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UNIDAD 4

Los problemas de la Cristiandad medieval


INTRODUCCIÓN

El gran historiador del cristianismo, Kenneth S. Latourette, calificó a la Edad Media como “los
mil años de incertidumbre.” Probablemente no hay una mejor manera que ésta para evaluar un
período tan dilatado y complejo, como el que representan los diez siglos que van del año 500 al
1500. Fue en estos siglos donde la cristiandad oriental, al tiempo que se expandió “hasta lo último
de la tierra,” sufrió también serios reveses de todo orden que pusieron en vilo su continuidad
histórica. Mientras tanto, en Occidente, es notable la manera providencial en que el testimonio
cristiano logró sobrevivir a pesar de las enormes dificultades internas y externas que experimentó a
lo largo de los siglos.

En ambos casos, el testimonio cristiano no creció con la velocidad y en la profundidad que


alcanzó en los primeros quinientos años. Si bien la fe en Jesucristo estuvo cruzando
permanentemente nuevas fronteras, también es cierto que su crecimiento y expansión fueron
mucho más lentos que en el primer período. Habrá que esperar hasta después del año 1500 para
ver al cristianismo esparcirse de manera significativa, al menos en un sentido geográfico.

Esta pérdida de dinamismo expansivo puede ser atribuida a numerosos factores, tanto internos
como externos. Indudablemente los de carácter interno fueron los más significativos y los más
difíciles de resolver. No obstante, a pesar de los enormes altibajos por los que atravesó el testimonio
cristiano en este período, la fe cristiana estaba mucho más y mejor establecida, tanto dentro como
fuera del mundo del mar Mediterráneo, en el año 1500 que en el 500. Su influencia e impacto eran
notables sobre la cultura y la sociedad. La cosmovisión que se acrisoló a lo largo de la Edad Media
especialmente en Europa occidental habría de tener efectos duraderos, llegando hasta nuestros
días.

No obstante, la vida y mentalidad cristiana que resultó de tan gigantesca mezcla de ingredientes
tan diversos y a lo largo de tanto tiempo, no se dio sin el padecimiento de los fuegos inevitables de
serias crisis históricas. Los problemas ideológicos prevalecieron, en términos de las relaciones de los
individuos y las sociedades con un sistema de ideas independientes que reflejan, racionalizan y
defienden los intereses propios y los compromisos institucionales. En la esfera social, moral,
religiosa, política o económica, estos problemas ideológicos tuvieron un fuerte impacto. La
resolución de estos problemas fue necesaria a fin de encontrar las mediaciones más adecuadas para
la acción en cada uno de los campos mencionados.

Las controversias teológicas del período agregaron peligrosos elementos negativos, porque en
casi todos los casos restaron energía a la Iglesia y entretuvieron a los cristianos en cualquier cosa
menos el cumplimiento de la misión. Pero, a su vez, ayudaron a madurar un consenso en cuanto a
la fe según debía ser creída y enseñada, a evitar herejías e interpretaciones del evangelio que podían
liquidarlo o desnaturalizarlo y a encontrar una línea clara de identidad en medio de un océano de
ideas y corrientes diferentes. Por otro lado, estos debates aportaron ricos elementos para la
comprensión de la fe propia, que facilitaron su comunicación a otros que no la conocían o
experimentaban.

Algo similar ocurrió en la esfera de lo cúltico y la estructura de la comunidad de fe. El período


de la Edad Media se presenta como uno de los más creativos y diversos en cuanto al proceso de
sincretismo y complicación de las prácticas y formas heredadas del período anterior. Como es de
imaginar, cuanto más se dilataba geográficamente la expansión del cristianismo y cuanto más
diversas eran las culturas entre las que se proclamaba, tanto más se incrementaba la diversidad. No
se adoraba de la misma manera en todas las comunidades cristianas en un determinado momento,
ni se tenía la misma estructura eclesiástica en todas partes. Si bien el rango astronómico de estas
diversidades pudo ponerle fin al cristianismo como tal, el mismo actuó positivamente como
elemento enriquecedor. Además, ayudó al cristianismo a romper con el cautiverio étnico o cultural,
y lo ejercitó en la práctica de la contextualización, con la cual pudo afirmar su naturaleza
esencialmente universal y ecuménica.

En mil años, como es de suponer, las dificultades para la difusión de la fe fueron muchas y muy
graves. No obstante, la fe de Jesucristo encontró siempre la manera de correr como el agua,
buscando un camino para llegar con su mensaje de fe, esperanza y amor hasta los rincones más
recónditos del mundo conocido de aquél entonces. No siempre los caminos escogidos fueron los
más adecuados ni los que mejor respondían a los altos ideales de la fe. Pero sea como fuere, el
evangelio del reino fue proclamado. En algunos casos tal proclamación, ya sea por su carácter
profético o por su distorsión de la fe, fue reprimida y perseguida por quienes se consideraban
dueños de la verdad absoluta. Así y todo, la semilla de la Palabra de Dios encontró un suelo fértil, a
veces en terrenos insospechados, y mantuvo su maravillosa capacidad de dar vida, aun en medio de
la muerte y las tinieblas más profundas.

En esta Unidad prestaremos atención a algunos de estos elementos mencionados. Al hablar de


estos problemas de la cristiandad medieval no lo hacemos con una perspectiva negativa, sino como
áreas de desafíos que confrontaron los cristianos. En la medida de lo posible, procuraremos ver de
qué manera en la Edad Media los creyentes hicieron frente a estas cuestiones y las respuestas que
dieron a las mismas.

EL PROBLEMA IDEOLÓGICO
_ Relación Iglesia y Estado

El anhelo de unidad. El gran problema religioso y político que mantuvo en vilo al mundo
medieval fue el de la unidad. Desde los días del emperador Constantino, la gran preocupación había
sido cómo lograr la unidad política del Imperio Romano a partir de su unidad espiritual y religiosa
en torno al cristianismo. Con las invasiones bárbaras y el establecimiento de los reinos germánicos
el problema de la unidad se tornó todavía más acuciante. Europa vio profundizarse la brecha entre
Oriente y Occidente. Destruida la realidad de la unidad imperial, ésta permaneció como una
aspiración y como un proyecto. La Iglesia cristiana occidental, en la que se fijaron múltiples rasgos
de la estructura imperial, fue la promotora principal de la concepción unitaria de Occidente y creó
un modelo del papado a imagen y semejanza de la autoridad de los emperadores.

El Imperio carolingio fue expresión de esta aspiración de una unidad político-religiosa,


estimulada por la Iglesia y posibilitada por el ascenso al poder de los francos. En este sentido, el
Imperio organizado por Carlomagno fue una restauración del viejo ideal del Imperio Romano. Pero
la aspiración a un orden universal alimentada por el recuerdo del Imperio Romano, no logró superar
el proceso de fragmentación provocado por la multiplicación de los señoríos con el feudalismo. Con
la desaparición de Carlomagno el ideal de unidad no desapareció, pero sí su expresión concreta. El
proceso de desintegración que se operó en el curso del siglo IX fue una lucha universal por el
predominio de las diversas regiones y el desarrollo del feudalismo. A la antigua unidad política le
siguió una infinita parcelación del poder. El ideal de unidad, entonces, fue proyectado a un plano
religioso, en el que la Iglesia y el papado representaban la única posibilidad de realización del anhelo
ecuménico. Como indica José Luis Romero: “El imperio no fue en ningún momento, durante la Edad
Media, ni una realidad, ni siquiera una virtualidad verosímil. Sólo cabía la posibilidad de lograr una
unidad espiritual, la de la cristiandad, o al menos, la de la cristiandad occidental, y esa posibilidad
correspondía exclusivamente al papado.”

Cuando alcanzamos la segunda mitad del siglo XIII, la disolución del orden medieval parecía
inminente. La renovación de la vida económica y el ascenso acelerado de la burguesía, que siguió a
los siglos de las Cruzadas, no sólo incrementó el individualismo sino que puso en riesgo el ideal de
unidad. Los reinos nacionales fueron adquiriendo identidad y poder, mientras declinaba la viabilidad
de un orden ecuménico bajo la conducción de la Iglesia y especialmente del papado. Cada vez más,
reyes y burgueses, herejes y disidentes reclaman una cuota de poder y autonomía a expensas de la
Iglesia una y del dominio papal.

José Luis Romero: “Lo que representaban papado e imperio eran ya, inequívocamente,
ideas superadas que los nuevos tiempos no sentían con el fervor de antaño. El mundo
occidental comenzaba a moverse ahora al impulso de nuevos incentivos, muchos de los
cuales venían de más allá de las fronteras del área del cristianismo occidental. En el campo
de la cultura, la influencia de los mundos vecinos se hacía notar enérgicamente, a través del
averroísmo y de la ciencia árabe, a través de las renacientes sugestiones de la antigüedad,
que llegaban desde Bizancio, a través de los relatos sobre países y culturas exóticos. Una
nueva perspectiva se abría para el mundo occidental, que comenzó por encandilarse y
sumergirse en las más descabelladas experiencias.”

En el matrimonio medieval entre la Iglesia y el Estado, fue la primera la que mantuvo la iniciativa
y la voz cantante. El mundo medieval se mantuvo unido principalmente por la Iglesia y, en un grado
considerablemente menor, por las instituciones del Estado. Fue la Iglesia la que inundó toda la
cristiandad de estructuras eclesiásticas e institucionales, que crearon una verdadera red universal.
Arzobispados, obispados, parroquias, escuelas, universidades, claustros, monasterios, templos y
oratorios configuraron una red gigantesca, que cubría todo el continente europeo y se extendía
también más allá. El calendario eclesiástico regía la vida cotidiana de la Iglesia y el Estado. El ciclo
del año era una dramática renovación anual de la historia cristiana. Cada día recordaba a un mártir
o a un santo y sus hechos más destacados.

Además, la Iglesia se transformó a lo largo de la Edad Media en una de las fuerzas que más
colaboraron en el robustecimiento del poder real. Las relaciones de la Iglesia con el Estado
presentan en todo este período una curiosa paradoja: por un lado, los clérigos son los más acuciosos
en defender el poder real en su lucha contra el feudalismo, pues ven en el primero una mayor
garantía para el desempeño de sus funciones religiosas; pero, por otra parte, los prelados tratan de
convertirse ellos mismos en señores feudales de las villas o territorios en que residen.

Un orden universal. La idea de que la vida individual está insertada en un sistema universal
ordenado por Dios fue característica de los tiempos medievales. Esta idea fue heredada de los
ideales del Imperio Romano y perduró en la concepción universal (católica) de la Iglesia de Roma.

José Luis Romero: “Tan contradictoria como pudiera parecer la realidad históricosocial
respecto a esa convicción, [ésta] fue alimentada y sostenida por el recuerdo duradero del
imperio y por la enérgica acción del papado. Se entremezclaron a lo largo de la temprana
Edad Media las dos raíces que la nutrían, chocaron a veces las dos concepciones que
representaban, y se fundieron poco a poco en el plano teórico aun cuando esbozaran muy
pronto sus zonas de fricción. Una y otra representaban dos interpretaciones diferentes del
ideal ecuménico, pues la tradición romana tendía a una unidad real—el Imperio—, y la
tradición cristiana conducía a una unidad ideal—la Iglesia—, en la que, sin embargo, el
pontificado hubo de ver, en cierto momento, la virtualidad de una unidad tan real como la
del Imperio. De esta disparidad surgiría más tarde el conflicto entre ambas potestades.”

Poco a poco la Iglesia se fue transformando en la gestora de este orden universal. Al principio,
tal orden estaba limitado al reino del espíritu sin aspirar a ostentar algún poder temporal. Pero con
el tiempo, la Iglesia y especialmente el papado fueron creciendo en su apetencia de colocar a “los
reinos de este mundo” bajo su tutela espiritual y control político. La unidad religiosa y la obediencia
al obispo de Roma fueron consideradas condiciones necesarias para el mantenimiento del deseado
orden universal. El papado fue alimentando cada vez más su aspiración a transformar su autoridad
y poder espiritual en una autoridad y poder terrenal. Todos aspiraban a un orden universal regido
por una autoridad ajena a las luchas políticas. La única entidad que podía satisfacer tal anhelo era
el papado, especialmente cuando el Imperio desaparecía o declinaba. A lo largo de la mayor parte
de la Edad Media, el papado no tuvo competidores como poder regulador de la cristiandad, frente
a la indefinida fragmentación del poder político provocada por el feudalismo.

Su éxito en instaurar un cierto orden universal mediante la organización de la jerarquía


eclesiástica, la reforma de las órdenes monásticas, las universidades, las grandes empresas
internacionales como las Cruzadas, le permitió al papado disfrutar de autoridad y poder universal.
Es así como, hacia fines de la Edad Media, surge la teoría de “las dos espadas,” según la cual todo
poder venía de Dios y se mantenía por medio del brazo eclesiástico y el brazo secular, de los cuales
el segundo debía estar al servicio del primero. Pero cuanto más se salía de la esfera espiritual para
entrar en la esfera propiamente temporal, sus intentos enfrentaron la resistencia de otros agentes
con apetencias similares. En este caso, ya no se trataba del Imperio, sino de los reinos nacionales,
que luchaban por ganar su identidad poniendo fin al feudalismo y a la hostilidad de sus vecinos.

La controversia de las investiduras. Uno de los aspectos más memorables del siglo XI fue el
conflicto entre el papado y el Imperio alemán en torno a la selección de los prelados eclesiásticos y
su instalación en sus oficios. Este conflicto se ha llamado a veces “la querella de las investiduras,”
“la reforma Gregoriana” o según la concepción del historiador alemán Gerd Tellenbach, “la
revolución Gregoriana.” En la historia política europea este conflicto es memorable porque le dio
un impulso decisivo a la definición del Estado vis a vis la Iglesia. Eventualmente, de este conflicto va
a nacer una mayor conciencia entre los europeos sobre la distinción entre el Estado y la sociedad
civil.

Para entender las raíces del conflicto, hay que recordar las diferencias entre las concepciones
romana (pública) y germánica (patrimonial) del Estado. También hay que traer a colación la noción
de “iglesia propia” o “iglesia particular” (Eigenkirche) que los germanos desarrollaron dondequiera
que se establecieron. Según esta noción, el dueño de una iglesia (templo) era la persona que había
donado la tierra sobre la cual estaba emplazado el altar. No importaban las adiciones al monasterio
o al templo en cuestión, no importaban las rentas que se acumularan o los donativos que se
añadieran, el donante original y sus herederos retenían la propiedad de la iglesia como parte de su
patrimonio.

De este derecho de propiedad, reconocido en la ley germánica, se derivaban varios corolarios.


El patrón o dueño de la iglesia (o templo) la confería como un beneficio de por vida a una persona,
para que atendiera las necesidades de la misma. Pero cuando esta persona moría, el derecho de
nominar a su sucesor se revertía al patrón. Éste tenía derecho a gozar de las rentas cuando la iglesia
no tenía titular, y podía heredar una porción de los bienes muebles del titular.

Esta noción germánica de la iglesia o templo como propiedad de un particular estaba en


conflicto abierto con la noción romana de la iglesia o templo como perteneciente a la comunidad
de los creyentes, cuyo gestor era el obispo. Por eso fueron tan frecuentes los conflictos entre los
obispos que querían mantener jurisdicción sobre todas las iglesias de sus diócesis, y los patronos
que querían mantener los derechos heredados sobre las iglesias fundadas por sus familias.

_ Relación Iglesia y sociedad


La Iglesia y la sociedad feudal. El desmoronamiento del gobierno centralizado fue acompañado
por un fenómeno similar en la Iglesia. El papado se convirtió en botín disputado por las facciones
nobles de Roma e Italia, y hasta hubo batallas entre los pretendientes rivales. Los papas designados
carecían del prestigio y los medios necesarios para controlar los asuntos religiosos del vasto
territorio de la cristiandad occidental. En realidad, durante buena parte de la Edad Media, papas,
arzobispos, obispos y abades no gozaron de más poder y prestigio que el que les correspondía como
señores feudales en competencia con otros señores feudales.

Los monasterios y las diócesis poseían tierras extensas y ricas que, bajo las condiciones caóticas
de los siglos IX y X, fueron presa tentadora para los señores fuertes y rapaces. Ante la ausencia de
un instrumento público de paz y orden, los obispos y abades se vieron obligados a arreglárselas
como podían para proteger sus bienes. Esto significó, naturalmente, buscar caballeros y concederles
feudos a cambio de sus servicios como defensores de las tierras de la Iglesia. De este modo la Iglesia
se fue feudalizando completamente, y hasta los mismos abades y obispos llegaron a ser
generalmente hijos segundones de la aristocracia feudal. Como abad u obispo, el hijo menor de un
duque o conde podía llegar a poseer vastas tierras y rentas proporcionales a su rango; y en no pocas
ocasiones tales eclesiásticos tenían la oportunidad de valerse de su entrenamiento caballeresco
capitaneando a sus hombres para combatir contra algún señor vecino con quien tenían una disputa.
Es cierto, sin embargo, que las tradiciones del derecho y la administración romanos no se olvidaron
por completo y perduraron con mayor vigor entre los eclesiásticos.

La Iglesia y la corrupción feudal. Como puede fácilmente imaginarse, la Iglesia se corrompió no


pocas veces dadas las condiciones feudales. Muchos obispos y abades apenas se distinguían de sus
compañeros nobles en cuanto a la conducta personal se refiere. La mayoría de los párrocos estaban
casados a pesar de las prohibiciones del derecho canónico. La ambición de bienes terrenales y de
poder y prestigio afectaban de igual modo a los señores eclesiásticos como a los seglares. Éstas y
otras deficiencias perturbaban a las personas piadosas, y se hacían esfuerzos para corregirlas, si bien
no siempre con resultados efectivos.

Durante el transcurso de los siglos X y XI muchos fieles de la Iglesia, tanto miembros del clero
como laicos, llegaron a pensar que la corrupción y degradación prevalecientes en la Iglesia no se
podrían remediar mientras los laicos poseyeran la facultad de nombrar prelados, y especialmente
mientras los cargos eclesiásticos se vendieran a los candidatos interesados. La simonía y la
investidura laicas parecían ser—en particular a los ojos de los monjes cluniacenses—los obstáculos
principales que impedían la reforma y purificación de la Iglesia.

Las actividades de los frailes infundieron un nuevo ardor e idealismo a la práctica cristiana. Las
ciudades, en rápido crecimiento, fueron desde el principio el terreno de su preferencia. Los frailes
cuidaban a los enfermos y a los pobres, y para ello fundaron hospitales; además predicaban, a
menudo en las esquinas de las calles, y tomaban parte activa en la educación. Por primera vez los
habitantes de las ciudades de Europa occidental entraron en contacto con todo el poder del
idealismo cristiano gracias a los franciscanos, mientras que los escépticos y herejes quedaban
expuestos a los sutiles y convincentes argumentos de los cultos frailes dominicos.
En realidad, la Iglesia se mostró hostil hacia los campesinos y siervos de la gleba. Muchos clérigos
escribieron de manera muy negativa acerca de ellos, destacando su avaricia, violencia e ignorancia.
De hecho, no hubo muchos santos campesinos, salvo Juana de Arco, que llegó tardíamente a los
altares, después de haber sido condenada a la hoguera como bruja. El clero se fue haciendo cada
vez más urbano y menos rural. No obstante, el campesinado permaneció católico, porque la Iglesia
era su única esperanza de salvación en este mundo y por la eternidad.

_ Relación mundo y trasmundo

La cosmovisión medieval estuvo dominada por la imposición de las ideas cristianas sobre el
trasfondo de la tradición pagana (no destruida totalmente) y los aportes de los pueblos germánicos
invasores. La tradición pagana grecorromana había aportado una cierta imagen naturalista, de corte
politeísta y mágico, que coincidía bastante con el aporte de la tradición de los germanos. En ambos
casos, lo milagroso y misterioso ocupaba un lugar muy importante. El trasmundo de los dioses y de
los muertos irrumpía constantemente en el mundo real. Fue sobre este trasfondo que se impuso el
cristianismo, de suerte tal que la concepción naturalista de la realidad no desapareció, sino que
encontró formas de expresión en la religión cristiana, como en una multitud de supersticiones, el
culto de las imágenes, la veneración de la Virgen María y el sacramentalismo.

El mundo. La Edad Media se presenta, en general, como una era en la que lo religioso ocupó un
lugar fundamental. La religión afectó todas las esferas de la vida de los pueblos, y produjo una
inevitable tensión entre los presupuestos y los mandamientos religiosos por una parte, y las
necesidades prácticas de la realidad mundana por la otra.

Herbert Rosinski: “Esta tensión subyacente entre religión y mundo fue especialmente
aguda en el cristianismo, cuya original independencia radical del mundo sólo gradualmente
cedió a una progresiva adaptación. La relación del cristianismo con el mundo, de hecho,
estaba destinada a ser esencialmente tensa. Esta tensión podía franquearse y en la práctica
se franqueaba, pero, no obstante, en principio, permanecía sin resolver y era necesario que
permaneciera de ese modo si se pretendía preservar su esencia y su singular fuente de
energía … Sin embargo, esta tensión era mucho más intensa en el Occidente que en
Bizancio, hecho que tuvo decisiva significación para el desarrollo interior de las dos ramas
del cristianismo, como también para su destino definitivo.”

En el caso del Islam, la situación era totalmente diferente, ya que Mahoma fue profeta pero
también un hombre de Estado. La religión para él no era algo que estaba en contradicción con el
mundo. Por el contrario, era un poder que encontraba su meta precisamente en el dominio político
y en la transformación política del mundo. Religión y mundo en el cristianismo eran términos
opuestos, ya que la primera tiene que ver básicamente con la relación del alma con Dios, mientras
que en el Islam la religión está más relacionada con la regulación escrupulosa de la vida y no hay
contradicción con el mundo.

El ideal de vida superior durante toda la Edad Media fue la vida monástica, es decir, la huida del
mundo para poder vivir una vida contemplativa. Las formas de la convivencia monástica giraban en
torno a reglas particulares, la mayoría siguiendo el modelo ideado por Benito de Nursia, que
combinaban diferentes dosis de acción y contemplación, estudio y plegaria. Pero el retiro del mundo
no fue la opción de todos. La mayoría de las personas fueron encontrando en las incipientes
ciudades medievales las posibilidades de invertir sus vidas como artesanos o mercaderes,
estudiosos o religiosos, líderes de la comunidad o sacerdotes. La ciudad, de algún modo, ofrecía la
oportunidad de escapar a la dominación señorial y lograr algún grado mayor de libertad y
oportunidad para una vida mejor. La vida ciudadana fue resultando más ordenada, previsible y
ajustada a derecho, que la vida rural propia del feudalismo. Este proceso sirvió para cambiar poco a
poco la valoración negativa que se tenía del mundo, y tanto más cuando nos acercamos a la baja
Edad Media. La aparición del humanismo completó el proceso de secularización y de valoración del
mundo como esfera adecuada para la realización del ser humano.

El trasmundo. Ya en la temprana Edad Media puede advertirse de qué manera, en un complejo


cultural dominado por una cosmovisión cristiana, se da la presencia eminente del trasmundo. La
realidad inmediata estaba saturada por la presencia del trasmundo, que se tornaba en una realidad
bien concreta gracias al fuerte impulso apocalíptico que animó la comprensión de la fe cristiana en
ese tiempo. Incluso en la alta Edad Media continúa advirtiéndose la presencia de un ideal de vida
vigorosamente enraizado en la imagen del trasmundo. Si bien la imagen del mundo mejoró
notablemente para entonces, nada perteneciente al mundo real podía compararse en significación
con la esperanza de la eternidad y la vida bienaventurada después de la muerte.

Las expresiones más elevadas de la cultura medieval destacan la presencia permanente del
trasmundo en la conciencia colectiva de aquel tiempo. El trasmundo se presentaba en los capiteles
historiados de los claustros e iglesias románicas y góticas, los pórticos, los vitrales y las pinturas. La
decoración, especialmente la escultura, adquirió una significación extraordinaria y una simbología
llena de misterio, que incitaba a la constante consideración del trasmundo a través de las alusiones
al Juicio Final y a las historias sagradas. Catedrales, iglesias y edificios comunales de estilo gótico a
partir del siglo XII, al tiempo que revelan el empuje de la burguesía en ascenso, fueron testigos
elocuentes de la importancia que el trasmundo tenía para quienes los construyeron y utilizaron.

Alfred Weber: “Sobre el sencillo sentido religioso de externidad, propio de los cistercienses,
se eleva como nacida de esas contraposiciones la gran arquitectura gótica de plenitud.… Las
formas expresivas de esta arquitectura exhalan la múltiple diversidad de la vida, como en
amplios tonos orquestales; unen la línea horizontal de lo terreno con la línea vertical de lo
eterno; y están creadas y representadas por aquel fuerte sentido religioso enfocado al otro
mundo, cuyos efectos espirituales y psicológicos fueron los que hicieron posible que, en el
siglo XIII, se pudiese superar el estilo tan maravilloso del último período de arte románico
en Alemania, que constituía ciertamente un arte rico, esclarecido y altivo, pero todavía con
un sentido terrenal.

“En el exterior y en el interior de los templos creados o afectados por ese sentido
religioso de lo eterno, de ultratumba, hallamos las obras plásticas de esta época, las cuales
se hallan configuradas de un modo técnico con toda la fuerza de las formas aprendidas del
mundo antiguo, pero siendo ciertamente en cuanto a su esencia cristianas hasta el último
pliegue … Y estas figuras constituyen ciertamente los documentos más impresionantes de
aquel destino europeo, convertido entonces por vez primera en realidad, de aquel destino
espiritual del mundo occidental, de aquel destino inserto en la contraposición entre Dios y
Mundo, que no tiene solución.”

Por otro lado, la totalidad de la sociedad cristiana a lo largo de la Edad Media, se basaba en una
intensa creencia en lo sobrenatural. El trasmundo mágico y fantástico se vivía a flor de piel. Al no
disponerse de un sistema científico que permitiera una comprensión más objetiva y crítica de la
realidad, la dimensión sobrenatural de la existencia humana se veía magnificada. En este contexto,
los milagros ocupaban un lugar muy destacado y la intervención de Dios en el mundo era estimada
como permanente. Los eventos calificados como miracula penetraban la vida en todos los niveles.
De allí la enorme cantidad de relatos y testimonios de milagros en la literatura medieval,
especialmente de aquellos relacionados con los santuarios de santos y sus reliquias. Además,
estaban los milagros atribuidos a la Virgen y a algunos misioneros.

Benedicta Ward: “A lo largo de la Edad Media se vio unánimemente a los milagros como
parte de la Ciudad de Dios sobre la tierra, y cualesquiera hayan sido las reflexiones que las
personas hayan tenido sobre su causa y propósito, ellos constituían una parte integral de la
vida ordinaria. La exploración de los relatos de milagros deja dos impresiones principales:
el número y diversidad de los eventos considerados como de alguna manera milagrosos, no
con ingenuidad sino a partir de una concepción más compleja y sutil de la realidad que la
que poseemos; y la unidad de opinión acerca de los milagros tanto en el pensamiento como
en su registro, una unidad expresada por Agustín: ‘Dios mismo ha creado todo lo que es
maravilloso en este mundo, los grandes milagros así como las maravillas menores que he
mencionado, y él los ha incluido a todos en esa maravilla única, ese milagro de los milagros,
que es el mundo mismo’.”

Además de manifestarse a través de los milagros, el trasmundo se hacía también evidente a


través de la magia, que era su contraparte. Si bien las “artes mágicas” habían sido consistentemente
prohibidas por la Iglesia, gozaron de gran popularidad, especialmente en los siglos XIV y XV. El uso
de la magia para el contacto con lo sobrenatural y el trasmundo fue común tanto en las tierras
paganas del norte de Europa como en el mundo del Mediterráneo, al punto que la diferencia entre
magia y milagro no siempre estuvo muy clara. No obstante, en teoría al menos, la magia que
involucraba la invocación de demonios fue condenada por la Iglesia mientras que los milagros
fueron recomendados como el método adecuado para la obtención de poder sobrenatural por parte
de los cristianos. Sin embargo, en las masas predominaba un área intermedia de prácticas y
creencias sincretizadas, donde lo mágico y lo milagroso se mezclaban.

Benedicta Ward: “La discusión de los milagros durante la Edad Media muestra por sobre
cualquier otra cosa la aceptación de lo milagroso como una dimensión básica de la vida. Los
lazos de la realidad incluían lo invisible de una manera ajena al pensamiento moderno. Los
milagros eran la regla más que la excepción, y el concepto de la mano de Dios obrando en
la totalidad de la vida coloreaba la percepción de los milagros y sus registros. Dada esta
preocupación con los milagros, es de esperar que hubiera muchos registros de milagros
contemporáneos.… El número mayor de estos milagros fue registrado en los santuarios de
los santos, dado que virtualmente cada pueblo tenía su santuario y frecuentemente
también a alguien capaz de registrar los milagros.”

Será durante la baja Edad Media que se hará más evidente la tensión entre una concepción
teísta y trascendentalista de la realidad y una concepción naturalista e inmanentista. El humanismo
promovía lo segundo, pero las grandes masas no educadas continuaron sumergidas en el dominio
del trasmundo y en toda suerte de supersticiones y sincretismos. Mientras algunos humanistas
expresaron a través de sus obras (literarias o plásticas) un optimismo radical en las posibilidades
humanas, otros representaron en sus producciones el patetismo angustiado frente a la enfermedad,
el hambre, la miseria y la muerte. Como indica José Luis Romero: “La presencia del trasmundo—
signo revelador de la perduración de la típica medievalidad—se enerva en unos mientras se
robustece en otros, o a veces se reviste de cierta gracia ingenua que parece compartir una y otra
tendencia.”

_ Relación vida y muerte

La presencia de la muerte. Toda la Edad Media estuvo caracterizada por un sentido muy vivo de
la presencia constante de la muerte en la vida de las personas. La violencia feudal, la fragilidad frente
a la pobreza y la miseria, la falta de recursos para satisfacer las necesidades humanas básicas, y la
vulnerabilidad frente a plagas y cataclismos, llevaron al desarrollo de un verdadero culto a la
muerte. En tiempos medievales hubo una relación dinámica entre vivos y muertos, que hoy es
desconocida.

Patrick J. Geary: “En este mundo [medieval], que comprende esencialmente esas regiones
de Europa bajo la influencia directa de las tradiciones políticas y culturales de los francos, la
muerte era omnipresente, no sólo en el sentido de que las personas de todas las edades
podían morir y de hecho morían con asombrosa frecuencia y celeridad, sino también en el
sentido de que los muertos no dejaban de ser miembros de la comunidad humana. La
muerte marcaba una transición, un cambio de estatus, pero no el fin. Los vivos continuaban
debiéndoles ciertas obligaciones, la más importante era la de la memoria, el recuerdo. Esto
significaba no sólo el recuerdo litúrgico en las oraciones y las misas ofrecidas por los
muertos por semanas, meses y años, sino también mediante la preservación del nombre, la
familia y las acciones de los que partieron. Para una categoría de los muertos, aquellos
venerados como santos, las oraciones por ellos cambiaron a oraciones a ellos. Estos
‘muertos muy especiales’ …, podían actuar como intercesores a favor de los vivos delante
de Dios. Pero esta diferencia era sólo de grado, y no de especie. Todos los muertos
interactuaban con los vivos, continuaban ayudándolos, advirtiéndoles o amonestándoles,
incluso castigándoles si las obligaciones de memoria no se cumplían.”

Esto se hizo todavía más patético con episodios catastróficos como la Peste Negra (1348–1349).
En pocos meses, la población de Europa Occidental se redujo a un tercio de su total. Las
consecuencias económicas y sociales de la peste fueron muchas. Se dio una drástica reducción de
los cánones de arrendamiento y las exacciones señoriales; la mano de obra diestra urbana se
encareció; hubo una concentración de la riqueza inmueble en los sectores dirigentes por las muchas
herencias de los sobrevivientes y la estructura social tambaleó.

Culturalmente la peste bubónica también afectó la vida y el pensamiento. La muerte


omnipresente en los frescos y en las sepulturas de las décadas subsiguientes ensombreció el arte.
En la vida religiosa la epidemia dejó hondas huellas. Una alta proporción del clero secular murió y
en muchos lugares nunca volvió a tener la misma importancia numérica. Muchos monasterios y
conventos tampoco recuperaron el número de miembros que habían tenido antes de 1348. Los
estragos de las epidemias y el horror de su recurrencia marcaron las percepciones y las
mentalidades. La fascinación con los temas mórbidos marcó la expresión religiosa. En la mente de
muchos fieles, la epidemia era un castigo divino, y por eso se desarrollaron prácticas penitenciales
comunitarias, que a veces canalizaron y otras veces fomentaron la histeria colectiva. A la vez, los
excesos ascéticos y la prédica moralizante propiciaron la ironía y el escepticismo.

La concepción heroica de la vida. Mientras en Oriente la actitud cristiana predominante era de


carácter contemplativo y las cuestiones terrenales se proyectaban al más allá, en Occidente y debido
al impacto de los pueblos germánicos, el destino del ser humano se cumplía de este lado de la
eternidad. En la cosmovisión germánica, el guerrero y su heroísmo eran sinónimo de virtud, en
contraste con el quietismo contemplativo predominante en el cristianismo de origen oriental.
Heroísmo y activismo llevaron a una concepción señorial de la vida, en la que constituían el signo
de una acción relacionada con el poder, la gloria y la riqueza.

La Iglesia procuró poner bajo control esta concepción heroica de la vida y canalizarla de maneras
más creativas y convenientes a sus propios intereses. Esto es lo que intentó en las sucesivas
Cruzadas contra los musulmanes, que predicó con entusiasmo. Incluso los monjes occidentales
fueron muy diferentes de los orientales, en que mientras estos últimos se dedicaban a una vida
contemplativa y de oración, los primeros se mostraban como santos militantes, capaces de poner
en acción su vocación religiosa en beneficio de la propagación y defensa de la fe. En este sentido,
fueron monjes y soldados los que a lo largo de la temprana Edad Media esparcieron la fe por todo
el continente europeo. Y más tarde, fueron caballeros cristianos, que aprendieron a subordinar el
heroísmo a la fe, los que la defendieron frente a los musulmanes y los herejes surgidos en el seno
mismo del mundo cristiano.

En la baja Edad Media, esta concepción heroica de la vida asumió un carácter más refinado. El
espíritu caballeresco sobrevivió a las Cruzadas, pero poco a poco se secularizó y mundanalizó. Perdió
prestigio popular, pero se refugió en las minorías señoriales y en las cortes. Se llenó de convenciones
propias del decadente orden feudal y estableció reglas sofisticadas para la conducta social. Fiestas
y torneos, ceremonias y festines fueron las ocasiones en que este espíritu se manifestó de manera
más espectacular. Los trovadores y ministriles exaltaban, a través de sus canciones y poemas, las
virtudes de la caballería, que eran imitadas por los burgueses ricos. La exaltación e idealización de
la mujer, el amor cortés, la apetencia por la buena vida y el goce de vivir, un sentido profano de la
realidad, la contemplación de la naturaleza, la creación estética y el amor por la belleza fueron
expresión de esta concepción heroica de la vida, que estuvo acompañada de un creciente
individualismo. Lo individual se fue tornando más importante que lo colectivo. El espíritu de
aventura, la apetencia del saber y la aparición del retrato en la pintura son manifestaciones de esta
concepción heroica y exaltada de la vida.

El Purgatorio y el Infierno. Más allá de su particular posición en la compleja pirámide social


medieval y de su manera de entender y vivir la vida, todas las personas compartían la misma
certidumbre en cuanto a la muerte. Señores y siervos, obispos y laicos, cultos e incultos todos eran
bien conscientes de la proximidad de la muerte y de su funesto efecto nivelador. Frente a ella todos
eran iguales y enfrentaban los mismos temores y necesidad de salvación. Fue en torno a esta
realidad palmaria que se elaboraron los conceptos y creencias en cuanto al Purgatorio y al Infierno.

El Purgatorio. La preocupación por la muerte llevó necesariamente a preocuparse por qué


ocurría con el alma después de experimentarla. Ya en el monasticismo temprano se había planteado
la necesidad de responder a la inseguridad de la salvación y la inminencia del castigo divino con
algún camino alternativo. En el monasticismo celta se acentuaba el carácter penitencial de la vida
monástica. En la concepción celta, la majestad de Dios era tal y la fragilidad humana y su inclinación
al pecado eran tan pronunciadas, que continuamente había que estar reconciliándose con Dios. El
monje irlandés hurgaba su conciencia sin cesar para ver en qué había ofendido a Dios y cómo reparar
esas ofensas. Por esa insistencia celta en la necesidad continua del perdón y la reconciliación, la
práctica penitencial de Occidente se modificó y se elaboraron numerosos libros penitenciales. Las
penitencias que se les imponían las cumplían después de la absolución. De esa manera la absolución
vino a anteceder a la penitencia, y la confesión de los pecados vino a ser un ejercicio privado que
sustituyó la antigua absolución pública. Sin embargo, subsistió la ansiedad en cuanto a qué pasaba
si uno se moría antes de cumplir con todas las penitencias que se le habían impuesto. De ahí vino a
cobrar importancia la noción de purgar por los pecados, de la cual en el siglo XII se esbozó
teológicamente el concepto de Purgatorio.

Fernando Picó: “De esta noción de conmutar la penitencia no cumplida con una obra
piadosa también surgió eventualmente la noción de indulgencia, que tanto dio que hacer
en las controversias de la Reforma Protestante del siglo XVI. La indulgencia era un
equivalente en oraciones de la obra piadosa, que a su vez equivalía a una penitencia no
cumplida. Sin embargo, en los siglos XIV y XV surgiría la noción de que hacer un donativo en
dinero para llevar a cabo una obra piadosa era equivalente a hacer la obra piadosa. Por lo
tanto, le restaba purgatorio por cumplir al donante lo que le hubiese restado de días de
penitencia la obra piadosa.”

Los Padres Griegos no hablaron del Purgatorio, pero recomendaron las oraciones y servicios
eucarísticos a favor de los difuntos. Los Padres Latinos, especialmente Agustín enseñaron la
purificación por medio del sufrimiento en la otra vida. Los escolásticos sistematizaron y
desarrollaron la herencia patrística, enseñando que el más ínfimo dolor del Purgatorio era mayor
que el más grande dolor de la tierra, aunque a las almas allí las consuela el saber que se hallan entre
aquellos que van a ser salvos. Desde Tomás de Aquino y Buenaventura, los teólogos latinos
enseñaban que las almas en el Purgatorio eran atormentadas por el fuego, pero los teólogos
bizantinos no aceptaron esta conclusión. Por otro lado, a la luz de la práctica de las indulgencias,
estos tormentos ocurrían en el tiempo y se medían en términos de años y días. Se decía también
que el estado del Purgatorio consistía en cierta posición en el espacio, y que era algo totalmente
diferente del Cielo o del Infierno. Pero cualquier teoría en cuanto a su latitud o longitud, según se
lo describe en la Divina Comedia de Dante, era pura imaginación.

El Purgatorio era para las almas de los creyentes (bautizados), que no dejaban de ser miembros
de la Iglesia por ir allí. Es por esto que estas almas podían ser ayudadas por los sufragios (oraciones,
ofrendas, buenas obras y sacrificios) de los vivientes. El sacrificio por excelencia a favor de quienes
estaban en el Purgatorio era el sacrificio de la Misa, porque ella aseguraba la salvación al penitente.
El fundamento bíblico que se citaba era la creencia judía en la eficacia de la oración por los muertos,
según 2 Macabeos 12:42–45. Sea como fuere, la eficacia de las oraciones por los muertos e
indirectamente la doctrina del Purgatorio fueron rechazadas por los cátaros, los albigenses, los
valdenses y los lolardos, junto con otros disidentes medievales, porque carecía de base bíblica y era
contraria a una sana doctrina.

El Infierno. El temor a ser condenado en el Infierno por la eternidad llenó de terror a la


cristiandad medieval. La creencia en el Infierno fue tan firme para los medievales como su esperanza
del Cielo, sólo que la primera los llenaba de temor y determinaba la mayoría de sus acciones. En
razón de que era poco menos que imposible tener certidumbre de salvación debido a que la misma
dependía cada vez más de lo que el ser humano podía hacer para salvarse, el temor al Infierno
acercaba este aspecto oscuro del trasmundo a la realidad inmediata. Estos temores fueron
alimentados especialmente por la lectura y predicación dramática del Apocalipsis, que llenó de
pánico a personas carentes de otro recurso salvífico que los sacramentos cuasi-mágicos que les
ofrecía la Iglesia. A la interpretación tremebunda del Apocalipsis se sumaba La Ciudad de Dios de
Agustín, que dominó la teología medieval y que hizo la conocida distinción entre dos mundos
contrapuestos: la ciudad celeste y la ciudad terrestre. Esta afirmación del trasmundo continuó con
la mayoría de los teólogos medievales, especialmente aquellos que trabajaron en la alta Edad
Media.

José Luis Romero: “El mundo después de la muerte, con su Infierno, su Purgatorio y su Cielo,
había sido imaginado muchas veces antes de que Dante le proporcionara, en las
postrimerías de la Edad Media, los rigurosos perfiles con que aparece en la Comedia. La
Visión de San Pablo y el Viaje de San Brandán en el siglo XI, la Visión de Túndalo, el
Purgatorio de San Patricio y la Visión de Alberico en el siglo XII, así como el Viaje al Paraíso
de Baudoin de Condé y el Sueño del Infierno de Raoul de Houdenc, nos muestran cuánto se
pensaba en el misterio del vago mundo que esperaba al hombre para morada eterna. Era
seguramente el tema que más interés despertaba en el auditorio de los predicadores, y
alrededor de él gira la obra de Joaquín de Fiore, el ferviente y semiherético monje calabrés
fundador del grupo de los Espirituales, una de cuyas obras fundamentales desarrolla el
comentario del Apocalipsis. Poco antes, los inquietantes signos del fin del mundo habían
sido esculpidos con honda dramaticidad en los capiteles del claustro del monasterio de Silos
y seguían siendo tema predilecto de otros imagineros.”

_ Relación poder y piedad

Desde los días del emperador Constantino, cuando éste decidió establecer la capital del Imperio
Romano en la ciudad que llevó su nombre, la separación entre Oriente y Occidente fue inevitable.
Los patriarcas de Oriente quedaron sometidos al emperador (cesaropapismo) y distanciados del
obispo de Roma. En los cinco siglos que siguieron al reinado de Constantino hubo cinco grandes
cismas entre la Iglesia de Oriente y la Iglesia de Occidente. Además, de cincuenta y ocho patriarcas
que gobernaron en Constantinopla durante este período, veintidós fueron considerados como
herejes o sostenedores de enseñanzas heréticas en el Oeste. Todos ellos menos uno fueron
depuestos por los emperadores. A diferencia del obispo de Roma, estos líderes religiosos dependían
del Estado para el ejercicio de su ministerio. Así continuaron las cosas hasta que finalmente en 1054,
bajo Miguel Cerulario, la división se consumó de manera definitiva, en buena medida debido a la
competencia entre los líderes religiosos y también al carácter totalmente diferente de su concepción
en cuanto al poder. Mientras para el patriarca de Constantinopla la base sobre la cual proclamaba
su primacía era puramente política, para el Papa de Roma su autoridad pretendía ser
exclusivamente espiritual.

Lloyd B. Holsapple: “El legado de Constantino a la Iglesia fue una controversia que
perduraría durante cuatro siglos y traería aparejada consigo una desunión sin precedentes.
La disputa religiosa se convertiría en la principal actividad de la Iglesia y los individuos en
Oriente. Él legó las causas que no podrían dejar de producir el cisma entre Oriente y
Occidente tanto en la Iglesia como en el Estado.”

Al impacto político de la influencia de Constantino se agregó el enorme efecto del pensamiento


de Agustín de Hipona (354–430) sobre toda la cristiandad occidental. Para sus días, tres de las cuatro
fuerzas espirituales que habían animado al mundo grecorromano—el judaísmo y las civilizaciones
griega y romana—estaban exhaustas. Sólo el cristianismo estaba en pleno ascenso y apenas
empezaba a ejercer influencia en los asuntos seculares. La transformación del cristianismo, de
fuerza espiritual que se mantenía separada del mundo, a una fuerza que poco a poco iba
penetrándolo e identificándose con él, representó el fin de una edad y el comienzo de una nueva
era: la Edad Media.

Por otro lado, la desintegración de Occidente debido a las sucesivas invasiones de pueblos
germanos, la presión externa de los pueblos euroasiáticos sobre Oriente, y el surgimiento y
expansión del Islam condujo a la división tripartita que constituyó el mundo de la Edad Media. La
parte oeste abarcaba la mitad occidental del Imperio Romano, invadido y repartido entre las tribus
germánicas, y las zonas germánico-eslavas ubicadas en el centro y el norte de Europa, fueron
gradualmente absorbidas en su órbita. El Imperio Bizantino comprendía la península balcánica y Asia
Menor. El mundo islámico incluía básicamente (además de Irán) Siria, Egipto, el norte de África y
grandes extensiones en España. Los tres territorios fueron herederos del mundo antiguo. La
significación histórica del período medieval radica en los diferentes modos por los cuales estas tres
civilizaciones desarrollaron su herencia espiritual y política común, especialmente la dimensión
religiosa.

Las tres civilizaciones fueron esencialmente monoteístas y desplazaron a las religiones míticas
politeístas. Esta difusión del monoteísmo resultó en un proceso sin precedentes de penetración
cultural, que saturó de sentimientos y conceptos religiosos la sociedad y la cultura. Todas las esferas
de la vida de los pueblos se vieron afectadas por la manera en que los individuos se relacionaban
personalmente con Dios. Esto hizo que fuese imposible separar la esfera del poder político de la
esfera del poder religioso, de suerte tal que la simbiosis entre poder y piedad caracterizó la mayor
parte del período medieval, tanto en el Este como en el Oeste.

La cosmovisión medieval no era horizontal sino vertical. Por sobre la tierra, que era plana, se
extendía la bóveda celeste, donde moraban Dios y sus ángeles. Por debajo de la tierra estaba el
infierno, habitado por Satanás y sus demonios. Encerrada por este marco espiritual, la realidad
terrenal estaba dividida en estamentos estancos, un vasto orden jerárquico que tenía al Papa como
señor supremo compartiendo su posición con el emperador. En los niveles que seguían hacia abajo,
cada uno tenía sus tareas especiales, y sus deberes y derechos particulares.

Herbert Rosinski: “En esta vasta armonía dispuesta por Dios, nada parecía encontrarse
aislado, ni pensamiento, ni sentimiento; ni ángel, ni hombre; ni animal, ni planta ni objeto
inanimado. Todo tenía, además de su realidad inmediatamente dada, un profundo
significado simbólico. Todo estaba vinculado con todo y, en último análisis, con el Creador
de todas las cosas. En la civilización occidental de la Edad Media, la vieja forma básica de las
Grandes Civilizaciones, el sistema universal del mundo vinculado y equilibrado en todas sus
direcciones, tuvo su última y su más general realización en una forma clarificada y
racionalizada por los pensamientos bíblico y griego.”

EL PROBLEMA TEOLÓGICO

Cuando pensamos en la Edad Media, la tendencia es a considerarla como mil años de aridez en
el desarrollo teológico. A lo sumo, se destaca la importancia de la teología escolástica y su
contribución al pensamiento cristiano occidental, con consecuencias que todavía persisten. No
obstante, los tiempos medievales no fueron tan quietos en materia de producción teológica como
nos parecen. Una serie de cuestiones ocuparon la atención de quienes procuraban expresar su
experiencia de fe cristiana en términos que pudiesen ser entendidos por otros. Esto llevó al
surgimiento y desarrollo de una serie de controversias, especialmente durante el período del
Renacimiento Carolingio, que ayudaron a madurar el pensamiento cristiano y a actualizar la
comprensión de la acción redentora de Dios en la historia humana. Lamentablemente, la mayor
parte de estas discusiones estuvieron muy comprometidas con cuestiones políticas, que no siempre
ayudaron al desarrollo de una sana doctrina. Más adelante, en el siglo XII, la teología maduró con el
escolasticismo, que fijó el dogma de la Iglesia Romana, a pesar de los desafíos planteados por un
buen número de disidentes.
_ Controversia sobre el adopcionismo

En tiempos del emperador Carlomagno, una de las controversias que mantuvo ocupados a los
pensadores cristianos giró en torno al adopcionismo. El escenario principal de tales debates fue
España y como es de suponer, la discusión teológica no pudo abstraerse de los conflictos políticos,
especialmente la enorme empresa de la reconquista de la Península de manos musulmanas.

El personaje que se destacó en este debate fue Félix de Urgel (m. 818), quien sostenía una
postura adopcionista, es decir, que Cristo había sido adoptado como Hijo de Dios durante su
ministerio en la tierra. El arzobispo Elipando de Toledo había intentado refutar el sabelianismo, pero
al hacerlo propuso una cristología de corte adopcionista, a la que se adhirió Félix. En reacción a ellos
se colocó el Beato de Liébana, Alcuino, Paulino de Aquileya y los papas Adriano I y León III, y por
supuesto, el propio Carlomagno.

A los teólogos más ligados a la ortodoxia, el adopcionismo les parecía un rebrote de


nestorianismo, es decir, cierta tendencia a dividir la persona de Cristo. Quienes reaccionaron lo
hicieron procurando enfatizar la unidad de lo divino y lo humano en Cristo y la comunicación de las
propiedades entre sus dos naturalezas. Así, pues, mientras Elipando y Félix parecían hacer una
distinción entre la humanidad y la divinidad de Cristo, con énfasis en la preservación de esta última
con sus características intactas, sus opositores rechazaron tal división porque temían que se
perdiese la realidad de la encarnación. Una vez fallecidos Elipando y Félix, el debate se terminó tan
pronto como había comenzado.

_ Controversia sobre la predestinación

Esta controversia ocurrió también durante el período carolingio. Los principales protagonistas
fueron Rábano Mauro, Ratamno de Corbie, Servato Lupo, Prudencio de Troyes, Floro de Lión y Juan
Escoto Erígena. Un monje de nombre Gotescalco, seguidor fanático de la enseñanza de Agustín de
Hipona, llegó a desarrollar un concepto radical de la predestinación, con énfasis en la condenación
de los réprobos. Su planteo era de una doble predestinación (a salvación y a condenación), de modo
que Cristo murió sólo por los elegidos. Gotescalco fue condenado por Rábano Mauro, quien escribió
contra él un tratado titulado De la presciencia y la predestinación, de la gracia y el libre albedrío, en
el que enseñaba que somos predestinados en la presciencia divina.

La oposición de Mauro fue continuada por el arzobispo Hincmaro de Reims (806–882), quien
insistía en la voluntad salvadora universal de Dios. Prudencio de Troyes y Servato Lupo se opusieron
a este planteo y apoyaron una doble predestinación. Pronto intervino en el debate Retramno de
Corbie (m. 868), quien escribió un tratado titulado De la predestinación, en el que sigue la doctrina
de Agustín al pie de la letra. Fue entonces que hizo su entrada en el debate Juan Escoto Erigena
(810–877), que también escribió un tratado titulado De la predestinación, en el que hace un
acercamiento más filosófico que teológico al tema y en el que apoya la posición de Hincmaro. Su
libro provocó nuevas reacciones de parte de Prudencio de Troyes y más tarde de Floro de Lión. Al
final, el debate perdió todo sentido de discusión teológica y se transformó en una confrontación por
poder y prestigio entre las sedes episcopales de Lión y Reims, representadas por sus líderes Floro e
Hincmaro.

En realidad lo que estaba en discusión era una cuestión de énfasis. El énfasis agustino tendía a
sacrificar la libertad humana a favor de la soberanía divina, mientras que del otro lado se respeta el
derecho del ser humano a disponer de sí mismo y a hacer su parte en el logro de su salvación eterna.
Por cierto, el problema no se resolvió y en consecuencia volverá a presentarse nuevamente en los
siglos XVI y XVII en los debates teológicos dentro del catolicismo y del protestantismo.

_ Controversia sobre la virginidad de María

Nuevamente aparece el nombre de Ratamno de Corbie en esta breve controversia. Este monje
reaccionó a ciertas enseñanzas que circulaban en Alemania en el sentido de que Jesús no había
nacido de María del modo natural, sino que había surgido del secreto vientre virginal de algún modo
misterioso y milagroso. Según Ratamno, Jesús nació de María por la vía natural, pero esto no lo
contaminó ni violó la virginidad de su madre. Esto significa que María fue virgen antes del parto, en
el parto y después del parto, y esto es algo que sólo puede aceptarse por la fe.

La enseñanza de Ratamno fue refutada por un tal Pascasio Radberto (786–865), quien no
discutió la perpetua virginidad de María sino el modo en que esa virginidad permaneció intacta en
el parto. Según él, la virginidad permaneció intacta porque Jesús nació milagrosamente, estando el
útero cerrado. Toda esta discusión fue muy importante para el desarrollo del dogma de la perpetua
virginidad de María y otras doctrinas dependientes de este dogma.

_ Controversia sobre la eucaristía

Esta discusión giró en torno a la doble cuestión de, primero, si la presencia del cuerpo y la sangre
de Cristo en la eucaristía era tal que sólo podía verse con los ojos de la fe o si, por el contrario, se
trataba de una presencia verdadera, y, segundo, si el cuerpo de Cristo que estaba presente en la
eucaristía era el mismo que nació de María, sufrió, murió y fue sepultado, y ascendió a los cielos.
Pascasio Radberto había escrito un tratado (844) en el que presentaba una interpretación realista
extrema de la presencia de Cristo en la eucaristía. Según él, cuando los elementos son consagrados,
se transforman en el cuerpo y la sangre de Cristo de manera sustancial. De modo que la eucaristía
era una repetición del sacrificio de Cristo, y esto de tal modo que repetía la pasión y muerte del
Salvador.

Quien respondió a Pascasio fue Ratramno de Corbie con un tratado titulado Del cuerpo y la
sangre del Señor. Según él, el cuerpo de Cristo no estaba presente de manera real sino “en figura.”
Cristo estaba presente en el sacramento, pero no de manera visible. Además, ese cuerpo no era
idéntico al que nació de María y fue crucificado, porque ese cuerpo visible estaba sentado a la
diestra del Padre, mientras que el cuerpo presente en la eucaristía era sólo espiritual, y el creyente
participaba de él sólo espiritualmente. El debate continuó con una nueva reacción de Pascasio y la
intervención de Gotescalco y Rábano Mauro que se le opusieron. Finalmente, prevaleció la
interpretación realista de la eucaristía. Se afirmó la transformación substancial del pan y del vino en
el cuerpo y la sangre de Cristo, y se enfatizó la realidad de su presencia en el rito. Esto constituyó
un importante antecedente de la posterior doctrina de la transustanciación, que habría de ser
característica del dogma católicorromano.

El debate en torno a la eucaristía volvió a plantearse siglos más tarde (siglo XI) cuando
Berengario de Tours adoptó como propia la interpretación de Ratramno de Corbie. Berengario
negaba la transformación de la esencia del pan y del vino y afirmaba que el cuerpo de Cristo estaba
presente sólo de manera “intelectual,” es decir, espiritualmente. Berengario fue condenado varias
veces, más por cuestiones de poder eclesiástico que por asuntos propiamente teológicos. Entre
quienes rechazaron su planteamiento estaba Hugo de Chartres, quien afirmó la conversión real del
pan en el cuerpo de Cristo, aun cuando conservara el sabor del pan. La cuestión de la presencia real
de Cristo en la eucaristía y la transformación de los elementos seguía siendo tema de preocupación
para los teólogos de la segunda mitad del siglo XI. No obstante, habrá que esperar hasta 1215 para
ver consagrada definitivamente la doctrina de la transubstanciación.

_ Controversia sobre el alma

Dos cuestiones fueron motivo de debate durante el período carolingio: la incorporeidad del
alma y su individualidad. Respecto del primer asunto, Ratramno de Corbie sostenía que el alma era
incorpórea, y por lo tanto, no estaba circunscrita al cuerpo, sino que sobrepasaba sus límites. Estas
conclusiones fueron refutadas por quienes sostenían que el alma estaba atada al cuerpo, si bien no
estaba limitada a él. El segundo asunto fue más importante, ya que de la individualidad del alma
dependía la posibilidad de una vida eterna individual y consciente.

Algunos monjes habían enseñado una doctrina según la cual había sólo un alma universal, de la
que participaban las almas individuales. Esta enseñanza fue refutada por Ratramno, quien quería
preservar la individualidad de las personas. En su Tratado sobre el alma, Ratramno rechazó la idea
de que el alma pueda ser una y múltiple. Según él, hablar del alma en singular no implica un alma
universal que exista por encima y más allá de las almas particulares.

_ Controversia sobre el filioque

La cuestión de la procedencia del Espíritu Santo ya había sido tema de discusión durante el
período carolingio en Europa occidental, como parte del debate acerca de la doctrina de la Trinidad.
Sin embargo, fue en el Este donde la cuestión adquirió mayor relevancia y finalmente llevó al cisma
teológico entre Oriente y Occidente.

Mientras en Occidente se confesaba que el Espíritu procedía “del Padre y del Hijo,” en Oriente
se decía que procedía “del Padre por el Hijo.” En el primer caso, se comenzó por agregar a la fórmula
del Credo Niceno la frase “y del Hijo”—filioque—para indicar la doble procedencia del Espíritu Santo.
Mientras tanto, en Constantinopla se rechazó tal agregado como violatorio del significado del Credo
Niceno-Constantinopolitano, si bien los motivos de este rechazo eran más de carácter político que
propiamente teológicos.
Con posterioridad al Segundo Concilio de Nicea (787) el tema continuó debatiéndose pero con
tintes más políticos que teológicos. El patriarca Focio entró en conflicto con la sede romana (el papa
Nicolás I), especialmente por el control de la cristianización de Bulgaria y por su oposición a la
introducción de la cláusula filioque en el Credo Niceno. La controversia sobre la procedencia del
Espíritu Santo siguió en aumento hasta que para mediados del siglo IX (cisma de Focio, 867), la
cuestión del filioque se había transformado en uno de los motivos principales de la separación entre
la cristiandad occidental y la oriental. El Concilio de Constantinopla (869–870) condenó a Focio, que
de todos modos quedó como patriarca en Constantinopla con el reconocimiento del papa Juan VIII,
mientras que Roma se quedó con el control de Bulgaria.

Fuera de los motivos políticos que movían el debate, lo que estaba en discusión eran dos
maneras diferentes de ver la cuestión trinitaria. En Occidente el énfasis caía en la relación que une
a las tres personas de la Trinidad. Se pensaba del Espíritu como el amor que une al Padre y al Hijo.
En razón de que este amor es mutuo, entonces es posible decir que el Espíritu procede “del Padre y
del Hijo.” En Oriente el énfasis era puesto en la unidad de la trinidad y en su origen único. En este
sentido, sólo podía haber una fuente en el ser de Dios, y esa fuente era el Padre, de allí la fórmula
“del Padre, por el Hijo.”

_ Controversia sobre las imágenes

Este debate se dio fundamentalmente en el Imperio Bizantino y tuvo importantes componentes


políticos además de la cuestión propiamente teológica. Especialmente, bajo el gobierno de León III
el Isaurio y sus sucesores (siglo VIII) se suscitaron profundas controversias, de las que la de las
imágenes fue la más seria. León asumió una actitud “iconoclasta” (opuesta a la veneración de
imágenes), probablemente influido por el contacto con judíos, musulmanes y monofisitas, y en
oposición al poder de los monjes que defendían tal veneración. Como indica Justo L. González: “Para
León, su campaña iconoclasta era parte de su programa de restauración imperial. El hijo y sucesor
de León III, Constantino V, estaba convencido de que la veneración de las imágenes y de las reliquias
de los santos y de la Virgen era falsa.”

Entre los defensores de la veneración de imágenes estaban el patriarca Germán de


Constantinopla (715–729) y Juan de Damasco (675–749). Al segundo nos hemos referido en la
Unidad Uno. En cuanto al primero, refutó el argumento según el cual la veneración de imágenes era
idolatría marcando la distinción entre diversos tipos de “adoración.” Según él, una cosa era
proskunesis (respeto o veneración) y otra muy distinta era latreia (adoración en sentido estricto),
que se debe sólo a Dios.

Juan de Damasco, por su parte, distinguía entre diversos grados de culto. El culto absoluto era
sólo para Dios (latreia) y si se rendía a una criatura eso era idolatría. Pero la reverencia a las
imágenes era más una cuestión de respeto u honra (proskunesis timetiké) y podía prestarse a
objetos religiosos e incluso a personas en el ámbito civil. Finalmente, el culto a las imágenes fue
restaurado por el Concilio de Nicea en 787, que afirmó la conservación de las mismas, pero
indicando que no debía adorárselas como se adora a Dios.
En Occidente el debate no fue tan importante como en Oriente. En general, los Papas asumieron
una actitud favorable a las imágenes, pero cuidándose de no caer en idolatría. Así, pues, se
conservaron las imágenes, pero no se las consideró dignas de adoratio, es decir, de la adoración
debida sólo a Dios. Por eso, en Occidente no se le atribuyó a las imágenes el poder sacramental que
tenían en Oriente, ni llegaron a ocupar allí el lugar de importancia que tuvieron en Oriente. No
obstante, en la religiosidad popular, las imágenes en Occidente adquirieron la funcionalidad de
verdaderos ídolos, ya que la realización de milagros y señales estuvo ligada directamente a ellas y
al poder que se les atribuía.

EL PROBLEMA CÚLTICO

_ El culto a María

La mariolatría (culto o adoración a la Virgen María) surgió muy temprano en la experiencia de


la cristiandad, como resultado de un deseo de aumentar la glorificación de Cristo. El misterio de la
encarnación del Hijo de Dios colocó a la madre de Jesús en una posición de honor y prestigio. A
mediados del siglo IV, los teólogos cambiaron del título de María como “madre del Señor” para
transformarla en “madre de Dios” y “reina del cielo.” De “bendita tú entre las mujeres” (Lc. 1:28)
María pasó a ser considerada como una intercesora por encima de todas las mujeres y participante
de algún modo en la redención humana. La veneración de la Virgen se transformó en adoración, y
en algunos momentos llegó a ser más importante que Cristo mismo, especialmente en la religiosidad
popular.

El monasticismo ascético, que estimó el celibato como superior al matrimonio, enfatizó la


virginidad de María. José era considerado como una persona de edad, que se casó con María sólo
para protegerla de la calumnia. Los hermanos de Jesús eran hijos de José de un matrimonio anterior.
Ya para el siglo IV se afirmaba la perpetua virginidad de María. Parecía lógico, pues, que si María era
la madre de Dios, ella merecía ser objeto de adoración. Primero, se la invocó buscando su
protección. Luego, en el siglo V, muchos templos fueron dedicados a la “Santa Madre de Dios” o la
“Virgen Perpetua.” Justiniano I imploró su intercesión frente a Dios para la restauración del Imperio
Romano. En los siglos que siguieron, su imagen fue venerada y surgieron innumerables leyendas en
cuanto a los milagros que se producían a través suyo. La piedad popular le adscribía una concepción
y nacimiento sin pecado, y una resurrección y ascensión milagrosa al cielo.

En la Edad Media, Bernardo de Clairvaux jugó un papel director en el desarrollo del culto a la
Virgen, que llegó a ser una de las manifestaciones más importantes de la piedad popular del siglo
XII. Él no fue el inventor de la mariolatría (adoración de María) ni de la mariología (doctrina sobre
María). Según los eclesiásticos medievales, esta doctrina estaba implícita en los Evangelios mismos.
Pero en el pensamiento medieval temprano, la Virgen María había jugado un papel muy menor, y
es sólo con el surgimiento de un cristianismo más emocional en el siglo XI, que ella se transformó
en una intercesora de primer orden a favor de la humanidad delante de la deidad. Se la consideraba
como la madre amante de todos, cuya misericordia infinita ofrecía la posibilidad de salvación a todos
los que buscaran su asistencia con un corazón amante y contrito. Anselmo y algunos de sus
discípulos hicieron contribuciones importantes a la expansión rápida del culto a la Virgen a fines del
siglo XI, pero fue Bernardo quien hizo de la mariología una doctrina cardinal de la fe católica y una
creencia que fue más allá de las dimensiones de la enseñanza estrictamente religiosa hasta
enriquecer profundamente la visión artística y literaria de la alta Edad Media.

Así, pues, la piedad popular se fundaba no tanto en las doctrinas filosóficas elaboradas por los
teólogos medievales, como en la veneración de los santos y las reliquias, y especialmente en el culto
a la Virgen María. Durante el siglo XII el papado afirmó su derecho a canonizar nuevos santos, y se
estableció un procedimiento legal para probar su santidad. Se creía que las reliquias poseían
poderes curativos y propiedades milagrosas. Lo más característico de la religión popular, sin
embargo, fue la vasta difusión del culto mariano. Se consideraba a la Virgen María como intercesora
por los seres humanos ante Dios, más poderosa que los demás santos, e infinitamente más
compasiva. Así, pues, las plegarias de las personas comenzaron a dirigirse con creciente frecuencia
a ella.

Los cristianos bizantinos también reverenciaron a María con gran entusiasmo. Ciertas
aclamaciones litúrgicas cotidianas la declaraban: “Más honorable que los querubines, y más gloriosa
fuera de toda comparación que los serafines.” Desde el siglo X, el tema de la intercesión de la Virgen
encontró una iconografía distintiva, mucho más apasionada y amorosa que en las formas estáticas
anteriores. Desde entonces la Virgen adquirió un perfil más maternal y humano en las
representaciones bizantinas.

Ligada directamente a la devoción mariana, se desarrolló en la alta Edad Media una


transformación del carácter del caballero andante. La cristianización de la caballería constituyó un
ejemplo notable del poder de la religión en la Edad Media. Los guerreros toscos y brutales del siglo
X se fueron transformando en “caballeros gentiles y perfectos,” defensores galantes de los pobres
y los débiles, dedicados a promover la religión y a defender a la Iglesia. Tal era, por lo menos, el ideal
expresado en innumerables romances—el del Santo Grial, por ejemplo—y simbolizado en
ceremonias relacionadas con la investidura de la caballería. La realidad, como siempre, distaba
bastante del ideal. Sin embargo, no debe menospreciarse la eficacia de la Iglesia y del sentimiento
religioso para mitigar la violencia de las guerras internas en la cristiandad. Muchas veces los
miembros del clero intentaron reducir la plaga de la guerra privada declarando una Tregua de Dios,
durante la cual se prohibía la lucha entre cristianos. Dichas treguas no eran observadas
universalmente, por supuesto, pero posiblemente contribuyeron a favorecer un clima de paz en las
regiones rurales de Europa. En estos procesos de cambio cultural la devoción mariana jugó un papel
fundamental.

Por otro lado, las mujeres (tanto en Oriente como en Occidente) fueron grandes promotoras
del culto mariano, especialmente de la veneración de su imagen sea en forma de estatuas (en el
Oeste) o de íconos (en el Este). La razón es que las mujeres, que ocuparon generalmente un lugar
secundario respecto de los varones en la sociedad y la cultura, buscaban mediadores sagrados
(María u otras mujeres santas) para interceder ante un Dios masculino de tremendo poder y
majestad. Hay evidencia de que las madres alentaban a sus hijas a besar y acariciar estatuas o íconos
así como algunas niñas hoy juegan con una muñeca. Las imágenes familiares eran consideradas
como miembros honorables de la familia, e incluso a veces se nombraba a una imagen como
madrina de un niña.

La misma raíz mariana puede verse en el cambio de la posición de la mujer en la sociedad


caballeresca medieval. La mujer pasó a ser idealizada y se transformó en la depositaria de lo que se
llamó el amor cortés y romántico. El culto a la Virgen María motivó un grado de mayor reverencia
hacia la mujer y la maternidad. La caballería y los trovadores alababan la lealtad a la mujer que había
ganado el corazón de un caballero, y exaltaban no sólo su belleza física sino especialmente la
hermosura de su ser interior.

Alfred Weber: “En esta sociedad aparece entonces como centro la mujer, llamada a actuar
de árbitro del varón, en un curioso paralelo con el culto a María Santísima, que es venerada
en aquella época de manera idolátrica. Se trata de una sociedad, en la cual los caballeros
son los representantes de las preciosas formas culturales de este período, las cuales muy
pronto se convierten en amaneradas. Y en esa sociedad, los caballeros no sólo desenvuelven
sus dotes varoniles, y sus aptitudes amorosas cortesanas, sino también su productividad
espiritual, sobre todo en la epopeya y en las canciones. El clérigo, que antes lo había
dominado todo en el terreno espiritual, no es descartado, sino que, junto a la corte feudal,
obtiene una nueva tribuna en el centro espiritual de Europa.”

No obstante, a lo largo de la Edad Media, la mujer representó un papel doble: el de agente del
Diablo para la perdición del hombre y el de esposa de Cristo para su redención. Se consideraba a la
mujer como fuente de todos los males a través de la seducción sexual, su supuesta inclinación a lo
sensual más que a lo espiritual e intelectual, y su debilidad moral y espiritual por su descendencia
de Eva. Por otro lado, cuando la mujer se retiraba del mundo y se hacía monja pasaba a ser la esposa
de Cristo, dedicada a la intercesión por la redención de los hombres. En la Virgen María, la mujer
llegó al estatus de redentora y vencedora de la serpiente tentadora, a la que le pisa la cabeza.

_ El culto a los santos

El ingreso de grandes masas de paganos a la Iglesia llevó a la adoración de los mártires, santos
y reliquias. Los mártires cristianos ocuparon el lugar de los viejos dioses y héroes en la devoción de
las masas. A los martirologios se agregaron los santos, que fueron reconocidos por su piedad
ascética extraordinaria y su servicio a la Iglesia. Después de Ambrosio y Jerónimo, sólo personas
célibes o vírgenes podían calificar para ser considerados santos. Con posterioridad al Concilio de
Nicea (325) se fue desarrollando la invocación formal a los santos como patrones e intercesores
delante de Dios. Se construyeron templos y capillas sobre las tumbas de los mártires y se los dedicó
a sus nombres (advocación). Allí se llevaban a los enfermos para su sanidad y se celebraban fiestas
en honor del mártir en el aniversario de su muerte, mientras se veneraba alguna reliquia suya, a la
que se atribuían poderes milagrosos.

A lo largo de la Edad Media, el número de santos se multiplicó notablemente, al punto que el


santoral llegó a contar con más de uno por cada día del año. La canonización de los santos la hacía
el obispo conforme con el testimonio de los fieles de que habían ocurrido milagros por la intercesión
del mismo. Los sínodos extendían después la veneración de un santo a varias diócesis. Pero los papas
empezaron a reservarse el derecho de canonización de los santos. El primer santo canonizado por
un Papa fue Ulrico de Augsburgo (m. 973), canonizado por el papa Juan XV (993). El papa Alejandro
III reservó todas las canonizaciones a la Santa Sede. Los santos canonizados eran inscritos en el
Martirologio. Estos catálogos o listas de santos aprobados se conocían ya desde el siglo IV; el más
célebre era el Martirologio Jeronimiano (450). En el siglo IX se compusieron muchos de estos
catálogos, como el de Wandelberto de Prum, el de Rábano Mauro o el de Adón de Vienne.

