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LOS ARQUITECTOS

DEL PALACIO DE BELLAS ARTES

ALEJANDRINA ESCUDERO

Una obra como el Palacio de Bellas Artes requirió, durante los diferentes periodos
en que se llevó a cabo su construcción, de un numeroso y variado contingente de
arquitectos, dibujantes, ingenieros, albañiles, artistas y funcionarios, entre otros,
por lo que larga sería la lista de las personas a quienes debemos el, hasta hoy,
más importante escenario del arte y la cultura en México. En este capítulo
abordaremos algunos aspectos de la vida de los dos arquitectos, que estuvieron al
frente del proyecto: su artífice original, el italiano Adamo Boari, encargado de la
obra entre 1902 y 1916, y el mexicano Federico E. Mariscal, quien de 1930 a 1934
logró, finalmente, concluir el edificio.

Boari era 18 años mayor que Mariscal, sin embargo, tuvieron varias cosas en
común, además de encargarse de la edificación del Palacio de Bellas Artes.
Ambos dieron clases de arquitectura en la Escuela Nacional de Bellas Artes, Boari
formó parte del jurado en algún concurso en el que Mariscal participó y los dos
asistieron al VII Congreso Internacional de Arquitectos, celebrado en 1908 en
Londres, por no citar una serie larga de actividades en las que los arquitectos
coincidieron. En 1928 Mariscal escribió el artículo “Arquitectos célebres en nuestro
país” y sólo incluye a dos representantes del siglo XX: Ramón Agea y Adamo
Boari.

Desde los primeros años de su residencia en México y hasta su muerte, Boari


mostró gran interés por nuestro pasado en textos publicados aquí y en Roma;
Mariscal, por su parte, impulsó en sus escritos y en el aula el nacionalismo
arquitectónico. El italiano nunca se habría imaginado que el joven arquitecto se iba
a encargar de concluir su gran obra mexicana.

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ADAMO BOARI: UN ARQUITECTO ITALIANO EN MÉXICO
Hace veinte años, cuando se conmemoró el 50 aniversario de la inauguración del
Palacio de Bellas Artes, empezamos a conocer más a fondo la vida del arquitecto
que lo concibió y construyó casi en su totalidad.

Debido a que la construcción se prolongó, la niebla de los años desdibujó la


imagen de su creador. Desde 1902, Adamo Boari presentó el primer proyecto para
construir el Teatro Nacional de México, que por circunstancias diversas no se
terminó en los tiempos establecidos, inaugurándose hasta 1934 con el nombre de
Palacio de Bellas Artes. El italiano quiso edificar en la ciudad de México un teatro
que fuera “uno de los mejores del mundo”, idea que lo obsesionó durante 26 años
de su vida. Este retrato biográfico se guía por esa idea.

La juventud de un ingeniero
En Marrara, pequeño poblado de Ferrara, el 22 de octubre de 1863 nació Adamo
Oreste Boari, hijo de la pareja formada por Guglielmo Boari y Luigia Bellonzi. Una
fotografía de sus primeros años muestra un niño de ojos soñadores y aspecto
frágil, que aprendió sus primeras letras en un liceo de Ferrara. Concluida la
educación básica, en la Universidad de Ferrara estudió dos años de ingeniería
civil, pero abandonó la carrera porque lo atrajo más la agronomía, que cursó en el
Politécnico de Bolonia.

Sin embargo, a los 23 años, bajo las órdenes del ingeniero Amico Finzi, Adamo
tomó parte en la construcción de una troncal en Oggiono, poblado ubicado en la
frontera entre Italia y Austria. Sólo se ocupó un año de esta actividad ya que tuvo
que regresar a su pueblo natal para cumplir con el servicio militar.

Como muchos italianos quiso “hacer la América” y del puerto de Génova de donde
salían barcos repletos de compatriotas, se embarcó en el invierno de 1889 con
dos amigos: el marqués Ercole Mosti y Arturo Squarzoni. Su destino era el Cono
sur; una vez que recorrieron Argentina y Uruguay, los compañeros de aventura
regresaron a Italia, pero Adamo continuó con dirección a Brasil. En ese país
aprovechó su experiencia y colaboró en la construcción del ferrocarril Santos-

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Campiñas; se sabe también que realizó algunos proyectos para una Exposición
Universal. Desafortunadamente, en Río de Janeiro contrajo la fiebre amarilla, por
lo que se vio obligado a regresar a su país. Se estableció de nuevo en la casa
paterna, y sus estudios de ingeniería agrícola le permitieron impartir una cátedra
en la Universidad de Ferrara. No obstante, su deseo por recorrer mundo era firme
y debido a su estancia como profesor en esa institución consiguió un cargo oficial
con el fin de realizar un trabajo en Chicago.

Su residencia en esa ciudad resultó fructífera; llegó al sitio adecuado en el


momento preciso como muchos otros comerciantes, industriales, ingenieros y
arquitectos, que escogieron ese lugar para desarrollarse profesionalmente. Uno de
ellos fue el joven Frank Lloyd Wright, cuatro años menor que el italiano, quien
había dejado su natal Wisconsin, donde obtuvo el título de ingeniero para trabajar
en los despachos de arquitectos destacados, como el de Louis Sullivan. En
Chicago, Boari obtuvo el título de arquitecto y en 1893 trabajó como ayudante
técnico en el despacho de D. H. Burnham, quien en esos momentos preparaba el
proyecto para la World Columbian Exhibition.

En 1895 Frank Lloyd Wright y otros integrantes de la “escuela de Chicago” se


mudaron a Steinway Hall y dividieron el gran ático en cuartos de dibujo, que
alquilaban a dibujantes y arquitectos. Adamo fue uno de sus inquilinos por lo que
en ese lugar se conocieron los dos jóvenes profesionistas. Aunque se trató de un
encuentro circunstancial, Lloyd Wright nos ofreció, en sus memorias, un singular
retrato:
Recuerdo un hirviente italiano, Boari de apellido, que ganó un concurso para
construir la Gran Ópera Nacional de México. Entró a nuestro ático, temporalmente,
para hacer algunos planos del edificio. Estaba muy lejos de nosotros pero era
observador curioso y divertido. Solía mirar lo que yo hacía, y decir con un gruñido
benévolo: “¡Huh, arquitectura de templanza!”, volver sobre sus talones con otro
gruñido y retornar a su “gorguera” renacentista, como decía yo en represalia.

En los recuerdos de Lloyd Wright encontramos una inexactitud cronológica: si


tenemos en cuenta que su estadía en Steinway Hall fue entre 1895 y 1898,
mientras construía un estudio anexo a su casa de Oak Park, los planos que el

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italiano dibujaba no eran los del nuevo Teatro Nacional de México sino los que
presentó en el concurso para la edificación del Palacio del Poder Legislativo en
1897.

En Estados Unidos, Boari participó en el Plan for a Municipal Building in the City
of New York, proyectó un edificio público en esa ciudad y realizó varios diseños no
identificados en los que firmó “Boari, Illinois stated. Illinois Licenced architect”.
Asimismo, estableció contactos con la comunidad italiana en México,
especialmente con familias que residían en el estado de Jalisco. El italiano se
encontraba con un pie en nuestro país y otro en Chicago. Entre 1897 y 1900,
realizó algunos proyectos: el Santuario, el altar de la capilla en el Hospital de
Nuestra Señora de los Dolores y la reconstrucción de la cúpula del templo
Parroquial en Atotonilco; El Sagrario y el Templo Expiatorio del Santísimo
Sacramento en Guadalajara. De este último sólo inició la construcción porque fue
terminado en la década de 1920 por el arquitecto Ignacio Díaz Morales.

Para la ciudad de México, Boari diseñó un monumento ecuestre a Porfirio Díaz;


firmado en 1898, se distinguía por su monumentalidad y grandilocuencia. A partir
de una fotografía del diseño, Justino Fernández lo describió de esta manera:
“combinando elementos de la arquitectura indígena, en forma piramidal, con otros
clasicistas lograba un pedestal monumental adornado con guirnaldas, musas, y
aun con nopales y magueyes, y rematado con la estatua ecuestre del general y
presidente. Era la fusión de lo viejo y lo nuevo... y el olvido de intermedio”. Para el
historiador, el proyecto no pasaba de ser “una locurita romántica”.

La gran obra que se proyectaba para el festejo del centenario de la Independencia


era el Palacio del Poder Legislativo, por lo que la Secretaría de Comunicaciones y
Obras Públicas convocó a un concurso internacional para su construcción. De
dimensiones monumentales, se ubicaría en la Plaza de la República y hacia el
oriente su eje se alineaba con el Palacio Nacional. Se recibieron cerca de sesenta
proyectos, la mayoría firmados por extranjeros. En abril de 1898 El Mundo
Ilustrado dio a conocer los nombres de seis finalistas, sin que hubiese un primer
lugar; sólo había tres segundos lugares, entre los que se encontraba Boari, bajo el

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seudónimo de S. Georgious Equitum Patronus in Tempestate Seguritas. Antonio
Saborit argumenta que El Mundo Ilustrado declaró este proyecto su preferido:
El proyecto de Boari, por la manera en la que se proponía aprovechar los nuevos
sistemas y materiales constructivos y por la decisión estética que lo llevó a optar por
el eclecticismo arquitectónico, era todo un manifiesto en contra de la pretendida
pureza de la proporción, la simetría y el módulo neoclásicos. Así las cosas, su
fachada presentaba una combinación de las prioridades renacentistas en Italia y en
Francia, aunque dominaban las de esta última en atención al dominio parisino en el
gusto europeo del siglo XIX e incluía al águila mexicana tallada en sus vistosos
capiteles corintios. Y como en el Palacio de Justicia de Bruselas, coronaba el
proyecto un remate prismático en cuyos cuatro ángulos lucía una enorme estatua
ecuestre.

El fallo fue duramente criticado. En los primeros números de la revista El Arte y la


Ciencia, otro de los finalistas, Antonio Rivas Mercado, publicó severas críticas por
las irregularidades del concurso. Desde luego que el menos satisfecho fue Boari,
quien hasta el término de su vida, se refirió a lo injusto del fallo al argumentar que
por votación su proyecto había quedado en primer lugar. En una carta dirigida al
arquitecto Benjamín Orvañanos, en 1924, se quejaba de que no se le hiciera
justicia y afirmaba que se le había negado la honra de ganar el primer premio para
la construcción del Palacio del Poder Legislativo.

