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Amo el surf. Disfrutar del cálido sol de Miami, complaciendo las demandas
inconscientes de mi cuerpo, es uno de los mayores placeres que un alma
aventurera y con claros indicios de rebeldía puede tener.
Fue al romper contra la costa más imponente, mejor conocida como realidad,
que quede naufragando durante años en las aguas más turbias. Me encontraba
estancada, impregnada de un aroma de desencanto, frustración y una locura
tóxica. Lejos de casa, de las costumbres occidentales y muy cerca de estar
muerta en vida.
"Oh Profeta, dile a tus esposas e hijas, y a las mujeres de los creyentes, que
se cubran con una prenda suelta. Así serán reconocidas y nada podrá dañarlas"
(Corán, 33:59). Fueron las palabras que se llevaron al extremo, cuando se
interpretaron bajo una ideología machista intolerable y, en algunos casos, con un
desprecio ineludible hacia quienes no nacen con la “gloria” de ser hombres, como
una especie de suerte divina. A raíz del pasaje anterior surgió la abaya, ese largo
vestido de telas negras que cubren desde los hombros hasta los tobillos,
buscando anular todo tipo de subjetividad que pueda mostrarse públicamente.
Fue esa abaya, la que terminó de mutilar mis principios y rasgos occidentales.
Sin embargo, fue el hiyab, ese pañuelo que me cubría completamente la cabeza,
ocultando mis rubios y largos cabellos, el que me desmoronaba. Era el máximo
símbolo de mi postergación y del poder y dominio psicológico al que mi esposo,
el doctor Selmi, me había sometido. Lo odiaba, me incomodaba todo el tiempo.
Muchas veces, en medio de mi delirio, llegué a pensar que la delicada tela negra
lograba ingresar en mí, seduciendo mi mente para después apoderarse, poco a
poco, de mi alma y espíritu. Me estaba marchitando, me estaba secando, perdí
el brillo de aquella joven entusiasta, con actitud, llena de metas por cumplir, que
había sido hasta ese momento.
Nunca imaginé que pasaría por situaciones tan extremas. Fui denigrada,
ignorada completamente y víctima de permanentes torturas psicológicas. Llegué
a la depresión más extrema, me sentía más sola que nunca viviendo con un
completo desconocido, presa de las frustraciones que sacudían mi pecho con la
misma fuerza de los huracanes que suelen azotar a mi querido Miami.
Sólo tenía algo claro, debía irme, escapar, dejar de ser una simple pertenencia
de alguien más para volver a ser yo. No podía soportarlo más, tenía que ser
valiente y afrontar mi situación. Pensé en mis padres y su maravilloso matrimonio
de más de cuarenta años, en mi amada sobrina y en todas las personas que
esperaban por mí del otro lado del mundo. Mis seres amados, quienes
lentamente descubrieron que mi vida se derrumbaba cuando intentaba disimular
mi fracaso, sobre todo, durante las pocas ocasiones en las que pude visitarlos
con el disconforme y mezquino permiso de quien era mi esposo.
Era sumamente dichosa cuando visitaba a mis seres amados, pero sabía que
tenía los minutos contados para encontrarme de nuevo en el infierno de mi propio
hogar en Oriente. Donde me esperaba él, cegado y enfermo de celos, con su
exasperante posesividad, ajeno a todo tipo de comprensión hacia mis afectos y
aislado incluso de sus propios familiares. Ese que en los papeles formales era
mi marido, mi apoderado por Ley o, como le gusta pensar a la mayoría de los
hombres árabes, mi dueño.
Aún recuerdo como si fuese ayer, el momento en el que leí su primer mensaje.
Eran las siete de la tarde. Hubo algo en él que me impactó y eso fue lo que
motivó mi deseo de iniciar un intercambio de palabras. Sin embargo, decidí
pensarlo durante toda la noche y al día siguiente le respondí, sin darle mucho
interés para evitarme falsas expectativas. Él me respondió inmediatamente con
palabras que desbordaban de ternura. Indudablemente, me convenció de ser un
hombre especial, diferente al resto.
En ese entonces me encontraba enferma, así que tuve que ir a comprar unas
medicinas. Él, con una sonrisa tranquilizadora que invita a soñar, me rogó
continuar con nuestra conferencia, sin embargo, decidí partir. Durante todo el
trayecto hacia la farmacia su imagen, frases y rasgos seductores giraron en mi
cabeza con una velocidad abrumadora, como si se tratara de un torbellino.
Tal como ocurre a un niño que prueba un dulce por primera vez, yo quería
más. Cuando regresé de la farmacia, fui rápidamente al ordenador y
continuamos conversando por horas. Paralelo a la frecuencia de nuestras
conversaciones, mi interés hacia él se fue incrementando de la misma forma en
que se expande el fuego en una zona de secos pastizales. En sus propias
palabras, lo que estaba ocurriendo entre los dos, era algo realmente mágico y,
al igual que él, deseaba que esa sensación durara tanto como fuera posible.
No tenía duda alguna. Él era lo que había buscado desde hace tiempo. Fue
tal vez ese toque de ciudadano sofisticado, aunado al misterioso trasfondo de
sus raíces orientales lo que provocaba una enorme sonrisa en mi rostro,
salpicándome el alma como el rocío de las mañanas a las verdes praderas.
En una ocasión, él me contó una hermosa historia acerca de uno de sus más
recientes sueños. De acuerdo con su relato, algunos días antes de conocerme
por internet había soñado con un gato de color amarillo y ojos verdes que
caminaba hacia él. Por mi apariencia y larga cabellera rubia, dedujo que yo era
ese gato. A partir de ese entonces me llamaba “el gato de sus sueños”; algo que
me pareció sumamente tierno en ese momento.
Mi dulce enamorado, deseaba con todas sus fuerzas ser parte de mis sueños.
Incluso, se conformaba con ser mi osito de peluche, de esa forma tan intensa
me necesitaba.
Abordaría ese avión como en tantas otras ocasiones. Pero en este caso, en
mi maleta llevaría algo más que lo indispensable, algo imperceptible a simple
vista e indetectable para los escáneres del aeropuerto. Sólo quienes me
conocían realmente podrían haber notado que en mi rostro transportaba amor y
mi luz brillaba con una intensidad cegadora causada por el incesante fuego de
mis deseos.
Era el mes de octubre, con mis 34 años a cuestas y las ilusiones a punto de
explotar me dirigí al aeropuerto. El avión despegaba y con ella también mi vida.
Imaginaba miles de situaciones en mi mente. Estaba consciente de que, a mi
regreso a Miami, traería a una nueva Zoe después de esa inusual cita. Sabía en
mi interior que ese viaje marcaba un antes y un después. La adrenalina y la
emoción se confundían bajo una gran duda: ¿Sería acaso éste el inicio de una
nueva vida?
La Basílica Santa Sofía aguardaba por mí. Pero ya no me vería transitar en
frente de su fachada como una alucinada turista que admira su imponente
esplendor. Esta vez estaría acompañada, paseando tomada de la mano del
hombre que logró cautivarme al punto de embarcarme en esta loca travesía.
Tal como él decía, todo estaba ocurriendo rápidamente y, pese a que ninguno
de los dos lo esperaba, no podíamos hacer nada para detener el sentimiento tan
grande e inexplicable que teníamos uno por el otro.
Así fue como, a pesar de algunas objeciones injustificadas del doctor Selmi,
decidí el lugar ideal para conocernos en persona. Sin duda alguna, debería ser
Estambul, mi lugar predilecto en el mundo, no en vano es considerada una de
las ciudades más cautivantes.
No sólo me otorgaba la seguridad necesaria por si algo salía mal, sino que
también sería el escenario perfecto de nuestro amor y pasión si todo resultaba
bien, hecho con el que alucinaba desde lo más profundo de mis entrañas.
Pese a que estaba cómoda con el sitio acordado, las dudas e incógnitas
parecían no tener piedad y me pasaban factura de mis intrépidas y apresuradas
decisiones. En innumerables ocasiones, me pregunta a mí misma si estaba loca.
Pese a todo seguí adelante, impulsada por el cálido y delicioso sabor del amor.
Durante el viaje hacia el hotel, nuestros ojos se imantaron como dos iones
opuestos que se sienten ineludible y sumamente atraídos. El doctor Selmi tomó
mi mano por primera vez dentro del auto y, como un acto reflejo, lo hizo en
reiteradas oportunidades cubriéndola muy fuerte con sus varoniles dedos.
Fascinada por la atmósfera creada entre los dos, ya no sentía ningún tipo de
agotamiento. Había olvidado todas las horas de vuelo y estrés causadas por mi
habitual fobia a volar. Siempre tuve una exagerada preocupación por los vuelos,
desde el simple hecho de sacar los pasajes hasta el momento de surcar por los
aires de un destino a otro, aunque ésto no me impedía ser una irremediable
trotamundos.
Él me aguardaba con algo de timidez, como si fuese un niño que conoce por
primera vez a su maestra de kínder. Mucho más confiada y seducida por el
respeto que me demostró en todo momento, me senté a su lado. Él me miró
fijamente, penetrándome con sus pupilas hasta llegar a lo más profundo de mis
deseos ocultos.
Caminamos por las calles como dos adolescentes que viven dentro de su
propia burbuja, ignorando hasta los mayores atractivos del panorama ofrecido
por la ciudad de los dos continentes. Luego de sortear la marea de vendedores
locales de recuerdos y antigüedades turcas, ingresamos a la Mezquita.
Me miró fijamente a los ojos y pronunció las palabras mágicas con las que
toda mujer sueña desde niña: “¿te quieres casar conmigo?”, dijo al aire con
seguridad y completa soltura, como si no tuviera conciencia de lo que su
propuesta realmente significaba.
Quería que nuestras últimas horas juntos fueran eternas. Sin embargo, el
tiempo tenía sus propios planes y pasó tan rápido como la velocidad de la luz.
Lo veía empacar, y la nostalgia cobraba vida en esos malditos minutos previos a
la inminente despedida. El doctor Selmi me llevó al aeropuerto y después de
despedirnos, llenos de esperanza, tomé el vuelo de regreso a Miami.
Una vez instalada provisoriamente en casa de mis padres, recibí otro de los
tantos mails de mi futuro esposo, en el que decía, desesperadamente, que ya no
aguantaba el estar sólo después de haber conocido los beneficios de mi
compañía.
Acordar los detalles de la boda fue un proceso complejo. Él quería una boda
con la familia, una fiesta ostentosa y todo lo que conlleva una celebración lujosa.
Yo pensaba diferente. Prefería algo más sencillo, solamente él y yo.
Como requisitos, sólo era necesario presentar los documentos que testificaran
nuestra condición de personas solteras, pasaportes y tener por lo menos tres
días de estadía en ese país europeo. Mandamos toda la documentación y
reservamos la cita para el día 29 de marzo de 2012.
