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Clínica de lo extremo [*]

Entrevista con Dori Laub


Françoise Davoine

Preámbulo

Los artículos de Dori Laub traducidos por Simon Perrot, Catherine Petiteau y
Yaelle Sibony, tratan sobre la cuestión del testimonio que articula la transferencia en los
casos de trauma, a menudo recubiertos por la etiología psiquiátrica. Dori Laub es el
cofundador, en Yale, de los Archivos Fortunoff, testimonios en video del Holocausto, a
los cuales hace referencia en esos artículos así como a su práctica de analista con
sobrevivientes de la Shoah y sus descendientes1. En 2008 intervino en el seminario que
animo con Jean-Max Gaudillière en la EHESS.

Nos había telefoneado en 2004 luego de la aparición de nuestro libro History


Beyond Trauma en los Estados Unidos2. Durante el verano, nos habíamos encontrado
con Jerry Fromm, autor del prefacio del libro, que entonces dirigía el Erikson Research
Institute, en Austen Riggs Center, una clínica consagrada al psicoanálisis de las
psicosis. Ahora bien, Dori Laub había trabajado en esta institución.

[*] Escrito publicado en Le Coq-Héron nº 214, Érès, Paris, 2013, pp. 143-158.
1
Agradecemos a Catherine Zaharia, Michel Engel, Nicole Roger y Françoise Abel que han permitido la
difusión de estos artículos, así como a Béatrice Fortin y Eva Bravant por su publicación.
2
Histoire et trauma. La folie des guerres, Paris, Stock, 2006 [Vers. en castellano: F. Davoine y J.-M.
Gaudillière, Historia y Trauma. La locura de las guerras, FCE, Bs. As., 2011].

1
Para presentarlo a los lectores de Le Coq-Héron, le he requerido, luego de una
entrevista por Skype, cuál fue su itinerario.

Dori Laub, La Historia, su historia

Soy psicoanalista, me he ocupado de los sobrevivientes del Holocausto y de sus


descendientes, y más recientemente de los pacientes que han sufrido abusos sexuales.

Nací en 1937 en Czernowitz, en la provincia de Bucovina, entonces en Rumania,


actualmente en Ucrania. La ciudad era multiétnica, de lengua alemana. Mi niñera hasta
la edad de tres años era una Alemana, que fue repatriada hacia Alemania después del
establecimiento de la línea Molotov-Ribbentrop. Ignoro qué pasó con ella, y si ha
sobrevivido.

En 1942 fui deportado con mis padres a Transtristria, en un campo llamado “La
cantera de las piedras”, que había servido de colonia penitenciaria soviética, en la otra
orilla del río Bug, haciendo de frontera entre Rumania y la Ucrania ocupada por los
alemanes. De los 2.000 judíos deportados, la mitad fueron ejecutados. Cuando el campo
fue evacuado, del otro lado de la frontera la mayoría de los judíos que quedaban fueron
liquidados. Es allí que perecieron los padres de Paul Celan. Fuimos de los pocos cientos
de personas que escaparon. Nuestro estatus era el de personas “inexistentes”. Después
de haber vagado en la nieve, llegamos al gueto de Obodovka donde permanecimos
durante un año. Mi padre fue enviado a otro lugar, y jamás lo volví a ver. Desde la
ventana veía pasar las columnas de judíos deportados así como las tropas alemanas y
rumanas que se dirigían hacia el frente. El terror era omnipresente. Lo sentía en todo mi
cuerpo, acompañado de nauseas y entumecimiento.

Pero la memoria de un niño expuesto a las atrocidades comprende capas


heterogéneas. Unas hechas de elementos de una madurez cognitiva y emocional sin
relación con la edad del niño, y otras que conservan un imaginario lúdico, persistiendo
cualquiera sea la sórdida realidad.

En abril de 1944, las vi pasar en la dirección contraria frente al avance de las


tropas soviéticas. Era la liberación. Entonces pudimos regresar a Czernowitz donde

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tuvimos la buena sorpresa de reencontrar a mis abuelos maternos. En 1946 nos
autorizaron a pasar la frontera con Rumania, donde nos quedamos hasta 1950.

En 1950 emigramos a Israel, donde fui al colegio secundario, hice mi servicio


militar, y después una maestría de psicología clínica. En esa época no se prestaba
atención a la experiencia de un niño en los campos, no hacía falta mirar atrás. Hablar del
pasado no tenía ningún interés. Los sobrevivientes tenían un sobrenombre: “los
jabones”, en referencia a la suerte que se decía reservada a los cadáveres de los judíos
en los campos. Como todos los otros niños, yo me esforzaba en ser “un sabra∗ ”.

La experiencia del campo vuelve a mí mucho más tarde, durante mi análisis con
un analista sueco, en Austen Riggs, donde efectuaba mi formación en el marco del
instituto psicoanalítico Western New England Institute. En una sesión decisiva de la que
guardo una muy viva memoria, le contaba cómo, un bello día, estaba sentado con una
niña sobre la orilla del río Bug. Discutíamos para saber si podíamos comer pasto.
Entonces mi analista intervino para decirme que en la apertura del campo de
Terezienstadt, liberado por los Suecos, las mujeres habían declarado que las condiciones
en el campo eran tan buenas que los Soviéticos les traían el desayuno a la cama. Creí
que estaba hablando en su nombre, mientras que, según me dijo mucho más tarde, este
hecho le había sido informado pues en esa fecha él era un estudiante de medicina,
demasiado joven para haber participado allí. Pero lo importante era que yo lo había
imaginado presente, de alguna manera a mi lado, para permitirme abrir la puerta que yo
había cerrado sobre el espanto de mi propia historia, la que revelaba una experiencia
histórica más vasta.

Es asistiendo a los torturados en el campo que descubrí la necesidad apremiante


de saber y ofrecer testimonio de la experiencia de los otros. Sin duda, lo que me hizo
elegir la profesión de psiquiatra, de analista y este proyecto de testimonio de los
archivos video del Holocausto. Yo quería convertirme en aquel que puede decir al otro:
“Estaré con usted en el proceso mismo donde usted me pierde. Soy su testigo.”

Después de partir a los Estados Unidos, a New Haven, para hacer mis estudios
de Medicina en la Universidad de Yale, regresé a Israel luego de la guerra de Kippur, en
1973, como psiquiatra de los soldados traumatizados en el frente sirio. Los casos de


[N. de T.: sabra: vocablo usado para designar al ciudadano judío de Israel, nativo del país.]

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traumatismos psíquicos se contaban por centenas. Descubrí que los jóvenes más
severamente afectados eran hijos de sobrevivientes de los campos de concentración,
para quienes las violencias del campo de batalla revelaban la memoria no hablada en su
propia familia. A mi regreso a Yale donde trabajé de ahí en adelante, decidí recoger los
testimonios de sobrevivientes del Holocausto.

Fortunoff Video Archives Testimony

En 1977, sobre una centena de llamadas que hice a diversas instituciones, la


única respuesta fue la de una fundación de investigación del Gobierno alemán, en Bonn.
El Instituto Sigmund Freud en Fráncfort estaba dispuesto a participar en el proyecto. En
1982 comienza el registro en audio de los testimonios del Holocausto. Hubo sólo
veintidós personas que se presentaron. Es entonces que la familia Fortunoff, una familia
judía cuya fortuna provenía de una cadena de grandes tiendas en los Estados Unidos,
otorgó la suma de medio millón de dólares, lo que permitió reunir los testimonios
registrados en video.