Patrick J. Geary: “La devoción a los santos era aceptada tan universalmente, y el culto de
las reliquias era una parte tan natural de la vida humana, que la regulación y limitación de
estos fenómenos no era siquiera considerada, excepto sobre una base ad hoc cuando un
caso de abuso o fraude era tan evidente y tan dañino a la comunidad de los fieles que no
podía ser ignorado. Así los niveles de fuerza e intensidad por los cuales los fieles, laicos y
religiosos, procuraban ganar el favor de los santos se desarrolló naturalmente y se
incrementó en intensidad con la urgencia de los problemas que eran traídos a la
consideración de los santos.”

Las Cruzadas contribuyeron notablemente a aumentar la devoción a los santos. Después de la


caída de Constantinopla en manos de los cruzados (1204), Occidente se inundó de reliquias. Los
papas y los obispos procuraron oponerse en cierta medida a la superstición, al engaño y al tráfico
ilegal de reliquias. Pero en muchos casos supieron aprovechar la oportunidad de lucro y de control
social que las mismas representaban. Las fiestas de algunos santos como Nicolás, María Magdalena,
Lorenzo y Juan Bautista fueron declaradas de precepto, es decir, de observancia obligatoria.

Howard Clark Kee, et al.: “Los santos y sus reliquias, el peregrinaje y la esperanza de una
recompensa celestial encontraron su camino profundamente en la conciencia de los
hombres y mujeres medievales. El cristianismo ofrecía esperanza para la vida venidera y
significado en sus vidas terrenales duras y precarias, tocando virtualmente todos los
elementos de su existencia cotidiana. Desde el nacimiento hasta la muerte, las vidas de los
campesinos giraban en torno de la iglesia de la villa, donde los infantes eran bautizados, las
parejas se casaban, y los afligidos oraban por las almas de sus muertos, que estaban
enterrados en el cementerio de la iglesia.”

_ El culto al Diablo

La figura del Diablo y los demonios es tanto o más frecuente que la de santos y ángeles en el
arte y la literatura medieval. Se creía que el aire estaba plagado de demonios y el Diablo era una
presencia permanente y temible en la vida cotidiana. La diabología y demonología de la temprana
Edad Media estuvo dominada por el monasticismo, que siguió el concepto tradicional del Diablo
desarrollado por los padres del desierto. Más tarde, el surgimiento de las ciudades permitió el
desarrollo de universidades y la comprensión escolástica del Diablo y sus acciones. También durante
la alta Edad Media, la comprensión cristiana de lo diabólico se alimentó de la teología y las creencias
musulmanas sobre el particular. No obstante, a lo largo de todo el período medieval la creencia en
Satanás ocupó un lugar muy importante.

Jeffrey Burton Russell: “El arte y la literatura siguieron, más bien que condujeron, a la
teología del Diablo. No obstante, dramáticamente expandieron y fijaron ciertos puntos en
la tradición. El esfuerzo por crear unidad artística, por hacer el relato uno bueno y el
desarrollo de la trama convincente, llevó a un escenario en ciertas maneras más coherente
que el de los teólogos. El Diablo pasó por varios movimientos de declinación y avivamiento
en la alta y baja Edad Media. El decaimiento de Lucifer en la teología de los siglos XII y XIII
fue balanceado por el crecimiento de una literatura basada sobre preocupaciones seculares
tales como el feudalismo y el amor cortés, y más tarde por el crecimiento del humanismo,
que atribuyó el mal a las motivaciones humanas más que a las maquinaciones de los
demonios.”

A la figura del Diablo y los demonios se agregaba el temor a un sinnúmero de otras criaturas
malvadas, cuyo objetivo era molestar al ser humano, hacerlo sufrir o destruirlo. La mayoría de estas
criaturas diabólicas provenían del folklore pagano, como duendes, gnomos, elfos, enanos, gigantes,
monstruos, ogros y, sobre todos ellos, el Anticristo. El Anticristo era el más importante de todos los
cómplices del Diablo. Su influencia era profunda en todas las cuestiones humanas y se creía que
hacia el fin del mundo vendría en la carne para conducir las fuerzas del mal en una última batalla
desesperada contra el bien. A la lista de ayudantes del Diablo se agregaban herejes, judíos y brujas.

Se consideraba que el Diablo tenía mucho poder y se invocaba su ayuda de múltiples maneras
especialmente haciendo un pacto formal con él. Una vez hecho este pacto era muy difícil deshacerse
del mismo y de sus consecuencias. El compromiso y veneración del Diablo estaba relacionado con
la magia y varias otras prácticas del ocultismo. La mayoría de los practicantes de las artes mágicas
eran curanderos y adivinos. El ejercicio de la magia médica estaba muy generalizado, mediante el
uso de hierbas y animales medicinales. Eran populares los encantamientos mediante el uso de
oraciones, bendiciones e invocaciones. Todo el mundo utilizaba algún tipo de amuleto o talismán
protector, y se creía en el poder de ciertas piedras semipreciosas para curar o proteger del mal. La
adivinación y la brujería se desarrollaron notablemente a lo largo de toda la Edad Media, al igual
que la astrología, la magia astral, la cábala, la necromancia y más tarde la alquimia.

Richard Kieckhefer: “Los misioneros medievales tempranos en su conflicto con la religión


germana y celta pudieron predicar contra la magia. No obstante, al hacer acomodaciones a
la cultura germana y celta permitieron prácticas que según definiciones medievales tardías
serían consideradas como mágicas y quizás demónicas. Sin duda la confusión se incrementó
por la importación más o menos simultánea de diferentes tipos de magia de la cultura árabe.
El arribo de las ciencias ocultas, basadas en la metafísica y la cosmología, prestó una nueva
respetabilidad a la magia no demoníaca, pero a lo largo de la misma ruta de transmisión
cultural vinieron elementos clave de necromancia.”

EL PROBLEMA ECLESIOLÓGICO
_ El papado

La idea del papado comenzó a desarrollarse en Occidente durante el tiempo de las invasiones
germanas (450–750). Para entonces Roma era muy débil, pero el obispo de Roma se consideraba
sucesor del emperador romano. En razón de sus conflictos con el imperio bizantino, el papado buscó
a un rey occidental que resucitara al Imperio en el Oeste y restaurara la unidad política y la fuerza
de los países católicos latinos. Este avivamiento y reconstrucción ocurrió a principios del siglo IX bajo
Carlomagno, y la idea del imperio fue muy significativa en Occidente desde el siglo IX al XIV,
especialmente entre los monarcas germanos.

Ya hemos considerado cómo las divisiones políticas y geográficas del Imperio afectaron la
organización de la Iglesia. El área de la jurisdicción episcopal se transformó en “diócesis,” que había
sido la división administrativa imperial instituida por Diocleciano. De igual modo, las “provincias”
del Imperio pasaron a ser el ámbito administrativo de los arzobispos o metropolitanos, que
adquirieron poder en razón de gobernar sobre las ciudades más importantes del Imperio. Mientras
tanto, en el Imperio Bizantino, los obispos de las ciudades más importantes (Constantinopla,
Alejandría y Antioquía) recibían el título de patriarcas. La ventaja del obispo de Roma, el más
importante en Occidente, fue que no tuvo competidores por el poder y esgrimió argumentos
bíblicos con gran consistencia. Al no tener demasiados conflictos teológicos ni políticos a los que
hacer frente, el obispo de Roma (o Papa) pudo desarrollar mayor poder y prestigio y extender y
afirmar su autoridad (papado). De este modo, el papado fue el continuador de la autoridad imperial
romana y la teoría de una monarquía teocrática encontró en esta institución una vía de expresión.

Quien más hizo por afirmar la idea del papado como institución fue el papa Gregorio I el Grande.
Al tiempo que afirmó la autoridad pastoral de los obispos en la Iglesia, Gregorio era bien consciente
de que el obispo de Roma era más que un mero obispo. Como obispo de Roma, él era sucesor de
Pedro, primado de la Iglesia, y servus servorum Dei, “siervo de los siervos de Dios.” Gregorio expresó
la autoridad del papado en términos de responsabilidad, jerarquía y poder, ya que quien tiene
mayor responsabilidad tiene que gozar de mayor poder. En razón de que el Papa era responsable
delante de Dios por su ministerio como líder de la Iglesia cristiana, demandaba una autoridad
ilimitada en orden a llevar a cabo la obra divina que se le había confiado.

No obstante, una cosa era desarrollar la ideología del papado, y otra muy diferente era afirmar
el liderazgo del papado en Europa occidental, especialmente frente a los poderes seculares. A lo
largo de la alta Edad Media el papado estuvo involucrado en hacer prevalecer su pretensión de
dominio absoluto frente a los monarcas nacionales cuyo poder estaba en ascenso. Para cuando el
papado alcanzó el máximo de su poder temporal y prestigio en el siglo XIII, con el papa Inocencio III,
pasó a ocupar un lugar más en el concierto de otros poderes emergentes, que con el tiempo le
pondrían límites y en definitiva reducirían su impacto en la conducción de la cristiandad europea
occidental. Para fines del período medieval, estaba claro que el papado debía renunciar a toda
ambición de poder mundano y debía reformarse para dedicarse a una tarea más específicamente
religiosa y pastoral.
Inocencio III fue el Papa que sostuvo las pretensiones de autoridad y poder más grandes de todo
el papado medieval. Él no agregó nada nuevo al concepto del papado, pero procuró hacer valer su
convicción sobre la supremacía del papado sobre cualquier otro poder en el mundo.

Kenneth S. Latourette: “[Inocencio III] soñaba con la cristiandad como una comunidad en
la cual el ideal cristiano había de ser realizado bajo la dirección papal. Como sucesor de
Pedro, el Papa—así lo creía Inocencio—tenía autoridad sobre todas las iglesias. Al menos en
una ocasión, además, él declaró que él como Papa era el vicario de aquel de quien se había
afirmado que era el Rey de reyes y Señor de señores. Escribió que Cristo ‘legó a Pedro el
gobierno no sólo de la Iglesia sino también de todo el mundo’. También dijo que Pedro era
el vicario de aquel de quien son la tierra y lo que en ella está, el mundo y los que en él
habitan … Admitía que a los reyes les eran confiadas ciertas funciones por comisión divina,
pero también afirmaba que Dios había ordenado tanto el poder pontifical como el real, lo
mismo que él creó el sol y la luna, y que como ésta recibe su luz de aquél, así el poder real
deriva su dignidad y su esplendor del poder pontifical. Además, como sucesor verdadero de
los grandes papas reformadores, Inocencio insistía en que el poder del gobernante secular
no alcanzaba al clero, sino que el clero había de ser independiente de la ley del Estado y
sujeto tan sólo a la de la Iglesia.”

_ El clericalismo

El surgimiento del clericalismo es anterior al período medieval. El gnosticismo jugó un papel


muy importante en hacer una diferencia entre aquellos que tenían el conocimiento (gnosis) de los
misterios de la religión y el común de la gente que los ignoraba. De este modo, los obispos (pastores)
surgieron como hombres que ostentaban una autoridad religiosa y dogmática, administrativa y
pastoral por encima de cualquier otro creyente. Ellos tenían la responsabilidad de definir el dogma
y ejercer un control absoluto sobre el rebaño. Los presbíteros (sacerdotes) surgieron como
asistentes de los obispos. Los sacerdotes estaban bajo la autoridad del obispo y lo asistían en su
ministerio en la catedral y en las congregaciones locales que dependían de ella y eran parte de su
diócesis. Se creía que la autoridad de los obispos derivaba de su ordenación mediante la sucesión
apostólica, es decir, de Cristo a través de los apóstoles y por sus sucesores legítimos a todos los
obispos. El misterioso poder espiritual de la Iglesia era considerado como emanando de Cristo en
una línea directa hasta el que ocupaba cada sede episcopal.

El desarrollo de la jerarquía eclesiástica fue también alentado por el crecimiento del


sacramentalismo. A través de los ritos misteriosos de los sacramentos el creyente podía obtener
acceso a la gracia salvadora de Dios. Por ser los únicos administradores de los sacramentos, los
sacerdotes adquirieron un gran poder y prestigio, y se consideraba que tenían una relación especial
con Dios. Tan especial era esta relación que parte de su deber era ofrecer el sacrificio de la misa de
manera regular y permanente, incluso estando solos o fuera de la congregación. Esto hizo que los
miembros del clero adquiriesen un estatus social y espiritual superior al de cualquier otra persona
en la sociedad medieval. Esta diferenciación era marcada mediante el uso de vestimentas
especiales, la tonsura del cabello, el celibato y una vida alejada de lo que se consideraba mundano.
No obstante, muchos clérigos y monjes estaban lejos de practicar los ideales de la fe que
profesaban. El voto de castidad era violado permanentemente por la mayoría de los clérigos.
Borracheras, venalidad y simonía eran comunes. Los deberes sacerdotales eran llevados a cabo a la
ligera y sin dedicación. En algunos casos, el clero se involucró en prácticas ocultistas e incluso
satánicas. Los obispos se transformaron en magnates que se ocupaban más de las cuestiones
temporales que de sus deberes espirituales y pastorales. Todo el mundo respetaba el oficio
sacerdotal, pero muchos resistían los abusos del clero y expresaban una actitud anticlerical. El
desarrollo del clericalismo puso en evidencia el contraste entre el ideal del evangelio cristiano y la
corrupción del mismo.

Kenneth S. Latourette: “Los muchos esfuerzos para la reforma del clero y los monasterios
y de la Iglesia como un todo son al mismo tiempo una indicación de una vida religiosa que
no podía permanecer satisfecha con los abusos o con nada menos que la perfección
establecida en los Evangelios, y con los alejamientos patentes y crónicos de ese modelo. La
introducción del cristianismo [al clericalismo] trajo una tensión entre lo ideal y lo real.
Muchos fueron atraídos, pero muchos también estaban contentos con encontrar un estilo
de vida más o menos confortable en las concesiones y otros emolumentos provistos por los
fieles.”

_ El sacerdotalismo

Debido al sacramentalismo y el clericalismo, el sacerdocio (sacerdotium) ocupó una posición


elevada por encina de la posición de otros miembros de la Iglesia. Sólo los sacerdotes podían llevar
a cabo el milagro de la eucaristía (transubstanciación) y darle validez a los demás sacramentos de la
Iglesia. Con la institución de una jerarquía eclesiástica, el sacerdocio de todos los creyentes se perdió
y se creó la noción contraria al Nuevo Testamento del creyente común como laico (es decir,
perteneciente al pueblo). De este modo, el laicado quedó bajo la autoridad de la jerarquía, sujeto a
los sacerdotes y los obispos. Los dones del Espíritu Santo, que en los primeros siglos del testimonio
cristiano habían estado en manos de todos los creyentes, ahora eran privilegio exclusivo de la
jerarquía. Con todos los cinco ministerios bíblicos (predicación, enseñanza, comunión, adoración,
servicio) ocurrió lo mismo. Los laicos quedaron limitados al papel de espectadores de los rituales
sagrados llevados a cabo por los sacerdotes y obispos.

En relación con los sacerdotes y su autoridad para llevar a cabo los misterios sacramentales, se
decía que era su oficio y no la calidad de su conducta la que daba efectividad al milagro sacramental.
Esto era así, se decía, porque el sacerdote no actuaba como ser humano, sino como representante
de Cristo y oficial de la Iglesia. El sacerdote era el único que podía, mediante las palabras y fórmulas
prescritas, hacer que los sacramentos operasen como vehículos de gracia salvadora.

En razón de que la parroquia era la unidad básica de la organización de la Iglesia y que el


sacerdote era el personaje más importante de la comunidad, su prestigio y poder casi no tuvieron
competencia. La edad para acceder a los órdenes mayores era de treinta años para el sacerdocio,
veinticinco para el diaconado y veinte para el subdiaconado. Los sacerdotes que vivían en pueblos
gozaban de una variedad mayor de servicios y oportunidades para su desarrollo. En las iglesias más
grandes, los sacerdotes vivían en una comunidad semimonástica conforme con una regla (canon)
de donde se deriva el nombre de cánones para estos sacerdotes. Estas comunidades sacerdotales
eran llamadas collegia y se designaba a estas iglesias como colegiales. Los cánones estaban
asociados también con las catedrales, en las que servían como asistentes de los obispos. Durante el
siglo XII, los cánones de las catedrales (conocidos colectivamente como el capítulo) llegaron a jugar
un papel decisivo en la selección de nuevos obispos.

Carl A. Volz: “Los sacerdotes que servían en las grandes iglesias urbanas eran sostenidos
mediante legados de tierra que producían renta y que se llamaban prebendas. Algunos
cánones abusaron del sistema en la baja Edad Media cuando se dedicaron a colectar los
derechos de varias prebendas, con cuya renta contrataron a substitutos (vicarios) para
cumplir con sus deberes. Se promulgaron regulaciones que estipulaban que todo sacerdote
debía pasar al menos un tercio de cada año en residencia en su parroquia. El surgimiento
de los pueblos e incluso de las grandes ciudades a comienzos del siglo XII, junto con la
aparición de las universidades, incrementó considerablemente las oportunidades para la
educación y el mejoramiento clerical.”

La separación y distinción marcada por el sacerdotalismo encontró un fuerte elemento definidor


en la práctica del celibato sacerdotal. Con anterioridad a la Edad Media ya se consideraba al celibato
como indicación de santidad, y en consecuencia, como requisito necesario para aspirar al
sacerdocio. No obstante, fue dentro de los círculos monásticos que el celibato fue elevado por
primera vez a un estado obligatorio, y de allí pasó a ser requerido a todo el clero. El celibato romano
era diferente del aprecio bizantino por el matrimonio de su clero. En el Este, sacerdotes y diáconos
continuaban con su vida matrimonial después que eran ordenados. Sólo se obligaba a los obispos a
enviar a sus esposas a monasterios distantes.

_ El sacramentalismo

Es a lo largo de la Edad Media que la práctica y doctrina del Bautismo y de la Eucaristía se


desarrollaron considerablemente con un tinte mágico. Ambos ritos cristianos adquirieron en estos
siglos un marcado carácter sacramental, es decir, se los consideró como sacramentos. El
sacramentalismo es el concepto teológico que considera al sacramento como una forma visible de
la gracia invisible de Dios. Este concepto apareció bien temprano en la historia del cristianismo y
debe mucho de su contenido a formulaciones procedentes del helenismo. No obstante, fue a lo
largo de la Edad Media que el sacramentalismo se afirmó de manera definitiva, especialmente en
relación con el Bautismo y con la Eucaristía.

Durante la alta Edad Media, los sacramentos se organizaron y sistematizaron. Hugo de San
Víctor (1097–1141) consideraba que eran treinta en total, siguiendo el modelo de Agustín. Pero su
contemporáneo Pedro Lombardo, en sus Sentencias produjo una sistematización que consideraba
sólo siete y los distinguía de los sacramentales menores. Sus conclusiones recibieron el sello de
ortodoxia en el Cuarto Concilio Laterano y su sistema fue finalmente confirmado y establecido
teológicamente por Tomás de Aquino en su Suma teológica e impuesto oficialmente por el Concilio
de Florencia (1439). Según Lombardo y Aquino, los sacramentos confieren gracia divina
simplemente al ser ejecutados (ex opere operato). Esto es lo que se conoce como sacramentalismo.

Bautismo. La comprensión del bautismo fue afectada por la controversia entre Agustín de
Hipona y Pelagio. La doctrina del pecado original, que sostenía Agustín, resultó en la comprensión
del bautismo como medio de salvación y fomentó la necesidad de bautizar a los niños para que no
fueran al infierno o al limbo. La alta tasa de mortalidad infantil, característica de los tiempos
medievales, hizo que el bautismo se practicara cada vez más temprano en el recién nacido. Además,
en razón del concepto de cristiandad, el bautismo llegó a ser no sólo el medio de ingreso a la
comunión en la Iglesia sino también a la sociedad cristiana (Estado).

A partir de Gregorio I comenzó a practicarse una sola inmersión del catecúmeno (hasta entonces
se lo sumergía tres veces, desnudo). La aspersión para entonces era bastante común y se la
consideraba como equivalente a la inmersión. De todos modos, el bautismo era considerado como
un rito de purificación en el que todos los pecados previos eran lavados y la persona comenzaba la
vida eterna. Sólo el martirio podía ser un substituto válido para el bautismo. Generalmente, los
bautizados eran adultos, pero el bautismo de infantes ya estaba bien difundido a comienzos de la
Edad Media y llegó a ser la práctica universal durante estos siglos.

Carl A. Volz: “El Bautismo ocupó un lugar a la cabeza de los sacramentos porque era por él
que se hacían nuevos cristianos. Si bien en la iglesia primitiva el número de bautismos de
adultos era grande, para el año 1200 la mayor parte de los adultos ya había entrado a la
Iglesia, y los bautismos eran primariamente de niños. Bajo Carlomagno el gran bautisterio
para adultos dio lugar a una fuente más pequeña, y la inmersión fue reemplazada por la
aspersión, pero los infantes siguieron siendo sumergidos en grandes fuentes hasta el siglo
XVI. El rito era acompañado del uso de símbolos—agua, vela, vestidura blanca, sal y aceite.
En una edad posterior el niño recibía la Confirmación, que era una afirmación del Bautismo.”

Hacia fines del período medieval comenzó a desarrollarse la idea de que con el bautismo el alma
quedaba sellada con un “sello” indeleble, con lo cual no era necesario repetirlo. Lo mismo se
afirmaba de los sacramentos de la confirmación y de la ordenación. Esto era una conclusión lógica
a partir del concepto agustino de que el bautismo de los donatistas era válido, y por lo tanto no era
necesario repetirlo aun cuando los herejes donatistas se arrepintieran y reconciliaran con la Iglesia
Católica.

Eucaristía. La celebración de la Eucaristía o Santa Comunión, acompañada de ciertas oraciones,


continuó siendo a lo largo de la Edad Media el clímax de la adoración cristiana, tanto en Oriente
como en Occidente. En estos siglos se confirmó la comprensión sacramental de la Eucaristía en
Occidente, al afirmarse la presencia real de Cristo en los elementos, su transformación substancial
(transubstanciación) y su carácter como renovación del sacrificio expiatorio. Como vimos más
arriba, en el siglo IX, Ratramno fue uno de los últimos escritores en describir los elementos de la
Eucaristía como “símbolos,” pero su libro fue condenado en 1050. Él se oponía a Pascasio Radberto
que asumió la posición realista, que afirmaba una presencia real de Cristo en los elementos
eucarísticos y anticipaba la idea de la transubstanciación de los mismos. Así, pues, alrededor del año
1000, ya estaba bien generalizada la idea de que en la Eucaristía el signo es lo mismo que aquello
que significa o señala (posición realista). Finalmente, el Cuarto Concilio Laterano (1215) afirmó la
idea de la transubstanciación y enseñó que la sustancia del pan y del vino es cambiada en el cuerpo
y en la sangre reales de Cristo.

Aquino defendió la transubstanciación usando categorías aristotélicas, lo cual dio lugar a nuevos
énfasis y prácticas. La eucaristía se transformó en el rito máximo del culto y hubo un aumento de
devociones fuera de la liturgia. Entre estas devociones secundarias una de las más populares fue la
fiesta del Corpus Christi (cuerpo de Cristo), en la que se veneraba a la hostia consagrada. Los laicos
quedaron excluidos de la participación del vino, para evitar que derramaran el vino
transubstanciado en la sangre de Cristo. También empezaron a celebrarse misas (sacrificios
eucarísticos) por los muertos y misas privadas.

En Oriente, ya desde el siglo IV se sostenía que Cristo se hacía presente en los elementos
sacramentales durante la oración conocida como la Invocación. Se oraba para que el Espíritu Santo
descendiera y efectuara el cambio de los elementos consagrados. En Occidente se creía que la
consagración de los elementos ocurría cuando se pronunciaban las palabras de Jesús: “esto es mi
cuerpo … éste es el nuevo pacto en mi sangre.” En Oriente la acción consagratoria era la epiklesis u
oración invocando al Espíritu Santo. Esta oración central era recitada como un susurro por el
sacerdote, lo cual acentuaba el misterio del acto pero también alienaba a la gente de la participación
en el mismo.

La presencia real de Cristo hacía de la Cena tanto un sacrificio como un acto de comunión. En
Oriente se enfatizaba el aspecto de la comunión según la cual la Cena era un misterio vivificador,
por el cual el participante recibía el cuerpo y la sangre transformadores del Señor, y de ese modo
participaba de la naturaleza divina. En Occidente, donde se afirmaba que la salvación venía a través
de una correcta relación con Dios a través de un sacrificio, se concebía a la Eucaristía como un drama
en el que el sacerdote, detrás de un velo, ofrecía un sacrificio a Dios y apelaba a él para que se
mostrara misericordioso hacia aquellos por quienes se ofrecía tal sacrificio.

Hubo controversias entre el Este y el Oeste en cuanto a la práctica de la Eucaristía. En Occidente


se generalizó la práctica de usar pan sin levadura (azymes) y desde el siglo VIII en adelante se usaron
hostias para la comunión. En Oriente, por el contrario, se utilizó pan común. El Cuarto Concilio
Laterano (1215) estipuló que todos los cristianos debían comulgar por lo menos una vez al año, y
especialmente para Pascua. Para los siglos XI y XII la misa era exclusivamente una ceremonia
sacerdotal en la que las personas participaban como espectadores pasivos. Además, al ser llevada a
cabo en latín y con el sacerdote de espaldas a la congregación, era ininteligible para la mayor parte
de las personas.

EL PROBLEMA MISIONOLÓGICO

_ Misión y monasticismo
A diferencia de sus antecesores orientales, los monjes occidentales no sólo se dedicaron a la
vida contemplativa y de separación del mundo, sino que se transformaron en la fuerza misionera
más importante, especialmente durante la temprana Edad Media. Desde el siglo VI en adelante, la
mayoría de los misioneros de la Iglesia Romana y de la Iglesia Griega eran hombres y mujeres que
habían hecho votos monásticos. Entre los primeros, los monjes irlandeses ocuparon un lugar muy
particular. Eran hombres de un buen nivel de educación y de gran celo religioso, que orientaron su
vocación hacia la tarea misionera y fueron así pioneros en la conversión de los paganos anglosajones
y en sus intentos por reformar la Iglesia en Galia. La estructura no jerárquica de sus monasterios,
donde el abad no tenía autoridad sobre los monjes, sino que éstos eran libres para ir y venir como
les parecía bien, favoreció el desarrollo de sus aventuras misioneras. Norman E. Cantor señala,
además, que “los misioneros celtas que comenzaron la conversión del norte de Inglaterra a fines del
siglo VI y principios del VII trajeron con ellos su profunda erudición, y las escuelas anglo-sajonas de
los siglos VII y VIII se debieron en parte a las contribuciones de la erudición irlandesa.”

En el caso de los benedictinos, con el tiempo se tornaron más elitistas y sus cuadros estuvieron
integrados mayormente por personas pertenecientes a la nobleza. No obstante, si bien la mayoría
de los monjes permaneció en sus monasterios y sujetos a sus votos, en el siglo VIII los monjes
benedictinos más capaces dejaron con frecuencia sus comunidades para dedicarse a la obra
misionera. De este modo, el monasticismo de Benito de Nursia, que había sido pensado como una
forma de huir del mundo civilizado para dedicarse a una vida contemplativa, se transformó en la
temprana Edad Media no sólo en una parte integral de la sociedad sino también en una fuerza
salvadora de primera importancia en la civilización caótica que siguió a las invasiones germanas.

Fue especialmente en el continente europeo que los monjes jugaron un papel importante en la
conversión de numerosos pueblos paganos. A fines de la última década del siglo VII, monjes
anglosajones comenzaron a misionar entre los frisios paganos de los Países Bajos. Muy pronto estos
misioneros tomaron contacto con los carolingios, la nueva familia dominante en Francia. Bajo la
dirección de Pipino el Breve, se transformaron en la vanguardia de la expansión de los francos al
norte del río Rin.

Norman E. Cantor: “La actitud de simpatía de los carolingios hacia los misioneros anglo-
sajones estuvo motivada por su deseo de aparecer como amigos de la Iglesia, cuyo apoyo
moral podía ser especialmente útil en vista de su propio dudoso derecho legal a dominar la
monarquía francesa, y en razón de que creían que la cristianización de las tribus germánicas
de la frontera haría más fácil su absorción efectiva a la monarquía franca.”

En este proceso, algunos misioneros, como Bonifacio, jugaron un papel fundamental, ya que
fueron los gestores de la primera Europa. Bonifacio no sólo fue el apóstol de Alemania, sino también
el reformador de la Iglesia franca y el principal gestor de la alianza entre el papado y la dinastía
carolingia. Sus labores misioneras en Alemania fueron de gran trascendencia, ya que colocó bajo la
civilización cristiana latina a un amplio territorio de Europa occidental y echó los cimientos de la
Iglesia alemana, que ya en el siglo X se destacó por la intensa calidad de su religiosidad. El profundo
espíritu misionero de los monjes anglosajones de la temprana Edad Media está bien ilustrado por
una carta que Bonifacio dirigió a todos los obispos y clero de la Iglesia en Inglaterra, solicitando su
asistencia en la labor misionera que estaba llevando a cabo.

Bonifacio: “Humildemente les rogamos … que la palabra de Dios pueda avanzar y ser
glorificada. Les encarecemos que estén alertas en la oración para que Dios … pueda volver
los corazones de los sajones paganos a la fe católica … y reunirlos entre los hijos de la Madre
Iglesia. Tengan compasión por ellos, porque ellos mismos están diciendo ahora: ‘Todos
nosotros somos de una sola sangre y hueso con ustedes.’ … Además, que sea notorio a
ustedes que al hacer esta apelación cuento con la aprobación, la conformidad y la bendición
de dos pontífices de la Sede Apostólica.”

Las labores misioneras de estos monjes benedictinos y sus esfuerzos por cristianizar el occidente
europeo pusieron en movimiento un complejo de ideas e instituciones que llegaron a configurar la
civilización de la primera Europa. Por cierto que este mundo de tensiones, ambigüedades, logros y
desengaños estaba bastante más allá de los ideales puros y simples y de las expectativas
misionológicas de los misioneros anglo-sajones.

_ Misión y expansionismo

Una constante de los grandes emprendimientos misioneros de todos los tiempos es que los
misioneros acompañan a los ejércitos y mercaderes de los poderes dominantes, en el proceso de su
expansión territorial. En la historia del cristianismo, la expansión del poder carolingio durante el
siglo IX fue clave para determinar el éxito de la empresa misionera en Europa occidental. En la
conversión de los pueblos paganos al norte del río Rin dos factores se asociaron de manera estrecha:
el celo misionero de los monjes anglo-sajones y la fuerza militar de la dinastía carolingia.

Evangelización belicosa. Durante el período carolingio, la expansión del cristianismo estuvo


ligada directamente a la expansión territorial de los francos. Esto se vio claramente en la
evangelización del norte de Europa y especialmente de Europa central. Los francos querían crear
una estructura social y cultural que fuese cristiana por definición. El resultado de tremenda empresa
fue un maravilloso sentido de unidad y coherencia bajo el signo de la cruz. Esto le dio a Europa
occidental un gran dinamismo cultural, pero implicó cierto grado de intolerancia doctrinaria,
litúrgica, y en el fondo cultural y social, lo cual no hizo posible el desarrollo de una Iglesia
auténticamente ecuménica. Por lo menos, una Iglesia que combinara lo mejor de las tradiciones
cristianas de Oriente y de Occidente.

Paul Johnson: “Se obtuvo la unidad profunda a expensas de la unidad amplia. La


penetración cristiana en todos los aspectos de la vida de Occidente significó la creación de
una estructura eclesiástica muy organizada, disciplinada y particularista, que no podía
permitirse la concertación de un compromiso con los desvíos orientales. Más aún, el sesgo
imperioso de la Iglesia carolingia poco a poco tiñó las actitudes del papado y rigió a la
postura romana mucho después de que el propio Imperio carolingio desapareciera. Durante
los siglos X y XI Roma utilizó, en sus enfrentamientos con Constantinopla, argumentos que
habían sido concebidos por la corte franca en los siglos VIII y IX, y a los que en ese momento
aquélla se había opuesto, o bien había intentado moderar.”

La importancia de la violencia como método misionológico fue un rasgo especialmente


acentuado en Occidente. Los cristianos orientales tendieron a seguir las enseñanzas de Basilio de
Cesarea, para quien la guerra era una práctica vergonzosa. Ésta había sido la actitud de la tradición
cristiana original. Pero en Occidente se siguieron las enseñanzas de Agustín de Hipona, para quien
la guerra era “justa” si era la voluntad de Dios. De allí que cuando Urbano II predicara la primera
Cruzada lo hizo al grito de: “¡Dios lo quiere!” Por otro lado, el uso de la fuerza era meritorio cuando
se lo orientaba contra los que afirmaban o sostenían otras creencias religiosas o ninguna. Las
Cruzadas se transformaron así, probablemente, en la empresa más monumental de evangelización
belicosa emprendida por la cristiandad occidental.

Cuatro factores confluyeron en el desarrollo de las Cruzadas militares. El primero fue el


desarrollo de la Reconquista española, que estuvo cargada de un profundo contenido espiritual y
de fanatismo religioso. El segundo fue el temple violento de los pueblos germánicos, especialmente
los francos y más tarde los anglosajones, siempre afectos al uso de las armas. El tercero fue el peso
de la tradición histórica, ya que los francos, desde los días de Carlomagno, habían asumido el
derecho y el deber de proteger los lugares santos de Jerusalén y a los peregrinos occidentales que
los visitaban. Y, el cuarto fue la idea de unir la expansión territorial a expensas de los infieles con la
práctica de la peregrinación religiosa masiva y armada a Tierra Santa.

Paul Johnson: “La idea de que Europa era una entidad cristiana, que había adquirido ciertos
derechos inherentes sobre el resto del mundo a causa de su fe y de su deber de extenderla,
armonizaba perfectamente con la necesidad de hallar una salida tanto a su afición a la
violencia como al exceso de su población.… Por consiguiente, las Cruzadas fueron hasta
cierto punto un extraño episodio a medio camino entre los movimientos tribales de los
siglos IV y V y la migración transatlántica masiva de los pobres en el siglo XIX.”

No obstante, las Cruzadas fueron un derroche de violencia, pero misionológicamente fueron


nulas. Los cristianos occidentales gobernaron a la población conquistada como una elite colonialista.
No se realizó ningún esfuerzo por convertir a los musulmanes y los ataques contra Constantinopla
debilitaron radicalmente a la cristiandad bizantina. Sin embargo, el espíritu de cruzada caracterizó
la mayor parte de los esfuerzos evangelísticos y misioneros de la alta y baja Edad Media. En muchos
casos, no se podía entender de qué otra manera podía predicarse el evangelio que no fuese a punta
de espada. Las excepciones a esta estrategia bélica fueron Francisco de Asís y Raimundo Lulio, en
sus intentos por llegar a los musulmanes con el evangelio.

Paul Johnson: “Un aspecto que seguramente debe parecer extraño al historiador es que ni
la cristiandad occidental ni la oriental crearon órdenes misioneras. Hasta el siglo XVI el
entusiasmo cristiano, que adoptó tantas otras formas, nunca se orientó institucionalmente
por este canal. La cristiandad continuó siendo una religión universalista. Pero su espíritu
propagandístico se expresó durante la Edad Media en distintas formas de violencia. Las
cruzadas no fueron iniciativas misioneras sino guerras de conquista y experimentos
primitivos de colonización; las únicas instituciones cristianas específicas que ellas
originaron, las tres órdenes caballerescas, fueron cuerpos militares.”

Evangelización urbana. La decadencia del feudalismo y el restablecimiento del poder real


significaron un cambio en la comprensión de la misión cristiana. El régimen feudal había provocado
la desintegración política y territorial de Europa en pequeños Estados, gobernados por señores
representantes de la nobleza. Pero a fines del siglo XIII, el feudalismo comenzó a declinar en Francia
e Italia y si bien el sistema se prolongó por más tiempo en Alemania e Inglaterra, hacia el año 1500
ya se había extinguido totalmente en Europa occidental.

CUADRO 13 - CAUSAS DE LA DECADENCIA DEL FEUDALISMO

1. Desarrollo económico: desde el siglo XI creó nuevas oportunidades de trabajo y permitió a


muchos siervos y campesinos comprar su libertad.

2. Nuevas tierras: el crecimiento de la agricultura demandó de nuevas tierras, lo que llevó a la tala
de bosques y el drenaje de pantanos, trabajos emprendidos por los campesinos, que lo hicieron
a cambio de su libertad.

3. Peste Negra: diezmó las poblaciones y esto valorizó la mano de obra.

4. Ejércitos profesionales: muchos siervos se incorporaron a ellos como soldados mercenarios y


esto debilitó el prestigio de la caballería.

5. Guerra de los Cien Años: originó períodos de caos y precipitó la caída del feudalismo.

La decadencia del feudalismo y el surgimiento de una burguesía urbana favorecieron la


progresiva consolidación del poder real y el surgimiento del concepto de Estado o Nación. Los
burgueses de las ciudades enfrentados con la nobleza, apoyaron militar y económicamente a los
reyes con el propósito de asegurar el orden y la unificación política y territorial. La nobleza perdió
sus privilegios mientras la monarquía consolidaba su poder y carácter absolutista.

Ya para fines del siglo XI, el relativo aumento de la seguridad social y de la demografía,
incrementó la construcción de núcleos urbanos. Cuando desapareció el peligro de los ataques de
húngaros y de normandos, y también cesaron las guerras entre los señores feudales, los habitantes
de los lugares fortificados, en razón del aumento de la población, abandonaron esos recintos muy
estrechos y se dirigieron a las ciudades, que fueron reconstruidas y repobladas. La relativa
prosperidad de la agricultura, con nuevos cultivos como el del arroz; el progreso de las artesanías,
con la agrupación de los patrones y los obreros en gremios; y, el resurgimiento del comercio
marítimo, como resultado de las Cruzadas, provocaron un inusitado desarrollo urbano. En las
proximidades de los castillos y de los monasterios, en los cruces de caminos comerciales o en los
puertos de mar, se agrupó la población, constituyendo las villas; en las afueras de las arruinadas
ciudades antiguas se formaron barrios o burgos y se construyeron nuevas murallas y defensas. A los
habitantes de estos núcleos urbanos fortificados, generalmente comerciantes, artesanos y gente
que no se dedicaba a trabajos manuales, se les llamó burgueses.

Las villas y los burgos dependían al formarse de un señor feudal, pero pronto se fueron
emancipando al comprar sus libertades o conquistándoles por la fuerza. Los reyes, por su parte,
favorecieron este movimiento de emancipación de la clase media o burguesía, en su lucha por abatir
la nobleza feudal, siempre peligrosa para la autoridad regia. Así, ayudadas por los reyes, las ciudades
se convirtieron en municipios y organizaron su propia administración, de la que se encargaba una
asamblea de vecinos que formaban el concejo o ayuntamiento, presidido por un magistrado llamado
alcalde o síndico. Según los lugares, hubo municipios libres o autónomos y otros aforados o francos,
cuya carta o fuero limitaba los derechos del señor, de quien en parte dependían.

Los comerciantes y artesanos urbanos organizaron su trabajo tomando como base la asociación
obligatoria. Patrones y obreros se agrupaban en corporaciones o gremios, que eran entidades de
carácter religioso-profesional. Cada oficio poseía su corporación y ningún artesano podía trabajar
sin hallarse inscrito en la asociación respectiva. En su aspecto religioso, las corporaciones eran
verdaderas cofradías, pues poseían asesores eclesiásticos, y se hallaban bajo la advocación de un
santo o “patrono” espiritual. En el día destinado a honrar al divino protector, se realizaban solemnes
fiestas patronales. Éstas consistían en desfiles y procesiones, encabezadas por los estandartes del
gremio y la imagen del santo tutelar.

En este contexto urbano, los paladines de la evangelización fueron los frailes dominicos y
franciscanos, a lo largo del siglo XIII. Su ministerio evangelizador fue típicamente urbano y apeló
notablemente a las nuevas clases sociales, que veían en su estilo de vida sencillo y sus ideas
renovadoras un contraste notable con la corrupción del clero secular y regular. Muy pronto
obtuvieron facultades sacerdotales, lo que les permitió escuchar confesión y administrar los
sacramentos, y transformarse en dinámicos competidores de los sacerdotes parroquiales y del clero
de la catedral. La metodología evangelizadora que utilizaron fue típicamente urbana y respondió
adecuadamente a las expectativas de la mayoría de los laicos, que estaban desencantados con la
Iglesia institucional. Con el correr del tiempo, los frailes fueron absorbidos por los ideales urbanos,
adquirieron propiedades en las ciudades y se inclinaron al estudio de la filosofía y de la ciencia. En
el último cuarto del siglo XIII, profesores franciscanos dominaban la Universidad de Oxford mientras
que sus pares dominicos hacían lo propio en París.

_ Misión y sincretismo
Con el ingreso masivo de los bárbaros al ámbito del Imperio Romano se inició un proceso de
sincretismo religioso de gran envergadura. Este proceso se modeló con el aporte de dos fuentes
principales: la tradición pagana, que nunca había desaparecido del todo, y la tradición germánica,
que de algún modo perduró al no haber habido una adecuada evangelización sino una mera
cristianización superficial. Sobre este sustrato fundamental, durante la temprana Edad Media, en la
Europa germanizada hubo una profunda penetración de los elementos culturales orientales, que
dejarían su rastro a lo largo de todo el medioevo. La Iglesia cristianizó y dio expresión a todas estas
influencias a través de sus creencias y ritos.

Además, si bien nunca se abandonó un cierto sentido de naturalismo frente a una naturaleza
que se presentaba misteriosa y desconocida, predominó el acercamiento fantástico y mágico a la
realidad. La doctrina y la práctica cristianas durante la Edad Media se construyeron con estas
concepciones combinadas de mundo y trasmundo, lo cual terminó en diversas manifestaciones de
sincretismo. Las supersticiones populares y el sincretismo religioso afectaron notablemente el
carácter y la estrategia misionera.

José Luis Romero: “El afán de introducir a los pueblos paganos dentro del ámbito de la
iglesia movía a utilizar—fuera de la coacción, usada muchas veces—procedimientos
catequísticos que, siendo sin duda muy hábiles, conducían a resultados inmediatos muy
diversos de los esperados. La superposición de las fiestas cristianas sobre antiguas y
tradicionales fiestas paganas, la asimilación de los milagros a los viejos prodigios, la
explicación grosera de ciertas ideas abstractas inaccesibles, todo ello debía contribuir a
perpetuar cierta concepción naturalística por debajo de una aparente adhesión a la
concepción cristiana. El signo de esa perpetuación fue la multitud de supersticiones que la
Iglesia creyó necesario combatir y el peligroso culto a las imágenes, en el que desembocaba
cada cierto tiempo el antiguo politeísmo. En los campos sobre todo, las supersticiones se
manifestaban vigorosas, y constituía toda una preocupación de la Iglesia el combatirlas.”

El proceso de sincretismo continuó a lo largo de toda la Edad Media. El legado del paganismo
teutónico, celta e incluso grecorromano no desapareció nunca. De una u otra manera es posible
detectar sus raíces en la enorme difusión de la magia, la profusión de lo milagroso, la veneración de
las reliquias y el culto a los santos. Con las Cruzadas, el proceso de sincretismo religioso alcanzó
niveles asombrosos. Los cruzados trajeron de Oriente todo tipo de ideas y objetos, creencias y
prácticas, que fueron reciclados en Occidente dando lugar a las más diversas manifestaciones de
religiosidad popular.

Paul Johnson: “… es indudable que los cruzados que retornaban traían consigo la herejía. El
dualismo de los bogomilos de los Balcanes, que tenían vínculos que se remontaban a los
gnósticos, llegó a Italia y la Renania a principios del siglo XII y de ahí se extendió a Francia.
Una vez que los viajes de larga distancia se convirtieron en hechos rutinarios, fue inevitable
que se difundiesen diferentes herejías, y las cruzadas suministraron medios de
comunicación precisamente al tipo de gente que tomaba en serio las ideas religiosas y que
emocionalmente era propensa a adoptar posturas heréticas.”
A su vez, en Europa occidental la antigüedad grecorromana continuó manifestándose
especialmente en las formas plásticas y arquitectónicas. La literatura clásica fue estudiada en las
universidades bajo la aprobación y protección de la Iglesia. Los poetas latinos paganos eran
altamente estimados y tenidos como autoridades en materia moral y espiritual. De hecho, Dante
era un gran admirador de Virgilio y varios papas renacentistas se ocuparon más por resucitar la
antigüedad grecorromana que por resucitar a la Iglesia que en sus días estaba moribunda.

En la alta Edad Media se dio una forma sofisticada de sincretismo con el impacto que la filosofía
griega pagana tuvo sobre la formulación del pensamiento cristiano escolástico. Las obras de Platón
y los escritos de Dionisio el Areopagita, un autor cristiano neoplatónico, influyeron notablemente
sobre los místicos y pensadores medievales. El avivamiento de los estudios de Aristóteles y de
Averroes, su intérprete árabe, durante los siglos XII y XIII marcó profundamente la formulación
dogmática de la fe cristiana. El islamismo tuvo también su influencia notable en la formulación del
pensamiento cristiano. En buena medida, el escepticismo materialista de muchos pensadores
cristianos del siglo XIII resultó de su estudio de la filosofía musulmana. Filósofos como Avicena (979–
1037) y Averroes (1126–1198) fueron estudiados por los escolásticos cristianos y afectados por su
pensamiento aristotélico. En un grado menor, los judíos, que estaban esparcidos por toda Europa,
también ejercieron su influencia sobre la cosmovisión cristiana, especialmente a través de los
escritos de Maimónides (1135–1204), destacado seguidor de la filosofía de Aristóteles.

EL PROBLEMA APOLOGÉTICO

_ Las herejías

Uno de los problemas que más agobió a la Iglesia en Occidente durante la alta Edad Media fue
el problema de la herejía. Al finalizar el siglo XII, la Iglesia debió hacer frente a diversos movimientos
de disidencia y renovación, e incluso grupos heréticos, que representaban una reacción contra el
estado calamitoso del clero y los abusos del papado. Algunos de estos movimientos procuraban la
recuperación de un cristianismo más bíblico y semejante al de los primeros siglos. Los más
importantes de estos movimientos fueron los encabezados por los albigenses o cátaros y los
valdenses.

Rodolfo Puiggrós: “Como la teología abarcaba entonces en profundidad y extensión toda la


superestructura del feudalismo y lo consideraba un régimen estático sin tolerar
competencias ni críticas, a cualquier movimiento revolucionario se le colgaba el sambenito
de hereje. Oponerse al orden social establecido equivalía a oponerse a la Iglesia. Es cierto
que las querellas entre el trono y el altar o las rivalidades entre los señores parecían agitar
nada más que la superficie del régimen sin modificarlo, pero aun así provenían de la
ebullición de factores internos, cuya acción se prolongó en el curso de la Edad Media, a
través de un sordo y constante descontento que estallaba convulsiva y esporádicamente sin
desprenderse de su cobertura religiosa e hizo crisis a fines del siglo XII.”
El fin de la cultura de la alta Edad Media se vio marcado por una profunda percepción de la crisis
del orden tradicional. Las certidumbres que se habían logrado en este período comenzaron a hacer
agua y el naturalismo encontró vías de desarrollo. No obstante, hubo una exaltación del sentimiento
religioso, que tendió a apartar a muchos de las vías cada vez más racionales que adoptaba la teología
oficial. Como indica José Luis Romero: “En el campo de las creencias populares, aparecieron
numerosas herejías cuyo signo era el retorno a la verdad simple y pura del evangelio, con
prescindencia de todo el vasto aparato de saber intelectual que la escolástica había construido, y
con prescindencia también del vasto aparato de poder que la Iglesia significaba y que había
adquirido una desmesurada importancia a lo largo del duelo sostenido por el papado y el imperio.”

Movimientos. Los cátaros (puros) representaron la herejía más difundida de todas las herejías
medievales. El nombre de cátaros se utilizó por primera vez en el Concilio de Tours (1163). También
recibieron el nombre de albigenses. Este nombre se debió a que la primera diócesis cátara se
constituyó en la ciudad de Albi, en el sur de Francia. Los cátaros predicaban la abstinencia de todo
lo que suponían impuro, como una reacción a la laxitud moral del clero, especialmente los monjes.
La doctrina de los cátaros tenía cierta inspiración oriental ya que admitía la existencia de dos
principios: el bien y el mal. Al primero pertenecía el alma y al segundo el cuerpo. Para defender el
alma, creada por Dios, era preciso destruir el cuerpo, símbolo de impureza. En base a esto, algunos
cátaros recomendaban el suicidio y condenaban el matrimonio. Los cátaros creían en la
trasmigración del alma, la que luego de abandonar el cuerpo solía pasar al de un animal. Por eso se
abstenían de matar animales y no consumían carne, ni leche ni huevos. No admitían más
sacramentos que la penitencia y el bautismo.

Estos movimientos de alguna manera estaban relacionados con los bogomilas (amigos de Dios)
de Bulgaria y Siria. Éstos fueron conocidos con distintos nombres por toda Europa: umiliatos
(humillados) en Italia, ketzer (herejes) en Alemania, strigolniki (pelos cortos) en Rusia. La confusión
acerca de los nombres revela cierta confusión respecto a las ideas, pero en esencia todas estas
herejías eran iguales. Apuntaban a reemplazar al clero corrupto por una elite perfecta. Repudiaban
a la Iglesia institucional y querían restaurar un cristianismo similar al del Nuevo Testamento. Algunos
de ellos no reconocían otra autoridad que la que recibían directamente del Espíritu, y rechazaban a
la Iglesia, la Biblia y la encarnación de Cristo, y eran marcadamente dualistas o maniqueos.

Los valdenses, también llamados “pobres de Lión,” tuvieron como inspirador como vimos a
Pedro Valdo, un rico comerciante de esa ciudad, que orientó su ministerio a partir de una actitud
ascética y repartió sus bienes entre los pobres. Valdo adquirió notoriedad por su predicación pública
del evangelio y su rechazo del ministerio sacerdotal, afirmando que no hacía falta ninguna
mediación humana o institucional para obtener la salvación. También rechazó la eucaristía y
prohibió el culto a los santos como idolatría.

El primer canon del Cuarto Concilio Laterano (1215) contenía un credo formulado
cuidadosamente para expresar las diferencias que existían entre el cristianismo latino y las creencias
de los valdenses y albigenses. El Concilio condenó a estas herejías y ordenó el castigo de todos los
herejes que no se arrepintieran. Esto mostró la nueva importancia del problema de la herejía a
comienzos del siglo XIII. Por primera vez desde la supresión del arrianismo, la fe ortodoxa se
confrontaba con un serio rival en Occidente. Había habido herejías menores en la temprana Edad
Media e incluso más tarde, pero generalmente fueron el resultado de pequeñas controversias
teológicas y más tarde de argumentos escolásticos, y en la mayor parte de los casos casi no habían
encontrado apoyo popular. Incluso un maestro tan bien conocido como Abelardo no había causado
un peligro real para la Iglesia cuando cayó en herejía (según se lo acusaba). Una vez que sus errores
fueron expuestos, él y sus seguidores renunciaron a ellos uno por uno y el problema se terminó.
Pero las nuevas herejías de fines del siglo XII eran populares, no académicas; los herejes contaban
con el apoyo de miles de personas fuera del clero, y no podían ser eliminados simplemente usando
argumentos teológicos. La Iglesia tenía que encontrar métodos nuevos para combatir la herejía y se
tomó algún tiempo para hacerlo.

Bajo el pontificado de Inocencio III, la Iglesia reprimió con mano dura a los movimientos
heréticos, y para ello utilizó distintos recursos que variaron desde la prédica hasta la excomunión.
Como los herejes y disidentes persistieron en su actitud, el Papa organizó una Cruzada que reunió
gran número de señores franceses y alemanes. Al mando del conde Simón de Montfort (m. 1218),
la campaña duró unos veinte años (1209–1229) y se caracterizó por su extremada violencia y
crueldad. Los albigenses, al mando del conde de Tolosa y el rey Pedro II de Aragón (m. 1213), fueron
derrotados en la batalla de Muret, en el sur de Francia (1213). La sangrienta lucha prosiguió por
algunos años y terminó con el triunfo de los cruzados, que lograron exterminar a los herejes.

A estos casos de disidencia y herejía habría que agregar las numerosas desviaciones dogmáticas,
condenadas por concilios y papas, pero limitadas a los círculos eclesiásticos intelectualizados.
Berengario de Tours desconocía la presencia real de Cristo en la eucaristía. Amalarico de Géne (m.
1206), teólogo de París que lo divinizaba todo, proclamó el amor libre, llamaba Anticristo al Papa y
anunciaba el comienzo del reinado del Espíritu Santo. El calabrés Joaquín de Fiore (1145–1202),
profeta del evangelio eterno, del cual la Biblia no era más que un antecedente, y de la era del amor
con nuevos apóstoles, los fraticelli, constructores de la ciudad perfecta, logró una audiencia
importante.

A fines de la Edad Media se destaca la figura de Jerónimo Savonarola (1452–1498), un dominico


de Florencia, y su lucha contra la corrupción de la Curia romana bajo el reinado de Alejandro VI.
Savonarola fue un fogoso y popular predicador, que empezó a conmover a sus auditorios
anunciando el inminente juicio de Dios, y llamando a sus oyentes al arrepentimiento y a una vida
ascética. Según él, la Iglesia sería renovada después de un período de aflicción, los incrédulos se
convertirían y el evangelio triunfaría sobre la tierra. Bajo su liderazgo, la ciudad de Florencia se vio
conmovida por un auténtico avivamiento espiritual. Pero esto le valió la enemistad del papa
Alejandro VI, quien le prohibió continuar con su predicación. Savonarola no sólo retomó la
predicación pública, sino que denunció valientemente los males de la Iglesia y del papado. En 1497,
el Papa lo excomulgó y más tarde amenazó a Florencia con el interdicto. Esto comenzó a colocar a
la opinión popular en su contra, hasta que un franciscano lo acusó públicamente de herejía.
Finalmente, el gobierno de la ciudad arrestó a Savonarola y lo juzgó bajo tortura, y terminó por
condenarlo, ahorcarlo y quemar su cuerpo en 1498, según directivas de Alejandro VI.
Motivos. La razón principal del debilitamiento del control de la fe ortodoxa sobre el pueblo era
el disgusto de la gente con la conducta del clero. No es que los eclesiásticos de fines del siglo XII
eran más inmorales que sus predecesores—por el contrario, su carácter había mejorado
notablemente—sino que los laicos estaban estableciendo una pauta mucho más alta para ellos. Ya
no era suficiente que un clérigo se abstuviese del pecado abierto; debía también llevar una vida de
piedad activa. La gente en las ciudades quería más instrucción religiosa; no estaban satisfechos con
cultos sin sermones, o con sermones recitados de un libro. Los laicos se rehusaban a reverenciar a
prelados y sacerdotes que vivían en lujo y que gastaban más tiempo en administrar sus propiedades
que el que invertían en cumplir con sus deberes religiosos. Se acusaba a la Iglesia de preocuparse
más por el aumento de su ingreso que por el aumento del pecado, por exprimir el diezmo a los
pobres que por darles caridad, por promover a clérigos corruptos al obispado que por promover a
los verdaderos santos. La gente quería que el clero dedicara su tiempo a predicar en lugar de
administrar, y reclamaban que el dinero que tenían fuese utilizado en ayudar a los pobres y no en
una vida cómoda para ellos.

Rodolfo Puiggrós: “Las herejías procedían, en general, de las clases oprimidas y atacaban
sin tapujos al orden social establecido, desde dos puntos de vista antitéticos, que solían
confundirse en uno solo, siendo difícil diferenciar el prevaleciente: a) para destruir el
feudalismo y crear algo confusamente entrevisto, cuyas bases materiales de desarrollo
comenzaban a apuntar, y b) para restaurar una sociedad prefeudal idealizada o, en
particular, las primitivas comunidades cristianas.

Ambos tipos de rebeldía (… una mirando al futuro y otra al pasado) derivaban de la misma
causa socioeconómica: la estructura interna de los dominios feudales adaptada a una
economía de autoabastecimiento era corroída por la introducción desde el exterior de una
economía de mercado, a través de formas precapitalistas (comercio y usura).”

Obviamente los laicos estaban tratando de aliviar algo de sus propios sentimientos de culpa en
cuanto a la codicia y a la usura atacando la avaricia del clero, pero el ataque no carecía de
fundamentos. Este reclamo era muy difícil de confrontar porque el papado mismo había alentado a
los laicos a demandar pautas morales altas de sus pastores. Cuando Gregorio VII y Urbano II
prohibieron a los sacerdotes con esposas o concubinas celebrar la misa, se apoyaron en las
congregaciones parroquiales para ver que esta orden se cumpliese. De esta manera, el movimiento
de reforma, al enfatizar la importancia de pautas morales altas para el clero, hizo posible el
desarrollo de la herejía. Todo eclesiástico de influencia a lo largo del siglo XII denunció las vidas
malas de algunos miembros de su orden, y los líderes heréticos atrajeron poca atención cuando
comenzaron el mismo tipo de ataque. Muchos líderes comenzaron a extraer la conclusión final y a
enseñar que el clero ordenado del la Iglesia Católica Romana era inútil. Miles de herejes que diferían
en otras cuestiones concordaron en esta convicción, y todos ellos pueden ser agrupados como “anti-
sacerdotalistas.”

Los anti-sacerdotalistas eran especialmente fuertes en las ciudades. Esto era natural, dado que
las ciudades habían jugado un papel importante en el movimiento de reforma y estaban bien
preparadas para unirse a una nueva ola de indignación moral. También es cierto que las personas
en las ciudades estaban inclinadas a ser más críticas y menos conservadoras que los campesinos y,
por lo tanto, eran fácilmente seducidas por las nuevas doctrinas. No estaban satisfechas con los
cultos regulares de la Iglesia y querían sermones entusiastas que denunciaran el vicio y la
corrupción. Si los sacerdotes de sus parroquias fracasaban en interesarlos, ellos estaban siempre
listos para escuchar a un revivalista de ortodoxia dudosa que predicara en cualquier esquina.

Manifestaciones. El carácter gregario de la vida urbana les daba a los habitantes de las ciudades
medievales oportunidades frecuentes para la discusión, y dado que la religión era tan importante
en sus vidas, eran afectos a dedicar mucho de su tiempo a dialogar sobre ella. Las teorías anti-
sacerdotalistas se generaban fácilmente en esta atmósfera, y se esparcían de una ciudad a otra a
través de los contactos comerciales. Como resultado de esto, para el 1200 una buena proporción de
la población urbana en Europa occidental había aceptado alguna forma de herejía, y los demás
habitantes urbanos, si bien nominalmente se decían ortodoxos, eran muy críticos del clero. Los anti-
sacerdotalistas aceptaban la fe cristiana pero rechazaban la organización y jerarquía de la Iglesia.
No obstante, un grupo de herejes más peligroso era el de aquellos que rechazaban la fe junto con
la organización y la jerarquía.

Además, los líderes de los herejes se aprovechaban del bajo nivel de educación y moralidad del
clero cristiano católico. Los heresiarcas eran hombres capaces que llevaban vidas virtuosas y
practicaban un ascetismo extremo. Su prestigio era tan grande que los viajeros buscaban su
compañía a fin de sentirse protegidos por la reverencia que ellos inspiraban. Los católicos ortodoxos
pedían ser enterrados en los cementerios junto a los herejes, de manera que pudieran descansar
entre la “buena gente.” Muchos señores feudales protegían a los líderes de los herejes y les
permitían predicar en público. Algunos nobles abiertamente aceptaban estas nuevas formas de la
fe y muchos más las practicaban en secreto. El éxito de la herejía se debió no sólo a la virtud de sus
maestros, sino también a la simplicidad de su doctrina. En el caso de los cátaros, los líderes (los
“prefectos”) tenían que llevar vidas bien ascéticas, pero no ponían demasiadas restricciones sobre
sus seguidores. Estos últimos, si tenían fe, podían alcanzar la salvación simplemente recibiendo el
rito final (el consolamentum) de los “perfectos” en su lecho de muerte.

_ La Inquisición

La Inquisición toma su nombre de un procedimiento penal específico: la inquisitio, no existente


en el derecho romano, que se caracterizaba por la formulación de una acusación por iniciativa
directa de la autoridad, sin necesidad de instancias de parte, es decir, de delaciones o acusaciones
de testigos.

Comienzo y desarrollo. A fines del siglo XII, la Iglesia desarrolló este procedimiento con el
decreto del papa Luciano III: Ad abolendam (1184). La rápida difusión de herejías en Europa
occidental como el maniqueísmo, el valdeísmo y más tarde el catarismo obligó a la Iglesia Romana
a crear una estrategia defensiva. En 1184 se empezó a aplicar la pena de fuego para los herejes; en
1199 se añadieron otras penas como la confiscación de bienes y se autorizó el empleo de la tortura
en el interrogatorio sobre materias de fe, incorporándose además determinadas disposiciones
sobre el secreto en las actuaciones, como la ocultación de los testigos y la eficacia procesal.

Para evitar el resurgimiento de las herejías y consolidar la unidad de la Iglesia, el papa Gregorio
IX convocó un Concilio en Tolosa, que en 1229 creó el Tribunal de la Inquisición o Santo Oficio. La
responsabilidad de esta institución era la de combatir toda trasgresión al dogma o al culto católico,
e investigaba la conducta religiosa de las personas, incluido el clero. Así, pues, desde 1230 el
procedimiento inquisitorial se transformó en una nueva institución eclesiástica, que se creó en
Francia especialmente para reprimir el catarismo o herejía albigense, institución controlada
inicialmente por el papa Gregorio IX.

El primer inquisidor conocido fue Roberto de Brougre, un dominico que había sido antiguo
cátaro. Concretamente, donde más éxito tuvo la Inquisición fue en el sur de Francia, aunque no con
pocas resistencias, como lo demuestra el asesinato en 1242 del dominico Guillermo Arnaud,
inquisidor de Tolosa. El apogeo de esta Inquisición tuvo lugar durante la segunda mitad del siglo XIII,
y las últimas ejecuciones de cátaros fueron llevadas a cabo entre 1319 y 1321.

Procedimiento y carácter. El procedimiento empleado por el tribunal era secreto. El acusado de


herejía conservaba la libertad mientras se acumulaban pruebas en su contra. Éstas consistían en
actuaciones verbales o escritas. Para evitar venganzas, se ocultaba el nombre del delator, aunque
podía ser ajusticiado el que acusaba falsamente. Reunidas las pruebas, el supuesto hereje era
detenido, alojado en la cárcel y torturado si no confesaba su culpa. Si el acusado insistía en su
negativa o abjuraba de sus creencias en un acto público, era absuelto. En caso contrario, el tribunal
lo entregaba al “brazo secular” o laico, que era el encargado de aplicar las sentencias, en su mayoría
multas y prisión temporal o perpetua. Los relapsos (reincidentes) y los que persistían en su actitud
de herejía, eran quemados vivos. El principio dominante en todo el proceso era que una persona
era culpable hasta tanto se demostrara que era inocente.

Las herejías medievales tuvieron un marcado carácter de revueltas populares, pues aglutinaban
a todas las clases sociales marginadas en el proceso de conquista del poder por la burguesía urbana.
La penetración de la herejía cátara en Italia supuso también la introducción de inquisidores en
Lombardía—aquí el inquisidor Pedro de Verena fue asesinado y canonizado con el nombre de San
Pedro Mártir—y en Viterbo donde en 1273 llegaron a ejecutarse más de doscientos herejes en un
día. En el siglo XIV había tribunales inquisitoriales en Bohemia, Polonia, Portugal, Bosnia y Alemania.
Sólo los reinos latinos de Oriente, Gran Bretaña, Castilla y Escandinavia carecían de tribunales
inquisitoriales.

Progresivamente se fue multiplicando la burocracia inquisitorial y se editaron manuales


procesales, como el de Raimundo de Peñafort (siglo XIII), Bernardo Gui (siglo XIV) y Nicolau Eymerich
(siglo XV). Las categorías delictivas también se fueron ampliando hasta incorporar otros delitos:
blasfemia, bigamia y brujería. A partir de 1438 se descubrieron sabbats (aquelarres) en los Alpes,
con lo que se desató la caza de brujas.
MIRADA RETROSPECTIVA Y PROSPECTIVA

Cuando se mira hacia atrás, a los diez siglos que hemos estado considerando en este libro, el
panorama que se percibe es sumamente diverso y da lugar a las más variadas interpretaciones y
evaluaciones. La imagen generalizada y popular de los tiempos medievales como un período oscuro
de la historia debe ser corregida. Por lo menos, no fue totalmente así cuando consideramos el
desarrollo del testimonio cristiano a lo largo de estos siglos. Es cierto que la invasión de los pueblos
germánicos y posteriormente las invasiones árabes, de los normandos y de otros pueblos de Europa
del norte y del este afectaron el desarrollo de la cristiandad en el Oeste. También es cierto que los
avances de los turcos selyúcidas, los mongoles, los tártaros de Timur y los turcos otomanos frenaron
múltiples posibilidades para la cristiandad en el Este. No obstante, ambas cristiandades lograron de
algún modo sobrevivir a estas crisis, ajustarse a nuevos contextos e intentar nuevos desarrollos. Lo
mismo puede decirse de la depresión que siguió al Imperio Carolingio, el siglo de la Iglesia de hierro
(siglo X) y los fracasos de las Cruzadas.

Si bien éstas y otras instancias pueden ser consideradas como momentos “oscuros” en la
historia del testimonio cristiano medieval, ellos tienen que ser balanceados con otros momentos
luminosos de tal historia. El surgimiento del movimiento monástico en la temprana Edad Media, las
cumbres alcanzadas por el desarrollo teológico, artístico y literario de los siglos XII y XIII, la
permanente expansión misionera y la incorporación de numerosos pueblos no alcanzados al seno
de la cristiandad, y el desarrollo de la piedad mística son algunos de los elementos positivos que
deben ayudarnos a mantener tal balance. En definitiva, más allá de la conclusión a la que lleguemos
en la evaluación final de la Edad Media, siempre será mejor elaborarla en base a sus logros y
contribuciones más perdurables y positivas y no en base a las expresiones más oscuras y negativas.

Además, en cualquier evaluación histórica es importante tener presente la cosmovisión y


valores prevalecientes en el período analizado. Considerar a la cristiandad medieval con las
presuposiciones del presente puede afectar la objetividad de nuestro juicio, forzarnos a cometer
injusticia en nuestras conclusiones sobre el pasado o distorsionar lo que realmente ocurrió o cómo
pensaban y sentían los agentes históricos. En esto es bueno aplicar la regla enseñada por Jesús: “Tal
como juzguen se les juzgará, y con la medida que midan a otros, se les medirá a ustedes” (Mt. 7:2).

El testimonio cristiano durante el período medieval no fue ni bueno ni malo, ni glorioso ni


perverso. Como en cualquier otro momento de la historia de la humanidad, el balance final nos deja
luces y sombras, grandes logros y aberrantes conductas. De todos modos, fueron estas “vasijas de
barro” con todas las limitaciones propias de la naturaleza humana pecadora, las que preservaron y
transmitieron el testimonio de la fe en Cristo, de la que nosotros somos herederos y responsables
hoy.

No obstante, la situación de toda la cristiandad hacia fines de la Edad Media era alarmante. El
panorama de la cristiandad al llegar al final de los tiempos medievales no podía ser más desolador.
Los papas renacentistas lograron decorar San Pedro con todo tipo de obras magníficas, expresión
acabada de su riqueza y poder mundano. Pero la Iglesia en Occidente estaba pasando su peor hora
en términos morales y espirituales. En el Este la situación de la Iglesia no era mejor. Con la caída de
Constantinopla en manos de los turcos otomanos desapareció el Imperio Bizantino, que había sido
el poder que había promovido, sostenido y dominado a la cristiandad oriental.

En Roma, el cuadro era lamentable. La ciudad había perdido su posición como centro del mundo
europeo y no era más que otro poder en competencia con el creciente nacionalismo y apetencias
de poder absoluto de otros Estados en Europa occidental. La Iglesia y el papado habían perdido
totalmente su camino y no había indicaciones de que fueran a encontrarlo de alguna manera. El
gran humanista Erasmo de Rotterdam criticaba y satirizaba las enormes contradicciones en que
habían caído los papas. En su obra Julius exclusus (1517), escrita en forma de un diálogo, presentaba
al papa Julio II como llegando a las puertas del Cielo después de su muerte y no pudiendo
atravesarlas. En respuesta a la demanda de Julio de que Pedro lo reconociera como Vicario de Cristo
y lo dejara entrar, Erasmo pone en labios del apóstol las siguientes palabras:

“Veo al hombre que quiere ser considerado como segundo respecto a Cristo y, de hecho
igual a él, sumergido de lejos en la más sucia de todas las cosas: dinero, poder, ejércitos,
guerras, alianzas—para no decir nada en este punto acerca de sus vicios. Pero además, si
bien tú estás tan alejado de Cristo como te resulta posible, no obstante usas mal el nombre
de Cristo para tus propios propósitos arrogantes; y bajo el pretexto de Aquel que despreció
el mundo, juegas el papel de un tirano del mundo; y si bien eres un verdadero enemigo de
Cristo, te apropias del honor que le es debido a él. Tú bendices a otros, siendo tú mismo
maldito; a otros les abres los Cielos, los cuales te están totalmente cerrados y de los que
estás muy lejos; tú consagras y estás execrado; tú excomulgas cuando no tienes comunión
con los santos.”

Hacia el año 1500, la cuestión no era si la iglesia necesitaba o no de una Reforma, sino cuándo
esta reforma iba a tener lugar y quién la iba a llevar a cabo. El sucesor de Julio II fue un hijo de la
famosa familia política y banquera de los Medici. Subió al trono papal con el nombre de León X
(1513–1521) y fue Papa durante los primeros años de la Reforma. Las palabras con las que se dice
inauguró su pontificado indican cuán poco preparado estaba para responder al clamor generalizado
por una reforma de la Iglesia Romana: “Ahora que Dios nos ha dado el papado, vamos a disfrutarlo.”

Hacia el año 1500 en Europa occidental todos sentían que se estaba llegando al fin de una era.
Muchos creían que se encontraban transitando el atardecer de un mundo moribundo y se estaban
introduciendo en el amanecer de un mundo nuevo. La ignorancia y la superstición que habían
prevalecido por mil años parecían estar desapareciendo poco a poco. El surgimiento del humanismo
y especialmente el desarrollo del Renacimiento estaban cambiando la manera de pensar y ver la
realidad. El papado mismo, que había promovido algunos de estos desarrollos, fue absorbido casi
totalmente por los nuevos movimientos y su espíritu mundano y secular. Nunca más en la historia
subsiguiente sería igual y en la primera mitad del siglo XVI experimentaría cambios sustanciales, que
ayudarían a la Iglesia a sobrevivir y proyectarse hacia delante, a pesar de la seria división del ese
siglo.

