Sie sind auf Seite 1von 58

CAPITULO V

DE LA INTENCIONALIDAD OPERANTE A LA CONCIENCIA DE SÍ MISMO


NOTAS PARA UNA PSICOLOGÍA DEL DESARROLLO DE LA IDENTIDAD
PERSONAL

Cada época ha asignado un valor normativo y una primacía a distintos períodos del
desarrollo humano. Si para los antiguos, la vejez y con ella la sabiduría, la prudencia, la
moderación, representaban los criterios sobre los cuales valorar todas las otras edades de la
vida, para los modernos la adultez es el lugar de la certeza de la propia conciencia, que
señala el punto desde el cual observar y medir el desarrollo de la vida humana. La adultez
se convierte, por un lado, en la representación de la madurez, y por otro, cada edad de la
vida es interpretada desde el punto de vista de la Subjetividad adulta.
Los estudios sobre el desarrollo, en el curso de la era moderna, han estado fuertemente
marcados por esta impronta epistemológica; ésta ha producido la visión de un niño que,
gradualmente, y en soledad, a través de la representación interna cada vez más exacta
de un mundo externo en uno interno, procede hacia el conocimiento maduro del sí
mismo (Bruner, l986); y por otro lado, la atribución de una esfera sexual a la infancia
es testimonio del mismo prejuicio epistemológico.
Un segundo aspecto conectado al anterior e igualmente importante, ha sido señalado
por la investigación evolutiva: el énfasis heredado de las ciencias naturales y de la
psicología experimental sobre la investigación de los principios universales que guían
el desarrollo humano (Magai y Hunziger, 1995).
Este segundo aspecto muestra de un modo bastante claro que es necesario una reflexión
epistemológica dentro de la psicología. La investigación del principio universal, en efecto,
se inscribe en un modo de comprensión teorética, característico de las ciencias naturales
(cfr. nota 1). Este modo de conocer se caracteriza por el hecho de que lo particular, la

127
Individualidad, la diversidad, es reconducida bajo la generalización de un principio, o de
una ley. Por lo cual podemos hablar del estadio del objeto permanente o de la crisis de la
mitad de la vida como periodos del ciclo vital, que reconduce la vida de Tomas, Pedro y
María a ciertas características comunes; esta mirada generalizante deja, sin embargo,
inarticulados aquellos aspectos que caracterizan la vida de Tomas, Pedro y María como
vidas individuales. De este modo podemos decir que la ley de la gravedad explica la caída
de una piedra y la de un pétalo de rosa.
En la historia reciente de la Psicología, la Teoría del Apego ha producido un cambio
importante con respecto a estas condiciones de investigación. Aunque al principio, el
Apego haya sido considerado “como indicativo de un sistema motivacional, de base
biológica, dirigida al objetivo y orientado a mantener la homeostasis”, con las tipologías de
Ainsworth et al. (1978) se abren nuevas perspectivas teóricas, clínicas y experimentales.
El cambio epistemológico se realiza desde un modo de comprensión teorético, a un modo
de conocer categorial; es decir, se pasa a un sistema de categorías que, en relación a sus
interconexiones, especifica las diferencias entre patrones de estabilidad en el tiempo
(Categorías A, B, C). Desde este cambio de perspectiva se desarrollan nuevos problemas y
nuevos énfasis de investigación, que explican la proliferación de los estudios sobre el
apego (Ainsworth y Marvin, 1995). El impacto que la teoría del apego tiene sobre la
psicología del desarrollo se refleja sobre el estudio de categorías diferenciales de
individuos, en relación a diversos modos de construcción, mantenimiento y ruptura de
vínculos afectivos. Es decir, se busca captar la continuidad en el tiempo de patrones
recursivos que encuentran su origen en el desarrollo de una reciprocidad emotiva con una
figura de apego y que se mantienen en el curso de todo el ciclo de vida. La organización
emotiva del Sí se vuelve de esta manera el núcleo para el mantenimiento del sentido de
unicidad y continuidad personal y de permanencia en el tiempo.

128
Trasladando el problema epistemológico que une la teoría del apego con la epistemología
representacional (por ejemplo, modelos operativos internos), los temas que éste afronta y
los problemas que abre llevan a un nuevo ámbito de investigación: la identidad personal.
La psicología del desarrollo resulta directamente cuestionada en este contexto de estudio.
En efecto, no sólo se trata de dar cuenta de la individualidad de la persona, revelando el
tema de la identidad personal; implica la ampliación a un modo de comprensión que en el
coger la individualidad de cada uno de nosotros, permita al mismo tiempo explicar la
relación entre aquellos rasgos de nosotros que permanecen inalterados en el tiempo y el
acontecer de los acontecimientos que nos implican y que vuelven nuestras historias de vida
tan diferentes.
La dimensión ontológica que caracteriza a nuestra existencia concreta es nuestro acontecer
siempre en el presente; nuestro ser expuesto “a las fuerzas del destino”. Esta dimensión se
muestra en nuestra imposibilidad de distinguir en la inmediatez del acontecer, una
percepción de una ilusión (Maturana, 1986). Nosotros hacemos, por lo tanto, siempre
experiencia en el presente, y el modo en que la experiencia sucede para nosotros en el
tiempo, es secuencial, por ejemplo, seguir una melodía (Husserl, 1883-1917), o participar
en una relación concreta entre nosotros y los otros, o ser absorbidos por una película.
Nuestro ser temporal se articula en una secuencia de experiencias ancladas y orientadas
sobre un fondo de corporeidad concreta.
Las configuraciones continuas del sentido que cada uno de nosotros da a la secuencia de
experiencias personales constituyen la historia de nuestra vida. He aquí entonces que dar
cuenta de la unicidad personal significa comprender cómo cada uno de nosotros se
constituye en la singularidad de la historia de la propia experiencia.
La manera en que componemos los distintos aspectos de la experiencia, los distintos
acontecimientos de nuestras vidas, en la unidad de la historia que nos contamos, implica
un modo de comprender que conjuga simultáneamente en una configuración dinámica la
unidad de la “conexión de una vida” y los distintos acontecimientos que forman aquella

129
conexión. Esta modalidad de la comprensión, que desde una secuencia coge una
configuración, permite articular procesalmente aquellos aspectos de continuidad, unicidad
y permanencia en el tiempo, puesto a la luz de la teoría del apego, con los de novedad y
mutabilidad de la experiencia. Estas dos polaridades de la identidad personal representan
dos dimensiones ontológicas que la acción configuracional continuamente crea.
La temática de la individualidad se vuelve así el lugar de encuentro entre la psicología y la
teoría narrativa: lugar abandonado al dominio de la literatura y la poesía, después de la
transformación científica de la psicología; lugar que plantea el problema, como dice
Zambrano (1991), de “un saber del alma”.
Este nuevo ámbito de confrontación, abre a la psicología del desarrollo a un nuevo
dominio. En primer lugar: ¿cómo se construye para cada uno de nosotros el significado? Y
luego, ¿qué relación tiene la articulación personal del significado, el cómo sentimos y nos
recontamos el existir, con las etapas del desarrollo humano? Y ¿cómo los límites de la
propia identidad personal definen al mismo tiempo la distinción de los propios iguales, y la
pertenencia al mundo de contemporáneos, de predecesores y de sucesores?
La tarea desde esta perspectiva problemática consiste en apartar la psicología del desarrollo
de los pantanos del solipsismo, en que la epistemología representacional la ha confinado,
y en crear las condiciones que nos permitan percibir el despliegue de la comprensión
personal en la continuidad de la existencia concreta. El despliegue del desarrollo humano
sobre el tema del significado implica, por tanto, una relectura del proceso evolutivo que
tenga en cuenta, por un lado, el despliegue del tiempo orgánico encarnado en nuestro ser
corpóreo, por el otro, la tarea interpretativa asignada específicamente a cada uno de
nosotros de modo diferente en diferentes edades de la vida. El desarrollo propiamente
dicho, lo que se entiende como maduración y que va desde el nacimiento hasta la
adolescencia/primera juventud, coincide con el periodo en que se ve la máxima
articulación de los temas narrativos. Al final de esta fase el individuo debería ser llevado a
un dominio del metalenguaje interno, a una capacidad de descodificación y visualización

130
de lo inmediato; el individuo, con esta capacidad puede hacer amplias integraciones entre
las experiencias actuales y las experiencias pasadas (es decir, que pertenecen a un marco
temporalmente lejano), y proyectos de una vida en una dimensión que puede siempre ser
más abstracta y flexible. Así, un estado de ánimo que emerge puede ser visto, no solamente
desde la óptica de cómo el individuo se ha sentido en el momento en que emergió aquel
estado particular, sino también desde puntos de vistas alternativos con una referencia y una
percepción más integrada y en su momento presentes.
Obviamente todas las fases del desarrollo tienen una importancia fundamental propia para
el modo en que pueden desarrollarse no sólo los contenidos específicos del tema narrativo,
sino, sobre todo, para el modo en que estos temas vienen a articularse. Es decir, el
desarrollo puede influenciar fuertemente no sólo la capacidad de abstracción/concreción
sino también la capacidad de integración, interfiriendo sobre la posibilidad del individuo de
construir una visión unitaria e integrada de sí mismo. Hemos visto en los capítulos
anteriores en qué medida la calidad de la integración así como el nivel de flexibilidad
dependen de la cualidad del apego.
Esta vía de acceso al análisis del desarrollo humano está, por lo tanto, subtendida de un
renovado énfasis sobre el proceso de reciprocidad; en efecto, si el significado no se
construye en la soledad de un yo cerrado en su perspectiva, en su representación interna
del mundo, sino que emerge del encuentro continuo con el mundo, mediado
simbólicamente, que el Otro lleva adelante en su vivir, la reciprocidad aparece como la
clave de acceso a la comprensión del sí mismo. Sobre este tema se desarrollará, por lo
tanto, la configuración del desarrollo humano que iremos precisando en los siguientes
párrafos.

131
1. Infancia: El nacimiento de una corporeidad
Reflexionar sobre nuestro venir-al-mundo, significa encontrar lo opaco; como dice
Quohelet (1970) (el Eclesiastés) “porque viene como una niebla”. La condición de nuestro
comienzo se elude inevitablemente.
Nuestro pensar, desorientado, se vuelve entonces a quién ha querido, o a qué ha ocurrido
para que nos pongan en el mundo... y aquí nos coge un intenso vértigo; por un lado, la
imagen ensombrecida en la palabra Heideggeriana “Geworfenheit” de aquellos gatitos
arrojados ahí, a la vida, por el otro, la fuerte sugerencia Cioraniana: "estar vivo -de repente
soy golpeado por la extrañeza de esta expresión, como si no se aplicara a nadie". La
singularidad de la condición de haber nacido se resume en esta colisión; el comienzo no
elegido dentro de un mundo ya dado, y simultáneamente el disolverse dónde “yo” empiezo
a ser, en un saber que no puede sino ser objetivante. “Mi” sentido se pierde en la biología.
Este lugar de superposición entre psicología y biología encuentra la conjunción en mi
recibir una continuidad vital, una identidad de especie, una “naturaleza”. Mi subjetividad
se extravía en el irónico “inconveniente” de una herencia no solicitada.
En mi opinión, desde la vertiente de las ciencias biológicas, la reflexión más interesante
sobre la individualidad, se le debe a los estudiosos de la autonomía. En un contexto post-
darwiniano, la biología se interroga sobre el logro de la adaptación en el curso de la vida
efectiva de la unidad autónoma. La adaptación del organismo se vuelve así la invariante a
través de la cual releer la historia evolutiva; como han sintetizado Wake, Roth y Wake
(1983): "Es la dinámica interna de la organización que determina en último termino si
ocurrirá el cambio evolutivo y de qué tipo será”. Desde esta perspectiva, la selección juega
sólo el papel de proveer limitaciones externas mínimas, y no la fuerza direccional; por lo
tanto, la última medida de la adaptación es la persistencia, la estabilidad.
La autoorganización es el principio que permite explicar la adaptación de un sistema
autónomo; es decir, un sistema que es capaz de generar regularidad interna manteniendo la
propia organización en el tiempo. Así la unidad viviente, distinguiendo las perturbaciones

132
ambientales significativas para el mantenimiento de la propia identidad, se da forma
continuamente en su continuo acontecer.
La investigación biológica, a través de un planteamiento teorético, coge por tanto de su
perspectiva una temática que se entrecruza con aquélla que paralelamente la psicología
descubre: por ejemplo, el acontecer en “tiempo real" de cada uno de nosotros en cuanto
organismo, el cómo éste emerger continuamente en el presente de cada uno de nosotros se
co-especifica con el contexto, y cómo al mismo tiempo que esto sucede constituye la
continuidad de la adaptación del organismo a aquel ambiente al que pertenece.
En efecto, el principio de autoorganización abarca la novedad, el mantenimiento de la
coherencia interna (la identidad biológica) en el curso del tiempo y la
singularidad organizativa. Este ultimo aspecto se revela como la modalidad de la unidad
autónoma de estructurar el nivel interno de referencia en el curso del ciclo de vida. Las
etapas del desarrollo, desde este punto de vista, aparecen como el cambio de
configuraciones internas, (vinculadas a la ontogénesis final de la unidad autoorganizada) a
cuya singularidad llegan según una modalidad propia a lo largo de una trayectoria propia.
Pero es sobre todo en el anonimato del nacimiento que la psicología y la biología se
sobreponen de modo más denso; el fenómeno del cuerpo es el lugar que resume el
desvanecimiento de la una en la otra de estas dos ciencias.
En el nacimiento se funda la facultad del actuar y del sentir humanos: en efecto, hacer
experiencia de cualquier cosa está inevitablemente correlacionado con mi cuerpo.
El sueño teorético de un saber descarnado naufraga sobre las playas de esta evidencia.
Nacer significa, pues, entrar en un mundo anclándose en él a través del sentir, a través del
actuar y el sufrir. Eso que la conciencia moderna descubre como "mundo externo", es para
el propio cuerpo pertenecer y al mismo tiempo un modo de ser.
E1 recién nacido que vuelve preferentemente la cara hacia un algodón mojado con leche
materna, o el simio que prefiere el cuerpo de peluche respecto a la silueta fría que está
unida al biberón, expresan cómo es significativo que el cuerpo se oriente hacia algunas

