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CIENCIA, TECNOLOGÍA E HISTORIA

JAVIER ORDÓÑEZ

Cuadernos de la Cátedra Alfonso Reyes del Tecnológico de Monterrey

Fondo de Cultura Económica

CAPÍTULO I

Ciencia e historia

Para abordar el tema de la ciencia como cultura es necesario situarnos filosóficamente en una
posición que no exija una división radical entre dos culturas distintas necesariamente alejadas: la
ciencia y toda expresión cultural que no sea ciencia. Al contrario, mi punto de partida es no
suponer que existe divorcio real entre las ciencias, por una parte, y las humanidades, por otra; que
realmente ambas poseen elementos comunes que las acercan y las emparentan. Hago esta
salvedad antes de comenzar el análisis y el comentario de esos vínculos para enunciar una verdad
de Perogrullo, porque verdades tan elementales muchas veces son tan obvias que se pierden de
vista con suma facilidad.

Hablar de ciencias y humanidades, y referirse a estas últimas como el único producto relacionado
con el destino esencial del ser humano, sugiere la idea de que las ciencias, como contrapartida, no
son producto del ser humano. Por ello voy a partir de la tautología de que las ciencias son tan
humanas como cualquier otro producto humano. Desde su presencia en el planeta, el ser humano
no ha ido arrancando las ciencias de los árboles como si fueran frutas maduras, sino que las ha
construido con su esfuerzo, al igual que los productos tecnológicos. En las primeras décadas del
siglo XVII, Francis Bacon consideraba que la Biblia legitimaba la ciencia y la tecnología como
formas de entender el mundo, e interpretaba que el mandato divino recibido por Adán y Eva era
hacerse dueños de la Tierra por medio de esas formas de conocimiento. Aunque no seamos
partidarios de la interpretación de lord Verulamio, hoy reconocemos que las ciencias son resultado
de la actividad humana y como tal deben tratarse, en absoluto como provenientes de un
encantamiento más o menos mágico o divino que nos ha sido comunicado o susurrado por algún
ser superior. Las ciencias son nuestras y es nuestra responsabilidad tratarlas como creaciones
propias; no podemos ser dominados por las ciencias y las tecnologías, de la misma manera que no
debemos ser dominados por nuestras ideologías, nuestras artes o nuestras visiones estéticas de la
vida.

Hecha esta apreciación, quiero establecer como principio que al tratar a la ciencia como cultura
pretendo destacar su aspecto humano, por supuesto, sin entender lo humano como contrapuesto
a lo frío, evitando ese lugar común que asocia lo humano a lo caliente e irracional y lo frío con lo
racional. No, las ciencias son humanas porque son racionales y a la vez cordiales, con esa mezcla
de afectos y razones o, si se quiere, de intereses y razones. Será desde ese punto de vista que

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abordaremos el tema de la ciencia y la tecnología como cultura y la importancia de esta
percepción de ambas en tanto productos humanos en un contexto cultural.

He dividido la exposición en tres partes: la primera la dedicaremos al carácter histórico de la


ciencia, a destacar la trascendencia del hecho de que la ciencia tiene historia y lo importante que
resulta percibirla como un producto histórico; esto es, que lleva incorporada la historicidad en su
propio desarrollo porque se percibe a sí misma como algo que no se ha creado de golpe.

En segundo lugar, la pondremos en relación con la tecnología y exploraremos algunos aspectos


preguntándonos si la relación entre ambas es natural; si se han desarrollado de manera diferente,
como dos caminos que han sido recorridos en paralelo con ocasionales interacciones; o si
verdaderamente hay una imbricación familiar entre ambas, es decir, si es cierta esa teoría que
afirma que siempre que hay ciencia habrá tecnología y viceversa.

En tercer lugar indagaremos en el valor de la opinión, de las reflexiones sobre la ciencia que no son
compulsivas u obligatorias, y estudiaremos su significado en la ciencia y hasta dónde es válido
hablar de «opinión científica » no solamente en la ciencia, sino también en la tecnología.

Para dotar de hondura cultural a la ciencia es necesaria li una consideración elemental acerca del
valor de la memoria. ¿Por qué queremos recordar acontecimientos? ¿Por qué han surgido las
historias? ¿Cuál ha sido la finalidad de los relatos que nos hablan del pasado? Se puede decir que
vivimos en el pasado, incluso que difícilmente lo hacemos en el presente, pues casi siempre
estamos haciendo referencia a acontecimientos que ya han transcurrido. De alguna manera
construimos nuestra objetividad, nuestra cultura, con referencias al pasado que van desde las
personales (todo el mundo quiere saber quiénes fueron los miembros de su familia y establecer
una genealogía familiar segura y tranquilizadora) hasta las colectivas (todos queremos saber por
qué las cosas están donde están, la historia de nuestra ciudad, de nuestra provincia, de nuestro
Estado y, en la actualidad, de nuestras naciones, concepto que surgió en el siglo XIX).

La historia es una forma de memoria que los antiguos narraban de manera especialmente bella:
cuando alguien moría atravesaba el río Leteo, que quiere decir río del olvido. Así, morir significaba
ser olvidado y olvidar. La relación de la muerte con el olvido no es sólo una metáfora, sino también
una descripción de nuestra propia biografía. Cuando nos falla la memoria, cuando comenzamos a
tener mala relación con nuestro pasado biográfico, nos invade una inseguridad tal que nos
sentimos enfermos, como si realmente estuviéramos a punto de morir.

La memoria y la historia han sido a un tiempo algo bueno y algo perverso para el hombre. Se
puede incluso decir que existe una indisoluble amalgama entre bondad y maldad en el uso que
hacemos del pasado. El transcurrir del tiempo nos lleva a intentar reconstruir el pasado y, en
ocasiones, a reivindicar el derecho de tener un tipo determinado de pasado y no otro. Sin
embargo, carecemos de muchos elementos para hacerlo, ya que las pruebas de eso que llamamos

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el pasado son netamente fragmentarias: documentos, recuerdos, piedras, edificios, cuadros; no es
suficiente.

En un sentido positivo se puede decir que de alguna manera inventamos el pasado. Esto no quiere
decir que el resultado sea una narración intencionalmente falsa, sino el resultado, por una parte,
de no poseer todos los elementos para saber qué ha sucedido y, por otra, de la necesidad de
elaborar historias que concluyan y satisfagan nuestras expectativas. Cuando un grupo intenta
reconstruir el pasado, por ejemplo una familia, es fácil que surjan discusiones acerca de si lo que
afirma uno de los miembros es exactamente lo que pasó o si en realidad se puede interpretar de
otra manera. Siempre hay una dimensión interesada en este tipo de reconstrucciones. El pasado
es objeto de discusión, de reconstrucción y de reelaboración permanente. Es el espacio por
excelencia para la narración porque, de un lado, necesitamos saber y, de otro, apenas podemos
asirlo.

Frente a esta suerte de necesidad compulsiva de hacer referencia a la memoria está un saber que
no gusta presentarse como pasado ni como presente, sino que siempre parece mirar al futuro. Se
trata de la ciencia y la tecnología. Siempre me ha llamado la atención el hecho de que en
muchísimos diarios y semanarios las noticias sobre la ciencia se insertan en la sección que se llama
«futuro». Es decir, la ciencia no tiene presente o bien su presente no interesa. De joven fui
estudiante de física y al acabar la licenciatura nos decían: «Bueno, señoras y señores, todo esto
que ustedes han estudiado es el pasado. Si tienen suerte, ahora pueden comenzar a estudiar el
presente, y si no, quedarse a vivir para siempre en ese pasado.» Verdaderamente aquel todo
estaba periclitado.

