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Los distintos géneros de conocimiento y la proyección contemporánea de la Ética demostrada según el

orden geométrico de Baruch Spinoza


—Natalia Gómez González—
Índice

Introducción ………………………………………………………………………………………………. 3

Paso del primer al segundo género de conocimiento …………………………………………………….. 3

El tercer género de conocimiento ………………………………………………………………………… 9

Vida eterna de la mente ………………………………………………………………………….. 10

El amor intelectual de Dios ……………………………………………………………………… 14

La liberación de la mente ………………………………………………………………………… 18

Proyección contemporánea del pensamiento de Spinoza ………………………………………………… 20

El problema de la religión en el mundo actual (J. Habermas, E. Tugendhat) …………………... 20

La propuesta de un exocerebro (R. Bartra) ……………………………………………………… 21

La falsa idea de un «libre albedrío» fuera de la naturaleza: la nueva perspectiva científica de la


neuroética (K. Evers) …………………………………………………………………………….. 23

Bibliografía ……………………………………………………………………………………………….. 26

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Introducción

El presente trabajo consta de tres partes principales en las que se abordarán distintos aspectos del
pensamiento que Spinoza plasmara en su Ética demostrada según el orden geométrico: las dos primeras partes
abordarán el progreso inmanente de un género de conocimiento a otro, de tal modo que la primera parte se
ocupará del paso del primer al segundo género de conocimiento; mientras que la segunda parte versará sobre el
tercer género de conocimiento. Finalmente, la última parte tratará de reflejar influencias de la citada obra en el
pensamiento contemporáneo.

Paso del primer al segundo género de conocimiento

En su Ética demostrada según el orden geométrico, Spinoza concibe tres géneros de conocimiento: un
primer género de conocimiento dominado por las afecciones o pasiones, otro caracterizado por el razonamiento
y un tercer género que es un conocimiento de la esencia de las cosas denominado «ciencia intuitiva».

El presente apartado pretende explicar la transición inmanente del primer al segundo género de
conocimiento sobre la base de determinados conceptos clave en la obra spinoziana, tales como «idea de la idea»,
«choque fortuito de las cosas», «mente dispuesta internamente», «alegría», «potencia», «nociones comunes».
Para ello, recorreremos sucesivamente las siguientes proposiciones de la obra cumbre de Baruch Spinoza:
proposiciones XXII y XXIII de la segunda parte, escolio de la proposición XXIX de la segunda parte, corolario
de la proposición XXXVIII de la segunda parte, corolario de la proposición XXXIX de la segunda parte;
escolios de la proposición XL de la segunda parte, escolio de la proposición XI de la tercera parte, demostración
de la proposición XXXVII de la tercera parte y demostración y escolio de la proposición XVIII de la cuarta
parte.

Así, en la proposición XXII de la segunda parte de la Ética, Spinoza sostiene que «la mente humana
percibe, no sólo las afecciones del cuerpo, sino también las ideas de esas afecciones1». Es decir, en la
proposición XII de esta parte Spinoza ya ha explicado que en la mente hay una idea de todo lo que sucede en el
cuerpo en tanto que objeto de la idea de la mente humana. Ahora, afirma Spinoza que, aparte de esa idea de las
afecciones del cuerpo, la mente humana tiene también ideas de las ideas de dichas afecciones.

En efecto, en la proposición XX de esta segunda parte, Spinoza ya ha explicado que en Dios se da una
idea tanto de él mismo como de todas sus afecciones y, dado que la mente humana forma parte del entendimiento
infinito de Dios, en Dios se da una idea de la mente humana, y, además, no en cuanto que Dios es infinito sino
en cuanto es afectado por otra idea de una cosa singular.

En este sentido, ha aclarado ya, en la proposición VI de la segunda parte, que «los modos de un atributo
cualquiera tienen como causa a Dios sólo en cuanto se lo considera desde el atributo del que son modos, y no

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SPINOZA, B. Ética demostrada según el orden geométrico.

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en cuanto se lo considera desde algún otro atributo2». Por tanto, Dios es la causa de las ideas de las cosas
singulares existentes en acto (las afecciones) en tanto que dichas ideas son modos singulares de pensar y Dios
tiene como atributo el pensamiento.

Además, dado que, acorde con lo demostrado en la proposición VII de esta parte, el orden y la conexión
de las ideas es el mismo que el orden y la conexión de las causas, Dios tiene una idea tanto de la mente como
del cuerpo humano. Por tanto, «las ideas de las ideas de las afecciones se siguen en Dios de la misma manera,
y se refieren a Dios de la misma manera, que las ideas mismas de las afecciones3».

Asimismo, en la proposición XII de esta parte ha defendido que Dios tiene una idea de todo lo que
sucede en el objeto de cualquier idea en cuanto que Dios constituye la esencia de dicha cosa. En la proposición
XI establece a su vez que, en tanto que la mente humana forma parte del entendimiento infinito de Dios, decir
que la mente humana percibe una cosa equivale a afirmar que Dios —no en cuanto es infinito sino en cuanto
constituye la esencia de la mente humana—tiene dicha idea.

En la proposición XXIII de la segunda parte, Spinoza defiende que «la mente no se conoce a sí misma
sino en cuanto percibe las ideas de las afecciones del cuerpo4» y, para demostrarlo, arguye que, tal como se ha
demostrado en la proposición XX de la segunda parte, en Dios se da tanto una idea de la mente como una idea
del cuerpo en cuanto que afecciones suyas. Sin embargo, al entender la mente humana como idea del cuerpo,
se considera que dicha idea se da en Dios no en tanto que infinito sino en cuanto que afectado por otra idea de
una cosa singular. Es decir, el cuerpo humano está compuesto por numerosos individuos y Dios es afectado por
las ideas de estos, por lo que la idea que tiene Dios del cuerpo humano no se debe a que Dios constituya la
esencia de la mente humana —y esta tenga una idea de todas las afecciones del cuerpo humano— sino a que
Dios es afectado por otras muchas ideas de cosas singulares, las cuales son modos de pensar y, por ende, se
explican a través del atributo del pensamiento de Dios. De ello se sigue que la mente humana no conoce el
cuerpo humano mismo.

No obstante, en la mente humana sí se dan ideas de las afecciones del cuerpo dado que, según se
establece en la proposición XII de la segunda parte, la mente humana tiene una idea de todo lo que sucede en el
cuerpo humano y, a su vez, en Dios se dan ideas de las mismas por constituir la esencia de la mente humana.
Por tanto, en este sentido la mente humana sí percibe el cuerpo humano. Es decir, la mente humana no conoce
el cuerpo humano sino en tanto que las ideas de las afecciones de este se dan en Dios por constituir la esencia
de la mente humana. En este sentido, la mente humana sí percibe dichas afecciones y el cuerpo humano mismo.

Asimismo, dado que las ideas que Dios tiene del cuerpo humano no se deben únicamente a que Dios
constituya la esencia de la mente humana sino a que, a la vez que tiene la idea de la mente humana, también
tiene otras numerosas ideas de cosas singulares, entonces tampoco la idea que Dios tiene de la mente humana

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obedece a que Dios constituya la esencia de la mente humana; y, por tanto, en ese sentido, la mente humana no
se conoce a sí misma.

Además, las ideas de las afecciones por las que el cuerpo humano es afectado por los cuerpos exteriores
implican la naturaleza del cuerpo humano. Dichas ideas se dan en Dios en cuanto que constituye la esencia de
la mente humana y, por ende, concuerdan con la esencia de la mente y, por consiguiente, el conocimiento de las
ideas de las afecciones del cuerpo implica el conocimiento de la mente y, dado que, como se ha dicho
anteriormente, la mente tiene idea de las afecciones del cuerpo, solo en ese sentido la mente se conoce a sí
misma.

Con todo ello, Spinoza muestra que —aunque la mente y el cuerpo no están separados y aislados sino
relacionados y conectados de modo que el cuerpo es el objeto de la idea que da lugar a la mente, y ambos,
cuerpo y mente, forman parte de la sustancia única, infinita y eterna— el conocimiento que la mente tiene del
cuerpo es confuso.

Así pues, una vez que Spinoza ha aclarado que la mente humana percibe tanto las afecciones del cuerpo
como también las ideas de esas afecciones y que la mente no conoce el cuerpo humano ni se conoce a sí misma
sino en cuanto tiene ideas de las afecciones del cuerpo, defiende ahora, en la proposición XXIX de la segunda
parte, que «la idea de la idea de una afección cualquiera del cuerpo humano no implica el conocimiento
adecuado de la mente humana5». A saber, el conocimiento que la mente humana tiene tanto de sí misma como
del cuerpo se limita a que tiene ideas de las afecciones del cuerpo, siendo a través de esas mismas ideas de las
afecciones del cuerpo que percibe los cuerpos exteriores. No obstante, en tanto que el cuerpo humano consta de
numerosas partes componentes y puede ser afectado de múltiples maneras, la idea de una afección del cuerpo
humano no implica el conocimiento adecuado del mismo. Asimismo, el conocimiento que de las partes del
cuerpo humano y sus afecciones se da en Dios en cuanto afectado por múltiples ideas de cosas singulares —y
no en cuanto tiene la idea del cuerpo humano o la idea que constituye la esencia de la mente humana—, por lo
que la idea de una idea de una afección del cuerpo no puede proporcionar conocimiento adecuado de la mente.