Sólo habían pasado unos pocos meses desde las primeras experiencias
juntos y ya todo el escenario estaba planteado. Después de aceptar la
precipitada propuesta del doctor Selmi, el momento de la verdad se acercaba.
Faltaban pocos días para ser oficialmente su mujer y yo me encontraba
sumamente inquieta, algo sumamente extraño considerando que debería haber
sido una futura esposa repleta de felicidad: ¿Qué estaba ocurriendo conmigo?
Estaba por cumplir el sueño de toda mujer, casarse con el hombre amado y
vivir, como condimento especial, una aventura como la que me aguardaba en
una cultura literalmente distinta a todo lo que conocía. Era un plan sumamente
seductor.
Le comenté todo lo que estaba ocurriendo y desató toda su ira con una
verborragia desmedida. Jamás lo había visto así. Sin embargo, justificaba su
reacción alegando que era seguramente parte del estrés que le causaban los
tiempos tan acotados, sobre todo ante esta nueva eventualidad. Nuestra cita en
la corte dinamarquesa estaba pactada para el día 27 de marzo. Sólo 48 horas
distaban de esa reunión impostergable.
Esperé a que se calmara para que pudiéramos resolver las cosas de un modo
más civilizado. Al seguir eufórico, profiriendo insultos, decidí cortar la
comunicación y regresar a casa en medio de un ataque de nervios que
contrastaba con la habitual serenidad que me caracteriza.
Una vez allí y ante la sorpresa de mi madre por tenerme de vuelta, recibí su
llamada telefónica. Hablaba con una templanza distinta. Diplomático y mesurado
en la manera de interactuar conmigo, logró convencerme de buscar alternativas
que pudieran dar solución al conflicto. Calmados y diluyendo el mal trago,
logramos reservar tickets para viajar, contemplando una escala previa en
Alemania. Acordamos encontrarnos en ese destino para luego ir juntos hasta
Dinamarca en automóvil. Después de todo, circular por la ruta también sería una
linda ocasión para pasar tiempo juntos.
El vuelo hacia Alemania fue excelente, pese a no haber podido pegar un ojo
durante toda la noche previa. Al llegar, me estaría esperando el doctor Selmi. Al
vernos nuevamente, nos abrazamos fuertemente dejando atrás la tortura de los
días anteriores. Nos dispusimos a trasladarnos y salimos en un coche rumbo a
Dinamarca.
Durante lo que quedaba del viaje, se mantuvo callado y con la mirada fija en
la ruta, salvo alguna que otra breve charla sin sentido. Destellos de amor propio
habían brotado de mí para ponerlo en su lugar. Por dentro, sentí satisfacción.
Todo había sido tan precipitado que se tornó difícil controlarme, hasta que
logré literalmente desmayarme en un profundo descanso, supongo que por el
agotamiento psicológico que estaba experimentando a cada minuto. Faltaban
menos de 24 horas para hipotecar mi destino.
Nos dirigimos en carro hasta la corte y al descender del vehículo las actitudes
eran sumamente ambiguas. Él caminaba por delante de mí con una decisión
admirable. Representando y exteriorizando una postura contraria, imaginé que
daba pasos hacia atrás.
Fui yo, la que había tragado una a una las píldoras de ilusión e interés, sin
considerar las dosis correctas ni leer las contraindicaciones escritas en letra
pequeña. Esa es la metáfora perfecta para describir el tóxico enamoramiento
que sentía, el mismo que estaba agonizando y que se acercaba por momentos
a su extinción al desenmascarar los detalles ocultos del doctor Selmi, pero que
para mi pesar se empecinaba en mantenerse aún con vida.
Vestida con una larga sotana negra con detalles en color azul, la testigo a
cargo de llevar adelante la ceremonia comenzó a leer los votos
correspondientes. Fue allí, cuando experimenté escalofríos que se desplazaban
desde la nuca hasta los tobillos.
Temblando, me aferré con fuerza al bolígrafo y dibujé los trazos que cambiaron
mi futuro. El doctor Selmi ya era oficialmente mi esposo. Él esbozó una sonrisa
de lado y asintió con la cabeza, juro que su expresión me provocó pánico. Fue
tan transparente como la de un cazador que se fotografía con su presa, ausente
de ternura y repleta de satisfacción por un logro que parecía más bien personal.
Imaginé por un instante que no era yo quien le importaba, sino presumir que
se había casado con una chica americana de visible aspecto anglosajón, ojos
verdes claros y una larga cabellera rubia que cubría completamente su espalda
hasta llegar a la cintura.
Tiempo después comprendí que para los hombres de ese país conquistar y
llevar al altar a una mujer occidental otorga cierto status social. Algo de qué
presumir socialmente y con sus amigos, reforzando una falsa autoestima que
flaqueaba habitualmente en el doctor Selmi.
Esos minutos fueron eternos pero finalmente todo había terminado. Tras la
exigencia de retratar el momento, recuerdo que me dejé tomar algunas
fotografías para cumplir con el protocolo, no fueron más de diez en las que se
puede percibir la frialdad de mi rostro.
No entendía el por qué. Me sentía culpable por no encontrar explicación
alguna. Si amaba a ese hombre profundamente ¿Por qué no irradiaba alegría?
¿Acaso yo era el problema? ¿Sería una premonición de lo que me tocaría vivir
más adelante?
Esa noche, la luna de miel fue muy distinta de lo que una joven sueña desde
pequeña. ¿Dónde carajo escondía ese cuerpo echado junto a mí, el
romanticismo con el que conquistó mi corazón? ¿Y los detalles? ¿Y las palabras
dulces y empalagosas? Era increíble darse cuenta de cómo un simple papel
firmado, había cambiado sin vacilar la esencia de ese hombre.
El viaje fue una tortura. El doctor Selmi había extraviado su billetera y el nivel
de su pesimismo y mal humor llegó al punto más alto de tolerancia. Como una
costumbre arraigada fuertemente a su manera de vivir, el drama y el caos fueron
los protagonistas, adueñándose de todo lo que sucedía en la embarcación.
Tuvimos que separarnos nuevamente, pero sería tal vez la última ocasión.
Estábamos casados formalmente, la diferencia era colosal y el grado de
compromiso era completamente real. Nuestro sueño se había hecho realidad,
era sólo cuestión de tiempo y burocracia para que estuviéramos juntos como una
verdadera familia.
Puesto que nunca pude manejar con cautela la curiosidad. En cuanto retorné
a Miami, comencé a investigar acerca de la experiencia de otras mujeres
occidentales que se habían casado o estaban relacionadas sentimentalmente
con hombres árabes.
Todo lo que leía resultaba pesimista y poco alentador, pero una vez más tomé
la tóxica costumbre de auto convencerme de que él era diferente, lo había
percibido en nuestra romántica e inolvidable semana vivida en Estambul. Aunque
con el tiempo caí en la oscura realidad, todo era parte de una tonta idealización
generada por el proceso de enamoramiento.
Por supuesto, él me decía con suma tranquilidad que eran casos aislados y
que generalmente las personas cuentan las malas experiencias para atraer la
atención de los lectores. Aún enamorada y fortalecida por los últimos días que
disfrutamos en Berlín, le creí ciegamente justificando su respuesta.
Son aprobadas las visas transitorias sólo para viajes temporales, reuniones
de negocios o la participación en celebraciones musulmanes específicas; pero
en todos los casos con un permiso de la correspondiente embajada.
Casarnos con anterioridad fue un acierto para agilizar los trámites, pero
hubiera preferido conocer antes el lugar donde pasaría la próxima etapa de vida
junto a mi esposo.
Pronto, el mes de junio se hizo presente. Un poco más de tres meses habían
transcurrido desde nuestro enlace matrimonial. No nos volvimos a ver desde
entonces, pero el contacto era fluido a través de los mensajes por mail. Siempre
se interesaba en saber sobre mi acontecer diario.
El doctor Selmi, veía mal que me reuniera con amigos de años porque entre
ellos había hombres. Llegué a considerar que, efectivamente, era una
irresponsabilidad de mi parte el llevar una vida siempre había considerado
normal. Comencé a cohibirme y aislarme de todo. No quería defraudar a mi
esposo ni darle motivos, aunque infantiles, para desencadenar sus celos y olas
de reclamos.
El poder psicológico que el doctor Selmi ejercía sobre mí era algo muy serio.
Incluso a la distancia, se las arreglaba para hacerme sentir miserable. Aunque
era consciente de la vulnerabilidad con la que me exponía ante él, no podía
imponer mis argumentos y terminaba dándole la razón, como si él fuera el dueño
de la verdad.
Esa semana en mi amada tierra, no fue la más feliz de todas. El menú diario
incluía peleas sin sentido y manipulaciones, su arma predilecta para lastimarme.
Llegué al punto de pensar en decirle que hiciera sus maletas y se fuera para el
aeropuerto, que volviera a Arabia Saudita.
Sin embargo, nunca tuve la valentía necesaria para ejecutar lo que pensaba.
Al poco tiempo, su capacidad de alterar mis emociones lo colocaron en el puesto
de víctima. ¿Podía ser tan malvada de querer alejarlo de mí luego de estar tanto
tiempo distanciados? ¿Acaso ya no lo amaba? ¿Qué clase de mujer perversa
era como para echarlo de la casa de mis padres? ¡Era mi esposo! Debía soportar
todo, en las buenas y en las malas.
Él era consciente del poder que ejercía sobre mí y no dudaba hacer uso
permanente del mismo para que cayera irremediablemente en sus brazos,
pidiendo perdón por lo que ocurría. No importaba la causa o el motivo, siempre
era yo la que daba los primeros pasos para una rápida, aunque fugaz,
reconciliación.
El doctor Selmi siempre trató de alejarme de mi familia, algo que nunca logró.
Pese a que somos pocos, el seno familiar siempre se mantuvo muy unido y ésta
no sería la excepción. Sintiéndome fuerte por encontrarme en casa de mis
padres, defendí mi postura de ir sólo a Panamá, como habíamos planificado en
un principio.
- “Upppssss, no, no, no” - me dijo el doctor Selmi con algo de sarcasmo. - “Tú
ya no puedes usar bikini, la religión no lo permite”- Ya se podrán imaginar mi
cara. Nuevamente la impotencia me carcomía el espíritu. ¿Estar en el mar y no
disfrutarlo? ¿Qué clase de locura es esa?
Lloré muchísimo, pero complací su pedido. Era muy débil ante él. Toda mi vida
había criticado a las mujeres que se dejaban pisotear por un hombre y, ahora, yo
estaba aprobando, sin darme cuenta, el examen de cobardía para graduarme
con honores en la misma categoría.
Aún en Panamá, lugar donde viví algunos años durante mi infancia, mis
amigos me invitaron para reunirnos. Como era de esperarse, mi esposo no
estaba de acuerdo ya que la mayoría eran hombres. La excusa era siempre la
misma, - “yo quiero pasar todo el tiempo sólo contigo”- me decía constantemente.
En tan sólo una semana, con tremendas ansias de volver, se terminaron esas
inmundas vacaciones. Estábamos nuevamente en Miami.
