objetiva del asunto? ¿O en vez de ello debería pensar que
la verdad es «relativa» a las culturas, a los lenguajes, a las
comunidades, relativa incluso a las personas? Mientras
que, por un lado, el relativismo (la segunda alternativa)
los triángulos posibles. Con todo, como nos recuerda Wittgenstein en Observa­
ciones sobre los fundamentos de la matemática, el valor de que esta afirmación
haya contemplado el reino de las posibilidades es sólo que ya no vamos a tratar
de justificar determinadas afirmaciones ante cierta gente: nadie discute de geo­
metría euclidiana con gente que se obstina en conseguir la cuadratura del
círculo y el doblamiento del cubo. Una vez desechamos, con Quine y Wittgens­
tein, las distinciones analítico-sintético y lenguaje-hecho, ya no podemos sentir­
nos igual de cómodos que antes con la distinción entre «todos los Xs posibles»
y «todos los Xs que hasta ahora hemos concebido».
UNIVERSALIDAD Y VERDAD 107
parece ser inconsistente, por otro, el absolutismo (la pri­
mera alternativa) parece implicar presupuestos metafísi-
cos. A esta situación la vamos a llamar la antinomia de la
verdad. Sea bien mediante el intento de demostrar que el
absolutismo no es necesariamente metafísico, o por
medio del intento de demostrar que no es necesario que
la crítica del absolutismo lleve al relativismo, en las últi­
mas décadas, en filosofía, se han llevado a cabo esfuerzos
muy importantes a fin de resolver esta antinomia.
Mi problema con la antinomia de Wellmer es que no
creo que negar la existencia de «los modelos correctos»
deba llevar a nadie a sostener que la verdad (en tanto que
opuesta a la justificación) es «relativa» a algo. En mi opi­
nión, si no se creyera que la única razón que tenemos
para justificar mutuamente nuestras creencias es que
semejante justificación aumenta las probabilidades de
que éstas sean verdad, nadie pensaría jamás que la críti­
ca del absolutismo conduce al relativismo.
No veo razón alguna para pensar que tal justificación
aumenta las probabilidades de que nuestras creencias
sean verdad. Pero ello tampoco me preocupa, puesto que
no creo que nuestras prácticas de justificación precisen
de ninguna justificación. Si tengo razón al decir que la
única función indispensable de la palabra «verdadero» (o
de cualquier otro término normativo indefinible, como
por ejemplo «bueno» o «correcto») es advertir, alertar del
peligro, señalar hacia unas situaciones imprevisibles
(futuras audiencias, futuros dilemas morales, etc.),
entonces no tiene mucho sentido preguntarse si la justifi­
cación conduce o no a la verdad. La justificación ante un
número cada vez mayor de audiencias lleva a una reduc­
ción cada vez mayor del peligro de refutación y, de este
modo, a una reducción cada vez mayor de la necesidad
de tomar precauciones. («Si lograra convencer a ellos»,
solemos decimos, «entonces sería capaz de convencer a
cualquiera».) Pero decir que la justificación conduce a la
verdad es algo que sólo podría ser dicho si, de algún
modo, pudiéramos proyectamos desde el nivel de lo con­
dicionado hasta el nivel de lo incondicionado, desde el
108 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

nivel de todas las audiencias imaginables hasta el nivel de


todas las audiencias posibles.
Una proyección de este tipo tiene algún sentido para
alguien que crea en la convergencia. Porque creer en ella
es concebir el espacio de razones como finito y estructura­
do, de modo que, cuantas más audiencias quedan satisfe­
chas más y más miembros de un conjunto finito de posi­
bles objeciones van quedando descartados. Si uno es repre-
sentacionalista tenderá a concebir así el espacio de razones
porque concebirá la realidad (o al menos la parte espacio-
temporal relevante para la mayor parte de los intereses
humanos) como finita, como empujándonos fuera del
error en dirección a la verdad, como produciendo en noso­
tros representaciones cada vez más precisas de ella y
disuadiéndonos de las imprecisas.30 Pero si uno considera
que el conocimiento no es correspondencia con la reali­
dad, entonces es más difícil ser convergentista y concebir
el espacio de razones como finito y estructurado.
Mi opinión es que Wellmer desea proyectarse de lo
condicionado (nuestras experiencias afortunadas al
intentar justificar nuestras creencias) a lo incondicionado
(la verdad). La gran diferencia entre él y yo es que yo res­
pondo a la pregunta «¿representan nuestros principios
liberales y democráticos solamente uno de los muchos
juegos de lenguaje político posibles?» con un «sí» incon­
dicional. Para Wellmer, en cambio, «se puede justificar
un “no” condicionado, y por justificación no quiero decir
justificación para nosotros, sino justificación a secas».
Es justamente la idea de «justificación a secas», creo,
lo que provoca que Wellmer se comprometa con la tesis
de que el espacio lógico del razonar es finito y estructu­
rado. Por eso, yo le urgiría a abandonar esta última tesis
por las mismas razones que él abandonaba el convergen-
tismo de Apel y Habermas. Pero, curiosamente, tales
30. Eso de que los objetos empujen hacia las verdades es una metáfora
que suena mejor en física que en ética o estética. Por esa razón los representa-
cionalistas son con frecuencia «antirrealistas» con relación a estas últimas dis­
ciplinas y, en cambio, reservan a las partículas elementales la función de hacer
que las afirmaciones sean verdaderas, pues estas partículas parecen ser unos
candidatos más aptos para empujar hacia la verdad que los valores.
UNIVERSALIDAD Y VERDAD 109
razones son casi las mismas razones que él ofrece para su
«"no” condicionado». Estoy completamente de acuerdo
con la idea central que Wellmer ofrece en defensa de su
respuesta, a saber, que la idea misma de juegos de len­
guaje incompatibles y recíprocamente ininteligibles es
una ficción absurda y que, llegado el caso, los represen­
tantes de tradiciones y culturas distintas siempre encuen­
tran el modo de hablar sobre sus diferencias.31 Estoy
totalmente de acuerdo con Wellmer en que «la racionali­
dad —en cualquier sentido relevante del término— no
puede terminarse en la frontera de juegos de lenguaje
cerrados (puesto que no existe nada parecido)».
Las discrepancias surgen cuando, después de un pun­
to y coma, Wellmer finaliza la frase diciendo: «pero
entonces la contextualidad etnocéntrica de toda argu­
mentación es perfectamente compatible con el hecho de
tener pretensiones de verdad que trascienden el contexto
—local o cultural— en el que aparecen y en el cual pue­
den ser justificadas». Yo habría terminado la frase de
otro modo: «pero entonces la contextualidad etnocéntrica
de toda argumentación es perfectamente compatible con
tener la pretensión de que una sociedad liberal y de­
mocrática pueda reunir, incluir, todo tipo de distintos
ethnoi».
Podríamos resumir el desacuerdo entre Wellmer y yo
de la siguiente forma: los dos estamos de acuerdo en que
una de las razones para preferir la democracia es que nos
permite construir contextos de discusión cada vez mejores
y mayores. Pero yo me detengo aquí y él, en cambio, pro­
sigue. Él añade que semejante razón no sólo constituye
una justificación para nosotros, sino que además es una
«justificación a secas». Cree que «los principios democrá­
ticos y liberales de la modernidad» deberían, «pese a
Rorty», ser «entendidos en sentido universalista».
Mi problema, claro, es que yo no puedo entenderlos
así. Los pragmatistas como yo somos incapaces de figu­
31. Ésta es la observación que hace Davidson en «The Very Idea of a
Conceptual Scheme».
110 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

ramos la manera de resolver la cuestión de si entende­


mos la justificación sólo como una «justificación para
nosotros» o bien como «una justificación a secas». Para
mí, eso es como tratar de resolver la cuestión de si pien­
so que mi bisturí u ordenador es «una buena herramien­
ta para esta tarea» o bien creo que es «una buena herra­
mienta, a secas».
En este punto, sin embargo, uno podría imaginar a
Wellmer replicando: «Pues peor para el pragmatismo.
Cuando una concepción no te permite entender una dis­
tinción que todo el mundo comprende, es que debe
haber algo equivocado en ella.» A lo cual yo contestaría:
sólo tienes derecho a trazar tal distinción si puedes res­
paldarla con otra distinción entre lo que parecen buenas
razones para nosotros y lo que parecen buenas razones
para una especie de tribunal de la razón kantiana ahis-
tórico. Ahora bien, tú mismo te privaste de tal posibili­
dad al renunciar al convergentismo y, por consiguiente,
al sustituto no metafísico de ese tribunal; es decir, la
idealización llamada «situación comunicativa no distor­
sionada».
Estoy de acuerdo con Wellmer en que «muy posible­
mente las instituciones democráticas y liberales sean las
únicas instituciones que pueden coexistir con un recono­
cimiento de la contingencia y, aun así, ser capaces de
reproducir su propia legitimidad»; eso al menos si uno
interpreta que «reproducir su propia legitimidad» signifi­
ca algo parecido a «relacionar la concepción de la situa­
ción de los seres humanos en el universo con la práctica
política». No creo, sin embargo, que el reconocimiento de
la contingencia sirva de «justificación a secas» para la
política democrática, puesto que no creo que realice lo
que Wellmer asegura que efectúa, a saber, «destruir las
bases intelectuales del dogmatismo, el fundacionalismo, el
autoritarismo y la desigualdad legal y moral».
Para mí el dogmatismo o la desigualdad no tienen
«unas bases intelectuales». Un intolerante partidario de
un trato desigual hacia los negros, las mujeres y los homo­
sexuales en beneficio de los hombres blancos normales no
UNIVERSALIDAD Y VERDAD 111
tiene ninguna necesidad de apelar a la negación de la con­
tingencia por medio de una teoría metafísica sobre la ver­
dadera naturaleza de los seres humanos. Podría hacerlo,
ciertamente, pero también podría convertirse en pragma­
tista. Un intolerante puede decir lo mismo que yo (inspi­
rándose en Nietzsche y Foucault): que el único problema
real es el problema del poder, la cuestión de saber qué
comunidad heredará la tierra, si la mía o la de mi adver­
sario. La elección que hacemos de una comunidad para
tal función se entreteje con la idea que tenemos sobre qué
entendemos por audiencia competente.32
Por sí mismo, el hecho de que no haya juegos de len­
guaje mutuamente ininteligibles no contribuye mucho a
demostrar que las disputas entre racistas y antiracistas,
entre demócratas y fascistas puedan ser resueltas sin
recurrir a la fuerza. Los dos bandos pueden coincidir en
afirmar que, a pesar de que entienden a la perfección lo
que el otro dice y comparten puntos de vista en la mayo­
ría de los temas (quizá incluso en el del reconocimiento
de la contingencia), no parece posible llegar a un acuerdo
en el caso en disputa. Parece pues que vamos a tener que
arreglar las cosas a tiros —dicen al tiempo que desenfun­
dan sus pistolas.
Mi respuesta a la pregunta de Wellmer sobre si «los
principios democráticos y liberales definen tan sólo uno
de los muchos juegos de lenguaje político posibles» es
«sí, si el valor de la pregunta consiste en preguntar si
existe algo en la naturaleza del discurso que singularice
ese juego». No puedo reconocerle otro valor a esa pre­
gunta; además, creo que deberíamos conformamos con
decir que no hay ninguna tesis filosófica sobre la contin­
gencia o la verdad que pueda contribuir de forma decisi­
va a favor de la política democrática.
32. Desarrollo con más detenimiento este tema en «Putnam and the
Relativist Menace», Journal of Philosophy, vol. 90, septiembre, 1993. En ese ar­
tículo arguyo que Putnam y yo compartimos la misma idea sobre qué debe con­
siderarse un buen argumento; a saber, aquél que satisface a una audiencia de
liberales antiprohibicionistas como nosotros, y que mi concepción no es menos
relativista que la suya, a pesar de mi explícito etnocentrismo.
112 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

Con «decisiva» me refiero a lo que Apel y Habermas


pretenden realizar: convencer al antidemócrata de que ha
incurrido en una autocontradicción performativa. Lo
máximo que la insistencia en la contingencia puede hacer
por la democracia es suministrar una idea controvertida
más a favor de la democracia; asimismo, insistir, por
ejemplo, en que sólo la raza aria se halla en sintonía con
la naturaleza necesaria e intrínseca de las cosas puede
tan sólo suministrar una idea controvertida más a favor
de este otro bando. Es cierto que no puedo tomarme esta
última idea en serio, pero tampoco creo que haya nada
de autocontradictorio en la negativa del nazi a considerar
mis opiniones seriamente. Podría ser, por consiguiente,
que tuviéramos que desenfundar las pistolas.

7. ¿Unifican la razón las presuposiciones


universalistas?
Yo no comparto la opinión de Habermas de que algu­
nas disciplinas como la filosofía, la lingüística o la psico­
logía evolutiva pueden hacer mucho por la política demo­
crática. Concibo el desarrollo de las convenciones socia­
les que alegran tanto a Habermas como a mí como un
mero y afortunado accidente. Aunque me gustaría pensar
que estoy equivocado. Acaso Habermas tenga razón y el
desarrollo gradual de esas convenciones ilustra verdade­
ramente un modelo universal de desarrollo filogénico u
ontogénico: un modelo representado con fidelidad por la
reconstrucción racional de competencias que ofrecen dis­
tintas ciencias humanas e ilustrado por la transición de
sociedades «tradicionales» a sociedades modernas «racio­
nalizadas».33
33. Tiendo a estar de acuerdo con Vincent Descombes (en el último capí­
tulo de su libro, The Barometer of Modem Reason, Nueva York, Oxford: Oxford
University Press, 1993) en que la distinción de Weber responde a un uso injusto
e interesado del término «racional». Con todo, estoy dispuesto a admitir que si
Chomsky, Kohlberg y el resto sobreviven a la crítica actual, entonces sus afir­
maciones sugerirán que Weber no iba mal encaminado.
UNIVERSALIDAD Y VERDAD 113
Con todo, a diferencia de Habermas, a mí no me
afectaría lo más mínimo si las propuestas actuales de las
ciencias humanas fuesen retiradas: si, por ejemplo, una
revolución conexionista en inteligencia artificial refutase
las ideas universalistas de Chomsky sobre competencia
comunicativa;34 si resultara que no se pueden reproducir
los resultados empíricos de Piaget y Kohlberg, etc. No
veo qué importancia podría tener que aquí hubiera o no
un modelo universal. Me tiene sin cuidado que la política
democrática sea o no la expresión de algo profundo, o
que no exprese nada mejor que algunas esperanzas surgi­
das de ninguna parte que entraron en los cerebros de un
grupo de gente notable que, por razones desconocidas, se
hicieron populares.
Habermas y Apel piensan que el camino de creación
de una comunidad cosmopolita pasa por estudiar la natu­
raleza de algo llamado «racionalidad» que todos los
humanos comparten, algo que en realidad se encuentra
ya en su interior, pero que todavía no alcanzan a recono­
cer suficientemente. Por eso se deprimirían tanto si, con
el tiempo, perdieran vigencia las propuestas de Chomsky,
Kohlberg, etc. Supongan, en cambio, que decimos que
todo a lo que esa racionalidad equivale —todo lo que dis­
tingue a los seres humanos de las otras especies anima­
les— es reducible a la capacidad de usar el lenguaje y, en
consecuencia, a la capacidad de tener actitudes preposi­
cionales, deseos y creencias. Parece lógico añadir que tan
34. Quizá sea bueno subrayar que una de las presuposiciones de la
comunicación que Habermas menciona —la atribución de significados idénticos
a las expresiones— está en peligro por el argumento que Davidson ofrece en «A
Nice Derangement of Epitaphs», según el cual las estrategias de interpretación
holística dictadas por el principio de caridad hacen innecesaria esa atribución.
El argumento de Davidson de que no existe nada semejante a un dominio del
lenguaje en el sentido de una interiorización de un conjunto de convenciones
sobre lo que las cosas significan armoniza perfectamente con la actual crítica
«conexionista» al «cognitivismo» del MIT y, por tanto, al universalismo de
Chomsky. Puede que lo que Habermas quiere decir con «atribución de significa­
dos idénticos» sea lo mismo que quiere decir Davidson con «ser caritativo»; si
fuera así, como la caridad no es opcional tampoco lo sería esa atribución. Como
es automática, nadie podría ser condenado por no actuar de acuerdo con ella.
Por consiguiente, no podría servir de base para una acusación de autocontra-
dicción performativa.
114 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

pocas razones hay para esperar que todos los organismos


que comparten esa habilidad formarán una sola comuni­
dad de justificación, como esperar que esa comunidad
reúna a todos los organismos capaces de andar largos
recorridos, permanecer monógamos o digerir vegetales.
Si consideráramos que la capacidad de usar el lenguaje,
como el pulgar prensil de la mano, no es más que uno de
esos trucos que los organismos han desarrollado para
acrecentar sus posibilidades de sobrevivir, entonces no
esperaríamos que la capacidad de comunicar cree una
sola comunidad de justificación.
Si combinamos este punto de vista darwiniano con
una actitud holista hacia la intencionalidad y el uso del
lenguaje presente en Wittgenstein y Davidson, entonces
diremos que no existe uso del lenguaje sin justificación,
que no existe capacidad de creer sin capacidad de argu­
mentar qué creencias cabe tener. Pero eso no es lo mismo
que decir que la capacidad de usar el lenguaje, de tener
creencias y deseos implica el deseo de justificar las creen­
cias de uno ante cualquier organismo que encuentre y uti­
lice un lenguaje. No es lo mismo que decir que cualquier
usuario del lenguaje que pase por la calle va a ser tratado
como miembro de una audiencia competente.
Al contrario, las personas humanas normalmente se
dividen en comunidades de justificación mutuamente
sospechosas (grupos mutuamente exclusivos, pero no
mutuamente ininteligibles) en función de la presencia o
ausencia de un solapamiento suficiente de creencias y
deseos. La principal fuente de conflicto entre comunida­
des humanas es la creencia de que no tengo por qué dar­
te ninguna justificación de mis creencias o molestarme a
averiguar qué creencias alternativas puedes tener tú,
puesto que eres un infiel, un extranjero, una mujer, un
niño, un esclavo, un pervertido, o un intocable. En defi­
nitiva, no eres «uno de nosotros», ni un ser humano realt
el paradigma de los seres humanos, aquellos cuyas opi­
niones debemos tratar con respeto.
La tradición filosófica ha intentado reducir la distan­
cia entre las comunidades exclusivistas afirmando que,
UNIVERSALIDAD Y VERDAD 115
entre infieles y auténticos creyentes, entre señores y escla­
vos, entre hombres y mujeres, existe más solapamiento
del que, en principio, podríamos pensar. Porque, como
dijo Aristóteles, todos los seres humanos desean por natu­
raleza saber. Ese deseo reúne a los seres humanos en una
comunidad universal de justificación. Para un pragmatis­
ta, sin embargo, este dictum aristotélico está equivocado,
pues enlaza tres cosas distintas al mismo tiempo: la nece­
sidad de relacionar con coherencia nuestras propias
creencias, la necesidad del respeto de nuestros semejantes
y la curiosidad.
Nosotros los pragmatistas opinamos que si la gente
relaciona coherentemente sus creencias es porque no
puede dejar de hacerlo, no porque ame la verdad. Nues­
tras mentes no pueden soportar la incoherencia más de
lo que nuestros cerebros pueden soportar el sustrato neu-
roquímico que esté en su base. Así como nuestras redes
neurales están presumiblemente condicionadas y, en par­
te, construidas por algo parecido a los algoritmos que los
programadores de ordenadores utilizan en el procesa­
miento de información distribuido en paralelo, asimis­
mo, nuestras mentes están condicionadas por la necesi­
dad de enlazar nuestras creencias y deseos en un todo
razonablemente perspicuo.35 Por eso no podemos «desear
creer», o sea, creer lo que nos gusta independientemente
de qué otras cosas creamos. Por esa razón, por ejemplo,
nos es tan difícil mantener las creencias religiosas en un
compartimiento separado del de las científicas y también
35. La noción «MIT» de «competencia comunicativa», asociada a
Chomsky y Fodor, está siendo gradualmente desplazada, dentro del campo de la
inteligencia artificial, por la concepción «conexionista» que sostienen aquellos
que consideran que el cerebro no contiene diagramas de flujo de datos rígida­
mente implementados de la clase que construían los programadores «cognitivis­
tas». Los conexionistas sugieren que las únicas estructuras biológicamente uni­
versales del cerebro son unas estructuras que no pueden ser descritas en térmi­
nos de diagramas de flujo de datos etiquetados con los nombres de las «clases
naturales» de las cosas y las palabras. Así pues, cae la noción de «competencia
comunicativa», como aquello que tienen en común todas las comunidades lin­
güísticas humanas, dando paso a la noción de «suficientes conexiones neurales
para que el organismo pueda ser programado como un usuario del lenguaje».
116 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

por ello nos cuesta tanto aislar el respeto hacia las insti­
tuciones democráticas del menosprecio hacia muchos
(incluso la mayoría) de nuestros conciudadanos (en tanto
que votantes).
Por razones familiares desde Hegel, Mead y David­
son, la necesidad de relacionar coherentemente las pro­
pias creencias no puede ser separada de la necesidad del
respeto de nuestros semejantes. Nos es tan difícil tolerar
el pensamiento de que nadie lleva bien el paso salvo
nosotros, como tolerar el pensamiento de que creemos p
y no-/?. Necesitamos el respeto de nuestros semejantes
porque no podemos confiar en nuestras propias creen­
cias, ni podemos conservar nuestro autorrespeto si no
estamos hasta cierto punto seguros de que nuestros inter­
locutores conversacionales están de acuerdo entre ellos
respecto a ciertas proposiciones como «No está loco»,
«Es uno de nosotros», «Puede que tenga creencias extra­
ñas en según qué temas, pero es razonable», etc.
Esta interpenetración entre la necesidad de relacio­
nar coherentemente las creencias entre ellas y la necesi­
dad de relacionarlas coherentemente con las de la mayo­
ría de nuestros semejantes es resultado del hecho de que,
como dijo Wittgenstein, a fin de poder imaginar una for­
ma de vida humana tenemos que imaginar no sólo un
acuerdo en los significados sino también en los juicios.
Davidson saca a relucir las consideraciones que respal­
dan la intuición de Wittgenstein: «La fuente última tanto
de la objetividad como de la comunicación es el triángu­
lo que pone en relación el hablante, el intérprete y el
mundo, y determina así los contenidos del pensamiento
y del habla.»36 Si nuestra creencia no ocupara un sitio en
una red de creencias y deseos, entonces no sabríamos
qué creer, ni tendríamos creencia alguna. Pero esa red
tampoco existiría sin nuestra capacidad de aparear las
características del entorno no humano que nos rodea
con el asentimiento de otros hablantes a nuestras profe-
36. Donald Davidson, «The Structure and Contení of Truth», Journal of
Philosophy, vol. 87, 1990, p. 325.
UNIVERSALIDAD Y VERDAD 117
rencias, preferencias causadas por esas mismas caracte­
rísticas.
La diferencia entre el uso que a Davidson y a mí nos
gustaría hacer de la comprensión de Hegel y Mead de que
nuestros yoes son por encima de todo dialógicos —de que
no existe ningún núcleo privado sobre el que construir—
y el uso que Apel y Habermas realizan de ella puede ser
hecha explícita dando una ojeada a la frase immediata­
mente posterior a la que hace un momento cité de David­
son: «Dada esta fuente —dice Davidson— no existe sitio
para un concepto relativizado de verdad.»
Lo que Davidson quiere decir es que la única clase de
filósofo que podría tomarse en serio la idea de que la ver­
dad es relativa a un contexto, y en particular a una elec­
ción entre comunidades humanas, es la de aquel que cree
que «estar en contacto con una comunidad humana» es
opuesto a «estar en contacto con la realidad». La idea de
Davidson de que no puede haber lenguaje sin triangula­
ción apunta precisamente a la imposibilidad de trazar esa
oposición. No es posible tener lenguaje o creencias sin
estar en contacto con ambas cosas, con una comunidad
humana y con una realidad no humana. No existe ningu­
na posibilidad de acuerdo sin verdad, ni de verdad sin
acuerdo.
La mayoría de nuestras creencias tienen que ser ver­
daderas, dice Davidson, porque atribuir a una persona
creencias en su mayor parte falsas significaría que, o bien
no hemos traducido bien sus señales y ruidos o bien que
esa persona no tiene creencias de ningún tipo, que no
habla en realidad ningún lenguaje. Por una razón similar,
la mayoría de nuestras creencias también tienen que apa­
recer como justificadas ante los ojos de nuestros seme­
jantes: de no ser así, si nuestros semejantes no pudieran
atribuimos una red en su mayor parte coherente de creen­
cias y deseos, entonces tendrían que concluir que, o bien
nos han entendido mal o bien no hablamos su lenguaje.
La coherencia, la verdad y la comunidad se complemen­
tan; y ello no porque la verdad tenga que ser definida en
términos de coherencia y no en términos de correspon­
118 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

dencia, en términos de práctica social y no en términos


de hacer frente a fuerzas no humanas, sino simplemente
porque atribuir una creencia es atribuir automáticamen­
te un lugar en un conjunto en gran parte coherente de
creencias mayoritariamente verdaderas.
Pero decir que sin comunidad no hay contacto, a tra­
vés de la creencia y el deseo, con la realidad —ni ver­
dad— no es aún decir nada acerca de los rasgos que
posee la comunidad en cuestión. Para los fines davidso-
nianos, una comunidad radicalmente exclusivista —com­
puesta sólo de sacerdotes, aristócratas, machos o blan­
cos— es igual de buena que cualquier otro tipo de comu­
nidad. Ésa es la diferencia entre lo que Davidson cree
poder obtener de la reflexión acerca de la naturaleza del
discurso y lo que Apel y Habermas creen poder sacarle.
Estos últimos piensan que podemos aprender de ella algo
más que la simple comprensión del hecho que sin justifi­
cación a los ojos de una comunidad no existen creencias,
ni personas, ni verdad. Creen posible obtener de ella un
argumento a favor del proyecto inclusivista, un argumen­
to según el cual quien se oponga a este proyecto incurri­
rá en autocontradicciones performativas.
Davidson, por el contrario, piensa que cualquier
comunidad de justificación sirve para convertir a alguien
en usuario del lenguaje o creyente, sin importar lo «dis­
torsionada» que Apel y Habermas puedan considerar la
comunicación en esa comunidad. Desde el punto de vista
de Davidson, la filosofía del lenguaje se agota antes de lle­
gar a los imperativos morales que conforman la «ética
discursiva» de Apel y Habermas.
Apel y Habermas articulan la necesidad de coheren­
cia y justificación que exige el uso del lenguaje con el
compromiso de lo que ellos llaman «validez universal».
Tan sólo podemos actuar de acuerdo con este compromi­
so aspirando al tipo de comunicación libre de domina­
ción que no puede darse mientras aún haya comunidades
humanas exclusivistas. Ni para Davidson ni para mí tiene
función alguna la tesis de que cualquier acción comuni­
cativa contiene una pretensión de validez universal, ya
UNIVERSALIDAD Y VERDAD 119
que para nosotros esta supuesta «presuposición» no jue­
ga ningún papel en la explicación de la conducta lin­
güística.
Juega, ciertamente, un papel en la explicación de la
conducta lingüística y no lingüística de una pequeña
minoría de seres humanos, aquellos que pertenecen a la
tradición inclusivista, universalista y liberal de la Ilustra­
ción europea. Pero esta tradición, a la cual Davidson y yo
estamos igual de vinculados que Apel y Habermas, no
recibe ningún apoyo de la reflexión sobre el discurso
como tal. Los usuarios del lenguaje que pertenecemos a
esa tradición minoritaria somos moralmente superiores
a aquellos que no pertenecen a ella, pero eso no implica
que estos últimos sean menos coherentes que nosotros en
su uso del lenguaje.
Apel y Habermas invocan la presuposición de validez
universal para pasar de la obligación de justificación a la
disposición de someter las propias creencias a la inspec­
ción de todos y cada uno de los usuarios del lenguaje,
incluyendo a esclavos, negros y mujeres. Ven el deseo de
verdad, concebido como el deseo de pretender validez
universal, como un deseo de justificación universal.
Como yo lo veo, sin embargo, lo que estos dos filósofos
hacen es inferir incorrectamente de «no podemos utilizar
un lenguaje sin invocar un consenso en el interior de una
comunidad de otros usuarios del lenguaje» la tesis de que
«no podemos utilizar consistentemente un lenguaje sin
extender antes esa comunidad a todos los usuarios del
lenguaje».
Esa inferencia es incorrecta, creo. Para mí, sólo la
curiosidad puede realizar el papel que Aristóteles, Peirce,
Apel y Habermas han asignado al deseo de conocimiento
(y de verdad). Empleo este término para designar el afán
de expandir los horizontes de investigación que uno tiene
—en todas las áreas de la lógica, la ética y la física— a fin
de abarcar nuevos datos, hipótesis, terminologías, etc.
Semejante afán hace subir al mismo tren al cosmopolitis­
mo y a la política democrática. Cuanta más curiosidad
tengamos, más interés vamos a mostrar por hablar con
120 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

extraños, infieles y con cualquier otra persona que pre­


tenda saber algo que no sabemos, que pretenda estar en
posesión de ciertas ideas que a nosotros jamás se nos
ocurrieron.

8. ¿Comunicar o educar?
Quien crea que el deseo y la posesión tanto de la ver­
dad como de la justificación son inseparables del uso del
lenguaje y, al mismo tiempo, se resista a aceptar que uno
pueda emplear ese deseo para acusar a los miembros de
comunidades exclusivistas de cometer autocontradicción
performativa, entenderá que las comunidades inclusivis-
tas se basan en procesos humanos contingentes tales
como la nerviosa curiosidad de esos individuos excéntri­
cos que llamamos «intelectuales»; el deseo de matrimo­
nio más allá de los límites de la casta o la tribu que pro­
voca el deseo erótico; la necesidad de comerciar más allá
de tales límites debido a la escasez de sal o de oro en el
propio territorio; la posesión de riqueza, seguridad, edu­
cación e independencia en suficiente medida como para
que el autorrespeto ya no dependa más del hecho de for­
mar parte de una comunidad exclusivista (ya no dependa
más, por ejemplo, de no ser un infiel, un esclavo o una
mujer), etc. Acaso el incremento de comunicación entre
comunidades anteriormente exclusivistas que estos pro­
cesos contingentes producen pueda, gradualmente, llegar
a crear universalidad. Pero no veo en qué sentido podría
ese incremento equivaler al reconocimiento de una uni­
versalidad previamente existente.
Los filósofos que, como Habermas, se preocupan por
las implicaciones antiilustradas de las concepciones que
ellos llaman «contextualistas» ven en la noción de justifi­
cación, dado que esa noción es claramente relativa a un
contexto, ya que uno se justifica ante una audiencia
determinada, y la misma justificación no sirve para todas
las audiencias, un peligro para el ideal de fraternidad
humana. Habermas considera que el contextualismo es
UNIVERSALIDAD Y VERDAD 121
«sólo la otra cara del logocentrismo.»37 Según él, los con­
textualistas no son más que unos malos metafísicos enca­
prichados con la diversidad, y sostiene que «la prioridad
metafísica de la unidad por encima de la pluralidad, y la
prioridad contextualista de la pluralidad por encima de
la unidad son cómplices secretos».38
Estoy de acuerdo con Habermas en que tan inútil es
estimar la diversidad como la unidad. Pero estoy en desa­
cuerdo con él respecto a la idea de que podemos emplear
la pragmática de la comunicación para realizar con ella
lo que los metafísicos esperaban realizar apelando al Uno
plutiniano o a la estructura trascendental de la autoncon-
ciencia. Las razones de mi desacuerdo coinciden con las
de Walzer, McCarthy, Benhabib, Wellmer y otros; razones
muy bien resumidas en un artículo de Michael Kelly.39
Habermas sostiene que:
la unidad de la razón sólo permanece perceptible en la
pluralidad de sus voces, como la posibilidad de pasar en
principio de un lenguaje a otro; un paso que, indepen­
dientemente de la frecuencia con que acontezca, es aún
comprensible. Esta posibilidad de comprensión mutua,
garantizada por el momento sólo de forma procedimental
y realizada sólo transitoriamente, constituye el trasfondo
para la diversidad existente de aquellos que se encuen­
tran, incluso cuando no consiguen entenderse entre sí.40
Estoy de acuerdo con Habermas —y en contra de
Lyotard, Foucault y otros— en que no existen lenguajes
inconmensurables; en que cualquier lenguaje es suscepti­
ble de ser aprendido por cualquiera capaz de usar otro
lenguaje; en que Davidson está en lo cierto al denunciar
la idea misma de esquema conceptual. Pero discrepo de
37. Habermas, Postmetaphysical Thinking, Cambridge Mass.: MIT Press,
p. 50 (Pensamiento postmetafísico , Madrid: Taurus, 1990).
38. Ibíd., pp. 116-117.
39. «Maclntyre, Habermas and Philosophical Ethics», en Hermeneutics
and Critical Theory in Ethics and Politics, ed. Michael Kelly, Cambridge, Mass.:
MIT Press, 1990.
40. Postmetaphysical Thinking, p. 117.
122 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

él sobre la relevancia que todo ello pueda tener para la


utilidad de las nociones de «validez universal» y «verdad
objetiva».
Habermas opina que «lo que el hablante, aquí y aho­
ra, en un contexto dado, afirma como válido, trasciende,
de acuerdo con el sentido de su afirmación, todo crite­
rio de validez meramente local y dependiente de contex­
to».41 Como antes dije, mi problema es que no compren­
do qué significa aquí «trasciende». Si lo que significa es
que está pretendiendo decir algo verdadero, entonces la
cuestión es saber qué diferencia hay entre decir que un
enunciado S es verdadero y ofrecer, simplemente, una
justificación diciendo «aquí tenéis mis razones para creer
S». Para Habermas existe una diferencia importante.
Según él, cuando alguien afirma S pretende decir la ver­
dad, pretende representar la realidad, y esa realidad tras­
ciende el contexto. «Con el concepto de realidad, al que
necesariamente se refiere toda representación, presupo­
nemos algo trascendente.»42
Habermas tiende a dar por sentado que las pretensio­
nes de verdad son pretensiones de representar con exacti­
tud y a sospechar de aquellos que, como Davidson y yo
mismo, renuncian a la noción de representación lingüís­
tica. Por un lado, sigue los pasos de Sellars y, más que un
escéptico o fundacionalista es un coherentista; por otro,
empero, tiene dudas sobre el paso que yo deseo realizar
del coherentismo al antirepresentacionalismo. Alaba más
a Peirce que a Saussure por examinar «expresiones desde
el punto de vista de su posible verdad y también desde el
punto de vista de su comunicabilidad». A ello añade:
desde la perspectiva de su capacidad de ser verdadera,
una oración afirmativa se encuentra en relación epistémi-
ca con algo en el mundo: representa un estado de cosas.
Al mismo tiempo, desde la perspectiva de su utilización
en un acto comunicativo, se encuentra en relación con
una posible interpretación por parte de un usuario del
41. Ibíd., p. 47.
42. Ibíd., p. 103.
UNIVERSALIDAD Y VERDAD 123
lenguaje; es adecuada para la transmisión de informa­
ción.43
La concepción que yo defiendo, y que tomo de David­
son, propone olvidar la noción de «relación epistémica
con algo en el mundo» y basamos simplemente en las
relaciones causales corrientes que vinculan las preferen­
cias con las condiciones ambientales de los emisores
de tales proferencias. Según esta concepción, la idea de
representación no añade nada nuevo a la noción de trans­
misión de información. O, más exactamente, no añade
nada a la noción de «tomar parte en la práctica discursi­
va de justificar las propias afirmaciones».
Habermas considera que Putnam, como yo mismo,
defiende una tercera postura en oposición a los metafísi-
cos de la unidad, por un lado, y a los entusiastas de la
inconmensurabilidad, por el otro. Y define esa tercera
postura como «el humanismo de aquellos que continúan
la tradición kantiana buscando el modo de utilizar la filo­
sofía del lenguaje para salvar un concepto de razón
escéptico y postmetafísico».44 Cabe decir que las críticas
de Putnam y Habermas a mi intento de hacer desapare­
cer un concepto de razón específicamente epistémico —el
concepto según el cual sólo somos racionales si tratamos
de representar fielmente la realidad— y reemplazarlo por
el ideal puramente moral de la solidaridad son muy pare­
cidas. Mi principal desacuerdo con Habermas y Putnam
atañe a la cuestión de si las ideas regulativas de «comu­
nicación no distorsionada» o «representación exacta de
la realidad» pueden hacer algo más por los ideales de la
Revolución Francesa de lo que puede la simple noción,
dependiente del contexto, de «justificación».
Algunas personas se preocupan por defender sus afir­
maciones sólo ante determinada gente; otras se preocu­
pan, o aseguran preocuparse, por defender sus afirmacio­
nes ante cualquiera. Y no estoy pensando aquí en la dis­
tinción entre discurso técnico especializado y discurso no
43. Ibíd., pp. 89-90.
44. Ibíd., p. 116.
124 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

técnico. Me refiero más bien a la diferencia entre aquellas


personas que desean defender sus concepciones ante esa
gente que comparte con ellos determinados atributos
—por ejemplo, la devoción a los ideales de la Revolución
Francesa, o el hecho de pertenecer a la raza aria— y aque­
llas otras personas que dicen querer justificar su concep­
ción ante cualquier usuario, real o posible, del lenguaje.
Es cierto que hay gente que dice querer esto último.
Pero yo no estoy tan seguro de que realmente lo quieran.
¿O es que pretenden justificar sus creencias ante usuarios
del lenguaje de cuatro años de edad? Bueno, quizá lo pre­
tendan, en el sentido de que les gustaría educar a esos
niños de cuatro años en la apreciación de los argumentos
a favor y en contra de las concepciones en cuestión. ¿Sos­
tienen realmente la pretensión de justificar sus creencias
ante individuos inteligentes pero con convicciones nazis,
individuos que piensan que antes que nada uno debe ave­
riguar si la concepción que se discute está corrompida o
no por la ascendencia judía de sus inventores o defenso­
res? Bueno, quizá lo pretendan, en el sentido de que les
gustaría convertir a esos nazis en gente que dudase de la
conveniencia de una Europa sin judíos y de la infalibili­
dad de Hitler; gente, por consiguiente, más dispuesta a
escuchar los argumentos a favor de las posturas asocia­
das con los pensadores judíos. A mí me parece, sin
embargo, que en ambos casos el mejor modo de describir
lo que se quiere es decir no tanto que pretenden justificar
su concepción ante cualquiera, cuanto que desean crear
una audiencia ante la cual dispondrían de la oportunidad
de justificar esa concepción con éxito.
Déjenme usar la distinción entre discutir con la gente
y educar a la gente para abreviar la distinción que acabo
de trazar entre proceder bajo la presunción de que la gen­
te seguirá tus argumentos y proceder sabiendo que no
está predispuesta a ello pero, aun así, mantener la espe­
ranza de cambiarla para que lo esté. Si toda la educación
fuese un asunto de argumentación esa distinción sería
insostenible. Pero la mayor parte del proceso de educar
no se basa en la argumentación, a menos que uno extien­
UNIVERSALIDAD Y VERDAD 125
da el alcance del término «argumento» más allá del reco­
nocimiento intelectual. En particular, una parte muy
importante de lo que es educar consiste simplemente en
una apelación al sentimiento. Es verdad que la distinción
entre esta apelación y un argumento es borrosa. No obs­
tante, supongo que nadie dirá que hacer que un nazi
empedernido vea películas sobre la apertura de los cam­
pos de concentración, o hacer que lea el Diario de Anna
Frank, sea lo mismo que discutir (arguing) con él.
Los que estamos interesados en la política democrática
abrigamos tanto el ideal de fraternidad humana como la
idea de una disponibilidad universal para la educación.
Cuando se nos pregunta en qué tipo de educación pensa­
mos, solemos responder que se trata de una educación
basada en el pensamiento crítico, en la habilidad de discu­
tir los pros y contras de cualquier concepción. Contrapone­
mos pensamiento crítico a ideología y decimos que estamos
en contra de la clase de educación ideológica que los nazis
inculcaron a la joventud alemana. Es cierto, sin embargo,
que de este modo nos ponemos a merced de la sugestión
desdeñosa de Nietzsche según la cual lo que en realidad
estamos haciendo es inculcar nuestra propia ideología en
lugar de otra: la ideología de lo que él llamaba «socratis-
mo». La diferencia entre Habermas y yo es reducible a un
desacuerdo sobre qué responder a Nietszche en este punto.
Mi respuesta a Nietzsche consistiría en concederle
que no hay ninguna forma no local, no contextual de tra­
zar una distinción entre educación ideológica y educa­
ción no ideológica; y eso porque no hay nada en mi uso
del término «razón» que no pueda ser sustituido por «la
forma en que nosotros, liberales occidentales antiprohibi­
cionistas, herederos de Sócrates y de la Revolución Fran­
cesa, nos comportamos». Estoy de acuerdo con Macln-
tyre y Michael Kelly en que todo razonar, tanto en física
como en ética, está vinculado a la tradición.
Según Habermas esta concesión es innecesaria y, en
general, opina que uno puede evitar mi alegre etnocentris-
mo reflexionando sobre lo que él llama «estructura simé­
trica de perspectivas que toda situación de habla incorpo­
126 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

ra».45 Y así es como la discrepancia entre Habermas y yo


llega a su cúspide al discutir éste mi sugerimiento de aban­
donar las nociones de racionalidad y objetividad y debatir,
en su lugar, qué clase de comunidad deseamos crear.
Habermas parafrasea este sugerimiento diciendo que mi
intención es tratar «la aspiración de objetividad» como
«simplemente el deseo de máximo acuerdo intersubjetivo
posible, a saber, el deseo de ampliar el referente 'para
nosotros" a su máxima extensión posible». A continuación,
parafraseando una de las críticas que me formula Putnam,
pregunta: «¿podemos dar razón de la posibilidad de crítica
y autocrítica de prácticas de justificación establecidas si no
consideramos la idea de la expansión de nuestro horizonte
interpretado seriamente como una idea, si no relacionamos
esta idea con la instersubjetividad de un acuerdo que per­
mite justamente realizar la distinción entre lo que es
corriente «para nosotros» y corriente «para ellos»?46
Habermas amplía este punto:
La fusión de horizontes interpretativos... no equivale
a una asimilación a «nosotros»; antes bien, tiene que sig­
nificar una convergencia de «nuestra» y «su» perspectiva
dirigida por el aprendizaje, sin importar que «ellos» o
«nosotros», o ambos tengan que reformular, en mayor
o menor medida, las prácticas de justificación estableci­
das. Porque el aprendizaje en sí mismo no pertenece a
ninguno de los dos, ni a nosotros ni a ellos; ambas partes
están igualmente implicadas en él. Hasta en los procesos
más complicados para alcanzar un acuerdo, todas las
partes apelan al punto de referencia común de un posible
consenso, aun cuando ese punto de referencia está pro­
yectado en cada caso desde sus respectivos contextos.
Porque, aunque puedan ser interpretados de distintos
modos y aplicados según criterios distintos, algunos con­
ceptos como verdad, racionalidad o justificación juegan
siempre el mismo rol gramatical en todas las comunida­
des lingüísticas.47
45. Ibíd.., p. 117.
46. Ibíd., p. 138.
47. Ibíd.
UNIVERSALIDAD Y VERDAD 127
El meollo de la discusión está, creo, en el desacuerdo
sobre cuánta ayuda puede proporcionar a la política
democrática lo que Habermas llama «gramática». Como
dije antes, mi opinión es que nada de lo que podamos
sacar de las gramáticas de «verdadero» y «racional» será
distinto de lo que podamos sacar de una idea más bien
débil de «justificación»: la idea que obtenemos al respon­
der a la pregunta «¿dónde se encuentra la línea de sepa­
ración entre conseguir, por medio de la persuasión, que
la gente modifique su comportamiento —trabajando en
sus creencias y deseos— y conseguirlo por otros
medios?». A diferencia de Foucault y otros, yo sostengo
que trazar una línea aquí no sólo es posible, sino que ade­
más es importante. No creo que ayude mucho generalizar
el término «violencia» en la medida en que lo hizo Fou­
cault. Sea lo que fuere lo que hacemos al obligar a un
nazi a ver fotografías de los supervivientes de los campos
de concentración, ello no es más violencia de lo que fue
educar a las Juventudes Hitlerianas en la creencia de que
los judíos eran unos parásitos sin ningún valor.
El hecho de que la línea entre persuasión y violencia
sea inevitablemente borrosa, sin embargo, origina proble­
mas al tratar sobre la educación. Nuestra reticencia a
afirmar que los nazis persuadieron a las Juventudes Hitle­
rianas se debe a que tenemos dos criterios de persuasión.
El primer criterio consiste simplemente en utilizar pala­
bras en vez de bofetadas u otros métodos de presión físi­
ca. Sería posible imaginar, distorsionando un poco la his­
toria, que las Juventudes Hitlerianas fueron persuadidas
en este sentido. El segundo criterio de persuasión signifi­
ca, por ejemplo, no hacer leer el Der Stürmer a tus pro­
pios alumnos y abstenerse de decir cosas como «¡deja ya
de hacer preguntas estúpidas acerca de si existe algún
judío bueno, preguntas que me hacen dudar de tu con­
ciencia y ascendencia aria; de no hacerlo, ten por seguro
que el Reich encontrará un mejor uso para ti!».
Respecto a un método antisocrático como éste,
Habermas diría que no respeta las relaciones simétricas
entre los participantes en el discurso. Habermas sin duda
128 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

cree que hay algo en la gramática de «conceptos como


verdad, racionalidad y justificación» que nos manda no
usar métodos de esta clase. En principio Habermas con­
cedería que el uso de esas palabras constituye un uso más
del lenguaje, pero para explicar que tal uso es, por decir­
lo así, un uso no gramatical del lenguaje, necesita la cate­
goría de «uso del lenguaje distorsionado» o «comunica­
ción distorsionada». Immediatamente después del pasaje
que acabo de citar sobre la gramática, Habermas afirma:
Todos los lenguajes ofrecen la posibilidad de distin­
guir entre lo que es verdad y lo que nosotros creemos que
es verdad. En la pragmática de todo uso lingüístico hay
incoporada la suposición de un mundo objetivo común.
Y las funciones del diálogo en cada situación de habla
refuerzan la simetría entre las perspectivas participantes.
Un poco más adelante, añade: «De la posibilidad de
alcanzar lingüísticamente un acuerdo, podemos obtener
un concepto de razón situada como una voz dada en pre­
tensiones de validez que son tanto dependientes del con­
texto como trascendentes.» A continuación, cita con
aprobación a Putnam cuando éste dice: «la razón, en este
sentido, es tanto inmanente (no puede encontrarse fuera
de los juegos de lenguaje e instituciones concretos) como
trascendente (una idea regulativa que empleamos para
criticar la conducta de todas las actividades e institu­
ciones)».48
En mi opinión, la idea regulativa que empleamos
—nosotros los liberales antiprohibicionistas, herederos
de la Ilustración, socráticos— con más frecuencia para
criticar la conducta de determinados compañeros conver­
sacionales consiste en decir que «necesitan la educación
que les permitirá dejar atrás los miedos primitivos, los
odios y las supersticiones». Tal fue el concepto que utili­
48. Estas tres últimas citas pertenecen a ibíd., pp. 138-139. El pasaje de
Putnam corresponde a su ensayo «Why Reason Can't Be Naturalized», p. 228, en
Reason, Truth and History, Cambridge: Cambridge University Press, 1989
{Razón, verdad e historia, Madrid: Tecnos, cop. 1988).
UNIVERSALIDAD Y VERDAD 129
zaron los vencedores ejércitos aliados al emprender la
tarea de reeducar a los ciudadanos de la Alemania y del
Japón ocupados. Ese mismo concepto utilizaron también
los maestros de escuela americanos lectores de Dewey
empeñados por hacer que sus alumnos pensasen «cientí­
ficamente» y «racionalmente» sobre asuntos tales como
el origen de las especies o la conducta sexual (es decir,
que querían que leyeran a Darwin y a Freud sin repug­
nancia e incredulidad). Es el concepto que utilizamos yo
y la mayoría de americanos que enseñamos humanidades
o ciencias sociales en facultades y universidades, cuando
esperamos que aquellos alumnos que llegaron siendo
unos fanáticos fundamentalistas religiosos salgan de la
facultad habiendo adquirido una perspectiva más pareci­
da a la nuestra.
¿Qué relación existe entre esa idea y la idea regulati­
va de «razón» que Putnam considera trascendente y que
Habermas cree poder encontrar en la gramática de con­
ceptos ineliminables de nuestra descripción del proceso
de realizar afirmaciones? La respuesta a esta pregunta
dependerá del grado en que la reeducación de los nazis y
fundamentalistas tenga algo que ver con la fusión de
horizontes interpretativos y del grado que tenga que ver
con la sustitución de tales horizontes. Los padres funda­
mentalistas de nuestros alumnos fundamentalistas opi­
nan que todo el establishment liberal conspira contra
ellos. Si hubiesen leído a Habermas dirían que la situa­
ción comunicativa característica de las aulas de los cole­
gios americanos no es en absoluto menos Herrschaftsfrei
que la que había en los campos de las Juventudes Hitle­
rianas.
No obstante, hay algo en lo que estos padres aciertan,
a saber, que cuando nosotros, profesores liberales, habla­
mos con nuestros alumnos fundamentalistas no nos sen­
timos más en una situación de comunicación simétrica
de lo que se sienten los maestros de parvulario con sus
alumnos. Un profesor de universidad tiene los mismos
problemas que un maestro de parvulario a la hora de
pensar que en su aula está teniendo lugar lo que Haber-
130 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

mas llama una «convergencia de "nuestra" y de "su” pers­


pectiva dirigida por el aprendizaje, sin importar que
"ellos" o "nosotros", o ambos, tengan que reformular, en
mayor o menor medida, las prácticas de justificación
establecidas».49 Cuando nosotros, profesores de universi­
dad americanos, nos topamos con fundamentalistas reli­
giosos no consideramos para nada la posibilidad de
reformular nuestras propias prácticas de justificación
para otorgar mayor peso a la autoridad de las Escrituras
Cristianas. En vez de ello, hacemos cuanto está en nues­
tras manos para convencer a esos alumnos de las venta­
jas de la secularización. Hacemos que estudiantes homó-
fobos lean relatos en primera persona sobre qué significa
crecer como homosexual por la misma razón que los
maestros de escuela alemanes de la posguerra hacían leer
El diario de Anna Frank a sus alumnos.
Putnam y Habermas pueden replicar contra esto que
nosotros los profesores hacemos cuanto podemos para
ser socráticos, para que nuestra tarea de reeducación,
secularización y liberalización tenga lugar mediante el
intercambio conversacional. Esto vale hasta cierto punto,
pero ¿qué decir de hacer leer libros como Black Boy, El
diaño de Anna Frank o A Boys Life? Los padres racistas o
fundamentalistas de nuestros alumnos opinan que en
una verdadera democracia no se tendría que obligar a los
alumnos a leer libros escritos por negros, judíos u homo­
sexuales. Se quejarán de que sus hijos tengan que tragar
a la fuerza esos libros. Lo único que se me ocurre como
réplica a esa acusación es decir lo siguiente: «Para for­
mar parte de nuestra sociedad democrática se requiere
haber hecho ciertos méritos, méritos cada vez más rigu­
rosos, ya que nosotros los liberales hemos hecho todo lo
posible para aislar a racistas, machistas, homófobos y
gente parecida. A fin de convertirte en ciudadano de
nuestra sociedad, en participante de nuestra conversa­
ción, en alguien con quien podamos prever unir horizon­
tes, debes ser educado para ello. Por tanto, iremos direc­
49. Postmetaphysical Thinking, p. 138.
UNIVERSALIDAD Y VERDAD 131
tamente a desacreditarte a los ojos de tu hijo; trataremos
de quitar toda dignidad a tu comunidad religiosa; trata­
remos de hacer que tus concepciones parezcan estúpidas
más que discutibles. Por muy inclusivistas que seamos no
estamos dispuestos a tolerar intolerancias como la tuya.»
No tengo ningún inconveniente en ofrecer esta res­
puesta, pues no pretendo distinguir entre educación y
conversación en base a algo distinto a mi lealtad a una
comunidad determinada, a una comunidad cuyos intere­
ses pedían en 1945 reeducar a las Juventudes Hitlerianas
y que, en 1996, piden reeducar a los niños del suroes­
te de Virginia. No veo nada de Herrschaftsfrei en mi
modo de tratar a alumnos fundamentalistas. Es más,
creo que han tenido suerte al caer bajo la Herrschaft de
gente como yo y poder rehuir así la de sus más bien ate­
rradores y peligrosos padres. Para Putnam y Habermas,
sin embargo, esos alumnos y el modo de tratarlos repre­
sentan un problema. Tengo la impresión de ser tan pro­
vinciano y contextualista como esos profesores nazis que
obligaban a leer Der Stürmer; la única diferencia es
que yo sirvo a una mejor causa. Provengo de una mejor
provincia.
Me doy perfecta cuenta de que la comunicación libre
de dominio es tan sólo un ideal regulativo inalcanzable a
nivel práctico. Ahora bien, un ideal regulativo sin rele­
vancia de orden práctico sirve de poco. Por eso pregunto:
¿existe alguna ética del discurso que me permita asignar
los libros que deseo que lean mis alumnos sin hacer nin­
gún tipo de referencia a las consideraciones etnocentris-
tas y locales a que normalmente recurriría para justificar
mis prácticas pedagógicas? ¿Puede uno obtener una ética
de esta clase de las nociones de «razón, verdad y justifi­
cación», o debe uno hacer trampa? ¿Puedo invocar nocio­
nes universalistas en defensa de mi actuación, en defensa
de actuaciones locales?
Al igual que Maclntyre, Benhabib, Kelly y otros, yo
también opino que para que los universales puedan servir
de algo uno tiene antes que introducir subrepticiamente
cierto provincialismo. Creemos eso por las mismas razo­
132 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

nes por las que Hegel creyó que uno tiene que introducir
subrepticiamente cierto provincialismo —un poco de sus­
tancia ética— en la noción kantiana de «obligación moral
incondicional» antes de poder sacarle algún provecho. En
particular, uno debe introducir una regla como la siguien­
te: «ninguna contribución aparente a la conversación pue­
de ser rechazada por el simple motivo de que proviene de
alguien que posee un atributo que puede variar con inde­
pendencia de sus opiniones; un atributo como, por ejem­
plo, ser judío, negro u homosexual».
Llamo a esa regla «provinciana» porque quebranta
las intuiciones de mucha gente que está fuera de la pro­
vincia en la que nosotros, herederos de la Ilustración,
dirigimos las instituciones educativas.50 Quebranta lo que
describirían como sus intuiciones morales. Yo, en cam­
bio, me resisto a admitir que sean intuiciones morales y
preferiría llamarlas prejuicios repulsivos. Aunque no creo
que haya nada en la gramática de los términos «intuición
moral» y «prejuicio» que pueda ayudamos a llegar a un
acuerdo en este punto. Tampoco lo hará una teoría de la
racionalidad.