En relación con ello, sostiene Spinoza, en el escolio de la proposición XXIX de la segunda parte, que,
cuando la mente se ve determinada externamente a considerar las cosas por el «choque fortuito de las cosas»,
tiene un conocimiento «confuso y mutilado», inadecuado, tanto de sí misma como del cuerpo humano y de los
otros cuerpos exteriores. En cambio, cuando la determinación a considerar las cosas proviene de su interior y
se tienen en cuenta numerosas cosas a un mismo tiempo, la mente entiende sus concordancias, sus diferencias
y sus oposiciones dado que está «dispuesta internamente» a ello y, de este modo, tiene un conocimiento
adecuado de las mismas.

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De esta manera, Spinoza diferencia entre un conocimiento adecuado, en el que la mente se ve impelida
internamente a considerar diversos aspectos de las cosas, y un conocimiento inadecuado, en el que la mente se
ve forzada externamente «según el orden común de la naturaleza».

Asimismo, en el corolario de la proposición XXXVIII de la segunda parte, Spinoza defiende que los
hombres tienen ciertas ideas o nociones comunes debido a que todos los hombres comparten ciertas cosas en
común —como el atributo de la extensión y en su capacidad de estar en movimiento o reposo—, y afirma que
el conocimiento que se tiene de esas nociones comunes es un conocimiento adecuado.

En efecto, Spinoza arguye que lo que es común a todas las cosas y en lo que convienen todos los cuerpos
solo puede ser concebido de forma adecuada en tanto que la idea de ello se da en Dios, por una parte, en cuanto
que Dios tiene la idea del cuerpo humano y de los cuerpos exteriores, y, por otra parte, en cuanto que Dios tiene
las ideas de las afecciones, las cuales implican tanto la naturaleza del cuerpo humano como de los cuerpos
exteriores. Por tanto, la idea de lo que es común a todos los cuerpos es necesariamente adecuada en Dios, lo
cual implica que en el entendimiento divino se da una idea cuya causa es Dios en cuanto constituye la esencia
de la mente humana y, por ende, la mente humana tiene un conocimiento adecuado de las nociones comunes.
En virtud de ello, en el corolario de la proposición XXXIX de la segunda parte, Spinoza extrae la conclusión de
que cuanto más cosas tiene en común el cuerpo con otros cuerpos, más apta es la mente para percibir
adecuadamente muchas cosas.

Una vez que Spinoza ha demostrado que existen unas nociones comunes que son el fundamento de
nuestro raciocinio, continuará ahora explicando cómo el conocimiento de las nociones comunes de la especie
permite aumentar la potencia individual hasta llegar a concluir que «el hombre es lo más útil para el hombre».

Así, en los escolios de la proposición XL de la segunda parte, Spinoza también expone que los términos
trascendentales (por ejemplo, «ser», «cosa», «algo», etc.) se originan porque, debido a las limitaciones propias
del cuerpo humano, este solo es capaz de formar simultáneamente y con claridad un determinado número de
imágenes —entendiendo que son «imágenes de las cosas» las afecciones del cuerpo humano cuyas ideas
representan los cuerpos exteriores como si estuvieran presentes, aunque no reproduzcan las figuras de las
cosas—. Por tanto, cuando se sobrepasa un cierto número de imágenes, estas devienen confusas en la mente.

Además, dado que la mente puede considerar los cuerpos exteriores que en algún momento han afectado
al cuerpo humano como si estuviesen presentes —aunque ya no existan ni estén presentes— y, puesto que, si el
cuerpo humano ha sido afectado alguna vez por varios cuerpos al mismo tiempo, cuando posteriormente la
mente imagine a uno de ellos, recordará inmediatamente también a los otros, entonces, la mente humana podrá
imaginar simultáneamente tantos cuerpos cuantas imágenes puedan formarse simultáneamente en su propio
cuerpo.

Conforme a ello, si esas imágenes están confundidas en el cuerpo, también la mente imaginará todos
los cuerpos de forma confusa y, en cierto modo, los agrupará bajo un único atributo (por ejemplo, bajo el atributo
de «ser», de «cosa», etc.). Esto es también lo que sucede en el caso de los términos universales (tales como

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«hombre», «caballo», «perro», etc.), en el que, debido al gran número de imágenes simultáneas que se han
formado en el cuerpo humano, la mente no puede imaginar las pequeñas diferencias entre los distintos
individuos y solo imagina con claridad aquello en que todos concuerdan al afectar al cuerpo, y es eso lo que la
mente expresa con dichos vocablos universales.

A partir de esto —sobre la base de la diferencia entre las imágenes confusas y las nociones comunes—
, Spinoza establece que existen tres tipos de conocimiento: conocimiento del primer género, del segundo género
y del tercer género.

El conocimiento del primer género —también llamado «opinión» o «imaginación»— está formado, por
una parte, por un «conocimiento por experiencia vaga», del cual la mente no conoce sus primeras causas y que
se caracteriza por imágenes y conceptos universales que los sentidos nos muestran de forma mutilada y confusa.
No se trata de un conocimiento que la mente humana adquiere por verse impelida a ello internamente y en el
que busca las nociones comunes, sino que es un conocimiento al que la mente llega por el choque fortuito de
las cosas y, por ello, no es un conocimiento adecuado ni de sí misma, ni del cuerpo humano ni de los cuerpos
exteriores.

Por otra parte, el primer género de conocimiento también está formado por conocimiento a partir de
signos, en el sentido de que, por ejemplo, al oír o leer ciertas palabras, nos acordamos de las cosas y formamos
ideas semejantes a ellas por medio de las cuales imaginamos esas cosas. Es decir, en la mente humana se
relacionan, siguiendo el orden y concatenación de las afecciones del cuerpo humano, ciertas ideas de las
afecciones del cuerpo humano que implican la esencia de cosas que están fuera del cuerpo humano. Este tipo
de conocimiento se caracteriza por relaciones en cierto modo arbitrarias que varían de un hombre a otro debido
a que en este caso las ideas no se relacionan siguiendo el orden del entendimiento, el cual es igual en todos los
hombres, sino según el orden de las afecciones del cuerpo.

Por tanto, el primer género de conocimiento estaría formado tanto por el conocimiento por experiencia
vaga como por el conocimiento a partir de signos.

El conocimiento del segundo género —también denominado «razón»— es un conocimiento que surge
del hecho de que tenemos nociones comunes e ideas adecuadas de las propiedades de las cosas debido a que,
tal como hemos explicado anteriormente, todos los cuerpos concuerdan en ciertas cosas que percibimos de
forma adecuada. Así, la mente tiene una idea adecuada de lo que es común al cuerpo humano y a otros cuerpos
exteriores que afectan al cuerpo humano y que se da tanto en la parte como en el conjunto de cualquiera de
ellos.

El conocimiento de las nociones comunes y las propiedades de las cosas es, por tanto, un conocimiento
verdadero que, como veremos, permitirá al hombre aumentar su potencia individual.

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El tercer género de conocimiento —también conocido como «ciencia intuitiva»— se caracteriza porque,
partiendo de la idea adecuada de la esencia formal de ciertos atributos de Dios, avanza hacia el conocimiento
adecuado de la esencia de las cosas.

Spinoza defiende que estos dos últimos géneros proporcionan conocimiento adecuado y verdadero,
mientras que el conocimiento por imaginación brinda ideas parciales, confusas y, por tanto, inadecuadas de la
realidad.

Asimismo, todos estos tres géneros de conocimiento se dan, según explica Spinoza en el escolio de la
proposición XI de la tercera parte de la Ética, en vida del cuerpo, negando con ello la existencia de un alma
inmortal. Así, en dicho escolio arguye que «la existencia presente de nuestra mente solo depende de que la
mente implica la existencia actual de nuestro cuerpo6».

Junto a ello, Spinoza afirma también que las pasiones de la alegría y la tristeza son afectos por los que
la mente puede pasar a una mayor o a una menor perfección, respectivamente. Por consiguiente, serán estos
afectos, tal como Spinoza aclarará posteriormente, los que nos permitirán pasar de un género de conocimiento
a otro.