Lo que debió ser un viaje de placer para afianzar nuestro amor y recomponer
la cuota de romanticismo perdida, culminó en un rotundo fracaso. Peor aún,
incrementó mis miedos, dejando al descubierto facetas aterradoras de la
personalidad de quien, aunque era un hecho que comenzaba a pesarme, ya era
mi esposo.
Una vez que reuní todos los documentos necesarios, los envié a una
compañía que se encargaba de tramitar visas con el fin de agilizar el trámite,
pero fue un gran error. Demoraron una eternidad en gestionar la petición.
Faltaba muy poco para insertarme en el mundo de las abayas. Percibí cierta
intranquilidad en mis amados padres, pero siempre fueron defensores de la
libertad de elección y sabía que respetarían la mía.
Mi amiga Josefina
no se cansaba de
advertirme que
tuviera cuidado, que
era una cultura
cerrada de personas
muy diferentes. -
“Nunca volverás a ser
la misma persona”-
profetizó en una de
nuestras tantas
charlas. ¡Qué razón
tenía!
Sin saberlo en ese momento, ella sufriría conmigo gran parte de la tormentosa
vida que me esperaba. Siempre ha estado ahí para intentar abrirme los ojos y
darme unos merecidos jalones de oreja. El apoyo incondicional y su oído
dispuesto a escuchar mis lamentos me ayudaron a sobrevivir hasta el día de hoy.
Por todos los medios posibles evitaba llorar. El momento del adiós a mis seres
amados era impostergable, aunque deseaba evadirlo con todas las fuerzas. Le
pedí a Josefina que me llevara al aeropuerto, para que la despedida de mi familia
fuese menos dolorosa.
La primera parte del viaje fue agradable. Pensaba en todos los detalles para
no tener imprevistos y fantaseaba con lo que sería mi primera vez en Arabia
Saudita, me costó demasiado poder conciliar el sueño. En realidad, fue imposible
que mi mente reposara en las aguas de la tranquilidad. La primera etapa estaba
cumplida, ya me encontraba en Alemania. Sólo restaba el paso más importante,
en cuestión de horas estaría pisando tierra árabe.
Descubrí con el paso del tiempo que los hindúes, la mayoría de ellos choferes,
y los filipinos, gran parte dedicados a las tareas de limpieza, no pueden llevar a
sus familias. Por el contrario, una vez que llegan y son contratados por sus
patrones resignan el pasaporte dándoselo a sus “sponsors” quienes distan
mucho de otorgarles beneficios o ser cordiales.
Una vez superada mi fobia a volar, comencé a disfrutar del viaje imaginando
cómo sería mi nueva vida con la función de esposa. Ese era un título que seguía
generando inquietudes en mi mente. Jamás había imaginado, hasta ese
entonces, encontrarme en esa posición, afrontando semejante responsabilidad.
La sorpresa que me causó ese breve diálogo, se mezcló con una temerosa
curiosidad. Terminando con ese incómodo e inquietante momento, el asistente
preguntó rápidamente si quería comer algo en especial. Acepté con gusto y en
breve, me vi disfrutando de una deliciosa kermes de sabores exóticos mientras
observaba imágenes de paisajes en el asiento delantero. Mas tarde, me
enteraría de que en las aerolíneas sauditas no se permiten poner películas con
imágenes de personas, Eso para ellos es Haram, es decir, algo prohibido, esto
es lógico considerando que en el Reinado no existen cines ni salas de teatro.
Antes de pisar tierra firme nos exigieron dejar las revistas en el avión. No
podían circular en la sociedad musulmana, era algo prohibido.
Debo confesar que me sentía asustada, intimidada. Había leído tantas cosas,
que sólo esperaba el momento para vivirlo. Veía como mandaban hacia un cuarto
a muchos de los occidentales luego de ser entrevistados por el oficial de
migración. Finalmente, después de una larga espera, llegó mi turno. Pasé sin
ningún problema.
Al acercarme al puesto de migración, fue un esbelto oficial vestido de color
beige, con camisa y pantalón ajustado a la altura del ombligo por un sencillo
cinturón quien me atendió. Él notó el bronceado reciente y mis inconfundibles
facciones anglosajonas. “Americana y musulmana, felicidades” fueron las
palabras que dijo luego de mostrar sus dientes en una expresión fraternal. Su
tupido pero pequeño bigote, que se extendía por encima de su labio superior sin
llegar a cubrirlo en sus extremos, acompañó con gracia la mueca que intentó
esbozar en señal de simpatía.
Una vez finalizado el tedioso proceso, pase más relajada las puertas del
aeropuerto. Ya podía respirar el aire oriental. Ansiosa por consolarme entre sus
brazos, después del traumático episodio, por fin me encontré con el doctor Selmi.
Sin embargo, ni siquiera un beso en la mejilla recibí de su parte. Fue entonces
cuando tomé conciencia de que estábamos en el Reinado de Arabia Saudita, y
no se permitían las muestras de afecto.
¡Qué frío es comer sin disfrutar de la hermosa vista! Todo se veía raro y, al
mismo tiempo, intrigante. ¿Y las personas? La situación me parecía un poco
chocante pero debía acostumbrarme, más adelante vendrían cosas peores.
Luego del pequeño receso para alimentarnos, nos dirigimos a casa. Mi nuevo
hogar, ¡Qué emoción!
Al llegar tuvimos que pasar por tres seguridades y después, al entrar a la casa,
me sentí rara, todo era muy bonito, pero no había calor de hogar. En ese
momento, supuse que mi percepción era producto del proceso de adaptación,
luego todo sería todo muy ameno. Como siempre pensaba en cada aspecto de
nuestra relación.
Nuestra casa en Raid era confortable. Tenía una sala principal muy amplia a
la que los blancos pisos daban una luminosidad especial al ambiente. La
habitación matrimonial, al igual que la de huéspedes, tenía pisos de madera. El
baño y un patio con una pequeña área verde completaban la vivienda. Estaba
bien para nosotros dos, pero sabía que sería una casa transitoria.
Nos dirigimos al bazar para comprar mi atuendo, para camuflarme entre tanta
tela. Una gran variedad de abayas discretas fueron su regalo de bienvenida,
puesto que la mía tenía colores y llamaba aún más la atención. Un lindo gesto
de mi esposo, aunque en realidad, lo hizo para que me viera como una mujer
digna de transitar por las calles de la ciudad y no ser objeto de miradas
inapropiadas.
Volvimos a casa con una enorme bolsa llena de telas negras, sin vida ni color.
Telas que serían mi uniforme para salir de casa. Llegó así la primera noche de
una nueva vida que apenas comenzaba. Ahora, tanto en los papeles como en el
modo de vestir ya era una auténtica ciudadana árabe.
Siempre me encontraba enredada entre las oscuras telas, renunciando a
disfrutar del paisaje, por la inexplicable obsesión de complacer a mi esposo. En
más de una ocasión, le pregunté por qué se había casado con una mujer
occidental si sabía que en Medio Oriente, le gustara o no, siempre llamaría la
atención. Él odiaba esa pregunta.
Días después, el doctor Selmi trajo una gran cantidad de cajas y me ordenó
que empacara todas nuestras pertenencias. Nos trasladaríamos a Yanbu, una
ciudad ubicada en las cercanías del Mar Rojo.
Antes de mi viaje hacia Arabia Saudita, el doctorcito me había comunicado
que sólo estaríamos tres semanas en Riad. Nos estableceríamos definitivamente
en Yanbu, debido a que había sido promocionado en su trabajo para ocupar un
puesto superior.
En ocasiones, pienso que hay personas que vienen al mundo con el propósito
de hacerle daño a otros seres humanos. Sus inseguridades son tan grandes que
sienten la necesidad de pisotear a otros. Esa falsa sensación de poder los
satisface momentáneamente, al darse cuenta que tienen injerencia directa en el
estado emocional de las personas, sobre todo de aquellas a las que juran amor
incondicional.
Tenía un falso ego sumamente elevado, para aparentar ante los demás una
vida de éxito, tanto en el ámbito profesional como familiar, eso fue su mayor
condena. Él luchaba arduamente por mostrarse feliz, pero no lo era. Fingía
seguridad y autoestima pero, en la intimidad, flaqueaba en ambos aspectos.
Su pasado siempre fue algo misterioso y había muchas cosas raras que no
concordaban con el relato que él mismo se encarga de hacer de su vida. De
acuerdo con él, desde su infancia había permanecido durante varios años en
Francia alejado totalmente de su familia.
Aún en estos días, alejada de toda la historia que viví en el Reinado, me sigo
preguntando cómo fue posible que jamás visitáramos a su familia. Durante
nuestros más de dos años de terrorífica convivencia me mantuvo alejada de
ellos, intentó hacer lo mismo con mi familia, pero al ver que eso era algo
imposible tuvo que desistir.
Más allá de los detalles, para conocer la historia del doctorcito es necesario
remontarse a un vínculo clave en su vida, a saber, su madre. El odio que sentía
hacia su madre era evidente y no se preocupaba por disimularlo de alguna
manera.
Su conducta, logró abrirme los ojos y desmitificar la idea que tenía sobre su
firmeza en el cumplimiento del Corán. Se había casado con una mujer alemana
sólo por el hecho de poder tener relaciones sexuales con ella. Algo que me
pareció repulsivo al enterarme.
El Corán establece que sólo una pareja casada puede hacer el amor con total
libertad. Y las ganas de mi ahora esposo eran tantas en ese momento, que
prefirió fundirse en el placer a cambio de jurar amor eterno ante su Dios.
Durante su estadía en Canadá, conoció una chica coreana. Según él, estaba
con ella simplemente porque le hacía todo. La utilizó como una mera sirvienta e
incluso llegó a decir que esa mujer le daba asco. La veía como cualquier cosa,
menos como una mujer con un físico deseable. Siempre aborrecí la manera en
que se refería a las mujeres y su clásico alarde de cómo jugaba con todas.
Se jactaba diciéndome que había estado con más de cien mujeres, cosa que
nunca le creí por supuesto. Daba pena su arrogante estupidez en relación a ese
tema.
Respecto de Canadá, tuvo que irse dado que tuvo muchos problemas con las
personas al grado que llegaron a destruir su automóvil.
Vivo en una lucha constante conmigo misma, en la cual, tengo como principal
objetivo el deshacerme de los traumas que él me provocó. Esa es la manera en
la que influye en las personas. Su veneno es difícil de disolver una vez que
penetra en el torrente sanguíneo, pero lo estoy logrando.
Primavera del mar. Arena, sol y más opresión
Emprendimos el viaje hacia nuestro nuevo hogar alrededor de las seis de la
mañana. Decidimos salir muy temprano, porque eran más de diez horas de viaje
en carretera para llegar a nuestro destino.
Las altas temperaturas que rondan los cincuenta grados centígrados son una
constante, al igual que los interminables silencios de mi compañero de viaje y de
vida. Un sauna sobre ruedas con matices de sepulcral silencio resumía nuestro
peculiar viaje.