133
situaciones antes que a otras. El significado aparece como el modo en que aquella situación
se manifiesta para mí, e inevitablemente, mi modo de sentir es al mismo tiempo el
significado para mí de aquella situación.
Como ya había visto Merleau-Ponty (1962), el distinguir una situación, estando
correlacionado a mi cuerpo‚ es siempre cierta expresión de como yo soy; percibir una
forma es ya un significado.
E1 cuerpo y e1 mundo son por consiguiente co-emergentes; el cuerpo propio consiste pues
en el estar relacionado a un mundo y a otro hombre.
Usando un juego lingüístico diferente, podemos decir que e1 cuerpo propio entendido
como un continuo fluir de coordinación intermodal es puesto en movimiento por
elementos de su entorno, que no especifican, sin embargo, sus operaciones; paralelamente,
la organización de configuraciones internas hace significativa para el organismo elementos
de aquel ambiente.
E1 cuerpo propio entra, por tanto, en el mundo como una unidad que da forma al acontecer
a través de una actividad de organización espontánea.
"Debemos decir que el cuerpo propio revela el mundo respecto a las dimensiones que
corresponde a las distintas maneras en que el propio cuerpo se manifiesta: así, la visión
descubre los seres visuales, el tacto los seres táctiles, y así sucesivamente...” (Zaner, 1971,
pág. 187). Podríamos añadir que estos distintos modos de manifestarse del cuerpo propio
emergen sobre un fondo emotivo que hace posible a nuestro actuar y sufrir especificando
los contextos en que se realizan. La situación emotiva es coextensiva de la corporeidad;
ésta expresa el ser mío de aquel cuerpo; en ella se coordinan las configuraciones
intersensoriales y motoras, asegurando así el sentido de una continua unitariedad en el
continuo acontecer de aquellas configuraciones en relación al mundo significativo para
nosotros.
Para el cuerpo que siente, las perturbaciones significativas para el propio mantenimiento
revelan el modo en que espontáneamente aquella unidad se refiere al mundo, la manera en

134
que organizando el sí mismo, accede al mismo tiempo al mundo. El continúo acontecer en
el presente de esta autorreferencialidad, tan evidente sobretodo en la inmediatez de la
primera infancia, es al mismo tiempo la dimensión temporal del organismo. La unidad
entre el cuerpo propio y el mundo, que toma forma en la cotidianedad del sentirse vivo, se
funda sobre esta dimensión de espontaneidad referencial, de "intencionalidad operante",
que persiste como vínculo ontológico en el curso del ciclo de vida de la unidad -es en
relación a este vínculo ontológico ligado a nuestro ser encarnado que todos nosotros
vivimos en la contemporaneidad-. La espontaneidad referencial aparece, por un lado, como
el mecanismo que permite la organización de un sistema autónomo, por el otro, en ella se
articulan las tres dimensiones de la temporalidad . En efecto, aunque el significado siempre
emerge en el presente -siendo el propio cuerpo el modo en el que un contexto está
“presente” para mí- este presente de la autoreferencia es, por así decir, denso. Es un
presente que, mientras anticipa la configuración que sigue, resume aquel pasado en el
continuo fluir de la espontaneidad referencial de un cuerpo-en-el-mundo. Por eso, toda
acción, cada percepción, cada comportamiento está inscrito en un flujo de espontaneidad
referencial que organiza la experiencia en términos de un antes y un después.
“La verdad es que nuestra existencia abierta y personal se apoya en una primera base de
existencia adquirida y envarada. Pero las cosas no pueden ser de otro modo si somos
temporalidad, puesto que la dialéctica de lo adquirido y del futuro es constitutiva del
tiempo” (Merleau-Ponty, 1962, pág. 432)34. La biología y la psicología se encuentran por
consiguiente en una ontología del propio cuerpo.
Desde esta perspectiva decimos que la comprensión humana está encarnada; mas que
representar un mundo objetivo, cada uno de nosotros lleva adelante, en el curso del ciclo de
vida, un mundo hecho de distinciones significativas inseparable de la condición ontológica
del ser encarnado. Para nuestro cuerpo, pues, esta relación de pertenencia y

34
Pág. 439 obra en castellano “Fenomenología de la percepción”. Ed. Península 1997.

135
compenetración entre corporeidad, mundo y alteridad es al mismo tiempo el fluir
espontáneo de coordinaciones intersensiorales y motoras sobre un fondo emotivo, en el
cual radica el significado personal (cfr. nota 2).

2. La primera infancia
En el curso de la primera fase del desarrollo, la actividad referencial espontánea de un
cuerpo-en-el-mundo se expresa a través de la activación simultánea de "segmentos
corporales" (postura corporal, expresiones faciales, gesticulación, vocalizaciones)
polarizados por eventos contextuales, que se integran en estados emotivos de fondo (tono
emocional). Así, por ejemplo, el recién nacido poco tiempo después del nacimiento orienta
intencionalmente la mirada hacia la cara materna, reconoce la cualidad de la voz, su
abrazo y su tacto. Estas frases de actividad llegan a un clímax, para después descender a un
estado de equilibrio.
Es probable que los patrones coordinados del fluir del cuerpo propio se estructuren en el
curso del embarazo (Brazelton, 1983; Ianniruberto y Tajani, 1981; Milani Comparetti,
1981). (El feto reacciona con un incremento/decremento motor en relación a situaciones
significativas materna, prefigurando ya a este nivel patrones cíclicos y complementarios
de activación).
En el curso de los primeros dos meses, la mayor parte del tiempo de cuidados está
orientado a la estabilización del ritmo circadiano: sueño-vigilia, día-noche, hambre-
saciedad. Además esta regulación está caracterizada esencialmente por cambios emotivos
recíprocos. E1 recién nacido llora o grita y la madre lo acuna y lo calma, el recién nacido
sonríe y la madre se expresa cariñosamente y habla en falsete, el recién nacido la mira y la
madre lo acaricia y lo abraza, etc. La situación emergente encuentra así una coordinación
intersensorial y motora, dentro de ciclos rítmicos de acción e inacción, complementarios y
recíprocos. Estas fases se vuelven más regulares en el tiempo, a través de la referencia

136
espontánea a modalidades recíprocas invariantes que estabilizan los ritmos corpóreos en
ciclos de cohesión con el cuidador, y organiza la conciencia inmediata infantil en
protosecuencias de acciones. El recién nacido empieza, así, a organizar una modalidad de
comportamiento, coordinada intercorporalmente, según el ritmo mutuo de contacto y
ruptura de contacto con el cuidador.
La relación "cuerpo-a-cuerpo" representa el lugar privilegiado de sincronización de
ciclos mutuos de activación. La capacidad de la madre de sintonizar se manifiesta en la
sensibilidad para coordinarse en su fluir con los estados expresivos y emotivos del
niño; la regularidad y la cualidad del modo de corresponder por parte de la madre
proporcionan al niño una fuente humana de referencia del propio organizarse y, por lo
tanto, del propio sentirse. No es por lo tanto sorprendente que, en este período, la mutua
regulación sea confinada a la inmediata coordinación recíproca de estados emotivos y
expresivos; el sentido profundo de la sintonización es el de una atención conjunta que
emerge como la manifestación más evidente de la referencia conjunta espontánea de
los dos miembros de la diada. Por este motivo, el ajuste recíproco de coordinaciones
rítmicas multimodales permite al niño y a la figura de apego organizar, ya desde estas
primeras fases, el fluir de la experiencia mutua en un sentido de mutua unicidad.
El sentido del proceso de apego va por lo tanto mucho más allá de los aspectos
conductuales y motivacionales al que hacen referencia los estudios clásicos. Subrayar la
valencia ontológica del apego significa enfatizar el papel constituyente que el otro
significativo tiene para el desarrollo de la propia identidad. La unicidad del sí mismo tiene
en el propio corazón al otro ser humano.
El proceso imitativo es otro aspecto de la interacción comunicativa. El cuidador, actuando
mutuamente con el niño, complementa, amplifica y alarga con las propias expresiones las
expresiones infantiles. Piénsese, por ejemplo, en la expresividad exagerada y prolongada
de la cara que los adultos hacen mirando a un niño. Las expresiones invariantes de uno
disparan mecanismos coordinativos en el otro, tanto que "cada sujeto va a producir una

137
secuencia de funciones que representa los estados cambiantes de interacción entre ellos
mismos y los otros" (Trevarthen, 1997, pág. 237).
En torno a los 3-4 meses, en relación a la mutua estabilización en la diada de períodos
prolongados de sintonización, la relación cuerpo-a-cuerpo decrece de manera significativa,
abriéndose a eventos contingentes; el niño empieza a ejercer la iniciativa hacia el mundo
de los objetos. Este proceso de creciente autonomía genera un nuevo estadio en la relación.
La dimensión de autonomía emergente, a través del cual el niño extiende el propio curso de
acción, y por lo tanto la espacialidad del propio mundo, es regulada por la capacidad del
cuidador, por un lado, de reconocer y animar la exploración independiente del infante, y
por otro lado, de reconocer las señales de solicitud de sintonización. A través de la
exploración independiente, los críos empiezan a esta edad un despliegue emotivo auto-
regulado, en relación al desarrollo y a las consecuencias del curso de acción emprendido.
Es decir, distinguiendo un dominio de acción, ellos aprenden a “aislar” un sistema del
ambiente probando la posibilidad de desarrollar aquel sistema.
El ensanche del rango expresivo y emotivo se refleja también de modo claro en la
evolución del juego entre los miembros de la diada. Así la madre puede cambiar,
acompañándola de variaciones emotivas, las consecuencias y las posibilidades del curso de
acción que el niño emprende durante el juego.
La creciente capacidad de secuencialización se vuelve aun más manifiesta en la actitud
expresada por los niños de 5-6 meses en diferentes culturas, a percibir el desarrollo
temporal de las nanas. La estructura musical de las nanas es groseramente sobreponible a
una clásica estructura narrativa, con un inicio rítmico regular, un ápice más o menos
enfatizado, seguido por un final. Este ciclo de base se repite muchas veces en el curso de
una nana, y el crío parece captar por un “proceso de predicción y reconocimiento”,
usualmente descrito como cognitivo, pero en este caso seguramente acompañado de una
evaluación emocional que varía paralelamente de forma predecible” (Trevarthen, 1977,
pág. 243).

138
Creo que la capacidad emergente más significativa de este período es precisamente la
capacidad anticipatoria que deriva de la repetición -con variaciones- de secuencias de
acciones coordinadas emotivamente en la relación con el cuidador. La famosa
"permanencia del objeto" (7 meses) es el ejemplo más evidente. Para que se adquiera un
sentido de permanencia es necesaria la dimensión de continuidad; en otros términos, es
posible percibir la duración, sólo si los acontecimientos son organizados en una secuencia.
El objeto por lo tanto se constata una permanencia, aunque se escondiera de la mirada, en
la integración de la percepción de su presencia en un antes y en un después. Es decir, el
niño al percibir la permanencia, orienta su acción no sólo en relación a la percepción
inmediata, sino que anticipa en la percepción del contexto la continuidad de la presencia
del objeto, aunque se escondiera. (También en el caso de las nanas, el niño participando en
el despliegue de la estructura musical anticipa las sucesivas secuencias).
La capacidad de ordenar los acontecimientos en una secuencia determina una modificación
importante en la comunicación entre los miembros diada; la adquisición, por parte del niño,
de un mundo, en términos de habilidad de aprender a distinguir dominios de acción como
un todo, y de operar en ellos en términos de agente autónomo, va a emerger un nivel de
referencia nuevo respecto a la referencia espontánea de las primeras fases del desarrollo.
Podemos decir que este nuevo nivel de referencia anticipa las características que se
vuelven luego explícitas y articuladas con el pleno desarrollo lingüístico. Es decir, las
vocalizaciones, los gestos y las señales vuelven del niño al cuidador, empiezan a referirse a
dominios personales de experiencia que se han estructurado, en los meses anteriores, con la
participación directa e indirecta de la madre; esto constituye un tipo de simbolismo interior
a aquella acción, y son sumamente idiosincrásicos en cuánto se refieren a una historia
compartida de acción coordinada en el mantenimiento del apego. En este sentido, la frase
de acción funciona como un objeto fijado. Por tanto, no es sorprendente que la
comprensión preceda, por un intervalo bastante grande, la producción de palabras (Savage-

139
Rumbaugh, 1993); el niño, puede alcanzar un significado a través de la palabra (el sentido),
sólo si es capaz de referirla a una experiencia sedimentada.
En relación al desarrollo de la capacidad de la comunicación simbólica de la diada son
indicativos los estudios de Lock (1984, 1991) y de Service (1987), sobre las diferencias de
los estilos maternos de recoger al niño en brazos; las madres que favorecieron una
comunicación simbólica, marcaron sus intenciones con gestos y con palabras, de cara al
niño, antes de completar la acción. Si el niño mostraba señales de cooperación -por
ejemplo, respuesta de levantar los brazos- la madre completaba la acción, reteniéndose, en
cambio, si el niño no daba una respuesta apropiada. Al contrario, la madre con estilo
“funcional” cogían en brazos al niño, a veces de frente, a veces de lado, a veces desde
atrás. A los niños de madres “simbólicas” les fue más fácil posteriormente comunicar
simbólicamente sus intenciones relativas al desarrollo de la acción.
La emergencia de las primeras palabras a esta edad reposa, pues, sobre la comprensión de
frases de acción y está limitada a esto. Estas secuencias, que caracteriza las acciones como
un todo, se estructuran, naturalmente, como rutinas interindividuales -por ejemplo, cambiar
el pañal, tomar el baño, prepararse para salir, el regreso de papá o de mamá, la visita a la
abuela, etc.-. Las secuencias recurrentes son los patrones organizados y entrelazados que
sincronizan las acciones y las emociones del niño y del cuidador; éstas están acompañadas
por señales de la madre repetidas varias veces, que marcan el inicio, el desarrollo y la
conclusión.
Por lo tanto, es comprensible por qué el niño a los nueve meses puede tomar una
expresión, un gesto o un mensaje hablado como una instrucción (Bates et al., 1975; Habley
y Trevarthen, 1979); en efecto, el “sentido” del mensaje materno viene referido por el niño
al propio dominio de experiencias.
Es igualmente comprensible por qué los niños de esta edad se refieren a la madre para
determinar si y cómo reaccionar emocionalmente a una situación incierta (infant social
referencing). A diferencia de los primeros seis meses ("maternal social referencing"), en

