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Sociedad y Estado en la Argentina: el

impacto inmigratorio1
Introducción

Lo que presentamos es un cuadro de situación que define uno de los factores que
condicionaron la relación entre estado y sociedad en la historia Argentina. Para
ello es imprescindible resaltar en perspectiva histórica lo que ha significado la
gran inmigración, hoy poco valorada socialmente.

La Argentina es una nación de factura inmigratoria, pero se constituyó como tal


recién a fines del siglo XIX. La tardía recepción y la masividad del flujo inmigratorio
dejaron una huella imborrable en la experiencia social. Por eso, a diferencia de
otros países, la inmigración no se percibe como una situación ajena o sectorial.
Por el contrario, forma parte de las vivencias del conjunto de la población y se
puede inscribir como recuerdo colectivo. La oscilación entre el desarraigo y el
arraigo ha sido tan común para la mayoría, como llegar huyendo de la miseria, el
hambre o las guerras. Hoy lo común es partir. Pero el movimiento inmigratorio,
ciertamente mínimo aunque no detenido, todavía acuna a generaciones de
habitantes, marca a fuego la concepción actual de ciudadanía y constituye la
matriz de identidad. Sin embargo, y a pesar de todo lo dicho, la inmigración
histórica no circula como un bien social valorizado. Por cierto, ocupa su lugar en
las conversaciones y reuniones familiares, se transmite como anécdota de padres
a hijos, de abuelos a nietos y está presente en los álbumes de recuerdos.
Pero esa experiencia inmigratoria, construida por millones de personas marcadas
por la transculturación, la integración más o menos lograda, la defensa y la
añoranza de los orígenes con su cuota de esperanzas y frustraciones, no sabe
trascender los reductos del mundo privado, no ocupa un lugar público.

Una situación coyuntural sirve muy bien para ejemplificar esta cuestión. Hace ya
15 años que miles de descendientes de españoles e italianos realizan los trámites
de obtención de la doble ciudadanía con la intención de mejorar en Europa el
precario horizonte laboral que ofrece hoy la Argentina. Sin embargo, esta
posibilidad no ha significado una revalorización social del esfuerzo inmigratorio de
nuestros antepasados, sólo domina una visión que mide dicho esfuerzo en
términos de herencia y usufructo individuales. Hasta tal punto ello es así, que es
habitual oír hablar de la inmigración masiva como de una experiencia
desafortunada, la causa de una supuesta falta de identidad nacional. Ciertamente,
esta mirada prejuiciosa que defiende la idea de una suerte de pecado de origen,
ha impregnado el discurso público y atrae a vastos sectores sociales.

Es un lugar común, una idea en oferta de simple uso que, además, deshistoriza
nuestra visión del pasado. Esta visión negadora y negativa de las propias raíces no

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Sobre el texto: Cibotti, Ema, 2004, disponible en Internet: http://www.institutoarendt.com.ar

1
es un dato menor a la hora de trazar un cuadro de la inmigración histórica en la
Argentina. Para confrontarla es necesario dimensionar el fenómeno inmigratorio y
para ello nada mejor que reconocer, primero, su magnitud a escala internacional.
Veamos las cifras.

Inmigrantes de ultramar

Hacia 1830, comenzaron las grandes migraciones internacionales, pero la


Argentina no fue, hasta casi medio siglo después, un país de destino. Entre 1830 y
1950 emigraron de Europa 65 millones de personas. De ese total, Estados Unidos
recibió al 61,4%, Canadá al 11,5%, Brasil el 7,3% y Australia el 4,5%. La Argentina
fue el tercer país en el ranking: recibió el 10%, es decir, cerca de 6,5 millones de
europeos, pero además en un período de tiempo mucho más corto, pues hasta
1870 el arribo de inmigrantes al puerto de Buenos Aires fue poco significativo en
números. De hecho, Estados Unidos concentró durante las primeras décadas
todas las expectativas. Entre 1820 y 1830 recibió 151.000 europeos, y este
movimiento todavía exiguo creció vertiginosamente en el decenio siguiente. Entre
1831 y 1840 la cifra señaló 600.000 inmigrantes y entre 1841 y 1850 el
movimiento transoceánico alcanzó a 1.713.000 personas. Pero a pesar de la
magnitud de estas cifras, sin paralelo en el contexto migratorio internacional, en
1850 la proporción de extranjeros en la población total de los Estados Unidos
representaba menos del 10%.