Hacia el año 1500, la cristiandad europea estaba lista para una Reforma y los agentes históricos
de este evento fundamental ya estaban listos para actuar.
UNIDAD 4

Los problemas de la Cristiandad medieval


INTRODUCCIÓN

El gran historiador del cristianismo, Kenneth S. Latourette, calificó a la Edad Media como “los
mil años de incertidumbre.” Probablemente no hay una mejor manera que ésta para evaluar un
período tan dilatado y complejo, como el que representan los diez siglos que van del año 500 al
1500. Fue en estos siglos donde la cristiandad oriental, al tiempo que se expandió “hasta lo último
de la tierra,” sufrió también serios reveses de todo orden que pusieron en vilo su continuidad
histórica. Mientras tanto, en Occidente, es notable la manera providencial en que el testimonio
cristiano logró sobrevivir a pesar de las enormes dificultades internas y externas que experimentó a
lo largo de los siglos.

En ambos casos, el testimonio cristiano no creció con la velocidad y en la profundidad que


alcanzó en los primeros quinientos años. Si bien la fe en Jesucristo estuvo cruzando
permanentemente nuevas fronteras, también es cierto que su crecimiento y expansión fueron
mucho más lentos que en el primer período. Habrá que esperar hasta después del año 1500 para
ver al cristianismo esparcirse de manera significativa, al menos en un sentido geográfico.

Esta pérdida de dinamismo expansivo puede ser atribuida a numerosos factores, tanto internos
como externos. Indudablemente los de carácter interno fueron los más significativos y los más
difíciles de resolver. No obstante, a pesar de los enormes altibajos por los que atravesó el testimonio
cristiano en este período, la fe cristiana estaba mucho más y mejor establecida, tanto dentro como
fuera del mundo del mar Mediterráneo, en el año 1500 que en el 500. Su influencia e impacto eran
notables sobre la cultura y la sociedad. La cosmovisión que se acrisoló a lo largo de la Edad Media
especialmente en Europa occidental habría de tener efectos duraderos, llegando hasta nuestros
días.

No obstante, la vida y mentalidad cristiana que resultó de tan gigantesca mezcla de ingredientes
tan diversos y a lo largo de tanto tiempo, no se dio sin el padecimiento de los fuegos inevitables de
serias crisis históricas. Los problemas ideológicos prevalecieron, en términos de las relaciones de los
individuos y las sociedades con un sistema de ideas independientes que reflejan, racionalizan y
defienden los intereses propios y los compromisos institucionales. En la esfera social, moral,
religiosa, política o económica, estos problemas ideológicos tuvieron un fuerte impacto. La
resolución de estos problemas fue necesaria a fin de encontrar las mediaciones más adecuadas para
la acción en cada uno de los campos mencionados.

Las controversias teológicas del período agregaron peligrosos elementos negativos, porque en
casi todos los casos restaron energía a la Iglesia y entretuvieron a los cristianos en cualquier cosa
menos el cumplimiento de la misión. Pero, a su vez, ayudaron a madurar un consenso en cuanto a
la fe según debía ser creída y enseñada, a evitar herejías e interpretaciones del evangelio que podían
liquidarlo o desnaturalizarlo y a encontrar una línea clara de identidad en medio de un océano de
ideas y corrientes diferentes. Por otro lado, estos debates aportaron ricos elementos para la
comprensión de la fe propia, que facilitaron su comunicación a otros que no la conocían o
experimentaban.

Algo similar ocurrió en la esfera de lo cúltico y la estructura de la comunidad de fe. El período


de la Edad Media se presenta como uno de los más creativos y diversos en cuanto al proceso de
sincretismo y complicación de las prácticas y formas heredadas del período anterior. Como es de
imaginar, cuanto más se dilataba geográficamente la expansión del cristianismo y cuanto más
diversas eran las culturas entre las que se proclamaba, tanto más se incrementaba la diversidad. No
se adoraba de la misma manera en todas las comunidades cristianas en un determinado momento,
ni se tenía la misma estructura eclesiástica en todas partes. Si bien el rango astronómico de estas
diversidades pudo ponerle fin al cristianismo como tal, el mismo actuó positivamente como
elemento enriquecedor. Además, ayudó al cristianismo a romper con el cautiverio étnico o cultural,
y lo ejercitó en la práctica de la contextualización, con la cual pudo afirmar su naturaleza
esencialmente universal y ecuménica.

En mil años, como es de suponer, las dificultades para la difusión de la fe fueron muchas y muy
graves. No obstante, la fe de Jesucristo encontró siempre la manera de correr como el agua,
buscando un camino para llegar con su mensaje de fe, esperanza y amor hasta los rincones más
recónditos del mundo conocido de aquél entonces. No siempre los caminos escogidos fueron los
más adecuados ni los que mejor respondían a los altos ideales de la fe. Pero sea como fuere, el
evangelio del reino fue proclamado. En algunos casos tal proclamación, ya sea por su carácter
profético o por su distorsión de la fe, fue reprimida y perseguida por quienes se consideraban
dueños de la verdad absoluta. Así y todo, la semilla de la Palabra de Dios encontró un suelo fértil, a
veces en terrenos insospechados, y mantuvo su maravillosa capacidad de dar vida, aun en medio de
la muerte y las tinieblas más profundas.

En esta Unidad prestaremos atención a algunos de estos elementos mencionados. Al hablar de


estos problemas de la cristiandad medieval no lo hacemos con una perspectiva negativa, sino como
áreas de desafíos que confrontaron los cristianos. En la medida de lo posible, procuraremos ver de
qué manera en la Edad Media los creyentes hicieron frente a estas cuestiones y las respuestas que
dieron a las mismas.

EL PROBLEMA IDEOLÓGICO

_ Relación Iglesia y Estado

El anhelo de unidad. El gran problema religioso y político que mantuvo en vilo al mundo
medieval fue el de la unidad. Desde los días del emperador Constantino, la gran preocupación había
sido cómo lograr la unidad política del Imperio Romano a partir de su unidad espiritual y religiosa
en torno al cristianismo. Con las invasiones bárbaras y el establecimiento de los reinos germánicos
el problema de la unidad se tornó todavía más acuciante. Europa vio profundizarse la brecha entre
Oriente y Occidente. Destruida la realidad de la unidad imperial, ésta permaneció como una
aspiración y como un proyecto. La Iglesia cristiana occidental, en la que se fijaron múltiples rasgos
de la estructura imperial, fue la promotora principal de la concepción unitaria de Occidente y creó
un modelo del papado a imagen y semejanza de la autoridad de los emperadores.

El Imperio carolingio fue expresión de esta aspiración de una unidad político-religiosa,


estimulada por la Iglesia y posibilitada por el ascenso al poder de los francos. En este sentido, el
Imperio organizado por Carlomagno fue una restauración del viejo ideal del Imperio Romano. Pero
la aspiración a un orden universal alimentada por el recuerdo del Imperio Romano, no logró superar
el proceso de fragmentación provocado por la multiplicación de los señoríos con el feudalismo. Con
la desaparición de Carlomagno el ideal de unidad no desapareció, pero sí su expresión concreta. El
proceso de desintegración que se operó en el curso del siglo IX fue una lucha universal por el
predominio de las diversas regiones y el desarrollo del feudalismo. A la antigua unidad política le
siguió una infinita parcelación del poder. El ideal de unidad, entonces, fue proyectado a un plano
religioso, en el que la Iglesia y el papado representaban la única posibilidad de realización del anhelo
ecuménico. Como indica José Luis Romero: “El imperio no fue en ningún momento, durante la Edad
Media, ni una realidad, ni siquiera una virtualidad verosímil. Sólo cabía la posibilidad de lograr una
unidad espiritual, la de la cristiandad, o al menos, la de la cristiandad occidental, y esa posibilidad
correspondía exclusivamente al papado.”

Cuando alcanzamos la segunda mitad del siglo XIII, la disolución del orden medieval parecía
inminente. La renovación de la vida económica y el ascenso acelerado de la burguesía, que siguió a
los siglos de las Cruzadas, no sólo incrementó el individualismo sino que puso en riesgo el ideal de
unidad. Los reinos nacionales fueron adquiriendo identidad y poder, mientras declinaba la viabilidad
de un orden ecuménico bajo la conducción de la Iglesia y especialmente del papado. Cada vez más,
reyes y burgueses, herejes y disidentes reclaman una cuota de poder y autonomía a expensas de la
Iglesia una y del dominio papal.

José Luis Romero: “Lo que representaban papado e imperio eran ya, inequívocamente,
ideas superadas que los nuevos tiempos no sentían con el fervor de antaño. El mundo
occidental comenzaba a moverse ahora al impulso de nuevos incentivos, muchos de los
cuales venían de más allá de las fronteras del área del cristianismo occidental. En el campo
de la cultura, la influencia de los mundos vecinos se hacía notar enérgicamente, a través del
averroísmo y de la ciencia árabe, a través de las renacientes sugestiones de la antigüedad,
que llegaban desde Bizancio, a través de los relatos sobre países y culturas exóticos. Una
nueva perspectiva se abría para el mundo occidental, que comenzó por encandilarse y
sumergirse en las más descabelladas experiencias.”

En el matrimonio medieval entre la Iglesia y el Estado, fue la primera la que mantuvo la iniciativa
y la voz cantante. El mundo medieval se mantuvo unido principalmente por la Iglesia y, en un grado
considerablemente menor, por las instituciones del Estado. Fue la Iglesia la que inundó toda la
cristiandad de estructuras eclesiásticas e institucionales, que crearon una verdadera red universal.
Arzobispados, obispados, parroquias, escuelas, universidades, claustros, monasterios, templos y
oratorios configuraron una red gigantesca, que cubría todo el continente europeo y se extendía
también más allá. El calendario eclesiástico regía la vida cotidiana de la Iglesia y el Estado. El ciclo
del año era una dramática renovación anual de la historia cristiana. Cada día recordaba a un mártir
o a un santo y sus hechos más destacados.

Además, la Iglesia se transformó a lo largo de la Edad Media en una de las fuerzas que más
colaboraron en el robustecimiento del poder real. Las relaciones de la Iglesia con el Estado
presentan en todo este período una curiosa paradoja: por un lado, los clérigos son los más acuciosos
en defender el poder real en su lucha contra el feudalismo, pues ven en el primero una mayor
garantía para el desempeño de sus funciones religiosas; pero, por otra parte, los prelados tratan de
convertirse ellos mismos en señores feudales de las villas o territorios en que residen.

Un orden universal. La idea de que la vida individual está insertada en un sistema universal
ordenado por Dios fue característica de los tiempos medievales. Esta idea fue heredada de los
ideales del Imperio Romano y perduró en la concepción universal (católica) de la Iglesia de Roma.

José Luis Romero: “Tan contradictoria como pudiera parecer la realidad históricosocial
respecto a esa convicción, [ésta] fue alimentada y sostenida por el recuerdo duradero del
imperio y por la enérgica acción del papado. Se entremezclaron a lo largo de la temprana
Edad Media las dos raíces que la nutrían, chocaron a veces las dos concepciones que
representaban, y se fundieron poco a poco en el plano teórico aun cuando esbozaran muy
pronto sus zonas de fricción. Una y otra representaban dos interpretaciones diferentes del
ideal ecuménico, pues la tradición romana tendía a una unidad real—el Imperio—, y la
tradición cristiana conducía a una unidad ideal—la Iglesia—, en la que, sin embargo, el
pontificado hubo de ver, en cierto momento, la virtualidad de una unidad tan real como la
del Imperio. De esta disparidad surgiría más tarde el conflicto entre ambas potestades.”

Poco a poco la Iglesia se fue transformando en la gestora de este orden universal. Al principio,
tal orden estaba limitado al reino del espíritu sin aspirar a ostentar algún poder temporal. Pero con
el tiempo, la Iglesia y especialmente el papado fueron creciendo en su apetencia de colocar a “los
reinos de este mundo” bajo su tutela espiritual y control político. La unidad religiosa y la obediencia
al obispo de Roma fueron consideradas condiciones necesarias para el mantenimiento del deseado
orden universal. El papado fue alimentando cada vez más su aspiración a transformar su autoridad
y poder espiritual en una autoridad y poder terrenal. Todos aspiraban a un orden universal regido
por una autoridad ajena a las luchas políticas. La única entidad que podía satisfacer tal anhelo era
el papado, especialmente cuando el Imperio desaparecía o declinaba. A lo largo de la mayor parte
de la Edad Media, el papado no tuvo competidores como poder regulador de la cristiandad, frente
a la indefinida fragmentación del poder político provocada por el feudalismo.

Su éxito en instaurar un cierto orden universal mediante la organización de la jerarquía


eclesiástica, la reforma de las órdenes monásticas, las universidades, las grandes empresas
internacionales como las Cruzadas, le permitió al papado disfrutar de autoridad y poder universal.
Es así como, hacia fines de la Edad Media, surge la teoría de “las dos espadas,” según la cual todo
poder venía de Dios y se mantenía por medio del brazo eclesiástico y el brazo secular, de los cuales
el segundo debía estar al servicio del primero. Pero cuanto más se salía de la esfera espiritual para
entrar en la esfera propiamente temporal, sus intentos enfrentaron la resistencia de otros agentes
con apetencias similares. En este caso, ya no se trataba del Imperio, sino de los reinos nacionales,
que luchaban por ganar su identidad poniendo fin al feudalismo y a la hostilidad de sus vecinos.

La controversia de las investiduras. Uno de los aspectos más memorables del siglo XI fue el
conflicto entre el papado y el Imperio alemán en torno a la selección de los prelados eclesiásticos y
su instalación en sus oficios. Este conflicto se ha llamado a veces “la querella de las investiduras,”
“la reforma Gregoriana” o según la concepción del historiador alemán Gerd Tellenbach, “la
revolución Gregoriana.” En la historia política europea este conflicto es memorable porque le dio
un impulso decisivo a la definición del Estado vis a vis la Iglesia. Eventualmente, de este conflicto va
a nacer una mayor conciencia entre los europeos sobre la distinción entre el Estado y la sociedad
civil.

Para entender las raíces del conflicto, hay que recordar las diferencias entre las concepciones
romana (pública) y germánica (patrimonial) del Estado. También hay que traer a colación la noción
de “iglesia propia” o “iglesia particular” (Eigenkirche) que los germanos desarrollaron dondequiera
que se establecieron. Según esta noción, el dueño de una iglesia (templo) era la persona que había
donado la tierra sobre la cual estaba emplazado el altar. No importaban las adiciones al monasterio
o al templo en cuestión, no importaban las rentas que se acumularan o los donativos que se
añadieran, el donante original y sus herederos retenían la propiedad de la iglesia como parte de su
patrimonio.

De este derecho de propiedad, reconocido en la ley germánica, se derivaban varios corolarios.


El patrón o dueño de la iglesia (o templo) la confería como un beneficio de por vida a una persona,
para que atendiera las necesidades de la misma. Pero cuando esta persona moría, el derecho de
nominar a su sucesor se revertía al patrón. Éste tenía derecho a gozar de las rentas cuando la iglesia
no tenía titular, y podía heredar una porción de los bienes muebles del titular.

Esta noción germánica de la iglesia o templo como propiedad de un particular estaba en


conflicto abierto con la noción romana de la iglesia o templo como perteneciente a la comunidad
de los creyentes, cuyo gestor era el obispo. Por eso fueron tan frecuentes los conflictos entre los
obispos que querían mantener jurisdicción sobre todas las iglesias de sus diócesis, y los patronos
que querían mantener los derechos heredados sobre las iglesias fundadas por sus familias.

_ Relación Iglesia y sociedad

La Iglesia y la sociedad feudal. El desmoronamiento del gobierno centralizado fue acompañado


por un fenómeno similar en la Iglesia. El papado se convirtió en botín disputado por las facciones
nobles de Roma e Italia, y hasta hubo batallas entre los pretendientes rivales. Los papas designados
carecían del prestigio y los medios necesarios para controlar los asuntos religiosos del vasto
territorio de la cristiandad occidental. En realidad, durante buena parte de la Edad Media, papas,
arzobispos, obispos y abades no gozaron de más poder y prestigio que el que les correspondía como
señores feudales en competencia con otros señores feudales.

Los monasterios y las diócesis poseían tierras extensas y ricas que, bajo las condiciones caóticas
de los siglos IX y X, fueron presa tentadora para los señores fuertes y rapaces. Ante la ausencia de
un instrumento público de paz y orden, los obispos y abades se vieron obligados a arreglárselas
como podían para proteger sus bienes. Esto significó, naturalmente, buscar caballeros y concederles
feudos a cambio de sus servicios como defensores de las tierras de la Iglesia. De este modo la Iglesia
se fue feudalizando completamente, y hasta los mismos abades y obispos llegaron a ser
generalmente hijos segundones de la aristocracia feudal. Como abad u obispo, el hijo menor de un
duque o conde podía llegar a poseer vastas tierras y rentas proporcionales a su rango; y en no pocas
ocasiones tales eclesiásticos tenían la oportunidad de valerse de su entrenamiento caballeresco
capitaneando a sus hombres para combatir contra algún señor vecino con quien tenían una disputa.
Es cierto, sin embargo, que las tradiciones del derecho y la administración romanos no se olvidaron
por completo y perduraron con mayor vigor entre los eclesiásticos.

La Iglesia y la corrupción feudal. Como puede fácilmente imaginarse, la Iglesia se corrompió no


pocas veces dadas las condiciones feudales. Muchos obispos y abades apenas se distinguían de sus
compañeros nobles en cuanto a la conducta personal se refiere. La mayoría de los párrocos estaban
casados a pesar de las prohibiciones del derecho canónico. La ambición de bienes terrenales y de
poder y prestigio afectaban de igual modo a los señores eclesiásticos como a los seglares. Éstas y
otras deficiencias perturbaban a las personas piadosas, y se hacían esfuerzos para corregirlas, si bien
no siempre con resultados efectivos.

Durante el transcurso de los siglos X y XI muchos fieles de la Iglesia, tanto miembros del clero
como laicos, llegaron a pensar que la corrupción y degradación prevalecientes en la Iglesia no se
podrían remediar mientras los laicos poseyeran la facultad de nombrar prelados, y especialmente
mientras los cargos eclesiásticos se vendieran a los candidatos interesados. La simonía y la
investidura laicas parecían ser—en particular a los ojos de los monjes cluniacenses—los obstáculos
principales que impedían la reforma y purificación de la Iglesia.

Las actividades de los frailes infundieron un nuevo ardor e idealismo a la práctica cristiana. Las
ciudades, en rápido crecimiento, fueron desde el principio el terreno de su preferencia. Los frailes
cuidaban a los enfermos y a los pobres, y para ello fundaron hospitales; además predicaban, a
menudo en las esquinas de las calles, y tomaban parte activa en la educación. Por primera vez los
habitantes de las ciudades de Europa occidental entraron en contacto con todo el poder del
idealismo cristiano gracias a los franciscanos, mientras que los escépticos y herejes quedaban
expuestos a los sutiles y convincentes argumentos de los cultos frailes dominicos.

En realidad, la Iglesia se mostró hostil hacia los campesinos y siervos de la gleba. Muchos clérigos
escribieron de manera muy negativa acerca de ellos, destacando su avaricia, violencia e ignorancia.
De hecho, no hubo muchos santos campesinos, salvo Juana de Arco, que llegó tardíamente a los
altares, después de haber sido condenada a la hoguera como bruja. El clero se fue haciendo cada
vez más urbano y menos rural. No obstante, el campesinado permaneció católico, porque la Iglesia
era su única esperanza de salvación en este mundo y por la eternidad.

_ Relación mundo y trasmundo

La cosmovisión medieval estuvo dominada por la imposición de las ideas cristianas sobre el
trasfondo de la tradición pagana (no destruida totalmente) y los aportes de los pueblos germánicos
invasores. La tradición pagana grecorromana había aportado una cierta imagen naturalista, de corte
politeísta y mágico, que coincidía bastante con el aporte de la tradición de los germanos. En ambos
casos, lo milagroso y misterioso ocupaba un lugar muy importante. El trasmundo de los dioses y de
los muertos irrumpía constantemente en el mundo real. Fue sobre este trasfondo que se impuso el
cristianismo, de suerte tal que la concepción naturalista de la realidad no desapareció, sino que
encontró formas de expresión en la religión cristiana, como en una multitud de supersticiones, el
culto de las imágenes, la veneración de la Virgen María y el sacramentalismo.

El mundo. La Edad Media se presenta, en general, como una era en la que lo religioso ocupó un
lugar fundamental. La religión afectó todas las esferas de la vida de los pueblos, y produjo una
inevitable tensión entre los presupuestos y los mandamientos religiosos por una parte, y las
necesidades prácticas de la realidad mundana por la otra.

Herbert Rosinski: “Esta tensión subyacente entre religión y mundo fue especialmente
aguda en el cristianismo, cuya original independencia radical del mundo sólo gradualmente
cedió a una progresiva adaptación. La relación del cristianismo con el mundo, de hecho,
estaba destinada a ser esencialmente tensa. Esta tensión podía franquearse y en la práctica
se franqueaba, pero, no obstante, en principio, permanecía sin resolver y era necesario que
permaneciera de ese modo si se pretendía preservar su esencia y su singular fuente de
energía … Sin embargo, esta tensión era mucho más intensa en el Occidente que en
Bizancio, hecho que tuvo decisiva significación para el desarrollo interior de las dos ramas
del cristianismo, como también para su destino definitivo.”

En el caso del Islam, la situación era totalmente diferente, ya que Mahoma fue profeta pero
también un hombre de Estado. La religión para él no era algo que estaba en contradicción con el
mundo. Por el contrario, era un poder que encontraba su meta precisamente en el dominio político
y en la transformación política del mundo. Religión y mundo en el cristianismo eran términos
opuestos, ya que la primera tiene que ver básicamente con la relación del alma con Dios, mientras
que en el Islam la religión está más relacionada con la regulación escrupulosa de la vida y no hay
contradicción con el mundo.

El ideal de vida superior durante toda la Edad Media fue la vida monástica, es decir, la huida del
mundo para poder vivir una vida contemplativa. Las formas de la convivencia monástica giraban en
torno a reglas particulares, la mayoría siguiendo el modelo ideado por Benito de Nursia, que
combinaban diferentes dosis de acción y contemplación, estudio y plegaria. Pero el retiro del mundo
no fue la opción de todos. La mayoría de las personas fueron encontrando en las incipientes
ciudades medievales las posibilidades de invertir sus vidas como artesanos o mercaderes,
estudiosos o religiosos, líderes de la comunidad o sacerdotes. La ciudad, de algún modo, ofrecía la
oportunidad de escapar a la dominación señorial y lograr algún grado mayor de libertad y
oportunidad para una vida mejor. La vida ciudadana fue resultando más ordenada, previsible y
ajustada a derecho, que la vida rural propia del feudalismo. Este proceso sirvió para cambiar poco a
poco la valoración negativa que se tenía del mundo, y tanto más cuando nos acercamos a la baja
Edad Media. La aparición del humanismo completó el proceso de secularización y de valoración del
mundo como esfera adecuada para la realización del ser humano.

El trasmundo. Ya en la temprana Edad Media puede advertirse de qué manera, en un complejo


cultural dominado por una cosmovisión cristiana, se da la presencia eminente del trasmundo. La
realidad inmediata estaba saturada por la presencia del trasmundo, que se tornaba en una realidad
bien concreta gracias al fuerte impulso apocalíptico que animó la comprensión de la fe cristiana en
ese tiempo. Incluso en la alta Edad Media continúa advirtiéndose la presencia de un ideal de vida
vigorosamente enraizado en la imagen del trasmundo. Si bien la imagen del mundo mejoró
notablemente para entonces, nada perteneciente al mundo real podía compararse en significación
con la esperanza de la eternidad y la vida bienaventurada después de la muerte.

Las expresiones más elevadas de la cultura medieval destacan la presencia permanente del
trasmundo en la conciencia colectiva de aquel tiempo. El trasmundo se presentaba en los capiteles
historiados de los claustros e iglesias románicas y góticas, los pórticos, los vitrales y las pinturas. La
decoración, especialmente la escultura, adquirió una significación extraordinaria y una simbología
llena de misterio, que incitaba a la constante consideración del trasmundo a través de las alusiones
al Juicio Final y a las historias sagradas. Catedrales, iglesias y edificios comunales de estilo gótico a
partir del siglo XII, al tiempo que revelan el empuje de la burguesía en ascenso, fueron testigos
elocuentes de la importancia que el trasmundo tenía para quienes los construyeron y utilizaron.

Alfred Weber: “Sobre el sencillo sentido religioso de externidad, propio de los cistercienses,
se eleva como nacida de esas contraposiciones la gran arquitectura gótica de plenitud.… Las
formas expresivas de esta arquitectura exhalan la múltiple diversidad de la vida, como en
amplios tonos orquestales; unen la línea horizontal de lo terreno con la línea vertical de lo
eterno; y están creadas y representadas por aquel fuerte sentido religioso enfocado al otro
mundo, cuyos efectos espirituales y psicológicos fueron los que hicieron posible que, en el
siglo XIII, se pudiese superar el estilo tan maravilloso del último período de arte románico
en Alemania, que constituía ciertamente un arte rico, esclarecido y altivo, pero todavía con
un sentido terrenal.

“En el exterior y en el interior de los templos creados o afectados por ese sentido
religioso de lo eterno, de ultratumba, hallamos las obras plásticas de esta época, las cuales
se hallan configuradas de un modo técnico con toda la fuerza de las formas aprendidas del
mundo antiguo, pero siendo ciertamente en cuanto a su esencia cristianas hasta el último
pliegue … Y estas figuras constituyen ciertamente los documentos más impresionantes de
aquel destino europeo, convertido entonces por vez primera en realidad, de aquel destino
espiritual del mundo occidental, de aquel destino inserto en la contraposición entre Dios y
Mundo, que no tiene solución.”

Por otro lado, la totalidad de la sociedad cristiana a lo largo de la Edad Media, se basaba en una
intensa creencia en lo sobrenatural. El trasmundo mágico y fantástico se vivía a flor de piel. Al no
disponerse de un sistema científico que permitiera una comprensión más objetiva y crítica de la
realidad, la dimensión sobrenatural de la existencia humana se veía magnificada. En este contexto,
los milagros ocupaban un lugar muy destacado y la intervención de Dios en el mundo era estimada
como permanente. Los eventos calificados como miracula penetraban la vida en todos los niveles.
De allí la enorme cantidad de relatos y testimonios de milagros en la literatura medieval,
especialmente de aquellos relacionados con los santuarios de santos y sus reliquias. Además,
estaban los milagros atribuidos a la Virgen y a algunos misioneros.

Benedicta Ward: “A lo largo de la Edad Media se vio unánimemente a los milagros como
parte de la Ciudad de Dios sobre la tierra, y cualesquiera hayan sido las reflexiones que las
personas hayan tenido sobre su causa y propósito, ellos constituían una parte integral de la
vida ordinaria. La exploración de los relatos de milagros deja dos impresiones principales:
el número y diversidad de los eventos considerados como de alguna manera milagrosos, no
con ingenuidad sino a partir de una concepción más compleja y sutil de la realidad que la
que poseemos; y la unidad de opinión acerca de los milagros tanto en el pensamiento como
en su registro, una unidad expresada por Agustín: ‘Dios mismo ha creado todo lo que es
maravilloso en este mundo, los grandes milagros así como las maravillas menores que he
mencionado, y él los ha incluido a todos en esa maravilla única, ese milagro de los milagros,
que es el mundo mismo’.”

Además de manifestarse a través de los milagros, el trasmundo se hacía también evidente a


través de la magia, que era su contraparte. Si bien las “artes mágicas” habían sido consistentemente
prohibidas por la Iglesia, gozaron de gran popularidad, especialmente en los siglos XIV y XV. El uso
de la magia para el contacto con lo sobrenatural y el trasmundo fue común tanto en las tierras
paganas del norte de Europa como en el mundo del Mediterráneo, al punto que la diferencia entre
magia y milagro no siempre estuvo muy clara. No obstante, en teoría al menos, la magia que
involucraba la invocación de demonios fue condenada por la Iglesia mientras que los milagros
fueron recomendados como el método adecuado para la obtención de poder sobrenatural por parte
de los cristianos. Sin embargo, en las masas predominaba un área intermedia de prácticas y
creencias sincretizadas, donde lo mágico y lo milagroso se mezclaban.

Benedicta Ward: “La discusión de los milagros durante la Edad Media muestra por sobre
cualquier otra cosa la aceptación de lo milagroso como una dimensión básica de la vida. Los
lazos de la realidad incluían lo invisible de una manera ajena al pensamiento moderno. Los
milagros eran la regla más que la excepción, y el concepto de la mano de Dios obrando en
la totalidad de la vida coloreaba la percepción de los milagros y sus registros. Dada esta
preocupación con los milagros, es de esperar que hubiera muchos registros de milagros
contemporáneos.… El número mayor de estos milagros fue registrado en los santuarios de
los santos, dado que virtualmente cada pueblo tenía su santuario y frecuentemente
también a alguien capaz de registrar los milagros.”

Será durante la baja Edad Media que se hará más evidente la tensión entre una concepción
teísta y trascendentalista de la realidad y una concepción naturalista e inmanentista. El humanismo
promovía lo segundo, pero las grandes masas no educadas continuaron sumergidas en el dominio
del trasmundo y en toda suerte de supersticiones y sincretismos. Mientras algunos humanistas
expresaron a través de sus obras (literarias o plásticas) un optimismo radical en las posibilidades
humanas, otros representaron en sus producciones el patetismo angustiado frente a la enfermedad,
el hambre, la miseria y la muerte. Como indica José Luis Romero: “La presencia del trasmundo—
signo revelador de la perduración de la típica medievalidad—se enerva en unos mientras se
robustece en otros, o a veces se reviste de cierta gracia ingenua que parece compartir una y otra
tendencia.”

_ Relación vida y muerte

La presencia de la muerte. Toda la Edad Media estuvo caracterizada por un sentido muy vivo de
la presencia constante de la muerte en la vida de las personas. La violencia feudal, la fragilidad frente
a la pobreza y la miseria, la falta de recursos para satisfacer las necesidades humanas básicas, y la
vulnerabilidad frente a plagas y cataclismos, llevaron al desarrollo de un verdadero culto a la
muerte. En tiempos medievales hubo una relación dinámica entre vivos y muertos, que hoy es
desconocida.

Patrick J. Geary: “En este mundo [medieval], que comprende esencialmente esas regiones
de Europa bajo la influencia directa de las tradiciones políticas y culturales de los francos, la
muerte era omnipresente, no sólo en el sentido de que las personas de todas las edades
podían morir y de hecho morían con asombrosa frecuencia y celeridad, sino también en el
sentido de que los muertos no dejaban de ser miembros de la comunidad humana. La
muerte marcaba una transición, un cambio de estatus, pero no el fin. Los vivos continuaban
debiéndoles ciertas obligaciones, la más importante era la de la memoria, el recuerdo. Esto
significaba no sólo el recuerdo litúrgico en las oraciones y las misas ofrecidas por los
muertos por semanas, meses y años, sino también mediante la preservación del nombre, la
familia y las acciones de los que partieron. Para una categoría de los muertos, aquellos
venerados como santos, las oraciones por ellos cambiaron a oraciones a ellos. Estos
‘muertos muy especiales’ …, podían actuar como intercesores a favor de los vivos delante
de Dios. Pero esta diferencia era sólo de grado, y no de especie. Todos los muertos
interactuaban con los vivos, continuaban ayudándolos, advirtiéndoles o amonestándoles,
incluso castigándoles si las obligaciones de memoria no se cumplían.”

Esto se hizo todavía más patético con episodios catastróficos como la Peste Negra (1348–1349).
En pocos meses, la población de Europa Occidental se redujo a un tercio de su total. Las
consecuencias económicas y sociales de la peste fueron muchas. Se dio una drástica reducción de
los cánones de arrendamiento y las exacciones señoriales; la mano de obra diestra urbana se
encareció; hubo una concentración de la riqueza inmueble en los sectores dirigentes por las muchas
herencias de los sobrevivientes y la estructura social tambaleó.

Culturalmente la peste bubónica también afectó la vida y el pensamiento. La muerte


omnipresente en los frescos y en las sepulturas de las décadas subsiguientes ensombreció el arte.
En la vida religiosa la epidemia dejó hondas huellas. Una alta proporción del clero secular murió y
en muchos lugares nunca volvió a tener la misma importancia numérica. Muchos monasterios y
conventos tampoco recuperaron el número de miembros que habían tenido antes de 1348. Los
estragos de las epidemias y el horror de su recurrencia marcaron las percepciones y las
mentalidades. La fascinación con los temas mórbidos marcó la expresión religiosa. En la mente de
muchos fieles, la epidemia era un castigo divino, y por eso se desarrollaron prácticas penitenciales
comunitarias, que a veces canalizaron y otras veces fomentaron la histeria colectiva. A la vez, los
excesos ascéticos y la prédica moralizante propiciaron la ironía y el escepticismo.

La concepción heroica de la vida. Mientras en Oriente la actitud cristiana predominante era de


carácter contemplativo y las cuestiones terrenales se proyectaban al más allá, en Occidente y debido
al impacto de los pueblos germánicos, el destino del ser humano se cumplía de este lado de la
eternidad. En la cosmovisión germánica, el guerrero y su heroísmo eran sinónimo de virtud, en
contraste con el quietismo contemplativo predominante en el cristianismo de origen oriental.
Heroísmo y activismo llevaron a una concepción señorial de la vida, en la que constituían el signo
de una acción relacionada con el poder, la gloria y la riqueza.

La Iglesia procuró poner bajo control esta concepción heroica de la vida y canalizarla de maneras
más creativas y convenientes a sus propios intereses. Esto es lo que intentó en las sucesivas
Cruzadas contra los musulmanes, que predicó con entusiasmo. Incluso los monjes occidentales
fueron muy diferentes de los orientales, en que mientras estos últimos se dedicaban a una vida
contemplativa y de oración, los primeros se mostraban como santos militantes, capaces de poner
en acción su vocación religiosa en beneficio de la propagación y defensa de la fe. En este sentido,
fueron monjes y soldados los que a lo largo de la temprana Edad Media esparcieron la fe por todo
el continente europeo. Y más tarde, fueron caballeros cristianos, que aprendieron a subordinar el
heroísmo a la fe, los que la defendieron frente a los musulmanes y los herejes surgidos en el seno
mismo del mundo cristiano.

En la baja Edad Media, esta concepción heroica de la vida asumió un carácter más refinado. El
espíritu caballeresco sobrevivió a las Cruzadas, pero poco a poco se secularizó y mundanalizó. Perdió
prestigio popular, pero se refugió en las minorías señoriales y en las cortes. Se llenó de convenciones
propias del decadente orden feudal y estableció reglas sofisticadas para la conducta social. Fiestas
y torneos, ceremonias y festines fueron las ocasiones en que este espíritu se manifestó de manera
más espectacular. Los trovadores y ministriles exaltaban, a través de sus canciones y poemas, las
virtudes de la caballería, que eran imitadas por los burgueses ricos. La exaltación e idealización de
la mujer, el amor cortés, la apetencia por la buena vida y el goce de vivir, un sentido profano de la
realidad, la contemplación de la naturaleza, la creación estética y el amor por la belleza fueron
expresión de esta concepción heroica de la vida, que estuvo acompañada de un creciente
individualismo. Lo individual se fue tornando más importante que lo colectivo. El espíritu de
aventura, la apetencia del saber y la aparición del retrato en la pintura son manifestaciones de esta
concepción heroica y exaltada de la vida.

El Purgatorio y el Infierno. Más allá de su particular posición en la compleja pirámide social


medieval y de su manera de entender y vivir la vida, todas las personas compartían la misma
certidumbre en cuanto a la muerte. Señores y siervos, obispos y laicos, cultos e incultos todos eran
bien conscientes de la proximidad de la muerte y de su funesto efecto nivelador. Frente a ella todos
eran iguales y enfrentaban los mismos temores y necesidad de salvación. Fue en torno a esta
realidad palmaria que se elaboraron los conceptos y creencias en cuanto al Purgatorio y al Infierno.

El Purgatorio. La preocupación por la muerte llevó necesariamente a preocuparse por qué


ocurría con el alma después de experimentarla. Ya en el monasticismo temprano se había planteado
la necesidad de responder a la inseguridad de la salvación y la inminencia del castigo divino con
algún camino alternativo. En el monasticismo celta se acentuaba el carácter penitencial de la vida
monástica. En la concepción celta, la majestad de Dios era tal y la fragilidad humana y su inclinación
al pecado eran tan pronunciadas, que continuamente había que estar reconciliándose con Dios. El
monje irlandés hurgaba su conciencia sin cesar para ver en qué había ofendido a Dios y cómo reparar
esas ofensas. Por esa insistencia celta en la necesidad continua del perdón y la reconciliación, la
práctica penitencial de Occidente se modificó y se elaboraron numerosos libros penitenciales. Las
penitencias que se les imponían las cumplían después de la absolución. De esa manera la absolución
vino a anteceder a la penitencia, y la confesión de los pecados vino a ser un ejercicio privado que
sustituyó la antigua absolución pública. Sin embargo, subsistió la ansiedad en cuanto a qué pasaba
si uno se moría antes de cumplir con todas las penitencias que se le habían impuesto. De ahí vino a
cobrar importancia la noción de purgar por los pecados, de la cual en el siglo XII se esbozó
teológicamente el concepto de Purgatorio.

Fernando Picó: “De esta noción de conmutar la penitencia no cumplida con una obra
piadosa también surgió eventualmente la noción de indulgencia, que tanto dio que hacer
en las controversias de la Reforma Protestante del siglo XVI. La indulgencia era un
equivalente en oraciones de la obra piadosa, que a su vez equivalía a una penitencia no
cumplida. Sin embargo, en los siglos XIV y XV surgiría la noción de que hacer un donativo en
dinero para llevar a cabo una obra piadosa era equivalente a hacer la obra piadosa. Por lo
tanto, le restaba purgatorio por cumplir al donante lo que le hubiese restado de días de
penitencia la obra piadosa.”

Los Padres Griegos no hablaron del Purgatorio, pero recomendaron las oraciones y servicios
eucarísticos a favor de los difuntos. Los Padres Latinos, especialmente Agustín enseñaron la
purificación por medio del sufrimiento en la otra vida. Los escolásticos sistematizaron y
desarrollaron la herencia patrística, enseñando que el más ínfimo dolor del Purgatorio era mayor
que el más grande dolor de la tierra, aunque a las almas allí las consuela el saber que se hallan entre
aquellos que van a ser salvos. Desde Tomás de Aquino y Buenaventura, los teólogos latinos
enseñaban que las almas en el Purgatorio eran atormentadas por el fuego, pero los teólogos
bizantinos no aceptaron esta conclusión. Por otro lado, a la luz de la práctica de las indulgencias,
estos tormentos ocurrían en el tiempo y se medían en términos de años y días. Se decía también
que el estado del Purgatorio consistía en cierta posición en el espacio, y que era algo totalmente
diferente del Cielo o del Infierno. Pero cualquier teoría en cuanto a su latitud o longitud, según se
lo describe en la Divina Comedia de Dante, era pura imaginación.

El Purgatorio era para las almas de los creyentes (bautizados), que no dejaban de ser miembros
de la Iglesia por ir allí. Es por esto que estas almas podían ser ayudadas por los sufragios (oraciones,
ofrendas, buenas obras y sacrificios) de los vivientes. El sacrificio por excelencia a favor de quienes
estaban en el Purgatorio era el sacrificio de la Misa, porque ella aseguraba la salvación al penitente.
El fundamento bíblico que se citaba era la creencia judía en la eficacia de la oración por los muertos,
según 2 Macabeos 12:42–45. Sea como fuere, la eficacia de las oraciones por los muertos e
indirectamente la doctrina del Purgatorio fueron rechazadas por los cátaros, los albigenses, los
valdenses y los lolardos, junto con otros disidentes medievales, porque carecía de base bíblica y era
contraria a una sana doctrina.

El Infierno. El temor a ser condenado en el Infierno por la eternidad llenó de terror a la


cristiandad medieval. La creencia en el Infierno fue tan firme para los medievales como su esperanza
del Cielo, sólo que la primera los llenaba de temor y determinaba la mayoría de sus acciones. En
razón de que era poco menos que imposible tener certidumbre de salvación debido a que la misma
dependía cada vez más de lo que el ser humano podía hacer para salvarse, el temor al Infierno
acercaba este aspecto oscuro del trasmundo a la realidad inmediata. Estos temores fueron
alimentados especialmente por la lectura y predicación dramática del Apocalipsis, que llenó de
pánico a personas carentes de otro recurso salvífico que los sacramentos cuasi-mágicos que les
ofrecía la Iglesia. A la interpretación tremebunda del Apocalipsis se sumaba La Ciudad de Dios de
Agustín, que dominó la teología medieval y que hizo la conocida distinción entre dos mundos
contrapuestos: la ciudad celeste y la ciudad terrestre. Esta afirmación del trasmundo continuó con
la mayoría de los teólogos medievales, especialmente aquellos que trabajaron en la alta Edad
Media.

José Luis Romero: “El mundo después de la muerte, con su Infierno, su Purgatorio y su Cielo,
había sido imaginado muchas veces antes de que Dante le proporcionara, en las
postrimerías de la Edad Media, los rigurosos perfiles con que aparece en la Comedia. La
Visión de San Pablo y el Viaje de San Brandán en el siglo XI, la Visión de Túndalo, el
Purgatorio de San Patricio y la Visión de Alberico en el siglo XII, así como el Viaje al Paraíso
de Baudoin de Condé y el Sueño del Infierno de Raoul de Houdenc, nos muestran cuánto se
pensaba en el misterio del vago mundo que esperaba al hombre para morada eterna. Era
seguramente el tema que más interés despertaba en el auditorio de los predicadores, y
alrededor de él gira la obra de Joaquín de Fiore, el ferviente y semiherético monje calabrés
fundador del grupo de los Espirituales, una de cuyas obras fundamentales desarrolla el
comentario del Apocalipsis. Poco antes, los inquietantes signos del fin del mundo habían
sido esculpidos con honda dramaticidad en los capiteles del claustro del monasterio de Silos
y seguían siendo tema predilecto de otros imagineros.”
_ Relación poder y piedad

Desde los días del emperador Constantino, cuando éste decidió establecer la capital del Imperio
Romano en la ciudad que llevó su nombre, la separación entre Oriente y Occidente fue inevitable.
Los patriarcas de Oriente quedaron sometidos al emperador (cesaropapismo) y distanciados del
obispo de Roma. En los cinco siglos que siguieron al reinado de Constantino hubo cinco grandes
cismas entre la Iglesia de Oriente y la Iglesia de Occidente. Además, de cincuenta y ocho patriarcas
que gobernaron en Constantinopla durante este período, veintidós fueron considerados como
herejes o sostenedores de enseñanzas heréticas en el Oeste. Todos ellos menos uno fueron
depuestos por los emperadores. A diferencia del obispo de Roma, estos líderes religiosos dependían
del Estado para el ejercicio de su ministerio. Así continuaron las cosas hasta que finalmente en 1054,
bajo Miguel Cerulario, la división se consumó de manera definitiva, en buena medida debido a la
competencia entre los líderes religiosos y también al carácter totalmente diferente de su concepción
en cuanto al poder. Mientras para el patriarca de Constantinopla la base sobre la cual proclamaba
su primacía era puramente política, para el Papa de Roma su autoridad pretendía ser
exclusivamente espiritual.

Lloyd B. Holsapple: “El legado de Constantino a la Iglesia fue una controversia que
perduraría durante cuatro siglos y traería aparejada consigo una desunión sin precedentes.
La disputa religiosa se convertiría en la principal actividad de la Iglesia y los individuos en
Oriente. Él legó las causas que no podrían dejar de producir el cisma entre Oriente y
Occidente tanto en la Iglesia como en el Estado.”

Al impacto político de la influencia de Constantino se agregó el enorme efecto del pensamiento


de Agustín de Hipona (354–430) sobre toda la cristiandad occidental. Para sus días, tres de las cuatro
fuerzas espirituales que habían animado al mundo grecorromano—el judaísmo y las civilizaciones
griega y romana—estaban exhaustas. Sólo el cristianismo estaba en pleno ascenso y apenas
empezaba a ejercer influencia en los asuntos seculares. La transformación del cristianismo, de
fuerza espiritual que se mantenía separada del mundo, a una fuerza que poco a poco iba
penetrándolo e identificándose con él, representó el fin de una edad y el comienzo de una nueva
era: la Edad Media.

Por otro lado, la desintegración de Occidente debido a las sucesivas invasiones de pueblos
germanos, la presión externa de los pueblos euroasiáticos sobre Oriente, y el surgimiento y
expansión del Islam condujo a la división tripartita que constituyó el mundo de la Edad Media. La
parte oeste abarcaba la mitad occidental del Imperio Romano, invadido y repartido entre las tribus
germánicas, y las zonas germánico-eslavas ubicadas en el centro y el norte de Europa, fueron
gradualmente absorbidas en su órbita. El Imperio Bizantino comprendía la península balcánica y Asia
Menor. El mundo islámico incluía básicamente (además de Irán) Siria, Egipto, el norte de África y
grandes extensiones en España. Los tres territorios fueron herederos del mundo antiguo. La
significación histórica del período medieval radica en los diferentes modos por los cuales estas tres
civilizaciones desarrollaron su herencia espiritual y política común, especialmente la dimensión
religiosa.
Las tres civilizaciones fueron esencialmente monoteístas y desplazaron a las religiones míticas
politeístas. Esta difusión del monoteísmo resultó en un proceso sin precedentes de penetración
cultural, que saturó de sentimientos y conceptos religiosos la sociedad y la cultura. Todas las esferas
de la vida de los pueblos se vieron afectadas por la manera en que los individuos se relacionaban
personalmente con Dios. Esto hizo que fuese imposible separar la esfera del poder político de la
esfera del poder religioso, de suerte tal que la simbiosis entre poder y piedad caracterizó la mayor
parte del período medieval, tanto en el Este como en el Oeste.

La cosmovisión medieval no era horizontal sino vertical. Por sobre la tierra, que era plana, se
extendía la bóveda celeste, donde moraban Dios y sus ángeles. Por debajo de la tierra estaba el
infierno, habitado por Satanás y sus demonios. Encerrada por este marco espiritual, la realidad
terrenal estaba dividida en estamentos estancos, un vasto orden jerárquico que tenía al Papa como
señor supremo compartiendo su posición con el emperador. En los niveles que seguían hacia abajo,
cada uno tenía sus tareas especiales, y sus deberes y derechos particulares.

Herbert Rosinski: “En esta vasta armonía dispuesta por Dios, nada parecía encontrarse
aislado, ni pensamiento, ni sentimiento; ni ángel, ni hombre; ni animal, ni planta ni objeto
inanimado. Todo tenía, además de su realidad inmediatamente dada, un profundo
significado simbólico. Todo estaba vinculado con todo y, en último análisis, con el Creador
de todas las cosas. En la civilización occidental de la Edad Media, la vieja forma básica de las
Grandes Civilizaciones, el sistema universal del mundo vinculado y equilibrado en todas sus
direcciones, tuvo su última y su más general realización en una forma clarificada y
racionalizada por los pensamientos bíblico y griego.”

EL PROBLEMA TEOLÓGICO

Cuando pensamos en la Edad Media, la tendencia es a considerarla como mil años de aridez en
el desarrollo teológico. A lo sumo, se destaca la importancia de la teología escolástica y su
contribución al pensamiento cristiano occidental, con consecuencias que todavía persisten. No
obstante, los tiempos medievales no fueron tan quietos en materia de producción teológica como
nos parecen. Una serie de cuestiones ocuparon la atención de quienes procuraban expresar su
experiencia de fe cristiana en términos que pudiesen ser entendidos por otros. Esto llevó al
surgimiento y desarrollo de una serie de controversias, especialmente durante el período del
Renacimiento Carolingio, que ayudaron a madurar el pensamiento cristiano y a actualizar la
comprensión de la acción redentora de Dios en la historia humana. Lamentablemente, la mayor
parte de estas discusiones estuvieron muy comprometidas con cuestiones políticas, que no siempre
ayudaron al desarrollo de una sana doctrina. Más adelante, en el siglo XII, la teología maduró con el
escolasticismo, que fijó el dogma de la Iglesia Romana, a pesar de los desafíos planteados por un
buen número de disidentes.

_ Controversia sobre el adopcionismo


En tiempos del emperador Carlomagno, una de las controversias que mantuvo ocupados a los
pensadores cristianos giró en torno al adopcionismo. El escenario principal de tales debates fue
España y como es de suponer, la discusión teológica no pudo abstraerse de los conflictos políticos,
especialmente la enorme empresa de la reconquista de la Península de manos musulmanas.

El personaje que se destacó en este debate fue Félix de Urgel (m. 818), quien sostenía una
postura adopcionista, es decir, que Cristo había sido adoptado como Hijo de Dios durante su
ministerio en la tierra. El arzobispo Elipando de Toledo había intentado refutar el sabelianismo, pero
al hacerlo propuso una cristología de corte adopcionista, a la que se adhirió Félix. En reacción a ellos
se colocó el Beato de Liébana, Alcuino, Paulino de Aquileya y los papas Adriano I y León III, y por
supuesto, el propio Carlomagno.

A los teólogos más ligados a la ortodoxia, el adopcionismo les parecía un rebrote de


nestorianismo, es decir, cierta tendencia a dividir la persona de Cristo. Quienes reaccionaron lo
hicieron procurando enfatizar la unidad de lo divino y lo humano en Cristo y la comunicación de las
propiedades entre sus dos naturalezas. Así, pues, mientras Elipando y Félix parecían hacer una
distinción entre la humanidad y la divinidad de Cristo, con énfasis en la preservación de esta última
con sus características intactas, sus opositores rechazaron tal división porque temían que se
perdiese la realidad de la encarnación. Una vez fallecidos Elipando y Félix, el debate se terminó tan
pronto como había comenzado.

_ Controversia sobre la predestinación

Esta controversia ocurrió también durante el período carolingio. Los principales protagonistas
fueron Rábano Mauro, Ratamno de Corbie, Servato Lupo, Prudencio de Troyes, Floro de Lión y Juan
Escoto Erígena. Un monje de nombre Gotescalco, seguidor fanático de la enseñanza de Agustín de
Hipona, llegó a desarrollar un concepto radical de la predestinación, con énfasis en la condenación
de los réprobos. Su planteo era de una doble predestinación (a salvación y a condenación), de modo
que Cristo murió sólo por los elegidos. Gotescalco fue condenado por Rábano Mauro, quien escribió
contra él un tratado titulado De la presciencia y la predestinación, de la gracia y el libre albedrío, en
el que enseñaba que somos predestinados en la presciencia divina.

La oposición de Mauro fue continuada por el arzobispo Hincmaro de Reims (806–882), quien
insistía en la voluntad salvadora universal de Dios. Prudencio de Troyes y Servato Lupo se opusieron
a este planteo y apoyaron una doble predestinación. Pronto intervino en el debate Retramno de
Corbie (m. 868), quien escribió un tratado titulado De la predestinación, en el que sigue la doctrina
de Agustín al pie de la letra. Fue entonces que hizo su entrada en el debate Juan Escoto Erigena
(810–877), que también escribió un tratado titulado De la predestinación, en el que hace un
acercamiento más filosófico que teológico al tema y en el que apoya la posición de Hincmaro. Su
libro provocó nuevas reacciones de parte de Prudencio de Troyes y más tarde de Floro de Lión. Al
final, el debate perdió todo sentido de discusión teológica y se transformó en una confrontación por
poder y prestigio entre las sedes episcopales de Lión y Reims, representadas por sus líderes Floro e
Hincmaro.
En realidad lo que estaba en discusión era una cuestión de énfasis. El énfasis agustino tendía a
sacrificar la libertad humana a favor de la soberanía divina, mientras que del otro lado se respeta el
derecho del ser humano a disponer de sí mismo y a hacer su parte en el logro de su salvación eterna.
Por cierto, el problema no se resolvió y en consecuencia volverá a presentarse nuevamente en los
siglos XVI y XVII en los debates teológicos dentro del catolicismo y del protestantismo.

_ Controversia sobre la virginidad de María

Nuevamente aparece el nombre de Ratamno de Corbie en esta breve controversia. Este monje
reaccionó a ciertas enseñanzas que circulaban en Alemania en el sentido de que Jesús no había
nacido de María del modo natural, sino que había surgido del secreto vientre virginal de algún modo
misterioso y milagroso. Según Ratamno, Jesús nació de María por la vía natural, pero esto no lo
contaminó ni violó la virginidad de su madre. Esto significa que María fue virgen antes del parto, en
el parto y después del parto, y esto es algo que sólo puede aceptarse por la fe.

La enseñanza de Ratamno fue refutada por un tal Pascasio Radberto (786–865), quien no
discutió la perpetua virginidad de María sino el modo en que esa virginidad permaneció intacta en
el parto. Según él, la virginidad permaneció intacta porque Jesús nació milagrosamente, estando el
útero cerrado. Toda esta discusión fue muy importante para el desarrollo del dogma de la perpetua
virginidad de María y otras doctrinas dependientes de este dogma.

_ Controversia sobre la eucaristía

Esta discusión giró en torno a la doble cuestión de, primero, si la presencia del cuerpo y la sangre
de Cristo en la eucaristía era tal que sólo podía verse con los ojos de la fe o si, por el contrario, se
trataba de una presencia verdadera, y, segundo, si el cuerpo de Cristo que estaba presente en la
eucaristía era el mismo que nació de María, sufrió, murió y fue sepultado, y ascendió a los cielos.
Pascasio Radberto había escrito un tratado (844) en el que presentaba una interpretación realista
extrema de la presencia de Cristo en la eucaristía. Según él, cuando los elementos son consagrados,
se transforman en el cuerpo y la sangre de Cristo de manera sustancial. De modo que la eucaristía
era una repetición del sacrificio de Cristo, y esto de tal modo que repetía la pasión y muerte del
Salvador.

Quien respondió a Pascasio fue Ratramno de Corbie con un tratado titulado Del cuerpo y la
sangre del Señor. Según él, el cuerpo de Cristo no estaba presente de manera real sino “en figura.”
Cristo estaba presente en el sacramento, pero no de manera visible. Además, ese cuerpo no era
idéntico al que nació de María y fue crucificado, porque ese cuerpo visible estaba sentado a la
diestra del Padre, mientras que el cuerpo presente en la eucaristía era sólo espiritual, y el creyente
participaba de él sólo espiritualmente. El debate continuó con una nueva reacción de Pascasio y la
intervención de Gotescalco y Rábano Mauro que se le opusieron. Finalmente, prevaleció la
interpretación realista de la eucaristía. Se afirmó la transformación substancial del pan y del vino en
el cuerpo y la sangre de Cristo, y se enfatizó la realidad de su presencia en el rito. Esto constituyó
un importante antecedente de la posterior doctrina de la transustanciación, que habría de ser
característica del dogma católicorromano.
El debate en torno a la eucaristía volvió a plantearse siglos más tarde (siglo XI) cuando
Berengario de Tours adoptó como propia la interpretación de Ratramno de Corbie. Berengario
negaba la transformación de la esencia del pan y del vino y afirmaba que el cuerpo de Cristo estaba
presente sólo de manera “intelectual,” es decir, espiritualmente. Berengario fue condenado varias
veces, más por cuestiones de poder eclesiástico que por asuntos propiamente teológicos. Entre
quienes rechazaron su planteamiento estaba Hugo de Chartres, quien afirmó la conversión real del
pan en el cuerpo de Cristo, aun cuando conservara el sabor del pan. La cuestión de la presencia real
de Cristo en la eucaristía y la transformación de los elementos seguía siendo tema de preocupación
para los teólogos de la segunda mitad del siglo XI. No obstante, habrá que esperar hasta 1215 para
ver consagrada definitivamente la doctrina de la transubstanciación.

_ Controversia sobre el alma

Dos cuestiones fueron motivo de debate durante el período carolingio: la incorporeidad del
alma y su individualidad. Respecto del primer asunto, Ratramno de Corbie sostenía que el alma era
incorpórea, y por lo tanto, no estaba circunscrita al cuerpo, sino que sobrepasaba sus límites. Estas
conclusiones fueron refutadas por quienes sostenían que el alma estaba atada al cuerpo, si bien no
estaba limitada a él. El segundo asunto fue más importante, ya que de la individualidad del alma
dependía la posibilidad de una vida eterna individual y consciente.

Algunos monjes habían enseñado una doctrina según la cual había sólo un alma universal, de la
que participaban las almas individuales. Esta enseñanza fue refutada por Ratramno, quien quería
preservar la individualidad de las personas. En su Tratado sobre el alma, Ratramno rechazó la idea
de que el alma pueda ser una y múltiple. Según él, hablar del alma en singular no implica un alma
universal que exista por encima y más allá de las almas particulares.

_ Controversia sobre el filioque

La cuestión de la procedencia del Espíritu Santo ya había sido tema de discusión durante el
período carolingio en Europa occidental, como parte del debate acerca de la doctrina de la Trinidad.
Sin embargo, fue en el Este donde la cuestión adquirió mayor relevancia y finalmente llevó al cisma
teológico entre Oriente y Occidente.

Mientras en Occidente se confesaba que el Espíritu procedía “del Padre y del Hijo,” en Oriente
se decía que procedía “del Padre por el Hijo.” En el primer caso, se comenzó por agregar a la fórmula
del Credo Niceno la frase “y del Hijo”—filioque—para indicar la doble procedencia del Espíritu Santo.
Mientras tanto, en Constantinopla se rechazó tal agregado como violatorio del significado del Credo
Niceno-Constantinopolitano, si bien los motivos de este rechazo eran más de carácter político que
propiamente teológicos.

Con posterioridad al Segundo Concilio de Nicea (787) el tema continuó debatiéndose pero con
tintes más políticos que teológicos. El patriarca Focio entró en conflicto con la sede romana (el papa
Nicolás I), especialmente por el control de la cristianización de Bulgaria y por su oposición a la
introducción de la cláusula filioque en el Credo Niceno. La controversia sobre la procedencia del
Espíritu Santo siguió en aumento hasta que para mediados del siglo IX (cisma de Focio, 867), la
cuestión del filioque se había transformado en uno de los motivos principales de la separación entre
la cristiandad occidental y la oriental. El Concilio de Constantinopla (869–870) condenó a Focio, que
de todos modos quedó como patriarca en Constantinopla con el reconocimiento del papa Juan VIII,
mientras que Roma se quedó con el control de Bulgaria.

Fuera de los motivos políticos que movían el debate, lo que estaba en discusión eran dos
maneras diferentes de ver la cuestión trinitaria. En Occidente el énfasis caía en la relación que une
a las tres personas de la Trinidad. Se pensaba del Espíritu como el amor que une al Padre y al Hijo.
En razón de que este amor es mutuo, entonces es posible decir que el Espíritu procede “del Padre y
del Hijo.” En Oriente el énfasis era puesto en la unidad de la trinidad y en su origen único. En este
sentido, sólo podía haber una fuente en el ser de Dios, y esa fuente era el Padre, de allí la fórmula
“del Padre, por el Hijo.”

_ Controversia sobre las imágenes

Este debate se dio fundamentalmente en el Imperio Bizantino y tuvo importantes componentes


políticos además de la cuestión propiamente teológica. Especialmente, bajo el gobierno de León III
el Isaurio y sus sucesores (siglo VIII) se suscitaron profundas controversias, de las que la de las
imágenes fue la más seria. León asumió una actitud “iconoclasta” (opuesta a la veneración de
imágenes), probablemente influido por el contacto con judíos, musulmanes y monofisitas, y en
oposición al poder de los monjes que defendían tal veneración. Como indica Justo L. González: “Para
León, su campaña iconoclasta era parte de su programa de restauración imperial. El hijo y sucesor
de León III, Constantino V, estaba convencido de que la veneración de las imágenes y de las reliquias
de los santos y de la Virgen era falsa.”

Entre los defensores de la veneración de imágenes estaban el patriarca Germán de


Constantinopla (715–729) y Juan de Damasco (675–749). Al segundo nos hemos referido en la
Unidad Uno. En cuanto al primero, refutó el argumento según el cual la veneración de imágenes era
idolatría marcando la distinción entre diversos tipos de “adoración.” Según él, una cosa era
proskunesis (respeto o veneración) y otra muy distinta era latreia (adoración en sentido estricto),
que se debe sólo a Dios.

Juan de Damasco, por su parte, distinguía entre diversos grados de culto. El culto absoluto era
sólo para Dios (latreia) y si se rendía a una criatura eso era idolatría. Pero la reverencia a las
imágenes era más una cuestión de respeto u honra (proskunesis timetiké) y podía prestarse a
objetos religiosos e incluso a personas en el ámbito civil. Finalmente, el culto a las imágenes fue
restaurado por el Concilio de Nicea en 787, que afirmó la conservación de las mismas, pero
indicando que no debía adorárselas como se adora a Dios.

En Occidente el debate no fue tan importante como en Oriente. En general, los Papas asumieron
una actitud favorable a las imágenes, pero cuidándose de no caer en idolatría. Así, pues, se
conservaron las imágenes, pero no se las consideró dignas de adoratio, es decir, de la adoración
debida sólo a Dios. Por eso, en Occidente no se le atribuyó a las imágenes el poder sacramental que
tenían en Oriente, ni llegaron a ocupar allí el lugar de importancia que tuvieron en Oriente. No
obstante, en la religiosidad popular, las imágenes en Occidente adquirieron la funcionalidad de
verdaderos ídolos, ya que la realización de milagros y señales estuvo ligada directamente a ellas y
al poder que se les atribuía.

EL PROBLEMA CÚLTICO

_ El culto a María

La mariolatría (culto o adoración a la Virgen María) surgió muy temprano en la experiencia de


la cristiandad, como resultado de un deseo de aumentar la glorificación de Cristo. El misterio de la
encarnación del Hijo de Dios colocó a la madre de Jesús en una posición de honor y prestigio. A
mediados del siglo IV, los teólogos cambiaron del título de María como “madre del Señor” para
transformarla en “madre de Dios” y “reina del cielo.” De “bendita tú entre las mujeres” (Lc. 1:28)
María pasó a ser considerada como una intercesora por encima de todas las mujeres y participante
de algún modo en la redención humana. La veneración de la Virgen se transformó en adoración, y
en algunos momentos llegó a ser más importante que Cristo mismo, especialmente en la religiosidad
popular.

El monasticismo ascético, que estimó el celibato como superior al matrimonio, enfatizó la


virginidad de María. José era considerado como una persona de edad, que se casó con María sólo
para protegerla de la calumnia. Los hermanos de Jesús eran hijos de José de un matrimonio anterior.
Ya para el siglo IV se afirmaba la perpetua virginidad de María. Parecía lógico, pues, que si María era
la madre de Dios, ella merecía ser objeto de adoración. Primero, se la invocó buscando su
protección. Luego, en el siglo V, muchos templos fueron dedicados a la “Santa Madre de Dios” o la
“Virgen Perpetua.” Justiniano I imploró su intercesión frente a Dios para la restauración del Imperio
Romano. En los siglos que siguieron, su imagen fue venerada y surgieron innumerables leyendas en
cuanto a los milagros que se producían a través suyo. La piedad popular le adscribía una concepción
y nacimiento sin pecado, y una resurrección y ascensión milagrosa al cielo.

En la Edad Media, Bernardo de Clairvaux jugó un papel director en el desarrollo del culto a la
Virgen, que llegó a ser una de las manifestaciones más importantes de la piedad popular del siglo
XII. Él no fue el inventor de la mariolatría (adoración de María) ni de la mariología (doctrina sobre
María). Según los eclesiásticos medievales, esta doctrina estaba implícita en los Evangelios mismos.
Pero en el pensamiento medieval temprano, la Virgen María había jugado un papel muy menor, y
es sólo con el surgimiento de un cristianismo más emocional en el siglo XI, que ella se transformó
en una intercesora de primer orden a favor de la humanidad delante de la deidad. Se la consideraba
como la madre amante de todos, cuya misericordia infinita ofrecía la posibilidad de salvación a todos
los que buscaran su asistencia con un corazón amante y contrito. Anselmo y algunos de sus
discípulos hicieron contribuciones importantes a la expansión rápida del culto a la Virgen a fines del
siglo XI, pero fue Bernardo quien hizo de la mariología una doctrina cardinal de la fe católica y una
creencia que fue más allá de las dimensiones de la enseñanza estrictamente religiosa hasta
enriquecer profundamente la visión artística y literaria de la alta Edad Media.
Así, pues, la piedad popular se fundaba no tanto en las doctrinas filosóficas elaboradas por los
teólogos medievales, como en la veneración de los santos y las reliquias, y especialmente en el culto
a la Virgen María. Durante el siglo XII el papado afirmó su derecho a canonizar nuevos santos, y se
estableció un procedimiento legal para probar su santidad. Se creía que las reliquias poseían
poderes curativos y propiedades milagrosas. Lo más característico de la religión popular, sin
embargo, fue la vasta difusión del culto mariano. Se consideraba a la Virgen María como intercesora
por los seres humanos ante Dios, más poderosa que los demás santos, e infinitamente más
compasiva. Así, pues, las plegarias de las personas comenzaron a dirigirse con creciente frecuencia
a ella.

Los cristianos bizantinos también reverenciaron a María con gran entusiasmo. Ciertas
aclamaciones litúrgicas cotidianas la declaraban: “Más honorable que los querubines, y más gloriosa
fuera de toda comparación que los serafines.” Desde el siglo X, el tema de la intercesión de la Virgen
encontró una iconografía distintiva, mucho más apasionada y amorosa que en las formas estáticas
anteriores. Desde entonces la Virgen adquirió un perfil más maternal y humano en las
representaciones bizantinas.

Ligada directamente a la devoción mariana, se desarrolló en la alta Edad Media una


transformación del carácter del caballero andante. La cristianización de la caballería constituyó un
ejemplo notable del poder de la religión en la Edad Media. Los guerreros toscos y brutales del siglo
X se fueron transformando en “caballeros gentiles y perfectos,” defensores galantes de los pobres
y los débiles, dedicados a promover la religión y a defender a la Iglesia. Tal era, por lo menos, el ideal
expresado en innumerables romances—el del Santo Grial, por ejemplo—y simbolizado en
ceremonias relacionadas con la investidura de la caballería. La realidad, como siempre, distaba
bastante del ideal. Sin embargo, no debe menospreciarse la eficacia de la Iglesia y del sentimiento
religioso para mitigar la violencia de las guerras internas en la cristiandad. Muchas veces los
miembros del clero intentaron reducir la plaga de la guerra privada declarando una Tregua de Dios,
durante la cual se prohibía la lucha entre cristianos. Dichas treguas no eran observadas
universalmente, por supuesto, pero posiblemente contribuyeron a favorecer un clima de paz en las
regiones rurales de Europa. En estos procesos de cambio cultural la devoción mariana jugó un papel
fundamental.

Por otro lado, las mujeres (tanto en Oriente como en Occidente) fueron grandes promotoras
del culto mariano, especialmente de la veneración de su imagen sea en forma de estatuas (en el
Oeste) o de íconos (en el Este). La razón es que las mujeres, que ocuparon generalmente un lugar
secundario respecto de los varones en la sociedad y la cultura, buscaban mediadores sagrados
(María u otras mujeres santas) para interceder ante un Dios masculino de tremendo poder y
majestad. Hay evidencia de que las madres alentaban a sus hijas a besar y acariciar estatuas o íconos
así como algunas niñas hoy juegan con una muñeca. Las imágenes familiares eran consideradas
como miembros honorables de la familia, e incluso a veces se nombraba a una imagen como
madrina de un niña.
La misma raíz mariana puede verse en el cambio de la posición de la mujer en la sociedad
caballeresca medieval. La mujer pasó a ser idealizada y se transformó en la depositaria de lo que se
llamó el amor cortés y romántico. El culto a la Virgen María motivó un grado de mayor reverencia
hacia la mujer y la maternidad. La caballería y los trovadores alababan la lealtad a la mujer que había
ganado el corazón de un caballero, y exaltaban no sólo su belleza física sino especialmente la
hermosura de su ser interior.

Alfred Weber: “En esta sociedad aparece entonces como centro la mujer, llamada a actuar
de árbitro del varón, en un curioso paralelo con el culto a María Santísima, que es venerada
en aquella época de manera idolátrica. Se trata de una sociedad, en la cual los caballeros
son los representantes de las preciosas formas culturales de este período, las cuales muy
pronto se convierten en amaneradas. Y en esa sociedad, los caballeros no sólo desenvuelven
sus dotes varoniles, y sus aptitudes amorosas cortesanas, sino también su productividad
espiritual, sobre todo en la epopeya y en las canciones. El clérigo, que antes lo había
dominado todo en el terreno espiritual, no es descartado, sino que, junto a la corte feudal,
obtiene una nueva tribuna en el centro espiritual de Europa.”

No obstante, a lo largo de la Edad Media, la mujer representó un papel doble: el de agente del
Diablo para la perdición del hombre y el de esposa de Cristo para su redención. Se consideraba a la
mujer como fuente de todos los males a través de la seducción sexual, su supuesta inclinación a lo
sensual más que a lo espiritual e intelectual, y su debilidad moral y espiritual por su descendencia
de Eva. Por otro lado, cuando la mujer se retiraba del mundo y se hacía monja pasaba a ser la esposa
de Cristo, dedicada a la intercesión por la redención de los hombres. En la Virgen María, la mujer
llegó al estatus de redentora y vencedora de la serpiente tentadora, a la que le pisa la cabeza.

_ El culto a los santos

El ingreso de grandes masas de paganos a la Iglesia llevó a la adoración de los mártires, santos
y reliquias. Los mártires cristianos ocuparon el lugar de los viejos dioses y héroes en la devoción de
las masas. A los martirologios se agregaron los santos, que fueron reconocidos por su piedad
ascética extraordinaria y su servicio a la Iglesia. Después de Ambrosio y Jerónimo, sólo personas
célibes o vírgenes podían calificar para ser considerados santos. Con posterioridad al Concilio de
Nicea (325) se fue desarrollando la invocación formal a los santos como patrones e intercesores
delante de Dios. Se construyeron templos y capillas sobre las tumbas de los mártires y se los dedicó
a sus nombres (advocación). Allí se llevaban a los enfermos para su sanidad y se celebraban fiestas
en honor del mártir en el aniversario de su muerte, mientras se veneraba alguna reliquia suya, a la
que se atribuían poderes milagrosos.