9. ¿Necesitamos una teoría de la racionalidad?


Anteriormente mencioné que Habermas cree que «el
paradigma de la filosofía de la conciencia está agotado» y
que «esos síntomas de agotamiento deberían ser disueltos
en la transición hacia el paradigma de la comprensión
mutua».51 Mi concepción sostiene que también está ago­
50. Alguien podría tratar de justificar esta regla haciéndola derivar de la
regla según la cual sólo la razón debería tener valor. Si eso significase «sólo el
argumento debería tener valor» entonces sería necesario encontrar algún senti­
do en el que los argumentos fundados en la autoridad de las Escrituras Cristia­
nas no son realmente argumentos. ¿Pero es cierto que la gramática de concep­
tos como «razón» nos señala que al invocar la autoridad de la Biblia la razón
queda distorsionada? Si es así, ¿queda también distorsionada por una Bildungs-
roman que despierta la pena y la compasión del lector relatándole qué significa
descubrir con horror que uno sólo puede amar a personas del mismo sexo?
51. Habermas, op. cit., 1987, p. 296.
UNIVERSALIDAD Y VERDAD 133
tada la fecundidad de los temas que Weber sugirió,
modernidad y racionalidad. Pienso que si dejáramos de
hablar de una transición desde la tradición a la racionali­
dad; de preocupamos por no perder la racionalidad
cayendo en el relativismo o el etnocentrismo; de contra­
poner lo dependiente del contexto a lo universal, enton­
ces esos síntomas desaparecerían.
Ello significaría abandonar explícitamente la espe­
ranza de que la filosofía pueda estar por encima de la
política, abandonar la irresoluble pregunta: «¿Cómo pue­
de la filosofía hallar premisas políticamente neutrales,
premisas que puedan ser justificadas ante cualquiera y a
partir de las cuales sea posible inferir la obligación de
seguir una política democrática?» Desechar esa cuestión
nos permitiría reconocer, según la fórmula de Wellmer,
que «los principios liberales y democráticos definen tan
sólo un posible juego de lenguaje entre otros». Tal reco­
nocimiento estaría en consonancia con la idea darwinia-
na de que el proyecto inclusivista no está más arraigado
en algo mayor que él mismo de lo que lo están, por ejem­
plo, el proyecto de reemplazar la escritura ideográfica
por la escritura alfabética, o el proyecto de representar en
una superficie bidimensional figuras tridimensionales.
Estas tres ideas fueron inmensamente fecundas, pero
ninguna de ellas precisa de respaldo universalizador. Se
hicieron valer por sí mismas.52
Si dejáramos de pensar en una filosofía que consigue
ser tanto neutral como relevante políticamente, entonces
podríamos empezar a formulamos las siguientes pregun­
tas: «Puesto que deseamos ser cada vez más inclusivistas,
52. Piénsese lo que dice Vasari con respecto al movimiento artístico que
se inició con Giotto como una analogía de lo que dice Hegel con respecto a los
movimientos inclusivistas que empezaron a surgir cuando la filosofía griega se
unió al igualitarismo cristiano. El arte moderno nos ha preparado para que vea­
mos aquel movimiento como opcional, no como algo que deberíamos querer
abandonar ahora que ya lo tenemos. Del mismo modo, en mi opinión, la filoso­
fía posnietzscheana nos ha ayudado a entender que si bien este segundo movi­
miento, el inclusivista, es opcional no existe ninguna razón para renunciar a él.
«Opcional» se opone aquí a «destinado», en un sentido amplio de «destinado»
que cubre la noción de Habermas sobre la tendencia universalista del desarrollo
filogenético.
134 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

¿cómo debería ser la retórica pública de nuestra sociedad?


¿En qué sentido debería ser distinta de la retórica pública
de sociedades anteriores?» La respuesta que implícitamen­
te propone Habermas es que deberíamos aprovechar toda
una serie de ideas útiles de Kant sobre la conexión entre
universalidad y obligación. Dewey por el contrario, tenía
el propósito de ir más allá de Kant. Aunque habría coinci­
dido plenamente con Habermas en que el vocabulario
político de Aristóteles es incapaz de capturar el espíritu de
la política democrática, a Dewey no le gustaba la distin­
ción entre moralidad y prudencia que Habermas juzga
esencial, y en este caso habría preferido a Aristóteles.53
Dewey creía que la noción kantiana de «obligación incon­
dicional», al igual que la noción de incondicionalidad mis­
ma (y de universalidad, en la medida en que esta idea está
acompañada implícitamente por la idea de necesidad
incondicional54) no iban a sobrevivir a Darwin.
Mientras que Habermas piensa que necesitamos «las
ciencias reconstructivas diseñadas para comprender com­
petencias universales» a fin de escapar del «círculo her-
menéutico en que se hallan atrapadas las Geisteswissens-
chaften y las ciencias sociales interpretativas»55, Dewey no
se sentía atrapado. Porque no veía ninguna necesidad de
resolver la tensión entre facticidad y validez. Concebía
esta tensión como una ficción filosófica, como el resulta­
do de separar, sin que haya una buena razón (es decir, una

53. Véase Habermas, Moral Consciousness and Comunicative Action,


p. 206: «En contraste con la posición neoaristotélica, la ética discursiva se opo­
ne enérgicamente a retroceder a un estadio del pensamiento anterior a Kant.» El
contexto deja bien claro que lo que Habermas quiere decir es que sería un error
renunciar a la distinción moralidad-prudencia que Aristóteles no hizo y Kant sí
0Conciencia moral y acción comunicativa, Barcelona: Península, 1985).
54. Claro que Dewey hubiera podido aceptar la distinción de Goodman
entre necesidad nomológica y generalizaciones universales que son meramente
accidentales; pero ello hubiera sido posible porque Goodman entiende la nomo-
logicidad no como una característica del universo sino como una característica
de la coherencia de nuestro vocabulario descriptivo. (En este punto, véase el
comentario de Davidson a Goodman: «Emeroses by Other Ñames».) La necesi­
dad nomológica se predica de las cosas en tanto que descritas, no, como cree
Aristóteles, en tanto kath’auto.
55. Habermas, Moral Consciousness and Communicative Action, p. 118.
UNIVERSALIDAD Y VERDAD 135
razón práctica) para hacerlo, dos partes de una situación
y luego quejarse de que ya no se pueden volver a juntar.
Para Dewey, todas las obligaciones son situacionales y
condicionales.
Por culpa de esta negativa a ser incondicional Dewey
fue acusado de suscribir el «relativismo». Si «relativismo»
significa, simplemente, fracasar en el intento de hallar un
uso a la noción de «validez independiente del contexto»,
entonces esa acusación estaba totalmente justificada. Pero
no hay nada que conduzca de ese fracaso a una incapaci­
dad de comprometerse con la política democrática, a
menos que uno piense que tal política requiere que negue­
mos —según fórmula de Wellmer— que «los principios
liberales y democráticos definen tan sólo un posible juego
de lenguaje entre otros». Para Dewey, el problema de la
universalidad consiste justamente en el problema de saber
si la política democrática puede partir de una ratificación,
más que de una negativa, de esa tesis.
No creo que hablar de modernidad o razón pueda lle­
vamos más lejos en el debate de esta cuestión. Prestar
más atención a la gramática de palabras como «verdade­
ro», «racional» y «argumento» no va a resolvemos la
cuestión sobre qué debería haber hecho Hegel: si debería
haber tratado el tema de la razón desarrollando una teo­
ría de la razón comunicativa, o bien haber aparcado el
tema y limitarse a politizar la filosofía. Tampoco resolve­
rá la cuestión de determinar si están en lo cierto esos filó­
sofos como Annette Baier que sugieren olvidar a Kant y
volver al intento de Hume de describir la razón en térmi­
nos de sentimiento condicionado en vez de hacerlo en
términos de obligación incondicionada.56
56. Baier describe a Hume como «el filósofo moral de la mujer» porque
su tratamiento de la moral le sugiere que debemos reemplazar la noción de
«obligación» por la noción de «confianza apropiada» como noción básica de la
moral. En «Human Rights, Rationality and Sentimentality» (en On Human
Rights: The 1993 Oxford Amnesty Lectures, ed. Susan Hurley and Stephen Shute,
Nueva York: Basic Books, 1993, pp. 112-134) (De los derechos humanos: las con­
ferencias Oxford Amnesty de 1993, Madrid: Trotta, 1998) discuto esta idea con
respecto a la tesis —que aquí reitero— de que en vez de presuponer la universa­
lidad lo que deberíamos hacer es crearla.
136 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

Pero aun cuando tenga razón y no necesitemos nin­


guna teoría de la racionalidad, sí necesitamos, en cam­
bio, una narrativa sobre el proceso de maduración. En mi
opinión, el desacuerdo más profundo entre Habermas y
yo radica en la cuestión de determinar si la distinción
entre lo incondicionado y lo condicionado, en general, y
la distinción entre moralidad y prudencia, en particular,
son un indicio de madurez o bien un estadio transitorio
en el camino hacia la madurez. Uno de los muchos pun­
tos en que Dewey coincide con Nietzsche es en pensar
que se trata de esto último. Dewey consideraba que el
deseo de universalidad, incondicionalidad y necesidad
era indeseable porque nos aleja de los problemas prácti­
cos de la política democrática y nos lleva al país de la teo­
ría interminable. Kant y Habermas, en cambio, conside­
ran que es un deseo deseable, un deseo que uno sólo
comparte al llegar al más alto nivel de desarrollo moral.57
En esta lección he intentado mostrar cómo se ven las
cosas cuando situamos la política democrática en el con­
texto de la narrativa de maduración de Dewey. La verdad
es que no puedo ofrecer nada que se parezca remota­
mente a un argumento definitivo, basado en premisas

57. Otro aspecto de estos dos relatos distintos sobre maduración son las
distintas actitudes que cada uno promueve en la disputa entre Sócrates y los
sofistas, y más generalmente en la distinción entre argumento y modos de per­
suasión que en la sección anterior describí como «educativos». Según Apel (Dis-
kurs und Verantwortung, Frankfurt a.M: Suhrkamp, 1988, p. 353n) uno de los
muchos errores que comete la concepción común a Gadamer, Rorty y Derrida es
esta despreocupación por la incapacidad de conocer o reconocer «la diferencia
entre, por un lado, el discurso argumentativo y, por el otro, el “discurso” en el
sentido de negociación, propaganda o ficción poética». Y a ello añade que esa
actitud señala «el fin de la filosofía». En mi opinión, lo que en realidad señala es
un estadio en la posterior maduración de la filosofía: un estadio lejos de la ado­
ración del poder impregnada en la idea de que hay un poder llamado «razón»
que vendrá en tu ayuda si sigues el ejemplo de Sócrates y haces explícitas tus
definiciones y premisas. Cuando quien cuenta el relato es un deweyano, la idea
de la filosofía como una strenge Wissencshaft, como una búsqueda de conoci­
miento, constituye ella misma un síntoma de inmadurez; los sofistas no estaban
tan equivocados. Las acusaciones recíprocas de inmadurez que Habermas y yo
nos hacemos mutuamente pueden parecer vacías y fáciles; sin embargo, expre­
san convicciones muy profundas sobre qué aspecto tiene la utopía y sobre qué
progresos exige su proceso de realización.
UNIVERSALIDAD Y VERDAD 137
comúnmente aceptadas, a favor de esa narrativa. Lo
mejor que podría hacer en una defensa ulterior de mi
concepción sería contar un relato más completo, que
abarcase más temas, para así mostrar qué aspecto cobra
la filosofía europea posnietzschenana vista desde un
ángulo deweyano en vez de universalista. (Algo que ya he
intentado, en parte, en otro lugar.) Creo que la narración
es un medio de persuasión perfectamente válido y que los
libros de Habermas El discurso filosófico de la moderni­
dad y Dewey La búsqueda de la certeza representan dos
muestras admirables del poder de las narrativas de
maduración.
Si yo prefiero la narrativa de Dewey no es porque
piense que él ha comprendido la verdad y la racionalidad
correctamente y Habermas incorrectamente. No creo que
haya nada que entender correctamente o incorrectamen­
te aquí. A este nivel de abstracción, conceptos tales como
verdad, racionalidad o madurez pueden ser comprendi­
dos de muy distintas maneras. Lo único que cuenta es
qué forma de reformularlos será con el tiempo más útil
para la política democrática. Como nos enseñó Wittgens-
tein, los conceptos son usos de palabras. Durante mucho
tiempo, los filósofos han tratado de comprender los con­
ceptos; lo importante, sin embargo, es cambiarlos para
que sirvan mejor a nuestros propósitos. La conversión
lingüística que llevan a cabo Habermas, Apel, Putnam y
Wellmer constituye una propuesta sobre qué hacer para
que sean más útiles. El naturalismo profundamente anti­
kantiano de Dewey y Davidson constituye otra.
Q uinta lección

PANRELACIONISMO
Uno de los hechos destacables de la filosofía occiden­
tal contemporánea es que los filósofos no anglófonos ape­
nas leen filosofía anglófona y al revés, los filósofos angló­
fonos apenas leen filosofía no anglófona. Y por ahora nada
parece indicar que este vacío entre la denominada «filoso­
fía analítica» y la llamada «filosofía continental» vaya a lle­
narse. Cosa que lamento, pues creo que los trabajos más
interesantes que se están llevando a cabo en estas dos tra­
diciones coinciden de forma importante. El llenar ese
vacío podría originar un cambio de época; un cambio de
época en el que los filósofos analíticos dejarían de pensar
que si abandonamos la terminología kantiana estaremos
poniendo en peligro el proyecto político de la Ilustración.
Por el momento, la conversación entre estas dos tradicio­
nes filosóficas está tipificada por el diálogo entre kantianos
(como el que hace poco publicó The Journal of Philosophy
entre Rawls y Habermas).1 Lo que no se da es un diálo­
go entre antikantianos analíticos como Baier o Davidson
y antikantianos «continentales» como Lyotard y Derrida.
Dejar de plantearse cuestiones modales tales como
«¿necesario o contingente?», «¿trascendentalmente o sólo
empíricamente real?», «¿incondicional o meramente con­
dicional?» liberaría a la filosofía analítica de la tentación
de tomarse en serio el debate realista-antirrealista. De
este modo podría ponerse punto final a los continuos
intentos de mantenerse en el realismo empírico soñando
1. The Journal of Philosophy, vol. 92, núm. 3, marzo, 1995 (Habermas, J. y
Rawls, J., Debate sobre el liberalismo político, Barcelona: Paidós, 1998. (N. del T.)
140 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

versiones lingüísticas aún más estrafalarias del idealismo


trascendental. Dejar de creer que formularse esas cues­
tiones modales constituye la única salvaguardia contra el
irracionalismo opuesto a la Ilustración podría liberar a
Habermas de la convicción de que Kant sigue siendo el
filósofo oficial del liberalismo burgués. Esto le haría per­
catarse de que ahora que nosotros, liberales burgueses,
tenemos a Dewey ya no necesitamos más a Kant.
En esta lección trataré de esbozar un modo de conside­
rar los aspectos comunes a los filósofos que más admiro de
ambos lados del vacío. Una forma de describir ese espacio
común es decir que filósofos tan diferentes como Davidson
y Derrida, Putnam y Latour, Brandom y Foucault son —a
pesar de las debilidades en que incurren de vez en cuan­
do—, en general, panrelacionistas. Pensar que las cosas son
como son en virtud de las relaciones que mantienen con las
demás cosas —en línea con la tradición de las mónadas que
reflejan el universo de Leibniz y con la tradición de las enti­
dades reales como nexos de aprehensiones de Whitehead—
permite a esos filósofos escapar de la influencia de los dua­
lismos metafísicos que hemos heredado de los griegos: las
distinciones entre esencia y accidente, sustancia y propie­
dad, apariencia y realidad. Tratan de sustituir las distintas
imágenes del mundo construidas con la ayuda de esas opo­
siciones griegas por la imagen de un flujo de relaciones en
cambio constante, relaciones cuyos términos son a su vez
también disolubles en los nexos de otras nuevas relaciones.2
2. Es útil pensar que esa crítica de Whitehead a Aristóteles (una crítica
que también se halla en otros filósofos de principios de siglo, como por ejemplo,
Peirce y Russell, que trataron de formular una lógica sin sujeto ni predicado) es
paralela a la crítica de Derrida al logocentrismo. La concepción de Derrida de las
palabras como nodos de una red infinitamente flexible de relaciones con otras
palabras recuerda mucho la explicación que presenta Whitehead en Process and
Reality (.Proceso y realidad, Buenos Aires: Losada, 1956) de las coyunturas de
hecho como constituidas por sus relaciones con todas las otras coyunturas
de hecho. Sospecho que los historiadores de la filosofía verán al siglo xx como el
período en el que distintos lenguajes filosóficos desarrollaron una especie de pan-
relacionismo neoleibniziano, un panrelacionismo que reformula la idea de
Leibniz según la cual cada mónada no es más que todas las otras mónadas vistas
desde un determinado punto de vista, y cada sustancia no es más que las relacio­
nes que mantiene con todas las demás sustancias.
PANRELACIONISMO 141
Una clara consecuencia de su panrelacionismo es que
no distinguen entre propiedades intrínsecas, no relació­
nales, y propiedades extrínsecas y relaciónales. Otra con­
secuencia es que no atribuyen función alguna a las dis­
tinciones modales, en especial, a la clase de distinción
entre propiedades necesarias y propiedades contingentes
que algunos esencialistas como Aristóteles o Kripke utili­
zan para trazar una línea de separación entre esencia y
accidente, y que los kantianos utilizan para distinguir
entre condiciones de posibilidad y condiciones de hecho.
Por medio de la eliminación de la distinción de Leib-
niz entre lo físico y lo metafísico y de la eliminación de la
distinción de Whitehead entre lo conceptual y las apre­
hensiones físicas, esos filósofos producen un panrelacio­
nismo en el que, a excepción de alguna descripción en
particular, ninguna relación no es más esencial a la cosa
que el resto de relaciones.
Una clara ventaja del panrelacionismo es que per­
mite desechar la distinción entre sujeto y objeto, o sea,
la distinción entre aquellos elementos del conocimiento
humano resultado de la aportación de la mente y aque­
llos otros elementos resultado de la aportación del
mundo. Cosa que consigue afirmando que nada es lo
que es bajo todas y cada una de sus descripciones; que
la noción de lo que una cosa es en tanto que no descri­
ta, con independencia de las relaciones que mantiene
con las necesidades humanas y los intereses que han
generado una u otra descripción, carece de sentido. En
respuesta a esta idea se acusa al panrelacionismo de
«idealismo», «lingüisticismo», «de perder contacto con
el mundo». Tal como más adelante explicaré con más
detalle, los panrelacionistas responden a esas acusacio­
nes afirmando que aunque dejemos de describir el
conocimiento sobre una cosa como una representación
precisa de su naturaleza intrínseca y, de este modo,
rompamos los vínculos representacionales con el mun­
do, no obstante todavía mantenemos vínculos causales.
Cualquiera que conceda que el mundo dispone del
poder causal de modificar las descripciones que de él se
142 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

realizan debería estar inmunizado contra las acusacio­


nes de sujetivismo y relativismo.
La mayoría de filósofos que he identificado como
panrelacionistas estarían dispuestos a aceptar, creo, el
siguiente argumento: puesto que una propiedad es sim­
plemente un predicado hipostasiado, no existen propie­
dades que no puedan ser capturadas por el lenguaje. La
predicación es una forma de relacionar unas cosas con
otras, una forma de conectar unas partes del universo
con otras partes del universo; o si quieren, es una forma
de centrar la atención pública sobre unas determinadas
redes de relaciones por encima de otras. Por consiguien­
te, todas las propiedades son hipóstasis de redes de rela­
ciones. Es completamente indiferente que interpretemos
esas relaciones en clave realista, como si ya estuvieran
ahí antes de la invención de los predicados, o en clave
antirrealista, como si empezaran a existir al tiempo que
esas invenciones. Tal es el paradigma del tipo de cuestio­
nes que los pragmatistas rechazan como irrelevante para
la práctica y, por tanto, irrelevante tout court.
Sospecho que la cuestión entre realistas y antirrealis­
tas se origina en el imposible intento de la filosofía de
combinar la metafísica aristotélica de sustancia-acciden-
te con la física corpuscular de ley-suceso. En cuanto
cobra validez una física como ésta se hace posible conce­
bir propiedades tales como la bondad y la rojez en térmi­
nos relaciónales; a uno le tienta considerar que la des­
cripción de cualquier cosa debe tanto a los propósitos de
la persona que la describe como la rojez debe al ojo del
que mira. El atractivo del esencialismo aristotélico, sin
embargo, nos tienta en la dirección opuesta. Nos tienta a
seguir a Descartes en su división del universo en res cogi-
tans y res extensa y a pensar que las dos sustancias, suje­
to y objeto, luchan por el dominio sobre un tercero. Este
tercero es identificado de diversas formas como experien­
cia, pensamiento, lenguaje o cultura. Cuando es iden­
tificado como cultura, encontramos a filósofos que la
dividen por la mitad entre aquellas partes en las que el
sujeto se impone (por ejemplo, el arte, la literatura y la
PANRELACIONISMO 143
política) y aquellas otras en las que el objeto gana (la per­
cepción sensorial de cualidades primarias —como cuando
John Searle golpea con la mano el escritorio—, la medici­
na, las ciencias naturales). Una vez hecha esa división,
uno empieza a tomar partido, con Heidegger y Gadamer,
por ejemplo, a favor de que la cultura literaria se lleve la
palma, o bien, con Camap y Searle, a favor de que se la
lleve la cultura científica. En un estadio final, encontra­
mos política cultural mezclada con política real, como
cuando se nos dice que el respeto de las ciencias naturales
impedirá la llegada al poder de los fascistas o, cuando, por
el contrario, se nos dice que alentará a los tecnócratas a
emplear el poder biológico. Los filósofos, empezando por
hacer de árbitros en guerras culturales, toman partido
rápidamente y participan en la controversia.
Concibo el panrelacionismo como una forma de dete­
ner, mediante el abandono de la imagen de la lucha por el
control entre el sujeto y el objeto, el intento de dividir la
cultura de este modo. Ser panrelacionista significa no
emplear jamás los términos «objetivo» o «subjetivo»,
excepto en el contexto de una cultura especializada bien
definida en la que uno puede distinguir entre la adhesión
a los procedimientos responsables de que los expertos se
pongan de acuerdo y el rechazo a adherirse a ellos. Tam­
bién significa no preguntar jamás si una descripción no
es más adecuada que otra para el objeto en cuestión, a
menos que uno pueda responder la pregunta «¿a qué
propósito se supone que sirve esa descripción?», habida
cuenta de que están excluidas las respuestas «para enten­
der correctamente el objeto» o «para representar con pre­
cisión el objeto». Los panrelacionistas son pragmatistas
porque no se toman esas respuestas en serio. En realidad,
les es imposible tomárselas en serio, porque explicar qué
quiere decir «entender correctamente» o «representar
con precisión» supone considerar algunas propiedades de
los objetos como esenciales y otras como accidentales.
Un panrelacionista es, automáticamente, también un
pragmatista.
144 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

Hasta aquí este largo e impreciso esbozo de qué quie­


ro decir con panrelacionismo. Ahora querría sugerir
cómo se ven las cosas desde un punto de vista panrela-
cionista. Este punto de vista consiste en considerarlo
todo como si de un número se tratase. Lo interesante de
los números, por lo que ahora me concierne, es justa­
mente que sólo con muchas dificultades puede uno pen­
sar que tengan una naturaleza intrínseca. Es difícil
pensar en un número como teniendo un núcleo esencial
envuelto en una penumbra de relaciones accidentales.
Los números son un ejemplo excelente de algo difícil de
describir en un lenguaje esencialista y sustancialista.
Para ver mejor qué quiero decir formúlense la pre­
gunta de cuál es la esencia del número 17, qué es en sí
mismo, aparte de las relaciones que mantiene con los
otros números. Lo que se pide es una descripción del 17
de clase distinta a las siguientes descripciones: menos que
22, más que 8, la suma de 6 y 11, la raíz cuadrada de 289,
el cuadrado de 4,123105, la diferencia entre 1.678.922 y
1.678.905. Lo molesto de cada una de estas descripciones
es que no parece que ninguna de ellas se acerque más al
número 17 que las demás. Fastidioso en igual medida es
que uno podría ofrecer un número infinito de descripcio­
nes distintas del 17, siendo todas ellas igualmente «acci­
dentales» y «extrínsecas». No parece que ninguna de esas
descripciones ofrezca una pista siquiera de la intrínseca
diecisietidad del diecisiete, la característica única que
hace que sea el número que justamente es. Por cuál de
esas descripciones optamos es, obviamente, un asunto
sobre qué propósito tenemos en mente, la situación par­
ticular responsable de que pensáramos en el 17 en primer
lugar.
Quien desee ser esencialista con respecto al número
17 tiene que decir, en la jerga filosófica, que todas las
muchas infinitas relaciones distintas que éste mantiene
con muchos otros infinitos números son relaciones inter­
nas) o sea, que ninguna de estas relaciones podría ser dis­
tinta sin que el número 17 también cambiara. Así pues,
mientras no se halle el mecanismo que genera todas las
PANRELACIONISMO 145
descripciones verdaderas del diecisiete y que especifica
todas las relaciones que éste mantiene con todos los
demás números, no parece que sea posible definir la
esencia de la diecisietidad. Es verdad que los matemáti­
cos son capaces de producir un mecanismo semejante
axiomatizando la aritmética o reduciendo los números a
conjuntos y axiomatizando la teoría de conjuntos. Ahora
bien, seguro que si luego el matemático señala su peque­
ña y precisa serie de axiomas y exclama «¡contemplad la
esencia del diecisiete!» nos sentiremos engañados. Como
también son la esencia de 1, 2, 289 y 1.678.922, tendre­
mos la impresión de que en esos axiomas hay bien poco
de diecisietidad.
Llegados a este punto, espero que vean que, inde­
pendientemente de cuáles sean las clases de cosas que
quizá tengan una naturaleza intrínseca, los números no
pertenecen a ellas. Pero además de eso los panrelacionis-
tas también sostienen que no vale la pena ser esencialis-
ta con respecto a mesas, estrellas, electrones, seres
humanos, disciplinas académicas, instituciones sociales
o cualquier otra cosa. Sugieren la idea de que estos obje­
tos se parecen a los números en el siguiente sentido: que
no hay nada a saber sobre ellos aparte de una urdimbre
infinitamente grande y siempre expansible de relaciones
con otros objetos.
No tiene ningún sentido preguntarse por los térmi­
nos de unas relaciones que no son a su vez relaciones, ya
que cualquier cosa capaz de servir como término de una
relación puede ser disuelta en otro conjunto de relacio­
nes, y así continuamente. Se podría decir que existen
relaciones arriba y abajo y en todas las direcciones; no
llegaremos nunca a nada que a su vez no sea otro nexo
de relaciones. El sistema de los números naturales ofre­
ce un buen modelo del universo porque en él es obvio, y
es obviamente inofensivo, que no existen términos de
relaciones que a su vez no sean más que nuevos grupos
de relaciones.
Decir que todo son relaciones es un corolario de lo
que Sellars llama «nominalismo psicológico», o sea, la
146 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

doctrina según la cual de una cosa tan sólo se puede


saber lo que se afirma de ella en las oraciones que la
describen. Porque cualquier oración sobre un objeto
es una descripción explícita o implícita de las relacio­
nes que éste mantiene con uno o más objetos distin­
tos. Por consiguiente, si no hay conocimiento directo, si
no hay conocimiento que no tenga la forma de una acti­
tud oracional, entonces todo lo que se puede conocer de
una cosa son las relaciones que ésta mantiene con las
demás cosas. Seguir insistiendo en que existe un ordo
essendi no relacional distinto de un ordo cognoscendi
relacional no hace más que recrear la cosa en sí kantia­
na. Efectuar este giro, en cambio, supone sustituir la
nostalgia de inmediatez, la esperanza de salvación
mediante poderes no humanos por las esperanzas utópi­
cas de un futuro que el mismo ser humano se constru­
ye. Supone reinventar lo que Heidegger denominaba «la
tradición ontoteológica», una tradición que enlaza Aris­
tóteles con Kant y que precisa de las distinciones moda­
les para sobrevivir.
Para los nominalistas psicológicos ninguna descrip­
ción no es más descripción del objeto «real», en tanto que
opuesto al objeto «aparente», que cualquier otra descrip­
ción; como tampoco ninguna descripción lo es, por así
decirlo, de la relación del objeto consigo mismo, de la
identidad con su propia esencia. Claro que entre estas
descripciones algunas son mejores que otras. Este ser
mejor, sin embargo, tiene que ver con el hecho de que son
herramientas más útiles, herramientas que realizan algún
objetivo humano mejor que sus descripciones rivales.
Tanto desde un punto de vista filosófico como desde un
punto de vista práctico, todos estos objetivos se encuen­
tran en situación de igualdad. No existe ningún objetivo
primordial llamado «descubrir la verdad» que tenga pre­
cedencia por encima de los demás. Como dije en una lec­
ción anterior, los pragmatistas no creemos que la finali­
dad de la indagación sea la verdad. La finalidad de la
indagación es la utilidad, y existen tantas herramientas
distintas y útiles como fines a realizar.
PANRELACIONISMO 147
Para mostrar con mayor detalle cómo se ven las cosas
desde una perspectiva panrelacionista, vuelvo a mi tesis
de que los números constituyen un buen modelo para los
objetos en general. El sentido común —o como mínimo
el sentido común occidental— tiene problemas con esa
afirmación porque parece contraintuitivo decir que los ob­
jetos físicos y espaciotemporales se disuelven como los
números en redes de relaciones. Nadie va a llorar su pér­
dida de realidad sustancial, independiente y autónoma, si
la filosofía disuelve unos cuantos números en las relacio­
nes que éstos mantienen con otros números. Pero la cosa
cambia con las mesas, las estrellas y los electrones. En
tales casos el sentido común tiende a atrincherarse y a
decir que no pueden haber relaciones sin algo que rela­
cionar. Si no hubiera una mesa sólida, sustancial, autó­
noma, en relación a ustedes, a mí y a la silla, por ejemplo;
o si no estuviera compuesta de partículas sólidas, sustan­
ciales y elementales, entonces no habría nada que rela­
cionar y, por consiguiente, tampoco existirían relaciones.
La réplica de los panrelacionistas a esta pequeña
muestra de sentido común se parece mucho a la réplica
que Berkeley hace a Locke cuando éste intenta distinguir
entre cualidades primarias y cualidades secundarias: la
réplica que Peirce menciona como la primera invocación
del principio pragmatista según el cual toda diferencia
tiene que ser relevante en el orden práctico.3 La versión
contemporánea y lingüística de la réplica de Berkeley
dice así: todo lo que sabemos sobre esta mesa sólida y
sustancial —sobre la cosa que se relaciona en tanto que
opuesta a sus relaciones— es que algunas oraciones sobre
ella son verdaderas. Por ejemplo, las siguientes: es rec­
tangular; marrón; fea; elaborada a partir de un árbol;
más pequeña que una casa; mayor que un ratón; menos
brillante que una estrella; etc. No es posible saber nada
3. Véase la reseña que realiza Peirce de la edición que hace Frase de Ber­
keley; se encuentra reimpresa en el volumen 8 de los Collected Papers of Charles
Sanders Peirce (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1958), especial­
mente las pp. 33-34, sección 8.33. Véase también el volumen 6, p. 328, sección
6.482.
148 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

de un objeto salvo qué oraciones sobre él son verdaderas.


En consecuencia, el argumento panrelacionista consiste
en afirmar que, dado que todo lo que pueden hacer las
oraciones es relacionar unos objetos con otros, cuando
una oración describe un objeto lo que está haciendo es
atribuirle, implícita o explícitamente, una propiedad rela-
cional.4 Así pues, deberíamos reemplazar la imagen del
lenguaje como un velo que se interpone entre los objetos
y nosotros por la imagen del lenguaje como una forma de
conectar los objetos entre sí.
En este punto, los esencialistas acostumbran a repli­
car que el nominalismo psicológico tiene que ser un
error, que deberíamos recuperar lo que tiene de verdad el
empirismo y no aceptar la idea de que el lenguaje nos
proporciona el único acceso cognitivo a los objetos.
Sugieren que debemos tener un conocimiento prelingüís-
tico de los objetos, un conocimiento que el lenguaje no
puede captar. Ese conocimiento impide, dicen, que la
mesa, el número o el ser humano sean lo que ellos llaman
«un simple constructo lingüístico». Llegados a este pun­
to, y para ilustrar lo que quiere decir con conocimiento
4. Los nominalistas psicológicos conciben las propiedades que normal­
mente reciben el nombre de «no relaciónales» (p. ej., «rojo» en oposición a «al
lado izquierdo») como propiedades designadas por unos predicados que, por un
motivo u otro, se consideran primitivos. La primitividad de un predicado, sin
embargo, no es intrínseco al predicado, sino relativo a la forma de enseñar o
mostrar un uso del mismo. La supuesta no relacionalidad de una propiedad
designada por un predicado es relativa a una determinada forma de describir
una determinada serie de objetos que poseen ese predicado. No es una caracte­
rística intrínseca de la propiedad. Una manera de formular la lección que nos
enseñaron Saussure y Wittgenstein es decir que no existen predicados intrínse­
camente primitivos. Una manera de formular el corolario que concluyó Derrida
es decir que todo predicado denota una propiedad, que no tiene sentido trazar
una distinción entre predicados que tienen referencia y predicados que no tienen
referencia (excepto por algún motivo práctico especial, como cuando uno
emplea «¡pero si las brujas no existen!» como abreviación de todas las razones
que apuntan a la inutilidad de organizar una cacería de brujas).
Para una afirmación clara y contundente de la concepción antinominalista
y antipragmatista, véase el libro de John Searle The Rediscovery of the Mind,
Cambridge, Mass.: MIT Press, 1992, p. 211. En él, Searle traza una oposición
entre características intrínsecas del mundo —como por ejemplo las moléculas—
y características relativas al observador —como que hoy haga un buen día para
ir de picnic—, que para los pragmatistas equivale meramente a la preferencia de
los objetivos humanos de los físicos por encima de los que van de picnic.
PANRELACIONISMO 149
no lingüístico, el esencialista, suele golpear la mesa con
la mano y luego retirarla. De este modo espera demostrar
haber adquirido un conocimiento, una especie de intimi­
dad con la mesa que el lenguaje no consigue capturar.
Y además sostiene que ese conocimiento de los intrínse­
cos poderes causales de la mesa, su puro estar ahí, le per­
mite mantener el contacto con la realidad de una forma
distinta de la del antiesencialista.
Indiferente a la insinuación que le acusa de no estar
en contacto con la realidad, el antiesencialista reitera que
la mejor respuesta que recibirá quien desee saber qué es
realmente, intrínsecamente, la mesa es «que los siguien­
tes enunciados son verdaderos: es marrón, fea, hace daño
al golpearla, uno puede tropezar con ella, se compone de
átomos, etc., etc.». La capacidad de hacer daño, la solidez
y los poderes causales de la mesa están en perfecta har­
monía con su fealdad y su cualidad de ser marrón. Así
como descubrir la raíz cuadrada del 17 no hace que
entremos en una relación más íntima con él, dar un gol­
pe a la mesa tampoco nos acerca más a su naturaleza
intrínseca que mirarla o hablar de ella. Todo lo que ese
golpearla o descomponerla en átomos hacen es ofrecer­
nos la posibilidad de relacionar la mesa en cuestión con
unas cuantas cosas más. No nos llevan del lenguaje al
hecho, ni de la apariencia a la realidad, ni tampoco de
una relación remota y desinteresada a una relación más
inmediata e intensa.
El sentido de este pequeño cambio es, una vez más,
la negativa del panrelacionista a aceptar que sea posible
distinguir un objeto del resto del universo, excepto en
cuanto objeto de un determinado conjunto de enunciados
verdaderos. El panrelacionista sostiene, con Wittgenstein,
que la ostensión funciona tan sólo con el telón de fondo
de una práctica lingüística y que la identidad consigo
misma de la cosa distinguida es relativa a su descrip­
ción.5 Los panrelacionistas creen que la distinción entre
5. Acerca de la importancia fundamental de esta idea wittgensteiniana,
véase Barry Alien, Truth in Philosophy, Cambridge: Harvard University Press,
1993.
150 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

cosas relacionadas y relaciones no es más que una forma


alternativa de diferenciar aquello de que hablamos de lo
que decimos. Como dijo Whitehead, esta distinción no es
más que una hipostatización de la relación entre el suje­
to y el predicado lingüístico.
Así como para la gente que no está familiarizada con
adjetivos y verbos la preferencia de un nombre no trans­
mite ninguna información, tampoco hay ninguna forma
de transmitir información que no sea relacionando una
cosa con otra. Una palabra sólo tiene significado, nos
dicen con acierto las autoridades en el tema, en el con­
texto de una oración. Eso implica, sin embargo, no poder
ir por detrás del lenguaje hasta llegar a una forma de
conocimiento no lingüístico más inmediato sobre aquello
de que hablamos. Un nombre sólo tiene un uso cuando
establece vínculos con otras partes del discurso y un obje­
to sólo puede ser objeto de conocimiento en tanto que
término de una relación.
Los panrelacionistas entienden nuestra opinión de
que podemos tener conocimiento de una cosa sin cono­
cer las relaciones que ésta mantiene con las demás cosas
como un reflejo de la diferencia entre estar seguro sobre
unas relaciones evidentes, familiares, que se dan por sen­
tado con respecto a esa cosa y no estar seguro sobre el
resto de sus relaciones. El diecisiete, por ejemplo, empie­
za por ser la suma de diecisiete unidades, el número
entre el dieciséis y el dieciocho, etc. Con sólo estos enun­
ciados familiares ya pensamos que el diecisiete es una
cosa que espera ser relacionada con otras cosas. Pero
cuando se nos dice que el diecisiete también es la dife­
rencia entre 1.678.922 y 1.678.905, en lugar de pensar
que hemos descubierto algo acerca del diecisiete mismo,
tendemos a creer que estamos ante una conexión remota
y poco esencial entre este número y algo más. Sin embar­
go, si se nos presiona, nos vemos obligados a reconocer
que la relación entre el 16 y el 17 no es ni más ni menos
intrínseca que la relación entre éste y el 1.678.922. Con
respecto a los números, no está nada claro qué significa
el término «intrínseco». Nadie está realmente dispuesto a
PANRELACIONISMO 151
decir que, en el fondo de su corazón, el diecisiete se sien­
te más cerca del 16 que de los demás números.
Los panrelacionistas también sugieren desechar la
cuestión de si la solidez de la mesa es más intrínseca a
la mesa que su color, o qué es más intrínseco a la estrella
polar, si su constitución atómica o su posición en la cons­
telación. Los antiesencialistas consideran que la cuestión
acerca de si existen realmente cosas tales como las cons­
telaciones o si, por el contrario, éstas son tan sólo ilusio­
nes producidas por el hecho de que no podemos apreciar
visualmente la distancia de las estrellas, es tan inapropia­
da como la cuestión acerca de si existen realmente cosas
tales como los valores morales o si, por el contrario, éstos
son meramente proyecciones de deseos humanos. Propo­
nen desechar todas las cuestiones relativas al problema
de determinar dónde termina la cosa y dónde empiezan
las relaciones; dónde empieza la naturaleza intrínseca y
dónde sus relaciones externas; dónde termina el núcleo
esencial y dónde empieza su periferia accidental. A los
panrelacionistas les agrada formular, junto a Wittgens-
tein, la pregunta de si un tablero de ajedrez es realmente
una cosa, o bien sesenta y cuatro cosas; o preguntarse,
con James, si la estrella de David es realmente un trián­
gulo superpuesto a otro, o bien un hexágono rodeado por
seis triángulos. La misma formulación de esta pregunta,
piensan, pone al descubierto su propia absurdidad, su
escaso interés. Interesan las cuestiones que cumplan el
requisito de William James que exige que cualquier dife­
rencia sea relevante [en el orden práctico]. Las demás
cuestiones —cuestiones sobre el estatuto ontológico de
las constelaciones o de los valores morales— son «mera­
mente verbales» o, peor aún, «meramente filosóficas».
A todo esto, el esencialismo residual del sentido
común podría replicar que el panrelacionismo es una
especie de idealismo lingüístico: una forma de sugerir
que antes de que la gente hablara no había nada sobre
qué hablar; que los objetos son artefactos del lenguaje.
Pero con ello confunde la pregunta «¿de qué modo iden­
tificamos los objetos?» con la pregunta «¿son anteriores
152 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

los objetos a la identificación que de ellos realizamos?».


