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Mentira la verdad: Identidad

¿Quién soy? ¿Quiénes somos? ¿Soy siempre el mismo? ¿Necesito saber quién soy? ¿Soy lo
que quiero ser o soy lo que otros necesitan que yo sea?
La palabra identidad proviene del latín idem que significa “lo mismo”, “lo que se repite
siempre igual”. Parecería que para responder la pregunta acerca de nuestra identidad deberíamos
encontrar algo inmutable en nosotros, algo que no cambia nunca. ¿Pero se puede pensar la identidad
así en el mundo de hoy? ¿Se puede encontrar algo que no cambie en un mundo donde todo cambia?
Tal vez una identidad estable nos brinde un poco de seguridad, nos ayude a entender quiénes somos.
Pero tal vez también nos asfixie y nos condene a abandonar la búsqueda. ¿O alguien cree que la
pregunta por la identidad tiene respuesta?

El principio de la identidad es uno de los principios que la filosofía occidental a postulado


para ordenar lo real, el mundo que nos rodea. La identidad nos asegura que cada entidad es idéntica
a sí misma, o sea que cada cosa es lo que es y no es otra cosa. La identidad es lo que define la
naturaleza o esencia de cualquier entidad sea una cosa, una persona o un grupo. Esta naturaleza
puede ser reconocida por sí misma sin considerar sus elementos accidentales. Por ejemplo: Luis es
Luis y esto define su identidad, es lo que no cambia, mientras que resulta secundaria la ropa que
utiliza, el color de su pelo o su diferencia con el resto de las personas que están aquí. No es que no
sean factores importantes pero en términos absolutos habría como un Luis en sí mismo totalmente
independiente de otros factores accidentales como el color de su pelo, su bigote, sus ideologías, su
religión, sus prácticas de consumo o de cualquier otro factor accidental. Llamamos a esta forma
tradicional de pensar la identidad con el nombre de esencialismo. Una esencia es por definición
aquello que hace que algo sea lo que es y no otra cosa, algo que se mantiene sin cambiar mientras
todo el resto puede modificarse. ¿Qué es lo que nunca cambia de Luis y que podemos, por ello,
considerar su esencia? La respuesta fácil sería separa de Luis sus ropajes de su esencia. Es decir,
tendríamos por un lado sus vestimentas, sus consumos, sus prácticas cotidianas, sus costumbres,
todo lo que lo conecta, en fin, con su aquí y ahora. Por otro lado, si descartáramos todas estas
características circunstanciales, Luis seguiría siendo Luis, o sea nos encontraríamos, supuestamente,
con su esencia, con algo más profundo que lo define. Y sin embargo, ¿este supuesto Luis desnudo
no está todavía inscripto en un aquí y ahora? Digamos, todavía Luis tiene un nombre. ¿Y no es el
nombre también un producto de la cultura? ¿No hay algo más allá de lo circunstancial, de lo
accidental, que hace a la persona? Si la respuesta es sí estamos hablando de esencias, si la respuesta
es no se nos empieza a desmoronar un concepto clave del pensamiento occidental. Porque si no hay
nada más allá de las circunstancias que definen lo que Luis es, ¿cómo sabríamos lo que Luis es?
Una esencia es, por definición, aquello que hace que algo sea lo que es y no otra cosa. De
todas maneras, el esencialismo tiene problemas más grandes cuando pasamos a pensar identidades
individuales a identidades colectivas, como las sexuales, las religiosas, las culturales y las
nacionales. Una lectura esencialista de la nacionalidad plantea, por ejemplo, que existe un ser
nacional o una argentinidad con una naturaleza clara y definible. Pero en países con una larga
tradición inmigratoria, como el nuestro, se vuelve muy difícil saber cuáles son sus características.
Lo importante es cómo se fundamenta esta idea, porque una cosa es que se puedan identificar
ciertos patrones de comportamiento cultural de los argentinos y otra cosa muy distinta es querer
justificar una esencia nacional, como si existiese un ADN argentino por haber nacido en este
territorio. En nombre de la esencia argentina se han excluido y se sigue dejando fuera a muchos
argentinos.