En efecto, en la proposición XXXVII de la tercera parte, Spinoza sostiene que el deseo que brota de la
tristeza o la alegría es mayor cuanto mayor es el afecto, y lo demuestra arguyendo que la tristeza disminuye —
y es contraria a— la potencia de obrar o esfuerzo que el hombre realiza por perseverar en su ser, por lo que todo
esfuerzo del hombre afectado de tristeza se encamina a apartar esa tristeza. Ahora bien, entendida la tristeza
como paso a una menor perfección, cuanto mayor es la tristeza, mayor es la potencia de obrar del hombre a la
que se opone y mayor será la potencia de obrar con la que el hombre se esforzará por apartar de sí dicha tristeza,
es decir, mayor será el deseo o apetito con que lo hará.

A su vez, puesto que la alegría aumenta la potencia de obrar del hombre, el hombre afectado de alegría
no desea otra cosa que conservarla, y ello con tanto mayor deseo cuanto mayor sea la alegría.

Asimismo, en la demostración y el escolio de la proposición XVIII de la cuarta parte de la Ética, en la


que se trata de la fuerza de los afectos, Spinoza defiende que «el deseo que surge de la alegría, en igualdad de
circunstancias, es más fuerte que el deseo que brota de la tristeza7». Para demostrarlo sostiene que el deseo —
más bien que la razón— es la esencia misma del hombre, en tanto se concibe como determinada, en virtud de
una afección cualquiera que experimente, a hacer algo para su conservación o la perseverancia en su ser.
Teniendo esto en cuenta, afirma a continuación que el deseo que brota de la alegría (entendida como paso del
hombre a una mayor perfección) se ve aumentado por el afecto mismo de la alegría; en cambio, el que brota de
la tristeza se ve disminuido por el afecto de la tristeza (paso del hombre a una menor perfección). Por tanto, la
fuerza del deseo que surge de la alegría debe definirse tanto por la potencia humana como por la potencia de la

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causa exterior, mientras que la fuerza del deseo que surge de la tristeza solo puede definirse por la potencia
humana, motivo por el cual el deseo que nace de la alegría es más fuerte.

A la perseverancia en el ser se orientan también la razón y la virtud humanas. Así, sostiene Spinoza que
todo aquello que la razón exige es siempre conforme a la naturaleza del hombre: demanda que cada hombre se
ame a sí mismo, busque su propia utilidad y todo lo que le lleve a una mayor perfección, esforzándose así cada
cual por conservar su ser. A su vez, la virtud consiste en actuar según las leyes de su propia naturaleza y nadie
se esfuerza en conservar su ser sino en virtud de las leyes de su propia naturaleza, por lo que el fundamento de
la virtud es el esfuerzo por conservar el ser propio y la felicidad consiste en la posibilidad que tiene el hombre
de conservar su ser. Se sigue de ello que la virtud debe ser apetecida por sí misma, a saber, para perseverar en
el ser, y no, por otra causa más excelsa. Por tanto, el fundamento de la virtud es —contrariamente a lo que
muchos podrían pensar— la búsqueda de la propia utilidad.

También, considerando que el cuerpo humano necesita de otros cuerpos para conservarse, conviene
Spinoza en que no es posible prescindir de todo lo externo y vivir sin comercio con las cosas externas a nosotros.
Antes bien, si admitimos que, tal como ya hemos argumentado, «el alma es tanto más apta para percibir
adecuadamente muchas cosas, cuanto más cosas en común tiene su cuerpo con otros cuerpos8», el entendimiento
de una mente aislada y sin contacto con otros sería más imperfecto. Por tanto, numerosas cosas externas nos
son útiles y, en virtud de ello, deben ser apetecidas, siendo las más convenientes aquellas que más concuerdan
con nuestra naturaleza dado que esa unión de cosas concordantes nos permite incrementar nuestra potencia.

Por consiguiente, puede concluirse que nada es más útil al hombre que el hombre, a saber, lo más útil
para el hombre es la concordancia de todas las mentes humanas en busca de la común utilidad y, habida cuenta
de que la razón sirve de guía en dicha búsqueda, los hombres que se gobiernen por la razón «no apetecen para
sí nada que no deseen para los demás hombres, y, por ello, son justos, dignos de confianza y honestos».

El tercer género de conocimiento

En las proposiciones XX a XL de la quinta parte de la Ética demostrada según el orden geométrico


Spinoza abordará propiamente el tercer género de conocimiento al que viene apuntando desde los inicios de la
mencionada obra. Así, en el escolio de la proposición XX de la quinta parte, Spinoza introduce las hipótesis que
le permitirán orientar el proceso de liberación hacia la consideración de la mente sola, liberada de las
constricciones que le impone el cuerpo. Dicho proceso se desarrollará en torno a dos nociones fundamentales:
la noción de eternidad, que confiere contenido a la idea de una duración de la mente distinta de la «vida actual
y presente»; y la noción del amor intelectual de Dios, que sustituye la idea del amor a Dios. A través de estos
dos conceptos, se pretende conseguir la completa liberación de la mente (proposiciones XXXVIII a XL) para,
una vez que ha quedado así explicada la potencia o virtud de la mente humana, pasar a considerar, en las dos

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últimas proposiciones de la Ética (XLI y XLII), los problemas de una ética concreta y su ligazón a las exigencias
de la vida cotidiana.

Vida eterna de la mente

En efecto, en las proposiciones XXI a XXIII de la quinta parte de la Ética, Spinoza sostiene y explica
las condiciones para una vida eterna de la mente —la cual, tal como adelanta ya en la definición VIII de la
primera parte, «no puede explicarse por la duración o el tiempo 9»—. Entonces, ¿qué permitirá a la mente
humana sustraerse de la duración o el tiempo y, de este modo, alcanzar una de las propiedades características
de Dios: la eternidad?

En este sentido, Spinoza no defiende un alma o mente inmortal sino que sostiene que su duración está
sujeta a la duración del cuerpo y así afirma, en la proposición XXI de la quinta parte, que «la mente no puede
imaginar nada, ni acordarse de las cosas pretéritas, sino mientras dura el cuerpo10». A saber, mente y cuerpo se
someten juntos, en un mismo movimiento, al imperio de la ley de la duración y el tiempo y, por tanto, al igual
que el cuerpo está determinado por las condiciones que hacen que exista actualmente, la mente, que afirma la
existencia actual del cuerpo, es llevada a producir ideas de las que ella no es causa adecuada: es llevada a
imaginar. Imaginar, por tanto, es pensar las cosas bajo el modo de la duración y, con ello, según el principio de
una necesidad extrínseca a su propia naturaleza, lo cual supone que la mente afirma la existencia actual del
cuerpo.

No obstante, si bien es cierto que esta manera de pensar o producir ideas es la forma más común, no es
la única. En la proposición XXII de esta quinta parte, Spinoza explica cómo puede la mente eludir la lógica de
la duración a través de un principio de necesidad ligado a la naturaleza de Dios. En la demostración de la citada
proposición, Spinoza explica que, dado que Dios es causa tanto de la existencia como de la esencia del cuerpo
y dicha esencia del cuerpo debe entenderse a través de la esencia de Dios y, por ende, con una necesidad eterna,
Dios tiene una idea de la esencia del cuerpo desde la perspectiva de la eternidad. Con ello quiere decir que en
Dios las ideas de las cosas se siguen con una necesidad que no está sometida a la ley de la duración y, en tanto
que obedecen a este orden, expresan no ya la existencia de las cosas sino su esencia. Por tanto, las esencias y
las ideas de las esencias cuya necesidad se explica totalmente a partir de la necesidad de la potencia de Dios
escapan, por definición, a la lógica de la duración. Pensar las esencias es afirmar su necesidad en tanto que no
está limitada por la consideración de un lugar o un tiempo determinados en particular, al contrario de lo que
sucede cuando el alma afirma la existencia actual de una cosa y también cuando afirma la existencia actual del
cuerpo, del que ella misma es idea. Por tanto, al pensar las esencias la mente no tiene en consideración
prioritariamente las ideas asociadas a las afecciones particulares del cuerpo, sino que puede consagrar la parte
principal de su atención a las ideas que se siguen directamente de la naturaleza de Dios y que, tal como explicará
en la siguiente proposición XXII, transmiten algo de su eternidad.

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En la proposición XXIII de la quinta parte, Spinoza sostiene que la mente no se destruye totalmente una
vez que desaparece el cuerpo, sino que queda algo «que se concibe con una cierta necesidad eterna por medio
de la esencia misma de Dios11». A saber, si la esencia del cuerpo se concibe en Dios desde una perspectiva que
escapa necesariamente a la lógica de la duración y el concepto de la esencia del cuerpo es la mente en sí misma
o la esencia de la mente, entonces, en tanto que idea de una esencia, la mente es en sí misma una esencia y dicha
esencia, que también debe ser concebida en Dios, es necesariamente eterna.