Durante ese tiempo, en 1979, había conocido una productora de televisión,


Laurel Vlock, quien quería entrevistarme para el día de la Memoria del Holocausto. Yo
estaba impresionado por el contraste entre el film francés Le Chagrin et la Pitié de Max
Ophüls*, que admiraba, y las series televisivas realizadas por Chomsky en el estilo de
Hollywood, que me habían enojado. Respondí a la productora que su emisión debía
estar más cerca del primer film, con entrevistas a sobrevivientes. Esa misma noche, ella
envió a mi escritorio un equipo de televisión para filmar bajo esta perspectiva. Yo había
hecho venir a dos amigos y a dos personas de la comunidad judía. Pensamos consagrar
una media hora a cada una, e ignoramos que cada uno hablaría más de dos horas, de
modo que la sesión duró hasta la madrugada. Parecía que un genio había salido de la
botella. Los sobrevivientes mismos estaban estupefactos. Es entonces que se decidió
encontrar el dinero para continuar. Para nuestra sorpresa, una vez que las puertas fueron
abiertas, el proyecto se extendió como un fuego salvaje. Los testimonios fluyeron como
si los sobrevivientes hubieran esperado la ocasión que su relato cobrara forma, en
dirección a otro íntimo en quien podían confiar. La tecnología de bajo costo lo permitió,

*
[N. de T: La tristeza y la piedad, Filme Documental / Coproducción Francia-Suiza-Alemania, 1969.]

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gracias a las cámaras de video, a pesar del inconveniente de tener que recargar los
casetes cada veinte minutos. Los testimonios en video fueron efectuados en Estados
Unidos, en Canadá, en Argentina, en Francia, en los Países Bajos. Mi rol era viajar con
los voluntarios que había tomado a cargo para capacitarlos en los protocolos de las
entrevistas. Recogimos 4.300, titulados “El proyecto de film de los sobrevivientes del
Holocausto”.

Entonces, en 1982, gracias a la asignación de fondos Fortunoff, ese proyecto se


convirtió en “los Archivos Videos en Yale, de los testimonios del Holocausto”, que
dieron lugar a un programa de educación e investigación en esa Universidad. La
digitalización permitió darles acceso a Internet y preservarlos del deterioro.

Dos iniciativas son a distinguir: por una parte, aquella de los archivos destinados
a conservar los testimonios recogidos en una sola vez; por otra parte, la elaboración y
profundización del acto mismo de escuchar, que en ciertos casos dio lugar a la puesta en
marcha de un proceso analítico. Ocho testimonios fueron seguidos de una entrevista
telefónica veinticinco años después. Estas personas declararon que habían guardado el
hilo de las entrevistas durante los años siguientes, dejado de esconder su experiencia, y
por primera vez habían podido hablar a los miembros de su familia, continuando el
trabajo de transmisión iniciado. Entre aquellos que rehusaron testimoniar, se reveló que
tenían buenas razones, por ejemplo, en un caso, expoliaciones que reprocharse. Tales
silencios pueden durar generaciones.

A partir de allí, los Fortunoff Video Archives Testimony del Holocausto han
tenido su vida propia. Mi rol se resume entonces a entrevistar a especialistas en la
cuestión, Lanzmann por ejemplo.

Paralelamente, Spielberg efectuó más de 50.000 entrevistas durante una


quincena de años a través del mundo, con un presupuesto y un equipo suyo, contratando
también entrevistadores que habíamos formado. Sus entrevistas estaban muy
estructuradas para la construcción de sus filmes, insistiendo por ejemplo sobre la
diferencia entre el antes y el después de la guerra.

Mi aproximación siempre ha sido la de un psicoanalista interesado sobre todo


por eso que los testigos quieren decir ellos mismos aun siendo incapaces. Mi propósito
no era la búsqueda de la verdad objetiva, sino aquello de su verdad. Por lo tanto, mi

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trabajo no está guiado por la teoría. Lo que oigo me ayuda a formar una teoría, pues eso
que oigo, excede de lejos los paradigmas del psicoanálisis. Sé que el combate para
recuperar la memoria falla la mayoría de las veces. Esto es lo que me empujó a
acercarme a los sobrevivientes del holocausto hospitalizados en Israel, cuyos “vacíos de
memoria” habían sido nombrados por los términos familiares de esquizofrenia,
bipolaridad, etc., y que habían sido secuestrados por décadas, solos y abandonados,
ocultos al público.

Desde entonces, los estudiantes en Yale han conducido proyectos similares para
otros traumas masivos como el genocidio en Ruanda. En todos los casos, se trate de
Camboya, de Armenia o de América Latina, la negación de la sociedad es inmensa.
Aunque la historia y las historias sean diferentes, ella insiste con la misma urgencia en
ser hablada, con el mismo rigor, en permanente puesta a prueba, con respecto a la
verdad de la experiencia, incluida aquella de la persona que escucha.

En conclusión, me pregunto si mi encuentro con los testigos reducidos al


silencio no me sana a mí mismo del trauma. Haciendo un pasaje en lo desconocido de la
extrema brutalidad, para mí y para los otros, esos testimonios constituyen un foro de
resistencia y de creatividad que comenzó durante la guerra. No podemos contentarnos
con haber sobrevivido, es necesario esforzarnos por contrarrestar la aniquilación
trayendo de vuelta a la vida lo que has sido, en la relación con aquel que escucha.

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Soporte del testimonio,

o las vicisitudes de la escucha3


Dori Laub

Un registro que aún queda por hacer

El oyente del relato del extremo dolor humano y de un trauma psíquico masivo
se enfrenta a una situación única. A pesar de la presencia de numerosos documentos,
acontecimientos remarcables [marquants] y recuerdos fragmentados de la angustia, se
trata de buscar algo de hecho inexistente; un registro que aún queda por hacer. Un
trauma masivo excluye su propia inscripción; los mecanismos de observación y de
registro del espíritu humano y su disfunción son puestos temporariamente fuera de
servicio. El relato de las víctimas -el proceso real de portar testimonio de un trauma
masivo- comienza, en efecto, con alguien que testifica de una ausencia, de un
acontecimiento que aún no ha alcanzado la existencia, a pesar de la naturaleza
abrumadora y opresiva de la realidad de las circunstancias. Aunque las pruebas
históricas del acontecimiento que constituye el trauma son abundantes y largamente
documentadas, sin embargo el traumatismo -como acontecimiento conocido y no sólo
como shock aplastante- todavía no ha recibido, en verdad, ningún testigo; no hemos
tomado conocimiento. La emergencia de un relato que se pueda escuchar -y oír- es
entonces el proceso mismo, y el lugar donde puede nacer el conocimiento y el saber del
acontecimiento. Entonces el oyente [l’auditeur] forma parte de la creación de ese saber
nuevo. El testimonio del traumatismo incluye así a su oyente, quien es, por así decir, la
pantalla en blanco [l’écran blanc] sobre la cual el acontecimiento viene a inscribirse por
primera vez.

3
Traducido de la versión en francés (traducción que a su vez estuvo a cargo de Simon Perret, y bajo la
corrección de Françoise Davoine), del escrito de Dori Laub, “Bearing witness or the vicisitudes of
listening”, en S Felmann, D. Laub (eds.), Testimony, Crises o Witnessing in Literature, Psychoanalysis an
History, Routledge Taylor and Francis Group, New York, 1992, pp. 57-74.