A lo largo de la Edad Media, el número de santos se multiplicó notablemente, al punto que el


santoral llegó a contar con más de uno por cada día del año. La canonización de los santos la hacía
el obispo conforme con el testimonio de los fieles de que habían ocurrido milagros por la intercesión
del mismo. Los sínodos extendían después la veneración de un santo a varias diócesis. Pero los papas
empezaron a reservarse el derecho de canonización de los santos. El primer santo canonizado por
un Papa fue Ulrico de Augsburgo (m. 973), canonizado por el papa Juan XV (993). El papa Alejandro
III reservó todas las canonizaciones a la Santa Sede. Los santos canonizados eran inscritos en el
Martirologio. Estos catálogos o listas de santos aprobados se conocían ya desde el siglo IV; el más
célebre era el Martirologio Jeronimiano (450). En el siglo IX se compusieron muchos de estos
catálogos, como el de Wandelberto de Prum, el de Rábano Mauro o el de Adón de Vienne.

Patrick J. Geary: “La devoción a los santos era aceptada tan universalmente, y el culto de
las reliquias era una parte tan natural de la vida humana, que la regulación y limitación de
estos fenómenos no era siquiera considerada, excepto sobre una base ad hoc cuando un
caso de abuso o fraude era tan evidente y tan dañino a la comunidad de los fieles que no
podía ser ignorado. Así los niveles de fuerza e intensidad por los cuales los fieles, laicos y
religiosos, procuraban ganar el favor de los santos se desarrolló naturalmente y se
incrementó en intensidad con la urgencia de los problemas que eran traídos a la
consideración de los santos.”

Las Cruzadas contribuyeron notablemente a aumentar la devoción a los santos. Después de la


caída de Constantinopla en manos de los cruzados (1204), Occidente se inundó de reliquias. Los
papas y los obispos procuraron oponerse en cierta medida a la superstición, al engaño y al tráfico
ilegal de reliquias. Pero en muchos casos supieron aprovechar la oportunidad de lucro y de control
social que las mismas representaban. Las fiestas de algunos santos como Nicolás, María Magdalena,
Lorenzo y Juan Bautista fueron declaradas de precepto, es decir, de observancia obligatoria.

Howard Clark Kee, et al.: “Los santos y sus reliquias, el peregrinaje y la esperanza de una
recompensa celestial encontraron su camino profundamente en la conciencia de los
hombres y mujeres medievales. El cristianismo ofrecía esperanza para la vida venidera y
significado en sus vidas terrenales duras y precarias, tocando virtualmente todos los
elementos de su existencia cotidiana. Desde el nacimiento hasta la muerte, las vidas de los
campesinos giraban en torno de la iglesia de la villa, donde los infantes eran bautizados, las
parejas se casaban, y los afligidos oraban por las almas de sus muertos, que estaban
enterrados en el cementerio de la iglesia.”

_ El culto al Diablo

La figura del Diablo y los demonios es tanto o más frecuente que la de santos y ángeles en el
arte y la literatura medieval. Se creía que el aire estaba plagado de demonios y el Diablo era una
presencia permanente y temible en la vida cotidiana. La diabología y demonología de la temprana
Edad Media estuvo dominada por el monasticismo, que siguió el concepto tradicional del Diablo
desarrollado por los padres del desierto. Más tarde, el surgimiento de las ciudades permitió el
desarrollo de universidades y la comprensión escolástica del Diablo y sus acciones. También durante
la alta Edad Media, la comprensión cristiana de lo diabólico se alimentó de la teología y las creencias
musulmanas sobre el particular. No obstante, a lo largo de todo el período medieval la creencia en
Satanás ocupó un lugar muy importante.

Jeffrey Burton Russell: “El arte y la literatura siguieron, más bien que condujeron, a la
teología del Diablo. No obstante, dramáticamente expandieron y fijaron ciertos puntos en
la tradición. El esfuerzo por crear unidad artística, por hacer el relato uno bueno y el
desarrollo de la trama convincente, llevó a un escenario en ciertas maneras más coherente
que el de los teólogos. El Diablo pasó por varios movimientos de declinación y avivamiento
en la alta y baja Edad Media. El decaimiento de Lucifer en la teología de los siglos XII y XIII
fue balanceado por el crecimiento de una literatura basada sobre preocupaciones seculares
tales como el feudalismo y el amor cortés, y más tarde por el crecimiento del humanismo,
que atribuyó el mal a las motivaciones humanas más que a las maquinaciones de los
demonios.”

A la figura del Diablo y los demonios se agregaba el temor a un sinnúmero de otras criaturas
malvadas, cuyo objetivo era molestar al ser humano, hacerlo sufrir o destruirlo. La mayoría de estas
criaturas diabólicas provenían del folklore pagano, como duendes, gnomos, elfos, enanos, gigantes,
monstruos, ogros y, sobre todos ellos, el Anticristo. El Anticristo era el más importante de todos los
cómplices del Diablo. Su influencia era profunda en todas las cuestiones humanas y se creía que
hacia el fin del mundo vendría en la carne para conducir las fuerzas del mal en una última batalla
desesperada contra el bien. A la lista de ayudantes del Diablo se agregaban herejes, judíos y brujas.

Se consideraba que el Diablo tenía mucho poder y se invocaba su ayuda de múltiples maneras
especialmente haciendo un pacto formal con él. Una vez hecho este pacto era muy difícil deshacerse
del mismo y de sus consecuencias. El compromiso y veneración del Diablo estaba relacionado con
la magia y varias otras prácticas del ocultismo. La mayoría de los practicantes de las artes mágicas
eran curanderos y adivinos. El ejercicio de la magia médica estaba muy generalizado, mediante el
uso de hierbas y animales medicinales. Eran populares los encantamientos mediante el uso de
oraciones, bendiciones e invocaciones. Todo el mundo utilizaba algún tipo de amuleto o talismán
protector, y se creía en el poder de ciertas piedras semipreciosas para curar o proteger del mal. La
adivinación y la brujería se desarrollaron notablemente a lo largo de toda la Edad Media, al igual
que la astrología, la magia astral, la cábala, la necromancia y más tarde la alquimia.

Richard Kieckhefer: “Los misioneros medievales tempranos en su conflicto con la religión


germana y celta pudieron predicar contra la magia. No obstante, al hacer acomodaciones a
la cultura germana y celta permitieron prácticas que según definiciones medievales tardías
serían consideradas como mágicas y quizás demónicas. Sin duda la confusión se incrementó
por la importación más o menos simultánea de diferentes tipos de magia de la cultura árabe.
El arribo de las ciencias ocultas, basadas en la metafísica y la cosmología, prestó una nueva
respetabilidad a la magia no demoníaca, pero a lo largo de la misma ruta de transmisión
cultural vinieron elementos clave de necromancia.”

EL PROBLEMA ECLESIOLÓGICO

_ El papado

La idea del papado comenzó a desarrollarse en Occidente durante el tiempo de las invasiones
germanas (450–750). Para entonces Roma era muy débil, pero el obispo de Roma se consideraba
sucesor del emperador romano. En razón de sus conflictos con el imperio bizantino, el papado buscó
a un rey occidental que resucitara al Imperio en el Oeste y restaurara la unidad política y la fuerza
de los países católicos latinos. Este avivamiento y reconstrucción ocurrió a principios del siglo IX bajo
Carlomagno, y la idea del imperio fue muy significativa en Occidente desde el siglo IX al XIV,
especialmente entre los monarcas germanos.

Ya hemos considerado cómo las divisiones políticas y geográficas del Imperio afectaron la
organización de la Iglesia. El área de la jurisdicción episcopal se transformó en “diócesis,” que había
sido la división administrativa imperial instituida por Diocleciano. De igual modo, las “provincias”
del Imperio pasaron a ser el ámbito administrativo de los arzobispos o metropolitanos, que
adquirieron poder en razón de gobernar sobre las ciudades más importantes del Imperio. Mientras
tanto, en el Imperio Bizantino, los obispos de las ciudades más importantes (Constantinopla,
Alejandría y Antioquía) recibían el título de patriarcas. La ventaja del obispo de Roma, el más
importante en Occidente, fue que no tuvo competidores por el poder y esgrimió argumentos
bíblicos con gran consistencia. Al no tener demasiados conflictos teológicos ni políticos a los que
hacer frente, el obispo de Roma (o Papa) pudo desarrollar mayor poder y prestigio y extender y
afirmar su autoridad (papado). De este modo, el papado fue el continuador de la autoridad imperial
romana y la teoría de una monarquía teocrática encontró en esta institución una vía de expresión.

Quien más hizo por afirmar la idea del papado como institución fue el papa Gregorio I el Grande.
Al tiempo que afirmó la autoridad pastoral de los obispos en la Iglesia, Gregorio era bien consciente
de que el obispo de Roma era más que un mero obispo. Como obispo de Roma, él era sucesor de
Pedro, primado de la Iglesia, y servus servorum Dei, “siervo de los siervos de Dios.” Gregorio expresó
la autoridad del papado en términos de responsabilidad, jerarquía y poder, ya que quien tiene
mayor responsabilidad tiene que gozar de mayor poder. En razón de que el Papa era responsable
delante de Dios por su ministerio como líder de la Iglesia cristiana, demandaba una autoridad
ilimitada en orden a llevar a cabo la obra divina que se le había confiado.

No obstante, una cosa era desarrollar la ideología del papado, y otra muy diferente era afirmar
el liderazgo del papado en Europa occidental, especialmente frente a los poderes seculares. A lo
largo de la alta Edad Media el papado estuvo involucrado en hacer prevalecer su pretensión de
dominio absoluto frente a los monarcas nacionales cuyo poder estaba en ascenso. Para cuando el
papado alcanzó el máximo de su poder temporal y prestigio en el siglo XIII, con el papa Inocencio III,
pasó a ocupar un lugar más en el concierto de otros poderes emergentes, que con el tiempo le
pondrían límites y en definitiva reducirían su impacto en la conducción de la cristiandad europea
occidental. Para fines del período medieval, estaba claro que el papado debía renunciar a toda
ambición de poder mundano y debía reformarse para dedicarse a una tarea más específicamente
religiosa y pastoral.

Inocencio III fue el Papa que sostuvo las pretensiones de autoridad y poder más grandes de todo
el papado medieval. Él no agregó nada nuevo al concepto del papado, pero procuró hacer valer su
convicción sobre la supremacía del papado sobre cualquier otro poder en el mundo.
Kenneth S. Latourette: “[Inocencio III] soñaba con la cristiandad como una comunidad en
la cual el ideal cristiano había de ser realizado bajo la dirección papal. Como sucesor de
Pedro, el Papa—así lo creía Inocencio—tenía autoridad sobre todas las iglesias. Al menos en
una ocasión, además, él declaró que él como Papa era el vicario de aquel de quien se había
afirmado que era el Rey de reyes y Señor de señores. Escribió que Cristo ‘legó a Pedro el
gobierno no sólo de la Iglesia sino también de todo el mundo’. También dijo que Pedro era
el vicario de aquel de quien son la tierra y lo que en ella está, el mundo y los que en él
habitan … Admitía que a los reyes les eran confiadas ciertas funciones por comisión divina,
pero también afirmaba que Dios había ordenado tanto el poder pontifical como el real, lo
mismo que él creó el sol y la luna, y que como ésta recibe su luz de aquél, así el poder real
deriva su dignidad y su esplendor del poder pontifical. Además, como sucesor verdadero de
los grandes papas reformadores, Inocencio insistía en que el poder del gobernante secular
no alcanzaba al clero, sino que el clero había de ser independiente de la ley del Estado y
sujeto tan sólo a la de la Iglesia.”

_ El clericalismo

El surgimiento del clericalismo es anterior al período medieval. El gnosticismo jugó un papel


muy importante en hacer una diferencia entre aquellos que tenían el conocimiento (gnosis) de los
misterios de la religión y el común de la gente que los ignoraba. De este modo, los obispos (pastores)
surgieron como hombres que ostentaban una autoridad religiosa y dogmática, administrativa y
pastoral por encima de cualquier otro creyente. Ellos tenían la responsabilidad de definir el dogma
y ejercer un control absoluto sobre el rebaño. Los presbíteros (sacerdotes) surgieron como
asistentes de los obispos. Los sacerdotes estaban bajo la autoridad del obispo y lo asistían en su
ministerio en la catedral y en las congregaciones locales que dependían de ella y eran parte de su
diócesis. Se creía que la autoridad de los obispos derivaba de su ordenación mediante la sucesión
apostólica, es decir, de Cristo a través de los apóstoles y por sus sucesores legítimos a todos los
obispos. El misterioso poder espiritual de la Iglesia era considerado como emanando de Cristo en
una línea directa hasta el que ocupaba cada sede episcopal.

El desarrollo de la jerarquía eclesiástica fue también alentado por el crecimiento del


sacramentalismo. A través de los ritos misteriosos de los sacramentos el creyente podía obtener
acceso a la gracia salvadora de Dios. Por ser los únicos administradores de los sacramentos, los
sacerdotes adquirieron un gran poder y prestigio, y se consideraba que tenían una relación especial
con Dios. Tan especial era esta relación que parte de su deber era ofrecer el sacrificio de la misa de
manera regular y permanente, incluso estando solos o fuera de la congregación. Esto hizo que los
miembros del clero adquiriesen un estatus social y espiritual superior al de cualquier otra persona
en la sociedad medieval. Esta diferenciación era marcada mediante el uso de vestimentas
especiales, la tonsura del cabello, el celibato y una vida alejada de lo que se consideraba mundano.

No obstante, muchos clérigos y monjes estaban lejos de practicar los ideales de la fe que
profesaban. El voto de castidad era violado permanentemente por la mayoría de los clérigos.
Borracheras, venalidad y simonía eran comunes. Los deberes sacerdotales eran llevados a cabo a la
ligera y sin dedicación. En algunos casos, el clero se involucró en prácticas ocultistas e incluso
satánicas. Los obispos se transformaron en magnates que se ocupaban más de las cuestiones
temporales que de sus deberes espirituales y pastorales. Todo el mundo respetaba el oficio
sacerdotal, pero muchos resistían los abusos del clero y expresaban una actitud anticlerical. El
desarrollo del clericalismo puso en evidencia el contraste entre el ideal del evangelio cristiano y la
corrupción del mismo.

Kenneth S. Latourette: “Los muchos esfuerzos para la reforma del clero y los monasterios
y de la Iglesia como un todo son al mismo tiempo una indicación de una vida religiosa que
no podía permanecer satisfecha con los abusos o con nada menos que la perfección
establecida en los Evangelios, y con los alejamientos patentes y crónicos de ese modelo. La
introducción del cristianismo [al clericalismo] trajo una tensión entre lo ideal y lo real.
Muchos fueron atraídos, pero muchos también estaban contentos con encontrar un estilo
de vida más o menos confortable en las concesiones y otros emolumentos provistos por los
fieles.”

_ El sacerdotalismo

Debido al sacramentalismo y el clericalismo, el sacerdocio (sacerdotium) ocupó una posición


elevada por encina de la posición de otros miembros de la Iglesia. Sólo los sacerdotes podían llevar
a cabo el milagro de la eucaristía (transubstanciación) y darle validez a los demás sacramentos de la
Iglesia. Con la institución de una jerarquía eclesiástica, el sacerdocio de todos los creyentes se perdió
y se creó la noción contraria al Nuevo Testamento del creyente común como laico (es decir,
perteneciente al pueblo). De este modo, el laicado quedó bajo la autoridad de la jerarquía, sujeto a
los sacerdotes y los obispos. Los dones del Espíritu Santo, que en los primeros siglos del testimonio
cristiano habían estado en manos de todos los creyentes, ahora eran privilegio exclusivo de la
jerarquía. Con todos los cinco ministerios bíblicos (predicación, enseñanza, comunión, adoración,
servicio) ocurrió lo mismo. Los laicos quedaron limitados al papel de espectadores de los rituales
sagrados llevados a cabo por los sacerdotes y obispos.

En relación con los sacerdotes y su autoridad para llevar a cabo los misterios sacramentales, se
decía que era su oficio y no la calidad de su conducta la que daba efectividad al milagro sacramental.
Esto era así, se decía, porque el sacerdote no actuaba como ser humano, sino como representante
de Cristo y oficial de la Iglesia. El sacerdote era el único que podía, mediante las palabras y fórmulas
prescritas, hacer que los sacramentos operasen como vehículos de gracia salvadora.

En razón de que la parroquia era la unidad básica de la organización de la Iglesia y que el


sacerdote era el personaje más importante de la comunidad, su prestigio y poder casi no tuvieron
competencia. La edad para acceder a los órdenes mayores era de treinta años para el sacerdocio,
veinticinco para el diaconado y veinte para el subdiaconado. Los sacerdotes que vivían en pueblos
gozaban de una variedad mayor de servicios y oportunidades para su desarrollo. En las iglesias más
grandes, los sacerdotes vivían en una comunidad semimonástica conforme con una regla (canon)
de donde se deriva el nombre de cánones para estos sacerdotes. Estas comunidades sacerdotales
eran llamadas collegia y se designaba a estas iglesias como colegiales. Los cánones estaban
asociados también con las catedrales, en las que servían como asistentes de los obispos. Durante el
siglo XII, los cánones de las catedrales (conocidos colectivamente como el capítulo) llegaron a jugar
un papel decisivo en la selección de nuevos obispos.

Carl A. Volz: “Los sacerdotes que servían en las grandes iglesias urbanas eran sostenidos
mediante legados de tierra que producían renta y que se llamaban prebendas. Algunos
cánones abusaron del sistema en la baja Edad Media cuando se dedicaron a colectar los
derechos de varias prebendas, con cuya renta contrataron a substitutos (vicarios) para
cumplir con sus deberes. Se promulgaron regulaciones que estipulaban que todo sacerdote
debía pasar al menos un tercio de cada año en residencia en su parroquia. El surgimiento
de los pueblos e incluso de las grandes ciudades a comienzos del siglo XII, junto con la
aparición de las universidades, incrementó considerablemente las oportunidades para la
educación y el mejoramiento clerical.”

La separación y distinción marcada por el sacerdotalismo encontró un fuerte elemento definidor


en la práctica del celibato sacerdotal. Con anterioridad a la Edad Media ya se consideraba al celibato
como indicación de santidad, y en consecuencia, como requisito necesario para aspirar al
sacerdocio. No obstante, fue dentro de los círculos monásticos que el celibato fue elevado por
primera vez a un estado obligatorio, y de allí pasó a ser requerido a todo el clero. El celibato romano
era diferente del aprecio bizantino por el matrimonio de su clero. En el Este, sacerdotes y diáconos
continuaban con su vida matrimonial después que eran ordenados. Sólo se obligaba a los obispos a
enviar a sus esposas a monasterios distantes.

_ El sacramentalismo

Es a lo largo de la Edad Media que la práctica y doctrina del Bautismo y de la Eucaristía se


desarrollaron considerablemente con un tinte mágico. Ambos ritos cristianos adquirieron en estos
siglos un marcado carácter sacramental, es decir, se los consideró como sacramentos. El
sacramentalismo es el concepto teológico que considera al sacramento como una forma visible de
la gracia invisible de Dios. Este concepto apareció bien temprano en la historia del cristianismo y
debe mucho de su contenido a formulaciones procedentes del helenismo. No obstante, fue a lo
largo de la Edad Media que el sacramentalismo se afirmó de manera definitiva, especialmente en
relación con el Bautismo y con la Eucaristía.

Durante la alta Edad Media, los sacramentos se organizaron y sistematizaron. Hugo de San
Víctor (1097–1141) consideraba que eran treinta en total, siguiendo el modelo de Agustín. Pero su
contemporáneo Pedro Lombardo, en sus Sentencias produjo una sistematización que consideraba
sólo siete y los distinguía de los sacramentales menores. Sus conclusiones recibieron el sello de
ortodoxia en el Cuarto Concilio Laterano y su sistema fue finalmente confirmado y establecido
teológicamente por Tomás de Aquino en su Suma teológica e impuesto oficialmente por el Concilio
de Florencia (1439). Según Lombardo y Aquino, los sacramentos confieren gracia divina
simplemente al ser ejecutados (ex opere operato). Esto es lo que se conoce como sacramentalismo.
Bautismo. La comprensión del bautismo fue afectada por la controversia entre Agustín de
Hipona y Pelagio. La doctrina del pecado original, que sostenía Agustín, resultó en la comprensión
del bautismo como medio de salvación y fomentó la necesidad de bautizar a los niños para que no
fueran al infierno o al limbo. La alta tasa de mortalidad infantil, característica de los tiempos
medievales, hizo que el bautismo se practicara cada vez más temprano en el recién nacido. Además,
en razón del concepto de cristiandad, el bautismo llegó a ser no sólo el medio de ingreso a la
comunión en la Iglesia sino también a la sociedad cristiana (Estado).

A partir de Gregorio I comenzó a practicarse una sola inmersión del catecúmeno (hasta entonces
se lo sumergía tres veces, desnudo). La aspersión para entonces era bastante común y se la
consideraba como equivalente a la inmersión. De todos modos, el bautismo era considerado como
un rito de purificación en el que todos los pecados previos eran lavados y la persona comenzaba la
vida eterna. Sólo el martirio podía ser un substituto válido para el bautismo. Generalmente, los
bautizados eran adultos, pero el bautismo de infantes ya estaba bien difundido a comienzos de la
Edad Media y llegó a ser la práctica universal durante estos siglos.

Carl A. Volz: “El Bautismo ocupó un lugar a la cabeza de los sacramentos porque era por él
que se hacían nuevos cristianos. Si bien en la iglesia primitiva el número de bautismos de
adultos era grande, para el año 1200 la mayor parte de los adultos ya había entrado a la
Iglesia, y los bautismos eran primariamente de niños. Bajo Carlomagno el gran bautisterio
para adultos dio lugar a una fuente más pequeña, y la inmersión fue reemplazada por la
aspersión, pero los infantes siguieron siendo sumergidos en grandes fuentes hasta el siglo
XVI. El rito era acompañado del uso de símbolos—agua, vela, vestidura blanca, sal y aceite.
En una edad posterior el niño recibía la Confirmación, que era una afirmación del Bautismo.”

Hacia fines del período medieval comenzó a desarrollarse la idea de que con el bautismo el alma
quedaba sellada con un “sello” indeleble, con lo cual no era necesario repetirlo. Lo mismo se
afirmaba de los sacramentos de la confirmación y de la ordenación. Esto era una conclusión lógica
a partir del concepto agustino de que el bautismo de los donatistas era válido, y por lo tanto no era
necesario repetirlo aun cuando los herejes donatistas se arrepintieran y reconciliaran con la Iglesia
Católica.

Eucaristía. La celebración de la Eucaristía o Santa Comunión, acompañada de ciertas oraciones,


continuó siendo a lo largo de la Edad Media el clímax de la adoración cristiana, tanto en Oriente
como en Occidente. En estos siglos se confirmó la comprensión sacramental de la Eucaristía en
Occidente, al afirmarse la presencia real de Cristo en los elementos, su transformación substancial
(transubstanciación) y su carácter como renovación del sacrificio expiatorio. Como vimos más
arriba, en el siglo IX, Ratramno fue uno de los últimos escritores en describir los elementos de la
Eucaristía como “símbolos,” pero su libro fue condenado en 1050. Él se oponía a Pascasio Radberto
que asumió la posición realista, que afirmaba una presencia real de Cristo en los elementos
eucarísticos y anticipaba la idea de la transubstanciación de los mismos. Así, pues, alrededor del año
1000, ya estaba bien generalizada la idea de que en la Eucaristía el signo es lo mismo que aquello
que significa o señala (posición realista). Finalmente, el Cuarto Concilio Laterano (1215) afirmó la
idea de la transubstanciación y enseñó que la sustancia del pan y del vino es cambiada en el cuerpo
y en la sangre reales de Cristo.

Aquino defendió la transubstanciación usando categorías aristotélicas, lo cual dio lugar a nuevos
énfasis y prácticas. La eucaristía se transformó en el rito máximo del culto y hubo un aumento de
devociones fuera de la liturgia. Entre estas devociones secundarias una de las más populares fue la
fiesta del Corpus Christi (cuerpo de Cristo), en la que se veneraba a la hostia consagrada. Los laicos
quedaron excluidos de la participación del vino, para evitar que derramaran el vino
transubstanciado en la sangre de Cristo. También empezaron a celebrarse misas (sacrificios
eucarísticos) por los muertos y misas privadas.

En Oriente, ya desde el siglo IV se sostenía que Cristo se hacía presente en los elementos
sacramentales durante la oración conocida como la Invocación. Se oraba para que el Espíritu Santo
descendiera y efectuara el cambio de los elementos consagrados. En Occidente se creía que la
consagración de los elementos ocurría cuando se pronunciaban las palabras de Jesús: “esto es mi
cuerpo … éste es el nuevo pacto en mi sangre.” En Oriente la acción consagratoria era la epiklesis u
oración invocando al Espíritu Santo. Esta oración central era recitada como un susurro por el
sacerdote, lo cual acentuaba el misterio del acto pero también alienaba a la gente de la participación
en el mismo.

La presencia real de Cristo hacía de la Cena tanto un sacrificio como un acto de comunión. En
Oriente se enfatizaba el aspecto de la comunión según la cual la Cena era un misterio vivificador,
por el cual el participante recibía el cuerpo y la sangre transformadores del Señor, y de ese modo
participaba de la naturaleza divina. En Occidente, donde se afirmaba que la salvación venía a través
de una correcta relación con Dios a través de un sacrificio, se concebía a la Eucaristía como un drama
en el que el sacerdote, detrás de un velo, ofrecía un sacrificio a Dios y apelaba a él para que se
mostrara misericordioso hacia aquellos por quienes se ofrecía tal sacrificio.

Hubo controversias entre el Este y el Oeste en cuanto a la práctica de la Eucaristía. En Occidente


se generalizó la práctica de usar pan sin levadura (azymes) y desde el siglo VIII en adelante se usaron
hostias para la comunión. En Oriente, por el contrario, se utilizó pan común. El Cuarto Concilio
Laterano (1215) estipuló que todos los cristianos debían comulgar por lo menos una vez al año, y
especialmente para Pascua. Para los siglos XI y XII la misa era exclusivamente una ceremonia
sacerdotal en la que las personas participaban como espectadores pasivos. Además, al ser llevada a
cabo en latín y con el sacerdote de espaldas a la congregación, era ininteligible para la mayor parte
de las personas.

EL PROBLEMA MISIONOLÓGICO

_ Misión y monasticismo

A diferencia de sus antecesores orientales, los monjes occidentales no sólo se dedicaron a la


vida contemplativa y de separación del mundo, sino que se transformaron en la fuerza misionera
más importante, especialmente durante la temprana Edad Media. Desde el siglo VI en adelante, la
mayoría de los misioneros de la Iglesia Romana y de la Iglesia Griega eran hombres y mujeres que
habían hecho votos monásticos. Entre los primeros, los monjes irlandeses ocuparon un lugar muy
particular. Eran hombres de un buen nivel de educación y de gran celo religioso, que orientaron su
vocación hacia la tarea misionera y fueron así pioneros en la conversión de los paganos anglosajones
y en sus intentos por reformar la Iglesia en Galia. La estructura no jerárquica de sus monasterios,
donde el abad no tenía autoridad sobre los monjes, sino que éstos eran libres para ir y venir como
les parecía bien, favoreció el desarrollo de sus aventuras misioneras. Norman E. Cantor señala,
además, que “los misioneros celtas que comenzaron la conversión del norte de Inglaterra a fines del
siglo VI y principios del VII trajeron con ellos su profunda erudición, y las escuelas anglo-sajonas de
los siglos VII y VIII se debieron en parte a las contribuciones de la erudición irlandesa.”

En el caso de los benedictinos, con el tiempo se tornaron más elitistas y sus cuadros estuvieron
integrados mayormente por personas pertenecientes a la nobleza. No obstante, si bien la mayoría
de los monjes permaneció en sus monasterios y sujetos a sus votos, en el siglo VIII los monjes
benedictinos más capaces dejaron con frecuencia sus comunidades para dedicarse a la obra
misionera. De este modo, el monasticismo de Benito de Nursia, que había sido pensado como una
forma de huir del mundo civilizado para dedicarse a una vida contemplativa, se transformó en la
temprana Edad Media no sólo en una parte integral de la sociedad sino también en una fuerza
salvadora de primera importancia en la civilización caótica que siguió a las invasiones germanas.

Fue especialmente en el continente europeo que los monjes jugaron un papel importante en la
conversión de numerosos pueblos paganos. A fines de la última década del siglo VII, monjes
anglosajones comenzaron a misionar entre los frisios paganos de los Países Bajos. Muy pronto estos
misioneros tomaron contacto con los carolingios, la nueva familia dominante en Francia. Bajo la
dirección de Pipino el Breve, se transformaron en la vanguardia de la expansión de los francos al
norte del río Rin.

Norman E. Cantor: “La actitud de simpatía de los carolingios hacia los misioneros anglo-
sajones estuvo motivada por su deseo de aparecer como amigos de la Iglesia, cuyo apoyo
moral podía ser especialmente útil en vista de su propio dudoso derecho legal a dominar la
monarquía francesa, y en razón de que creían que la cristianización de las tribus germánicas
de la frontera haría más fácil su absorción efectiva a la monarquía franca.”

En este proceso, algunos misioneros, como Bonifacio, jugaron un papel fundamental, ya que
fueron los gestores de la primera Europa. Bonifacio no sólo fue el apóstol de Alemania, sino también
el reformador de la Iglesia franca y el principal gestor de la alianza entre el papado y la dinastía
carolingia. Sus labores misioneras en Alemania fueron de gran trascendencia, ya que colocó bajo la
civilización cristiana latina a un amplio territorio de Europa occidental y echó los cimientos de la
Iglesia alemana, que ya en el siglo X se destacó por la intensa calidad de su religiosidad. El profundo
espíritu misionero de los monjes anglosajones de la temprana Edad Media está bien ilustrado por
una carta que Bonifacio dirigió a todos los obispos y clero de la Iglesia en Inglaterra, solicitando su
asistencia en la labor misionera que estaba llevando a cabo.
Bonifacio: “Humildemente les rogamos … que la palabra de Dios pueda avanzar y ser
glorificada. Les encarecemos que estén alertas en la oración para que Dios … pueda volver
los corazones de los sajones paganos a la fe católica … y reunirlos entre los hijos de la Madre
Iglesia. Tengan compasión por ellos, porque ellos mismos están diciendo ahora: ‘Todos
nosotros somos de una sola sangre y hueso con ustedes.’ … Además, que sea notorio a
ustedes que al hacer esta apelación cuento con la aprobación, la conformidad y la bendición
de dos pontífices de la Sede Apostólica.”

Las labores misioneras de estos monjes benedictinos y sus esfuerzos por cristianizar el occidente
europeo pusieron en movimiento un complejo de ideas e instituciones que llegaron a configurar la
civilización de la primera Europa. Por cierto que este mundo de tensiones, ambigüedades, logros y
desengaños estaba bastante más allá de los ideales puros y simples y de las expectativas
misionológicas de los misioneros anglo-sajones.

_ Misión y expansionismo

Una constante de los grandes emprendimientos misioneros de todos los tiempos es que los
misioneros acompañan a los ejércitos y mercaderes de los poderes dominantes, en el proceso de su
expansión territorial. En la historia del cristianismo, la expansión del poder carolingio durante el
siglo IX fue clave para determinar el éxito de la empresa misionera en Europa occidental. En la
conversión de los pueblos paganos al norte del río Rin dos factores se asociaron de manera estrecha:
el celo misionero de los monjes anglo-sajones y la fuerza militar de la dinastía carolingia.

Evangelización belicosa. Durante el período carolingio, la expansión del cristianismo estuvo


ligada directamente a la expansión territorial de los francos. Esto se vio claramente en la
evangelización del norte de Europa y especialmente de Europa central. Los francos querían crear
una estructura social y cultural que fuese cristiana por definición. El resultado de tremenda empresa
fue un maravilloso sentido de unidad y coherencia bajo el signo de la cruz. Esto le dio a Europa
occidental un gran dinamismo cultural, pero implicó cierto grado de intolerancia doctrinaria,
litúrgica, y en el fondo cultural y social, lo cual no hizo posible el desarrollo de una Iglesia
auténticamente ecuménica. Por lo menos, una Iglesia que combinara lo mejor de las tradiciones
cristianas de Oriente y de Occidente.

Paul Johnson: “Se obtuvo la unidad profunda a expensas de la unidad amplia. La


penetración cristiana en todos los aspectos de la vida de Occidente significó la creación de
una estructura eclesiástica muy organizada, disciplinada y particularista, que no podía
permitirse la concertación de un compromiso con los desvíos orientales. Más aún, el sesgo
imperioso de la Iglesia carolingia poco a poco tiñó las actitudes del papado y rigió a la
postura romana mucho después de que el propio Imperio carolingio desapareciera. Durante
los siglos X y XI Roma utilizó, en sus enfrentamientos con Constantinopla, argumentos que
habían sido concebidos por la corte franca en los siglos VIII y IX, y a los que en ese momento
aquélla se había opuesto, o bien había intentado moderar.”
La importancia de la violencia como método misionológico fue un rasgo especialmente
acentuado en Occidente. Los cristianos orientales tendieron a seguir las enseñanzas de Basilio de
Cesarea, para quien la guerra era una práctica vergonzosa. Ésta había sido la actitud de la tradición
cristiana original. Pero en Occidente se siguieron las enseñanzas de Agustín de Hipona, para quien
la guerra era “justa” si era la voluntad de Dios. De allí que cuando Urbano II predicara la primera
Cruzada lo hizo al grito de: “¡Dios lo quiere!” Por otro lado, el uso de la fuerza era meritorio cuando
se lo orientaba contra los que afirmaban o sostenían otras creencias religiosas o ninguna. Las
Cruzadas se transformaron así, probablemente, en la empresa más monumental de evangelización
belicosa emprendida por la cristiandad occidental.

Cuatro factores confluyeron en el desarrollo de las Cruzadas militares. El primero fue el


desarrollo de la Reconquista española, que estuvo cargada de un profundo contenido espiritual y
de fanatismo religioso. El segundo fue el temple violento de los pueblos germánicos, especialmente
los francos y más tarde los anglosajones, siempre afectos al uso de las armas. El tercero fue el peso
de la tradición histórica, ya que los francos, desde los días de Carlomagno, habían asumido el
derecho y el deber de proteger los lugares santos de Jerusalén y a los peregrinos occidentales que
los visitaban. Y, el cuarto fue la idea de unir la expansión territorial a expensas de los infieles con la
práctica de la peregrinación religiosa masiva y armada a Tierra Santa.

Paul Johnson: “La idea de que Europa era una entidad cristiana, que había adquirido ciertos
derechos inherentes sobre el resto del mundo a causa de su fe y de su deber de extenderla,
armonizaba perfectamente con la necesidad de hallar una salida tanto a su afición a la
violencia como al exceso de su población.… Por consiguiente, las Cruzadas fueron hasta
cierto punto un extraño episodio a medio camino entre los movimientos tribales de los
siglos IV y V y la migración transatlántica masiva de los pobres en el siglo XIX.”

No obstante, las Cruzadas fueron un derroche de violencia, pero misionológicamente fueron


nulas. Los cristianos occidentales gobernaron a la población conquistada como una elite colonialista.
No se realizó ningún esfuerzo por convertir a los musulmanes y los ataques contra Constantinopla
debilitaron radicalmente a la cristiandad bizantina. Sin embargo, el espíritu de cruzada caracterizó
la mayor parte de los esfuerzos evangelísticos y misioneros de la alta y baja Edad Media. En muchos
casos, no se podía entender de qué otra manera podía predicarse el evangelio que no fuese a punta
de espada. Las excepciones a esta estrategia bélica fueron Francisco de Asís y Raimundo Lulio, en
sus intentos por llegar a los musulmanes con el evangelio.

Paul Johnson: “Un aspecto que seguramente debe parecer extraño al historiador es que ni
la cristiandad occidental ni la oriental crearon órdenes misioneras. Hasta el siglo XVI el
entusiasmo cristiano, que adoptó tantas otras formas, nunca se orientó institucionalmente
por este canal. La cristiandad continuó siendo una religión universalista. Pero su espíritu
propagandístico se expresó durante la Edad Media en distintas formas de violencia. Las
cruzadas no fueron iniciativas misioneras sino guerras de conquista y experimentos
primitivos de colonización; las únicas instituciones cristianas específicas que ellas
originaron, las tres órdenes caballerescas, fueron cuerpos militares.”
Evangelización urbana. La decadencia del feudalismo y el restablecimiento del poder real
significaron un cambio en la comprensión de la misión cristiana. El régimen feudal había provocado
la desintegración política y territorial de Europa en pequeños Estados, gobernados por señores
representantes de la nobleza. Pero a fines del siglo XIII, el feudalismo comenzó a declinar en Francia
e Italia y si bien el sistema se prolongó por más tiempo en Alemania e Inglaterra, hacia el año 1500
ya se había extinguido totalmente en Europa occidental.

CUADRO 13 - CAUSAS DE LA DECADENCIA DEL FEUDALISMO

1. Desarrollo económico: desde el siglo XI creó nuevas oportunidades de trabajo y permitió a


muchos siervos y campesinos comprar su libertad.

2. Nuevas tierras: el crecimiento de la agricultura demandó de nuevas tierras, lo que llevó a la tala
de bosques y el drenaje de pantanos, trabajos emprendidos por los campesinos, que lo hicieron
a cambio de su libertad.

3. Peste Negra: diezmó las poblaciones y esto valorizó la mano de obra.

4. Ejércitos profesionales: muchos siervos se incorporaron a ellos como soldados mercenarios y


esto debilitó el prestigio de la caballería.

5. Guerra de los Cien Años: originó períodos de caos y precipitó la caída del feudalismo.

La decadencia del feudalismo y el surgimiento de una burguesía urbana favorecieron la


progresiva consolidación del poder real y el surgimiento del concepto de Estado o Nación. Los
burgueses de las ciudades enfrentados con la nobleza, apoyaron militar y económicamente a los
reyes con el propósito de asegurar el orden y la unificación política y territorial. La nobleza perdió
sus privilegios mientras la monarquía consolidaba su poder y carácter absolutista.

Ya para fines del siglo XI, el relativo aumento de la seguridad social y de la demografía,
incrementó la construcción de núcleos urbanos. Cuando desapareció el peligro de los ataques de
húngaros y de normandos, y también cesaron las guerras entre los señores feudales, los habitantes
de los lugares fortificados, en razón del aumento de la población, abandonaron esos recintos muy
estrechos y se dirigieron a las ciudades, que fueron reconstruidas y repobladas. La relativa
prosperidad de la agricultura, con nuevos cultivos como el del arroz; el progreso de las artesanías,
con la agrupación de los patrones y los obreros en gremios; y, el resurgimiento del comercio
marítimo, como resultado de las Cruzadas, provocaron un inusitado desarrollo urbano. En las
proximidades de los castillos y de los monasterios, en los cruces de caminos comerciales o en los
puertos de mar, se agrupó la población, constituyendo las villas; en las afueras de las arruinadas
ciudades antiguas se formaron barrios o burgos y se construyeron nuevas murallas y defensas. A los
habitantes de estos núcleos urbanos fortificados, generalmente comerciantes, artesanos y gente
que no se dedicaba a trabajos manuales, se les llamó burgueses.

Las villas y los burgos dependían al formarse de un señor feudal, pero pronto se fueron
emancipando al comprar sus libertades o conquistándoles por la fuerza. Los reyes, por su parte,
favorecieron este movimiento de emancipación de la clase media o burguesía, en su lucha por abatir
la nobleza feudal, siempre peligrosa para la autoridad regia. Así, ayudadas por los reyes, las ciudades
se convirtieron en municipios y organizaron su propia administración, de la que se encargaba una
asamblea de vecinos que formaban el concejo o ayuntamiento, presidido por un magistrado llamado
alcalde o síndico. Según los lugares, hubo municipios libres o autónomos y otros aforados o francos,
cuya carta o fuero limitaba los derechos del señor, de quien en parte dependían.

Los comerciantes y artesanos urbanos organizaron su trabajo tomando como base la asociación
obligatoria. Patrones y obreros se agrupaban en corporaciones o gremios, que eran entidades de
carácter religioso-profesional. Cada oficio poseía su corporación y ningún artesano podía trabajar
sin hallarse inscrito en la asociación respectiva. En su aspecto religioso, las corporaciones eran
verdaderas cofradías, pues poseían asesores eclesiásticos, y se hallaban bajo la advocación de un
santo o “patrono” espiritual. En el día destinado a honrar al divino protector, se realizaban solemnes
fiestas patronales. Éstas consistían en desfiles y procesiones, encabezadas por los estandartes del
gremio y la imagen del santo tutelar.

En este contexto urbano, los paladines de la evangelización fueron los frailes dominicos y
franciscanos, a lo largo del siglo XIII. Su ministerio evangelizador fue típicamente urbano y apeló
notablemente a las nuevas clases sociales, que veían en su estilo de vida sencillo y sus ideas
renovadoras un contraste notable con la corrupción del clero secular y regular. Muy pronto
obtuvieron facultades sacerdotales, lo que les permitió escuchar confesión y administrar los
sacramentos, y transformarse en dinámicos competidores de los sacerdotes parroquiales y del clero
de la catedral. La metodología evangelizadora que utilizaron fue típicamente urbana y respondió
adecuadamente a las expectativas de la mayoría de los laicos, que estaban desencantados con la
Iglesia institucional. Con el correr del tiempo, los frailes fueron absorbidos por los ideales urbanos,
adquirieron propiedades en las ciudades y se inclinaron al estudio de la filosofía y de la ciencia. En
el último cuarto del siglo XIII, profesores franciscanos dominaban la Universidad de Oxford mientras
que sus pares dominicos hacían lo propio en París.

_ Misión y sincretismo

Con el ingreso masivo de los bárbaros al ámbito del Imperio Romano se inició un proceso de
sincretismo religioso de gran envergadura. Este proceso se modeló con el aporte de dos fuentes
principales: la tradición pagana, que nunca había desaparecido del todo, y la tradición germánica,
que de algún modo perduró al no haber habido una adecuada evangelización sino una mera
cristianización superficial. Sobre este sustrato fundamental, durante la temprana Edad Media, en la
Europa germanizada hubo una profunda penetración de los elementos culturales orientales, que
dejarían su rastro a lo largo de todo el medioevo. La Iglesia cristianizó y dio expresión a todas estas
influencias a través de sus creencias y ritos.

Además, si bien nunca se abandonó un cierto sentido de naturalismo frente a una naturaleza
que se presentaba misteriosa y desconocida, predominó el acercamiento fantástico y mágico a la
realidad. La doctrina y la práctica cristianas durante la Edad Media se construyeron con estas
concepciones combinadas de mundo y trasmundo, lo cual terminó en diversas manifestaciones de
sincretismo. Las supersticiones populares y el sincretismo religioso afectaron notablemente el
carácter y la estrategia misionera.

José Luis Romero: “El afán de introducir a los pueblos paganos dentro del ámbito de la
iglesia movía a utilizar—fuera de la coacción, usada muchas veces—procedimientos
catequísticos que, siendo sin duda muy hábiles, conducían a resultados inmediatos muy
diversos de los esperados. La superposición de las fiestas cristianas sobre antiguas y
tradicionales fiestas paganas, la asimilación de los milagros a los viejos prodigios, la
explicación grosera de ciertas ideas abstractas inaccesibles, todo ello debía contribuir a
perpetuar cierta concepción naturalística por debajo de una aparente adhesión a la
concepción cristiana. El signo de esa perpetuación fue la multitud de supersticiones que la
Iglesia creyó necesario combatir y el peligroso culto a las imágenes, en el que desembocaba
cada cierto tiempo el antiguo politeísmo. En los campos sobre todo, las supersticiones se
manifestaban vigorosas, y constituía toda una preocupación de la Iglesia el combatirlas.”

El proceso de sincretismo continuó a lo largo de toda la Edad Media. El legado del paganismo
teutónico, celta e incluso grecorromano no desapareció nunca. De una u otra manera es posible
detectar sus raíces en la enorme difusión de la magia, la profusión de lo milagroso, la veneración de
las reliquias y el culto a los santos. Con las Cruzadas, el proceso de sincretismo religioso alcanzó
niveles asombrosos. Los cruzados trajeron de Oriente todo tipo de ideas y objetos, creencias y
prácticas, que fueron reciclados en Occidente dando lugar a las más diversas manifestaciones de
religiosidad popular.

Paul Johnson: “… es indudable que los cruzados que retornaban traían consigo la herejía. El
dualismo de los bogomilos de los Balcanes, que tenían vínculos que se remontaban a los
gnósticos, llegó a Italia y la Renania a principios del siglo XII y de ahí se extendió a Francia.
Una vez que los viajes de larga distancia se convirtieron en hechos rutinarios, fue inevitable
que se difundiesen diferentes herejías, y las cruzadas suministraron medios de
comunicación precisamente al tipo de gente que tomaba en serio las ideas religiosas y que
emocionalmente era propensa a adoptar posturas heréticas.”

A su vez, en Europa occidental la antigüedad grecorromana continuó manifestándose


especialmente en las formas plásticas y arquitectónicas. La literatura clásica fue estudiada en las
universidades bajo la aprobación y protección de la Iglesia. Los poetas latinos paganos eran
altamente estimados y tenidos como autoridades en materia moral y espiritual. De hecho, Dante
era un gran admirador de Virgilio y varios papas renacentistas se ocuparon más por resucitar la
antigüedad grecorromana que por resucitar a la Iglesia que en sus días estaba moribunda.

En la alta Edad Media se dio una forma sofisticada de sincretismo con el impacto que la filosofía
griega pagana tuvo sobre la formulación del pensamiento cristiano escolástico. Las obras de Platón
y los escritos de Dionisio el Areopagita, un autor cristiano neoplatónico, influyeron notablemente
sobre los místicos y pensadores medievales. El avivamiento de los estudios de Aristóteles y de
Averroes, su intérprete árabe, durante los siglos XII y XIII marcó profundamente la formulación
dogmática de la fe cristiana. El islamismo tuvo también su influencia notable en la formulación del
pensamiento cristiano. En buena medida, el escepticismo materialista de muchos pensadores
cristianos del siglo XIII resultó de su estudio de la filosofía musulmana. Filósofos como Avicena (979–
1037) y Averroes (1126–1198) fueron estudiados por los escolásticos cristianos y afectados por su
pensamiento aristotélico. En un grado menor, los judíos, que estaban esparcidos por toda Europa,
también ejercieron su influencia sobre la cosmovisión cristiana, especialmente a través de los
escritos de Maimónides (1135–1204), destacado seguidor de la filosofía de Aristóteles.

EL PROBLEMA APOLOGÉTICO

_ Las herejías

Uno de los problemas que más agobió a la Iglesia en Occidente durante la alta Edad Media fue
el problema de la herejía. Al finalizar el siglo XII, la Iglesia debió hacer frente a diversos movimientos
de disidencia y renovación, e incluso grupos heréticos, que representaban una reacción contra el
estado calamitoso del clero y los abusos del papado. Algunos de estos movimientos procuraban la
recuperación de un cristianismo más bíblico y semejante al de los primeros siglos. Los más
importantes de estos movimientos fueron los encabezados por los albigenses o cátaros y los
valdenses.

Rodolfo Puiggrós: “Como la teología abarcaba entonces en profundidad y extensión toda la


superestructura del feudalismo y lo consideraba un régimen estático sin tolerar
competencias ni críticas, a cualquier movimiento revolucionario se le colgaba el sambenito
de hereje. Oponerse al orden social establecido equivalía a oponerse a la Iglesia. Es cierto
que las querellas entre el trono y el altar o las rivalidades entre los señores parecían agitar
nada más que la superficie del régimen sin modificarlo, pero aun así provenían de la
ebullición de factores internos, cuya acción se prolongó en el curso de la Edad Media, a
través de un sordo y constante descontento que estallaba convulsiva y esporádicamente sin
desprenderse de su cobertura religiosa e hizo crisis a fines del siglo XII.”

El fin de la cultura de la alta Edad Media se vio marcado por una profunda percepción de la crisis
del orden tradicional. Las certidumbres que se habían logrado en este período comenzaron a hacer
agua y el naturalismo encontró vías de desarrollo. No obstante, hubo una exaltación del sentimiento
religioso, que tendió a apartar a muchos de las vías cada vez más racionales que adoptaba la teología
oficial. Como indica José Luis Romero: “En el campo de las creencias populares, aparecieron
numerosas herejías cuyo signo era el retorno a la verdad simple y pura del evangelio, con
prescindencia de todo el vasto aparato de saber intelectual que la escolástica había construido, y
con prescindencia también del vasto aparato de poder que la Iglesia significaba y que había
adquirido una desmesurada importancia a lo largo del duelo sostenido por el papado y el imperio.”

Movimientos. Los cátaros (puros) representaron la herejía más difundida de todas las herejías
medievales. El nombre de cátaros se utilizó por primera vez en el Concilio de Tours (1163). También
recibieron el nombre de albigenses. Este nombre se debió a que la primera diócesis cátara se
constituyó en la ciudad de Albi, en el sur de Francia. Los cátaros predicaban la abstinencia de todo
lo que suponían impuro, como una reacción a la laxitud moral del clero, especialmente los monjes.
La doctrina de los cátaros tenía cierta inspiración oriental ya que admitía la existencia de dos
principios: el bien y el mal. Al primero pertenecía el alma y al segundo el cuerpo. Para defender el
alma, creada por Dios, era preciso destruir el cuerpo, símbolo de impureza. En base a esto, algunos
cátaros recomendaban el suicidio y condenaban el matrimonio. Los cátaros creían en la
trasmigración del alma, la que luego de abandonar el cuerpo solía pasar al de un animal. Por eso se
abstenían de matar animales y no consumían carne, ni leche ni huevos. No admitían más
sacramentos que la penitencia y el bautismo.

Estos movimientos de alguna manera estaban relacionados con los bogomilas (amigos de Dios)
de Bulgaria y Siria. Éstos fueron conocidos con distintos nombres por toda Europa: umiliatos
(humillados) en Italia, ketzer (herejes) en Alemania, strigolniki (pelos cortos) en Rusia. La confusión
acerca de los nombres revela cierta confusión respecto a las ideas, pero en esencia todas estas
herejías eran iguales. Apuntaban a reemplazar al clero corrupto por una elite perfecta. Repudiaban
a la Iglesia institucional y querían restaurar un cristianismo similar al del Nuevo Testamento. Algunos
de ellos no reconocían otra autoridad que la que recibían directamente del Espíritu, y rechazaban a
la Iglesia, la Biblia y la encarnación de Cristo, y eran marcadamente dualistas o maniqueos.

Los valdenses, también llamados “pobres de Lión,” tuvieron como inspirador como vimos a
Pedro Valdo, un rico comerciante de esa ciudad, que orientó su ministerio a partir de una actitud
ascética y repartió sus bienes entre los pobres. Valdo adquirió notoriedad por su predicación pública
del evangelio y su rechazo del ministerio sacerdotal, afirmando que no hacía falta ninguna
mediación humana o institucional para obtener la salvación. También rechazó la eucaristía y
prohibió el culto a los santos como idolatría.

El primer canon del Cuarto Concilio Laterano (1215) contenía un credo formulado
cuidadosamente para expresar las diferencias que existían entre el cristianismo latino y las creencias
de los valdenses y albigenses. El Concilio condenó a estas herejías y ordenó el castigo de todos los
herejes que no se arrepintieran. Esto mostró la nueva importancia del problema de la herejía a
comienzos del siglo XIII. Por primera vez desde la supresión del arrianismo, la fe ortodoxa se
confrontaba con un serio rival en Occidente. Había habido herejías menores en la temprana Edad
Media e incluso más tarde, pero generalmente fueron el resultado de pequeñas controversias
teológicas y más tarde de argumentos escolásticos, y en la mayor parte de los casos casi no habían
encontrado apoyo popular. Incluso un maestro tan bien conocido como Abelardo no había causado
un peligro real para la Iglesia cuando cayó en herejía (según se lo acusaba). Una vez que sus errores
fueron expuestos, él y sus seguidores renunciaron a ellos uno por uno y el problema se terminó.
Pero las nuevas herejías de fines del siglo XII eran populares, no académicas; los herejes contaban
con el apoyo de miles de personas fuera del clero, y no podían ser eliminados simplemente usando
argumentos teológicos. La Iglesia tenía que encontrar métodos nuevos para combatir la herejía y se
tomó algún tiempo para hacerlo.

Bajo el pontificado de Inocencio III, la Iglesia reprimió con mano dura a los movimientos
heréticos, y para ello utilizó distintos recursos que variaron desde la prédica hasta la excomunión.
Como los herejes y disidentes persistieron en su actitud, el Papa organizó una Cruzada que reunió
gran número de señores franceses y alemanes. Al mando del conde Simón de Montfort (m. 1218),
la campaña duró unos veinte años (1209–1229) y se caracterizó por su extremada violencia y
crueldad. Los albigenses, al mando del conde de Tolosa y el rey Pedro II de Aragón (m. 1213), fueron
derrotados en la batalla de Muret, en el sur de Francia (1213). La sangrienta lucha prosiguió por
algunos años y terminó con el triunfo de los cruzados, que lograron exterminar a los herejes.

A estos casos de disidencia y herejía habría que agregar las numerosas desviaciones dogmáticas,
condenadas por concilios y papas, pero limitadas a los círculos eclesiásticos intelectualizados.
Berengario de Tours desconocía la presencia real de Cristo en la eucaristía. Amalarico de Géne (m.
1206), teólogo de París que lo divinizaba todo, proclamó el amor libre, llamaba Anticristo al Papa y
anunciaba el comienzo del reinado del Espíritu Santo. El calabrés Joaquín de Fiore (1145–1202),
profeta del evangelio eterno, del cual la Biblia no era más que un antecedente, y de la era del amor
con nuevos apóstoles, los fraticelli, constructores de la ciudad perfecta, logró una audiencia
importante.

A fines de la Edad Media se destaca la figura de Jerónimo Savonarola (1452–1498), un dominico


de Florencia, y su lucha contra la corrupción de la Curia romana bajo el reinado de Alejandro VI.
Savonarola fue un fogoso y popular predicador, que empezó a conmover a sus auditorios
anunciando el inminente juicio de Dios, y llamando a sus oyentes al arrepentimiento y a una vida
ascética. Según él, la Iglesia sería renovada después de un período de aflicción, los incrédulos se
convertirían y el evangelio triunfaría sobre la tierra. Bajo su liderazgo, la ciudad de Florencia se vio
conmovida por un auténtico avivamiento espiritual. Pero esto le valió la enemistad del papa
Alejandro VI, quien le prohibió continuar con su predicación. Savonarola no sólo retomó la
predicación pública, sino que denunció valientemente los males de la Iglesia y del papado. En 1497,
el Papa lo excomulgó y más tarde amenazó a Florencia con el interdicto. Esto comenzó a colocar a
la opinión popular en su contra, hasta que un franciscano lo acusó públicamente de herejía.
Finalmente, el gobierno de la ciudad arrestó a Savonarola y lo juzgó bajo tortura, y terminó por
condenarlo, ahorcarlo y quemar su cuerpo en 1498, según directivas de Alejandro VI.

Motivos. La razón principal del debilitamiento del control de la fe ortodoxa sobre el pueblo era
el disgusto de la gente con la conducta del clero. No es que los eclesiásticos de fines del siglo XII
eran más inmorales que sus predecesores—por el contrario, su carácter había mejorado
notablemente—sino que los laicos estaban estableciendo una pauta mucho más alta para ellos. Ya
no era suficiente que un clérigo se abstuviese del pecado abierto; debía también llevar una vida de
piedad activa. La gente en las ciudades quería más instrucción religiosa; no estaban satisfechos con
cultos sin sermones, o con sermones recitados de un libro. Los laicos se rehusaban a reverenciar a
prelados y sacerdotes que vivían en lujo y que gastaban más tiempo en administrar sus propiedades
que el que invertían en cumplir con sus deberes religiosos. Se acusaba a la Iglesia de preocuparse
más por el aumento de su ingreso que por el aumento del pecado, por exprimir el diezmo a los
pobres que por darles caridad, por promover a clérigos corruptos al obispado que por promover a
los verdaderos santos. La gente quería que el clero dedicara su tiempo a predicar en lugar de
administrar, y reclamaban que el dinero que tenían fuese utilizado en ayudar a los pobres y no en
una vida cómoda para ellos.

Rodolfo Puiggrós: “Las herejías procedían, en general, de las clases oprimidas y atacaban
sin tapujos al orden social establecido, desde dos puntos de vista antitéticos, que solían
confundirse en uno solo, siendo difícil diferenciar el prevaleciente: a) para destruir el
feudalismo y crear algo confusamente entrevisto, cuyas bases materiales de desarrollo
comenzaban a apuntar, y b) para restaurar una sociedad prefeudal idealizada o, en
particular, las primitivas comunidades cristianas.

Ambos tipos de rebeldía (… una mirando al futuro y otra al pasado) derivaban de la misma
causa socioeconómica: la estructura interna de los dominios feudales adaptada a una
economía de autoabastecimiento era corroída por la introducción desde el exterior de una
economía de mercado, a través de formas precapitalistas (comercio y usura).”

Obviamente los laicos estaban tratando de aliviar algo de sus propios sentimientos de culpa en
cuanto a la codicia y a la usura atacando la avaricia del clero, pero el ataque no carecía de
fundamentos. Este reclamo era muy difícil de confrontar porque el papado mismo había alentado a
los laicos a demandar pautas morales altas de sus pastores. Cuando Gregorio VII y Urbano II
prohibieron a los sacerdotes con esposas o concubinas celebrar la misa, se apoyaron en las
congregaciones parroquiales para ver que esta orden se cumpliese. De esta manera, el movimiento
de reforma, al enfatizar la importancia de pautas morales altas para el clero, hizo posible el
desarrollo de la herejía. Todo eclesiástico de influencia a lo largo del siglo XII denunció las vidas
malas de algunos miembros de su orden, y los líderes heréticos atrajeron poca atención cuando
comenzaron el mismo tipo de ataque. Muchos líderes comenzaron a extraer la conclusión final y a
enseñar que el clero ordenado del la Iglesia Católica Romana era inútil. Miles de herejes que diferían
en otras cuestiones concordaron en esta convicción, y todos ellos pueden ser agrupados como “anti-
sacerdotalistas.”

Los anti-sacerdotalistas eran especialmente fuertes en las ciudades. Esto era natural, dado que
las ciudades habían jugado un papel importante en el movimiento de reforma y estaban bien
preparadas para unirse a una nueva ola de indignación moral. También es cierto que las personas
en las ciudades estaban inclinadas a ser más críticas y menos conservadoras que los campesinos y,
por lo tanto, eran fácilmente seducidas por las nuevas doctrinas. No estaban satisfechas con los
cultos regulares de la Iglesia y querían sermones entusiastas que denunciaran el vicio y la
corrupción. Si los sacerdotes de sus parroquias fracasaban en interesarlos, ellos estaban siempre
listos para escuchar a un revivalista de ortodoxia dudosa que predicara en cualquier esquina.

Manifestaciones. El carácter gregario de la vida urbana les daba a los habitantes de las ciudades
medievales oportunidades frecuentes para la discusión, y dado que la religión era tan importante
en sus vidas, eran afectos a dedicar mucho de su tiempo a dialogar sobre ella. Las teorías anti-
sacerdotalistas se generaban fácilmente en esta atmósfera, y se esparcían de una ciudad a otra a
través de los contactos comerciales. Como resultado de esto, para el 1200 una buena proporción de
la población urbana en Europa occidental había aceptado alguna forma de herejía, y los demás
habitantes urbanos, si bien nominalmente se decían ortodoxos, eran muy críticos del clero. Los anti-
sacerdotalistas aceptaban la fe cristiana pero rechazaban la organización y jerarquía de la Iglesia.
No obstante, un grupo de herejes más peligroso era el de aquellos que rechazaban la fe junto con
la organización y la jerarquía.

Además, los líderes de los herejes se aprovechaban del bajo nivel de educación y moralidad del
clero cristiano católico. Los heresiarcas eran hombres capaces que llevaban vidas virtuosas y
practicaban un ascetismo extremo. Su prestigio era tan grande que los viajeros buscaban su
compañía a fin de sentirse protegidos por la reverencia que ellos inspiraban. Los católicos ortodoxos
pedían ser enterrados en los cementerios junto a los herejes, de manera que pudieran descansar
entre la “buena gente.” Muchos señores feudales protegían a los líderes de los herejes y les
permitían predicar en público. Algunos nobles abiertamente aceptaban estas nuevas formas de la
fe y muchos más las practicaban en secreto. El éxito de la herejía se debió no sólo a la virtud de sus
maestros, sino también a la simplicidad de su doctrina. En el caso de los cátaros, los líderes (los
“prefectos”) tenían que llevar vidas bien ascéticas, pero no ponían demasiadas restricciones sobre
sus seguidores. Estos últimos, si tenían fe, podían alcanzar la salvación simplemente recibiendo el
rito final (el consolamentum) de los “perfectos” en su lecho de muerte.

_ La Inquisición

La Inquisición toma su nombre de un procedimiento penal específico: la inquisitio, no existente


en el derecho romano, que se caracterizaba por la formulación de una acusación por iniciativa
directa de la autoridad, sin necesidad de instancias de parte, es decir, de delaciones o acusaciones
de testigos.

Comienzo y desarrollo. A fines del siglo XII, la Iglesia desarrolló este procedimiento con el
decreto del papa Luciano III: Ad abolendam (1184). La rápida difusión de herejías en Europa
occidental como el maniqueísmo, el valdeísmo y más tarde el catarismo obligó a la Iglesia Romana
a crear una estrategia defensiva. En 1184 se empezó a aplicar la pena de fuego para los herejes; en
1199 se añadieron otras penas como la confiscación de bienes y se autorizó el empleo de la tortura
en el interrogatorio sobre materias de fe, incorporándose además determinadas disposiciones
sobre el secreto en las actuaciones, como la ocultación de los testigos y la eficacia procesal.

Para evitar el resurgimiento de las herejías y consolidar la unidad de la Iglesia, el papa Gregorio
IX convocó un Concilio en Tolosa, que en 1229 creó el Tribunal de la Inquisición o Santo Oficio. La
responsabilidad de esta institución era la de combatir toda trasgresión al dogma o al culto católico,
e investigaba la conducta religiosa de las personas, incluido el clero. Así, pues, desde 1230 el
procedimiento inquisitorial se transformó en una nueva institución eclesiástica, que se creó en
Francia especialmente para reprimir el catarismo o herejía albigense, institución controlada
inicialmente por el papa Gregorio IX.

El primer inquisidor conocido fue Roberto de Brougre, un dominico que había sido antiguo
cátaro. Concretamente, donde más éxito tuvo la Inquisición fue en el sur de Francia, aunque no con
pocas resistencias, como lo demuestra el asesinato en 1242 del dominico Guillermo Arnaud,
inquisidor de Tolosa. El apogeo de esta Inquisición tuvo lugar durante la segunda mitad del siglo XIII,
y las últimas ejecuciones de cátaros fueron llevadas a cabo entre 1319 y 1321.

Procedimiento y carácter. El procedimiento empleado por el tribunal era secreto. El acusado de


herejía conservaba la libertad mientras se acumulaban pruebas en su contra. Éstas consistían en
actuaciones verbales o escritas. Para evitar venganzas, se ocultaba el nombre del delator, aunque
podía ser ajusticiado el que acusaba falsamente. Reunidas las pruebas, el supuesto hereje era
detenido, alojado en la cárcel y torturado si no confesaba su culpa. Si el acusado insistía en su
negativa o abjuraba de sus creencias en un acto público, era absuelto. En caso contrario, el tribunal
lo entregaba al “brazo secular” o laico, que era el encargado de aplicar las sentencias, en su mayoría
multas y prisión temporal o perpetua. Los relapsos (reincidentes) y los que persistían en su actitud
de herejía, eran quemados vivos. El principio dominante en todo el proceso era que una persona
era culpable hasta tanto se demostrara que era inocente.

Las herejías medievales tuvieron un marcado carácter de revueltas populares, pues aglutinaban
a todas las clases sociales marginadas en el proceso de conquista del poder por la burguesía urbana.
La penetración de la herejía cátara en Italia supuso también la introducción de inquisidores en
Lombardía—aquí el inquisidor Pedro de Verena fue asesinado y canonizado con el nombre de San
Pedro Mártir—y en Viterbo donde en 1273 llegaron a ejecutarse más de doscientos herejes en un
día. En el siglo XIV había tribunales inquisitoriales en Bohemia, Polonia, Portugal, Bosnia y Alemania.
Sólo los reinos latinos de Oriente, Gran Bretaña, Castilla y Escandinavia carecían de tribunales
inquisitoriales.

Progresivamente se fue multiplicando la burocracia inquisitorial y se editaron manuales


procesales, como el de Raimundo de Peñafort (siglo XIII), Bernardo Gui (siglo XIV) y Nicolau Eymerich
(siglo XV). Las categorías delictivas también se fueron ampliando hasta incorporar otros delitos:
blasfemia, bigamia y brujería. A partir de 1438 se descubrieron sabbats (aquelarres) en los Alpes,
con lo que se desató la caza de brujas.

MIRADA RETROSPECTIVA Y PROSPECTIVA

Cuando se mira hacia atrás, a los diez siglos que hemos estado considerando en este libro, el
panorama que se percibe es sumamente diverso y da lugar a las más variadas interpretaciones y
evaluaciones. La imagen generalizada y popular de los tiempos medievales como un período oscuro
de la historia debe ser corregida. Por lo menos, no fue totalmente así cuando consideramos el
desarrollo del testimonio cristiano a lo largo de estos siglos. Es cierto que la invasión de los pueblos
germánicos y posteriormente las invasiones árabes, de los normandos y de otros pueblos de Europa
del norte y del este afectaron el desarrollo de la cristiandad en el Oeste. También es cierto que los
avances de los turcos selyúcidas, los mongoles, los tártaros de Timur y los turcos otomanos frenaron
múltiples posibilidades para la cristiandad en el Este. No obstante, ambas cristiandades lograron de
algún modo sobrevivir a estas crisis, ajustarse a nuevos contextos e intentar nuevos desarrollos. Lo
mismo puede decirse de la depresión que siguió al Imperio Carolingio, el siglo de la Iglesia de hierro
(siglo X) y los fracasos de las Cruzadas.

Si bien éstas y otras instancias pueden ser consideradas como momentos “oscuros” en la
historia del testimonio cristiano medieval, ellos tienen que ser balanceados con otros momentos
luminosos de tal historia. El surgimiento del movimiento monástico en la temprana Edad Media, las
cumbres alcanzadas por el desarrollo teológico, artístico y literario de los siglos XII y XIII, la
permanente expansión misionera y la incorporación de numerosos pueblos no alcanzados al seno
de la cristiandad, y el desarrollo de la piedad mística son algunos de los elementos positivos que
deben ayudarnos a mantener tal balance. En definitiva, más allá de la conclusión a la que lleguemos
en la evaluación final de la Edad Media, siempre será mejor elaborarla en base a sus logros y
contribuciones más perdurables y positivas y no en base a las expresiones más oscuras y negativas.

Además, en cualquier evaluación histórica es importante tener presente la cosmovisión y


valores prevalecientes en el período analizado. Considerar a la cristiandad medieval con las
presuposiciones del presente puede afectar la objetividad de nuestro juicio, forzarnos a cometer
injusticia en nuestras conclusiones sobre el pasado o distorsionar lo que realmente ocurrió o cómo
pensaban y sentían los agentes históricos. En esto es bueno aplicar la regla enseñada por Jesús: “Tal
como juzguen se les juzgará, y con la medida que midan a otros, se les medirá a ustedes” (Mt. 7:2).

El testimonio cristiano durante el período medieval no fue ni bueno ni malo, ni glorioso ni


perverso. Como en cualquier otro momento de la historia de la humanidad, el balance final nos deja
luces y sombras, grandes logros y aberrantes conductas. De todos modos, fueron estas “vasijas de
barro” con todas las limitaciones propias de la naturaleza humana pecadora, las que preservaron y
transmitieron el testimonio de la fe en Cristo, de la que nosotros somos herederos y responsables
hoy.

No obstante, la situación de toda la cristiandad hacia fines de la Edad Media era alarmante. El
panorama de la cristiandad al llegar al final de los tiempos medievales no podía ser más desolador.
Los papas renacentistas lograron decorar San Pedro con todo tipo de obras magníficas, expresión
acabada de su riqueza y poder mundano. Pero la Iglesia en Occidente estaba pasando su peor hora
en términos morales y espirituales. En el Este la situación de la Iglesia no era mejor. Con la caída de
Constantinopla en manos de los turcos otomanos desapareció el Imperio Bizantino, que había sido
el poder que había promovido, sostenido y dominado a la cristiandad oriental.

En Roma, el cuadro era lamentable. La ciudad había perdido su posición como centro del mundo
europeo y no era más que otro poder en competencia con el creciente nacionalismo y apetencias
de poder absoluto de otros Estados en Europa occidental. La Iglesia y el papado habían perdido
totalmente su camino y no había indicaciones de que fueran a encontrarlo de alguna manera. El
gran humanista Erasmo de Rotterdam criticaba y satirizaba las enormes contradicciones en que
habían caído los papas. En su obra Julius exclusus (1517), escrita en forma de un diálogo, presentaba
al papa Julio II como llegando a las puertas del Cielo después de su muerte y no pudiendo
atravesarlas. En respuesta a la demanda de Julio de que Pedro lo reconociera como Vicario de Cristo
y lo dejara entrar, Erasmo pone en labios del apóstol las siguientes palabras:

“Veo al hombre que quiere ser considerado como segundo respecto a Cristo y, de hecho
igual a él, sumergido de lejos en la más sucia de todas las cosas: dinero, poder, ejércitos,
guerras, alianzas—para no decir nada en este punto acerca de sus vicios. Pero además, si
bien tú estás tan alejado de Cristo como te resulta posible, no obstante usas mal el nombre
de Cristo para tus propios propósitos arrogantes; y bajo el pretexto de Aquel que despreció
el mundo, juegas el papel de un tirano del mundo; y si bien eres un verdadero enemigo de
Cristo, te apropias del honor que le es debido a él. Tú bendices a otros, siendo tú mismo
maldito; a otros les abres los Cielos, los cuales te están totalmente cerrados y de los que
estás muy lejos; tú consagras y estás execrado; tú excomulgas cuando no tienes comunión
con los santos.”

Hacia el año 1500, la cuestión no era si la iglesia necesitaba o no de una Reforma, sino cuándo
esta reforma iba a tener lugar y quién la iba a llevar a cabo. El sucesor de Julio II fue un hijo de la
famosa familia política y banquera de los Medici. Subió al trono papal con el nombre de León X
(1513–1521) y fue Papa durante los primeros años de la Reforma. Las palabras con las que se dice
inauguró su pontificado indican cuán poco preparado estaba para responder al clamor generalizado
por una reforma de la Iglesia Romana: “Ahora que Dios nos ha dado el papado, vamos a disfrutarlo.”

Hacia el año 1500 en Europa occidental todos sentían que se estaba llegando al fin de una era.
Muchos creían que se encontraban transitando el atardecer de un mundo moribundo y se estaban
introduciendo en el amanecer de un mundo nuevo. La ignorancia y la superstición que habían
prevalecido por mil años parecían estar desapareciendo poco a poco. El surgimiento del humanismo
y especialmente el desarrollo del Renacimiento estaban cambiando la manera de pensar y ver la
realidad. El papado mismo, que había promovido algunos de estos desarrollos, fue absorbido casi
totalmente por los nuevos movimientos y su espíritu mundano y secular. Nunca más en la historia
subsiguiente sería igual y en la primera mitad del siglo XVI experimentaría cambios sustanciales, que
ayudarían a la Iglesia a sobrevivir y proyectarse hacia delante, a pesar de la seria división del ese
siglo.