¿Y si lo que denominamos identidad, en sentido estricto, no existe? O mejor, ¿qué pasa si lo


que consideramos esencias no son más que construcciones de sentido hechas por el hombre de
acuerdo a intereses, procedencias o contextos particulares? ¿Qué pasa si pensamos que la idea de
esencia responde más bien a una cuestión de poder? Esto es, a pretender fijar una idea particular
como si fuese una idea verdadera para que nadie pueda modificarla. ¿Qué pasa si cambiamos el
fundamento mismo de la idea identidad y empezamos a pensarla, más que como una certeza como
una búsqueda? ¿Qué pasa si en vez de preguntarnos “quién soy” nos preguntamos “qué voy siendo”,
“cómo me voy creando mejor a mí mismo”? ¿Qué pasa si entendemos que todo lo que pensamos
como natural, lo que concebimos como naturaleza, no es más que una construcción de sentido?
Contingente es un término que se opone a necesario. La contingencia postula que las cosas
siempre pueden ser de otra manera, mientras que la necesariedad plantea que las cosas son de una
única manera y así son para siempre. Por ejemplo, es necesario que un triángulo tenga tres ángulos
para ser triángulo, pero es contingente que esta lapicera sea azul porque podría ser negra y seguiría
siendo lapicera. Una identidad contingente subraya el carácter cambiante de lo real, las cosas
devienen siempre porque su sentido es establecido por los hombres, cambian siempre. Para los
antiguos griegos el hombre era un alma encerrada en un cuerpo mientras que para nosotros hoy
somos una especie más que habita en este planeta y estamos en constante transformación. Pero hay
un ser humano en sí, hay una definición de la esencia del hombre o el hombre es un ser contingente
que se está transformando y reinventando todo el tiempo.
Hay un filósofo griego llamado Heráclito de Éfeso que es también conocido como “el
oscuro”. ¿Por qué era conocido como “el oscuro”? Porque de él nos han llegado muchas obras pero
todas están escritas en un tono enigmático, en un tono misterioso, en un tono poético. Una de las
frases más famosas de Heráclito que por ahí conocen. Dice lo siguiente: nadie puede bañarse dos
veces en el mismo río. Esta frase famosa de Heráclito pasó a la historia porque representa la
vigencia del cambio por sobre todas las cosas. O sea, ¿qué nos está diciendo Heráclito? Que
nosotros somos como un río y estamos todo el tiempo cambiando. Cuando tratamos de entender
quiénes somos, si somos siempre el mismo, está bueno volver sobre esta frase para darnos cuenta
que, como un río, a cada hora, siempre estamos siendo otros.
Lo que concebimos como naturaleza no es más que una construcción de sentido. Si una está
siendo otro todo el tiempo, ¿es cuestión de cada uno de elegir la identidad que uno quiere? Lo
contrario al esencialismo no es una sociedad donde un conjunto de yoes eligen libremente qué
quieren ser a cada hora del día. Esta forma de entender la identidad confunde identidad con
consumo. En una sociedad de consumo nuestras identidades culturales están atravesadas por el
consumo cultural y las marcas se ubican por encima de los productos. Esto hace ingresar a la
identidad en el terreno de las estrategias de marketing. ¿Pero si somos lo que consumimos, no
somos lo que otros quieren que seamos? La identidad, en definitiva, es un texto, es un relato que nos
hacemos nosotros mismos sobre nosotros mismos. Nos contamos a todo momento lo que somos,
nos contamos para contarlo. Cuando Luis habla de sí mismo no está poniendo en juego toda su
verdad. Lo que hace, en parte concientemente y en parte no, es combinar una serie de variables que
dan como resultado lo que él es en este momento, lo que él quiere ver de sí mismo, lo que puede. Lo
que hace es interpretarse. Siempre estamos interpretando, recortando, parcializando. Somos en un
mundo, estamos en un mundo social, cultural, de género, de clase. Por eso, si estoy todo el tiempo
cambiando, resulta fundamental estar abierto a lo que pueda inspirarme algún cambio, estar abierto
a los otros, estar abierto a lo que puede contaminarme. Una identidad cerrada supone que quede
afuera siempre algo que se invisibiliza. Lo otro, lo extraño se vuelve invisible, incomprensible o
intolerable.
La identidad se juega en el terreno de lo propio, y lo propio se consolida encerrándose,
amurallándose. Por eso la presencia del otro, la irrupción de lo extraño va desarticulando estas
murallas mostrando que en definitiva todos somos otros, nada hay en estado puro en este mundo,
todo es mixto. No hay etnias, ni nacionalidades, ni religiones que no se vayan constituyendo en el
contacto con lo diferente. ¿Qué mundo, en definitiva, queremos: un mundo sólo para los semejantes
o un mundo abierto para todos?

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