Actualmente se emplea mucho la expresión «todo lo que usted sabe está obsoleto». Una
afirmación que resulta ciertamente agresiva porque es como si te mandaran directamente a la
tumba de los saberes. De todo esto se deduce que la buena ciencia es el futuro, lo que mira hacia
adelante, la ciencia que va a hacer, la que va a responder preguntas (quien resuelva el enigma de
Fermat será el mejor matemático). La ciencia se presenta, así, como un conjunto de desafíos.

Pero aunque nadie pueda vivir sin pasado porque siempre lo necesitamos como referencia, en lo
que hoy respecta a nuestro conocimiento de la naturaleza, de cómo se organiza el mundo
racionalmente, no necesitamos del pasado porque estamos viviendo en el futuro. ¿Y el presente?
¿Para qué queda? Para muy poco, es pura evanescencia, pese a que al mismo tiempo sólo vivamos
en presente. Es decir, no somos capaces de vivir en pasado nada más que en los relatos y en
futuro nada más que en los deseos. Estamos viviendo en un presente verdaderamente radical
articulado ante contextos culturales que dependen del momento en que se vive. A causa de ello,
cuando comparamos dos presentes, como el de un escriba de las dinastías XII o XIII de los imperios
egipcios y el de un profesor del MIT (Massachussets Institute of Technology), somos capaces de
reconocer que el escriba sabía todas las matemáticas de su tiempo aunque sólo sumara, restara e
hiciera repartimientos proporcionales. Pero no vemos que su saber era tan importante como el de
un profesor del MIT. ¿Por qué? Porque para aquel escriba, en su presente, era tan difícil, tan

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radical y tan puntero hacer los repartimientos proporcionales, como lo es para un investigador del
MIT hacer sus cálculos. Hoy no lo vemos porque las operaciones del escriba nos parecen triviales.

Si momentáneamente renunciáramos al vértigo que nos produce mirar al pasado, hiciéramos un


ejercicio de catarsis y no nos dejáramos seducir por el encanto del futuro, el presente nos indicaría
su valor contextual y cultural permitiéndonos ver que en ese contexto nuestra ciencia tiene el
mismo valor, como cultura, que el resto de los saberes. Pero en nuestra situación nos resulta difícil
reconocerlo debido a su enorme eficacia explicativa y a su gran utilidad.

En el contexto en que vivimos, la cultura está determinada por la importancia de la ciencia. El


contexto de un individuo del siglo XIII estaba determinado por la teología. Las disquisiciones
teológicas acerca de, por ejemplo, si la transustanciación en la consagración de la eucaristía
durante el rito de la misa era o no real, determinaban la importancia de otros saberes. En el
mundo medieval el contexto hacía que los conocimientos que ahora recogemos bajo el nombre de
matemáticas, astronomía o biología se valoraran de forma completamente distinta a como se hace
en el actual. En nuestro presente la ciencia es tan importante, tan influyente, que organizamos
gran parte de nuestras vidas y relaciones en torno a ella, de tal manera que la elisión de la ciencia,
su supresión en el background cultural de una persona, provoca un cierto analfabetismo, lo
desubica de su contexto; la ciencia es demasiado importante para dejarla aparte. Las demás
formas de cultura aceptan la historia, el pasado y la rememoración de lo anterior de una manera
natural, pero en la ciencia parece imposible que aquello que recibimos como conocimiento seguro
y radical (las raíces de la naturaleza) pueda llegar a tener una historia.

Siempre recuerdo mi perplejidad cuando tuve que indagar acerca de las raíces históricas de la
noción de número. Los números sufrieron un desarrollo histórico enormemente trabajoso,
proceloso, y que existan como hoy los conocemos a pesar de tantas vicisitudes históricas terribles
y laboriosas me dejaba sorprendido; no me parecía posible que algo que hoy nos resulta tan
perfecto hubiese tenido etapas de imperfección. Lo mismo puede ocurrir cuando uno se aproxima
por primera vez a una teoría científica que se nos presenta en la universidad como una obra
acabada; nos parece mentira que no haya salido de golpe, de un solo trazo.

En mi opinión conviene aprender que la historia está en las ciencias exactamente igual que en el
resto de las culturas, sólo hace falta aprender a verla, aceptar que es así y tener la idea clara de
que incluso las formas que han adquirido esas ciencias son resultado de un proceso histórico.
Ahora bien, ¿es igual el proceso histórico de una ciencia al de cualquier otra forma de cultura? La
respuesta debe ser siempre matizada. No intento resolver de pronto las dudas que atormentan a
historiadores de la ciencia desde hace cientos de años, sino plantear preguntas y, de alguna forma,
establecer inquietudes, porque para eso tienen ustedes el resto de la vida, para contestadas.

¿Cuál es, para la ciencia, el sentido de destacar la historicidad? Inmediatamente podríamos decir
que engarzar la ciencia con los diferentes contextos en los que se ha producido y entender que se
ha construido precisamente porque esos contextos lo permitieron, impulsaron y facilitaron.

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Además, el estudio de la historia de unos conocimientos tan importantes para nuestro presente,
como lo son la ciencia y la tecnología, permite entender mejor nuestro presente, nuestro
contexto, nuestra cultura y nuestras escalas de valores. La sensación de que es necesario estudiar
la historia para entender el presente es alentadora porque es ése el sentido fundamental de
estudiar la historia de cualquier cultura, incluyendo, por supuesto, la de la ciencia·. Estudiar la
memoria, el pasado, nos sirve para desbrozar y entender el presente, sobre todo si éste,
aparentemente, no tiene memoria.

Cuando alguien prescinde de un aspecto del pasado es que algo desea ocultar. Pues bien, la
ciencia oculta en el pasado su contingencia, es decir, el hecho de que es un conocimiento de
carácter dinámico, cambiante y, por supuesto, tan inestable como cualquier otro tipo de
conocimiento humano, lo que no quiere decir que carezca de seguridad. Lo que seduce de la
ciencia es precisamente su carácter de conocimiento seguro: si sabemos la solución de una
ecuación diferencial, no podemos dudar de ese conocimiento porque ya sabemos cómo se
resuelve una ecuación de este tipo, o cómo se realiza una integración por partes, o cómo se
calcula un ciclo de Carnot, o cómo podemos contar los cromosomas de una célula, o cómo se
puede teñir el tejido nervioso para estudiar las conexiones que se dan entre las neuronas. Es
razonable que consideremos estos conocimientos como hitos de nuestra historia y que creamos
que el saber cómo se han producido, cómo realmente se han elaborado, nos puede enseñar
mucho acerca de nuestros propios métodos para seguir investigando y entender nuestro presente.

Pero si, además, llegamos a saber que junto a ellos hubo tantos fracasos como éxitos y que
muchas veces la marcha del trabajo fue el resultado de elecciones que se realizaron sin todas las
garantías metodológicas que atribuimos a la ciencia, entenderemos mejor el valor de las
decisiones que llevan a admitir algo como científico, así como a relativizar la ciencia en relación
con el resto de las culturas.

