Mario Vargas Llosa realiza en 'La llamada de la tribu' una defensa de la sociedad
abierta basada en su lectura de siete grandes pensadores, de Adam Smith a Jean-
François Revel pasando por Karl Popper
Jorge Luis Borges acostumbraba a decir, sin sorna alguna, que no comprendía del todo bien
su fama, aunque la agradeciera, pues mientras era reconocido mundialmente por lo que había
escrito, él siempre había deseado hacerse notar por lo que había leído. Esa característica del
argentino no era una peculiaridad. Con raras excepciones, los grandes autores de la literatura
del siglo XX han sido también grandes lectores y es común el entendimiento de que la mejor
manera de aprender a escribir es dedicarse a leer. Días atrás ha llegado a las librerías la última
obra de nuestro premio Nobel Mario Vargas Llosa, La llamada de la tribu, que él mismo
califica de autobiografía: “El recorrido que me fue llevando desde mi juventud impregnada
de marxismo y existencialismo sartreano al liberalismo de mi madurez”, descubre. Semejante
recorrido es parejo al de otros acreditados artistas de la pasada centuria y casi todos ellos
justifican su transformación ideológica en la ineficiencia y brutalidad del régimen de la Unión
Soviética. Muy pocos en cambio han sido capaces de teorizar su metamorfosis, y muchos
menos aún la vinculan al descubrimiento intelectual de los filósofos de su tiempo.
Creo no equivocarme al decir que los dos más grandes narradores de la literatura en español
de todo el siglo pasado son Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, cuyas uniones y
desencuentros jalonan por lo demás la anécdota de sus vidas. Pero existe una diferencia
sustancial entre sus respectivos comportamientos como escritores y como activistas o,
cuando menos, comprometidos agentes políticos. Mientras Gabo era un artista puro, capaz
de fundir magia y realidad hasta el extremo de confundirlas, Mario es también un intelectual
reflexivo, cuya introspección sobre sí mismo forma parte esencial de su investigación del
mundo. Frente al realismo mágico de sus colegas, Vargas Llosa no descubre embrujo alguno
en la realidad que nos circunda,
empobrecida aún más, según
confiesa, por la riqueza de la
ficción. Quizá por eso se ha
dedicado, casi como ningún otro
novelista de su talla, al ensayo de
toda índole, lo que
inevitablemente ha hecho de él
un lector tan proteico o más que
el propio Borges.
Este es un gran libro al que, haciendo honor a la condición liberal de su autor, yo le objetaría
su escepticismo respecto a la socialdemocracia
Estos y otros desacuerdos que Vargas establece con los pensadores cuyas ideas glosa no
empañan en absoluto su convicción de que el liberalismo político y económico van
ineludiblemente unidos y constituyen la expresión más lograda hasta el momento del
ejercicio de las libertades democráticas. Para las gentes de mi generación, que padecimos los
rigores de la dictadura franquista, es fácil compartir este enunciado, pues la libertad supuso
durante décadas el bien soñado al que aspirábamos, por encima de cualquier otro anhelo vital.
Libertad no solo política, sino sexual y de cualquier tipo de comportamientos, que habría de
entronizar al individuo y sus derechos frente al gregarismo de la tribu que denuncia el autor
desde el umbral mismo de la obra. Vargas Llosa reconoce que la aplicación de esta doctrina,
de la que es ferviente seguidor, acaba produciendo desigualdades a veces insoportables que
es preciso corregir, asegurando sobre todo la igualdad ante la ley y la de oportunidades, que
debe garantizar un derecho casi universal a la educación, pero en cualquier caso insiste en el
fracaso de las políticas nacionalizadoras y colectivistas, pues acaban depauperando a los
pueblos y sojuzgando a sus habitantes. Su construcción intelectual se basa, junto a la
influencia del filósofo y economista austriaco, en su admiración por Karl Popper e Isaiah
Berlin, de los que pondera su moderación y, sobre todo en el caso del judío báltico, su
modestia y falta de arrogancia. Cuando elogia el temperamento de este último, al que elogia
muy justamente, evita discurrir no obstante sobre el elitismo que la tolerancia comporta a
veces por parte de quien la practica. De dicho triunvirato parece arrebatado a la postre más
que por ningún otro por la figura de Hayek y su apasionado carácter, más comparable al
entusiasmo de los poetas y autores de ficción que a la reflexión propiamente filosófica. Su
denuncia del extremismo nada ocasional de las ideas del laureado profesor encierra
paradójicamente una cierta admiración por la lealtad a sus convicciones, por discutibles y
controvertidas que fueran.