140
los que "el niño presenta expresiones emocionales de estados de necesidad y la madre
referencia al niño en orden a disminuir su incertidumbre sobre la regulación de los
cuidados" (Emde, 1992, pág. 83) a partir de la segunda mitad del primer año, los mensajes
de referenciación permiten al niño anticipar las posibles consecuencias de acciones
relativas a las situaciones referentes. Al inicio del segundo año, la incertidumbre del niño
se refiere sobretodo a las expectativas de la posible respuesta del cuidador en relación a las
propias intenciones ("social referencing in negotiation") (Emde, 1992, 1994).
La reciprocidad empieza así a estructurarse a un nivel simbólico. Por tanto, la búsqueda de
sintonía es regulada por la sensibilidad materna a percibir las señales del niño referidas a
esferas personales de experiencia y articulándola participativamente, y, por parte del niño,
de la búsqueda de respuestas específicas del cuidador en relación a las propias acciones,
iniciativas, intereses y comportamientos.
El mundo naciente del niño encuentra la legitimación más consistente en la participación
recíproca del significado con el cuidador. Esto resulta particularmente evidente en el curso
de las exploraciones autónomas del entorno que el infante siempre organiza cada vez más
en este periodo. Ya sea que el niño se perciba cansado, o en peligro, o que desee compartir
un afecto positivo generado en el curso de la exploración, o que vuelva de la exploración
autónoma, las acciones y las emociones que le acompañan son rutinariamente compartidas
con el cuidador (Sroufe, 1990). Esto explica por un lado, el intenso apego a la madre y el
correlato de estrés a la separación, y por otro, el fenómeno del miedo al extraño, como
portador de un mundo no compartido de significado. La relación emotiva regula la
construcción del mundo emergente del niño, y es a partir de ella que se estructura aquel
sentido de similaridad con otros significativos que permite la progresiva elaboración de
todos los fenómenos imitativos.
Con el inicio del segundo año, gracias a la comprensión desarrollada de conductas de
acción y a la creciente capacidad de simbolización, el niño amplía la propia participación a
la microcultura familiar. Por ejemplo, gradualmente cambia el interés en el curso del juego

141
hacia el tipo de objetos; la atención es progresivamente orientada hacia la manipulación de
objetos que forman parte de las acciones rutinarias de la vida familiar de todos los días
(teléfonos, tazas, cucharas, etc.). El niño repite las secuencias de acontecimientos
percibidos, y hasta cerca de los 18 meses, esta imitación tiene como referente a sí mismo
(Trevarthen y Logotheti, 1989).
Es decir, parece que antes del completo desarrollo lingüístico, el niño es capaz de imitar la
acción sólo si se refiere a sí mismo la secuencia que tiene que repetir, convirtiéndose en
sujeto activo (por ejemplo, alimentarse, cepillarse el pelo), pero no siendo capaz de cogerse
como tal.
Los estudios sobre la adquisición de la referencia pronominal (Bates, 1990) abren un punto
de observación complementario en torno a este período del desarrollo. Por ejemplo, el
señalamiento comunicativo (pointing), de la emergencia de la comunicación
prototinguistica hasta las primeras fases del lenguaje, está limitado a una referencia en
tercera persona. Es decir, el niño en el curso de la situación comunicativa, no apunta nunca
al propio sí mismo o al oyente, sino a un objeto o a símbolos para la acción.
La característica saliente de esta edad parece, por lo tanto, el desarrollo de un sistema de
comunicación caracterizado por la tríada Yo - Tu y las acciones de la referencia condivisa
(joint reference) (Trevarthen, 1987; Bates, 1990).
Las mismas indicaciones llegan de los estudios de Dunn sobre el comienzo de la
comprensión social. Además, Dunn (1988) subraya cómo la comprensión se apoya sobre
una praxis compartida dentro de la cual el niño adquiere no sólo el sentido de ser participe,
sino también los límites de aquello que está permitido. A partir de este sentido compartido
el niño estructura primero e1 sentido de sí mismo como agente, y por lo tanto el
reconocimiento de sí mismo como persona capaz de producir un mundo distinto y
negociado con el mundo que los otros llevan adelante.

142
Los 18-20 meses señalan el período en que el niño inicia esta distinción, como certifica los
estudios clásicos sobre el auto-reconocimiento (Berenthal y Fisher, 1978; Johnson, 1983;
Lewis y Brooks-Gunn, 1979).
Con la emergencia de la auto-conciencia y en paralelo con el desarrollo lingüístico, emerge
gradualmente un nuevo tipo de referencia. El niño se vuelve capaz de percibirse como
sujeto y como objeto; al mismo tiempo es capaz de anticipar aquello que el otro ve y de
percibir cómo lo ve el otro. Por tanto, la capacidad de simular que emerge a esta edad,
indica por un lado la conciencia de las expectativas del otro, por otro lado la adquisición de
instrumentos retóricos (mentiras) dirigidas a manipular aquellas expectativas (Chandler,
1988; Ceci et al., 1992). Así, cerca de los 20 meses, los niños empiezan a comprender
concretamente la relación entre sus acciones y las eventuales consecuencias, con los
estados psíquicos del otro. Ellos empiezan, además, a comprender que el modo en que
recontamos una acción afecta la manera en que el otro responde. Esto implica que los niños
al final de la infancia tienen un sentido bastante claro de la ética familiar, tanto que, por
ejemplo, el modo en que cuentan una disputa con el hermano a la madre no implica sólo lo
que pasó, sino también la justificación de la acción contada. Como dice Bruner (1986,
1990), para comprender bien una historia requiere conocer qué constituye la versión
canónicamente aceptable.

3. Edad Preescolar
En la Ética a Nicómaco en el libro 9 de Metafísica, Aristóteles reconsiderando la praxis en
reacción a la visión Platónica, viene a reflexionar sobre la ambigüedad y la productividad
de la acción humana. Aristóteles define la praxis como la naturaleza actualizada del vivir.
Es especialmente con la ética que la praxis se vuelve el fundamento para trazar la
distinción entre el hombre y el animal. Si el animal realiza su existencia por naturaleza -
dice él- y es sólo por naturaleza que llega a ser lo que puede, el hombre trasciende el orden
de necesidades a través de la organización del actuar y el hablar condiviso; esto es, el

143
hombre llega a ser hombre, revela su propia individualidad, revela su propio ser tomando
parte de la organización del actuar y el hablar condiviso (Arciero y Mahoney, 1989).
El aspecto predominante de los años preescolares es precisamente el gradual cambio desde
la coordinación del actuar a la organización del actuar y del hablar conjuntamente.
El periodo que va del final del segundo año hasta el inicio del quinto está caracterizado por
la progresiva articulación de las posibilidades que emergen de la capacidad de configurar a
través del lenguaje la experiencia del actuar y el sufrir. Esta nueva inteligencia, que da
cuenta de un gran número de fenómenos que constelan la infancia, se diferencia del
protolenguaje, característico de la fase precedente, por un aspecto fundamental: mientras el
protolenguaje es parte de la situación en curso, la reconfiguración narrativa se coloca en
una dimensión diacrónica con respecto al acontecer situacional. Esta distancia respecto a la
inmediatez del actuar y del sufrir humano toma forma a través de la síntesis de elementos
heterogéneos que la configuración narrativa integra. La acción y e1 sufrir se encuentran,
así, recompuestos a nivel lingüístico y narrativizado junto con los agentes que actúan con
las circunstancias, que contextualiza los acontecimientos con las emociones que las
caracterizan, etc.
Adquirir esta inteligencia en el curso del desarrollo corresponde al ingreso en el mundo del
lenguaje.
Aunque la producción lingüística -referida comúnmente al dominio pragmático y las áreas
interactivas y personal- se inicia con señales individuales (50-60 a los 12 meses) (Halliday,
1985), la producción del lenguaje se estabiliza a partir de la capacidad del niño de
estructurar la proposición. En efecto, la proposición formada por un sujeto y un predicado,
es la unidad mínima del lenguaje, la estructura base del discurso. Como afirma Ricoeur
(1986) siguiendo las enseñanzas de Benveniste: "Una frase esta hecha de señales pero no
es en sí misma una señal”. Efectivamente, la proposición integra la función de
identificación con la función predicativa, la identificación singular con aspectos
universales. Los predicados, como en la oralidad primaria distinguida por Havelock, son

144
los "predicados de acciones o de situaciones presentes en la acción, nunca en la esencia o la
existencia”.
Alrededor de los 24 meses, los niños tienen bastante desarrollada la capacidad de
componer la proposición, como se evidencia a través de esta breve secuencia de
conversación entre un crío de esta edad y su cuidador (Snow, 1990).
Niño: (mirando al observador) “Tío Jorge – restaurante”.
Madre: “Él está hablando de su tío Jorge”.
Niño: “Tío Jorge”.
Madre: “Nosotros vamos con él al restaurante”.
Niño: “Tío Jorge restaurante”.
De esta polaridad entre sujeto (tío Jorge) y función predicativa (ir al restaurante) emerge el
sentido; esto corresponde al contenido proposicional de la frase. El contenido
proposicional representa la versión “objetiva” de la frase: es lo que la frase significa versus
lo que el locutor intenta decir que puede ser identificado y reidentificado como lo mismo
(como, por ejemplo, cuando decimos la misma cosa con otras palabras o en otra lengua)
(Ricoeur, 1976).
Este tipo de redescripción de la acción en el sentido de la frase se observa con mucha
claridad en los diálogos cotidianos entre madres y niños de esta edad; la reconfiguración de
los acontecimientos cotidianos parecen ocupar una importante cantidad del “tiempo
dialógico”, casi estableciendo una especie de sedimentación de acciones sumamente
rutinarias, reconfiguradas como contenidos proposicionales.
Engel (1986) contabilizó, por ejemplo, a los 20 meses una media de 13 discusiones sobre
acontecimientos pasados cada media hora de interacción de la diada. Aunque los estudios
“naturalísticos” de Dunn (1989) muestran cómo en el curso del tercer año (24 - 30 meses),
las preguntas que los niños hacen, y por lo tanto, los diálogos establecidos con los
cuidadores, tienen que ver con las acciones cotidianas de la diada o de sus familiares.

145
La configuración de acciones cotidianas en guiones (scripts), caracterizada por
acontecimientos altamente estructurados, proporciona al niño un tipo de bagaje compartido
de conocimiento, que fusiona sus propios límites con e1 mundo de la comprensión
práctica. A los tres años, los niños distinguen este dominio de comprensión compartida,
como se deduce del uso del tiempo presente y el pronombre en segunda persona, como, por
ejemplo en: "Cuando tú entras en el coche" (Wolf, 1992).
La sedimentación de varios dominios de la experiencia personal en guiones iguales,
conectados por relaciones de intersignificación, se acompaña de la distinción, por parte del
niño, de acontecimientos inesperados o de comportamientos extravagantes que representan
una desviación con respecto de las formas canónicas.
En el curso del tercer y cuarto año de edad estos acontecimientos singulares comienzan a
ser integrados en una estructura narrativa con el carácter de una historia. A través del
recuento de la propia experiencia el niño encuentra un modo “íntimo” de organizar los
acontecimientos y paralelamente dar forma al propio modo de sentirse. No es sorprendente
entonces que en este periodo los niños empiecen a interesarse en los estados de ánimo y en
los estados mentales, como demuestra el aumento del porcentaje de preguntas sobre los
estados internos y sobre la “causalidad psicológica" de las acciones de los otros (Dunn,
1988).
La estructura narrativa que es inicialmente asegurada en la casi totalidad por el progenitor -
con el niño que se limita a confirmar los acontecimientos narrados-, provee a la experiencia
de un instrumento de condensación, de edición, de abreviación y de articulación; la
experiencia narrada adquiere por consiguiente una fuerza heurística que la diferencia del
marco de la pre-comprensión.
Poco a poco, el modelo de andamiaje (Haden y Reese, 1996), a través del cual los padres
inicialmente ajustan las formas familiares y culturales apropiadas a la narración, viene
siempre a ser cada vez más un lugar de colaboración y negociación. O sea, el niño siempre
contribuye cada vez más a la construcción de la historia, a la articulación activa del

146
recuento. Esta fase intermedia se percibe cuando el niño empieza a informar de los asuntos
de experiencias no compartidas con el progenitor, que vienen a articularse en un recuento
en colaboración con el progenitor, a través de una reedición de los episodios.
Finalmente, entre los cuatro y los cinco años, el niño se apropia completamente de la
estructura narrativa, de tal modo que, por ejemplo, puede inventar un personaje para jugar,
percibiendo la conexión psicológica y articulando la acción en una historia.
A partir del estudio del desarrollo de la capacidad de los preescolares de organizar la
experiencia en una estructura narrativa se imponen dos consideraciones generales:
1) Toda posible configuración narrativa se basa sobre una praxis compartida y a ella se
refiere.
En esta pre-comprensión e1 niño encuentra, junto al "Teatro familiar" cotidiano, la
prefiguración misma del sentido inscrita en la semántica, en el simbolismo interno, en la
tonalidad emotiva y en la secuencia temporal de la experiencia. En otros términos, como el
lenguaje siempre tiene un sentido, presupone que se refiere a la experiencia compartida del
sentirse vivo; si así no fuera, sería un sistema vacío. Por lo tanto, la recomposición
narrativa por un lado, presupone la comprensión práctica en cuánto se refiere a ella y, del
otro, la transforma, enriqueciéndola y precisándola a través de los instrumentos léxicos
gramaticales que el niño desarrolla progresivamente, bajo el impulso de la exigencia de
comunicar la experiencia en palabras; es francamente difícil comprender, desde este punto
de vista, cómo se puede pensar en una ontología del Sí basada completamente en la
interacción lingüística.
2) La progresiva capacidad de estructurar la experiencia en una constelación de
micronarrativas, y luego en una historia personal, se acompaña de un proceso paralelo de
individuación, de construcción de la individualidad. Por lo cual justo en el ordenamiento de
los acontecimientos de la propia vida en secuencias narrativas el niño empieza a construir y
articular la propia singularidad, a dar forma al propio Quién.