A pesar de todo lo dicho, no podemos afirmar que a lo largo de la historia no se haya intentado
historiar la ciencia. De pronto pareciera que es éste un descubrimiento actual, que súbitamente
nos hemos percatado de que la ciencia es una cultura, como si hubiéramos descubierto una
nebulosa o un objeto extragaláctico. Los buenos científicos, aquellos que se dedican a la ciencia
de verdad, lo han sabido desde siempre y han sido conscientes de su terrible y angustiosa
falibilidad, de lo difícil que es realmente no sólo construir ciencia, sino reconstruirla. Lo que
pretendemos en las universidades, como educadores, es precisamente realizar esa labor de
reconstrucción y lograr que la gente siga, de forma resumida, los itinerarios realizados en el
pasado por otras personas para llegar al nivel y cantidad de conocimiento que queremos
comunicar.

Podemos decir que la sola reconstrucción de los itinerarios metodológicos que se siguieron para
encontrar teorías, de los pasos lógicos que se dieron para construirlas, es una forma de hacer
historia. Es decir, es un tipo de aproximación que puede servir como estrategia para que el alumno
reconstruya el pasado y entienda cómo se llegó, por ejemplo, a la teoría electromagnética de

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Maxwell. Pero si nos quedamos en eso y buscamos un atajo diciéndole al alumno: «Vamos a
quitarle a usted todos los ingredientes que no sean la construcción de la teoría, todos los aspectos
biográficos, contextuales, sociales, políticos, estéticos, religiosos, y a darle una especie de
concentrado de teoría electromagnética», entonces pondremos a Coulomb a un lado y a Maxwell
al otro, y el itinerario será tan elemental que podríamos preguntarnos : «¿Por qué no lo hicimos
antes si era tan sencillo? El paso de Coulomb a Maxwell es verdaderamente un camino de rosas .»
O bien podemos decir: «Vamos a dar alguna indicación acerca de cómo eran los problemas y ellos
mismos nos pondrán en la pista de qué clase de contexto los engendraba y qué tipo de soluciones
eran posibles, plausibles o descabelladas para aquel determinado contexto. »

¿Qué ventaja tiene todo esto? Si uno opta por el atajo, el que escucha jamás se enterará de los
problemas que se plantearon históricamente estos personajes y que los llevaron a luchar contra
muchas dificultades y obstáculos para alcanzar sus descubrimientos. En cambio, si le damos alguna
estrategia histórica, cobrará conciencia de lo difícil que fue el camino y al final pensará: «Pues lo
verdaderamente sorprendente es que alguien resolviera el problema. »

Voy a ser tendencioso en este aspecto, quiero tomar partido; en el primero de los casos es muy
posible que se olviden de todo en cuanto acaben de escuchar; en el segundo, les quedará el
recuerdo de la dificultad, ya que ésta siempre deja más huella que el éxito. De esta forma
accederán al conocimiento incorporando en él la noción de dificultad, y no sólo de la personal,
sino también de la colectiva. Por ejemplo, todo el mundo consideraba que las especies
evolucionaban, pero nadie daba con una explicación, con un relato verdaderamente
omnicomprensivo de eso que entonces se pensaba como evidente. Así, el señor Charles Darwin no
fue un individuo que sacó él solo de su cabeza el problema y la solución. El primero ya estaba
planteado y él, de una manera muy tímida, casi sin querer hacerlo, adelanta una solución gracias a
la cual ahora podemos decir: El origen de las especies de Darwin fue la gran solución. Muy bien,
pero al decir eso estamos enfatizando la solución cuando lo importante es el problema, dado que
éste hace pensar y la solución no. La solución siempre clausura: ¿quién piensa en un problema del
que sabe la solución? Imaginemos que estudiamos la historia de un problema haciendo la ficción
de que no conocemos la solución. Si lo hacemos así podremos entender mucho mejor la sensación
de provisionalidad que enfrentaban los científicos cuando tanteaban sus posibles soluciones, y
reconstruir la historia de manera menos simplificadora, sin pensar eso de que todo es evidente y
la ciencia no ha hecho más que seguir pasos de descubrimiento inevitables.

Esto reafirma que la relación de la historia con la ciencia no es en absoluto algo nuevo o que ahora
hayamos inventado: la necesidad de establecer el pasado en la ciencia aparece con la ciencia
misma, incluso con más intensidad al principio, en sus épocas fundacionales, cuando realmente el
conocimiento general era más escaso, se tenía menos capacidad para resolver problemas y la
ciencia tenía menos presencia en la cultura. Durante mucho tiempo la historia, y especialmente la
de la ciencia, se concibió como un repertorio biográfico: había que saber quién había hecho
determinado trabajo atendiendo a una cierta obsesión por la memoria referida a personas. Esa

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tendencia a reducir la historia de la ciencia a un conjunto de biografías ha continuado hasta el
presente, pese a que resulte bastante engañosa. Veamos un ejemplo elocuente.

¿Quién no ha oído hablar de Pitágoras y su teorema? Yo creo que cualquier persona, aunque no
sepa nada más de matemáticas. Pues bien, de vez en cuando en la prensa que habla de «futuro »
(aunque hurgue en el pasado) aparecen noticias como ésta: «El teorema de Pitágoras no era de
Pitágoras. Un chino del siglo x antes de nuestra era ya lo conocía. » Esta observación refleja una
inteligencia periodística absolutamente superlativa porque, en realidad, aplicaciones particulares
del teorema de Pitágoras ya eran conocidas muchos siglos antes de que se fundara la escuela
pitagórica. Con anterioridad al helenismo se sabía que la secuencia de segmentos de longitudes
tres, cuatro, cinco, como medidas de los lados de un triángulo, forman un rectángulo. Una
propiedad que era utilizada ya por los egipcios para la construcción de edificios, interpretada por
los babilonios de una manera mística y conocida por los hindúes; puede incluso decirse que había
matemáticos chinos que daban a ese conocimiento una determinada generalidad, y eso es
precisamente lo que da interés al teorema de Pitágoras.

Así, cuando se estudia el contexto en el que se hablaba de Pitágoras se llega a la siguiente


conclusión: el problema del teorema de Pitágoras no es si se debe o no a un tal Pitágoras.
Probablemente Pitágoras no existió tal y como han querido presentarlo las narraciones
posteriores, sino que es una leyenda construida con posterioridad. Eso no quiere decir que no
hubiera una persona, o muchas, que se llamaran Pitágoras. Pero cabe dudar de la existencia de un
matemático Pitágoras tal y como los subsecuentes historiadores de la matemática muchas veces lo
describieron por pura comodidad, ya que siempre es más fácil hablar de un hipotético Pitágoras
del siglo VI antes de nuestra era, que intentar describir un contexto donde se dieran cita
tradiciones matemáticas antiguas con una nueva forma helénica de ver la matemática. No
obstante, hay que decir que estas maneras de presentar la historia reflejan una maravillosa
capacidad de invención. En realidad, el primer relato que nos da cuenta de Pitágoras con detalle
proviene del siglo II o III de nuestra era y se encuentra en los libros de Diógenes Laercio. En ellos
Pitágoras se presenta como un individuo que teóricamente vivió en el siglo VI a. C., es decir, hay
nada menos que 900 años de diferencia entre el momento en que Laercio sitúa a Pitágoras y su
propio tiempo. Yo creo que la tradición almacenada en esos textos recoge información contenida
en muchos libros perdidos y en unas tradiciones orales posiblemente muy poderosas. Pero 900
años transmitiendo cosas sobre Pitágoras nos pueden hacer sospechar que el Pitágoras del siglo II
de nuestra era no tiene nada que ver con el del siglo VI antes de nuestra era.