De esta forma, la eternidad que se le reconoce a la mente no la aleja del cuerpo dotándola de una
existencia totalmente separada del cuerpo sino que respeta la unión de mente y cuerpo, la cual no debe
entenderse como la unión de dos cosas independientes sino como la expresión de una sola afección de la
sustancia única e infinita expresada de distintos modos.

Por tanto, Spinoza introduce la idea de que, tras la destrucción del cuerpo, queda algo de la mente que,
además, es eterno. Tal como indica en la proposición XXIII, ese «algo» no es la mente en sí misma sino «algo
que pertenece a la esencia de la mente», es una «idea que expresa la esencia del cuerpo desde la perspectiva de
la eternidad [...], un determinado modo del pensar que pertenece a la esencia del alma y es necesariamente
eterno12». A saber, la tendencia esencial de la mente consiste en pensar o formar ideas adecuadas de las cosas
y, a través de esta práctica de la actividad de la comprensión, la mente descubre que ella comporta algo
necesariamente eterno: la idea sub specie aeternitatis del cuerpo humano, entendida como una idea de que el
cuerpo era como era y, por determinadas causas, actuó tal como lo hizo, y dicha idea se caracteriza porque no
desaparece con la destrucción del cuerpo.

Asimismo, Spinoza no considera que dicha comprensión de la eternidad sea una representación
meramente teórica abstracta sino que se trata de una verdadera experiencia de la eternidad («sentir y
experimentar que somos eternos13»). La eternidad a la que la mente accede a través de esta experiencia es una
eternidad presente que no puede medirse por medio de criterios temporales.

En las proposiciones XXIV y XXV de la quinta parte, Spinoza nos habla nuevamente del tercer género
de conocimiento, al que denomina «ciencia intuitiva», por el cual el hombre «progresa, a partir de la idea
adecuada de la esencia formal de ciertos atributos de Dios, hacia el conocimiento adecuado de la esencia de las
cosas14». Por la práctica de este tercer género de conocimiento, la mente consigue ver las cosas desde el punto
de vista de la eternidad, lo cual le permite también descubrir en ella misma algo necesariamente eterno.

Al sostener, en la proposición XXIV, que «cuanto más conocemos las cosas singulares, tanto más
conocemos a Dios15», Spinoza parece querer decir que, en tanto que las cosas singulares no son otra cosa que
afecciones por medio de las cuales se expresan los atributos de Dios de un modo determinado, conocer las cosas

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Íbid. Proposición XL de la segunda parte.
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Op. cit.

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singulares y conocer a Dios son una y la misma cosa. Por tanto, conocer las cosas singulares implica explicarlas
ontológica, lógica y físicamente a partir de la sustancia de la que son expresión y, por consiguiente, significa
formarnos de ellas una idea que es en Dios y que conocemos tal como es en Dios.

«La suprema virtud de la mente y a lo que deben dirigirse todos nuestros esfuerzos es a conocer las
cosas según este tercer modo de conocimiento16», sostiene Spinoza en la proposición XXV, para indicar que el
tercer género de conocimiento supone la plena realización de la potencia de pensar de la mente. Se trata de un
conatus o esfuerzo fundamental de la mente que pasa por perseguir un conocimiento cada vez mayor de la
naturaleza de las cosas y de Dios. Asimismo, a diferencia del segundo género de conocimiento, que procede por
nociones comunes de las que la mente extrae ideas adecuadas de las propiedades de las cosas, el conocimiento
del tercer género aprehende la esencia de las cosas, las deduce directamente de la naturaleza de Dios tal como
se expresa a través de sus diferentes atributos.

Consagrándose a este esfuerzo de comprensión que pone en juego las disposiciones intrínsecas de su
naturaleza, la mente humana expresa la tendencia fundamental que define su conatus.

Así, al afirmar en la proposición XXVI que «cuanto más apta es el alma para entender las cosas según
el tercer género de conocimiento, tanto más desea entenderlas según dicho género17», Spinoza nos indica que la
mente no ha alcanzado aún el término del movimiento que debe conducirla a la realización de su virtud suprema,
mas se ha dado el impulso inicial que se retroalimenta a sí mismo: cada vez será mayor el deseo de conocer las
cosas por el tercer género de conocimiento.

A su vez, la proposición XXVII explica que dicho tercer género de conocimiento conduce al «mayor
contento posible de la mente». Se trata de una alegría suprema que se experimenta cuando, al conocer por el
tercer género de conocimiento, se alcanza la máxima perfección humana, la cual va acompañada de la idea de
sí mismo y de su virtud, a saber, implica una satisfacción personal dirigida hacia sí mismo y su propia perfección
o excelencia.

Ahora bien, ¿cómo se manifiesta esa disposición a conocer las cosas por el tercer género de
conocimiento?

La proposición XXVIII aclara que el esfuerzo por conocer según el tercer género de conocimiento no
puede provenir de las ideas mutiladas y confusas del primer género de conocimiento sino que es menester
haberse instalado ya en el orden del conocimiento que procede por ideas claras y distintas o por ideas adecuadas
formadas en la mente por ella misma, sin intervención exterior, para conseguir así desarrollar ese impulso de
comprender que caracteriza al tercer género de conocimiento. Por tanto, dicho impulso inicial a conocer por el
tercer género de conocimiento ha de provenir del conocimiento deductivo y demostrativo del segundo género,
que, por medio de nociones comunes, descubre las propiedades de la esencia de las cosas, a partir de las cuales

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forma ideas adecuadas. Para ello, la mente debe liberarse del peso de las ideas inadecuadas que impiden el
desarrollo de su propio conatus.

A su vez, la proposición XXIX con su demostración y escolio aborda el paso del conocimiento
imaginativo, en el que se mezclan la verdad y el error, al conocimiento verdadero del tercer género. La mente
que «concibe la presente y actual existencia del cuerpo» se sitúa en el primer género de conocimiento, en el que
dominan los mecanismos de la imaginación, y, por tanto, la mente se explica las cosas en relación con el tiempo,
mientras que el conocimiento verdadero las representa sub specie aeternitatis. De ello puede inferirse que la
mente debe renunciar a concebir como presente la existencia actual del cuerpo para que se forme en ella el deseo
de conocer las cosas por el tercer género de conocimiento. Es decir, en tanto que su propia naturaleza hace que
la mente sea tanto idea de la existencia actual del cuerpo como idea de la esencia del cuerpo, esta ha de elegir
entre conocer las cosas en tanto que en relación con la existencia actual del cuerpo y, por tanto, representadas
en relación con el tiempo, o bien concebirlas en tanto que su realidad está contenida necesariamente en Dios y,
por tanto, afirmando, al pensarlas, no la existencia actual del cuerpo sino su esencia. Las cosas no dejan de ser
consideradas existentes sino que, en lugar de concebirse desde el punto de vista del tiempo y la existencia actual
del cuerpo, lo hacen desde el punto de vista de la eternidad, es decir, la mente comprende que las cosas no
existen solamente en relación con nosotros mismos sino también en relación con Dios.

Todo ello conduce necesariamente, según la proposición XXX, a un mejor conocimiento de Dios así
como al conocimiento de que nuestra mente «es en Dios y se concibe por Dios18». Una vez que la realidad, tanto
de la mente como de las cosas singulares, deja de ser considerada en relación con el tiempo y participa de la
eternidad de la esencia de Dios a la que se refiere directamente, su existencia aparece como expresión de dicha
esencia.

Del mismo modo, acorde a la proposición XXXI de esta parte, la mente que concibe las cosas, el cuerpo
del que es idea y a ella misma como eternos se hace ella misma eterna. La mente no solo puede conocer las
cosas por el tercer género de conocimiento sino que ella misma es «causa adecuada o formal» del conocimiento
del tercer género. Así, al conocimiento del tercer género no se accede accidentalmente en virtud de una causa
exterior sino que él mismo es expresión de la naturaleza de la mente tal como es concebida en Dios desde toda
la eternidad y, por tanto, al practicar este género de conocimiento, la mente desarrolla su aptitud «para conocer
todas aquellas cosas que pueden seguirse de ese conocimiento de Dios, que se supone dado19».

El amor intelectual de Dios

A continuación, Spinoza nos hará ver que no es posible el conocimiento sin amor. Así, el acceso a la
eternidad que posibilita el conocimiento del tercer género no se efectúa en el orden del conocimiento puro sino
que previamente se ha producido una síntesis de lo racional y lo afectivo. En efecto, el movimiento de la mente
hacia un pleno conocimiento de la naturaleza de las cosas, el cual la separa progresivamente de la relación con

18
Íbid.
19
Íbid.