Entre 1870 y 1947 el país del norte pasó de 34,3 millones de habitantes a 143
millones, es decir que en ese lapso multiplicó la población inicial por 4,2. Sin duda
el aporte inmigratorio fue importante, pero en todo ese período jamás representó
más del 14,4 % del total de la población, es decir, se mantuvo dentro de los límites
en que puede hablarse de minorías. Ciertamente muy diferente fue el caso
argentino. El primer Censo nacional de 1869 arrojó un total de 1.737.000
habitantes. En 1960 el país tenía ya un poco más de 20 millones, es decir que en
90 años había multiplicado su población inicial por 10. Chile, que había sido
modelo de desarrollo político para la generación de exiliados que como Alberdi y
Sarmiento formularon hacia 1850 el proyecto modernizador argentino, tenía, en
1875, 2.200.000 habitantes y mantenía un crecimiento superior al de Argentina,
ya marcado al producirse la Independencia.
Sólo el impacto inmigratorio puede explicar entonces la inversión de esta relación.
Hacia 1955 la población argentina triplicaba a la de Chile que rondaba los 6
millones de habitantes. Otro punto interesante de comparación demográfica es
con el Brasil. En 1872 el país vecino tenía ya 10 millones de habitantes. En 1890
alcanzó 14 millones, 17,3 millones en 1900, 30,6 millones en 1920 y 51, 9 millones
en 1950. Resulta claro que, desde el inicio, el porcentaje de inmigrantes llegados
al Brasil se constituyó como una minoría a escala nacional. También es cierto que
sólo el aporte inmigratorio le permitió a la Argentina descontar unos puntos la
abismal diferencia poblacional con el vecino país.

En 1870 Brasil superaba en 5 veces el total de la población argentina, mientras


que 50 años después esa diferencia había mermado pues el total de habitantes de
Brasil era un poco más de tres veces el de la Argentina.

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En definitiva, lo que caracteriza al proceso inmigratorio argentino es su magnitud
y su velocidad. Como señaló el sociólogo Gino Germani hace más de 4 décadas, la
Argentina es el único país del mundo que tuvo una población activa
mayoritariamente extranjera [en las regiones más dinámicas del país] durante un
largo período de tiempo. En términos globales, la proporción de extranjeros sobre
el total de habitantes fue superior de 2 a 3 veces a la de los extranjeros en los
Estados Unidos. Si tomamos en cuenta a la región litoral y a la población
masculina adulta -dice Germani-, la proporción de extranjeros durante más de 50
años [1880-1930] superó largamente la de los argentinos; en Buenos Aires había 4
varones extranjeros por cada argentino y en el conjunto de las provincias del
litoral, incluyendo las áreas rurales, la proporción se fijaba en 6 varones
extranjeros por cada 4 argentinos ¿Qué tipo de experiencia social coagula con
estas cifras?

Germani preguntó, con razón, cómo ocurrió la asimilación de esa enorme masa
inmigratoria, e insistió en la búsqueda de una definición. “Dado el reducido
volumen de la población nativa -inquirió-, ¿se puede hablar de asimilación es decir
de absorción de una masa extranjera o deberíamos hablar de síncresis [sic], de
fusión?” Germani buscaba una imagen que expresara mejor un fenómeno
excepcional de trasvasamiento poblacional que había constituido de cuajo una
nueva sociedad. El sentido de aquella experiencia no había pasado tampoco
desapercibida para los contemporáneos del fenómeno. En 1880, un diario de la
colectividad francesa de Buenos Aires explicaba que la ciudad recién federalizada
constituía un laboratorio único en el mundo, pues era un vasto campo sembrado
de europeos que habían borrado el tipo primitivo para formar uno nuevo, el de la
Argentina del futuro (sic). Esta era la percepción del impacto inmigratorio y el
fenómeno recién comenzaba.