¿Qué es entonces lo que lleva a aceptar la importancia de las biografías como motor de la historia?
En principio, la necesidad de hipostasiar el relato, de convertir la ciencia en un conocimiento con
autor definido, con paternidad precisa. De esta forma, es necesario que Pitágoras exista porque es
más fácil que todo se deduzca de una sola persona. Esta forma de hacer historia de la ciencia
omite más cosas de las que explica, pero nos pone tras la pista de otras formas de entender
históricamente la ciencia que veremos más tarde.

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Pero, ¿por qué el caso de Pitágoras es especialmente importante? Por lo que mencioné antes
acerca de la sorpresa que produce la matemática cuando se la considera un conocimiento
formado, completo, del cual no se puede pensar que no haya sido creado de una sola vez. Desde
ese punto de vista, la historia de la ciencia como biografía fue utilizada de manera defensiva por la
propia ciencia, es decir, como una retórica persuasiva para convencer de que la matemática tenía
tanta coherencia porque había salido de la mente de uno, o de unos pocos.
A partir del Renacimiento las historias que se hacen de las ciencias comienzan a cambiar de
carácter. ¿Quién no conoce a Galileo, a Newton o incluso a Kepler, personajes que de alguna
forma están asignados biográficamente a leyes científicas? Podríamos pensar que las biografías de
estos científicos son iguales que la de Pitágoras, la de Arquímedes o cualquier otro sabio de la
antigüedad. Sin embargo algo cambia en el tono con que se cuentan sus historias. En el siglo XVI el
conocimiento científico, que hasta entonces se había desarrollado de una manera muy marginal y
dispersa, comenzó a articularse en torno a nuevas instituciones -cuyo fin era el desarrollo y la
potenciación de la ciencia de una manera por completo nueva-, llamadas academias. Las
academias fundadas en el siglo XVI llegan a tener un cierto grado de estabilidad en el XVII, como es
el caso de academias y sociedades científicas que perduran hoy día, entre las que se encuentran la
Royal Society de Londres, la Academia de Ciencias de París o la Accademia del Cimento de
Florencia. Una de las características de todas estas instituciones es que estaban cerca del poder
político.

Si estudiáramos la geografía de aquella época, veríamos que las universidades no estaban dentro
de la ciudad, sino en el campo, en núcleos de población muy pequeños y aislados. Es decir, la
universidad buscaba el claustro, la separación de la ciudad. Por el contrario, las nuevas
instituciones, las academias y las sociedades científicas, se insertaron en la ciudad de forma que el
conocimiento comenzó a considerarse urbano, un conocimiento burgués propio de los que viven
en los centros políticos y de comercio; es decir, nace una forma de saber civil y no clerical. Ese
conocimiento nuevo que aparece en el Renacimiento se arropa junto al poder político: los reyes y
los grandes poderosos de la época lo apoyan. La ciencia, que hoy nos parece un conocimiento
omnicomprensivo y poderosísimo, nace, se constituye y se desarrolla en ámbitos y escenarios que
ya no son necesariamente las universidades, sino espacios protegidos por el mecenazgo político.
Por tanto, decir que la ciencia y la política sólo están unidas a causa de la ambición política de
algunos científicos, o afirmar que en realidad la primera es un conocimiento absolutamente
independiente de la segunda y que sólo en la actualidad, cuando estamos completamente
contaminados por lo político, se ha producido una alianza entre ambas, resultan afirmaciones
totalmente indefendibles. La ciencia nace en y con la política, asociada de alguna manera a las
cortes de su época, como lo prueban las vidas de Galileo, Kepler o Newton, quienes se separan de
las universidades y emigran a las cortes de Florencia, Praga o Londres. Esa ciencia nace en las
ciudades, en las nuevas instituciones y en medio de contextos que tienen una dimensión política
enorme.

Pero no sólo se trataba de que los científicos buscaran patronazgo en los poderes políticos de la
época porque se sintieran inseguros y coartados en las instituciones universitarias, sino porque,

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además, al poder político le interesaba tener científicos a su servicio debido no tanto a que
consideraran la ciencia como un saber útil, sino por una cuestión de prestigio. Todo ello da como
resultado que a partir del XVII la ciencia adquiera la misma dimensión histórica que tenía la
política, es decir, la ciencia está tan influida por el poder político como el resto de los ámbitos del
contexto cultural. Esto no quiere decir que los sabios de aquella época no hicieran ciencia a su
manera o que escribieran al dictado de los políticos, sino que su producción científica estaba
enmarcada en los patrones políticos de las cortes. Como consecuencia se comenzó a escribir la
historia de una forma completamente diferente.

En este punto es necesario hacer una recapitulación de las ciencias de la época barroca para
entender de qué tipo de conocimiento estamos hablando. Por una parte, las matemáticas se
encuentran en un gran proceso de expansión debido el desarrollo de los primeros calculi, que
posteriormente darían lugar a lo que hoy conocemos como cálculo infinitesimal. Junto a esa
matemática habría que situar la óptica y la mecánica. Además, se podría hablar de una
cosmografía que abarcaría tanto la astronomía como la geografía y la cartografía. Finalmente se
encontraría la filosofía experimental, que incluiría la pneumática, la química y, en parte, los
fenómenos asociados a la electricidad, el magnetismo y el calor que hoy incluimos bajo el epígrafe
de «física».

La pregunta que podríamos hacernos ahora sería: ¿por qué el poder político protegió este nuevo
conocimiento que posteriormente se llamaría «ciencia »? Se han dado muchas respuestas a esta
pregunta y todas ellas han dependido del momento histórico en el que se han formulado. Hoy se
tiene preferencia por la respuesta que pone el énfasis en el hecho de que la ciencia proporcionaba
cierto prestigio a aquellos políticos. Parece que, en general, resulta una explicación bastante
convincente eso de que estar rodeado de sabios siempre es bueno, abundando en la idea, un
tanto cinematográfica, de que los políticos solían, y suelen, ser muy brutos y necesitaban de
alguien que les sirviera de espejo y de base de datos. Resulta fácil imaginar al rey de Francia
preguntando a su cosmógrafo sobre las fechas exactas de la cuaresma con el fin de saciar su
apetito de carne de cervatillo justo antes de que el periodo comenzara. Pero independientemente
de lo anecdótico de este ejemplo, la vida política del XVII y del XVIII buscó la nueva ciencia no sólo
por necesidad de prestigio o de comodidad, sino también de eficacia y de análisis de un mundo
que estaba cambiando. La ciencia se veía a sí misma como un saber histórico asociado al poder
político porque éste tenía problemas que aquélla podía ayudar a resolver.