147
E1 paso de la simple configuración de la acción a través del uso de la proposición, hasta la
reconstrucción histórica y de ficción de los acontecimientos a través del uso de la
estructura narrativa es uno de los procesos más interesantes del desarrollo del niño en los
años preescolares. Como habíamos mencionado, este proceso se acompaña de una
articulación de la identidad personal que encuentra una nueva dimensión a través de la
apropiación, en el curso de la interacción entre el niño y una pareja más avanzada
(Vygotsky, 1934), de la capacidad de organizar el significado de los acontecimientos en
una narración.
Para comprender cómo desde la reconfiguración de la acción se llega a la memoria y a la
construcción de un proyecto, a través de la estructura narrativa, es necesario hacer
consideraciones preliminares sobre la naturaleza del lenguaje y de la imaginación.
El modelo cognitivo (cognitivism), en su orientación predominante, consideraba la
cognición como la manipulación de símbolos sobre la base de reglas y valoraba e1
lenguaje como una habilidad constitutiva que permite al individuo la simbolización a
través de las palabras de entidades que existen independientemente de su experiencia.
Puesto que el conocimiento era dado por la representación, más o menos apropiada, de
características pre-especificadas del ambiente, la imaginación correspondía a la evocación
de una entidad externa ausente o inexistente; una suerte de epifenómeno de la
manipulación simbólica. La lógica de la correspondencia entre símbolo y entidad externa
aseguraba la diferencia entre realidad y ficción.
Sin embargo, si el lenguaje emerge de una praxis compartida como reconfiguración de
aquella praxis a la que se refiere, ésta que viene a reconfigurarse en el lenguaje es el
mundo como lo experimentamos, y no una realidad independiente. Además, si la
reconfiguración de acciones compartidas toma forma en el diálogo a través de la progresiva
apropiación (autorreferencia) de un sentido compartido, el lenguaje no es una
habilidad constitutiva del individuo; éste se articula en la interacción y en el curso de la
historia de interacciones, pues sólo en su acontecer efectivo adquiere una referencia y

148
estabiliza un sentido. Por tanto, puesto que la proposición que conjuga el lado “subjetivo”
(autorreferencia) con el lado “objetivo" del significado (sentido) es la unidad básica del
discurso, el ingreso en el lenguaje está marcado por el empleo de la proposición.
La imaginación desde esta perspectiva, en lugar de un epifenómeno de la manipulación
simbólica es vista como un proceso activo generado por un cierto empleo del discurso, y
por lo tanto como una dimensión del lenguaje. Más en particular, una nueva imagen es el
significado emergente que se produce del choque y de la mutua asimilación de campos
semánticos hasta aquel momento lejanos.
Cuando el niño ve una figura de plástico como una aeronave o un objeto como un ser
animado, en este parecido “impertinente” reconfigura en la imaginación, acercándolos, los
dominios no próximos. Este acercamiento que la imaginación sintetiza no es regulado por
la mecánica de la asociación de elementos similares, sino más bien como el activo
acercamiento de campos semánticos, que en la reconfiguración casi se cubren por una
mutua extensión de sentido. A través de esta reconstrucción de la realidad se produce al
mismo tiempo un tipo de alejamiento de la inmediatez del mundo del actuar y del sufrir, al
cual se debe el efecto de irrealidad (Ricoeur, 1989).
Esta suspensión del compromiso en la praxis del vivir se vuelve, por un lado, el lugar de
experimentación de nuevas posibilidades, por otro, la dimensión en que es recompuesta la
memoria. El horizonte de la ficción que aparece como la condición de la capacidad de
articulación histórica de la experiencia, caracteriza marcadamente fenómenos importantes
de la infancia como el juego de simulación, el juego de palabras, el juego de roles, la
capacidad de cambiar de perspectiva etc., y más en general, el sentido de constancia de sí.
El niño reconstruye en la dimensión de ficción diferentes dominios de experiencia, dentro
del cual aprende a moverse, como demuestra la adquisición de marcadores específicos,
generando así un sentido a través de la conexión con ese mundo. Por ejemplo, en el curso
de un juego de palabras, o de un juego de simulación, el niño se puede poner en el punto de
vista del espectador, del actor o del que explica aquello que sucede, y estos cambios de

149
posiciones y de dominios de experiencia animan a la adquisición de diferentes usos
pronominales y gradualmente de diferentes tiempos verbales. -¡Es la expresión del sentido
de sí mismo que empuja a ser dicho!- La capacidad de cambio de perspectiva se produce a
través de un tipo de trasferencia por imaginación en el yo de varios personajes,
conseguidos por la anulación de la referencia del discurso ordinario. En qué medida este
estado de suspensión de la praxis del vivir debe ser considerado un modo de rehacer la
realidad, en lugar de la oposición a una realidad objetiva, lo demuestran varios estudios
que enfocan los contenidos que emergen durante los cuentos o bien en el curso de los
juegos simulados (Saylor et al. 1993; Miller y Sperry, 1987). Por ejemplo, en un estudio
reciente que examinó el juego espontaneo de preescolares y las narrativas en niño
directamente expuestos a los alborotos de Los Ángeles en 1992, los resultados indicaron
una predominancia de contenidos temáticos agresivos y de personajes comprometidos en
agresiones físicas, con respecto al grupo de niños de control que no habían estado
expuestos directamente a los alborotos.
Por lo que, la imaginación, mientras permite la separación de la referencia del discurso del
dominio de la praxis, redescribe el mundo de la vida a otro nivel, generando así un nuevo
"efecto referencia" (Ricoeur, 1986). Gracias a esta referencia de segundo orden, los niños
en el horizonte de la ficción experimentan de forma segura, representan y dominan eventos
inquietantes, temas emocionalmente importantes y posibles conductas de acciones. Es
bastante común, por ejemplo, durante el juego solitario en el curso del cuarto año, escuchar
cuentos de acciones prohibidas y de infracciones de reglas familiares. Esta gran capacidad
de reconstruir posibles experiencias, de experiencias vistas o contadas por otros, permite
enriquecer la experiencia personal con la capacidad de meterse en la experiencia de los
otros. Esta capacidad, que no es imitación comportamental, está estrechamente unida a la
simulación a través de la imaginación. Simular es enriquecer la experiencia personal,
generando en lo imaginario aquellas condiciones que inducirían los mismos estados de
ánimo esperado de otro individuo.

150
A través de la reconstrucción de la realidad, que la imaginación narrativa permite, el niño,
suspendido de la situación contingente, selecciona y recompone los acontecimientos y las
relativas experiencias en una secuencia. Esto implica que el niño a través de esta
reconstrucción puede referirse una multiplicidad de dominios de experiencia sin depender
de la situación factual. En otras palabras, el mismo sujeto persiste en el movimiento entre
los muchos dominios de experiencia, que encuentran una conexión a través de la
imaginación narrativa, y entonces empieza a decir “yo” a través de la interpretación de sí
mismo que aquel imaginario le proporciona. Esto se vuelve más claro después de los cuatro
años, cuando el horizonte de la ficción se articula en el recuento del pasado y en la apertura
al futuro a través de la rememoración conjunta. Es evidente que esta articulación de la
temporalidad es relativa a la experiencia del tiempo de un niño de 4 años. Como nos
recuerda Hanna Arendt: "A un niño de cinco años le debe parecer mucho más largo un año,
que en ese momento constituye una quinta parte de su existencia, que a una persona para
quien ese mismo período de tiempo tan sólo represente una vigésima o trigésima parte de
su estancia en la Tierra" (1978, pág. 101)35.
En la recomposición histórica se articula la reciprocidad al compartir una narrativa con
personas significativas que, a través de modelos estructurales, reconfigura los
acontecimientos amplificando y modulando la experiencia del niño, de acuerdo a la propia
experiencia del mundo; por consiguiente, a la conexión de los acontecimientos así
diferenciados, corresponde por un lado, la identificación de la afectividad a ellos ligadas, -
que provee al niño la posibilidad de sentido de los propios estados internos- y por otro, la
definición del margen de la imagen de sí mismo que el estilo atributivo parental contribuye
a modelar. La rememoración conjunta permite, por lo tanto, la apropiación de la historia
personal y simultáneamente la expresión del lazo interpersonal -que se articula en el

35
Pag. 33 en la edición en castellano. "La vida del espíritu: el pensar, la voluntad y el juicio en la filosofía y en la política". Centro de estudios constitucionales.
Madrid. 1984.

151
lenguaje en continuidad con la forma de apego de la infancia, y que alienta en el niño el
sentido de eficacia, de competencia y de valor personal-.
Por lo tanto, no es casualidad que la memoria autobiográfica, en las sociedades
occidentales, se desarrolle en el curso del cuarto año de edad, y que se estabilice a partir
del quinto, como demuestran los estudios relativos al olvido que revelan un decremento
lineal del recuerdo hasta los 5 años y luego desde los cinco años una rápida reducción, que
alcanza aproximadamente un punto cero a los 3 años (Wetzler y Sweeney, 1986;
Fitzgerald, 1996).

4. Niñez
La capacidad de organizar una narrativa coherente de la experiencia pasada, en
colaboración con la guía paterna, permite al niño, ahora ya en edad escolar, obtener una
distinción entre sí como narrador y sí como protagonista de la narrativa. El proceso mismo
de la narración, que implica que no se pueda nunca hablar del presente en el momento en
que ocurre, crea una distancia entre el evento y su reconfiguración, y a través de esta
distancia contribuye de manera significativa al desarrollo de la habilidad reflexiva. “El
símbolo da que pensar” dice Ricoeur36.
La habilidad de estructurar a través de una narrativa coherente una coordinación unitaria
de varios aspectos del sí mismo sufre de modo importante del límite de la dimensión oral
del discurso (dentro del cual el niño ha aprendido a organizar la propia experiencia). En
efecto, en un espacio comunicativo oral la experiencia debe ser organizada
mnemónicamente, y esto implica un particular empleo del lenguaje dominado por las frases
de acción y conceptos relativos a contextos situacionales y adherentes a la praxis del vivir
humano. Este uso del lenguaje no se aleja mucho de la narrativa concreta que caracteriza a
las culturas orales.

36
Página 489 obra en castellano “Finitud y culpabilidad”. Ediciones Taurus. 1982

152
Como subrayó el trabajo de campo de Luria con personas analfabetas en Uzbekinstan
(1934 - 1976), los sujetos analfabetos no identificaban nunca figuras geométricas, como
círculos o cuadrados, pero hicieron referencia a objetos reales que conocían; así un
cuadrado fue identificado como un espejo y un círculo como un plato, etc.
Además, los sujetos a los que se les presentaron tres objetos pertenecientes a una categoría
y un cuarto a otra categoría (martillo, sierra, tronco, hacha) clasificaron de manera
consistente los objetos, en términos de pensamiento situacional, en vez de categorial:
“Todos ellos son parecidos” -contestó un campesino analfabeto de 25 años-, “la sierra
serrará el tronco y el hacha lo cortará en pedazos pequeños. Si tenemos que tirar uno de
estos, yo arrojaría el hacha, no hace tan bien el trabajo como una sierra” (Ong, 1977, pág.
56).
Si a uno de estos sujetos le solicitaban que operaran con un procedimiento deductivo como,
por ejemplo, "En el polo norte, donde hay nieve, todo los osos son blancos. Novaya
Zembla está en el Polo Norte, y allí siempre hay nieve. ¿De qué color son los osos?"; la
respuesta típica era: “Yo no sé. Yo nunca he visto un oso negro. Yo nunca he visto a
otros... Cada lugar tiene sus propios animales" (Ong, 1977, pág. 108-9).
Finalmente, a la petición de definición de sí -en general, ¿Cómo te describirías a ti
mismo?-, respondían a través de descripciones concretas de posesión y preferencias, hasta
modular la valoración de sí mismo según la evaluación del grupo.
El paralelismo que se percibe, en el uso lingüístico y en el tipo de pensamiento, entre
culturas orales y los niños en edad escolar explica por qué, en la sociedad oral, el cambio
entre los 5 y los 7 años señala el paso del niño a la participación activa y responsable en la
vida familiar y social: la entrada a la “edad de la razón” como dice Sheldon White.
Remitiéndonos a los estudios históricos sobre la niñez en el curso del desarrollo del
Occidente (Aries, 1962; Becchi y Julia, 1996), y a los distintos roles adultos que en el
curso de la edad escolar los niños asumieron en aquellos contextos, -piénsese, por ejemplo,
en las trágicas páginas del Capital sobre el trabajo infantil en la época de la primera

153
revolución industrial- hasta hace unos años, en muchas sociedades agrícolas de Occidente,
los niños eran empleados en el papel de cuidadores de hermanos menores o de viejos y en
el apoyo de las tareas domésticas y sociales.
Estudios interculturales muestran cómo, en relación a la capacidad de proveer asistencia y
apoyo, la asunción de tareas domésticas familiares son todavía solicitadas a los niños de
muchas civilizaciones a partir de la transición de los 5 a 7 años. Rogoff y col. (1996), por
ejemplo, examinando niños de 5-7 años, en 50 comunidades en todo el mundo,
concluyeron en su estudio:
“Parece que en el periodo de edad que va desde los 5 a 7 años, los padres delegan (y los
niños asumen) la responsabilidad para el cuidado de los niños más pequeños y atender a
los animales, llevar a cabo quehaceres domésticos y recoger materiales necesarios para
el mantenimiento de la familia. Los niños también llegan a ser responsables de su
propia conducta social y de los métodos de castigo por las transgresiones. Junto a
nuevas responsabilidades, hay expectativas de que los niños entre 5 y 7 años empiezan
a aprender con más facilidad. Los adultos proveen una educación práctica, esperando
que los niños sean capaces de imitar sus ejemplos; los niños son iniciados en las buenas
maneras y las tradiciones culturales. Estos cambios en el aprendizaje están implicados
del hecho que a los 5-7 años los niños son considerados en posesión de un sentido
común o de una racionalidad. A esta edad, el carácter del niño se considera estabilizado
y el niño se apropia de nuevos roles sociales y sexuales. Los niños empiezan a
frecuentar un grupo de coetáneos y a participar en juegos con reglas; al mismo tiempo,
los grupos de niños se separan según la pertenencia al género” (1996, pág. 367).
En Occidente, esta transición toma una trayectoria evolutiva distinta, señalada sobre todo
del fenómeno que se acompañan a la escolarización y del encuentro del niño con la
dimensión de la escritura. El ingreso en la sociedad escolar es el primer impacto con un
orden extenso (Hayek, 1988), en el que la propia identidad es negociada en términos de
competición individual, en vez de estar regulada por una ética socialmente distribuida,