Personalmente, me pone furiosa ver cómo los niños de sexo masculino son
los principales acompañantes en el asiento delantero, exponiendo su vida
permanentemente en esas peligrosas carreteras.
Cada vez que el doctor Selmi se dirigía hacia mí, era porque se acercaba un
punto de control. Nunca entendí para qué servían en realidad, pensaba que
existían sólo para someter a las mujeres y revisar que estuvieran cubiertas sin
cometer ningún "haram", es decir, algún acto prohibido que fuera en contra de la
moral o lo sagrado. Como si gozara de la situación, él aprovechaba para
pronunciar su palabra favorita en todo el diccionario: “Cúbrete”.
Por fin, con los cuerpos agotados por el viaje, pero ávidos y curiosos de
descubrir el lugar donde viviríamos, llegamos a nuestro destino. Yanbu es una
ciudad portuaria enclavada a orillas del Mar Rojo con alrededor de doscientos
ochenta mil habitantes.
Veía con pena, como las demás mujeres observaban desde lejos a sus
maridos e hijos regocijándose en el maravilloso mar. En sus ojos, lo único visible,
se podía percibir la angustia y la añoranza oculta de ser parte de esa fiesta.
Era terrible pensar que conocieron el mar desde adentro siendo niñas, y que
al dejar de serlo debían conformarse con freírse bajo el sol envueltas en sus telas
negras. Si lo pensaba bien, mi suerte no era tan diferente a la de ellas.
Debido a que el doctor Selmi se casó con una mujer extranjera, su empresa
le asignó una vivienda en un complejo exclusivo para personas que no son de
origen árabe. Por ello, en un primer momento, tuvimos problemas para que él
fuera admitido, el rencor que sintió por semejante humillación fue incontrolable.
Siempre puso esa carta sobre la mesa para sentirse más poderoso, en su
escaso razonamiento y deliberada necesidad de sentirse socialmente
importante. Como si fuera fórmula mágica para potenciar su valía como ser
humano.
Todas sus acciones eran contradictorias, por un lado, siempre sacaba a relucir
sus raíces árabes lleno de orgullo pero, contrariamente, se mostraba como un
moderno alemán de mente abierta al encontrarse con personas de otras partes
del mundo, sobre todo cuando estaba fuera de Arabia Saudita. De esa manera,
tejió cuidadosamente la telaraña en la que yo había caído, mansamente como
una mosca en busca de más azúcar.
Cuando le transmití la
emoción a mi esposo, él se
encargó de derribarla como
si fuera una piedra,
impulsada por una
resortera, a un pájaro que
está levantando vuelo. -
“Sólo puedes bañarte con
ropa, no interesa si el resto
lo hace en traje de baño.
Recuerda, eres
musulmana”- me dijo
deteniendo mi vuelo, ni
siquiera mis alas llegaron a desplegarse. Otra vez mi libertad era aniquilada.
La casa tenía amplias ventanas con vista a la playa pero, como una burla que
le quitaba su encanto, estaban cubiertas las veinticuatro horas del día por
enormes cortinas. Mi esposo estaba obsesionado con blindar completamente la
casa, debido a que habían múltiples cámaras que captaban videos
permanentemente.
Al llegar a la casa, escondí todo tipo de evidencia para no dejar rastros, pero
en la noche, sin mediar cordialidades o saludos previos de reencuentro, su
pregunta fue tajante: ¿Por qué diablos fuiste a la piscina?
En realidad, deseaba con todas mis fuerzas que sólo se tratara de un enorme
show que pronto llegaría a su final. La complejidad de nuestra vida diaria
comenzaba a reprimirme. Cada vez mi llanto era más frecuente, parecía ser el
único refugio de un alma enjaulada.
Vida social. Mi inserción al aislamiento
Asentados en nuestra nueva vivienda de Yanbu, mi esposo comenzó a invitar
a algunos amigos a compartir la cena. Feliz por la apertura hacia nuevas
personas, me volqué a la tarea de cocinar comida típica de la región.
Honestamente, al tener tiempo disponible me había convertido en una erudita en
el arte culinario.
Minutos antes de que los invitados llegaran, el doctor Selmi hizo que
prácticamente me forrara el cuerpo con la mayor cantidad de telas posibles. Esa
era la única forma en que me podría sentar a la mesa y participar de la velada. -
“Te van a estar mirando. No puedes mostrar nada de tu piel”- ¡Oye! Eran
alemanes acostumbrados a lidiar con mujeres. ¿De qué carajos estaba
hablando?
En la enferma mente del doctorcito, todo hombre me miraba con ojos lascivos.
Y, por supuesto, para él yo era la que provocaba las miradas. Pobre de mí cuando
salíamos a la calle o recibíamos visitas y ocurría alguna ingenua situación de ese
tipo, sin ningún tipo de intencionalidad. Su furia se desataba al estar solos y me
reclamaba cada estúpido detalle sin sentido alguno.
“Eres muy afortunado. Cuídala mucho, pues tienes una gran mujer a tu lado”,
solía decirle su joven amigo. Desafortunadamente, su forma de cuidarme era
tener control total de todo lo que hacía, cada movimiento, hasta dentro de la
casa, era minuciosamente evaluado por él.
Era difícil mantener la sonrisa sabiendo que más tarde, cuando la visita se
retirara, comenzaría el maltrato psicológico. De más está decir que, frente a las
otras personas se comportaba como un ángel. Sus maltratos tan habituales me
hacían pensar que me odiaba, con mayor intensidad, cada día que pasaba.
El problema era que sólo yo pensaba de esa forma. Para mi esposo, el falso
alemán con fingido pensamiento occidental, no había discusión. La mujer a la
cueva, a cumplir su función de esclava mientras la visita goza de su hospitalidad.
Hospitalidad que obviamente se solventaba en mi esfuerzo.
Tan pronto se fue, le reclame al doctorcito que nunca más llevara a esa
persona a la casa, o se adaptaba a mis reglas o simplemente no cocinaría ni un
plato de comida. Este reclamo no le cayó nada bien al doctor Selmi, furioso, me
contesto que él llevaría a cuanta persona se le antojara y yo tenía que seguir sus
reglas, más tarde se retiró al dormitorio satisfecho por el festín.
De su parte, nunca recibí ni siquiera una rebanada de pan, mucho menos las
gracias por mi esfuerzo. Se acostó eructando, desinflamando su intestino con la
emisión de gases. Ignorando que yo estaba tendida a su lado, se dio media
vuelta y comenzó a roncar. Humillada y pisoteada en mi propia casa, me quedé
dormida entre lágrimas que tenían sabor a esclavitud.
La mujer filipina, resultó ser una grata compañía durante las horas en las que
me sentía sola. Rápidamente establecimos un estrecho vínculo de amistad y se
convirtió en una informante de lujo, con respecto al acontecer cotidiano de la
sociedad árabe.
Esas personas se pasan años en soledad, sin familia y trabajando bajo las
peores condiciones, violados, golpeados y tratados de una manera desalmada,
muchas veces ni siquiera se les da de comer durante días.
Todos estos maltratos llevaron a muchas personas al suicidio. Por lo general,
no hablan el idioma y se les niega el derecho a un abogado y, menos aún, a
contactar a sus respectivas embajadas.
Ella me comentó que había tenido la suerte de ser contratada por nosotros.
En lo posible, intentaba que su trabajo fuera más llevadero e incluso trataba de
darle algo de ropa que pudiera enviar a su familia en Filipinas. Le tomé mucho
cariño, poco a poco se fue convirtiendo en una amiga.
¿Hasta dónde podían llegar estas personas por su honor? ¡Ni siquiera un
animal asesinaría a sus propios hijos! Me dio escalofríos, por primera vez
comencé a sentir miedo.
Estaba horrorizada de vivir en una sociedad tan salvaje y estar casada con un
hombre criado bajo el mismo pensamiento de barbarie. ¿Y si teníamos hijos? Y,
peor aún, ¿Si condenaba como madre a una niña a crecer sin derechos ni
defensa de ningún tipo?
Él siempre me decía que nuestros hijos tenían que crecer bajo la religión
islámica y, por supuesto, eso conlleva muchas cosas. La peor de todas es que
los niños le pertenecen al padre: ¿Perdón? ¿Acaso son ellos quienes los llevan
nueve meses dentro de su cuerpo?
Si bien, nunca me había golpeado hasta ese entonces, el doctor Selmi solía
tener impulsos violentos que resultaban preocupantes. Con el paso del tiempo,
cambié mi respeto hacia él por temor. No lo respetaba, sólo obedecía por miedo.
Para el resto, él era una persona cariñosa y confiable que complacía todos
mis gustos. Con esa descripción, yo seguía enalteciendo, ante las demás
personas, la reputación de mi esposo, sin explicarme por qué lo hacía.
Recuerdo que una mujer con la que entablé buenas migas, mencionó que
envidiaba la predisposición de mi esposo para pasar mucho tiempo en casa a
pesar de su trabajo, eso era algo que no ocurría con el suyo pese a que, al igual
que ella, había sido criado en una sociedad mucho más libre que la musulmana.
- “Si supieras lo que callo” -, pensaba. En varias ocasiones me mordí los labios
y la lengua para mantener esa imagen fantasiosa que reflejábamos, de pareja
perfecta.
El Internet, era la manera que tenía de salir de esa asfixiante rutina. Durante
el primer mes, creé una fachada falsa para que los seres que amo percibieran
mi supuesta felicidad, no quería angustiar a nadie y me mostraba como una
persona que disfrutaba plenamente la nueva vida que llevaba.
Durante el día la sensualidad era nula. No existían los roses intencionales, las
miradas sugerentes o los comentarios seductores, nada de eso formaba parte
de su comportamiento estructurado.
Cómo añoraba asistir a una función de cine, ir a bailar a una disco o al menos
salir con amigas a una cafetería. Pero en el país de las prohibiciones absolutas
para las mujeres, las salas de proyección y las discos no existen, mientras que
los lugares de encuentro son exclusividad de los hombres.
Debo confesar que gozaba verlo agachar la cabeza, y contener el enojo para
no aumentar el nivel de exposición. Su cara ardía de indignación y reflejaba
intensos colores motivados por sentimientos de odio hacia mí. Sabía que al
regresar al cuarto del hotel, me vería envuelta en un huracán de furiosos
reproches pero cada vez me importaban menos.
¿Acaso incitaba a que me violaran por tocar mi cabello? ¿En qué clase de
jungla estábamos viviendo? En fin, una muestra más de su enfermizo morbo.
Esperé unas horas para ver si los malestares pasaban, pero la situación fue
empeorando. No tuve más remedio que inmediatamente al doctor Selmi. Él
respondió mi llamada con una fría respuesta. Las indicaciones habían sido
simples, estoy reunido, espera y sólo vuelve a hablarme si te sientes mucho peor.