A continuación se presenta una visión de conjunto sobre el proceso inmigratorio


para después revisar cómo lo concibió la élite nacional y la de las colectividades.
Finalmente se plantean las perspectivas de análisis histórico y los desafíos a
cumplir.

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Argentina: sociedad aluvial

A partir de 1880 la inmigración adquirió ritmo de vértigo. Al puerto de Buenos


Aires, precario y mal equipado, llegaron de a miles los europeos que se
aventuraron a cruzar el Atlántico. Al comenzar la década, el ingreso anual de
inmigrantes fue de 85.000 personas, saldo que casi se triplicó al finalizar la misma.
La crisis de 1890 frenó la tendencia y recién a partir de 1905 el saldo migratorio
recuperó los guarismos de fines del '80. Hasta 1910 se radicaron alrededor de
1.000.000 de italianos, 700.000 españoles, 90.000 franceses, 70.000 rusos -en su
mayor parte de origen judío-, 65.000 turcos -en su mayoría sirios y libaneses-,
35.000 austro húngaros -es decir, centro europeos-, 20.000 alemanes y un
número muy inferior de portugueses, suizos, belgas y holandeses. Pero el
movimiento total de ingresos y egresos de inmigrantes fue mucho mayor en todo
el período. Por ejemplo, entre 1881 y 1910 entraron al país 700.000 italianos y
200.000 españoles que no se quedaron. En ambos casos, además, se invirtió la
tendencia inicial. En efecto, la afluencia de italianos que sumaba a comienzos del
siglo XX el 45 % del total de inmigrantes, disminuyó a partir de 1910, mientras se
multiplicaban los españoles, que en los diez años siguientes representaron la
mitad de los recién llegados. Durante la primera década de la inmigración de
masas, un elevado porcentaje de recién llegados se declaró agricultor para
ingresar al país. Ciertamente, esta oferta de mano de obra estaba destinada a
satisfacer viejos requerimientos que la sanción de la Ley de Inmigración y
Colonización de 1876 sistematizó, y que fueron reforzados en 1887 con la ley de la
Provincia de Buenos Aires para crear centros agrícolas. Paralelamente, el gobierno
de Juárez Celman (1886-1890) promocionó la venta de pasajes subsidiados y se
multiplicaron las Oficinas de Información y Propaganda en las ciudades capitales
del norte de Europa con el deliberado objetivo de atraer inmigrantes de esas
regiones y equilibrar el torrente inagotable de italianos, que constituyeron hasta
1890, el 64% de la inmigración de ultramar.

La crisis económica del '90 modificó la política inmigratoria. La venta de pasajes


subsidiados se interrumpió a favor de la llegada espontánea de inmigrantes, o sea,
del esfuerzo de las familias de agricultores que habían llegado por sus propios
medios y estaban radicadas de manera efectiva. Sin embargo, esta modalidad de
integración no se repitió. De hecho, la agricultura local no satisfizo la promesa de
acceso a la propiedad de la tierra, como prometía la Ley de Avellaneda. Por otra
parte, las ciudades se transformaron en centros de oportunidades y comenzaron a
captar la atención de las masas europeas que venían del mundo campesino. En
este sentido, en las dos primeras décadas del siglo XX, el ingreso de inmigrantes
que declaraban oficios propios de los artesanos urbanos calificados aumentó
junto con el número de los jornaleros y de quienes se definían "sin ocupación
determinada".

Como sabemos por experiencia, la distribución espacial de los inmigrantes tuvo


como destino final un puñado de provincias del Litoral fluvial y de la pampa
húmeda. Estas provincias constituyeron una situación excepcional en el mundo,
como destacó Gino Germani en sus estudios. Entre el Censo de 1895 y el de 1914,
la Capital Federal concentró las preferencias de los recién llegados, que
representaban la mitad de su población total. En el mismo período la provincia de