154
como ocurre en las pequeñas comunidades que comparten costumbres, creencias y
conocimientos. La actividad y la práctica compartida en la rutina escolar estructura un
nuevo campo de interacción -con grupos de iguales de distintas edades, y otros adultos
significativos- en el cual el niño siempre participa de modo más autónomo con respecto de
las figuras parentales. Esto implica, por un lado, el desarrollo de un sentido de
responsabilidad independiente, que emerge en un contexto intersubjetivo extrafamiliar, por
otro, la habilidad de darse cuenta del punto de vista de otras mentes.
La participación en esta nueva dimensión social, mientras permite al niño la articulación de
la propia identidad dentro de un dominio de comparación “cultural”, es regulado por el
mantenimiento de la identidad narrativa negociada con las figuras parentales. El recuento
de sí mismo, a través del cual el niño organiza la experiencia en cooperación con las
figuras parentales, modula de hecho tanto el acceso a los otros como la intimidad a sí
mismo. Por lo que, el niño tenderá a establecer nuevas relaciones de manera concordante
con la identidad narrativa estructurada hasta aquel momento, confirmando al mismo
tiempo el sentido del propio valor, de la propia eficacia y de la propia aceptabilidad. Varios
estudios sobre niños maltratados han demostrado, por ejemplo, un claro vínculo entre la
agresividad hacia los compañeros, ausencia de cuidado parental adecuado y evaluación
actual del sí.
Desde este punto de vista, la identidad narrativa recompone y continuamente estabiliza el
fluir emotivo y sensorial en continuidad con la organización experiencial negociada con las
figuras parentales, conjugando el sentido de unicidad personal negociada con la
variabilidad de los eventos. Esto implica claramente, por un lado, la exclusión de un
espectro de acontecimientos que no son absolutamente distintos y que, por lo tanto, caen en
la "insignificancia", y, por otro, la magnificación de los contornos del significado personal
que confirman la coherencia interna (Guidano, 1987). Los acontecimientos que, en cambio,
son fuente de discordancia respecto al mantenimiento y a la progresión de la identidad
narrativa -y que por tanto son percibidos como discrepantes con respecto de la posibilidad

155
de integración- promueven la ramificación de nuevas tonalidades emotivas; éstas a su vez
son reorganizadas de modo retroactivo en un sentido de continuidad personal. Es por lo
tanto en la crisis de expectativas legítimas, ligadas al guión, suscitada por la imposibilidad
de comprender el episodio contingente, que la narrativa encuentran el propio inicio. Y a
través de la reconfiguración del acontecimiento en una secuencia que lo reconduce a una
normatividad, la narrativa encuentran un desarrollo y una conclusión (Bruner y Feldman,
1996). Luego, la integración de la experiencia discrepante, por un lado, justifica,
confirmándola, la identidad narrativa, por otro, abre el horizonte de las expectativas a la
posibilidad de un sentido más articulado.
La dimensión de integración que garantiza la identidad narrativa a través de la mediación
continua entre los aspectos invariantes de la identidad personal y la continua mutabilidad
del acontecer de la vida, en el curso de la edad escolar, es función de la mutualidad
estructurada con las figuras de apego. Esto es fácilmente comprensible si se tiene presente
que el quién de sí mismo emerge como reconfiguración gradual, a través de un recuento
compartido, de la organización personal del actuar y del sufrir, que ha ido tomando forma
en el curso de la infancia y el período preescolar en reciprocidad con una figura de apego.
En efecto, a través de la elaboración conjunta de una identidad narrativa, el progenitor
subraya los márgenes del acontecimiento significativo, establece para el niño la
coordinación del sentido de la propia experiencia emotiva (estilo atributivo) y redefine,
implícita y/o explícitamente, la imagen de sí mismo que el niño articula, reconfigurando
los contornos en relación a la experiencia. No sorprende, entonces, que si hay una
estabilidad significativa en las diferencias entre la comprensión precoz de emociones
básicas y la diversidad sucesiva en la comprensión de emociones conflictivas, es porque
esta diferencia está correlacionada con la participación del niño en las discusiones
familiares de la causa de la conducta de los otros.
Por parte del niño, esto implica la emergencia de una creciente capacidad de
autorregulación (y de inhibición) de la activación emotiva, que "modula el alargamiento de

156
la esfera relacional aumentando o reduciendo las posibilidades de establecer relaciones
sociales significativas capaces de producir efectos de modelado apreciable" (Guidano,
1987). Piénsese, por ejemplo, las fobias escolares de aquellos niños intolerantes a la
constricción, que habiendo establecido una reciprocidad centrada sobre la provocación,
van a entrar en crisis cuando encuentran a un profesor rígido y vinculante que no pueden
controlar (Lambruschi y Ciotti, 1995).
Entonces, si ya desde la infancia, la identidad narrativa negociada con una pareja más
avanzada, conjuga el sentido de continuidad y de permanencia con la variabilidad y la
discordancia -promoviendo una particular direccionalidad al proceso de individuación y
unicidad personal-, es en su capacidad de integración que debe investigarse tanto los
orígenes del trastorno psicopatológico de la edad infantil, como la creciente singularidad
de la trayectoria de desarrollo personal, como habíamos visto en el capitulo anterior.
El proceso de composición y recomposición de la propia experiencia en el recuento de sí
mismo, progresivamente en el curso de la infancia, se libera de las características concretas
ligada a la dimensión oral del discurso; esto es evidente con claridad no sólo en la
diferencia en la descripción de sí entre niños de 5 años y niños de 9-10 años, sino sobre
todo en el desarrollo del punto de vista interpretativo de los procesos de conocimiento
(Olson, 1990), como se demuestra en los estudios relativos a las atribuciones de falsas
creencias (Chandler y Lalonde, 1996).
Uno de los aspectos fundamentales de la aceleración y de la articulación del proceso
reflexivo, generado en la edad preescolar de la emergencia de la narración de sí‚ es la
participación, en el curso de la edad escolar, en la dimensión escrita del discurso. La
consecuencia más inmediata es el ensanche del campo sensorial del discurso desde una
dimensión oral-auditiva a una visual. La palabra dicha puede ser vista; la imagen puede ser
escrita y ser suscitada por la lectura. La frase, entonces, pierde el carácter de
acontecimiento y con ello el de autoreferencia; es decir, la frase ya no es referida a quien la
dice en el presente existencial de quien la dice, sino que adquiere una vida en sí con

157
respecto de la experiencia de quién la ha formulado. El sentido que es fijado en la escritura
se separa de la experiencia de quien escribe y se abre a la reactualización de quien lee.
Este es uno de los motivos por el que Platón, en el Fedro, saludó el regalo de la escritura -
que el dios Theut le hizo al rey de Egipto Thamus- como un daño para quién la use:
"porque esto generará olvido en las almas de quien lo empleara: estos dejarán de entrenarse
la memoria porque, confiando en lo escrito, evocaran las cosas en la mente no desde el
interior de sí mismos, sino desde fuera a través de señales extrañas."
La modificación de la conciencia, que se acompaña de la participación de la dimensión
escrita del discurso, favorece gradualmente en el curso de la edad escolar el desarrollo de
las capacidades reflexivas, distanciadas de la acción, y facilita la integración de varios
aspectos de sí mismo a través del uso de categorías de orden superior. En otros términos,
descripciones que en la dimensión oral eran obligadas a una adherencia al acontecer y al
devenir de la acción viene reemplazadas por la reconfiguración estática, de afirmaciones
que, reasumiendo clases de acontecimientos, permiten la toma simultánea de diferentes
dominios de experiencia que de esta forma pueden ser integrados más fácilmente. El
lenguaje se convierte así en un instrumento reflexivo, y no sólo comunicativo. Esta
capacidad se desarrolla en paralelo con la habilidad de percibirse como un yo que, en lugar
de actuar nuevamente en las situaciones y las emociones en que está implicado, es capaz de
separarse y de mirarlas como objeto de pensamiento, sin ser capaz, sin embargo, de
considerar el propio pensamiento como objeto; y esto explica el carácter
predominantemente concreto de la abstracciones en el curso de la niñez. Así, por ejemplo,
mientras un niño de 5 años no es capaz de captar la co-ocurrencia de emociones
ambivalentes, un niño de 9 años puede atribuir, coordinándolas, dos tonalidades
emocionales que ocurren simultáneamente. Junto a la misma línea de investigación,
comprenderemos por qué los niños de 4-5 años difícilmente distinguen la intersección de
papeles (es decir, que la misma persona puede ser un padre, un médico o un marido) (Wolf,
1996; Fisher et al., 1984).

158
El desarrollo de los cambios de conciencia promovido por la alfabetización se refleja
paralelamente a la creciente integración, diferenciación y coordinación de la identidad
narrativa en el correlativo desarrollo del sentido de la alteridad.
En la primera fase de la niñez, aún predominantemente oral, el niño modula el valor
personal sobre la aceptación, sobre la crítica o sobre el rechazo del grupo o de otros
significativos, y entonces maneja la imagen de sí en términos de reacciones esperadas de
los otros. Por ejemplo, Susan Harter (1996) en su estudio sobre el desarrollo de las
emociones autoconscientes enfoca claramente cómo, entre los niños de 6 y 7 años de edad,
estar orgulloso o avergonzado de sus propias acciones implica que los otros significativos
podrían estar orgullosos o avergonzados de ellos por sus acciones.
La progresiva familiaridad con la organización del pensamiento, en la niñez tardía (9-11)
siempre facilita más la visualización de fenómenos separables de las situaciones y de las
personas que la han hecho; en efecto, sólo la escritura, separando al conocedor de lo
conocido crea la distinción entre un sí interior y un mundo externo, y asegura la
posibilidad de pensar de manera independiente del contexto. Los estudios relativos a la
adquisición infantil de la distinción entre lo que es dicho y lo que es entendido o conocido,
muestran claramente cómo este logro, que puede decirse completado en torno a los 10
años, depende del reconocimiento de los niños de los estados mentales subjetivos en sí y en
los otros (Olson, l990).
Por lo tanto, a través de un conocimiento de sí organizado “literariamente”, se va
demarcando, en los niños mayores, un sentido de gestión de la identidad personal; esto le
permite al niño, por un lado, reconocer e integrar aspectos diversos y también opuestos de
sí, en una coordinación unitaria y, por otro, de percibir a los otros como personas que
llevan adelante un mundo diferente del propio.
Este sentido emergente de unidad del sí y de los otros se volverá temático a partir de la
pubertad y luego en el curso de los años adolescentes.

159
5. Pubertad y proponibilidad social
Para muchos niños el paso por esta nueva fase resulta problemático; cambia el sistema de
referimiento escolar, aumenta el número de materias y por parte de los profesores se da una
mayor exigencia para que el niño se comporte como un adulto, mientras aquel mismo tiene
un fuerte impulso a actuar "de mayor". En el mejor de los casos, el paso no es indoloro;
mientras el púber puede, por ejemplo, mantener el mismo rendimiento escolar pero con un
esfuerzo mayor, a menudo es la disminución del rendimiento el que señala a nivel escolar
esta transformación.
El otro elemento perturbador en estos años es el inicio de la maduración sexual que
implica mayor coordinación al mismo tiempo: de la dimensión física, con la
transformación de la corporeidad, a la dimensión cognitiva y emocional. O sea, inicia un
nuevo posicionamiento respecto a dominios emergentes de realidad. Al mismo tiempo, las
transformaciones corporales son peculiares porque, como es notorio, no ocurre de golpe
sino que hace falta un cierto período de tiempo para completarse. La menarquia, por
ejemplo, señala sólo el inicio de la trasformación corpórea, que necesitará de al menos
otros dos años para llegar a término. Este tránsito, que tiene una duración, es fuente de gran
inestabilidad, y es advertido en términos diferentes según la dimensión de Estilo de
Personalidad en que viene a tomar forma.
A medida que las transformaciones corpóreas proceden, se desarrolla siempre más
claramente el sentido de proponibilidad que la persona tiene en las confrontaciones con el
otro sexo. La valoración de esta fase se vuelve extremadamente crítica para el sentido de
amabilidad que la persona desarrollará sucesivamente, cuando al finalizar la maduración
inicie una vida sentimental adulta.
La proponibilidad en sentido amplio, corresponde a en qué medida una persona se siente
idónea para ser escogida por otro ser humano, con el que poder establecer una relación que
tenga características de unicidad y exclusividad; ésta depende del tipo de relación que se
tiene con el padre del sexo opuesto; esto es, la madre para el varón y el padre para la mujer.

160
En general, el padre perteneciente al mismo sexo da el sentido de qué hace falta para ser
varón o mujer; ciertamente, se puede elegir ser exactamente el opuesto de aquel padre,
pero también ser el opuesto quiere decir en todo caso partir del mismo punto de referencia.
Y así, en general, un padre para un varón representa cómo y quiénes son los hombres,
cómo viven, qué valor tienen, qué es canónico; lo mismo es la madre para una mujer. El
progenitor de sexo opuesto, en cambio, es el que da al individuo el sentido de cómo su
masculinidad y femineidad será reconocida y apreciada por la otra parte. El tema de la
proponibilidad puede verse reflejado en relación al control que una persona tiene con
respecto de una característica inmanente de una relación afectiva: la posibilidad del fin. El
modo en que se distingue mejor los que tuvieron un sentido mayor o menor de
proponibilidad es la manera en que se colocan frente a la posibilidad de este
acontecimiento. Aquellos con un sentido mayor de proponiblidad son los que, ante el
acontecimiento de “pérdida inminente”, han tenido una actitud anticipatoria: es decir, son
aquellas personas que abandonan. Aquellos que se sienten menos proponibles, en cambio,
son los que han constatado las consecuencias después de que el evento ha sucedido: son
aquellas personas que tienen la actitud de los abandonados.
En relación al predominio de una de las dos figuras parentales, podemos establecer un
cuadrante:

Padre * Madre*

Mujer Madre Padre

Padre * Madre*
Hombre
Madre Padre

161
*figura dominante

A) La mujer que tiene un buen sentido de proponibilidad es la que ha tenido un padre como
figura de referencia emotiva, mientras la madre estuvo en una posición más ausente. A
menudo la posición más ausente es debido al hecho que uno de los progenitores está
subordinado al otro. El prototipo de esta modalidad es la pre-adolescente con tendencia
fóbica, que ha tenido a un padre relevante positiva o negativamente. El papá relevante
positivamente es el que acompaña la maduración de la hija con atenciones que valorizan su
"ser señorita": atención a los objetos que le compra, a la sintonía y la complicidad que le
manifiesta.
El papá relevante negativamente es aquel tiránico, que a lo mejor ha estado ausente hasta la
menarquía de la hija, y en cuanto ella alcanza esta fase, él se convierte en su controlador
sexual; se preocupa de quién telefonea, si tarda para cenar, quiere conocer todos sus
amigos. Este tipo de padre, que tiene una actitud represiva y machacante, da a la hija la
sensación de tener una sensualidad irresistible. El sentido que él comunica continuamente a
la hija es que nadie puede resistírsele, incluido él que es el primero en perder los estribos
por cinco minutos de retraso. Por otro lado, la hija, que ha tenido que construirse una
autonomía frente a un padre que tendría intención de abofetearla, ha desarrollado la
capacidad de tener a distancia también a un hombre que está constantemente orientado
sobre ella. Por el hecho de estar acostumbrada a gestionar y circunscribir una presencia
amenazadora, se percata generalmente de la implicación porque se hace una promesa: “¡No
lo dejaré jamás!”. Le es claro ya desde el principio que ella es la que decide el posible fin
de una relación, y verdaderamente porque la pareja es diferente de los otros no la dejará
nunca.