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Por extensión, aquel que escucha el traumatismo deviene a la vez participante
del acontecimiento traumático y su copropietario: por el solo hecho de escuchar, él va a
hacer parcialmente en sí mismo la experiencia del trauma. La relación de la víctima con
el acontecimiento traumático tiene entonces un impacto sobre la relación al trauma de
aquel que escucha, el cual viene a sentir el pavor, las heridas, la confusión, el terror y
los conflictos que siente la víctima del trauma. Debe reflexionar en ello si quiere
sostener su función de escucha [écoutant], para que emerja el trauma y su testimonio,
imposible hasta allí, pueda verdaderamente tomar lugar. Quien escucha participa
entonces en el combate de la víctima (el o ella) con los recuerdos y los restos de su
pasado traumático. El que escucha debe sentir las victorias de la víctima, sus derrotas y
sus silencios, conocerlas desde adentro de manera de permitirles tomar forma de
testimonio.

Pero aquel que escucha también es este otro ser humano que experimentará sus
propios riesgos y su propio combate por sus luchas, en tanto que asume su función de
testigo del trauma. Mientras, en parte interfiere con la experiencia de la víctima. No se
convierte por ello en víctima, pero debe guardar su propio lugar, separadas su posición y
perspectiva, en un verdadero campo de batalla donde las fuerzas que hacen estragos en
sí mismo deben recibir de su parte atención y respeto si quiere conducir correctamente
su tarea. Entonces, aquel que escucha debe ser a la vez testigo del testigo del trauma y
testigo de sí mismo. Sólo de esta manera, a través de esta conciencia simultánea de la
continua afluencia de riesgos interiores, en el testigo del trauma y en sí mismo, puede
devenir aquel que hace posible el testimonio, aquel que lo pondrá en marcha siendo el
guardián del proceso y de su despliegue.

La escucha del trauma entonces debe conocer “la extensión del terreno” –sus
puntos de referencia, sus corrientes subterráneas y sus trampas, en el testigo y en sí
mismo. Debe saber que el sobreviviente del trauma que porta testimonio no tiene ni
conocimiento preestablecido, ni comprensión, ni memoria de lo que sucedió. Esto
último reduce profundamente tal saber, se acurruca frente a él y puede volver a cerrarse
en cualquier momento. Debe tener presente que un saber tal disuelve todas las barreras,
destroza todos los caminos, las fronteras del tiempo y del espacio, de la subjetividad y
de sí mismo. Así, ¿aquellos que hablan del trauma prefieren, en un cierto nivel, el
silencio, con el fin de protegerse ellos mismos del temor a ser escuchado –¿y de
escucharse? Pese a ser una escapatoria, el silencio les sirve a veces de santuario y de

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prisión. El silencio es a la vez para ellos un exilio fatal, pero también una casa, un
destino y un juramento que los liga. No regresar de ese silencio es la regla antes que la
excepción.

El que escucha debe saber todo esto y más aún. Debe escuchar y oír el silencio
que habla sin palabras, en el silencio y en la palabra, río arriba y río abajo de esta
palabra silenciosa. Él o ella deben tomar nota, reconocer y saber dirigirse a ese silencio,
tan sólo en términos de respeto –y saber oír. Quien escucha el trauma tiene el deber de
saber todo esto para ser un guía y un explorador, un compañero de viaje hacia un país
sin ley conocida, inexplorado, un viaje que el sobreviviente no puede hacer, ni regresar
por sí solo.

Testimonio y verdad historica

Una mujer, hacia el fin de su sesentena, contaba su experiencia en Auschwitz a


los entrevistadores de los Archivos Video de testimonios del Holocausto, en Yale. Ella
era menuda, desdibujada, casi siempre cuchicheando con ella misma. Apenas resaltaba
su presencia, a pesar de la amplitud abrumadora de la catástrofe de la cual hablaba.
Caminaba ligeramente dejando apenas un rastro detrás de ella.

Ella contaba sus recuerdos como testigo ocular de la sublevación en Auschwitz.


Súbitamente, su relato se animó de una pasión intensa que coloreó todo su discurso. Ella
estaba enteramente presente. “De golpe, dice, vimos cuatro chimeneas incendiarse y
explotar. Las llamas invadían el cielo, las personas corrían en todas direcciones. Era
increíble.” Mientras esta mujer hablaba, hubo un silencio en la habitación, un silencio
inmóvil contra el cual sus palabras resonaban con fuerza, como si devolvieran el
jubiloso eco de los ruidos de la explosión detrás de los alambrados, la desbandada de
personas que se liberaban, los aullidos, los disparos, los gritos de combate, las
explosiones. No era más la mortal atemporalidad de Auschwitz. Un momento
deslumbrante y brillante del pasado barría la helada inmovilidad, sepulcral y muda del
paisaje con chorros fulgurantes de meteoritos estallando en una lluvia de imágenes y
sonido. Pero el meteoro del pasado continuó su movimiento mientras que la mujer se
calló. El tumulto de ese momento se desvaneció. Ella volvió a caer en el silencio y su
voz retomo un tono sin historia, casi monótono y lastimero. Las puertas de Auschwitz

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se volvieron a cerrar y el velo obliterante del silencio se abatió de nuevo, opresor y
represor. El cometa de la intensidad de la vida, de la explosión vital y de la resistencia
estaba desvanecido y se alejaba a lo lejos.

Dos meses después se celebró un congreso que reunió a historiadores,


psicoanalistas y artistas, para reflexionar sobre la relación entre la educación y el
Holocausto. Miraron el testimonio registrado de esta mujer para intentar comprender
mejor esa época. Un debate apasionado se dio a continuación. Los historiadores
pretendían que el testimonio no era exacto. El número de chimeneas era falso.
Históricamente, una sola chimenea había explotado y no las cuatro. Debido a que la
memoria de esta testigo podía revelarse falible, no se podía aceptar -ni dar fe- a la
totalidad de su informe de los acontecimientos. Ahora bien, era absolutamente esencial
ser precisos, de lo contrario los revisionistas podían desacreditar todo.

El psicoanalista que había sido uno de los entrevistadores de esta mujer expresó
su profundo desacuerdo. “La mujer testimoniaba, insistió, no sobre el número de las
chimeneas en llamas, sino de otra cosa, más radical y más crucial: de la realidad de un
acontecimiento inimaginable. Una sola chimenea explotando en Auschwitz era tan
increíble como cuatro. La exactitud del número tenía mucha menos importancia que el
hecho que esto haya sucedido. El acontecimiento mismo era más que inconcebible. La
mujer testimoniaba de un acontecimiento que había hecho añicos el marco constreñido
de un Auschwitz donde el levantamiento armado de los judíos no tenía ninguna chance
de suceder, no tenía ningún lugar. Ella testimoniaba de la ruptura de ese marco. Allí,
estaba la verdad histórica.”

Sucede que el psicoanalista que entrevistó a esta mujer, era yo. Aunque mi
actitud frente a eso testimonio fue diferente de la de los historiadores, yo mismo había
tenido la ocasión de encontrar -a todo lo largo de la entrevista- cuestiones de igual
naturaleza que ésta. No obstante, había debido tratar esas objeciones y esas cuestiones
de una manera diferente. A partir del testimonio de esta mujer, llegué a comprender que
ella formaba parte del “comando Canadá”∗, un grupo de detenidos elegidos para
clasificar los bienes de aquellos que iban a ser gaseados. Esos bienes eran recuperados
por los nazis y enviados a Alemania. El testimonio de esta mujer hablaba en efecto


[N. del T.: los barracones donde se guardaba el botín rapiñado a los deportados recién llegados al lager
recibían el nombre de Canadá, porque se consideraba a dicho estado una nación rica.]