El antiesencialista no duda en absoluto de que hubo
árboles y estrellas mucho antes que enunciados sobre ár­
boles y estrellas. El juego de lenguaje que juega con las
palabras «árboles» y «estrellas» así lo atestigua. Pero el
hecho de que existieran antes no ofrece ninguna ayuda
para que tenga sentido la pregunta «¿qué son los árboles
y las estrellas aparte de las relaciones que mantienen con
el resto de las cosas, aparte de los enunciados que sobre
ellos formulamos?». Tampoco ayuda a que tenga sentido
la tesis del escéptico que dice que los árboles y las estre­
llas tienen esencias intrínsecas, no relaciónales que, ¡ay!,
quizá sean incomprensibles para nosotros. Para que esa
tesis tenga un sentido claro necesitamos poder decir algo
sobre qué es eso incomprensible para nosotros, qué es
eso de que se ve privado nuestro entidimiento. De no ser
así vamos a quedar empantanados con la incognoscible
cosa en sí kantiana. Conforme a un punto de vista pan-
relacionista, el lamento kantiano de que nos hallamos
atrapados para siempre bajo un velo de subjetividad
equivale a la inútil afirmación —por tautológica— de
que una cosa que habíamos definido anteriormente
como estando más allá del alcance de nuestro conoci­
miento se halla ahora, ¡ay!, más allá del alcance de nues­
tro conocimiento.
La imagen que se hace el esencialista de la relación
entre el lenguaje y el mundo le obliga a retroceder hasta
la tesis de que el mundo es identificable con independen­
cia del lenguaje. Por eso debe insistir tanto en que, al
principio, conocemos el mundo mediante un encuentro
no lingüístico, golpeándolo, o dejando que unos cuantos
fotones penetren nuestras retinas. Este encuentro inicial
es un encuentro con el mundo en sí mismo, el mundo tal
como es intrínsecamente. Pero al tratar de recuperar
en el lenguaje lo que hemos aprendido en tal encuen­
tro nuestro intento fracasa debido a que las oraciones de
nuestro lenguaje se limitan a relacionar unas cosas con
otras. Las oraciones «eso es marrón», «eso es cuadrado»
o «eso es duro» nos comunican algo sobre cómo actúa
PANRELACIONISMO 153
nuestro sistema nervioso frente a las emanaciones proce­
dentes de la vecindad del objeto. Oraciones como «está
localizada en las siguientes coordenadas espacio-tiempo»
nos informan aún más claramente de lo que el esencialis-
ta, lleno de tristeza, llama «propiedades meramente rela­
ciónales, meramente accidentales».
Ante semejante callejón sin salida, el esencialista
siente la tentación de pedir ayuda a la ciencia natural. Le
tienta decir que una oración como «se compone de la
siguiente clase de partículas elementales dispuestas de
la siguiente forma» nos introduce a la realidad misma del
objeto. La última línea defensiva de los filósofos esencia-
listas es creer que la ciencia física nos sustrae de nosotros
mismos, del lenguaje, de nuestras necesidades y propósi­
tos y nos conduce ante algo espléndidamente no humano
y no relacional. Los esencialistas que se retiran a esta
línea arguyen que los filósofos corpuscularistas del
siglo xvn, como Hobbes y Boyle, tenían razón al distin­
guir entre aquellas características que están realmente en
las cosas y aquellas otras de las que, para fines humanos,
es útil decir que las cosas tienen.
Para nosotros los antiesencialistas, las descripciones
de objetos físicos realizadas en términos de partículas
elementales son útiles de muy diversas formas, tantas
como formas mediante las cuales la física de partículas
puede contribuir a lograr nuevos avances tecnológicos o
participa en las imaginativas redescripciones astrofísicas
del universo como un todo. Pero ahí termina su única vir­
tud. Para muchos filósofos esencialistas y científicos
—que si no fuera por eso no se interesarían por la filoso­
fía— semejante concepción pragmática de la física como
criada de la tecnología y de la imaginación poética es
ofensiva. Esta gente comparte la opinión de que la física
de partículas —y en general, cualquier vocabulario cientí­
fico podría servir en principio para formular explicacio­
nes sobre cualquier tipo de fenómeno— constituye un
claro ejemplo del tipo de verdad que el pragmatista no
sabe reconocer. Este tipo de verdad no tiene nada que ver
con la utilidad de una descripción para los propósitos
154 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

humanos, sino más bien con una trascendencia respecto


a aquello meramente humano. La física de partículas se
ha convertido, por así decirlo, en el último bastión de la
facultad griega de admiración, la idea de un encuentro
con lo casi Absolutamente Otro.6
¿Por qué parece que la física de partículas da un nue­
vo soplo de vida a la noción de «naturaleza intrínseca»?
La respuesta, creo, tenemos que buscarla en el hecho de
que el vocabulario de esta rama de la física parece pro­
porcionar un tipo especial de dominio y autoconfianza al
ser capaz («en principio») de explicar la utilidad de todo
el resto de descripciones además de la suya propia.7 Un
psicofísico ideal vería los seres humanos como remolinos
de partículas y podría explicar por qué esos organismos
han desarrollado unos determinados hábitos lingüísticos;
por qué han descrito el mundo como lo han hecho. Por
consiguiente, parece como si este físico ideal pudiese
considerar aquello que es útil para los seres humanos
como algo en sí mismo explicable, subsumible, algo que
podemos poner a cierta distancia y contemplar en pers­
pectiva. Cuando pensamos el universo en términos de
dispersión e interacción de partículas, parece como si nos
eleváramos por encima de nuestras necesidades humanas
y nos las miráramos por encima del hombro. Parece que
nos volvemos un poco más que humanos, pues parece
que nos hemos alejado de nuestra propia humanidad y
visto en el interior de una perspectiva no humana, en el
interior del mayor contexto posible.
Para nosotros los antiesencialistas, esta tentación de
creer que viéndonos bajo el aspecto de partículas elemen­
tales eludimos nuestra finitud humana no es más que
6. Como ejemplos del tipo de glorificación de las partículas elementales
que tengo en mente, véase el pasaje de John Searle que cito en la nota a pie de
página núm. 4; véase también David Lewis, «Putnams Paradox», Australasian
Journal of Philosophy, 1983. Discuto brevemente el artículo de Lewis en las pági­
nas 7 i ss. de Objectivity, Relativism and Truth.
7. En eso consiste, precisamente, según Williams, su atractivo. Véase
Ethics and the Limits of Philosophy, Londres: Fontana Press, 1985, cap. 8, y la
crítica que le hago en «Is Natural Science a Natural Kind?», en Objectivity, Rela­
tivism and Truth.
PANRELACIONISMO 155
otro intento de crear una divinidad —un dios de poder—
para luego reclamar una parte de la vida divina. El pro­
blema con este tipo de intentos es que la necesidad de ser
Dios no es sino otra necesidad humana más. O dicho de
un modo más suave: el proyecto de considerar todas
nuestras necesidades desde la perspectiva de alguien que
no posee tales necesidades es sólo un proyecto humano
más. Consideradas desde este ángulo, la ausencia estoica
de pasión, la ausencia de voluntad zen, la Gelassenheit
heideggeriana y la física-como-concepción-absoluta-de-
la-realidad no son más que otras tantas variaciones de un
mismo proyecto: el proyecto de rehuir el tiempo y la
casualidad.8
Nosotros los panrelacionistas, sin embargo, no pode­
mos burlarnos de este proyecto. Porque, en contraste
con nuestra capacidad política, a nuestra capacidad
estrictamente filosófica no le está permitido burlarse de
ningún proyecto humano, de ninguna forma de vida
humana escogida, de ninguna descripción que sirva de
ayuda en la vida de alguien. En particular, no debería­
mos permitimos decir lo que acabo de decir, a saber, que
adoptando esa concepción de la ciencia física parece
que nos volvamos un poco más que humanos. Un panre­
lacionista no puede invocar la distinción apariencia-rea-
lidad. No podemos decir que la concepción de la física
de nuestro adversario está equivocada, que yerra en el
juicio acerca de la naturaleza intrínseca de ésta, o que
confunde lo que ella es en sí misma con algo accidental
y no esencial.
Desde nuestro punto de vista, la ciencia física, como
el número 17, no posee ninguna naturaleza intrínseca. Al
igual que el 17, la ciencia física es susceptible de ser des­
crita de infinitas formas, y ninguna de ellas corresponde
a una descripción «interior». Imaginar que si nos descri­
bimos bajo un aspecto de eternidad, o bajo el aspecto de
partículas elementales participaremos de la vida divina
8. Como dije en otro lugar, pienso que Derrida tiene mucha razón al con­
siderar que la renuncia heideggeriana no es más que otro intento de afiliarse al
poder.
156 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

no es ninguna ilusión o confusión: no es más que otro


intento de satisfacer una necesidad humana más. Tampo­
co lo es pensar que, al fin, gracias a la ciencia física esta­
mos en contacto con la naturaleza última de la realidad.
La ciencia física es sencillamente otro proyecto humano
más que, como todos los proyectos humanos, puede
eclipsar la posibilidad de otros proyectos incompatibles
con él.
Los panrelacionistas tampoco podemos permitimos
rehuir el problema acusando a nuestros adversarios esen­
cialistas de creer erróneamente haber «eludido la finitud
humana» al refugiarse en una versión secularizada de
una teología del poder. No es que la finitud humana
represente la verdad última de este asunto, como si los
seres humanos fuesen intrínsecamente finitos. Desde
nuestro punto de vista, los seres humanos son aque­
llo que hacen de sí mismos y resulta que una de las cosas
que han querido ser es la divinidad, lo que Sartre llama
un «ser en sí y para sí». Pero los panrelacionistas no
podemos decir, con Sartre, que este intento representa
una «pasión fútil». Para nosotros, los sistemas metafísi­
cos de Aristóteles o Spinoza, o la fanática búsqueda
de Kant de aquello incondicional no son ejercicios de
"pasión fútil" como tampoco lo son los sistemas antime-
tafísicos de William James, Nietzsche o el mismo Sartre.
No existe ninguna verdad ineludible que los metafísicos o
los pragmatistas estén procurando evitar o captar, pues
cualquier candidato a la verdad puede ser eludido
mediante la elección de una descripción adecuada, o res­
paldado mediante otra elección semejante.
¿Pero qué decir de la proposición de Sartre que aca­
bo de presentar como doctrina panrelacionista, a saber,
que «los seres humanos son aquello que hacen de sí mis­
mos»? ¿Es verdadera esta proposición? Bueno, es verda­
dera en el mismo sentido en que son verdaderos los axio­
mas de la aritmética de Peano. Estos axiomas resumen
las implicaciones del uso de un determinado vocabula­
rio, a saber, el vocabulario de los números. Imaginen por
un momento, sin embargo, que no tenemos ningún inte­
PANRELACIONISMO 157
rés en emplear este vocabulario. Imaginen que estamos
dispuestos a renunciar a las ventajas del cálculo y el con­
tar. Imaginen que, quizá por culpa de un miedo enfermi­
zo a la tecnología, desean con ansiedad hablar un len­
guaje en el que no se haga mención alguna al número
17. En ese caso, para ustedes esos axiomas no serían
candidatos a la verdad, no tendrían ninguna relevancia
para sus proyectos.
Bien, pues eso mismo ocurre con la proposición de
Sartre. Esa proposición resume una determinada concep­
ción sobre qué clase de proyectos sería mejor realizar.
Ahora bien, si sus propios proyectos son de carácter reli­
gioso o metafísico, si necesitan profundamente sentirse
seguros en los brazos eternos de un dios de poder y, por
tanto, están dispuestos a renunciar a las ventajas del tipo
de política igualitaria y arte romántico cuyas implicacio­
nes resume Sartre, entonces para ustedes la proposición
de Sartre no constituirá un candidato aceptable a la
verdad. Podrán decir que es falsa, si quieren; pero esa fal­
sedad no será ciertamente del mismo tipo que la falsedad
de un candidato a la verdad que rechazamos tras some­
terlo a examen. Será, más bien, una cuestión de clara
irrelevancia, una clara incapacidad para servir a sus pro­
pósitos. Poner una descripción sartriana ante un spino-
zista es como poner una mancha de bicicleta en manos
de un minero, o como poner un metro en manos de un
neurocirujano: por ser, no es ni candidata a ser útil.9
¿Significa ello que no es posible una discusión argu­
mentada entre Sartre y Spinoza? ¿Es imposible la comu­
nicación entre Peano y los antitecnologistas? Aquí es muy
importante que hablemos de «discusión argumentada» o
bien de «comunicación». Puede darse comunicación y
desacuerdo sin discusión argumentada. Eso es lo que, de
hecho, ocurre con frecuencia: al percatamos de que
somos incapaces de hallar premisas comunes; cuando no
9. La mejor explicación del contraste entre proposiciones candidatas y
proposiciones no candidatas es la discusión de William James, en su famoso
ensayo «The Will to Believe», sobre la diferencia entre opciones intelectuales
«vivas» y opciones intelectuales «muertas».
158 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

hay otro remedio que aceptar que tenemos opiniones dis­


tintas; cuando empezamos a hablar de «diferencias de
gusto». La comunicación, en cambio, apenas requiere un
acuerdo sobre qué herramientas emplear a fin de satisfa­
cer unas necesidades comunes que compartimos. La dis­
cusión argumentada requiere estar de acuerdo sobre qué
necesidades tienen prioridad. El lenguaje y el sentido
común que tanto el spinozista como el sartriano compar­
ten reflejan el hecho de que ambos necesitan comida,
sexo, un tejado, libros y otras cosas, y que para conse­
guirlas se espabilan de un modo muy similar. Su incapa­
cidad por discutir provechosamente acerca de cuestiones
filosóficas refleja el hecho de que ninguno de los dos con­
cede demasiada importancia a las necesidades particula­
res que han llevado al otro a filosofar. De forma similar,
la incapacidad de dos pintores por llegar a un acuerdo
sobre cómo pintar refleja el hecho de que ninguno de los
dos concede demasiada importancia a la necesidades que
han llevado al otro a ponerse delante de un caballete.
Decir que esos desacuerdos son «meramente filosóficos»
o «meramente artísticos» equivale a afirmar que cuando
estas dos personas lleguen a un acuerdo para dejar a un
lado la filosofía o la pintura, van a poder colaborar en
proyectos comunes.10 Decir que, con todo, sus desacuer­
dos filosóficos o artísticos son profundos equivale a afir­
mar que ninguno de los dos juzga central para su vida los
proyectos del otro.
Tal vez parezca que esta forma de plantear el asunto
omite el hecho de que, a veces, hay sartrianos que se
10. No deberíamos pensar que esta analogía es una teoría «estética» de la
naturaleza de la filosofía, como tampoco debemos pensar que es una teoría
«filosófica» de la naturaleza de la pintura. A los pragmatistas no nos sirven de
mucho las distinciones entre lo cognitivo, lo moral y lo estético. Mi intención no
es mostrar que la filosofía es menos «cognitiva» de lo que se había creído; tan
sólo quiero indicar la diferencia entre aquellas situaciones en las que existe un
acuerdo suficiente sobre los fines como para hacer posible una discusión prove­
chosa acerca de los medios alternativos para lograrlos y aquellas otras situacio­
nes en las que tal acuerdo está ausente. Con todo, esa diferencia no es demasia­
do clara. Hay un espectro continuo de posibilidades entre la devoción incuestio-
nada a unos fines comunes y la incapacidad de comprender cómo puede ser que
el interlocutor esté tan loco de no compartir nuestros fines.
PANRELACIONISMO 159
vuelven spinozistas, católicos que se convierten al ateís­
mo, esencialistas que se vuelven antiesencialistas, metafí-
sicos que pasan a ser pragmatistas, y viceversa. Más en
general, parece como si omitiese el hecho de que la gente
cambia de proyectos de vida, que cambia precisamente
aquellas partes de la imagen de sí misma a las que antes
otorgaba más valor. La cuestión, sin embargo, es si esto
ocurre nunca como resultado de una discusión argumen­
tada. Quizá ocurra así a veces, pero seguro que es la
excepción. Normalmente, este tipo de conversiones sor­
prenden tanto a los amigos como a la misma persona
convertida. Es típico que la frase «se ha convertido en
una nueva persona; no lo reconocerías» signifique «ya no
ve más el sentido, la relevancia o el interés de los argu­
mentos que antes exponía al defender lo contrario».
El sentido común, sin embargo, al igual que la filoso­
fía griega, cree que estas conversiones deberían ocurrir
mediante discusión. El sentido común espera que esas
conversiones no sean como enamorarse repentinamente
de alguien completamente distinto, sino más bien como
llegar a reconocer la forma de la mente que uno tiene. El
supuesto socrático de que las conversiones deseables son
más una cuestión de autodescubrimiento que de auto-
transformación precisa de la doctrina platónica según la
cual toda mente humana está configurada, en general,
de la misma forma: la forma dada por el recuerdo de las
Ideas. Entre filósofos posteriores esto termina por con­
vertirse en la creencia en la «razón», concebida bien
como la facultad que penetra en las apariencias hasta lle­
gar a la verdad, o como un conjunto de verdades elemen­
tales que reposan en el fondo de cada uno de nosotros
aguardando el momento en que la discusión las saque a
relucir. En cualquiera de los dos casos, creer en la razón
no es tan sólo creer que existe algo como la naturaleza
humana, sino creer que esa naturaleza consiste en algo
más que lo que tenemos en común con los animales y
constituye algo propio. Este componente exclusivo de los
seres humanos es el responsable de que seamos más
conocedores que simples usuarios y que, de este modo,
160 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

podamos ser convertidos por argumentación antes que


vencidos por fuerzas irracionales.
Los antiesencialistas, como es obvio, no creemos en
esa facultad. Si los humanos no tienen una naturaleza
intrínseca es porque no hay nada que tenga una natura­
leza intrínseca. Nos llena de alegría, sin embargo, tener
que admitir que los seres humanos son únicos en un sen­
tido determinado: en el sentido en que se hallan realmen­
te en un conjunto de relaciones con respecto a los demás
objetos único en su especie. O más exactamente, tenemos
que admitir que los seres humanos normales, adultos,
debidamente socializados y entrenados se hallan en un
conjunto de relaciones único. Este grupo de seres huma­
nos está capacitado para usar el lenguaje y, por tanto,
puede describir cosas. Por lo que sabemos, no existe nada
semejante capaz de describir cosas. Los números, las
fuerzas físicas, los unos pueden ser más grandes que los
otros, pero no se describen entre sí como mayores o
menores. Somos nosotros quienes los describimos así.
Las plantas y los animales son capaces de interactuar,
pero el éxito de estas interactuaciones no depende para
nada de que los unos encuentren unas resdescripciones
de los otros cada vez más provechosas. Nuestro éxito, en
cambio, sí depende de ello.
Darwin hizo que los esencialistas tuvieran dificulta­
des en creer que los antropoides superiores adquirieron
de repente un componente extra añadido llamado
«razón» o «inteligencia», en lugar de más bien la clase de
astucia que ya manifestaron los antropoides inferiores.
Por esta razón, desde Darwin, los filósofos esencialistas
tienden a hablar cada vez menos de «mente» y más de
«lenguaje». Las palabras «signo», «símbolo», «lenguaje» y
«discurso» se han convertido en las palabras filosóficas
de moda de este siglo, del mismo modo que en el siglo
pasado lo fueron «razón», «ciencia» y «mente».11 Efecti­
vamente, el desarrollo de habilidades simbolizadoras es
11. Véase en De la grammatologie (París: Minuit, 1967), p. 15, la discusión
de Derrida acerca de la necesidad de hablar sobre el lenguaje y de que esta pala­
bra no se convierta en otra palabra de moda más.
PANRELACIONISMO 161
susceptible de recibir una explicación en términos de una
astucia cada vez mayor. Pero aun así los filósofos esen-
cialistas han tendido a olvidar que su propia sustitución
de «mente» por «lenguaje» tenía por objeto la reconcilia­
ción con Darwin y han continuado planteando sobre el
lenguaje exactamente los mismos problemas que sus pre­
decesores planteaban sobre la mente.12
Como dije al principio de esta lección, estos proble­
mas surgen porque se concibe al lenguaje como un tercer
elemento que se entromete entre el sujeto y el objeto for­
mando una barrera que impide al conocimiento humano
ver cómo son las cosas en sí mismas. Sin embargo, si que­
remos mantener la fe en Darwin, en lugar de pensar que
la palabra «lenguaje» denomina una cosa que posee una
naturaleza intrínseca propia, deberíamos concebirla como
un modo de abreviar las distintas clases de complicadas
interacciones que sólo los antropoides superiores mantie­
nen con el resto del universo. Lo que distingue a esas in­
teracciones es el uso de ruidos y señales que sirven para
facilitar las actividades del grupo, como herramientas que
sirven para coordinar la actividad de sus miembros.
Las nuevas relaciones en que se hallan estos antro­
poides con respecto al resto de los objetos vienen no sólo
indicadas por el uso que uno hace del signo X para diri­
gir la atención del grupo hacia el objeto A, sino también
por el uso de una serie de signos destinados a dirigir la
atención hacia A y que corresponden a la serie de distin­
tos fines para los cuales A puede ser útil. De acuerdo con
la jerga filosófica, uno podría decir que la conducta sólo
se convierte propiamente en lingüística cuando los orga­
nismos empiezan a utilizar un metalenguaje semántico y
adquieren la capacidad de emplear palabras en contextos
intensionales.13 Dicho con mayor claridad, una conducta
12. He tratado de extenderme en este punto en las pp. 257-266 de Philo­
sophy and the Mirror of Nature (Princeton, NJ: Princeton University Press, 1979)
{La filosofía y el espejo de la naturaleza, Madrid: Cátedra, 1995).
13. Véase Donald Davidson, «Rational Animáis», en Actions and Events:
Perspectives on the Philosophy of Donald Davidson, ed. Emest LePore (Oxford:
Blackwell, 1985), pp. 473-480.
162 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

sólo es propiamente lingüística cuando se pueden decir


cosas como «también se llama "Y”, pero para tus propó­
sitos mejor que lo describas como un X», o «pese a que
tienes todas la razones para decir que es un X, no es un
X». Sólo entonces nos vemos en la necesidad de emplear
nociones específicamente lingüísticas como «significa­
do», «verdad», «referencia» o «descripción». Sólo enton­
ces no es únicamente útil, sino casi indispensable, descri­
bir lo que hacen los antropoides como «querer decir A
con X» o «creer falsamente que todos los A son B».
Considerar el lenguaje de este modo, darvinianamen­
te; considerar que en lugar de brindamos representacio­
nes de los objetos, el lenguaje nos proporciona herra­
mientas para hacerles frente, así como distintos juegos de
herramientas para satisfacer diferentes fines, hace que
sea difícil ser un esencialista. Porque entonces cuesta
tomarse realmente en serio la idea de que una descrip­
ción de A pueda ser más «objetiva» o estar «más cerca de
la naturaleza intrínseca de A» que cualquier otra descrip­
ción. La relación entre las herramientas y lo que éstas
manipulan es simplemente un asunto de utilidad para un
fin determinado, no una cuestión de «correspondencia».
Tan cerca de la naturaleza humana se halla una son­
da estomacal como un estetoscopio, y no menos cerca de
la esencia de una aplicación eléctrica está un comproba­
dor de voltaje que un destornillador. A menos que crea­
mos, con Aristóteles, que una cosa es conocer y otra usar,
y que existe un fin llamado «conocer la verdad» distinto
del resto de los fines, no pensaremos que una de las des­
cripciones de A es «más precisa» que otra sans phrase.
Porque con la precisión, al igual que con la utilidad, de lo
que se trata es de ajustar la relación de un objeto a otros
objetos, lo importante es poner un objeto en un contexto
provechoso. No se trata en absoluto de entender correc­
tamente el objeto, en el sentido aristotélico de contem­
plar la cosa tal como es en sí misma, al margen de las
relaciones que mantiene con las demás cosas.
Del mismo modo que una descripción aristotélica del
conocimiento humano no permite una comprensión dar-
PANRELACIONISMO 163
winiana de cómo éste crece, una descripción evolucionis­
ta del desarrollo de la capacidad lingüística priva al pen­
samiento esencialista de toda base sólida posible. Obser­
ven, empero, que si ahora yo intentara convencerles de
que la única forma objetivamente correcta de concebir el
lenguaje es la darwiniana —y, por extensión, la forma
deweyana, pragmatista, de entender la verdad— estaría
siendo incoherente con mi propio panrelacionismo. Lo
único que estoy autorizado a afirmar es que ésa es una
forma útil de entenderlo, útil para unos determinados
fines en particular. Todo lo que puedo pretender haber
hecho en esta lección es haberles ofrecido una redescrip­
ción de la relación existente entre los seres humanos y el
resto del universo. Esta redescripción, como cualquier
otra redescripción, tiene que ser juzgada en función de su
utilidad para un fin determinado.
Por consiguiente, parece apropiado terminar esta lec­
ción volviendo a la cuestión siguiente: ¿por qué motivo
piensa el antiesencialista que su descripción del conoci­
miento, de la investigación y de la cultura humana es una
mejor herramienta que la descripción esencialista, aristo­
télica? He insinuado mi respuesta más de una vez. Pero
quizá sea conveniente que ahora la haga explícita. Los
pragmatistas consideran que el antiesencialismo tiene
dos ventajas. La primera es que su adopción hace impo­
sible formular la mayor parte de los problemas filosóficos
tradicionales y aún más difícil provocar el tipo de guerras
culturales en las que a los filósofos tanto agrada partici­
par. La segunda ventaja es que su adopción hace más
fácil la adaptación a Darwin.
Estoy de acuerdo con Dewey en que la función de la
filosofía consiste en mediar entre las viejas formas de
hablar, desarrolladas para cumplir con ciertas tareas
de entonces, y las nuevas formas de hablar, desarrolladas
en respuesta a las nuevas demandas. Como él dijo:
Cuando se reconozca que bajo la apariencia de estar
tratando con la realidad última, la filosofía ha estado
ocupada con los preciados valores incrustados en las
164 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

tradiciones sociales; cuando se reconozca que ha surgi,


do de un choque entre fines sociales y de un conflicto
entre instituciones heredadas y tendencias contemporá­
neas incompatibles, entonces se comprenderá que la
tarea de la filosofía futura es aclarar las ideas de los
hombres respecto a los conflictos morales y sociales de
su tiempo.14
Ya casi nadie recuerda el conflicto social y moral que
provocó la publicación del libro El origen del hombre de
Darwin. Tengo la impresión, sin embargo, de que la filo­
sofía todavía no se ha dado cuenta de lo que dijo Darwin;
todavía no ha afrontado su desafío. Tengo la impresión
de que todavía queda mucho por hacer a fin de reconci­
liar los preciados valores incrustados en nuestras tradi­
ciones con lo que Darwin dijo acerca de nuestra relación
con los animales. En mi opinión, los filósofos que han
realizado la mayor aportación en esta tarea de reconcilia­
ción son Dewey y Davidson.
Considerar su trabajo desde esta perspectiva nos
brinda la oportunidad de establecer una comparación
entre ellos y Hume y Kant. Éstos afrontaron la tarea de
asimilar la Nueva Ciencia del siglo xvn al vocabulario
moral que Europa había heredado de los estoicos y los
cristianos. La solución de Hume consiste en equiparar,
por un lado, la razón humana a la de los animales y, por
otro, la moralidad humana a ese tipo de interés benevo­
lente que los animales muestran hacia los otros miem­
bros de su especie. Hume fue un protopragmatista, pues,
en el sentido en que una vez realizado esto, se desvanece
la distinción entre conocer y hacer frente a la realidad.
Como es bien sabido, sin embargo, la mayor parte de lec­
tores —especialmente los alemanes— estimaron que el
remedio de Hume era aún peor que la enfermedad.
Según ellos, era preciso proteger el conocimiento huma­
no, y en especial las pretensiones de verdad universal y
necesaria, del peligro humeano.
14. Dewey, John, Reconstruction in Philosophy, en The Middle Works, Car-
bondale: Southern Illinois University Press, 1982, vol. 12, p. 94.
PANRELACIONISMO 165
Kant ofreció una solución alternativa que Hegel
estimó aún demasiado escéptica, derrotista, humeana y
protopragmática. Pero la mayoría de filósofos, menos
ambiciosos que Hegel, han accedido a adoptar alguna
forma de solución kantiana. Kant salvó la pretensión de
incondicionalidad, en su modalidad de universal y nece­
saria, trazando una distinción entre el esquema trascen­
dental creador-del-mundo-fenoménico y el contenido
meramente fenoménico que rellena ese esquema.
Immunizó nuestro vocabulario moral tradicional y,
en particular la pretensión de estar bajo obligaciones
morales incondicionales, parapetándolo tras un muro
que separa lo moral y nouménico de lo fenoménico y
empírico. Con la creación de tal sistema, Kant se ganó
la más sincera gratitud de individuos, tales como el pro­
tagonista de la obra de Fichte El destino del hombre, que
se hallaban aterrorizados por la idea de que su imagen
de agentes morales no sobreviviría a la mecánica cor­
puscular.
De este modo, Kant nos ayudó a aferramos a la idea
de que existe algo incondicional y, por consiguiente, no
relacional. Preservó las verdades universales y necesarias
sintéticas a priori haciendo que el mundo de la mecánica
corpuscular no fuera el mundo real. El mundo real es el
mundo desde el que, a escondidas, por decirlo así, consti­
tuimos el mundo fenoménico, el mismo mundo en el que
somos no empíricos, no pragmáticos, agentes morales.
De esta suerte, Kant nos ayudó a aferramos a la idea de
que entre nosotros y el resto de los animales existe una
diferencia enorme. Para los animales —pobrecitos seres
fenoménicos— todo es relativo y pragmático. Nosotros,
en cambio, poseemos un lado trascendental y nouméni­
co, un lado no sujeto a la relacionalidad. Por consiguien­
te, podemos albergar la esperanza de conocer la verdad
en un sentido no baconiano de «conocer», un sentido en
el que conocer es muy distinto de usar. Podemos esperar
hacer lo correcto, en un sentido de correcto irreductible a
la búsqueda de placer o a la gratificación de los instintos
de benevolencia.
166 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

Con Darwin, sin embargo, cada vez se hizo más difícil


ser kantiano. En cuanto empezaron a efectuar experimen­
tos con su propia imagen y a verse a sí mismos sencilla­
mente como unos «animales listos», como había dicho
Nietzsche, el ferviente admirador de Darwin,15 las perso­
nas encontraron muy difícil pensar que poseían un lado
nouménico o trascendental. Más adelante, cuando se jun­
taron la teoría evolucionista de Darwin y la idea —insi­
nuada primero por Herder y Humboldt, y discutida más
tarde por Frege y Peirce— según la cual la característica
propia del hombre es el lenguaje16 y no la mente o la con­
ciencia, la teoría evolucionista de Darwin hizo posible
concebir toda la conducta humana —incluida esa especie
de conducta «superior» que antes se interpretaba como la
realización del deseo de conocer lo incondicionalmente
verdadero y de hacer lo incondicionalmente correcto— en
continuidad con la conducta animal. A diferencia del ori­
gen de la conciencia o del origen de esa facultad llamada
«razón», capaz de llegar hasta la naturaleza intrínseca de
las cosas, el origen del lenguaje es inteligible en términos
naturalistas. En nuestras manos está la posibilidad de
ofrecer lo que Locke llama «una explicación histórica y
15. En la lectura de este pasaje, Rorty matizó esta afirmación con el
siguiente comentario: «Esto no es del todo cierto. Nietzsche siempre habla mal
de Darwin. Aunque ello no impide que luego acepte sin ningún problema
muchas de las cosas que Darwin afirma. Bueno, otro caso de la típica ingratitud
nietzscheana.» (N. del T.)
16. Véase Manfred Frank, What is Neostructuralism, Minneapolis: Uni­
versity of Minnesota Press, 1984, p.217: «El giro filosófico consiste en el paso del
paradigma filosófico de la conciencia al paradigma filosófico del signo.» El libro
de Frank realiza una valiosa contribución al mostrar la continuidad entre la
visión decimonónica de Herder y Humboldt sobre el lenguaje y la visión común
a Derrida y Wittgenstein. En particular, la comparación que establece en la
p. 129 entre la afirmación de Herder de que «nuestra razón se forma únicamen­
te por medio de ficciones» y la afirmación de Nietzsche, más famosa, según la
cual el lenguaje es «un ejército ambulante de metáforas, metonimias y antropo­
morfismos» hace que nos percatemos de que el antiesencialismo es, como míni­
mo, tan antiguo como la idea de que no existe ningún lenguaje adámico y que
los distintos lenguajes, el nuestro incluido, están al servicio de distintas necesi­
dades sociales. Leer a Frank hace que uno se plantee la pregunta de si la filoso­
fía occidental no habría podido ahorrarse un siglo de confusiones si Hegel
hubiera seguido el ejemplo de Herder y, por tanto, hubiera aceptado hablar
menos de Conocimiento Absoluto y más, en cambio, de necesidades sociales.
PANRELACIONISMO 167
clara» de cómo unos determinados animales lograron
hablar. En contraste con ello, no podemos ofrecer ningu­
na explicación histórica y clara de cómo esos animales
dejaron de hacer frente a la realidad y empezaron a repre­
sentarla; mucho menos de cómo dejaron de ser unos seres
meramente fenoménicos y empezaron a constituir el
mundo fenoménico.
Claro que también podemos amparamos en Kant e
insistir en que la explicación de Darwin, como la de New-
ton, no es más que otro relato sobre fenómenos, y que los
relatos trascendentales tienen precedencia sobre los rela­
tos empíricos. Sospecho, sin embargo, y guardo la espe­
ranza de que estos ciento y tantos años de ir absorbiendo
y mejorando el relato empírico de Darwin habrán logra­
do que no podamos tomamos en serio ningún otro relato
trascendental. En el transcurso de estos años hemos ido
sustituyendo, paulatinamente, el intento de concebimos
desde fuera del tiempo y la historia por la voluntad de
construimos un futuro mejor, una sociedad democrática,
utópica. El panrelacionismo es una expresión de este
cambio. Estar dispuesto a pensar que la filosofía, más
que ayudar a conocemos, ayuda a cambiamos, es otra.
S exta lección

CONTRA LA PROFUNDIDAD

Es típico que los panrelacionistas sean caracterizados


por sus oponentes como aquellos filósofos que defienden
la tesis de que muchas de las cosas que según el sentido
común se encuentran o se descubren, en realidad, se
hacen o se inventan. Así, cuando nuestros adversarios
platónicos o kantianos se hartan de llamamos «relativis­
tas» pasan a llamarnos «subjetivistas» o «constructivistas
sociales». Según ellos, pretendemos haber descubierto
que aquello que se suponía exterior, en realidad es inte­
rior a nosotros. Piensan que decimos que aquello que
antes se creía objetivo ha resultado ser simplemente sub­
jetivo y que, de algún modo, las cosas empiezan a existir
gracias al lenguaje.
Pero nosotros los panrelacionistas no podemos acep­
tar esta forma de plantear el asunto. Si lo hiciéramos, nos
meteríamos en graves dificultades. Si no ponemos en
duda la distinción entre hacer y encontrar, damos pie a
que nuestros adversarios nos formulen una peligrosa pre­
gunta: ¿lo habéis descubierto, el sorprendente hecho de
que aquello que se creía objetivo en realidad es subjetivo,
o bien os lo habéis inventado? Si pretendemos haberlo
descubierto, si mantenemos que es un hecho objetivo que
la verdad sea subjetiva, entonces corremos el peligro de
contradecimos. Si, por otro lado, afirmamos habérnoslo
inventado, entonces parecerá que se trata de un mero
capricho. Y, entonces, ¿por qué debería nadie tomarse en
serio nuestra invención?
170 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

Es importante que los panrelacionistas vayamos con


cuidado en no utilizar jamás la distinción entre encon­
trar y hacer, entre descubrimiento e invención, excepto
en algún contexto causal concreto. Por ejemplo, los pan­
relacionistas podemos aceptar perfectamente que las
cuentas bancarias, a diferencia de las jirafas, son obra de
los seres humanos. En este sentido, las cuentas banca­
rias son construcciones sociales y las jirafas, en cambio,
no. Podemos admitir esto porque en este caso particular
«¿encontrado o hecho?» es una cuestión empírica senci­
lla acerca de las relaciones causales entre los seres
humanos y otras cosas. Lo que no podemos preguntar,
sin embargo, es si la jirafatez se encuentra «en el mun­
do» o, por el contrario, es algo que nosotros imponemos
al mundo. Tenemos que ser fieles hasta el fin al rechazo
de Quine de la distinción entre cuestiones de hecho y
cuestiones lingüísticas y al rechazo de Davidson de la
distinción entre esquema y contenido. Ello significa
abandonar la distinción entre «interior a nosotros» y
«exterior a nosotros».
Pero, además, también significa insistir en que no hay
fórmula alguna mediante la cual el lenguaje pueda desha­
cerse del mundo, o al revés. Ello se debe a que la concep­
ción panrelacionista de las cosas es, por así decirlo, bidi-
mensional. Ninguna relación entre cosas es más elevada o
más profunda que cualquier otra relación, incluidas las
descripciones lingüísticas del mundo. No existe dimen­
sión alguna por encima o por debajo del lenguaje. Al no
poder utilizar la noción de propiedades intrínsecas escon­
didas debajo de propiedades meramente relaciónales, los
panrelacionistas sospechamos de todas las metáforas que
hablen de profundidad. De igual modo, tampoco podemos
conservar ninguna metáfora sobre cosas aisladas, más
puras, más elevadas, cosas que pierden su pureza al
aumentar sus relaciones con otras cosas cuando son ejem­
plificadas o descienden a otros reinos del ser. Es preciso
renunciar a cualquier metáfora de verticalidad.
Los panrelacionistas viven en un oscuro plano bidi-
mensional donde no hay certezas, ni paz, ni una consola­
CONTRA LA PROFUNDIDAD 171
dora distinción entre un ordo essendi fijo y un ordo cog-
noscendi histórico y transitorio. La concepción panrela-
cionista hace caber estos dos órdenes en uno solo y niega
que podamos interponemos entre el lenguaje y su objeto.
La cuestión de si este plano será siempre tan oscuro y
alterado como ahora por culpa de alarmas confusas no es
un problema filosófico sino empírico. No es un problema
sobre la condición humana —un tema sobre el que los
panrelacionistas no tienen nada que decir—, sino un pro­
blema empírico sobre qué nos depara el futuro. Puede
que un día, en el camino hacia ella, cese de oscurecerse la
espléndida perspectiva democrática que Whitman entre­
vio; o quizá no.
La desconfianza panrelacionista por las metáforas
verticales tiene su origen en la comprensión del hecho de
que no realizamos dos actividades: primero, hallar una
propiedad ejemplificada y luego producir un predicado
para referirse a esa propiedad. Tampoco sucede que nos
inventemos primero un predicado y luego nos pregunte­
mos si hace referencia a una propiedad o no. Decir que
no podemos interponemos entre el lenguaje y su objeto
equivale a decir que no podemos diferenciar entre hablar
de una propiedad y utilizar un predicado. Esto significa
que las propiedades no pueden existir en ningún lugar
excepto, por decirlo así, en el mismo nivel de existencia
que los predicados. No pueden haber propiedades pro­
fundas o cuestiones profundas. Sólo pueden haber predi­
cados cuyo uso sea difícil de enseñar y cuestiones cuyo
objetivo sea difícil de percibir.
Una forma de producir el efecto de una tercera
dimensión es exagerar la distinción entre usos difíciles y
fáciles de predicados. Cuesta mucho trabajo hallar un
uso para según qué predicados, por ejemplo, «transustan-
ciado», «proustiano», «rígidamente designado». Para
según qué otros el uso se transmite de un modo natural y
sin dificultades: por ejemplo «duro», «blando», «cadera»,
«cuadrado». Costó mucho trabajo encarrilar el juego de
lenguaje que jugamos con «transustanciado»; no costa­
ron tanto, en cambio, los que se juegan con «blando» y
172 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

«cuadrado». Pero la dificultad de instituir y comunicar


una práctica no es indicativa de nada que no sea ella mis­
ma; no es ninguna señal de que la nueva práctica nos
conducirá a un plano de existencia que no habíamos ocu­
pado anteriormente. En particular, no confirma la supo­
sición compartida por Locke, Quine y Kripke de que la
ciencia física ahonda más en la realidad que el lenguaje
corriente.
Otra de las formas que utilizan los esencialistas para
producir el efecto de profundidad es sacar partido del
desafortunado sugerimiento de Sócrates de que incluso
términos familiares y pertenecientes al sentido común,
tales como «justo» y «piedoso», precisan de análisis y
definición, que por debajo del uso de esos términos se
esconde algo que si saliera a la luz podría ayudamos a
corregir su uso. Sócrates no sugirió nada parecido para
«duro» y «blando», como tampoco lo hizo para los térmi­
nos griegos equivalentes de «cadera» y «cuadrado». Se
limitó a hablar sobre términos de importancia sociopolí-
tica y consiguió convencer a Platón de que la filosofía
sólo podría ser relevante en este sentido en el caso de que
existiera algo profundo por descubrir, algo semejante a la
naturaleza intrínseca de la justicia. Algunos filósofos,
como Habermas, todavía invocan la memoria de Sócrates
al defender que, a menos que los filósofos tengan algo
profundo por descubrir —algo semejante a las condicio­
nes trascendentales de la comunicación—, la crítica
social quedará reducida a una mera «expresión irracional
de preferencia».
La idea nietzscheana de que Sócrates es el «vértice y
el punto de inflexión de la civilización occidental» da en el
blanco. Pues Sócrates, o como mínimo el Sócrates que
nos presenta Platón, anunció que el conocimiento de algo
profundo y poco familiar nos liberaría del oscuro mundo
de la contingencia histórica. «“La virtud es conocimiento;
todos los pecados se producen por ignorancia; sólo es
feliz el virtuoso", estas tres formulaciones del optimismo
—dijo Nietzsche— representan la muerte de la tragedia.»
Conforme al punto de vista que defiendo en estas leccio­
CONTRA LA PROFUNDIDAD 173
nes, el problema de estas formulaciones no es que liqui­
daran la tragedia de entre los griegos, sino que descarria­
ran el optimismo de los modernos. Lograron que éstos se
desviaran de su propio interés —la política utópica— y
se centraran en la posibilidad de rehuir la política aban­
donando la práctica por la teoría.
Un nietzscheano contemporáneo, Bemard Williams,
está de acuerdo en que el socratismo representó un pun­
to de inflexión y que la concepción que poseemos de
nosotros mismos sufrió un cambio radical cuando Platón
y Aristóteles sustituyeron el imprevisible destino y los
caprichosos dioses por algo más estable y cognoscible.
En Shame and Necessity, Williams sostiene que lo que
distingue a Platón y Aristóteles de Sófocles y Tucídides es
la creencia de los primeros en que «más allá de ciertas
cosas que tienen la forma que los mismos seres humanos
les han dado, hay [algo] intrínsecamente modelado con­
forme a los intereses humanos y, en particular, conforme
a los intereses éticos de los seres humanos».1 Platón
observó que en la práctica social humana no hay nada lo
suficientemente seguro y estable; por eso creó unos nue­
vos objetos de conocimiento que pretendían ser relevan­
tes para esas prácticas y al tiempo trascenderlas, de tal
suerte que uno sólo podía tener conocimiento de ellos
mediante procedimientos que no dependiesen de tales
prácticas. Tales objetos sólo podían hallarse en las alturas
o en las profundidades. Tras Platón y Aristóteles, el uni­
verso se volvió tridimensional y el conocimiento teorético
quedó identificado con el acceso a esa dimensión tridi­
mensional. Fue entonces, precisamente, cuando se fraguó
la creencia de que lo mejor que caracteriza al hombre
es la capacidad de acceder a esa dimensión.
•k -k -k
Las metáforas de profundidad tienden a fluctuar
imprevisiblemente, ahora la una, ahora la otra, entre la
1. Williams, B., Shame and Necessity, Berkeley: University of California
Press, 1993, p. 163.
174 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

profundidad y la altura. Actualmente, en filosofía analíti­


ca, la altura no está de moda, pero la profundidad sí. El
empuje inicial de la filosofía analítica evitó tanto la altu­
ra como la profundidad aparentando un tono práctico y
enérgico, el tono de alguien dispuesto a desechar tonte­
rías y a enderezar el asunto. Pero cuando la reacción con­
tra el verificacionismo ganó en intensidad la profundidad
volvió a los escenarios. Lo hizo en forma de resistencia
contra la idea de que podemos fundir los ordines cognos-
cendi et essendi en uno solo. Escritores como Nagel, Krip-
ke, Cavell y Stroud —y ahora, ¡ay!, incluso Putnam—
están ayudando a que el término «problema profundo»
vuelva a ser respetable.
La razón de que el panrelacionismo no dé cabida a
la noción de ordo essendi debe hallarse en su rechazo a la
noción de una naturaleza intrínseca de las cosas distinta
de la descripción que se hace de ellas. Los pragmatistas
clásicos emprendieron el buen camino panrelacionista al
sostener que los problemas tradicionales de la filosofía
son verbales, en el sentido de que pueden ser resueltos
por redescripción empleando otras herramientas lingüís­
ticas. El verificacionismo positivista lógico del primer
estadio de la filosofía analítica también iba por buen
camino. El verificacionismo supuso un primer intento de
reemplazar significado por uso, de sustituir el intento
de mirar debajo de nuestras prácticas por una descrip­
ción de tales prácticas.
El positivismo lógico y, más generalmente, la filosofía
analítica anterior a Quine no se equivocó por ser verifica-
cionista, sino por ser analítica: al creer que existía algo
como «el análisis correcto» de un concepto. «Análisis
correcto» es una de las nociones sucesoras de la desafortu­
nada noción socrática de «definición correcta». Los filóso­
fos que se alegraban de negar que existiese algo como la
correcta descripción de un objeto espacio-temporal queda­
ron fascinados por la idea de que sí existe el análisis correc­
to de un concepto. Creyeron que los conceptos son lo bas­
tante distintos de esos objetos como para que sea posible la
actividad no empírica llamada «análisis conceptual».
CONTRA LA PROFUNDIDAD 175
Su práctica incorporaba una concepción esencialista
y no pragmática de los conceptos; una concepción que
sugiere, al igual que Sócrates, que el uso que efectuamos
de un término no es autocorrectivo sino que representa el
intento de vivir de acuerdo con una regla eterna ya fijada.
Quine nos ayudó a echar abajo la distinción análisis-des-
cripción; el segundo Wittgenstein nos ayudó a compren­
der que, como mínimo, existen tantos análisis de un con­
cepto como usos de la palabra correspondiente y que, en
relación a éstos, no existe ningún criterio neutral de
corrección de análisis. La llamada «paradoja del análisis»
—el argumento según el cual, en cuanto un análisis pro­
duce un resultado sorprendente se condena a sí mismo a
ser incorrecto— nunca fue resuelta. Se extinguió junto
con la práctica de realizar análisis, y ello, en gran parte,
como consecuencia de «Dos dogmas del empirismo» y de
las Investigaciones filosóficas .
La práctica de realizar análisis satisfacía la necesidad
de profundizar de muchos de los primeros filósofos ana­
líticos. Russell, que abandonó la lógica al dejar de creer
que ésta pudiera ofrecer la única llave verdadera a los
secretos del universo, escribió una reseña áspera y desde­
ñosa sobre las Investigaciones filosóficas. En ella, acusaba
a Wittgenstein de haber perdido el sentido de la necesi­
dad e importancia del trabajo filosófico. Por aquel enton­
ces, en medio de la primera eclosión de entusiasmo witt-
gensteiniano, se creyó que Russell afirmaba eso porque
era un mal perdedor. Pero pocas décadas después de la
publicación de las Investigaciones , los filósofos ya comen­
zaron a preguntarse si Russell no tendría en el fondo
razón. Porque empezaron a comprender que si Wittgens­
tein estaba en lo cierto, entonces la imagen del filósofo
tenía que cambiar de un modo profundamente descon­
certante.
En particular, si Wittgenstein iba por buen camino, la
distinción entre filosofía y crítica cultural —entre, por
ejemplo, las Philosophische Untersuchungen y las Ver-
mischte Bemerkungen — perdería importancia. Dewey
habría simpatizado con los intentos de borrar esta distin­
176 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

ción. Pero el sentido de profesionalismo que Camap y


Quine inculcaron en sus alumnos provocó que éstos no
pudieran tolerar el pensamiento de que acaso estaban
haciendo lo mismo que los profesores de literatura.
Como resultado de la resistencia de los filósofos analíti­
cos a seguir los ejemplos de Wittgenstein y Dewey, como
ha escrito Putnam, «la filosofía analítica se ha convertido
recientemente en el movimiento más pro-metafísico de la
escena filosófica mundial».2
Entre los filósofos analíticos contemporáneos, Tho-
mas Nagel sobresale como el filósofo que defiende con
más fuerza la verticalidad y critica con más ferocidad
al último Wittgenstein. Nagel resume así el último traba­
jo de Wittgenstein: «decir que alguien está empleando
correctamente o incorrectamente un concepto tiene sen­
tido solamente con el trasfondo de la posibilidad de un
acuerdo o desacuerdo identificable en juicios que em­
plean ese concepto». Para Nagel esta concepción es
desastrosa, porque aceptarla significa limitar «aquello
que hay o es verdadero» a lo que «podríamos descubrir,
concebir o describir dentro de una cierta extensión del
lenguaje humano».3
Nagel cree que «por pequeñas que sean las posibili­
dades de éxito, es preciso combinar el reconocimiento de
nuestra contingencia, de nuestra finitud y de nuestro for­
mar parte del mundo con una ambición de trascenden­
cia».4 Renunciar a tal ambición y ceder a lo que Nagel lla­
ma «teorías metafilosóficas deflacionistas, como el positi­
vismo o el pragmatismo» equivale a emprender «una
rebelión contra el impulso filosófico mismo».5 Al contra­
rio que Nietsche, Heidegger y Dewey, que conciben este
anhelo de verticalidad como un desarrollo histórico data-
ble, Nagel considera que las fuentes de la filosofía, este
2. Putnam, H., Renewing Philosophy, Cambridge, Mass.: Harvard Univer­
sity Press, 1992, p. 187 (Cómo renovar la filosofía, Madrid: Cátedra, 1994).
3. Nagel, T., The View from Nowhere, Nueva York y Oxford: Oxford Uni­
versity Press, 1986, pp. 105-106 ( Una visión de ningún lugar, México: FCE, 1996).
4. Ibíd., p. 9.
5. Ibíd., pp. 11-12.
CONTRA LA PROFUNDIDAD 177
impulso incluido, son «preverbales y con frecuencia pre-
culturales». Para Nagel, la filosofía es vertical o no es.
En una lección anterior hice mención de la concep­
ción que posee Dewey de la filosofía como aquella tarea
que tiene por objeto reconciliar las innovaciones lingüís­
ticas más viejas y frecuentemente datables con aquellas
otras más recientes; por ejemplo, reconciliar las descrip­
ciones de Aristóteles sobre el conocimiento con las des­
cripciones de Newton sobre el objeto del conocimiento; o
las descripciones cristianas sobre la fraternidad humana
con la explicación darwiniana sobre el origen del hom­
bre. Para Dewey, deberíamos reemplazar la ambición
filosófica de trascender por la esperanza política de
reconciliar.
Conforme a la concepción deweyana, un filósofo es
como un mecánico: es alguien que moderniza unas viejas
herramientas para adaptarlas a los nuevos usos. La con­
cepción de la filosofía de Nagel es más dramática: consi­
dera que es filosóficamente fundamental «tratar de subir
por encima y salir de nuestras propias mentes». «La filo­
sofía —dice— es la infancia del intelecto y una cultura
que quisiera pasar sin ella no crecería jamás.» En opinión
de Dewey, en cambio, el intelecto no existe: tan sólo hay
culturas y problemas. Según él, las metáforas de vertica­
lidad platonicoaristotélicas fueron útiles en los primeros
estadios de la cultura europea, pero resultaron pernicio­
sas en los últimos. Dewey tiene un relato por contar
sobre el proceso de maduración del pensamiento euro­
peo, pero no tiene ninguno que trate sobre la condición
humana o la naturaleza del intelecto.
Nagel saca a relucir la conexión entre su aversión al
verificacionismo y la necesidad que siente de salir de su
propia mente al decir:
Sólo un verificacionista dogmático podría negar la
posibilidad de formación de unos conceptos objetivos que
alcanzan más allá de nuestra capacidad actual de aplicar­
los. El objetivo de llegar a una concepción del mundo
cuyo centro no seamos nosotros precisa de la formación
de tales conceptos. En la realización de este objetivo reci-
178 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

bimos el soporte de una especie de optimismo intelectual:


la creencia según la cual poseemos una capacidad ilimi­
tada de comprender lo que todavía no hemos concebido,
capacidad que entra en funcionamiento en cuanto nos
alejamos de la comprensión presente e intentamos alcan­
zar una concepción de orden superior que explique esta
primera versión como una parte del mundo. Pero tam­
bién debemos admitir que, por más lejos que lleguemos,
es probable que el mundo esté siempre más allá de nues­
tra capacidad de comprensión. Este reconocimiento, más
potente que el simple rechazo del verificacionismo, sólo
puede ser expresado mediante unos conceptos generales,
cuya extensión no está limitada a lo que en principio
podríamos saber.6
El paradigma de Nagel sobre cómo se emplea una
concepción de orden superior para explicar una concep­
ción de orden inferior como parte del mundo es el uso que
hace Locke de la física corpuscular para explicar nuestro
uso del vocabulario de los colores. El optimismo intelec­
tual consiste en la esperanza de que cada vez dispondre­
mos de más explicaciones «objetivas» sobre cómo nos
comportamos y hablamos. En contraste con ello, los
deweyanos conciben lo que Locke y la óptica psicológica
realizaron no como una progresión vertical desde órdenes
inferiores a órdenes superiores, o como una progresión
desde una perspectiva interior a una perspectiva exterior,
sino como la elaboración de una herramienta nueva que
tiene por finalidad mejorar la situación humana. Eso mis­
mo piensan frente a la tesis de Nagel de que deberíamos
pasar del optimismo intelectual a la humildad, a la com­
prensión del hecho de que ninguna concepción de orden
superior imaginable agotará el mundo, concibiéndola
como el bosquejo de un juego de lenguaje nuevo que los
hombres pueden hallar útil jugar. Aunque, claro, Nagel
continuará pensando que ese modo de entender su suge­
rencia no es sino otra forma más de situar a los seres
humanos en el centro, otra versión más del impulso defla-
cionista que condujo al verificacionismo.
6. Ibíd., p. 24.
CONTRA LA PROFUNDIDAD 179
En mi opinión, lo más interesante del enfrentamiento
entre Nagel, por un lado, y Dewey y Wittgenstein, por el
otro, es que no se resuelve en virtud de un argumento o
de la producción de nueva evidencia. Constituye un ejem­
plo magnífico de la habilidad de los filósofos por cons­
truirse una cáscara entorno a sí mismos mediante redes­
cripciones comprehensivas de lo que ellos y sus rivales
realizan; redescripciones lo suficientemente comprehen­
sivas como para moldear prácticas lingüísticas que se
nutren a sí mismas, prácticas capaces de ofrecer una
redescripción de cualquier cosa, pero incapaces de ofre­
cer una respuesta a nada.
El amplio y vivo interés que ha despertado la obra de
Nagel, creo, se debe a que nadie como él ha sabido apre­
ciar con tanto acierto las aplicaciones radicalmente prag­
matistas y panrelacionistas del pensamiento del último
Wittgenstein. Nagel, al contrario que otros filósofos «rea­
listas» menos sutiles, como John Searle, se da cuenta de
que la cuestión entre él y sus rivales no se resolverá
mediante la argumentación y que esos rivales discrepan
de él no porque sean estúpidos, que es lo que cree Searle,
sino porque juegan un juego de lenguaje distinto que
Nagel no está dispuesto a jugar. Uno de los pocos puntos
en los que Nagel y yo coincidimos es en sostener que
cada cual puede redescribir lo que el otro dice de forma
tal que no sea posible ninguna réplica argumentativa.
Todo lo más que podemos esperar es una experiencia de
conversión, la superación de lo que actualmente repre­
senta una imposibilidad psicológica.
Consideren la siguiente observación de Nagel:
Si Wittgenstein está en lo cierto, entonces mi preten­
sión de poseer una idea significativa acerca de lo que está
completamente fuera del alcance de nuestras mentes será
insostenible. Pero no me queda otra alternativa, pues me
resulta enteramente imposible —psicológicamente impo­
sible— aceptar la concepción de Wittgenstein.7

7. Ibíd., p. 107.
180 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

Lo mejor que puede hacer Nagel a fin de aclarar qué


significa estar psicológicamente incapacitado para acep­
tar la concepción de Wittgenstein es ofrecer un bosquejo
de esa concepción platónica que no puede evitar creer.
Primero parafrasea las observaciones de Wittgenstein
sobre el seguir una regla: «nada en mi mente determina
la infinita aplicación de ninguno de mis conceptos. Sim­
plemente los aplico, sin vacilar, de un modo determina­
do». A lo que añade:
A mi parecer, aceptar esto como final de la historia
equivale a reconocer que cualquier pensamiento es una
ilusión. Si nuestros pensamientos no tienen un alcance
infinito en un sentido mucho más potente que el descrito,
entonces ni siquiera el más mundano de nuestros pensa­
mientos es lo que pretende ser. Es como si un platonismo
natural intentara hacer que cualquier otra forma de con­
cebir el mundo parezca falsa. En resumen, el ataque witt-
gensteiniano a los pensamientos trascendentes depende
de una posición tan radical que socava incluso las más
débiles pretensiones de trascendencia del menos filosófi­
co de los pensamientos. No puedo imaginarme qué que­
rría decir creer en esa postura, en oposición a suscribirla
verbalmente.8
No obstante, Nagel podría estar de acuerdo en que
gente como Wittgenstein, Dewey o yo no sólo podemos
creer en ella, sino que además no podemos honestamen­
te imaginamos cómo es posible que él crea que el menos
filosófico de los pensamientos tiene ya pretensiones de
trascendencia.
Cuando Nagel afirma que la concepción que defien­
den los pragmatistas como yo «es una prueba de falta de
humildad... un intento de achicar el universo», lo que
hace es proporcionarnos nueva evidencia para la analo­
gía que establezco entre perder el sentido de Pecado y
renunciar a la teoría de la verdad como correspondencia.
Aunque, por otro lado, también es verdad que mi analo­
8. Ibíd., p. 107.
CONTRA LA PROFUNDIDAD 181
gía le sirve para afianzarse en su concepción de que los
pragmatistas son incapaces de percibir en la cultura
pasada la naturaleza invariable del intelecto humano, la
diferencia entre un proceso histórico y datable como
la secularización de Europa y un conjunto de intuiciones
definitorias de la existencia humana.
* * *

Espero que con ello se vea por qué considero que


Nagel es la cabeza más clara y el oponente más consis­
tente del pragmatismo, del panrelacionismo y de cual­
quier otra corriente de la escena filosófica contemporá­
nea que yo juzgo interesante. Ahora querría reforzar la
tesis que formulé anteriormente, conforme a la cual
Nagel nos ha mostrado los límites del argumento filosófi­
co, mediante la revisión de un par de controversias repre­
sentativas de la filosofía contemporánea, controversias en
las que hallamos una y otra vez argumentos que no con­
vencen ni admiten refutación por parte de los filósofos
del otro bando. Es previsible que en ambas controversias
Nagel y yo nos hallemos en bandos opuestos.
Los dos ejemplos que ofreceré son a) la controversia
en tomo a la tesis de Daniel Dennett de que los qualia, o
«sensaciones puras»,9 no existen; y b) la controversia
entre Barry Stroud y Michael Williams sobre si el escep­
ticismo respecto a la existencia del mundo externo es
natural o artificial; sobre si este escepticismo es producto
de unas intuiciones transculturales ineludibles o bien es
producto de un juego de lenguaje cartesiano, datable y
prescindible. Intentaré demostrar que cada una de estas
controversias es susceptible de ser provechosamente con­
cebida como una controversia entre panrelacionistas y
esencialistas, así como que es altamente improbable que
exista argumento o prueba alguna que pueda conducir a
su resolución. Cada una de estas controversias pertenece
a esa clase de controversias en las que para que pueda
9. «Sensaciones puras» es la traducción que aquí proponemos para raw
feels. (N. del T.)
182 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

darse un cambio de bando es preciso que acontezca una


experiencia de conversión kuhniana.