Hacia el año 1500, la cristiandad europea estaba lista para una Reforma y los agentes históricos
de este evento fundamental ya estaban listos para actuar.

GLOSARIO
advocación: título que se da en la Iglesia Católica Romana a un templo, capilla, altar o imagen
particular, cuando están consagrados a la Virgen María o a un santo particular, como Nuestra Señora
de los Dolores, Virgen del Pilar, etc.

averroísmo: doctrina que enseñaba que el alma humana era mortal o, más específicamente, que
todas las almas humanas son parte de una única alma-sustancia de la cual los individuos surgen al
nacer y a la cual regresan al morir. El nombre proviene de Ibn Rushd Averroes (1126–1198), árabe,
erudito jurista de Córdoba, España, que sostenía ideas aristotélicas.

calendario eclesiástico: o calendario litúrgico, se complicó durante la Edad Media al llenarse todos
los días con festividades de los santos, a veces legendarios y más de uno por día. Otro desarrollo
medieval fue tener festivales o días dedicados para ciertas doctrinas medievales como el día de
Todos los Santos (Purgatorio) y el día de Corpus Christi (transubstanciación).

casuística: sistema de teología moral que considera plenamente las circunstancias e intenciones de
los penitentes y formula reglas para casos particulares.

cátaro: relativo a la herejía dualista de la Edad Media que consideraba intrínsecamente malos la
carne y el mundo de los fenómenos físicos. Hereje de esta secta. Esta herejía se extendió desde
mediados del siglo XII, sobre todo por el sur de Francia, donde se les denominaba albigenses. Los
cátaros pretendían una pureza absoluta de costumbres y contaban además con una auténtica
organización eclesiástica.

catecúmeno: convertido al cristianismo que está preparándose para el bautismo. En la temprana


Edad Media, esta preparación era muy breve, se hacía durante la Cuaresma e incluía oración, ayuno,
exorcismo y aprendizaje del Credo. Con el incremento del bautismo de infantes, esta preparación
desapareció o quedó reducida a un rito breve a cumplirse en la puerta del templo, antes del
bautismo del niño, generalmente el día de Pascua.

clericalismo: influencia del clero en la vida política y social. Es la búsqueda de poder, especialmente
de poder político y social, por parte de la jerarquía religiosa, llevada a cabo con métodos seculares
y con propósitos de control social. Abarca todo lo que lleva al establecimiento de un despotismo
espiritual ejercido por una casta sacerdotal. Promueve los intereses exclusivos del clero a expensas
de los laicos o creyentes que no forman parte del clero.

escrutinios: examen formal de los catecúmenos antes de su bautismo. Incluía tres “escrutinios”: una
homilía, oraciones y la imposición de manos después de la lectura del Evangelio durante la Eucaristía
en ciertos domingos de la Cuaresma. La palabra se usaba también para el examen de candidatos a
las órdenes sagradas.

hijo segundón: hijo segundo de la casa o familia o cualquier hijo que no fuese el primogénito. En
consecuencia, designaba a alguien que no heredaba las tierras señoriales ni el título de nobleza y
los privilegios que lo acompañaban. Generalmente se dedicaban a las artes liberales o ingresaban al
clero.
hostia: del latín hostia, víctima. En el antiguo Israel se refería al animal inmolado en sacrificio a Dios.
En la liturgia católica es el pan eucarístico sin levadura, que se cree se convierte literalmente en la
sustancia del cuerpo de Cristo con la consagración y que es ofrecido en el sacrificio incruento de la
misa. Consiste en una oblea blanca que es consagrada por el sacerdote y tragada sin masticar por el
comulgante.

libro penitencial: tratado que establecía las penitencias o actos de satisfacción por los diversos
pecados, que el penitente debía realizar después de arrepentirse y confesar sus faltas a un
sacerdote. De forma semejante, era la parte de una regla monástica que prescribía las penitencias
debidas por las diversas faltas o transgresiones contra la disciplina monástica.

limbo: de una palabra teutónica que significa el ruedo o borde de una vestidura; por extensión: el
borde del Infierno. El limbus infantum es el lugar ubicado entre el Cielo y el Infierno, al cual son
enviados a su muerte los niños no bautizados y que, en consecuencia, no han sido limpiados del
pecado original. Implica la pena de daño (privación de la visión de Dios), pero no pena de sentido
(sufrimiento físico). Hay una segunda sección en el limbo donde moran los justos del Antiguo
Testamento muertos antes de la encarnación del Hijo de Dios.

martirologio: historia o lista oficial de mártires cristianos. Originalmente era un calendario que
nombraba al mártir, el lugar de su martirio y la fecha de la festividad del santo. Los martirologios
“históricos” posteriores, como el de Usuardo (m. 875) o el de Ado de Vienne (m. 875) agregaron
historias de fuentes de diverso valor.

naturalismo: concepto del mundo y de la relación del ser humano con el mismo en el que sólo se
admite o asume la operación de leyes y fuerzas naturales (en oposición a lo sobrenatural o
espiritual). También se refiere al concepto que los principios morales pueden ser analizados en
términos de conceptos aplicables a los fenómenos naturales.

necromancia: el pretendido arte de revelar eventos futuros y otras cosas mediante la comunicación
con los muertos. Por extensión, designa el uso de la magia, encantamientos y conjuros.

órdenes: los diversos grados del ministerio cristiano, es decir, los órdenes menores: de acólito,
lector, exorcista y hostiario; y los tres órdenes mayores: de subdiácono, diácono y sacerdote.

órdenes menores: los cuatro primeros órdenes a los que puede ser ordenada una persona, es decir,
el de acólito, el de lector, el de exorcista y el de hostiario, en oposición a los tres órdenes mayores:
el de subdiácono, el de diácono y el de sacerdote. En el derecho canónico medieval, el celibato sólo
era requerido para los órdenes mayores.

papado: si bien el término denota estrictamente el oficio del Papa, el obispo de Roma, comúnmente
se refiere al sistema de gobierno centralizado de la Iglesia ejercido por él, junto con la pretensión
de que tiene por designación o voluntad divina autoridad universal sobre toda la cristiandad.

Purgatorio: según la Iglesia Católica Apostólica Romana, estado de sufrimiento después de la


muerte en el que las almas de aquellos que han muerto en pecado venial, y/o de aquellos que
todavía deben alguna deuda de castigo temporal por pecados mortales, son limpiados (purgados)
para poder entrar al Cielo.

sacerdotalismo: sistema religioso en el que el sacerdocio ocupa un lugar esencial como mediador
entre los seres humanos y Dios. El término señala también al espíritu, método o carácter de tal
sistema. Generalmente se usa el término en un sentido peyorativo para denotar la exaltación de
una clase sacerdotal a expensas de los valores espirituales y la participación responsable de todos
los creyentes en la vida religiosa.

sacramento: palabra latina empleada para describir el juramento de fidelidad que prestaban los
soldados romanos. En la versión latina del Nuevo Testamento se utilizó para traducir el vocablo
griego mysterion. Según Agustín es “un signo exterior y visible de una gracia interior y espiritual,”
obrado por la gracia de Dios en el creyente. Es un signo o dramatizacion, que resulta en un efecto
más poderoso que las palabras.

sacramentales: objetos y acciones a los que, en imitación de los sacramentos, se les reconoce algún
tipo de poder o virtud para obtener por medio de su aplicación o uso, efectos o beneficios
espirituales. Son tenidos por signos sagrados, creados según el modelo de los sacramentos, por
medio de los cuales se significan efectos, sobre todo en el carácter espiritual que se obtiene por la
intervención de la Iglesia. Son bendecidos por ella y deben ser utilizados conforme con las pautas
establecidas para su uso, a fin de que cumplan con su propósito. Son sacramentales: las procesiones,
peregrinaciones, bendiciones de casas y otros objetos como medallas bendecidas, crucifijos,
rosarios, agua bendita.

sacramentalismo: en un sentido general es la doctrina y uso de los sacramentos. En sentido estricto,


es la adscripción de un poder inherente y salvador a los sacramentos, o el énfasis sobre el poder de
éstos de impartir gracia, incluso sin la operación de una fe activa. En muchos casos, es una expresión
de magia o superstición de tipo religioso.

sambenito: contracción de las palabras “saco bendito,” una capa de penitencia que llevaban los
presos de la Inquisición y que indicaba el tipo de castigo a que el tribunal los había sentenciado.

sincretismo: sistema religioso o filosófico que pretende conciliar varias doctrinas y prácticas
diferentes. El sincretismo une elementos distintos, tomados de diversos sistemas, en una nueva
totalidad o sistema. Ocurre cuando una forma o símbolo cultural es adaptado a la expresión
cristiana, pero lleva con él ciertos significados unidos al sistema anterior de creencias. Los viejos
conceptos pueden distorsionar el mensaje u oscurecer el sentido cristiano que se pretende
trasmitir.

sufragios: oraciones, especialmente intercesiones u oraciones de intercesión. Se aplica


particularmente a las oraciones por las almas de los que han muerto.

superstición: una actitud irracional o primitiva de la mente hacia lo sobrenatural o Dios, que resulta
de la ignorancia, el temor a lo desconocido o lo misterioso, o de una escrupulosidad mórbida. Es la
creencia en la magia o la fortuna, o en cualquier actitud mal dirigida o desinformada hacia la
naturaleza y que es subversiva o ajena a la religión pura y verdadera.

tonsura: corte ritual del cabello, que dejaba una marca notoria en el centro de la cabeza, por el cual
una persona recibía la condición de clérigo. La tonsura era fácilmente reconocible.

trasmundo: un mundo que está más allá de éste: el mundo venidero, el mundo que está más allá
de la tumba, la realidad no terrenal sino celestial y espiritual. En muchos pueblos paganos es la tierra
espiritual donde moran los muertos y los espíritus.

vicario: responsable de una iglesia parroquial que estaba vinculada a un monasterio o a alguna otra
corporación eclesiástica que recibía el gran diezmo. El vicario recibía una parte fija de las dotaciones
de la parroquia y de las ofrendas, y, una vez instituido por el obispo, tenía asegurado el beneficio
eclesiástico de por vida; de aquí la expresión “vicariato a perpetuidad,” que se refiere a este tipo de
beneficio.

UNIDAD 4

Los problemas de la Cristiandad medieval


INTRODUCCIÓN

El gran historiador del cristianismo, Kenneth S. Latourette, calificó a la Edad Media como “los
mil años de incertidumbre.” Probablemente no hay una mejor manera que ésta para evaluar un
período tan dilatado y complejo, como el que representan los diez siglos que van del año 500 al
1500. Fue en estos siglos donde la cristiandad oriental, al tiempo que se expandió “hasta lo último
de la tierra,” sufrió también serios reveses de todo orden que pusieron en vilo su continuidad
histórica. Mientras tanto, en Occidente, es notable la manera providencial en que el testimonio
cristiano logró sobrevivir a pesar de las enormes dificultades internas y externas que experimentó a
lo largo de los siglos.

En ambos casos, el testimonio cristiano no creció con la velocidad y en la profundidad que


alcanzó en los primeros quinientos años. Si bien la fe en Jesucristo estuvo cruzando
permanentemente nuevas fronteras, también es cierto que su crecimiento y expansión fueron
mucho más lentos que en el primer período. Habrá que esperar hasta después del año 1500 para
ver al cristianismo esparcirse de manera significativa, al menos en un sentido geográfico.
Esta pérdida de dinamismo expansivo puede ser atribuida a numerosos factores, tanto internos
como externos. Indudablemente los de carácter interno fueron los más significativos y los más
difíciles de resolver. No obstante, a pesar de los enormes altibajos por los que atravesó el testimonio
cristiano en este período, la fe cristiana estaba mucho más y mejor establecida, tanto dentro como
fuera del mundo del mar Mediterráneo, en el año 1500 que en el 500. Su influencia e impacto eran
notables sobre la cultura y la sociedad. La cosmovisión que se acrisoló a lo largo de la Edad Media
especialmente en Europa occidental habría de tener efectos duraderos, llegando hasta nuestros
días.

No obstante, la vida y mentalidad cristiana que resultó de tan gigantesca mezcla de ingredientes
tan diversos y a lo largo de tanto tiempo, no se dio sin el padecimiento de los fuegos inevitables de
serias crisis históricas. Los problemas ideológicos prevalecieron, en términos de las relaciones de los
individuos y las sociedades con un sistema de ideas independientes que reflejan, racionalizan y
defienden los intereses propios y los compromisos institucionales. En la esfera social, moral,
religiosa, política o económica, estos problemas ideológicos tuvieron un fuerte impacto. La
resolución de estos problemas fue necesaria a fin de encontrar las mediaciones más adecuadas para
la acción en cada uno de los campos mencionados.

Las controversias teológicas del período agregaron peligrosos elementos negativos, porque en
casi todos los casos restaron energía a la Iglesia y entretuvieron a los cristianos en cualquier cosa
menos el cumplimiento de la misión. Pero, a su vez, ayudaron a madurar un consenso en cuanto a
la fe según debía ser creída y enseñada, a evitar herejías e interpretaciones del evangelio que podían
liquidarlo o desnaturalizarlo y a encontrar una línea clara de identidad en medio de un océano de
ideas y corrientes diferentes. Por otro lado, estos debates aportaron ricos elementos para la
comprensión de la fe propia, que facilitaron su comunicación a otros que no la conocían o
experimentaban.

Algo similar ocurrió en la esfera de lo cúltico y la estructura de la comunidad de fe. El período


de la Edad Media se presenta como uno de los más creativos y diversos en cuanto al proceso de
sincretismo y complicación de las prácticas y formas heredadas del período anterior. Como es de
imaginar, cuanto más se dilataba geográficamente la expansión del cristianismo y cuanto más
diversas eran las culturas entre las que se proclamaba, tanto más se incrementaba la diversidad. No
se adoraba de la misma manera en todas las comunidades cristianas en un determinado momento,
ni se tenía la misma estructura eclesiástica en todas partes. Si bien el rango astronómico de estas
diversidades pudo ponerle fin al cristianismo como tal, el mismo actuó positivamente como
elemento enriquecedor. Además, ayudó al cristianismo a romper con el cautiverio étnico o cultural,
y lo ejercitó en la práctica de la contextualización, con la cual pudo afirmar su naturaleza
esencialmente universal y ecuménica.

En mil años, como es de suponer, las dificultades para la difusión de la fe fueron muchas y muy
graves. No obstante, la fe de Jesucristo encontró siempre la manera de correr como el agua,
buscando un camino para llegar con su mensaje de fe, esperanza y amor hasta los rincones más
recónditos del mundo conocido de aquél entonces. No siempre los caminos escogidos fueron los
más adecuados ni los que mejor respondían a los altos ideales de la fe. Pero sea como fuere, el
evangelio del reino fue proclamado. En algunos casos tal proclamación, ya sea por su carácter
profético o por su distorsión de la fe, fue reprimida y perseguida por quienes se consideraban
dueños de la verdad absoluta. Así y todo, la semilla de la Palabra de Dios encontró un suelo fértil, a
veces en terrenos insospechados, y mantuvo su maravillosa capacidad de dar vida, aun en medio de
la muerte y las tinieblas más profundas.

En esta Unidad prestaremos atención a algunos de estos elementos mencionados. Al hablar de


estos problemas de la cristiandad medieval no lo hacemos con una perspectiva negativa, sino como
áreas de desafíos que confrontaron los cristianos. En la medida de lo posible, procuraremos ver de
qué manera en la Edad Media los creyentes hicieron frente a estas cuestiones y las respuestas que
dieron a las mismas.

EL PROBLEMA IDEOLÓGICO

_ Relación Iglesia y Estado

El anhelo de unidad. El gran problema religioso y político que mantuvo en vilo al mundo
medieval fue el de la unidad. Desde los días del emperador Constantino, la gran preocupación había
sido cómo lograr la unidad política del Imperio Romano a partir de su unidad espiritual y religiosa
en torno al cristianismo. Con las invasiones bárbaras y el establecimiento de los reinos germánicos
el problema de la unidad se tornó todavía más acuciante. Europa vio profundizarse la brecha entre
Oriente y Occidente. Destruida la realidad de la unidad imperial, ésta permaneció como una
aspiración y como un proyecto. La Iglesia cristiana occidental, en la que se fijaron múltiples rasgos
de la estructura imperial, fue la promotora principal de la concepción unitaria de Occidente y creó
un modelo del papado a imagen y semejanza de la autoridad de los emperadores.

El Imperio carolingio fue expresión de esta aspiración de una unidad político-religiosa,


estimulada por la Iglesia y posibilitada por el ascenso al poder de los francos. En este sentido, el
Imperio organizado por Carlomagno fue una restauración del viejo ideal del Imperio Romano. Pero
la aspiración a un orden universal alimentada por el recuerdo del Imperio Romano, no logró superar
el proceso de fragmentación provocado por la multiplicación de los señoríos con el feudalismo. Con
la desaparición de Carlomagno el ideal de unidad no desapareció, pero sí su expresión concreta. El
proceso de desintegración que se operó en el curso del siglo IX fue una lucha universal por el
predominio de las diversas regiones y el desarrollo del feudalismo. A la antigua unidad política le
siguió una infinita parcelación del poder. El ideal de unidad, entonces, fue proyectado a un plano
religioso, en el que la Iglesia y el papado representaban la única posibilidad de realización del anhelo
ecuménico. Como indica José Luis Romero: “El imperio no fue en ningún momento, durante la Edad
Media, ni una realidad, ni siquiera una virtualidad verosímil. Sólo cabía la posibilidad de lograr una
unidad espiritual, la de la cristiandad, o al menos, la de la cristiandad occidental, y esa posibilidad
correspondía exclusivamente al papado.”
Cuando alcanzamos la segunda mitad del siglo XIII, la disolución del orden medieval parecía
inminente. La renovación de la vida económica y el ascenso acelerado de la burguesía, que siguió a
los siglos de las Cruzadas, no sólo incrementó el individualismo sino que puso en riesgo el ideal de
unidad. Los reinos nacionales fueron adquiriendo identidad y poder, mientras declinaba la viabilidad
de un orden ecuménico bajo la conducción de la Iglesia y especialmente del papado. Cada vez más,
reyes y burgueses, herejes y disidentes reclaman una cuota de poder y autonomía a expensas de la
Iglesia una y del dominio papal.

José Luis Romero: “Lo que representaban papado e imperio eran ya, inequívocamente,
ideas superadas que los nuevos tiempos no sentían con el fervor de antaño. El mundo
occidental comenzaba a moverse ahora al impulso de nuevos incentivos, muchos de los
cuales venían de más allá de las fronteras del área del cristianismo occidental. En el campo
de la cultura, la influencia de los mundos vecinos se hacía notar enérgicamente, a través del
averroísmo y de la ciencia árabe, a través de las renacientes sugestiones de la antigüedad,
que llegaban desde Bizancio, a través de los relatos sobre países y culturas exóticos. Una
nueva perspectiva se abría para el mundo occidental, que comenzó por encandilarse y
sumergirse en las más descabelladas experiencias.”

En el matrimonio medieval entre la Iglesia y el Estado, fue la primera la que mantuvo la iniciativa
y la voz cantante. El mundo medieval se mantuvo unido principalmente por la Iglesia y, en un grado
considerablemente menor, por las instituciones del Estado. Fue la Iglesia la que inundó toda la
cristiandad de estructuras eclesiásticas e institucionales, que crearon una verdadera red universal.
Arzobispados, obispados, parroquias, escuelas, universidades, claustros, monasterios, templos y
oratorios configuraron una red gigantesca, que cubría todo el continente europeo y se extendía
también más allá. El calendario eclesiástico regía la vida cotidiana de la Iglesia y el Estado. El ciclo
del año era una dramática renovación anual de la historia cristiana. Cada día recordaba a un mártir
o a un santo y sus hechos más destacados.

Además, la Iglesia se transformó a lo largo de la Edad Media en una de las fuerzas que más
colaboraron en el robustecimiento del poder real. Las relaciones de la Iglesia con el Estado
presentan en todo este período una curiosa paradoja: por un lado, los clérigos son los más acuciosos
en defender el poder real en su lucha contra el feudalismo, pues ven en el primero una mayor
garantía para el desempeño de sus funciones religiosas; pero, por otra parte, los prelados tratan de
convertirse ellos mismos en señores feudales de las villas o territorios en que residen.

Un orden universal. La idea de que la vida individual está insertada en un sistema universal
ordenado por Dios fue característica de los tiempos medievales. Esta idea fue heredada de los
ideales del Imperio Romano y perduró en la concepción universal (católica) de la Iglesia de Roma.

José Luis Romero: “Tan contradictoria como pudiera parecer la realidad históricosocial
respecto a esa convicción, [ésta] fue alimentada y sostenida por el recuerdo duradero del
imperio y por la enérgica acción del papado. Se entremezclaron a lo largo de la temprana
Edad Media las dos raíces que la nutrían, chocaron a veces las dos concepciones que
representaban, y se fundieron poco a poco en el plano teórico aun cuando esbozaran muy
pronto sus zonas de fricción. Una y otra representaban dos interpretaciones diferentes del
ideal ecuménico, pues la tradición romana tendía a una unidad real—el Imperio—, y la
tradición cristiana conducía a una unidad ideal—la Iglesia—, en la que, sin embargo, el
pontificado hubo de ver, en cierto momento, la virtualidad de una unidad tan real como la
del Imperio. De esta disparidad surgiría más tarde el conflicto entre ambas potestades.”

Poco a poco la Iglesia se fue transformando en la gestora de este orden universal. Al principio,
tal orden estaba limitado al reino del espíritu sin aspirar a ostentar algún poder temporal. Pero con
el tiempo, la Iglesia y especialmente el papado fueron creciendo en su apetencia de colocar a “los
reinos de este mundo” bajo su tutela espiritual y control político. La unidad religiosa y la obediencia
al obispo de Roma fueron consideradas condiciones necesarias para el mantenimiento del deseado
orden universal. El papado fue alimentando cada vez más su aspiración a transformar su autoridad
y poder espiritual en una autoridad y poder terrenal. Todos aspiraban a un orden universal regido
por una autoridad ajena a las luchas políticas. La única entidad que podía satisfacer tal anhelo era
el papado, especialmente cuando el Imperio desaparecía o declinaba. A lo largo de la mayor parte
de la Edad Media, el papado no tuvo competidores como poder regulador de la cristiandad, frente
a la indefinida fragmentación del poder político provocada por el feudalismo.

Su éxito en instaurar un cierto orden universal mediante la organización de la jerarquía


eclesiástica, la reforma de las órdenes monásticas, las universidades, las grandes empresas
internacionales como las Cruzadas, le permitió al papado disfrutar de autoridad y poder universal.
Es así como, hacia fines de la Edad Media, surge la teoría de “las dos espadas,” según la cual todo
poder venía de Dios y se mantenía por medio del brazo eclesiástico y el brazo secular, de los cuales
el segundo debía estar al servicio del primero. Pero cuanto más se salía de la esfera espiritual para
entrar en la esfera propiamente temporal, sus intentos enfrentaron la resistencia de otros agentes
con apetencias similares. En este caso, ya no se trataba del Imperio, sino de los reinos nacionales,
que luchaban por ganar su identidad poniendo fin al feudalismo y a la hostilidad de sus vecinos.

La controversia de las investiduras. Uno de los aspectos más memorables del siglo XI fue el
conflicto entre el papado y el Imperio alemán en torno a la selección de los prelados eclesiásticos y
su instalación en sus oficios. Este conflicto se ha llamado a veces “la querella de las investiduras,”
“la reforma Gregoriana” o según la concepción del historiador alemán Gerd Tellenbach, “la
revolución Gregoriana.” En la historia política europea este conflicto es memorable porque le dio
un impulso decisivo a la definición del Estado vis a vis la Iglesia. Eventualmente, de este conflicto va
a nacer una mayor conciencia entre los europeos sobre la distinción entre el Estado y la sociedad
civil.

Para entender las raíces del conflicto, hay que recordar las diferencias entre las concepciones
romana (pública) y germánica (patrimonial) del Estado. También hay que traer a colación la noción
de “iglesia propia” o “iglesia particular” (Eigenkirche) que los germanos desarrollaron dondequiera
que se establecieron. Según esta noción, el dueño de una iglesia (templo) era la persona que había
donado la tierra sobre la cual estaba emplazado el altar. No importaban las adiciones al monasterio
o al templo en cuestión, no importaban las rentas que se acumularan o los donativos que se
añadieran, el donante original y sus herederos retenían la propiedad de la iglesia como parte de su
patrimonio.

De este derecho de propiedad, reconocido en la ley germánica, se derivaban varios corolarios.


El patrón o dueño de la iglesia (o templo) la confería como un beneficio de por vida a una persona,
para que atendiera las necesidades de la misma. Pero cuando esta persona moría, el derecho de
nominar a su sucesor se revertía al patrón. Éste tenía derecho a gozar de las rentas cuando la iglesia
no tenía titular, y podía heredar una porción de los bienes muebles del titular.

Esta noción germánica de la iglesia o templo como propiedad de un particular estaba en


conflicto abierto con la noción romana de la iglesia o templo como perteneciente a la comunidad
de los creyentes, cuyo gestor era el obispo. Por eso fueron tan frecuentes los conflictos entre los
obispos que querían mantener jurisdicción sobre todas las iglesias de sus diócesis, y los patronos
que querían mantener los derechos heredados sobre las iglesias fundadas por sus familias.

_ Relación Iglesia y sociedad

La Iglesia y la sociedad feudal. El desmoronamiento del gobierno centralizado fue acompañado


por un fenómeno similar en la Iglesia. El papado se convirtió en botín disputado por las facciones
nobles de Roma e Italia, y hasta hubo batallas entre los pretendientes rivales. Los papas designados
carecían del prestigio y los medios necesarios para controlar los asuntos religiosos del vasto
territorio de la cristiandad occidental. En realidad, durante buena parte de la Edad Media, papas,
arzobispos, obispos y abades no gozaron de más poder y prestigio que el que les correspondía como
señores feudales en competencia con otros señores feudales.

Los monasterios y las diócesis poseían tierras extensas y ricas que, bajo las condiciones caóticas
de los siglos IX y X, fueron presa tentadora para los señores fuertes y rapaces. Ante la ausencia de
un instrumento público de paz y orden, los obispos y abades se vieron obligados a arreglárselas
como podían para proteger sus bienes. Esto significó, naturalmente, buscar caballeros y concederles
feudos a cambio de sus servicios como defensores de las tierras de la Iglesia. De este modo la Iglesia
se fue feudalizando completamente, y hasta los mismos abades y obispos llegaron a ser
generalmente hijos segundones de la aristocracia feudal. Como abad u obispo, el hijo menor de un
duque o conde podía llegar a poseer vastas tierras y rentas proporcionales a su rango; y en no pocas
ocasiones tales eclesiásticos tenían la oportunidad de valerse de su entrenamiento caballeresco
capitaneando a sus hombres para combatir contra algún señor vecino con quien tenían una disputa.
Es cierto, sin embargo, que las tradiciones del derecho y la administración romanos no se olvidaron
por completo y perduraron con mayor vigor entre los eclesiásticos.

La Iglesia y la corrupción feudal. Como puede fácilmente imaginarse, la Iglesia se corrompió no


pocas veces dadas las condiciones feudales. Muchos obispos y abades apenas se distinguían de sus
compañeros nobles en cuanto a la conducta personal se refiere. La mayoría de los párrocos estaban
casados a pesar de las prohibiciones del derecho canónico. La ambición de bienes terrenales y de
poder y prestigio afectaban de igual modo a los señores eclesiásticos como a los seglares. Éstas y
otras deficiencias perturbaban a las personas piadosas, y se hacían esfuerzos para corregirlas, si bien
no siempre con resultados efectivos.

Durante el transcurso de los siglos X y XI muchos fieles de la Iglesia, tanto miembros del clero
como laicos, llegaron a pensar que la corrupción y degradación prevalecientes en la Iglesia no se
podrían remediar mientras los laicos poseyeran la facultad de nombrar prelados, y especialmente
mientras los cargos eclesiásticos se vendieran a los candidatos interesados. La simonía y la
investidura laicas parecían ser—en particular a los ojos de los monjes cluniacenses—los obstáculos
principales que impedían la reforma y purificación de la Iglesia.

Las actividades de los frailes infundieron un nuevo ardor e idealismo a la práctica cristiana. Las
ciudades, en rápido crecimiento, fueron desde el principio el terreno de su preferencia. Los frailes
cuidaban a los enfermos y a los pobres, y para ello fundaron hospitales; además predicaban, a
menudo en las esquinas de las calles, y tomaban parte activa en la educación. Por primera vez los
habitantes de las ciudades de Europa occidental entraron en contacto con todo el poder del
idealismo cristiano gracias a los franciscanos, mientras que los escépticos y herejes quedaban
expuestos a los sutiles y convincentes argumentos de los cultos frailes dominicos.

En realidad, la Iglesia se mostró hostil hacia los campesinos y siervos de la gleba. Muchos clérigos
escribieron de manera muy negativa acerca de ellos, destacando su avaricia, violencia e ignorancia.
De hecho, no hubo muchos santos campesinos, salvo Juana de Arco, que llegó tardíamente a los
altares, después de haber sido condenada a la hoguera como bruja. El clero se fue haciendo cada
vez más urbano y menos rural. No obstante, el campesinado permaneció católico, porque la Iglesia
era su única esperanza de salvación en este mundo y por la eternidad.

_ Relación mundo y trasmundo

La cosmovisión medieval estuvo dominada por la imposición de las ideas cristianas sobre el
trasfondo de la tradición pagana (no destruida totalmente) y los aportes de los pueblos germánicos
invasores. La tradición pagana grecorromana había aportado una cierta imagen naturalista, de corte
politeísta y mágico, que coincidía bastante con el aporte de la tradición de los germanos. En ambos
casos, lo milagroso y misterioso ocupaba un lugar muy importante. El trasmundo de los dioses y de
los muertos irrumpía constantemente en el mundo real. Fue sobre este trasfondo que se impuso el
cristianismo, de suerte tal que la concepción naturalista de la realidad no desapareció, sino que
encontró formas de expresión en la religión cristiana, como en una multitud de supersticiones, el
culto de las imágenes, la veneración de la Virgen María y el sacramentalismo.

El mundo. La Edad Media se presenta, en general, como una era en la que lo religioso ocupó un
lugar fundamental. La religión afectó todas las esferas de la vida de los pueblos, y produjo una
inevitable tensión entre los presupuestos y los mandamientos religiosos por una parte, y las
necesidades prácticas de la realidad mundana por la otra.

Herbert Rosinski: “Esta tensión subyacente entre religión y mundo fue especialmente
aguda en el cristianismo, cuya original independencia radical del mundo sólo gradualmente
cedió a una progresiva adaptación. La relación del cristianismo con el mundo, de hecho,
estaba destinada a ser esencialmente tensa. Esta tensión podía franquearse y en la práctica
se franqueaba, pero, no obstante, en principio, permanecía sin resolver y era necesario que
permaneciera de ese modo si se pretendía preservar su esencia y su singular fuente de
energía … Sin embargo, esta tensión era mucho más intensa en el Occidente que en
Bizancio, hecho que tuvo decisiva significación para el desarrollo interior de las dos ramas
del cristianismo, como también para su destino definitivo.”

En el caso del Islam, la situación era totalmente diferente, ya que Mahoma fue profeta pero
también un hombre de Estado. La religión para él no era algo que estaba en contradicción con el
mundo. Por el contrario, era un poder que encontraba su meta precisamente en el dominio político
y en la transformación política del mundo. Religión y mundo en el cristianismo eran términos
opuestos, ya que la primera tiene que ver básicamente con la relación del alma con Dios, mientras
que en el Islam la religión está más relacionada con la regulación escrupulosa de la vida y no hay
contradicción con el mundo.

El ideal de vida superior durante toda la Edad Media fue la vida monástica, es decir, la huida del
mundo para poder vivir una vida contemplativa. Las formas de la convivencia monástica giraban en
torno a reglas particulares, la mayoría siguiendo el modelo ideado por Benito de Nursia, que
combinaban diferentes dosis de acción y contemplación, estudio y plegaria. Pero el retiro del mundo
no fue la opción de todos. La mayoría de las personas fueron encontrando en las incipientes
ciudades medievales las posibilidades de invertir sus vidas como artesanos o mercaderes,
estudiosos o religiosos, líderes de la comunidad o sacerdotes. La ciudad, de algún modo, ofrecía la
oportunidad de escapar a la dominación señorial y lograr algún grado mayor de libertad y
oportunidad para una vida mejor. La vida ciudadana fue resultando más ordenada, previsible y
ajustada a derecho, que la vida rural propia del feudalismo. Este proceso sirvió para cambiar poco a
poco la valoración negativa que se tenía del mundo, y tanto más cuando nos acercamos a la baja
Edad Media. La aparición del humanismo completó el proceso de secularización y de valoración del
mundo como esfera adecuada para la realización del ser humano.

El trasmundo. Ya en la temprana Edad Media puede advertirse de qué manera, en un complejo


cultural dominado por una cosmovisión cristiana, se da la presencia eminente del trasmundo. La
realidad inmediata estaba saturada por la presencia del trasmundo, que se tornaba en una realidad
bien concreta gracias al fuerte impulso apocalíptico que animó la comprensión de la fe cristiana en
ese tiempo. Incluso en la alta Edad Media continúa advirtiéndose la presencia de un ideal de vida
vigorosamente enraizado en la imagen del trasmundo. Si bien la imagen del mundo mejoró
notablemente para entonces, nada perteneciente al mundo real podía compararse en significación
con la esperanza de la eternidad y la vida bienaventurada después de la muerte.

Las expresiones más elevadas de la cultura medieval destacan la presencia permanente del
trasmundo en la conciencia colectiva de aquel tiempo. El trasmundo se presentaba en los capiteles
historiados de los claustros e iglesias románicas y góticas, los pórticos, los vitrales y las pinturas. La
decoración, especialmente la escultura, adquirió una significación extraordinaria y una simbología
llena de misterio, que incitaba a la constante consideración del trasmundo a través de las alusiones
al Juicio Final y a las historias sagradas. Catedrales, iglesias y edificios comunales de estilo gótico a
partir del siglo XII, al tiempo que revelan el empuje de la burguesía en ascenso, fueron testigos
elocuentes de la importancia que el trasmundo tenía para quienes los construyeron y utilizaron.

Alfred Weber: “Sobre el sencillo sentido religioso de externidad, propio de los cistercienses,
se eleva como nacida de esas contraposiciones la gran arquitectura gótica de plenitud.… Las
formas expresivas de esta arquitectura exhalan la múltiple diversidad de la vida, como en
amplios tonos orquestales; unen la línea horizontal de lo terreno con la línea vertical de lo
eterno; y están creadas y representadas por aquel fuerte sentido religioso enfocado al otro
mundo, cuyos efectos espirituales y psicológicos fueron los que hicieron posible que, en el
siglo XIII, se pudiese superar el estilo tan maravilloso del último período de arte románico
en Alemania, que constituía ciertamente un arte rico, esclarecido y altivo, pero todavía con
un sentido terrenal.

“En el exterior y en el interior de los templos creados o afectados por ese sentido
religioso de lo eterno, de ultratumba, hallamos las obras plásticas de esta época, las cuales
se hallan configuradas de un modo técnico con toda la fuerza de las formas aprendidas del
mundo antiguo, pero siendo ciertamente en cuanto a su esencia cristianas hasta el último
pliegue … Y estas figuras constituyen ciertamente los documentos más impresionantes de
aquel destino europeo, convertido entonces por vez primera en realidad, de aquel destino
espiritual del mundo occidental, de aquel destino inserto en la contraposición entre Dios y
Mundo, que no tiene solución.”

Por otro lado, la totalidad de la sociedad cristiana a lo largo de la Edad Media, se basaba en una
intensa creencia en lo sobrenatural. El trasmundo mágico y fantástico se vivía a flor de piel. Al no
disponerse de un sistema científico que permitiera una comprensión más objetiva y crítica de la
realidad, la dimensión sobrenatural de la existencia humana se veía magnificada. En este contexto,
los milagros ocupaban un lugar muy destacado y la intervención de Dios en el mundo era estimada
como permanente. Los eventos calificados como miracula penetraban la vida en todos los niveles.
De allí la enorme cantidad de relatos y testimonios de milagros en la literatura medieval,
especialmente de aquellos relacionados con los santuarios de santos y sus reliquias. Además,
estaban los milagros atribuidos a la Virgen y a algunos misioneros.

Benedicta Ward: “A lo largo de la Edad Media se vio unánimemente a los milagros como
parte de la Ciudad de Dios sobre la tierra, y cualesquiera hayan sido las reflexiones que las
personas hayan tenido sobre su causa y propósito, ellos constituían una parte integral de la
vida ordinaria. La exploración de los relatos de milagros deja dos impresiones principales:
el número y diversidad de los eventos considerados como de alguna manera milagrosos, no
con ingenuidad sino a partir de una concepción más compleja y sutil de la realidad que la
que poseemos; y la unidad de opinión acerca de los milagros tanto en el pensamiento como
en su registro, una unidad expresada por Agustín: ‘Dios mismo ha creado todo lo que es
maravilloso en este mundo, los grandes milagros así como las maravillas menores que he
mencionado, y él los ha incluido a todos en esa maravilla única, ese milagro de los milagros,
que es el mundo mismo’.”

Además de manifestarse a través de los milagros, el trasmundo se hacía también evidente a


través de la magia, que era su contraparte. Si bien las “artes mágicas” habían sido consistentemente
prohibidas por la Iglesia, gozaron de gran popularidad, especialmente en los siglos XIV y XV. El uso
de la magia para el contacto con lo sobrenatural y el trasmundo fue común tanto en las tierras
paganas del norte de Europa como en el mundo del Mediterráneo, al punto que la diferencia entre
magia y milagro no siempre estuvo muy clara. No obstante, en teoría al menos, la magia que
involucraba la invocación de demonios fue condenada por la Iglesia mientras que los milagros
fueron recomendados como el método adecuado para la obtención de poder sobrenatural por parte
de los cristianos. Sin embargo, en las masas predominaba un área intermedia de prácticas y
creencias sincretizadas, donde lo mágico y lo milagroso se mezclaban.

Benedicta Ward: “La discusión de los milagros durante la Edad Media muestra por sobre
cualquier otra cosa la aceptación de lo milagroso como una dimensión básica de la vida. Los
lazos de la realidad incluían lo invisible de una manera ajena al pensamiento moderno. Los
milagros eran la regla más que la excepción, y el concepto de la mano de Dios obrando en
la totalidad de la vida coloreaba la percepción de los milagros y sus registros. Dada esta
preocupación con los milagros, es de esperar que hubiera muchos registros de milagros
contemporáneos.… El número mayor de estos milagros fue registrado en los santuarios de
los santos, dado que virtualmente cada pueblo tenía su santuario y frecuentemente
también a alguien capaz de registrar los milagros.”

Será durante la baja Edad Media que se hará más evidente la tensión entre una concepción
teísta y trascendentalista de la realidad y una concepción naturalista e inmanentista. El humanismo
promovía lo segundo, pero las grandes masas no educadas continuaron sumergidas en el dominio
del trasmundo y en toda suerte de supersticiones y sincretismos. Mientras algunos humanistas
expresaron a través de sus obras (literarias o plásticas) un optimismo radical en las posibilidades
humanas, otros representaron en sus producciones el patetismo angustiado frente a la enfermedad,
el hambre, la miseria y la muerte. Como indica José Luis Romero: “La presencia del trasmundo—
signo revelador de la perduración de la típica medievalidad—se enerva en unos mientras se
robustece en otros, o a veces se reviste de cierta gracia ingenua que parece compartir una y otra
tendencia.”

_ Relación vida y muerte

La presencia de la muerte. Toda la Edad Media estuvo caracterizada por un sentido muy vivo de
la presencia constante de la muerte en la vida de las personas. La violencia feudal, la fragilidad frente
a la pobreza y la miseria, la falta de recursos para satisfacer las necesidades humanas básicas, y la
vulnerabilidad frente a plagas y cataclismos, llevaron al desarrollo de un verdadero culto a la
muerte. En tiempos medievales hubo una relación dinámica entre vivos y muertos, que hoy es
desconocida.
Patrick J. Geary: “En este mundo [medieval], que comprende esencialmente esas regiones
de Europa bajo la influencia directa de las tradiciones políticas y culturales de los francos, la
muerte era omnipresente, no sólo en el sentido de que las personas de todas las edades
podían morir y de hecho morían con asombrosa frecuencia y celeridad, sino también en el
sentido de que los muertos no dejaban de ser miembros de la comunidad humana. La
muerte marcaba una transición, un cambio de estatus, pero no el fin. Los vivos continuaban
debiéndoles ciertas obligaciones, la más importante era la de la memoria, el recuerdo. Esto
significaba no sólo el recuerdo litúrgico en las oraciones y las misas ofrecidas por los
muertos por semanas, meses y años, sino también mediante la preservación del nombre, la
familia y las acciones de los que partieron. Para una categoría de los muertos, aquellos
venerados como santos, las oraciones por ellos cambiaron a oraciones a ellos. Estos
‘muertos muy especiales’ …, podían actuar como intercesores a favor de los vivos delante
de Dios. Pero esta diferencia era sólo de grado, y no de especie. Todos los muertos
interactuaban con los vivos, continuaban ayudándolos, advirtiéndoles o amonestándoles,
incluso castigándoles si las obligaciones de memoria no se cumplían.”

Esto se hizo todavía más patético con episodios catastróficos como la Peste Negra (1348–1349).
En pocos meses, la población de Europa Occidental se redujo a un tercio de su total. Las
consecuencias económicas y sociales de la peste fueron muchas. Se dio una drástica reducción de
los cánones de arrendamiento y las exacciones señoriales; la mano de obra diestra urbana se
encareció; hubo una concentración de la riqueza inmueble en los sectores dirigentes por las muchas
herencias de los sobrevivientes y la estructura social tambaleó.

Culturalmente la peste bubónica también afectó la vida y el pensamiento. La muerte


omnipresente en los frescos y en las sepulturas de las décadas subsiguientes ensombreció el arte.
En la vida religiosa la epidemia dejó hondas huellas. Una alta proporción del clero secular murió y
en muchos lugares nunca volvió a tener la misma importancia numérica. Muchos monasterios y
conventos tampoco recuperaron el número de miembros que habían tenido antes de 1348. Los
estragos de las epidemias y el horror de su recurrencia marcaron las percepciones y las
mentalidades. La fascinación con los temas mórbidos marcó la expresión religiosa. En la mente de
muchos fieles, la epidemia era un castigo divino, y por eso se desarrollaron prácticas penitenciales
comunitarias, que a veces canalizaron y otras veces fomentaron la histeria colectiva. A la vez, los
excesos ascéticos y la prédica moralizante propiciaron la ironía y el escepticismo.

La concepción heroica de la vida. Mientras en Oriente la actitud cristiana predominante era de


carácter contemplativo y las cuestiones terrenales se proyectaban al más allá, en Occidente y debido
al impacto de los pueblos germánicos, el destino del ser humano se cumplía de este lado de la
eternidad. En la cosmovisión germánica, el guerrero y su heroísmo eran sinónimo de virtud, en
contraste con el quietismo contemplativo predominante en el cristianismo de origen oriental.
Heroísmo y activismo llevaron a una concepción señorial de la vida, en la que constituían el signo
de una acción relacionada con el poder, la gloria y la riqueza.
La Iglesia procuró poner bajo control esta concepción heroica de la vida y canalizarla de maneras
más creativas y convenientes a sus propios intereses. Esto es lo que intentó en las sucesivas
Cruzadas contra los musulmanes, que predicó con entusiasmo. Incluso los monjes occidentales
fueron muy diferentes de los orientales, en que mientras estos últimos se dedicaban a una vida
contemplativa y de oración, los primeros se mostraban como santos militantes, capaces de poner
en acción su vocación religiosa en beneficio de la propagación y defensa de la fe. En este sentido,
fueron monjes y soldados los que a lo largo de la temprana Edad Media esparcieron la fe por todo
el continente europeo. Y más tarde, fueron caballeros cristianos, que aprendieron a subordinar el
heroísmo a la fe, los que la defendieron frente a los musulmanes y los herejes surgidos en el seno
mismo del mundo cristiano.

En la baja Edad Media, esta concepción heroica de la vida asumió un carácter más refinado. El
espíritu caballeresco sobrevivió a las Cruzadas, pero poco a poco se secularizó y mundanalizó. Perdió
prestigio popular, pero se refugió en las minorías señoriales y en las cortes. Se llenó de convenciones
propias del decadente orden feudal y estableció reglas sofisticadas para la conducta social. Fiestas
y torneos, ceremonias y festines fueron las ocasiones en que este espíritu se manifestó de manera
más espectacular. Los trovadores y ministriles exaltaban, a través de sus canciones y poemas, las
virtudes de la caballería, que eran imitadas por los burgueses ricos. La exaltación e idealización de
la mujer, el amor cortés, la apetencia por la buena vida y el goce de vivir, un sentido profano de la
realidad, la contemplación de la naturaleza, la creación estética y el amor por la belleza fueron
expresión de esta concepción heroica de la vida, que estuvo acompañada de un creciente
individualismo. Lo individual se fue tornando más importante que lo colectivo. El espíritu de
aventura, la apetencia del saber y la aparición del retrato en la pintura son manifestaciones de esta
concepción heroica y exaltada de la vida.

El Purgatorio y el Infierno. Más allá de su particular posición en la compleja pirámide social


medieval y de su manera de entender y vivir la vida, todas las personas compartían la misma
certidumbre en cuanto a la muerte. Señores y siervos, obispos y laicos, cultos e incultos todos eran
bien conscientes de la proximidad de la muerte y de su funesto efecto nivelador. Frente a ella todos
eran iguales y enfrentaban los mismos temores y necesidad de salvación. Fue en torno a esta
realidad palmaria que se elaboraron los conceptos y creencias en cuanto al Purgatorio y al Infierno.

El Purgatorio. La preocupación por la muerte llevó necesariamente a preocuparse por qué


ocurría con el alma después de experimentarla. Ya en el monasticismo temprano se había planteado
la necesidad de responder a la inseguridad de la salvación y la inminencia del castigo divino con
algún camino alternativo. En el monasticismo celta se acentuaba el carácter penitencial de la vida
monástica. En la concepción celta, la majestad de Dios era tal y la fragilidad humana y su inclinación
al pecado eran tan pronunciadas, que continuamente había que estar reconciliándose con Dios. El
monje irlandés hurgaba su conciencia sin cesar para ver en qué había ofendido a Dios y cómo reparar
esas ofensas. Por esa insistencia celta en la necesidad continua del perdón y la reconciliación, la
práctica penitencial de Occidente se modificó y se elaboraron numerosos libros penitenciales. Las
penitencias que se les imponían las cumplían después de la absolución. De esa manera la absolución
vino a anteceder a la penitencia, y la confesión de los pecados vino a ser un ejercicio privado que
sustituyó la antigua absolución pública. Sin embargo, subsistió la ansiedad en cuanto a qué pasaba
si uno se moría antes de cumplir con todas las penitencias que se le habían impuesto. De ahí vino a
cobrar importancia la noción de purgar por los pecados, de la cual en el siglo XII se esbozó
teológicamente el concepto de Purgatorio.

Fernando Picó: “De esta noción de conmutar la penitencia no cumplida con una obra
piadosa también surgió eventualmente la noción de indulgencia, que tanto dio que hacer
en las controversias de la Reforma Protestante del siglo XVI. La indulgencia era un
equivalente en oraciones de la obra piadosa, que a su vez equivalía a una penitencia no
cumplida. Sin embargo, en los siglos XIV y XV surgiría la noción de que hacer un donativo en
dinero para llevar a cabo una obra piadosa era equivalente a hacer la obra piadosa. Por lo
tanto, le restaba purgatorio por cumplir al donante lo que le hubiese restado de días de
penitencia la obra piadosa.”

Los Padres Griegos no hablaron del Purgatorio, pero recomendaron las oraciones y servicios
eucarísticos a favor de los difuntos. Los Padres Latinos, especialmente Agustín enseñaron la
purificación por medio del sufrimiento en la otra vida. Los escolásticos sistematizaron y
desarrollaron la herencia patrística, enseñando que el más ínfimo dolor del Purgatorio era mayor
que el más grande dolor de la tierra, aunque a las almas allí las consuela el saber que se hallan entre
aquellos que van a ser salvos. Desde Tomás de Aquino y Buenaventura, los teólogos latinos
enseñaban que las almas en el Purgatorio eran atormentadas por el fuego, pero los teólogos
bizantinos no aceptaron esta conclusión. Por otro lado, a la luz de la práctica de las indulgencias,
estos tormentos ocurrían en el tiempo y se medían en términos de años y días. Se decía también
que el estado del Purgatorio consistía en cierta posición en el espacio, y que era algo totalmente
diferente del Cielo o del Infierno. Pero cualquier teoría en cuanto a su latitud o longitud, según se
lo describe en la Divina Comedia de Dante, era pura imaginación.

El Purgatorio era para las almas de los creyentes (bautizados), que no dejaban de ser miembros
de la Iglesia por ir allí. Es por esto que estas almas podían ser ayudadas por los sufragios (oraciones,
ofrendas, buenas obras y sacrificios) de los vivientes. El sacrificio por excelencia a favor de quienes
estaban en el Purgatorio era el sacrificio de la Misa, porque ella aseguraba la salvación al penitente.
El fundamento bíblico que se citaba era la creencia judía en la eficacia de la oración por los muertos,
según 2 Macabeos 12:42–45. Sea como fuere, la eficacia de las oraciones por los muertos e
indirectamente la doctrina del Purgatorio fueron rechazadas por los cátaros, los albigenses, los
valdenses y los lolardos, junto con otros disidentes medievales, porque carecía de base bíblica y era
contraria a una sana doctrina.

El Infierno. El temor a ser condenado en el Infierno por la eternidad llenó de terror a la


cristiandad medieval. La creencia en el Infierno fue tan firme para los medievales como su esperanza
del Cielo, sólo que la primera los llenaba de temor y determinaba la mayoría de sus acciones. En
razón de que era poco menos que imposible tener certidumbre de salvación debido a que la misma
dependía cada vez más de lo que el ser humano podía hacer para salvarse, el temor al Infierno
acercaba este aspecto oscuro del trasmundo a la realidad inmediata. Estos temores fueron
alimentados especialmente por la lectura y predicación dramática del Apocalipsis, que llenó de
pánico a personas carentes de otro recurso salvífico que los sacramentos cuasi-mágicos que les
ofrecía la Iglesia. A la interpretación tremebunda del Apocalipsis se sumaba La Ciudad de Dios de
Agustín, que dominó la teología medieval y que hizo la conocida distinción entre dos mundos
contrapuestos: la ciudad celeste y la ciudad terrestre. Esta afirmación del trasmundo continuó con
la mayoría de los teólogos medievales, especialmente aquellos que trabajaron en la alta Edad
Media.

José Luis Romero: “El mundo después de la muerte, con su Infierno, su Purgatorio y su Cielo,
había sido imaginado muchas veces antes de que Dante le proporcionara, en las
postrimerías de la Edad Media, los rigurosos perfiles con que aparece en la Comedia. La
Visión de San Pablo y el Viaje de San Brandán en el siglo XI, la Visión de Túndalo, el
Purgatorio de San Patricio y la Visión de Alberico en el siglo XII, así como el Viaje al Paraíso
de Baudoin de Condé y el Sueño del Infierno de Raoul de Houdenc, nos muestran cuánto se
pensaba en el misterio del vago mundo que esperaba al hombre para morada eterna. Era
seguramente el tema que más interés despertaba en el auditorio de los predicadores, y
alrededor de él gira la obra de Joaquín de Fiore, el ferviente y semiherético monje calabrés
fundador del grupo de los Espirituales, una de cuyas obras fundamentales desarrolla el
comentario del Apocalipsis. Poco antes, los inquietantes signos del fin del mundo habían
sido esculpidos con honda dramaticidad en los capiteles del claustro del monasterio de Silos
y seguían siendo tema predilecto de otros imagineros.”

_ Relación poder y piedad

Desde los días del emperador Constantino, cuando éste decidió establecer la capital del Imperio
Romano en la ciudad que llevó su nombre, la separación entre Oriente y Occidente fue inevitable.
Los patriarcas de Oriente quedaron sometidos al emperador (cesaropapismo) y distanciados del
obispo de Roma. En los cinco siglos que siguieron al reinado de Constantino hubo cinco grandes
cismas entre la Iglesia de Oriente y la Iglesia de Occidente. Además, de cincuenta y ocho patriarcas
que gobernaron en Constantinopla durante este período, veintidós fueron considerados como
herejes o sostenedores de enseñanzas heréticas en el Oeste. Todos ellos menos uno fueron
depuestos por los emperadores. A diferencia del obispo de Roma, estos líderes religiosos dependían
del Estado para el ejercicio de su ministerio. Así continuaron las cosas hasta que finalmente en 1054,
bajo Miguel Cerulario, la división se consumó de manera definitiva, en buena medida debido a la
competencia entre los líderes religiosos y también al carácter totalmente diferente de su concepción
en cuanto al poder. Mientras para el patriarca de Constantinopla la base sobre la cual proclamaba
su primacía era puramente política, para el Papa de Roma su autoridad pretendía ser
exclusivamente espiritual.

Lloyd B. Holsapple: “El legado de Constantino a la Iglesia fue una controversia que
perduraría durante cuatro siglos y traería aparejada consigo una desunión sin precedentes.
La disputa religiosa se convertiría en la principal actividad de la Iglesia y los individuos en
Oriente. Él legó las causas que no podrían dejar de producir el cisma entre Oriente y
Occidente tanto en la Iglesia como en el Estado.”

Al impacto político de la influencia de Constantino se agregó el enorme efecto del pensamiento


de Agustín de Hipona (354–430) sobre toda la cristiandad occidental. Para sus días, tres de las cuatro
fuerzas espirituales que habían animado al mundo grecorromano—el judaísmo y las civilizaciones
griega y romana—estaban exhaustas. Sólo el cristianismo estaba en pleno ascenso y apenas
empezaba a ejercer influencia en los asuntos seculares. La transformación del cristianismo, de
fuerza espiritual que se mantenía separada del mundo, a una fuerza que poco a poco iba
penetrándolo e identificándose con él, representó el fin de una edad y el comienzo de una nueva
era: la Edad Media.

Por otro lado, la desintegración de Occidente debido a las sucesivas invasiones de pueblos
germanos, la presión externa de los pueblos euroasiáticos sobre Oriente, y el surgimiento y
expansión del Islam condujo a la división tripartita que constituyó el mundo de la Edad Media. La
parte oeste abarcaba la mitad occidental del Imperio Romano, invadido y repartido entre las tribus
germánicas, y las zonas germánico-eslavas ubicadas en el centro y el norte de Europa, fueron
gradualmente absorbidas en su órbita. El Imperio Bizantino comprendía la península balcánica y Asia
Menor. El mundo islámico incluía básicamente (además de Irán) Siria, Egipto, el norte de África y
grandes extensiones en España. Los tres territorios fueron herederos del mundo antiguo. La
significación histórica del período medieval radica en los diferentes modos por los cuales estas tres
civilizaciones desarrollaron su herencia espiritual y política común, especialmente la dimensión
religiosa.

Las tres civilizaciones fueron esencialmente monoteístas y desplazaron a las religiones míticas
politeístas. Esta difusión del monoteísmo resultó en un proceso sin precedentes de penetración
cultural, que saturó de sentimientos y conceptos religiosos la sociedad y la cultura. Todas las esferas
de la vida de los pueblos se vieron afectadas por la manera en que los individuos se relacionaban
personalmente con Dios. Esto hizo que fuese imposible separar la esfera del poder político de la
esfera del poder religioso, de suerte tal que la simbiosis entre poder y piedad caracterizó la mayor
parte del período medieval, tanto en el Este como en el Oeste.

La cosmovisión medieval no era horizontal sino vertical. Por sobre la tierra, que era plana, se
extendía la bóveda celeste, donde moraban Dios y sus ángeles. Por debajo de la tierra estaba el
infierno, habitado por Satanás y sus demonios. Encerrada por este marco espiritual, la realidad
terrenal estaba dividida en estamentos estancos, un vasto orden jerárquico que tenía al Papa como
señor supremo compartiendo su posición con el emperador. En los niveles que seguían hacia abajo,
cada uno tenía sus tareas especiales, y sus deberes y derechos particulares.

Herbert Rosinski: “En esta vasta armonía dispuesta por Dios, nada parecía encontrarse
aislado, ni pensamiento, ni sentimiento; ni ángel, ni hombre; ni animal, ni planta ni objeto
inanimado. Todo tenía, además de su realidad inmediatamente dada, un profundo
significado simbólico. Todo estaba vinculado con todo y, en último análisis, con el Creador
de todas las cosas. En la civilización occidental de la Edad Media, la vieja forma básica de las
Grandes Civilizaciones, el sistema universal del mundo vinculado y equilibrado en todas sus
direcciones, tuvo su última y su más general realización en una forma clarificada y
racionalizada por los pensamientos bíblico y griego.”

EL PROBLEMA TEOLÓGICO

Cuando pensamos en la Edad Media, la tendencia es a considerarla como mil años de aridez en
el desarrollo teológico. A lo sumo, se destaca la importancia de la teología escolástica y su
contribución al pensamiento cristiano occidental, con consecuencias que todavía persisten. No
obstante, los tiempos medievales no fueron tan quietos en materia de producción teológica como
nos parecen. Una serie de cuestiones ocuparon la atención de quienes procuraban expresar su
experiencia de fe cristiana en términos que pudiesen ser entendidos por otros. Esto llevó al
surgimiento y desarrollo de una serie de controversias, especialmente durante el período del
Renacimiento Carolingio, que ayudaron a madurar el pensamiento cristiano y a actualizar la
comprensión de la acción redentora de Dios en la historia humana. Lamentablemente, la mayor
parte de estas discusiones estuvieron muy comprometidas con cuestiones políticas, que no siempre
ayudaron al desarrollo de una sana doctrina. Más adelante, en el siglo XII, la teología maduró con el
escolasticismo, que fijó el dogma de la Iglesia Romana, a pesar de los desafíos planteados por un
buen número de disidentes.

_ Controversia sobre el adopcionismo

En tiempos del emperador Carlomagno, una de las controversias que mantuvo ocupados a los
pensadores cristianos giró en torno al adopcionismo. El escenario principal de tales debates fue
España y como es de suponer, la discusión teológica no pudo abstraerse de los conflictos políticos,
especialmente la enorme empresa de la reconquista de la Península de manos musulmanas.

El personaje que se destacó en este debate fue Félix de Urgel (m. 818), quien sostenía una
postura adopcionista, es decir, que Cristo había sido adoptado como Hijo de Dios durante su
ministerio en la tierra. El arzobispo Elipando de Toledo había intentado refutar el sabelianismo, pero
al hacerlo propuso una cristología de corte adopcionista, a la que se adhirió Félix. En reacción a ellos
se colocó el Beato de Liébana, Alcuino, Paulino de Aquileya y los papas Adriano I y León III, y por
supuesto, el propio Carlomagno.

A los teólogos más ligados a la ortodoxia, el adopcionismo les parecía un rebrote de


nestorianismo, es decir, cierta tendencia a dividir la persona de Cristo. Quienes reaccionaron lo
hicieron procurando enfatizar la unidad de lo divino y lo humano en Cristo y la comunicación de las
propiedades entre sus dos naturalezas. Así, pues, mientras Elipando y Félix parecían hacer una
distinción entre la humanidad y la divinidad de Cristo, con énfasis en la preservación de esta última
con sus características intactas, sus opositores rechazaron tal división porque temían que se
perdiese la realidad de la encarnación. Una vez fallecidos Elipando y Félix, el debate se terminó tan
pronto como había comenzado.

_ Controversia sobre la predestinación


Esta controversia ocurrió también durante el período carolingio. Los principales protagonistas
fueron Rábano Mauro, Ratamno de Corbie, Servato Lupo, Prudencio de Troyes, Floro de Lión y Juan
Escoto Erígena. Un monje de nombre Gotescalco, seguidor fanático de la enseñanza de Agustín de
Hipona, llegó a desarrollar un concepto radical de la predestinación, con énfasis en la condenación
de los réprobos. Su planteo era de una doble predestinación (a salvación y a condenación), de modo
que Cristo murió sólo por los elegidos. Gotescalco fue condenado por Rábano Mauro, quien escribió
contra él un tratado titulado De la presciencia y la predestinación, de la gracia y el libre albedrío, en
el que enseñaba que somos predestinados en la presciencia divina.

La oposición de Mauro fue continuada por el arzobispo Hincmaro de Reims (806–882), quien
insistía en la voluntad salvadora universal de Dios. Prudencio de Troyes y Servato Lupo se opusieron
a este planteo y apoyaron una doble predestinación. Pronto intervino en el debate Retramno de
Corbie (m. 868), quien escribió un tratado titulado De la predestinación, en el que sigue la doctrina
de Agustín al pie de la letra. Fue entonces que hizo su entrada en el debate Juan Escoto Erigena
(810–877), que también escribió un tratado titulado De la predestinación, en el que hace un
acercamiento más filosófico que teológico al tema y en el que apoya la posición de Hincmaro. Su
libro provocó nuevas reacciones de parte de Prudencio de Troyes y más tarde de Floro de Lión. Al
final, el debate perdió todo sentido de discusión teológica y se transformó en una confrontación por
poder y prestigio entre las sedes episcopales de Lión y Reims, representadas por sus líderes Floro e
Hincmaro.

En realidad lo que estaba en discusión era una cuestión de énfasis. El énfasis agustino tendía a
sacrificar la libertad humana a favor de la soberanía divina, mientras que del otro lado se respeta el
derecho del ser humano a disponer de sí mismo y a hacer su parte en el logro de su salvación eterna.
Por cierto, el problema no se resolvió y en consecuencia volverá a presentarse nuevamente en los
siglos XVI y XVII en los debates teológicos dentro del catolicismo y del protestantismo.

_ Controversia sobre la virginidad de María

Nuevamente aparece el nombre de Ratamno de Corbie en esta breve controversia. Este monje
reaccionó a ciertas enseñanzas que circulaban en Alemania en el sentido de que Jesús no había
nacido de María del modo natural, sino que había surgido del secreto vientre virginal de algún modo
misterioso y milagroso. Según Ratamno, Jesús nació de María por la vía natural, pero esto no lo
contaminó ni violó la virginidad de su madre. Esto significa que María fue virgen antes del parto, en
el parto y después del parto, y esto es algo que sólo puede aceptarse por la fe.

La enseñanza de Ratamno fue refutada por un tal Pascasio Radberto (786–865), quien no
discutió la perpetua virginidad de María sino el modo en que esa virginidad permaneció intacta en
el parto. Según él, la virginidad permaneció intacta porque Jesús nació milagrosamente, estando el
útero cerrado. Toda esta discusión fue muy importante para el desarrollo del dogma de la perpetua
virginidad de María y otras doctrinas dependientes de este dogma.

_ Controversia sobre la eucaristía


Esta discusión giró en torno a la doble cuestión de, primero, si la presencia del cuerpo y la sangre
de Cristo en la eucaristía era tal que sólo podía verse con los ojos de la fe o si, por el contrario, se
trataba de una presencia verdadera, y, segundo, si el cuerpo de Cristo que estaba presente en la
eucaristía era el mismo que nació de María, sufrió, murió y fue sepultado, y ascendió a los cielos.
Pascasio Radberto había escrito un tratado (844) en el que presentaba una interpretación realista
extrema de la presencia de Cristo en la eucaristía. Según él, cuando los elementos son consagrados,
se transforman en el cuerpo y la sangre de Cristo de manera sustancial. De modo que la eucaristía
era una repetición del sacrificio de Cristo, y esto de tal modo que repetía la pasión y muerte del
Salvador.

Quien respondió a Pascasio fue Ratramno de Corbie con un tratado titulado Del cuerpo y la
sangre del Señor. Según él, el cuerpo de Cristo no estaba presente de manera real sino “en figura.”
Cristo estaba presente en el sacramento, pero no de manera visible. Además, ese cuerpo no era
idéntico al que nació de María y fue crucificado, porque ese cuerpo visible estaba sentado a la
diestra del Padre, mientras que el cuerpo presente en la eucaristía era sólo espiritual, y el creyente
participaba de él sólo espiritualmente. El debate continuó con una nueva reacción de Pascasio y la
intervención de Gotescalco y Rábano Mauro que se le opusieron. Finalmente, prevaleció la
interpretación realista de la eucaristía. Se afirmó la transformación substancial del pan y del vino en
el cuerpo y la sangre de Cristo, y se enfatizó la realidad de su presencia en el rito. Esto constituyó
un importante antecedente de la posterior doctrina de la transustanciación, que habría de ser
característica del dogma católicorromano.

El debate en torno a la eucaristía volvió a plantearse siglos más tarde (siglo XI) cuando
Berengario de Tours adoptó como propia la interpretación de Ratramno de Corbie. Berengario
negaba la transformación de la esencia del pan y del vino y afirmaba que el cuerpo de Cristo estaba
presente sólo de manera “intelectual,” es decir, espiritualmente. Berengario fue condenado varias
veces, más por cuestiones de poder eclesiástico que por asuntos propiamente teológicos. Entre
quienes rechazaron su planteamiento estaba Hugo de Chartres, quien afirmó la conversión real del
pan en el cuerpo de Cristo, aun cuando conservara el sabor del pan. La cuestión de la presencia real
de Cristo en la eucaristía y la transformación de los elementos seguía siendo tema de preocupación
para los teólogos de la segunda mitad del siglo XI. No obstante, habrá que esperar hasta 1215 para
ver consagrada definitivamente la doctrina de la transubstanciación.

_ Controversia sobre el alma

Dos cuestiones fueron motivo de debate durante el período carolingio: la incorporeidad del
alma y su individualidad. Respecto del primer asunto, Ratramno de Corbie sostenía que el alma era
incorpórea, y por lo tanto, no estaba circunscrita al cuerpo, sino que sobrepasaba sus límites. Estas
conclusiones fueron refutadas por quienes sostenían que el alma estaba atada al cuerpo, si bien no
estaba limitada a él. El segundo asunto fue más importante, ya que de la individualidad del alma
dependía la posibilidad de una vida eterna individual y consciente.

Algunos monjes habían enseñado una doctrina según la cual había sólo un alma universal, de la
que participaban las almas individuales. Esta enseñanza fue refutada por Ratramno, quien quería
preservar la individualidad de las personas. En su Tratado sobre el alma, Ratramno rechazó la idea
de que el alma pueda ser una y múltiple. Según él, hablar del alma en singular no implica un alma
universal que exista por encima y más allá de las almas particulares.

_ Controversia sobre el filioque

La cuestión de la procedencia del Espíritu Santo ya había sido tema de discusión durante el
período carolingio en Europa occidental, como parte del debate acerca de la doctrina de la Trinidad.
Sin embargo, fue en el Este donde la cuestión adquirió mayor relevancia y finalmente llevó al cisma
teológico entre Oriente y Occidente.

Mientras en Occidente se confesaba que el Espíritu procedía “del Padre y del Hijo,” en Oriente
se decía que procedía “del Padre por el Hijo.” En el primer caso, se comenzó por agregar a la fórmula
del Credo Niceno la frase “y del Hijo”—filioque—para indicar la doble procedencia del Espíritu Santo.
Mientras tanto, en Constantinopla se rechazó tal agregado como violatorio del significado del Credo
Niceno-Constantinopolitano, si bien los motivos de este rechazo eran más de carácter político que
propiamente teológicos.

Con posterioridad al Segundo Concilio de Nicea (787) el tema continuó debatiéndose pero con
tintes más políticos que teológicos. El patriarca Focio entró en conflicto con la sede romana (el papa
Nicolás I), especialmente por el control de la cristianización de Bulgaria y por su oposición a la
introducción de la cláusula filioque en el Credo Niceno. La controversia sobre la procedencia del
Espíritu Santo siguió en aumento hasta que para mediados del siglo IX (cisma de Focio, 867), la
cuestión del filioque se había transformado en uno de los motivos principales de la separación entre
la cristiandad occidental y la oriental. El Concilio de Constantinopla (869–870) condenó a Focio, que
de todos modos quedó como patriarca en Constantinopla con el reconocimiento del papa Juan VIII,
mientras que Roma se quedó con el control de Bulgaria.

Fuera de los motivos políticos que movían el debate, lo que estaba en discusión eran dos
maneras diferentes de ver la cuestión trinitaria. En Occidente el énfasis caía en la relación que une
a las tres personas de la Trinidad. Se pensaba del Espíritu como el amor que une al Padre y al Hijo.
En razón de que este amor es mutuo, entonces es posible decir que el Espíritu procede “del Padre y
del Hijo.” En Oriente el énfasis era puesto en la unidad de la trinidad y en su origen único. En este
sentido, sólo podía haber una fuente en el ser de Dios, y esa fuente era el Padre, de allí la fórmula
“del Padre, por el Hijo.”

_ Controversia sobre las imágenes

Este debate se dio fundamentalmente en el Imperio Bizantino y tuvo importantes componentes


políticos además de la cuestión propiamente teológica. Especialmente, bajo el gobierno de León III
el Isaurio y sus sucesores (siglo VIII) se suscitaron profundas controversias, de las que la de las
imágenes fue la más seria. León asumió una actitud “iconoclasta” (opuesta a la veneración de
imágenes), probablemente influido por el contacto con judíos, musulmanes y monofisitas, y en
oposición al poder de los monjes que defendían tal veneración. Como indica Justo L. González: “Para
León, su campaña iconoclasta era parte de su programa de restauración imperial. El hijo y sucesor
de León III, Constantino V, estaba convencido de que la veneración de las imágenes y de las reliquias
de los santos y de la Virgen era falsa.”

Entre los defensores de la veneración de imágenes estaban el patriarca Germán de


Constantinopla (715–729) y Juan de Damasco (675–749). Al segundo nos hemos referido en la
Unidad Uno. En cuanto al primero, refutó el argumento según el cual la veneración de imágenes era
idolatría marcando la distinción entre diversos tipos de “adoración.” Según él, una cosa era
proskunesis (respeto o veneración) y otra muy distinta era latreia (adoración en sentido estricto),
que se debe sólo a Dios.

Juan de Damasco, por su parte, distinguía entre diversos grados de culto. El culto absoluto era
sólo para Dios (latreia) y si se rendía a una criatura eso era idolatría. Pero la reverencia a las
imágenes era más una cuestión de respeto u honra (proskunesis timetiké) y podía prestarse a
objetos religiosos e incluso a personas en el ámbito civil. Finalmente, el culto a las imágenes fue
restaurado por el Concilio de Nicea en 787, que afirmó la conservación de las mismas, pero
indicando que no debía adorárselas como se adora a Dios.

