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Conferencia Tandil

La forma en que nos desenvolvemos frente a los demás implica habilidades que ya los

griegos habían estudiado y sistematizado. La habilidad para argumentar y persuadir, tan

discutida a los sofistas por Platón a través de Sócrates, implica sólo un aspecto, tal vez el

maás sobresaliente de las competencias retóricas. Creo que no es posible que

argumentemos convicentemente si de antemano no disponemos de una definición de

nuestro auditorio adecuada a las ideas que queremos sostener, pero fundamentalmente,

adecuada a los argumentos con que vayamos a sostener esas ideas. Quisiera en estos breves

minutos compartir algunas ideas acerca de la importancia que el pensamiento filosófico,

esto es, las diversas problemáticas atendidas por filósofos de todas las épocas, puede prestar

a la formación intelectual en el contexto de la escuela secundaria.

Debería anticipar que estas reflexiones tienen algo de autobiográficas en dos aspectos

diferentes: algunas de las experiencias que voy a comentar me tomaron como profesor de

asignaturas tan diversas como Filosofía, Literatura, Psicología y Formación Cívica. El

segundo aspecto biográfico de estas reflexiones está relacionado con las discusiones y

lecturas protagonizadas por el que fui yo mismo durante mis años de estudiante secundario.

Me disculparán el necesario carácter reconstructivo de esta última experiencia, y por lo

tanto a fin de despacharla cuanto antes e incomodar lo menos posible al auditorio, voy a

tratar de evitar anécdotas y avanzar en procura del argumento que pretendo discutir.

Siendo estudiante, experimentaba cierta tendencia a diferenciarme del resto de mis

compañeros. Razones personales aparte, hoy podría decir que mi búsqueda estuvo inspirada

inicialmente en esa fuerza interior que sentimos algunas personas por saber quiénes somos.
No puedo recordar exactamente en qué momento comenzó a inquietarme esta cuestión.

Diríamos que era una embrionaria pregunta por el ser, que en mi caso cristalizó como

interrogante, como disparador de otras búsquedas y como productor de hallazgos

inesperados. En resumen, si bien nunca pude comprender de dónde surgió aquella

necesidad por ser diferente del resto, sí encontré en la lectura filosófica alicientes para

seguir buscando, aunque fuera significativamente más interesante el proceso que los

resultados que iba obteniendo .

Ciertamente, mis lecturas fueron fragmentarias y quizás en un porcentaje elevado de los

casos los textos que tuve a mi alcance no me aportaron el conocimiento exhaustivo que

suele exigirse en los claustros académicos. Más bien, mis lecturas filosóficas de la

adolescencia transcurrieron de un modo que se aproxima bastante al de la apropiación de

las novelas; nuestra actitud como lectores llega a ser tan aproblemática en algunos aspectos,

que no es difícil ponermos de acuerdo sobre, por ejemplo, la trama o la ambientación de la

historia. En otros aspectos, en cambio, es difícil acordar sobre la proyección moral,

ideológica o psicológica de los personajes o de las situaciones relatadas en las novelas. Los

libros nos uniforman como lectores, pero nuestras lecturas nos diferencian como sujetos.

Todos los que hemos leido Cien años de soledad hemos estado -digámoslo en la jerga

conductista- ante el mismo estímulo. Sin embargo, cada vez que cualquiera de nosotros se

introduce en la geografía lluviosa de Macondo experimenta un desafío que probablemente

no pueda compartir con muchas personas, porque ese desafío está reservado a las

experiencias más personales que se movilizan con la lectura de cada uno.

