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Mi Lord:
vuestro mal, al menos servirle de compañía, pues es sabido que las aflicciones se
atenúan cuando quien las padece tiene noticia de que no sufre en solitario.
Decís haber perdido la facultad de abarcar como un todo los escritos de otros
tiempos que antaño os valieron como modelo y ejemplo; confesáis que habéis
extraviado el hilo de sentido capaz de hacer de las palabras sueltas algo más que
una sucesión accidental de vocablos, y que ello os impide narrar las efemérides de
los reinados y hace que se os escape aquella vértebra oculta y poderosa que todos
hemos sentido alguna vez como armazón misterioso de las fábulas y relatos de la
Antigüedad y que hoy parece haberles abandonado en la triste condición de
cuentos de viejas y chismes de criadas; decís que ello os impide, no solamente
devolver la vida a los inmortales mitos en donde beben nuestras lenguas su
significado, sino incluso percibir la unidad profunda de la naturaleza y el espíritu
que siempre animó las grandes obras de genio de la humanidad.
Pues bien, mi querido Philipp, creo que al menos puedo descartar que la
vuestra sea una enfermedad singular que tengáis que mantener en el secreto de
vuestra soledad más inexpugnable, porque tal padecimiento no es, en mi modesta
apreciación, nada más que el modo como un corazón sensible experimenta el de su
tiempo, un tiempo del cual, pues está muy puesto en razón que no me sea dado
vivir más que una pequeñísima parte, me siento capaz de adelantar una cierta
imagen, ya que no he de temer el avergonzarme cuando el porvenir la desbarate,
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porque ni estaré aquí para ser amonestado por mi falta de decoro, ni ésta habrá
traspasado más límite que el de la confidencia privada a un amigo en una carta
dictada por la simpatía y la franqueza.
Vos no podéis rememorar la historia de nuestro gran Enrique. Sin duda,
otros lo harán (también este proyecto está en la mente de vuestro destinatario
epistolar) y lo seguirán haciendo durante siglos, mientras quede recuerdo en la
tierra de su glorioso nombre, pero ello no devolverá a estas narraciones la vida que
tenían en mi juventud y que vos, con agudo instinto, echáis en falta. Las palabras,
como vos decís mejor que yo, ya no nos sirven para eso, han perdido el poder que
en otro tiempo tuvieron, sin que los narradores tengan culpa ninguna. Personajes
como nuestro antiguo y amado Rey se van hundiendo poco a poco en las tinieblas
de lo inverosímil, y muy pronto se confundirán en la memoria de nuestros
descendientes con criaturas de pura fantasía de cuyas hazañas habrá desaparecido
toda sombra de verdad, espectros que vagarán por las páginas de los libros sin un
solo lector que crea en su existencia con la misma fe que alguna vez creímos
nosotros, para quienes el entendimiento de todo aquel período, de sus dichas y sus
desventuras (pues aquel Rey y su reinado fueron tan luminosos como sombríos),
era tan natural como la respiración. Así como vuestra poesía se ha quedado sin
verdad, asimismo la verdad se ha quedado sin poesía.
Aunque sé que este nombre no es escuchado sino con disgusto entre los
jóvenes de Inglaterra, Aristóteles dejó escrito que la poesía es más elevada y
filosófica que la historia, porque refiere los hechos como si estuvieran atravesados
por una cadena de sentido que los ordena hacia una finalidad. Entre los poetas de
nuestros días, sólo hay uno del que espero que pueda elevar nuestra lengua hasta
las cumbres del esplendor que descubrieron los clásicos, y por ello me he esmerado
en recomendar al hijo de mi añorado Lord Bacon la adquisición de sus obras y su
conservación en los anaqueles de su extensa biblioteca junto con las de aquellos
otros que le sirvieron de inspiración y según el inteligente artificio de archivo que
ha ideado para tener en orden sus papeles; algunas noches le he visto, abatido por
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sus muchas ocupaciones en la corte, meditando con las obras de este poeta del que
os hablo (a quien supongo que conocéis bien y al que no necesito encomiar ante
vuestros experimentados ojos), e incluso recitar en alta voz algunos de sus versos
acerca de la cortedad de la gloria y de lo ilusorio del objeto de nuestras codicias,
versos que luego he oído resonar en los propios escritos de nuestro amigo,
colocados con sabia disposición. Con todo, incluso este augusto poeta es ya un
epígono en comparación con sus antiguos ascendientes, como se puede notar en lo
bárbaro de sus historias y en la mucha fantasía que añade a la fábula, que a veces
parece diluirse en ella como en una espesa niebla, corroborando así lo que sin duda
acontece en nuestra época; y es que aquello mismo que el Estagirita consideraba
maravilloso hoy nosotros lo encontramos afectado y postizo, y por ello le hemos
tomado afición a una clase de historia que, según el Filósofo, si se le retira la poesía,
no puede ser más que secuencia de los hechos unos tras otros sin consecuencia
alguna.
Para los que han de venir, como ya para vos, los relatos de todas estas cosas
no serán más que una sucesión accidental, más o menos afortunada, de voces
despegadas de la realidad, como ecos percibidos en un estado de ensueño. Y a todo
aquel que, como vos, persista en considerar tal complexión de las cosas como una
enfermedad, y no como la verdadera salud en la que se ha convertido, le esperan las
más amargas invectivas. Sólo desde este punto de vista os recomiendo que sigáis
siendo reservado sobre vuestro malestar. Pues mirad que esta condición, aunque
penosa por muchos conceptos, tiene la ventaja de hacer la vida más ligera y las
acciones más triviales y menos necesitadas de reflexión, ya que no es menester
hallar grave y digno de meditación aquello que en cualquier caso resbala sobre el
mundo como sobre un suelo demasiado encerado, y discurre por su superficie sin
empañar ni penetrar su cuerpo. Y aunque vivir de esta manera hace a los hombres,
a la larga, más ruines y temerarios, en el plazo inmediato les trae la conveniencia de
lo que no tiene relieve y se deja moldear a gusto de su sujeto como una colección de
diversiones y experiencias de las que tanto hace gala nuestro siglo.
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La vida nunca fue para los mortales una tarea fácil, y cosas tales como elevar
edificios y buscar en ellos acomodo forman parte del desvelo con que los hombres
hemos procurado hacer mundos y habitar en ellos de la manera que es propia de
nuestro origen. Este denuedo no solamente obliga a conocer el medio que se ha de
acondicionar, sino también a contener aquellas fuerzas que podrían destruir la obra
y a huir de los emplazamientos menos seguros; y esta sabiduría, atesorada en las
mismas piedras que sostienen las ciudades, es la que hasta hoy los hombres
heredaban de su estirpe. Como esta larga cadena se ha roto, y como los medios para
la construcción han progresado como nunca hasta ahora, hemos comenzado a
fundar ciudades en esa región maldita que nuestros antecesores evitaron con
prudencia y a descuidar la represión de las furias diabólicas que amenazan toda
composición humana; es más: ajenos a todo temor de Dios, hemos confiado a esas
mismas furias la energía que ha de alimentar nuestros mecanismos. Pero creedme:
aquello a lo que nos aproximamos no es un mundo, ni es habitable, es sencillamente
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