¿Acaso era idiota? Si lo llamé fue porque no sabía qué hacer para superar el
malestar. Paso una hora, ya no podía más y realicé una última llamada. No le
quedó otra opción que llevarme a la sala de emergencias.
El virus fue tan intenso, que incluso hasta el día de hoy sufro de dolores
provocados por el dichoso parásito del Reinado. Junto a mi amiga Catherine,
bautizamos a lo ocurrido como “el mal de Arabi”, puesto que le dio a casi todo el
mundo que habitaba en el complejo de viviendas; salvo al doctor Selmi.
Dicen que yerba mala nunca muere y, en este caso, el doctor era inmune al
parásito y a las nefastas consecuencias del mismo.
Navidad en familia y escape con acento español
Una vez más, como ocurrió años anteriores me estaba planteando si debía
volver a sumergirme en el fango de una vida que sólo me brindaba depresión y
absoluta soledad. Pero esta vez, mi cabeza no cesaba en la misión de diseñar
un plan de escape para no tener que volver.
¿Sería suficiente sólo con quedarme en Miami? Por supuesto que no. Él
simplemente sabría dónde estoy y me buscaría para llevarme de regreso.
Conociendo su temperamento, no tenía dudas que así sería y las cosas se
pondrían mucho peor después.
Pase mis últimos días en Miami, con la idea fija de encontrar una alternativa y
la firme decisión de no regresar jamás a tierra saudita. Una tarde de ocio, con la
cabeza a miles de revoluciones por segundo, ingresé a Facebook para revisar
las notificaciones y, para mi sorpresa, me encontré con un viejo y muy querido
amigo de la infancia.
Luego de charlar por chat durante algunos minutos, él me comentó que estaba
viviendo en España. Durante el resto de mi estadía en casa de mis padres,
continúe dialogando diariamente con mi amigo.
Unos días después, compré el pasaje de avión. El destino estaba claro, iría a
casa de mi amigo, escapando de las garras de mi esposo sin dejar rastros de mi
paradero. Jamás podría encontrarme. ¡Que felicidad!
Sin embargo, un detalle revitalizó la obsesión del Doctor Selmi por tenerme
nuevamente a su lado. Recordé que él hackeaba y controlaba todas mis cuentas
y redes sociales, sabía absolutamente todo, incluso mi paradero. Recibí un email
suyo como una bomba en mi casilla de correo. Lo abrí con temor y al leer el
contenido demoré varias horas en contestarle.
Viajé con los papeles correspondientes para divorcio en mi bolso, listos para
ser sacarse en el momento perfecto. Lo llevaría a mi terreno y haría que firmara.
Me auto convencí de que tenía todo bajo control.
Por primera vez en muchos años, era yo quien comandaba las acciones entre
los dos. Se encontraba bajo mi poder, era él quien necesitaba de mi presencia y
yo sólo quería liberarme del tormentoso pasado.
El encuentro en Roma fue extraño. Sólo nos limitamos a mirarnos a los ojos,
como evaluando la manera de actuar del otro. En pocos minutos, él sonrió
cálidamente derribando una de las barreras que yo había edificado
minuciosamente durante nuestra separación. Golpe bajo, pero efectivo.
Todo fue cordialidad al inicio del viaje. Engatusada, me dejé llevar, el doctor
Selmi había logrado su objetivo. Estábamos otra vez en su terreno y la historia
volvía a repetirse.
Fui débil e incrédula. Tal vez mi afán de no darme por vencida nunca, me hizo
creer ciegamente en la posibilidad de cambiar el rumbo de las cosas: ¿Había
tomado conciencia realmente de sus salvajadas? ¿Era tan importante lo nuestro
como para modificar radicalmente su comportamiento? ¿Se dio cuenta que le
importaba realmente?
Llegamos al Reinado una vez más. Me parecía mentira que después de tanto
decirme que no volvería, me encontraba forrada de negro nuevamente.
Camino a casa, parecía que iba dejando todo lo prometido en las hermosas
arenas del desierto. Ni una palabra y, mucho menos, alguna de amor. Tal como
ocurría en el pasado, sólo me habló brevemente cuando estábamos
acercándonos al lugar de control. Uno de los cientos de veces del hit más famoso
de su repertorio lingüístico: "Cúbrete". Honestamente, no sé qué carajos más
quería que me cubriera.
Miles de incógnitas y muy pocas certezas. Ese era el panorama que acepté
nuevamente. Pero de algo estaba muy segura, él había comprobado que mis
amenazas iban en serio. Ya no jugaría conmigo como estaba acostumbrado a
hacerlo. No se lo permitiría jamás.
De regreso pero con rebelión. La gatita se convierte en
tigresa
De nuevo pequé. Sin entender, pero sin tratar de justificarme, tomé la decisión
de volver a una vida insípida y acartonada. Nada había cambiado en él y yo volví
a confiar en su personalidad virtual fuera del reinado.
Los mismos indios de siempre con cara de tristeza limpiando, los hombres
caminando libremente y las mujeres, incluyéndome, atrapadas en la tela negra,
inexpresivas, como si formaran parte de una producción en serie de una gran
fábrica, sin rasgos personales que les devolvieran su subjetividad, caminaban
erguidas intentando llevar con honor el dolor que las consumía por su desgracia
eterna de haber nacido mujeres en esa tierra.
Por mi parte, sin cesar, revisaba la hora para que no cerraran los negocios a
causa del rezo y, a la vez, lidiaba con el hijab para que se mantuviera en su lugar
mientras transitaba por las calles del Reinado. De nuevo, estaba sumergida en
la vorágine diaria de una mujer casada.
Esa completa hipocresía y privación de los derechos del ser humano y sobre
todo de la mujer me desesperaban totalmente. Siempre quise hacer algo para
desenmascarar tanta injusticia, pero cómo, si yo misma la sufría en casa.
Aprovechando que había frenado en una esquina, me bajé del vehículo sin
decirle nada y comencé simplemente a caminar sin dirección alguna. Lo único
que deseaba era desaparecer de ese lugar. Enfurecido, el doctor Selmi aceleró
bruscamente y siguió su camino hasta perderse de mi vista.
Para mi desgracia eran alrededor de las nueve de la noche, horario ideal para
que los jóvenes depredadores masculinos salieran a cazar. Noté a varios
acechando a sus posibles presas, el problema era que en ese momento yo era
la única. Con la testosterona a flor de piel, ellos sólo buscan sexo y estaban
dispuestos a lo que sea para lograrlo.
Caminaba de prisa, pero sentía como se paraban los carros para decirme
cosas en árabe. Obviamente yo no entendía demasiado, pero adivinaba sus
intenciones bajo sus tonos de voz sugerentes y bruscas a la vez, eran una
mezcla de intento de convencimiento, orden y fastidio al final de sus frases por
no recibir la reacción esperada de mi parte.
Por mi parte, nunca volteaba a mirar por el coraje tan grande que llevaba.
Pero debía esforzarme, en reprimir las ganas que tenía de decirles varias cosas
que se merecían esos animales. ¿Es que acaso no pueden controlarse ante una
mujer? Tal es el acoso y la depravación que el solo ver caminar a una mujer les
hace pensar que es una prostituta.
Por supuesto que mi condena sería ejemplar. Para ser más exacta, en el
Reinado la mujer es sentenciada con el doble del castigo que un hombre ante el
mismo crimen, sólo por su condición de ser el llamado sexo débil, prácticamente
sin derechos ante la ley saudita.
En el camino hubo un silencio total. Creo que desde ese momento, el doctor
Selmi se dio cuenta de que era capaz de cualquier cosa y eso le daba terror. Él
era responsable de mis acciones y por éstas también lo juzgarían a él. Excelente
punto a mi favor.
Noté cierta perversión en mi nueva manera de pensar, pero estaba decidida a
exprimir hasta la última gota de ese delicioso néctar llamado manipulación. Era
momento de que lo usara como aliado y por fin dejar de ser su víctima. Era un
arma poderosa, lista para usar en los momentos precisos.
El divino Dubái era otro de nuestros habituales destinos para compensar sus
culpas. Posee muchas riquezas y es un entorno muchísimo más liberal que el
que se vive en Arabia Saudita. Me encanta viajar y ese país es impresionante.
Dubái es un auténtico paraíso para los turistas, pero cada vez que íbamos el
viaje se tornaba en un infierno. Los celos del doctorcito en un ámbito un poco
más relajado y liberal repercutían en mi ánimo como un taladro que perforaba
las gruesas paredes de mi tolerancia.
Para su castigo y, sobre todo el mío, los jóvenes se sentaron en los asientos
ubicados justo detrás de nosotros, esas tres horas de vuelo parecieron eternas.
Aterrizamos en el Reinado y tomamos un taxi con destino a nuestra casa, mi
cárcel.
Como de costumbre dejó las maletas en la entrada, tuve que subirlas para
desempacar y organizar todo mientras él rezaba como robot, de modo mecánico,
todo lo que yo hacía.
Una claustrofóbica rutina cubierta de arena
Cada día en la cárcel, como llegué a llamar a mi propio hogar, era una
reiteración del día anterior. Sumaba días, pero no vida, sentía que desperdiciaba
el tiempo sin tener vivencias o situaciones que cultivaran mi progreso personal.
El despertador siempre tenía el mismo sonido, el del primer rezo del día. Los
bocinazos de la calle, anuncian que era la hora indicada para llevarlo a cabo. Si
eres una persona que no conoce esta tradición, literalmente, te asustas.
Esa cotidiana situación, en cualquier otro lugar, pareciera ser una emergencia
por una persona que debe ser trasladada en ambulancia hacia un hospital, en
medio de una desesperante agonía y buscando abrirse camino entre un caótico
embotellamiento vehicular.
Era imposible no activarse luego del peculiar inicio del día. Uno de los
pequeños placeres a los que todavía tenía derecho, era tomar un baño para
despabilarme, relajar mi cuerpo y sentirme algo mimada.
Con tiempo más que suficiente para prestar especial atención a las noticias,
comencé a entender bastante bien cada una de las cosas que la señal emitía.
Me sentía orgullosa por ese pequeño, pero a la vez enorme logro, si
consideramos la complejidad del idioma.
Pese a que comencé a entender las noticias, no comprendía la lógica de la
sociedad árabe. Estaba accediendo a información directa y palpable, más allá
de lo que me contaba la mujer encargada de la limpieza durante los fines de
semana.
Los informativos eran algo tendenciosos, optaban por venerar a las máximas
autoridades del reinado y las informaciones fatales, que en otros países serían
catalogadas de caos, se pasaban por alto.
Sólo una cosa muy común para todo el mundo fuera de Arabia Saudita, rompía
estrepitosamente las interminables horas de ocio y me brindaba una felicidad
transitoria, ir al supermercado. Esa simple actividad era un mundo de
expectativas, así de miserable se estaba convirtiendo mi vida cotidiana.
Con el tiempo, entendí que eso se debe a que no hay más actividades que
realizar en un día común y corriente. Los horarios de las tiendas son poco
habituales, durante la mañana abren sus puertas a las diez y cierren dos horas
y media después. En esa estrecha franja horaria debes adquirir los productos.