13
el tiempo asociado a la existencia actual del cuerpo, está sometido, como todas las demás actividades mentales,
a la ley del deseo. Para poder ver las cosas sub specie aeternitatis y concebirse a sí misma como eterna, la mente
debe encontrarse en un estado afectivo determinado: la certitud de estar en la senda adecuada que acompaña a
esta experiencia, la cual se refuerza a medida que progresa descartando cualquier atisbo de duda en lo referente
a lo procedente y necesario de emprender tal empresa, procura un sentimiento de serenidad, seguridad y
tranquilidad que nada puede perturbar. Situada así en la alegría y el contento, la mente se encamina a esa
búsqueda que expresa lo más profundo de su naturaleza y su máxima potencia de pensar. Con ello, los
sentimientos asociados al tercer género de conocimiento, por la alegría de conocer, se transformarán en amor.
A su vez, ello dará paso al amor intelectual de Dios como la forma por excelencia del amor y, al mismo tiempo,
la forma perfecta de libertad y bienestar humanos.

Así, la proposición XXXII de la quinta parte muestra la conversión del afecto primario de satisfacción
y alegría asociado a la práctica del conocimiento del tercer género en el afecto secundario que constituye el
amor intelectual de Dios. Al comienzo de dicha proposición sostiene Spinoza que el hecho de comprender la
naturaleza de las cosas llena a la mente de alegría: «nos deleitamos con todo cuanto entendemos según el tercer
género de conocimiento20». Quien conoce por el tercer género de conocimiento, «resulta afectado por una
alegría suprema, y acompañada por la idea de sí mismo21», mas, como ya hemos sugerido, dicha alegría no se
refiere a un sentimiento de satisfacción personal y, en cierto modo, egoísta, sino que agranda la perspectiva de
la mente a toda la naturaleza y es precisamente esto lo que permite asociarla a la idea de Dios en tanto que dicha
idea constituye la causa. Asimismo, dicha alegría, explica el corolario de la proposición XXXII, desemboca en
un sentimiento aún más fuerte: «el amor intelectual de Dios». Ahora bien, ¿qué debemos entender por «el amor
intelectual de Dios»?

En el escolio de la proposición XIII de la tercera parte, Spinoza afirma que «el amor no es sino la alegría,
acompañada por la idea de una causa exterior22». Ahora bien, la alegría suprema que experimenta quien conoce
por el tercer género de conocimiento va acompañada de la idea de Dios en tanto que su causa, por lo que dicha
idea de Dios no puede valer como la idea de una causa exterior, es decir, «no en cuanto que nos imaginamos a
Dios como presente, sino en cuanto que conoceos que es eterno23». En efecto, el amor intelectual de Dios implica
amarlo comprendiendo su naturaleza eterna. La sustancia divina es causa no relativa sino absoluta, y en un
sentido que no tiene nada que ver con la representación de una causa exterior (a saber, una causa que, en tanto
que causa, no produce sus efectos sino porque es determinada por otra causa y así sucesivamente hasta el
infinito). El amor intelectual de Dios no está determinado por el hecho de que nos imaginemos a Dios como
presente en el mismo sentido en el que nos imaginamos la existencia actual de las cosas exteriores en relación
con la existencia actual del cuerpo.

20
Íbid.
21
Íbid., proposición XXVII de la quinta parte.
22
Op. cit.
23
Íbid.

14
Conforme a ello, amar y conocer, llevados a su máxima expresión, se unifican hasta el punto de llegar
a confundirse, y dicha unificación se efectúa a través de la idea de Dios en tanto que se presenta como causa de
la alegría asociada a la práctica del conocimiento del tercer género.

El amor intelectual de Dios está, por tanto, asociado al sentimiento de la eternidad y, además, es en sí
mismo eterno en tanto que es independiente del tiempo, carece de principio o fin, lo cual lo distingue
radicalmente del resto de los afectos. En efecto, la proposición XXXIII de la quinta parte defiende que «el amor
intelectual de Dios […] es eterno24», mientras que en la proposición XXXIV se aclara que ese calificativo de
eterno es aplicable única y exclusivamente al amor intelectual.

Todos los procedimientos de la imaginación por los cuales «la mente considera una cosa como
presente25», a saber, en relación con el tiempo, están asociados a la afirmación de la existencia actual del cuerpo
ya que las imágenes de las cosas solo representan a las cosas por medio del cuerpo a través del cual son en cierto
modo reflejadas y, por tanto, dichas imágenes revelan «más la actual constitución del cuerpo humano que la
naturaleza de la cosa exterior». Acorde con ello, un afecto como el amor es una imaginación y, por ende, la
mente solo está sujeta al amor mientras dura el cuerpo.

Con todo, el amor intelectual de Dios es el amor en el que Dios constituye tanto el sujeto como el objeto
y es precisamente esta identificación de sujeto y objeto lo que caracteriza a la forma intelectual del amor,
desligada de toda relación con la duración temporal del cuerpo y los artificios de la imaginación.

Así, la proposición XXXV explica que «Dios se ama a sí mismo con un amor intelectual infinito26».
Para entender la demostración de esta proposición debemos remitirnos a las referencias en ella citadas. Así,
Dios es causa sui y, por tanto, su esencia entraña necesariamente su existencia y, con ello, no depende de causa
exterior alguna; Dios es un ser absolutamente infinito que como tal solo se refiere a sí mismo y cuya existencia
es necesaria. El hecho de pensar en sí mismo, asociado a la alegría que le produce su propia perfección, hace
que surja el amor intelectual de Dios, el cual tiene su principio en Dios dado que la idea de sí que se forma en
este caso es también la idea de su causa. Por tanto, la idea que Dios se forma de su esencia y que, unida a la
alegría que le produce el hecho de ser todo lo que es, genera la disposición a amarse a sí mismo con un amor
intelectual infinito, no es la idea de una causa exterior sino que responde a la definición de la causa sui.

A partir de ello, la proposición XXXVI enlaza los conceptos de «amor intelectual hacia Dios» y «amor
intelectual de Dios», de modo que el amor que dirigimos a Dios bajo la forma de un sentimiento que, al menos
en principio, parece ser personal se integra en el movimiento global del amor de Dios. En efecto, esta
proposición explica que el amor de la mente hacia Dios, si es amor intelectual y, como tal, está depurado de
toda referencia a los mecanismos de la imaginación, es el amor con que Dios se ama «no en cuanto que Dios es
infinito, sino en la medida en que puede explicarse a través de la esencia de la mente humana considerada desde

24
Íbid.
25
Íbid., proposición XXXIV de la quinta parte.
26
Op. cit.

15
la perspectiva de la eternidad27». A través de la práctica del amor intelectual, que hace considerar todas las cosas
en sí mismas desde la perspectiva de la eternidad, la mente participa de la infinitud de Dios. Se efectúa así una
síntesis de finito e infinito.

Asimismo, esta proposición nos dice que, al mismo tiempo que conseguimos un perfecto conocimiento
de las cosas y de nosotros mismos al formar ideas que son adecuadas, amamos no tal o cual cosa en particular
sino que amamos a Dios porque comprendemos que Dios es la causa efectiva de todo aquello que concebimos
o pensamos, y, además, comprendemos también que ese amor que le profesamos nos pone en comunicación
con el amor integral que Dios se dirige a sí mismo. Ese sentimiento que es el amor intelectual de la mente hacia
Dios no tiene su causa solamente en nosotros sino que es de Dios, es el amor de Dios el que inspira todos
nuestros actos de pensamiento y nuestros impulsos afectivos. Al comprender esto, conferimos una dimensión
impersonal a nuestro sentimiento relacionada con el hecho de que se trata de un acto desapasionado. No
obstante, incluso aunque se trate de un amor sin pasión, nos reconcilia con la naturaleza entera de la que nosotros
participamos y, a través de la práctica de esta adhesión global, renunciamos a privilegiar el aspecto particular
de la realidad que somos nosotros mismos y nos implicamos en el movimiento universal de un amor que nos
invade. Por tanto, Dios se ama a sí mismo en nosotros, los seres humanos, en tanto que el amor con el que Dios
se ama a sí mismo no es esencialmente diferente del amor que nosotros le profesamos. «De aquí se sigue que
Dios ama a los hombres en la medida en que se ama a sí mismo, y, por consiguiente, que el amor de Dios hacia
los hombres y el amor intelectual de la mente hacia Dios son una sola y misma cosa28», es decir, son un único
y mismo amor considerado desde dos puntos de vista diferentes: el del todo y el de la parte que está integrada
en el todo hasta el punto de ser perfectamente solidaria con este. Sin embargo, este amor de Dios hacia los
hombres no es un amor sustentado en los mecanismos de la imaginación, sino un amor totalmente desapasionado
que es el amor intelectual. Así, mientras que el amor hacia Dios entendido como el amor que nosotros
profesamos a Dios excluye por su naturaleza toda reciprocidad (proposición XVII de la quinta parte: «Dios,
propiamente hablando, no ama a nadie, ni odia a nadie»), el amor de Dios, que es tanto el amor con el que Dios
se ama a sí mismo como el amor con el que nosotros le amamos intelectualmente, se desarrolla en un contexto
de perfecta reciprocidad que permite afirmar que «Dios ama a los hombres29». Por tanto, Dios no ama a tal o
cual persona en particular ni tampoco al ser humano en general con un sentimiento anónimo y abstracto sino
que ama a los hombres, es decir, a todas las personas aprehendidas en sus esencias concretas.