Por ejemplo, durante dos siglos la determinación de la longitud fue un gran problema de Estado en
Europa. España, Francia e Inglaterra compitieron por su solución y grandes personajes como
Galileo, Bradley y Newton intervinieron en ella. Todos intentaban resolver el problema de la
longitud porque estaba relacionado con la navegación, la cartografía y, por tanto, con la política.
Resolverlo significaba poder decir: «Estas tierras son mías», lo que implicaba necesariamente
saber dónde estaban «estas tierras». «Si no sé dónde están "estas tierras", no son mías». Si un
marino llegaba diciendo que había descubierto una isla en el Pacífico, debía ser capaz de ubicarla
exactamente en un mapa, que a su vez debía ser fiable porque el Pacífico es demasiado grande y

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podía ocurrir que cuando tratara de regresar a la isla, no la encontrara y entonces ya no fuera de
aquel rey y llegara a ser de otro. Por otra parte era muy posible que cuando las naves de cualquier
rey volvieran al lugar supuestamente indicado se toparan no solamente con la dificultad de tener
que encontrarla, sino además con la de encallar en unos arrecifes que se suponía estaban en otro
lugar y acabaran naufragando, como le ocurrió muchas veces a las armadas que navegaron entre
los siglos XVI y XVIII.
Aquel era un problema de Estado, pero también un problema teórico en el que intervinieron
astrónomos, por una parte, y constructores de relojes y creadores de grandes atlas estelares, por
otra. Por tanto, cabe afirmar que la corte tenía un interés no exclusivamente teórico o de puro
prestigio en los problemas científicos, sino que pensaba que la ciencia era un conocimiento
relacionado de alguna manera con la vida cotidiana. Así, conocer muy bien el cálculo infinitesimal
y fomentar su desarrollo no era sólo una cuestión de matemática básica, sino que además estaba
relacionado con problemas de mecánica celeste que a su vez se vinculaban con problemas de
navegación relacionados, por su parte, con importantes problemas políticos de cartografía.

En realidad, cualquier estudio que nos remita al pasado nos enfrenta a una ciencia muy parecida a
la del presente; habrá elementos genuinos de éste y otros anclados en aquél que no se han
transmitido hasta nosotros. Pero la búsqueda de ese pasado no es estéril, porque nos permite
entender por qué la ciencia hoy es como es, no solamente desde un punto de vista teórico,
interno, metodológico, como modo de resolución de problemas, sino como saber asignado a
contextos, referido a situaciones políticas y no únicamente económicas, que es lo que siempre
suele destacarse; este saber se enmarca en relaciones sociales contextuales mucho más
complicadas.

Podemos preguntarnos, entonces: si la ciencia nace dotada de un sentido histórico, ¿cuándo


comienza a ocultar su historicidad?, ¿cuándo empieza a escamoteársenos como una forma de
cultura? Se puede pensar que algunas características políticas del funcionamiento de la ciencia
actual las encontramos en el pasado, pero es un hecho que cuando hoy los científicos trabajan
procuran no hablar de historia y al reconstruir la de su disciplina lo hacen ahistóricamente. Esto
nos lleva a nuevas preguntas: ¿sucede lo mismo en la historia pasada? ¿Ha habido un momento en
que la ciencia ha comenzado a sentirse tan importante que ha podido incluso desprenderse de la
historia? La respuesta a esa pregunta es quizás uno de los aspectos más interesante de la historia
de la ciencia, del contexto de la ciencia como cultura.

Obviamente no se puede ocultar que éste es precisamente uno de los objetos de discusión
permanente entre historiadores de la ciencia y científicos. Por ello no pretendo con mis palabras
levantar el velo de Tanit y hacer que aparezca una peligrosísima verdad, sino tan sólo exponer
sobre qué se está trabajando en este momento y sobre cuáles aspectos se llama la atención para
poder responder a esa pregunta. Como siempre, las respuestas medianamente plausibles son
complejas. Muchas veces los problemas son muy fáciles de plantear y muy difíciles de contestar y,
además, siempre hay que considerarlos de manera provisional. Por ejemplo, se puede pensar que
a partir de la revolución francesa fue notorio un cambio de tono en la relación entre la ciencia y la

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sociedad. Se puede suponer que la revolución francesa parece la madre de todas las batallas
posteriores, porque a partir de ella todo cambia.

¿Por qué la revolución francesa? Ahora se hace necesario dar una argumentación o un discurso
persuasivo para concentrarnos en ese hecho. No voy a presentar un problema apodíctico, sino
simplemente a insinuar argumentos. La razón es muy sencilla, aunque la explicación sea muy
complicada. Durante la revolución francesa por primera vez aparecieron científicos ejerciendo el
poder político. Efectivamente, existieron científicos con poder antes de ese periodo; no se puede
olvidar el poder de un Newton o de un Turgot, por mencionar dos de los más conocidos, pero en el
caso de la revolución francesa hasta se podría decir que los científicos tomaron el poder.
Habitualmente, cuando uno oye hablar de la revolución francesa se piensa siempre en cosas
espectaculares, porque tenemos una visión de ella bastante hollywoodense: las masas de París
atacando la Bastilla, el asalto a las Tullerías y la guardia suiza muriendo ante las balas de los
tricolores.

La revolución francesa fue algo más que el terror. Se suele tener la imagen de que la guillotina
terminó con la monarquía y segó una parte de la ciencia. Hoy sabemos que esa concepción sólo es
cierta en lo que se refiere a lo primero, pero no es exacta en lo que respecta a lo segundo. Es
cierto que el gran químico Antoine Lavoisier murió guillotinado. Pero también lo es que no fue
llevado al cadalso por ser químico, sino por pertenecer a la Ferme Générale, una institución
dedicada a recaudar los impuestos para la corona. Todos los fermiers fueron guillotinados porque
los comités de salvación pública, liderados por Robespierre, no hicieron excepciones, dado que
tenían una idea muy puritana de lo que es democracia. Junto a estos excesos revolucionarios, los
políticos del terror intentaron acercar las ciencias a los nuevos ciudadanos y para ello fundaron las
escuelas revolucionarias -precedente de las escuelas normales-y pusieron a los sabios de la
Academia a impartir las diferentes ciencias en los primeros planes de estudios de corte
contemporáneo.

Pero, además, si analizamos las actividades de todo ese periodo (desde 1789 hasta 1815), que
abarca la convención, la república y el imperio napoleónico, nos damos cuenta de que una serie de
científicos ocuparon puestos clave en la política y en razón de ello adquirieron gran visibilidad y
poder. Éste es el caso de Gaspard Monge, el fundador de la geometría descriptiva; de Lazare
Carnot, uno de los grandes analistas de finales del siglo XVIII y padre de Sadi Carnot, que sería el
iniciador de la termodinámica clásica; o de Laplace, que trabajó a la cabeza de un grupo de
brillantes científicos como Berthollet, Poisson, Biot, Savart, Arago y Malus, entre otros. Estos
científicos, que estaban inmiscuidos en política, tuvieron la habilidad de persuadir a Napoleón
de que era un gran matemático, explotando a la vez su vanidad y su indudable inteligencia
política hasta el punto de lograr que apoyara a muerte a los matemáticos y a los demás sabios
para que llegaran a ser la especie mejor protegida de su imperio. ¿Y qué hicieron estos científicos
al comenzar a adquirir visibilidad? Pues bien, tomaron una parcela de extraordinaria importancia
de la realidad política del país, como era y sigue siendo la educación.

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La fundación de la École Polytechnique Supérieur fue el resultado de la acción de un grupo de
científicos que pretendieron formar tecnológicamente, de modo riguroso desde el punto de vista
de la ciencia, a las élites francesas que tendrían después el mando del país. De esta manera, la
ciencia se convierte en una extraordinaria herramienta de poder. Ya nunca más será un
conocimiento exclusivamente cortesano o universitario restringido a muy poca gente, ahora se
convertirá en una importantísima forma de intervención social, pues las sucesivas generaciones de
polytechniciens constituyen el semillero de los grandes científicos que dominarán la vida
económica y política francesa. A lo largo del siglo XIX se extendió el ejemplo francés y la enseñanza
de las ciencias se consideró básica para la formación de los ciudadanos.