Muchas veces, pensé que el Corán que yo leía era diferente al de ellos. En
ninguna parte, se justifica o se hace mención a semejante salvajismo ejecutado
“en nombre de la religión”. Por el contrario, el cuidado y la protección de la mujer
debe garantizarse de acuerdo a las escrituras.
Aunque parezca una locura ridícula, los sauditas no pueden relacionarse, bajo
ningún aspecto, con personas del sexo opuesto si no forman parte de su familia.
Entonces, ¿De qué forma se supone que coquetean dentro del territorio árabe?
Apelando al ingenio, aunque debo reconocer que seguramente por su falta de
práctica son algo simples en ese aspecto.
En una ocasión un tanto cómica, un joven se paró a mi lado para pedirme con
disimulo un consejo acerca de cuál de las pinzas de depilar cejas era la mejor.
¿No se le ocurrió una mejor excusa? Aguantando la risa, tomé una de las pinzas
y se la entregué, retirándome enseguida.
Pensé que con eso bastaría para que me dejara en paz pero, como si se
tratara de un juego de niños, me siguió permanentemente con su carrito de
compras durante todo el tiempo que permanecí en el lugar sin emitir una sola
palabra.
Otra divertida situación, ocurrió mientras caminaba con tranquilidad entre las
góndolas. En un descuido, un hombre tomó deliberadamente mi carrito y
comenzó a hablar sin parar simulando ser mi esposo.
Advertida con anterioridad, sabía que su intención era evitar problemas con
los mutawa y conseguir al menos mi número telefónico. He sabido de casos en
los que, increíblemente, continúan con el personaje hasta el extremo de hacerse
cargo del pago de las compras.
Esa impulsiva acción me tomó por sorpresa y el susto fue tan grande que
comencé a decirle cosas en voz alta, el muchacho se alejó como por arte de
magia. Intentando disimular el rechazo, se perdió entre los pasillos con la cabeza
gacha.
Posteriormente, sentí pena por él, pero si descubrían que no éramos familia
ambos pagaríamos por el desacato a la ley. Más aún, mi castigo sería peor al ser
una mujer casada y siendo una mujer en tierra de hombres. Otros arriesgados,
simplemente dejaban caer un papel con su número telefónico, ilusionados con la
posibilidad de recibir en algún momento el tan ansiado llamado.
Mis lágrimas parecían ser suficientes para abastecer las aguas de ese mar.
Diariamente, brotaban de mis ojos como si se tratasen de dos enormes
compuertas que acumulaban una insostenible presión, para terminar por romper
las barreras del disimulo y la hipocresía que las contenían y fluir presurosamente
hacia la nada, hacia el vacío total.
Paz y soledad. Esas dos palabras son suficientes para expresar mi sentir en
aquellos días. Una extraña conjunción entre desahogo y abrumadora
desesperación, generada por la impotencia de no poder cambiar el despiadado
destino que me signaba.
Era una conjunción tan extraña, como la que me producía tener a mi esposo
allí, a pocos centímetros, en algunas de esas ceremoniales tardes a orillas del
mar. Odio e ínfimos destellos de amor, pero sobre todo desolación. ¿Aún lo
amaba? ¿Era posible que a pesar de sus abusos el sentimiento siguiera intacto?
La pregunta rondaba en mi cabeza, en medio de su acostumbrada indiferencia.
Sólo un abrazo suyo, era lo que necesitaba para descansar con un poco de
esperanza. Con tan sólo eso, recuperaba una pizca de ternura en la relación y
me transmitía la confianza suficiente para seguir adelante con lo nuestro.
Era tal mi afición, que llegué a preparar hasta cinco postres diferentes en un
mismo día, sin importarme que éramos dos personas las que compartíamos la
casa, aunque no era así con la felicidad de estar juntos definitivamente.
La pregunta de rigor no podía estar ausente. ¿Qué has hecho durante todo el
día? ¡Maldito hipócrita! Sabía muy bien cada paso y detalle de mi aburrida y
solitaria jornada.
Como si se tratara de una rutina de teatro que se repite del mismo libreto,
después del rezo habitual comenzaban las peleas. En lugar de calmarlo y
sembrar un poco de compasión en su alma, rezar lo ponía más eufórico y
violento. De una forma extraña, convertía todo en conflicto o desaprobación.
Con el tiempo y tras varios episodios siniestros, descubrí que tenía un punto
débil. La única forma que encontraba a mi alcance para serenar su odio, era
destruir su teléfono celular. Creo que, de no haberlos roto, una pequeña empresa
podría haberse abastecido con ellos.
El espejismo, al cual accedí por la sed de un amor que fuera para toda la vida,
se desdibujaba con los fuertes azotes de la realidad que debía soportar. Pulcro
por fuera pero putrefacto por dentro, era el diagnóstico que daba del enfermo
doctor Selmi.
Había tragado el anzuelo, hasta el fondo, en busca de una familia feliz, estaba
encantada por la carnada que cuidadosamente se encargó de preparar para
llamar mi atención. Y ahora era el momento de desprenderme y soltarme,
aunque en el proceso se desgarraran cada uno de mis órganos internos.
La etapa más oscura de mi existencia
Era una ecuación simple, pensaba que el aumento del dolor físico disminuiría
mi dolor existencial. El sometimiento mental del doctor Selmi, del que necesitaba
despertar rápidamente, había encontrado una veloz vía de escape en la auto
flagelación de mi cuerpo.
Esas son las marcas que llevaré para siempre, las que servirán para
recordarme lo bajo que llegué a caer en la etapa más oscura de mi existencia.
Viendo todo ésto, el doctor Selmi disminuía sus reclamos y me dejaba en paz
durante algunas horas. En cuanto veía cierta mejora en mi semblante,
comenzaba nuevamente con la tortura dialéctica. La hostil verborragia de
escasos fundamentos, parecía ser su pasatiempo favorito.
Se supone que una persona que te ama con locura, como solía confesarme
en los momentos más extremos, jamás sería el motivo de semejante estado
destructivo. Pero lo era. El doctor nunca sintió culpa alguna de mis neuróticas
reacciones e, intentar acompañarme en esos momentos de debilidad, era
demasiado esfuerzo para su insensible corazón.
Sabía que el doctor Selmi hablaba perfectamente inglés y quería que las letras
de las canciones captaran su atención, que le despertaran una mínima porción
de sentimientos positivos.
“Mi esperanza está en llamas. Mis sueños están en venta. Bailo en la cuerda
floja, pero no quiero fallarle. Corro hacia el fin tratando de no rendirme”. Las
estrofas se habían convertido en un himno para mí y despertaban mis más
profundos sentimientos.
Y, en el caso de que así fuera, hacerlo sería una misión casi imposible. Era mi
dueño, el poseedor de los papeles que me liberaban del Reinado. En
consecuencia, por el momento, nada más me quedaba sumergirme en las turbias
y profundas aguas de la resignación.
Tómalo con humor, solía decir. ¿Humor? ¿Luego de empuñar armas blancas
y tirar objetos de un lado a otro de la casa? Era imposible siquiera intentar
minimizar los efectos destructivos de cada una de esas confrontaciones.
Pero más allá de las peleas habituales, hubo un episodio que terminó por
marcar un antes y un después. Una situación que hizo que la puerta hacia mi
escape se abriera un poco más, tentándome insistentemente con la idea de
abandonarlo definitivamente, de dejarlo todo.
Todo el tiempo sentí que sangraba, algo que pude corroborar posteriormente.
El negro vestido evitaba que las manchas pudieran notarse, pero sentía la sangre
seca impregnada en la abaya, rozando insistentemente mis muslos.
Nunca me gustó almorzar o cenar ajena al resto de las personas, pero en esa
noche me sentí claustrofóbica. Los fuertes cimbronazos en el interior de mi
cuerpo, una consumada migraña y el pequeño espacio en el que estábamos
instalados conspiraban para que la velada fuera espantosa.
La agonía para retornar a casa, se hizo más profunda con la hora del rezo. Al
terminar el mismo, no aguanté más y me dirigí al baño. Le dije que sangraba
demasiado, que estaba realmente asustada y preocupaba, que nunca había
pasado por algo parecido.
Probó el último bocado de su cena y con una alarmante lentitud se dispuso a
marchar con destino a nuestro hogar. Al llegar fui directamente al baño y
sintiéndome más cómoda pasé unos minutos sentada en el inodoro.
Salí del baño y me dirigí hacia él. Sentado muy cómodo en el sillón de la sala,
miraba un programa de televisión, ajeno a todo, incluso a mi presencia, tuve que
pararme frente a su vista para decirle lo que había ocurrido.
Muy nerviosa y en estado de shock, tomé el ordenador y pasé toda esa noche
investigando por internet lo relacionado al tema. No había dudas, era un aborto
confirmado. Lloré desconsoladamente y escuché cómo él simplemente continuó
en la sala para horas más tarde acostarse a dormir.
Lo mínimo que esperaba de él, era algo de compañía para aliviar mi dolor
físico y emocional. Poco le importó, un breve planteo que le hice, continuó viendo
su película, absolutamente inexpresivo y frío.
Por otra parte, hacer las compras había dejado de ser una terapia relajante.
Cada vez que precisaba adquirir productos o víveres, debía esperar a que mi
“sacrificado” marido tuviera la gentileza de llevarme.
Como mencioné anteriormente, las mujeres no pueden andar solas por ahí sin
ser acompañadas por alguien. Si se las veía con una persona que no fuera su
guardián, el riesgo de castigos y latigazos era latente.
Cada vez que salíamos de compras era una odisea. Debía rogarle que lo
hiciéramos para tener insumos y preparar los alimentos que él mismo consumiría
después. Desde temprano, esperaba con ansias que regresara del trabajo, no
por las escasas ganas de volver a verlo, sino porque era la única forma que tenía
de tomar algo de aire fresco y escapar del cautiverio de las paredes de nuestra
casa.
Las peleas estaban a la orden del día. Porque el empleado del supermercado
me miró más de lo debido, porque mi cabello salía del hiyab o por la locura que
se le antojara en ese momento. No era una mujer saudita, era obvio que llamaría
la atención.
La primera vez que fuimos a Colonia, visitamos a un amigo del doctor Selmi.
Se trataba de una persona muy cálida y hospitalaria. Durante las largas charlas
entre ellos, yo adoptaba por obligación la postura de una niña que por respeto a
los mayores no intervenía.
Ilusionada, pinté unas paredes en color rojo oscuro y las opuestas de color
violeta, contrastando a la perfección con los pisos de parquet y los muebles de
madera. Los adornos y lámparas árabes hechos en cobre y plata lucían
maravillosos, generando un bello reflejo de las luces exteriores.
¿El motivo? La mujer tenía las uñas de sus manos pintadas. Una verdadera
locura. La reglamentación para molestar a las personas era subjetiva y ellos
terminaban haciendo lo que se les antoja en el momento.