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largamente de su trabajo en el seno de un comando que salía cada mañana, separado de
los otros, y regresaba cada noche con vestimentas y calzados en excelente estado.
Insistía con orgullo sobre el hecho de poder, a su regreso, proporcionar estos artículos a
sus compañeras detenidas y así salvar la vida de algunas que literalmente no tenían
ningún calzado para marchar ni ropa para protegerse del frío. Nuevamente se animaba
describiendo sus impresionantes hazañas para salvar vidas. Le preguntaba si conocía el
nombre del comando donde trabajaba. Lo ignoraba. ¿El término “comando Canadá” le
decía algo? Esperé. “No”, dijo, desconcertada, como sorprendida por mi pregunta. No le
demandé nada más sobre su trabajo. Había alcanzado los límites de su saber, y decidí
hacer marcha atrás, por respeto al silencio de donde provenía su testimonio. No
habíamos hablado de la clasificación de los asuntos de los muertos. No los consideraba
como los restos de miles de personas gaseadas. No se preguntaba de dónde provenían
esos objetos. Los regalos que traía a sus compañeras detenidas, los vestidos y los
calzados mejores, los más nuevos, no tenían para ella ningún origen.

Mi esfuerzo como entrevistador y oyente era precisamente respetar -no


desarreglar ni violar- el sutil equilibrio entre lo que sabía esta mujer y lo que ella no
sabía o no podía saber. Solamente a costa, me pareció, del respeto de las restricciones y
fronteras de su silencio, todo lo que esta mujer sabía de una manera que no pertenecía
más que a ella y a ninguno de nosotros -eso que acababa de testimoniar-, podía tomar
todo su relieve, y recibir, en efecto, una escucha. A la inversa, la postura de los
historiadores difería radicalmente de mi manera de escuchar. Tenían la firme convicción
de que los límites del saber de esta mujer ponían efectivamente en cuestión la validez de
todo su testimonio.

“¿No ve, exclamaba apasionadamente un historiador, que el testimonio visual de


esta mujer dando cuenta de la revuelta en Auschwitz es terriblemente engañoso en su
incompletud? Ella no tenía ninguna idea de lo que ocurrió. Le concede importancia a
una tentativa que, históricamente, no hizo ninguna diferencia. No solamente la revuelta
fue reprimida y los detenidos ejecutados, sino que la resistencia judía clandestina fue
traicionada por la resistencia polaca que había prometido ayudar en la rebelión pero no
lo hizo. Al comienzo de la tentativa de evasión del campo, los detenidos judíos se
encontraron completamente solos. Nadie vino a unirse a ellos. Se precipitaron ellos
mismos hacia su propia muerte, solos y desesperados.

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Cuando entrevisté a la mujer, por supuesto sabía que la revuelta había fracasado,
pero yo mismo no sabía la contribución específica de la resistencia polaca en esa
derrota; no sabía la magnitud de la traición. Pero no sabía nada sobre la manera en que
la resistencia polaca había contribuido, ignoraba el alcance de la traición. Ahora bien,
¿la habría comprendido, la habría interrogado por ese tema? Probablemente no, puesto
que tales asuntos habrían podido tener por efecto suprimir su mensaje, suprimir eso que
ella tenía, allí, para decir.

Además, si lo hubiese sabido, tendría mi propio programa que habría podido


interferir con mi capacidad de oír y escuchar. Habría podido buscar confirmar mis
conocimientos haciendo preguntas que habrían hecho descarrilar su testimonio.
Procediendo de este modo habría podido oír eso que ella tenía para decir bajo la luz de
lo que yo ya conocía. Mi proyecto, sea histórico o psicoanalítico, habría
inconscientemente interferido con el desarrollo del testimonio. Visto bajo este ángulo, a
veces puede ser útil no saber demasiado. Por supuesto, no predico en ningún caso la
ignorancia. El que escucha debe estar bien informado si quiere ser capaz de entender y
levantar indicios. Pero el saber no debe ocultar ni obstruir la escucha por conclusiones
previas o malos prejuicios. No debería haber obstáculo ni forclusión a una información
nueva, divergente e inesperada.

En el testimonio de un trauma, como en la práctica analítica, a decir verdad, no


queremos saber otra cosa que lo que el paciente nos dice porque, lo que es importante es
la misma situación de descubrimiento del saber -de su evolución e incluso del hecho
que esto suceda. En otros términos, el saber en el testimonio no es solamente un dato
reproducido y localizado por el testigo, sino algo que adviene realmente: un
acontecimiento de pleno derecho. En el caso particular de este testimonio, por ejemplo,
específicamente debí velar por el hecho de que lo que sabía no afecte -ni obstruya, ni
fuerce, ni eclipse- que ella estaba, allí, para decir. Por ende, debía ser tanto más
prudente pues el testimonio de esta mujer no venía simplemente a transmitir un saber ya
establecido con total seguridad, enteramente en su poder. Al contrario, es el hecho de
hablar conmigo, el hecho de portar testimonio lo que la ayudó, sobre el campo, a
actualizar el saber sobre lo acontecido. Y es a través de mi escucha que pude, a mi vez,
comprender no solamente su propia verdad sino la historicidad misma del
acontecimiento, y esto en una dimensión totalmente nueva.

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Ella no testimoniaba solamente de hechos históricos empíricos, sino del inmenso
secreto de la supervivencia y de la resistencia al exterminio. Pienso que los historiadores
no pueden entender el modo en el que su mismo silencio formaba parte de su
testimonio, incluso como parte esencial de la verdad histórica de la que, precisamente,
ella brindaba testimonio. Ella vio cuatro chimeneas explotar en Auschwitz. En otras
palabras, vio lo inimaginable pasar bajo sus propios ojos, y precisamente vino a
testimoniar de eso increíble de lo cual había sido testigo ocular: la explosión de todo el
cuadro de Auschwitz. Para los historiadores, el testimonio de la explosión de una sola
chimenea y la traición de la resistencia polaca no hicieron estallar el escenario del
campo. En cambio, el testimonio de esta mujer rompe bien el marco del campo de
concentración. A través de su testimonio, se evade de Auschwitz por el hecho mismo de
hablar de eso. De hecho, había venido a testimoniar no del número empírico de
chimeneas sino de la resistencia, de la afirmación de la supervivencia, de la ruptura del
cuadro de la muerte. En la misma óptica, no había venido a testimoniar de la traición,
tampoco de la clasificación de las pertenencias de los muertos, sino de su recuerdo vital
de haber ayudado a personas a sobrevivir, de haber efectivamente salvado vidas. Fue su
manera de estar, de sobrevivir y de resistir. No es su simple discurso sino las fronteras
mismas de su silencio las que atestiguan, hoy como en el pasado, de la afirmación de su
resistencia.

Existe así una sutil dialéctica entre eso que ignoraba la sobreviviente y eso que
ella sabía; entre eso que yo ignoraba como entrevistador, y eso que yo sabía; entre lo
que los historiadores sabían y lo que ignoraban. Porque ese testigo ignoraba el número
de chimeneas que explotaron, porque ignoraba la traición de la resistencia polaca así
como la derrota violenta y desesperada de la rebelión de los detenidos de Auschwitz, los
historiadores dijeron que no conocía nada. Pienso que ella sabía mucho más puesto que
supo del estallido del cuadro, reactualizado hoy por su testimonio mismo.”

Poner en marcha el testimonio: la contraseña [mot de passe]

A menudo me ha sucedido, al repensar las sesiones analíticas con un paciente,


darme cuenta de repente que había comprendido. Todo tomaba su lugar, todo se ligaba:
la vida del paciente, las preguntas que ella o él me habían dirigido y aquellas que tenía
en la cabeza. No obstante, casi nada había sido formulado de manera explícita en

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palabras. Nos separamos al fin de la sesión con una comprensión evidente de lo que
había pasado o, al menos, con una comprensión de lo que apenas había aflorado.
Iluminaciones tan súbitas no son raras. Lo más frecuente es que no duren. De hecho, las
olvido antes de la próxima cita. Mi paciente y yo mismo retornamos a la rutina
cotidiana. Como si dos diálogos se desarrollaran simultáneamente y el más ordinario, el
más común prevalecía.