Después de varios años de residencia en Chicago y con firmes relaciones en


nuestro país, decidió instalarse en la ciudad de México. Elita, la hija menor de
Adamo Boari, comentaba que su padre conocía a varios personajes de la elite
porfiriana, entre ellos a Thomas Braniff, quien a principios de siglo era gerente de
ferrocarriles, dueño de las fábricas de papel San Rafael, principal accionista del
Banco de Londres y México y tenía fuerte influencia en el gobierno de Porfirio
Díaz. Años más tarde, Boari llegó a ser concuño del potentado.

La “nueva Casa de Correos”


El siglo XX inició para el italiano con lo que él llamaba su “indemnización”, pues el
gobierno le encargó la construcción del Palacio Postal y las reformas del antiguo
Teatro Nacional de la capital, en colaboración con el ingeniero mexicano Gonzalo
Garita. Estos trabajos le fueron encomendados hacia finales de 1900, ya que

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existen plantas y fachada del “Proyecto de Adiciones y Reformas al Antiguo Teatro
Nacional” fechadas a principios de 1901.

Desde el inicio empezaron los desacuerdos. Boari no contaba libertad de acción y


le era difícil imponerse al mexicano, ya que su contrato estipulaba que le
correspondía únicamente el diseño y al ingeniero la construcción. El primer
problema se presentó en mayo de 1901 cuando fue rechazado el primer proyecto
para el Palacio Postal y Boari se encontraba en Chicago, por lo que las
autoridades mexicanas le pidieron que regresara inmediatamente a México con las
modificaciones.

Ya con el nuevo diseño, se decidió que el inmueble se edificaría en el predio que


ocupaba el edificio del Hospital de Terceros en San Francisco. En el libro
conmemorativo, el ingeniero Garita presentó un informe sobre la construcción en
el que se destacaba la importancia de la ubicación del edificio próximo a otras
obras que el gobierno preparaba:
El sitio elegido no podía ser más favorable, puesto que en un periodo de tiempo
relativamente corto ocupará el centro de la ciudad moderna. Las grandes
construcciones emprendidas por nuestro gobierno, como son el Teatro Nacional y el
Ministerio de Comunicaciones y Obras Públicas, próximos a la Casa de Correos,
contribuirán indudablemente, tanto el embellecimiento de la capital como al aumento
de valor de la propiedad privada, dando lugar, como se está observando, a la
substitución de edificios de estilo antiguo por otros más acordes con las necesidades
de la época.

El nuevo proyecto de Boari se inclinó por “cortar la esquina, me parece este el


modo más lógico de acortar la calle Mariscala, que es más ancha, con la calle de
San Andrés que es más estrecha”. Ésta fue la única obra arquitectónica que el
italiano pudo concluir en México, y lo hizo con la colaboración de Garita. La
primera piedra para la “Nueva Casa de Correos de la ciudad de México” se colocó
el 14 de septiembre de 1902 y se inauguró el 17 de febrero de 1907.

Ya integrado a la vida de la ciudad, Adamo Boari decidió revalidar su título de


arquitecto que obtuvo en Chicago y empezó a impartir clases de composición en la
Escuela de Bellas Artes (Academia de San Carlos), invitado por Antonio Rivas

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Mercado, en 1903, cuando éste fue nombrado su director. Casualmente impartían
la misma materia, y cuando Boari realizaba alguno de sus viajes lo sustituía el
mexicano y viceversa. En 1911, Rivas Mercado dejó la dirección de la Escuela y
Boari renunció a su cátedra. El estudiante Ignacio Marquina recordaba a su
maestro de composición: “Él llegaba violentamente a la clase, nos bromeaba y
empezaba a ver los dibujos de cada uno. Desde luego no nos tomaba muy en
serio, pero nos daba material para los concursos.”

Arquitecto Adamo Boari

En los primeros años del siglo XX, Boari publicó en El Mundo Ilustrado un amplio
artículo en el que mostraba su interés por nuestra arquitectura. Al hacer la reseña
de La arquitectura nacional y la arqueología, que Luis Salazar había presentado al
Congreso de Americanistas mostró su interés por la propuesta del ingeniero, que
se desarrollará más tarde en el nacionalismo de los años veinte: “Si México ha

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visto nacer y morir una arquitectura llena de originalidad, es posible resucitar en
nuestro país formas arquitectónicas eminentemente nacionales”. La disertación se
refería de manera especial a la adaptación de las formas antiguas al gusto
moderno, en lo que toca a los aspectos decorativos; desde la perspectiva de
Boari, de esa forma: “podrán renacer las creaciones exuberantes de los siglos
olvidados y de los primeros ingenieros aborígenes. Y México podrá así
enorgullecerse con justo título de no pedir prestadas inspiraciones para sus
monumentos, sino que tendrá una propia y verdadera arquitectura.” Estas ideas
las retomó tímidamente para algunas decoraciones exteriores del Teatro Nacional,
como el caballero águila, el caballero tigre y las serpientes emplumadas en los
arranques de las alfardas de los pórticos laterales; estos últimos se quedaron en
proyecto.

Desde que salió por segunda vez de su patria, a los 30 años, hasta el momento en
que presentó el proyecto del Teatro Nacional, Boari buscó el éxito profesional.
Parecía que en nuestro país lo encontraría, por lo que decidió construir una casa
en la nueva colonia Roma de la ciudad de México, cuyos palacetes pertenecían a
altos funcionarios, a nuevos y viejos ricos y a inversionistas extranjeros. En la
esquina que forman las calles de Jalisco (hoy Álvaro Obregón) y Monterrey, la
residencia destacaba de los revivals aledaños. Se trataba de un inmueble exento
de ornamentación y, a decir del propio arquitecto, “una casa moderna”.
Lamentablemente fue destruido; primero, en lo que era su jardín se alojó una
gasolinera y más tarde fue completamente demolida. “Su casa fue arrasada de
manera egoísta, torpe e innecesaria” comentó, en alguna ocasión, Francisco de la
Maza. Instalado en la capital, Boari se sentía completamente a sus anchas. No
hay más que ver una fotografía fechada en 1906: aparece un hombre todavía con
rasgos jóvenes, envuelto en un sarape de Saltillo, cómodamente sentado cerca de
una ventana.

Boari / Garita
Otro proyecto encargado a Gonzalo Garita y Adamo Boari en 1900 fue el de
reformas al antiguo Teatro Nacional (1844-1901). El primer año del siglo XX, el

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ingeniero se hizo cargo de la demolición del antiguo teatro, de la ubicación del
nuevo y de la destrucción de las fincas que estaban en pie en el terreno donde
éste se construiría. Sin embargo entre ambos profesionistas había diferentes
puntos de vista. Se trataba de repartir el trabajo; el arquitecto se encargaría
exclusivamente de formular los proyectos y el ingeniero de llevarlos a la práctica.
Hacia 1902 Garita estaba molesto porque Boari no respetaba los acuerdos y
quería intervenir en los asuntos administrativos y en los de carácter técnico;
además argumentaba que el italiano desconocía “los métodos generales de
construcción tanto en el país como en el extranjero”.

El anteproyecto del nuevo Teatro Nacional, preparado desde 1902 y firmado


originalmente por Boari y Garita, fue desarrollado más tarde por este último a
nombre propio; para ello realizó un primer viaje de cuatro meses por algunas
ciudades de Estados Unidos y Europa para “estudiar los principales teatros y
proporcionarme así los datos comparativos necesarios”. De esta manera, la
participación del ingeniero ya no estaba contemplada.

En marzo de 1904, Boari entregó a la Secretaría de Comunicaciones y Obras


Públicas (SCOP) el proyecto terminado, compuesto por 18 planos y dos acuarelas,
además de la memoria descriptiva, de lo que iba a ser un teatro “fastuoso que
caracterice y señale el adelanto de una metrópoli moderna”; la intención era que el
edificio fuera el punto convergente de la nueva ciudad. El Consejo Consultivo de
Edificios Públicos, formado por destacadas personalidades del medio
arquitectónico, avaló el proyecto presentado por Boari; por su parte, su amigo
Antonio Rivas Mercado lo calificó de racional y moderno. El programa
arquitectónico dividía al edificio en dos partes: como un “verdadero teatro de
ópera”, que no existía en nuestro país, y como un gran salón de fiestas, reuniones
académicas y un restaurante iluminados con luz directa y siempre abierto al
público. El contrato para la construcción del nuevo Teatro Nacional fue firmado el
12 de septiembre de 1904 y especificaba que debía terminarse cuatro años
después. En 1908 el teatro no había sido concluido y las obras habían excedido el
presupuesto asignado.

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Entre técnicos y artistas
Debido a su interés por contratar a los más importantes artistas y técnicos, Boari
puso gran cuidado en la elección de sus colaboradores, la mayoría extranjeros.
Para ello era necesario ir a sus estudios o despachos con el fin de conocer su
obra de visu, por lo que sus constantes salidas, entre 1906 y 1908 estaban así
justificadas. En Nueva York, en el número 16 de la calle Broadway, visitó la casa
Milliken Brothers, que se encargaría de la ejecución de la armadura metálica del
edificio y que más tarde tendría una sucursal cerca del teatro. En el número 336
de la misma avenida se entrevistó con el ingeniero William Birkmire, quien hizo los
planos, cálculos y especificaciones para la ejecución de la parte constructiva.
También visitó al ingeniero electricista Charles F. Smith, quien se encargaría de la
planta eléctrica y la ventilación. En Colonia, Alemania, contrató a los técnicos que
diseñaron y construyeron la maquinaria escénica con sus accesorios.

Los aspectos decorativos también se resolvieron en el extranjero. En lugar de


convocar a concursos públicos para asignar las obras artísticas, como se
acostumbraba, Boari convenció a las autoridades de “recurrir directamente a
artistas notables y de fama ya adquirida”. A veces los funcionarios conseguían

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presionarlo para que contratara artistas nacionales, como aquella ocasión en que
para satisfacerlos tuvo que encargar ocho obras para la fachada principal a varios
escultores mexicanos; poco tiempo después el arquitecto las retiró e hizo
desaparecer. Alguna fotografías de la época muestran esculturas femeninas
demasiado rígidas que contrastaban grandemente con el sentido de la forma curva
que privaba en el edificio.