En Occidente el debate no fue tan importante como en Oriente. En general, los Papas asumieron
una actitud favorable a las imágenes, pero cuidándose de no caer en idolatría. Así, pues, se
conservaron las imágenes, pero no se las consideró dignas de adoratio, es decir, de la adoración
debida sólo a Dios. Por eso, en Occidente no se le atribuyó a las imágenes el poder sacramental que
tenían en Oriente, ni llegaron a ocupar allí el lugar de importancia que tuvieron en Oriente. No
obstante, en la religiosidad popular, las imágenes en Occidente adquirieron la funcionalidad de
verdaderos ídolos, ya que la realización de milagros y señales estuvo ligada directamente a ellas y
al poder que se les atribuía.

EL PROBLEMA CÚLTICO

_ El culto a María

La mariolatría (culto o adoración a la Virgen María) surgió muy temprano en la experiencia de


la cristiandad, como resultado de un deseo de aumentar la glorificación de Cristo. El misterio de la
encarnación del Hijo de Dios colocó a la madre de Jesús en una posición de honor y prestigio. A
mediados del siglo IV, los teólogos cambiaron del título de María como “madre del Señor” para
transformarla en “madre de Dios” y “reina del cielo.” De “bendita tú entre las mujeres” (Lc. 1:28)
María pasó a ser considerada como una intercesora por encima de todas las mujeres y participante
de algún modo en la redención humana. La veneración de la Virgen se transformó en adoración, y
en algunos momentos llegó a ser más importante que Cristo mismo, especialmente en la religiosidad
popular.

El monasticismo ascético, que estimó el celibato como superior al matrimonio, enfatizó la


virginidad de María. José era considerado como una persona de edad, que se casó con María sólo
para protegerla de la calumnia. Los hermanos de Jesús eran hijos de José de un matrimonio anterior.
Ya para el siglo IV se afirmaba la perpetua virginidad de María. Parecía lógico, pues, que si María era
la madre de Dios, ella merecía ser objeto de adoración. Primero, se la invocó buscando su
protección. Luego, en el siglo V, muchos templos fueron dedicados a la “Santa Madre de Dios” o la
“Virgen Perpetua.” Justiniano I imploró su intercesión frente a Dios para la restauración del Imperio
Romano. En los siglos que siguieron, su imagen fue venerada y surgieron innumerables leyendas en
cuanto a los milagros que se producían a través suyo. La piedad popular le adscribía una concepción
y nacimiento sin pecado, y una resurrección y ascensión milagrosa al cielo.

En la Edad Media, Bernardo de Clairvaux jugó un papel director en el desarrollo del culto a la
Virgen, que llegó a ser una de las manifestaciones más importantes de la piedad popular del siglo
XII. Él no fue el inventor de la mariolatría (adoración de María) ni de la mariología (doctrina sobre
María). Según los eclesiásticos medievales, esta doctrina estaba implícita en los Evangelios mismos.
Pero en el pensamiento medieval temprano, la Virgen María había jugado un papel muy menor, y
es sólo con el surgimiento de un cristianismo más emocional en el siglo XI, que ella se transformó
en una intercesora de primer orden a favor de la humanidad delante de la deidad. Se la consideraba
como la madre amante de todos, cuya misericordia infinita ofrecía la posibilidad de salvación a todos
los que buscaran su asistencia con un corazón amante y contrito. Anselmo y algunos de sus
discípulos hicieron contribuciones importantes a la expansión rápida del culto a la Virgen a fines del
siglo XI, pero fue Bernardo quien hizo de la mariología una doctrina cardinal de la fe católica y una
creencia que fue más allá de las dimensiones de la enseñanza estrictamente religiosa hasta
enriquecer profundamente la visión artística y literaria de la alta Edad Media.

Así, pues, la piedad popular se fundaba no tanto en las doctrinas filosóficas elaboradas por los
teólogos medievales, como en la veneración de los santos y las reliquias, y especialmente en el culto
a la Virgen María. Durante el siglo XII el papado afirmó su derecho a canonizar nuevos santos, y se
estableció un procedimiento legal para probar su santidad. Se creía que las reliquias poseían
poderes curativos y propiedades milagrosas. Lo más característico de la religión popular, sin
embargo, fue la vasta difusión del culto mariano. Se consideraba a la Virgen María como intercesora
por los seres humanos ante Dios, más poderosa que los demás santos, e infinitamente más
compasiva. Así, pues, las plegarias de las personas comenzaron a dirigirse con creciente frecuencia
a ella.

Los cristianos bizantinos también reverenciaron a María con gran entusiasmo. Ciertas
aclamaciones litúrgicas cotidianas la declaraban: “Más honorable que los querubines, y más gloriosa
fuera de toda comparación que los serafines.” Desde el siglo X, el tema de la intercesión de la Virgen
encontró una iconografía distintiva, mucho más apasionada y amorosa que en las formas estáticas
anteriores. Desde entonces la Virgen adquirió un perfil más maternal y humano en las
representaciones bizantinas.

Ligada directamente a la devoción mariana, se desarrolló en la alta Edad Media una


transformación del carácter del caballero andante. La cristianización de la caballería constituyó un
ejemplo notable del poder de la religión en la Edad Media. Los guerreros toscos y brutales del siglo
X se fueron transformando en “caballeros gentiles y perfectos,” defensores galantes de los pobres
y los débiles, dedicados a promover la religión y a defender a la Iglesia. Tal era, por lo menos, el ideal
expresado en innumerables romances—el del Santo Grial, por ejemplo—y simbolizado en
ceremonias relacionadas con la investidura de la caballería. La realidad, como siempre, distaba
bastante del ideal. Sin embargo, no debe menospreciarse la eficacia de la Iglesia y del sentimiento
religioso para mitigar la violencia de las guerras internas en la cristiandad. Muchas veces los
miembros del clero intentaron reducir la plaga de la guerra privada declarando una Tregua de Dios,
durante la cual se prohibía la lucha entre cristianos. Dichas treguas no eran observadas
universalmente, por supuesto, pero posiblemente contribuyeron a favorecer un clima de paz en las
regiones rurales de Europa. En estos procesos de cambio cultural la devoción mariana jugó un papel
fundamental.

Por otro lado, las mujeres (tanto en Oriente como en Occidente) fueron grandes promotoras
del culto mariano, especialmente de la veneración de su imagen sea en forma de estatuas (en el
Oeste) o de íconos (en el Este). La razón es que las mujeres, que ocuparon generalmente un lugar
secundario respecto de los varones en la sociedad y la cultura, buscaban mediadores sagrados
(María u otras mujeres santas) para interceder ante un Dios masculino de tremendo poder y
majestad. Hay evidencia de que las madres alentaban a sus hijas a besar y acariciar estatuas o íconos
así como algunas niñas hoy juegan con una muñeca. Las imágenes familiares eran consideradas
como miembros honorables de la familia, e incluso a veces se nombraba a una imagen como
madrina de un niña.

La misma raíz mariana puede verse en el cambio de la posición de la mujer en la sociedad


caballeresca medieval. La mujer pasó a ser idealizada y se transformó en la depositaria de lo que se
llamó el amor cortés y romántico. El culto a la Virgen María motivó un grado de mayor reverencia
hacia la mujer y la maternidad. La caballería y los trovadores alababan la lealtad a la mujer que había
ganado el corazón de un caballero, y exaltaban no sólo su belleza física sino especialmente la
hermosura de su ser interior.

Alfred Weber: “En esta sociedad aparece entonces como centro la mujer, llamada a actuar
de árbitro del varón, en un curioso paralelo con el culto a María Santísima, que es venerada
en aquella época de manera idolátrica. Se trata de una sociedad, en la cual los caballeros
son los representantes de las preciosas formas culturales de este período, las cuales muy
pronto se convierten en amaneradas. Y en esa sociedad, los caballeros no sólo desenvuelven
sus dotes varoniles, y sus aptitudes amorosas cortesanas, sino también su productividad
espiritual, sobre todo en la epopeya y en las canciones. El clérigo, que antes lo había
dominado todo en el terreno espiritual, no es descartado, sino que, junto a la corte feudal,
obtiene una nueva tribuna en el centro espiritual de Europa.”

No obstante, a lo largo de la Edad Media, la mujer representó un papel doble: el de agente del
Diablo para la perdición del hombre y el de esposa de Cristo para su redención. Se consideraba a la
mujer como fuente de todos los males a través de la seducción sexual, su supuesta inclinación a lo
sensual más que a lo espiritual e intelectual, y su debilidad moral y espiritual por su descendencia
de Eva. Por otro lado, cuando la mujer se retiraba del mundo y se hacía monja pasaba a ser la esposa
de Cristo, dedicada a la intercesión por la redención de los hombres. En la Virgen María, la mujer
llegó al estatus de redentora y vencedora de la serpiente tentadora, a la que le pisa la cabeza.

_ El culto a los santos

El ingreso de grandes masas de paganos a la Iglesia llevó a la adoración de los mártires, santos
y reliquias. Los mártires cristianos ocuparon el lugar de los viejos dioses y héroes en la devoción de
las masas. A los martirologios se agregaron los santos, que fueron reconocidos por su piedad
ascética extraordinaria y su servicio a la Iglesia. Después de Ambrosio y Jerónimo, sólo personas
célibes o vírgenes podían calificar para ser considerados santos. Con posterioridad al Concilio de
Nicea (325) se fue desarrollando la invocación formal a los santos como patrones e intercesores
delante de Dios. Se construyeron templos y capillas sobre las tumbas de los mártires y se los dedicó
a sus nombres (advocación). Allí se llevaban a los enfermos para su sanidad y se celebraban fiestas
en honor del mártir en el aniversario de su muerte, mientras se veneraba alguna reliquia suya, a la
que se atribuían poderes milagrosos.

A lo largo de la Edad Media, el número de santos se multiplicó notablemente, al punto que el


santoral llegó a contar con más de uno por cada día del año. La canonización de los santos la hacía
el obispo conforme con el testimonio de los fieles de que habían ocurrido milagros por la intercesión
del mismo. Los sínodos extendían después la veneración de un santo a varias diócesis. Pero los papas
empezaron a reservarse el derecho de canonización de los santos. El primer santo canonizado por
un Papa fue Ulrico de Augsburgo (m. 973), canonizado por el papa Juan XV (993). El papa Alejandro
III reservó todas las canonizaciones a la Santa Sede. Los santos canonizados eran inscritos en el
Martirologio. Estos catálogos o listas de santos aprobados se conocían ya desde el siglo IV; el más
célebre era el Martirologio Jeronimiano (450). En el siglo IX se compusieron muchos de estos
catálogos, como el de Wandelberto de Prum, el de Rábano Mauro o el de Adón de Vienne.

Patrick J. Geary: “La devoción a los santos era aceptada tan universalmente, y el culto de
las reliquias era una parte tan natural de la vida humana, que la regulación y limitación de
estos fenómenos no era siquiera considerada, excepto sobre una base ad hoc cuando un
caso de abuso o fraude era tan evidente y tan dañino a la comunidad de los fieles que no
podía ser ignorado. Así los niveles de fuerza e intensidad por los cuales los fieles, laicos y
religiosos, procuraban ganar el favor de los santos se desarrolló naturalmente y se
incrementó en intensidad con la urgencia de los problemas que eran traídos a la
consideración de los santos.”

Las Cruzadas contribuyeron notablemente a aumentar la devoción a los santos. Después de la


caída de Constantinopla en manos de los cruzados (1204), Occidente se inundó de reliquias. Los
papas y los obispos procuraron oponerse en cierta medida a la superstición, al engaño y al tráfico
ilegal de reliquias. Pero en muchos casos supieron aprovechar la oportunidad de lucro y de control
social que las mismas representaban. Las fiestas de algunos santos como Nicolás, María Magdalena,
Lorenzo y Juan Bautista fueron declaradas de precepto, es decir, de observancia obligatoria.
Howard Clark Kee, et al.: “Los santos y sus reliquias, el peregrinaje y la esperanza de una
recompensa celestial encontraron su camino profundamente en la conciencia de los
hombres y mujeres medievales. El cristianismo ofrecía esperanza para la vida venidera y
significado en sus vidas terrenales duras y precarias, tocando virtualmente todos los
elementos de su existencia cotidiana. Desde el nacimiento hasta la muerte, las vidas de los
campesinos giraban en torno de la iglesia de la villa, donde los infantes eran bautizados, las
parejas se casaban, y los afligidos oraban por las almas de sus muertos, que estaban
enterrados en el cementerio de la iglesia.”

_ El culto al Diablo

La figura del Diablo y los demonios es tanto o más frecuente que la de santos y ángeles en el
arte y la literatura medieval. Se creía que el aire estaba plagado de demonios y el Diablo era una
presencia permanente y temible en la vida cotidiana. La diabología y demonología de la temprana
Edad Media estuvo dominada por el monasticismo, que siguió el concepto tradicional del Diablo
desarrollado por los padres del desierto. Más tarde, el surgimiento de las ciudades permitió el
desarrollo de universidades y la comprensión escolástica del Diablo y sus acciones. También durante
la alta Edad Media, la comprensión cristiana de lo diabólico se alimentó de la teología y las creencias
musulmanas sobre el particular. No obstante, a lo largo de todo el período medieval la creencia en
Satanás ocupó un lugar muy importante.

Jeffrey Burton Russell: “El arte y la literatura siguieron, más bien que condujeron, a la
teología del Diablo. No obstante, dramáticamente expandieron y fijaron ciertos puntos en
la tradición. El esfuerzo por crear unidad artística, por hacer el relato uno bueno y el
desarrollo de la trama convincente, llevó a un escenario en ciertas maneras más coherente
que el de los teólogos. El Diablo pasó por varios movimientos de declinación y avivamiento
en la alta y baja Edad Media. El decaimiento de Lucifer en la teología de los siglos XII y XIII
fue balanceado por el crecimiento de una literatura basada sobre preocupaciones seculares
tales como el feudalismo y el amor cortés, y más tarde por el crecimiento del humanismo,
que atribuyó el mal a las motivaciones humanas más que a las maquinaciones de los
demonios.”

A la figura del Diablo y los demonios se agregaba el temor a un sinnúmero de otras criaturas
malvadas, cuyo objetivo era molestar al ser humano, hacerlo sufrir o destruirlo. La mayoría de estas
criaturas diabólicas provenían del folklore pagano, como duendes, gnomos, elfos, enanos, gigantes,
monstruos, ogros y, sobre todos ellos, el Anticristo. El Anticristo era el más importante de todos los
cómplices del Diablo. Su influencia era profunda en todas las cuestiones humanas y se creía que
hacia el fin del mundo vendría en la carne para conducir las fuerzas del mal en una última batalla
desesperada contra el bien. A la lista de ayudantes del Diablo se agregaban herejes, judíos y brujas.

Se consideraba que el Diablo tenía mucho poder y se invocaba su ayuda de múltiples maneras
especialmente haciendo un pacto formal con él. Una vez hecho este pacto era muy difícil deshacerse
del mismo y de sus consecuencias. El compromiso y veneración del Diablo estaba relacionado con
la magia y varias otras prácticas del ocultismo. La mayoría de los practicantes de las artes mágicas
eran curanderos y adivinos. El ejercicio de la magia médica estaba muy generalizado, mediante el
uso de hierbas y animales medicinales. Eran populares los encantamientos mediante el uso de
oraciones, bendiciones e invocaciones. Todo el mundo utilizaba algún tipo de amuleto o talismán
protector, y se creía en el poder de ciertas piedras semipreciosas para curar o proteger del mal. La
adivinación y la brujería se desarrollaron notablemente a lo largo de toda la Edad Media, al igual
que la astrología, la magia astral, la cábala, la necromancia y más tarde la alquimia.

Richard Kieckhefer: “Los misioneros medievales tempranos en su conflicto con la religión


germana y celta pudieron predicar contra la magia. No obstante, al hacer acomodaciones a
la cultura germana y celta permitieron prácticas que según definiciones medievales tardías
serían consideradas como mágicas y quizás demónicas. Sin duda la confusión se incrementó
por la importación más o menos simultánea de diferentes tipos de magia de la cultura árabe.
El arribo de las ciencias ocultas, basadas en la metafísica y la cosmología, prestó una nueva
respetabilidad a la magia no demoníaca, pero a lo largo de la misma ruta de transmisión
cultural vinieron elementos clave de necromancia.”

EL PROBLEMA ECLESIOLÓGICO

_ El papado

La idea del papado comenzó a desarrollarse en Occidente durante el tiempo de las invasiones
germanas (450–750). Para entonces Roma era muy débil, pero el obispo de Roma se consideraba
sucesor del emperador romano. En razón de sus conflictos con el imperio bizantino, el papado buscó
a un rey occidental que resucitara al Imperio en el Oeste y restaurara la unidad política y la fuerza
de los países católicos latinos. Este avivamiento y reconstrucción ocurrió a principios del siglo IX bajo
Carlomagno, y la idea del imperio fue muy significativa en Occidente desde el siglo IX al XIV,
especialmente entre los monarcas germanos.

Ya hemos considerado cómo las divisiones políticas y geográficas del Imperio afectaron la
organización de la Iglesia. El área de la jurisdicción episcopal se transformó en “diócesis,” que había
sido la división administrativa imperial instituida por Diocleciano. De igual modo, las “provincias”
del Imperio pasaron a ser el ámbito administrativo de los arzobispos o metropolitanos, que
adquirieron poder en razón de gobernar sobre las ciudades más importantes del Imperio. Mientras
tanto, en el Imperio Bizantino, los obispos de las ciudades más importantes (Constantinopla,
Alejandría y Antioquía) recibían el título de patriarcas. La ventaja del obispo de Roma, el más
importante en Occidente, fue que no tuvo competidores por el poder y esgrimió argumentos
bíblicos con gran consistencia. Al no tener demasiados conflictos teológicos ni políticos a los que
hacer frente, el obispo de Roma (o Papa) pudo desarrollar mayor poder y prestigio y extender y
afirmar su autoridad (papado). De este modo, el papado fue el continuador de la autoridad imperial
romana y la teoría de una monarquía teocrática encontró en esta institución una vía de expresión.

Quien más hizo por afirmar la idea del papado como institución fue el papa Gregorio I el Grande.
Al tiempo que afirmó la autoridad pastoral de los obispos en la Iglesia, Gregorio era bien consciente
de que el obispo de Roma era más que un mero obispo. Como obispo de Roma, él era sucesor de
Pedro, primado de la Iglesia, y servus servorum Dei, “siervo de los siervos de Dios.” Gregorio expresó
la autoridad del papado en términos de responsabilidad, jerarquía y poder, ya que quien tiene
mayor responsabilidad tiene que gozar de mayor poder. En razón de que el Papa era responsable
delante de Dios por su ministerio como líder de la Iglesia cristiana, demandaba una autoridad
ilimitada en orden a llevar a cabo la obra divina que se le había confiado.

No obstante, una cosa era desarrollar la ideología del papado, y otra muy diferente era afirmar
el liderazgo del papado en Europa occidental, especialmente frente a los poderes seculares. A lo
largo de la alta Edad Media el papado estuvo involucrado en hacer prevalecer su pretensión de
dominio absoluto frente a los monarcas nacionales cuyo poder estaba en ascenso. Para cuando el
papado alcanzó el máximo de su poder temporal y prestigio en el siglo XIII, con el papa Inocencio III,
pasó a ocupar un lugar más en el concierto de otros poderes emergentes, que con el tiempo le
pondrían límites y en definitiva reducirían su impacto en la conducción de la cristiandad europea
occidental. Para fines del período medieval, estaba claro que el papado debía renunciar a toda
ambición de poder mundano y debía reformarse para dedicarse a una tarea más específicamente
religiosa y pastoral.

Inocencio III fue el Papa que sostuvo las pretensiones de autoridad y poder más grandes de todo
el papado medieval. Él no agregó nada nuevo al concepto del papado, pero procuró hacer valer su
convicción sobre la supremacía del papado sobre cualquier otro poder en el mundo.

Kenneth S. Latourette: “[Inocencio III] soñaba con la cristiandad como una comunidad en
la cual el ideal cristiano había de ser realizado bajo la dirección papal. Como sucesor de
Pedro, el Papa—así lo creía Inocencio—tenía autoridad sobre todas las iglesias. Al menos en
una ocasión, además, él declaró que él como Papa era el vicario de aquel de quien se había
afirmado que era el Rey de reyes y Señor de señores. Escribió que Cristo ‘legó a Pedro el
gobierno no sólo de la Iglesia sino también de todo el mundo’. También dijo que Pedro era
el vicario de aquel de quien son la tierra y lo que en ella está, el mundo y los que en él
habitan … Admitía que a los reyes les eran confiadas ciertas funciones por comisión divina,
pero también afirmaba que Dios había ordenado tanto el poder pontifical como el real, lo
mismo que él creó el sol y la luna, y que como ésta recibe su luz de aquél, así el poder real
deriva su dignidad y su esplendor del poder pontifical. Además, como sucesor verdadero de
los grandes papas reformadores, Inocencio insistía en que el poder del gobernante secular
no alcanzaba al clero, sino que el clero había de ser independiente de la ley del Estado y
sujeto tan sólo a la de la Iglesia.”

_ El clericalismo

El surgimiento del clericalismo es anterior al período medieval. El gnosticismo jugó un papel


muy importante en hacer una diferencia entre aquellos que tenían el conocimiento (gnosis) de los
misterios de la religión y el común de la gente que los ignoraba. De este modo, los obispos (pastores)
surgieron como hombres que ostentaban una autoridad religiosa y dogmática, administrativa y
pastoral por encima de cualquier otro creyente. Ellos tenían la responsabilidad de definir el dogma
y ejercer un control absoluto sobre el rebaño. Los presbíteros (sacerdotes) surgieron como
asistentes de los obispos. Los sacerdotes estaban bajo la autoridad del obispo y lo asistían en su
ministerio en la catedral y en las congregaciones locales que dependían de ella y eran parte de su
diócesis. Se creía que la autoridad de los obispos derivaba de su ordenación mediante la sucesión
apostólica, es decir, de Cristo a través de los apóstoles y por sus sucesores legítimos a todos los
obispos. El misterioso poder espiritual de la Iglesia era considerado como emanando de Cristo en
una línea directa hasta el que ocupaba cada sede episcopal.

El desarrollo de la jerarquía eclesiástica fue también alentado por el crecimiento del


sacramentalismo. A través de los ritos misteriosos de los sacramentos el creyente podía obtener
acceso a la gracia salvadora de Dios. Por ser los únicos administradores de los sacramentos, los
sacerdotes adquirieron un gran poder y prestigio, y se consideraba que tenían una relación especial
con Dios. Tan especial era esta relación que parte de su deber era ofrecer el sacrificio de la misa de
manera regular y permanente, incluso estando solos o fuera de la congregación. Esto hizo que los
miembros del clero adquiriesen un estatus social y espiritual superior al de cualquier otra persona
en la sociedad medieval. Esta diferenciación era marcada mediante el uso de vestimentas
especiales, la tonsura del cabello, el celibato y una vida alejada de lo que se consideraba mundano.

No obstante, muchos clérigos y monjes estaban lejos de practicar los ideales de la fe que
profesaban. El voto de castidad era violado permanentemente por la mayoría de los clérigos.
Borracheras, venalidad y simonía eran comunes. Los deberes sacerdotales eran llevados a cabo a la
ligera y sin dedicación. En algunos casos, el clero se involucró en prácticas ocultistas e incluso
satánicas. Los obispos se transformaron en magnates que se ocupaban más de las cuestiones
temporales que de sus deberes espirituales y pastorales. Todo el mundo respetaba el oficio
sacerdotal, pero muchos resistían los abusos del clero y expresaban una actitud anticlerical. El
desarrollo del clericalismo puso en evidencia el contraste entre el ideal del evangelio cristiano y la
corrupción del mismo.

Kenneth S. Latourette: “Los muchos esfuerzos para la reforma del clero y los monasterios
y de la Iglesia como un todo son al mismo tiempo una indicación de una vida religiosa que
no podía permanecer satisfecha con los abusos o con nada menos que la perfección
establecida en los Evangelios, y con los alejamientos patentes y crónicos de ese modelo. La
introducción del cristianismo [al clericalismo] trajo una tensión entre lo ideal y lo real.
Muchos fueron atraídos, pero muchos también estaban contentos con encontrar un estilo
de vida más o menos confortable en las concesiones y otros emolumentos provistos por los
fieles.”

_ El sacerdotalismo

Debido al sacramentalismo y el clericalismo, el sacerdocio (sacerdotium) ocupó una posición


elevada por encina de la posición de otros miembros de la Iglesia. Sólo los sacerdotes podían llevar
a cabo el milagro de la eucaristía (transubstanciación) y darle validez a los demás sacramentos de la
Iglesia. Con la institución de una jerarquía eclesiástica, el sacerdocio de todos los creyentes se perdió
y se creó la noción contraria al Nuevo Testamento del creyente común como laico (es decir,
perteneciente al pueblo). De este modo, el laicado quedó bajo la autoridad de la jerarquía, sujeto a
los sacerdotes y los obispos. Los dones del Espíritu Santo, que en los primeros siglos del testimonio
cristiano habían estado en manos de todos los creyentes, ahora eran privilegio exclusivo de la
jerarquía. Con todos los cinco ministerios bíblicos (predicación, enseñanza, comunión, adoración,
servicio) ocurrió lo mismo. Los laicos quedaron limitados al papel de espectadores de los rituales
sagrados llevados a cabo por los sacerdotes y obispos.

En relación con los sacerdotes y su autoridad para llevar a cabo los misterios sacramentales, se
decía que era su oficio y no la calidad de su conducta la que daba efectividad al milagro sacramental.
Esto era así, se decía, porque el sacerdote no actuaba como ser humano, sino como representante
de Cristo y oficial de la Iglesia. El sacerdote era el único que podía, mediante las palabras y fórmulas
prescritas, hacer que los sacramentos operasen como vehículos de gracia salvadora.

En razón de que la parroquia era la unidad básica de la organización de la Iglesia y que el


sacerdote era el personaje más importante de la comunidad, su prestigio y poder casi no tuvieron
competencia. La edad para acceder a los órdenes mayores era de treinta años para el sacerdocio,
veinticinco para el diaconado y veinte para el subdiaconado. Los sacerdotes que vivían en pueblos
gozaban de una variedad mayor de servicios y oportunidades para su desarrollo. En las iglesias más
grandes, los sacerdotes vivían en una comunidad semimonástica conforme con una regla (canon)
de donde se deriva el nombre de cánones para estos sacerdotes. Estas comunidades sacerdotales
eran llamadas collegia y se designaba a estas iglesias como colegiales. Los cánones estaban
asociados también con las catedrales, en las que servían como asistentes de los obispos. Durante el
siglo XII, los cánones de las catedrales (conocidos colectivamente como el capítulo) llegaron a jugar
un papel decisivo en la selección de nuevos obispos.

Carl A. Volz: “Los sacerdotes que servían en las grandes iglesias urbanas eran sostenidos
mediante legados de tierra que producían renta y que se llamaban prebendas. Algunos
cánones abusaron del sistema en la baja Edad Media cuando se dedicaron a colectar los
derechos de varias prebendas, con cuya renta contrataron a substitutos (vicarios) para
cumplir con sus deberes. Se promulgaron regulaciones que estipulaban que todo sacerdote
debía pasar al menos un tercio de cada año en residencia en su parroquia. El surgimiento
de los pueblos e incluso de las grandes ciudades a comienzos del siglo XII, junto con la
aparición de las universidades, incrementó considerablemente las oportunidades para la
educación y el mejoramiento clerical.”

La separación y distinción marcada por el sacerdotalismo encontró un fuerte elemento definidor


en la práctica del celibato sacerdotal. Con anterioridad a la Edad Media ya se consideraba al celibato
como indicación de santidad, y en consecuencia, como requisito necesario para aspirar al
sacerdocio. No obstante, fue dentro de los círculos monásticos que el celibato fue elevado por
primera vez a un estado obligatorio, y de allí pasó a ser requerido a todo el clero. El celibato romano
era diferente del aprecio bizantino por el matrimonio de su clero. En el Este, sacerdotes y diáconos
continuaban con su vida matrimonial después que eran ordenados. Sólo se obligaba a los obispos a
enviar a sus esposas a monasterios distantes.
_ El sacramentalismo

Es a lo largo de la Edad Media que la práctica y doctrina del Bautismo y de la Eucaristía se


desarrollaron considerablemente con un tinte mágico. Ambos ritos cristianos adquirieron en estos
siglos un marcado carácter sacramental, es decir, se los consideró como sacramentos. El
sacramentalismo es el concepto teológico que considera al sacramento como una forma visible de
la gracia invisible de Dios. Este concepto apareció bien temprano en la historia del cristianismo y
debe mucho de su contenido a formulaciones procedentes del helenismo. No obstante, fue a lo
largo de la Edad Media que el sacramentalismo se afirmó de manera definitiva, especialmente en
relación con el Bautismo y con la Eucaristía.

Durante la alta Edad Media, los sacramentos se organizaron y sistematizaron. Hugo de San
Víctor (1097–1141) consideraba que eran treinta en total, siguiendo el modelo de Agustín. Pero su
contemporáneo Pedro Lombardo, en sus Sentencias produjo una sistematización que consideraba
sólo siete y los distinguía de los sacramentales menores. Sus conclusiones recibieron el sello de
ortodoxia en el Cuarto Concilio Laterano y su sistema fue finalmente confirmado y establecido
teológicamente por Tomás de Aquino en su Suma teológica e impuesto oficialmente por el Concilio
de Florencia (1439). Según Lombardo y Aquino, los sacramentos confieren gracia divina
simplemente al ser ejecutados (ex opere operato). Esto es lo que se conoce como sacramentalismo.

Bautismo. La comprensión del bautismo fue afectada por la controversia entre Agustín de
Hipona y Pelagio. La doctrina del pecado original, que sostenía Agustín, resultó en la comprensión
del bautismo como medio de salvación y fomentó la necesidad de bautizar a los niños para que no
fueran al infierno o al limbo. La alta tasa de mortalidad infantil, característica de los tiempos
medievales, hizo que el bautismo se practicara cada vez más temprano en el recién nacido. Además,
en razón del concepto de cristiandad, el bautismo llegó a ser no sólo el medio de ingreso a la
comunión en la Iglesia sino también a la sociedad cristiana (Estado).

A partir de Gregorio I comenzó a practicarse una sola inmersión del catecúmeno (hasta entonces
se lo sumergía tres veces, desnudo). La aspersión para entonces era bastante común y se la
consideraba como equivalente a la inmersión. De todos modos, el bautismo era considerado como
un rito de purificación en el que todos los pecados previos eran lavados y la persona comenzaba la
vida eterna. Sólo el martirio podía ser un substituto válido para el bautismo. Generalmente, los
bautizados eran adultos, pero el bautismo de infantes ya estaba bien difundido a comienzos de la
Edad Media y llegó a ser la práctica universal durante estos siglos.

Carl A. Volz: “El Bautismo ocupó un lugar a la cabeza de los sacramentos porque era por él
que se hacían nuevos cristianos. Si bien en la iglesia primitiva el número de bautismos de
adultos era grande, para el año 1200 la mayor parte de los adultos ya había entrado a la
Iglesia, y los bautismos eran primariamente de niños. Bajo Carlomagno el gran bautisterio
para adultos dio lugar a una fuente más pequeña, y la inmersión fue reemplazada por la
aspersión, pero los infantes siguieron siendo sumergidos en grandes fuentes hasta el siglo
XVI. El rito era acompañado del uso de símbolos—agua, vela, vestidura blanca, sal y aceite.
En una edad posterior el niño recibía la Confirmación, que era una afirmación del Bautismo.”
Hacia fines del período medieval comenzó a desarrollarse la idea de que con el bautismo el alma
quedaba sellada con un “sello” indeleble, con lo cual no era necesario repetirlo. Lo mismo se
afirmaba de los sacramentos de la confirmación y de la ordenación. Esto era una conclusión lógica
a partir del concepto agustino de que el bautismo de los donatistas era válido, y por lo tanto no era
necesario repetirlo aun cuando los herejes donatistas se arrepintieran y reconciliaran con la Iglesia
Católica.

Eucaristía. La celebración de la Eucaristía o Santa Comunión, acompañada de ciertas oraciones,


continuó siendo a lo largo de la Edad Media el clímax de la adoración cristiana, tanto en Oriente
como en Occidente. En estos siglos se confirmó la comprensión sacramental de la Eucaristía en
Occidente, al afirmarse la presencia real de Cristo en los elementos, su transformación substancial
(transubstanciación) y su carácter como renovación del sacrificio expiatorio. Como vimos más
arriba, en el siglo IX, Ratramno fue uno de los últimos escritores en describir los elementos de la
Eucaristía como “símbolos,” pero su libro fue condenado en 1050. Él se oponía a Pascasio Radberto
que asumió la posición realista, que afirmaba una presencia real de Cristo en los elementos
eucarísticos y anticipaba la idea de la transubstanciación de los mismos. Así, pues, alrededor del año
1000, ya estaba bien generalizada la idea de que en la Eucaristía el signo es lo mismo que aquello
que significa o señala (posición realista). Finalmente, el Cuarto Concilio Laterano (1215) afirmó la
idea de la transubstanciación y enseñó que la sustancia del pan y del vino es cambiada en el cuerpo
y en la sangre reales de Cristo.

Aquino defendió la transubstanciación usando categorías aristotélicas, lo cual dio lugar a nuevos
énfasis y prácticas. La eucaristía se transformó en el rito máximo del culto y hubo un aumento de
devociones fuera de la liturgia. Entre estas devociones secundarias una de las más populares fue la
fiesta del Corpus Christi (cuerpo de Cristo), en la que se veneraba a la hostia consagrada. Los laicos
quedaron excluidos de la participación del vino, para evitar que derramaran el vino
transubstanciado en la sangre de Cristo. También empezaron a celebrarse misas (sacrificios
eucarísticos) por los muertos y misas privadas.

En Oriente, ya desde el siglo IV se sostenía que Cristo se hacía presente en los elementos
sacramentales durante la oración conocida como la Invocación. Se oraba para que el Espíritu Santo
descendiera y efectuara el cambio de los elementos consagrados. En Occidente se creía que la
consagración de los elementos ocurría cuando se pronunciaban las palabras de Jesús: “esto es mi
cuerpo … éste es el nuevo pacto en mi sangre.” En Oriente la acción consagratoria era la epiklesis u
oración invocando al Espíritu Santo. Esta oración central era recitada como un susurro por el
sacerdote, lo cual acentuaba el misterio del acto pero también alienaba a la gente de la participación
en el mismo.

La presencia real de Cristo hacía de la Cena tanto un sacrificio como un acto de comunión. En
Oriente se enfatizaba el aspecto de la comunión según la cual la Cena era un misterio vivificador,
por el cual el participante recibía el cuerpo y la sangre transformadores del Señor, y de ese modo
participaba de la naturaleza divina. En Occidente, donde se afirmaba que la salvación venía a través
de una correcta relación con Dios a través de un sacrificio, se concebía a la Eucaristía como un drama
en el que el sacerdote, detrás de un velo, ofrecía un sacrificio a Dios y apelaba a él para que se
mostrara misericordioso hacia aquellos por quienes se ofrecía tal sacrificio.

Hubo controversias entre el Este y el Oeste en cuanto a la práctica de la Eucaristía. En Occidente


se generalizó la práctica de usar pan sin levadura (azymes) y desde el siglo VIII en adelante se usaron
hostias para la comunión. En Oriente, por el contrario, se utilizó pan común. El Cuarto Concilio
Laterano (1215) estipuló que todos los cristianos debían comulgar por lo menos una vez al año, y
especialmente para Pascua. Para los siglos XI y XII la misa era exclusivamente una ceremonia
sacerdotal en la que las personas participaban como espectadores pasivos. Además, al ser llevada a
cabo en latín y con el sacerdote de espaldas a la congregación, era ininteligible para la mayor parte
de las personas.

EL PROBLEMA MISIONOLÓGICO

_ Misión y monasticismo

A diferencia de sus antecesores orientales, los monjes occidentales no sólo se dedicaron a la


vida contemplativa y de separación del mundo, sino que se transformaron en la fuerza misionera
más importante, especialmente durante la temprana Edad Media. Desde el siglo VI en adelante, la
mayoría de los misioneros de la Iglesia Romana y de la Iglesia Griega eran hombres y mujeres que
habían hecho votos monásticos. Entre los primeros, los monjes irlandeses ocuparon un lugar muy
particular. Eran hombres de un buen nivel de educación y de gran celo religioso, que orientaron su
vocación hacia la tarea misionera y fueron así pioneros en la conversión de los paganos anglosajones
y en sus intentos por reformar la Iglesia en Galia. La estructura no jerárquica de sus monasterios,
donde el abad no tenía autoridad sobre los monjes, sino que éstos eran libres para ir y venir como
les parecía bien, favoreció el desarrollo de sus aventuras misioneras. Norman E. Cantor señala,
además, que “los misioneros celtas que comenzaron la conversión del norte de Inglaterra a fines del
siglo VI y principios del VII trajeron con ellos su profunda erudición, y las escuelas anglo-sajonas de
los siglos VII y VIII se debieron en parte a las contribuciones de la erudición irlandesa.”

En el caso de los benedictinos, con el tiempo se tornaron más elitistas y sus cuadros estuvieron
integrados mayormente por personas pertenecientes a la nobleza. No obstante, si bien la mayoría
de los monjes permaneció en sus monasterios y sujetos a sus votos, en el siglo VIII los monjes
benedictinos más capaces dejaron con frecuencia sus comunidades para dedicarse a la obra
misionera. De este modo, el monasticismo de Benito de Nursia, que había sido pensado como una
forma de huir del mundo civilizado para dedicarse a una vida contemplativa, se transformó en la
temprana Edad Media no sólo en una parte integral de la sociedad sino también en una fuerza
salvadora de primera importancia en la civilización caótica que siguió a las invasiones germanas.

Fue especialmente en el continente europeo que los monjes jugaron un papel importante en la
conversión de numerosos pueblos paganos. A fines de la última década del siglo VII, monjes
anglosajones comenzaron a misionar entre los frisios paganos de los Países Bajos. Muy pronto estos
misioneros tomaron contacto con los carolingios, la nueva familia dominante en Francia. Bajo la
dirección de Pipino el Breve, se transformaron en la vanguardia de la expansión de los francos al
norte del río Rin.

Norman E. Cantor: “La actitud de simpatía de los carolingios hacia los misioneros anglo-
sajones estuvo motivada por su deseo de aparecer como amigos de la Iglesia, cuyo apoyo
moral podía ser especialmente útil en vista de su propio dudoso derecho legal a dominar la
monarquía francesa, y en razón de que creían que la cristianización de las tribus germánicas
de la frontera haría más fácil su absorción efectiva a la monarquía franca.”

En este proceso, algunos misioneros, como Bonifacio, jugaron un papel fundamental, ya que
fueron los gestores de la primera Europa. Bonifacio no sólo fue el apóstol de Alemania, sino también
el reformador de la Iglesia franca y el principal gestor de la alianza entre el papado y la dinastía
carolingia. Sus labores misioneras en Alemania fueron de gran trascendencia, ya que colocó bajo la
civilización cristiana latina a un amplio territorio de Europa occidental y echó los cimientos de la
Iglesia alemana, que ya en el siglo X se destacó por la intensa calidad de su religiosidad. El profundo
espíritu misionero de los monjes anglosajones de la temprana Edad Media está bien ilustrado por
una carta que Bonifacio dirigió a todos los obispos y clero de la Iglesia en Inglaterra, solicitando su
asistencia en la labor misionera que estaba llevando a cabo.

Bonifacio: “Humildemente les rogamos … que la palabra de Dios pueda avanzar y ser
glorificada. Les encarecemos que estén alertas en la oración para que Dios … pueda volver
los corazones de los sajones paganos a la fe católica … y reunirlos entre los hijos de la Madre
Iglesia. Tengan compasión por ellos, porque ellos mismos están diciendo ahora: ‘Todos
nosotros somos de una sola sangre y hueso con ustedes.’ … Además, que sea notorio a
ustedes que al hacer esta apelación cuento con la aprobación, la conformidad y la bendición
de dos pontífices de la Sede Apostólica.”

Las labores misioneras de estos monjes benedictinos y sus esfuerzos por cristianizar el occidente
europeo pusieron en movimiento un complejo de ideas e instituciones que llegaron a configurar la
civilización de la primera Europa. Por cierto que este mundo de tensiones, ambigüedades, logros y
desengaños estaba bastante más allá de los ideales puros y simples y de las expectativas
misionológicas de los misioneros anglo-sajones.

_ Misión y expansionismo

Una constante de los grandes emprendimientos misioneros de todos los tiempos es que los
misioneros acompañan a los ejércitos y mercaderes de los poderes dominantes, en el proceso de su
expansión territorial. En la historia del cristianismo, la expansión del poder carolingio durante el
siglo IX fue clave para determinar el éxito de la empresa misionera en Europa occidental. En la
conversión de los pueblos paganos al norte del río Rin dos factores se asociaron de manera estrecha:
el celo misionero de los monjes anglo-sajones y la fuerza militar de la dinastía carolingia.

Evangelización belicosa. Durante el período carolingio, la expansión del cristianismo estuvo


ligada directamente a la expansión territorial de los francos. Esto se vio claramente en la
evangelización del norte de Europa y especialmente de Europa central. Los francos querían crear
una estructura social y cultural que fuese cristiana por definición. El resultado de tremenda empresa
fue un maravilloso sentido de unidad y coherencia bajo el signo de la cruz. Esto le dio a Europa
occidental un gran dinamismo cultural, pero implicó cierto grado de intolerancia doctrinaria,
litúrgica, y en el fondo cultural y social, lo cual no hizo posible el desarrollo de una Iglesia
auténticamente ecuménica. Por lo menos, una Iglesia que combinara lo mejor de las tradiciones
cristianas de Oriente y de Occidente.

Paul Johnson: “Se obtuvo la unidad profunda a expensas de la unidad amplia. La


penetración cristiana en todos los aspectos de la vida de Occidente significó la creación de
una estructura eclesiástica muy organizada, disciplinada y particularista, que no podía
permitirse la concertación de un compromiso con los desvíos orientales. Más aún, el sesgo
imperioso de la Iglesia carolingia poco a poco tiñó las actitudes del papado y rigió a la
postura romana mucho después de que el propio Imperio carolingio desapareciera. Durante
los siglos X y XI Roma utilizó, en sus enfrentamientos con Constantinopla, argumentos que
habían sido concebidos por la corte franca en los siglos VIII y IX, y a los que en ese momento
aquélla se había opuesto, o bien había intentado moderar.”

La importancia de la violencia como método misionológico fue un rasgo especialmente


acentuado en Occidente. Los cristianos orientales tendieron a seguir las enseñanzas de Basilio de
Cesarea, para quien la guerra era una práctica vergonzosa. Ésta había sido la actitud de la tradición
cristiana original. Pero en Occidente se siguieron las enseñanzas de Agustín de Hipona, para quien
la guerra era “justa” si era la voluntad de Dios. De allí que cuando Urbano II predicara la primera
Cruzada lo hizo al grito de: “¡Dios lo quiere!” Por otro lado, el uso de la fuerza era meritorio cuando
se lo orientaba contra los que afirmaban o sostenían otras creencias religiosas o ninguna. Las
Cruzadas se transformaron así, probablemente, en la empresa más monumental de evangelización
belicosa emprendida por la cristiandad occidental.

Cuatro factores confluyeron en el desarrollo de las Cruzadas militares. El primero fue el


desarrollo de la Reconquista española, que estuvo cargada de un profundo contenido espiritual y
de fanatismo religioso. El segundo fue el temple violento de los pueblos germánicos, especialmente
los francos y más tarde los anglosajones, siempre afectos al uso de las armas. El tercero fue el peso
de la tradición histórica, ya que los francos, desde los días de Carlomagno, habían asumido el
derecho y el deber de proteger los lugares santos de Jerusalén y a los peregrinos occidentales que
los visitaban. Y, el cuarto fue la idea de unir la expansión territorial a expensas de los infieles con la
práctica de la peregrinación religiosa masiva y armada a Tierra Santa.

Paul Johnson: “La idea de que Europa era una entidad cristiana, que había adquirido ciertos
derechos inherentes sobre el resto del mundo a causa de su fe y de su deber de extenderla,
armonizaba perfectamente con la necesidad de hallar una salida tanto a su afición a la
violencia como al exceso de su población.… Por consiguiente, las Cruzadas fueron hasta
cierto punto un extraño episodio a medio camino entre los movimientos tribales de los
siglos IV y V y la migración transatlántica masiva de los pobres en el siglo XIX.”
No obstante, las Cruzadas fueron un derroche de violencia, pero misionológicamente fueron
nulas. Los cristianos occidentales gobernaron a la población conquistada como una elite colonialista.
No se realizó ningún esfuerzo por convertir a los musulmanes y los ataques contra Constantinopla
debilitaron radicalmente a la cristiandad bizantina. Sin embargo, el espíritu de cruzada caracterizó
la mayor parte de los esfuerzos evangelísticos y misioneros de la alta y baja Edad Media. En muchos
casos, no se podía entender de qué otra manera podía predicarse el evangelio que no fuese a punta
de espada. Las excepciones a esta estrategia bélica fueron Francisco de Asís y Raimundo Lulio, en
sus intentos por llegar a los musulmanes con el evangelio.

Paul Johnson: “Un aspecto que seguramente debe parecer extraño al historiador es que ni
la cristiandad occidental ni la oriental crearon órdenes misioneras. Hasta el siglo XVI el
entusiasmo cristiano, que adoptó tantas otras formas, nunca se orientó institucionalmente
por este canal. La cristiandad continuó siendo una religión universalista. Pero su espíritu
propagandístico se expresó durante la Edad Media en distintas formas de violencia. Las
cruzadas no fueron iniciativas misioneras sino guerras de conquista y experimentos
primitivos de colonización; las únicas instituciones cristianas específicas que ellas
originaron, las tres órdenes caballerescas, fueron cuerpos militares.”

Evangelización urbana. La decadencia del feudalismo y el restablecimiento del poder real


significaron un cambio en la comprensión de la misión cristiana. El régimen feudal había provocado
la desintegración política y territorial de Europa en pequeños Estados, gobernados por señores
representantes de la nobleza. Pero a fines del siglo XIII, el feudalismo comenzó a declinar en Francia
e Italia y si bien el sistema se prolongó por más tiempo en Alemania e Inglaterra, hacia el año 1500
ya se había extinguido totalmente en Europa occidental.

CUADRO 13 - CAUSAS DE LA DECADENCIA DEL FEUDALISMO

1. Desarrollo económico: desde el siglo XI creó nuevas oportunidades de trabajo y permitió a


muchos siervos y campesinos comprar su libertad.

2. Nuevas tierras: el crecimiento de la agricultura demandó de nuevas tierras, lo que llevó a la tala
de bosques y el drenaje de pantanos, trabajos emprendidos por los campesinos, que lo hicieron
a cambio de su libertad.

3. Peste Negra: diezmó las poblaciones y esto valorizó la mano de obra.

4. Ejércitos profesionales: muchos siervos se incorporaron a ellos como soldados mercenarios y


esto debilitó el prestigio de la caballería.
5. Guerra de los Cien Años: originó períodos de caos y precipitó la caída del feudalismo.

La decadencia del feudalismo y el surgimiento de una burguesía urbana favorecieron la


progresiva consolidación del poder real y el surgimiento del concepto de Estado o Nación. Los
burgueses de las ciudades enfrentados con la nobleza, apoyaron militar y económicamente a los
reyes con el propósito de asegurar el orden y la unificación política y territorial. La nobleza perdió
sus privilegios mientras la monarquía consolidaba su poder y carácter absolutista.

Ya para fines del siglo XI, el relativo aumento de la seguridad social y de la demografía,
incrementó la construcción de núcleos urbanos. Cuando desapareció el peligro de los ataques de
húngaros y de normandos, y también cesaron las guerras entre los señores feudales, los habitantes
de los lugares fortificados, en razón del aumento de la población, abandonaron esos recintos muy
estrechos y se dirigieron a las ciudades, que fueron reconstruidas y repobladas. La relativa
prosperidad de la agricultura, con nuevos cultivos como el del arroz; el progreso de las artesanías,
con la agrupación de los patrones y los obreros en gremios; y, el resurgimiento del comercio
marítimo, como resultado de las Cruzadas, provocaron un inusitado desarrollo urbano. En las
proximidades de los castillos y de los monasterios, en los cruces de caminos comerciales o en los
puertos de mar, se agrupó la población, constituyendo las villas; en las afueras de las arruinadas
ciudades antiguas se formaron barrios o burgos y se construyeron nuevas murallas y defensas. A los
habitantes de estos núcleos urbanos fortificados, generalmente comerciantes, artesanos y gente
que no se dedicaba a trabajos manuales, se les llamó burgueses.

Las villas y los burgos dependían al formarse de un señor feudal, pero pronto se fueron
emancipando al comprar sus libertades o conquistándoles por la fuerza. Los reyes, por su parte,
favorecieron este movimiento de emancipación de la clase media o burguesía, en su lucha por abatir
la nobleza feudal, siempre peligrosa para la autoridad regia. Así, ayudadas por los reyes, las ciudades
se convirtieron en municipios y organizaron su propia administración, de la que se encargaba una
asamblea de vecinos que formaban el concejo o ayuntamiento, presidido por un magistrado llamado
alcalde o síndico. Según los lugares, hubo municipios libres o autónomos y otros aforados o francos,
cuya carta o fuero limitaba los derechos del señor, de quien en parte dependían.

Los comerciantes y artesanos urbanos organizaron su trabajo tomando como base la asociación
obligatoria. Patrones y obreros se agrupaban en corporaciones o gremios, que eran entidades de
carácter religioso-profesional. Cada oficio poseía su corporación y ningún artesano podía trabajar
sin hallarse inscrito en la asociación respectiva. En su aspecto religioso, las corporaciones eran
verdaderas cofradías, pues poseían asesores eclesiásticos, y se hallaban bajo la advocación de un
santo o “patrono” espiritual. En el día destinado a honrar al divino protector, se realizaban solemnes
fiestas patronales. Éstas consistían en desfiles y procesiones, encabezadas por los estandartes del
gremio y la imagen del santo tutelar.
En este contexto urbano, los paladines de la evangelización fueron los frailes dominicos y
franciscanos, a lo largo del siglo XIII. Su ministerio evangelizador fue típicamente urbano y apeló
notablemente a las nuevas clases sociales, que veían en su estilo de vida sencillo y sus ideas
renovadoras un contraste notable con la corrupción del clero secular y regular. Muy pronto
obtuvieron facultades sacerdotales, lo que les permitió escuchar confesión y administrar los
sacramentos, y transformarse en dinámicos competidores de los sacerdotes parroquiales y del clero
de la catedral. La metodología evangelizadora que utilizaron fue típicamente urbana y respondió
adecuadamente a las expectativas de la mayoría de los laicos, que estaban desencantados con la
Iglesia institucional. Con el correr del tiempo, los frailes fueron absorbidos por los ideales urbanos,
adquirieron propiedades en las ciudades y se inclinaron al estudio de la filosofía y de la ciencia. En
el último cuarto del siglo XIII, profesores franciscanos dominaban la Universidad de Oxford mientras
que sus pares dominicos hacían lo propio en París.

_ Misión y sincretismo

Con el ingreso masivo de los bárbaros al ámbito del Imperio Romano se inició un proceso de
sincretismo religioso de gran envergadura. Este proceso se modeló con el aporte de dos fuentes
principales: la tradición pagana, que nunca había desaparecido del todo, y la tradición germánica,
que de algún modo perduró al no haber habido una adecuada evangelización sino una mera
cristianización superficial. Sobre este sustrato fundamental, durante la temprana Edad Media, en la
Europa germanizada hubo una profunda penetración de los elementos culturales orientales, que
dejarían su rastro a lo largo de todo el medioevo. La Iglesia cristianizó y dio expresión a todas estas
influencias a través de sus creencias y ritos.

Además, si bien nunca se abandonó un cierto sentido de naturalismo frente a una naturaleza
que se presentaba misteriosa y desconocida, predominó el acercamiento fantástico y mágico a la
realidad. La doctrina y la práctica cristianas durante la Edad Media se construyeron con estas
concepciones combinadas de mundo y trasmundo, lo cual terminó en diversas manifestaciones de
sincretismo. Las supersticiones populares y el sincretismo religioso afectaron notablemente el
carácter y la estrategia misionera.

José Luis Romero: “El afán de introducir a los pueblos paganos dentro del ámbito de la
iglesia movía a utilizar—fuera de la coacción, usada muchas veces—procedimientos
catequísticos que, siendo sin duda muy hábiles, conducían a resultados inmediatos muy
diversos de los esperados. La superposición de las fiestas cristianas sobre antiguas y
tradicionales fiestas paganas, la asimilación de los milagros a los viejos prodigios, la
explicación grosera de ciertas ideas abstractas inaccesibles, todo ello debía contribuir a
perpetuar cierta concepción naturalística por debajo de una aparente adhesión a la
concepción cristiana. El signo de esa perpetuación fue la multitud de supersticiones que la
Iglesia creyó necesario combatir y el peligroso culto a las imágenes, en el que desembocaba
cada cierto tiempo el antiguo politeísmo. En los campos sobre todo, las supersticiones se
manifestaban vigorosas, y constituía toda una preocupación de la Iglesia el combatirlas.”
El proceso de sincretismo continuó a lo largo de toda la Edad Media. El legado del paganismo
teutónico, celta e incluso grecorromano no desapareció nunca. De una u otra manera es posible
detectar sus raíces en la enorme difusión de la magia, la profusión de lo milagroso, la veneración de
las reliquias y el culto a los santos. Con las Cruzadas, el proceso de sincretismo religioso alcanzó
niveles asombrosos. Los cruzados trajeron de Oriente todo tipo de ideas y objetos, creencias y
prácticas, que fueron reciclados en Occidente dando lugar a las más diversas manifestaciones de
religiosidad popular.

Paul Johnson: “… es indudable que los cruzados que retornaban traían consigo la herejía. El
dualismo de los bogomilos de los Balcanes, que tenían vínculos que se remontaban a los
gnósticos, llegó a Italia y la Renania a principios del siglo XII y de ahí se extendió a Francia.
Una vez que los viajes de larga distancia se convirtieron en hechos rutinarios, fue inevitable
que se difundiesen diferentes herejías, y las cruzadas suministraron medios de
comunicación precisamente al tipo de gente que tomaba en serio las ideas religiosas y que
emocionalmente era propensa a adoptar posturas heréticas.”

A su vez, en Europa occidental la antigüedad grecorromana continuó manifestándose


especialmente en las formas plásticas y arquitectónicas. La literatura clásica fue estudiada en las
universidades bajo la aprobación y protección de la Iglesia. Los poetas latinos paganos eran
altamente estimados y tenidos como autoridades en materia moral y espiritual. De hecho, Dante
era un gran admirador de Virgilio y varios papas renacentistas se ocuparon más por resucitar la
antigüedad grecorromana que por resucitar a la Iglesia que en sus días estaba moribunda.

En la alta Edad Media se dio una forma sofisticada de sincretismo con el impacto que la filosofía
griega pagana tuvo sobre la formulación del pensamiento cristiano escolástico. Las obras de Platón
y los escritos de Dionisio el Areopagita, un autor cristiano neoplatónico, influyeron notablemente
sobre los místicos y pensadores medievales. El avivamiento de los estudios de Aristóteles y de
Averroes, su intérprete árabe, durante los siglos XII y XIII marcó profundamente la formulación
dogmática de la fe cristiana. El islamismo tuvo también su influencia notable en la formulación del
pensamiento cristiano. En buena medida, el escepticismo materialista de muchos pensadores
cristianos del siglo XIII resultó de su estudio de la filosofía musulmana. Filósofos como Avicena (979–
1037) y Averroes (1126–1198) fueron estudiados por los escolásticos cristianos y afectados por su
pensamiento aristotélico. En un grado menor, los judíos, que estaban esparcidos por toda Europa,
también ejercieron su influencia sobre la cosmovisión cristiana, especialmente a través de los
escritos de Maimónides (1135–1204), destacado seguidor de la filosofía de Aristóteles.

EL PROBLEMA APOLOGÉTICO

_ Las herejías

Uno de los problemas que más agobió a la Iglesia en Occidente durante la alta Edad Media fue
el problema de la herejía. Al finalizar el siglo XII, la Iglesia debió hacer frente a diversos movimientos
de disidencia y renovación, e incluso grupos heréticos, que representaban una reacción contra el
estado calamitoso del clero y los abusos del papado. Algunos de estos movimientos procuraban la
recuperación de un cristianismo más bíblico y semejante al de los primeros siglos. Los más
importantes de estos movimientos fueron los encabezados por los albigenses o cátaros y los
valdenses.

Rodolfo Puiggrós: “Como la teología abarcaba entonces en profundidad y extensión toda la


superestructura del feudalismo y lo consideraba un régimen estático sin tolerar
competencias ni críticas, a cualquier movimiento revolucionario se le colgaba el sambenito
de hereje. Oponerse al orden social establecido equivalía a oponerse a la Iglesia. Es cierto
que las querellas entre el trono y el altar o las rivalidades entre los señores parecían agitar
nada más que la superficie del régimen sin modificarlo, pero aun así provenían de la
ebullición de factores internos, cuya acción se prolongó en el curso de la Edad Media, a
través de un sordo y constante descontento que estallaba convulsiva y esporádicamente sin
desprenderse de su cobertura religiosa e hizo crisis a fines del siglo XII.”

El fin de la cultura de la alta Edad Media se vio marcado por una profunda percepción de la crisis
del orden tradicional. Las certidumbres que se habían logrado en este período comenzaron a hacer
agua y el naturalismo encontró vías de desarrollo. No obstante, hubo una exaltación del sentimiento
religioso, que tendió a apartar a muchos de las vías cada vez más racionales que adoptaba la teología
oficial. Como indica José Luis Romero: “En el campo de las creencias populares, aparecieron
numerosas herejías cuyo signo era el retorno a la verdad simple y pura del evangelio, con
prescindencia de todo el vasto aparato de saber intelectual que la escolástica había construido, y
con prescindencia también del vasto aparato de poder que la Iglesia significaba y que había
adquirido una desmesurada importancia a lo largo del duelo sostenido por el papado y el imperio.”

Movimientos. Los cátaros (puros) representaron la herejía más difundida de todas las herejías
medievales. El nombre de cátaros se utilizó por primera vez en el Concilio de Tours (1163). También
recibieron el nombre de albigenses. Este nombre se debió a que la primera diócesis cátara se
constituyó en la ciudad de Albi, en el sur de Francia. Los cátaros predicaban la abstinencia de todo
lo que suponían impuro, como una reacción a la laxitud moral del clero, especialmente los monjes.
La doctrina de los cátaros tenía cierta inspiración oriental ya que admitía la existencia de dos
principios: el bien y el mal. Al primero pertenecía el alma y al segundo el cuerpo. Para defender el
alma, creada por Dios, era preciso destruir el cuerpo, símbolo de impureza. En base a esto, algunos
cátaros recomendaban el suicidio y condenaban el matrimonio. Los cátaros creían en la
trasmigración del alma, la que luego de abandonar el cuerpo solía pasar al de un animal. Por eso se
abstenían de matar animales y no consumían carne, ni leche ni huevos. No admitían más
sacramentos que la penitencia y el bautismo.

Estos movimientos de alguna manera estaban relacionados con los bogomilas (amigos de Dios)
de Bulgaria y Siria. Éstos fueron conocidos con distintos nombres por toda Europa: umiliatos
(humillados) en Italia, ketzer (herejes) en Alemania, strigolniki (pelos cortos) en Rusia. La confusión
acerca de los nombres revela cierta confusión respecto a las ideas, pero en esencia todas estas
herejías eran iguales. Apuntaban a reemplazar al clero corrupto por una elite perfecta. Repudiaban
a la Iglesia institucional y querían restaurar un cristianismo similar al del Nuevo Testamento. Algunos
de ellos no reconocían otra autoridad que la que recibían directamente del Espíritu, y rechazaban a
la Iglesia, la Biblia y la encarnación de Cristo, y eran marcadamente dualistas o maniqueos.

Los valdenses, también llamados “pobres de Lión,” tuvieron como inspirador como vimos a
Pedro Valdo, un rico comerciante de esa ciudad, que orientó su ministerio a partir de una actitud
ascética y repartió sus bienes entre los pobres. Valdo adquirió notoriedad por su predicación pública
del evangelio y su rechazo del ministerio sacerdotal, afirmando que no hacía falta ninguna
mediación humana o institucional para obtener la salvación. También rechazó la eucaristía y
prohibió el culto a los santos como idolatría.

El primer canon del Cuarto Concilio Laterano (1215) contenía un credo formulado
cuidadosamente para expresar las diferencias que existían entre el cristianismo latino y las creencias
de los valdenses y albigenses. El Concilio condenó a estas herejías y ordenó el castigo de todos los
herejes que no se arrepintieran. Esto mostró la nueva importancia del problema de la herejía a
comienzos del siglo XIII. Por primera vez desde la supresión del arrianismo, la fe ortodoxa se
confrontaba con un serio rival en Occidente. Había habido herejías menores en la temprana Edad
Media e incluso más tarde, pero generalmente fueron el resultado de pequeñas controversias
teológicas y más tarde de argumentos escolásticos, y en la mayor parte de los casos casi no habían
encontrado apoyo popular. Incluso un maestro tan bien conocido como Abelardo no había causado
un peligro real para la Iglesia cuando cayó en herejía (según se lo acusaba). Una vez que sus errores
fueron expuestos, él y sus seguidores renunciaron a ellos uno por uno y el problema se terminó.
Pero las nuevas herejías de fines del siglo XII eran populares, no académicas; los herejes contaban
con el apoyo de miles de personas fuera del clero, y no podían ser eliminados simplemente usando
argumentos teológicos. La Iglesia tenía que encontrar métodos nuevos para combatir la herejía y se
tomó algún tiempo para hacerlo.

Bajo el pontificado de Inocencio III, la Iglesia reprimió con mano dura a los movimientos
heréticos, y para ello utilizó distintos recursos que variaron desde la prédica hasta la excomunión.
Como los herejes y disidentes persistieron en su actitud, el Papa organizó una Cruzada que reunió
gran número de señores franceses y alemanes. Al mando del conde Simón de Montfort (m. 1218),
la campaña duró unos veinte años (1209–1229) y se caracterizó por su extremada violencia y
crueldad. Los albigenses, al mando del conde de Tolosa y el rey Pedro II de Aragón (m. 1213), fueron
derrotados en la batalla de Muret, en el sur de Francia (1213). La sangrienta lucha prosiguió por
algunos años y terminó con el triunfo de los cruzados, que lograron exterminar a los herejes.

A estos casos de disidencia y herejía habría que agregar las numerosas desviaciones dogmáticas,
condenadas por concilios y papas, pero limitadas a los círculos eclesiásticos intelectualizados.
Berengario de Tours desconocía la presencia real de Cristo en la eucaristía. Amalarico de Géne (m.
1206), teólogo de París que lo divinizaba todo, proclamó el amor libre, llamaba Anticristo al Papa y
anunciaba el comienzo del reinado del Espíritu Santo. El calabrés Joaquín de Fiore (1145–1202),
profeta del evangelio eterno, del cual la Biblia no era más que un antecedente, y de la era del amor
con nuevos apóstoles, los fraticelli, constructores de la ciudad perfecta, logró una audiencia
importante.

A fines de la Edad Media se destaca la figura de Jerónimo Savonarola (1452–1498), un dominico


de Florencia, y su lucha contra la corrupción de la Curia romana bajo el reinado de Alejandro VI.
Savonarola fue un fogoso y popular predicador, que empezó a conmover a sus auditorios
anunciando el inminente juicio de Dios, y llamando a sus oyentes al arrepentimiento y a una vida
ascética. Según él, la Iglesia sería renovada después de un período de aflicción, los incrédulos se
convertirían y el evangelio triunfaría sobre la tierra. Bajo su liderazgo, la ciudad de Florencia se vio
conmovida por un auténtico avivamiento espiritual. Pero esto le valió la enemistad del papa
Alejandro VI, quien le prohibió continuar con su predicación. Savonarola no sólo retomó la
predicación pública, sino que denunció valientemente los males de la Iglesia y del papado. En 1497,
el Papa lo excomulgó y más tarde amenazó a Florencia con el interdicto. Esto comenzó a colocar a
la opinión popular en su contra, hasta que un franciscano lo acusó públicamente de herejía.
Finalmente, el gobierno de la ciudad arrestó a Savonarola y lo juzgó bajo tortura, y terminó por
condenarlo, ahorcarlo y quemar su cuerpo en 1498, según directivas de Alejandro VI.

Motivos. La razón principal del debilitamiento del control de la fe ortodoxa sobre el pueblo era
el disgusto de la gente con la conducta del clero. No es que los eclesiásticos de fines del siglo XII
eran más inmorales que sus predecesores—por el contrario, su carácter había mejorado
notablemente—sino que los laicos estaban estableciendo una pauta mucho más alta para ellos. Ya
no era suficiente que un clérigo se abstuviese del pecado abierto; debía también llevar una vida de
piedad activa. La gente en las ciudades quería más instrucción religiosa; no estaban satisfechos con
cultos sin sermones, o con sermones recitados de un libro. Los laicos se rehusaban a reverenciar a
prelados y sacerdotes que vivían en lujo y que gastaban más tiempo en administrar sus propiedades
que el que invertían en cumplir con sus deberes religiosos. Se acusaba a la Iglesia de preocuparse
más por el aumento de su ingreso que por el aumento del pecado, por exprimir el diezmo a los
pobres que por darles caridad, por promover a clérigos corruptos al obispado que por promover a
los verdaderos santos. La gente quería que el clero dedicara su tiempo a predicar en lugar de
administrar, y reclamaban que el dinero que tenían fuese utilizado en ayudar a los pobres y no en
una vida cómoda para ellos.

Rodolfo Puiggrós: “Las herejías procedían, en general, de las clases oprimidas y atacaban
sin tapujos al orden social establecido, desde dos puntos de vista antitéticos, que solían
confundirse en uno solo, siendo difícil diferenciar el prevaleciente: a) para destruir el
feudalismo y crear algo confusamente entrevisto, cuyas bases materiales de desarrollo
comenzaban a apuntar, y b) para restaurar una sociedad prefeudal idealizada o, en
particular, las primitivas comunidades cristianas.

Ambos tipos de rebeldía (… una mirando al futuro y otra al pasado) derivaban de la misma
causa socioeconómica: la estructura interna de los dominios feudales adaptada a una
economía de autoabastecimiento era corroída por la introducción desde el exterior de una
economía de mercado, a través de formas precapitalistas (comercio y usura).”
Obviamente los laicos estaban tratando de aliviar algo de sus propios sentimientos de culpa en
cuanto a la codicia y a la usura atacando la avaricia del clero, pero el ataque no carecía de
fundamentos. Este reclamo era muy difícil de confrontar porque el papado mismo había alentado a
los laicos a demandar pautas morales altas de sus pastores. Cuando Gregorio VII y Urbano II
prohibieron a los sacerdotes con esposas o concubinas celebrar la misa, se apoyaron en las
congregaciones parroquiales para ver que esta orden se cumpliese. De esta manera, el movimiento
de reforma, al enfatizar la importancia de pautas morales altas para el clero, hizo posible el
desarrollo de la herejía. Todo eclesiástico de influencia a lo largo del siglo XII denunció las vidas
malas de algunos miembros de su orden, y los líderes heréticos atrajeron poca atención cuando
comenzaron el mismo tipo de ataque. Muchos líderes comenzaron a extraer la conclusión final y a
enseñar que el clero ordenado del la Iglesia Católica Romana era inútil. Miles de herejes que diferían
en otras cuestiones concordaron en esta convicción, y todos ellos pueden ser agrupados como “anti-
sacerdotalistas.”

Los anti-sacerdotalistas eran especialmente fuertes en las ciudades. Esto era natural, dado que
las ciudades habían jugado un papel importante en el movimiento de reforma y estaban bien
preparadas para unirse a una nueva ola de indignación moral. También es cierto que las personas
en las ciudades estaban inclinadas a ser más críticas y menos conservadoras que los campesinos y,
por lo tanto, eran fácilmente seducidas por las nuevas doctrinas. No estaban satisfechas con los
cultos regulares de la Iglesia y querían sermones entusiastas que denunciaran el vicio y la
corrupción. Si los sacerdotes de sus parroquias fracasaban en interesarlos, ellos estaban siempre
listos para escuchar a un revivalista de ortodoxia dudosa que predicara en cualquier esquina.

Manifestaciones. El carácter gregario de la vida urbana les daba a los habitantes de las ciudades
medievales oportunidades frecuentes para la discusión, y dado que la religión era tan importante
en sus vidas, eran afectos a dedicar mucho de su tiempo a dialogar sobre ella. Las teorías anti-
sacerdotalistas se generaban fácilmente en esta atmósfera, y se esparcían de una ciudad a otra a
través de los contactos comerciales. Como resultado de esto, para el 1200 una buena proporción de
la población urbana en Europa occidental había aceptado alguna forma de herejía, y los demás
habitantes urbanos, si bien nominalmente se decían ortodoxos, eran muy críticos del clero. Los anti-
sacerdotalistas aceptaban la fe cristiana pero rechazaban la organización y jerarquía de la Iglesia.
No obstante, un grupo de herejes más peligroso era el de aquellos que rechazaban la fe junto con
la organización y la jerarquía.

Además, los líderes de los herejes se aprovechaban del bajo nivel de educación y moralidad del
clero cristiano católico. Los heresiarcas eran hombres capaces que llevaban vidas virtuosas y
practicaban un ascetismo extremo. Su prestigio era tan grande que los viajeros buscaban su
compañía a fin de sentirse protegidos por la reverencia que ellos inspiraban. Los católicos ortodoxos
pedían ser enterrados en los cementerios junto a los herejes, de manera que pudieran descansar
entre la “buena gente.” Muchos señores feudales protegían a los líderes de los herejes y les
permitían predicar en público. Algunos nobles abiertamente aceptaban estas nuevas formas de la
fe y muchos más las practicaban en secreto. El éxito de la herejía se debió no sólo a la virtud de sus
maestros, sino también a la simplicidad de su doctrina. En el caso de los cátaros, los líderes (los
“prefectos”) tenían que llevar vidas bien ascéticas, pero no ponían demasiadas restricciones sobre
sus seguidores. Estos últimos, si tenían fe, podían alcanzar la salvación simplemente recibiendo el
rito final (el consolamentum) de los “perfectos” en su lecho de muerte.

_ La Inquisición

La Inquisición toma su nombre de un procedimiento penal específico: la inquisitio, no existente


en el derecho romano, que se caracterizaba por la formulación de una acusación por iniciativa
directa de la autoridad, sin necesidad de instancias de parte, es decir, de delaciones o acusaciones
de testigos.