A veces tomo conciencia del conjunto de estos dos diálogos durante el encuentro
clínico. Me parece que además de lo que manifiestamente es dicho, asociado, soñado y
elaborado, existe otra melodía más sutil. Una réplica sale, apenas oída. Me pregunto:
¿puedo integrarla, tenerla en cuenta? Me pregunto: ¿verdaderamente oí algo? ¿Debo
callarme, dominarme? ¿No es demasiado esotérico? ¿Esto no viene de mi propio
inconsciente? A veces, mientras me pierdo en mí mismo en tales deliberaciones, la
melodía se fue y el trabajo avanza sobre su trayecto vacío -como una estilizada danza-,
un minué de movimientos vacíos. En otros momentos, me engancho y le hago eco en mi
respuesta. Ahí, simplemente indico que sé algo, y así me hago conocer como el otro que
sabe. El paciente puede desconocer ese momento o guardar silencio. Pero algunas
veces, una cuerda ha sido golpeada y un coro interno de miles de voces es liberado. La
otra melodía, aquella música más sutil emerge entonces, de repente resuena alto y claro.
Siempre había estado allí, en el centro de la escena, esperando ser liberada de su prisión
de silencio. Es como si una contraseña secreta hubiese sido pronunciada, a la espera de
ser dicha de nuevo; una palabra con la que el paciente se nombra y por la cual demanda,
contra viento y marea, un reconocimiento reciproco de su identidad.

Es allí, solamente en ese momento, que he respondido. Y es allí, solamente en


ese momento, cuando estuve lo suficientemente presente para reconocer y oír esa
contraseña, que la puerta ha podido abrirse y la voz escondida emerge para ser liberada.
Para eso, desde un principio he debido oír, reconocer que hablaba su lenguaje,
identificarme con eso, reconocer, a la vez para mi paciente y para mí mismo, que estaba
verdaderamente con la finalidad de que él pueda realmente hablar. Nunca, en mi trabajo
con los pacientes, la experiencia fue más verdadera que en la escucha de los testimonios
de las víctimas del trauma. Particularmente con los sobrevivientes del Holocausto y sus
hijos, una contraseña secreta se convierte en la señal que compartimos los dos: el saber
del trauma y el saber de lo que verdaderamente en esta confrontación, es vivir a su
sombra.

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El agujero negro

Reconociendo así la contraseña y escuchándola como señal de reconocimiento


mutuo de un saber compartido, el analista se identifica a sí mismo como aquel que
puede escuchar, reconocer con precisión y encontrar el silencio de la víctima; en otras
palabras, como aquel que puede reconocer y encontrar el “agujero negro abierto,
vertiginoso” de la experiencia del trauma. En efecto, es así como Nadine Fresco, sobre
la base de sus entrevistas con niños sobrevivientes del Holocausto, describe el silencio
que se ha tragado su pasado: “el agujero negro, abierto, vertiginoso, de años indecibles
(…) el silencio formando como un manto de plomo que se cernía sobre todos a la vez.
Los padres no explicaban nada, los niños no preguntaban nada. Del recuerdo prohibido
de la muerte no llegaban más que los asaltos incomprensibles del dolor (…). El silencio
era tanto más implacable pues a menudo se disimulaba tras una cortina de palabras,
siempre las mismas, relato inmutable, gesto siempre repetido por pedazos escogidos de
la guerra (…). Era un silencio que engullía el pasado, todo el pasado, aquel de antes de
la muerte, anterior a la destrucción. Tomar la palabra y así hacer pública la influencia de
la muerte que era este dominio del silencio, parece haber representado para estos padres
un peligro demasiado grave para que tal paso les fuese posible4.”

Es así que el lugar de la más grande densidad de silencio -el lugar de


concentración [le lieu de concentration] donde la muerte se aposentó- deviene para
estos hijos de sobrevivientes, paradojalmente, el único lugar que puede ofrecer un
acceso a la vida que existía antes de su nacimiento. Como lo señala Fresco, “es un
concentrado de muerte, pero es también el último concentrado de vida.” Como un sitio
que marca y es marcado por un trauma masivo, añado que esta figura de “la
concentración” es, a su vez, un agujero negro. Concentrando al mismo tiempo la vida y
la muerte, el agujero negro cae de hecho, a la vez, en el agujero abierto del genocidio.
La imposibilidad de hablar y de escuchar de otro modo que a través del silencio, de otra
manera que a través de ese agujero negro del saber y de las palabras, se corresponde con
la imposibilidad de recordar y de olvidar de otro modo que a través del genocidio, de
otra manera que a través del “agujero de la memoria”. Como lo menciona N. Fresco: “es

4
N. Fresco, “La diaspora des cendres”, Nouvelle revue de psychanalyse, 24, “L’emprise”, automme 1981,
pp. 206-208

15
como si uno se diese a sí mismo el derecho de recordar solamente con el genocidio
como memoria. Es como si la facultad misma de acordarse y olvidar derivaba del
genocidio. Como si el genocidio solo hubiese hecho de usted un ser de memoria y
olvido.”

Así, es el genocidio, sólo el genocidio, el que nos da el derecho de


experimentarnos como verdaderos y como durables, constituyendo de esta manera, a la
vez el nudo de nuestra vida actual y la fuerza que da sentido a nuestro propio destino. El
continuo poder del silencio inscripto en la memoria del genocidio se ejerce como una
influencia estructurante, cuya forma no puede ser verdaderamente conocida por los
sobrevivientes ni reconocida como representando, de hecho, la memoria del trauma. Se
hilvana involuntariamente en la vida de los sobrevivientes a través de la repetición
insólita de acontecimientos que redoblan -en su impacto y su estructura- el pasado
traumático.

Segundo Holocausto o el retorno del trauma

Los sobrevivientes experimentan los acontecimientos trágicos de su vida no


como una simple catástrofe sino más bien como un segundo Holocausto, como la
victoria última del cruel destino que no han tenido éxito en esquivar, y finalmente como
la confirmación de su fracaso para sobrevivir y reconstruirse. Tal fue la experiencia de
Martin Gray, el autor francés que, a pesar de su combate inflexible y de su sed de vida,
ha sido forzado a presenciar la destrucción de toda su familia en las llamas de Varsovia
y de Treblinka. Vuelve a animarse a partir de esos acontecimientos, construye una
nueva familia, un nuevo castillo para él en el sur de Francia, hasta que un incendio en el
bosque, en un instante, destruye todo nuevamente.

En palabras de Martin Gray mismo: “En este instante también, no pude salvar
nada salvo mi propia vida. Me escapé de estos campos de ruinas. Me fugué de las
cloacas y de Treblinka, y ninguno de aquellos que han sido los míos volvieron vivos
(…). Más tarde, me ha parecido que después de toda esa soledad, había llegado el
momento para mí de encontrar la paz: una mujer, hijos. Pero luego este incendio:

16
Tanneron* en llamas, las crepitaciones del fuego, ese olor, ese calor – ¡exactamente
como en Varsovia! Una vez más todo me ha sido repetido, todo lo que me parecía
haberme sido dado como regalo; una mujer, hijos, la vida. Por segunda vez me quedé
solo con nada más que mi vida (…). Hablo, intento comprender. Su muerte ha reabierto
todas las tumbas. En esas tumbas, todos los míos, mis padres, mis hermanos y
hermanas, mis amigos recobraban vida; mi pueblo, mi familia han muerto una segunda
vez5.”