En ese sentido, la filosofía de autores como Unamuno, Sartre, Schopenhauer, y textos como

La República de Platón, la Etica de Aristóteles, La Risa de Bergson, entre algunos otros,


me plantearon desafíos -o si ustedes quieren:- me permitieron un ejercicio intelectual que

más allá de su dificultosa o imposible recuperación académica, me proporcionó una avidez

por la crítica, la argumentación y el debate raciocinante que, convengamos, los manuales

escolares de aquella época no despertaban. Llevé a cabo esta experiencia sin saber que el

propio Borges (un tenaz autodidacta, por cierto) había tomado un camino similar, y que

propugnaba que las claves de interpretación de los textos no debían situarse en las palabras

que fatal u ocasionalmente escogieran los autores, sino en ese tenebroso aspecto de la

subjetividad con que los lectores hacemos que esos textos sean reconocidos como obras

maestras en el sentido en que funcionaron como catalizador de unos aprendizajes

fundamentales para nuestra vida. ¿Hace falta advertir que la propia experiencia de los

adolescentes sólo excepcionalmente podría proporcionarles ese universo de interrogantes,

de conjeturas y de especulación? ¿Es necesario recordar que gran parte de los textos

mediáticos de mayor repercusión explotan esos recursos –aunque de un modo quizá

efectista y altamente convencional? ¿La enseñanza de la literatura, se inspira en esta

elemental teoría de la lectura? Dejo estos interrogantes para un debate posterior.

Como para cerrar esta parte de mi pasado remoto: creo haber encontrado en mi

adolescencia algunos textos que cautivaron y orientaron mi interés hacia cuestiones que tal

vez yo mismo no entendí cabalmente. Mejor dicho: que tal vez ahora mismo yo ya no estoy

en condiciones de entender cabalmente. Los textos que salieron a mi encuentro por aquel

entonces fueron los necesarios para despertarme la admiración por la actitud y el esfuerzo

correspondiente de algunos autores que nuestra tradición llama filósofos. Pero lo cierto es

que desde entonces, y habiendo dispensado mucho tiempo a la discusión de temas

filosóficos, lo que creo deberle de verdad a la filosofía es una paradójica circunstancia,


donde las preguntas resultan invariablemente más interesantes que las respuestas, donde la

atención a los problemas concentra más esfuerzos y desvelos que el análisis práctico de las

soluciones. Paradójica situación, como comprenderán, porque esta pretensión de

comprender a fondo las cuestiones que aprendemos de los textos filosóficos es un camino

eficaz al pensamiento crítico, al compromiso ético y a la valoración de todos los puntos de

vista y de todas las opiniones. No quiero decir que en mi caso haya logrado alguna de las

tres cosas. Lo que sí recupero como experiencia es haber entrado precozmente en contacto

con ámbitos de la producción intelectual que hicieron el suficiente ruido en mi cabeza como

para que aprendiera a respetar opiniones ajenas, a defender discursiva y

argumentativamente mis puntos de vista y que buscara elementos de juicio antes de

convalidar posturas consagradas en las instituciones o en los medios de comunicación.

Les prometí al comienzo referir algunas experiencias que me tomaron ya como profesor de

escuela secundaria. Cuando todavía no se habían cumplido los primeros seis meses de mi

graduación, fui convocado a una suplencia por unas horas de Filosofía en una escuela

vespertina de la zona de Quilmes, en el Gran Buenos Aires. Como era de rigor, la profesora

-que había pedido licencia por maternidad- dejó un programa en el que destacaba la

preocupación por cumplir con el Programa Oficial. Allí la filosofía era considerada la

madre de las ciencias, y por tanto, para alcanzar el arcano de tan encomiable función era

necesario desbrozar sus ramificaciones más importantes: la gnoseología, la lógica, la ética,

la metafísica, la estética, etc., etc. Estos departamentos del gran edificio filosófico

aparentemente no reconocían grandes diferencias de evolución; Aristóteles y Platón

contemplaban un universo estático en el que lo “fundamental” o lo “esencial” permanecía

sin cambios a lo largo de los siglos y a pesar del sucederse de procesos históricos y
culturales tan impresionantes como la Revolución Industrial, o la Conquista de América, o

las Guerras del Peloponeso, etc. (de cuya noticia se enteraban los estudiantes en asignaturas

como Historia o Formación Cívica). La idea de modernidad era ajena al plan de estudios de

aquella época, y por lo tanto la evolución del pensamiento filosófico terminaba siendo

retratada como las esfinges egipcias, esto es, sin perspectiva, de perfil, y con un aire de

ilegitimidad que impedía todoa pretensión de fidelidad al original.