Asimismo, Boari recorrió varias ciudades de Italia. Como los interiores contarían
con un conjunto de hierro ornamental y bronce con cerámica y terracota para
palcos y barandales de la sala y las galerías del hall, de acuerdo con los últimos
dictados de la moda, visitó en Florencia la casa Arte de la Cerámica Manifattura
Fontibuoni y la Fondería Pignone, que se había encargado de la herrería artística
de Correos.

En Turín también conoció el taller de Leonardo Bistolfi, el escultor de más fama en


Italia en esos momentos, a quien encargaría las más importantes obras de la
fachada principal, que estarían íntimamente ligadas con la arquitectura del edificio;
Bistolfi hizo el grupo La Armonía, cuya figura central se basó en la célebre
escultura La mujer nívea, también ejecutada por el artista; dos años tomó crear
esas piezas que salieron de Turín en noviembre de 1909 y se armaron en la
ciudad de México, en la obra misma. Los periódicos capitalinos comentaron el
parecido de los grupos que rodean a La Armonía con la obra del francés Augusto
Rodin. Se trata de esculturas únicas en el país por el estilo, la calidad inigualable y
su perfecta integración con la arquitectura del edificio. De Bistolfi son también los
grupos La Inspiración y La Música, que coronan el luneto de la fachada principal.

En Italia también trató con la casa Walton Goody and Cripps, que reprodujo en
mármol de Carrara todos los detalles decorativos de las fachadas. Alexandro
Mazzucotelli, que tenía su taller “a la antigua” en la periferia de Milán, diseñó la
herrería del teatro.

En la Península Ibérica, se detuvo en Madrid para conocer la obra de Agustín


Querol “el más grande escultor de España”, que halló para los pegasos del Teatro

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“halló una solución completamente nueva que señala el punto culminante de su
inspiración desenfrenada que era la característica de su mayor genio”. Además de
estos grupos, al escultor español se le encargaron las fuentes monumentales que
flanquearían la entrada del teatro. Apenas hubo terminado los modelos, Querol
murió el 14 de diciembre de 1907 y las fuentes nunca se realizaron.

En la Exposición Internacional de Milán conoció al joven húngaro Géza Maróti.


Quedó tan impresionado con su obra, que fusionaba las artes decorativas
aplicadas a la arquitectura, que ahí mismo le encargó, en nombre del gobierno
mexicano, las decoraciones interiores y exteriores del teatro, diseños que en la
actualidad se encuentran en resguardo en la Universidad Politécnica de Budapest.

Muy joven al momento de integrarse al equipo, Maróti fue el artista que más
trabajó para el teatro de Boari; presentó, a lo largo de varios años, múltiples
proyectos y modelos para las decoraciones interiores y exteriores. Se sabe que
visitó México en 1908, un diario capitalino publicó una caricatura de un joven con
una aureola desembarcando en el puerto de Veracruz.

La obra exterior realizada por el húngaro fue el remate de la cúpula. Para la sala
de espectáculos concibió y ejecutó otras dos obras magistrales, el gran plafón de
cristal que muestra a Olimpo con las nueve musas y el mosaico sobre el arco
mural del proscenio, que representa el arte teatral a través de los tiempos.
También preparó varias maquetas para la decoración de la cortina metálica,
basada en la idea de Boari de mostrar el Valle de México con sus volcanes.

Contratar artistas famosos y extranjeros para la decoración fue un logro del


arquitecto; sus encendidos argumentos convencían a las autoridades para lograr
sus objetivos, con el argumento de que trataba de construir “uno de los mejores
teatros del mundo”.

Un año antes de cumplirse el plazo para la conclusión del teatro, los presupuestos
aprobados se habían terminado, debido a las pretensiones del arquitecto, ya que
la obra, conforme pasaba el tiempo, crecía en suntuosidad. No obstante, en 1907

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la Tesorería General de la Federación autorizó 2.5 millones de pesos más.

Además de los gastos excesivos, el factor que puso en cuestión la construcción


del edificio fue su incipiente hundimiento, noticia que provocó un escándalo. El
Imparcial, periódico del régimen, minimizó el hecho e informó que el asunto no era
grave y que estaba previsto por el arquitecto; sin embargo, persistió una gran
preocupación por parte de la opinión pública, de las autoridades y de un grupo de
reconocidos ingenieros. En esos momentos se empezaron a cuestionar las fuertes
sumas invertidas en el teatro. El primer remedio para el hundimiento fue la
construcción de una ataguía con láminas de acero alrededor del edificio, pero la
solución sólo significó un paliativo. Una vez instalada la maquinaria escénica y
conforme avanzaba la construcción se hizo más notorio el hundimiento.

En 1908, año en que el Teatro Nacional debía concluirse se vivió una enorme
fiebre de trabajo pero, una vez más, el dinero se había agotado. Al año siguiente
se autorizó un nuevo presupuesto con la esperanza de ver terminada la obra antes
de los festejos del Centenario de la Independencia. Entre 1908 y 1909 las oficinas
del director, situadas en los terrenos del teatro, se llenaron de maquetas, modelos,
dibujos y fotografías: las fuentes monumentales, la cortina del teatro, el grupo que
remata la cúpula y los pegasos. Ahí recibía a periodistas, a quienes mostraba
orgullosamente los modelos de Bistolfi, Querol y Maróti; los más favorecidos eran
los enviados de El Imparcial. Después de visitar al arquitecto, los fotógrafos subían
a la parte más alta de la construcción para obtener algunas imágenes
panorámicas, ya que en ese entonces era el edificio más alto de la ciudad.

Y llegó la Revolución
El Teatro Nacional, que iba a ser uno de los edificios que engalanarían los festejos
del Centenario en 1910, no estaba terminado; a finales de ese año dio inicio la
Revolución, que llegó al teatro en marzo de 1912, cuando obreros y empleados
formaron un cuerpo de voluntarios para “la defensa de la dignidad nacional”. La
ciudad de México era un caos y Boari extrañaba a su patria y a su familia; envió a
Italia algunas fotografías para demostrarles que se encontraba sano y salvo, pero
tuvo que partir en octubre de 1911.

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El gobierno de Madero no interrumpió las obras iniciadas por el régimen anterior;
se convocó al arquitecto y a su regreso a México, después de una ausencia de
seis meses, tuvo que retirarse momentáneamente de la obra por enfermedad, por
lo cual su contrato sufrió algunas reformas de importancia. Al italiano se le advirtió
que se le reducirían los honorarios cuando, por enfermedad o cualquier otra
circunstancia, tuviera que ausentarse. Se tenía que reportar con un inspector que
fungiría como director interino, que también supervisaría los contratos, los pagos y
las gestiones técnicas y administrativas. De esa manera, Boari perdía poder y
control sobre su creación, por lo cual argumentó: “desde hace cerca de diez años
he trabajado con diligencia rehusando cualquier otro negocio profesional para
dedicarme a este edificio, el cual permítame, Señor Ministro, afirmar, es con
excepción de la Ópera de París, el Teatro más importante que se ha hecho.” Es
cierto que estaba dedicado en cuerpo y alma a la construcción, pero buscaba
cualquier oportunidad para marcharse a Europa.

Las presiones sólo hirieron su orgullo al publicar una convocatoria para buscar un
contratista que ejecutara las obras indispensables para poner el teatro al servicio
del público, a la brevedad, y de terminarlo después totalmente, con materiales y
trabajadores mexicanos. El llamado despertó el interés de capitales extranjeros y
mexicanos y a finales de 1912 la SCOP firmó un contrato, que no llegó a
realizarse, con la casa White de Nueva York para que, por su cuenta, se
encargara de concluir el inmueble; una vez terminado se le cubrirían los gastos
por medio de bonos. Al parecer no fue una propuesta atractiva para los
contratistas de Nueva York y se cancelaron las negociaciones.

A pesar de que hacía un año le habían suspendido el sueldo, en 1913 partió a


Italia para contraer matrimonio con María Dandini, hija del conde Francisco
Dandini y de Manuela Jáuregui, miembro de una familia tapatía de abolengo, a
quien Boari había empezado a cortejar a su llegada a nuestro país.

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En marzo de 1914 presentó al ministro de Obras Públicas una especie de balance
de su trabajo. El proyecto estaba compuesto de 1072 planos dibujados en tela, sin
incluir las plantillas de tamaño natural ni las de la construcción metálica. Contaba
también con casi el mismo número de fotografías que habían registrado los
trabajos desde el inicio de la construcción. En el informe enumeraba las obras
terminadas y las pendientes y proponía un proyecto preparado por él a partir de
los apuntes y datos que había recogido durante su última estancia en Europa. Con
el fin de recaudar fondos para la conclusión, sugería que el gran vestíbulo se
rentara para una sala de cinematógrafo.

Entre 1913 y 1916 fueron constantes las solicitudes de fondos, sin que hubiese
respuestas favorables; los autorizados por la Tesorería eran mínimos y sólo
permitieron la realización de trabajos que parecían de poca monta pero ayudaban
a que en el interior del edificio se fueran terminando algunos detalles. Los últimos
avances importantes que se hicieron en esos años fueron el telón metálico y la

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pérgola, que unía al teatro con la Alameda. Los gastos originados sumaban un
total de 10 592 083.03 pesos.

Un artista con imaginación


El ambiente que Boari encontró cuando llegó por primera vez al país era de paz y
afirmaba que sólo así las artes podían florecer: “en las horas trágicas las Nueve
Musas huyen empavorecidas”. Y era cierto, en un medio en apariencia pacífico
inició la construcción del gran teatro y la Revolución la interrumpió, por ello,
desesperanzado, se va de México en 1916, lo mismo que los tres italianos que se
encontraban prestando servicios en las obras, ya que fueron convocados para
defender a su patria en la primera Guerra Mundial.

Si revisamos los diferentes proyectos realizados por Boari en México, vemos un


enorme afán por estar a la vanguardia de la arquitectura de su época y por
adoptar los estilos avalados por la experiencia, sin embargo, el único proyecto que
concretó fue el edificio de Correos. Su obra más importante se hallaba sin terminar
en medio de la ciudad; se trataba de un edificio sui generis, poco comprendido en
el ámbito de la arquitectura y vilipendiado por la opinión pública.