A partir de ello se desprende que si Dios, al amarse a sí mismo con un amor que en nada se distingue
del amor que yo le profeso, ama a los hombres, entonces al amar a Dios con un amor que nada se distingue del
amor con el que Dios se ama a sí mismo, yo amo al mismo tiempo a los hombres, a todas las personas sin
excepción, exactamente del mismo modo que Dios las ama. Lo que experimento al amar a Dios con un amor
intelectual es que soy una persona más entre las otras, a las que estoy vinculada por toda una red de

27
Íbid.
28
Íbid., corolario de la proposición XXXVI de la quinta parte.
29
Op. cit.

16
determinaciones concretas que expresan necesariamente la potencia infinita de Dios. Visto así, puede concluirse
que la experiencia del amor intelectual de Dios no viene a ser una experiencia mística solitaria que deja a un
lado al conjunto de la humanidad sino que, al contrario, este amor refuerza y profundiza la solidaridad con las
otras personas, que están directamente implicadas en el desarrollo de tal experiencia.

Además, en tanto que amamos a todas las personas sin excepción, también nos amamos a nosotros
mismos exactamente del mismo modo que Dios nos ama, lo cual hace que nos invada un sentimiento de suprema
alegría acompañado de la idea de lo que nosotros somos y que expresa nuestra perfecta adhesión a lo más
profundo de nuestro ser, que, tal como ya hemos comprendido, no se reduce a las determinaciones de nuestra
existencia actual. «En virtud de esto, comprendemos claramente en qué consiste nuestra salvación o felicidad,
o sea, nuestra libertad; a saber: en un constante y eterno amor a Dios, o sea, en el amor de Dios hacia los
hombres30». Esta es, por tanto, la realización perfecta del proyecto ético de la liberación en tanto que provoca
una liberación dichosa en nosotros que constituye nuestra naturaleza más esencial y es, a la vez, lo mejor que
podemos desear, con lo cual entramos «en gloria».

Spinoza explica también que la superioridad del tercer género de conocimiento respecto al segundo
género de conocimiento se justifica porque el conocimiento del tercer género involucra a nuestra mente, de
manera que hace brotar en ella las emociones de alegría y amor, que esta aporta a la empresa del conocimiento
produciéndose con ello la reconciliación entre racionalidad y afectividad. No nos hace conocer más sino que
nos hace conocer de otra manera lo que ya conocemos; aporta al conocimiento un nuevo valor, una nueva
dimensión más ética y no solamente especulativa.

A su vez, la proposición XXXVII expone que nada de la naturaleza puede suprimir el amor intelectual.
En efecto, si nada exterior puede proporcionarnos el amor eterno de Dios, nada puede suprimirlo o destruirlo.
Dicho amor intelectual se sigue necesariamente de la naturaleza de la mente en tanto que ella misma se
considera, a partir de la naturaleza de Dios, como una verdad eterna. Por tanto, pensar que ese amor podría no
existir por la intervención de una causa exterior equivale a pensar que esa verdad eterna podría ser suprimida o
alterada, es decir, se equipara a considerar que esa verdad eterna no es eterna, lo cual es una contradicción.

La liberación de la mente

Todas las prácticas mentales que implican a la mente sola, sin relación con el tiempo o la existencia
actual del cuerpo, buscan fundamentalmente liberarla del temor a la muerte, crear las condiciones para dominar
el cuerpo y desarrollar el máximo de perfección posible de la mente.

Así, en la proposición XXXVIII de la quinta parte, se nos muestra un movimiento de mejora y


perfeccionamiento en el paso del segundo al tercer género de conocimiento. Por el hecho de involucrarse en
dicho perfeccionamiento, que corresponde a la dinámica intrínseca del conocimiento verdadero, la mente

30
Íbid.

17
expresa cada vez mejor las tendencias que definen su ser en profundidad y, gracias a ello, «tanto menos padece
por causa de los afectos que son malos31», es decir, aquellos afectos contrarios a su naturaleza, que no tienen
nada en común con ella y que actúan como obstáculos situándola en un estado de pasividad. En cambio, el
conocimiento del segundo y tercer género conducen a la mente a su verdadera naturaleza, al tiempo que
disminuyen la influencia de los afectos negativos.

En la demostración de dicha proposición se remite nuevamente a la permanencia, tras la muerte, de una


parte de la mente, que —eximida de toda constricción temporal— se instala en la eternidad al concebirse ella
misma como una parte de la idea de Dios. La parte de la mente que permanece inalterada es aquella que se
consagra al ejercicio del conocimiento verdadero y a la práctica del pensamiento puro, a saber, aquella que
corresponde a la de los modos de funcionamiento conformes a su esencia: «La esencia de la mente consiste en
el conocimiento; así, pues, cuantas más cosas conoce la mente conforme al segundo y tercer género de
conocimiento, tanto mayor es la parte de ella que permanece, y, consiguientemente, tanto mayor es la parte de
ella que dejan intacta los afectos contrarios a nuestra naturaleza, esto es, los afectos malos32».

Asimismo, el temor a la muerte se reduce. Fuera del alcance de los afectos malos que la hacen padecer,
la mente ya no está expuesta a sufrir los riesgos ligados a la destrucción del cuerpo. Al sentirse eterna, accede
a un estado de perfección y beatitud que le hace olvidar la perspectiva de la muerte, «la mente es tanto menos
nociva33» porque la práctica del conocimiento verdadero y el amor a Dios le procura otras satisfacciones.

No obstante, tal como se desprende de la proposición XXXIX, la perspectiva de la eternidad de la mente


pasa necesariamente por afirmar la potencia de actuar del cuerpo, a saber, la liberación de la mente requiere la
intervención del cuerpo y, por tanto, precisa del refuerzo de las formas específicas de su actividad: «Quien tiene
un cuerpo apto para muchas cosas, tiene una mente cuya mayor parte es eterna34». La mente, por tanto, no puede
liberarse y alcanzar la eternidad en ausencia del cuerpo en tanto que cuerpo y mente están íntimamente
relacionados y, por ende, el amor de Dios, a través del cual se expresa la eternidad de la mente, debe afectar
también al cuerpo. Así, a la vez que la mente se esfuerza por protegerse contra las agresiones exteriores,
contrarias a su naturaleza, y padecer menos por causa de los afectos malos, también el cuerpo realiza un esfuerzo
por verse menos dominado por los afectos malos contrarios a nuestra naturaleza y «de este modo, tiene el poder
de ordenar y concatenar las afecciones del cuerpo según el orden del entendimiento35». De esta manera, Spinoza
viene a explicar que el hecho de que la mente se libere del temor a la muerte ligado a la perspectiva de la
ineluctable destrucción del cuerpo —al menos en su existencia actual— no debe significar que la mente cese de
preocuparse por el cuerpo y por el desarrollo de su potencia de actuar dado que, quien posee —como los niños—
un cuerpo débil y apto para pocas cosas, debe tener también una mente débil expuesta a las agresiones de los

31
Íbid.
32
Íbid.
33
Íbid.
34
Íbid.
35
Íbid.

18
afectos malos o pasiones. Por tanto, la disposición a actuar y ser activo al máximo de su potencia concierne
tanto a la mente como al cuerpo.

En efecto, la proposición XL valora el actuar y el padecer en términos de perfección e imperfección de


modo que pone de relieve la relación entre el grado de perfección del que está dotada una cosa y el hecho de
que sea más o menos activa o pasiva, «cuanta más perfección tiene una cosa, tanto más obra y tanto menos
padece; y a la inversa, cuanto más obra, tanto más perfecta es36». En este sentido, se afirma la identidad entre
realidad y perfección dado que, cuanto más perfecta es una cosa, tanto más real es. Así, el proceso de perfección
en el que se ve implicada la mente por la práctica del conocimiento verdadero transforma su realidad no ya en
el sentido de que la mente modifica su naturaleza sino en tanto que sitúa a la mente en condiciones de realizar
prioritariamente aquello que es conforme a su naturaleza. Por tanto, tener realidad —tanto para la mente como
para las cosas particulares— significa tener una disposición a ser lo que se es.