Pero hay otro aspecto fundamental asociado al que acabo de comentar: el inicio de la organización
de las ciencias como disciplinas independientes. Durante el siglo XIX aparecen ciencias, se puede
decir, sorprendentes para una persona de aquellos momentos. Ahora se piensa que la física, tal y
como hoy la entendemos, es una ciencia antiquísima, pero lo verdaderamente antiguo es la
mecánica, o la física entendida como medicina (¿¡mecánica!?), porque la sección de física de la
Academia de Ciencias de París, que era una institución de referencia en Europa y América, se
fundó en 1785. Es decir, la física como disciplina tiene sólo unas pocas décadas más que un país
como el México surgido de la independencia.

Hablo de la física como disciplina, entendámonos. Otra cosa es que antes de ese periodo se
estudiaran fenómenos eléctricos o magnéticos, o que la mecánica fuera una ciencia de gran
prestigio. Pero la termodinámica, el electromagnetismo, la óptica física, la espectroscopía,
pertenecen al siglo XIX. Los físicos trabajaron en laboratorios y en industrias, impartieron clases en
universidades y en politécnicos, se organizaron en sociedades y convocaron congresos; pero todo
ello ocurrió, lentamente, a lo largo de un siglo. Al final de este proceso se constituyeron en uno de
los grupos de científicos más poderosos de todos los tiempos. Esto sucedió, avalado por la
herencia de finales del siglo XVIII, cuando al lado de un incremento de poder político e influencia
social, los científicos adquirieron visibilidad pública y los ciudadanos comenzaron a verlos,
primero, como salvadores ante posibles agresiones reaccionarias exteriores contra la república y,
posteriormente, como resguardo frente a las naciones emergentes. De manera prácticamente
simultánea, las teorías científicas comenzaron a desarrollarse de un modo preciso,
metodológicamente potente y con una vocación explicativa muy ambiciosa. Surge entonces un
mecanismo curioso: se produce ciencia y al mismo tiempo se comienza a reconstruir y compilar
esa ciencia. ¿Por qué? Porque es necesario para la educación.

Por ejemplo, los profesores de la École Polytechnique tenían la obligación de escribir un manual
que constituía la reconstrucción del conocimiento del momento. No reconstrucciones a lo Euler -
que es una manera de intentar fundamentar una nueva ciencia-o una monografía como la de
Newton -que intenta resolver un problema dentro del contexto general de la mecánica, los
Principia-, sino manuales con valor educativo de reproducción y transmisión de conocimiento. De
ahí el gran número de libros de ciencia que se escriben a partir de la revolución francesa.

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Se comienza a reconstruir y la reconstrucción habitualmente olvida la historia. Puede haber
reconstrucciones muy divertidas, como aquéllas en las que se incluía un capítulo de historia
general, igual que en algunas historias antiguas que a mí me hacen mucha gracia cuando hablan
de una «historia de la humanidad», y comienzan por Adán para terminar en el siglo XVI con el
último rey, que era quien pagaba el libro. Esas presentaciones históricas de la ciencia resultan
graciosas porque se remiten a cosas antiquísimas, a acontecimientos casi míticos, como puede ser
el caso de Pitágoras, y en tres líneas se describen dieciocho siglos y en los párrafos siguientes los
últimos tres años. Esto mismo ocurre en la actualidad cuando se escribe un artículo científico y en
la primera línea se dice: «Seguimos a fulano y a zutano», que es el argumento de autoridad, y
después se desarrolla el artículo.

Pues bien, ese aumento del poder político de la ciencia, por una parte, y el aumento de peso
cognitivo -realmente se sabía mucho más y se tenía la capacidad y los mecanismos para producir
conocimiento, reconstruirlo y utilizarlo en la educación-son algunas de las causas por las cuales la
ciencia comienza a presentarse ahistóricamente en su transmisión, privándose a sí misma de la
capacidad de reconstruirse y de ver cómo han ido surgiendo los problemas.

Stephen Brush, que es un magnífico historiador de la ciencia, llama al periodo que va de la


revolución francesa hasta nuestros días «segunda revolución». En ese periodo, conforme aumenta
el número de personas que se dedican a la ciencia y se forma más gente dedicada a ella, se
acentúa vertiginosamente el conocimiento ahistórico. Pero además, después se inicia un proceso
que no solamente es de aceleración o de magnificación de esa ahistoricidad, sino que se da otro
proceso paralelo por el que la ciencia comienza a convertirse en la cultura hegemónica (habría que
preguntarse cuándo empieza esa conversión) y al hacerlo pretende establecerse como única
cultura válida, la única que proporciona conocimiento válido. Y esto sí que es interesante
rastrearlo en el pasado, porque de ser una cultura muy importante a ser la única hay un paso, un
paso que indudablemente se ha dado. En nuestros días, para muchas personas la descripción de la
realidad debe ser puramente científica, aquello que no lo es carece de valor. Ésta es una situación
muy exótica, porque al lado de estas exigencias tan científicas se sostienen creencias religiosas o
estéticas sin el menor tipo de problema. Así, resulta curioso ver cómo se defiende el que la ciencia
es tan importante que es lo único capaz de proveernos de explicaciones válidas, o bien que no
tiene contexto social o es neutral y por ello carece de responsabilidad.

Quiero recordar que advertí que no iba a resolver problemas, sino simplemente a señalar que
éstos son los que hay y los que uno tiene que plantearse. De otro modo encontraríamos que la
ciencia no sólo es una cultura hegemónica, sino una cultura excluyente, monopolista y dictatorial,
y todo esto no como resultado de una conspiración por parte de la ciencia misma, sino a causa de
nuestras deficiencias como educadores, al eliminar cualquier tipo de valores que no sean aquellos
metodológicamente articulados en torno a la ciencia. Y esto no es una trivialidad, porque la ciencia
no es neutral. Cuando realmente la ciencia, los científicos, construyen conocimiento, éste
adquiere una dimensión y una responsabilidad ética y social.

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Coloquio

Creo necesario iniciar este coloquio con una observación: cuando afirmo que la ciencia es una
forma de cultura no quiero decir que la considere igual que cualquier otra cultura. Ninguna forma
de cultura es semejante a otra. La ciencia tiene una eficacia explicativa que la ha hecho convertirse
en una cultura dominante en nuestros días. Además de los motivos de carácter histórico que han
propiciado este hecho, cuando digo que la ciencia es una cultura, tanto como lo es un producto
literario o una obra musical, no quiero decir que requiera una disposición igual escribir el Quijote
que desarrollar la teoría de la relatividad. Es mucho más difícil o más fácil escribir una novela que
elaborar una teoría científica, según se quiera, pero las dificultades tienen carácter diferente. Decir
que la ciencia es cultura significa que es un producto humano que influye y es influido por el
contexto social. Esta afirmación no pretende establecer, sin embargo, una especie de monotonía
axiológica en la que da exactamente igual una forma de cultura que otra.

Puede decirse de la ciencia que es una forma de cultura especialmente insidiosa, porque una vez
que pone en circulación una idea, ésta se vuelve pública. Sería poco posible que la humanidad
olvidase cómo se fabrica un arma o una bomba atómica. Podemos impedir que se fabriquen, pero
por otros motivos, no por el olvido, ya que la ciencia aporta conocimientos de carácter
intersubjetiva. Evidentemente, la física atómica es una forma de cultura inevitable, no se puede
borrar de nuestra historia o de nuestra memoria. Para acabar con ella haría falta terminar con
toda nuestra cultura.