1. ~Losqua.Ha
Existe una clara relación entre el panrelacionismo y
una concepción que Nagel encuentra increíble: la tesis de
Daniel Dennett de que uno no debe preocuparse por qué
aspecto tiene el ser aquello o lo otro, porque los quália no
existen. Los argumentos de Dennett contra los qualia son
verificacionistas, en el sentido de que sólo está dispuesto
a reconocer que deberíamos atribuir sensaciones puras a
algo cuando hacerlo pueda ser relevante para la explica­
ción causal de la conducta de la cosa. Si los hombres
morenos se enteraran alguna vez de que resulta que las
mujeres pelirrojas no tienen qualia y que, por muy encan­
tadoras que parezcan, en realidad son zombies, entonces
(arguye Dennett, muy de acuerdo con el espíritu de
William James) la cuestión de la presencia de sensaciones
puras no parecería ser demasiado relevante. Según Den­
nett eso es de sentido común, y según Nagel ello es pro­
pio de un verificacionismo dogmático. Conforme a mi
jerga, Dennett es un panrelacionista porque es un prag­
matista.10
Es probable que el argumento más efectivo a favor de
los qualia sea el relato de Frank Jackson sobre Mary la
Científica del Color: la historia de una mujer ciega de
nacimiento que adquiere toda la información «física»
imaginable sobre la percepción del color y que, gracias a
ello, recupera la visión. Jackson está convencido de que
en cuanto recupera la visión, Mary aprendre algo que
antes no sabía, a saber, qué aspecto tiene el azul, el rojo,
etcétera. Dennett replica a Jackson poniendo en boca de
Mary las siguientes palabras (en el artículo de Dennett,
10. Dennet no cree ser tan pragmatista como yo aseguro que es. Véase mi
artículo «Holism, Intentionality, and the Ambition of Trascendence» en Dennett
and his Critics: Demystifying Mind, ed. Bo Dahlbom (Oxfod: Blackwell, 1993),
pp. 184-202, así como su respuesta en el mismo volumen.
CONTRA LA PROFUNDIDAD 183
cuando Mary recupera la visión y ve que le han puesto
delante un plátano azul, dice enfurecida «¡venga, no seáis
bobos, los plátanos no son azules!»):
Debes recordar que sé todo, absolutamente todo, lo
que tú podrías llegar a saber nunca sobre las causas físi­
cas y los efectos de la visión del color... Ya había descrito,
con toda suerte de detalles, qué impresión física produci­
ría en mi sistema nervioso un objeto amarillo o azul. Por
consiguiente, conocía perfectamente qué pensamientos
tendría [incluido el pensamiento «eso que me han puesto
delante es un objeto azul»]. Así pues, la experiencia del
azul no me sorprendió en lo más mínimo... Comprendo,
no obstante, que te sea muy difícil imaginar que sea posi­
ble que yo sepa tanto sobre mis disposiciones reactivas
que ello no me sorprenda en absoluto. [De todas formas]
a todos nos cuesta imaginar las consecuencias de que
haya alguien que lo sepa todo en absoluto acerca de la
realidad física de las cosas.11
Cualquiera que dé clases de filosofía de la mente les
podrá confirmar que al presentar ante sus estudiantes las
respectivas historias de Jackson y Dennett sobre Mary, la
clase suele dividirse —bastante uniformemente— entre
aquellos que estiman la respuesta de Dennett como la
más convincente y aquellos que no lo consideran así.
Como dice Dennett, lo que Jackson y él hacen es
poner en funcionamiento bombas de intuición distintas
(¡intuition pumps). La bomba de Jackson atrae a la super­
ficie todas las intuiciones esencialistas que nos indican
qué es la experiencia del azul en sí misma, algo comple­
tamente distinto de la disposición a decir «eso es azul».
La de Dennett atrae a la superficie todas las intuiciones
que podrían hacemos inclinar por el verificacionismo y el
panrelacionismo: aquellas que sugieren que conocer
todas las causas y efectos de un suceso es saber todo lo
que hay que saber de él; que conocer todas las conexiones
inferenciales entre una oración y el resto de oraciones es
11. Dennett, D., Consciousness Explained, Boston: Little Brown and Com-
pany, 1991, cap.2, sec. 5 (La conciencia explicada, Barcelona: Paidós, 1995).
184 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

saber todo lo que cabe saber sobre la referencia de las


expresiones referidoras de la primera oración. Un ejem­
plo de las intuiciones que nos llevan en esta dirección es
la afirmación de Dennett de que «si la vida de una criatu­
ra dependiera de meter en el mismo saco la luna, el que­
so azul y las bicicletas, estad seguros de que la Madre
Naturaleza encontraría la forma de que la gente “viese
esas cosas intuitivamente como la misma cosa"».
Conforme al punto de vista compartido por Jackson
y Nagel, mientras que la primera bomba saca a la super­
ficie intuiciones auténticas, la otra sólo hace emerger
fantasías filosóficas. Conforme al punto de vista panrela­
cionista ambas bombas succionan lo mismo; o sea, dis­
posiciones de respuesta lingüística. Los panrelacionistas
estiman que aquello que sus adversarios llaman «intui­
ción» no es más que una respuesta lingüística hecha ins­
tantáneamente y sin reflexionar. Por eso opinan que las
controversias filosóficas surgen cuando una misma per­
sona puede jugar dos juegos de lenguaje tales que de su
familiaridad con ellos —es típico que uno de ellos sea
nuevo y el otro viejo— resultan dos respuestas irreflexi­
vas que colisionan entre sí. Las antinomias entorno de
las cuales giran las discusiones filosóficas no son tensio­
nes que se hayan formado en el interior de la mente
humana, sino simplemente reflejo de la momentánea
incapacidad para elegir entre una vieja y una nueva
herramienta. La incapacidad para hallar un argumento
que equivalga a algo más que a un simple manejar una u
otra bomba de intuición es consecuencia del hecho de
que cualquiera de las dos herramientas serviría igual
de bien nuestros propósitos.
Para reforzar lo que digo, permítanme mencionar un
nuevo argumento a favor de los qualia, en este caso el
argumento que presenta Peter Bieri. El artículo de Bieri,
«Why is Consciousness Puzzling?» apareció en el volu­
men de trabajos llamado Conscious Experience que editó
Thomas Metzinger. La mayoría de artículos de ese volu­
men sufren esquizofrenia: primero parten de la intuición
de Nagel-Jackson-Searle-McGuinn de que las sensaciones
CONTRA LA PROFUNDIDAD 185
puras se nos aparecen en su total ipseidad y no pueden
ser descritas. Pero a continuación, presos de un arrebato
de optimismo científico, proceden a explorar la posibili­
dad de expresar lo inefable mediante la elaboración de
una «ciencia unificada de la conciencia». En la introduc­
ción de Metzinger encontramos fervorosas expresiones
de fe nageliana mezcladas con la seguridad de que la
futura investigación en neurociencia resolverá lo que él
llama «el problema de los qualia». «Muchos investigado­
res en neurociencia —dice Metzinger— se apresuran aho­
ra a reconocer que [éste] constituye un problema verda­
deramente profundo.»12 Obviamente, si este problema
profundo fuera resuelto por medios neurocientíficos,
entonces Mary la neurocientífica tendría aún mejores
razones para no quedar sorprendida al recuperar la
visión. Tener éxito en la resolución de este problema ayu­
daría a eliminar las intuiciones que fueron invocadas
para su planteamiento.
En una sección de su artículo llamada «Can the ques-
tion be dropped?», Bieri examina el sugerimiento, hecho
al estilo de Dennett, según el cual «un fenómeno, un esta­
do de cosas, sólo es enigmático con el trasfondo de cier­
tas expectativas sobre explicación y comprensión; expec­
tativas que, como cualquier otra expectativa, pueden
estar justificadas o no». Y luego, prosiguiendo en la mis­
ma vena pragmatista, se pregunta «¿no podríamos con­
tentamos con lo que ya tenemos: covariabilidad, correla­
ción de informes y estados neurales?».
«La respuesta —afirma Bieri con rotundidad— es
"no"». A menos que podamos ir más allá de la covariabi­
lidad hasta «una comprensión de cómo el material o las
propiedades funcionales del cerebro, o ambas cosas a la
vez, hacen necesaria la emergencia de lo que sentimos
12. Metzinger, Conscious Experience, Padebom: Shoeningh Verlag, 1995,
p. 27. Compárese con la afirmación de Metzinger de la p. 26: «hasta los mejores
pensadores analíticos reconocen que el tema de la conciencia es una área teóri­
ca seria y prometedora». Nótese, sin embargo, que no es posible concebir la teo­
ría de los múltiple drafts de Dennett como una teoría elaborada a fin de resolver
el problema en cuestión, pues ella misma se presenta más como una alternativa
que como una explicación de la existencia de los qualia.
186 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

—dice— no entenderemos cómo aquello que sentimos y


experimentamos pueden ser factores causalmente efica­
ces de nuestra conducta». Bieri está dispuesto a conceder
a Dennett que «con respecto a la causación y control de
nuestra conducta, la conciencia... parece estar de más.
Podría perfectamente no estar ahí: nuestra trayectoria en
el mundo sería exactamente la misma». «Pero si ello fue­
ra cierto —añade Bieri con unas palabras que también
podría haber escrito Nagel— entonces la idea tan exten­
dida de que cuando se trata de un acto y no de un mero
suceso, controlamos nuestra conducta desde dentro»13,
sería una ilusión. Bieri, al igual que Nagel, considera que
la concepción de sus adversarios se aleja peligrosamente
del sentido común; pero la única razón que ofrece al res­
pecto es que éstos no se dan cuenta de los presupuestos
del sentido común. Aquí hallamos el mismo problema
que discutí en relación con Habermas y Apel: ¿cómo con­
vencer a la gente de que está presuponiendo algo que no
cree?
La respuesta de Dennett a la línea argumentativa de
Bieri —respuesta que podríamos inferir de su libro sobre
el problema de la voluntad libre—14 sería recordar que
Hume ya nos enseñó cómo pasar sin la idea de «desde
dentro». Ello nos recuerda que el problema entre la
compatibilidad de la voluntad libre y el determinismo es
otra de aquellas cuestiones que todavía dividen a los filó­
sofos en grupos que utilizan bombas de intuición distin­
tas y que esa cuestión no está hoy más cerca de ser
resuelta que lo estaba cuando Hume la planteó. La opo­
sición interior-exterior es imprescindible para el vocabu­
lario filosófico de Nagel: «la distinción interno-externo
—dice— impregna toda la vida humana».15 Por el con­
trario, para Dennett, esta distinción no realiza función
alguna en ninguno de los juegos que él desearía jugar.
(Como tampoco realiza función alguna en ninguno de
13. Ibíd., p. 54.
14. Denntett, D., Elbow Room: The Varieties of Free Will Worth Wanting,
Cambridge, Mass.: MIT Press, 1984.
15. Nagel, op. cit., p. 6.
CONTRA LA PROFUNDIDAD 187
los que Davidson querría jugar. Según Davidson, lo que
engendró lo que él llama «el mito de la subjetividad» fue
precisamente el intento de abrirse paso a través de la
urdimbre relacional de causas y efectos y aislar algo del
interior que pudiese variar independientemente de cual­
quier cosa del exterior; Davidson sugiere que lo interno
no es sino todo lo que hay en el exterior; lo interno es
simplemente lo no relacional.16 Según Davidson, en
cuanto se abandone este intento desaparecerá también
la distinción interior-exterior y la compatibilidad entre la
voluntad libre y el determinismo será «intuitivamente»
verosímil.)
El argumento de Bieri me brinda la oportunidad de
volver a la tesis que formulé al principio de esta lección
de que los panrelacionistas, antes de desprenderse de las
distinciones objetivo-subjetivo y hecho-hallado deben
desprenderse de la distinción interior-exterior. Apareé
esta tesis con otra, a saber, que los panrelacionistas tam­
bién deberán desprenderse de la idea de que existe una
dimensión en la que el lenguaje y el mundo pueden
variar con independencia el uno del otro. Estas dos te­
sis están unidas del siguiente modo: cuando el dualis­
mo cartesiano se hizo impopular, la noción cartesiana
de hecho mental, concebido como aquel hecho capaz de
variar con independencia de los hechos físicos —la
noción que creó la intuición de que libertad y determi­
nismo son incompatibles— se transformó en la tesis de
que lenguaje y mundo, esquema y contenido pueden
variar con independencia el uno del otro. El giro lingüís­
tico sustituyó la mente o la realidad nouménica entendi­
da como algo que se escapa de la urdimbre de relaciones
16. En «The Myth of the Subjective», Davidson critica a Fodor: «es ins­
tructivo encontrarse con el esfuerzo de convertir la psicología científica en una
investigación de estados proposicionales internos detectables e identifícables
independientemente de las relaciones con el resto del mundo, muy en la línea de
aquellos filósofos de antaño que buscaban algo «dado a la experiencia» que no
contuviera ninguna pista necesaria sobre qué ocurre en el exterior. El motivo de
la investigación es en ambos casos similar: se cree que para tener unas bases
sólidas para el conocimiento o la psicología es necesario algo interno en el sen­
tido de no relacional».
188 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

que lo relaciona todo entre sí por el lenguaje. Este movi­


miento alardeó la esperanza a la que me refería anterior­
mente, de que quizá haya una actividad llamada «análi­
sis conceptual» de género distinta de la descripción del
uso de las palabras.
En mi opinión, el parecido estructural entre el pro­
blema cuerpo-mente, el problema de la voluntad libre y el
problema de si el lenguaje alcanzará nunca a describir el
mundo tal como es en sí mismo, consiste en lo siguiente:
en los tres casos, quien propone el problema señala algo
que no es parte de la red causal normal, algo que se sale
de la urdimbre de relaciones con la cual esperábamos
poder entenderlo todo. En cada uno de estos casos, el
panrelacionista sostiene que aquí no hay nada y que lo
único que hemos hecho ha sido levantar una gran polva­
reda para que los filósofos puedan asegurar luego haber
vislumbrado un problema profundo que esa polvareda
justamente escondía. En todos estos casos, la réplica de
sus adversarios esencialistas consiste en acusar a su
adversario panrelacionista, pragmatista y antidualista, de
tener una visión bidimensional de miras estrechas culpa­
ble de que confunda un hecho sencillo y llano por una
invención lingüística. Estos adversarios se alegran de que
les sea «psicológicamente imposible» adquirir este tipo
de visión.
Como sugerí al principio de esta lección, mi opinión
es que la discusión sobre si la entidad en cuestión fue
encontrada o hecha no conduce a ninguna parte. Todo lo
que se puede discutir es si deberíamos jugar o no al jue­
go en que se presenta el problema. Es obvio que al
hablar así del asunto incurro en una petición de princi­
pio en las disputas contra Nagel y mis otros adversarios.
Pero no veo que exista ninguna escapatoria metafilosófi-
ca que nos permita salir de este callejón sin salida dia­
léctico, puesto que los dos bandos tienen a su disposi­
ción metafilosofías igualmente comprehensivas. Volveré
a ello tras considerar otro ejemplo de este tipo de calle­
jones sin salida.
CONTRA LA PROFUNDIDAD 189
2. Stroud y Williams acerca del escepticismo
En The Significance of Philosophical Scepticism, Barry
Stroud critica a aquellos que afirman que el escepticismo
sobre la existencia del mundo externo es resultado de una
teoría cartesiana obsoleta sobre el funcionamiento men­
tal, una teoría que crea el pseudoproblema del «velo de
ideas». Por eso elabora un argumento a favor del escepti­
cismo que no menciona ni mentes ni ideas. Este argu­
mento depende únicamente de la intuición de que «si
podemos conocer algo del mundo que nos rodea, enton­
ces también hemos de saber que no estamos soñando».17
Stroud también critica la idea pragmatista según la
cual la única realidad que el argumento de Descartes
hace imposible es una especie de extraña realidad inefa­
ble y nouménica, es decir, que este argumento deja intac­
to nuestro conocimiento del sentido común sobre el
mundo. Stroud resume así esta línea argumentativa: «La
"realidad" inaccesible que se nos niega... es sólo un arte­
facto de la investigación filosófica y sólo en cuanto ar­
tefacto filosófico puede llegar a interesamos.»18 Stroud
insiste en que el escéptico no emplea «saber», «real» y
«palabra» en ninguno de estos estilos filosóficos novedo­
sos, y concluye que
sin una demostración de que la investigación filosófica de
Descartes difiere de nuestros juicios corrientes de un
modo que impide que su conclusión negativa tenga la
misma clase de significación que tienen conclusiones
similares inferidas correctamente en la vida corriente, no
podemos obtener consuelo alguno de la idea injustificada
de que no nos preocupa, ni tendría que preocupamos, la
realidad que, según prueba su investigación, no podemos
conocer.
El escepticismo, dice Stroud, apela a «algo profundo
de nuestra naturaleza»; no apela a algo extraño introdu­
17. Stroud, B., The Significance of Philosophical Scepticism, Oxford: Cla-
rendon Press, 1984, p. 30.
18. Ibíd., p. 35.
190 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

cido por las supercherías filosóficas. «Las fuentes de la


exigencia de Descartes... iluminan algo de nuestra verda­
dera concepción del conocimiento.»19
En su respuesta a Stroud en Unnatural Doubts: Epis-
temological Realism and the Basis of Scepticism, Michael
Williams pretende ofrecer justamente la demostración
que Stroud estima imposible: la demostración de que
existe una gran diferencia entre lo que hacen los que no
son filósofos y lo que hace Descartes.
Williams piensa que el indicio que señala la diferen­
cia entre lo que la gente corriente hace y lo que hace Des­
cartes consiste en «la sensibilidad por el contexto de las
dudas escépticas y de las certezas cotidianas».20 Una vez
comprendemos que cuando el escéptico se inventa un
tema llamado «nuestra situación epistémica» lo que hace
es crear un nuevo contexto de investigación, entonces
podemos decir, con Williams, que el escéptico ha descu­
bierto, efectivamente, que «bajo las condiciones de la
reflexión filosófica, no es posible el conocimiento». Aun­
que siempre nos resta el consuelo de pensar que este des­
cubrimiento no prueba que «bajo las condiciones de la
reflexión filosófica, no es posible generalmente el conoci­
miento».21
Williams afirma que el escéptico da por sentado el
«realismo epistemológico», la doctrina de que existe una
cosa llamada «conocimiento humano» que podemos
investigar. En opinión de Williams, este tema se lo han
inventado los filósofos; el efecto de profundidad es resul­
tado de la perplejidad que produce en el hombre corrien­
te la novedad de tal invención. «Las profundas demandas
de nuestras formas de pensar corrientes sólo emergen a
la superficie en el contexto de su [del escéptico] investi­
gación extraordinaria sobre el estatus del conocimiento
humano en general.»22 Williams arguye que no tenemos
19. Ibíd., p. 43.
20. Williams, M., Unnatural Doubts, Princeton: Princeton University
Press, cop. 1996, p. 35.
21. Ibíd., p. XX.
22. Ibíd., p. 35.
CONTRA LA PROFUNDIDAD 191
ninguna «verdadera concepción del conocimiento» que
deba ser iluminada y que nadie, salvo el escéptico, nece­
sita los términos «conocimiento humano», «nuestra posi­
ción epistémica» o «nuestra concepción de la realidad».
Williams no pone en duda que la investigación extraordi­
naria del escéptico cree un contexto, un contexto en el
que las dudas escépticas cobran sentido y en el cual, de
hecho, éstas son irrefutables. Pero ello no impide que
insista en que Stroud y los suyos nos deben un argumen­
to de por qué es necesario crear ese contexto.
Williams traza una distinción muy útil entre diagno­
sis teoréticas y diagnosis terapéuticas del escepticismo.
Las terapéuticas sostienen que el escepticismo no tiene
sentido porque se basa, de un modo u otro, en un mal
uso de las palabras. Pero un panrelacionista no puede
emplear esta estrategia terapéutica, puesto que cree que
una cosa tiene sentido mientras uno le da un sentido. Por
consiguiente Williams descarta esta estrategia y afirma
que él «no acusará jamás a un escéptico de ser incohe­
rente».23 En lugar de eso, «concederá que [los problemas
del escéptico] son problemas de verdad, pero sólo dadas
ciertas ideas teoréticas sobre el conocimiento y la justifi­
cación».
Esto significa que debemos dejar de esperar «una
refutación definitiva» del escéptico24 y contentamos con
la crítica a su «teoría de la relación de la reflexión filosó­
fica con la vida corriente».25 Esta crítica consiste en seña­
lar que lo que hace una reflexión filosófica como la car­
tesiana no es liberamos del contexto, sino simplemente
creamos un nuevo contexto, aparentemente absurdo.
Casi al final del libro, Williams recapitula:
Nunca he afirmado que de algún modo el escéptico no
tenga razón, en el sentido de que, de acuerdo con los cri­
terios que insiste en aplicar, es cierto que jamás alcanza­
remos a saber nada del mundo. Mi idea siempre ha sido,
sin embargo, que estos criterios no forman parte de la
23. Ibíd., p. 37.
24. Ibíd., p. 35.
25. Ibíd., p. 35.
192 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

condición humana, sino de un proyecto intelectual en


concreto...26
La originalidad de Williams se hace patente en que
no trata de hacer terapia ni cae en lo que él llama «un
pragmatismo fanfarrón», la clase de pragmatismo que
diría «no es preciso que repliquemos al escepticismo,
dado que es indiferente que lo hagamos o no».27 Por el
contrario, Williams reconoce que sería relevante el que
trabajásemos o no dentro del contexto de la duda filosó­
fica, pero a ello añade que Stroud todavía no ha propor­
cionado ninguna razón para hacerlo.
Williams observa que, según muchos filósofos, el con­
texto donde trabaja Stroud ha sido creado por lo que
Williams llama «la exigencia de objetividad»: «la exigen­
cia de que el conocimiento que deseamos explicar sea el
conocimiento de un mundo objetivo: un mundo que es
como es independientemente de cómo nos parezca que
es o de lo que estemos inclinados a creer sobre él».28 Es
típico, dice, que estos filósofos «consideren la exigencia
de objetividad como la fuente profunda de los problemas
escépticos».29 Pienso que Williams es notablemente origi­
nal al señalar que el único responsable de que se planteen
este tipo de problemas es la «fatal interacción» entre la
exigencia de objetividad y la «condición de totalidad». La
condición de totalidad es la condición de que todo nues­
tro conocimiento sea examinado a un tiempo.
Williams llama «contextualismo» a su alternativa al
realismo epistemológico, la suposición cartesiana de que
«el conocimiento humano» o «nuestro conocimiento del
mundo externo» es un tema que puede ser conveniente­
mente evaluado. Conforme a esta doctrina, «el estatuto
epistémico de una proposición puede cambiar debido a
factores situacionales, disciplinarios y demás factores
contextualmente variables»; asimismo, «al margen de
todas estas influencias, una proposición no posee ningún
26. Ibíd., p. 354.
27. Ibíd., p. 12.
28. Ibíd., p. 91.
29. Ibíd.
CONTRA LA PROFUNDIDAD 193
tipo de estatuto epistémico».30 Un contextualista niega,
pues, lo que precisamente sostiene un realista epistemo­
lógico: que toda creencia, en virtud de su contenido,
posea «una naturaleza epistémica inalienable que carga
consigo allá donde vaya y que determina dónde ir a bus­
car su justificación».31
Williams resume la cuestión entre el contextualismo
y el realismo epistemológico diciendo que el contextualis­
mo «no se presenta como una respuesta directa y circular
a una demanda de comprensión sin duda apremiante,
sino como un desafío a justificar la presunción de que
haya algo por entender».32 El escéptico crea semejante
presunción mediante la suposición de que «el conoci­
miento experiencial es generalmente anterior al cono­
cimiento del mundo». A lo que Williams responde que la
única razón para entender así las cosas es que, de otro
modo, no habría forma de evaluar nuestro conocimiento
del mundo. Como él dice, «el fundacionalismo del escép­
tico, junto con el realismo [epistemológico] que éste
encarna, representa un compromiso metafísico brutal».33
En mi opinión, Williams ha logrado mostrar que no
es preciso estar de acuerdo con Stroud en que «es nece­
sario mostrar o explicar cómo es posible que conozcamos
el mundo, dado que nuestras experiencias sensoriales son
compatibles con nuestro simple soñar».34 Sólo podremos
estar de acuerdo con Stroud si ya antes somos fundacio-
nalistas. Sólo juzgaremos este problema como apremian­
te si dividimos nuestras creencias en creencias sobre el
mundo externo y creencias experienciales, y suponemos
que las primeras deben ser inferidas de las segundas.
Ahora bien, sólo podremos dividir nuestras creencias de
este modo tras haber llegado a creer que existe lo que
Descartes llamaba «un orden natural de razones»35 y tam-
30. Ibíd., p. 119.
31. Ibíd., p. 116.
32. Ibíd., p. 119.
33. Ibíd., p. 134.
34. Stroud, op. cit., p. 13.
35. Williams, op. cit., p. 117.
194 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

bién, por tanto, un estatuto epistémico libre de contexto


intrínseco al contenido de una creencia?6 De esta suerte,
Williams ha demostrado que no basta con criticar el fun-
dacionalismo epistemológica o sustituir una epistemolo­
gía fundacionalista por otra de coherentista. Sólo llegare­
mos al fondo de la cuestión preguntándonos cómo es
posible que creamos en la existencia de una disciplina lla­
mada «epistemología» o un tema llamado «conocimiento
humano».
Williams me ha convencido a mí, pero no a Stroud, y
dudo que su libro llegue a tener algún impacto entre los
filósofos que se unen a éste en la búsqueda de lo que tie­
ne de profundo el escepticismo: filósofos como Stanley
Cavell, Thompson Clarke y, cómo no, Nagel. Para éstos, la
existencia de un tema llamado «conocimiento humano»
es tan evidente como evidente es para Nagel, Searle,
McGinn y Jackson la existencia de un tema llamado
«experiencia conciente» (definido, bien por ostensión,
bien circularmente como «lo que les falta a los zom-
bies»). En su opinión, que la epistemología cartesiana
goce de una naturaleza libre de contexto representa una
ventaja; del mismo modo que, según ellos, también es
una ventaja diferenciar el hecho de ver cómo es el azul de
la disposición a decir de un objeto que es azul. Pues les
parece que estos dos movimientos nos ayudan a centrar­
nos en un problema importante y profundo.
Para nosotros los panrelacionistas, entender la des-
contextualización como una forma de centrarse en un
tema es incurrir en una contradicción en los términos.
Nosotros creemos que un tema sólo es pensable cuando
ocupa un sitio en un conjunto específico de relaciones,
al ser colocado en un contexto específico. Desde nuestro
punto de vista, lo más destacable de la crítica de
Williams a Stroud es la idea de que la epistemología
genera un nuevo contexto, así como el reconocimiento
de que podemos hacer que una cuestión —por muy

36. Ibíd., p. 121.


CONTRA LA PROFUNDIDAD 195
intranscendente que pueda parecer al principio— tenga
sentido creando un juego de lenguaje que le sirva de
casa.37
* * *

El reconocimiento que deben hacer los panrelacionis­


tas contrasta con las tentativas llevadas a cabo por Cavell,
Cora Diamond, James Conant y otros de resucitar la
noción wittgensteiniana de «insensato». Los panrelacio­
nistas apenas usan esta noción, o la de «confusión pro­
funda», que consideran tan desafortunada como la
noción de «problema profundo». En su opinión, el uso de
la distinción sensato/insensato, que todavía aparece en
las Investigaciones filosóficas, es un desgraciado vestigio
de la ingenuidad juvenil tractariana de Wittgenstein.
Conant desarrolla la tesis reciente de Putnam según
la cual «el realismo metafísico» —la doctrina según la
cual el lenguaje y el pensamiento pueden cambiar tanto,
el uno con independencia del otro, que es posible que al
final de la investigación, el primero no tenga ningún tipo
de relación representacional con el otro— es ininteligible.
Conant cita a Putnam cuando éste afirma:
Si estamos de acuerdo en que decir «a veces logra­
mos comparar nuestro lenguaje y nuestro pensamiento
con la realidad tal como es en sí misma» es ininteligible,
entonces deberíamos percatamos de que también es inin­
teligible decir «es imposible que podamos saltar fuera y
comparar nuestro pensamiento y nuestro lenguaje con el
mundo».38
37. En la p. 55 del artículo antes mencionado, Bieri pone la pregunta
«¿por qué existe algo en vez de la nada?» como ejemplo de «pregunta metafísica
ociosa» que contrasta con la pregunta apropiada y poco ociosa acerca del origen
de la conciencia. Mi propósito sería persuadirles de que la primera pregunta es
susceptible de recibir un contexto, una función y una cierta urgencia con la mis­
ma facilidad que la segunda. Como ejemplo de un juego de lenguaje que adquie­
re todo ello véase Was ist Metaphysik?, de Heidegger.
38. Putnam, H., «The Question of Realism», en Words and Life, Cam­
bridge, Mass.: Harvard University Press, 1994, p. 299, citado por Conant en la
p. XXIX de la introducción al mismo.
196 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

Parafraseada por Conant, la concepción de Putnara


sostiene que al afirmar esto último, como él mismo hizo
en el pasado, «uno cede automáticamente a la jugada
decisiva del juego de manos filosófico».39 Putnam consi­
dera que yo todavía sigo engañado por ese truco. Dice:
Rorty pasa de concluir la ininteligibilidad del realis­
mo metafísico a defender un escepticismo con respecto a
la posibilidad de representación tout court. Se nos deja
con la conclusión de que no existe ningún modo metafísi-
camente inocente de decir que nuestras palabras en ver­
dad «representan cosas exteriores a nosotros».
Conant subraya que, antes que «ininteligible», yo pre­
fiero usar «inútil» como bastón para golpear a aquellos
que proponen la clase de concepciones que Putnam y yo
criticamos: la noción de Bemard Williams de «concep­
ción absoluta de la realidad», por ejemplo. Pero para
Conant tal elección de armas es equivocada. Juicio que
sostiene en base a dos razones. La primera es que no res­
pondo con claridad a la cuestión «inútil para qué». La
segunda es más compleja y dice así:
Si lo que el vocabulario del realista metafísico sacó a
relucir (contrariamente a sus intenciones iniciales) es que
en verdad no podemos realizar algo que nos gustaría rea­
lizar (y que tiene sentido pensar que podríamos realizar),
entonces no es evidente que el hecho de sentir repugnan­
cia hacia esta idea constituya, en y por sí misma, una
razón suficiente para rechazar el vocabulario que la hizo
posible... Generalmente, el hecho de que pensemos que un
determinado descubrimiento es molesto y opresivo no
constituye una razón intelectual sostenible para no tener­
lo ya más en cuenta. Una razón de esta clase podría ser, en
cambio, «su falta de utilidad» (sea lo que sea lo que ello
signifique). No parece, sin embargo, que estemos discu­
tiendo sobre consideraciones de utilidad cuando Rorty
procede a ofrecer razones de principio para sospechar del
realismo metafísico... Rorty desea hallar un modo de
39. Ibíd., p. XXV.
CONTRA LA PROFUNDIDAD 197
rechazar el realismo metafísico que no lo comprometa a
sostener que éste es, en cierto modo, «confuso». Ahora tan
sólo desea llegar a la conclusión —mediante una vaga ape­
lación a lo que nos ayuda a «arreglárnoslas mejor» (cope
better)— de que, puesto que el vocabulario del realista
metafísico nos obliga a entrar en la problemática del
escéptico... lo mejor sería renunciar completamente a él.40
Conant tiene razón cuando afirma que yo no deseo
afirmar que el realismo metafísico (o el escepticismo res­
pecto al mundo externo, o la doctrina de los qualia) es
«en cierto modo “confuso”». Creo que deberíamos res­
tringir este término a los casos en que nuestro interlocu­
tor parece incapaz de presentar, para él mismo incluso,
su concepción de forma coherente, una incapacidad
anunciada ya por los repetidos fracasos a la hora de res­
ponder a ciertas cuestiones sencillas; la ambigüedad
constante entre el sentido de términos que parecen muy
distintos; la desconcertante incapacidad para compren­
der las objeciones, etc. A veces nos encontramos en situa­
ciones de este tipo al tratar con niños o personas que
sufren trastornos mentales.
Bemard Williams, Stroud, Nagel y muchos otros filó­
sofos afines al realismo metafísico no dan muestras de
este tipo de incapacidad. Se muestran sutiles y fluidos en
los movimientos lingüísticos y en el tratamiento de las
cuestiones y objeciones que realizan. Sostener que están
«confusos» sonaría extraño. Tampoco quiero decir que
encuentre sus concepciones ininteligibles. En cuanto me
lo propongo yo también puedo hablar sus pequeños y
curiosos juegos de lenguaje. En realidad, a veces lo hago
con finalidad pedagógica. Lo que desearía subrayar, sin
embargo, es que no creo que sea una buena idea ponerse
a jugar a esos juegos ahora.
La razón de que haya presentado con cierta extensión
la crítica de Michael Williams a Descartes y Stroud es que
veo en ella la postura metafísica correcta a adoptar. Para
40. Ibíd., pp. XXX-XXXI.
198 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

Williams, las concepciones de sus adversarios son com­


pletamente inteligibles; las objeciones que ofrece en con­
tra de que éstas se conviertan en predominantes son
de carácter práctico y no teorético. Decir, con Conant,
que, puesto que es completamente inteligible, no podemos
rechazar la postura de Descartes y Stroud por ser poco
práctica u opresiva, supondría no haber comprendido a
Williams.
Conant pasa de afirmar que «el realismo metafísico
es inteligible» a sostener que «sería intelectualmente
indigno rechazar el descubrimiento realizado por el rea­
lista metafísico simplemente porque es considerado poco
práctico u opresivo». «Descubrimiento», sin embargo, lo
puede ser cualquier cosa que consideremos inteligible. La
astrología, por ejemplo, es un juego de lenguaje divertido
y fácil de aprender, pero mucha gente piensa que debe­
ríamos «desecharla del todo». Y piensa eso porque no ve
que tenga un sitio en la astronomía moderna, la medici­
na moderna, la moderna psiquiatría, etc.
La razón de que yo desee abandonar las distinciones
apariencia-realidad, esencia-accidente, las nociones de
«en sí mismo» y «correspondencia con la realidad» y
todas las metáforas verticales en las que éstas se h an apo­
yado es que no veo que tengan un sitio en la cultura que
Whitman y Dewey esperaban levantar: una cultura en
la que la esperanza por el futuro humano ocuparía el
sitio que hasta entonces habría ocupado el conocimiento
de cuestiones elevadas y profundas. Cuando digo «inútil»
quiero decir, justamente, inútil para la construcción y
mantenimiento de esta cultura. Por eso realizo grandes y
estridentes generalizaciones históricas sobre las conexio­
nes entre el sentido de Pecado y la concepción del cono­
cimiento platónico-aristotélica. Por eso aplaudo a Dewey
cuando éste prioriza la política por encima de la filosofía
y se pregunta: «¿qué clase de concepciones so b re los
temas de la filosofía tradicional son apropiados p a ra la
utopía de la futura democracia americana?; ¿cuál sería
la mejor clase de juego de lenguaje que los intelectuales
de esta utopía podrían jugar?».
CONTRA LA PROFUNDIDAD 199
Como yo lo veo, la opinión de que nosotros los filó­
sofos podemos dejar al descubierto profundas confusio­
nes conceptuales, profundas y sutiles inentiligibilidades
no es sino la resurrección de la idea prequineana equivo­
cada según la cual los filósofos pueden realizar esa cosa
un tanto misteriosa llamada «análisis conceptual». Creo
que Wittgenstein nunca logró librarse completamente de
esta noción, aunque es cierto que gracias a algunos pasa­
jes de sus Investigaciones filosóficas —mis preferidos—
podemos ver por qué la noción de «análisis conceptual»
no es una noción útil. Hasta hace poco creía que Putnam
había conseguido librarse de ella. Ahora resulta que se
mueve en la misma dirección que Cavell, un filósofo
especializado en la profundidad y el cultivo de justamen­
te aquellos fragmentos de Wittgenstein que, en mi opi­
nión, deberíamos dejar marchitar.
Con todo, todavía hay pendiente otra cuestión, una
cuestión que prácticamente no tiene nada que ver con esto
último, que Putnam plantea en la crítica que me dirige en
su «The Question of Realism» y que Conant glosa en el
mencionado ensayo. Se trata de la cuestión práctica de si mi
antirrepresentacionalismo no estará excluyendo, junto con
el sentido filosófico pernicioso de «representar», un sentido
habitual e inocente que merece ser conservado. Ésta sí que
me parece una buena cuestión, pues se enfrenta a un pro­
blema real: cuáles son las mejores medidas que deberíamos
adoptar a fin de limpiar nuestra cultura de metáforas de
verticalidad (o, como dice Derrida, para «decontruir la
metafísica de la presencia»). Lo que a mí —a diferencia de
Cavell, pero al igual que Putnam en un primer estadio de su
carrera— me gustaría conseguir es impulsar nuestra cultu­
ra en una dirección en la que nadie pudiese siquiera recor­
dar por qué razón alguien llegó a preocuparse alguna vez
por las Otras Mentes o el Mundo Externo, y que ello se
debiera no a que se considerara que esas cavilaciones son
ininteligibles, sino a que pareciesen absurdas.
Claro que tal vez Putnam y Conant tengan razón al
sugerir que mis métodos, mi retórica y especialmente mi
feroz antirrepresentacionalismo son contraproducentes.
S éptim a lección

ÉTICA SIN OBLIGACIONES UNIVERSALES

En esta lección me ocuparé de la distinción entre


moralidad y prudencia. Tradicionalmente se traza esta
distinción oponiendo obligaciones categóricas e incon­
dicionales a obligaciones hipotéticas y condicionales.
Obviamente, los pragmatistas pondrán en duda que haya
nada incondicional, pues dudan de que exista o pueda
existir nada no relacional. Por eso necesitan reinterpretar
las distinciones entre moralidad y prudencia, moralidad y
conveniencia, y moralidad e interés propio independien­
temente de la noción de obligación incondicional.
Dewey propuso reconstruir la distinción entre pru­
dencia y moralidad en términos de la distinción entre
relaciones sociales rutinarias y relaciones sociales no
rutinarias. Consideró que «prudencia» formaba parte de
la misma familia de conceptos que «hábito» y «costum­
bre». Estas tres palabras describen unos procedimientos
habituales y relativamente poco controvertidos de adap­
tación de los grupos e individuos a las presiones y tensio­
nes de su entorno humano y no humano. Es obvio que
vigilar que no haya serpientes venenosas entre la hierba y
confiar menos en los extraños que en los miembros de tu
propia familia es ser prudente. «Prudencia», «convenien­
cia» y «eficacia» son tres términos que describen una
adaptación rutinaria y no controvertida a las circunstan­
cias. Por el contrario, la ley y la moralidad surgen al apa­
recer la controversia. Nos las inventamos cuando ya no
podemos simplemente hacer lo que nos sale de forma
202 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

natural, cuando la rutina ya no basta ni el hábito o la cos­


tumbre son suficientes.
Estos recursos dejan de ser útiles cuando las necesi­
dades del individuo empiezan a entrar en conflicto con
las necesidades de su familia; cuando las necesidades de
la familia de uno entran en conflicto con las de la familia
vecina; o cuando las tensiones económicas empiezan a
dividir la comunidad en clases opuestas; o cuando la
comunidad tiene que ponerse de acuerdo con otra comu­
nidad distinta. De acuerdo con Dewey, la distinción pru­
dencia-moralidad, como la distinción entre costumbre y
ley, es más una diferencia de grados que de géneros. Para
los pragmatistas como Dewey, no existen diferencias de
género entre lo útil y lo correcto. Como dijo él: «...Correc­
to es sólo un nombre abstracto para designar la multitud
de exigencias concretas que los otros inculcan en noso­
tros y que, al vivir, estamos obligados a tener en cuenta.»1
Los utilitaristas tenían razón al identificar lo moral con
lo útil. (Aunque se equivocaron al intentar reducir la uti­
lidad simplemente a obtener placer y evitar el dolor.
Dewey coincide con Aristóteles en que la felicidad huma­
na es irreducible a una mera acumulación de placeres).
Desde un punto de vista kantiano, empero, tanto
Aristóteles como Mili y Dewey están igualmente ciegos
ante la verdadera naturaleza de la moralidad. Para los
kantianos, identificar obligación moral con la necesidad
de adaptar la conducta de uno a las necesidades del resto
de seres humanos es cosa de ingenuos o depravados.
A los kantianos les parece que Dewey ha confundido
deber con interés propio, la intrínseca autoridad de la ley
moral con la necesidad de negociar con aquellos adversa­
rios que uno no puede vencer.
Dewey estaba al tanto de esta crítica kantiana. He
aquí uno de los pasajes en los que trata de ofrecer una
respuesta:

1. Dewey, John, Human Nature and Conduct, en The Middle Works of John
Dewey, volumen 14, Carbondale, Illinois: Southern Illinois University Press,
1983, p. 224 (Naturaleza humana y conducta, México: FCE, 1975).
ÉTICA SIN OBLIGACIONES UNIVERSALES 203
Se dice que la moral implica la subordinación del
hecho a la consideración ideal, mientras que la concep­
ción que se acaba de presentar [la del mismo Dewey]
hace de la moral algo secundario con respecto al puro
hecho, lo que equivale a privarla de dignidad y jurisdic­
ción... Esta crítica se basa en una falsa distinción. Dice,
en efecto, que o bien los criterios morales preceden a las
costumbres y confieren a éstas su cualidad moral, o bien
son subsiguientes y se desarrollan a partir de ellas y por
lo tanto son unos subproductos accidentales. ¿Qué ocu­
rre, sin embargo, con el lenguaje?... El lenguaje surgió de
un barboteo ininteligible, de unos movimientos instinti­
vos llamados gestos y de la presión de las circunstancias.
Con todo, una vez empieza a existir, existe como lengua­
je y funciona como tal.2
Lo que la analogía de Dewey entre lenguaje y morali­
dad pretende destacar es que no hubo ningún momento
decisivo en el que el lenguaje dejase de ser una serie de
reacciones a la conducta de los demás y pasara a repre­
sentar la realidad. De modo parecido, tampoco hubo nin­
gún momento en el que el razonamiento práctico dejase
de ser prudencial y se convirtiera específicamente en
moral, en el que dejase de ser simplemente útil y empe­
zara a tener autoridad.
La réplica de Dewey contra aquellos que, al igual que
Kant, consideran que la moralidad procede de una facul­
tad específicamente humana llamada «razón» y que la
prudencia es algo que compartimos con las bestias, con­
siste en decir que lo único específicamente humano es el
lenguaje. Pero la historia del lenguaje es un relato deshil­
vanado de una complejidad gradualmente creciente. El
relato sobre cómo pasamos de los gruñidos y codazos
neandertales a los tratados filosóficos no es menos dis­
continuo que el relato sobre cómo pasamos de las ame­
bas a los antropoides. Ambos relatos pertenecen a un
relato mayor. La evolución cultural toma el relieve de la
evolución biológica sin que haya ruptura. Desde un pun­
2. Ibíd., pp. 56-57.
204 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

to de vista evolucionista, la única diferencia entre los gru­


ñidos y los tratados es la mayor complejidad de estos últi­
mos. Con todo, la diferencia entre los animales que
emplean el lenguaje y los que no; la diferencia entre
aquellas culturas que se ocupan en deliberaciones mora­
les, colectivas y conscientes y aquellas otras que no, con­
tinúa siendo igual de importante y evidente que siempre,
sólo que ahora se trata de una diferencia de grado. De
acuerdo con la concepción de Dewey, lo que han tratado
de hacer esos filósofos que han trazado una clara distin­
ción entre razón y experiencia, o entre moralidad y pru­
dencia es convertir una importante diferencia de grado
en una diferencia de género metafísico. Y de este modo,
han terminado construyéndose para sí mismos unos pro­
blemas tan insolubles como artificiales.
Dewey consideró que Kant, en su filosofía moral,
adopta «la doctrina según la cual la esencia de la razón es
la completa universalidad (y de ahí la necesidad y la
inmutabilidad) con la seriedad de un profesor de lógica».3
Dewey interpretó que el intento kantiano de orientarse
sobre qué hacer solamente a través de la idea de univer-
salizabilidad no ofrece una despreocupación por las con­
secuencias —algo, por otra parte, imposible—, sino más
bien «una amplia concepción imparcial de las consecuen­
cias». El imperativo categórico, dice Dewey, se limita a
recomendar «el hábito de preguntamos cómo nos gusta­
ría que se nos tratase en un caso semejante».4 Para
Dewey, el intento de llegar más lejos y «disponer al
momento de reglas establecidas a fin de resolver cual­
quier tipo de dificultad moral» «nació de la timidez y se
nutrió del amor al prestigio autoritario». Sólo una ten­
dencia al sadomasoquismo de este tipo, pensaba Dewey,
«podía habernos llevado a creer que la ausencia de unos
principios establecidos, inmutablemente fijados y univer­
salmente aplicables equivale al caos moral».5
3. Ibíd., p. 168.
4. Ibíd., p. 169.
5. Ibíd.., p. 164. Annette Baier, en la p. 277 de su libro Moral Prejudices
(Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1993) cita la frase de Nietzsche
ÉTICA SIN OBLIGACIONES UNIVERSALES 205
Hasta aquí la crítica estándar de Dewey al tratamiento
kantiano de la distinción entre moralidad y prudencia.
Ahora querría pasar a otra distinción, a saber, la distinción
entre razón y sentimiento, entre pensar y sentir. Ello me va
a permitir relacionar el trabajo de Dewey con el trabajo de
la filósofa norteamericana Annette Baier. Baier, una de las
principales filósofas feministas de los EE.UU., toma como
modelo a Hume, a quien elogia como el «filósofo moral de
la mujer» por su disposición a considerar central para la
conciencia moral el sentimiento y, de hecho, la sentimen-
talidad. También lo elogia por «des-intelectualizar y des­
santificar la empresa moral... presentándola como el equi­
valente humano de los distintos controles sociales que
existen entre las poblaciones de animales o insectos».6
Aunque Baier no apela casi nunca a Dewey, y Dewey casi
nunca discute la filosofía moral de Hume, estos tres filó­
sofos, antikantianos militantes, se encuentran en el mismo
bando en la mayor parte de discusiones. Los tres descon­
fían de la noción de «obligación moral». Dewey, Baier y
Hume podrían coincidir con Nietzsche en que los griegos
presocráticos no estaban sujetos a la «timidez» —al temor
a tener que realizar elecciones difíciles— que indujo Pla­
tón a buscar la verdad moral inmutable. Los tres conside­
ran que las circunstancias temporales de la vida humana
son ya lo bastante difíciles como para que encima, y de
una forma sadomasoquista, añadamos a ello obligaciones
incondicionales e inmutables.
Baier propone que sustituyamos como concepto cen­
tral de nuestra moral la noción de «obligación» por la de
«confianza apropiada». Dice:

que dice «el mal olor a sadomasoquismo, el hedor a sangre y tortura impregnan
todavía el imperativo categórico».
En este punto, creo, Dewey hubiera coincidido con Nietzsche y también
habría estado de acuerdo con Baier cuando ésta afirma: «si de lo que se trata es
de evitar las deficiencias de la mente y la perversidad del corazón que esta tra­
dición kantiana lleva consigo, entonces lo mejor sería que dejáramos de hacer
aparentes elogios de respeto a Kant o a cualquier otro predicador de una piedad
que consiste en reverenciar la fe de nuestros padres patriarcales» (p. 267).
6. Baier, op. cit., p. 147.
206 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

No cabe la posibilidad de una teoría moral como algo


más filosófico y menos comprometido que la deliberación
moral y que no consista en un simple informe acerca de
nuestras costumbres y formas de justificación, crítica,
rebelión, conversión y toma de decisiones.7
Con unas palabras que resuenan a Dewey, Baier sos­
tiene que «en filosofía moral, el malo es la tradición
racionalista, obsesionada por la ley»,8 una tradición que
supone que «detrás de cada intuición moral descansa una
regla universal».9 Esta tradición da por sentado que el
intento de Hume de concebir el progreso moral como un
progreso de sentimientos «no consigue dar cuenta de la
obligación moral». Sin embargo, de acuerdo con las con­
cepciones de Baier y Dewey, aquí no hay nada que expli­
car: la obligación moral no se obtiene de una naturaleza
o de una fuente distinta de la tradición, el hábito o la cos­
tumbre. La moralidad no es más que una nueva y contro­
vertida costumbre. Esta obligación especial que sentimos
ed emplear el término «moral» no es más que la necesi­
dad especial que sentimos de actuar de un modo relativa­
mente poco corriente y no probado, de un modo que pue­
de tener consecuencias imprevisibles y peligrosas. Esta
percepción nuestra de que la prudencia no es heroica
pero la moralidad sí lo es equivale al reconocimiento de
que es más peligroso y arriesgado poner a prueba lo que
hasta ahora no ha sido probado que realizar lo que a uno
le sale de forma natural.
Baier y Dewey están de acuerdo en que el principal
error de la mayor parte de la filosofía moral tradicional
es el mito del yo no relacional: un yo que puede existir
sin preocuparse por los demás, un yo visto como un frío
psicópata que es preciso reprimir para poder tener en
cuenta las necesidades de la demás gente. Ésta es la ima­
gen del yo que filósofos como Platón interpretaron en tér­
7. Baier, Annette, Postures o f Mind, Minneapolis, University of Minnesota
Press, 1985, p. 232.
8. Ibíd., p. 236.
9. Ibíd., p. 208.
ÉTICA SIN OBLIGACIONES UNIVERSALES 207
minos de la división «razón»/«pasiones», una división
que por desgracia Hume perpetuó en su conocida inver­
sión de Platón en la tesis de que «la razón es y debería ser
la esclava de las pasiones». Desde Platón, Occidente ha
considerado que la distinción razón/pasión es paralela a
la distinción entre lo universal y lo individual, y a la dis­
tinción entre actos desinteresados y actos egoístas. De
esta suerte, las tradiciones religiosa, platónica y kantiana
nos han cargado con la distinción entre un yo verdadero
y un falso yo, entre un yo atento a lo que le dice la con­
ciencia y un yo que sólo «está preocupado por su propio
interés». Este último yo no llega a ser moral; es sólo pru­
dencial.
Tanto Baier como Dewey consideran que deberíamos
desterrar esta noción de un yo frío, interesado, calculador
y psicópata. Si fuéramos realmente así, la pregunta «¿por
qué debo ser moral?» sería insoluble. Sólo sentimos la
necesidad de castigamos, amedrentándonos ante los
mandatos divinos o ante el tribunal kantiano de la razón
pura práctica, cuando nos formamos una imagen como
esta de nosotros mismos. Pero si seguimos el consejo
pragmatista de ver cada cosa como constituida por las
relaciones que mantiene con el resto de cosas, entonces
es fácil detectar la falacia que, según Dewey, «transforma
el hecho (evidente) de actuar como un yo en la ficción de
actuar siempre para uno mismo».10 Mientras aceptemos
lo que Dewey llamó «la creencia en el carácter fijo y sim­
ple del yo» seguiremos cayendo en esa falacia y pensando
que el yo es un psicópata que debe ser reprimido. Dewey
asoció esta creencia con el «dogma de los teólogos sobre
la unidad y completud del alma».11 Pero también podía
haberla asociado con el argumento del Fedón de Platón o
con la doctrina kantiana según la cual el yo moral es un
yo no empírico.
Cuando hayamos desechado estas nociones de uni­
dad y completud, entonces podremos decir, con Dewey,
10. Human Nature and Conduct, p. 95.
11. Ibíd., p. 96.
208 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

que «el yo (siempre que no se haya encerrado en un


caparazón de rutina) está en proceso de hacerse, y cual­
quier yo puede incluir dentro de sí un número (indeter­
minado) de yoes inconsistentes y disposiciones no armo­
nizadas».12 Esta noción de múltiples yoes inconsistentes
constituye, como ha demostrado Donald Davidson, un
buen modo de naturalizar y desmitificar la noción freu-
diana de inconsciente.13 Pero el vínculo más importante
entre Freud y Dewey es esta idea que señala Baier: el
papel de la familia y, en particular, del amor maternal en
la creación de individuos no psicópatas, individuos que
encuentran natural preocuparse por los demás. Baier
sostiene, con unas palabras que podría haber escrito
perfectamente Dewey, que «el equivalente secular de la
fe en Dios... es la fe en la comunidad humana y en su
proceder evolutivo, en las expectativas de múltiples
ambiciones cognitivas y esperanzas morales».14 Pero esa
fe, según Baier, se basa en la fe que la mayoría de noso­
tros tenemos en nuestros padres y hermanos. Baier ve en
la confianza que mantiene unida una familia el modelo
para una fe secular capaz de mantener unidas las socie­
dades modernas y pos tradicionales. Freud nos ayudó a
percatamos de que sólo aparecen psicópatas —indivi­
duos cuya concepción de sí mismos no incluye conside­
ración alguna de los demás— cuando faltan el amor de
los padres y la confianza que este amor despierta en el
niño.
12. Ibíd.
13. Véase Donald Davidson, «Paradoxes of Irrationality» en Philosophical
Essays on Freud, ed. Richard Wollheim y James Hompkins, Cambridge: Cam­
bridge University Press, 1982. Marcia Cavell desarrolla y amplía la concepción
de Davidson sobre Freud en The Psychoanalytic Mind: From Freud to Philo-
sophy, Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1993.
Véase también el cap. 5 («The Divided Self») del libro de Michael Walzer
Thick and Thin: Moral Argument at Home and Abroad (Notre Dame, Indiana:
University of Notre Dame Press, 1994), prestando especial atención a la idea de
Walzer según la cual «unos yoes divididos y densos precisan y son el producto de
una sociedad pluralista densa y diferenciada» (p. 101); idea a la que Dewey
habría dado su apoyo. En la p. 89, Walzer ofrece una instructiva y agresiva com­
paración entre las aproximaciones del filósofo y del psicoanalista a la división
dentro del yo.
14. Baier, p. 293.
ÉTICA SIN OBLIGACIONES UNIVERSALES 209
Para ver qué desea Baier que tengamos en cuenta,
considérese la siguiente pregunta: ¿tengo alguna obliga­
ción moral hacia mi madre, esposa, hijos? Los términos
«moralidad» y «obligación» parecen inapropiados aquí,
pues hacer lo que uno está obligado a hacer contrasta
con lo que uno hace de forma natural, y para la mayoría
de la gente responder a las necesidades de la familia es la
cosa más natural del mundo. Ello es así porque la mayo­
ría de nosotros nos definimos, al menos en parte, con
respecto a los miembros de nuestra familia. Nuestras
necesidades y las suyas en gran parte se solapan: no
somos felices si ellos no lo son. Mientras nuestros hijos
sufren hambre no deseamos hartamos; ello no sería
natural. ¿Pero sería también inmoral? Decir esto suena
un poco raro. Sólo estaríamos dispuestos a emplear ese
término si nos halláramos con un padre patológicamen­
te egoísta o con una madre o un padre con una concep­
ción de sí mismos en la que los hijos no contaran para
nada; o sea, la clase de persona que prevé la teoría de la
decisión, alguien cuya identidad está constituida más
por órdenes de preferencia que por la simpatía (fellow-
feeling).
En contraste con ello, alguien podría sentir la obliga­
ción específicamente moral de privar a sus propios hijos
y a sí mismo de una parte de la comida disponible porque
ahí fuera hay gente que se muere de hambre. En este
caso el «término» moral es apropiado porque esta exigen­
cia es menos natural que la exigencia de alimentar a tus
propios hijos. No está tan conectada con la idea de quién
soy yo. Claro que el deseo de alimentar a extraños puede
convertirse en un deseo tan estrechamente entrelazado
con la concepción que uno tiene de sí mismo como el
deseo de alimentar a la propia familia. El desarrollo
moral del individuo, así como el progreso moral de la
especie humana en general, es una cuestión de rehacer
los individuos humanos a fin de ensanchar la variedad de
relaciones que los constituyen. El límite ideal a este pro­
ceso de ensanchamiento es el yo que prevé la explicación
cristiana y budista de la santidad: un yo ideal que sufre
210 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

con intensidad el hambre y el dolor de cualquier ser


humano (incluso de cualquier otro ser animal).
Si este proceso llegara jamás a su término, entonces
la palabra «moralidad» desaparecería del lenguaje, por­
que ya no habría ni la necesidad ni la manera de contras­
tar lo que se hace de forma natural con lo que se hace
porque es moral. Todos tendríamos lo que Kant denomi­
naba una «voluntad santa». En la medida en que nos
identifiquemos con aquellos a quienes ayudamos o nos re­
firamos a ellos cuando nos contemos historias sobre
quiénes somos; en la medida en que su relato sea tam­
bién el nuestro, el término «moral» se volverá cada vez
más inapropiado.15 Parece bastante natural compartir
cosas con un viejo amigo o con un vecino cercano, o con
un socio con el que uno se entiende bien y que repenti­
namente se queda sin nada por culpa de una desgracia.
No sería tan natural hacer lo mismo con alguien a quien
hemos conocido casualmente o con alguien totalmente
desconocido que también se encontrara en una situación
desafortunada. En un mundo en el que el hambre es lo
habitual, no parece que sea muy natural coger la comida
de la boca de tus propios hijos para dársela a un desco­
nocido con hambre y a sus hijos. Aunque si el desconoci­
do y sus hijos están frente a tu puerta, quizá sientas la
obligación de actuar así. Los términos «moral» y «obliga­
ción» son todavía más apropiados cuando se trata de pri­
var a tus hijos de algo que desean para así poder enviar
dinero a las víctimas del hambre de un país que nunca
hemos conocido, personas que posiblemente encontraría­
mos repelentes si alguna vez diéramos con ellas, indivi-
15. Aquí me inspiro en la muy ilustradora explicación que efectúa Daniel
Dennett sobre el yo como «centro de gravedad narrativa» en su Consciousness
Explained, Cambridge, Mass.: MIT Press, 1990 (La conciencia explicada, Barcelo­
na: Paidós, 1995). En un artículo sobre Dennett he tratado de desarrollar el
antiesencialismo que he expuesto especialmente en la lección quinta. En ese
artículo sugiero que lo que es válido para los individuos también es válido para
los objetos en general, y que un pragmatista debería concebir los objetos como
centros de gravedad descriptiva. Véase «Holism, Intentionality and the Ambition
of Transcendence» en Dennett and his Crides: Demystifying Mind, ed. Bo Dahl-
bom (Oxford: Blackwell, 1993), pp. 184-202.
ÉTICA SIN OBLIGACIONES UNIVERSALES 211
dúos que posiblemente no desearíamos como amigos o
que no querríamos que se casaran con nuestros hijos;
individuos que sólo nos llaman la atención porque
alguien nos ha comunicado que sufren hambre. El cris­
tianismo enseñó a Occidente a esperar con ilusión la lle­
gada de un mundo en el que ya no habría personas así,
un mundo en el que todos los hombres y mujeres serían
hermanos y hermanas. En un mundo semejante, no sería
propio hablar de «obligación».
Cuando los filósofos morales de la tradición kantiana
colocan el sentimiento al lado del prejuicio y nos dicen
que, «desde un punto de vista estrictamente moral», no
existe diferencia alguna entre tu propio hijo hambriento
y cualquier otro niño hambriento del otro lado del mun­
do seleccionado al azar, lo que están haciendo es oponer
este supuesto «punto de vista moral» con un punto de
vista que ellos llaman «simple interés propio». La idea
que hay detrás de este modo de hablar es que la morali­
dad y la obligación empiezan justamente allí donde ter­
mina el interés propio. El problema con este modo de
hablar, sin embargo, como señala Dewey, es que los lími­
tes del yo son borrosos y flexibles. Por este motivo, los
filósofos de esta tradición tratan de definir sus límites
afirmando que el yo está constituido por un orden de pre­
ferencias; un orden que divide a la gente según el criterio
que determina, por ejemplo, a quién preferiríamos ali­
mentar primero. Y a continuación, o bien contrastan la
obligación moral con la preferencia, o bien «subjetivi-
zan» los sentimientos de obligación moral concibiéndolos
simplemente como otras preferencias.
En ambos casos surgen dificultades. Si contrastamos
obligación moral con preferencia aparecen problemas
con respecto a la cuestión de la motivación moral: ¿qué
sentido tiene, después de todo, afirmar que una persona
actúa contra sus propias preferencias? Por otro lado, en
cuanto abandonamos la distinción entre moralidad e
interés propio y afirmamos que lo que llamamos «mora­
lidad» no es más que el interés propio de aquellos que
han sido aculturados de un modo determinado, entonces
212 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

se nos acusa de «emotivismo», de no haber sabido apre­


ciar la distinción kantiana entre dignidad y valor. La pri­
mera alternativa lleva a la pregunta que Platón trató de
contestar: «¿por qué debo ser moral?». La segunda lleva a
la cuestión «¿existe alguna diferencia entre, por un lado,
preferir dar de comer a unos desconocidos hambrientos
en lugar de dejarles morir de hambre y, por el otro, pre­
ferir un helado de vainilla en lugar de uno de chocola­
te?». La primera alternativa parece conducir a una meta­
física dualista que divide el yo humano, y posiblemente
todo el universo, en segmentos más elevados y segmentos
menos elevados; la otra, en cambio, parece llevar a una
abnegación general de nuestras aspiraciones por alcanzar
algo «más elevado» que nuestra simple animalidad.
A los pragmatistas se les suele retraer justamente esta
abnegación. Se les mete en el mismo saco que a los reduc­
cionistas, conductistas, sensualistas, nihilistas y otros per­
sonajes sospechosos. En mi opinión, la mejor defensa de
que dispone el pragmatista para hacer frente a tal repro­
che es afirmar que él también posee una concepción de lo
que nos diferencia de los animales, pero que esta concep­
ción no implica una diferencia tan clara —una diferencia
entre lo infinito y lo finito— como las distinciones de
Kant entre dignidad y valor, lo incondicionado y lo condi­
cionado, lo relacional y lo no relacional. Por el contrario,
el pragmatista considera que lo que nos distingue-de los
animales es un grado mucho mayor de flexibilidad; en
concreto, una flexibilidad mucho mayor con respecto a
los límites del yo, al número total de relaciones que pue­
den confluir en la constitución de un yo humano. El prag­
matista concibe el ideal de fraternidad humana, no como
la imposición de algo no empírico por encima de lo empí­
rico, o de algo no natural por encima de lo natural, sino,
más bien, como la culminación de un proceso de adapta­
ción, que además es un proceso de recreación, de la espe­
cie humana.
Desde esta perspectiva, el progreso moral no tiene
nada que ver con un incremento de la racionalidad o con
una disminución gradual de la influencia del prejuicio y
ÉTICA SIN OBLIGACIONES UNIVERSALES 213
la superstición que nos permita percibir con mayor clari­
dad nuestro deber moral. Tampoco tiene nada que ver
con un incremento de la inteligencia, un aumento de la
habilidad para inventarse cursos de acción que satisfagan
simultáneamente muchas diversas demandas en conflic­
to. Alguien puede ser inteligente en este sentido sin nece­
sidad de sentir demasiada simpatía (simpathy) por los
demás. No es ni irracional ni estúpido restringir la comu­
nidad moral a la que uno pertenece a un ámbito nacio­
nal, racial o de género. Pero sí es indeseable, moralmen­
te indeseable. Por consiguiente, lo mejor es considerar
que el progreso moral tiene que ver con una sensibilidad
cada vez mayor, con una capacidad cada vez mayor para
responder a las necesidades de una variedad cada vez
más grande de gente y cosas. Los pragmatistas conciben
el progreso humano no como el levantamiento progresivo
del velo de apariencias que nos esconde la naturaleza
intrínseca de la realidad, sino como la habilidad crecien­
te de responder a las preocupaciones de unos grupos
cada vez más grandes de gente, en especial de aquella
gente capaz de realizar unas observaciones cada vez más
precisas y unos experimentos cada vez más sofisticados.
Asimismo, conciben el progreso moral como una cues­
tión de ser capaces de responder a las necesidades de
unos grupos de gente cada vez más inclusivos.
Ahora me gustaría perseguir un poco más esta analo­
gía entre ciencia y moral. En lecciones anteriores sostuve
que los pragmatistas entienden que la indagación cientí­
fica, o cualquier otra indagación, no tiene por objeto la
verdad sino la esperanza de obtener una mejor capacidad
justificatoria, una mejor capacidad para hacer frente a
las dudas sobre lo que decimos, reforzando lo que hemos
dicho anteriormente o tomando la decisión de decir algo
ligeramente distinto. El problema de tener por objeto la
verdad es que, aunque de hecho se la alcance, uno no
sabe nunca cuándo la alcanza. En cambio, uno puede
tener por objeto sosegar cada vez más la duda. Análoga­
mente, uno no puede tener por objeto «hacer lo que es
correcto», porque nunca sabrá si ha dado en el clavo o
214 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

no. Es posible que mucho después de que hayamos muer­


to, una gente mejor informada y más sofisticada que
nosotros juzgue nuestra acción como un trágico error y
considere que nuestras creencias científicas presuponían
una cosmología obsoleta. Sin embargo, sí podemos tener
por objeto una cada vez mayor sensibilidad al dolor y una
cada vez mayor satisfacción de necesidades cada vez más
diversas. Según los pragmatistas deberíamos reemplazar
la idea de algo no humano que nos arrastra en un senti­
do determinado por la idea de que es preciso que cada
vez haya más y más gente que se una a nuestra comuni­
dad: la idea de tener en cuenta las necesidades, intereses
y concepciones de más y más seres humanos distintos.
De acuerdo con el punto de vista pragmatista, la capaci­
dad justificatoria halla su recompensa en ella misma. No
hay ninguna necesidad de preocuparse por si seremos
recompensados o no con una especie de medalla inmate­
rial con las inscripciones «Verdad» o «Bondad Moral»
gravadas en ella.16
La idea de una «perspectiva divina» a la que la cien­
cia se aproxima continuamente va de consuno con la idea
de una «ley moral» a la que la costumbre social se apro­
xima continuamente en períodos de progreso moral. El
pragmatista encuentra las ideas de «descubrir la natura­
leza intrínseca de la realidad física» y «aclarar las obliga­
ciones morales incondicionales que tenemos» igual de
repugnantes porque presuponen la existencia de algo no
relacional, de algo ajeno a las vicisitudes del tiempo y la
historia, de algo que no se ve afectado por los cambios de
intereses y necesidades de los hombres. Estas dos ideas,
16. A mi parecer, la noción de «pretensión de validez universal», tal como
la utilizan Habermas y Apel, representa justamente la reclamación de una meda­
lla de esta índole y, por consiguiente, podemos prescindir de ella. Estoy de acuer­
do con Habermas en la conveniencia de sustituir «una razón centrada en el suje­
to» por lo que él llama «una razón comunicativa», pero considero su insistencia
en la universalidad y su aversión por lo que él llama «contextualismo» y «relati­
vismo» como restos de una metafísica y de un período de pensamiento filosófi­
co en el que, aparentemente, la única alternativa a la inmersión en el contingen­
te status quo era la invocación de lo universal. Trato de desarrollar esta crítica a
Habermas en el artículo «Sind Aussage Universelle Geltungsansprüche», Deuts­
che Zeitschrift fiir Philosophie, vol. 42, n. 6, 1994, pp. 975-988.
ÉTICA SIN OBLIGACIONES UNIVERSALES 215

piensa el pragmatista, deben ser reemplazadas por metá­


foras de amplitud antes que de altura o profundidad. El
progreso científico es una cuestión de ir integrando más
y más datos en una red coherente de creencias; de rela­
cionar los datos del microscopio y del telescopio con los
datos obtenidos a simple vista; de relacionar los datos
que ha sacado a relucir un experimento con otros datos
anteriormente esparcidos. No se trata de penetrar en las
apariencias hasta alcanzar la realidad. El progreso moral,
por su lado, tiene que ver con la posesión de un senti­
miento de simpatía cada vez más amplio. No se trata de
alzarse por encima de lo sentimental hasta alcanzar lo
racional. Como tampoco se trata de sustituir la apelación
a un tribunal local, inferior y corrupto por la apelación a
un tribunal superior que administra una ley moral ahis-
tórica, no local y transcultural.
Este cambio de metáforas de verticalidad por metá­
foras de horizontalidad encaja bien con el empeño de los
pragmatistas por reemplazar las tradicionales distincio­
nes de tipo por distinciones de grados de complejidad.
Los pragmatistas sustituyen la idea de una teoría que
descoyunta la realidad por la idea de una explicación lo
más eficiente posible de una variedad de datos lo más
amplia posible. Sustituyen la idea kantiana de Buena
Voluntad por la idea de un ser humano afectuoso, sensi­
ble y comprensivo en grado máximo. No podemos tener
por objeto estos grados máximos. Pero siempre pode­
mos aspirar a lograr explicar cada vez más datos o a
preocupamos por un número mayor de gente. Nadie
puede pretender haber llegado al final de la indagación,
sea ésta en física o en ética. Eso sería como pretender
haber llegado al final de la evolución biológica, como
pretender ser no sólo el último heredero de todas las
eras anteriores sino además el ser en el que éstas esta­
ban destinadas a culminar. Análogamente, mientras que
no podemos tener por objeto la perfección, sí podemos
aspirar a tomar en consideración más necesidades de la
gente que antes.
216 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

Hasta aquí he señalado, en unos términos muy gene­


rales, por qué el pragmatista desearía quitarse de encima
la noción de «obligación moral incondicional». Ahora,
con la esperanza de ser más concreto y gráfico, voy a cen­
trarme en otro ejemplo de incondicionalidad: la noción
de derechos humanos incondicionales. Se dice que estos
derechos constituyen los límites inquebrantables de la
deliberación política y moral. En la jurisprudencia norte­
americana —tal como la interpreta, por ejemplo, Ronald
Dworkin— los derechos «triunfan» por encima de cual­
quier clase de consideración de conveniencia social o efi­
cacia.17 En la mayor parte del debate político se da por
sentado que los derechos que, según los tribunales de los
EE.UU., otorga la Constitución [americana], junto con
aquellos derechos que la Declaración de Helsinki enume­
ra, están más allá de cualquier debate. Son los moto­
res inmóviles de la mayor parte de la política contem­
poránea.
Desde un punto de vista pragmatista, la noción de
«derechos humanos inalienables» es un eslogan ni mejor
ni peor que aquel otro de «obediencia a la voluntad de
Dios». Lo que hacemos al invocarlos como motores
inmóviles es expresar en otras palabras que hemos toca­
do fondo, que hemos agotado todos los recursos argu­
mentativos a nuestra disposición. Estos discursos sobre
la voluntad de Dios o los derechos del hombre, al igual
que esos otros sobre «el honor de la familia» o «la patria
en peligro» no son unos objetivos demasiado adecuados
para el análisis y la crítica filosóficas. El intento de ir a
ver qué hay detrás de ellos no dará ningún fruto. Ningu­
na de esas nociones debería ser analizada, pues todas ter­
minan por decir lo mismo: «Aquí me detengo: no puedo
hacerle nada». Son menos razones para la acción que
anuncios del hecho de que se ha estado meditando a fon­
do sobre el asunto y tomado una decisión.
17. Véase Dworkin, R., Taking Rights Seriously, Cambridge, Mass.: Harvard
University Press, 1978 (Los derechos en serio, Barcelona: Ariel, 1984). Para una crí­
tica de la tradición que Dworkin elogia, véase Mary Ann Glendon, Rights Talk: The
Impoverishment of Political Discourse, Nueva York: The Free Press, 1991.
ÉTICA SIN OBLIGACIONES UNIVERSALES 217
Al preguntar cosas como «pero, ¿hay un Dios?» o
«¿tienen los seres humanos esos derechos realmente?» la
filosofía tradicional —según la cual la moral se basa en
la metafísica— lleva esas nociones demasiado lejos. Tales
preguntas presuponen que el progreso moral es, en parte,
como mínimo, una cuestión de incrementar el conoci­
miento moral, el conocimiento de algo que no depende
de nuestras prácticas sociales, algo como la voluntad de
Dios o la naturaleza de la humanidad. Semejante idea,
sin embargo, es vulnerable a la idea nietzscheana de que
tanto Dios como los derechos humanos no son más
que una superstición, una treta de los débiles para prote­
gerse de los fuertes. Mientras que los metafísicos replican
a Nietzsche que existe una base racional para la creencia
en Dios o los derechos humanos, los pragmatistas res­
ponden que no hay nada malo en las tretas. Los pragma­
tistas pueden estar alegremente de acuerdo con Nietzsche
en que sólo a los débiles —esa gente dominada por los
valientes, fuertes y felices guerreros que él idolatra— se
les podía haber ocurrido la idea de fraternidad humana.
Para los pragmatistas, sin embargo, ello afecta tan poco
la idea de derechos humanos como la fealdad de Sócrates
afecta su explicación de la naturaleza del amor; o las
pequeñas neurosis privadas de Freud afectan su explica­
ción del amor; o los intereses teológicos y alquimistas de
Newton afectan su mecánica; o el carácter moralmente
reprochable de Heidegger afecta su obra filosófica. Una
vez desechemos la distinción entre razón y pasión tam­
bién dejaremos de discriminar una buena idea por culpa
de sus orígenes sospechosos. En lugar de ser clasificadas
por sus fuentes, las ideas serán clasificadas por su utili­
dad relativa.
Para los pragmatistas la pelea entre Nietzsche y los
metafísicos racionalistas no tiene ningún interés.18 Con­
18. Subrayo esta idea en «Human Rights, Rationality, and Sentimenta-
lity», incluido en Of Human Rights: Oxford Amnesty Lectures, 1993, ed. Susan
Hurley y Steven Shute, Nueva York: Basic Books, 1993. En este artículo ofrezco
una versión ampliada de la concepción de los derechos humanos que aquí estoy
resumiendo.
218 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

ceden a Nietzsche que referirse a los derechos humanos


es sólo un modo práctico de resumir determinados aspec­
tos de nuestras prácticas reales o propuestas. Análoga­
mente, para el pragmatista, decir que la naturaleza
intrínseca de la realidad consta de átomos y vacío equi­
vale a decir que nuestras mejores explicaciones científicas
interpretan el cambio macroestructural como resultado
de un cambio microestructural. Afirmar que Dios desea
que acojamos en casa a los extraños es un modo de de­
cir que la hospitalidad es una de las virtudes de las que
nuestra comunidad más se enorgullece. Decir que el res­
peto de los derechos humanos nos exigía intervenir para
liberar a los judíos de las garras de los nazis, o a los bos­
nios musulmanes de las de los serbios es un modo de
decir que de no haber intervenido nos hubiéramos senti­
do incómodos con nosotros mismos; de igual modo que
saber que nuestros hijos, o los hijos del vecino sufren
hambre mientras nosotros tenemos una mesa rebosante
de comida nos quita el apetito. Hablar de derechos
humanos es explicar nuestra actuación identificándonos
con una comunidad de personas que piensan como noso­
tros: aquellos que hallan natural actuar de un modo
determinado.
A menudo, afirmaciones como las que acabo de hacer
—del tipo «decir esto y lo otro es hacer aquello y lo
otro»— son interpretadas en términos de la distinción
apariencia-realidad. Los pensadores con inclinaciones
metafísicas, obsesionados por la distinción entre conoci­
miento y opinión, o por la distinción entre razón y
pasión, las califican de «irracionalistas» y «emotivistas».
Los pragmatistas, por el contrario, no creen que esas afir­
maciones digan nada sobre qué ocurre realmente: que
aquello que parecía ser un hecho en realidad es un valor,
o que aquello que parecía ser una cognición en realidad
es una emoción. Más bien entienden que son recomenda­
ciones prácticas acerca de qué hablar, sugerencias sobre
el mejor modo de llevar una discusión sobre cuestiones
morales. En el tema de los átomos, el pragmatista piensa
que no deberíamos debatir la cuestión de si la microes-
ÉTICA SIN OBLIGACIONES UNIVERSALES 219
tructura inobservable es una realidad o bien tan sólo una
ficción útil. Asimismo, en el tema de los derechos huma­
nos, el pragmatista piensa que no deberíamos debatir la
cuestión de si éstos existieron siempre, aunque nadie los
reconociese, o si son tan sólo unas construcciones socia­
les de una civilización influida por las doctrinas cristia­
nas de la fraternidad humana y los ideales de la Revolu­
ción Francesa.
Está claro que en un sentido de «construcción
social» los derechos humanos son construcciones socia­
les, pero en ese mismo sentido también lo son los neu-
trines y las jirafas. De acuerdo con este sentido, una
construcción social es simplemente el objeto intencional
de un determinado conjunto de oraciones, oraciones
empleadas en unas sociedades más que en otras. Todo lo
que se necesita para que una cosa sea un objeto es que se
hable de ella de una forma razonablemente coherente.
Pero no es necesario que todo el mundo hable de todas
las formas posibles, ni, por lo tanto, que hable de to­
dos los objetos. En cuanto abandonemos la idea de que
la finalidad del discurso es representar con precisión la
realidad dejaremos de interesamos por distinguir las
construcciones sociales de las demás cosas, y nos limita­
remos a discutir acerca de la utilidad de los constructos
sociales alternativos.
El otro único sentido de «construcción social» que se
me ocurre es el que mencioné anteriormente: el sentido
según el cual las cuentas corrientes son construcciones
sociales pero las jirafas no. Aquí el criterio es solamente
causal. Los factores causales que producen cuentas
corrientes, a diferencia de los que producen jirafas, tie­
nen que ver con las sociedades humanas. Este sentido no
tiene aplicación alguna a la cuestión de los derechos
humanos, pues ni el más ferviente de los realistas mora­
les dispone de un relato causal que explique cómo empe­
zaron éstos a existir.
Discutir la utilidad de un conjunto de constructos
sociales llamados «derechos humanos» es debatir la
cuestión de si los juegos de lenguaje que las sociedades
220 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

inclusivistas ponen en juego son mejores o peores que


aquellos que ponen en juego las sociedades exclusivistas.
No existe modo alguno de expresar un juicio acerca de
estos juegos de lenguaje sin hacerlo al mismo tiempo
de las sociedades en general. Por consiguiente, en vez de
debatir el estatuto ontológico de los derechos humanos
lo que uno debería hacer es debatir la cuestión de si las
comunidades que fomentan la tolerancia de pequeñas e
inofensivas desviaciones respecto a la normalidad son
preferibles o no a aquellas otras comunidades cuya cohe­
sión social depende de la conformidad con lo que es nor­
mal, de mantener a distancia a los extraños y de eliminar
a los que tratan de pervertir a la juventud. Tal vez el
mejor signo de progreso hacia una verdadera cultura de
respeto de los derechos humanos sea el dejar de interfe­
rir en los planes de matrimonio de nuestros hijos por
culpa de la nacionalidad, religión, raza o fortuna de la
persona elegida, o porque ese matrimonio sería homose­
xual en lugar de heterosexual.
Aquellos que desean encontrar unos fundamentos
racionales y filosóficos para una cultura de respeto de
los derechos humanos sostienen que lo que los seres
humanos tienen en común supera en importancia a fac­
tores adventicios tales como la raza o la religión. Pero
luego tienen problemas para explicar en qué consisten
esos rasgos comunes. No basta con decir que todos com­
partimos una misma susceptibilidad hacia el dolor, pues
no hay nada de propiamente humano en el dolor. Si todo
lo que importara fuese el dolor, entonces tendría igual
importancia proteger a los conejos de los zorros que
proteger a los judíos de los nazis. Si uno acepta una
explicación naturalista y darwiniana de los orígenes de
la especie humana, entonces no sirve de nada sostener
que todos poseemos en común una misma razón, pues
de acuerdo con aquella explicación ser racional es sen­
cillamente lo mismo que ser capaz de emplear un len­
guaje. Pero existen muchos lenguajes, la mayoría de
ellos exclusionistas. El lenguaje de los derechos huma­
nos no es ni más ni menos característico de nuestra
ÉTICA SIN OBLIGACIONES UNIVERSALES 221
especie que los lenguajes que exigen pureza racial o
religiosa.19
Los pragmatistas proponen abandonar, simplemente,
el intento de hallar unos rasgos comunes. Creen que si
nos concentramos en nuestra capacidad para hacer que
las pequeñas cosas que nos separan parezcan insignifi­
cantes —comparándolas no con aquella gran cosa que
nos une sino con otras pequeñas cosas—, entonces podre­
mos acelerar el progreso moral. Nosotros, los pragmatis­
tas, consideramos que el progreso moral se parece más a
un proceso de ir cosiendo los retazos de un multicolor y
elaborado quilt20 enorme que a lograr una visión más cla­
ra de algo verdadero y profundo. Aquí, como en cualquier
otro lugar, antes que metáforas de altura y profundidad
preferimos emplear metáforas de amplitud y extensión.
Convencidos de que no existe ninguna sutil esencia
humana que la filosofía pueda captar, nuestra estrategia
consiste en no tratar de sustituir superficialidad por pro­
fundidad, ni tratar de elevamos por encima de lo particu­
lar para alcanzar lo universal. Antes bien, lo que nos gus­
taría es poder minimizar una diferencia particular en un
momento particular: la diferencia entre cristianos y
musulmanes en un pueblo concreto de Bosnia; la dife­
rencia entre negros y blancos en una determinada ciudad
de Alabama; la diferencia entre gays y heterosexuales en
una determinada congregación católica del Quebec.
Nuestra esperanza es poder zurcir con mil pequeños pun­
tos estos distintos grupos, invocar los mil pequeños ras­
gos que sus miembros comparten y no tener que apelar a
un gran rasgo, su común humanidad.
19. En este punto vuelvo a estar de acuerdo con Habermas sobre el
carácter lingüístico de la racionalidad. Pero, al contrario que él, yo intento
emplear esta doctrina para demostrar que no es preciso pensar en términos uni­
versalistas. Su universalismo le prohíbe adoptar la concepción de los derechos
humanos que ofrezco aquí. Ésta es antiuniversalista, en tanto que trata de disua­
dir cualquier intento de formular generalizaciones que comprendan todas las
formas posible de existencia humana. La esperanza de un futuro humano mejor,
hoy inimaginable, es la esperanza de que ninguna de las generalizaciones que
actualmente podamos formular será adecuada para alcanzarlo.
20. Un quilt es un edredón hecho de muchos retazos sobrantes. (N. del T.)
222 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

Esta imagen del progreso moral nos sitúa al otro lado


de la idea kantiana según la cual la moralidad tiene que
ver con la razón. Nosotros los pragmatistas simpatizamos
más con la idea de Hume de que tiene que ver con el sen­
timiento. Si las posibilidades de elección se restringieran
a estos dos candidatos elegiríamos a Hume. Aunque lo
que realmente querríamos es rechazar la elección y dese­
char de una vez por todas la vieja psicología griega de las
facultades. Recomendamos abandonar la distinción entre
dos fuentes de creencias y deseos que funcionan por
separado. En lugar de trabajar dentro de los límites de
esta distinción, que constantemente nos amenaza con la
imagen de una división entre un yo verdadero y un yo
aparente y falso, podemos volver a invocar la distinción
entre presente y futuro.
Más específicamente, podemos concebir el progreso
intelectual y moral, no como un proceso de acercamiento
a la Verdad, el Bien o lo Correcto, sino más bien como un
incremento del poder imaginativo. La imaginación es la
vanguardia de la evolución cultural, el poder que —en
tiempos de paz y prosperidad— está en constante funcio­
namiento para que el futuro del hombre sea más rico que
su pasado. La imaginación es la fuente de las nuevas imá­
genes científicas sobre el universo físico y también de las
nuevas concepciones acerca de otras comunidades posi­
bles. Es lo que tenían en común Newton y Jesucristo,
Freud y Marx: la capacidad de redescribir lo familiar en
términos no familiares.
Los primeros cristianos practicaron una redescrip­
ción de este tipo al explicar que la diferencia entre los
judíos y los griegos no era tan importante como se había
creído. La practican actualmente las feministas, cuyas
descripciones de la conducta sexual y del acuerdo matri­
monial parecen tan extrañas a muchos hombres (y muje­
res) como pareció extraña a los escribas y fariseos la indi­
ferencia que mostró San Pablo por las distinciones judai­
cas tradicionales. Eso mismo ensayaron los Padres Fun­
dadores de los EE.UU. al instar a la gente a verse no
como cuáqueros de Pennsylvania o católicos de Mary-
ÉTICA SIN OBLIGACIONES UNIVERSALES 223
land, sino como ciudadanos de una república federal,
pluralista y tolerante. Eso mismo intentan hoy esos
defensores apasionados de la unidad europea que man­
tienen la esperanza de que sus nietos se considerarán pri­
mero europeos y, en segundo lugar, franceses o alemanes.
Pero otro ejemplo igualmente bueno de una redescrip­
ción de este tipo es la propuesta de Demócrito y Lucrecio
de entender el mundo en términos de átomos que chocan
entre sí; o la propuesta de Copémico de pensar que el sol
está quieto.
En una lección anterior sostuve que el pragmatismo
se propone reemplazar conocimiento por esperanza.
Espero que esta lección haya servido para aclarar qué
quería decir con ello. La diferencia que existe entre la
concepción griega y la concepción postdarwiniano-
deweyniana de la naturaleza humana es una diferencia
entre encierro y apertura, entre la seguridad de lo que no
cambia y el encanto del lanzarse a un proceso de cambio
imprevisible como el que defendieron Whitman y White-
head. Esta apoteosis del futuro, esta disposición a susti­
tuir certeza por imaginación y orgullo por curiosidad,
echa abajo la distinción griega entre contemplación y
acción. Dewey, vio en esta distinción el mayor íncubo que
la vida intelectual de Occidente debe tratar de rehuir.21 El
pragmatismo de Dewey, como ha dicho Hilary Putnam,
consistió en «una insistencia constante en la supremacía
del punto de vista del agente».22 En estas lecciones he
21. Dewey, J., Reconstruction in Philosophy, p. 179: «Cuando la concien­
cia de la ciencia esté completamente impregnada de la conciencia del valor
humano, el mayor dualismo que hoy abruma la humanidad, la escisión entre, de
un lado, lo material, lo mecánico, lo científico y, de otro, lo moral y lo ideal,
desaparecerá.» Desde mi punto de vista, el trabajo de los filósofos postkuhnianos
y de los historiadores y sociólogos de la ciencia ha colaborado en esta tarea de
impregnación completa. Véase, por ejemplo, Steve Shapin y Simón Schaffer,
Leviathan and the Air-Pump (Princeton: Princeton University Press, 1985) y Bru­
no Latour, We Have Never Been Modem (Cambridge, Mass.: Harvard University
Press, 1993). El libro de Latour defiende una tesis que habría recibido el total
apoyo de Dewey, a saber, que la distinción entre un reino de la naturaleza «halla­
do» y un reino de la sociedad «hecho» está completamente equivocada.
22. Putnam, H., The Many Faces of Realism, La Salle, Illinois: Open
Court, 1987, p. 83 (Las mil caras del realismo, Barcelona: Paidós, 1994). Exami-
224 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

estado interpretando esta supremacía como la prioridad


de la esperanza de inventar nuevos modos de ser huma­
no por encima de la necesidad de estabilidad, seguridad
y orden.

no las diferencias entre mi versión del pragmatismo y las de Putnam en «Put­


nam and the Relativist Menace», Journal of Philosophy, vol. 90, n.° 9 (setiembre
1993), pp. 443-461.
O ctava lección

LA JUSTICIA COMO UNA LEALTAD


MÁS AMPLIA
Todos nosotros esperaríamos recibir ayuda si, en el
caso de que nos persiguiera la policía, pidiésemos a
nuestra familia que nos escondiera. La mayoría prestaría
ayuda incluso sabiendo que nuestro hijo o padre es cul­
pable de un sórdido crimen. Muchos estaríamos dispues­
tos a cometer perjurio a fin de proporcionarle una falsa
coartada. Con todo, si alguien inocente fuera condenado
por culpa de nuestro perjurio, entonces a la mayoría de
nosotros nos atormentaría un conflicto entre lealtad y
justicia.
Un conflicto de esta clase, sin embargo, sólo ocurri­
rá en la medida en que nos podamos identificar con
la persona inocente que acabamos de perjudicar. Si esta
persona resulta ser un vecino, el conflicto será probable­
mente intenso. Si es un extraño, especialmente si perte­
nece a una raza, clase o nación distinta de la nuestra,
posiblemente no lo sea tanto. Es preciso que haya una
cierta sensación de que él o ella es «uno de nosotros»
para que uno puedaf empezar a sentirse atormentado por
la duda de si ha hecho bien o mal al cometer perjurio.
Por consiguiente, es posible que en lugar de describimos
en una situación de tormento por culpa de un conflicto
entre lealtad y justicia, sea igual de apropiado describir­
nos como hallándonos en un conflicto entre lealtades:
entre, por un lado, la lealtad a la familia y, por otro, la
lealtad a un grupo más amplio que incluye a la víctima
del perjurio.
226 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

Si las cosas se ponen feas, sin embargo, nuestra leal­


tad a estos grupos mayores se debilitará e incluso puede
llegar a desaparecer. Entonces posiblemente excluyamos
a personas que anteriormente habíamos considerado uno
más de nosotros. Compartir la cena con gente pobre de la
calle es algo natural y correcto en tiempos normales; pero
quizá no lo sea en tiempos de hambre, cuando actuar así
equivale a ser desleal a tu propia familia. Cuanto más
feas están las cosas, más se estrechan los vínculos de leal­
tad con aquella gente cercana a nosotros, y más se aflojan
los que mantenemos con el resto.
Consideremos otro ejemplo de lealtades en expansión
y contracción: nuestra actitud hacia otras especies. Hoy
en día, la mayoría de nosotros estamos, como mínimo,
medio convencidos de que los vegetarianos tienen algo de
razón y que los animales tienen efectivamente algún tipo
de derechos. Imaginemos, sin embargo, que resulta que
las vacas o los canguros son portadores de una nueva
mutación de un virus invariablemente letal para los hom­
bres, pero inofensivo para esas especies. Sospecho que,
en esas circunstancias, todos estaríamos de acuerdo en
restar importancia a las acusaciones de «especiocismo»
(speciesism) y participaríamos en la necesaria masacre.
La idea de justicia entre especies se habría convertido de
repente en irrelevante, porque de no ser así las cosas se
habrían puesto realmente feas y porque es prioritaria la
lealtad a nuestra propia especie. En tales circunstancias,
la lealtad a un comunidad más amplia —la de todas las
criaturas vivientes del planeta— desaparecería rápida­
mente.
Como último ejemplo, consideremos la difícil situa­
ción creada como resultado de la exportación acelerada
de trabajo del Primer al Tercer Mundo. Es probable que,
en el futuro, la media de ingresos de la mayor parte de
familias norteamericanas y europeas siga una tendencia
descendente. En gran medida, este descenso es atribuible,
por ejemplo, al hecho de que los costes de contratar un
trabajador en Tailandia son una décima parte inferiores a
los costes de contratar otro en Ohio. Es común entre los
LA JUSTICIA COMO UNA LEALTAD MÁS AMPLIA 227
ricos pensar que, dentro del marco internacional, el traba­
jo en Estados Unidos y Europa está demasiado bien remu­
nerado. A veces, cuando alguien acusa a los hombres de
negocio americanos de ser desleales a Estados Unidos por
dejar sin trabajo a ciudades enteras de nuestro Rust Belt,
éstos responden que en su escala de valores la justicia está
por encima de la lealtad.1Arguyen que las necesidades de
la humanidad en general tienen precedencia moral res­
pecto a las de sus conciudadanos y que, por consiguiente,
están por encima de las lealtades nacionales. La justicia
les exige actuar como ciudadanos del mundo.
Consideren ahora la hipótesis verosímil de que las
instituciones democráticas sólo son viables con el sopor­
te de un bienestar económico alcanzable en el marco
regional, pero inalcanzable en el marco mundial. Si esta
hipótesis es correcta, entonces es muy probable que la
democracia y la libertad en el Primer Mundo no sobrevi­
van a una mundialización general del mercado de traba­
jo. Las democracias ricas se enfrentan, por consiguiente,
al dilema de perpetuar sus propias instituciones y tradi­
ciones democráticas o bien tratar de un modo justo al
Tercer Mundo. Para tratar con justicia al Tercer Mundo
sería preciso exportar capital y trabajo hasta que todo
quedase nivelado, hasta que un trabajador honrado que
trabajara en una galería minera o con un ordenador
ganase el mismo salario en Cincinatti o París que en una
pequeña ciudad de Bostwana. Ahora bien, si hacemos
esto, podría subrayar alguien persuasivamente, entonces
no habrá ya más dinero para financiar bibliotecas públi­
cas, o diarios, o redes de información competitivas, como
tampoco será posible una educación humanista al alcan­
ce de todos, o ninguna de las instituciones necesarias
para generar una opinión pública ilustrada y favorecer
1. Donald Fites, el director ejecutivo de la compañía de tractores Caterpi­
llar justificó el traslado de su compañía al extranjero diciendo: «como ser huma­
no, creo que lo que está pasando es positivo. No creo que sea muy realista que
250 americanos controlen la mayor parte del PIB mundial». Citado en Edward
Luttwack, The Endangered American Dream, Nueva York: Simón and Shuster,
1993, p. 184.
228 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

así la conservación de unos gobiernos más o menos


democráticos.
¿Qué deben hacer pues, según esta hipótesis, las
democracias ricas? ¿Ser leales a sí mismas y entre ellas
mismas? ¿Seguir manteniendo para un tercio de la huma­
nidad unas sociedades libres a costa de los dos tercios res­
tantes? ¿O bien deben sacrificar las ventajas de la libertad
política en pro de una justicia económica igualitaria?
Estas cuestiones son paralelas a los problemas que
deben afrontar los padres de una familia numerosa des­
pués de un holocausto nuclear. ¿Comparten la comida
que han acumulado en el sótano con los vecinos, aunque
entonces durará sólo un par de días? ¿O bien los mantie­
nen a raya con la escopeta en mano? Ambos dilemas
morales plantean el mismo problema: ¿qué deberíamos
hacer: estrechar el círculo en pro de la lealtad o ensan­
charlo en pro de la justicia?
* * *