A partir de ello, en el corolario de esta proposición se distingue en la mente la parte «solo en cuya virtud
se dice que obramos37», a saber, el entendimiento, de la imaginación como la parte que perece. Por tanto, el
intelecto es la parte más perfecta de la mente, a través de la cual efectúa de forma óptima su disposición a ser
lo que es y que define su realidad; en cambio, la imaginación es la parte menos perfecta de la mente, a través de
la cual implementa al mínimo su disposición a ser lo que propiamente es. La parte más perfecta de la mente, el
intelecto, es lo que permanece, mientras que la imaginación perece. El intelecto, que es la parte imperecedera
de la mente, la más perfecta y real y por la cual expresa mejor su disposición a ser eso que es que define su
naturaleza, es también la parte que permanece porque su funcionamiento no mantiene estructuralmente ninguna
relación con la duración del cuerpo. En cambio, la imaginación —o la parte más imperfecta a través de la cual
implementa al mínimo su potencia de ser— es perecedera porque depende de la existencia actual del cuerpo.

No obstante, la perfección de la mente es relativa: está determinada, en primer lugar, por la naturaleza
de la mente humana en general; y, en segundo lugar, por la constitución singular de cada mente, en la que la
disposición a pensar y conocer se encuentra no ya bajo la forma de un poder general que sería igual en todas las
mentes, sino bajo la forma de una aptitud determinada propia del interior de cada mente en sí misma. Por tanto,
depende de cada persona desarrollar al máximo la potencia de ser lo que es y actuar como tal, intelectual y
físicamente, con el objetivo de alcanzar su máxima perfección.

Con todo, la práctica del tercer género de conocimiento y el amor de Dios que de ello dimana
corresponden al entendimiento, la parte más perfecta de nuestra mente, sin que la imaginación, la parte menos
perfecta de nuestra mente y asociada directamente a la existencia actual del cuerpo, intervenga en el proceso.
Estas son las condiciones por las que la mente, y también el cuerpo, puede acceder a otra forma de vida que nos
permite alcanzar la libertad y alegría supremas.

36
Íbid.
37
Íbid.

19
De esta forma, Spinoza sostiene que la liberación humana pasa por atenerse a una ética de la existencia
cotidiana, válida para todos y que se sitúa dentro de los límites de la naturaleza humana de cada individuo, en
lugar de anunciar normas rígidas para superhombres a las que, por definición, solo puede atenerse unos pocos.

Finalmente, en las dos últimas proposiciones de la Ética, Spinoza, a pesar de su profundo ateísmo,
recapitula en términos prácticos sobre lo bueno y lo malo para recuperar un sentido para la creencia religiosa y
dejar margen para la religión en nuestras sociedades al ser consciente de que, si el objetivo es avanzar en
términos de una ética propia del modo humano, no conviene obviar la realidad empírica de que una gran parte
de la humanidad profesa ideas religiosas.

Esta cuestión de la religión seguirá siendo un tema central del debate filosófico que llegará hasta
nuestros días.

Proyección contemporánea del pensamiento de Spinoza

El problema de la religión en el mundo actual (J. Habermas, E. Tugendhat)

En efecto, la religión ha suscitado acaloradas discusiones filosóficas y aún hoy sigue siendo un tema
controvertido. J. Habermas y E. Tugendhat, dos filósofos contemporáneos que, cada uno a su modo, hunden las
raíces de su pensamiento en la ética deontológica kantiana, mantienen posiciones contrapuestas en relación con
la religión y su papel en la vida política.

De un lado, Habermas, desde su propuesta de ética discursiva, considera que la religión debe estar
presente en la esfera pública y hacer valer su propia interpretación de las cuestiones en los debates democráticos
en igualdad de condiciones que otras asociaciones laicas. Según ello, las tradiciones religiosas vendrían a ser
comunidades de interpretación basadas en sus propias intuiciones morales que darían voz al contenido de verdad
de las manifestaciones de fe.

No obstante, autores como P. Flores d’Arcais esgrime, entre otros, el argumento en contra de esta
posición de que las sociedades democráticas deben basarse en la argumentación y el diálogo, lo cual choca
frontalmente con figuras típicamente religiosas tales como dogmas de fe, autoridad religiosa o revelación divina.
En tanto que el creyente en cuanto tal se guía por la fe y no por la razón, utilizar a Dios como argumento es
transformar el argumento en un mandato divino.

Asimismo, frente a la inclusión de la fe privada en el debate público que propone Habermas y su intento
de explicar nuestras características morales desde un enfoque que mezcla naturalismo y religión, cabe
argumentar, desde una posición más cercana a la propuesta de Spinoza, que no debemos plantear nuestra propia
comprensión en términos éticos desde ninguna perspectiva religiosa, trascendental o metafísica, sino que,
situados sobre la lógica material de la inmanencia, debemos hacernos cargo de la complejidad de la naturaleza
para definir la realidad sin necesidad de recurrir a explicaciones de tipo religioso o metafísico.

20
De otro lado, E. Tugendhat, desde un planteamiento antropológico, inmanente y antimetafísico, sostiene
que la respuesta a la pregunta por los valores éticos no es obvia, mas no por ello debe remitir a la divinidad. Por
ello, rechaza no solo un papel de la religión en la ética, sino también cualquier tipo de imperativo categórico o
mandamiento absoluto y aboga, antes bien, por ensayar una respuesta en clave de consejo prudencial, buenas
razones o acuerdo normativo.

Sin embargo, esta propuesta parece adolecer de cierto relativismo que conduciría a una ética utilitarista
de reciprocidad entre las partes en la que concluiría la pretensión intersubjetiva. Asimismo, no parece tener en
consideración la idea de avanzar en los valores morales gracias a un mayor conocimiento. Además, el mayor
conocimiento, desde una perspectiva ética individual, no debería suponer un avance meramente en términos
epistemológicos sino también en relación con la búsqueda de mayor potencia a través de determinadas normas
morales.

A su vez, el recurso a lo místico por el que propugna Tugendhat como fuente de inspiración espiritual
una vez descartada la religión posibilitaría un recogimiento en sí mismo del individuo no dirigido
exclusivamente al yo sino a la totalidad del mundo que permitiría tomar conciencia de la unidad de la vida frente
a la muerte, de la propia insignificancia y de los otros seres.

No obstante, la preparación para la muerte que parece propiciar tal recogimiento en sí mismo parece
apartar al individuo de su propia potencia de conocimiento al apostar por suspender el deseo. Desde una
perspectiva spinozista, el deseo, en virtud del bucle mente – cuerpo, es menester para el conocimiento. Tanto la
idea como el correspondiente afecto en el cuerpo propician el ascenso de un género de conocimiento al siguiente
hasta, finalmente, a través de ello, vencer —o al menos reducir— el temor a la muerte. La potencia y cuidado
del cuerpo no es, por tanto, nada desdeñable sino que ha de procurarse un cuerpo apto referido a una mente
también sumamente consciente de sí misma, de la naturaleza infinita y de las cosas.

La propuesta de un exocerebro (R. Bartra)

En su libro Antropología del cerebro, Roger Bartra plantea la hipótesis de que el cerebro no termina en
los límites craneales sino que se prolonga con un cerebro externo al individuo, el exocerebro, constituido por
una serie de circuitos de carácter simbólico que implican la cultura, la sociedad, el lenguaje…, y le permite
alcanzar el máximo de sus potencialidades. El exocerebro vendría a ser, por tanto, una prótesis cultural externa
del cerebro biológico que emana de la sociedad e interactúa con el cerebro físico del individuo.

A partir de ello, Bartra sostiene que la conciencia —ese impulso que nos permite percatarnos de nuestro
yo— no está aislada y confinada a nuestro cerebro sino que, según defiende, «la conexión entre los circuitos

21
neuronales internos y los procesos culturales externos nos ayuda a tender un puente entre el cerebro y la
conciencia38».

Bartra considera que los circuitos cerebrales internos están relacionados con las redes sociales y
culturales externas. En efecto, desde niños aprendemos costumbres, lenguajes, creencias, conductas que
influyen en las conexiones neuronales; nuestro cerebro biológico se ve influenciado por el entorno social,
además de que «hay estructuras cerebrales que requieren del medio cultural para desarrollarse39». No obstante,
según sostiene, la cultura no solo moldea el cerebro y sus funciones, sino que constituye una especie de
«prótesis» de circuitos simbólicos que se conectan con los circuitos neuronales. Determinadas regiones del
cerebro adquirirían una cierta dependencia de los sistemas simbólicos, de tal modo que estos últimos habrían
de concebirse como una derivación o prolongación de lo biológico y, por ende, habría que entender los
mecanismos culturales y sociales como una sustitución o perfeccionamiento que complementa a los dispositivos
genéticos. El sistema simbólico —entendiendo por ello fundamentalmente el lenguaje, el arte, la mitología…—
«se conectaría» con los circuitos neuronales hasta el punto de estos últimos pueden hacer uso de los recursos
simbólicos como si de mecanismos biológicos internos se tratase, mas ¿cómo se produce dicha «conexión» que
implica traducir el funcionamiento a través de señales químicas y eléctricas de los circuitos neuronales a
símbolos? Para solventar esta dificultad Bartra defiende que «algunas transformaciones simbólicas de los
circuitos culturales tienen, por decirlo así, un carácter cerebral, sin que sean operaciones que transcurren en el
interior del cráneo. Ocurren en las redes que comunican unos cerebros con otros, a unos individuos con otros40»,
no obstante a lo cual, esa interacción entre lo simbólico o cultural y lo físico o biológico no implica una
interpretación dualista: «no se trata de redes exteriores informáticas enchufadas al hardware del cableado
nervioso41».