Lo cuestionable no es que se mancillase a la Filosofía, ya que de tareas similares se han

ocupado en el siglo XX muchos detractores que se reconocieron, a pesar de su manifiesta

ideología positivista, como filósofos. Lo que destaco como cuestionable es que los alumnos

no alcanzaban a entender por qué la pregunta por el bien era preocupación sólo de la Etica

y no de la Epistemolgía, que interpelaba a las ciencias sin cuestionar por qué en trantas

ocasiones los científicos han trabajado al servicio de la explotación del hombre por el

hombre, de la contaminación ambiental o de la industria bélica. Lo preocupante para mí es

que los alunos estudiaran filosofía y no se considerara necesario explicarles por qué el bien

y la verdad no eran objeto del mismo discurso, a pesar de que en la vida cotidiana ambas

cosas suelen implicarse mutuamente. No voy a insistir en el desprecio característico que

manifiestan ciertas orientaciones filosóficas, epistemológicas y pedagógicas por el sentido

común y por la vida cotidiana. En el caso de la enseñanza de la filosofía, creo que hay que

matizar convenientemente el gesto de desconfianza respecto de las verdades establecidas.

Lo que puede llegar a ser un mérito del pensamiento crítico si no se lo trabaja con

suficiente participación de los estudiantes, si no hay abundante lectura y discusión, puede

convertirse en el gran defecto de un sistema escolar hoy imposible, pero porque su

pretensión es a todas luces absurda; desde la mirada de los que están aprendiendo, puede
haber poca distancia entre el autoritarismo elitista que considera supersticiosos los sistemas

de creencias ajenos y el pensamiento crítico que se propone inculcar o transmitir.

Con el propósito de defender su tesis de que el dolor es inherente a la vida humana, y en


general se experimenta más intensamente que los placeres y que la tranquilidad,
Schopenhauer ordenaba comparar la impresión del animal que devora a otro con la
impresión del que es devorado.
Schopenhauer incluso llega a decir, que al igual que nuestro cuerpo necesita de la presión
atmosférica para no estallar, nuestra existencia requiere del peso de la miseria, de la pena,
de los esfuerzos vanos y de los desengaños, para que la arrogancia en nosotros no se
desborde destrozándonos o llevándonos hasta la locura.

"En todo tiempo necesita cada cual cierta cantidad de cuidados, de dolores o
de miseria como necesita lastre el buque para sostenerse a plomo y navegar
derecho.

Schopenhauer compara la gran alegría "a una montaña escarpada a la


cual no se debe subir porque no hay modo de bajarla más que dejándose caer
desde su cima (…)."

Así es como seguimos el curso de nuestra vida, con extraordinario interés, con
mil cuidados y precauciones mil, todo el mayor tiempo posible, como se sopla
una pompa de jabón empeñándose en inflarla lo más que se pueda y durante el
más largo tiempo, a pesar de la certidumbre de que ha de concluir por
estallar."

"Los hombres se parecen a esos relojes a los cuales se les ha dado cuerda y
andan sin saber por qué. Cada vez que se engendra un hombre y se le hace
venir al mundo, se da cuerda de nuevo al reloj de la vida humana, para que se
repita una vez más su rancio sonsonete gastado de eterna caja de música, frase
por frase, tiempo por tiempo, con variaciones apenas perceptibles."

"El aburrimiento nos da la noción del tiempo y la distracción nos la quita.


Esto prueba que nuestra existencia es tanto más feliz cuanto menos la
sentimos, de donde se deduce que mejor valdría verse libre de ella"
"El que uno se vea motivado para buscar o evitar la compañía de la gente
dependerá de si teme más al tedio que al fastidio

" (...) en ce qui concerne l'agréable, on laisse chacun penser ce qu'il veut,

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