Justino Fernández definió a Boari como “un artista con imaginación”, quien no
quiso arriesgar a la modernidad y aglutinó las tendencias arquitectónicas y
estilísticas en las que desarrollaba su trabajo; el italiano había legado a México
una “obra sincera”, cualidad de suma importancia en la arquitectura de esos
momentos.

Varios arquitectos se encargaron de las obras del teatro después de la salida de


Boari, entre ellos Luis J. Troján, Ignacio de la Hidalga y años más tarde Antonio
Muñoz. Escaso presupuesto era asignado al edificio. Apenas si alcanzaba para
algunos trabajos de mantenimiento. La situación política y económica del país no
permitía otra cosa.

En Roma, Boari se instaló en la Via Pariole 17, antes de decidir regresar a Ferrara,
donde poco tiempo después se presentaba como un conquistador de la América.

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Hombre maduro y con una familia formada por su esposa y dos hijas, María y
Manuela (Elita), deseaba echar raíces, aunque no dejaba de pensar en la
conclusión de su obra; buscaba establecer contacto con las autoridades
mexicanas o con los encargados de la construcción, pero pocas veces sus misivas
tenían respuesta. Las escasas noticias que recibía las firmaban algunos de sus
paisanos que continuaron trabajando para el teatro.

Boari nunca perdió el interés por terminarlo. Siguió enviando proyectos renovados
para concluir el edificio pero tampoco obtuvo respuestas favorables. En 1918
decidió editar un libro para dar a conocer su magna obra de México. El título fue
La costruzione di un teatro, en el que reprodujo fotografías de Guillermo Kalho y
los planos y dibujos más interesantes del inmueble. En la introducción daba a
conocer su genealogía. Elita, su hija menor, comentaba que la familia provenía de
la nobleza de Ferrara y que su padre se sentía muy orgulloso de sus orígenes. Por
ello no es de extrañar que en la presentación de La costruzione, el arquitecto
argumentara que Ercole I d’Este, duque de Ferrara (1471-1505), gran humanista y
“magnífico ingeniero”, haya sido quien montara el primer espectáculo teatral
nocturno en Italia, un “portento de ingeniería escénica, una maravilla de aparatos y
máquinas con sorpresas”. Además de su aportación a la mecánica teatral, Ercole
supo que un teatro es “un edificio vivo que se transforma, como si fuera una
síntesis construida de la vida humana”. De esa introducción hay que destacar que
Boari quiso dejar huella en el ámbito teatral y fue precisamente en su libro sobre
su gran obra de México donde se presenta como heredero del duque de Ferrara.
Aun así, la publicación no ayudó a impulsar la terminación de la obra.

En 1919 se despertó de nuevo el interés por concluir el Teatro Nacional, cuando el


presidente Venustiano Carranza comisionó al arquitecto Antonio Muñoz director de
obras. Éste solicitó a Géza Maróti un nuevo proyecto para terminar el enorme hall
y la sala de espectáculos, ya que todo el exterior estaba listo. Para ello, el húngaro
solicitó la nacionalidad mexicana, y no sólo propuso la terminación del teatro sino
alojar en él unos Talleres Nacionales para la Enseñanza de las Artes Decorativas,
institución que aparte de escuela tuviera salas de museo y una sala de

17
espectáculos. Las misivas iban en este tenor: “Yo quisiera servir a esa gran obra -
mi niño predilecto- con recientes energías y muchas facultades nuevas”. A pesar
de que Maróti ya era un artista destacado, la guerra había minado su espíritu y
quería salir de Europa, pero a la muerte de Carranza, se descartó su proyecto.

Además de Boari y Maróti había gente muy fiel al teatro. El portero Vicente vivía
ahí desde hacía muchos años y se encargaba de vigilar las tareas de
conservación cotidianas, recibir material y asesorar a los múltiples encargados de
las obras. Otro empleado, José María, vigilaba como lince el cuarto de maquetas y
se sentía orgulloso de posar para los periodistas cada vez que se lo pedían. Cabe
aclarar que ese lugar no sólo se guardaban materiales de la época de Boari, sino
algunos nuevos, como las maquetas de la sala de espectáculos.

Con la presidencia de Álvaro Obregón se revitalizaron, una vez más, las obras del
Teatro, ya que quería inaugurarlo en 1921, para las fiestas del Centenario de la
Consumación de la Independencia. El único trabajo de importancia que se hizo en
estos años fue la forja de las rejas faltantes, dirigida por el ingeniero mexicano
Luis Romero, quien se guió por los proyectos originales.

Via Pariole 17
Radicado en Roma y residiendo en la Via Pariole, el arquitecto no dejaba de
pensar en su teatro. En 1923 envió a las autoridades mexicanas un proyecto en el
que se proponían algunas modificaciones en la plaza y en 1927 les hizo llegar otro
en el que contemplaba alojar una Cineteca Nacional Mexicana en el inmueble. Al
arquitecto Benjamín Orvañanos, que fungía en 1924 como director de las obras
del teatro y con quien sostenía una constante relación epistolar, le encomendó:
“En tuas manos comiendo Teatrum”. Los más importantes trabajos que se
realizaron ese año fueron una nueva serie de inyecciones para endurecer el
subsuelo, así como la publicación sobre el Teatro Nacional escrita por Orvañanos
y presentada en un congreso de ingenieros.

En Italia, Boari se dedicaba a la vida pública. Desempeñó algunos cargos como


presidente del Colegio de Ingenieros de Ferrara, presidente honorario de la

18
Asociación de Ingenieros Italianos, presidente de la Asociación de Arquitectos
Italianos y miembro de la Academia de San Lucas.

En el campo de la arquitectura elaboró varios proyectos que publicó en Roma bajo


los títulos Per un monumento a Dante in Campidoglio, La questione del Palazzo
Caffarelli (1917), Studio di massima per il monumento-ossario al fante italiano sul
monte S. Michele (1921), Studio per il plano regolatore del colle capitalino e die
fori imperiali (1921), Studi ed elementi per il teatro massimo de Roma (1924) y el
estudio sobre ingeniería Giacimenti Petroliferi nel Delta del Po (1925).

Aunque se mantenía ocupado, no perdía la oportunidad de hacer comentarios,


entre sus amigos, acerca de su magna obra mexicana, que sus palabras
dibujaban como un gran palacio en un lugar lejano y exótico, mientras en nuestro
país se iba desdibujando la imagen de su constructor. Pocas personas lo
recordaban. En él continuaba vivo su interés por México y su cultura, mostrado en
dos artículos que dio a conocer en la Universitá degli Studi Roma Tre. En 1923
publicó el titulado “Recientes descubrimientos arqueológicos en México” (Resentí
scoperte archeologiche in México) y en 1928 su último escrito Le Chiese del
Messico, acompañado con 16 ilustraciones.

En el primero continúa con su interés por el tema de las relaciones entre la


arquitectura y la arqueología, en especial el vínculo entre uno y otro profesional en
el estudio de los monumentos prehispánicos, como lo muestra el siguiente párrafo:
El arqueólogo no es más arquitecto y el arquitecto no es un arqueólogo. El ojo de un
arqueólogo se asemeja al del clínico, mientras que el del arquitecto ve con la pupila
del osteólogo y del cirujano. Por eso, la comisión exploradora deberá estar integrada
en partes iguales, por arqueólogo y arquitecto, y la obra de reconstrucción deberá
ser ejecutada exclusivamente por el arquitecto.

Este texto fue producto de su lectura sobre las recientes publicaciones que
circulaban en nuestro país sobre Yucatán y la región maya, a la que Boari definía
como el “Egipto del Nuevo Mundo”. Podría parecer desmedida esta aseveración,
sin embargo, dos años más tarde, un encabezado de El Universal afirmaba: “La
riqueza maya, superior a la de los faraones. Chichén-Itza. Emporio de la

19
civilización precortesiana y antigua Meca de América”.

Le Chiese del Messico trata de un proyecto editorial encabezado por el Dr. Atl, en
colaboración con otros estudiosos sobre las iglesias de nuestro país. Seguramente
Boari recibió el plan completo de la obra, que al parecer constaba de cinco tomos,
de los que sólo se editaron dos. El escrito, teñido por la nostalgia, destaca la
riqueza de la arquitectura barroca mexicana, y lo lleva a hacer un paralelismo
entre la cultura italiana y la de nuestro país. “Extrañamente unidas encontraremos
en tales obras conceptos italianos y un sentimiento vivaz y originalísimo que
traspasa, a veces ingenuo, otras refinadísimo, las formas y los ornamentos, y que
emana del antigua alma de un pueblo: el mexicano”.

En 1926 fue publicada la convocatoria para el palacio sede de la Sociedad de las


Naciones en Ginebra. Se recibieron 377 proyectos provenientes de todo el mundo,
entre los que se encontraba uno firmado por Adamo Boari y Antonio Boni. Ninguno
fue declarado vencedor y se decidió repartir el primer premio entre los mejores
proyectos, por lo que a los italianos les correspondió una parte. La experiencia de
compartir un primer lugar ya la ha vivido en México, pero en esta ocasión no hubo
indemnización que le adjudicara una obra como el Teatro Nacional.

Así, en 1928 terminó Adamo Boari sus días: con un concurso sin ganador y una
obra inconclusa, la creación de un “artista con imaginación” que la historiografía de
la arquitectura mexicana todavía no valora suficientemente.

FEDERICO E. MARISCAL Y EL AMOR POR LA


ARQUITECTURA*
Federico E. Mariscal tuvo una vida longeva, noventa años que comenzaron en las
últimas décadas del siglo XIX y se extendieron a gran parte del XX, en la que
mostró múltiples facetas: profesor, historiador y teórico, fundador y presidente de
instituciones gremiales y constructor de algunos edificios emblemáticos de la
capital de la República. En las obras de conclusión del Palacio de Bellas Artes

*
Este escrito fue preparado a partir del acervo propiedad del ingeniero Antonio M. Ruiz Mariscal, a
quien agradezco su generosidad.

20
imprimió un particular estilo, preocupado por seguir las pautas del momento y de
la tradición, en el inmueble fusionó el art-déco con motivos prehispánicos.