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Santa Fe, cuna de las colonias agrícolas, mantuvo un tercio de su población de
origen inmigratorio, mientras que la provincia de Buenos Aires apenas estaba por
debajo de dicho valor. En 1914 la gobernación de La Pampa también concitó la
atracción de los inmigrantes, que sumaban en un territorio recién poblado el 36%
del total de sus habitantes. Mendoza, Córdoba y Entre Ríos siguieron siendo
destino final de miles de recién llegados, pero en el conjunto de la población
residente el impacto de los mismos fue disminuyendo.
Los inmigrantes llegaban pagando pasajes en segunda y tercera clase para recibir
la protección de la Ley de Inmigración, que así lo exigía, y por oposición al simple
extranjero que viajaba en primera. Por cierto, no todos venían con trabajo. En la
primera etapa esto fue más habitual porque los contrataban en Europa con
destino a los establecimientos rurales del interior. Muchos otros inmigrantes
llegaron a través de agentes laborales o "padrones"; en otros muchos casos
actuaban comisionados que organizaban en sus países de origen la emigración de
grupos familiares. El vértigo del crecimiento inmigratorio arrasaba con cualquier
planificación o superaba los planes iniciales. Por ejemplo, La Nación publicaba el 8
de agosto de 1900 un aviso sobre la existencia en la Capital Federal de cinco
comisionados encargados del traslado de varias familias israelitas para el
improvisado pueblo Palacios, formado en horas en la provincia de Santa Fe (sic).
Otros inmigrantes, en cambio, se movían a través de redes sociales primarias. La
llamada de amigos y parientes ya residentes les permitían iniciar el viaje con más
garantías que las habituales. Este último caso suponía la existencia de una cadena
migratoria, sistema del que han quedado pocos registros fehacientes. En efecto,
entre las estrategias individuales, la decisión de emigrar podía anunciarse como
una oportunidad que no conllevaba riesgo, pues se necesitaba el apoyo de los
miembros de la comunidad de origen que se iba a abandonar.

En 1893 el Comisario General del Departamento de Inmigración, Juan Alsina,


calculaba que el 40% de los inmigrantes que habían ingresado ese año lo habían
hecho gracias a la "llamada de amigos y parientes". Sin embargo, predominó
durante todo el período el porcentaje de inmigración espontánea sobre cualquier
otra modalidad. Eran miles los inmigrantes que arribaban a diario solos o con sus
familias, y sin ninguna clase de apoyo económico para mantenerse hasta
encontrar colocación o empleo. Para estos casos estaban a disposición los
"Hoteles de Inmigrantes" que se construyeron en las distintas ciudades del
interior a fines de la década del '80. El porcentaje cada vez mayor de alojados en
estos hoteles-asilos da cuenta de las condiciones de partida de los inmigrantes.
Entre 1881 y 1890 recibieron albergue casi el 50% de los recién llegados. En la
década siguiente, el porcentaje bajó al 43%, pero a comienzos del siglo XX subió
hasta el 47%. Los hoteles no daban abasto, pues estaban preparados para recibir
la mitad o la cuarta parte de las personas que ingresaban.

En Buenos Aires se construyó, en 1887, el primer Hotel de Inmigrantes. Era una


instalación pasajera pero de hecho funcionó como tal hasta 1911. A menudo
debió duplicar su capacidad de hospedaje, que ascendía a 2.500 plazas. Las
condiciones del hospedaje eran malas, pero no sólo eso, la infraestructura del
puerto era también muy precaria. El desembarcadero era un espacio reducido, y
para los pasajeros de ultramar esto significaba sortear una larga y tediosa espera
hasta que la chalupa que los traía del barco pudiera atracar. En 1922 la revista