Comienzo y desarrollo. A fines del siglo XII, la Iglesia desarrolló este procedimiento con el
decreto del papa Luciano III: Ad abolendam (1184). La rápida difusión de herejías en Europa
occidental como el maniqueísmo, el valdeísmo y más tarde el catarismo obligó a la Iglesia Romana
a crear una estrategia defensiva. En 1184 se empezó a aplicar la pena de fuego para los herejes; en
1199 se añadieron otras penas como la confiscación de bienes y se autorizó el empleo de la tortura
en el interrogatorio sobre materias de fe, incorporándose además determinadas disposiciones
sobre el secreto en las actuaciones, como la ocultación de los testigos y la eficacia procesal.

Para evitar el resurgimiento de las herejías y consolidar la unidad de la Iglesia, el papa Gregorio
IX convocó un Concilio en Tolosa, que en 1229 creó el Tribunal de la Inquisición o Santo Oficio. La
responsabilidad de esta institución era la de combatir toda trasgresión al dogma o al culto católico,
e investigaba la conducta religiosa de las personas, incluido el clero. Así, pues, desde 1230 el
procedimiento inquisitorial se transformó en una nueva institución eclesiástica, que se creó en
Francia especialmente para reprimir el catarismo o herejía albigense, institución controlada
inicialmente por el papa Gregorio IX.

El primer inquisidor conocido fue Roberto de Brougre, un dominico que había sido antiguo
cátaro. Concretamente, donde más éxito tuvo la Inquisición fue en el sur de Francia, aunque no con
pocas resistencias, como lo demuestra el asesinato en 1242 del dominico Guillermo Arnaud,
inquisidor de Tolosa. El apogeo de esta Inquisición tuvo lugar durante la segunda mitad del siglo XIII,
y las últimas ejecuciones de cátaros fueron llevadas a cabo entre 1319 y 1321.

Procedimiento y carácter. El procedimiento empleado por el tribunal era secreto. El acusado de


herejía conservaba la libertad mientras se acumulaban pruebas en su contra. Éstas consistían en
actuaciones verbales o escritas. Para evitar venganzas, se ocultaba el nombre del delator, aunque
podía ser ajusticiado el que acusaba falsamente. Reunidas las pruebas, el supuesto hereje era
detenido, alojado en la cárcel y torturado si no confesaba su culpa. Si el acusado insistía en su
negativa o abjuraba de sus creencias en un acto público, era absuelto. En caso contrario, el tribunal
lo entregaba al “brazo secular” o laico, que era el encargado de aplicar las sentencias, en su mayoría
multas y prisión temporal o perpetua. Los relapsos (reincidentes) y los que persistían en su actitud
de herejía, eran quemados vivos. El principio dominante en todo el proceso era que una persona
era culpable hasta tanto se demostrara que era inocente.
Las herejías medievales tuvieron un marcado carácter de revueltas populares, pues aglutinaban
a todas las clases sociales marginadas en el proceso de conquista del poder por la burguesía urbana.
La penetración de la herejía cátara en Italia supuso también la introducción de inquisidores en
Lombardía—aquí el inquisidor Pedro de Verena fue asesinado y canonizado con el nombre de San
Pedro Mártir—y en Viterbo donde en 1273 llegaron a ejecutarse más de doscientos herejes en un
día. En el siglo XIV había tribunales inquisitoriales en Bohemia, Polonia, Portugal, Bosnia y Alemania.
Sólo los reinos latinos de Oriente, Gran Bretaña, Castilla y Escandinavia carecían de tribunales
inquisitoriales.

Progresivamente se fue multiplicando la burocracia inquisitorial y se editaron manuales


procesales, como el de Raimundo de Peñafort (siglo XIII), Bernardo Gui (siglo XIV) y Nicolau Eymerich
(siglo XV). Las categorías delictivas también se fueron ampliando hasta incorporar otros delitos:
blasfemia, bigamia y brujería. A partir de 1438 se descubrieron sabbats (aquelarres) en los Alpes,
con lo que se desató la caza de brujas.

MIRADA RETROSPECTIVA Y PROSPECTIVA

Cuando se mira hacia atrás, a los diez siglos que hemos estado considerando en este libro, el
panorama que se percibe es sumamente diverso y da lugar a las más variadas interpretaciones y
evaluaciones. La imagen generalizada y popular de los tiempos medievales como un período oscuro
de la historia debe ser corregida. Por lo menos, no fue totalmente así cuando consideramos el
desarrollo del testimonio cristiano a lo largo de estos siglos. Es cierto que la invasión de los pueblos
germánicos y posteriormente las invasiones árabes, de los normandos y de otros pueblos de Europa
del norte y del este afectaron el desarrollo de la cristiandad en el Oeste. También es cierto que los
avances de los turcos selyúcidas, los mongoles, los tártaros de Timur y los turcos otomanos frenaron
múltiples posibilidades para la cristiandad en el Este. No obstante, ambas cristiandades lograron de
algún modo sobrevivir a estas crisis, ajustarse a nuevos contextos e intentar nuevos desarrollos. Lo
mismo puede decirse de la depresión que siguió al Imperio Carolingio, el siglo de la Iglesia de hierro
(siglo X) y los fracasos de las Cruzadas.

Si bien éstas y otras instancias pueden ser consideradas como momentos “oscuros” en la
historia del testimonio cristiano medieval, ellos tienen que ser balanceados con otros momentos
luminosos de tal historia. El surgimiento del movimiento monástico en la temprana Edad Media, las
cumbres alcanzadas por el desarrollo teológico, artístico y literario de los siglos XII y XIII, la
permanente expansión misionera y la incorporación de numerosos pueblos no alcanzados al seno
de la cristiandad, y el desarrollo de la piedad mística son algunos de los elementos positivos que
deben ayudarnos a mantener tal balance. En definitiva, más allá de la conclusión a la que lleguemos
en la evaluación final de la Edad Media, siempre será mejor elaborarla en base a sus logros y
contribuciones más perdurables y positivas y no en base a las expresiones más oscuras y negativas.

Además, en cualquier evaluación histórica es importante tener presente la cosmovisión y


valores prevalecientes en el período analizado. Considerar a la cristiandad medieval con las
presuposiciones del presente puede afectar la objetividad de nuestro juicio, forzarnos a cometer
injusticia en nuestras conclusiones sobre el pasado o distorsionar lo que realmente ocurrió o cómo
pensaban y sentían los agentes históricos. En esto es bueno aplicar la regla enseñada por Jesús: “Tal
como juzguen se les juzgará, y con la medida que midan a otros, se les medirá a ustedes” (Mt. 7:2).

El testimonio cristiano durante el período medieval no fue ni bueno ni malo, ni glorioso ni


perverso. Como en cualquier otro momento de la historia de la humanidad, el balance final nos deja
luces y sombras, grandes logros y aberrantes conductas. De todos modos, fueron estas “vasijas de
barro” con todas las limitaciones propias de la naturaleza humana pecadora, las que preservaron y
transmitieron el testimonio de la fe en Cristo, de la que nosotros somos herederos y responsables
hoy.

No obstante, la situación de toda la cristiandad hacia fines de la Edad Media era alarmante. El
panorama de la cristiandad al llegar al final de los tiempos medievales no podía ser más desolador.
Los papas renacentistas lograron decorar San Pedro con todo tipo de obras magníficas, expresión
acabada de su riqueza y poder mundano. Pero la Iglesia en Occidente estaba pasando su peor hora
en términos morales y espirituales. En el Este la situación de la Iglesia no era mejor. Con la caída de
Constantinopla en manos de los turcos otomanos desapareció el Imperio Bizantino, que había sido
el poder que había promovido, sostenido y dominado a la cristiandad oriental.

En Roma, el cuadro era lamentable. La ciudad había perdido su posición como centro del mundo
europeo y no era más que otro poder en competencia con el creciente nacionalismo y apetencias
de poder absoluto de otros Estados en Europa occidental. La Iglesia y el papado habían perdido
totalmente su camino y no había indicaciones de que fueran a encontrarlo de alguna manera. El
gran humanista Erasmo de Rotterdam criticaba y satirizaba las enormes contradicciones en que
habían caído los papas. En su obra Julius exclusus (1517), escrita en forma de un diálogo, presentaba
al papa Julio II como llegando a las puertas del Cielo después de su muerte y no pudiendo
atravesarlas. En respuesta a la demanda de Julio de que Pedro lo reconociera como Vicario de Cristo
y lo dejara entrar, Erasmo pone en labios del apóstol las siguientes palabras:

“Veo al hombre que quiere ser considerado como segundo respecto a Cristo y, de hecho
igual a él, sumergido de lejos en la más sucia de todas las cosas: dinero, poder, ejércitos,
guerras, alianzas—para no decir nada en este punto acerca de sus vicios. Pero además, si
bien tú estás tan alejado de Cristo como te resulta posible, no obstante usas mal el nombre
de Cristo para tus propios propósitos arrogantes; y bajo el pretexto de Aquel que despreció
el mundo, juegas el papel de un tirano del mundo; y si bien eres un verdadero enemigo de
Cristo, te apropias del honor que le es debido a él. Tú bendices a otros, siendo tú mismo
maldito; a otros les abres los Cielos, los cuales te están totalmente cerrados y de los que
estás muy lejos; tú consagras y estás execrado; tú excomulgas cuando no tienes comunión
con los santos.”

Hacia el año 1500, la cuestión no era si la iglesia necesitaba o no de una Reforma, sino cuándo
esta reforma iba a tener lugar y quién la iba a llevar a cabo. El sucesor de Julio II fue un hijo de la
famosa familia política y banquera de los Medici. Subió al trono papal con el nombre de León X
(1513–1521) y fue Papa durante los primeros años de la Reforma. Las palabras con las que se dice
inauguró su pontificado indican cuán poco preparado estaba para responder al clamor generalizado
por una reforma de la Iglesia Romana: “Ahora que Dios nos ha dado el papado, vamos a disfrutarlo.”

Hacia el año 1500 en Europa occidental todos sentían que se estaba llegando al fin de una era.
Muchos creían que se encontraban transitando el atardecer de un mundo moribundo y se estaban
introduciendo en el amanecer de un mundo nuevo. La ignorancia y la superstición que habían
prevalecido por mil años parecían estar desapareciendo poco a poco. El surgimiento del humanismo
y especialmente el desarrollo del Renacimiento estaban cambiando la manera de pensar y ver la
realidad. El papado mismo, que había promovido algunos de estos desarrollos, fue absorbido casi
totalmente por los nuevos movimientos y su espíritu mundano y secular. Nunca más en la historia
subsiguiente sería igual y en la primera mitad del siglo XVI experimentaría cambios sustanciales, que
ayudarían a la Iglesia a sobrevivir y proyectarse hacia delante, a pesar de la seria división del ese
siglo.

Hacia el año 1500, la cristiandad europea estaba lista para una Reforma y los agentes históricos
de este evento fundamental ya estaban listos para actuar.

GLOSARIO

advocación: título que se da en la Iglesia Católica Romana a un templo, capilla, altar o imagen
particular, cuando están consagrados a la Virgen María o a un santo particular, como Nuestra Señora
de los Dolores, Virgen del Pilar, etc.

averroísmo: doctrina que enseñaba que el alma humana era mortal o, más específicamente, que
todas las almas humanas son parte de una única alma-sustancia de la cual los individuos surgen al
nacer y a la cual regresan al morir. El nombre proviene de Ibn Rushd Averroes (1126–1198), árabe,
erudito jurista de Córdoba, España, que sostenía ideas aristotélicas.

calendario eclesiástico: o calendario litúrgico, se complicó durante la Edad Media al llenarse todos
los días con festividades de los santos, a veces legendarios y más de uno por día. Otro desarrollo
medieval fue tener festivales o días dedicados para ciertas doctrinas medievales como el día de
Todos los Santos (Purgatorio) y el día de Corpus Christi (transubstanciación).

casuística: sistema de teología moral que considera plenamente las circunstancias e intenciones de
los penitentes y formula reglas para casos particulares.

cátaro: relativo a la herejía dualista de la Edad Media que consideraba intrínsecamente malos la
carne y el mundo de los fenómenos físicos. Hereje de esta secta. Esta herejía se extendió desde
mediados del siglo XII, sobre todo por el sur de Francia, donde se les denominaba albigenses. Los
cátaros pretendían una pureza absoluta de costumbres y contaban además con una auténtica
organización eclesiástica.
catecúmeno: convertido al cristianismo que está preparándose para el bautismo. En la temprana
Edad Media, esta preparación era muy breve, se hacía durante la Cuaresma e incluía oración, ayuno,
exorcismo y aprendizaje del Credo. Con el incremento del bautismo de infantes, esta preparación
desapareció o quedó reducida a un rito breve a cumplirse en la puerta del templo, antes del
bautismo del niño, generalmente el día de Pascua.

clericalismo: influencia del clero en la vida política y social. Es la búsqueda de poder, especialmente
de poder político y social, por parte de la jerarquía religiosa, llevada a cabo con métodos seculares
y con propósitos de control social. Abarca todo lo que lleva al establecimiento de un despotismo
espiritual ejercido por una casta sacerdotal. Promueve los intereses exclusivos del clero a expensas
de los laicos o creyentes que no forman parte del clero.

escrutinios: examen formal de los catecúmenos antes de su bautismo. Incluía tres “escrutinios”: una
homilía, oraciones y la imposición de manos después de la lectura del Evangelio durante la Eucaristía
en ciertos domingos de la Cuaresma. La palabra se usaba también para el examen de candidatos a
las órdenes sagradas.

hijo segundón: hijo segundo de la casa o familia o cualquier hijo que no fuese el primogénito. En
consecuencia, designaba a alguien que no heredaba las tierras señoriales ni el título de nobleza y
los privilegios que lo acompañaban. Generalmente se dedicaban a las artes liberales o ingresaban al
clero.

hostia: del latín hostia, víctima. En el antiguo Israel se refería al animal inmolado en sacrificio a Dios.
En la liturgia católica es el pan eucarístico sin levadura, que se cree se convierte literalmente en la
sustancia del cuerpo de Cristo con la consagración y que es ofrecido en el sacrificio incruento de la
misa. Consiste en una oblea blanca que es consagrada por el sacerdote y tragada sin masticar por el
comulgante.

libro penitencial: tratado que establecía las penitencias o actos de satisfacción por los diversos
pecados, que el penitente debía realizar después de arrepentirse y confesar sus faltas a un
sacerdote. De forma semejante, era la parte de una regla monástica que prescribía las penitencias
debidas por las diversas faltas o transgresiones contra la disciplina monástica.

limbo: de una palabra teutónica que significa el ruedo o borde de una vestidura; por extensión: el
borde del Infierno. El limbus infantum es el lugar ubicado entre el Cielo y el Infierno, al cual son
enviados a su muerte los niños no bautizados y que, en consecuencia, no han sido limpiados del
pecado original. Implica la pena de daño (privación de la visión de Dios), pero no pena de sentido
(sufrimiento físico). Hay una segunda sección en el limbo donde moran los justos del Antiguo
Testamento muertos antes de la encarnación del Hijo de Dios.

martirologio: historia o lista oficial de mártires cristianos. Originalmente era un calendario que
nombraba al mártir, el lugar de su martirio y la fecha de la festividad del santo. Los martirologios
“históricos” posteriores, como el de Usuardo (m. 875) o el de Ado de Vienne (m. 875) agregaron
historias de fuentes de diverso valor.
naturalismo: concepto del mundo y de la relación del ser humano con el mismo en el que sólo se
admite o asume la operación de leyes y fuerzas naturales (en oposición a lo sobrenatural o
espiritual). También se refiere al concepto que los principios morales pueden ser analizados en
términos de conceptos aplicables a los fenómenos naturales.

necromancia: el pretendido arte de revelar eventos futuros y otras cosas mediante la comunicación
con los muertos. Por extensión, designa el uso de la magia, encantamientos y conjuros.

órdenes: los diversos grados del ministerio cristiano, es decir, los órdenes menores: de acólito,
lector, exorcista y hostiario; y los tres órdenes mayores: de subdiácono, diácono y sacerdote.

órdenes menores: los cuatro primeros órdenes a los que puede ser ordenada una persona, es decir,
el de acólito, el de lector, el de exorcista y el de hostiario, en oposición a los tres órdenes mayores:
el de subdiácono, el de diácono y el de sacerdote. En el derecho canónico medieval, el celibato sólo
era requerido para los órdenes mayores.

papado: si bien el término denota estrictamente el oficio del Papa, el obispo de Roma, comúnmente
se refiere al sistema de gobierno centralizado de la Iglesia ejercido por él, junto con la pretensión
de que tiene por designación o voluntad divina autoridad universal sobre toda la cristiandad.

Purgatorio: según la Iglesia Católica Apostólica Romana, estado de sufrimiento después de la


muerte en el que las almas de aquellos que han muerto en pecado venial, y/o de aquellos que
todavía deben alguna deuda de castigo temporal por pecados mortales, son limpiados (purgados)
para poder entrar al Cielo.

sacerdotalismo: sistema religioso en el que el sacerdocio ocupa un lugar esencial como mediador
entre los seres humanos y Dios. El término señala también al espíritu, método o carácter de tal
sistema. Generalmente se usa el término en un sentido peyorativo para denotar la exaltación de
una clase sacerdotal a expensas de los valores espirituales y la participación responsable de todos
los creyentes en la vida religiosa.

sacramento: palabra latina empleada para describir el juramento de fidelidad que prestaban los
soldados romanos. En la versión latina del Nuevo Testamento se utilizó para traducir el vocablo
griego mysterion. Según Agustín es “un signo exterior y visible de una gracia interior y espiritual,”
obrado por la gracia de Dios en el creyente. Es un signo o dramatizacion, que resulta en un efecto
más poderoso que las palabras.

sacramentales: objetos y acciones a los que, en imitación de los sacramentos, se les reconoce algún
tipo de poder o virtud para obtener por medio de su aplicación o uso, efectos o beneficios
espirituales. Son tenidos por signos sagrados, creados según el modelo de los sacramentos, por
medio de los cuales se significan efectos, sobre todo en el carácter espiritual que se obtiene por la
intervención de la Iglesia. Son bendecidos por ella y deben ser utilizados conforme con las pautas
establecidas para su uso, a fin de que cumplan con su propósito. Son sacramentales: las procesiones,
peregrinaciones, bendiciones de casas y otros objetos como medallas bendecidas, crucifijos,
rosarios, agua bendita.
sacramentalismo: en un sentido general es la doctrina y uso de los sacramentos. En sentido estricto,
es la adscripción de un poder inherente y salvador a los sacramentos, o el énfasis sobre el poder de
éstos de impartir gracia, incluso sin la operación de una fe activa. En muchos casos, es una expresión
de magia o superstición de tipo religioso.

sambenito: contracción de las palabras “saco bendito,” una capa de penitencia que llevaban los
presos de la Inquisición y que indicaba el tipo de castigo a que el tribunal los había sentenciado.

sincretismo: sistema religioso o filosófico que pretende conciliar varias doctrinas y prácticas
diferentes. El sincretismo une elementos distintos, tomados de diversos sistemas, en una nueva
totalidad o sistema. Ocurre cuando una forma o símbolo cultural es adaptado a la expresión
cristiana, pero lleva con él ciertos significados unidos al sistema anterior de creencias. Los viejos
conceptos pueden distorsionar el mensaje u oscurecer el sentido cristiano que se pretende
trasmitir.

sufragios: oraciones, especialmente intercesiones u oraciones de intercesión. Se aplica


particularmente a las oraciones por las almas de los que han muerto.

superstición: una actitud irracional o primitiva de la mente hacia lo sobrenatural o Dios, que resulta
de la ignorancia, el temor a lo desconocido o lo misterioso, o de una escrupulosidad mórbida. Es la
creencia en la magia o la fortuna, o en cualquier actitud mal dirigida o desinformada hacia la
naturaleza y que es subversiva o ajena a la religión pura y verdadera.

tonsura: corte ritual del cabello, que dejaba una marca notoria en el centro de la cabeza, por el cual
una persona recibía la condición de clérigo. La tonsura era fácilmente reconocible.

trasmundo: un mundo que está más allá de éste: el mundo venidero, el mundo que está más allá
de la tumba, la realidad no terrenal sino celestial y espiritual. En muchos pueblos paganos es la tierra
espiritual donde moran los muertos y los espíritus.

vicario: responsable de una iglesia parroquial que estaba vinculada a un monasterio o a alguna otra
corporación eclesiástica que recibía el gran diezmo. El vicario recibía una parte fija de las dotaciones
de la parroquia y de las ofrendas, y, una vez instituido por el obispo, tenía asegurado el beneficio
eclesiástico de por vida; de aquí la expresión “vicariato a perpetuidad,” que se refiere a este tipo de
beneficio.

CUESTIONARIOS DE REPASO

Preguntas sobre el material básico (para los niveles 1, 2 y 3):

1. ¿Qué lugar ocupó en la cristiandad medieval la cuestión de la unidad religiosa y política?


2. ¿A través de qué medios se expresó el ideal de unidad medieval?

3. ¿En qué consistía la teoría de las “dos espadas” de fines de la Edad Media?

4. ¿De qué manera la Iglesia se vio afectada por el sistema feudal?

5. ¿Cuál fue la actitud de la Iglesia hacia los siervos de la gleba y los campesinos?

6. ¿Cuál fue el ideal de vida superior durante la Edad Media?

7. ¿Qué lugar ocupaba lo sobrenatural en la sociedad cristiana medieval? Da ejemplos.

8. ¿Qué sentido tuvo la muerte en la vida de las personas durante la Edad Media? ¿Por qué?

9. ¿Qué fue la Peste Negra y cuándo ocurrió?

10 ¿Qué es el Purgatorio?

11. ¿Qué lugar ocupó el temor al Infierno en la cristiandad medieval?

12. ¿Qué tres civilizaciones monoteístas desplazaron a las religiones míticas politeístas durante la
Edad Media?

13. ¿Durante qué período se dio la mayor parte de las controversias teológicas mencionadas en esta
unidad?
14. Menciona un personaje destacado en cada una de las siguientes controversias teológicas
medievales: sobre el adopcionismo; sobre la predestinación; sobre la virginidad de María; sobre la
eucaristía; sobre el alma; sobre el filioque; sobre las imágenes.

15. ¿Qué es la transubstanciación?

16. ¿Qué quiere decir la expresión griega filioque?

17. ¿Qué papel jugó el monasticismo ascético en la promoción del culto a María?

18. ¿Qué son la mariología y la mariolatría?

19. ¿Qué era el Martirologio?

20. ¿Qué lugar ocupaba el culto al Diablo en la devoción medieval?

21. ¿Qué se entiende por “clericalismo”?

22. Describe con tus palabras el sacramentalismo.

23. ¿Cuál fue la comprensión y práctica medieval del bautismo?

24. ¿Cuál fue la comprensión y práctica medieval de la eucaristía?

25. ¿Quién fue Bonifacio y qué hizo?


26. ¿Qué cuatro factores confluyeron en el desarrollo de las Cruzadas militares, según el autor? 27.
¿Qué valor misionológico tuvieron las Cruzadas? Explica.

28. ¿Quiénes fueron los agentes evangelizadores más efectivos en los contextos urbanos
medievales?

29. ¿Qué es el sincretismo y cómo afectó el carácter y la estrategia misionera durante la Edad
Media?

30. ¿Quiénes fueron los cátaros o albigenses?

31. ¿Quiénes fueron los bogomila?

32. ¿Cuál fue la actitud del Cuarto Concilio Laterano (1215) hacia los valdenses? 33. ¿Quién fue
Jerónimo Savonarola y qué hizo?

34. ¿Qué fue la Inquisición y cuándo se creó?

35. ¿Cómo era el proceso inquisitorial?

Preguntas suplementarias (para los niveles 2 y3):

1. ¿De qué manera el feudalismo afectó el ideal de unidad de la Edad Media?

2. Define la noción de “iglesia particular.”

3. ¿Cuál fue la relación religión y mundo en el cristianismo medieval?


4. ¿Qué es el trasmundo?

5. ¿En qué sentido la Peste Negra afectó la vida y el pensamiento medieval?

6. La cosmovisión medieval era: horizontal – vertical (subrayar la palabra correcta).

7. ¿Quién fue Ratamno de Corbie y qué enseñó sobre la eucaristía?

8. ¿Quién fue el monje que jugó un papel director en el desarrollo del culto a la Virgen?

9. ¿Cómo afectó la devoción mariana al carácter del caballero andante?

10. ¿Qué se entiende por “papado”?

11. ¿Qué quiere decir el autor cuando afirma: “El desarrollo de la jerarquía eclesiástica fue también
alentado por el crecimiento del sacramentalismo.”?

12. ¿Qué se entiende por “sacerdotalismo”?

13. ¿Qué lugar ocuparon los monjes en las misiones medievales?

14. ¿En qué sentido la evangelización medieval fue belicosa?

15. Menciona algunas causas de la decadencia del feudalismo.


16. ¿Cuáles fueron las razones sociales para el surgimiento de movimientos disidentes durante la
alta y baja Edad Media?

Tareas avanzadas (para el nivel 3):

1. ¿En qué se parecen y difieren el ideal de un orden universal durante la Edad Media y el fenómeno
de la globalización presente?

2. Describe con tus palabras la concepción heroica de la vida que se tenía en la Edad Media.

3. El vocabulario evangélico aplica a la tarea de evangelización expresiones militares medievales


como “cruzadas,” “campañas,” “conquista,” “toma,” “guerra espiritual,” etc. A la luz de lo estudiado
en esta unidad, ¿te parece que éste es un vocabulario adecuado? Da razones para tu respuesta.

4. ¿A qué se refiere el autor cuando habla de “forma sofisticada de sincretismo”?

5. ¿Cuál fue el principio dominante en todo el proceso inquisitorial? ¿En qué manera este mismo
principio ha sido utilizado por las dictaduras militares del siglo XX en América Latina?

TRABAJOS PRÁCTICOS

TAREA 1: La imagen del universo: el trasmundo.

Lee y responde:

“Pero al mismo tiempo el trasmundo se manifestaba a los ojos por medio de los elementos
fantásticos que creía descubrirse entreverados con la realidad. Leyendas musulmanas y sobre todo
bretonas comenzaban a difundirse por el Occidente europeo, en las que se hablaba de cosas antes
inauditas. No sólo se sospechaba un mundo semimágico construido sobre la vaga reminiscencia de
Bagdad, de Samarcanda y de El Cairo, lleno de posibilidades insospechadas, como el que reflejaba
Juan Bodel en el Juego de San Nicolás y difundían los cantares y las crónicas de las cruzadas, sino
también un mundo absolutamente fantástico, poblado por monstruos y en el que lo inimaginable
se tornaba verosímil, como el que revelaban las leyendas bretonas del rey Artús y de sus pares. El
milagro familiarizaba al espíritu con lo irreal, y nada podía sorprender en el encuentro con el
monstruo, en las voces del bosque, en el arcano de los mares. Una intensa curiosidad despertaba el
anhelo de la aventura, y algo de eso se combinaba con la fe para mover al peregrino y al cruzado a
abandonar sus lares en busca de tierras lejanas. Por lo demás, el misterio podía esconderse en
cualquier rincón del contorno familiar, en el castillo presumiblemente encantado o en el hada
visitante. Porque el misterio último del mundo escondido tras la muerte llevaba al ánimo la
certidumbre de que sólo apariencia de realidad era lo que veían los ojos. ¿Quién creyera lo que
contaba Giovanni Pian del Carpine, o lo que relataba Marco Polo en II millione? Y sin embargo, cosas
más misteriosas podían revelar la voz del ruiseñor o suscitar el filtro encantado.”

- ¿Por qué te parece que las personas medievales daban tanto lugar a lo fantasioso, lo legendario e
imaginario?

- ¿Qué lugar te parece que tienen estos elementos en la cultura posmoderna actual? Considera en
tu respuesta la literatura, el arte, el cine y otras expresiones culturales contemporáneas.

- ¿De qué manera la cosmovisión de Jesús y los apóstoles se parece o no a algunos elementos de la
cosmovisión medieval?

TAREA 2: Escrutinios y exorcismos.

Lee y responde:

“Para el tercer siglo el significado del exorcismo se había tornado más preciso: era el ritual de
expulsión de espíritus dañinos de personas y objetos afectados con la ayuda de poderes espirituales
superiores. Tres tipos de exorcismos eran comunes en las liturgias primitivas y medievales:
exorcismo de objetos, exorcismo de catecúmenos durante los escrutinios del bautismo y exorcismo
de demonizados. Originalmente se asumió que el Diablo o los demonios no eran exorcizados ellos
mismos, si bien el exorcismo indirectamente estaba dirigido a ellos, y en último análisis el exorcismo
siempre es una oración indirecta a Cristo. Incluso los santos pueden expulsar demonios sólo con el
poder de Cristo, nunca con el suyo propio. A los fines litúrgicos, se exorcizaban directamente el agua
bendita, el incienso, la sal y el aceite de la unción: ‘Yo te exorcizo, criatura de la sal … que esta
criatura de la sal pueda en el nombre de la Trinidad llegar a ser un sacramento efectivo para hacer
huir al Enemigo.’ Pero gradualmente se fue haciendo más común dirigirse directamente al Diablo o
a los demonios. Incluso en las liturgias tempranas los dos modos eran combinados, como en este
exorcismo del agua bendita: ‘Yo te exorcizo, criatura del agua; yo los exorcizo a todos ustedes
huestes del Diablo.’ Subyaciendo al exorcismo está la suposición de que Satanás retiene algún poder
sobre el mundo material así como sobre las almas de los humanos caídos. Sobre este punto la
tradición cristiana jamás fue consistente. Para algunos, el señorío de Satanás sobre este mundo se
extiende sólo a los humanos. Para otros, éste también afecta el orden inferior de las criaturas, y
entre éstas hay algunos que argumentan que este dominio es el resultado del pecado original y
otros que sostienen que Dios concede a Satanás el poder para usar objetos materiales para tentar
y probar a la humanidad caída.”

- ¿Qué importancia tenían los exorcismos en la pastoral cristiana medieval y en qué se parecían (o
no) a la práctica de echar fuera demonios en el ministerio de Jesús y de los apóstoles?

- ¿En qué se parece el uso de algunos de los elementos sacramentales mencionados (agua bendita,
sal, aceite de la unción) con el uso de estos elementos hoy por parte de la Iglesia Universal del Reino
de Dios?

- ¿Cuán necesario te parece hoy un ministerio de exorcismo o de echar fuera demonios—tanto


dentro como fuera de la iglesia—como parte de la misión cristiana?

TAREA 3: Herejía y justicia social.

Lee y responde:

“Los movimientos herejes tenían de común su composición social originariamente plebeya y


campesina (desposeídos de las ciudades y siervos domésticos y de la gleba), así como sus objetivos:
igualdad de los hijos de Dios y, en consecuencia, comunidad de bienes, abolición del clero,
eliminación de la Iglesia, supresión de los impuestos, servicios y privilegios, imperio de la justicia
sobre la tierra.

“Los plebeyos constituían el eje y punto de partida de esos movimientos. No tenían cabida ni en
las corporaciones ni en los feudos. Eran la única clase que estaba fuera de la sociedad oficialmente
establecida. Carecían de bienes y privilegios. El feudalismo—desarticulado internamente por la
irrupción creciente del comercio (economía mercantil)—los arrojaba continuamente de su seno y
los obligaba a actuar contra el orden social, pero sin que atinaran a luchar por un nuevo orden social.
Por lo que tenían de opositores a la propiedad feudal y partidarios de la igualdad ante Dios contaron
al principio con la ayuda de los burgueses que ambicionaban la igualdad ante la ley, la anulación del
rígido sistema corporativo feudal y la libertad del individuo, es decir, la libertad de ellos y de la
pequeña nobleza asfixiada por los señores …

“Era natural que esos herejes plebeyos fueran seguidos por multitud de siervos, en una época
en la cual éstos, al desarticularse el feudalismo de la alta Edad Media, descubrían los caminos viables
de su conversión en campesinos independientes.”
- ¿Hasta qué punto los movimientos disidentes y heréticos medievales representan levantamientos
sociales de las clases oprimidas contra los estamentos opresores?

- A lo largo de la historia del cristianismo ha habido numerosos movimientos de renovación y


reforma de la Iglesia (anabautistas en el siglo XVI, bautistas y cuáqueros en el siglo XVII, moravos y
metodistas en el siglo XVIII) que, al igual que los movimientos medievales, han tenido profundas
consecuencias sociales. ¿Cómo evalúas, en este sentido, el surgimiento y desarrollo del movimiento
pentecostal y carismático en América Latina durante el siglo XX?

DISCUSIÓN GRUPAL

1. El concepto de cristiandad (paradigma de cristiandad) ha estado en vigencia desde los días del
emperador Constantino hasta el presente. Durante la Edad Media, esta manera de entender la fe
cristiana y sus implicaciones políticas, sociales y culturales, maduró y adquirió características que
han perdurado en el tiempo. ¿En qué aspectos fundamentales es posible detectar rasgos del
concepto de cristiandad en las iglesias evangélicas hoy día? ¿Está caduco el paradigma de
cristiandad o todavía sigue vigente? Hacer una evaluación de la vigencia del paradigma de
cristiandad ofreciendo fundamentación para las conclusiones a las que se llegue.

2. El monasticismo fue uno de los movimientos de renovación espiritual y de impulso misionero más
importantes de los tiempos medievales. ¿Qué relación existe entre renovación espiritual e impulso
misionero? Responder a esta pregunta discutiendo desarrollos misioneros recientes, especialmente
desde América Latina hacia el resto del mundo.

LECTURAS RECOMENDADAS

Knowles, Nueva historia de la Iglesia, 2:231–295; 357–403.

Latourette, Historia del cristianismo, 1:531–543.

Muirhead, Historia del cristianismo, 1:244–301.

Puiggrós, El feudalismo medieval, 7–11; 38–47; 55–72; 114–129; 144–157.

Romero, La Edad Media, 45–74; 141–179.

Vos, Breve historia de la Iglesia cristiana, 65–72.


Walker, Historia de la Iglesia cristiana, 218–292.

UNIDAD 4

Los problemas de la Cristiandad medieval


INTRODUCCIÓN

El gran historiador del cristianismo, Kenneth S. Latourette, calificó a la Edad Media como “los
mil años de incertidumbre.” Probablemente no hay una mejor manera que ésta para evaluar un
período tan dilatado y complejo, como el que representan los diez siglos que van del año 500 al
1500. Fue en estos siglos donde la cristiandad oriental, al tiempo que se expandió “hasta lo último
de la tierra,” sufrió también serios reveses de todo orden que pusieron en vilo su continuidad
histórica. Mientras tanto, en Occidente, es notable la manera providencial en que el testimonio
cristiano logró sobrevivir a pesar de las enormes dificultades internas y externas que experimentó a
lo largo de los siglos.

En ambos casos, el testimonio cristiano no creció con la velocidad y en la profundidad que


alcanzó en los primeros quinientos años. Si bien la fe en Jesucristo estuvo cruzando
permanentemente nuevas fronteras, también es cierto que su crecimiento y expansión fueron
mucho más lentos que en el primer período. Habrá que esperar hasta después del año 1500 para
ver al cristianismo esparcirse de manera significativa, al menos en un sentido geográfico.

Esta pérdida de dinamismo expansivo puede ser atribuida a numerosos factores, tanto internos
como externos. Indudablemente los de carácter interno fueron los más significativos y los más
difíciles de resolver. No obstante, a pesar de los enormes altibajos por los que atravesó el testimonio
cristiano en este período, la fe cristiana estaba mucho más y mejor establecida, tanto dentro como
fuera del mundo del mar Mediterráneo, en el año 1500 que en el 500. Su influencia e impacto eran
notables sobre la cultura y la sociedad. La cosmovisión que se acrisoló a lo largo de la Edad Media
especialmente en Europa occidental habría de tener efectos duraderos, llegando hasta nuestros
días.

No obstante, la vida y mentalidad cristiana que resultó de tan gigantesca mezcla de ingredientes
tan diversos y a lo largo de tanto tiempo, no se dio sin el padecimiento de los fuegos inevitables de
serias crisis históricas. Los problemas ideológicos prevalecieron, en términos de las relaciones de los
individuos y las sociedades con un sistema de ideas independientes que reflejan, racionalizan y
defienden los intereses propios y los compromisos institucionales. En la esfera social, moral,
religiosa, política o económica, estos problemas ideológicos tuvieron un fuerte impacto. La
resolución de estos problemas fue necesaria a fin de encontrar las mediaciones más adecuadas para
la acción en cada uno de los campos mencionados.

Las controversias teológicas del período agregaron peligrosos elementos negativos, porque en
casi todos los casos restaron energía a la Iglesia y entretuvieron a los cristianos en cualquier cosa
menos el cumplimiento de la misión. Pero, a su vez, ayudaron a madurar un consenso en cuanto a
la fe según debía ser creída y enseñada, a evitar herejías e interpretaciones del evangelio que podían
liquidarlo o desnaturalizarlo y a encontrar una línea clara de identidad en medio de un océano de
ideas y corrientes diferentes. Por otro lado, estos debates aportaron ricos elementos para la
comprensión de la fe propia, que facilitaron su comunicación a otros que no la conocían o
experimentaban.

Algo similar ocurrió en la esfera de lo cúltico y la estructura de la comunidad de fe. El período


de la Edad Media se presenta como uno de los más creativos y diversos en cuanto al proceso de
sincretismo y complicación de las prácticas y formas heredadas del período anterior. Como es de
imaginar, cuanto más se dilataba geográficamente la expansión del cristianismo y cuanto más
diversas eran las culturas entre las que se proclamaba, tanto más se incrementaba la diversidad. No
se adoraba de la misma manera en todas las comunidades cristianas en un determinado momento,
ni se tenía la misma estructura eclesiástica en todas partes. Si bien el rango astronómico de estas
diversidades pudo ponerle fin al cristianismo como tal, el mismo actuó positivamente como
elemento enriquecedor. Además, ayudó al cristianismo a romper con el cautiverio étnico o cultural,
y lo ejercitó en la práctica de la contextualización, con la cual pudo afirmar su naturaleza
esencialmente universal y ecuménica.

En mil años, como es de suponer, las dificultades para la difusión de la fe fueron muchas y muy
graves. No obstante, la fe de Jesucristo encontró siempre la manera de correr como el agua,
buscando un camino para llegar con su mensaje de fe, esperanza y amor hasta los rincones más
recónditos del mundo conocido de aquél entonces. No siempre los caminos escogidos fueron los
más adecuados ni los que mejor respondían a los altos ideales de la fe. Pero sea como fuere, el
evangelio del reino fue proclamado. En algunos casos tal proclamación, ya sea por su carácter
profético o por su distorsión de la fe, fue reprimida y perseguida por quienes se consideraban
dueños de la verdad absoluta. Así y todo, la semilla de la Palabra de Dios encontró un suelo fértil, a
veces en terrenos insospechados, y mantuvo su maravillosa capacidad de dar vida, aun en medio de
la muerte y las tinieblas más profundas.

En esta Unidad prestaremos atención a algunos de estos elementos mencionados. Al hablar de


estos problemas de la cristiandad medieval no lo hacemos con una perspectiva negativa, sino como
áreas de desafíos que confrontaron los cristianos. En la medida de lo posible, procuraremos ver de
qué manera en la Edad Media los creyentes hicieron frente a estas cuestiones y las respuestas que
dieron a las mismas.

EL PROBLEMA IDEOLÓGICO
_ Relación Iglesia y Estado

El anhelo de unidad. El gran problema religioso y político que mantuvo en vilo al mundo
medieval fue el de la unidad. Desde los días del emperador Constantino, la gran preocupación había
sido cómo lograr la unidad política del Imperio Romano a partir de su unidad espiritual y religiosa
en torno al cristianismo. Con las invasiones bárbaras y el establecimiento de los reinos germánicos
el problema de la unidad se tornó todavía más acuciante. Europa vio profundizarse la brecha entre
Oriente y Occidente. Destruida la realidad de la unidad imperial, ésta permaneció como una
aspiración y como un proyecto. La Iglesia cristiana occidental, en la que se fijaron múltiples rasgos
de la estructura imperial, fue la promotora principal de la concepción unitaria de Occidente y creó
un modelo del papado a imagen y semejanza de la autoridad de los emperadores.

El Imperio carolingio fue expresión de esta aspiración de una unidad político-religiosa,


estimulada por la Iglesia y posibilitada por el ascenso al poder de los francos. En este sentido, el
Imperio organizado por Carlomagno fue una restauración del viejo ideal del Imperio Romano. Pero
la aspiración a un orden universal alimentada por el recuerdo del Imperio Romano, no logró superar
el proceso de fragmentación provocado por la multiplicación de los señoríos con el feudalismo. Con
la desaparición de Carlomagno el ideal de unidad no desapareció, pero sí su expresión concreta. El
proceso de desintegración que se operó en el curso del siglo IX fue una lucha universal por el
predominio de las diversas regiones y el desarrollo del feudalismo. A la antigua unidad política le
siguió una infinita parcelación del poder. El ideal de unidad, entonces, fue proyectado a un plano
religioso, en el que la Iglesia y el papado representaban la única posibilidad de realización del anhelo
ecuménico. Como indica José Luis Romero: “El imperio no fue en ningún momento, durante la Edad
Media, ni una realidad, ni siquiera una virtualidad verosímil. Sólo cabía la posibilidad de lograr una
unidad espiritual, la de la cristiandad, o al menos, la de la cristiandad occidental, y esa posibilidad
correspondía exclusivamente al papado.”

Cuando alcanzamos la segunda mitad del siglo XIII, la disolución del orden medieval parecía
inminente. La renovación de la vida económica y el ascenso acelerado de la burguesía, que siguió a
los siglos de las Cruzadas, no sólo incrementó el individualismo sino que puso en riesgo el ideal de
unidad. Los reinos nacionales fueron adquiriendo identidad y poder, mientras declinaba la viabilidad
de un orden ecuménico bajo la conducción de la Iglesia y especialmente del papado. Cada vez más,
reyes y burgueses, herejes y disidentes reclaman una cuota de poder y autonomía a expensas de la
Iglesia una y del dominio papal.

José Luis Romero: “Lo que representaban papado e imperio eran ya, inequívocamente,
ideas superadas que los nuevos tiempos no sentían con el fervor de antaño. El mundo
occidental comenzaba a moverse ahora al impulso de nuevos incentivos, muchos de los
cuales venían de más allá de las fronteras del área del cristianismo occidental. En el campo
de la cultura, la influencia de los mundos vecinos se hacía notar enérgicamente, a través del
averroísmo y de la ciencia árabe, a través de las renacientes sugestiones de la antigüedad,
que llegaban desde Bizancio, a través de los relatos sobre países y culturas exóticos. Una
nueva perspectiva se abría para el mundo occidental, que comenzó por encandilarse y
sumergirse en las más descabelladas experiencias.”

En el matrimonio medieval entre la Iglesia y el Estado, fue la primera la que mantuvo la iniciativa
y la voz cantante. El mundo medieval se mantuvo unido principalmente por la Iglesia y, en un grado
considerablemente menor, por las instituciones del Estado. Fue la Iglesia la que inundó toda la
cristiandad de estructuras eclesiásticas e institucionales, que crearon una verdadera red universal.
Arzobispados, obispados, parroquias, escuelas, universidades, claustros, monasterios, templos y
oratorios configuraron una red gigantesca, que cubría todo el continente europeo y se extendía
también más allá. El calendario eclesiástico regía la vida cotidiana de la Iglesia y el Estado. El ciclo
del año era una dramática renovación anual de la historia cristiana. Cada día recordaba a un mártir
o a un santo y sus hechos más destacados.

Además, la Iglesia se transformó a lo largo de la Edad Media en una de las fuerzas que más
colaboraron en el robustecimiento del poder real. Las relaciones de la Iglesia con el Estado
presentan en todo este período una curiosa paradoja: por un lado, los clérigos son los más acuciosos
en defender el poder real en su lucha contra el feudalismo, pues ven en el primero una mayor
garantía para el desempeño de sus funciones religiosas; pero, por otra parte, los prelados tratan de
convertirse ellos mismos en señores feudales de las villas o territorios en que residen.

Un orden universal. La idea de que la vida individual está insertada en un sistema universal
ordenado por Dios fue característica de los tiempos medievales. Esta idea fue heredada de los
ideales del Imperio Romano y perduró en la concepción universal (católica) de la Iglesia de Roma.

José Luis Romero: “Tan contradictoria como pudiera parecer la realidad históricosocial
respecto a esa convicción, [ésta] fue alimentada y sostenida por el recuerdo duradero del
imperio y por la enérgica acción del papado. Se entremezclaron a lo largo de la temprana
Edad Media las dos raíces que la nutrían, chocaron a veces las dos concepciones que
representaban, y se fundieron poco a poco en el plano teórico aun cuando esbozaran muy
pronto sus zonas de fricción. Una y otra representaban dos interpretaciones diferentes del
ideal ecuménico, pues la tradición romana tendía a una unidad real—el Imperio—, y la
tradición cristiana conducía a una unidad ideal—la Iglesia—, en la que, sin embargo, el
pontificado hubo de ver, en cierto momento, la virtualidad de una unidad tan real como la
del Imperio. De esta disparidad surgiría más tarde el conflicto entre ambas potestades.”

Poco a poco la Iglesia se fue transformando en la gestora de este orden universal. Al principio,
tal orden estaba limitado al reino del espíritu sin aspirar a ostentar algún poder temporal. Pero con
el tiempo, la Iglesia y especialmente el papado fueron creciendo en su apetencia de colocar a “los
reinos de este mundo” bajo su tutela espiritual y control político. La unidad religiosa y la obediencia
al obispo de Roma fueron consideradas condiciones necesarias para el mantenimiento del deseado
orden universal. El papado fue alimentando cada vez más su aspiración a transformar su autoridad
y poder espiritual en una autoridad y poder terrenal. Todos aspiraban a un orden universal regido
por una autoridad ajena a las luchas políticas. La única entidad que podía satisfacer tal anhelo era
el papado, especialmente cuando el Imperio desaparecía o declinaba. A lo largo de la mayor parte
de la Edad Media, el papado no tuvo competidores como poder regulador de la cristiandad, frente
a la indefinida fragmentación del poder político provocada por el feudalismo.

Su éxito en instaurar un cierto orden universal mediante la organización de la jerarquía


eclesiástica, la reforma de las órdenes monásticas, las universidades, las grandes empresas
internacionales como las Cruzadas, le permitió al papado disfrutar de autoridad y poder universal.
Es así como, hacia fines de la Edad Media, surge la teoría de “las dos espadas,” según la cual todo
poder venía de Dios y se mantenía por medio del brazo eclesiástico y el brazo secular, de los cuales
el segundo debía estar al servicio del primero. Pero cuanto más se salía de la esfera espiritual para
entrar en la esfera propiamente temporal, sus intentos enfrentaron la resistencia de otros agentes
con apetencias similares. En este caso, ya no se trataba del Imperio, sino de los reinos nacionales,
que luchaban por ganar su identidad poniendo fin al feudalismo y a la hostilidad de sus vecinos.

La controversia de las investiduras. Uno de los aspectos más memorables del siglo XI fue el
conflicto entre el papado y el Imperio alemán en torno a la selección de los prelados eclesiásticos y
su instalación en sus oficios. Este conflicto se ha llamado a veces “la querella de las investiduras,”
“la reforma Gregoriana” o según la concepción del historiador alemán Gerd Tellenbach, “la
revolución Gregoriana.” En la historia política europea este conflicto es memorable porque le dio
un impulso decisivo a la definición del Estado vis a vis la Iglesia. Eventualmente, de este conflicto va
a nacer una mayor conciencia entre los europeos sobre la distinción entre el Estado y la sociedad
civil.

Para entender las raíces del conflicto, hay que recordar las diferencias entre las concepciones
romana (pública) y germánica (patrimonial) del Estado. También hay que traer a colación la noción
de “iglesia propia” o “iglesia particular” (Eigenkirche) que los germanos desarrollaron dondequiera
que se establecieron. Según esta noción, el dueño de una iglesia (templo) era la persona que había
donado la tierra sobre la cual estaba emplazado el altar. No importaban las adiciones al monasterio
o al templo en cuestión, no importaban las rentas que se acumularan o los donativos que se
añadieran, el donante original y sus herederos retenían la propiedad de la iglesia como parte de su
patrimonio.

De este derecho de propiedad, reconocido en la ley germánica, se derivaban varios corolarios.


El patrón o dueño de la iglesia (o templo) la confería como un beneficio de por vida a una persona,
para que atendiera las necesidades de la misma. Pero cuando esta persona moría, el derecho de
nominar a su sucesor se revertía al patrón. Éste tenía derecho a gozar de las rentas cuando la iglesia
no tenía titular, y podía heredar una porción de los bienes muebles del titular.

Esta noción germánica de la iglesia o templo como propiedad de un particular estaba en


conflicto abierto con la noción romana de la iglesia o templo como perteneciente a la comunidad
de los creyentes, cuyo gestor era el obispo. Por eso fueron tan frecuentes los conflictos entre los
obispos que querían mantener jurisdicción sobre todas las iglesias de sus diócesis, y los patronos
que querían mantener los derechos heredados sobre las iglesias fundadas por sus familias.

_ Relación Iglesia y sociedad


La Iglesia y la sociedad feudal. El desmoronamiento del gobierno centralizado fue acompañado
por un fenómeno similar en la Iglesia. El papado se convirtió en botín disputado por las facciones
nobles de Roma e Italia, y hasta hubo batallas entre los pretendientes rivales. Los papas designados
carecían del prestigio y los medios necesarios para controlar los asuntos religiosos del vasto
territorio de la cristiandad occidental. En realidad, durante buena parte de la Edad Media, papas,
arzobispos, obispos y abades no gozaron de más poder y prestigio que el que les correspondía como
señores feudales en competencia con otros señores feudales.

Los monasterios y las diócesis poseían tierras extensas y ricas que, bajo las condiciones caóticas
de los siglos IX y X, fueron presa tentadora para los señores fuertes y rapaces. Ante la ausencia de
un instrumento público de paz y orden, los obispos y abades se vieron obligados a arreglárselas
como podían para proteger sus bienes. Esto significó, naturalmente, buscar caballeros y concederles
feudos a cambio de sus servicios como defensores de las tierras de la Iglesia. De este modo la Iglesia
se fue feudalizando completamente, y hasta los mismos abades y obispos llegaron a ser
generalmente hijos segundones de la aristocracia feudal. Como abad u obispo, el hijo menor de un
duque o conde podía llegar a poseer vastas tierras y rentas proporcionales a su rango; y en no pocas
ocasiones tales eclesiásticos tenían la oportunidad de valerse de su entrenamiento caballeresco
capitaneando a sus hombres para combatir contra algún señor vecino con quien tenían una disputa.
Es cierto, sin embargo, que las tradiciones del derecho y la administración romanos no se olvidaron
por completo y perduraron con mayor vigor entre los eclesiásticos.

La Iglesia y la corrupción feudal. Como puede fácilmente imaginarse, la Iglesia se corrompió no


pocas veces dadas las condiciones feudales. Muchos obispos y abades apenas se distinguían de sus
compañeros nobles en cuanto a la conducta personal se refiere. La mayoría de los párrocos estaban
casados a pesar de las prohibiciones del derecho canónico. La ambición de bienes terrenales y de
poder y prestigio afectaban de igual modo a los señores eclesiásticos como a los seglares. Éstas y
otras deficiencias perturbaban a las personas piadosas, y se hacían esfuerzos para corregirlas, si bien
no siempre con resultados efectivos.

Durante el transcurso de los siglos X y XI muchos fieles de la Iglesia, tanto miembros del clero
como laicos, llegaron a pensar que la corrupción y degradación prevalecientes en la Iglesia no se
podrían remediar mientras los laicos poseyeran la facultad de nombrar prelados, y especialmente
mientras los cargos eclesiásticos se vendieran a los candidatos interesados. La simonía y la
investidura laicas parecían ser—en particular a los ojos de los monjes cluniacenses—los obstáculos
principales que impedían la reforma y purificación de la Iglesia.

Las actividades de los frailes infundieron un nuevo ardor e idealismo a la práctica cristiana. Las
ciudades, en rápido crecimiento, fueron desde el principio el terreno de su preferencia. Los frailes
cuidaban a los enfermos y a los pobres, y para ello fundaron hospitales; además predicaban, a
menudo en las esquinas de las calles, y tomaban parte activa en la educación. Por primera vez los
habitantes de las ciudades de Europa occidental entraron en contacto con todo el poder del
idealismo cristiano gracias a los franciscanos, mientras que los escépticos y herejes quedaban
expuestos a los sutiles y convincentes argumentos de los cultos frailes dominicos.
En realidad, la Iglesia se mostró hostil hacia los campesinos y siervos de la gleba. Muchos clérigos
escribieron de manera muy negativa acerca de ellos, destacando su avaricia, violencia e ignorancia.
De hecho, no hubo muchos santos campesinos, salvo Juana de Arco, que llegó tardíamente a los
altares, después de haber sido condenada a la hoguera como bruja. El clero se fue haciendo cada
vez más urbano y menos rural. No obstante, el campesinado permaneció católico, porque la Iglesia
era su única esperanza de salvación en este mundo y por la eternidad.

_ Relación mundo y trasmundo

La cosmovisión medieval estuvo dominada por la imposición de las ideas cristianas sobre el
trasfondo de la tradición pagana (no destruida totalmente) y los aportes de los pueblos germánicos
invasores. La tradición pagana grecorromana había aportado una cierta imagen naturalista, de corte
politeísta y mágico, que coincidía bastante con el aporte de la tradición de los germanos. En ambos
casos, lo milagroso y misterioso ocupaba un lugar muy importante. El trasmundo de los dioses y de
los muertos irrumpía constantemente en el mundo real. Fue sobre este trasfondo que se impuso el
cristianismo, de suerte tal que la concepción naturalista de la realidad no desapareció, sino que
encontró formas de expresión en la religión cristiana, como en una multitud de supersticiones, el
culto de las imágenes, la veneración de la Virgen María y el sacramentalismo.

El mundo. La Edad Media se presenta, en general, como una era en la que lo religioso ocupó un
lugar fundamental. La religión afectó todas las esferas de la vida de los pueblos, y produjo una
inevitable tensión entre los presupuestos y los mandamientos religiosos por una parte, y las
necesidades prácticas de la realidad mundana por la otra.

Herbert Rosinski: “Esta tensión subyacente entre religión y mundo fue especialmente
aguda en el cristianismo, cuya original independencia radical del mundo sólo gradualmente
cedió a una progresiva adaptación. La relación del cristianismo con el mundo, de hecho,
estaba destinada a ser esencialmente tensa. Esta tensión podía franquearse y en la práctica
se franqueaba, pero, no obstante, en principio, permanecía sin resolver y era necesario que
permaneciera de ese modo si se pretendía preservar su esencia y su singular fuente de
energía … Sin embargo, esta tensión era mucho más intensa en el Occidente que en
Bizancio, hecho que tuvo decisiva significación para el desarrollo interior de las dos ramas
del cristianismo, como también para su destino definitivo.”

En el caso del Islam, la situación era totalmente diferente, ya que Mahoma fue profeta pero
también un hombre de Estado. La religión para él no era algo que estaba en contradicción con el
mundo. Por el contrario, era un poder que encontraba su meta precisamente en el dominio político
y en la transformación política del mundo. Religión y mundo en el cristianismo eran términos
opuestos, ya que la primera tiene que ver básicamente con la relación del alma con Dios, mientras
que en el Islam la religión está más relacionada con la regulación escrupulosa de la vida y no hay
contradicción con el mundo.

El ideal de vida superior durante toda la Edad Media fue la vida monástica, es decir, la huida del
mundo para poder vivir una vida contemplativa. Las formas de la convivencia monástica giraban en
torno a reglas particulares, la mayoría siguiendo el modelo ideado por Benito de Nursia, que
combinaban diferentes dosis de acción y contemplación, estudio y plegaria. Pero el retiro del mundo
no fue la opción de todos. La mayoría de las personas fueron encontrando en las incipientes
ciudades medievales las posibilidades de invertir sus vidas como artesanos o mercaderes,
estudiosos o religiosos, líderes de la comunidad o sacerdotes. La ciudad, de algún modo, ofrecía la
oportunidad de escapar a la dominación señorial y lograr algún grado mayor de libertad y
oportunidad para una vida mejor. La vida ciudadana fue resultando más ordenada, previsible y
ajustada a derecho, que la vida rural propia del feudalismo. Este proceso sirvió para cambiar poco a
poco la valoración negativa que se tenía del mundo, y tanto más cuando nos acercamos a la baja
Edad Media. La aparición del humanismo completó el proceso de secularización y de valoración del
mundo como esfera adecuada para la realización del ser humano.

El trasmundo. Ya en la temprana Edad Media puede advertirse de qué manera, en un complejo


cultural dominado por una cosmovisión cristiana, se da la presencia eminente del trasmundo. La
realidad inmediata estaba saturada por la presencia del trasmundo, que se tornaba en una realidad
bien concreta gracias al fuerte impulso apocalíptico que animó la comprensión de la fe cristiana en
ese tiempo. Incluso en la alta Edad Media continúa advirtiéndose la presencia de un ideal de vida
vigorosamente enraizado en la imagen del trasmundo. Si bien la imagen del mundo mejoró
notablemente para entonces, nada perteneciente al mundo real podía compararse en significación
con la esperanza de la eternidad y la vida bienaventurada después de la muerte.

Las expresiones más elevadas de la cultura medieval destacan la presencia permanente del
trasmundo en la conciencia colectiva de aquel tiempo. El trasmundo se presentaba en los capiteles
historiados de los claustros e iglesias románicas y góticas, los pórticos, los vitrales y las pinturas. La
decoración, especialmente la escultura, adquirió una significación extraordinaria y una simbología
llena de misterio, que incitaba a la constante consideración del trasmundo a través de las alusiones
al Juicio Final y a las historias sagradas. Catedrales, iglesias y edificios comunales de estilo gótico a
partir del siglo XII, al tiempo que revelan el empuje de la burguesía en ascenso, fueron testigos
elocuentes de la importancia que el trasmundo tenía para quienes los construyeron y utilizaron.

Alfred Weber: “Sobre el sencillo sentido religioso de externidad, propio de los cistercienses,
se eleva como nacida de esas contraposiciones la gran arquitectura gótica de plenitud.… Las
formas expresivas de esta arquitectura exhalan la múltiple diversidad de la vida, como en
amplios tonos orquestales; unen la línea horizontal de lo terreno con la línea vertical de lo
eterno; y están creadas y representadas por aquel fuerte sentido religioso enfocado al otro
mundo, cuyos efectos espirituales y psicológicos fueron los que hicieron posible que, en el
siglo XIII, se pudiese superar el estilo tan maravilloso del último período de arte románico
en Alemania, que constituía ciertamente un arte rico, esclarecido y altivo, pero todavía con
un sentido terrenal.

“En el exterior y en el interior de los templos creados o afectados por ese sentido
religioso de lo eterno, de ultratumba, hallamos las obras plásticas de esta época, las cuales
se hallan configuradas de un modo técnico con toda la fuerza de las formas aprendidas del
mundo antiguo, pero siendo ciertamente en cuanto a su esencia cristianas hasta el último
pliegue … Y estas figuras constituyen ciertamente los documentos más impresionantes de
aquel destino europeo, convertido entonces por vez primera en realidad, de aquel destino
espiritual del mundo occidental, de aquel destino inserto en la contraposición entre Dios y
Mundo, que no tiene solución.”

Por otro lado, la totalidad de la sociedad cristiana a lo largo de la Edad Media, se basaba en una
intensa creencia en lo sobrenatural. El trasmundo mágico y fantástico se vivía a flor de piel. Al no
disponerse de un sistema científico que permitiera una comprensión más objetiva y crítica de la
realidad, la dimensión sobrenatural de la existencia humana se veía magnificada. En este contexto,
los milagros ocupaban un lugar muy destacado y la intervención de Dios en el mundo era estimada
como permanente. Los eventos calificados como miracula penetraban la vida en todos los niveles.
De allí la enorme cantidad de relatos y testimonios de milagros en la literatura medieval,
especialmente de aquellos relacionados con los santuarios de santos y sus reliquias. Además,
estaban los milagros atribuidos a la Virgen y a algunos misioneros.

Benedicta Ward: “A lo largo de la Edad Media se vio unánimemente a los milagros como
parte de la Ciudad de Dios sobre la tierra, y cualesquiera hayan sido las reflexiones que las
personas hayan tenido sobre su causa y propósito, ellos constituían una parte integral de la
vida ordinaria. La exploración de los relatos de milagros deja dos impresiones principales:
el número y diversidad de los eventos considerados como de alguna manera milagrosos, no
con ingenuidad sino a partir de una concepción más compleja y sutil de la realidad que la
que poseemos; y la unidad de opinión acerca de los milagros tanto en el pensamiento como
en su registro, una unidad expresada por Agustín: ‘Dios mismo ha creado todo lo que es
maravilloso en este mundo, los grandes milagros así como las maravillas menores que he
mencionado, y él los ha incluido a todos en esa maravilla única, ese milagro de los milagros,
que es el mundo mismo’.”

Además de manifestarse a través de los milagros, el trasmundo se hacía también evidente a


través de la magia, que era su contraparte. Si bien las “artes mágicas” habían sido consistentemente
prohibidas por la Iglesia, gozaron de gran popularidad, especialmente en los siglos XIV y XV. El uso
de la magia para el contacto con lo sobrenatural y el trasmundo fue común tanto en las tierras
paganas del norte de Europa como en el mundo del Mediterráneo, al punto que la diferencia entre
magia y milagro no siempre estuvo muy clara. No obstante, en teoría al menos, la magia que
involucraba la invocación de demonios fue condenada por la Iglesia mientras que los milagros
fueron recomendados como el método adecuado para la obtención de poder sobrenatural por parte
de los cristianos. Sin embargo, en las masas predominaba un área intermedia de prácticas y
creencias sincretizadas, donde lo mágico y lo milagroso se mezclaban.

Benedicta Ward: “La discusión de los milagros durante la Edad Media muestra por sobre
cualquier otra cosa la aceptación de lo milagroso como una dimensión básica de la vida. Los
lazos de la realidad incluían lo invisible de una manera ajena al pensamiento moderno. Los
milagros eran la regla más que la excepción, y el concepto de la mano de Dios obrando en
la totalidad de la vida coloreaba la percepción de los milagros y sus registros. Dada esta
preocupación con los milagros, es de esperar que hubiera muchos registros de milagros
contemporáneos.… El número mayor de estos milagros fue registrado en los santuarios de
los santos, dado que virtualmente cada pueblo tenía su santuario y frecuentemente
también a alguien capaz de registrar los milagros.”

Será durante la baja Edad Media que se hará más evidente la tensión entre una concepción
teísta y trascendentalista de la realidad y una concepción naturalista e inmanentista. El humanismo
promovía lo segundo, pero las grandes masas no educadas continuaron sumergidas en el dominio
del trasmundo y en toda suerte de supersticiones y sincretismos. Mientras algunos humanistas
expresaron a través de sus obras (literarias o plásticas) un optimismo radical en las posibilidades
humanas, otros representaron en sus producciones el patetismo angustiado frente a la enfermedad,
el hambre, la miseria y la muerte. Como indica José Luis Romero: “La presencia del trasmundo—
signo revelador de la perduración de la típica medievalidad—se enerva en unos mientras se
robustece en otros, o a veces se reviste de cierta gracia ingenua que parece compartir una y otra
tendencia.”

_ Relación vida y muerte

La presencia de la muerte. Toda la Edad Media estuvo caracterizada por un sentido muy vivo de
la presencia constante de la muerte en la vida de las personas. La violencia feudal, la fragilidad frente
a la pobreza y la miseria, la falta de recursos para satisfacer las necesidades humanas básicas, y la
vulnerabilidad frente a plagas y cataclismos, llevaron al desarrollo de un verdadero culto a la
muerte. En tiempos medievales hubo una relación dinámica entre vivos y muertos, que hoy es
desconocida.

Patrick J. Geary: “En este mundo [medieval], que comprende esencialmente esas regiones
de Europa bajo la influencia directa de las tradiciones políticas y culturales de los francos, la
muerte era omnipresente, no sólo en el sentido de que las personas de todas las edades
podían morir y de hecho morían con asombrosa frecuencia y celeridad, sino también en el
sentido de que los muertos no dejaban de ser miembros de la comunidad humana. La
muerte marcaba una transición, un cambio de estatus, pero no el fin. Los vivos continuaban
debiéndoles ciertas obligaciones, la más importante era la de la memoria, el recuerdo. Esto
significaba no sólo el recuerdo litúrgico en las oraciones y las misas ofrecidas por los
muertos por semanas, meses y años, sino también mediante la preservación del nombre, la
familia y las acciones de los que partieron. Para una categoría de los muertos, aquellos
venerados como santos, las oraciones por ellos cambiaron a oraciones a ellos. Estos
‘muertos muy especiales’ …, podían actuar como intercesores a favor de los vivos delante
de Dios. Pero esta diferencia era sólo de grado, y no de especie. Todos los muertos
interactuaban con los vivos, continuaban ayudándolos, advirtiéndoles o amonestándoles,
incluso castigándoles si las obligaciones de memoria no se cumplían.”

Esto se hizo todavía más patético con episodios catastróficos como la Peste Negra (1348–1349).
En pocos meses, la población de Europa Occidental se redujo a un tercio de su total. Las
consecuencias económicas y sociales de la peste fueron muchas. Se dio una drástica reducción de
los cánones de arrendamiento y las exacciones señoriales; la mano de obra diestra urbana se
encareció; hubo una concentración de la riqueza inmueble en los sectores dirigentes por las muchas
herencias de los sobrevivientes y la estructura social tambaleó.

Culturalmente la peste bubónica también afectó la vida y el pensamiento. La muerte


omnipresente en los frescos y en las sepulturas de las décadas subsiguientes ensombreció el arte.
En la vida religiosa la epidemia dejó hondas huellas. Una alta proporción del clero secular murió y
en muchos lugares nunca volvió a tener la misma importancia numérica. Muchos monasterios y
conventos tampoco recuperaron el número de miembros que habían tenido antes de 1348. Los
estragos de las epidemias y el horror de su recurrencia marcaron las percepciones y las
mentalidades. La fascinación con los temas mórbidos marcó la expresión religiosa. En la mente de
muchos fieles, la epidemia era un castigo divino, y por eso se desarrollaron prácticas penitenciales
comunitarias, que a veces canalizaron y otras veces fomentaron la histeria colectiva. A la vez, los
excesos ascéticos y la prédica moralizante propiciaron la ironía y el escepticismo.

La concepción heroica de la vida. Mientras en Oriente la actitud cristiana predominante era de


carácter contemplativo y las cuestiones terrenales se proyectaban al más allá, en Occidente y debido
al impacto de los pueblos germánicos, el destino del ser humano se cumplía de este lado de la
eternidad. En la cosmovisión germánica, el guerrero y su heroísmo eran sinónimo de virtud, en
contraste con el quietismo contemplativo predominante en el cristianismo de origen oriental.
Heroísmo y activismo llevaron a una concepción señorial de la vida, en la que constituían el signo
de una acción relacionada con el poder, la gloria y la riqueza.

La Iglesia procuró poner bajo control esta concepción heroica de la vida y canalizarla de maneras
más creativas y convenientes a sus propios intereses. Esto es lo que intentó en las sucesivas
Cruzadas contra los musulmanes, que predicó con entusiasmo. Incluso los monjes occidentales
fueron muy diferentes de los orientales, en que mientras estos últimos se dedicaban a una vida
contemplativa y de oración, los primeros se mostraban como santos militantes, capaces de poner
en acción su vocación religiosa en beneficio de la propagación y defensa de la fe. En este sentido,
fueron monjes y soldados los que a lo largo de la temprana Edad Media esparcieron la fe por todo
el continente europeo. Y más tarde, fueron caballeros cristianos, que aprendieron a subordinar el
heroísmo a la fe, los que la defendieron frente a los musulmanes y los herejes surgidos en el seno
mismo del mundo cristiano.

En la baja Edad Media, esta concepción heroica de la vida asumió un carácter más refinado. El
espíritu caballeresco sobrevivió a las Cruzadas, pero poco a poco se secularizó y mundanalizó. Perdió
prestigio popular, pero se refugió en las minorías señoriales y en las cortes. Se llenó de convenciones
propias del decadente orden feudal y estableció reglas sofisticadas para la conducta social. Fiestas
y torneos, ceremonias y festines fueron las ocasiones en que este espíritu se manifestó de manera
más espectacular. Los trovadores y ministriles exaltaban, a través de sus canciones y poemas, las
virtudes de la caballería, que eran imitadas por los burgueses ricos. La exaltación e idealización de
la mujer, el amor cortés, la apetencia por la buena vida y el goce de vivir, un sentido profano de la
realidad, la contemplación de la naturaleza, la creación estética y el amor por la belleza fueron
expresión de esta concepción heroica de la vida, que estuvo acompañada de un creciente
individualismo. Lo individual se fue tornando más importante que lo colectivo. El espíritu de
aventura, la apetencia del saber y la aparición del retrato en la pintura son manifestaciones de esta
concepción heroica y exaltada de la vida.

El Purgatorio y el Infierno. Más allá de su particular posición en la compleja pirámide social


medieval y de su manera de entender y vivir la vida, todas las personas compartían la misma
certidumbre en cuanto a la muerte. Señores y siervos, obispos y laicos, cultos e incultos todos eran
bien conscientes de la proximidad de la muerte y de su funesto efecto nivelador. Frente a ella todos
eran iguales y enfrentaban los mismos temores y necesidad de salvación. Fue en torno a esta
realidad palmaria que se elaboraron los conceptos y creencias en cuanto al Purgatorio y al Infierno.

El Purgatorio. La preocupación por la muerte llevó necesariamente a preocuparse por qué


ocurría con el alma después de experimentarla. Ya en el monasticismo temprano se había planteado
la necesidad de responder a la inseguridad de la salvación y la inminencia del castigo divino con
algún camino alternativo. En el monasticismo celta se acentuaba el carácter penitencial de la vida
monástica. En la concepción celta, la majestad de Dios era tal y la fragilidad humana y su inclinación
al pecado eran tan pronunciadas, que continuamente había que estar reconciliándose con Dios. El
monje irlandés hurgaba su conciencia sin cesar para ver en qué había ofendido a Dios y cómo reparar
esas ofensas. Por esa insistencia celta en la necesidad continua del perdón y la reconciliación, la
práctica penitencial de Occidente se modificó y se elaboraron numerosos libros penitenciales. Las
penitencias que se les imponían las cumplían después de la absolución. De esa manera la absolución
vino a anteceder a la penitencia, y la confesión de los pecados vino a ser un ejercicio privado que
sustituyó la antigua absolución pública. Sin embargo, subsistió la ansiedad en cuanto a qué pasaba
si uno se moría antes de cumplir con todas las penitencias que se le habían impuesto. De ahí vino a
cobrar importancia la noción de purgar por los pecados, de la cual en el siglo XII se esbozó
teológicamente el concepto de Purgatorio.