Fue tan tajante el modo en que se manifestó, que generó mucha indignación
en mí. En un impulso poco inteligente, le dije que estaba completamente loco.
Analizando luego la situación con mayor frialdad, tomé conciencia de lo
arriesgada que fue la actitud que mantuve ante la autoridad. Todavía no
comprendo cómo no fui arrestada en ese preciso momento.
Mis otros encuentros con ellos fueron por fortuna fugaces. Esos andariegos
Harry Potter no se cansaban de exigirme que me cubriera. No importa a que
religión pertenezcas, su misión será siempre hacerle la vida imposible a las
personas o, mejor dicho, a las mujeres.
Todos los musulmanes rezan cinco veces al día. Generalmente, los hombres
lo hacen en una mezquita o en congregaciones masculinas. Las mujeres, por su
parte, suelen rezar en el ámbito hogareño, o si se les permite en una parte
separada de la mezquita. Yo no podía entender cómo no encontraba paz entre
rezo y rezo. Por el contrario, parecía que el demonio se apoderaba de él cada
vez que nos reencontrábamos al finalizar sus sistemáticas oraciones.
Los viernes pasaron a ser los días más odiados por mí. Sabía a la perfección
cómo comenzarían y terminarían. Sin sorpresas, aventuras o emociones
esperanzadoras. No podía sentir tanto vacío. Consistían tan sólo en levantarme,
preparar su desayuno y quedarme en casa esperándolo mientras él gozaba de
su libertad.
Justificaba en la religión, sus frecuentes salidas a la mezquita.
Posteriormente, lo hacía en la barbería y su posterior relajación en la playa,
mientras yo observaba, esa era la rutina clásica de su maravilloso día.
Por supuesto, yo tenía prohibido ingresar al mar, incluso dentro del complejo
de viviendas. En ese extraño mundo, en el que no se permite llevar las uñas
pintadas o realzar la belleza del rostro con maquillaje, sí está permitido matar
brutalmente si no se cumple una de las tantas prohibiciones. Me encontraba
inmersa en la depresión. Tal vez por eso, esas mini vacaciones en Wupperstal
significaban tanto para mí.
Quizá una pequeña pizca del romanticismo que demostró para conquistarme,
haría mella en mi esposo durante nuestra estadía en Europa. Mi mayor anhelo,
era que el viento del viejo continente trajera aires de renovación a la relación.
Me quité los guantes de látex que estaba utilizando para pintar la sala
principal, suspiré muy profundo y mi mirada se dirigió imantada hacia la rama de
un árbol. Mis ojos no dejaban de mirar a un pequeño pájaro, al que las hojas
acariciaban plácidamente.
Libertad, caricias, paz. Sentí envidia del ave que estaba a pocos metros de
mí, separada sólo por el cristal de la ventana. Una ráfaga de aire proveniente del
norte hizo temblar el marco de la ventana, despertándome de mi estado
estupefacto.
A pocos días de concretarse, entendí que era algo muy privado y ser invitado
a participar era un gran honor. La sociedad saudita es muy cerrada y sólo unos
pocos pueden formar parte de tan importante ceremonia.
Si bien quería ir, pasé varios días decidiendo si asistiría o no, el problema no
eran la falta de ganas, ansiaba participar, pero imaginar las caras de
desaprobación de mi esposo, estando con su grupo de amigos, me incomodaba
demasiado. Ya había sido víctima de ese tipo de actitudes.
Debes ir a casa y probarte la prenda allí, algo que encuentro absurdo pero
que respeto. Fueron muchas las ocasiones, en que tuve que volver a la tienda
para cambiar lo que había comprado con antelación. Imaginen lo que pasaría
con un vestido de fiesta, obviamente con estilo musulmán, elegido el día anterior
a la ceremonia.
Como expliqué antes, te sacan del lugar y te invitan a regresar media hora
después. Si consideramos que esto ocurre cinco veces al día, los horarios para
adquirir productos son muy limitados.
Por supuesto que el vestido debía ser analizado por él a detalle, como si se
tratara de una autopsia sobre las telas que iba a lucir en esa noche especial. Al
parecer, él tenía más ganas que yo de lucir el vestido.
Sabiendo, de antemano, que compartiría exclusivamente con mujeres yo
quería un vestido algo corto, resulta evidente que mi esposo me lo prohibió
terminantemente. Luego de muchas pruebas y con el consentimiento de mi
esposo, llegamos a un acuerdo.
Acercándose la hora, me
transformé. Me produje con
muchas ganas. Disfrutaba hacerlo,
después de tanto tiempo sin
poder darme ese lujo. Por
supuesto, arriba de todo ese
glamur debía ir mi amiga, la
abaya.
Transitamos por la loca ruta con destino a Jeddah. Antes de dirigirnos al lugar
de los festejos, pasamos a recoger al mejor amigo del doctor Selmi. Noté que mi
esposo daba vueltas sin sentido por la ciudad sin atinar la dirección. Era obvio
que estábamos perdidos, pero no lo admitiría nunca. Él jamás se equivocaba, ja.
Otra pared, cubre la fachada impidiendo que los curiosos puedan ver lo que
ocurre dentro. Sobre todo, para evitar que tengan contacto visual con las damas.
Al parecer, ese tipo de “accidentes” son buscados por los hombres para disfrutar
de la vista que generan un grupo de atractivas mujeres producidas para la
velada.
Apenas ingresé por la puerta entregué mi abaya. Fue increíble el alivio que
sentí. La noche se estaba poniendo interesante. La temporal libertad, causaba
en mi rostro una enorme sonrisa. También tuve que depositar mi teléfono móvil.
Desafortunadamente, no te permiten llevarlo contigo para evitar que se tomen
fotos. Dije adiós, entonces, a mi ilusión de fotografiar hasta el último detalle.
Una joven muchacha, me llamó para que me uniera al grupo que se disponía
a entrar en escena. Intenté escapar a tal situación, pero ya era demasiado tarde.
Estaba mezclada entre todas ellas para hacer nuestro triunfal ingreso.
Sabía que sería el centro de atención por ser la única occidental del grupo.
Ninguna de ellas hablaba inglés, por lo que nos entendimos con señas
amigables. Contrario a lo que pensaba, las sauditas son muy alegres y no
pararon de bailar en toda la noche.
Algo muy típico, es una pasarela que atraviesa desde el centro del salón y que
desemboca en el escenario en donde todas bailan juntas. La forma de moverse
es preciosa. Motivada por el estilo, no pude contenerme y comencé a bailar,
rezaba por no enredarme entre los tacones y las largas telas.
Disfrutaba muchísimo, hasta que una voz anunció el ingreso de los novios. A
diferencia de otras ceremonias, la novia participa de la fiesta sólo por media hora
para después retirarse. Lo cierto es que el anuncio era más bien una advertencia,
para que todas las mujeres presentes se colocaran su abaya y volvieran a cubrir
sus rostros. El novio no podía verles la cara.
Cerca de las cuatro de la madrugada, el doctor Selmi me hizo llamar para que
saliera y nos encontráramos afuera. Me coloqué mi abaya, tomé el teléfono
celular y acudí a su llamado. Al salir, tuve la desgracia de tropezar y enredarme
con las largas telas del vestido. Así ocurrió con el resto de las bodas a las que
fui invitada.
Al día siguiente retornamos a Yanbu. Al descender del auto bajó las maletas
y las dejó desparramadas en el lobby. Tuve que hacerme cargo de transportarlas
hasta arriba, desempacar y ordenar tanto mis cosas como las de él.
Le pedía con piedad y euforia que me dejara en paz. Llegué al punto de correr
a la cocina y tomar un cuchillo entre mis manos. Sentí terror, presentí por primera
vez que mi integridad física estaba en peligro. Gritando y en estado de shock, le
dije que si se acercaba llamaría a la seguridad del complejo de viviendas. De esa
forma logré tranquilizarlo.
El talento especial del doctor, era la facilidad con la que lograba sacarme de
quicio. Nunca en mi vida había sentido tanto miedo. Aprovechando la relativa
calma, volví a correr hacia el cuarto y cerré con llave.
No conforme con lo ocurrido, se las ingenió para salir por la ventana de otra
habitación y entrar por la de mi cuarto, todo ésto estando a más de cinco metros
de altura en un primer piso. Su juicio insano se manifestó más fuerte que nunca.
Pudo haber sufrido un accidente y, seguramente, todas las cámaras habían
captado su intrépido accionar.
A veces pienso que la irracionalidad y el grado de locura que vivía dentro del
hogar, junto al doctor Selmi, era una proyección de lo que ocurría en general en
gran parte de la sociedad saudita. A diferencia de otros países musulmanes, sus
conductas están arraigadas en creencias ultra radicales adecuadas,
injustamente, para privilegio de unos pocos.
Del mismo modo, en el que se sabe que las mujeres son las victimas
predilectas del sistema machista en el que ni siquiera se permiten las muestras
de placer en público. También es de conocimiento público, los despilfarros y las
noches de éxtasis de las autoridades más importantes del Reinado.
Comenzando por el propio Rey y siguiendo por cada uno de los príncipes, se
gastan millones de dólares en prostitutas, bebidas alcohólicas, drogas y todo lo
que sea pertinente en una orgía de placeres ocultos para la sociedad.
Las escapadas a Dubái para los hombres no son ninguna novedad. Las
propias esposas saben muy bien lo que significan. Son escapadas de la realidad,
para sumergirse en un mundo de placeres sexuales y desenfrenados excesos.
A ellas, sólo les queda resignarse y aceptar la realidad, para no contradecir a sus
esposos.
Para todas las actividades, los hombres y mujeres son separados a menos
que sean familia. Por supuesto, ésto impide que los hombres adquieran las
habilidades necesarias para tratar con el sexo opuesto. Creo que lo anterior, es
un factor clave a la hora de analizar el porqué de tanta brutalidad masculina en
la mayoría de los matrimonios.
Pero lo más escalofriante, fue que pese a ser la víctima, la justicia la sentenció
a ella por encontrarse con un desconocido. En breves palabras y de acuerdo al
veredicto, lo tenía merecido porque “se lo buscó”. ¿Qué clases de monstruos
toman estas decisiones?
Ellos no conocen la palabra ley, pero sí tienen una amplia sabiduría en hacer
todo lo que prohíben al resto de los habitantes del Reinado. Nunca he visto gente
tan doble cara en mi vida, como estos personajes, déspotas y dictadores como
pocos en la historia.
Comencé a recordar que mi esencia era de sol, brisa y libertad. Dejé de ser
un feliz “yo”, individual e independiente, para convertirme en un “nosotros” opaco,
oscuro y claustrofóbico. Presa de mis decisiones, estaba muriendo en vida. A
medida que pasaban los días, semanas y meses me desvalorizaba más como
persona.
Con el alma tatuada con tóxica tinta y mi piel marcada de por vida, como una
latente muestra de lo bajo que había caído, sentía que avanzaba a pedazos,
descuartizada espiritualmente.