La verdad es que no tengo la menor idea sobre cuál


es la respuesta correcta a estas cuestiones, ni tampoco sé
qué deberían hacer unos padres en una situación seme­
jante, o qué puede hacer el Primer Mundo. Si las he plan­
teado ha sido sólo para fijar mejor una cuestión más abs­
tracta y meramente filosófica: ¿qué es más adecuado,
describir esos dilemas morales en términos de conflictos
entre lealtad y justicia, o bien, como he sugerido ante­
riormente, hacerlo en términos de conflictos entre lealta­
des a unos grupos más pequeños y lealtades a unos gru­
pos más amplios?
Esto equivale a preguntar: ¿sería una buena idea
entender que «justicia» es el nombre que designa la leal­
tad a un determinado grupo muy amplio, a nuestro gru­
po actualmente más amplio, en vez de pensar que desig­
na algo distinto a la lealtad? ¿Sería posible reemplazar la
noción de «justicia» por aquella otra de «lealtad a un gru­
po», el grupo de conciudadanos, la especie humana, o el
grupo de todas las cosas vivientes? ¿Se perdería nada con
esta sustitución?
LA JUSTICIA COMO UNA LEALTAD MÁS AMPLIA 229
Probablemente, los filósofos morales que siguen sien­
do fieles a Kant pensarán que con ello se perdería mucho.
Es propio de los kantianos hacer hincapié en la idea de
que la justicia emana de la razón y que la lealtad lo hace
del sentimiento. Sólo la razón, dicen, puede imponer obli­
gaciones morales incondicionales y universales, y nuestra
obligación de ser justos es de esta clase. Pertenece a un
nivel distinto del de las relaciones afectivas que dan ori­
gen a la lealtad. El filósofo contemporáneo que más des­
taca por el modo kantiano de ver así las cosas es Jürgen
Habermas. Habermas no está nada dispuesto a difuminar
la línea de separación entre razón y sentimiento, o entre
validez universal y consenso histórico. No ocurre lo mis­
mo con aquellos filósofos contemporáneos que se alejan
de Kant, bien en la dirección de Hume (como Annette
Baier), en la dirección de Hegel (como Charles Taylor), o
en la dirección de Aristóteles (como Alasdair Maclntyre).
Michael Walzer se halla en el extremo opuesto a
Habermas. Desconfía de términos como «razón» u «obli­
gación moral universal». El núcleo de su nuevo libro
Moralidad en el ámbito local e internacional lo constituye
una propuesta de rechazo de una intuición central a
Kant: la intuición de que «los hombres y las mujeres, en
todas partes empiezan con alguna idea, o principio, o
conjunto de ideas y principios en común que luego ela­
boran de muy distintas formas». Walzer cree que debe­
ríamos invertir esta imagen de la moralidad como algo
que «empieza siendo tenue (thin)» y que «se va conden­
sando (thickening) con el tiempo». Dice lo siguiente:
La moralidad es densa (thick) desde el principio,
está culturalmente integrada y es completamente reso­
nante; sólo se revela en forma tenue (thinly) en casos
especiales, cuando el lenguaje moral se dirige a unos
propósitos especiales.2

2. Walzer, M., Thick and Thin: Moral Argument at Home and Abroad,
Notre Dame: Notre Dame University Press, 194, p. 4. (Moralidad en el ámbito
local e internacional, Madrid: Alianza, 1996.)
230 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

La inversión de Walzer sugiere, aunque no implica, la


visión neohumenana de la moralidad que Annette Baier
esboza en Moral Prejudices. Según Baier, originariamente,
la moralidad no es una obligación sino una relación de
confianza recíproca entre miembros de un grupo cerrado
como por ejemplo la familia o el clan. Comportarse
moralmente es actuar de forma natural en el trato con los
padres e hijos, o con los demás miembros del clan. Equi­
vale a respetar la confianza que han depositado en noso­
tros. La obligación, en tanto que opuesta a la confianza,
sólo sale a escena cuando la lealtad a un pequeño grupo
choca con la lealtad a un grupo más amplio.3
Si las familias se confederan en tribus, o las tribus en
naciones, entonces es posible que uno sienta la obliga­
ción de hacer lo que nunca haría de forma natural: dejar
a los padres en la estacada para ir a la guerra, o legislar
contra el propio pueblo haciendo uso de los poderes de
administrador federal o juez. Lo que Kant describiría
como un conflicto entre obligación moral y sentimiento,
o entre razón y sentimiento, es en realidad, según una
explicación no kantiana del asunto, un conflicto entre
dos conjuntos de lealtades distintas. La idea de que exis­
te una obligación moral universal de respetar la dignidad
humana es reemplazada por la idea de lealtad a un grupo
muy amplio: la especie humana. La idea de que esta obli­
gación se extiende más allá de la especie hasta compren­
der un grupo aún más grande se convierte en la idea de
lealtad a todos aquellos que, como uno mismo, son sus­
ceptibles de experimentar dolor —incluso las vacas y los
canguros—, o tal vez incluso a todos los seres vivos,
incluidos los árboles.
Podemos reformular esta concepción no kantiana de
la moralidad afirmando que la identidad moral está
determinada por el grupo o grupos con los que uno se
identifica, el grupo o grupos con respecto a los cuales
3. La concepción de Baier se parece bastante a la que Wilfrid Sellars y
Robert Brandom bosquejan en sus explicaciones, casi hegelianas, del progreso
moral como la expansión de aquel círculo de seres que se incluyen en el «noso­
tros».
LA JUSTICIA COMO UNA LEALTAD MÁS AMPLIA 231
uno es incapaz de ser desleal y quedarse tan tranquilo. De
acuerdo con esta concepción, los dilemas morales no son
el resultado de un conflicto entre razón y sentimiento,
sino el resultado de un conflicto entre yoes alternativos!
entre autodescripciones alternativas, entre modos alter­
nativos de dar sentido a la vida. Los no kantianos no
creen que tengamos un yo verdadero y central en virtud
de nuestra pertenencia a la especie humana, un yo que
responda a la llamada de la razón. En lugar de eso, pue­
den defender la idea de Daniel Dennett de que el yo es un
centro de gravedad narrativa. En las sociedades no tradi­
cionales, la mayoría de la gente dispone de algunas de
estas narrativas y, por consiguiente, posee más de una
identidad moral distinta. Esta pluralidad de identidades
da cuenta del número y variedad de dilemas morales,
filósofos morales y novelas psicológicas que aparecen en
esas sociedades.
El contraste que efectúa Walzer entre una moralidad
densa y una moralidad tenue es, entre otras cosas, un
contraste entre, por un lado, las historias detalladas y
concretas que podemos contar acerca de nosotros mis­
mos como miembros de un pequeño grupo; y, por el otro,
la historia relativamente abstracta e imprecisa que pode­
mos contar acerca de nosotros mismos como ciudadanos
del mundo. Conocemos mejor nuestra familia que el pue­
blo, el pueblo que la nación, la nación que la humanidad
en general, el ser humano que una simple criatura vivien­
te. Podemos determinar mejor qué diferencias entre los
individuos son moralmente relevantes al tratar con gente
que podemos describir detalladamente (thickly) que al
tratar con gente que tan sólo podemos describir ligera­
mente por encima (thinly). Por esta razón es preciso que
al crecer los grupos la ley reemplace la costumbre y los
principios abstractos reemplacen la phronesis. Por consi­
guiente, los kantianos se equivocan al concebir la phrone­
sis como algo que se condensa a partir de unos principios
abstractos. Platón y Kant se descarriaron al pasar de la
idea de que los principios abstractos están diseñados
para triunfar sobre las lealtades locales y limitadas a la
232 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

idea de que, de algún modo, los principios son anteriores


a las lealtades y lo tenue es, de algún modo, anterior a lo
denso.
Uno puede alinear la distinción denso-tenue de Wal­
zer con el contraste que Rawls establece entre un concep­
to compartido de justicia y diversas concepciones de la
justicia en conflicto. Rawls describe este contraste del
siguiente modo:
... el concepto de justicia, aplicado a una institución, sig­
nifica, pongamos por caso, que la institución no hace dis­
tinciones arbitrarias entre personas a la hora de asignar
los derechos y los deberes básicos, y que sus reglas esta­
blecen un balance adecuado entre exigencias competiti­
vas... Mientras que una concepción incluye, además de
eso, principios y criterios para decidir qué distinciones
son arbitrarias y cuándo el balance entre exigencias com­
petitivas resulta adecuado. La gente puede llegar a poner­
se de acuerdo sobre el significado de justicia y, sin
embargo, seguir discrepando al afirmar diferentes princi­
pios y criterios para decidir estos asuntos.4
Formulada en términos de Rawls, la idea de Walzer
es que en primer lugar están las concepciones densas,
«enteramente resonantes» de la justicia, junto con las dis­
tinciones relativas a qué gente es más importante y qué
gente lo es menos. El concepto tenue y su máxima «no
realices distinciones arbitrarias entre sujetos morales» se
manifiesta de forma clara sólo en casos especiales. En
tales casos, es frecuente que el concepto tenue se vuelva
contra cualquiera de las concepciones densas de las que
ha surgido y que lo haga en forma de preguntas críticas
sobre la posible arbitrariedad de pensar que un grupo
determinado de gente es más importante que otro.
Pero ni Rawls ni Walzer creen que el despliegue del
concepto tenue de justicia pueda, por sí solo, resolver
ninguna de estas cuestiones críticas mediante un criterio
4. Rawls, John, Political Liberalism, Nueva York: Columbia University
Press, 1993, p. 14w. (El liberalismo político , Barcelona: Crítica, 1996.)
LA JUSTICIA COMO UNA LEALTAD MÁS AMPLIA 233
de arbitrariedad. No creen que sea posible realizar lo que
Kant esperaba: solucionar los problemas morales a partir
del análisis de conceptos morales. Dicho en la terminolo­
gía que propongo: no podemos resolver los conflictos
entre lealtades volviéndoles la cara y yendo derechos
hacia algo categóricamente distinto de la lealtad, a saber,
la obligación universal de actuar justamente. En conse­
cuencia, debemos abandonar la idea kantiana según la
cual la ley moral es pura en sus orígenes, pero siempre
corre el peligro de quedar contaminada por aquellos sen­
timientos irracionales que introducen discriminaciones
arbitrarias entre las personas. Debemos sustituirla por la
idea hegeliano-marxista de que, a lo sumo, esta supuesta
ley moral es una cómoda abreviación de una red concre­
ta de prácticas sociales. Ello supone contrariar a Haber-
mas cuando éste asegura que su «ética discursiva» expre­
sa de modo manifiesto una presuposición trascendental
del uso del lenguaje, y aceptar la crítica de que simple­
mente expresa las costumbres de las sociedades liberales
contemporáneas.5
•k -k -k

Ahora querría plantear la cuestión relativa a cómo


describir los distintos dilemas morales con los que he
empezado esta lección: si hacerlo como conflictos entre
lealtad y justicia, o bien, más concretamente, como con­
flictos entre lealtades a grupos particulares. Piensen en
las exigencias de reforma que formulan las sociedades
liberales occidentales al resto del mundo: ¿son hechas en
nombre de algo no meramente occidental —algo como la
moralidad, la humanidad o la racionalidad—, o bien no
son sino expresiones de lealtad a unas concepciones loca­
les y occidentales de la justicia?
5. Este tipo de debate recorre gran parte de la filosofía contemporánea.
Comparen, por ejemplo, el contraste de Walzer entre empezar siendo tenue y
empezar siendo denso con el contraste entre la noción platónico-chomskyana
de empezar con significados y luego descender al uso y la noción wittgenstei-
niano-davidsoniana de empezar primero con el uso y luego obtener el significa­
do para fines filosóficos o lexicográficos.
234 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

Habermas diría que lo primero. Yo, por el contrario,


diría que más bien se trata de lo segundo, pero que no
por ello son peores o mejores. En lugar de decirse que el
Occidente liberal es la parte del mundo mejor informada
acerca de la racionalidad y la justicia, lo que se debería
afirmar es que cuando Occidente formula exigencias de
este tipo a las sociedades no liberales lo que está hacien­
do es simplemente ser fiel a sí mismo.
En un trabajo reciente titulado «The Law of Peoples»
(«El derecho de gentes») Rawls trata la cuestión de si la
concepción de la justicia que ha desarrollado en sus
libros vale sólo para el Occidente liberal o si, por el con­
trario, es válida universalmente. A él le gustaría poder
decir que es válida universalmente. De hecho, afirma que
es importante evitar el «historicismo», que cree poder lle­
gar a evitar si logra demostrar que es posible extender la
concepción de la justicia que mejor conviene a una socie­
dad liberal hasta comprender otros tipos de sociedades
mediante la formulación de lo que él llama «el derecho
de gentes».6 En este trabajo, Rawls bosqueja una exten­
sión del procedimiento constructivista que propuso en
Una teoría de la justicia; una extensión que gracias a su
persistencia en la distinción entre lo justo y lo bueno, nos
permite abarcar bajo una misma ley a las sociedades libe­
rales y a las sociedades no liberales.
Ahora bien, de acuerdo con el desarrollo que efectúa
Rawls de su propuesta constructivista resulta que esta ley
se aplica solamente a gente razonable, en un sentido muy
específico del término «razonable». Entre las condiciones
que las sociedades no liberales deben cumplir para poder
6. Rawls, J., «The Law of Peoples», en On Human Rights: The Oxford
Amnesty Lectures, 1993, ed.Stephen Shute y Susan Hurley, Nueva York: Basic
Books, 1993, p. 44. (De los derechos humanos: las Conferencias Oxford Amnesty de
1993 , Madrid: Trotta, 1998.) La verdad es que no llego a ver por qué Rawls consi­
dera que el historicismo es indeseable. Hay pasajes de su obra, tanto al principio
como ahora, en los que parece que vaya a unir su suerte a la de los historicistas.
(Véase el pasaje citado en la nota 11 proveniente de su artículo «Reply to Haber-
mas»). Hace unos años, en «The Priority of Democracy to Philosophy» —reimpre­
so en Objectivity, Relativism and Truth, Cambridge, 1991— defendí la posibilidad de
una interpretación historicista de la metafilosofía de A Theory of Justice de Rawls.
LA JUSTICIA COMO UNA LEALTAD MÁS AMPLIA 235
«ser aceptadas por parte de las sociedades liberales como
miembros reconocidos de una sociedad de gentes»7 está
la siguiente: «su sistema de leyes debe estar dirigido por
una concepción de la justicia del bien común [...] que
considere imparcialmente lo que entiende no irrazona­
blemente como los intereses fundamentales de todos los
miembros de la sociedad».8
Rawls considera que el cumplimiento de esta condi­
ción excluye la posibilidad de violación de los derechos
humanos elementales.9 Estos derechos incluyen «al menos
ciertos derechos mínimos a los medios de subsistencia y
seguridad (el derecho a la vida), a la libertad (abolición
del esclavismo, la servitud, las ocupaciones por la fuerza),
a la propiedad (personal), además del derecho a la igual­
dad formal tal como está expresada en las reglas de la jus­
ticia natural (como, por ejemplo, que los casos similares
deben ser tratados de modo similar)».10 Cuando se le pide
a Rawls que aclare qué quiere decir con la afirmación de
que las sociedades no liberales admisibles no deben tener
doctrinas filosóficas o religiosas irrazonables, éste glosa el
término «irrazonable» diciendo que estas sociedades
«deben admitir un cierto grado de libertad de conciencia
y pensamiento, aunque estas libertades no valgan, en
general, lo mismo para todos los miembros de la socie­
dad». En suma, la noción de Rawls sobre qué es razona­
ble limita la pertenencia a la sociedad de gentes a aquellas
sociedades cuyas instituciones abarcan la mayor parte de
lo que Occidente ha logrado con tanto esfuerzo en los dos
últimos siglos desde la Ilustración.
Desde mi punto de vista, Rawls no puede rechazar el
historicismo e invocar al mismo tiempo esta noción de
razonabilidad. Pues el efecto resultante de tal invocación
es la incorporación en la concepción de la justicia implí­
cita en el derecho de gentes de la mayor parte de las últi­
mas determinaciones de Occidente sobre qué distincio­
7. Ibíd., p. 81.
8. Ibíd., p. 61.
9. Ibíd., p. 63.
10. Ibíd., p. 62.
236 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

nes entre personas son arbitrarias. Las diferencias entre


las distintas concepciones de la justicia, recuerden, son
diferencias respecto a qué características de la gente son
consideradas relevantes en la evaluación de sus exigen­
cias en competencia. Es evidente que frases como «los
casos similares deben ser tratados de modo similar» son
lo suficientemente imprecisas como para hacer posible la
aparición de argumentos a favor de ¿¿/¿similar el trato
entre creyentes e infieles, hombres y mujeres, blancos y
negros, o gays y heterosexuales. El margen que ofrecen es
lo bastante grande como para que uno pueda defender
que una discriminación de este tipo, realizada en base a
estas diferencias, no es arbitraria. En el caso de que fué­
ramos a excluir de la sociedad de gentes a aquellas socie­
dades que impiden que los homosexuales infieles ocupen
ciertos cargos, estas sociedades podrían replicar, con bas­
tante razón, de que al excluirlas no apelamos a algo uni­
versal, sino a toda una serie de desarrollos muy recientes
de Europa y América.
Estoy de acuerdo con Habermas cuando dice:
Lo que, en realidad, Rawls prejuzga con el concepto
de «consenso entrecruzado» (overlapping consensus) es la
distinción entre la forma de conciencia moderna y la for­
ma de conciencia premodema, la distinción entre inter­
pretaciones «razonables» e interpretaciones «dogmáti­
cas» del mundo.
Discrepo, sin embargo, de Habermas, como creo que
también haría Walzer, cuando añade que Rawls
sólo puede defender la primacía de lo justo sobre lo bue­
no con la noción de un consenso entrecruzado si es ver­
dad que las concepciones del mundo posmetafísicas que
se han vuelto reflexivas bajo las condiciones modernas
son epistémicamente superiores a las concepciones del
mundo fundamentalistas establecidas dogmáticamente;
efectivamente, sólo puede defenderla si es posible trazar
con total claridad una distinción de este tipo.
LA JUSTICIA COMO UNA LEALTAD MÁS AMPLIA 237
Lo que quiere decir Habermas es que, para demostrar
la superioridad del Occidente liberal, Rawls precisa de un
argumento que parta de premisas válidas transcultural-
mente. Sin un argumento de este tipo, señala, «es inad­
misible la descalificación de doctrinas "irrazonables” que
no puedan armonizar con el concepto “político” de la jus­
ticia propuesto».11
Estos pasajes dejan bien claro por qué Habermas y
Walzer se hallan en dos extremos opuestos. Walzer da por
sentado que no puede haber demostración alguna de la
superioridad epistémica de la idea occidental de razona-
bilidad que no incurra en petición de principio. No existe
ningún tribunal de la razón transcultural ante el cual
pueda resolverse esta cuestión de la superioridad. Walzer
presupone lo que Habermas llama «un contextualismo
fuerte según el cual no existe ninguna “racionalidad”». De
acuerdo con esta concepción, añade Habermas, «las
“racionalidades” individuales están correlacionadas con
distintas culturas, concepciones del mundo, tradiciones o
formas de vida. Se concibe a cada una de ellas como
internamente entretejida con una concepción particular
del mundo».12
En mi opinión, la aproximación constructivista al
derecho de gentes podría funcionar si Rawls adoptase lo
que Habermas llama «un contextualismo fuerte». Esto
11. Todas las citas de este párrafo proceden del libro de Habermas Justi­
ficadori and Application: Remarles on Discourse Ethics, Cambridge, Mass.: MIT
Press, 193, p. 95. En este libro Habermas comenta el uso que realiza Rawls de
«razonable» en escritos anteriores a «The Law of Peoples», que apareció con
posteridad al libro de Habermas.
Cuando escribí la presente lección todavía no se había producido el inter­
cambio de opiniones entre Rawls y Habermas publicado en The Journal of Phi­
losophy (vol. 92, núm. 3, marzo 1995). Este intercambio apenas trata la cuestión
del historicismo vs. universalismo. Uno de los pocos lugares en que aparece es
en la p. 179 de la «Reply to Habermas» de Rawls: «La justicia como equidad es
sustantiva... en el sentido de que nace de y pertenece a la tradición del pensa­
miento liberal y a la mayor comunidad de la cultura política de las sociedades
democráticas. Así pues, no llega a ser propiamente formal o verdaderamente
universal y, por lo tanto, tampoco forma parte de las presuposiciones casi tras­
cendentales (como dice a veces Habermas) que establece la teoría de la acción
comunicativa».
12. Ibíd.
238 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

querría decir dejar de intentar rehuir el historicismo y


dejar de intentar proporcionar un argumento universalis­
ta para las concepciones occidentales más recientes sobre
qué diferencias entre personas son arbitrarias. Para mí, el
valor del libro de Walzer Moralidad el ámbito local e inter­
nacional reside precisamente en el hecho de que es explí­
cito a la hora de dejar claro la necesidad de ello. La debi­
lidad de la explicación de Rawls sobre lo que está hacien­
do proviene, en cambio, de una ambigüedad entre dos
sentidos de universalismo. Cuando Rawls sostiene que
«una doctrina constructivista liberal es universal en su
alcance una vez queda ampliada con... un derecho de
gentes»,13 no está afirmando que sea universal con res­
pecto a su validez. La noción de alcance universal se ajus­
ta bien al constructivismo, pero no ocurre lo mismo con
la noción de validez universal. Y esta última noción es la
que justamente necesita Habermas. Por eso cree que
necesitamos armamento filosófico realmente pesado,
fabricado de acuerdo con el modelo kantiano; por eso
insiste en la idea de que sólo las presuposiciones trascen­
dentales de cualquier práctica comunicativa posible pue­
den realizar la tarea.14 En mi opinión, si Rawls quisiera
ser fiel a su propio constructivismo debería estar de
acuerdo con Walzer en que no es preciso realizar esta
tarea.
Rawls y Habermas, a diferencia de Walzer, invocan a
menudo la noción de «razón». En el caso de Habermas,
esta noción se halla siempre vinculada a la noción de
validez libre de contexto. Con Rawls las cosas son más
complicadas. Rawls distingue lo razonable de lo racional
y utiliza este segundo concepto para designar el tipo de
racionalidad de medios-fines que uno emplea en ingenie­
ría o a la hora de elaborar un modus vivendi hobbesiano.
13. «The Law of Peoples», p. 46.
14. Desde mi punto de vista, la noción de validez universal es tan innece­
saria en epistemología como en filosofía moral. Defiendo esta tesis en «Sind
Aussagen Universelle Geltungsansprüche?», Deutsche Zeitschrift für Philosophie,
Band 42, 6/1994, pp. 975-988. Habermas y Apel opinan que mi concepción es
paradójica y que, probablemente, generará autocontradicciones performativas.
LA JUSTICIA COMO UNA LEALTAD MÁS AMPLIA 239
Pero Rawls suele invocar todavía una tercera noción, la
de «razón práctica», como cuando dice que la autori­
dad de las doctrinas liberales constructivistas «reside en
los principios y concepciones de la razón práctica».15 De
ahí que alguien pueda pensar que si Rawls emplea este
término kantiano es porque está de acuerdo con Kant y
Habermas en que existe una facultad humana universal­
mente distribuida llamada razón práctica (que existe con
anterioridad y funciona con independencia de la historia
reciente de Occidente); una facultad que nos informa de
qué distinciones entre personas son arbitrarias y cuáles
no. Esta facultad desempeñaría la tarea, necesaria según
Habermas, de detectar la validez moral transcultural.
No creo, sin embargo, que Rawls pretenda nada de
esto. De hecho, él mismo matiza que su constructivismo
difiere de todas aquellas concepciones filosóficas que
apelan a una fuente de autoridad y en las que «la univer­
salidad de la doctrina es consecuencia directa de su fuen­
te de autoridad». Y como ejemplos de fuentes de autori­
dad menciona «la razón (humana), o un reino indepen­
diente de valores morales, o alguna otra supuesta base de
validez universal».16 Por consiguiente, me parece que
debemos interpretar la frase «los principios y las concep­
ciones de la razón práctica» como haciendo referencia a
cualesquiera principios y concepciones a los que de hecho
se llega en el curso de creación de una comunidad.
Rawls subraya que crear una comunidad no es lo
mismo que elaborar un modus vivendi, tarea que no
requiere una razón práctica sino solamente una raciona­
lidad de medios-fines. Un principio o una concepción
pertenece a la razón práctica, en el sentido de Rawls, si
apareció en el curso del proceso en el que la gente empe­
zó siendo densa y luego se volvió tenue, desarrollando así
un consenso entrecruzado y dando lugar al estableci­
miento de una comunidad moral más inclusiva. No per­
tenecería a ella, en cambio, si su aparición hubiera acae­
15. «The Law of Peoples», p. 46.
16. Ambas citas se hallan en ibíd., p. 45.
240 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

cido bajo la amenaza de la fuerza. Para Rawls, por decir­


lo así, la razón práctica es más una cuestión de procedi­
miento que de sustancia; es más una cuestión de cómo
acordamos qué hacer que de qué acordamos hacer.
Esta definición de razón práctica sugiere que tal vez
las diferencias entre las posturas de Rawls y Habermas
sean sólo de carácter verbal, pues el intento mismo de
Habermas de reemplazar una «razón centrada en el suje­
to» por una «razón comunicativa» representa un paso
adelante en la dirección de la sustitución del «qué» por el
«cómo». El primer tipo de razón es una fuente de verdad,
de una verdad en cierta forma coherente con la mente
humana. El segundo tipo de razón no es fuente de nada,
sino simplemente la actividad de justificar afirmaciones
ofreciendo argumentos en lugar de amenazas. Habermas,
como Rawls, en vez de concentrarse como hicieron Pla­
tón y Kant en la diferencia entre las dos partes de la per­
sona humana —la parte buena, racional y la sospechosa
parte sensual o parte de las pasiones— se concentra en la
diferencia entre persuasión y fuerza. Ambos querrían res­
tar importancia a la noción de autoridad de la razón —la
idea de que la razón es una facultad que promulga decre­
tos— y sustituirla por la de racionalidad, entendida como
aquello que está presente siempre que la gente se comu­
nica, siempre que, en lugar de expresar amenazas, trata
de justificar sus afirmaciones ante los demás.
Los puntos en común entre Rawls y Habermas pare­
cen ser todavía mayores a la luz de la aprobación que
hace Rawls de la respuesta que ofrece Thomas Scanlon a
la «pregunta fundamental de por qué debe uno interesar­
se en absoluto por la moralidad»: «tenemos un deseo bási­
co de ser capaces de justificar nuestras acciones ante los
demás con base a razones que ellos no podrían razonable­
mente rechazar; razonablemente, eso es, dado el deseo de
hallar unos principios que otros, con una motivación
parecida a la nuestra, no podrían razonablemente recha­
17. Aquí cito del resumen que realiza Rawls de la concepción de Scanlon
en Political Liberalism, p. 49n.
LA JUSTICIA COMO UNA LEALTAD MÁS AMPLIA 241
zar».17 Ello sugiere que tal vez ambos filósofos estarían
de acuerdo con la siguiente afirmación: la única noción de
racionalidad que necesitamos, al menos en filosofía moral
y social, es la propia de una situación en la que la gente,
en lugar de decir «tus propios intereses actuales te obligan
a estar de acuerdo con nuestra propuesta», diría más bien
algo como «tus propias creencias fundamentales, las que
son centrales a tu propia identidad moral, sugieren que de­
berías estar de acuerdo con nuestra propuesta».
Esta noción de racionalidad es susceptible de ser
también parafraseada en la terminología de Walzer: exis­
te racionalidad allí donde la gente entrevé la posibilidad
de pasar de distintas densidades a un mismo grado de
tenuidad. Apelar a los intereses antes que a las creencias
es instar a un modus vivendi. Un buen ejemplo de ello es
el discurso de los embajadores atenienses ante los ciuda­
danos de Melos caídos en desgracia tal como lo reporta
Tucídides. Apelar a nuestras creencias permanentes ade­
más de a nuestros intereses actuales es sugerir que lo que
configura nuestra presente identidad moral —nuestro
denso y resonante complejo de creencias— puede hacer
posible el desarrollo de una nueva y suplementaria iden­
tidad moral.18 Es sugerir que aquello que hace que sea­
mos fieles a un grupo pequeño puede motivamos a coo­
perar en la construcción de un grupo más grande, un gru­
po con respecto al cual, con el tiempo, podemos llegar a
ser tan o incluso más leales que con el primero. De acuer­
do con esto, la diferencia que existe entre la presencia y
la ausencia de racionalidad es la misma que existe entre
una amenaza y una oferta, la oferta de una nueva identi­
dad moral y, por consiguiente, de una nueva y más
amplia lealtad, la lealtad a un grupo constituido por un
acuerdo no coercitivo entre grupos más pequeños.
A continuación, con la esperanza de minimizar aun
más el contraste entre Habermas y Rawls y acercar
18. Walzer piensa que es una buena idea que la gente tenga muchas iden­
tidades morales distintas: «unos yoes divididos y densos son los productos carac­
terísticos y a la vez precisan de una sociedad pluralista, diferenciada y densa»,
Walzer, op. cit., p. 101.
242 EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN

ambos a Walzer, querría sugerir un modo de concebir la


racionalidad que puede ayudar a resolver el problema
que antes planteé: el problema de saber si la justicia y la
lealtad son dos clases- de cosas distintas o si, por el con­
trario, las exigencias de la justicia son simplemente las
exigencias correspondientes a una lealtad más amplia.
Dije que este problema parecía reducirse a la cuestión de
saber si la justicia y la lealtad tienen o no fuentes distin­
tas: la razón y el sentimiento, respectivamente. Si esta
segunda distinción desaparece entonces la primera no
parecerá especialmente útil. Si con racionalidad quere­
mos significar simplemente la clase de actividad que Wal­
zer concibe como un proceso de atenuación —el tipo de
proceso que, con suerte, consigue formular y poner en
marcha un consenso entrecruzado—, entonces la idea
según la cual la justicia tiene una fuente distinta a la de
la lealtad dejará de parecer plausible.19
Ello es así porque, de acuerdo con esta explicación
de racionalidad, ser racional y adquirir una lealtad más
amplia no son más que dos descripciones de una misma
actividad. Porque cualquier acuerdo no coercitivo entre
individuos y grupos sobre qué hacer crea una forma de
comunidad y, con suerte, además constituye el primer
estadio en la expansión de los círculos de aquellos que
cada parte del acuerdo consideraba anteriormente como
«gente como nosotros». Así pues, empieza a disolverse
la oposición entre argumento racional y sentimiento de
simpatía (fellow-feeling). Porque el sentimiento de sim­
patía puede aparecer, y a menudo aparece, al percatar­
nos de que aquella gente contra la cual creíamos que
debíamos combatir o emplear la fuerza es, en realidad,
«razonable» en el sentido de Rawls. Resulta que es lo
bastante parecida a nosotros como para ver la impor­
tancia de actuar según el acuerdo alcanzado y transigir
19. Nótese que en el sentido semitécnico de Rawls, un consenso entre­
cruzado no es el resultado de descubrir que las distintas concepciones compre­
hensivas tienen en común unas determinadas doctrinas, sino que es algo que
bien podía no haber ocurrido si los partidarios de esas concepciones no hubie­
sen empezado a tratar de cooperar.
LA JU S T IC IA COM O UNA LEA LT A D MÁS A M PLIA 243
en las diferencias para así poder vivir en paz. Uno pue­
de, al menos hasta cierto punto, confiar en esa gente.
Desde este punto de vista, la distinción de Habermas
entre un uso estratégico y un uso genuinamente comunica­
tivo del lenguaje empieza a tomar la apariencia de una dife­
rencia entre distintas posiciones en un espectro, un espec­
tro de grados de confianza. La propuesta que hace Baier de
considerar como concepto fundamental de la moral la con­
fianza en vez de la obligación tendría como efecto el hacer
más borrosa la línea de separación entre los conceptos de
manipulación retórica y validez genuina, el tipo de validez
que busca argumento; una línea que, a mi parecer, Haber-
mas ha trazado con demasiada nitidez. Si dejásemos de
concebir la razón como una fuente de autoridad y la con-
cebiéramos, simplemente, como el proceso de llegar a un
acuerdo mediante la persuasión, entonces empezaría a des­
vanecerse el criterio platónico y la dicotomía kantiana
entre razón y sentimiento. Se podría reemplazar tal dico­
tomía por un continuo de grados de entrecruzamiento de
creencias y deseos.20 Cuando la gente, cuyas creencias y
deseos no se entrecruzan lo suficiente, no se pone de acuer­
do sobre algo, tiende a pensar que los otros están locos o,
dicho más cortésmente, son irracionales. Por otro lado,
cuando existe un notable entrecruzamiento, entonces es
posible ponerse de acuerdo sobre la disensión y considerar
que la otra gente pertenece a la clase de personas con quien
uno podría vivir y, con el tiempo, la clase de personas con
quien uno podría hacer amistad, casarse, etc.21
20. A mi parecer, Davidson ha demostrado que cualquier pareja de seres
que emplee un lenguaje para comunicarse comparte una cantidad enorme de
creencias y deseos. De este modo, ha demostrado la inconsistencia de creer que
la gente puede vivir en mundos separados creados por las diferencias de cultura,
estatus o fortuna. Siempre hay un entrecruzamiento inmenso, una inmensa
reserva de creencias y deseos comunes a los que uno puede recurrir en caso de
necesidad. El problema, claro está, es que ello no impide que puedan darse acu­
saciones de locura o maldad diabólica. De hecho, unas cuantas pocas desave­
nencias con respecto a determinados temas particularmente delicados (la fron­
tera entre dos territorios, el nombre del Dios Único y Verdadero) pueden dar ori­
gen a esas acusaciones y, con el tiempo, incluso a la violencia.
21. Estoy en deuda con Maiy Rorty por esta línea de argumentación
sobre cómo reconciliar Habermas y Baier.
244 E L PRAGM A TISM O , UNA V E R S IÓ N

Recomendar a la gente que sea racional es, según la


perspectiva que ofrezco, sugerir simplemente que, en
algún lugar entre las creencias y los deseos que se com­
parten quizá hayan recursos suficientes para lograr un
acuerdo sobre cómo coexistir sin violencia. Sacar la con­
clusión de que alguien es irremisiblemente irracional no
es lo mismo que percatarse de que no está empleando
debidamente las facultades que Dios le otorgó. Equivale,
más bien, a percatarse de que no parece compartir con
nosotros una cantidad suficiente de creencias y deseos
como para que pueda darse una conversación provechosa
sobre el asunto que se debate. Llegamos, por consiguien­
te, aunque de mala gana, a la conclusión de que debemos
dejar de intentar lograr que este individuo amplíe su
identidad moral y conformamos con elaborar un modus
vivendi que incluya tal vez la amenaza o incluso el uso de
la fuerza.
Quien dijera que el hecho de ser racional garantiza
una resolución pacífica de los conflictos, que si un grupo
de personas está dispuesto a razonar conjuntamente el
tiempo suficiente «la fuerza del mejor argumento», como
lo llama Habermas, hará que se pongan de acuerdo,22
estaría recurriendo a una noción de racionalidad más
fuerte y más kantiana. A mi modo de ver las cosas, esta
noción más fuerte es bastante inútil. No veo qué sentido
tiene decir que, en el caso de un holocausto nuclear, es
más racional preferir a los vecinos que a la familia, o que
es más racional tomar la decisión de equiparar los sala­
rios de todo el mundo que decidir preservar las institu­
ciones de las sociedades occidentales liberales. Cuando
empleamos la palabra «racional» para elogiar la resolu­
ción que hemos tomado en la resolución de estos dile­
mas; o cuando empleamos la expresión «someterse a la
fuerza del mejor argumento» para caracterizar el proce­
dimiento que hemos utilizado a la hora de tomar una

22. Esta noción del «mejor argumento» ocupa un lugar central en la


compresión de Habermas y Apel de la racionalidad. Realizo una crítica de esa
noción en el artículo que cité antes en la nota 14.
L A JU S T IC IA CO M O UNA L E A LT A D M ÁS A M PLIA 245
decisión, lo que en realidad estamos haciendo es simple­
mente echamos un vano cumplido.
Más aún, la idea de «mejor argumento» sólo tiene sen­
tido si podemos identificar una relación de relevancia
transcultural y natural que conecte las proposiciones
entre sí formando algo parecido al «orden natural de razo­
nes» cartesiano. Sin este orden natural, los argumentos
sólo pueden ser evaluados en función de su eficacia a la
hora de producir acuerdos entre personas particulares o
grupos. Pero esta noción de relevancia natural e intrínse­
ca —relevancia no dictada por las necesidades de ninguna
comunidad dada, sino por la razón humana como tal— no
parece ser más útil o verosímil que la noción de un Dios a
cuya voluntad uno puede recurrir a fin de resolver los
conflictos entre las comunidades. No deja de ser, creo,
más que una versión secularizada de esta última no­
ción más primitiva.
En el pasado, las sociedades no occidentales mos­
traron, con razón, escepticismo ante los conquistadores
occidentales y sus explicaciones de que les invadían en
obediencia de unos mandatos divinos. Más reciente­
mente, han vuelto a dar muestras de escepticismo ante
las sugerencias occidentales de que para ser más racio­
nales deberían adoptar los modos occidentales. (Ian
Hacking ha abreviado esta sugerencia con la expresión
«Mi racional, tú Jane».23) De acuerdo con la concepción
de racionalidad que recomiendo, ambas formas de
escepticismo están igualmente justificadas. Pero con
ello no niego que esas sociedades deberían adoptar los
modos occidentales y renunciar, por ejemplo, a la escla­
vitud, practicar la tolerancia religiosa, permitir el acce­
so a la educación a las mujeres, aceptar matrimonios
mixtos, tolerar la homosexualidad y la objeción de con­
ciencia, etc. Como occidental leal que soy pienso que
deberían hacer, efectivamente, todo esto. En realidad,

23. Traducimos así la fórmula «Me rational, you Jane» que, claro está,
reproduce la peculiar forma de expresarse del popular héroe cinematográfico,
Tarzán. (N. del T.)
246 E L PR AGM A TISM O , UNA V E R S IÓ N

estoy de acuerdo con lo que Rawls considera razonable


y con el tipo de sociedad que, en su opinión, deberíamos
aceptar en cuanto miembros de una comunidad moral
mundial.
No obstante, creo que la retórica que los occidentales
empleamos al tratar de hacer que todo el mundo se
parezca más a nosotros mejoraría sustancialmente si fué­
ramos más francamente etnocéntricos y menos declara­
damente universalistas. Lo mejor sería decir lo siguiente:
he aquí el aspecto que tenemos en Occidente tras aban­
donar el esclavismo, tras empezar a educar a las mujeres
y separar la Iglesia del Estado, etc. Esto es lo que ocurrió
tras empezar a tratar determinadas distinciones entre las
personas como arbitrarias en lugar de hacerlo como dis­
tinciones cargadas de significación moral. Si hicierais lo
mismo, los resultados quizá también os satisfarían. Decir
eso parece preferible a decir algo como: mira cuánto
hemos mejorado al conocer qué diferencias entre perso­
nas son arbitrarias y cuáles no; mira cuánto más raciona­
les somos ahora.
Si los occidentales pudiésemos libramos de la idea de
que nuestra pertinencia a la especie crea en nosotros toda
una serie de obligaciones morales universales y reempla­
zarla por la idea de edificar una comunidad de confianza
entre nosotros y los demás, entonces posiblemente nos
sería más fácil convencer a los no occidentales de las ven­
tajas de unirse a nuestra comunidad. Tal vez luego esta­
ríamos mejor preparados para construir la clase de
comunidad moral mundial que Rawls describe en «The
Law of Peoples». Al igual que en anteriores ocasiones, al
hacer esta sugerencia lo que estoy haciendo es insistir
encarecidamente en la necesidad de separar el liberalis­
mo ilustrado del racionalismo ilustrado.
En mi opinión, renunciar al racionalismo residual
que hemos heredado de la Ilustración es recomendable
por muchas razones. Algunas de ellas son teóricas y tan
sólo interesan a los profesores de filosofía, como por
ejemplo la incompatibilidad manifiesta de la teoría de la
verdad como correspondencia con una explicación natu­
LA JU S T IC IA COM O UN A L E A LT A D M ÁS A M PLIA 247
ralista del origen de la mente humana.24 Otras son de
carácter práctico. Entre estas razones prácticas está que
librarse de semejante retórica racionalista nos permitiría,
a nosotros los occidentales, acercamos a los no occiden­
tales no como quien pretende estar haciendo un mejor
uso de una capacidad humana universal, sino como
alguien que tiene una instructiva historia por contar.

24. Como reivindicación de la tesis de que esta teoría de la verdad es


esencial para la «Tradición Racionalista Occidental», véase John Searle, «Ratio-
nality and Realism: What Difference Does It Make?», Daedelus, v. 122, n.° 4 (oto­
ño, 1992), pp. 55-84. Véase también la réplica que hago a Searle en «Does Aca-
demic Freedom Have Philosophical Presuppositions?», Academe, vol. 80, n.° 6
(noviembre-diciembre, 1994), pp. 52-63. En este artículo sostengo que lo mejor
que podríamos hacer es desechar la noción de «comprender algo correctamen­
te» y que escritores como Dewey o Davidson nos han enseñado cómo preservar
los beneficios del racionalismo occidental evitando los problemas que ha origi­
nado el intento de explicar esa noción.
N o vena lección

¿QUEDA NADA VALIOSO POR SALVAR


EN EL EMPIRISMO?

Los trabajos de Sellars, Quine, Putnam y Davidson


siguen la tradición pragmatista americana fundada por
Peirce, James y Dewey. En estas dos últimas lecciones
me gustaría concentrarme en Sellars y Davidson y rela­
cionar su obra con el trabajo de dos filósofos a los que
han influido en gran medida: Robert Brandom y John
McDowell.
Los libros Making it Explicit, de Robert Brandom, y
Mind and World, de John McDowell fueron ambos publi­
cados en 1994. Son unos libros innovadores y están sien­
do objeto de amplia discusión entre los filósofos anglófo-
nos. Este éxito se debe, en parte, al hecho de que ambos
libros ayudan a sacar a la luz qué coincidencias existen
en Sellars y Davidson, dos grandes críticos del empirismo
que jamás discutieron entre sí.
Sin embargo, a pesar de la deuda con Sellars y David­
son, estos dos libros son muy distintos. Brandom nos
ayuda a contar una historia sobre el conocimiento de los
objetos que apenas hace ninguna referencia a la expe­
riencia. Más que criticar el empirismo lo que hace es dar
por supuesto que Sellars se libró ya de él. El término
«experiencia» no aparece en el índice admirablemente
completo del libro de 700 páginas de Brandom; porque
ese término no forma parte de su vocabulario. El libro de
McDowell, por el contrario, trata de defender el empiris­
mo contra Sellars y Davidson, aceptando la mayor parte
250 E L PRAGM A TISM O , UNA V E R S IÓ N

de sus premisas pero disintiendo sobre algunas de sus


conclusiones. Es posible leer a Brandom como si estuvie­
ra realizando «el giro lingüístico» mediante una reformu­
lación del pragmatismo en unos términos tales que con­
vierten en obsoleto lo que James y Dewey dijeron sobre la
experiencia. Es posible leer a McDowell como si estuvie­
ra defendiendo la tesis de que no deberíamos permitir
que los pragmatistas destierren el término «experiencia»
del ámbito de la filosofía, pues el precio a pagar por esta
desaparición es mucho más alto de lo que Sellars, David­
son y Brandom se figuran.
La posibilidad de semejante desaparición plantea la
cuestión sobre el lugar que ocupa el empirismo británico
en la historia de la filosofía. Por lo general, se ha conside­
rado que los pragmatistas americanos pertenecen a la
misma tradición empírica que el llamado «empirismo
lógico» de Russell, Camap y Ayer. Para muchos historia­
dores de la filosofía, la versión pragmatista del empirismo
difiere de otras versiones empiristas solamente en que no
es tan atomista en su descripción de lo dado perceptual-
mente. Sellars y Davidson, en cambio, consideran que
defender a fondo los impulsos antidualistas y panrelacio­
nistas que dieron lugar a las críticas de James y Dewey
contra el atomismo psicológico de Hume y Mili conduce a
una concepción mucho más radical, una concepción que
ya no es en absoluto otra versión más del empirismo.
Revisado a la luz del trabajo de estos dos hombres,
ahora es posible contemplar el empirismo británico
como una desafortunada distracción, un movimiento
poco importante y estrecho de miras cuyo único impacto
en la filosofía contemporánea ha sido dejar tras sí un
montón de tonterías. Aquellos a quienes Sellars y David­
son han convencido se preguntan ahora si los esfuerzos
epistemológico-metafísicos de Locke, Berkeley y Hume
no nos habrán dejado también residuos (a excepción qui­
zá del protopragmatismo que Berkeley formuló contra la
desafortunada distinción de Locke entre cualidades pri­
marias y cualidades secundarias). Uno puede leer a
Sellars y a Davidson como diciendo que ese eslogan de
¿Q U ED A NADA V A LIO SO PO R SALVAR E N E L E M P IR IS M O ? 251

Aristóteles que continuamente citan los empiristas, a


saber, que «no hay nada en el intelecto que no haya pasa­
do antes por los sentidos», representó una forma com ple­
tamente errónea de describir la relación entre los objetos
de conocim iento y nuestro conocimiento de ellos.
McDowell, sin embargo, pese a estar de acuerdo en
que ese eslogan fue un error, piensa que corremos el peli­
gro de terminar echando al niño con el agua sucia. Nece­
sitamos recuperar la intuición que motivó a los empiris­
tas. McDowell no está de acuerdo con la implícita suge­
rencia de Brandom de olvidamos, simplemente, de las
impresiones de los sentidos y de otros presuntos conteni­
dos mentales imposibles de identificar mediante juicios.
La controversia entre McDowell y Brandom está desper­
tando mucho interés entre los filósofos anglófonos, pues
equivale a preguntamos si todavía puede servimos de
nada la noción de «experiencia perceptual». Por un lado,
Brandom piensa que esta noción nunca sirvió de mucho
y sugiere ocupar su lugar con la noción de «juicios no
inferenciales causados por cambios en los estados fisioló­
gicos de los órganos sensoriales». McDowell, por otro
lado, entiende que semejante sustitución nos privaría de
una importante intuición empirista, una intuición que,
pese a haberla formulado mal, Locke y Aristóteles com­
partían.
Brandom completa la crítica de Sellars al «Mito de
lo Dado» demostrando que la noción de «representación
precisa de la realidad objetiva» es susceptible de ser
reconstruida en base al material que nos proporciona la
comprensión de la noción «realizar correctas conexio­
nes inferenciales entre afirmaciones». Completa el «giro
lingüístico» demostrando que una vez comprendemos
de qué modo los organismos vivos llegaron a emplear
un vocabulario semántico y lógico, ya no es preciso
ofrecer ninguna explicación adicional sobre cómo llega­
ron a tener mentes. Pues, según la concepción de Bran­
dom, tener creencias y deseos no es más que jugar a un
juego de lenguaje que despliega un vocabulario de este
tipo.
252 E L PRAGM A TISM O , UNA V E R S IÓ N

Aunque McDowell pone objeciones a las conclusiones


de Brandom, también acepta muchas de sus premisas.
No está de acuerdo con la idea de que uno puede recons­
truir la noción de representación a partir de la noción de
inferencia y estima que la explicación «inferencialista»
brandomiana sobre los conceptos no funciona. Para
McDowell, tan importante es aceptar la idea de Sellars de
que una cosa sin estructura conceptual no puede justifi­
car una creencia como insistir, pese a Sellars, en que las
creencias pueden ser justificadas por sucesos mentales
que no son juicios. De esta suerte, McDowell da nueva
vida a la noción de «experiencia perceptual», arguyendo
que, pese a estar estructurada conceptualmente, esta
experiencia es distinta de la creencia que puede resultar
de ella.
El libro de McDowell es atrevido y original. Leerlo
con el libro de Brandom al lado permite al lector hacerse
una idea sobre la situación actual de la filosofía de la
mente y la filosofía del lenguaje en el mundo anglófono.
Una forma de describir esta situación consiste en decir
que así como Sellars y Davidson emplean argumentos
kantianos para superar los dogmas huméanos que toda­
vía perviven en Russell y Ayer, Brandom y McDowell
complementan los argumentos kantianos con otros argu­
mentos hegelianos. La gran mayoría de filósofos anglófo-
nos aún no se toman a Hegel en serio. Pero la aparición
de lo que Brandom y McDowell conocen como su
«Escuela neohegeliana de Pittsburgh» tal vez les obligue
a reconsiderar su postura. De hecho, esta escuela sostie­
ne que la filosofía analítica todavía tiene que realizar el
paso necesario del momento kantiano al momento hege-
liano.
•k je k