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Caras y Caretas evocó la penosa recepción que había ofrecido el viejo Hotel, "una
angustia más para los hombres y mujeres habituados a los rigores del infortunio".
El edificio nuevo, en cambio, inaugurado en 1911, tenía un gran comedor para mil
comensales y estaba rodeado de baños, enfermería y oficinas de trabajo que
debían ocuparse de atender los pedidos de empleo de los recién llegados que
tenían 5 días de albergue garantizado por Ley. El primer contacto con la ciudad
era a menudo muy duro. Los inmigrantes abandonaban durante el día el Hotel
mientras se hacía la limpieza de los cuartos para ventilar los colchones y las
frazadas. Circulaban por las calles y plazas del centro de la ciudad hasta la noche y
debían soportar a menudo el maltrato de los transeúntes. Los cronistas de los
diarios se afanaban en contar algunas de esas historias cotidianas en las que
nunca faltaba el relato de la víctima de una estafa. La representación social del
inmigrante y su familia no resistía ningún estereotipo. La pluralidad de situaciones
inhabilitaba cualquier modelo presupuesto. La separación entre sus miembros
estaba implícita desde el vamos. Por ejemplo, en el Hotel, hombres y mujeres se
separaban para dormir y para comer, mientras los niños permanecían junto a sus
madres. Por otra parte, no era excepcional que las mujeres casadas con hijos
llegaran mucho después y se encontraran con que el esposo había formalizado
una nueva relación que también incluía hijos. De hecho, entre 1881 y 1914, casi
las dos terceras partes de la inmigración la constituyeron varones jóvenes que
tenían entre 13 y 40 años. Esta tendencia casi constante sólo se interrumpió con
el comienzo de la Primera Guerra Mundial, cuando no sólo cayó verticalmente el
número de inmigrantes, sino también disminuyó la proporción de varones que, a
pesar de eso, se mantuvo en el 60% del total de ingresos.

En este contexto, aunque el comportamiento de los inmigrantes fue en rasgos


generales preponderantemente endogámico, es decir, tendieron a casarse con
personas de su mismo origen nacional, las historias de cada colectividad han dado
pautas claras de comportamientos exogámicos persistentes. Este fue el caso de
los franceses, el grupo inmigratorio que eligió con más frecuencia esposas
argentinas. Una actitud diferente fue la de los españoles en Buenos Aires y la de
los italianos en Córdoba, pues ambos casos representan ejemplos de un alto
grado de endogamia. En Córdoba, el cambio en la pauta matrimonial de los
italianos se produjo después del '80, momento a partir del cual se incrementó
sustancialmente la llegada de mujeres del mismo origen. El comportamiento
matrimonial de los españoles en la misma ciudad fue claramente exogámico hasta
1911, en el que comienzan a predominar los matrimonios con mujeres españolas
o hijas de inmigrantes españoles.

La alta tasa de masculinidad de la inmigración explica la tendencia exogámica más


marcada en los varones que en las mujeres del mismo origen nacional. Sin
embargo, el comportamiento endogámico de los grupos inmigratorios
mayoritarios no perduró en el tiempo. Lo que ocurrió con la primera, segunda y
tercera generación de argentinos ya forma parte de nuestra historia presente.
Sabemos que la tendencia endogámica tendió a diluirse con los descendientes.
Los hijos se integraban a través de modalidades diversas que, por cierto, no sólo
respondían a la impronta familiar. Para aquellos inmigrantes que vinieron a través
del sistema de inmigración en cadena, y que mantuvieron lazos más constantes
con la comunidad de origen, fue más fácil transmitir en los hijos el deseo de

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consolidar las redes de sociabilidad a través del matrimonio entre sus miembros.
Muy diferente fue la inmigración espontánea de hombres, mujeres o incluso
familias solas, pues al cortar los vínculos primarios premigratorios no quedó otra
valla para la integración en la sociedad global y, en este sentido, los matrimonios
exogámicos fueron una respuesta posible que se transmitió también a la
descendencia.

Del inmigrante al ciudadano

Los inmigrantes formaron colectividades y desarrollaron una vida asociativa muy


intensa centrada en torno a las sociedades de ayuda mutua, clubes, instituciones
recreativas, hospitales, escuelas y órganos de prensa. Ciertamente, esta dinámica
asociativa no sólo los organizó, sino que también dio sentido y un programa de
acción a los grupos dirigentes o élites institucionales. Los testimonios de época,
las historias oficiales de las colectividades construyeron una visión en la que el
heterogéneo y plural conglomerado inmigratorio quedaba diluido y convertido en
un sujeto singular. Así no había italianos, sino colonia italiana; ni había españoles,
sino colonia española. La construcción de identidad en cada grupo inmigratorio
también se hizo bajo una fuerte tensión en la que la diversidad (de cualquier tipo
que fuera) quedaba sometida a la unidad de visión de la élite. Por cierto, como la
misma idea de crisol, la noción de colonia debió soportar los embates de la
realidad. En los diarios de la época, sobre todo en la prensa de colectividades, los
inmigrantes aparecen como sujetos que se incluyen también en otras redes ajenas
a las que organizan los grupos dirigentes institucionales. En este sentido, se
reclutaban inmigrantes entre los sectores pobres para incorporarlos como peones
a la Aduana porteña, o como integrantes de las cuadrillas de trabajo de la
municipalidad, por no mencionar a los que prestaron servicio en la guardia
nacional o a los que trabajaron como empleados en organismos públicos. Era
común que los inmigrantes quedaran absorbidos en las redes clientelares de la
sociedad y, por lo tanto, permanecieran extraños a los programas o designios de
cada una de las élites asociativas. Tampoco la experiencia de los trabajadores
inmigrantes fue contemplada en las historias oficiales de las colectividades. En
efecto, se insertaron en una trama social ciertamente diferente a la de las élites
inmigratorias que habían constituido los sectores medios de la sociedad.