El hombre
Del matrimonio formado por Alonso Mariscal y Fagoaga, originario de la ciudad
Oaxaca, y Juana Piña y Saviñón, natural de Matamoros, Tamaulipas, nacieron
siete hijos: Mariano, Julián, Alonso, Luz, Nicolás, Carmen y el menor, Federico
Ernesto, que vio la luz el 7 de noviembre de 1881 en la ciudad de Querétaro,
durante la residencia de sus padres en esa ciudad cuando don Alonso trabajaba
como visitador de oficinas del timbre y jefe de Hacienda.

En el porfiriato, la familia tenía una posición social prominente; en el arranque del


siglo, un tío paterno, Ignacio Mariscal, era ministro de Relaciones Exteriores en el
gobierno de Díaz. Los Mariscal aparecían con regularidad en las crónicas sociales,
como la del domingo 6 de agosto de 1899, en la que algunos de sus miembros,
entre ellos Federico, Carmen y Alonso, participaron en la representación de la
pieza Marina en la residencia de Justo Sierra y su esposa Luz Mayora, para
celebrar las bodas de plata de la ilustre pareja.

En 1906 Federico Ernesto contrajo matrimonio civil con Eloisa Abascal, joven
guanajuatense, hija de Diego Abascal y Balbina Ocejo. La ceremonia se realizó en
una casa ubicada en la esquina de Carpio y Naranjo, colonia Santa María la
Ribera. De las estrechas relaciones que la familia estableció con hombres públicos
e intelectuales prominentes, dan muestra los invitados y testigos del casamiento,
entre ellos Justo Sierra, secretario de Instrucción Pública y Bellas Artes; Ramón
Corral, vicepresidente de los Estados Unidos Mexicanos y secretario de
Gobernación; Justino Fernández, secretario de Justicia, y los arquitectos Guillermo
de Heredia y Antonio Rivas Mercado. Los padres de Eloísa eran españoles de
Santander que habían emigrado al Nuevo Mundo. Don Diego se dedicaba al
comercio y con un modesto capital había podido adquirir algunos terrenos y
propiedades en la capital, en lo que serían las colonias Roma y Santa María la
Ribera. El primero de los incontables viajes que Mariscal hizo alrededor del mundo
fue el de su “luna de miel”; con el apoyo de su tío Ignacio y de su hermano

21
Nicolás, pudieron Federico y Eloísa recorrer varios países de Europa.

En una casa que tenía la familia en la colonia Roma, en la calle de Colima 292,
vivieron su niñez y juventud los doce hijos que procrearon: Federico, Ernesto,
Alonso, Antonio, Carmen, Manuel, Enrique, Luz María, Eloísa, Diego, Carlos y
María Cristina. A todos los varones les brindó una profesión; a las mujeres no,
porque ellas “se tenían que dedicar al hogar y estar pendientes del marido y los
hijos”.

En 1953, la familia se mudó a una casa del recién urbanizado Pedregal de San
Ángel, en avenida de las Fuentes 247. Cuenta su hija Luz María que “fue la
tercera casa que hubo en el Pedregal, porque había puros terrenos baldíos”.
Después del trabajo, el arquitecto religiosamente llegaba a comer a casa a las tres
de la tarde, ocasión para ver reunidos a todos. La residencia tenía un gran jardín,
donde Mariscal había plantado doce árboles, uno por cada uno de sus hijos, y ahí
acostumbraba pasear después de la comida. Luego que cada uno hizo su vida,
los sábados, por lo regular, iban a comer con él. La casa del Pedregal se llenaba
entonces con sus doce hijos, los cónyuges y los 46 nietos que le dieron.

Mariscal era un hombre incansable. Desde que iniciaba el día comenzaba sus
labores, pues solía comentar “de una casa, lo primero que tiene que salir por la
mañana es el señor y la basura”. Por la tarde subía a su despacho en la parte alta
de la casa del Pedregal, dividido en dos secciones: en la primera se encontraba la
biblioteca con una mesa grande de trabajo y su escritorio; en la habitación
contigua, con vista a los volcanes, había dos restiradores y un mueble de planos.
Su hijo Antonio cuenta que “nunca se sentía cansado, caduco, sino que, cada
mañana, al levantarse con el alba, renacía en su alma, en su corazón y en su
cuerpo, la energía que sembraba durante el día”.

Sus pasiones fueron la conversación, los viajes, el trabajo y la poesía. En una


entrevista que la joven reportera de Excélsior Elena Poniatowska le hizo en el
jardín de su casa, la primera confesión del arquitecto fue: “Yo estoy en contacto
con la cal y los ladrillos… pero mi debilidad es la poesía”.

22
El trabajo para Mariscal era una virtud, así les enseñó a sus alumnos y a sus hijos;
para Antonio su padre: “No entendía el triunfo profesional sin honradez y
sinceridad. Creía que el trabajo realizado dentro del marco de estas virtudes jamás
era semilla estéril.”

En 1915, Saturnino Herrán le hizo un retrato; cuando el pintor ingresó en 1904 a la


Academia de San Carlos, éste ya era profesor y a los dos los unía su amor por el
México virreinal y prehispánico. En los retratos de algunos de sus
contemporáneos, como los de Gonzalo Argüelles Bringas, Artemio del Valle
Arizpe, Alberto Pani y Manuel Toussaint, Herrán traducía el espíritu del personaje.
Toussaint destaca la buena factura del retrato del arquitecto:
Uno de los mejores retratos al carbón es el del arquitecto Federico Mariscal, lleno de
carácter magnífico en su completa sencillez. La franqueza del rostro se destaca
sobre una misteriosa perspectiva de nuestra catedral; pero los ojos ríen, hay en ellos
el reflejo de una charla vivaz; denuncian un espíritu jocundo, que contrasta con el
enigma del monumento: aerosidad a la vez que reposo, armonía solemne y alada.

Por su parte, Mariscal escribió una monografía del pintor mexicano en 1918, año
de su muerte. Cuenta su nieto Antonio Ruiz Mariscal, que el retrato estuvo por
muchos años colgado en un extremo del comedor de la última casa que habitó,
que de hecho construyó y donde murió. Tras su muerte, Federico, el hijo mayor, lo
conservó.

La Escuela Nacional de Bellas Artes


Mariscal ingresó como estudiante de arquitectura poco antes de la reforma de los
planes de estudio en 1898, cuando se eliminaron las asignaturas relativas a la
ingeniería, ya que desde hacía tres décadas en la Escuela Nacional de Bellas
Artes había sido instituida la carrera de ingeniero-arquitecto. Concluyó su
formación en 1903, el mismo año que Antonio Rivas Mercado, al frente de la
institución, reorganizaba el programa de estudios, implantaba nuevo material
didáctico y renovaba al personal docente; entre los arquitectos la escuela contaba
con Nicolás Mariscal, hermano de Federico, quien impartía teoría de la
arquitectura y dibujo; Guillermo Heredia, historia de las bellas artes; Carlos

23
Herrera, arquitectura comparada; Antonio Torres Torija, resistencia y estabilidad
en las construcciones; Ramón Agea, contabilidad y administración de obras, y
Rivas Mercado y Adamo Boari, composición.

Precisamente se conoce una fotografía fechada en 1903, en la que aparece el


personal de la Academia y en ella se encuentra también Federico Mariscal; sin
embargo, en la lista de asignaturas del nuevo programa de Rivas Mercado y el
nuevo profesorado publicado en El Arte y la Ciencia, en diciembre de ese año, no
aparece como docente. Hasta 1905 encontramos noticias de él cuando sustituyó a
Nicolás como profesor de teoría de la arquitectura. La fotografía en cuestión es
interesante porque en ella aparecen los dos arquitectos del Palacio de Bellas
Artes, a quienes unía, en ese momento, un espacio común: la Academia de San
Carlos. En 1903 Boari contaba con 40 años y Mariscal con 22. Coincidentemente,
al igual que el italiano su participación en el Teatro Nacional (Palacio de Bellas
Artes) fue a los 40 años de edad.

Entre los compañeros de generación de Mariscal se encontraban Jesús T.


Acevedo, José Luis Cuevas, Alfonso Pallares, Manuel y Carlos Ituarte y Eduardo
Macedo y Abreu, entre otros. Como tesis presentó un proyecto de entrada al
Bosque de Chapultepec, trabajo dedicado a José Yves Limantour, secretario de
Hacienda, quien hacía algunos años había ordenado algunas reformas al parque,
como su ampliación, la instalación de rejas, la apertura de calzadas y la
construcción de lagos y puentes. El título de arquitecto fue emitido en diciembre
de 1903. Treinta años después, con ese deseo constante de actualizarse y
confirmar su entrega a la profesión, Mariscal obtuvo el grado de doctor en
arquitectura, siendo el primero con ese rango en nuestro país.

Estrecha relación tenían los hermanos Mariscal, Nicolás y Federico. El primero,


mayor que él seis años, fungía como guía y apoyo en su desarrollo profesional. La
primera clase de arquitectura que obtuvo el hermano menor en la Escuela
Nacional de Bellas Artes fue porque sustituyó a Nicolás; además, juntos realizaron
algunas obras. Nicolás apoyó a Federico al publicar algunos de sus proyectos en
El Arte y la Ciencia, la primera revista de arquitectura del siglo XX. Uno de ellos

24
fue el aparecido en el número de junio de 1903, que había obtenido el primer lugar
en un concurso de la Escuela de Bellas Artes.

Arquitecto Federico Mariscal

La enseñanza de la arquitectura: el presente y el pasado


El nombre de Federico E. Mariscal ha quedado estrechamente asociado con la
Escuela de Arquitectura: vivió la huelga estudiantil de 1911, la separación de la
Escuela de Arquitectura de la ENBA en 1929 y su cambio de ubicación a Ciudad
Universitaria en 1952. Fue profesor y orientador de los jóvenes que escogieron la
arquitectura como forma de vida, director de la Escuela entre 1935 y 1937 y,
finalmente, profesor emérito y decano.