A partir de todo ello, no parece descabellado concluir que el cerebro humano no puede considerarse tal
si no es confrontado con otro cerebro humano: somos una especie social y esto está ya incluido en nuestro
innatismo, todo lo cual concuerda con la tesis planteada varios siglos atrás por Spinoza en la que aboga por la
concordancia de todas las mentes humanas en busca de la común utilidad.

No obstante, también cabe señalar que, en la obra antes reseñada, R. Bartra atribuye a Spinoza unas
concepciones manifiestamente erróneas. En efecto, Bartra atribuye a Spinoza la concepción, según la cual la
razón puede funcionar independientemente del deseo y los afectos: «A diferencia de Spinoza, para quien el
hombre libre es aquel que vive sólo de acuerdo al dictamen de la razón, Hume está convencido de que la razón
sola no puede ser nunca causa de una acción. La moral no puede basarse únicamente en la razón, que es inerte;
se requieren las pasiones para impulsar las acciones morales42».

38
BARTRA, R. Antropología del cerebro, p. 52.
39
Op. cit., p. 63.
40
Op. cit., p. 135.
41
Op. cit., p. 204.
42
Íbid., p. 269.

22
Sin embargo, en la proposición VII de la cuarta parte de la Ética demostrada según el orden geométrico,
Spinoza defiende claramente lo contrario, a saber, «un afecto no puede ser reprimido ni suprimido sino por
medio de otro afecto contrario, y más fuerte que el que ha de ser reprimido43». Sostiene, por tanto, que «cuando
la mente es asaltada por un afecto, el cuerpo experimenta al mismo tiempo una afección que aumenta o
disminuye su potencia de obrar44», o sea, «un afecto, en cuanto referido a la mente, no puede ser reprimido ni
suprimido sino por medio de la idea de una afección del cuerpo contraria a la afección que padecemos», con lo
cual Spinoza está ratificando su convicción de que el afecto acompaña a la razón y, en virtud del bucle cuerpo-
mente no existe razón, acción o juicio racional sin afecto. Por consiguiente, si la mente tiene una idea de la idea
que llamamos razón, tal idea está sostenida por un afecto y este, a su vez, es más fuerte por una o varias causas.

Junto a ello, Roger Bartra también aporta sus argumentos, en la citada obra, a favor del libre albedrío,
un elemento esencial sobre el que ha de basarse cualquier propuesta ética que también es defendido con
poderosos argumentos provenientes de las neurociencias por la filósofa K. Evers.

La falsa idea de un «libre albedrío» fuera de la naturaleza: la nueva perspectiva científica de la


neuroética (K. Evers)

La afirmación del libre albedrío es una premisa indispensable para cualquier propuesta ética basada en
las acciones de individuos responsables. A partir de ello, el problema que el libre albedrío plantea a la neuroética
consiste en explicar cómo la concepción —crucial para la ética— de que los seres humanos son individuos
libres y responsables casa con las actuales interpretaciones neurocientíficas de nosotros mismos y nuestro
comportamiento, según las cuales puede considerarse que la experiencia del libre albedrío es «ilusoria» en tanto
que o bien es una ficción o construcción ficticia del cerebro, o bien está determinada causalmente, o bien es
iniciada de forma inconsciente. Partiendo de ello, la filósofa K. Evers se propone defender la posibilidad del
libre albedrío, a pesar de ser «una construcción del cerebro causalmente determinada e influida por procesos
neuronales no conscientes45», y, con ello, reconocer nuestro poder de influir en nuestras decisiones y afirmar la
«atribución racional de la responsabilidad, al menos para una parte de nuestras elecciones46».

Admite que «los contenidos de nuestros procesos neuronales y las interpretaciones que damos de ellos
son dinámicos en el más alto grado47» y distingue entre determinismo, entendido como que todo cuanto ocurre
tiene un efecto, y necesidad, o el hecho de que el efecto sea estrictamente invariable y necesario.

Así, las concepciones causalistas del cerebro sostienen que «es un sistema causal y, en consecuencia,
todo cuanto hacemos, pensamos o sentimos tiene causas antecedentes48». No obstante, Evers alega que, «aunque

43
SPINOZA, B. Ética demostrada según el orden geométrico.
44
Íbidem.
45
EVERS, K. Neuroética. Cuando la materia se despierta, p. 77.
46
Op. cit., p. 81.
47
Op. cit., p. 87.
48
Op. cit., p. 91.

23
todos los acontecimientos neuronales son causados, esto no implica un determinismo estricto49». Para ella, la
solución al dilema entre causado o libre pasa por afirmar que la relación entre causa y efecto puede ser, al menos
en ocasiones, variable y contingente, en lugar de invariable y necesaria.

Asimismo, recurre a la noción de plasticidad neuronal que las actuales neurociencias atribuyen al
cerebro para desdibujar la imagen de un cerebro máquina cuyo funcionamiento estaría determinado de antemano
e introducir un cierto grado de aleatoriedad o azar entendido en términos de contingencia, es decir, «como
compatible con una forma de determinismo plástico en el que los antecedentes causales pueden producir
resultados variables50».

Junto a ello, aborda la problemática entre decisiones conscientes y no conscientes. Defiende que «el
espíritu no consciente es inteligente y motivado. No se debe considerar que es simplemente reactivo: no porque
un acto sea no consciente debe ser comparado con simples reflejos o reacciones automáticas. El cerebro es
activo de manera autómata y espontánea, de modo a la vez consciente y no consciente51». También sostiene que
«la distinción importante por lo que respecta al libre albedrío y a la responsabilidad personal es la que existe
entre lo voluntario y lo no voluntario, y puede ser trazada a la vez en el campo mental consciente y en el campo
mental no consciente52». Aunque cabe admitir que en gran medida nuestras acciones son producto de procesos
no conscientes, ello no es incompatible con la posibilidad de cierto control sobre nuestro comportamiento, en
virtud de lo cual Evers defiende que «ejercemos un control sobre los contenidos y las influencias de nuestro no
consciente, y que somos igualmente responsables de ellos53». Es decir, según esta autora, los mecanismos y
procesos conscientes y no conscientes se influyen mutuamente y, por tanto, no solo lo no consciente afecta a
nuestro comportamiento consciente, sino que también es posible ejercer una influencia consciente sobre los
mecanismos mentales no conscientes (por ejemplo, esta es la base de las terapias para el control de la ira, el
miedo, etc.), a partir de lo cual es posible afirmar la responsabilidad. Por tanto, la presencia de mecanismos no
conscientes no excluye totalmente el control consciente.

Con todo ello, si bien la filósofa reconoce que nuestra libertad puede ser más reducida de lo que
creemos, ello no supone que seamos «pilotos automáticos sin ninguna posibilidad de elección54», sino que
«cierto grado de variabilidad y de control basta para preservar la posibilidad del libre albedrío55». Aún más, esta
autora defiende que «el libre albedrío es una estructura neural fundamental56» y, con todo, concluye que «los
seres humanos pueden actuar como agentes libres y responsables al tiempo que están causalmente determinados

49
Op. cit., p. 91.
50
Op. cit., p. 94.
51
Op. cit., p. 99.
52
Op. cit., p. 101.
53
Op. cit., p. 103.
54
Op. cit., p. 105.
55
Op. cit., p. 106.
56
Op. cit., p. 107.

24
de manera contingente e influidos por procesos no conscientes que no están totalmente fuera de alcance del
control consciente57».

Vemos así que los problemas éticos a los que se enfrentara Spinoza y los planteamientos sugeridos
cuatro siglos atrás siguen estando de rigurosa actualidad y siguen teniendo cabida en las más avanzadas
propuestas éticas actuales.

57
Op. cit., p. 112.

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Bibliografía

— BARTRA, R. Antropología del cerebro. Conciencia, cultura y libre albedrío. Pre-textos, Valencia,
2014.

— EVERS, K. Neuroética. Cuando la materia se despierta. Katz Editores, Madrid, 2010.

— HERNÁNDEZ PEDRERO, V. Ética de la inmanencia. El factor Spinoza, Univ. de La Laguna, 2012.

— MACHEREY, P. Introduction à l’Ethique de Spinoza. Presses Universitaires de France, París, 1997.

— SPINOZA, B. Ética demostrada según el orden geométrico, Madrid, Alianza Editorial, 2006.

— TUGENDHAT. E. Antropología en vez de metafísica, Gedisa, Barcelona, 2008.

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