¿Qué primó en el mundo del trabajo, las solidaridades entre connacionales o las
de clase? Unas y otras, ¿se combinaron o se excluyeron para dar respuesta a las
necesidades de los trabajadores? En 1910 el periódico anarquista La Batalla
concluía: "Judíos, argentinos, españoles, italianos: las etiquetas cambian, pero los
hechos subsisten los mismos. ¿No valdría más suprimirlas?"

El problema detectado no era arbitrable. La masividad del flujo inmigratorio, aún


con sus ritmos variados, atentaba contra la homogeneidad interna del
movimiento obrero del mismo modo que afectaba la posición relativa de las élites
inmigratorias. Los grupos dirigentes de las asociaciones gremiales, mutuales,
etcétera, vivieron en continua tensión con las bases que representaban y, a la vez,
en permanente puja con los inmigrantes que escapaban a esa densa red y se
insertaban a través de otros medios en la sociedad global.

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La imagen de una sociedad aluvial acuñada en los diarios de la época adquirió,
gracias a Gino Germani y José Luis Romero, el estatuto de categoría analítica de la
historia argentina, porque ilumina muy bien la profunda mutación social de fines
del siglo XIX. Este proceso se percibe cuando evocamos, siguiendo a Romero, la
angustia de Ricardo Rojas, que en 1910 observa una sociedad, para él, en franca
disolución. Como él, muchos otros habían esperado que la inmigración fuese la
llave del progreso proyectado cincuenta años atrás por Alberdi y Sarmiento. En
rigor, las expectativas se habían cumplido. De hecho, en la ciudad de Buenos Aires
los extranjeros predominaban en todas las actividades productivas, en la
industria, en el comercio, como patrones o artesanos, como inquilinos o
propietarios, como obreros o empleados. Entre los Censos Nacionales de 1895 y
1914, la Capital Federal había crecido a un ritmo espectacular: la población pasa
de 660.000 a más de 1.500.000 de habitantes y, en el mismo lapso, los extranjeros
que eran la mitad, representaban entre el 60 % y 70% de la población ocupada
mayor de 14 años.

Sin embargo, había temor, impaciencia, perplejidad y una cuota inocultable de


xenofobia y racismo en las visiones de los miembros de la élite argentina. Ellos
observaban un abismo entre la condición del habitante extranjero industrioso y la
del ciudadano criollo, sometido a las inclemencias del fraude electoral. Creyeron
entonces, que la apatía y el desinterés político eran la causa de los ínfimos índices
de adopción de la ciudadanía argentina por parte de los inmigrantes.

La visión de un país sin ciudadanos sacudió al conjunto de la élite. Pero sus


miembros demoraron en revisar los postulados anquilosados del orden
conservador y, en cambio, estigmatizaron a los inmigrantes. Con desprecio
aristocrático reprocharon: “vienen a ‘hacer la América’". La construcción de esta
imagen negativa y negadora de la inmigración de masas hizo carrera a lo largo del
siglo XX.

Modelo para armar: ¿crisol de razas o pluralismo cultural?

El 30 de junio de 1995, en el diario Clarín de Buenos Aires, el humorista Sendra


graficó su visión sobre la crisis económica a partir de la metáfora del país Crisol de
Razas. Su ingeniosa historia muestra a dos hombrecitos leyendo los clasificados, el
primero dice:

-Creo que es hora de abandonar aquella idea de que nuestro país es un Crisol de
Razas.
-¿Por qué? -pregunta el segundo.
-Porque un crisol es un recipiente donde las cosas primero se calientan y luego se
funden, en cambio acá nos fundimos sin calentarnos.