Empezaré la discusión de las tesis de Brandom y


McDowell mencionando algunas de las doctrinas de
Sellars y Davidson que yo y otros admiradores suyos
encontramos más sugerentes.
¿Q U ED A NADA V A LIO SO P O R SALVAR E N E L E M P IR IS M O ? 253
A Sellars quizá se le conozca sobre todo por la doc­
trina que llamó «nominalismo psicológico» y que formu­
ló como sigue:
...todo conocimiento (awareness) de tipos, semejanzas,
hechos, etc.; en breve, todo conocimiento de entidades
abstractas —de hecho, incluso todo conocimiento de par­
ticulares— es un asunto lingüístico... En el proceso de
adquisición del uso del lenguaje no se presupone el cono­
cimiento de estos tipos, semejanzas o hechos pertene­
cientes a una supuesta experiencia inmediata.1
El tratamiento que hace Sellars del tema de la con­
ciencia en «El empirismo y la filosofía de lo mental» sigue
las mismas líneas de discusión que Wittgenstein realiza en
las Investigaciones filosóficas en relación con el tema de la
sensación. Éste, cuando habla sobre las sensaciones priva­
das, sostiene que «una nada sería tan buena como un algo
acerca del cual no se pudiese decir nada». La versión que
hace Sellars de este eslogan es que cualquier diferencia
que no pueda ser expresada en la conducta no constituye
una diferencia relevante. El pragmatismo que Sellars com­
parte con Wittgenstein puede ser resumido del siguiente
modo: si alguien te hablara de cosas como «sensitividad»
(sentience), «conciencia» o «qualia», cosas que no parecen
estar en conexión con nada más, pero capaces de variar
incluso cuando nada cambia, que parecen estar sólo exter­
namente relacionadas con las demás cosas, no le prestes
atención. O al menos no juzgues estos temas como asuntos
que precisan de la dilucidación de los filósofos.
El nominalismo psicológico de Sellars prepara el
terreno para su tesis de que el discurso semántico es todo
el discurso intencional que uno necesita. Porque, como
dice Sellars, «las categorías de intencionalidad en el fon­
do son categorías semánticas que pertenecen a realiza­
ciones verbales manifiestas».2 El valor de esta tesis reside
1. Sellars, W., Science, Perception and Reality, Londres: Routledge, 1963, p. 160.
(Ciencia, percepción y realidad, Madrid: Tecnos, 1971.)
2. Sellars, op. cit., sec. 50.
254 E L PRAGM A TISM O , UNA V E R S IÓ N

en que una vez comprendamos cómo empezamos a


emplear un vocabulario metalingüístico para comentar y
criticar nuestras realizaciones verbales manifiestas, tam­
bién comprenderemos cómo llegó a existir la intenciona­
lidad. Es posible pensar que la intencionalidad, la capaci­
dad de tener creencias y deseos, y la racionalidad, el
intento autoconsciente de hacer más consistentes estas
creencias y deseos, aparecieron en el curso del tiempo de
la misma forma que las capacidades de mantenerse en
pie y asir palos. Si aceptamos lo que Sellars afirma en los
pasajes que acabo de mencionar, no sólo seremos capaces
de vincular la evolución cultural con la evolución biológi­
ca del modo como Dewey deseaba, sino que además
podremos hacerlo de un modo mucho más perspicuo y
convincente que él.
Lo importante aquí es no hacer lo que una vez hizo
Camap: tratar de ofrecer condiciones necesarias y sufi­
cientes para oraciones del tipo «la palabra "rojo", en cas­
tellano, se refiere a este color», o «esta oración en caste­
llano trata de la unión de Castilla y León» describiendo
el modo como estas oraciones son usadas por distintos
grupos de hablantes relevantes. Lo que mueve a Sellars
no es un impulso reduccionista, sino un impulso más
bien terapéutico. La terapia consiste en decir lo siguien­
te: piensa en cómo se empezaron a emplear términos
como «se refiere a» o «trata de» y con ello ya sabrás todo
lo que necesitas saber sobre cómo las nociones de refe­
rencia, tratar de, o intencionalidad empezaron a existir.
En esta ocasión, la analogía a trazar es con la palabra
«dinero»: piensa en cómo la economía de trueque se
transformó en una economía en la que se introdujo el
uso de monedas de curso legal y créditos y con ello ya
sabrás todo lo que necesitas saber sobre cómo apareció y
en qué consiste el dinero. Aquí no hay misterio alguno
sobre el que los filósofos puedan mostrar su perplejidad.
Se desvanece la ilusión de profundidad, una ilusión cau­
sada, en este caso, por la idea de que lo único que no es
problemático es aquello experimentable por medio de
los sentidos.
¿Q U ED A NADA V A LIO SO PO R SALVAR E N E L E M P IR IS M O ? 255
Como resultado de concentrarse en la intencionali­
dad antes que en la conciencia, la atención queda desvia­
da de las impresiones sensoriales no oracionales —el tipo
de cosa que podría ser la causa de que un loro o un hom­
bre gritara «¡Rojo!»— a las creencias y deseos —el tipo de
cosa que uno expresa en oraciones completas—. Concen­
trarse en la conciencia lleva al problema que tiene intri­
gados a Nagel y a otros partidarios de la idea de los «qua-
lia»: saber hasta qué punto unas máquinas capaces de
discriminar respuestas ante una variedad de estímulos
son diferentes de los animales que también son capaces
de ello. Para Nagel, hay una cosa llamada «conciencia»
que unos animales como nosotros tenemos y que esas
máquinas y zombies no tienen. Para Sellars, en cambio,
no está nada claro que a las máquinas les falte nada,
excepto flexibilidad y complejidad de conducta.
Dicho de otro modo: prácticamente todos los filóso­
fos, desde Aristóteles hasta Hegel y Dewey pasando por
Locke, han supuesto que en los animales no humanos
existe una especie de casi intencionalidad llamada «sensi­
tividad» superior a la mera capacidad de responder dis-
criminadamente. Aquellos que lo han negado, como Des­
cartes al sugerir que tal vez los animales no sean más que
unas máquinas complejas, son considerados unos indivi­
duos poco compasivos con la situación de los perros,
criaturas sin lenguaje pero con sentimientos. La objeción
más común al nominalismo psicológico de Sellars es afir­
mar que los recién nacidos y los perros, aunque su cono­
cimiento (awareness) no puede obviamente ser un «asun­
to lingüístico», se percatan del dolor y, por consiguiente,
disponen de algún tipo de protoconciencia. Algunos filó­
sofos, como por ejemplo Nagel y Searle, rechazan todavía
el nominalismo psicológico por esta razón, porque no ha
logrado hacer sitio a la sentitividad.
McDowell acepta el nominalismo psicológico, pero su
deseo es resucitar esta noción de sensitividad. Ahora
bien, en casi el único pasaje del libro de Brandom en que
se menciona la sensitividad se puede leer lo siguiente:
256 E L PRAGM ATISM O , UNA V E R S IÓ N

Es posible que, descrito en el lenguaje de la fisiolo­


gía, lo que sentimos sea prácticamente indistinguible de
lo que sienten las criaturas no discursivas. Pero nosotros
no sólo sentimos, también percibimos. Es decir, nuestra
respuesta diferenciada a la estimulación sensorial inclu­
ye un reconocimiento no inferencial de compromisos
doxásticos llenos de contenido proposicional... Que nues­
tros primos mamíferos, nuestros antepasados primates y
nuestros hijos recién nacidos —que son criaturas sintien-
tes y con propósitos, pero no criaturas discursivas— per­
ciben y actúan es pensable sólo en sentido derivado [cur­
sivas añadidas]. Un intérprete podría explicar lo que
estas criaturas hacen atribuyéndoles estados intenciona­
les llenos de contenido proposicional. Ahora bien, la
comprensión que tendría el intérprete de estos conteni­
dos y de la significación de estos estados derivaría de su
dominio de toda una serie de prácticas más ricas relacio­
nadas con el ofrecer y el pedir razones...3
Según la concepción de Brandom y Sellars, la única
diferencia que existe entre unos animales complejos
como los perros, o unas máquinas complejas como los
ordenadores, por un lado, y unos animales simples como
las amebas, o unas máquinas simples como los termosta­
tos, por el otro, es que vale la pena describir a los prime­
ros como teniendo creencias y deseos y a los segundos,
en cambio, no. Uno puede explicar y prever mejor la con­
ducta de los perros y los ordenadores con unas descrip­
ciones como esas que sin ellas. Por eso hacemos lo que
Daniel Dennett llama «adoptar una postura intencional»
hacia estas entidades de conducta más compleja. Por el
contrario, no tiene mucho sentido adoptar una postura
intencional hacia la ameba o el termostato; aunque tam­
bién podríamos hacerlo si quisiéramos.
Los pragmatistas no se plantean este problema que
parece tan importante a los ojos de Thomas Nagel y
John Searle: «Sí, pero, ¿tienen realmente creencias y de­
seos los ordenadores?» Porque el problema de la utili­
3. Brandom, R., Making it Explicit, Cambridge, Mass.: Harvard University
Press, 1994, p. 276.
¿Q U E D A NADA V A LIO SO PO R SALVAR E N E L E M P IR IS M O ? 257
dad de un vocabulario no es distinto del problema de la
posesión real de las propiedades designadas por los tér­
minos descriptivos de este vocabulario. Los pragmatistas
están de acuerdo con Wittgenstein en que no hay forma
de ponerse entre el lenguaje y su objeto. La filosofía no
puede responder a la pregunta: ¿está de acuerdo nuestro
vocabulario con el modo de ser del mundo? Tan sólo
puede responder a la siguiente pregunta: ¿existe algún
modo de relacionar con claridad los distintos vocabula­
rios que empleamos y, así, disolver los problemas filosó­
ficos que parecen plantearse al pasar de un vocabulario
a otro?
Puesto que, en mi opinión, el nominalismo psicológi­
co es una versión de la doctrina pragmatista que afirma
que la verdad tiene que ver más con la utilidad de una
creencia que con la relación entre partes del mundo y
partes del lenguaje, para mí Sellars y Brandom son prag­
matistas. Si nuestro conocimiento de las cosas es siempre
un asunto lingüístico; si Sellars tiene razón al afirmar
que no podemos verificar nuestro lenguaje confrontándo­
lo con nuestro conocimiento no lingüístico, entonces la
filosofía no podrá ser nunca nada más que una discusión
sobre la utilidad de las creencias, la compatibilidad entre
las creencias y, más en particular, sobre los distintos
vocabularios en que estas creencias son formuladas.
Aparte de la conveniencia para los fines humanos no
existe ninguna otra autoridad que pueda ser invocada
para legitimar el uso de un vocabulario. No tenemos nin­
guna deuda con algo no humano.
Brandom expresa esta misma idea cuando afirma
que la tarea de la filosofía debe consistir en explicitar
nuestras prácticas lingüísticas y no lingüísticas, y no en
preocupamos por juzgarlas a la luz de unas normas exte­
riores a ellas. Para Brandom el argumento wittgenstei-
niano del regreso infinito contra la posibilidad de apelar
a esas normas es fundamental para su posición metafilo-
sófica. «Las teorías pragmáticas sobre normas se distin­
guen de las teorías platónicas en que consideran que las
normas fundamentales se hallan implícitas en las prácti­
258 E L PRAGM A TISM O , UNA V E R S IÓ N

cas, antes que explícitas en los principios .»4 La única for­


ma que tienen los seres humanos de superar sus propias
prácticas es idearse unas prácticas mejores; y la mejor
forma de juzgar estas nuevas prácticas es hacer referen­
cia a las distintas ventajas que éstas suponen para los dis­
tintos fines humanos. Sostener que la tarea de la filosofía
consiste más en hacer explícitas las prácticas humanas
que en legitimarlas por medio de la referencia a algo
superior a ellas, equivale a sostener que, más allá de su
utilidad con respecto a esos fines, no existe ninguna
autoridad a la que podamos apelar.
■& Je

Hasta aquí, por el momento, Sellars y el nominalismo


psicológico. Ahora, Davidson. La doctrina filosófica más
sorprendente y fértil de Davidson es su tesis de que la mayor
parte de nuestras creencias, la mayor parte de las creencias
de cualquier usuario del lenguaje tienen que ser verdaderas.
Ésta es también su doctrina más controvertida. Si ahora me
detengo a considerarla es porque creo que el hecho de
comentarla puede ser una buena forma de subrayar la con­
tribución central de Davidson a la filosofía de la mente y del
lenguaje: su insistencia en que la idea de «representación
precisa de la realidad» es tan innecesaria como las nociones
de «sensitividad», «experiencia» o «conciencia».
Como yo le interpreto, Davidson realiza con respecto
a la idea de representación lo mismo que Sellars realiza
con respecto a la idea de experiencia. De la misma forma
que Sellars se quita de encima el problema de «qué rela­
ción hay entre experiencia y conocimiento» sustituyendo
las experiencias por creencias adquiridas no inferencial-
mente, Davidson se quita de encima el problema de
«cómo sabemos que nuestro conocimiento representa con
precisión la realidad» sustituyendo el concepto de creen­
cias como representaciones por el concepto de creencias
como aquellos estados que se atribuyen a las personas
4. Ibíd., p. 23: cf. p. 77, p. 629.
¿Q U ED A NADA V A LIO SO PO R SALVAR E N E L E M P IR IS M O ? 259
para explicar su conducta. Ambos movimientos terapéuti­
cos recomiendan cambios en las prácticas lingüísticas de
los filósofos y sugieren que no perderíamos nada con
estos cambios, aparte, claro, del vínculo que teníamos
con los problemas filosóficos tradicionales.
En un ensayo titulado «A Coherence Theory of Truth
and Knowledge»5 Davidson afirma:
una correcta comprensión del habla, las creencias, los
deseos, las intenciones y demás actitudes preposicionales
de una persona lleva a la conclusión de que la mayor par­
te de las creencias de una persona tienen que ser verdade­
ras y que, por consiguiente, es legítima la presunción de
que cualquiera de ellas, si es coherente con la mayor parte
del resto de creencias, también es verdadera.6
Todo ello queda resumido en su doctrina de que «la
creencia es verídica en su naturaleza».
Si entendemos que las creencias verdaderas representan
con precisión algo que podría continuar siendo cómo es aun
cuando jamás llegase a ser representado adecuadamente en
ningún lenguaje humano, entonces esta tesis parecerá para­
dójica. Si, por el contrario, entendemos que las creencias
son estados que uno atribuye a un organismo o a una
máquina para explicar y prever su conducta, entonces
vamos a estar de acuerdo con Davidson cuando éste afirma:
por lo general, no podemos identificar, primero, las creen­
cias y significados y preguntar, luego, qué los causa. La
causalidad juega un papel imprescindible a la hora de
determinar el contenido de lo que decimos y creemos.
Cualquiera puede llegar a reconocer este hecho adoptando,
como hacemos nosotros, el punto de vista del intérprete.7
Adoptar este punto de vista equivale a interesarse por
lo que la gente cree no porque deseemos valorar sus
5. Truth and Interpretation: Perspectives on the Philosophy of Donald
Davidson, ed. LePore, Oxford: Blackwell, 1986, pp. 307-319.
6. Ibíd., p. 314.
7. Ibíd., p. 317.
260 E L PR AGM A TISM O , UNA V E R S IÓ N

creencias con respecto a lo que pretenden representar,


sino porque queremos ocupamos de su conducta. Ocu­
pamos de su conducta puede querer decir descalificar las
creencias de esta gente por no estar en consonancia con
las nuestras y, por consiguiente, tratar esta gente de la
misma forma que tratamos a los ignorantes e incultos.
O puede querer decir mezclar sus creencias y las nuestras
en el curso de una instructiva conversación. O, en el caso
más interesante de todos, quizá signifique ser convertidos
a una nueva Weltanschauung por aquellos con quienes
hemos estado conversando, experimentar un cambio
radical con relación a los fines que nos marcamos.
El coherentismo de Davidson equivale a sostener que
el decidirse por alguna de estas alternativas no es nunca
un asunto de comparar las creencias de esta gente con
algo que no son creencias, comprobando, así, la exactitud
de su representación. Se trata, más bien, de ver hasta qué
punto pueden ser coherentes los viejos y los nuevos can­
didatos a creencia.
Dicho en términos de «prácticas sociales» —los tér­
minos preferidos por Brandom—: las decisiones sobre
verdad o falsedad tienen siempre que ver con hacer que
las prácticas sean cada vez más coherentes o con desa­
rrollar nuevas prácticas. No precisan que las examinemos
contrastándolas con una norma no implícita en alguna
práctica alternativa, real o imaginada. Davidson está de
acuerdo con Sellars en que es imposible que la búsqueda
de la verdad pueda llevamos más allá de nuestras prácti­
cas hasta lo que Sellars llama «un arché [principio] más
allá del discurso». Esta búsqueda solamente puede ser la
búsqueda de un discurso que funcione mejor que los dis­
cursos anteriores, un discurso que se halle vinculado a
los discursos anteriores en virtud de que la mayoría de
las creencias de cualquier participante en el discurso tie­
nen que ser verdaderas.8
***
8. Vean la siguiente observación de Davidson de que no «entendemos la
noción de verdad, tal como se aplica en el lenguaje, independientemente de
la noción de traducción» («On the Very Idea of a Conceptual Scheme», en Inqui-
¿Q U E D A NADA V A LIO SO PO R SALVAR E N E L E M P IR IS M O ? 261

Brandom querría añadir unos detalles al argumento


de Davidson de que la comprensión de la distinción entre
una creencia falsa y otra de verdadera «solamente puede
surgir en el contexto de interpretación, que sólo él nos
lleva a la idea de una verdad pública y objetiva».9 Bran­
dom está de acuerdo con Davidson en que primero está la
interpretación y luego la objetividad, en que la distinción
misma entre acuerdo intersubjetivo y verdad objetiva no
es más que uno de los artificios que empleamos para
mejorar nuestras prácticas sociales. Con todo, también
considera que los davidsonianos deben ser más tolerantes
con nociones tales como «representación» o «correspon­
dencia con la realidad».
La actitud de Brandom hacia estas nociones es aná­
loga a la actitud de McDowell hacia la noción de «expe­
riencia». Así como McDowell considera que se puede
defender el nominalismo psicológico y, al mismo tiempo,
hallar que aún queda algo de verdadero e importante en
el empirismo, Brandom considera que uno puede ser un
buen pragmatista y davidsoniano y, al mismo tiempo,
hallar que aún queda algo de verdadero en la teoría de la
verdad como correspondencia y en la distinción entre
realidad y apariencia. Tal es el hilo conductor del capítu­
lo 8 de su libro, que lleva por título «La adscripción de
actitudes preposicionales: la ruta social, desde el razona­
miento hasta la representación».
En este sentido, Brandom es a Davidson lo que
McDowell a Sellars. Ambos creen que, por desgracia, sus
distinguidos precursores cayeron en la tentación de echar
al niño con el agua sucia de la bañera. Brandom desea
Oxford: Clarendon Press, 1984, p. 194). (De la
ries into Truth and Interpretation,
verdad y de la interpretación, Barcelona: Gedisa, 1995.) Y compárenla con la
siguiente afirmación de Sellars: «las afirmaciones semánticas del tipo Tarski-
Carnap no establecen relaciones entre elementos lingüísticos y elementos extra-
lingüísticos» (Science and Metaphysics, Londres: Routledge & K. Paul, Nueva
York: Humanities, 1969, p. 82), sino que, más bien relacionan unos elementos
lingüísticos con los cuales estamos familiarizados, unos elementos de un len­
guaje que ya conocemos, con otros elementos lingüísticos. (Véase, también,
«Empiricism and the Philosophy of Mind», sec. 31.)
9. Brandom, op. cit., pp. 152-153.
262 E L PRAGM ATISM O , UNA V E R S IÓ N

recuperar el concepto de «representación»; McDowell el


de «experiencia perceptual». Es natural, por consiguien­
te, que tanto Brandom como McDowell tengan sus dudas
sobre mi versión del pragmatismo, una versión que se
regocija en arrojar cuantas más cosas mejor de la tradi­
ción filosófica y que insiste en que los filósofos sólo cum­
plen con su función social al modificar las intuiciones, no
al reconciliarlas. Brandom y McDowell me ven como una
especie de enfant terrible ya mayor que está provocando
que la asimilación de Sellars y Davidson sea innecesaria­
mente difícil por culpa de una reformulación de sus con­
cepciones innecesariamente contraintuitiva.
***
En lo que sigue, primero resumiré el tratamiento que
realiza Brandom de la objetividad y la representación.
Luego discutiré las ventajas respectivas de abandonar o
preservar la noción de «representación».
La concepción que tiene Davidson de la representación
es simple y no parece tomarse la cosa demasiado en serio.
Sostiene que «las creencias son verdaderas o falsas, pero
no representan nada. Estaría bien deshacerse de las repre­
sentaciones y con ellas de la teoría de la verdad como
correspondencia, pues es la creencia de que existen repre­
sentaciones lo que justamente suscita pensamientos relati­
vistas».10 La concepción de Brandom es más compleja.
Dice así:
La principal tarea [del capítulo 8] consiste en explicar
la dimensión representacional del pensamiento y del
habla... El orden de explicación representacionalista,
dominante desde el siglo diecisiete, presenta el contenido
proposicional en términos representacionales desde el
principio... Esta aproximación estará sujeta a objeciones
si uno pretende que una explicación hecha en esos térmi­
nos le proporcione una comprensión independiente de lo
10. Davidson, D., «The Myth of the Subjective», en Relativism: Interpreta-
tion and Confrontation, ed. M. Krausz, Notre Dame, Indianapolis: University of
Notre Dame Press, 1989, pp. 165-166. («El mito de lo subjetivo», en Davidson, D.,
Mente, mundo y acción, Barcelona: Paidós/ICE-UAB, 1992.)
¿Q U ED A NADA V A LIO SO PO R SALVAR E N E L E M P IR IS M O ? 263
que se expresa en el uso declarativo de las oraciones,
como si pudiésemos comprender las nociones de estados
de cosas o condiciones de verdad con anterioridad a com­
prender el afirmar o el juzgar. La tradición representacio-
nalista semántica encama una intuición innegable: cual­
quier cosa que sea proposicionalmente llena de contenido
debe necesariamente poseer este aspecto representacio-
nal; de no poseerlo no podría ser reconocida como expre­
sando una proposición.11
Para comprender lo que dice aquí Brandom es im­
portante darse cuenta de que él no sostiene que llamar a
una creencia verdadera sea describir una propiedad que
posee la creencia. A fortiori, no es atribuir la propiedad
de corresponder a la realidad. Brandom considera que
«la metafísica clásica de las propiedades de verdad inter­
preta mal lo que hacemos al ratificar una afirmación pen­
sando que describimos la realidad de una forma espe­
cial».12 Según Brandom, decir que la afirmación de un
compañero es «verdadera» equivale simplemente a ratifi­
carla; no tiene nada que ver con decir algo sobre su rela­
ción con una realidad no lingüística. Así pues, Brandom
puede estar perfectamente de acuerdo con Davidson en
que la mayoría de nuestras creencias tienen que ser ver­
daderas, mientras ello signifique sencillamente que la tra­
ducción y la conversación requieren que los interlocuto­
res ratifiquen la mayor parte de sus respectivas creencias
(para no decir ya las suyas propias).
Ésta es una aproximación completamente pragmatis­
ta al tema de las atribuciones de verdad. Con todo, Bran­
dom piensa que semejante aproximación es compatible
con decir que «los objetos y el mundo de los hechos que
los comprende son como son independientemente de lo
que se crea que son».13 Tal afirmación parece estar reñida
con la afirmación que hice en lecciones anteriores, a
saber, que los pragmatistas son panrelacionistas en tanto
que no creen que haya un modo de ser del mundo en sí
11. Brandom, op. cit., pp. 495-496.
12. Ibíd., p. 515.
13. Ibíd., pp. 594-595.
264 E L PRAGM A TISM O , UNA V E R S IÓ N

mismo. Brandom considera que «el pensamiento y el


habla nos ofrecen una aprehensión perspectiva de un
mundo no perspectivo».14 Para Nietzsche, Dewey y Nel-
son Goodman todo son perspectivas; para Brandom, en
cambio, parece haber algo más.
Eso parece, pero quizá se trate de una ilusión. En
realidad, Brandom jamás sugiere que la indagación vaya
a convergir algún día con este mundo no perspectivo. Al
contrario, subraya que todas y cada una de las compren­
siones de este mundo tendrán carácter perspectivo, que
estarán determinadas por algún conjunto históricamente
contingente de necesidades e intereses humanos. Bran­
dom no sostiene, pese a Goodman, que exista un Modo
de Ser del Mundo. Lo que él sostiene es que algo pareci­
do a una idea de esta especie es esencial para nuestras
prácticas lingüísticas. Lo que Brandom hace, como él
mismo reconoce, es
reconstruir la objetividad e interpretarla más como un
tipo de forma perspectiva que como un contenido no
perspectivo. Lo que todos los discursos prácticos tienen
en común es la diferencia entre lo que es objetivamente
correcto según el concepto de aplicación y lo que simple­
mente se cree que es correcto, no lo que es correcto —o
sea, la estructura, no el contenido—.15
Brandom —al igual que Davidson y en contraste con
Peirce, Putnam y Habermas— no desea definir «verdade­
ro» en términos epistémicos. Es decir, no lo define por
referencia a lo «que tienen por verdadero todos los miem­
bros de una comunidad, o los expertos de una comuni­
dad, o por referencia a lo que siempre van a considerar
verdadero, o por lo que siempre considerarían verdadero
bajo unas determinadas condiciones ideales de indaga­
ción».16 Más adelante, añade: «no existe ninguna perspec­
tiva a vista de pájaro por encima del combate entre afir­
14. Ibíd., p. 594.
15. Ibíd., p. 600.
16. Ibíd.
¿Q U ED A NADA V A LIO SO PO R SALVAR E N E L E M P IR IS M O ? 265
maciones en competencia desde la cual uno pueda iden­
tificar las afirmaciones que merecen triunfar, o desde la
cual uno pueda formular las condiciones necesarias y sufi­
cientes de un mérito semejante ».17 Brandom está de acuer­
do con Davidson en que deberíamos renunciar al intento
de definir la palabra «verdadero».
***
La primera vez que leí su libro tuve la impresión de
que Brandom estaba renunciando a un terreno ganado a
duras penas procurando que las nociones de «representa­
ción», «hecho» y «hacer verdadero» volviesen a parecer
respetables. Tuve esta impresión porque por aquel enton­
ces me había acostumbrado al rechazo que realiza David­
son de todas estas nociones. Ahora ya no estoy tan segu­
ro de ello, y más bien tiendo a creer que Brandom y
Davidson están bastante de acuerdo sobre todos estos
asuntos. Lo que sucede es que para decir prácticamente
lo mismo emplean estrategias retóricas distintas. Ahora
bien, la retórica es importante, especialmente si uno con­
sidera —como yo— que la tradición pragmatista, más
que aclarar los pequeños líos que han dejado tras de sí
los grandes filósofos ya difuntos, lo que hace es tomar
parte en un cambio histórico de alcance mundial de la
imagen que la civilización europea y americana tiene de
sí misma.
Consideren el problema de si existe algo semejante a
los hechos —lo que, con tono burlón, Strawson llamó
«fragmentos de la realidad de forma oracional»— que
hacen que las oraciones verdaderas sean verdaderas.
Según Davidson, una de las grandes contribuciones de
Tarski fue mostrar de qué modo podía uno evitar esta
noción de hechos. Davidson no cree que haya ninguna
necesidad de hablar de algún tipo de hacedor de verdad
(truth-maker) y opina que ello más bien conduce a confu­
siones. Brandom, por el contrario, ve este tipo de discur-
17. Ibíd., p. 601, cursivas añadidas.
266 E L PRAGM A TISM O , UNA V E R S IÓ N

so como completamente inofensivo y afirma cosas con


una alegría tal que si las oyera Davidson se le pondrían
los pelos de punta. Por ejemplo:
Los hechos no lingüísticos podrían seguir práctica­
mente iguales como son, aun cuando nuestras prácticas
discursivas fueran muy distintas (o estuviesen del todo
ausentes), pues qué afirmaciones son verdaderas no
depende del que las formulemos o no. Por el contrarío, si
los hechos no lingüísticos fuesen otros nuestras prácticas
discursivas no podrían seguir igual como son.18
Por otra parte, Davidson también cree que una bue­
na razón para dejar de hablar de representación es que
este tipo de discurso alienta a hablar de relativismo y,
de este modo, a tratar de derrotar al relativista culti­
vando lo que filósofos como Michael Devitt y Crispin
Wright llaman «nuestras intuiciones realistas»: la sen­
sación de que estamos obligados a entender algo que
está allá fuera, algo que existe independientemente de
nuestras necesidades e intereses humanos, algo correc­
to. En una réplica aún por publicar a mis dudas sobre
su libro, Brandom sostiene que «uno de los principales
cometidos del [su] libro es de carácter antirrelativista:
ofrecer una explicación sobre qué significa estar obliga­
do a realizar afirmaciones correctas en respuesta a la
pregunta sobre cómo son realmente las cosas y no
estarlo, en cambio, con respecto a lo que todo el mun­
do o cualquiera considera que son». Y añade: «nuestro
uso de las atribuciones de re de actitudes preposiciona­
les» expresa nuestro
compromiso no relativista con nuestra forma de hablar,
siendo ésta una mejor forma de hablar sobre las cosas
que existen realmente [como cuando decimos] «Ptolo-
meo afirmó de las trayectorias de las órbitas planetarias
que eran consecuencia del movimiento de esferas crista­
linas».

18. Ibíd., p. 331.


¿Q U ED A NADA V A LIO SO PO R SALVAR E N E L E M P IR IS M O ? 267
En mi opinión, la respuesta de Davidson a los pasajes
de Brandom que acabo de citar sería un poco como
sigue: Ciertamente, no deberíamos pensar que nuestras
afirmaciones responden a cómo algunos o todo el mundo
considera que son las cosas, pero tampoco deberíamos
creer que responden a cómo son éstas realmente. La
alternativa consiste en pensar que tratan de algo, pero que
no responden a nada, ya sean opiniones o bien objetos.
Todo lo que se necesita para la intencionalidad es el tra­
tar de (aboutness). Lo que añade la desafortunada noción
de representar a la inofensiva noción del tratar de es la
idea del responder a las cosas. Esto es lo que distingue
a los buenos inferencialistas como nosotros de los malos,
los representacionistas. Porque mientras sostengamos
que nuestras creencias responden ante algo vamos a que­
rer saber más y más cosas sobre cómo funciona este res­
ponder, cuando la historia de la epistemología sugiere
precisamente que hay bien poco por decir. El tratar de, al
igual que la verdad, es indefinible, pero no por ello es
peor. Por el contrario, «responder» y «representar» son
metáforas que piden a gritos una nueva definición, una
literalización.
Bueno, quizá ésa no sería exactamente la respuesta
de Davidson, pero, en todo caso, es la mía. En mi opi­
nión, cuando dice que nos está ofreciendo una concep­
ción no relativista, Brandom está realizando el mismo
movimiento que hizo Kant al decir que él no era un
escéptico sino un realista empírico. Pero muchos de sus
lectores, incluido Hegel, decidieron que un idealista tras­
cendental era justamente lo que hasta entonces había
recibido el nombre de «escéptico». Brandom sostiene que
él no es un relativista, aunque cree en una objetividad
que es «más un tipo de forma perspectiva que no un con­
tenido no perspectivo». Pero los lectores de Brandom,
acostumbrados a emplear «relativista» como un término
ofensivo, van a insistir en que ser un relativista consiste
precisamente en negar la existencia de un contenido no
perspectivo. El paso de «tratar de X» a «responder a X»
es similar al paso que realiza Kant de «no ilusorio» a
268 E L PRAG M A TISM O , UNA V E R S IÓ N

«empíricamente real», cambio que probó ser incapaz de


proporcionar a los críticos la noción vigorosa de realidad
que andaban pidiendo.
Brandom desea pasar de la odiosa comparación
hecha en atribuciones de re, como «él cree de una vaca
que es un ciervo», a la tradicional distinción entre apa­
riencia subjetiva y realidad objetiva. En mi opinión, lo
único que nos ofrece esa odiosa comparación es una dis­
tinción entre unas herramientas mejores y otras peores a
la hora de afrontar una determinada situación: la vaca,
los planetas, o lo que sea. No nos ofrece, sin embargo,
ninguna distinción entre unas descripciones más precisas
y otras menos precisas de lo que es realmente la cosa, en
el sentido de lo que es por sí misma independientemente
de la utilidad de esas herramientas humanas para los
fines humanos. Con todo, la gente interesada en el relati­
vismo sólo va a quedar satisfecha con este último sentido
de «lo que es realmente la cosa». Lo que Brandom llama
«la distinción fundamental de perspectivas sociales entre
las obligaciones que atribuimos a los demás y las que
nosotros nos comprometemos a realizar» me sugiere la
distinción entre las malas herramientas de los demás y
nuestras buenas herramientas. Pero dudo que ella pueda
suministramos ninguna distinción entre nuestro repre­
sentar con precisión la realidad y su representarla con
imprecisión.
Puedo reformular mis dudas mediante la considera­
ción de la descripción que realiza Brandom del «progreso
intelectual» como un «proceso de llegar a realizar cada
vez más afirmaciones verdaderas sobre las cosas que
están realmente allá fuera, a punto para que uno hable de
y piense en ellas». Para mí, el progreso intelectual se ase­
meja más bien a desarrollar cada vez mejores herramien­
tas para fines cada vez mejores; mejores, claro está,
según nuestra perspectiva. Filósofos como Searle, que
encuentran intolerable la descripción de Kuhn del pro­
greso científico, subrayan que sólo progresaremos inte­
lectualmente si entramos en un proceso de aproximación
continua a la forma de ser de las cosas en sí mismas. Es
¿Q U ED A NADA V A LIO SO PO R SALVAR E N E L E M P IR IS M O ? 269
cierto que su perspectivismo impide a Brandom emplear
la expresión «en sí mismas»; también es cierto que su
«cada vez más afirmaciones verdaderas sobre las cosas
que están realmente allá fuera» flirtea con algo como
«perspectiva a vista de pájaro por encima del combate
entre afirmaciones en competencia» que ha rechazado
con anterioridad.
En resumen, mi sospecha es que Brandom, al igual
que Kant, se esfuerza demasiado por llegar a un acuerdo
en una cuestión en la que no es posible alcanzar ninguno,
y al final no resuelve nada. Cuando dice que «en cualquier
práctica generadora de normas conceptuales de disposi­
ción trascendente está Ínsita la preocupación de entender
correctamente las cosas», los realistas agresivos como
Searle interpretan «entender correctamente las cosas» de
un modo determinado y los pragmatistas compasivos
(sympathetic) como yo de otro. No es tan fácil verter vino
nuevo en toneles viejos sin confundir al cliente.
Mi intención es interpretar la tesis de que Copémico
comprendió bien lo que Ptolomeo había comprendido mal
en general, o la tesis de que San Pablo comprendió correc­
tamente lo que Aristóteles había comprendido mal en
general, como la afirmación de que Copémico y San Pablo
servirán mejor a mis propósitos que Ptolomeo y Aristóte­
les. La gente interesada en la oposición realismo versus
antirrealismo —como lo están en su mayoría los filósofos
anglófonos—, sin embargo, se sentirá decepcionada si eso
es todo lo que Brandom piensa sobre el asunto.
Otro modo de formular la cuestión es volver a lo que
anteriormente puse en boca de Davidson y decir que uno
debería simplemente renunciar de una vez para siempre
a formular este tipo de preguntas, evitando así tener que
escoger entre responder a la gente y responder a algo que
se halla más allá de la gente. Mientras siga planteándose
esta elección, quien, como Brandom, niegue simplemen­
te que la verdad pueda ser identificada con lo que la gen­
te cree bajo unas determinadas condiciones contará ya
como un defensor de la objetividad. El problema es que
cuando Brandom añade que él identifica la verdad con la
270 E L PRAGM ATISM O , UNA V E R S IÓ N

respuesta a algo que se halla más allá de la gente, los rea­


listas como Searle siempre le pueden preguntar cómo
sabe que está ofreciendo la respuesta correcta.
La elección real se encuentra entre mantener o bien
renunciar a las nociones de «responder» y «representar»
(sin abandonar, de todos modos, las nociones de «sobre»
(about) y «de» (of)). Mi argumento a favor de renunciar a
ellas consiste en afirmar que estas nociones preservan
una imagen de la relación entre la gente y lo que se halla
más allá de la gente que en estas lecciones he venido cali­
ficando de «autoritaria» y que juzgo necesario denunciar.
Desde mi punto de vista, la identificación que realiza
Brandom del hecho de llamar a una afirmación «verda­
dera» con el hecho de ratificarla, y la negativa de David­
son a definir «verdadero» constituyen dos herramientas
para persuadimos de que renunciemos a dicha imagen
autoritaria. No obstante, también considero que algunos
términos que Brandom persiste en emplear, como por
ejemplo «comprender correctamente», «ser realmente» y
«hacer verdadero», son unas herramientas que caerán en
las manos del autoritarismo y que pueden ser utilizadas
para fines reaccionarios.
Cierto es que en la controversia entre autoritarios y
antiautoritarios el corazón de Brandom está del lado que
debe estar. Su insistencia en la idea de que la realidad no
puede proporcionamos normas distintas de las que noso­
tros mismos desarrollamos lo deja bien claro. El proble­
ma, sin embargo, es que su retórica impide ver cómo está
su corazón a todos aquellos que todavía añoran la capa­
cidad de dar respuestas (answerability).
•k "k ie

Para terminar haré unas cuantas observaciones acer­


ca de un neologismo que Brandom se inventa para legiti­
mar su uso de la palabra «hecho». Me refiero a la palabra
«afirmable» (claimable). Las citas provienen de otro tra­
bajo que aún no se ha publicado («Vocabularies of Prag­
matismo):
¿Q U ED A NADA V A LIO SO PO R SALVAR E N E L E M P IR IS M O ? 271

... deberíamos distinguir entre dos sentidos de «afir­


mar». Por un lado está el acto de afirmar; por el otro, lo
que se afirma (what is claimed). Lo que yo quiero decir
es que los hechos son afirmaciones verdaderas (true
claims) en el sentido de aquello que se afirma (en reali­
dad, de lo que es afirmable), antes que en el sentido de
los actos de afirmar verdadero (true claimings). Con
esta distinción sobre la mesa, no debería haber ningún
problema en decir que los hechos hacen que las afirma­
ciones sean verdaderas, ya que hacen verdaderos los
actos de afirmar. Este sentido de «hacer» no debería ser
incomprensible, pues es inferencial. «La observación de
Juan de que p es verdadera porque es un hecho que p »
nos dice simplemente que la primera parte de la oración
se sigue de la segunda...
Consideren el argumento según el cual aquello que
hace que el opio adormezca a la gente es su virtud dor­
mitiva. Aquí el sentido de «hacer» no debería ser incom­
prensible, pues es inferencial. «La observación del doctor
de que el opio adormece a la gente porque tiene una vir­
tud dormitiva» simplemente nos dice que la primera par­
te de la oración se sigue de la segunda.
A mi parecer, a efectos explicativos la noción de afir­
mable es tan inútil como la noción de virtud dormitiva.
A menos que se nos den algunos detalles acerca de su
funcionamiento y composición no vamos a poder pensar
que el término «virtud dormitiva» sirva para nada. No se
vuelve útil simplemente porque a las oraciones que
se refieren a ella podamos atribuirles una función infe­
rencial. En mi opinión, la noción de «afirmable» no sirve
para nada, excepto para fomentar una retórica que sugie­
re que la indagación humana «puede responder ante»
algo, una retórica que me parece mejor evitar.
Brandom subraya que negar que la existencia de los
hechos y verdades de los fotones es mucho anterior a la
aparición en el lenguaje del término «fotones» conduce a
una paradoja. Ello se debe a la aparente razonabilidad de
las siguientes inferencias:
272 E L PRAG M A TISM O , UNA V E R S IÓ N

1) Hace cinco millones de años había fotones.


2) Era el caso que entonces había fotones.
3) Es verdad que era el caso que entonces había
fotones.
4) Era, pues, verdad que entonces había fotones.
Parece razonable. Pues bien, por muy paradójico que
pueda parecer, los filósofos lo han negado. Es famosa la
frase de Heidegger según la cual «antes de Newton, las
leyes de Newton no eran ni verdaderas ni falsas». Y Bran­
dom me cita cuando digo: «dado que la verdad es una
propiedad de la oración, dado que la existencia de las
oraciones depende de los vocabularios, y dado que los
vocabularios son un producto del hombre, también son
un producto del hombre las verdades».
Sin embargo, como sugieren los ejemplos de Copér-
nico, Kant y Freud, a veces la paradoja es el pequeño pre­
cio que uno debe pagar por el progreso. Además, éste es
un precio que el mismo Brandom está dispuesto a pagar
—al menos a los ojos de Searle, Nagel y otros— cuando
sigue a Sellars en su desentenderse de la sensitividad y
negar que podamos afirmar que los perros y los bebés
tengan creencias, «excepto en sentido derivado». No veo
claro que la paradoja en que incurrimos Heidegger y yo
sea más paradójica que la paradoja en la que mucha gen­
te cree que Sellars y Brandom incurren al defender el
nominalismo psicológico, la doctrina de que todo conoci­
miento es un asunto lingüístico.
Estoy dispuesto a conceder que, en un sentido deri­
vado de «hacer», a saber, en un sentido inferencial, los
hechos hacen que las creencias sean verdaderas. El
valor de decir que tal sentido es derivado y metafórico
consiste en declinar la responsabilidad de dar más deta­
lles acerca de cómo se realiza tal operación. De forma
análoga, el valor de decir que los bebés y los perros sólo
tienen creencias en un sentido derivado y metafórico de
tener creencias, consiste en declinar la responsabilidad
de explicar qué diferencias existen entre éstos y los ter­
mostatos. La referencia a estos sentidos derivados es
¿Q U ED A NADA V A LIO SO PO R SALVAR E N E L E M P IR IS M O ? 273
algo siempre posible. Pero creo que deberíamos evitar
esta estrategia aunque sólo sea porque podría parecer
que nuestra intención al emplearlos es escondemos de
las críticas.
David Lewis dijo un vez que en filosofía de lo que se
trata es de reunir intuiciones y luego hallar el modo de
conservar tantas como sea posible. En mi opinión, de lo
que se trata es de considerar que tanto las intuiciones
como las acusaciones de caer en paradojas forman parte
de la voz del pasado y que, además de eso, posiblemente
no sean sino obstáculos para la creación de un futuro
mejor. Es verdad que uno siempre debe prestar atención
a la voz del pasado, pues la efectividad retórica depende
de respetar decentemente las opiniones de la humanidad.
Pero también es cierto que el progreso moral e intelectual
sería algo imposible si a veces, en casos excepcionales, no
fuera posible convencer a la gente de hacer caso omiso a
las voces ancestrales.
DÉCIMA LECCIÓN
EL EMPIRISMO DE MCDOWELL
(O SOBRE LA CAPACIDAD HUMANA
DE RESPONDER ANTE EL MUNDO)
Empezaré esta lección recordando algunas de las
características más destacables del libro de McDowell
Mind and World. Para ello me ayudaré de la nueva intro­
ducción que McDowell le ha escrito, y a la que voy a refe­
rirme frecuentemente.
La noción central de McDowell es la noción de «capa­
cidad de responder ante el mundo» (answerability to the
worid):
Para que el dirigirse al mundo de un estado o episo­
dio mental como el de una creencia o juicio tenga sentido
necesitamos situar este estado o episodio en un contexto
normativo. Una creencia o juicio de que las cosas son de
tal y tal manera... tiene que ser una postura o punto
de vista que se adopta correcta o incorrectamente en fun­
ción de si las cosas son efectivamente de tal y tal manera,
o no... Semejante relación entre mente y mundo, pues, es
normativa en el sentido de que el pensamiento que tiene
por propósito el juicio o la fijación de la creencia es capaz
de responder ante el mundo —ante cómo son las cosas—
del hecho de que sea atribuida correctamente o no.1
Antes de proseguir, sin embargo, permítanme subrayar
que McDowell realiza aquí algo que los críticos de la teoría
1. McDowell, J., Mind and World (Cambridge, Mass.: Harvard University
Press, 1996, pp. xi-xii).
276 E L PRAG M A TISM O , UNA V E R S IÓ N

de la verdad como correspondencia siempre han criticado:


concebir el juicio perceptual como modelo de todos los jui­
cios. Sostener que la oración «Esto es rojo» «se dirige al
mundo» o «responde ante el mundo» es algo verosímil de
forma intuitiva. Pero estas expresiones no parecerán ser
tan adecuadas si nuestro paradigma de creencia pasa a
ser «debemos amamos los unos a los otros», «existen
muchos cardinales transfinitos» o «Proust no fue más que
un decadente pequeñoburgués».
Otro modo de decir lo mismo es observar que existen
vastas áreas de nuestra cultura en las que uno puede decir
«una creencia o juicio de que las cosas son de tal y tal
manera» es, ciertamente, «una postura o punto de vista
que se adopta correcta o incorrectamente», pero en las que
sería extraño decir «se adopta correcta o incorrectamente
en función de si las cosas son efectivamente de tal y tal
manera, o no». Tal vez alguien que tenga como paradigma
de creencia o juicio las leyes de Newton no preste aten­
ción a la adición de esta última expresión. Pero si uno está
describiendo creencias tales como «Blake es un mejor
modelo de poeta que Byron» o «la filosofía de Heidegger
es mejor que su política» entonces la hallará absurda. Es
cierto que en arte, moral o política tenemos la pretensión
de juzgar correctamente, pero hablar de un «dirigirse al
mundo» y de cosas que «son, efectivamente, de tal y tal
manera» es no decir nada.2
Esta cuestión recuerda las diferencias entre, por un
lado, el tipo de filosofía anglófona que vuelve a Bacon y
Locke y, por el otro, las distintas tradiciones filosóficas
que ven el empirismo anglófono como un ejemplo nota­
ble de retraso cultural. Cuando los filósofos anglófonos
2. En este punto, claro está, la gente empieza a discutir sobre el «realis­
mo» de los juicios políticos, morales y artísticos. A mi parecer, el reciente predo­
minio de discusiones completamente absurdas acerca de cómo y cuándo puede
uno hallar «una realidad efectiva» (fací of the matter) al respecto —discusiones en
las que sus participantes jamás han sido capaces de mostrar qué diferencia de
orden práctico supondría el que ganase uno u otro bando— constituye una bue­
na razón para desterrar el término «realidad efectiva» de la filosofía. Mi temor,
sin embargo, es que la expresión «dirigirse al mundo» se convierta en popular y
que ello aliente a prolongar estas tediosas controversias sobre «realismo».
E L E M P IR IS M O D E M C D O W E L L 277
piensan en un logro cultural importante, en un triumfo
del intelecto humano, por lo general, piensan en primer
lugar en la ciencia física moderna, en la saga que une a
Newton con Gell-Mann. Los filósofos no anglófonos, por
el contrario, son capaces de pensar, con la misma facili­
dad y en el mismo primer lugar, en la novela europea que
va de Cervantes a Nabokov, o en la política socialista
que va de Fourier a Helmut Schmidt. La razón de ello
está en la mayor predisposición de estos últimos a seguir
el consejo de Nietzsche de «mirar la ciencia a través de la
óptica del arte, y el arte a través de la óptica de la vida».
Aquellos filósofos que hagan caso de este consejo
hallarán más atractivo el libro de Brandom que el de
McDowell. Porque Brandom se contenta con considerar la
normatividad, la posibilidad de corrección e incorrección,
en términos de la capacidad de los seres humanos de res­
ponder los unos ante los otros. Como sugerí al final de la
lección anterior, es probable que Brandom pueda decir
todo lo que necesita decir sobre la objetividad, sobre la
posibilidad de que por muy unánime que sea un juicio
éste puede estar equivocado, sin tener que hablar de «la
capacidad de responder ante el mundo» o de un «dirigirse
al mundo». La explicación que ofrece Brandom de la obje­
tividad sirve tanto para las matemáticas como para la físi­
ca. Se puede aplicar tanto a la crítica literaria como a la
química.
McDowell expresa claramente la primacía de la per­
cepción y la ciencia natural al decir:
Aun cuando consideremos que la capacidad de respon­
der ante el modo de ser de las cosas incluye algo más que la
capacidad de responder ante el mundo empírico, con todo,
parece correcto afirmar lo siguiente: dado que nuestra pre­
caria situación cognitiva consiste en hacer frente al mundo
mediante la intuición sensible (por decirlo en términos kan­
tianos), nuestra reflexión acerca de la idea del dirigirse del
pensamiento al modo cómo son las cosas debe empezar
con la capacidad de responder ante el mundo empírico.3
3. McDowell, J., Mind and World, p. xn.
278 E L PRAGM A TISM O , UNA V E R S IÓ N