B) La mujer que ha tenido a la madre como figura dominante y un padre que estaba
ausente o completamente marginado, tanto que la relación resulta construida sobre una

162
ausencia, un vacío. También si se daba la situación tan esperada del domingo, por ejemplo,
donde se iba una hora al zoológico a comprar el helado, aquella situación era vivida sólo
en los siete días siguientes, cuando papá no estaba: era principalmente vivida imaginándolo
en la ausencia. Este tipo de niña es una persona que tiene poca familiaridad en la relación
directa con la masculinidad, es poco seductora o, por lo menos, su seducción es
principalmente “pasiva”: es la "mujer ángel", etérea y no directamente provocadora. A
diferencia de la anterior, hay una posición estrechamente de abandonada y se percata del
compromiso cuando piensa “es demasiado bonito para ser verdadero”. Le es evidente, así,
que la relación no puede durar, que la pareja antes o después, por necesidad o por
casualidad estará obligado a abandonarla.

C) El varón que ha tenido una madre presente, mientras el padre fue marginado. Esta
madre da la atención relevante positiva, dando prueba de la “masculinidad” del hijo, por
ejemplo enorgulleciéndose de sus conquistas. Por otro lado, la madre que da la atención
relevante negativa es la que se pone agresiva y desconfirmante con el hijo, cuando éste
empieza a frecuentar sus coetáneas.

D) El varón abandónico que tiene al padre en posición relevante como figura afectiva y la
madre no presente o en segundo plano. Como para las niñas, estos varones tienen escasa
capacidad seductora y una actitud insegura en la relación con el otro sexo.

Desde el punto de vista de la narración familiar, la pubertad produce un cambio más bien
inesperado, principalmente con gran claridad en la relación padre/hija, puesto que la
menarquía marca el paso hacia la maduración sexual de manera repentina y evidente. Estos
cambios pasan más desapercibidos en aquellas situaciones donde el padre esté ausente
desde siempre, verdaderamente por la falta de una reciprocidad estructurada; volviéndose,

163
en cambio, dramáticos si el padre estuviera muy presente en las fases anteriores del
desarrollo.
Apenas el padre sabe de la menarquía, reduce el contacto físico, cambiando las
manifestaciones de intimidad, reduciendo la confianza. Esto produce una redistribución de
la relación: el padre que fue una figura de relieve, va de golpe a un segundo plano, como si
cediera las consignas a la madre, que viene a percibirse compartiendo la misma dimensión.
Este cambio es análogo a aquél que ocurre en los varones, porque la madre puede facilitar
u obstaculizar la relación con las niñas coetáneas. La relación con el padre cambia, apenas
la señal de la pubertad masculina se vuelve más evidente; es casi un ritual de iniciación
que se consuma con el padre y con los varones adultos de la familia. El púber que es
admitido a toda una serie de alusiones y comentarios sobre argumentos antes prohibidos,
va progresivamente siendo partícipe de una serie de situaciones que antes fueron
consideradas como pertenecientes al mundo de los adultos.

6. Adolescencia
La característica peculiar de la conciencia emergente adolescente es la de diferenciarse de
uno mismo y de los demás en la unicidad del propio modo de dar sentido al actuar y sufrir
en un mundo.
Mientras la conciencia que caracterizaba a la niñez se refería a dominios concretos de la
experiencia que se coordinaban en un sentido de unidad personal, con el inicio de la
adolescencia aquel tipo de conciencia se vuelve a su vez objeto de reflexión. La conciencia
de sí mismo, por tanto, adquiere forma a partir de la conciencia factual y entonces está en
continuidad al sentido de unicidad personal estructurado hasta aquel momento. Por otro
lado, esta nueva dimensión de la conciencia, que incluye la anterior sin agotar las
funciones, se refiere a dominios de acción de manera indirecta; o sea, a través de la
mediación de estructuras semánticas complejas, de objetos lingüísticos. Este cambio es
permitido por la posibilidad generativa que ofrece el lenguaje; eso que Maturana llama “el

164
desarrollo histórico recursivo de las operaciones del lenguaje de una comunidad
lingüística” (Ruiz, 1997). El mecanismo que da cuenta de la emergencia del fenómeno es
la recursión. Esta operación es explicada por Maturana con un ejemplo: “Si las ruedas de
un coche giran patinando, no se mueve, permanece en el mismo lugar y el observador ve el
giro de las ruedas como repetitivo. Sin embargo, si las ruedas de un coche giran tanto que
sus puntos de contactos con el suelo cambian, y en cada nuevo giro las ruedas comienzan
desde una posición diferente de la anterior, como resultado de ese cambio, el observador ve
un nuevo fenómeno, el movimiento del coche y considera el giro de las ruedas como
recursivo" (Maturana 1995, pág. 153).
Entonces, si el lenguaje permite ya desde su aparición la reconfiguración de la praxis del
vivir, cada sucesiva recursión lingüística permite emerger nuevos horizontes fenoménicos
y experienciales; así, en el curso de la niñez se produce la capacidad de distinguir-se como
un yo que se percibe en diferentes posturas del hacer y del sufrir, mientras en el curso de la
adolescencia, la recursión ulterior genera la capacidad reflexiva del yo sobre sí mismo.
Mientras la emergencia de la conciencia de sí determina un alejamiento de la inmediatez
experiencial, simultáneamente permite al adolescente organizar los acontecimientos y el
sentido de sí mismo, según un conjunto de valores abstractos que pueden integrar el
acontecer del vivir tanto que permiten una gestión más o menos eficiente.
El papel que la imaginación tiene en la reconfiguración abstracta del propio ser persona se
entiende con claridad en los fenómenos más visibles que caracterizan a la adolescencia: el
ideólogo que quiere cambiar el mundo, Einstein que cabalga el fotón, el desear el futuro
físicamente perfecto o verse como un “top gun”, evidencian el fuerte poder de integración
del imaginario que orienta la interpretación de la vida real reforzando así la propia
identidad personal.
Así, como en las fases anteriores del desarrollo, la imaginación adolescente se genera del
lenguaje y a través de éste se refiere al mundo del actuar y del sufrir. Sin embargo, a
diferencia de la edad preescolar y de la niñez, la imaginación adolescente reconfigura

165
temáticamente la experiencia del vivir. Estas ficciones temáticas en la cual, a través de la
narración del proyecto, las posibilidades de ser se conjuga con la estructura narrativa, son
removidas de la referencia del discurso ordinario. En primer lugar, porque se desarrolla de
la suspensión del discurso ordinario cuyo sentido viene superado, en segundo lugar porque,
liberadas de la referencia situacional, pueden refigurar el mundo del actuar y del sufrir,
anticipando las posibilidades de éste (Ricoeur, 1989). El pensamiento se vuelve hipotético-
deductivo.
La reconstrucción imaginaria de la praxis con un futuro posible y al propio alcance da al
adolescente el sentido de ser autor de su propia vida que se acompaña de una percepción de
sí mismo independiente de los contextos emotivos de pertenencia (Guidano, 1987). La
experiencia consciente de la propia soledad como descubrimiento de un modo de ser
"absolutamente intransitivo" marca este momento. Efectivamente, la conciencia de sentirse
existir es una relación tan íntima, el lugar mismo de la interioridad, que no puede ser
recíprocamente intercambiada; y es justo -como dijo Levinas (1947)- merced a ese
dominio celoso y exclusivo sobre el existir, el existente está solo37. Tal como evidencian
los estudios sobre la soledad en el curso del ciclo de vida, a un sentido completo de ser
autor de la propia existencia, alcanzado en la fase de transición de la adolescencia tardía y
al inicio de la juventud, corresponde una mayor frecuencia e intensidad del sentido de
soledad (Perlman y Peplau, 1981).
En el interrogarse sobre las propias posibilidades, en el anticipar las conductas de la propia
vida, el adolescente se encuentra tomando el peso no elegido del propio sentirse vivir con
la tarea de afirmarse según el propio modo de ser. La búsqueda creciente de independencia
se vuelve así el territorio de confrontación-cooperación-lucha entre una subjetividad que
busca la afirmación de sí misma y las figuras de referimiento que hasta ese momento
habían mediado su realización.

37
Pág. 89 edición castellana “El tiempo y el otro”. Paidós. 1993

166
La conciencia de sí mismo se vuelve por tanto uno de los procesos más significativos que
por un lado inducen a: 1) la modificación de la reciprocidad con las figuras parentales, por
otro 2) provoca el cambio de contextos de reciprocidad social y, finalmente, 3) anima la
búsqueda de nuevos límites de la identidad personal.

1) Uno de los aspectos más importantes de la reciprocidad madre-niño en el curso de la


infancia y niñez, es la asimetría de la relación. El mismo Bowlby (1969) mantenía
separado el apego, que se refiere al vínculo del niño con la madre, y el sistema de cuidado
referido al vínculo de la madre hacia el niño. Aunque los niños mayores puedan manifestar
en el curso del desarrollo comportamientos de cuidado sobre las figuras de apego, el
cuidado pertenece a una característica claramente parental. De hecho, la inversión de la
relación padre-niño, siendo el niño responsable del cuidado del progenitor, es un indicador
de una reciprocidad perturbada.
La posición más avanzada del padre que se manifiesta en una gestión más o menos
compartida de los dominios de acción cotidianos, de las emociones a ellas conectadas y de
su reconfiguración, es orientada además de la historia personal de la posibilidad
autoreflexiva del cuidador. Como muestran varios estudios longitudinales sobre el apego a
través de las generaciones (Ricks, 1985; Van Ijzen-Doorn, 1995) "la evitación de la madre
por parte del niño en los episodios de reunión, en el curso de la “Situación Extraña” de
Ainsworth, estaba significativamente correlacionada con las valoraciones, a través de la
entrevista, del rechazo sufrido de estas madres por sus madres, en el curso de la infancia".
Luego una similar línea de investigación es el estudio de un grupo de madres de niñas con
anorexia nerviosa donde no sólo se pone en evidencia una intensa conflictividad con sus
propias madres durante los años de desarrollo, sino además la persistencia de la misma
opositividad en los años adultos (Chatoor, 1989). En contra de la transmisión de modelos
intergeneracionales están aquellas madres que, a pesar de haber tenido en el curso de su
desarrollo relaciones con los propios progenitores caracterizadas por la ruptura o el

167
rechazo, lograron establecer un apego seguro con el propio hijo: lo que caracterizaba la
historia de estas madres era su capacidad de haber sabido reelaborar las temáticas
infantiles, asumiendo una postura autónoma en la confrontación con sus padres y hacia su
historia personal.
La asimetría innata en la reciprocidad madre-niño en el curso de la infancia y de la niñez es
rota por la emergencia de la conciencia de sí mismo en la adolescencia. El reconocerse en
la capacidad de poder interpretar la propia experiencia y de percibir a los otros, y en
particular, las figuras de referencia, como dotados de la misma capacidad, modifica
intensamente las relaciones de reciprocidad. El relativo distanciamiento del progenitor, y
las formas que esto asume, implican una renegociación de la relación que emerge de la
discrepancia entre la percepción y las expectativas del adolescente, y la percepción y las
expectativas de las figuras progenitoras. Consigue con esto la recomposición de la
intimidad en las confrontaciones con los padres y con ello la puesta en discusión implícita
de la autoridad confirmante parental. Por eso, por ejemplo, mientras algunas situaciones
pueden ser discutidas con uno o ambos progenitores, reconociendo el papel de validadores,
otras dan lugar a una participación cooperativa entre progenitor y adolescente, y otras son
excluidas de la participación parental (Youniss y Smollar, 1985). Desde esta perspectiva,
se entiende claramente por qué‚ la paternidad autoritativa -una forma de paternidad que
combina altos niveles de afecto no solicitado, exigencia y democracia- sea beneficioso para
los jóvenes adolescentes y esté relacionado con una variedad de resultados psicosociales
deseables como la autoestima y el autogobierno (Fuhmant y Holmbeck, 1995; Holmbeck,
1996). Esta forma de paternidad, mientras facilita la transformación de la relación
favoreciendo el paso de una condición de gestión unilateral a una de cooperación
consensual -a través de la disponibilidad a la mutua reconfiguración de la percepción de lo
“que es” y de la expectativa de lo “que podría ser” (Collins y Webker, 1994)- da espacio
para la construcción de una identidad personal, conexa pero más separada de la influencia
parental. Por otra parte, en situaciones en que la reciprocidad con la figura parental esté

168
caracterizada en el curso del desarrollo por la evitación activa del contacto por parte del
niño, la adolescencia estará marcada por un fuerte sentido de autonomía; la identidad
personal negociada con un padre rechazante implica la articulación de un personaje que
tiene el sentido de poder contar sólo consigo mismo. De hecho, en los estudios de
adolescentes con apego evitante y que mostraron un alto grado de autonomía emocional, si
se comparaban a los adolescentes con apego seguro y ambivalente/ansioso, el alto grado de
autonomía estaba positivamente relacionado al rechazo parental percibido, e inversamente
relacionada a la cohesión familiar, al sentido de aceptación parental y a la percepción de
amabilidad personal (Batgos y Leadbeater, 1994). “La autonomía emotiva -comenta
Batgos y Leadbeater (1994)- puede reflejar problemas de apego, como en los adolescentes
fuertemente independientes que no tienen un sentido de ser amado por sus padres”.
Parece, pues, que una modalidad eficaz de individuación se articula dentro de una
dimensión que conjuga una continuidad del sentido de conexión a las figuras parentales
con la configuración creciente de una identidad personal, separada de la influencia
parental.
El mantenimiento de la proximidad y el contacto con los padres es reorganizado por el
adolescente en vista de la aceptación del propio modo de ser; desde esta perspectiva, la
posible integridad física y psicológica toma forma como confirmación y condivisión de
algunos aspectos de la propia identidad. Al mismo tiempo, la relación histórica con los
padres modula aquellos aspectos de la identidad que son negociados fuera de las
influencias parentales, como, por ejemplo, en la amistad íntima o en las relaciones
sentimentales.
Un adolescente evitante puede, por ejemplo, tener una “relación con los pares caracterizada
por un alto nivel de hostilidad y conflicto, y por niveles bajos de intimidad y apoyo social”
(Batgos y Leadbeater, 1994).
Ya que, los procesos de individuación toman forma en continuidad con los procesos de
apego, estructurados hasta aquel momento, el punto crucial de la adolescencia consiste en

169
cómo un ser consciente de sí mismo reinterpretará la propia historia personal y el propio
modo de sentirse; así, por ejemplo, la toma de conciencia, por parte de un adolescente
evitante, de la propia explosión emotiva y el desarrollo de la capacidad de gestionarla
puede favorecer una reciprocidad más articulada con los iguales y simultáneamente un
menor sentido de no amabilidad personal. La intimidad entre lo que es puesto en cuestión y
el cuestionarse (Levinas, 1947), o sea, el hacerse cargo del propio modo de ser a través de
la interpretación de sí, muestra como lo personal es derivable de lo ontológico, como el Yo
es “deducible” de la ontología.