La visión que ofrece Sendra, aguda y, por otra parte, nada convencional sobre el
"crisol de razas", le devuelve a la metáfora su sentido histórico original. Alude a
un proceso esencialmente violento, que no fue idealizado por los
contemporáneos de la inmigración de masas. Sólo una visión autocomplaciente
del pasado argentino, que lo supone ajeno a todo acto de discriminación o

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racismo, puede definir el crisol como convivencia armónica entre las diversas
corrientes migratorias.
Hacia 1890 la imagen de la fusión racial -noción violenta, pues supone la
aniquilación de las identidades culturales de origen- estaba instalada en el
discurso público y formaba parte de la prédica de algunos periodistas italianos
que la proyectaban con insistencia en sus órganos de prensa. Para ellos, la
Argentina moderna, a la que definían como "una nación joven de formación
aluvional", tenía una misión: "devenir un crisol de razas que forjará un tipo
humano único y más perfecto: el hombre del futuro".

Estas expresiones no eran tampoco nuevas. De hecho remiten a la primera


imagen del impacto inmigratorio dibujada en los diarios de 1880.

Como toda idea fuerza, la imagen del crisol de razas también generó resistencia.
Mientras la élite argentina construía este modelo de fusión como vimos aceptado
por publicistas italianos y franceses, miembros de esos mismos grupos nacionales
postularon una alternativa. En el seno de la colectividad italiana, y sobre todo a
través de su prensa, se instaló el debate sobre cómo preservar la identidad
cultural de origen. Había que construir vallas que evitaran que la corriente
inmigratoria se dispersara en el Plata como "un río en el Océano". La misma
expresión utilizada admitía la enorme dificultad de cohesionar a los connacionales
a través de la comunidad de lengua, usos, tradiciones y costumbres para sostener
aquello que se definía como "italianidad".

Por cierto, en la medida en que se trata de una representación de la realidad,


ninguna de estas dos formulaciones puede considerarse como una descripción
ajustada a los hechos. Aunque ciertamente la idea del crisol hizo escuela y forjó
sentido identitario durante décadas, sería un error suponer que expresa la
totalidad de la experiencia inmigratoria. Ambas fórmulas son, pues, relatos de
época, construcciones de sentido elaboradas por las élites pero que no agotan un
fenómeno más complejo y tan escurridizo como el agua entre los dedos. Sin
embargo, han persistido gracias a su potencia explicativa como fuentes que
alimentan un debate historiográfico todavía en curso. Hemos mencionado ya a
Gino Germani, el autor de la primera investigación sistemática de la inmigración
de masas en la Argentina. A mediados de la década de 1950 aparecieron sus
estudios en los que sostenía la rápida integración de los inmigrantes y la
consecuente inexistencia de guetos en una sociedad abierta, nueva y signada por
la movilidad social.

Un enfoque de la década de 1980 que se enrola en la tesis del pluralismo cultural


encuentra huellas en las estrategias de los grupos inmigrantes para defender
identidades culturales de origen, preservar pautas matrimoniales endogámicas y
mantener cadenas de llamada. Este debate renovado ha encontrado algunas
líneas de análisis convergentes para discutir, no ya el resultado del proceso de
incorporación que se hizo efectivo con la primera generación de argentinos, sino
para discernir los medios empleados y su modalidad. Pero el debate académico
así planteado no alcanza a la hora de confrontar con las visiones maniqueas y
estigmatizadoras de nuestro pasado. Debe abandonar toda tentación
generalizadora y toda intención reduccionista. Cuando lo logremos podremos

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recuperar las formas, los medios y las acciones reales desarrolladas por nuestros
antepasados para hacer oír su voz, defender sus intereses y construir un futuro
que ciertamente no imaginaron como el presente que hoy tenemos. Sabremos, en
definitiva, valorizar aquella experiencia como un bien social porque habremos
aprendido a vivir nuestra identidad en toda su diversidad.

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