Sobre todo, era esencial evitar una confrontación directa para no poner mi
vida en riesgo. Como una espía en territorio hostil, tendría que ser muy
cuidadosa y medir cada paso con rigor científico. Él no vería venir el impacto.
Sólo se daría cuenta cuando al barco de su arrogancia comenzara a entrarle
agua a mansalva, inundando sus aspiraciones de retenerme a su lado cueste lo
que cueste.
India y el rompimiento de la última ola. Manotazos
desesperados y el cadáver de un amor ahogado
Mi primer intento de escape en España, había activado todos los radares del
doctor Selmi. Se había vuelto más controlador que nunca y explotaba al máximo
su insoportable costumbre de revisar cada detalle concerniente a mi vida diaria.
Viajábamos muy seguido a cada país que se le cruzaba por la mente. Pero su
necesidad de un tener un control absoluto, aunque parezca redundante, le
brotaba a flor de piel y, con ello, adiós libertad. Me encontraba, nuevamente, en
la postergación. No importaba el lugar o si llevaba puesta mi abaya o no, el
problema era su personalidad y ya no lo soportaba.
Uno de los viajes con los que aluciné, y tal vez me quedo corta con la
expresión, es el que realizamos a la India. Simplemente, no hay palabras para
expresar la sensación que se tiene tan pronto se pisa esa tierra.
Luego de muchas
indecisiones de mi parte por
la fobia a los aviones, el
doctor Selmi me convenció
y emprendimos la aventura.
Era una época compleja
para la industria aérea. Ese
año, coincidía exactamente
con el famoso caso del
avión desaparecido en
Malasia, hecho que
aumentó al extremo mi
clásico temor a surcar los
aires.
Realmente estaba
aterrada, pero era un sueño
por cumplir que se
encontraba en la palma de
mi mano. Había escuchado
muchas cosas negativas
acerca de ese místico lugar
del planeta. “Es muy sucio”,
“la pobreza es extrema” y
otras tantas aseveraciones
que debía comprobar por
cuenta propia, para
mantener o perder el encanto latente en mi propia imaginación.
Esa tarde especial, llegamos a Nueva Delhi cerca de las seis. Habíamos
alquilado un chofer que nos acompañaría durante toda nuestra estadía en la
India. Puntual, él nos esperaba, sosteniendo un ramo de flores en sus manos
parado al lado del pulcro vehículo.
Al arribar al hotel, nos recibieron de maravilla. Los indios son personas que
dan lo que no tienen para hacerte sentir bien, realmente un ejemplo a seguir. Los
habitantes, poseen una espiritualidad y tranquilidad que muchos desearíamos
tener, aunque sea por escasos momentos del día. Le pedimos al chofer que se
presentara a las ocho de la mañana del día siguiente, para recogernos y
comenzar así nuestra aventura por Nueva Dheli.
Esa noche tuvo algo de intenso romance, tal vez impulsado por un escenario
diferente y la adrenalina de visitar un país desconocido para ambos. La belleza,
los coloridos templos bellísimos y las mujeres hermosas vestidas con atuendos
que acentuaban su belleza, fue la vidriera de una mañana excepcional. Todo lo
que uno se puede imaginar de la India, es realmente verdadero.
A los dos días de nuestra estadía, tomamos la carretera rumbo a Agra. Por el
camino paramos en varios lugares y luego en una mezquita espectacular.
Yo, cada vez, me deleitaba más con sus tradiciones. Todo era muy diferente y
nuevo para mí.
Fuimos a la hora más recomendada, justo un poco antes del atardecer para
ver cómo los reflejos del sol hacen que sus paredes vayan cambiando de color.
Nos sentamos en el piso de su terraza y disfrutamos de la brisa y de la atmósfera
incomparable. Nunca viví una experiencia espiritual similar a esa.
Me encontraba más que feliz. Tanto el doctor Selmi como yo nos habíamos
propuesto tener unas vacaciones en paz y, más allá de alguna breve discusión,
todo fue maravilloso.
Nos dimos el gusto de comprar varias cosas. No hay puesto en el que algo no
llame la atención y quieras llevarlo. Lugar que uno observaba, cosas que se
antojaban, y así hicimos. El último día, adquirimos las tan famosas piedras y
plata que se encuentran sólo en esa parte del mundo. Mi esposo me compró dos
anillos con piedras únicas, eran preciosos.
La necesidad y la pobreza del país sí eran una realidad. Hubo una situación
que me hizo llorar sin consuelo. Apenas nos vio, una pequeña niña de unos diez
años de edad corrió hacia nosotros y comenzó a hacer un acto de magia para
ganarse unos cuantos centavos.
Traté de no derramar mis lágrimas frente a ella, pero me recordó sin anestesia
a mi adorable sobrina, mi punto débil. Mi fortaleza inicial se había quebrantado.
No sé si le di mucho o poco dinero, pero ella se retiró más que feliz. La
tranquilidad transmitida en su sonrisa, me reconfortó.
El único saldo negativo de ese maravilloso viaje, fueron los aires de diva de
mi propio marido. Las personas me paraban en la calle para tomarse fotos
conmigo, derivado de mi aspecto anglosajón poco común en esa parte del
planeta. Él se ponía histérico y pasamos varias horas de tensión.
Esas voces, mutilaron el poco amor que trataba de nacer hacia mi esposo
desde el interior de mi ser. Pero tenían razón. En Dubái, el doctorcito volvió a ser
el hombre que me estaba haciendo sumamente infeliz. Otra vez los celos, la
paranoia y su obsesiva necesidad de posesión parecían incrementarse a medida
que nos acercábamos a Arabia Saudita.
Era sorprendente, la ambición y obsesión del doctor Selmi por el trabajo. Las
capacitaciones constantes, hacían que sus posibilidades laborales aumentaran
todo el tiempo. La abundancia de opciones lo llevó a tomar la decisión de un
nuevo destino.
Simulando que todo estaba perfecto fuimos a Bélgica, a comprar varias cosas
para terminar de decorar la vivienda alemana, vajilla, adornos y otras chucherías
formaban parte de ese enorme paquete destinado para el que llamábamos
“departamento de retiro”, ya que íbamos muy seguido para romper con la rutina
agotadora de Arabia Saudita.
Estuve internada durante una semana, fue allí que comencé un tratamiento a
base de inyecciones en la cabeza, el cual, aún sigo sin importar el lugar del
mundo en el que me encuentre.
Pese a que Colonia está a sólo treinta minutos de Wuppertal, durante las
noches decidió quedarse en la casa de su entrañable amigo. Tal vez esa era la
verdadera razón de su alegría, cuando arribaba al nosocomio por las mañanas.
Cada vez me convencía más de su represión sexual. Muchos cabos sueltos e
historias en torno a su pasado reforzaban esa teoría.
De ser así, jamás entenderé el porqué de su obsesión hacía mí. Supongo que
era la pantalla perfecta, para mostrarse públicamente como un verdadero
hombre en compañía de su mujer. No me sorprendía en absoluto. Mostrar una
imagen ficticia al resto del mundo, es uno de sus pasatiempos favoritos en esta
vida.
Por supuesto que no accedí. Eso hubiera terminado por demoler mis planes y
estaría condenada de por vida a seguir soportando una vida de infelicidad y
opresión. Discutí con uñas y dientes, utilizando como argumento que haría el
esfuerzo de irme a vivir a Argelia con todo lo que eso significaba. No tuvo más
opción que ceder.
Su misión, era controlarme incluso estando lejos, y lo hacía muy bien. Las
cuentas hackeadas y otros tipos de golpes bajos eran su modus operandi. El
motivo para querer estar en Miami, siempre fue mi familia y mi amiga Josefina.
Nunca pudo entender esa necesidad que yo tenía, pero ya era tarde para volver
a explicar las cosas. Mi plan de escape estaba vigente y nadie me lo quitaría de
la cabeza.
No regresaría jamás, era un hecho. Una maleta era suficiente para que no
sospechara nada. Aunque, pensándolo bien, el doctorcito fue demasiado tonto
al no percatarse de que yo siempre viajaba, mínimamente, con dos maletas.
Cerré los ojos, apretando mis pupilas con una presión extrema. Comencé a
sentir cómo la tensión de mi cuerpo cedía lentamente. No se trataba sólo de los
nervios, estaba descomprimiendo años de frustración. No pude dormir durante
el viaje. Pensé en todo lo vivido. Lo bueno, lo traumático y lo inexplicable.
Quería que todo eso quedara en el avión. Ya no podía cargarlo más, como si
se tratara de una mochila repleta de adoquines. En ese momento, supe que
había tomado la decisión correcta y que no habría marcha atrás.
Con el tiempo voy recuperando mi auto estima y me doy cuenta de que soy
un ave libre de volar tan alto como me lo proponga. Miami me ayudó a
reencontrarme y nutrirme de las fuerzas necesarias para surcar nuevos destinos.
El problema, fue que tanto el ficticio Mohammed como el tal Andrew, casado
con una filipina que estaba loca, sabían demasiado de lo que habíamos vivido
juntos. De nuevo, su falta de creatividad e inteligencia para las relaciones
humanas le pasaron factura para desenmascararlo totalmente.
¡Pobre demente obsesionado! Cerré el blog por un tiempo con la única idea
de confirmar mis sospechas. Andrew siguió escribiéndome durante un mes más,
después de haberle dado el gusto de cerrar mi blog, hecho que confirmó mis
dudas. Le dije abiertamente que estaba con alguien más, que ya no me
molestara y, por arte de magia, Andrew se esfumó de la atmósfera.
Ya pasaron más de tres años de mi escape y siento que aún debo estar alerta.
Vivo mi vida normalmente, sumando de forma permanentemente experiencias
enriquecedoras que me llenan el alma. Pero al alejarme y analizar todo lo
ocurrido, me percaté de lo peligroso que puede resultar el doctorcito. El motor
que impulsa su odio es incesante.
Es por eso, que siempre daré un consejo con base en mi experiencia personal,
a todas esas mujeres soñadoras que creen que su adorado príncipe azul árabe
no cambiará al estar en territorio. Querida amiga, puedo asegurarte que en
cuanto pises ese lugar, es muy probable que tu adorable príncipe se convierta
en un horrible sapo. Lo he visto en varias parejas.
¡Libertad! ¡Paz! ¡Amor! Son las palabras que no nos cansamos de mencionar
durante nuestra vida, pero que no valoramos con la dimensión que se merecen.
Viví un calvario, que casi me lleva a mi propia aniquilación. Dancé con mis
demonios y herví completamente en la lava ardiente de mi infierno.
Conocí los sentimientos más despiadados del ser humano. Los comprobé en
sangre propia y resistí, hasta dudar de mi propia cordura. Pero hubo algo que
jamás me dejó caer, el cariño de aquellas personas que realmente me aman y
una eterna esperanza, que me mostró el camino de salida a una nueva y
espléndida etapa de mi vida.