2) En esta reinterpretación del sí‚ que se actualiza a través de la configuración de un


personaje autor del propio mundo, unida a la reelaboración de la propia praxis del vivir,
emerge de modo nuevo la influencia de las relaciones de amistad. Esto ocurre
paralelamente a la negociación de la identidad con las figuras parentales y al fenómeno que
de ello se consigue (mayor distancia emotiva, negociación de la “jurisdicción del dominio
de acción", distanciamiento de la participación en la vida familiar, reelaboración de reglas
y normas de interacción, modificación de la imagen parental, etc.). En dos estudios que
indagaron "actividades divertidas” y “la actividad más divertida" entre adolescentes, la
respuesta en términos porcentuales más significativa, tanto para las mujeres como para los
varones, fue el "salir juntos" (Youniss y Smollar, 1985). Esto indica, como subrayan los
autores, que los problemas son, por un lado, el estar juntos, por otro, estar fuera, es decir‚
en contextos alternativos a los familiares, fuera del compromiso y supervisión parental.
La modificación de la estructura de la amistad de la infancia a la adolescencia mientras
refleja el proceso de separación de la autoridad parental, indica la progresiva
autonomización de los contextos de amistad como territorios de nueva regulación y
exploración de la propia identidad personal. Youniss (1980), entrevistando a niños de tres
diferentes niveles de edad sobre el significado de la amistad, ponía en evidencia cómo
progresivamente a partir de los 6-8 años hasta final de los 12-14 el énfasis de las

170
respuestas se desplazó del compartir compañeros de juegos y reglas de comportamiento,
bajo la guía y la presencia del padre y otros adultos, a la cooperación y a la reciprocidad
independiente de la influencia externa.
La característica más saliente de esta transición parece ser la abierta condivisión de
información personal dentro de una relación de amistad íntima y el consiguiente cambio de
la influencia de la amistad sobre la organización del propio modo de ser. Este último punto
está documentado de los estudios que tomaron en consideración la influencia de los amigos
íntimos en relación al uso de drogas, de tabaco y de alcohol (Morgan y Grube, 199l).
Por otro lado, la revelación mutua de información personal establece un contexto emotivo
nuevo en el que se afirma y confirma la reconfiguración independiente de aquella
experiencia que la conciencia de sí permite distinguir y organizar en una narrativa
coherente de sí mismo. Claramente los tópicos de discusión no pueden ser nada más que
aquellos relativos a la praxis de vida adolescente: la amistad, los planes futuros, deberes de
clase, cortejo, y, para los adolescentes mayores, temáticas sociales y religiosas (Youniss y
Smollar, 1985).
El establecimiento de una amistad íntima, caracterizada sea de una actitud más o menos
recíproca sea de protección y cuidado, en que la pareja es elegida y apreciada en su
unicidad representa la primera construcción de una relación adulta en el ciclo de vida
individual. La recíproca narrativa compartida es el modo en que los dos compañeros
reorganizan sus experiencias personales y el cómo convalidan consensualmente el propio
modo de sentirse y de actuar, al mismo tiempo estableciendo una dimensión de
reciprocidad emotiva que proporciona el potencial para el reconocimiento mutuo de la
propia individualidad.
Los procesos miméticos recíprocos (la capacidad de meterse en el sí mismo del otro), que
también corresponden a una reinterpretación del padre del mismo sexo y a la organización
de la propia sexualidad -que en estos años se articula en el componente erótico y empuja
hacia nuevas conductas de acción-‚ explica por qué la amistad íntima se establece

171
preferentemente entre personas del mismo género. Esta característica refleja lo que ocurre
en el mundo de los monos del viejo mundo. Los estudios sobre la organización social de
los monos Rhesus han puesto en evidencia cómo el período adolescente de los machos está
señalado por el abandono, en general voluntario, de la manada natal para unirse todos en
pandillas de pares machos (Sade, 1967) antes de intentar entrar en una nueva manada. En
cambio, las adolescentes hembras permanecen en la manada, reencauzando los dominios
de interacción hacia otros miembros pertenecientes a la propia línea matrilineal (Suomi et
al., 1992).
La mutua comprensión entre amigos íntimos durante la adolescencia despliega, por lo
tanto, al mismo tiempo una función de modelado y de identificación, en continuidad con la
posibilidad de integración que un ser capaz de historizarse ha desarrollado hasta aquel
momento. Por tanto, la organización emotiva personal viene a enriquecerse de la
construcción en primera persona de la propia historia; a este sentido intransitivo de
individualidad corresponde la búsqueda de nuevas posibilidades de vínculo desde el que
percibirse reconocido.
Un poco después de descubrir la amistad, se incrementa el deseo de mutualidad entre los
pares de sexo opuesto. Indudablemente si el sentimiento y la sexualidad son consecuencias
de la maduración corporal, las nuevas configuraciones de la emotividad que los acompañan
promueven perturbaciones igualmente nuevas para la construcción del sentido de identidad
personal. En efecto, con la maduración corpórea, la intimidad hacia figuras del género
opuesto comprende tonalidades emotivas sexuales. La emergencia de la atracción sexual,
mientras por un lado produce un aumento de las emociones con ella relacionada, por otro
determina la construcción de un dominio sin precedente: el dominio del amor.
El impacto más o menos gradual que el amor produce sobre la constitución intercurrente de
la identidad personal del adolescente encuentra su reordenamiento a través de la
reconfiguración, más o menos funcional, de la experiencia amorosa en narrativas conexas a
la persona amada.

172
Generalmente, la exploración del dominio del amor empieza con “encaprichamiento”,
también compartido, que modifica las conductas de acción cotidiana. En efecto, a través de
la reconfiguración imaginaria de la persona amada vienen a ser reorganizados al mismo
tiempo el propio sentir, las propias expectativas, así como las acciones y las estrategias
para acceder a la pareja. La reconfiguración del propio personaje es por tanto verificada a
través de la realización de la posibilidad y de la imposibilidad del acceso al otro.
Como subraya Buss desde una perspectiva evolutiva, “en muchas culturas, los adolescentes
suelen recurrir al emparejamiento temporal para medir su valor en el mercado de la pareja,
probar diversas estrategias, afinar su capacidad de atracción y clarificar sus preferencias”
(1994, pág. 93)38
La común temporaneidad de las relaciones afectivas en el curso de la adolescencia se
refleja en la construcción gradual del territorio de la intimidad y de la sexualidad; la
transición desde el besar hasta el coito ocurre generalmente a través de un proceso de
múltiples etapas. Se puede especular que, a diferentes dimensiones de integración de la
propia experiencia corresponde distintos grados de implicación afectiva y sexual con la
pareja, o con parejas diferentes en el curso de varias etapas.
Como muestran algunos estudios, la primera relación heterosexual, usualmente, se realiza
en un contexto de una intimidad ya construida -el 80% de los entrevistados habían perdido
su virginidad con alguien que ellos conocían bien, como un novio‚ o un amigo íntimo y de
hace tiempo-. Parece, pues, que la accesibilidad física al otro, a través de la sexualidad,
viene a enriquecer las dimensiones de intimidad, favoreciendo la posterior articulación, a
través de la emergencia de las tonalidades emotivas y configuraciones perceptivas a ella
conectada.
Por otro lado, sin embargo, no hay una conexión necesaria entre apego y tonalidades
emotivas sexuales. En otros términos, aunque el apego y los sentimientos sexuales puedan

38
pág. 164 Obra castellana La evolución del deseo: estrategias del emparejamiento humano. Alianza Editorial. 1996

173
ser dirigidos hacia una misma persona, el deseo sexual puede orientarse hacia otras figuras,
además de, en lugar de o en ausencia de las figuras de apego (Weiss, 1982). Por ejemplo,
considerando de nuevo la categoría de los evitantes (tendencia a la depresión), un
adolescente para gestionar el riesgo de pérdida relativa a fuertes envolvimientos emotivos
puede tener comportamientos sexuales promiscuos reduciendo así el grado de intimidad
posible.
En cambio, cuando por ejemplo en las jóvenes anoréxicas, está en juego la confirmación o
el aniquilamiento del propio sentido de sí mismas‚ la promiscuidad puede ser favorecida
por la confirmación de la propia persona en términos de deseabilidad física, manteniendo
una distancia emotiva con las parejas.
Una variante de la misma modalidad característica de este período es el “enamorarse del
amor” (Hermans y Hermans-Jansen, 1995). La imposibilidad o la gran dificultad de acceso
a la pareja (que borra el riesgo de aniquilamiento del sentido de sí mismo), hace que la
relación con el otro, que a menudo es totalmente ignorante, se organice sólo en términos
imaginarios. La evitación de la confrontación con el otro toma forma a través de un juego
imaginario -incluso infeliz- con la consiguiente exclusión de cada contacto. El amor y las
emociones que esto resume pueden, de este modo, venir cultivada en el curso de los años
como una fábula, en la intimidad del propio mundo.
La similitud y la continuidad entre la construcción de vínculos sentimentales y el apego
infantil ha sido objeto de numerosos estudios (Bowlby, 1980, 1985: Main et al., 1985;
Hazan y Shaver, 1987; Shaver y Hazan, 1993). Entre otros, el más interesante es el de
Simpson, Rholes y Nelligan (1992) que trataron de reproducir con chicas de secundaria,
con parejas estables, una situación parecida a la Strange Situation.
La pareja venía al principio separada para la administración del cuestionario. Antes del
reencuentro, que ocurría en la sala de espera, se mostraba a la mujer un obscuro laboratorio
psicofisológico explicando que éste iba a ser la sede del experimento siguiente;
experimento -se les llegó a decir- que había provocado en la mayor parte de las

174
participantes un alto nivel de ansiedad. Después la pareja era firmada no intrusivamente
durante 5 minutos en la sala de espera.
El análisis revelaba que las mujeres con apego evitante tenían una puntuación final más
baja, respecto a las mujeres con apego seguro, en promover el contacto emocional y físico,
manteniendo una distancia de sus compañeros y oponiendo resistencia a las tentativas de
sus parejas de establecer el contacto físico. Todavía más significativo fue el hecho que las
mujeres evitantes fueron mucho menos propensas, respecto a las mujeres seguras a la
intimidad con sus parejas, evitando la mención de la situación ansiógena.
Por lo tanto, mientras la posible construcción del vínculo afectivo se organiza en
continuidad con la propia historia de reciprocidad emotiva, ella va a regular el progresivo
abandono del apego parental.
Uno de los indicadores más típico de una adolescencia que ha recorrido la fase entera,
llevando a cabo de modo positivo este cambio, es la capacidad de trabajar la separación de
la familia, en concomitancia con el desarrollo de relaciones sentimentales alternativas. En
este sentido, las relaciones afectivas son indicadores del proceso de demarcación que está
tomando forma respecto a las figuras parentales. Naturalmente, la modalidad de separación
de los padres estará orientada según las diferentes modalidades organizativas del dominio
emotivo.
Para los evitantes (tendencia a la depresión) la separación puede, por ejemplo, ser
experimentada como una liberación de la situación de rechazo en que han crecido.
Para los coercitivos (tendencia a las fobias) la separación no se lleva nunca al completo. La
demarcación consiste más bien en el aumento de la distancia de las figuras parentales.
Para los evitantes (tendencia a los trastornos alimentarios) la separación permanece
ambigua, incluso en el curso de los años siguientes a la adolescencia, y está caracterizada
por una doble vertiente: la de continuar encontrando una identidad a través de la búsqueda
de confirmación de uno de los padres, para luego oponerse por la definición recibida.

175
Para los evitantes/coercitivos (tendencia a los trastornos obsesivos), si están principalmente
polarizados sobre la vertiente evitante, la separación ocurre sin problemas particulares; si
están más focalizados sobre la vertiente coercitiva, la dificultad de separación es reasumida
en términos morales, de respeto, de gratitud, de reconocimiento, etc.
El compromiso en una nueva relación y el distanciamiento de la situación de apego
parental pueden coexistir por largos períodos en el curso de la adolescencia, encontrando a
menudo una regulación recíproca.
Pero, sólo cuando el apego a otra persona llega a ser fiable, y esto no corresponde
necesariamente a un sentido de seguridad, la nueva relación se estabiliza; esto
generalmente ocurre en el curso de la edad adulta y el matrimonio puede fomentar que
esto suceda.