Tal fue también la experiencia de otra persona que vivió la pérdida trágica de su
segunda familia en un segundo Holocausto. Como Martin Gray, este hombre había
perdido toda su familia en Auschwitz y se había vuelto a casar con otra sobreviviente
del DP camp**. La pareja tuvo dos niños; una niña y en seguida un varón. Dos años
después del nacimiento del niño, su esposa muere brutalmente de una grave hemorragia
interna, secuela de sus embarazos que no habría debido tener, a consecuencia de
problemas de salud por los malos tratos infligidos en el momento de su persecución.
Esta pérdida sobrepasó lo que el sobreviviente podía soportar. Abandonó. Dio
inmediatamente su bebé en adopción, se casó con una norteamericana del vecindario, y
después de haber insistido para que su hija llame “mamá” a esta nueva mujer,
desapareció un año entero, hospitalizado bajo pretexto de una misteriosa enfermedad. El
nombre de la madre difunta fue desterrado de esta nueva familia, su existencia negada.
Cuando su hija creció, continuó llevando el legado de su padre. Dejó al marido con
quien ella se había casado, abortó al bebé que habían concebido y se embarcó en una
misión de reparación: reencontrar y recuperar su hermano menor – el hijo que su padre
había voluntariamente abandonado. Cuando fracasó en hacer volver a su hermano
biológico, vuelto entre tanto un desconocido criado por otros padres, procuró tener un
bebé -un pequeño niño- para ella sola, sin cargar con un marido. Para su gran sorpresa,
su padre, a pesar de su tristeza de no tener una familia convencional, cae totalmente
bajo el encanto del recién nacido.

*
[N. del T.: el 3 de octubre de 1970, el macizo de Tanneron (en la bahía de Cannes) es golpeado por un
violento incendio, agravado por el mistral que propaga las llamas con furia inusual. Dina Gray y sus hijos
(de entre 2 a 10 años) estaban a punto de huir de las llamas cuando su coche se ve arrinconado por la
violencia del fuego. Hay 11 víctimas, entre ellos la esposa y los cuatro hijos de Martin Gray.]
5
M. Gray, Der Schrei nach Leben, Der Goldman Verlag. Munich, 1988; M. Gray, Au nom des tous les
miens, Paris, Robert Laffont, 1971 [Vers. en castellano: M. Gray, En nombre de todos los míos, Plaza &
Janes, 1973].
**
[N. del T.: DP Camp o Displaced Persons Camp.]

17
Como en el caso de Martin Gray, fue la reiteración de la segunda pérdida –el
nacimiento de ese segundo hijo repitiendo la pérdida de la primera mujer y de su bebé
recién nacido- que reactualizó un segundo Holocausto para ese sobreviviente de los
campos: un destino implacable e imposible de prevenir y de combatir, como un soplo
devastador ante el cual no había otra elección que la de sucumbir. Únicamente su hija,
su segunda hija, no cesaba de vivir y de portar inconscientemente testimonio del trauma
del segundo Holocausto que su padre intentaba reprimir y olvidar. Ella actuaba y revivía
las lecciones aprendidas de él: no amar, no desafiar a la suerte, no arriesgar en tener la
familia propia puesto que el destino de una familia estaba consagrado a perderla
nuevamente. Al mismo tiempo, intentó encontrar, reconstruir y recrear la familia que su
padre había abandonado. En conjunto, padre e hija evitaban saber y hacer el duelo de
una pérdida que no podían revivir más que como una obsesión en el sentido de la vida
real: esto es, por el retorno verdadero del trauma y también por la repetición
involuntaria de la transmisión de una generación a otra.

Así, el “segundo Holocausto” deviene en sí mismo el testimonio de una historia de


repetición. A través de esta extraña recurrencia, el trauma del segundo holocausto
testimonia no únicamente de una historia no terminada sino, más específicamente, de la
circunstancia histórica de un acontecimiento que nunca tiene fin.

El terror del retorno

El temor de que el destino vuelva a golpear es crucial para la memoria del


trauma, y para la imposibilidad de hablar de eso. Rompiendo el silencio infernal, el
Holocausto del que se intenta escapar puede recobrar vida y sobre todo revivirse, una
vez más, con la certeza que nadie puede estar a salvo, como tampoco que se tenga el
poder de soportarlo.

El acto de contar puede devenir, en sí mismo, gravemente traumatizante si el


precio de la palabra es aquel de revivir: ningún alivio sino más bien una
“retraumatización”. Los poetas y los escritores que han roto su silencio pueden,
efectivamente, haberlo pagado con su propia vida (Celan, Améry, Borowski, Levi,
Bettelheim). Asimismo, Si alguien habla del trauma sin ser verdaderamente oído ni

18
escuchado, su relato puede ser vivido como un retorno del trauma: una re-experiencia
del acontecimiento mismo. Primo Levi cuenta una pesadilla recurrente en Auschwitz:

“Todos están escuchándome y yo le estoy contando precisamente esto: el silbido


de las tres de la madrugada, la cama dura, mi vecino, a quien querría empujar, pero a
quien tengo miedo de despertar porque es más fuerte que yo. Les hablo también
prolijamente de nuestra hambre, y de la revisión de los piojos, y del Kapo que me ha
dado un golpe en la nariz y luego me ha mandado a lavarme porque sangraba. Es un
placer intenso, físico, inexpresable, el de estar en mi casa, entre personas amigas, tener
tantas cosas que contar: pero no puedo dejar de darme cuenta de que mis oyentes no me
siguen. O más bien, se muestran completamente indiferentes: hablan confusamente
entre sí de otras cosas, como si yo no estuviese allí. Mi hermana me mira. Se pone de
pie y se va sin decir palabra.

Entonces nace en mí un dolor desolado, como ciertos dolores que apenas se


recuerdan en los primeros años de la infancia (…). ¿Por qué pasa esto? ¿Por qué el
dolor de cada día se traduce en nuestros sueños tan constantemente en la escena repetida
de la narración que se hace y nadie escucha?6”

Del mismo modo, Chaïm Guri, en su film The Eighty First Blow (El octogésimo
primer golpe), muestra la imagen de un hombre que cuenta la historia de sus
sufrimientos en los campos para escuchar que sus oyentes le dicen: “Todo eso no puede
ser verdadero, eso no habría podido pasar. Usted debe haberlo inventado.” Esa negación
de los oyentes inflige, según el film, el último golpe más allá de los ochenta, que un
hombre, en la tradición judía, puede soportar, aquel al cual no sobrevivirá*, la ausencia
de empatía en el que escucha, o más radicalmente, la ausencia de un otro al cual
dirigirse, otro que pueda oír la angustia de los recuerdos y afirmar así el reconocimiento
de su realidad –esta ausencia aniquila la historia. Es precisamente esta última
aniquilación del relato que, fundamentalmente, no puede ser oída, aquella historia para
la cual no hay ningún testigo, que constituye el octogésimo primer golpe.

6
P. Levi, Si c’est un homme, Paris, Robert Laffont, 1996, p. 46 [Vers. en castellano: P. Levi, Si esto es un
hombre, Muchnik Editores, Barcelona, 1995, pp. 64-65].
*
[N. de T.: agradezco a Cynthia Eva Zsewach el comentario sobre la existencia de un concepto que
circula entre los sobrevivientes de la Shoah: la idea de que si se recibieron ochenta golpes se puede
soportar y sobrevivir pero, si al contarlo no es creído, esto pasa a ser el golpe ochenta y uno… lo que sí
es insoportable.]