Otra apreciación relevante se refiere a que no hay acuerdo entre lo que piensan los historiadores
de la ciencia, por un lado, y los filósofos de la ciencia, por otro, sino que existe una permanente
discusión entre ellos. Además, es necesario llamar la atención sobre el hecho de que no existe un
acuerdo completo sobre cuál deba ser el objeto de estudio de la historia de la ciencia; es decir,
sobre cuál sea el tipo de problemas que nos pueden dar una idea más cabal de lo que la ciencia es.
Unos historiadores prefieren estudiar el desarrollo de las teorías; otros se centran en el análisis de
la experimentación; otros prefieren hacer la historia de las instituciones científicas; otros
consideran la relación de la ciencia con la política; y algunos se dedican a estudiar la relación de la
ciencia con la educación. No existe un cuerpo canónico de doctrina acerca de la historia de la
ciencia, sino muchas opciones y variantes.

Usted sitúa el momento cumbre de la ligazón entre el conocimiento científico y el poder político en
el siglo XVII, pero pienso que es anterior, desde el siglo XVI, con el conocimiento científico que se
obtiene por medio de las navegaciones, que es el ejemplo que usted puso. Efectivamente, las
navegaciones y los descubrimientos están íntimamente ligados al poder y éste tiene interés en
publicar los relatos de viajeros y descubridores, así como una gran cantidad de cartas de
navegación. España, por ejemplo, no se guarda el conocimiento, sino que éste se difunde por
Europa, y Ramusio y Alvarado, que son parte del poder y además tienen conocimientos científicos
como cosmógrafos, cartógrafos, geógrafos, publican, de 1520 a 1550, los descubrimientos de
España desde el poder de la corte veneciana.

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Ciertamente, en lo que se refiere a la cosmografía, en determinados países se apoyan desde el
poder esas empresas científicas, pero no como tales, sino como empresas de conquista y de
cartografía. Cuando hicimos el segundo volumen de Teorías del universo dedicamos un capítulo a
la cosmografía y yo tenía la misma opinión que usted ha mencionado, pero después de estudiar la
cartografía que publicaba España, me di cuenta de que debía poner entre paréntesis esa opinión,
porque muchas veces las cartas de navegación que se divulgaban desde Madrid estaban
deliberadamente equivocadas para que personas de otros países no pudieran llegar fácilmente a
las costas de dominio español. Eso me llevó a sospechar que no había una relación perfecta entre
conocimiento, fomento de éste y poder, sino un objetivo político en la instrumentación del
conocimiento y del poder, que no solamente se da en el siglo XVI, sino desde el xv, por supuesto, y
mucho antes incluso si consideramos la manera cómo se trataba el conocimiento en Alejandría
cuando se fundaron el museo y la biblioteca. Indicios de la relación entre política y poder hay
muchos: la propia Academia de Platón o el Liceo de Aristóteles.

¿Por qué lo he situado en el XVII? Porque este siglo se diferencia de cualquier otro momento. Está,
desde luego, la cartografía en España y en Venecia; además, se consolidan instituciones que
surgen desde el siglo XVI, como la Accademia dei Lincei en Roma. Ya en el siglo XVII comienza a
surgir la voluntad de crear espacios que estén al lado de la Corona, aunque sean independientes
de ella de alguna manera, como la Royal Society, fundada por los fellows de Londres. Cuando
Colbert persuade a Luis XIV acerca de la conveniencia de fundar la Academia de Ciencias y después
el Observatorio, no se utilizan cortesanos para llenar esas instituciones, como es el caso de los
cosmógrafos en Madrid, sino que se intenta crear una comunidad de sabios amparados por esa
institución, que es la que representa la relación entre poderes. En mi opinión, lo del siglo XVI es
controvertido.

He escrito una contribución referente a astronomía para el catálogo de la exposición sobre Carlos
V que se exhibe en la ciudad de México. Evidentemente, Carlos V fue un gran promotor de la
ciencia, pero no como ahora la entendemos, porque no era un institucionalista. Ésa es la gran
diferencia entre el siglo XVI y el XVII. En la revolución barroca la ciencia se produce en el marco de
las instituciones. La corte de Carlos V no es una institución para la ciencia, sino un lugar donde hay
poder y en ella hay un médico, como lo ha habido desde siempre, o un botánico, un farmacéutico
o como se le quiera llamar. Carlos V protege la astronomía -fundamentalmente la astrología por
aquello de que le gustaba saber su destino-, pero no institucionaliza nada. Protege a un
cosmógrafo, que además le hace libros llenos de dibujitos, de aparatos elementales para cálculo
de posiciones de los astros y ese tipo de cosas que el emperador entiende, porque ya se sabe que
el señor Carlos V no tenía mucha idea de astronomía. Es decir, se hacen trabajos a la medida o
bien de acuerdo con las necesidades de la navegación, todo políticamente entendido. Desde
mapas que se trazan mal a propósito, como elije y es una cosa probada, hasta libros de corte que
ofrecen una idea acerca de conocimientos científicos en general. Un buen ejemplo es el de
Giambattista della Porta.

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Hablo del siglo XVII porque los Médicis amparan a Galileo y fundan la Accademia del Cimento y
con ello cambian las relaciones entre ciencia y poder, con la novedad de la existencia de una
institución en torno a la cual se impulsa un desarrollo científico completamente diferente. Antes el
trabajo individual resultaba muy meritorio. Por ejemplo, Tycho Brahe funda un observatorio por
encargo del rey de Dinamarca y hace las mejores mediciones de su época. Cuando su discípulo
Kepler, trabajando ya para Rodolfo II, aplica esas mediciones al estudio del movimiento de los
planetas, hace ciencia, de acuerdo, pero el momento en el que todo ello comienza a volverse
efervescente, de tal manera que se vuelve fecundo, es cuando esos individuos encuentran un
ámbito adecuado para comunicarse, y eso ocurre al fundarse las academias y sociedades
científicas en el XVII. Por eso establezco esa frontera. Se pueden buscar otras, pero habría que dar
muchas más explicaciones que ahora resultarían muy extensas.

En épocas anteriores encontramos personajes fascinantes que poseen conocimientos singulares y


atractivos, como los «itinerantes>>, personajes que no pertenecen a ninguna institución pero
tampoco a ninguna corte, Paracelso por ejemplo.

La corte entra en escena cuando funda instituciones y entonces sí que se distingue como centro
promotor de saber público. El siglo XVII es el momento en el que de una manera bastante clara la
cultura urbana fomenta ese tipo de institución cortesana que puede ser totalmente financiada por
la corona, como ocurría con la Academia de Ciencias de París, cuyos académicos gozaban de una
independencia y una capacidad de comunicación con el resto de los científicos europeos
desconocidas hasta entonces, mientras que el trabajo de un cosmógrafo del siglo XVI, en el fondo,
es por lo general un secreto, un trabajo de poder sobre el que debe tener mucho cuidado con lo
que dice, porque como se vaya de la lengua se pueden enfadar los navegantes y, por supuesto, el
rey.