En discusiones sobre literatura o política parece un


poco forzado sostener que nos hallamos en una situación
cognitiva difícil. Y aún lo parece más decir que aquello
que da origen a esta situación precaria es la necesidad de
hacer frente al mundo mediante la intuición sensible.
Cuando McDowell opta por emplear estos términos
kantianos también está optando por unas metáforas
visuales: las metáforas que Kant empleó para lamentarse
de que no tengamos la facultad de intuición intelectual
que Aristóteles había descrito con exagerado optimismo
en el De Anima. Además de eso representa optar por la
ciencia natural como paradigma de la indagación racio­
nal, opción kantiana que Hegel explícitamente repudia.
Cuando pasamos de Kant a Hegel, el filósofo que Sellars
describió como «el gran enemigo de lo inmediato», estas
metáforas pierden gran parte de su atractivo. No nos
debe extrañar, por tanto, que tales metáforas hayan inci­
dido especialmente entre los filósofos anglófonos, pues
éstos leen mucho más a Kant que a Hegel.
Desde un punto de vista sellarsiano, davidsoniano,
brandomiano o hegeliano, no existe ninguna necesidad
de defender lo que McDowell considera
«un empirismo mínimo»: la idea de que la experiencia
debe constituir un tribunal que medie sobre el modo en
que nuestro pensamiento puede responder ante la forma
de ser de las cosas, pues así tiene que ser si es que debe­
mos tratarlo para nada como pensamiento.4
Para Sellars, Davidson y Brandom, además de con las
personas, interactuamos constantemente con las cosas, y
a través de sus efectos en nuestros órganos sensitivos
interactuamos tanto con las cosas como con las personas.
Pero ninguno de estos tres filósofos necesita la noción de
experiencia como tribunal mediador. Les basta una expli­
cación que considere que, en lugar de un «control racio­
nal», como lo llama McDowell, el control que ejerce el
mundo sobre nuestras indagaciones es meramente cau­
4. Ibíd.
E L E M P IR IS M O D E M C D O W E L L 279
sal. Lo que McDowell dice de Davidson también es cierto
de Sellars y Brandom: los tres opinan que «una relación
meramente causal, no racional, entre el pensamiento y la
realidad independiente bastará como interpretación de
la idea según la cual el contenido empírico precisa de una
fricción contra algo externo al pensamiento».5 Que seme­
jante explicación no bastará es la primera premisa, casi
indiscutida, del libro de McDowell.
McDowell es un fiel lector de Sellars, Davidson y
Brandom y tiene perfecta conciencia de las posibilidades
de lo que él llama «un marco de la mente... que hace difí­
cil concebir cómo podría la experiencia funcionar como
un tribunal emisor de veredictos sobre el pensamiento».6
Según McDowell estos tres filósofos se han encaprichado
tanto con la necesidad de rechazar el Mito de Lo Dado
—de evitar la tradicional confusión del empirismo británi­
co entre causa y justificación— que ahora están dispues­
tos a renunciar a las nociones de «dirigirse al mundo» y
«capacidad de responder racionalmente ante el mundo».
La explicación que ofrece McDowell sobre cómo
estos tres desmitificadores filósofos incurrieron en el
error parte de la distinción entre «espacio lógico de la
naturaleza» y «espacio lógico de las razones». Define el
primero como «el espacio lógico en el que se mueven las
ciencias naturales, cuya concepción ha sido posible gra­
cias a un desarrollo bien encarrilado y por sí mismo
admirable del pensamiento moderno».7 McDowell em­
plea la expresión «el reino de la ley» como sinónimo de
«el espació lógico de la naturaleza» y suele afirmar que el
problema que surge tras el abandono del Mito de lo Dado
es el problema de comprender la relación entre el reino
de la ley y el reino de la razón.
En opinión de McDowell, Sellars y Davidson están tan
impresionados por la naturaleza que la física describe —el
reino de la ley en cuanto reino de átomos y vacío— que se
ven obligados a dar una explicación de la experiencia que
5. McDowell, J., op. cit., p. 68.
6. Ibíd., p. xii.
7. Ibíd., p. xv.
280 E L PRAGM A TISM O , UNA V E R S IÓ N

«termina por incapacitarla para constituir inteligiblemen­


te un tribunal». «En este sentido», dice McDowell,
Sellars y Davidson son intercambiables. El ataque de
Sellars a lo Dado... corresponde al ataque de Davidson a
lo que él llama «el tercer dogma del empirismo»: el dua­
lismo de esquema conceptual y «contenido» empírico.8
Tanto Sellars como Davidson piensan que el hecho de
adoptar el nominalismo psicológico y conseguir, así, evitar
la confusión entre justificación y causa implica sostener
que solamente una creencia puede justificar otra creencia
y que sólo un juicio justifica otro juicio. Esto significa tra­
zar una línea clara entre la experiencia en cuanto causa de
la aparición de una justificación y la experiencia en cuan­
to algo por sí mismo justificador. Significa reinterpretar la
noción de «experiencia» en cuanto capacidad de adquirir
creencias de forma no inferencial como el resultado de
unas transacciones causales con el mundo susceptibles
de ser descritas en términos neurológicos.
Uno podría tratar de reformular esta reinterpretación
de «experiencia» como la tesis según la cual la única «con­
frontación» de los seres humanos con el mundo es del
mismo tipo que la de los ordenadores. Los ordenadores
están programados para responder a determinadas tran­
sacciones causales entre dispositivos de input entrando en
unos determinados estados internos del programa. Los
humanos nos programamos a nosotros mismos para res­
ponder a las transacciones causales que ocurren entre los
centros superiores del cerebro y nuestros órganos sensiti­
vos mediante la adquisición de determinadas disposicio­
nes a realizar afirmaciones. Desde una perspectiva episte­
mológica, no existe ninguna diferencia interesante entre el
estado interno de una máquina y nuestras disposiciones;
ambos podrían recibir el nombre de «creencias» o «jui­
cios». No hay ni más ni menos intencionalidad, dirección
al mundo o racionalidad en un caso que en el otro. Las
máquinas y nosotros somos susceptibles de ser descritos
8. Ibíd., p. xvi.
E L E M P IR IS M O D E M C D O W E L L 281
tanto en términos normativos de programación como en
términos no normativos y de hardware. En ninguno de los
dos casos surgen problemas de interficie entre el software
y el hardware, entre lo intencional y lo no intencional,
entre el espacio de las razones y el espacio de las leyes.
McDowell considera que cuando Sellars, Davidson y
Brandom renuncian a la idea de experiencia como tribu­
nal también «renuncian al empirismo». Brandom y
Sellars están de acuerdo con Davidson en que, como dice
McDowell, «no podemos hacer que la experiencia siga
siendo epistemológicamente significativa sin caer en el
Mito de lo Dado».9 Pero McDowell no cree que tal renun­
cia al empirismo funcione. Pues, en su opinión, esa
renuncia «hará que se vean las cuestiones filosóficas [tra­
dicionales] como si debieran ser buenas cuestiones», de
modo que, «en vez de ocurrir un exorcismo de la filosofía
seguirá habiendo malestar filosófico».10
McDowell, al igual que yo, se considera a sí mismo
como un filósofo terapéutico. Al igual que yo espera crear
«un marco mental en el que ya no parezca que debamos
enfrentamos a unos problemas que exigen que la filosofía
vuelva a reunir sujeto y objeto».11 Los dos queremos
«lograr el derecho intelectual de encogemos de hombros
ante las preguntas del escéptico»12 y el derecho de «renun­
ciar a la obligación de tratar de responder a las preguntas
características de la filosofía moderna».
Pero McDowell, a diferencia de mí, cree que «en el
aparente enfrentarse a semejante obligación parece
haber en verdad una intuición buena». Por eso piensa
que el empirismo que hemos echado por la puerta vol­
verá a entrar por la ventana. En opinión de McDowell,
9. Ibíd., p. xvii.
10. Ibíd., p. 142n. En esta nota, más que criticar a Sellars o a Davidson,
McDowell se dedica a criticarme a mí. Pero lo que dice ahí también vale para
ellos si uno los interpreta a mi modo: como diciendo que la renuncia al empi­
rismo va a abrirnos las puertas a una paz wittgensteiniana y la posibilidad de
convertimos en unas buenas almas humanas capaces de apartamos, sin mala
conciencia, de los problemas epistemológicos tradicionales.
11. Ibíd., p. 86.
12. Ibíd., p. 143.
282 E L PRAGM A TISM O , UNA V E R S IÓ N

es posible «remontar algunas de las preocupaciones


características de la filosofía moderna a una tensión
entre dos fuerzas»: «por un lado, la atracción de un
empirismo mínimo; por el otro, el hecho de que todo
conocimiento (awareness) es un asunto lingüístico».13
De acuerdo con la concepción de McDowell, el giro lin­
güístico nos ayudó a ver que nada forma parte de un
proceso de justificación sin tener una forma lingüística.
Pero no nos liberó de la necesidad «de dar sentido al
dirigirse al mundo del pensamiento empírico». «Mien­
tras no podamos dar razón de los atractivos del empi­
rismo», dice, la incoherencia del Mito de lo Dado va a
ser «una fuente de continuo malestar filosófico».
De acuerdo con mi concepción, el giro lingüístico en
filosofía, el giro que hizo posible que Sellars concibiese la
doctrina del nominalismo psicológico, consistió, justamen­
te, en un apartarse de la idea de capacidad humana de res­
ponder ante el mundo. Estoy completamente de acuerdo
con Heidegger en que existe una conexión directa entre la
búsqueda de certeza cartesiana y la voluntad de poder
nietzscheana. A mi modo de ver las cosas, la filosofía euro­
pea moderna viene a ser un intento de los seres humanos
de arrebatar el poder a Dios; o dicho más plácidamente,
viene a ser el intento de prescindir de la idea de capacidad
humana de responder ante algo no-humano. También
incluye lo que Heidegger deploró como «el olvido del ser».
Aunque, para mí, al igual que para Nietzsche y Derrida,
este olvido fue algo grande; como también constituyó un
gran avance lo que Heidegger llama el «humanismo» de la
filosofía moderna. Para mí, la necesidad de dirigirse al
mundo no es más que un residuo de la necesidad de estar
bajo una guía autoritaria, la necesidad contra la cual
Nietzsche y sus compañeros pragmatistas se rebelaron.
"k ic "k

Sospecho que la parte más fructífera del debate que


mantengo con McDowell son las distintas explicaciones
13. Ibíd,., p. xvi.
E L E M P IR IS M O D E M C D O W E L L 283
que los dos ofrecemos de la génesis y desarrollo de la filo­
sofía moderna. Pero antes de centrarme en esas explica­
ciones y nuestras distintas estrategias metafilosóficas nece­
sito realizar un pequeño esbozo de la atrevida e ingeniosa
solución de McDowell al dilema que, según él, se plantea
con la polémica antiempirista de Sellars y Davidson. A este
propósito, en lo que sigue discutiré tres nociones centrales
al pensamiento de McDowell: 1) «el naturalismo pelado»;
2) «la segunda naturaleza»; 3) «la libertad racional».

1. Naturalismo descamado
Como anteriormente observé, según McDowell existe
una clara dicotomía entre el reino de la naturaleza y el
reino de la ley. Los naturalistas descamados son aquellos
filósofos que niegan la existencia de tal dicotomía; son
gente con un instinto reduccionista como el de Quine.
A Quine le gustaría pensar que el lenguaje de la física
goza de una especie de prioridad y que todo lo que no se
ajusta a él debe ser considerado como una concesión a la
conveniencia práctica, antes que como parte de una
explicación sobre el modo real de ser de las cosas.
A veces, como en el siguiente pasaje, McDowell refor-
mula su dicotomía entre ley y razón en términos de una
dicotomía entre dos clases de inteligibilidad:
La revolución científica moderna hizo posible una
nueva y clara concepción del tipo característico de inteli­
gibilidad que las ciencias naturales nos permiten hallar
en las cosas... Tenemos que diferenciar claramente entre
la inteligibilidad de las ciencias naturales y la clase de
inteligibilidad que una cosa adquiere al ser situada en un
espacio lógico de razones. Ésta es una forma de afirmar
la dicotomía entre espacios lógicos que el naturalismo
descamado se niega a reconocer.14
Según McDowell, la gente como Quine (y a veces has­
ta incluso como Sellars) ha quedado tan impresionada
14. Ibíd.., p. xix.
284 E L PR AGM A TISM O , UNA V E R S IÓ N

por las ciencias naturales que, para ellos, sólo el primer


tipo de inteligibilidad es auténtica.
En mi opinión, sin embargo, creo que sería impor­
tante, a la hora de discutir los logros de la revolución
científica, trazar una distinción que McDowell no hace:
deberíamos diferenciar la física de partículas, juntamente
con todas aquellas disciplinas microestructurales de la
ciencia natural próximas a ésta, de todo el resto de disci­
plinas de la ciencia natural. Por desgracia, muchos filó­
sofos contemporáneos están igual de fascinados por la
física de partículas que John Locke lo estaba por la mecá­
nica corpuscular. En una ocasión Quine dijo que la razón
por la cual la indeterminación de la traducción es distin­
ta de la indeterminación de la teoría es que las distincio­
nes en psicología, a diferencia de las distinciones en bio­
logía, no son relevantes para el movimiento de las partí­
culas elementales. Para David Lewis todos los objetos del
universo son artefactos apañados, a excepción de estas
partículas elementales. El mismo Sellars tendía demasia­
do a describir la naturaleza en términos democristianos
de «átomos y vacío» y a inventarse pseudoproblemas
acerca del modo de reconciliar las imágenes «científica»
y «manifiesta» de los seres humanos.
A fin de guardarse de esta simple y reduccionista for­
ma de concebir la naturaleza no humana, es útil recor­
dar que la forma de inteligibilidad que comparten el cor-
puscularismo de Newton y la actual física de partículas
no halla equivalente alguno en la geología de las placas
tectónicas, por ejemplo, o en las explicaciones de Darwin
y Mengel sobre herencia genética y evolución. En estas
áreas de la ciencia natural, en vez de una subsunción de
sucesos a leyes, tenemos más bien historias y narracio­
nes sobre la naturaleza.
En mi opinión, pues, McDowell no debería aceptar la
concepción naturalista descamada de. que en ciencias
naturales hay «una forma distintiva de inteligibilidad»
consistente en relacionar sucesos por medio de leyes.
Mejor sería reconocer que aquello que Davidson llama
«leyes estrictas» constituye una excepción en ciencias
E L E M P IR IS M O D E M C D O W E L L 285
naturales, algo que de ser posible es bueno tener, pero
que difícilmente sea esencial a la explicación científica.
Mejor sería pensar que «la ciencia natural», antes que un
género natural es una colección de útiles artificios. Aun­
que lo mejor sería dejar de emplear expresiones como
«formas de inteligibilidad», pues entonces ya no sería
necesario preocuparse, como hace McDowell, por si «lo
que experimentamos es externo [o no] al reino del tipo de
inteligibilidad adecuado al significado».15
Quien esté fascinado por el tipo de ciencia natural
que proporciona leyes bien estrictas tenderá a exagerar
el contraste entre la naturaleza y la razón afirmando,
con McDowell, que «el espacio lógico de razones» es sui
generis. Yo, en cambio, defendería que, en realidad, éste
no es ni más ni menos sui generis que los espacios lógi­
cos de la argumentación política, la explicación biológi­
ca, el fútbol o la carpintería. Todos los juegos de lengua­
je son sui generis. Es decir, son irreductibles los unos a
los otros, donde un test de «reductibilidad» consiste en
algo así como el descubrimiento de unas condiciones
materiales que relacionan unas determinadas afirmacio­
nes hechas en un juego de lenguaje con otras hechas en
otro juego. Ahora bien, semejante sentido de «sui gene­
ris » —el sentido en el que el béisbol es sui generis con
respecto al fútbol, el jai alai, el baloncesto, el ajedrez o el
póquer— es completamente estéril desde un punto de
vista filosófico.
Si nuestro propósito es proporcionar a la filosofía
una paz wittgensteiniana, entonces deberíamos hacer
como Dewey: intentar que todas las «dicotomías» filosó­
ficas parezcan exageraciones del hecho banal de que
herramientas distintas sirven para distintos propósitos.
Deberíamos considerar que, desde un punto de vista filo­
sófico, tan estéril es que no podamos utilizar simultá­
neamente un discurso sobre intenciones y otro sobre
partículas, como que no podamos jugar a béisbol y al jai
alai al mismo tiempo. No deberíamos dejar que ésto nos
15. McDowell, op. cit., p. 72.
286 E L PR A G M A TISM O , UNA V E R S IÓ N

haga interrogar, como le ocurre a McDowell, acerca del


modo de «reconciliar el entendimiento y la sensibilidad,
la razón y la naturaleza».16
Resumiendo: según McDowell, debemos mantener
una gran dicotomía entre razón y naturaleza, entre ley y
razón, cosa que no hacen los naturalistas descamados.
En mi opinión, tanto los naturalistas descamados como
McDowell se lían demasiado con estas dicotomías, que al
final sólo sirven para generar nuevos pseudoproblemas.
Y si se hacen un lío con ellas es porque, en vez de hablar
de conveniencia, hablan de inteligibilidad.
Según Quine, el único paradigma auténtico de inte­
ligibilidad que existe es el de la física de partículas.
Según McDowell, tenemos dos paradigmas. En mi opi­
nión, lo mejor que podríamos hacer es quitamos de
encima para siempre la noción de «inteligibilidad»17 y
reemplazarla por la noción de «técnicas de resolución
de problemas». Lo que Demócrito, Newton y Dalton rea­
lizaron fue resolver algunos problemas mediante partí­
culas y leyes. Darwin, Gibbon y Hegel resolvieron otros
por medio de narraciones. Los carpinteros solucionan
sus problemas mediante clavos y martillos; los soldados
mediante pistolas. Los problemas de los filósofos tienen
que ver con hallar el modo de impedir que las palabras
empleadas por algunos de estos solucionadores de pro­
blemas sean un obstáculo para la utilización de otras
palabras por parte de otros solucionadores de proble­
16. Ibíd., p. 108.
17. Otro modo de formular esta idea es decir que la inteligibilidad es
barata: uno siempre puede hacerse con ella enseñando a la gente a hablar de un
modo determinado. Que una concepción sea intuitiva, o una frase inteligible
apenas dice nada acerca de su utilidad. En contraste con ello, consideren la afir­
mación de McDowell de que «la pura inteligibilidad de la idea [de apertura a los
hechos] es suficiente» para sus propósitos (de hallar un término medio entre el
naturalismo descamado y la renuncia al empirismo) (ibíd., p. 113). En su opi­
nión, la idea de que nuestro ser se abre a los hechos tiene una ventaja por lo que
a «inteligibilidad» concierne con respecto a la idea de que «el hecho mismo se
imprime en el perceptor». Con todo, cualquier circunstancia en la que las metá­
foras de transparencia parezcan más verosímiles que las metáforas de impresión
se halla completamente en función de la retórica a la que uno se ha visto expues­
to anteriormente.
E L E M P IR IS M O D E M C D O W E L L 287
mas. Y estos problemas no se plantean por culpa de
dicotomías entre reinos del ser, sino por culpa de gente
como Quine o Fichte, imperialistas culturales con deli­
rios monoteístas de grandeza.

2. Segunda naturaleza
De preocupamos, al igual que McDowell, por la
cuestión de si existe algún tipo de control racional de
la indagación humana por parte del mundo, en oposi­
ción a un control meramente causal, vamos a estar
interesados en concentramos en la interficie entre el
espacio de razones y el espacio de naturaleza y en
encontrar algo que pueda ser descrito como hallándose
en ambos espacios. Para dar cabida a ello tendremos
que sostener lo que dice McDowell: «necesitamos no
equiparar la idea misma de naturaleza con la idea de
instanciaciones de conceptos que pertenecen al espacio
lógico... en el que sale a la luz la inteligibilidad de tipo
científico-natural».
«Los seres humanos —añade McDowell— adquieren
una segunda naturaleza, en parte, mediante la iniciación
en el uso de capacidades conceptuales cuyas interrelacio-
nes pertenecen al espacio lógico de razones.» En otro
lugar habla de la iniciación en una comunidad moral, y
de cómo por medio de ésta uno adquiere un carácter
moral. La adquisición de un carácter moral y de la capa­
cidad de tener experiencias perceptivas constituyen dos
ejemplos de «iniciación en el uso de capacidades concep­
tuales». Además,
semejante iniciación forma parte del proceso normal de
un ser humano en su camino hacia la madurez; por eso
el espacio de razones, aunque ajeno al trazado de la
naturaleza concebida como reino de la ley, no se aleja
tanto de lo humano como el platonismo desenfrenado
prevé. Si generalizamos el modo cómo Aristóteles conci­
be el moldeado del carácter ético, llegaremos a la noción
288 E L PR A G M A TISM O , UNA V E R S IÓ N

de tener los ojos abiertos a las razones en general a tra­


vés de la adquisición de una segunda naturaleza. No se
me ocurre ninguna expresión breve en, inglés que expre­
se esto, pero es lo que en filosofía alemana se conoce
como Bildung.18
El tener los ojos abiertos a razones hace que uno
pueda estar controlado racionalmente por el mundo y
que, de este modo, tenga también la capacidad de
hallarse en estados de dirección al mundo y de realizar
juicios que pueden responder ante el mundo. También
hace posible la libertad racional. Según McDowell, nin­
guna de estas dotaciones sería inteligible si describiéra­
mos los encuentros que tenemos con el mundo por
medio del aparato sensitivo empleando solamente
aquellos términos que utilizan Sellars, Davidson y
Brandom.
Para estos tres filósofos, Bildung tiene que ver con
relaciones intrahumanas: con adquirir la capacidad de
interactuar con los demás seres humanos por medio del
pedir y dar razones. Cuanto más gebildet somos, más
complejas e interesantes son las razones que podemos
dar y pedir. Pero ninguno de estos tres filósofos describe
jamás el mundo como una especie de compañero conver­
sacional que va ofreciendo candidatos a creencia, nomi­
naciones que somos libres de aceptar o rechazar. El mun­
do nos inculca creencias por medio de la interacción cau­
sal entre el programa que hemos interiorizado en el
proceso de llegar a ser gebildet y el estado de nuestros
órganos sensoriales. De tal suerte que, ninguno de estos
filósofos juzga conveniente describir Bildung como algo
que nos abre los ojos a las razones para creer que nos
ofrece el mundo no humano.
Por el contrario, para McDowell es sumamente
importante concebir el mundo como una especie de com­
pañero conversacional. Lo que él quiere es concebir la
experiencia como una «apertura al mundo», o «apertura

18. McDowell, op. cit., p. 84.


E L E M P IR IS M O D E M C D O W E L L 289
a la realidad»,19 en el mismo sentido de apertura en que
una persona inclinada a la conversación está abierta a
nuevas ideas. McDowell considera esencial no describir
las ilusiones perceptuales (la ilusión Müller-Lyon, por
ejemplo, en la que si uno no presta atención no ve que la
mujer que antes parecía estar sin cabeza, en realidad, lle­
va un bolsa negra en la cabeza, etc.) como causantes de
que tengamos unas creencias verdaderas o falsas en fun­
ción de nuestra programación, sino como presentando
unos candidatos a creencia que podemos aceptar o recha­
zar libremente en función de nuestro grado de sofistifica-
ción intelectual.
A McDowell le gusta hablar del mundo como si éste
estuviera haciéndonos favores, fuera bueno con nosotros
y se dignara a producir hechos. En un pasaje, por ejem­
plo, dice:
Los hechos particulares que el mundo nos hace el
favor de producir, en todas sus distintas modalidades
cognitivas, modelan en realidad el espacio de razones
como lo encontramos. El resultado termina siendo una
especie de fusión entre la idea de espacio de razones
como lo encontramos y la idea del mundo como se nos
presenta. Claro que nuestros juicios son tan falibles res­
pecto a la forma del espacio de razones como lo encon­
tramos, como —cosa que viene a ser lo mismo— respec­
to a la forma del mundo como lo encontramos. Es decir,
somos vulnerables a que el mundo nos traicione, y cuan­
do esto no ocurre estamos en deuda con él.20
Brandom, Sellars y Davidson, los tres pueden coinci­
dir en que, por lo general, el espacio de razones que
encontramos también es la forma del mundo. Como la
mayoría de nuestras creencias tienen que ser verdaderas,
no vemos qué sentido tendría sostener que posiblemente
un gran abismo separa el mundo como lo describimos de

19. Ibíd ., p. 111.


20. McDowell, J., «Knowledge and the Intemal», Philosophy and Pheno-
menological Research, vol. 55, n.° 4, diciembre de 1995, p. 887.
290 E L PRAG M A TISM O , UNA V E R S IÓ N

tal como es en realidad. Sin embargo, a diferencia de


McDowell, estos tres filósofos consideran que el mundo
no forma el espacio de razones «dignándose a producir
hechos» para nosotros, sino ejerciendo sobre nosotros
una presión causal bruta. Esta presión ambiental bruta
es la responsable de los sucesivos estadios de las evolu­
ciones biológica y cultural.
Estos tres filósofos y McDowell están de acuerdo en
que aquello que no puede utilizar palabras tampoco pue­
de tener capacidades conceptuales. Pues tener una capa­
cidad conceptual equivale justamente a ser capaz de
emplear una palabra. Con todo, estos tres filósofos supo­
nen que, como los bebés, los perros, los árboles y las pie­
dras no utilizan palabras, no existe ninguna razón para
pensar que el mundo no humano sea un compañero con­
versacional. Para McDowell, en cambio, las cosas no son
tan simples. A su parecer, «las capacidades conceptua­
les... tal vez no sólo sean operativas en los juicios... quizá
lo sean ya en las transacciones en la naturaleza constitui­
das por los impactos del mundo sobre las capacidades
receptivas de un sujeto adecuado».21 McDowell está de
acuerdo en que las rocas y las piedras no hablan; pero no
acepta que éstas sean simplemente la causa de que emita­
mos juicios. Según McDowell, una apariencia perceptual
es una petición que nos hace el mundo para que formu­
lemos un juicio, petición que aunque tenga ya la forma
conceptual de un juicio, todavía no constituye propia­
mente ningún juicio.
Así pues, las piedras y los árboles nos ofrecen razones
para tener creencias tomando prestada, por decirlo así,
nuestra capacidad de usar palabras, una capacidad que no
estaba a su disposición antes de que los humanos desa­
rrollasen el lenguaje. Las «impresiones» de McDowell, sin
embargo, no son ni los estados fisiológicos que producen
creencias no inferenciales, ni tampoco estas creencias no
inferenciales, sino algo entremedio: los componentes de la
segunda naturaleza. Conforme a McDowell,
21. McDowell, J., Mind and World, p. xx.
E L E M P IR IS M O D E M C D O W E L L 291
en cuanto recordamos la segunda naturaleza, comprende­
mos que en las operaciones de la naturaleza pueden
incluirse circunstancias cuyas descripciones las sitúan en
un espacio lógico de razones, aunque éste sea un espacio
lógico su i generis . Ello permite acomodar impresiones en
la naturaleza sin amenazar el empirismo. Ahora no es
posible realizar correctamente la inferencia desde la tesis
de que recibir una impresión es una transacción en la
naturaleza a la conclusión de Sellars y Davidson de que
la idea de recibir una impresión tiene que ser extraña al
espacio lógico en el que operan conceptos como el de
capacidad de responder... Al recibir impresiones un sujeto
puede quedar abierto a la realidad manifiesta de las
cosas.22

3. Libertad racional
Según McDowell, esta «sensibilidad a las razones»
constituye una buena explicación de una noción de liber­
tad. Pero luego añade que tal vez se produzca confusión
filosófica con respecto a la cuestión sobre cómo encaja
esta sensibilidad con el mundo natural. Los compatibilis-
tas huméanos como Davidson, Dennett y yo mismo —gen­
te que desea disolver, en vez de resolver, el problema de la
libertad y el determinismo— pensamos que, en cuanto
nos demos cuenta de que las herramientas que emplea­
mos para aplicar y modificar normas suelen ser distin­
tas de las que empleamos para predecir lo que ocurrirá
en el futuro, esa confusión debería desaparecer. No
vemos la necesidad de hacer lo que McDowell llama
«buscar una concepción de nuestra naturaleza que
incluya la capacidad de hacerse eco de la estructura del
espacio de razones».23
Para McDowell, sin embargo, las nociones de «liber­
tad racional», «apertura al mundo» y «capacidad de res­
ponder ante el mundo» o bien se sostienen juntas o se
hunden todas a la vez. Eso es lo que le ocurre a la noción
22. Ibíd.
23. Ibíd., p. 109.
292 E L PRAGM A TISM O , UNA V E R S IÓ N

de «espontaneidad», en el sentido kantiano de «esponta­


neidad del entendimiento». Con la noción de «contenido
empírico» ocurre otro tanto. Según McDowell, Davidson
no se percata de que lo único que consigue una explica­
ción meramente causal de las respuestas que damos a lo
no humano es amenazar a nuestros juicios empíricos con
«el vacío» («vacío» en el sentido de falta de contenido): «si
de lo que se trata es de evitar la amenaza del vacío, enton­
ces necesitamos pensar que las intuiciones están relacio­
nadas racionalmente con lo que deberíamos creer».24
Conforme a la idea de McDowell de «contenido»,
algunas palabras utilizadas para clasificar cosas visibles y
tangibles —tales como «bruja», «teutón» o «flogisto»—
en realidad carecen de contenido empírico. Son pseudo-
conceptos. Cuanto más aprendamos sobre el mundo,
menos pseudoconceptos tendremos y más conceptos
empíricos, llenos de contenido poseeremos. Con el pro­
greso intelectual, nos abriremos más y más al mundo. El
mundo llenará nuestras creencias con más y más conte­
nido empírico, y de este modo, por decirlo así, llegará a
decimos más cosas sobre él mismo.25
A Davidson, Sellars y Brandom no les sirve de nada
esta oposición entre usos de palabras con contenido y
usos sin contenido. Y ello porque, como buenos inferen-
cialistas y panrelacionistas, opinan que la única razón
por la cual un concepto necesita tener un contenido es
para que la palabra en cuestión funcione como nodo en
un patrón de inferencias. Respecto a la posesión o caren­
cia de contenido, no existe diferencia alguna entre las
palabras de un hombre supersticioso de las cavernas y
las palabras de un sofisticado físico. Mientras que McDo­
well pretende resucitar una nueva versión de la idea de
Russell según la cual un término singular sin referencia
24. Ibíd., p. 68.
25. Los davidsonianos como yo entendemos el eslogan de Kant «los con­
ceptos sin intuiciones son vacíos» del siguiente modo: «aquella conducta lin­
güística que, al final, no es interpretada con respecto a su interacción causal con
el entorno del hablante no es susceptible de interpretación alguna». Así pues,
rechazamos las metáforas de completud y vacío en favor de las metáforas de
relacionalidad y carencia de relacionalidad causal.
E L E M P IR IS M O D E M C D O W EL L
293
no es más que un pseudotérmino singular, Davidson
Sellars y Brandom sostienen que cualquier término sin­
gular con uso es igual de bueno que cualquier otro.
Si la noción de «libertad racional» de McDowell no
me sirve en absoluto es porque, tal como él la usa, está
demasiado vinculada a otras nociones que tampoco me
sirven de mucho; nociones tales como capacidad de res­
ponder o contenido. Así pues, interpreto «libertad racio­
nal» como «esta cosa curiosa» que, según McDowell, no
tendríamos si Davidson tuviese razón cuando dice que «el
vínculo que existe entre el pensamiento y la realidad
independiente es sólo causal y no racional». En mi opi­
nión, es difícil asociar este sentido de «libre» con el úni­
co sentido del término que interesaba a Hume, a saber, el
sentido conforme al cual, si una pistola apunta a la cabe­
za de nuestro hijo, o nos hallamos bajo estado de hipno­
sis, entonces no somos libres, en el sentido de «libre» que
invocamos al realizar una atribución de responsabilidad
moral. Asimismo, considero igualmente difícil asociar
aquel sentido con la tesis de Hegel de que la historia es el
relato de una libertad cada vez mayor. En realidad, creo
que es un sentido de «libertad» explícitamente kantiano:
un sentido al podríamos renunciar perfectamente si, en
vez de hablar de dicotomía entre distintas clases de inte­
ligibilidad, estuviésemos dispuestos a hablar de técnicas
para la resolución de problemas.
***
Hasta aquí las tres nociones de McDowell que he uti­
lizado como soportes para explicar la forma en que éste
soluciona su problema: el problema de cómo evitar a un
tiempo el naturalismo descamado y la concepción común
a Sellars, Davidson y Brandom a favor de renunciar a la
noción de «experiencia perceptual».
Creo que la solución que ofrece McDowell es original
con brillantez y está perfectamente lograda. Si lo que uno
teme es perder de vista la noción de «experiencia percep­
tual», entonces McDowell es su hombre. Éste realiza una
294 E L PRAG M A TISM O , UNA V E R S IÓ N

tarea espléndida de reconciliación entre giros comunes


del habla tales como «una vislumbre del mundo», «aper­
tura al mundo» o «capacidad de responder ante el mun­
do» y el rechazo de la confusión que se expresa en el Mito
de lo Dado entre los conceptos de causa y justificación.
En esta tarea de reconciliación lo que hace falta es preci­
samente su concepción de «segunda naturaleza». McDo­
well ha rehabilitado el empirismo.
El problema, claro, es que yo no deseo semejante
reconciliación o rehabilitación. En lugar de darles sopor­
te filosófico, lo que se debería hacer es renunciar a todos
estos giros comunes del habla que McDowell invoca.
A mi parecer, no queda nada valioso por salvar en el
empirismo. Pienso que salvar la noción de capacidad de
responder ante el mundo es salvar una intuición que coli­
siona con el politeísmo romántico de Dewey. Es seguir
figurándose «el mundo» como una autoridad no humana
a la que debemos algún tipo de respeto.
En Mind and World, al discutir mis concepciones,
McDowell me cita cuando digo: «No parece haber ningu­
na razón evidente por la que el progreso del juego de len­
guaje que jugamos tendría que tener nada que ver con la
forma de ser del resto del mundo.» A lo que replica:
«Todo el sentido de la idea de normas de indagación es
que al seguirlas, deberían mejorar nuestras oportunida­
des de tener razón sobre cómo es el mundo.»26
Mi opinión es que semejante concepción sobre la fun­
ción que realizan las normas de indagación nos hará
retroceder otra vez a la distinción entre esquema y mun­
do, y a la idea de que el progreso de la indagación consis­
te en una «adecuación» cada vez mejor ajustada al mun­
do. Pero McDowell, que, por otro lado, acepta la crítica de
Davidson a la distinción esquema-contenido, lo niega. «El
mundo que aquí invoco —dice— no es el mundo que...
[en opinión de Rorty] está perdido para bien... Es el mun­
do absolutamente corriente en el que hay piedras, la nieve
es blanca, etc. Es aquel mundo corriente con el cual se
26. Ibíd., p. 151.
E L E M P IR IS M O D E M C D O W E L L 295
relaciona nuestro pensamiento de un modo tal que la
separación de puntos de vista que efectúa Rorty hace que
parezca misterioso, pues separa la relacionalidad al mun­
do de los contextos normativos necesarios para que tenga
sentido la idea del estar relacionado —racionalmente—
con algo.» Según McDowell, es mi propia concepción la
que provoca que este problema sea apremiante y, por lo
tanto, mi «negativa a tratarlos sólo puede ser un acto
intencionado, un taparse las orejas deliberado.»27
Naturalmente, para mí lo que en realidad ocurre es
que McDowell ha quedado seducido por el canto de sire­
nas del empirismo. El hecho de que yo esté sordo a este
canto, más que el resultado de un acto intencionado per­
verso, constituye otro ejemplo de una virtud intelectual
ganada a pulso. Con todo, también pienso que entre noso­
tros prácticamente no existe terreno común para debatir
nuestros desacuerdos. En particular, no creo que pueda
ser de ninguna ayuda una reformulación más rigurosa del
asunto. Y lo creo así porque sencillamente no veo que sea
más importante decir, con McDowell, que a menos que las
apariencias perceptuales sean distintas de los juicios es
probable que perdamos nuestra libertad kantiana que
decir, con Brandom, que la libertad kantiana consiste,
simplemente, en abstenerse de realizar una «afirmación-
de-ser» (is-claim) y limitarse a hacer una «afirmación-de-
parece» (looks-claim).
Los pragmatistas rústicos como yo siempre formula­
mos la misma pregunta que hacía William James: «¿qué
relevancia de orden práctico se supone que tendrá esta
curiosa y pequeña diferencia teórica?». Y, así, termino
por preguntarme cómo podríamos relacionar este claro
desacuerdo entre Brandom y McDowell sobre la cuestión
de la naturaleza de las apariencias con las esperanzas
culturales que originaron Kant y Hegel al escribir sus
libros. Una de las lecciones que deberíamos haber apren­
dido de la revuelta contra el escolasticismo medieval es
que cuando los filósofos empiezan a discutir sobre si
27. Ibíd.
296 E L PRAGM A TISM O , UNA V E R S IÓ N

existirá una tercera cosa intermedia entre otras dos cosas


(la materia signata de Aquino, por ejemplo, un interme­
diario entre la materia primera y la forma sustancial) lo
que están haciendo es mercadear significación cultural
por rigor profesional.
Ésa es la razón por la que tiendo a alejarme de los
intentos de hacer formulaciones bien precisas del asunto
y empiezo a hablar, en borrosos términos histórico-psico-
analíticos, de la necesidad de conducir a la humanidad a
una madurez completa mediante la renuncia de la feroz
imagen de la figura del padre. Cuando cedo a esta ten­
dencia utilizo una retórica concreta y empiezo a buscar,
por ejemplo, los pasajes en los que McDowell ofrece su
propia versión de la historia del mundo. Los lugares en
los que tal versión se presenta de un modo más claro son
su observación de que «nuestras ansiedades filosóficas se
deben a nuestro comprensible apego al pensamiento del
naturalismo moderno», y su propuesta de «trabajar para
aflojar este apego».28
Cuando leo este pasaje me parece que aquí McDowell
se está haciendo eco de unos pasajes parecidos de Gada-
mer y Charles Taylor, dos filósofos que también piensan
que Aristóteles comprendió algo importante, algo que
empezamos a perder de vista cuando la mecánica cor­
puscular provocó que el aristotelismo pareciese obsoleto.
Leo a estos dos filósofos también a la luz de la observa­
ción que me hace McDowell al replicar que la mayor par­
te de mi obra se halla impregnada de «un tono darwinia-
no». Luego expande un poco este punto al decir que mi
sospecha hacia las formas de hablar predarwinianas
«refleja una aprobación claramente no pragmatista del
vocabulario darwiniano, en cuanto único dispositivo lin­
güístico que realmente nos permite describir la realidad».
Pero esto no es cierto. Rechazo con indignación la
idea de que yo piense que Darwin nos permite describir
mejor que nadie la realidad a nosotros los humanos.
Ahora bien, si esta forma de describir los seres humanos
28. Ibíd.., p. 177.
E L E M P IR IS M O D E M C D O W E L L 297
se complementa (como hacen Dewey y Dennett) con un
relato sobre la evolución cultural, entonces sí que el con­
junto nos proporciona un artificio realmente útil para
impedir que la gente exagere acerca de determinadas
dicotomías y que, por consiguiente, se generen proble­
mas filosóficos. Insistiendo en la analogía entre desarro­
llar un nuevo órgano y desarrollar un nuevo vocabulario,
entre contar relatos sobre cómo los elefantes llegaron a
tener trompa y contar relatos sobre cómo Occidente lle­
gó a poseer una física de partículas, nosotros, los neo-
darwinianos albergamos la esperanza de perfeccionar la
imagen de uno mismo que los poetas románticos esbo­
zaron y que Nietzsche y James llenaron parcialmente de
contenido.
En esta imagen, nuestra actitud hacia lo no humano
se halla, como lamentó Heidegger, más cerca del dominio
baconiano que de una actitud de respeto. Con la adop­
ción de esta actitud los juicios científicos y perceptuales
dejan de estar en el centro de interés del filósofo en favor
de los juicios políticos y artísticos. Nietzsche, Ortega o
Heidegger pasan a ser más interesantes que Moore, Car-
nap o Austin, por ejemplo. Y esto a mí me parece un gran
logro.
ÍNDICE ONOMÁSTICO
Abrams, M. H., 51,5 ln Brentano, F., 26
Agustín, San, 56 Bulwer-Lytton, E., 51n
Alien, B.,149w Byron, Lord, 276
Apel, K. O., 85-87, 81n, 85n,
88n, 91, 92, 100, 101, 106, Calióles, 57
108, 112, 113, 117-119, Camap, R., 143,250,254,261 n
136n,137,186, 214n, 238n, Castoriadis, C., 85n, 86n
244n Cavell, S., 174,194,195,199
Aristóteles, 278,287,296 Cervantes, M. de, 277
Amold, M., 51, 53, 67, 67n, 69 Chisholm, R. M., 90
Austin, J. L., 102 Chomsky, N., 113, 112n, 113n,
Ayer, A. J., 250,252 115n
Clarke, T., 194
Bacon,F.,276 Clifford, W. K., 42,44,45,74
Baier, Alexander, 51,139 Clough, A., 22
Baier, Annette, 17, 18, 135, Conant, J., 195-199,195n
135n, 205-209, 204rz-206n, Copémico, N., 37, 223, 269,
208n, 229-230, 230n,243, 272
243n
Bain,A.,24,25,58 Dalton, J.,286
Ben-Habib, S., 121,131 Dante, 7,14
Bentham, J., 24,50,51 Danto, A., 50
Bergman, G., 25 Darwin, Ch., 25, 29, 37, 41n,
Bergson, H., 49 49, 55-57, 129, 134, 160,
Berkeley, G., 147,147 nf 250 161, 163, 164, 166, 166n,
Berlin, I., 53 167,284,286,296
Bieri, P., 184,186,187, \95n Davidson, D., 18, 83n, 86n,
Blake, W., 276 89n, 91 n, 92n, 101 n, 109n,
Blumenberg, H., 33,34,37 113n, 114, 116-119, 116n,
Boyle, R., 153 121-123, 134n, 137, 139,
Brandom, R., 18, 19, 140, 140, 161n, 164, 170, 187,
230n, 249-252, 255-257, 187n, 208, 208n, 243n,
260-272, 256n, 261 n, 263n 247n, 249, 250, 258-267,
300 E L PRAGM A TISM O , UNA V E R S IÓ N

259n, 260n, 262n, 270,278- Gibbon, E., 286


281, 28 ln, 283, 284, 288, Giotto, 133n
289,291-294 Goodman, N., 80,134 n, 264
Demócrito, 223,286 Greco, El, 14
Dennett, D., 181-186, 182n, Green,T.H.,25
183n,185n,231
Derrida, J., 13, 36, 136n, 139, Habermas, J., 12,13,16,82-86,
140, 140w, 148n, 155w, 80n, 81 n, 83n-86n, 91-101,
160n , 166n 93n, 98n, 100n, 103, 104,
Descartes, R., 8, 24, 26, 90, 91, 106, 108, 112, 113, 113n,
104,142,189,190,193,197, 117-123, 121w, 125-132,
198,255 134, 132n-134n, 136, 136w,
Descombes, V., 112n 137, 139, 139n, 140, 172,
Devitt, M., 266 186,229,233,234,236-241,
Dewey, J., 10-17, 21-33, 37, 38, 243,244
40,53-55,54w,58,61,64-71, Hacking, I.,245
65n-70n, 75-77,85,85 n, 86, Hegel, G. W. F., 17, 25-28, 32,
96,129,134-137,134w, 140, 116, 117, 132, 133h, 135,
163, 164, 164», 175-177, 165, 166n, 229, 252, 255,
179, 180, 201-208, 202n, 267,278,293,295
205w,208w,211,223,223«, Heidegger, M., 35,53,143,146,
247n, 249, 250, 254, 255, 176, 195m, 217, 272, 276,
264 282.297
Diamond, C., 195 Helvetius, C. A., 49n
Dostoevskii, F., 14 Herder, J. G., 166,166n
Dworkin, R., 216,216 n Hobbes,Th., 153
Hólderlin, F., 49
Emerson, R. W., 27, 30, 49, 52, Homero, 7
56,66 n, 85 Hook, S., 70
Hoy, D., 19
Fichte,J.G., 9,165,287 Humboldt, W. von, 51, 166,
Foucault, M., 82w, 96,111,121, 166n
127,140 Hume, J., 26, 46, 135, 135n,
Fodor, J., 115n 164,186,205-207,222,229,
Fourier, F. M. C., 277 250,293
Frege, G .,29,166 Husserl, E., 16,26
Freud, S., 13, 33-37, 34n, 129,
208, 208n, 217, 222, 272 Jackson,F., 182-184,194
James, H., 31, 182, 195, 259,
Gadamer, H. G., 136n, 143 250.295.297
Galileo, 8 James, W., 22, 24-32, 39-48,
Gell-Mann, M., 277 34n, 39n, 40 n, 42n, 46n, 49-
ÍN D IC E O N O M Á STICO 301
56, 58, 60-64, 70, 72-74, 76, Mead,G.H„ 116,117
77, 52n, 54n, 61n-63n, 88 Mendel, G., 284
Jeffers, R., 55,56 Metzinger, Th., 184,185,185n
Jefferson, T., 56, 85, 86, 85n, Mili, J. S„ 39,47,50-54,58,67,
86n 72,73,202,250
Jesucristo, 65,222 Moody, W. V., 52
Moore, G. E., 297
Kant, I., 9,14,16,18,26,28-30,
39,134-136,134n, 140,146, Nabokov, V., 277
156,164,165,167,203,204, Nagel, Th., 174,176-182,176n,
205n, 210, 212, 229-231, 184, 186, 186n, 188, 194,
233,239,240,267,269,272, 197
278,295, Newton, I., 8,17,29
Kelly, M„ 121, 121n, 125, 131 Nietzsche, F., 30, 43, 49, 49n,
Kierkegaard, S., 68,76 50, 52-58, 60, 62, 66, 66n,
Kohlberg, L., 112», 113 277,282,297
Kripke,S„ 172,174
Kuhn, T., 268 Ockham, G. de, 37
Lacan, J., 13 Ortega y Gasset, J., 297
Lamarck, J. B., 49
Latour, B., 223n Papini, G., 27
Leibniz, G. W„ 140, 140n,141 Peano, G., 156,157
Leuba, J. H.,61,62 Peirce, Ch. S., 24-26, 28-31,
Lewis, D,, 96n, 154n, 273, 284 30n,40,58,88n, 91,92,100-
Locke, J., 147, 166, 172, 178, 102,104,119,122,249,264
250,251,255,276,284 Piaget, J., 113
Lucrecio, 223 Platón, 7, 8, 14, 36, 37, 56, 57,
Luttwack, E., 221n 66, 172, 173, 205-207, 212,
Lyotard, J. F., 123 231,240
Poincaré, H., 49,49n
Maclntyre, A., 125, 131, 121n, Ptolomeo, 266,269
229 Putnam, H., 29,62 n, 83,91,92,
Maeterlinck, M., 66n 101,123,126,128-131,137,
Manfred,F., 166n 83n,92n,lOln, llln , 128n,
Marx, K„ 28,222 140,174,176,195,196,199,
McCarthy, T. A., 123 176n,195n,223,223n, 249,
McDowell, J., 18, 19, 255, 261, 264
262, 275-296, 275n, 279n,
281n, 285n, 286n, 288n, Quine, W. V. O., 96, 106, 170,
289n 172-176,249,283,284,286,
McGinn,C„ 184,194 287
302 E L PRAGM A TISM O , UNA V E R S IÓ N

Ramberg, B., 19 Tarski, A., 91 n, 261 n, 265


Rawls, J., 13, 65, 139, 139n, Taylor, Ch., 229,296
232, 232n, 234-242, 234n, Tillich, P., 59,66
237n, 240n, 242n, 246 Tomás de Aquino, 296
Royce, J., 25 Trasímaco, 57
Russell, B., 26 Tucídides, 173,241
Ryan, A., 64, 70, 71, 65n, 70n
Vasari, G., 133n
Sartre, J. R, 156,157,148n Walzer, M., 17,121,208n, 229-
Saussure, E de, 122 232, 229n, 233n, 236, 238,
Scanlon, Th., 240,240n 241,241n,242
Schaffer, S., 223n Weber, M., 133,112n
Schelling, E W. J., 49 Wellmer, A., 100, 101, lOln,
Schmidt, H., 277 103, 106-111, 133, 135, 137
Schulte, J., 99n Wesley, J., 52,56
Searle, J., 81n, 84n, 143, 148n, Whitehead, A. N., 140, 140n,
154n, 179, 184, 194, 247n, 141,150,223
255, 258, 268, 270, 272, Whitman, W., 52, 55, 66, 66n,
Sellars, W., 18, 83n, 90, 122, 69, 85,171,198,223
145, 230n, 249-258, 253, Williams, M., 33, 92n, 181,
253nt 260-262, 261 n, 272, 189-194, 190n-194n, 197,
278-284, 281 n, 288, 291, 198
293 Williams, B.,92n, 173,196,197
Shapin, S., 223n Wittgenstein, L., 102, 106n,
Simmel, G., 86n 114, 116, 137, 14 Snf 149,
Sócrates, 125, 136n, 172, 175, 151, 166n, 175, 176, 179,
217 180,195,199,253,257
Spencer, H., 49,49n Wollherim, R., 208n
Spinoza, B., 156,157 Wordsworth, W., 69
Stroud, B., 90, 174, 181, 189- Wright,C., 31,266
194, 198n, 193 n, 197, 198
Swedenborg, E., 30 Zizek, S., 13,81n
ÍNDICE

Prefacio...................................................................................... 7
P r im e r a le c c ió n . Pragmatismo y religión........................ 21
1. Pecado y verdad............................................................... 21
2. Pragmatismo clásico........................................................ 24
3. El pragmatismo como una liberación del Primer Padre 33
4. La solución de James para reconciliar ciencia y reli­
gión ................................................................................... 39
El pragmatismo como un politeísmo
S eg u n d a le c c ió n .
rom ántico........................................................................... 49
T e r c e r a y c u a r ta l e c c i o n e s . Universalidad y verdad . . . 79

1. ¿Es relevante para la política democrática el tema de


la verdad?.......................................................................... 79
2. Habermas y la razón comunicativa............................... 82
3. Verdad y justificación...................................................... 87
4. «Validez universal» y «trascendencia contextual» . . . . 92
5. Independencia del contexto sin convergencia: la concep­
ción de Albrecht Wellmer............................................... 100
6. ¿Deben ser relativistas los pragmatistas?....................... 106
7. ¿Unifican la razón las presuposiciones universalistas? 112
8. ¿Comunicar o educar? .................................................... 120
9. ¿Necesitamos una teoría de la racionalidad?................ 132
304 E L PRAGM A TISM O , UNA V E R S IÓ N

Q u in ta l e c c i ó n . Panrelacionismo .................................... ...... 13 9


S ex ta lec ció n . Contra la profundidad .................................169
1. Los qualia ....................................................................................182
2. Stroud y Williams acerca del escepticismo..................... ......189
S é p tim a l e c c i ó n . Ética sin obligaciones universales . . . 201
O ctava le c c ió n . La justicia como una lealtad más amplia 225

¿Queda nada valioso por salvar en el


N o v e n a le c c ió n .
empirismo?............................................................................249
El empirismo de McDowell (o sobre la
Décim a lec ció n .
capacidad humana de responder ante el mundo) 275
1. Naturalismo descarnado..........................................................283
2. Segunda naturaleza .................................................................287
3. Libertad racional ......................................................................291
índice onomástico ..........................................................................299

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