3) El proceso de reciprocidad ya desde la primera infancia regula la organización emotiva


del niño, vinculando al mismo tiempo los límites de su mundo a lo largo de un continuum
que va desde sentirse con el otro (proximidad y seguridad) hasta sentirse sin el otro
(protesta). Las tres configuraciones de apego de Ainsworth reflejan el modo en que los
niños llegan a estabilizar los límites de la propia percepción de sí mismos‚ regulando los
procesos de activación y desactivación emotiva en relación a las respuestas del padre a la
búsqueda de proximidad y seguridad.
La emergencia de la esfera lingüística, que se estructura a partir del final del segundo año,
implica un deslizamiento en la relación, caracterizado por la creciente capacidad de
regulación de la reciprocidad afectiva y del sentido de sí mismo a través de la progresiva
organización de un nuevo nivel de referencia, que permite al niño la diferenciación entre
un mundo que pertenece a sí mismo‚ un mundo externo, que es compartido, y un mundo
del otro, que puede ser previsto.
Esta capacidad que toma forma en los años preescolares a través de la reconfiguración
conjunta, fuertemente estructurada por los padres, del actuar y del sentir permiten al

176
preescolar gradualmente tratar la propia experiencia como si fuera un objeto y de
reordenarla paulatinamente de manera coherente con aquel sentido de sí mismo‚ validado
por las figuras de apego. Es comprensible por qué las configuraciones distorsionadas de la
experiencia actual del niño por parte del padre puede producir en el niño, por un lado, un
sentido de desconfianza en el propio modo de descodificar los eventos, y por otro, la
aceptación por parte del niño de la reconstrucción incongruente de la propia experiencia;
para corresponder a las expectativas parentales, estos niños corren el riesgo de perder la
capacidad de reconocer una experiencia como personal (cfr. nota 3). Mientras la modalidad
de apego provee al niño el ordenamiento del propio estado emotivo, la reconfiguración
narrativa permite la reelaboración de los acontecimientos dentro de una banda de
significado cuyos límites son dados por la organización emotiva misma. Esto se ve en
términos más claros en el curso de la niñez, cuando los limites del sí mismo‚ resultan más
delineados. En un estudio piloto Reda (1996), por ejemplo, preguntó a cien niños de unos
ocho años qué era para ellos la soledad, distinguió cuatro tipos diferentes de definiciones
correlacionadas a sus modalidades de reciprocidad. Un primer grupo explicó la soledad en
términos de peligro físico o mental, un segundo grupo asoció la soledad con situaciones de
exclusión por inferioridad personal, un tercer grupo refería la sensación de soledad en
situaciones de incomprensión, y, finalmente, un cuarto grupo que apareció más “racional”
dio respuestas del tipo "cuando los padres se van y sabes que volverán” o bien “cuando
estás solo y triste y buscas compañía”.
Con la niñez, cuando el niño ha adquirido la capacidad de percibirse como sujeto y como
objeto, también es capaz de regular y modular de manera más estable y más autónoma los
propios estados emotivos operando sobre ellos a través del uso de categorías de orden
superior, que permite la integración simultánea de clases de eventos. Esto promueve por un
lado, la capacidad de distinguir los propios estados internos y de articularlos de manera
progresivamente diferenciada, por otro mantener el nivel de activación emotiva dentro de
un rango controlable.

177
La organización de un nuevo nivel referencial, proporcionado por la recursión lingüística,
tal como la proliferación de nuevos dominios del actuar y del sentir relativos a nuevos
contextos relacionales, promueven en el curso de la adolescencia un reordenamiento del
sentido de unicidad y continuidad personal sin precedentes. Por un lado, el adolescente es
confrontado con la exigencia de crear, en relación a varios dominios, otro tantos aspectos
de sí mismo‚ por otro integrar en un sentido de continuidad, de permanencia y unitariedad
personal aquellos aspectos múltiples de sí mismo.
La progresiva conciencia de la diversidad del propio sentirse y del propio obrar en ciertos
contextos y en ciertos papeles (Sí aparente), respecto a cómo se siente independientemente
de cualquier situación (Sí real) plantea al adolescente el problema de la apropiación de qué
sí aparenta; es decir, cómo investirlos de un sentido y de una coherencia. La mediación
entre estas dos polaridades es cumplida por la construcción activa de una narración, que
permita integrar la variabilidad de los acontecimientos y de relativos modos de ser (Sí
aparente) con el sentido de unidad de la propia historia (Sí real), en los márgenes de una
banda de Estilo de Personalidad. A través de la conexión del evento en una trama, de
acontecimientos, circunstancias, sucesos diferentes entre ellos pueden ser trasformados en
una historia sensata, y por lo tanto integrados en una totalidad inteligible. En la
construcción de la trama se tejen al mismo tiempo los márgenes de la identidad narrativa;
en efecto, el personaje que emerge como aquel a quien se adscriben las acciones y las
emociones que la narración compone. Hay, por lo tanto, una génesis mutua entre el
desarrollo de la identidad narrativa y aquel de la historia narrada; a este respecto, algunos
estudios subrayan cómo individuos con un fuerte desarrollo del Yo tienden a construir
horizontes ideológicos altamente personalizados y en fuerte evolución en el curso del
tiempo; los individuos con un débil desarrollo del Yo, en cambio, tienden a crear historias
con una impronta de estabilidad que sigue los guiones convencionales y canónicos
(McAdams, 1994; McAdams, 1985; McAdams, Booth, y Selvik, 1981).

178
Como hemos subrayado varias veces, la articulación conjunta entre la identidad y la trama
narrativa se acompaña de una dialéctica interna al personaje (Ricoeur, 1990). El personaje,
por un lado, obtiene la percepción de la propia singularidad de la unidad histórica de su
vida (Sí real), por otro lado, aquel sentido de unidad es puesto en riesgo al aflorar estados
emocionales (Sí aparente) en relación a los acontecimientos que constituyen su vida. El
adolescente se encuentra así confrontado con la tarea de asimilar aquellos aspectos de sí
mismo de los que ahora es consciente, en una historia de sí mismo‚ -y por lo tanto en un
sentido de continuidad- que está apenas aprendiendo a gestionar.
La posibilidad de reorganizar el presente a la luz de un futuro posible añade una dimensión
integrativa que permite al personaje recomponer los sí contingentes, dentro de un
horizonte de expectativas coherentes con la historia estructurada hasta aquel momento.
Esta es una reorganización de la praxis regulada por ideales más o menos lejanos, que
proveen los contextos de referimiento al sentir y al actuar cotidiano, volviéndolos
inteligibles. A su vez, la organización intercurrente de la praxis del vivir contribuye a la
determinación creciente de ese proyecto de vida que orienta las elecciones y las
valoraciones (MacIntyre, 1981). Esta reinterpretación del propio modo de ser da lugar, en
el curso de la adolescencia, a la emergencia de los temas de vida que a veces deja la
impronta sobre la existencia entera de la persona.
El esfuerzo de reapropiación de sí mismo‚ tarea ineludible del adolescente, es regulado por
la historia de reciprocidad estructurada hasta ese momento. Por un lado, como en el curso
de la niñez, los modelos de apego que han favorecido la exclusión de experiencias
significativas implican un menor nivel de integración y una coherencia personal más
rígida, con una vulnerabilidad más alta a las posibles perturbaciones emotivas (cfr. nota 4).
Una serie de estudios (Collins,1990; Collins y Laursen, 1992; Steinberg, 1990) han puesto
en evidencia, por ejemplo, cómo entre familias que habían encontrado en el curso de la
adolescencia una serie de dificultades (relaciones padre-hijo con un nivel de conflicto
crónico y progresivo), una proporción considerable presentó problemas ya encontrados en

179
la niñez. Por otro lado, la modalidad de integración variará en relación al tipo de
información usada.
Por ejemplo, para los adolescentes de tipo evitante (tendencia a los trastornos
alimentarios), que han aprendido a confiar en su propia cognición para evitar rechazos,
se vuelve casi imposible no referirse sobre aquella separación advertida del mundo y de
los otros. Es el elemento central que forma parte del sentido de sí mismo y el sentido de
realidad; necesita darse cuenta de modo tal que se delinee también un bosquejo de
programa que seguir para superarlo. Una de las modalidades más típicas del evitante
(tendencia a la depresión) es la atribución interna: "si algo que no marcha, depende de
mí". Al mismo tiempo en cambio esta modalidad atributiva permite al evitante
(tendencia a la depresión) estructurar un margen de control sobre la dimensión del
futuro que si es abierta, a través de un empeño constante en superar aquellos aspectos
negativos de sí mismo, logra reducir la distancia del consorcio humano del que se
siente excluido.
Los adolescentes coercitivos (tendencia a las fobias), que han aprendido a confiar en su
afectividad, se sienten obligados a poner atención a una realidad física y social peligrosa
emparejada con un sentido de vulnerabilidad personal. Mientras, por un lado, estabilizan
este sentido de hostilidad del mundo a través de la búsqueda precisa de figuras protectoras,
por otro solucionan el problema de la fragilidad concentrándose en la actividad gimnástica,
en artes marciales, etc. facilitando así una solución concreta y directa al tema de la
vulnerabilidad. "Esto implica necesariamente la progresiva estructuración de la capacidad
de control siempre más sofisticada y la capacidad de excluir una amplia gama de
sensaciones y emociones que, una vez aflorada, perturba irreversiblemente la imagen de sí
mismo seleccionada" (Guidano, 1988, pág. 168).
Para los evitantes (tendencia a los trastornos alimentarios) la relativización de la imagen de
referencia parental abre el problema de la búsqueda de puntos de referencia alternativos,
pero sin correr el riesgo de encontrarse expuestos a desconfirmaciones. Uno de los modos

180
es aquel, por ejemplo, de tratar de tener una relación que sea máximamente confirmante
por parte de otra persona pero sólo con un mínimo de exposición, sin correr el riesgo de
decepcionar, ni de ser decepcionado. Estos adolescentes que han aprendido a confiar en la
cognición, la utilizarán estratégicamente para poner a prueba al otro, a fin de lograr el
máximo de confirmación con un mínimo de exposición personal.
Los evitantes/coercitivos (tendencia a los trastornos obsesivos), que han aprendido a
confiar en la cognición, estabilizarán la propia identidad narrativa a través de la búsqueda
de modelos de referencia semánticos, que, mientras aseguran la certeza de la propia visión
del mundo, permiten al mismo tiempo el control o la exclusión de estados emotivos
perturbantes. Si están más polarizados sobre la vertiente evitante, el problema será la
explicación de sensaciones y emociones atribuidas a un sentido de negatividad inherente al
sí mismo; si están más focalizados sobre la polaridad coercitiva, la necesidad de certeza
tomará forma a través de una continua actividad cognitiva de previsión y anticipación de
posibles acontecimientos negativos, que pueden emerger en una realidad percibida como
peligrosa (Guidano, 1988).

181
NOTA 1 El empirismo lógico intentó unificar a través de este modo de conocer todas las
ciencias, y la psicología sufrió profundos cambios de este impacto epistemológico.

NOTA 2 Desde esta perspectiva la misma fisiología asume un valor diferente; el fenómeno
fisiológico no se agota en la medición, más bien tiene la estructura de la referencia: se
refiere a un mundo. Suomi (1991), por ejemplo, ha realizado un estudio sobre las
diferencias individuales, entre las monas rhesus, de la respuesta a nuevos estímulos o a un
estímulo físicamente estresante y a situaciones sociales. El 20% de la población responde a
aquellas situaciones con un arousal fisiológico prolongado y con comportamientos
inadecuados respecto a los miembros de la manada. Estímulos que provocan generalmente
interés y exploración producen, en cambio, comportamientos ansiosos con intensa y
prolongada activación del tracto hipotálamo-hipofisis-adrenocortical (elevado nivel de
cortisol plasmático y de ACTH), del sistema simpático (aumento estable de la frecuencia
cardiaca) y del turnover de las monoaminas (altos niveles en el líquido cerebroespinal de

182
dopamina, norepinefrina y de metabolitos de la serotonina (ácido homovanílico, metoxi-
hidroxifenilglicol, ácido 5-hidroxiindolacético). Suomi explica estas diferencias
individuales a través de un estudio longitudinal de la modalidad afectiva a lo largo de todo
el ciclo de desarrollo individual, permitiendo releer las mediciones fisiológicas en un
contexto de "vida simiesca."
Y así aquellas monas que de pequeñas fueron reacias a alejarse de la madre y a explorar el
ambiente circundante, de jóvenes fueron típicamente reacias y tímidas en las relaciones con
los coetáneos y de madres fueron de alto riesgo, en ausencia de un apoyo social estable, al
proveer un cuidado materno inadecuado al primer nacido de la prole. Por lo que concierne
a los machos, ellos dejaron la manada de origen mucho tiempo después con respecto a los
otros adolescentes y a menudo desviándose de las manadas formadas temporalmente de los
adolescentes emigrados del grupo de origen, girando a la periferia de un nuevo grupo por
un largo período sin intentar entrar en el núcleo del grupo.

NOTA 3 Esta es una eventualidad bastante común que caracteriza la patología del
trastorno alimentario hasta el trastorno de Personalidad Múltiple.

NOTA 4 Son modelos de baja complejidad del sí, en el que el conocimiento de sí mismo
es organizado a través de la composición de un menor número de estructuras del sí que
concierne dimensiones especificas, interconectadas de modo mas rígido: por ejemplo una
amenaza al propio sí-como-hijo puede tener un gran impacto al propio sí-como-estudiante.

183
CAPÍTULO VI

YO Y TÚ: NOTAS SOBRE LAS MANIFESTACIONES DEL AMOR EN EL


CURSO DE LA EDAD ADULTA

1. Sexo y amor: reflexiones evolutivas


Los estudios evolutivos sobre la emergencia del sentido de sí mismo se han orientado
predominantemente, desde el punto de vista paleoantropológico, hacia la investigación de
la conciencia del Homo Sapiens Sapiens de la muerte de sus semejantes; al mismo tiempo
que la conciencia explícita de la pérdida del otro, debe haberse producido en los albores
de la humanidad otra fractura con el mundo animal, cuyo alcance es paralelo a la
emergencia del lenguaje: nos referimos a la capacidad del amor por el otro, en cuanto
diferente de sí mismo. Las huellas que el nuevo descubrimiento ha dejado, ya que no
pudieron ser materiales como para la sepultura, han aparecido y luego se han vuelto
indelebles en las primeras narraciones orales y luego en los mitos.
¿Por qué es el amor una característica exquisitamente humana? ¿Cómo pudo haberse
producido la aparición de este modo de ser entre los hombres? Diamond (1997), en un
marco evolutivo, trata de contestar a tales preguntas, poniendo a la base de la evolución
del amor la separación entre el empleo del sexo orientado a la procreación y a su práctica
en términos recreacionales. Él señala en la ovulación encubierta y en la receptividad
sexual continua de parte de la hembra, la etapa evolutiva que permite esta diferenciación.
Partiendo del estudio actual de la ovulación en los chimpancés, en los gorilas y en los
humanos, Diamond diferencia a lo largo de la historia evolutiva del linaje a la que estas
especies pertenecen, tres sistemas de emparejamiento y tres modalidades de señales
ovulatorias:
1) un sistema promiscuo, como el de los chimpancés, con señales evidentes de ovulación;

184

Das könnte Ihnen auch gefallen