19
La pérdida del encierro: el trabajo psicoanalítico con el trauma

“Lo real, dice Lacan, es lo que retorna siempre al mismo lugar7.” Mientras que el
trauma vuelve de manera extraña en la vida concreta, su propia realidad continúa
borrando al sujeto que vive en sus garras, que sufre involuntariamente sus repeticiones y
sus reproducciones incesantes. El acontecimiento traumático, aunque real, tomó todo el
lugar por fuera de los parámetros de la realidad “normal”: la causalidad, la sucesión
[succesivité], el espacio y el tiempo. Así, el trauma es un acontecimiento que jamás tuvo
comienzo ni fin, ni antes, ni durante, ni después. La ausencia de las categorías que lo
definen le da una cualidad “de alteridad”, un relieve, una intemporalidad y una
ubicuidad que lo ponen por fuera de las experiencias vinculadas por el hecho de asociar,
fuera de cualquier medio narrativo y de toda aprensión de dominio. Los sobrevivientes
al trauma no viven con los recuerdos del pasado sino con un acontecimiento que no
pudo alcanzar su finalización; un acontecimiento que no tiene fin, que no alcanza
ninguna resolución, y además, por más lejos que los sobrevivientes estén concernidos,
continua en el presente permaneciendo actual en todo. En efecto, el sobreviviente no
tiene verdaderamente contacto con el centro de la realidad traumática, ni con la fatalidad
de sus producciones pero, en consecuencia, permanece encerrado entre los dos.

Para deshacer este encierro en un destino que no puede ser ni conocido ni dicho,
pero solamente repetido, es necesario poner en movimiento un proceso terapéutico –un
proceso de construcción narrativa, de reconstrucción de una historia y, esencialmente de
“re-externalización del acontecimiento”. Esta re-externalización del acontecimiento no
puede producirse y surtir efecto sino cuando se puede articular y transmitir la historia,
transfiriendo literalmente a otro que uno mismo [un autre que soi-même] para volver a
tomarla por sí mismo en un segundo tiempo. El hecho de hablar entraña así una
reafirmación de la hegemonía de la realidad, y una “re-externalización” del mal que ha
afectado y contaminado a la víctima del trauma.

La reconstrucción de la historia del trauma encuentra su lugar particularmente en


el proceso psicoanalítico. En el trabajo psicoanalítico con los sobrevivientes, la realidad
histórica debe ser reconstruida y reafirmada antes del comienzo, antes de la posibilidad
de cualquier otro trabajo. Esta primera etapa del trabajo analítico ha sido descripta como

7
J. Lacan, Le Séminaire, Livre XI (1963-1964), Les quatre concepts fondamentaux de la psychanalyse,
Paris, Le Seuil, 1973 [Vers. en castellano: J. Lacan, Seminario 11, Los cuatro conceptos fundamentales del
psicoanálisis, Paidós.]

20
“la etapa de una aceptación conjunta de la realidad del Holocausto8”, por el analista y
por su paciente. La mayoría de las veces el psicoanalista debe estar allí primero,
precediendo a su paciente después de haber adquirido informaciones fácticas. Debe
esperar con paciencia y preparar el lugar para que este último pueda encontrarlo allí. Es
necesario crear y construir un lugar seguro y protegido por una presencia humana, para
permitir al proceso analítico establecer y reactivar una evolución en el seno del saber.
Durante el esfuerzo conjunto del encuentro analítico, las dos partes deben pasar juntas
un test mutuo de “seguridad”: tienen que probarse uno a otro que son suficientemente
estables y fuertes para aseverar la realidad del terror de los campos de exterminio, y esto
en un registro no metafórico. Solamente entonces, siempre y cuando esta tarea es
cumplida, el sobreviviente puede entregarse al proceso psicoanalítico y reivindicar su
vida y su pasado.

La salida del encierro: el proceso del testimonio

Los informes autobiográficos del trauma tales como los testimonios registrados
en los Archivos Video del Holocausto en Yale, producen a su alrededor un proceso de
testimonio similar al proceso psicoanalítico, al proporcionar una escucha al trauma, otro
medio de re-externalización -y así de historización- del acontecimiento. En este sentido,
la empresa de testimonio [l'entreprise de témoignage] es incluso otra forma de lucha
contra el encierro de las víctimas en la repetición del trauma, y contra su esclavitud en
su destino de persecución.

Mi experiencia personal reúne las dos perspectivas de escucha del trauma:


aquella del analista en una práctica con pacientes y aquella de testigo de la historia -en
tanto entrevistador de los testimonios- en el registro de las entrevistas con los
sobrevivientes del Holocausto. A pesar de las diferencias evidentes y puede ser
irreconciliables entre esas dos perspectivas, encuentro que los procesos puestos en
movimiento por la práctica analítica y por aquella del testimonio son esencialmente los
mismos, a la vez para el narrador y para mí mismo como escucha (analista o
entrevistador).

8
I. Grubrich-Simitis, “From concretism to metaphor”, en The Psychoanalytic Study of the Child, New
haven, Yale University Press, 1984, p. 39, pp. 301-319.

21
En una perspectiva clínica, podemos intentar comprender lo que pasa en las
entrevistas de testigos, bajo el término técnico y aproximadamente metafórico de “breve
contrato de tratamiento”: un contrato entre dos personas, en el que una se compromete
en la narración de su trauma, a través del desarrollo del relato de su vida.
Implícitamente, el que escucha dice al testigo: “Por este tiempo limitado, a todo lo largo
del testimonio, estaré siempre con usted, tanto como pueda. Quiero ir a todas partes
donde usted va, sostenerlo y protegerlo a lo largo de ese viaje. Luego, al fin del viaje, lo
dejaré.” Portar testimonio del trauma es, de hecho un procedimiento que incluye al que
escucha. Para que el proceso testimonial pueda tener lugar, debe haber allí un lazo con
la presencia íntima y total de un otro –en la posición de aquel que puede oír. Los
testimonios no son monólogos: no pueden encontrar su lugar en la soledad. Los testigos
hablan a alguien; alguien que han esperado después de muy largo tiempo.

La posición de escucha: la tarea del entrevistador

La tarea del que escucha es estar, sin hacer obstrucción, presente a todo lo largo
del testimonio; incluso cuando, en algunos momentos, el narrador se ausenta en un
estado casi de desapego. El que escucha debe responder muy sutilmente a las palabras
del narrador cuando él, o ella, quiere volver a retomar el contacto, o a la inversa cuando
desea permanecer solo, un deseo de soledad que en ocasiones coincide con la
emergencia de una verdad en sí misma creativa capaz de testimoniar. Los sobrevivientes
que comienzan a recordar, a menudo desean estar solos incluso en presencia de alguien:
el que escucha debe ser excesivamente sensible en sus respuestas. Propongo, a falta de
una mejor expresión, aquella de una necesidad de compromiso libidinal enorme en
todas esas situaciones de entrevistas: tantas destrucciones son contadas, tantas muertes,
tanta pérdida, tanta desesperación necesita una abundancia de apoyo -holding- y de
compromiso emocional en el encuentro, a fin de preservar la vitalidad de la narración
del testigo. Si no toda la experiencia del testimonio puede finalizar en el silencio y en un
completo rechazo.

De una manera paradojal, el entrevistador no debe ser intrusivo, no directivo


aunque extremadamente presente y activo para llevar la entrevista. Debido a que el
trauma da vueltas en fragmentos disociados en la memoria del sobreviviente, el que
escucha debe dejar a esos fragmentos producir su impacto, tanto sobre él como sobre el

22
testigo. El testimonio es la dirección del relato hacia una escucha: sabiendo que es oído,
sólo entonces el sobreviviente podrá cesar de oírse –y de escucharse a sí mismo. Así,
cuando la corriente de los fragmentos se vuelve entrecortada, el que escucha debe
ponerlos de relieve y favorecer su libre expresión. Cuando, a la inversa, los fragmentos
traumáticos se aceleran, y amenazan ser demasiado intensos, demasiado tumultuosos e
incontrolables, debe retenerlos para modular su flujo. Debe también ver y oír más allá
de los fragmentos traumáticos, los círculos más amplios de reflexiones.