El orgulloso universitario dejó huella profunda en esa institución, al dedicarle dos


terceras partes de su vida a las cátedras de Historia del Arte en México, que
fundó; Análisis de Programas, en la que manifestó un empeño por estar al día;

25
Presupuestos y Avalúos; Composición de Elementos de Arquitectura, y Teoría de
la Arquitectura. El arquitecto José Villagrán alguna ocasión comentó que el mérito
de Mariscal fue “inaugurar e implantar en nuestra Escuela y en nuestro gremio el
estudio de nuestra tradición arquitectónica y estimular el amor y la estimación que
hoy le profesamos.” La cruzada que emprendió fue a favor de que los arquitectos
estimaran, amaran y hasta imitaran “las arquitecturas que heredamos en nuestro
suelo: la precortesiana y en particular la virreinal”, afirma Villagrán. Mariscal
mostró gran respeto y cariño por el patrimonio monumental de nuestro pasado,
sentimientos que trató de infundir en las generaciones que formó.

La unión de las formas nuevas con la tradición era una de sus máximas, como lo
expresó en un discurso leído en La Habana en 1950:
…aseguran algunos la necesidad de borrar el pasado, a fin de que se obtenga ese
ideal que todos anhelamos, la forma: la arquitectura de nuestro tiempo. Profundos
filósofos explican cómo el hombre se caracteriza por una mezcla de tradición y de
progreso; porque ese […] progreso no puede ser, si no se basa en el más completo
conocimiento del pasado…

Su pensamiento, en la búsqueda de una arquitectura propia con “cara indígena o


colonial” se inscribe en el nacionalismo del siglo XX. Jorge Alberto Manrique sitúa
a Mariscal como “uno de los padres teoréticos de la criatura”. Sin embargo, en el
ámbito de la arquitectura fueron, más bien, Federico y Nicolás Mariscal quienes
procrearon a esa criatura llamada nacionalismo.

La patria y la arquitectura o el amor por los monumentos nacionales


Mariscal tuvo una gran producción escrita; en su libro Historia de la familia
Mariscal, Antonio M. Ruiz Mariscal señala lo prolijo de su obra:
No conocemos de hecho todos sus trabajos, pues las listas que conservo varían
entre sí y carecen del rigor bibliográfico que desearíamos. Pero hay testimonio en
éstas de más de 200 trabajos entre libros y artículos de muy variados temas: artes
plásticas, botánica, alfarería, Vitruvio, el estilo, la profesión del arquitecto y muchos
temas más. A los anteriores hay que sumar 46 traducciones de textos importantes
sobre arquitectura, del inglés, francés e italiano.

26
Este universo bibliográfico es difícil de reunir, contiene muchos inéditos, ahora
perdidos, y ha sido escasamente explorado. La historiografía de la arquitectura
mexicana tiene una deuda con Federico E. Mariscal.

El currículum del arquitecto nos permitió, en principio, establecer ciertos temas


que trató a lo largo de su trayectoria: la profesión de arquitecto; la arquitectura
mexicana (prehispánica, virreinal y moderna), con títulos tales como “Mapa de la
República mexicana con los monumentos hispano-mexicanos” o “Es posible la
aplicación del arte precortesiano en nuestra época” y “Arquitectura y
funcionalismo”; biografías de personajes: “Manuel Tolsá”, “Adamo Boari”, “Lorenzo
de la Hidalga”, “Jesús Galindo y Villa”; ciudad y ciudades: “El crecimiento de la
ciudad y su desarrollo”, “Valuación de predios urbanos”, “Jerusalem”, “Nueva
York”, “Los Ángeles” y “Querétaro”; el arte en México: “A Germán Gedovius” y “Las
bellas artes en México”.

Aquí sólo nos referiremos, grosso modo, a las publicaciones más conocidas, lo
que permitirá ofrecer una idea de sus intereses reflexivos. Un libro que ha
resultado una referencia obligada en la obra escrita de Mariscal son los
resúmenes de las conferencias leídas en la Casa de la Universidad Popular
Mexicana, entre 1913 y 1914, y publicadas en 1915 bajo el título La patria y la
arquitectura nacional. Ilustró las ponencias con 550 proyecciones de fotografías de
Gustavo Silva, porque el arquitecto pretendía “despertar el más vivo interés por
nuestros edificios y dar a conocer y estimar su belleza, a fin de iniciar una
verdadera cruzada en contra de la destrucción.” La gran campaña que había
echado por tierra gran parte del patrimonio monumental del virreinato se había
iniciado poco después de la promulgación de las Leyes de Reforma y continuado
hasta principios del siglo XX, cuando la frase “¡Demoler para construir!” parecía
una consigna. Mariscal se preocupó porque ésta no continuara, emprendió la
batalla en sentido opuesto y promovió el conocimiento del patrimonio monumental
del pasado en sus clases y en sus escritos.

Para 1970 La patria y la arquitectura nacional se había convertido en una rareza


bibliográfica por lo que volvió a publicarse. A la segunda edición se agregó el tema

27
sobre la Catedral y el Sagrario Metropolitano, y una clasificación de las “obras
arquitectónicas típicas de la capital y sus alrededores”.

El interés por difundir la arquitectura de nuestro pasado virreinal se muestra


también en una monografía escrita en inglés y publicada en Nueva York en 1927.
Colonial Architecture in Mexico ofrece una tipología de las obras arquitectónicas
religiosas y civiles, organizada de la siguiente manera: el XVI, que siendo el primer
siglo español en México no ha sido cabalmente valorado por la falta de estudios;
en el XVII destaca el auge de la edificación, “Incontables iglesias, conventos,
colegios y casonas de personajes, se levantaron entonces, apareciendo como
características arquitectónicas la cúpula y el barroquismo que va poco a poco
desarrollándose hasta culminar en el churriguera del sigo XVIII”; a finales de éste,
una vez fundada la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos y con la
influencia de Manuel Tolsá, surge un “renacimiento con sabor clásico”.

Otra obra que aborda el patrimonio monumental de esa época fue La arquitectura
en México. Iglesias, proyecto iniciado en 1907 por Genaro García para
conmemorar el primer centenario de la Independencia; estaría compuesto por
varios tomos, que comprenderían la “Historia de la arquitectura y el mueble en
México, en forma más bien gráfica que escrita, la cual se dividiría en arquitectura
civil y religiosa…” La Revolución vino a interrumpir tan vasta labor editorial y sólo
se publicaron dos tomos: el primero en 1914 y el segundo de 1932, en el que
Mariscal escribió la introducción y las noticias histórico-descriptivas de siete
iglesias, seis del siglo XVIII, ejemplares del churrigueresco, y la séptima, el
Carmen de Celaya. Siguiendo la idea original, se trata más bien de un libro gráfico,
que incorpora 135 fotografías.

En la introducción, volvía a sus argumentos sobre una arquitectura mexicana


afirmando que la aborigen no era únicamente un trasplante de las formas
españolas, por lo que no habría que temer decir que esa era realmente
arquitectura mexicana y en forma contundente argumentaba: “Afirmemos
valientemente, con todo aplomo, que los edificios de la época virreinal, como los
de la aborigen, son arquitectura mexicana”

28
Asimismo llama la atención el volumen Estudio arquitectónico de las ruinas mayas:
Yucatán y Campeche, publicado en 1928, resultado de un viaje que hizo
comisionado por la Dirección de Arqueología. A pesar de los valiosos estudios que
le antecedieron, Mariscal afirmaba:
…no se ha llegado todavía a abarcar el estudio arquitectónico de conjuntos y
detalles con la amplitud, exactitud y método que son necesarios para que los
arquitectos puedan establecer la génesis y evolución de la arquitectura maya,
conociendo los elementos fundamentales, los tipos constructivos, las variadas
formas o partidos decorativos, etc.. Además, se debe resolver de manera definitiva
hasta qué punto pueden aprovecharse esas notables ruinas, en la creación de una
arquitectura americana o nacional en nuestros días.

El libro lo preparó pocos años antes de su participación en las obras de conclusión


del Palacio de Bellas Artes, en cuyos decorados recreó elementos vistos y
dibujados por él para esa publicación.

Mariscal también participó en dos libros fundamentales para el estudio de la


arquitectura mexicana de las primeras décadas del siglo XX: Disertaciones de un
arquitecto (1920) de Jesús T. Acevedo y Pláticas sobre arquitectura (1933). Del
primero Mariscal escribió el prólogo, en el que hacía un retrato de su admirado
amigo y argumentaba su aportación a la arquitectura de México que, a su parecer,
influyó de manera decisiva en su transformación y progreso. Disertaciones incluye
temas que en esos momentos eran de interés, como la carrera de arquitecto y la
arquitectura virreinal.

El mismo año que Mariscal obtuvo el título de doctor en arquitectura, se llevaron a


cabo las célebres pláticas de arquitectura, producto de una serie de conferencias
organizadas por la Sociedad de Arquitectos Mexicanos (SAM) con la participación
once arquitectos mexicanos, quienes trataron de dar respuesta a un cuestionario
preparado por la SAM. En las conferencias los participantes tuvieron que apegarse
a las preguntas y cada uno daba su interpretación con puntos de vista que iban de
lo político a lo artístico.

Arquitecto constructor
A pesar de lo abundante de la obra arquitectónica de Federico E. Mariscal, sus

29
trabajos son poco conocidos y valorados. Su currículum reseña más de 130
inmuebles proyectados y construidos, entre iglesias, teatros, edificios públicos y
casas habitación. Algunos de ellos están permeados por este pensamiento: “vivid
la vida de hoy, procurad en vuestras obras hacer patentes los adelantos de la
época […] pero no odiéis el pasado; aprended de él las lecciones eternas que nos
han legado en sus indiscutibles obras arquitectónicas”.

En 1906 se convocó a un concurso para un edifico que alojara a la Inspección de


Policía de la capital, cuyo jurado calificador reunía a los arquitectos Antonio Rivas
Mercado, Adamo Boari y Carlos Herrera. Su fallo fue a favor del presentado por
Mariscal, a quien se le encomendó la dirección de las obras en un predio ubicado
sobre la calle de Revillagigedo. En El Arte y la Ciencia aparecen tanto las bases
para el concurso como el proyecto triunfador. El edificio fue concluido en 1908.

En la década siguiente destaca el Teatro Esperanza Iris. La actriz era muy amiga
de los Mariscal y solicitó al ingeniero Ignacio Capetillo y al arquitecto Federico
Mariscal el proyecto y la construcción de un teatro propio, ante las dificultades
para conseguir escenarios para sus operetas. Al año de haberse empezado las
obras, el 26 de mayo de 1918 se inauguró el recinto, hoy conocido como Teatro de
la Ciudad, con asistencia del presidente Venustiano Carranza, destacadas
personalidades y miembros de las principales familias de la sociedad de la época.

