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¿Es inevitable el triunfo de López Obrador en México?

Por René A. Tec López


Universidad de Santiago de Chile
Fundación Helmut Frenz

México está a unos cuantos días de vivir las elecciones más grandes de su historia. No sólo se elegirá
al próximo presidente de la república, sino que se renovará por completo el parlamento compuesto
por 500 diputados y 128 senadores. También estarán en disputa la gubernatura de 9 estados, 1,596
ayuntamientos y 27 congresos locales. En un país donde no existe la segunda vuelta, la jornada del
domingo 1 de julio será definitorio para atisbar el nuevo rumbo del país.
Sin embargo, todos los reflectores se encuentran puestos en un solo personaje: Andrés Manuel López
Obrador, tres veces candidato presidencial y el líder más importante de la izquierda mexicana en el
siglo XXI. Lleva manteniéndose como el gran favorito en todas las encuestas desde el año pasado y
con una abismal ventaja por sobre el resto de los candidatos. Algunas encuestas lo colocan con más
del 50% de la intención del voto, lejos, muy lejos del segundo y tercer lugar que varían su porcentaje
dependiendo de la encuesta: el oficialista José Antonio Meade y el derechista Ricardo Anaya,
oscilando entre 18 y 24 por ciento.
El resultado parece evidente, el fenómeno lopezobradorista ha descubierto el contexto ideal para su
erupción. Un país que se encuentra asolado por la violencia, el narcotráfico, la corrupción, la
impunidad y la privatización de los recursos naturales, no podría ser mejor escenario para que el
candidato capitalice el hartazgo social y se convierta en un posible cambio de régimen que tanto lleva
exigiendo la sociedad mexicana.
El actual presidente Enrique Peña Nieto -del PRI- también ha facilitado el camino para López
Obrador. Su gestión ha sido aprobada solo por el 17% de la sociedad mexicana, un índice alarmante
que lo coloca en la lista de los presidentes con peor evaluación en el mundo. La falta de transparencia
y justicia de su gobierno en casos como la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, los
escándalos de corrupción de su esposa Angélica Rivera por la famosa Casa Blanca, los más de 100
mil muertos que lleva su sexenio gracias a la guerra contra el narco, y el fracaso de las reformas
constitucionales que pregonaba como su gran aporte, han manchado de forma atroz a las instituciones
públicas y a la clase política.
Este descontento se evidencia tanto en las redes sociales como en las calles. Hay un claro rechazo
hacia el PRI y al régimen actual. Las redes sociales, sobre todo, han ocupado el lugar que tenía la
televisión en las elecciones pasadas. Las dos grandes televisoras -Televisa y TV Azteca- que
controlaban y manipulaban la información con el afán de preservar sus intereses, han dejado de tener
relevancia. Movimientos sociales como el de #YoSoy132 ayudaron a consolidar una nueva sociedad
más crítica de los medios de comunicación masiva, y, por lo tanto, a la creación de nuevos
mecanismos de acceso a la información, de los cuales, las redes, se han convertido en la vía principal
para la interacción y difusión de temas electorales.
De esta forma, las campañas del miedo que debilitaron a López Obrador en las contiendas pasadas
no han podido ser efectivas en la actual. Son ya pocos los que se dejan llevar por el terror abstracto
de pensar que Andrés Manuel es un “peligro para México” o que convertirá al país en Venezuela, tal
idea ha dejado de ser una consigna electoral que funcione. El nuevo rostro del discurso de Obrador
es ahora la reconciliación; en un país polarizado y donde ha permeado la violencia, la bandera de la
paz cobra mucho sentido. Esto ha traído como consecuencia la incorporación a su campaña de figuras
importantes de la política mexicana que alguna vez fueron sus más vehementes adversarios, desde ex
dirigentes nacionales y militantes de partidos como el PRI, PAN y PRD, hasta influyentes
empresarios y poderosos grupos sindicales.
No obstante, aunque todas las encuestas señalan la abrumadora ventaja de López Obrador, el fantasma
del fraude electoral todavía es un escenario posible. México ha vivido procesos electorales cuyos
resultados se siguen cuestionando hasta el día de hoy. Si de por sí, el relleno de urnas, la alteración
de actas de votación, la compra y coacción del voto, y hasta la falsificación de cédulas de identidad,
han sido prácticas comunes en todos los procesos electorales; en 1988, la “caída del sistema” permitió
que el gobierno manipulara el resultado final, dando como ganador al candidato del PRI, Carlos
Salinas de Gortari, y en 2006, una estrategia similar le funcionó al régimen para evitar que López
Obrador llegara a la presidencia, dejándolo con menos de un punto porcentual por debajo del
cuestionable ganador, Felipe Calderón.
En definitiva, existe una atmósfera de esperanza en la sociedad mexicana por el cambio que representa
Obrador, pero también un temor plausible ante el grado de violencia que se pudiera desatar durante
la jornada del domingo y en los días posteriores a la publicación de los resultados, en caso de que se
cometiera un gran fraude. Ignorar esta posibilidad sería ingenuo, y la sociedad mexicana debiera estar
preparada para enfrentar la ola de protestas masivas y la represión brutal por parte del gobierno si se
diera el caso.
Lo que suceda el 1 de julio tendrá que ser un tema central para el resto del continente, porque el
triunfo de Obrador no sólo significaría un hito histórico para México, sino que podría conformar un
nuevo paradigma de la izquierda en Latinoamérica. Cierro con las palabras del candidato: “si se
atreven a hacer un fraude electoral, yo me voy a Palenque, y a ver quién va a amarrar al tigre, el que
suelte al tigre que lo amarre, yo ya no voy a estar deteniendo a la gente luego de un fraude electoral,
así de claro”.

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