Si la ciencia no es neutral, sino que se ubica dentro de un con texto social y político, entonces la
ideología siempre está presente. ¿Qué tanto condiciona la generación de ciencia a la propia
ideología y qué tanto es posible identificar en producciones masivas de ciencia, en bloques sociales
importantes, a la presencia de la ideología? En otro tema, creo que no es lo mismo la ciencia en el
primer mundo que en los países en desarrollo, justamente me parece que hace falta una mayor
presencia de la ciencia en la cultura. ¿Cómo fomentar una mayor cultura de la ciencia? A veces
parece que estudiamos ciencia, pero en realidad no se desarrolla ni se promueve pensamiento
científico, aun en las universidades donde todo parece tan científico.

«Cultura>> es una palabra delicuescente, complicada; todos sabemos lo que significa pero nadie
suele definirla, y la cultura requiere mucha explicación. He utilizado «cultura>> como los
geómetras latinos utilizaban la palabra «postulados>>; es decir que postulo, pido, que ustedes
acepten este conocimiento difuso, este término, esta especie de vago referente porque todos más
o menos lo entendemos. Aunque si comenzamos a ahondar en la cuestión nos llevaría a
discusiones muy serias. Si estuviésemos en un congreso, en vez de en un coloquio que intenta
estimular que se consideren facetas no puramente metodológicas o reconstructivas de la ciencia,

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habría mucho de qué hablar. Si en vez de referirnos a cultura se habla de ideología, el problema se
multiplica de manera exponencial porque, como resulta evidente, todo dependerá de quién hable
de ideología. Kepler, por ejemplo , un personaje que resulta fascinante como matemático, era un
místico completamente convencido -porque era de formación muy religiosa-de que Dios había
depositado en el mundo información acerca de sí mismo; por lo tanto, la actividad del astrónomo
era teológica.

Desde luego no podemos afirmar que Kepler no fuera determinado por las ideologías de su
tiempo. Y en el caso de los sabios de la revolución francesa debemos preguntamos por qué se
desarrollaron determinadas ciencias más que otras. Fue por cuestiones no de necesidad sino de
interés. Cuando hablemos de tecnología veremos que una de las mentiras mejor argumentadas de
muchos historiadores de la tecnología es que todos los inventos han sido producidos por la
necesidad. La historia de la tecnología es la prueba más clara de esta frase: «El hecho de que las
cosas sean útiles no quiere decir que se produzcan por necesidad. La necesidad no es la madre de
la invención. Más bien la invención es la madre de la necesidad.» Para los economistas esta
afirmación es una boutade que debemos a Kranzberg, un agudo historiador de la tecnología.

Pero si no es la necesidad, ya que la verdadera necesidad es la ideología, entonces ¿qué es? ¿Es un
motor delantero o un motor trasero lo que empuja el desarrollo de una ciencia? Durante la
revolución francesa intervinieron en ese desarrollo componentes ideológicos. Los sabios de esa
época estudiaban fenómenos ópticos porque se tenía interés en encontrar determinadas
relaciones entre el atomismo de Newton y las teorías ópticas de entonces, ya que el atomismo ha
sido una «ideología>>, en un sentido positivista del término, prácticamente a lo largo de toda la
historia de la humanidad hasta el siglo pasado.

¿Hay algo que ha aportado el atomismo a la ciencia? Sí, muchísimas cosas, pero no era capaz de
dar ni un solo dato observable acerca de lo que era un átomo, aunque todo funcionara
magníficamente si uno suponía que existían los átomos. Pero ocurría lo mismo si se suponía que
no existían, y por eso había científicos que se enfadaban mucho. La polémica entre Boltzmann y
Mach acerca de si es legítimo o no utilizar los átomos para describir la naturaleza fue feroz y sólo
acabó con el suicidio del primero (no a causa de la polémica, aunque digamos que ésta tampoco le
hizo la vida muy agradable).

La ideología es el conjunto de ideas subyacentes que hace que un investigador fije su atención en
unos problemas y no en otros. El enfoque de sus estudios no solamente es producto de una
especie de prístina deducción lógica. La ciencia divide la sociedad y el mundo en dos partes: los
emisores y los receptores. Hoy día se realizan estudios de recepción de la ciencia, por ejemplo,
sobre cómo fue recibida en América Latina la teoría de la gravitación universal o cómo recibían los
mapas aquellos que no los producían. Matemáticos insignes como Arboleda han dedicado
muchísimo tiempo a esto por el interés que reviste saber cómo llegan las ideas, no únicamente
cómo se emiten. David Headrik, que es un prestigioso historiador de la tecnología estadounidense,

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considera que muchas veces ésta y la ciencia son una herramienta de dominación, y Headrik es un
hombre bastante sensato.

Cuando alguien quiere dominar, intenta sustituir la cultura del otro por la propia de la forma más
elemental y antigua. Uno puede pensar que esto se hace de manera más o menos sutil: «Le pago a
usted, que estudia matemáticas, para que podamos comunicarle nuestra cultura>>. Dicho así esto
nunca ha ocurrido, pero sí de otras maneras más sutiles: «Vamos a China a fundar instituciones
occidentales donde se formen chinos >>, como hicieron los alemanes en el XIX; «Vamos a fundar
Calcuta y a transformar esa ciudad en un polo de cultura británica en la India. Que se estudie allí lo
mismo que en Inglaterra>>; de esta forma comienza a hacerse lo que se llama transferencia
cultural de conocimientos. Algo que ha tenido éxito no solamente en el contexto universitario,
sino también en la transferencia financiera de la industria.

Por otra parte, hay una enorme tendencia a que todo se explique de manera «científica>> y que la
representación de la realidad solamente sea respetable si se considera desde un punto de vista
científico y tecnológico. La ciencia provoca así una enorme monotonía cultural (e ideológica) en
gran parte debido a su éxito.

¿Por qué se separan las ciencias exactas de las ciencias místicas, si en la Edad Media conocimientos
como la astrología, además de la hechicería y la magia, de alguna manera involucran el estudio de
las propiedades físicas y químicas de elementos naturales?

Este proceso de separación no es en absoluto claro y discriminado. Por ejemplo, los cosmógrafos
como Kepler tenían la misión de realizar cartas astrales para las coronas y las cortes. Desde el siglo
XVI, y probablemente antes, existía un uso político de la astrología; decir que a Carlos V le
preocupaba la astronomía es una manera de hablar, lo que le interesaba en realidad era la
astrología. Esa separación de que hablamos se da básicamente en el siglo XIX, al entrar en
funcionamiento la ciencia positiva que intenta eliminar cualquier tipo de cuestión no científica,
planteamiento hasta cierto punto ideológico en el sentido de que no merece la pena hablar de
cosas que no se puedan comprobar, medir, pesar, etcétera. Sin embargo, encontramos algunos
grandes científicos del XIX que en sus laboratorios efectuaban experimentos y escribían sus libros
de protocolos, y al cerrarlos se ponían el sombrero y ¿a dónde iban? ¡A una sesión de espiritismo
que estaba muy de moda en el mundo victoriano! Nadie se rasgaba las vestiduras, todo el mundo
consideraba que el mundo del espiritismo y el real son diferentes.

¿Quiere esto decir que hay que dar importancia al espiritismo por el hecho de que los científicos
británicos del XIX fueron espiritistas? No, simplemente ocurría. Pero no lo hacían en el laboratorio,
sino fuera. Y no hablemos de la gran cantidad de libros que se han escrito sobre mística y ciencia
en el siglo xx, son innumerables. Otra cosa es darles más o menos importancia. Cada uno da
importancia a lo que quiere, porque en este tipo de cosas ahora no se juega el destino colectivo,
sino el individual.

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