En una nota sobre la inauguración del teatro, El Universal Ilustrado destacaba: “El
Esperanza Iris tiene enorme parecido con el Hipódromo de New York, siguiendo el
mismo sistema de anfiteatros, que resuelve el mayor cupo y la visibilidad de todos
los puntos de la sala. Costó cerca de medio millón. Operarios y materiales han
sido casi todos mexicanos.” La familia Mariscal tuvo palco propio y sus miembros
procuraban no perderse las funciones de la reina de la opereta.

Entre 1942 y 1948, en colaboración con el arquitecto Fernando Beltrán y Puga,


Mariscal construyó el Palacio anexo del Gobierno del Distrito Federal (1948) en la
Plaza de la Constitución. Durante las primeras cuatro décadas del siglo XX, la
plaza había tenido algunas modificaciones: además de las transformaciones de

30
sus jardines, el cambio del monumento hipsográfico (1925), la construcción del
tercer piso de Palacio Nacional (1926) y la apertura de la avenida 20 de
Noviembre (1934). Pero la obra que completaría la unidad de la Plaza debía
sujetarse al estilo virreinal, según lo establecía el decreto que declaraba a la Plaza
de la Constitución “zona típica” de la ciudad. De la memoria del edificio se extrae
esa idea:
Se procuró continuar con el estilo hispano-mexicano en las fachadas, simplificando y
corrigiendo las disposiciones del antiguo edificio en forma de que no se note
contraste con este, pero tomando en cuenta, en el nuevo, las exigencias modernas y
los preceptos arquitectónicos fundamentales. Así, aunque los elementos empleados
corresponden al estilo hispano-mexicano de nuestro siglo XVIII hay la simplificación
y a la vez la riqueza que requiere un edificio de Gobierno de la época actual.

Siguiendo esa pauta, Mariscal y Beltrán y Puga construyeron un edificio que


guardó armonía con los demás de la Plaza Mayor de México.

Al arquitecto José Villagrán se debe este comentario sobre la trayectoria


arquitectónica del que fue su maestro: “Nacionalismo anacrónico en sus primeras
obras y el eclecticismo que practicó en otras, pero siempre con la idea de invitar a
ser de hoy”.

Arquitecto, ciudad y habitación


1925 fue año importante para el urbanismo de nuestro país. En abril de 1925 se
llevó a cabo en Nueva York el Congreso Internacional de Planificación de
Ciudades y de la Habitación. La Sociedad de Arquitectos Mexicanos, interesada
en que en nuestro país se implantaran los cimientos para el desarrollo de las
ciudades mexicanas, designó a los arquitectos José Luis Cuevas, Carlos Lazo,
Federico Mariscal, Alfonso Pallares y Carlos Contreras para representarla en dicho
encuentro, en el que se abordarían temas referentes a la planificación de urbes y a
la arquitectura cívica. Luis Prieto Souza comentó en un artículo aparecido en
Excélsior “Merece pues, nuestra Capital, el honor de enviar una comisión de
regidores asesorados por uno o dos arquitectos, para que haciendo acopio de
datos y documentos en la gran Convención de Nueva York, se ponga (sic.)
nuestra Ciudad de los Palacios, haciendo una racional aplicación a nuestro medio,

31
de los conocimientos adquiridos, a la altura que le corresponde por sus
antecedentes y por su importancia.” En otras notas periodísticas sobre el
Congreso destacó la participación de Carlos Contreras, que acababa de egresar
de la Columbia University, y quien presentó un proyecto de Planificación de la
República Mexicana, el cual fue transcrito casi en su totalidad en ese diario.
Desgraciadamente, sobre la participación de los otros mexicanos no encontramos
noticias. Esa fue la primera comisión de Mariscal en actividades relativas a la
ciudad, más tarde fue miembro fundador de la Oficina de Catastro de la ciudad de
México y del Plano Regulador.

En 1950, la lectura de un editorial en el Journal of the American Institute of


Architecs, en su número de marzo de ese año, llamó la atención de Mariscal y lo
llevó a reflexionar acerca de la vida del hombre en las ciudades; el siguiente
fragmento fue el que lo atrajo: “El postulado básico de la última escuela de
arquitectos funcionalistas es la primacía del factor social en las necesidades
humanas. Las palabras privado y paz suelen ocurrir, pero con mucha menos
frecuencia que colectivo, grupo, comunal y orgánico” Esto lo llevó a pensar que los
arquitectos estaban preocupados con la idea de que los hombres deben aprender
a vivir juntos o a morir, y que el ser humano estaba perdiendo la capacidad de vivir
consigo mismo, hecho que se relacionaba con la noción de Lewis Mumford,
cuando decía: “Hay una falta brutal de intimidad en la mayor parte de las
ciudades”.

A partir de estas afirmaciones, Mariscal fijó su posición; para él, la obra


arquitectónica por excelencia era la casa, en la que el hombre debía encontrar
ambas tendencias satisfechas: la de participar ampliamente del medio que lo
rodea y la de poder aislarse en ese rincón íntimo. Por ello cierra su elucubración
con un reto que lanza el Journal of the American Institute of Architecs: “¿quién
tiene ahora la mente dispuesta a proyectar un lugar propio (estudio, recámara o
terraza) para impulsar y proteger la imaginación?”

Mariscal afirmaba su adhesión a las tendencias y a los urbanistas que, como el


francés Gastón Bardet –quien publicaba en la revista Arquitectura México a finales

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de los cuarenta-, destacaban la urgencia de “deshacer esos monstruosos grupos y
crear, por una descentralización, los grupos pequeños que puedan vivir una vida
cómoda, íntima… sin los tormentos de las grandes urbes modernas”.

En 1965, al ser entrevistado por el Diario de la Tarde acerca de la ampliación de


la calle de Tacuba, para formar el eje oriente-poniente de la ciudad, Mariscal
manifestó: “Venimos haciendo casas por metraje; pero lo que necesitamos es
hacerlas a medida de las necesidades de las personas que van a habitarlas.
Hacemos condominios y lo que menos tiene la gente que los habita es dominio
sobre ellos.” Respecto a la calle de Tacuba, que contemplaba su ampliación de la
acera norte hasta obtener como alineamiento el de la fachada de Palacio de
Comunicaciones (hoy Museo Nacional de Arte) y del edificio de Minería, el
arquitecto estaba de acuerdo con que se hiciera, con el argumento de que no se
iba a afectar ninguna edificación que fuese de belleza e importancia histórica y,
dado el crecimiento enorme de la ciudad, se debía concretar el proyecto según las
necesidades modernas. Otra razón que adujo para la ampliación fue el hecho que
esta vía ya existía en el trazo prehispánico; las calles de Tacuba y Guatemala eran
parte de la antigua calzada de Tlacopan, que unía de oriente a poniente la región
de los lagos con la zona de Tacuba y Azcapotzalco.

La carrera de arquitecto
Mariscal participó en la fundación de dos instituciones gremiales mexicanas. A los
25 años fue secretario fundador de la Sociedad de Arquitectos Mexicanos:
A lo largo de su trayectoria profesional alienta la vida de esa Institución, de la que
llega a ser presidente durante dos periodos. Al crearse en México la Ley de
Profesiones, Mariscal lucha denodadamente para enmarcar, dentro de la ley, la
profesión de arquitecto y, una vez más, demuestra su fe en ella al ser electo
Presidente fundador del Colegio de Arquitectos de México (CAM) en el año de 1945.

A su muerte, el CAM-SAM y la Escuela Nacional de Arquitectura le rindieron un


homenaje con la celebración de dos veladas, el 14 de septiembre y el 13 de
octubre de 1971, a las que asistieron miembros destacados del gremio. Para el
arquitecto Villagrán, alumno de Mariscal, ellas permitieron “tejer una corona de
recuerdos” sobre el maestro. Un fragmento de ese tejido de remembranzas se

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relaciona con una cuestión de vital importancia para la carrera de arquitecto en el
arranque del siglo XX; Villagrán lo describió así:
Cuando [Mariscal] entraba como profesor de nuestra centenaria Escuela, contaba
ésta con una treintena de alumnos. Nuestra profesión de arquitecto se confundía
con la de ingeniero. Un eclecticismo anacrónico y exótico hacía seguir, en las
creaciones, formas de otros lugares y tiempos históricos. En 1918, el grupo de
arquitectos que pertenecía a la Sociedad de Ingenieros y Arquitectos renunciaba
para fundar la de Arquitectos; tras una dura lucha que se reflejaba muy poco
después en memorables discusiones tenidas en pleno Consejo Universitario, donde
el maestro Mariscal y uno o dos más sostuvieron el peso de la defensa de nuestra
profesión como diferente a la del ingeniero, y en 1929 pugnaba el grupo por una
reglamentación de las profesiones, lograda al fin muchos años después.

Parte de esta discusión apareció en una brevísima publicación editada por la


Sociedad de Arquitectos Mexicanos en 1929 que reunía tres textos: “Necesidad de
reglamentar el ejercicio de la profesión de arquitecto” de Federico E. Mariscal,
“¿Qué es arquitectura y qué es ingeniería?” de Alfonso Pallares y “No es la
arquitectura rama de la ingeniería” de Nicolás Mariscal.

En ese texto, Mariscal argumentaba que el arquitecto es el profesional que crea y


ejecuta la morada del hombre. “El arquitecto necesita conocer con el mayor detalle
las necesidades físicas, intelectuales y morales del hombre para que queden
plenamente satisfechas en la morada y edificio que fabrica, y tener la práctica o
experiencia indispensable en la ejecución de las obras.”

A pesar de la separación de las carreras de ingeniero civil y de arquitecto, a lo


largo de las tres primeras décadas del siglo XX siguieron apareciendo artículos
como los anteriormente comentados y otros con temas afines, como los de Torres
Torija y Manuel Francisco Álvarez, publicados en El Arte y la Ciencia y titulado
“Ventajas e inconvenientes de la carrera de arquitecto” y “El doctor Cavallari y la
carrera de ingeniero civil en México”, respectivamente.