Allí donde tantos círculos de asociaciones y reflexiones se cruzan y convergen,


una memoria latente y olvidada puede de repente emerger -volver a la vida-
estableciendo un eslabón suplementario en la cadena del testimonio. El que escucha
debe estar firme allí para confirmar y ayudar a su plena emisión. Debe avanzar
tranquilamente, seguramente, reuniendo las cosas, pero sin caer en la tentación y el
peligro de una forclusión prematura de aquello que habría podido ser padecido, a causa
de una supresión cognitiva, de una catarsis emocional o de una aplastante rendición a la
ubicuidad del silencio.

Los riesgos de la escucha

Para la escucha que entra en el contrato del testimonio, se abre un viaje a


múltiples peligros. Hay riesgos en escuchar el trauma. El trauma -y su impacto sobre
aquel que lo oye- no deja, en efecto, ningún escondite intacto donde refugiarse.
Conociendo con el sobreviviente, se acaba conociéndose a sí mismo y eso no es una
tarea fácil. La experiencia de sobrevivir, o la experiencia del Holocausto, es una versión
muy condensada de lo que es la vida: con las preguntas existenciales que alcanzamos a
evitar en nuestra cotidianeidad, preocupándonos por nuestros apuros de todos los días.
La experiencia del Holocausto es una confrontación inexorable y por lo tanto inevitable
con todas estas preguntas. El que escucha no puede ignorar más las preguntas que hacer
frente a la muerte, al tiempo y a su paso, al sentido y fin de la vida, a los límites de su
omnipotencia, a la pérdida de sus allegados, la gran pregunta sobre nuestra soledad
última, a nuestra alteridad con relación a cualquier otro, a nuestra responsabilidad hacia
nuestro propio destino, a la cuestión del amor y sus límites para nuestros padres,
nuestros hijos y muchas otras preguntas.

23
Para mantener un sentido de seguridad ante la perturbación que entraña tantas
preguntas frente al asalto de las imágenes del trauma, el que escucha experimenta una
gama de sentimientos defensivos de los que debe rendir cuenta y debe controlar si
quiere llevar a cabo su tarea.

Las defensas concernientes al que escucha son las siguientes:

– la sensación de una parálisis total a causa de la amenaza de ser hundido, y el miedo de


fundirse en las atrocidades que le son contadas;

– un sentimiento de ultraje y cólera, involuntariamente dirigido contra la víctima -el


narrador. Cuando encontramos un amigo que tiene una enfermedad maligna, a menudo
sentimos la cólera en su mirada. Estamos desgarrados entre la inadecuación de nuestra
capacidad de responderle adecuadamente y nuestro deseo inconsciente de que la
enfermedad sea responsabilidad y falta del paciente;

– un sentimiento de retirada total y adormecimiento;

– un diluvio de terror sagrado y de miedo. Dotamos al sobreviviente de una suerte de


santidad, tanto para pagarle tributo como para guardar distancia, para evitar la intimidad
producida por el saber;

– la forclusión resultado de la obsesión por la investigación de los hechos. La absorción


por los detalles fácticos que permiten circunvenir la experiencia humana. Otra versión
de esta forclusión es esta obsesión por la investigación de los hechos, la escucha que
“conoce ya todo aquello” de antemano, dejando muy poco espacio a la versión del
sobreviviente;

– una híper-emotividad que se parecería, superficialmente, a la compasión y al hecho de


ocuparse [prende soin*]. El testigo está entonces simplemente sumergido, ahogado y
perdido en la afectividad defensiva del que escucha.

Tales son algunos medios por los cuales el que escucha siente la necesidad de
protegerse de los retoños del trauma y de la intensidad del flujo de afectos que, a través
del testimonio, vienen directamente a su encuentro.

*
[N. de T: prendre soin también puede ser traducido como cuidarse]

24
Una transvaloración cultural

A veces las defensas del que escucha son engendradas, conscientemente o no, en
respuesta a las actividades defensivas que observa, o siente, en el sobreviviente del
trauma. Muchos sobrevivientes del holocausto, en cierto modo, han reconstruido su
vida. Esta voluntad de reconstrucción cubre un espectro muy amplio de actividades y
los más altos niveles de logros. Los sobrevivientes, de hecho, han reconstruido nuevas
amistades, nuevas carreras, nuevas familias, carreras muy exitosas y familias
intensamente solidificadas. Pero, en el centro de ese esfuerzo masivo al que se han
avocado, permanece un peligro, una pesadilla, una fragilidad, una herida que desafía
toda curación. En contra de esta herida, los sobrevivientes continúan amasando fortunas,
continúan erigiendo castillos. No pueden impedir continuar esta productividad incesante
y dinámica, esta deconstrucción feroz de la destrucción. No pueden detenerse, ni desviar
su mirada. La noción de ciclo de vida que comprende una diversidad de ritmos y de
fases, un ciclo en el curso del cual se puede algunas veces hacer una pausa y decidir
cambiar de dirección, es radicalmente extraña a la manera en que perciben las cosas. No
se relevan de su proyecto de vida.

Frente a esta ferocidad defensiva de una productividad intensa, erigiendo sin


cesar fortalezas contra el peligro de su propia aniquilación, el que escucha experimenta
por su parte una urgencia en frenar, en retirarse a un lugar más seguro, un lugar donde
pueda, a su vez, protegerse él mismo.

Por más lejano que recuerden un pasado horrible y traumático, por más lejos que
lleven el testimonio sobre nuestra propia desfiguración histórica, lo sobrevivientes nos
asustan. Nos plantean un enigma y una amenaza de la que no podemos huir. Estamos,
en efecto, profundamente aterrorizados cuando se trata de hacer frente a los traumas de
nuestra historia, tanto el sobreviviente como el que escucha. ¿Qué podemos aprender de
la realización de nuestro miedo? ¿Qué podemos aprender del trauma, del testimonio y
del proceso mismo de escucha?

En la continuidad de las atrocidades y traumatismos que tomaron lugar durante


la Segunda Guerra mundial, los valores culturales, las convenciones políticas, las
morales sociales, las identidades nacionales, las inversiones, las familias y las
instituciones han perdido su sentido, han perdido su valor. Como un acontecimiento que
marca una línea divisoria de aguas, el Holocausto ha entrañado una revolución implícita

25
de todos esos valores, una reevaluación donde, según el término nietzscheano, una
“transvaloración” de la que no tenemos aún medido el espectro de implicaciones
culturales para el futuro. “La cultura del narcisismo9” puede, ella misma, ser explicada
por una distracción [diversion] histórica, una trivialización, una escapatoria filosófica y
una negación psicológica del poder profundamente subversivo de la experiencia del
Holocausto. Los sobrevivientes que afirman el derecho a la vida a partir de la
desintegración y de la deflación de la vieja cultura, encarnan involuntariamente un
choque cultural de los valores que aún no ha sido asimilado. Su afirmación misma de la
vida, de manera paradojal, incluso constituye otra amenaza, en la medida donde ella
vehicula una transvaloración histórica inexorable, de la que nos resta comprender las
implicaciones.

Traducción: Raúl Vidal

(Córdoba – Argentina)

[Para uso exclusivo de los asistentes al Seminario de Françoise Davoine, La transferencia como
interferencia – 19 y 20 de mayo de 2017 – Córdoba, Argentina.]

9
Cf. C. Lasch, The Culture of Narcissism, New York, Norton, 1978.

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