El arquitecto y la palabra
A las facetas diversas de Mariscal hay que añadir su interés por la palabra, otra
forma específica en que se manifiesta la actividad del pensamiento. Además de su
pasión por la poesía, de sus dotes de gran conversador daban fe sus amenas

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clases como profesor y sus infatigables charlas, donde siempre con esa facilidad
que le caracterizó, salpicadas de instructivas, persuasivas y finas ironías, que
siempre eran celebradas y recordadas. Se comentaba que: “La de él era la
conversación enjundiosa y a la vez amena del hombre de vasta cultura para el que
cualquier tema le es familiar.”

También fue docto y ameno conferencista; en una conferencia sobre el desarrollo


del arte en México, un periodista escribió “tocó el señor Mariscal, punto de
verdadero interés sobre nuestros compatriotas pintores, deleitando a la
concurrencia por su lenguaje fácil y florido, cuanto por la importancia que encierra
el tema en cuestión”. Hay que señalar que después de sus ponencias
acostumbraba charlar con las numerosas personas de su auditorio, que le hacían
preguntas o cambiaban impresiones, al grado que, en ocasiones, estas pláticas
informales duraban más tiempo que la conferencia.

Parecía Mariscal una persona de aquellos tiempos cuando se reunían


periódicamente con cualquier pretexto los intelectuales, los profesionistas y la elite
en una charla culta y viva para tratar los temas de común interés sin límite de
tiempo, como el grupo que se reunía alrededor Savia Nueva, del que, entre varios
renombrados escritores, Jesús T. Acevedo y Federico E. Mariscal eran también
miembros. En su prólogo a Disertaciones de un arquitecto, éste comenta:
“Recuerdo con verdadero deleite las reuniones de ese grupo intelectual en donde
nadie era insignificante, por eso yo, que sólo contaba con mi entusiasmo, tengo
como mi mayor orgullo el haber formado en las filas de esos amantes de lo bello y
valientes luchadores en pro de una sólida cultura.”

Este hombre que manejaba las palabras con arte no estuvo ajeno a aquellos
fragmentos de “sabiduría popular” vertida en los refranes. Lo recuerdan sus hijos y
demás familiares por la prontitud con la que acudía a esta forma para expresar un
pensamiento, una enseñanza, una enmienda, una aseveración, en fin un valor
comprimido: “La amistad no es para definirla, ni compararla, es para sentirla y
disfrutarla”.

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Comenta su nieto, Antonio, que tal vez lo más importante de los refranes fuese
que, en su momento y como parte de la tradición oral que toda familia tiene,
“sirvieron su propósito educando y ayudando a fincar valores que hiciesen de sus
descendientes hombres y mujeres de bien.”

Una institución nacional de servicio social


Durante la presidencia de Abelardo L. Rodríguez, a través de Aarón Sáenz, jefe
del Departamento del Distrito Federal, y Arturo J. Pani, secretario de Hacienda, se
dio un gran impulso a la ciudad de México, con la creación de organismos y
legislaciones encargados de su planificación y de promover y construir
importantes obras públicas. Entre los primeros están la creación de la Oficina del
Plano Regulador de la Ciudad de México y del Distrito Federal (1932) y de la
Comisión de Planificación del Distrito Federal (1933), así como la promulgación
de la Ley de Planificación y Zonificación del D. F. y Territorios de la Baja California
(1933). En cuanto a su “embellecimiento”, en 1933 la ciudad de México tuvo una
transformación que la prensa comparaba con la emprendida en los últimos años
del porfiriato. Entre las obras destacan los conjuntos de vivienda obrera en
Balbuena y San Jacinto, proyectos del arquitecto Juan Legarreta; en el rubro de
escuelas, la construcción del Centro Escolar Revolución, con una capacidad para
5 000 alumnos, a cargo del arquitecto Antonio Muñoz. Se distingue también la
edificación del Mercado Abelardo Rodríguez, “el primero en su género en América
Latina”, también obra de Antonio Muñoz, y el Monumento a Álvaro Obregón del
arquitecto Enrique Aragón Echegaray, en colaboración con el escultor Ignacio
Asúnsolo. En cuanto a la traza se iniciaron los trabajos de apertura, ampliación y
prolongación de algunas calles del centro, entre ellas, 20 de Noviembre, Palma,
San Juan de Letrán y López, a cargo de la Comisión de Planificación del Distrito
Federal.

A Sáenz y Pani también se les debe la terminación de las dos obras inconclusas
del porfiriato: el que iba a ser el Teatro Nacional, ahora Palacio de Bellas Artes, y
el aprovechamiento de la estructura cupular del Palacio del Poder Legislativo que
se convertiría en el Monumento a la Revolución. En este proyecto de

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transformación de la capital, Mariscal intervino como arquitecto de la conclusión
del Palacio de Bellas Artes.

En realidad, desde 1921 existía el interés en que se usaran los espacios del
enorme hall, que en el proyecto de Boari iba a ser la sala de fiestas, como salas
de exposiciones, idea que más tarde fue desarrollada por Mariscal, cuando en
1930 fue comisionado por el presidente Pascual Ortiz Rubio para ejecutar un
proyecto para la conclusión de las obras del Teatro Nacional.

Mariscal aprovechó el partido arquitectónico de Boari: hall cuya función era la de


un gran invernadero; la cúpula, su tambor y las bóvedas laterales, estarían
cubiertas con cristales emplomados protegidos exteriormente por otras vidrieras.
Esta nueva modalidad al proyectar el Teatro Nacional fue lo que permitió la
reutilización de los espacios del inmueble, por lo que el problema principal con el
que topaba el arquitecto fue el de utilizar completamente la obra y adecuar todos y
cada uno de los locales. Su proyecto dividía el edificio en dos partes: la sala de

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espectáculos y sus dependencias y un “Palacio de Exposiciones”, por lo que
cambiaba radicalmente el programa original.

Entre 1930 y 1931 no se logró iniciar los trabajos por falta de presupuesto. En
1932 el ingeniero Alberto J. Pani revisó cuidadosamente la propuesta de Mariscal,
visitó las obras, y consideró el proyecto incompleto, porque a su parecer no
aprovechaba totalmente el edificio. Esto, aunado a las inquietudes del ingeniero
por reorganizar las instituciones oficiales destinadas al fomento y desarrollo del
arte, lo llevaron a concebir el edificio como un Palacio de Bellas Artes, institución
nacional de servicio social, que fomentara y difundiera el arte de una manera

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directa, “nacida de las aspiraciones y necesidades de la nueva sociedad.” Así,
entre 1932 y 1934 se gestó y realizó el nuevo concepto, teniendo como
antecedentes los proyectos de Antonio Muñoz y Federico E. Mariscal,

A mediados de 1932 se hicieron algunas modificaciones en los planos y se creó


una partida presupuestal. Pani y Mariscal trabajaron en colaboración; a pesar de la
renuncia del primero a la Secretaría de Hacienda, en septiembre de 1933,
continuó encargado de la dirección general de la obra, hasta su conclusión el 10
de marzo de 1934.

El final de la jornada
Múltiples homenajes y reconocimientos le fueron rendidos a Federico E. Mariscal,
en vida y después de que falleció. En todos se señalaron sus grandes méritos
como hombre y profesional de la arquitectura. En 1950 recibió un homenaje de la
Universidad de La Habana, cuando le otorgaron la investidura de “Profesor
Honoris Causa”. En la ceremonia, celebrada el 15 de abril en aquella ciudad, hubo
varios discursos, uno de ellos pronunciado por el decano de la Facultad de
Arquitectura de esa institución y otro del propio Mariscal, que iniciaba así:
Yo no tengo más títulos que el de haber sido profesor de la Facultad de Arquitectura
de la Universidad de México por espacio de 46 años, y haber dedicado todo el resto
de mi tiempo a ejercer la profesión de arquitecto, proyectando y dirigiendo edificios,
estudiando, leyendo y releyendo viejos y nuevos libros, viajando por distintos
continentes para admirar las obras de arquitecturas que han hecho célebres a los
hombres, a los países y a las épocas.

Como era costumbre en él, el discurso continuó con una serie de observaciones a
manera de consejos dirigidos a los jóvenes arquitectos, en los que siempre fijaba
su interés.

En agosto de 1953, Mariscal celebró medio siglo de vida profesional; la familia y el


ámbito arquitectónico se unieron a los festejos; con motivo de esas “bodas de oro”
se organizaron diferentes eventos públicos y privados. Sus antiguos discípulos, el
personal docente y la Sociedad de Arquitectos le rindieron un emotivo homenaje,
en el que participaron varios oradores, que elogiaban las cualidades y méritos del
maestro Mariscal; ahí mismo se le otorgó la medalla en un “Cali de Oro”, máximo

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galardón para los miembros del gremio, y un busto de Minerva. Una nota de El
Nacional va acompañada de una fotografía donde aparece Mariscal flanqueado
por Pedro Ramírez Vázquez, presidente de la SAM; Nabor Castillo, rector de la
UNAM, y su hijo Alonso Mariscal, en esos momentos director de la Escuela
Nacional de Arquitectura.

Otro reconocimiento póstumo fue la creación de la Cátedra Extraordinaria


Federico E. Mariscal en la Escuela de Arquitectura de la UNAM. Instituida por la
División de Estudios de Posgrado de la Facultad de Arquitectura en 1984, se
otorga a profesionales de la Arquitectura en México que han destacado y por el
alto nivel de desempeño en el área y pretende acercar al laureado con la
comunidad académica para que comparta sus experiencias con alumnos y
profesores. Pero, sin duda, uno de los mejores tributos que se le han rendido fue
el llamarle “arquitecto de arquitectos”.

Después de setenta años de labor continua como, docente Mariscal se negaba a


dejar sus clases; comenta su nieto Antonio que lo hizo “ante la insistencia de sus
hijos que veían, con pena, que el padre comenzase a arrastrar los pies”, lo que le
hacía recordar uno de los refranes de su repertorio: “La cana engaña / el diente
miente, / la arruga no saca de duda, / escobeta en la oreja / ni duda deja, pero
arrastrar los pies / ¡eso sí que es vejez!”

Federico E. Mariscal Piña vivió hasta los 89 años de edad y murió en agosto en
1971 en su casa del Pedregal, rodeado de sus hijos y nietos.

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