Fernando Picó: “De esta noción de conmutar la penitencia no cumplida con una obra
piadosa también surgió eventualmente la noción de indulgencia, que tanto dio que hacer
en las controversias de la Reforma Protestante del siglo XVI. La indulgencia era un
equivalente en oraciones de la obra piadosa, que a su vez equivalía a una penitencia no
cumplida. Sin embargo, en los siglos XIV y XV surgiría la noción de que hacer un donativo en
dinero para llevar a cabo una obra piadosa era equivalente a hacer la obra piadosa. Por lo
tanto, le restaba purgatorio por cumplir al donante lo que le hubiese restado de días de
penitencia la obra piadosa.”

Los Padres Griegos no hablaron del Purgatorio, pero recomendaron las oraciones y servicios
eucarísticos a favor de los difuntos. Los Padres Latinos, especialmente Agustín enseñaron la
purificación por medio del sufrimiento en la otra vida. Los escolásticos sistematizaron y
desarrollaron la herencia patrística, enseñando que el más ínfimo dolor del Purgatorio era mayor
que el más grande dolor de la tierra, aunque a las almas allí las consuela el saber que se hallan entre
aquellos que van a ser salvos. Desde Tomás de Aquino y Buenaventura, los teólogos latinos
enseñaban que las almas en el Purgatorio eran atormentadas por el fuego, pero los teólogos
bizantinos no aceptaron esta conclusión. Por otro lado, a la luz de la práctica de las indulgencias,
estos tormentos ocurrían en el tiempo y se medían en términos de años y días. Se decía también
que el estado del Purgatorio consistía en cierta posición en el espacio, y que era algo totalmente
diferente del Cielo o del Infierno. Pero cualquier teoría en cuanto a su latitud o longitud, según se
lo describe en la Divina Comedia de Dante, era pura imaginación.

El Purgatorio era para las almas de los creyentes (bautizados), que no dejaban de ser miembros
de la Iglesia por ir allí. Es por esto que estas almas podían ser ayudadas por los sufragios (oraciones,
ofrendas, buenas obras y sacrificios) de los vivientes. El sacrificio por excelencia a favor de quienes
estaban en el Purgatorio era el sacrificio de la Misa, porque ella aseguraba la salvación al penitente.
El fundamento bíblico que se citaba era la creencia judía en la eficacia de la oración por los muertos,
según 2 Macabeos 12:42–45. Sea como fuere, la eficacia de las oraciones por los muertos e
indirectamente la doctrina del Purgatorio fueron rechazadas por los cátaros, los albigenses, los
valdenses y los lolardos, junto con otros disidentes medievales, porque carecía de base bíblica y era
contraria a una sana doctrina.

El Infierno. El temor a ser condenado en el Infierno por la eternidad llenó de terror a la


cristiandad medieval. La creencia en el Infierno fue tan firme para los medievales como su esperanza
del Cielo, sólo que la primera los llenaba de temor y determinaba la mayoría de sus acciones. En
razón de que era poco menos que imposible tener certidumbre de salvación debido a que la misma
dependía cada vez más de lo que el ser humano podía hacer para salvarse, el temor al Infierno
acercaba este aspecto oscuro del trasmundo a la realidad inmediata. Estos temores fueron
alimentados especialmente por la lectura y predicación dramática del Apocalipsis, que llenó de
pánico a personas carentes de otro recurso salvífico que los sacramentos cuasi-mágicos que les
ofrecía la Iglesia. A la interpretación tremebunda del Apocalipsis se sumaba La Ciudad de Dios de
Agustín, que dominó la teología medieval y que hizo la conocida distinción entre dos mundos
contrapuestos: la ciudad celeste y la ciudad terrestre. Esta afirmación del trasmundo continuó con
la mayoría de los teólogos medievales, especialmente aquellos que trabajaron en la alta Edad
Media.

José Luis Romero: “El mundo después de la muerte, con su Infierno, su Purgatorio y su Cielo,
había sido imaginado muchas veces antes de que Dante le proporcionara, en las
postrimerías de la Edad Media, los rigurosos perfiles con que aparece en la Comedia. La
Visión de San Pablo y el Viaje de San Brandán en el siglo XI, la Visión de Túndalo, el
Purgatorio de San Patricio y la Visión de Alberico en el siglo XII, así como el Viaje al Paraíso
de Baudoin de Condé y el Sueño del Infierno de Raoul de Houdenc, nos muestran cuánto se
pensaba en el misterio del vago mundo que esperaba al hombre para morada eterna. Era
seguramente el tema que más interés despertaba en el auditorio de los predicadores, y
alrededor de él gira la obra de Joaquín de Fiore, el ferviente y semiherético monje calabrés
fundador del grupo de los Espirituales, una de cuyas obras fundamentales desarrolla el
comentario del Apocalipsis. Poco antes, los inquietantes signos del fin del mundo habían
sido esculpidos con honda dramaticidad en los capiteles del claustro del monasterio de Silos
y seguían siendo tema predilecto de otros imagineros.”

_ Relación poder y piedad

Desde los días del emperador Constantino, cuando éste decidió establecer la capital del Imperio
Romano en la ciudad que llevó su nombre, la separación entre Oriente y Occidente fue inevitable.
Los patriarcas de Oriente quedaron sometidos al emperador (cesaropapismo) y distanciados del
obispo de Roma. En los cinco siglos que siguieron al reinado de Constantino hubo cinco grandes
cismas entre la Iglesia de Oriente y la Iglesia de Occidente. Además, de cincuenta y ocho patriarcas
que gobernaron en Constantinopla durante este período, veintidós fueron considerados como
herejes o sostenedores de enseñanzas heréticas en el Oeste. Todos ellos menos uno fueron
depuestos por los emperadores. A diferencia del obispo de Roma, estos líderes religiosos dependían
del Estado para el ejercicio de su ministerio. Así continuaron las cosas hasta que finalmente en 1054,
bajo Miguel Cerulario, la división se consumó de manera definitiva, en buena medida debido a la
competencia entre los líderes religiosos y también al carácter totalmente diferente de su concepción
en cuanto al poder. Mientras para el patriarca de Constantinopla la base sobre la cual proclamaba
su primacía era puramente política, para el Papa de Roma su autoridad pretendía ser
exclusivamente espiritual.

Lloyd B. Holsapple: “El legado de Constantino a la Iglesia fue una controversia que
perduraría durante cuatro siglos y traería aparejada consigo una desunión sin precedentes.
La disputa religiosa se convertiría en la principal actividad de la Iglesia y los individuos en
Oriente. Él legó las causas que no podrían dejar de producir el cisma entre Oriente y
Occidente tanto en la Iglesia como en el Estado.”

Al impacto político de la influencia de Constantino se agregó el enorme efecto del pensamiento


de Agustín de Hipona (354–430) sobre toda la cristiandad occidental. Para sus días, tres de las cuatro
fuerzas espirituales que habían animado al mundo grecorromano—el judaísmo y las civilizaciones
griega y romana—estaban exhaustas. Sólo el cristianismo estaba en pleno ascenso y apenas
empezaba a ejercer influencia en los asuntos seculares. La transformación del cristianismo, de
fuerza espiritual que se mantenía separada del mundo, a una fuerza que poco a poco iba
penetrándolo e identificándose con él, representó el fin de una edad y el comienzo de una nueva
era: la Edad Media.

Por otro lado, la desintegración de Occidente debido a las sucesivas invasiones de pueblos
germanos, la presión externa de los pueblos euroasiáticos sobre Oriente, y el surgimiento y
expansión del Islam condujo a la división tripartita que constituyó el mundo de la Edad Media. La
parte oeste abarcaba la mitad occidental del Imperio Romano, invadido y repartido entre las tribus
germánicas, y las zonas germánico-eslavas ubicadas en el centro y el norte de Europa, fueron
gradualmente absorbidas en su órbita. El Imperio Bizantino comprendía la península balcánica y Asia
Menor. El mundo islámico incluía básicamente (además de Irán) Siria, Egipto, el norte de África y
grandes extensiones en España. Los tres territorios fueron herederos del mundo antiguo. La
significación histórica del período medieval radica en los diferentes modos por los cuales estas tres
civilizaciones desarrollaron su herencia espiritual y política común, especialmente la dimensión
religiosa.

Las tres civilizaciones fueron esencialmente monoteístas y desplazaron a las religiones míticas
politeístas. Esta difusión del monoteísmo resultó en un proceso sin precedentes de penetración
cultural, que saturó de sentimientos y conceptos religiosos la sociedad y la cultura. Todas las esferas
de la vida de los pueblos se vieron afectadas por la manera en que los individuos se relacionaban
personalmente con Dios. Esto hizo que fuese imposible separar la esfera del poder político de la
esfera del poder religioso, de suerte tal que la simbiosis entre poder y piedad caracterizó la mayor
parte del período medieval, tanto en el Este como en el Oeste.

La cosmovisión medieval no era horizontal sino vertical. Por sobre la tierra, que era plana, se
extendía la bóveda celeste, donde moraban Dios y sus ángeles. Por debajo de la tierra estaba el
infierno, habitado por Satanás y sus demonios. Encerrada por este marco espiritual, la realidad
terrenal estaba dividida en estamentos estancos, un vasto orden jerárquico que tenía al Papa como
señor supremo compartiendo su posición con el emperador. En los niveles que seguían hacia abajo,
cada uno tenía sus tareas especiales, y sus deberes y derechos particulares.

Herbert Rosinski: “En esta vasta armonía dispuesta por Dios, nada parecía encontrarse
aislado, ni pensamiento, ni sentimiento; ni ángel, ni hombre; ni animal, ni planta ni objeto
inanimado. Todo tenía, además de su realidad inmediatamente dada, un profundo
significado simbólico. Todo estaba vinculado con todo y, en último análisis, con el Creador
de todas las cosas. En la civilización occidental de la Edad Media, la vieja forma básica de las
Grandes Civilizaciones, el sistema universal del mundo vinculado y equilibrado en todas sus
direcciones, tuvo su última y su más general realización en una forma clarificada y
racionalizada por los pensamientos bíblico y griego.”

EL PROBLEMA TEOLÓGICO

Cuando pensamos en la Edad Media, la tendencia es a considerarla como mil años de aridez en
el desarrollo teológico. A lo sumo, se destaca la importancia de la teología escolástica y su
contribución al pensamiento cristiano occidental, con consecuencias que todavía persisten. No
obstante, los tiempos medievales no fueron tan quietos en materia de producción teológica como
nos parecen. Una serie de cuestiones ocuparon la atención de quienes procuraban expresar su
experiencia de fe cristiana en términos que pudiesen ser entendidos por otros. Esto llevó al
surgimiento y desarrollo de una serie de controversias, especialmente durante el período del
Renacimiento Carolingio, que ayudaron a madurar el pensamiento cristiano y a actualizar la
comprensión de la acción redentora de Dios en la historia humana. Lamentablemente, la mayor
parte de estas discusiones estuvieron muy comprometidas con cuestiones políticas, que no siempre
ayudaron al desarrollo de una sana doctrina. Más adelante, en el siglo XII, la teología maduró con el
escolasticismo, que fijó el dogma de la Iglesia Romana, a pesar de los desafíos planteados por un
buen número de disidentes.
_ Controversia sobre el adopcionismo

En tiempos del emperador Carlomagno, una de las controversias que mantuvo ocupados a los
pensadores cristianos giró en torno al adopcionismo. El escenario principal de tales debates fue
España y como es de suponer, la discusión teológica no pudo abstraerse de los conflictos políticos,
especialmente la enorme empresa de la reconquista de la Península de manos musulmanas.

El personaje que se destacó en este debate fue Félix de Urgel (m. 818), quien sostenía una
postura adopcionista, es decir, que Cristo había sido adoptado como Hijo de Dios durante su
ministerio en la tierra. El arzobispo Elipando de Toledo había intentado refutar el sabelianismo, pero
al hacerlo propuso una cristología de corte adopcionista, a la que se adhirió Félix. En reacción a ellos
se colocó el Beato de Liébana, Alcuino, Paulino de Aquileya y los papas Adriano I y León III, y por
supuesto, el propio Carlomagno.

A los teólogos más ligados a la ortodoxia, el adopcionismo les parecía un rebrote de


nestorianismo, es decir, cierta tendencia a dividir la persona de Cristo. Quienes reaccionaron lo
hicieron procurando enfatizar la unidad de lo divino y lo humano en Cristo y la comunicación de las
propiedades entre sus dos naturalezas. Así, pues, mientras Elipando y Félix parecían hacer una
distinción entre la humanidad y la divinidad de Cristo, con énfasis en la preservación de esta última
con sus características intactas, sus opositores rechazaron tal división porque temían que se
perdiese la realidad de la encarnación. Una vez fallecidos Elipando y Félix, el debate se terminó tan
pronto como había comenzado.

_ Controversia sobre la predestinación

Esta controversia ocurrió también durante el período carolingio. Los principales protagonistas
fueron Rábano Mauro, Ratamno de Corbie, Servato Lupo, Prudencio de Troyes, Floro de Lión y Juan
Escoto Erígena. Un monje de nombre Gotescalco, seguidor fanático de la enseñanza de Agustín de
Hipona, llegó a desarrollar un concepto radical de la predestinación, con énfasis en la condenación
de los réprobos. Su planteo era de una doble predestinación (a salvación y a condenación), de modo
que Cristo murió sólo por los elegidos. Gotescalco fue condenado por Rábano Mauro, quien escribió
contra él un tratado titulado De la presciencia y la predestinación, de la gracia y el libre albedrío, en
el que enseñaba que somos predestinados en la presciencia divina.

La oposición de Mauro fue continuada por el arzobispo Hincmaro de Reims (806–882), quien
insistía en la voluntad salvadora universal de Dios. Prudencio de Troyes y Servato Lupo se opusieron
a este planteo y apoyaron una doble predestinación. Pronto intervino en el debate Retramno de
Corbie (m. 868), quien escribió un tratado titulado De la predestinación, en el que sigue la doctrina
de Agustín al pie de la letra. Fue entonces que hizo su entrada en el debate Juan Escoto Erigena
(810–877), que también escribió un tratado titulado De la predestinación, en el que hace un
acercamiento más filosófico que teológico al tema y en el que apoya la posición de Hincmaro. Su
libro provocó nuevas reacciones de parte de Prudencio de Troyes y más tarde de Floro de Lión. Al
final, el debate perdió todo sentido de discusión teológica y se transformó en una confrontación por
poder y prestigio entre las sedes episcopales de Lión y Reims, representadas por sus líderes Floro e
Hincmaro.

En realidad lo que estaba en discusión era una cuestión de énfasis. El énfasis agustino tendía a
sacrificar la libertad humana a favor de la soberanía divina, mientras que del otro lado se respeta el
derecho del ser humano a disponer de sí mismo y a hacer su parte en el logro de su salvación eterna.
Por cierto, el problema no se resolvió y en consecuencia volverá a presentarse nuevamente en los
siglos XVI y XVII en los debates teológicos dentro del catolicismo y del protestantismo.

_ Controversia sobre la virginidad de María

Nuevamente aparece el nombre de Ratamno de Corbie en esta breve controversia. Este monje
reaccionó a ciertas enseñanzas que circulaban en Alemania en el sentido de que Jesús no había
nacido de María del modo natural, sino que había surgido del secreto vientre virginal de algún modo
misterioso y milagroso. Según Ratamno, Jesús nació de María por la vía natural, pero esto no lo
contaminó ni violó la virginidad de su madre. Esto significa que María fue virgen antes del parto, en
el parto y después del parto, y esto es algo que sólo puede aceptarse por la fe.

La enseñanza de Ratamno fue refutada por un tal Pascasio Radberto (786–865), quien no
discutió la perpetua virginidad de María sino el modo en que esa virginidad permaneció intacta en
el parto. Según él, la virginidad permaneció intacta porque Jesús nació milagrosamente, estando el
útero cerrado. Toda esta discusión fue muy importante para el desarrollo del dogma de la perpetua
virginidad de María y otras doctrinas dependientes de este dogma.

_ Controversia sobre la eucaristía

Esta discusión giró en torno a la doble cuestión de, primero, si la presencia del cuerpo y la sangre
de Cristo en la eucaristía era tal que sólo podía verse con los ojos de la fe o si, por el contrario, se
trataba de una presencia verdadera, y, segundo, si el cuerpo de Cristo que estaba presente en la
eucaristía era el mismo que nació de María, sufrió, murió y fue sepultado, y ascendió a los cielos.
Pascasio Radberto había escrito un tratado (844) en el que presentaba una interpretación realista
extrema de la presencia de Cristo en la eucaristía. Según él, cuando los elementos son consagrados,
se transforman en el cuerpo y la sangre de Cristo de manera sustancial. De modo que la eucaristía
era una repetición del sacrificio de Cristo, y esto de tal modo que repetía la pasión y muerte del
Salvador.

Quien respondió a Pascasio fue Ratramno de Corbie con un tratado titulado Del cuerpo y la
sangre del Señor. Según él, el cuerpo de Cristo no estaba presente de manera real sino “en figura.”
Cristo estaba presente en el sacramento, pero no de manera visible. Además, ese cuerpo no era
idéntico al que nació de María y fue crucificado, porque ese cuerpo visible estaba sentado a la
diestra del Padre, mientras que el cuerpo presente en la eucaristía era sólo espiritual, y el creyente
participaba de él sólo espiritualmente. El debate continuó con una nueva reacción de Pascasio y la
intervención de Gotescalco y Rábano Mauro que se le opusieron. Finalmente, prevaleció la
interpretación realista de la eucaristía. Se afirmó la transformación substancial del pan y del vino en
el cuerpo y la sangre de Cristo, y se enfatizó la realidad de su presencia en el rito. Esto constituyó
un importante antecedente de la posterior doctrina de la transustanciación, que habría de ser
característica del dogma católicorromano.

El debate en torno a la eucaristía volvió a plantearse siglos más tarde (siglo XI) cuando
Berengario de Tours adoptó como propia la interpretación de Ratramno de Corbie. Berengario
negaba la transformación de la esencia del pan y del vino y afirmaba que el cuerpo de Cristo estaba
presente sólo de manera “intelectual,” es decir, espiritualmente. Berengario fue condenado varias
veces, más por cuestiones de poder eclesiástico que por asuntos propiamente teológicos. Entre
quienes rechazaron su planteamiento estaba Hugo de Chartres, quien afirmó la conversión real del
pan en el cuerpo de Cristo, aun cuando conservara el sabor del pan. La cuestión de la presencia real
de Cristo en la eucaristía y la transformación de los elementos seguía siendo tema de preocupación
para los teólogos de la segunda mitad del siglo XI. No obstante, habrá que esperar hasta 1215 para
ver consagrada definitivamente la doctrina de la transubstanciación.

_ Controversia sobre el alma

Dos cuestiones fueron motivo de debate durante el período carolingio: la incorporeidad del
alma y su individualidad. Respecto del primer asunto, Ratramno de Corbie sostenía que el alma era
incorpórea, y por lo tanto, no estaba circunscrita al cuerpo, sino que sobrepasaba sus límites. Estas
conclusiones fueron refutadas por quienes sostenían que el alma estaba atada al cuerpo, si bien no
estaba limitada a él. El segundo asunto fue más importante, ya que de la individualidad del alma
dependía la posibilidad de una vida eterna individual y consciente.

Algunos monjes habían enseñado una doctrina según la cual había sólo un alma universal, de la
que participaban las almas individuales. Esta enseñanza fue refutada por Ratramno, quien quería
preservar la individualidad de las personas. En su Tratado sobre el alma, Ratramno rechazó la idea
de que el alma pueda ser una y múltiple. Según él, hablar del alma en singular no implica un alma
universal que exista por encima y más allá de las almas particulares.

_ Controversia sobre el filioque

La cuestión de la procedencia del Espíritu Santo ya había sido tema de discusión durante el
período carolingio en Europa occidental, como parte del debate acerca de la doctrina de la Trinidad.
Sin embargo, fue en el Este donde la cuestión adquirió mayor relevancia y finalmente llevó al cisma
teológico entre Oriente y Occidente.

Mientras en Occidente se confesaba que el Espíritu procedía “del Padre y del Hijo,” en Oriente
se decía que procedía “del Padre por el Hijo.” En el primer caso, se comenzó por agregar a la fórmula
del Credo Niceno la frase “y del Hijo”—filioque—para indicar la doble procedencia del Espíritu Santo.
Mientras tanto, en Constantinopla se rechazó tal agregado como violatorio del significado del Credo
Niceno-Constantinopolitano, si bien los motivos de este rechazo eran más de carácter político que
propiamente teológicos.
Con posterioridad al Segundo Concilio de Nicea (787) el tema continuó debatiéndose pero con
tintes más políticos que teológicos. El patriarca Focio entró en conflicto con la sede romana (el papa
Nicolás I), especialmente por el control de la cristianización de Bulgaria y por su oposición a la
introducción de la cláusula filioque en el Credo Niceno. La controversia sobre la procedencia del
Espíritu Santo siguió en aumento hasta que para mediados del siglo IX (cisma de Focio, 867), la
cuestión del filioque se había transformado en uno de los motivos principales de la separación entre
la cristiandad occidental y la oriental. El Concilio de Constantinopla (869–870) condenó a Focio, que
de todos modos quedó como patriarca en Constantinopla con el reconocimiento del papa Juan VIII,
mientras que Roma se quedó con el control de Bulgaria.

Fuera de los motivos políticos que movían el debate, lo que estaba en discusión eran dos
maneras diferentes de ver la cuestión trinitaria. En Occidente el énfasis caía en la relación que une
a las tres personas de la Trinidad. Se pensaba del Espíritu como el amor que une al Padre y al Hijo.
En razón de que este amor es mutuo, entonces es posible decir que el Espíritu procede “del Padre y
del Hijo.” En Oriente el énfasis era puesto en la unidad de la trinidad y en su origen único. En este
sentido, sólo podía haber una fuente en el ser de Dios, y esa fuente era el Padre, de allí la fórmula
“del Padre, por el Hijo.”

_ Controversia sobre las imágenes

Este debate se dio fundamentalmente en el Imperio Bizantino y tuvo importantes componentes


políticos además de la cuestión propiamente teológica. Especialmente, bajo el gobierno de León III
el Isaurio y sus sucesores (siglo VIII) se suscitaron profundas controversias, de las que la de las
imágenes fue la más seria. León asumió una actitud “iconoclasta” (opuesta a la veneración de
imágenes), probablemente influido por el contacto con judíos, musulmanes y monofisitas, y en
oposición al poder de los monjes que defendían tal veneración. Como indica Justo L. González: “Para
León, su campaña iconoclasta era parte de su programa de restauración imperial. El hijo y sucesor
de León III, Constantino V, estaba convencido de que la veneración de las imágenes y de las reliquias
de los santos y de la Virgen era falsa.”

Entre los defensores de la veneración de imágenes estaban el patriarca Germán de


Constantinopla (715–729) y Juan de Damasco (675–749). Al segundo nos hemos referido en la
Unidad Uno. En cuanto al primero, refutó el argumento según el cual la veneración de imágenes era
idolatría marcando la distinción entre diversos tipos de “adoración.” Según él, una cosa era
proskunesis (respeto o veneración) y otra muy distinta era latreia (adoración en sentido estricto),
que se debe sólo a Dios.

Juan de Damasco, por su parte, distinguía entre diversos grados de culto. El culto absoluto era
sólo para Dios (latreia) y si se rendía a una criatura eso era idolatría. Pero la reverencia a las
imágenes era más una cuestión de respeto u honra (proskunesis timetiké) y podía prestarse a
objetos religiosos e incluso a personas en el ámbito civil. Finalmente, el culto a las imágenes fue
restaurado por el Concilio de Nicea en 787, que afirmó la conservación de las mismas, pero
indicando que no debía adorárselas como se adora a Dios.
En Occidente el debate no fue tan importante como en Oriente. En general, los Papas asumieron
una actitud favorable a las imágenes, pero cuidándose de no caer en idolatría. Así, pues, se
conservaron las imágenes, pero no se las consideró dignas de adoratio, es decir, de la adoración
debida sólo a Dios. Por eso, en Occidente no se le atribuyó a las imágenes el poder sacramental que
tenían en Oriente, ni llegaron a ocupar allí el lugar de importancia que tuvieron en Oriente. No
obstante, en la religiosidad popular, las imágenes en Occidente adquirieron la funcionalidad de
verdaderos ídolos, ya que la realización de milagros y señales estuvo ligada directamente a ellas y
al poder que se les atribuía.

EL PROBLEMA CÚLTICO

_ El culto a María

La mariolatría (culto o adoración a la Virgen María) surgió muy temprano en la experiencia de


la cristiandad, como resultado de un deseo de aumentar la glorificación de Cristo. El misterio de la
encarnación del Hijo de Dios colocó a la madre de Jesús en una posición de honor y prestigio. A
mediados del siglo IV, los teólogos cambiaron del título de María como “madre del Señor” para
transformarla en “madre de Dios” y “reina del cielo.” De “bendita tú entre las mujeres” (Lc. 1:28)
María pasó a ser considerada como una intercesora por encima de todas las mujeres y participante
de algún modo en la redención humana. La veneración de la Virgen se transformó en adoración, y
en algunos momentos llegó a ser más importante que Cristo mismo, especialmente en la religiosidad
popular.

El monasticismo ascético, que estimó el celibato como superior al matrimonio, enfatizó la


virginidad de María. José era considerado como una persona de edad, que se casó con María sólo
para protegerla de la calumnia. Los hermanos de Jesús eran hijos de José de un matrimonio anterior.
Ya para el siglo IV se afirmaba la perpetua virginidad de María. Parecía lógico, pues, que si María era
la madre de Dios, ella merecía ser objeto de adoración. Primero, se la invocó buscando su
protección. Luego, en el siglo V, muchos templos fueron dedicados a la “Santa Madre de Dios” o la
“Virgen Perpetua.” Justiniano I imploró su intercesión frente a Dios para la restauración del Imperio
Romano. En los siglos que siguieron, su imagen fue venerada y surgieron innumerables leyendas en
cuanto a los milagros que se producían a través suyo. La piedad popular le adscribía una concepción
y nacimiento sin pecado, y una resurrección y ascensión milagrosa al cielo.

En la Edad Media, Bernardo de Clairvaux jugó un papel director en el desarrollo del culto a la
Virgen, que llegó a ser una de las manifestaciones más importantes de la piedad popular del siglo
XII. Él no fue el inventor de la mariolatría (adoración de María) ni de la mariología (doctrina sobre
María). Según los eclesiásticos medievales, esta doctrina estaba implícita en los Evangelios mismos.
Pero en el pensamiento medieval temprano, la Virgen María había jugado un papel muy menor, y
es sólo con el surgimiento de un cristianismo más emocional en el siglo XI, que ella se transformó
en una intercesora de primer orden a favor de la humanidad delante de la deidad. Se la consideraba
como la madre amante de todos, cuya misericordia infinita ofrecía la posibilidad de salvación a todos
los que buscaran su asistencia con un corazón amante y contrito. Anselmo y algunos de sus
discípulos hicieron contribuciones importantes a la expansión rápida del culto a la Virgen a fines del
siglo XI, pero fue Bernardo quien hizo de la mariología una doctrina cardinal de la fe católica y una
creencia que fue más allá de las dimensiones de la enseñanza estrictamente religiosa hasta
enriquecer profundamente la visión artística y literaria de la alta Edad Media.

Así, pues, la piedad popular se fundaba no tanto en las doctrinas filosóficas elaboradas por los
teólogos medievales, como en la veneración de los santos y las reliquias, y especialmente en el culto
a la Virgen María. Durante el siglo XII el papado afirmó su derecho a canonizar nuevos santos, y se
estableció un procedimiento legal para probar su santidad. Se creía que las reliquias poseían
poderes curativos y propiedades milagrosas. Lo más característico de la religión popular, sin
embargo, fue la vasta difusión del culto mariano. Se consideraba a la Virgen María como intercesora
por los seres humanos ante Dios, más poderosa que los demás santos, e infinitamente más
compasiva. Así, pues, las plegarias de las personas comenzaron a dirigirse con creciente frecuencia
a ella.

Los cristianos bizantinos también reverenciaron a María con gran entusiasmo. Ciertas
aclamaciones litúrgicas cotidianas la declaraban: “Más honorable que los querubines, y más gloriosa
fuera de toda comparación que los serafines.” Desde el siglo X, el tema de la intercesión de la Virgen
encontró una iconografía distintiva, mucho más apasionada y amorosa que en las formas estáticas
anteriores. Desde entonces la Virgen adquirió un perfil más maternal y humano en las
representaciones bizantinas.

Ligada directamente a la devoción mariana, se desarrolló en la alta Edad Media una


transformación del carácter del caballero andante. La cristianización de la caballería constituyó un
ejemplo notable del poder de la religión en la Edad Media. Los guerreros toscos y brutales del siglo
X se fueron transformando en “caballeros gentiles y perfectos,” defensores galantes de los pobres
y los débiles, dedicados a promover la religión y a defender a la Iglesia. Tal era, por lo menos, el ideal
expresado en innumerables romances—el del Santo Grial, por ejemplo—y simbolizado en
ceremonias relacionadas con la investidura de la caballería. La realidad, como siempre, distaba
bastante del ideal. Sin embargo, no debe menospreciarse la eficacia de la Iglesia y del sentimiento
religioso para mitigar la violencia de las guerras internas en la cristiandad. Muchas veces los
miembros del clero intentaron reducir la plaga de la guerra privada declarando una Tregua de Dios,
durante la cual se prohibía la lucha entre cristianos. Dichas treguas no eran observadas
universalmente, por supuesto, pero posiblemente contribuyeron a favorecer un clima de paz en las
regiones rurales de Europa. En estos procesos de cambio cultural la devoción mariana jugó un papel
fundamental.

Por otro lado, las mujeres (tanto en Oriente como en Occidente) fueron grandes promotoras
del culto mariano, especialmente de la veneración de su imagen sea en forma de estatuas (en el
Oeste) o de íconos (en el Este). La razón es que las mujeres, que ocuparon generalmente un lugar
secundario respecto de los varones en la sociedad y la cultura, buscaban mediadores sagrados
(María u otras mujeres santas) para interceder ante un Dios masculino de tremendo poder y
majestad. Hay evidencia de que las madres alentaban a sus hijas a besar y acariciar estatuas o íconos
así como algunas niñas hoy juegan con una muñeca. Las imágenes familiares eran consideradas
como miembros honorables de la familia, e incluso a veces se nombraba a una imagen como
madrina de un niña.

La misma raíz mariana puede verse en el cambio de la posición de la mujer en la sociedad


caballeresca medieval. La mujer pasó a ser idealizada y se transformó en la depositaria de lo que se
llamó el amor cortés y romántico. El culto a la Virgen María motivó un grado de mayor reverencia
hacia la mujer y la maternidad. La caballería y los trovadores alababan la lealtad a la mujer que había
ganado el corazón de un caballero, y exaltaban no sólo su belleza física sino especialmente la
hermosura de su ser interior.

Alfred Weber: “En esta sociedad aparece entonces como centro la mujer, llamada a actuar
de árbitro del varón, en un curioso paralelo con el culto a María Santísima, que es venerada
en aquella época de manera idolátrica. Se trata de una sociedad, en la cual los caballeros
son los representantes de las preciosas formas culturales de este período, las cuales muy
pronto se convierten en amaneradas. Y en esa sociedad, los caballeros no sólo desenvuelven
sus dotes varoniles, y sus aptitudes amorosas cortesanas, sino también su productividad
espiritual, sobre todo en la epopeya y en las canciones. El clérigo, que antes lo había
dominado todo en el terreno espiritual, no es descartado, sino que, junto a la corte feudal,
obtiene una nueva tribuna en el centro espiritual de Europa.”

No obstante, a lo largo de la Edad Media, la mujer representó un papel doble: el de agente del
Diablo para la perdición del hombre y el de esposa de Cristo para su redención. Se consideraba a la
mujer como fuente de todos los males a través de la seducción sexual, su supuesta inclinación a lo
sensual más que a lo espiritual e intelectual, y su debilidad moral y espiritual por su descendencia
de Eva. Por otro lado, cuando la mujer se retiraba del mundo y se hacía monja pasaba a ser la esposa
de Cristo, dedicada a la intercesión por la redención de los hombres. En la Virgen María, la mujer
llegó al estatus de redentora y vencedora de la serpiente tentadora, a la que le pisa la cabeza.

_ El culto a los santos

El ingreso de grandes masas de paganos a la Iglesia llevó a la adoración de los mártires, santos
y reliquias. Los mártires cristianos ocuparon el lugar de los viejos dioses y héroes en la devoción de
las masas. A los martirologios se agregaron los santos, que fueron reconocidos por su piedad
ascética extraordinaria y su servicio a la Iglesia. Después de Ambrosio y Jerónimo, sólo personas
célibes o vírgenes podían calificar para ser considerados santos. Con posterioridad al Concilio de
Nicea (325) se fue desarrollando la invocación formal a los santos como patrones e intercesores
delante de Dios. Se construyeron templos y capillas sobre las tumbas de los mártires y se los dedicó
a sus nombres (advocación). Allí se llevaban a los enfermos para su sanidad y se celebraban fiestas
en honor del mártir en el aniversario de su muerte, mientras se veneraba alguna reliquia suya, a la
que se atribuían poderes milagrosos.

A lo largo de la Edad Media, el número de santos se multiplicó notablemente, al punto que el


santoral llegó a contar con más de uno por cada día del año. La canonización de los santos la hacía
el obispo conforme con el testimonio de los fieles de que habían ocurrido milagros por la intercesión
del mismo. Los sínodos extendían después la veneración de un santo a varias diócesis. Pero los papas
empezaron a reservarse el derecho de canonización de los santos. El primer santo canonizado por
un Papa fue Ulrico de Augsburgo (m. 973), canonizado por el papa Juan XV (993). El papa Alejandro
III reservó todas las canonizaciones a la Santa Sede. Los santos canonizados eran inscritos en el
Martirologio. Estos catálogos o listas de santos aprobados se conocían ya desde el siglo IV; el más
célebre era el Martirologio Jeronimiano (450). En el siglo IX se compusieron muchos de estos
catálogos, como el de Wandelberto de Prum, el de Rábano Mauro o el de Adón de Vienne.

Patrick J. Geary: “La devoción a los santos era aceptada tan universalmente, y el culto de
las reliquias era una parte tan natural de la vida humana, que la regulación y limitación de
estos fenómenos no era siquiera considerada, excepto sobre una base ad hoc cuando un
caso de abuso o fraude era tan evidente y tan dañino a la comunidad de los fieles que no
podía ser ignorado. Así los niveles de fuerza e intensidad por los cuales los fieles, laicos y
religiosos, procuraban ganar el favor de los santos se desarrolló naturalmente y se
incrementó en intensidad con la urgencia de los problemas que eran traídos a la
consideración de los santos.”

Las Cruzadas contribuyeron notablemente a aumentar la devoción a los santos. Después de la


caída de Constantinopla en manos de los cruzados (1204), Occidente se inundó de reliquias. Los
papas y los obispos procuraron oponerse en cierta medida a la superstición, al engaño y al tráfico
ilegal de reliquias. Pero en muchos casos supieron aprovechar la oportunidad de lucro y de control
social que las mismas representaban. Las fiestas de algunos santos como Nicolás, María Magdalena,
Lorenzo y Juan Bautista fueron declaradas de precepto, es decir, de observancia obligatoria.

Howard Clark Kee, et al.: “Los santos y sus reliquias, el peregrinaje y la esperanza de una
recompensa celestial encontraron su camino profundamente en la conciencia de los
hombres y mujeres medievales. El cristianismo ofrecía esperanza para la vida venidera y
significado en sus vidas terrenales duras y precarias, tocando virtualmente todos los
elementos de su existencia cotidiana. Desde el nacimiento hasta la muerte, las vidas de los
campesinos giraban en torno de la iglesia de la villa, donde los infantes eran bautizados, las
parejas se casaban, y los afligidos oraban por las almas de sus muertos, que estaban
enterrados en el cementerio de la iglesia.”

_ El culto al Diablo

La figura del Diablo y los demonios es tanto o más frecuente que la de santos y ángeles en el
arte y la literatura medieval. Se creía que el aire estaba plagado de demonios y el Diablo era una
presencia permanente y temible en la vida cotidiana. La diabología y demonología de la temprana
Edad Media estuvo dominada por el monasticismo, que siguió el concepto tradicional del Diablo
desarrollado por los padres del desierto. Más tarde, el surgimiento de las ciudades permitió el
desarrollo de universidades y la comprensión escolástica del Diablo y sus acciones. También durante
la alta Edad Media, la comprensión cristiana de lo diabólico se alimentó de la teología y las creencias
musulmanas sobre el particular. No obstante, a lo largo de todo el período medieval la creencia en
Satanás ocupó un lugar muy importante.

Jeffrey Burton Russell: “El arte y la literatura siguieron, más bien que condujeron, a la
teología del Diablo. No obstante, dramáticamente expandieron y fijaron ciertos puntos en
la tradición. El esfuerzo por crear unidad artística, por hacer el relato uno bueno y el
desarrollo de la trama convincente, llevó a un escenario en ciertas maneras más coherente
que el de los teólogos. El Diablo pasó por varios movimientos de declinación y avivamiento
en la alta y baja Edad Media. El decaimiento de Lucifer en la teología de los siglos XII y XIII
fue balanceado por el crecimiento de una literatura basada sobre preocupaciones seculares
tales como el feudalismo y el amor cortés, y más tarde por el crecimiento del humanismo,
que atribuyó el mal a las motivaciones humanas más que a las maquinaciones de los
demonios.”

A la figura del Diablo y los demonios se agregaba el temor a un sinnúmero de otras criaturas
malvadas, cuyo objetivo era molestar al ser humano, hacerlo sufrir o destruirlo. La mayoría de estas
criaturas diabólicas provenían del folklore pagano, como duendes, gnomos, elfos, enanos, gigantes,
monstruos, ogros y, sobre todos ellos, el Anticristo. El Anticristo era el más importante de todos los
cómplices del Diablo. Su influencia era profunda en todas las cuestiones humanas y se creía que
hacia el fin del mundo vendría en la carne para conducir las fuerzas del mal en una última batalla
desesperada contra el bien. A la lista de ayudantes del Diablo se agregaban herejes, judíos y brujas.

Se consideraba que el Diablo tenía mucho poder y se invocaba su ayuda de múltiples maneras
especialmente haciendo un pacto formal con él. Una vez hecho este pacto era muy difícil deshacerse
del mismo y de sus consecuencias. El compromiso y veneración del Diablo estaba relacionado con
la magia y varias otras prácticas del ocultismo. La mayoría de los practicantes de las artes mágicas
eran curanderos y adivinos. El ejercicio de la magia médica estaba muy generalizado, mediante el
uso de hierbas y animales medicinales. Eran populares los encantamientos mediante el uso de
oraciones, bendiciones e invocaciones. Todo el mundo utilizaba algún tipo de amuleto o talismán
protector, y se creía en el poder de ciertas piedras semipreciosas para curar o proteger del mal. La
adivinación y la brujería se desarrollaron notablemente a lo largo de toda la Edad Media, al igual
que la astrología, la magia astral, la cábala, la necromancia y más tarde la alquimia.

Richard Kieckhefer: “Los misioneros medievales tempranos en su conflicto con la religión


germana y celta pudieron predicar contra la magia. No obstante, al hacer acomodaciones a
la cultura germana y celta permitieron prácticas que según definiciones medievales tardías
serían consideradas como mágicas y quizás demónicas. Sin duda la confusión se incrementó
por la importación más o menos simultánea de diferentes tipos de magia de la cultura árabe.
El arribo de las ciencias ocultas, basadas en la metafísica y la cosmología, prestó una nueva
respetabilidad a la magia no demoníaca, pero a lo largo de la misma ruta de transmisión
cultural vinieron elementos clave de necromancia.”

EL PROBLEMA ECLESIOLÓGICO
_ El papado

La idea del papado comenzó a desarrollarse en Occidente durante el tiempo de las invasiones
germanas (450–750). Para entonces Roma era muy débil, pero el obispo de Roma se consideraba
sucesor del emperador romano. En razón de sus conflictos con el imperio bizantino, el papado buscó
a un rey occidental que resucitara al Imperio en el Oeste y restaurara la unidad política y la fuerza
de los países católicos latinos. Este avivamiento y reconstrucción ocurrió a principios del siglo IX bajo
Carlomagno, y la idea del imperio fue muy significativa en Occidente desde el siglo IX al XIV,
especialmente entre los monarcas germanos.

Ya hemos considerado cómo las divisiones políticas y geográficas del Imperio afectaron la
organización de la Iglesia. El área de la jurisdicción episcopal se transformó en “diócesis,” que había
sido la división administrativa imperial instituida por Diocleciano. De igual modo, las “provincias”
del Imperio pasaron a ser el ámbito administrativo de los arzobispos o metropolitanos, que
adquirieron poder en razón de gobernar sobre las ciudades más importantes del Imperio. Mientras
tanto, en el Imperio Bizantino, los obispos de las ciudades más importantes (Constantinopla,
Alejandría y Antioquía) recibían el título de patriarcas. La ventaja del obispo de Roma, el más
importante en Occidente, fue que no tuvo competidores por el poder y esgrimió argumentos
bíblicos con gran consistencia. Al no tener demasiados conflictos teológicos ni políticos a los que
hacer frente, el obispo de Roma (o Papa) pudo desarrollar mayor poder y prestigio y extender y
afirmar su autoridad (papado). De este modo, el papado fue el continuador de la autoridad imperial
romana y la teoría de una monarquía teocrática encontró en esta institución una vía de expresión.

Quien más hizo por afirmar la idea del papado como institución fue el papa Gregorio I el Grande.
Al tiempo que afirmó la autoridad pastoral de los obispos en la Iglesia, Gregorio era bien consciente
de que el obispo de Roma era más que un mero obispo. Como obispo de Roma, él era sucesor de
Pedro, primado de la Iglesia, y servus servorum Dei, “siervo de los siervos de Dios.” Gregorio expresó
la autoridad del papado en términos de responsabilidad, jerarquía y poder, ya que quien tiene
mayor responsabilidad tiene que gozar de mayor poder. En razón de que el Papa era responsable
delante de Dios por su ministerio como líder de la Iglesia cristiana, demandaba una autoridad
ilimitada en orden a llevar a cabo la obra divina que se le había confiado.

No obstante, una cosa era desarrollar la ideología del papado, y otra muy diferente era afirmar
el liderazgo del papado en Europa occidental, especialmente frente a los poderes seculares. A lo
largo de la alta Edad Media el papado estuvo involucrado en hacer prevalecer su pretensión de
dominio absoluto frente a los monarcas nacionales cuyo poder estaba en ascenso. Para cuando el
papado alcanzó el máximo de su poder temporal y prestigio en el siglo XIII, con el papa Inocencio III,
pasó a ocupar un lugar más en el concierto de otros poderes emergentes, que con el tiempo le
pondrían límites y en definitiva reducirían su impacto en la conducción de la cristiandad europea
occidental. Para fines del período medieval, estaba claro que el papado debía renunciar a toda
ambición de poder mundano y debía reformarse para dedicarse a una tarea más específicamente
religiosa y pastoral.
Inocencio III fue el Papa que sostuvo las pretensiones de autoridad y poder más grandes de todo
el papado medieval. Él no agregó nada nuevo al concepto del papado, pero procuró hacer valer su
convicción sobre la supremacía del papado sobre cualquier otro poder en el mundo.

Kenneth S. Latourette: “[Inocencio III] soñaba con la cristiandad como una comunidad en
la cual el ideal cristiano había de ser realizado bajo la dirección papal. Como sucesor de
Pedro, el Papa—así lo creía Inocencio—tenía autoridad sobre todas las iglesias. Al menos en
una ocasión, además, él declaró que él como Papa era el vicario de aquel de quien se había
afirmado que era el Rey de reyes y Señor de señores. Escribió que Cristo ‘legó a Pedro el
gobierno no sólo de la Iglesia sino también de todo el mundo’. También dijo que Pedro era
el vicario de aquel de quien son la tierra y lo que en ella está, el mundo y los que en él
habitan … Admitía que a los reyes les eran confiadas ciertas funciones por comisión divina,
pero también afirmaba que Dios había ordenado tanto el poder pontifical como el real, lo
mismo que él creó el sol y la luna, y que como ésta recibe su luz de aquél, así el poder real
deriva su dignidad y su esplendor del poder pontifical. Además, como sucesor verdadero de
los grandes papas reformadores, Inocencio insistía en que el poder del gobernante secular
no alcanzaba al clero, sino que el clero había de ser independiente de la ley del Estado y
sujeto tan sólo a la de la Iglesia.”

_ El clericalismo

El surgimiento del clericalismo es anterior al período medieval. El gnosticismo jugó un papel


muy importante en hacer una diferencia entre aquellos que tenían el conocimiento (gnosis) de los
misterios de la religión y el común de la gente que los ignoraba. De este modo, los obispos (pastores)
surgieron como hombres que ostentaban una autoridad religiosa y dogmática, administrativa y
pastoral por encima de cualquier otro creyente. Ellos tenían la responsabilidad de definir el dogma
y ejercer un control absoluto sobre el rebaño. Los presbíteros (sacerdotes) surgieron como
asistentes de los obispos. Los sacerdotes estaban bajo la autoridad del obispo y lo asistían en su
ministerio en la catedral y en las congregaciones locales que dependían de ella y eran parte de su
diócesis. Se creía que la autoridad de los obispos derivaba de su ordenación mediante la sucesión
apostólica, es decir, de Cristo a través de los apóstoles y por sus sucesores legítimos a todos los
obispos. El misterioso poder espiritual de la Iglesia era considerado como emanando de Cristo en
una línea directa hasta el que ocupaba cada sede episcopal.

El desarrollo de la jerarquía eclesiástica fue también alentado por el crecimiento del


sacramentalismo. A través de los ritos misteriosos de los sacramentos el creyente podía obtener
acceso a la gracia salvadora de Dios. Por ser los únicos administradores de los sacramentos, los
sacerdotes adquirieron un gran poder y prestigio, y se consideraba que tenían una relación especial
con Dios. Tan especial era esta relación que parte de su deber era ofrecer el sacrificio de la misa de
manera regular y permanente, incluso estando solos o fuera de la congregación. Esto hizo que los
miembros del clero adquiriesen un estatus social y espiritual superior al de cualquier otra persona
en la sociedad medieval. Esta diferenciación era marcada mediante el uso de vestimentas
especiales, la tonsura del cabello, el celibato y una vida alejada de lo que se consideraba mundano.
No obstante, muchos clérigos y monjes estaban lejos de practicar los ideales de la fe que
profesaban. El voto de castidad era violado permanentemente por la mayoría de los clérigos.
Borracheras, venalidad y simonía eran comunes. Los deberes sacerdotales eran llevados a cabo a la
ligera y sin dedicación. En algunos casos, el clero se involucró en prácticas ocultistas e incluso
satánicas. Los obispos se transformaron en magnates que se ocupaban más de las cuestiones
temporales que de sus deberes espirituales y pastorales. Todo el mundo respetaba el oficio
sacerdotal, pero muchos resistían los abusos del clero y expresaban una actitud anticlerical. El
desarrollo del clericalismo puso en evidencia el contraste entre el ideal del evangelio cristiano y la
corrupción del mismo.

Kenneth S. Latourette: “Los muchos esfuerzos para la reforma del clero y los monasterios
y de la Iglesia como un todo son al mismo tiempo una indicación de una vida religiosa que
no podía permanecer satisfecha con los abusos o con nada menos que la perfección
establecida en los Evangelios, y con los alejamientos patentes y crónicos de ese modelo. La
introducción del cristianismo [al clericalismo] trajo una tensión entre lo ideal y lo real.
Muchos fueron atraídos, pero muchos también estaban contentos con encontrar un estilo
de vida más o menos confortable en las concesiones y otros emolumentos provistos por los
fieles.”

_ El sacerdotalismo

Debido al sacramentalismo y el clericalismo, el sacerdocio (sacerdotium) ocupó una posición


elevada por encina de la posición de otros miembros de la Iglesia. Sólo los sacerdotes podían llevar
a cabo el milagro de la eucaristía (transubstanciación) y darle validez a los demás sacramentos de la
Iglesia. Con la institución de una jerarquía eclesiástica, el sacerdocio de todos los creyentes se perdió
y se creó la noción contraria al Nuevo Testamento del creyente común como laico (es decir,
perteneciente al pueblo). De este modo, el laicado quedó bajo la autoridad de la jerarquía, sujeto a
los sacerdotes y los obispos. Los dones del Espíritu Santo, que en los primeros siglos del testimonio
cristiano habían estado en manos de todos los creyentes, ahora eran privilegio exclusivo de la
jerarquía. Con todos los cinco ministerios bíblicos (predicación, enseñanza, comunión, adoración,
servicio) ocurrió lo mismo. Los laicos quedaron limitados al papel de espectadores de los rituales
sagrados llevados a cabo por los sacerdotes y obispos.

En relación con los sacerdotes y su autoridad para llevar a cabo los misterios sacramentales, se
decía que era su oficio y no la calidad de su conducta la que daba efectividad al milagro sacramental.
Esto era así, se decía, porque el sacerdote no actuaba como ser humano, sino como representante
de Cristo y oficial de la Iglesia. El sacerdote era el único que podía, mediante las palabras y fórmulas
prescritas, hacer que los sacramentos operasen como vehículos de gracia salvadora.

En razón de que la parroquia era la unidad básica de la organización de la Iglesia y que el


sacerdote era el personaje más importante de la comunidad, su prestigio y poder casi no tuvieron
competencia. La edad para acceder a los órdenes mayores era de treinta años para el sacerdocio,
veinticinco para el diaconado y veinte para el subdiaconado. Los sacerdotes que vivían en pueblos
gozaban de una variedad mayor de servicios y oportunidades para su desarrollo. En las iglesias más
grandes, los sacerdotes vivían en una comunidad semimonástica conforme con una regla (canon)
de donde se deriva el nombre de cánones para estos sacerdotes. Estas comunidades sacerdotales
eran llamadas collegia y se designaba a estas iglesias como colegiales. Los cánones estaban
asociados también con las catedrales, en las que servían como asistentes de los obispos. Durante el
siglo XII, los cánones de las catedrales (conocidos colectivamente como el capítulo) llegaron a jugar
un papel decisivo en la selección de nuevos obispos.

Carl A. Volz: “Los sacerdotes que servían en las grandes iglesias urbanas eran sostenidos
mediante legados de tierra que producían renta y que se llamaban prebendas. Algunos
cánones abusaron del sistema en la baja Edad Media cuando se dedicaron a colectar los
derechos de varias prebendas, con cuya renta contrataron a substitutos (vicarios) para
cumplir con sus deberes. Se promulgaron regulaciones que estipulaban que todo sacerdote
debía pasar al menos un tercio de cada año en residencia en su parroquia. El surgimiento
de los pueblos e incluso de las grandes ciudades a comienzos del siglo XII, junto con la
aparición de las universidades, incrementó considerablemente las oportunidades para la
educación y el mejoramiento clerical.”

La separación y distinción marcada por el sacerdotalismo encontró un fuerte elemento definidor


en la práctica del celibato sacerdotal. Con anterioridad a la Edad Media ya se consideraba al celibato
como indicación de santidad, y en consecuencia, como requisito necesario para aspirar al
sacerdocio. No obstante, fue dentro de los círculos monásticos que el celibato fue elevado por
primera vez a un estado obligatorio, y de allí pasó a ser requerido a todo el clero. El celibato romano
era diferente del aprecio bizantino por el matrimonio de su clero. En el Este, sacerdotes y diáconos
continuaban con su vida matrimonial después que eran ordenados. Sólo se obligaba a los obispos a
enviar a sus esposas a monasterios distantes.

_ El sacramentalismo

Es a lo largo de la Edad Media que la práctica y doctrina del Bautismo y de la Eucaristía se


desarrollaron considerablemente con un tinte mágico. Ambos ritos cristianos adquirieron en estos
siglos un marcado carácter sacramental, es decir, se los consideró como sacramentos. El
sacramentalismo es el concepto teológico que considera al sacramento como una forma visible de
la gracia invisible de Dios. Este concepto apareció bien temprano en la historia del cristianismo y
debe mucho de su contenido a formulaciones procedentes del helenismo. No obstante, fue a lo
largo de la Edad Media que el sacramentalismo se afirmó de manera definitiva, especialmente en
relación con el Bautismo y con la Eucaristía.

Durante la alta Edad Media, los sacramentos se organizaron y sistematizaron. Hugo de San
Víctor (1097–1141) consideraba que eran treinta en total, siguiendo el modelo de Agustín. Pero su
contemporáneo Pedro Lombardo, en sus Sentencias produjo una sistematización que consideraba
sólo siete y los distinguía de los sacramentales menores. Sus conclusiones recibieron el sello de
ortodoxia en el Cuarto Concilio Laterano y su sistema fue finalmente confirmado y establecido
teológicamente por Tomás de Aquino en su Suma teológica e impuesto oficialmente por el Concilio
de Florencia (1439). Según Lombardo y Aquino, los sacramentos confieren gracia divina
simplemente al ser ejecutados (ex opere operato). Esto es lo que se conoce como sacramentalismo.

Bautismo. La comprensión del bautismo fue afectada por la controversia entre Agustín de
Hipona y Pelagio. La doctrina del pecado original, que sostenía Agustín, resultó en la comprensión
del bautismo como medio de salvación y fomentó la necesidad de bautizar a los niños para que no
fueran al infierno o al limbo. La alta tasa de mortalidad infantil, característica de los tiempos
medievales, hizo que el bautismo se practicara cada vez más temprano en el recién nacido. Además,
en razón del concepto de cristiandad, el bautismo llegó a ser no sólo el medio de ingreso a la
comunión en la Iglesia sino también a la sociedad cristiana (Estado).

A partir de Gregorio I comenzó a practicarse una sola inmersión del catecúmeno (hasta entonces
se lo sumergía tres veces, desnudo). La aspersión para entonces era bastante común y se la
consideraba como equivalente a la inmersión. De todos modos, el bautismo era considerado como
un rito de purificación en el que todos los pecados previos eran lavados y la persona comenzaba la
vida eterna. Sólo el martirio podía ser un substituto válido para el bautismo. Generalmente, los
bautizados eran adultos, pero el bautismo de infantes ya estaba bien difundido a comienzos de la
Edad Media y llegó a ser la práctica universal durante estos siglos.

Carl A. Volz: “El Bautismo ocupó un lugar a la cabeza de los sacramentos porque era por él
que se hacían nuevos cristianos. Si bien en la iglesia primitiva el número de bautismos de
adultos era grande, para el año 1200 la mayor parte de los adultos ya había entrado a la
Iglesia, y los bautismos eran primariamente de niños. Bajo Carlomagno el gran bautisterio
para adultos dio lugar a una fuente más pequeña, y la inmersión fue reemplazada por la
aspersión, pero los infantes siguieron siendo sumergidos en grandes fuentes hasta el siglo
XVI. El rito era acompañado del uso de símbolos—agua, vela, vestidura blanca, sal y aceite.
En una edad posterior el niño recibía la Confirmación, que era una afirmación del Bautismo.”

Hacia fines del período medieval comenzó a desarrollarse la idea de que con el bautismo el alma
quedaba sellada con un “sello” indeleble, con lo cual no era necesario repetirlo. Lo mismo se
afirmaba de los sacramentos de la confirmación y de la ordenación. Esto era una conclusión lógica
a partir del concepto agustino de que el bautismo de los donatistas era válido, y por lo tanto no era
necesario repetirlo aun cuando los herejes donatistas se arrepintieran y reconciliaran con la Iglesia
Católica.

Eucaristía. La celebración de la Eucaristía o Santa Comunión, acompañada de ciertas oraciones,


continuó siendo a lo largo de la Edad Media el clímax de la adoración cristiana, tanto en Oriente
como en Occidente. En estos siglos se confirmó la comprensión sacramental de la Eucaristía en
Occidente, al afirmarse la presencia real de Cristo en los elementos, su transformación substancial
(transubstanciación) y su carácter como renovación del sacrificio expiatorio. Como vimos más
arriba, en el siglo IX, Ratramno fue uno de los últimos escritores en describir los elementos de la
Eucaristía como “símbolos,” pero su libro fue condenado en 1050. Él se oponía a Pascasio Radberto
que asumió la posición realista, que afirmaba una presencia real de Cristo en los elementos
eucarísticos y anticipaba la idea de la transubstanciación de los mismos. Así, pues, alrededor del año
1000, ya estaba bien generalizada la idea de que en la Eucaristía el signo es lo mismo que aquello
que significa o señala (posición realista). Finalmente, el Cuarto Concilio Laterano (1215) afirmó la
idea de la transubstanciación y enseñó que la sustancia del pan y del vino es cambiada en el cuerpo
y en la sangre reales de Cristo.

Aquino defendió la transubstanciación usando categorías aristotélicas, lo cual dio lugar a nuevos
énfasis y prácticas. La eucaristía se transformó en el rito máximo del culto y hubo un aumento de
devociones fuera de la liturgia. Entre estas devociones secundarias una de las más populares fue la
fiesta del Corpus Christi (cuerpo de Cristo), en la que se veneraba a la hostia consagrada. Los laicos
quedaron excluidos de la participación del vino, para evitar que derramaran el vino
transubstanciado en la sangre de Cristo. También empezaron a celebrarse misas (sacrificios
eucarísticos) por los muertos y misas privadas.

En Oriente, ya desde el siglo IV se sostenía que Cristo se hacía presente en los elementos
sacramentales durante la oración conocida como la Invocación. Se oraba para que el Espíritu Santo
descendiera y efectuara el cambio de los elementos consagrados. En Occidente se creía que la
consagración de los elementos ocurría cuando se pronunciaban las palabras de Jesús: “esto es mi
cuerpo … éste es el nuevo pacto en mi sangre.” En Oriente la acción consagratoria era la epiklesis u
oración invocando al Espíritu Santo. Esta oración central era recitada como un susurro por el
sacerdote, lo cual acentuaba el misterio del acto pero también alienaba a la gente de la participación
en el mismo.

La presencia real de Cristo hacía de la Cena tanto un sacrificio como un acto de comunión. En
Oriente se enfatizaba el aspecto de la comunión según la cual la Cena era un misterio vivificador,
por el cual el participante recibía el cuerpo y la sangre transformadores del Señor, y de ese modo
participaba de la naturaleza divina. En Occidente, donde se afirmaba que la salvación venía a través
de una correcta relación con Dios a través de un sacrificio, se concebía a la Eucaristía como un drama
en el que el sacerdote, detrás de un velo, ofrecía un sacrificio a Dios y apelaba a él para que se
mostrara misericordioso hacia aquellos por quienes se ofrecía tal sacrificio.

Hubo controversias entre el Este y el Oeste en cuanto a la práctica de la Eucaristía. En Occidente


se generalizó la práctica de usar pan sin levadura (azymes) y desde el siglo VIII en adelante se usaron
hostias para la comunión. En Oriente, por el contrario, se utilizó pan común. El Cuarto Concilio
Laterano (1215) estipuló que todos los cristianos debían comulgar por lo menos una vez al año, y
especialmente para Pascua. Para los siglos XI y XII la misa era exclusivamente una ceremonia
sacerdotal en la que las personas participaban como espectadores pasivos. Además, al ser llevada a
cabo en latín y con el sacerdote de espaldas a la congregación, era ininteligible para la mayor parte
de las personas.

EL PROBLEMA MISIONOLÓGICO

_ Misión y monasticismo
A diferencia de sus antecesores orientales, los monjes occidentales no sólo se dedicaron a la
vida contemplativa y de separación del mundo, sino que se transformaron en la fuerza misionera
más importante, especialmente durante la temprana Edad Media. Desde el siglo VI en adelante, la
mayoría de los misioneros de la Iglesia Romana y de la Iglesia Griega eran hombres y mujeres que
habían hecho votos monásticos. Entre los primeros, los monjes irlandeses ocuparon un lugar muy
particular. Eran hombres de un buen nivel de educación y de gran celo religioso, que orientaron su
vocación hacia la tarea misionera y fueron así pioneros en la conversión de los paganos anglosajones
y en sus intentos por reformar la Iglesia en Galia. La estructura no jerárquica de sus monasterios,
donde el abad no tenía autoridad sobre los monjes, sino que éstos eran libres para ir y venir como
les parecía bien, favoreció el desarrollo de sus aventuras misioneras. Norman E. Cantor señala,
además, que “los misioneros celtas que comenzaron la conversión del norte de Inglaterra a fines del
siglo VI y principios del VII trajeron con ellos su profunda erudición, y las escuelas anglo-sajonas de
los siglos VII y VIII se debieron en parte a las contribuciones de la erudición irlandesa.”

En el caso de los benedictinos, con el tiempo se tornaron más elitistas y sus cuadros estuvieron
integrados mayormente por personas pertenecientes a la nobleza. No obstante, si bien la mayoría
de los monjes permaneció en sus monasterios y sujetos a sus votos, en el siglo VIII los monjes
benedictinos más capaces dejaron con frecuencia sus comunidades para dedicarse a la obra
misionera. De este modo, el monasticismo de Benito de Nursia, que había sido pensado como una
forma de huir del mundo civilizado para dedicarse a una vida contemplativa, se transformó en la
temprana Edad Media no sólo en una parte integral de la sociedad sino también en una fuerza
salvadora de primera importancia en la civilización caótica que siguió a las invasiones germanas.

Fue especialmente en el continente europeo que los monjes jugaron un papel importante en la
conversión de numerosos pueblos paganos. A fines de la última década del siglo VII, monjes
anglosajones comenzaron a misionar entre los frisios paganos de los Países Bajos. Muy pronto estos
misioneros tomaron contacto con los carolingios, la nueva familia dominante en Francia. Bajo la
dirección de Pipino el Breve, se transformaron en la vanguardia de la expansión de los francos al
norte del río Rin.

Norman E. Cantor: “La actitud de simpatía de los carolingios hacia los misioneros anglo-
sajones estuvo motivada por su deseo de aparecer como amigos de la Iglesia, cuyo apoyo
moral podía ser especialmente útil en vista de su propio dudoso derecho legal a dominar la
monarquía francesa, y en razón de que creían que la cristianización de las tribus germánicas
de la frontera haría más fácil su absorción efectiva a la monarquía franca.”

En este proceso, algunos misioneros, como Bonifacio, jugaron un papel fundamental, ya que
fueron los gestores de la primera Europa. Bonifacio no sólo fue el apóstol de Alemania, sino también
el reformador de la Iglesia franca y el principal gestor de la alianza entre el papado y la dinastía
carolingia. Sus labores misioneras en Alemania fueron de gran trascendencia, ya que colocó bajo la
civilización cristiana latina a un amplio territorio de Europa occidental y echó los cimientos de la
Iglesia alemana, que ya en el siglo X se destacó por la intensa calidad de su religiosidad. El profundo
espíritu misionero de los monjes anglosajones de la temprana Edad Media está bien ilustrado por
una carta que Bonifacio dirigió a todos los obispos y clero de la Iglesia en Inglaterra, solicitando su
asistencia en la labor misionera que estaba llevando a cabo.

Bonifacio: “Humildemente les rogamos … que la palabra de Dios pueda avanzar y ser
glorificada. Les encarecemos que estén alertas en la oración para que Dios … pueda volver
los corazones de los sajones paganos a la fe católica … y reunirlos entre los hijos de la Madre
Iglesia. Tengan compasión por ellos, porque ellos mismos están diciendo ahora: ‘Todos
nosotros somos de una sola sangre y hueso con ustedes.’ … Además, que sea notorio a
ustedes que al hacer esta apelación cuento con la aprobación, la conformidad y la bendición
de dos pontífices de la Sede Apostólica.”

Las labores misioneras de estos monjes benedictinos y sus esfuerzos por cristianizar el occidente
europeo pusieron en movimiento un complejo de ideas e instituciones que llegaron a configurar la
civilización de la primera Europa. Por cierto que este mundo de tensiones, ambigüedades, logros y
desengaños estaba bastante más allá de los ideales puros y simples y de las expectativas
misionológicas de los misioneros anglo-sajones.

_ Misión y expansionismo

Una constante de los grandes emprendimientos misioneros de todos los tiempos es que los
misioneros acompañan a los ejércitos y mercaderes de los poderes dominantes, en el proceso de su
expansión territorial. En la historia del cristianismo, la expansión del poder carolingio durante el
siglo IX fue clave para determinar el éxito de la empresa misionera en Europa occidental. En la
conversión de los pueblos paganos al norte del río Rin dos factores se asociaron de manera estrecha:
el celo misionero de los monjes anglo-sajones y la fuerza militar de la dinastía carolingia.

Evangelización belicosa. Durante el período carolingio, la expansión del cristianismo estuvo


ligada directamente a la expansión territorial de los francos. Esto se vio claramente en la
evangelización del norte de Europa y especialmente de Europa central. Los francos querían crear
una estructura social y cultural que fuese cristiana por definición. El resultado de tremenda empresa
fue un maravilloso sentido de unidad y coherencia bajo el signo de la cruz. Esto le dio a Europa
occidental un gran dinamismo cultural, pero implicó cierto grado de intolerancia doctrinaria,
litúrgica, y en el fondo cultural y social, lo cual no hizo posible el desarrollo de una Iglesia
auténticamente ecuménica. Por lo menos, una Iglesia que combinara lo mejor de las tradiciones
cristianas de Oriente y de Occidente.

Paul Johnson: “Se obtuvo la unidad profunda a expensas de la unidad amplia. La


penetración cristiana en todos los aspectos de la vida de Occidente significó la creación de
una estructura eclesiástica muy organizada, disciplinada y particularista, que no podía
permitirse la concertación de un compromiso con los desvíos orientales. Más aún, el sesgo
imperioso de la Iglesia carolingia poco a poco tiñó las actitudes del papado y rigió a la
postura romana mucho después de que el propio Imperio carolingio desapareciera. Durante
los siglos X y XI Roma utilizó, en sus enfrentamientos con Constantinopla, argumentos que
habían sido concebidos por la corte franca en los siglos VIII y IX, y a los que en ese momento
aquélla se había opuesto, o bien había intentado moderar.”

La importancia de la violencia como método misionológico fue un rasgo especialmente


acentuado en Occidente. Los cristianos orientales tendieron a seguir las enseñanzas de Basilio de
Cesarea, para quien la guerra era una práctica vergonzosa. Ésta había sido la actitud de la tradición
cristiana original. Pero en Occidente se siguieron las enseñanzas de Agustín de Hipona, para quien
la guerra era “justa” si era la voluntad de Dios. De allí que cuando Urbano II predicara la primera
Cruzada lo hizo al grito de: “¡Dios lo quiere!” Por otro lado, el uso de la fuerza era meritorio cuando
se lo orientaba contra los que afirmaban o sostenían otras creencias religiosas o ninguna. Las
Cruzadas se transformaron así, probablemente, en la empresa más monumental de evangelización
belicosa emprendida por la cristiandad occidental.

Cuatro factores confluyeron en el desarrollo de las Cruzadas militares. El primero fue el


desarrollo de la Reconquista española, que estuvo cargada de un profundo contenido espiritual y
de fanatismo religioso. El segundo fue el temple violento de los pueblos germánicos, especialmente
los francos y más tarde los anglosajones, siempre afectos al uso de las armas. El tercero fue el peso
de la tradición histórica, ya que los francos, desde los días de Carlomagno, habían asumido el
derecho y el deber de proteger los lugares santos de Jerusalén y a los peregrinos occidentales que
los visitaban. Y, el cuarto fue la idea de unir la expansión territorial a expensas de los infieles con la
práctica de la peregrinación religiosa masiva y armada a Tierra Santa.

Paul Johnson: “La idea de que Europa era una entidad cristiana, que había adquirido ciertos
derechos inherentes sobre el resto del mundo a causa de su fe y de su deber de extenderla,
armonizaba perfectamente con la necesidad de hallar una salida tanto a su afición a la
violencia como al exceso de su población.… Por consiguiente, las Cruzadas fueron hasta
cierto punto un extraño episodio a medio camino entre los movimientos tribales de los
siglos IV y V y la migración transatlántica masiva de los pobres en el siglo XIX.”

No obstante, las Cruzadas fueron un derroche de violencia, pero misionológicamente fueron


nulas. Los cristianos occidentales gobernaron a la población conquistada como una elite colonialista.
No se realizó ningún esfuerzo por convertir a los musulmanes y los ataques contra Constantinopla
debilitaron radicalmente a la cristiandad bizantina. Sin embargo, el espíritu de cruzada caracterizó
la mayor parte de los esfuerzos evangelísticos y misioneros de la alta y baja Edad Media. En muchos
casos, no se podía entender de qué otra manera podía predicarse el evangelio que no fuese a punta
de espada. Las excepciones a esta estrategia bélica fueron Francisco de Asís y Raimundo Lulio, en
sus intentos por llegar a los musulmanes con el evangelio.

Paul Johnson: “Un aspecto que seguramente debe parecer extraño al historiador es que ni
la cristiandad occidental ni la oriental crearon órdenes misioneras. Hasta el siglo XVI el
entusiasmo cristiano, que adoptó tantas otras formas, nunca se orientó institucionalmente
por este canal. La cristiandad continuó siendo una religión universalista. Pero su espíritu
propagandístico se expresó durante la Edad Media en distintas formas de violencia. Las
cruzadas no fueron iniciativas misioneras sino guerras de conquista y experimentos
primitivos de colonización; las únicas instituciones cristianas específicas que ellas
originaron, las tres órdenes caballerescas, fueron cuerpos militares.”

Evangelización urbana. La decadencia del feudalismo y el restablecimiento del poder real


significaron un cambio en la comprensión de la misión cristiana. El régimen feudal había provocado
la desintegración política y territorial de Europa en pequeños Estados, gobernados por señores
representantes de la nobleza. Pero a fines del siglo XIII, el feudalismo comenzó a declinar en Francia
e Italia y si bien el sistema se prolongó por más tiempo en Alemania e Inglaterra, hacia el año 1500
ya se había extinguido totalmente en Europa occidental.

CUADRO 13 - CAUSAS DE LA DECADENCIA DEL FEUDALISMO

1. Desarrollo económico: desde el siglo XI creó nuevas oportunidades de trabajo y permitió a


muchos siervos y campesinos comprar su libertad.

2. Nuevas tierras: el crecimiento de la agricultura demandó de nuevas tierras, lo que llevó a la tala
de bosques y el drenaje de pantanos, trabajos emprendidos por los campesinos, que lo hicieron
a cambio de su libertad.

3. Peste Negra: diezmó las poblaciones y esto valorizó la mano de obra.

4. Ejércitos profesionales: muchos siervos se incorporaron a ellos como soldados mercenarios y


esto debilitó el prestigio de la caballería.

5. Guerra de los Cien Años: originó períodos de caos y precipitó la caída del feudalismo.

La decadencia del feudalismo y el surgimiento de una burguesía urbana favorecieron la


progresiva consolidación del poder real y el surgimiento del concepto de Estado o Nación. Los
burgueses de las ciudades enfrentados con la nobleza, apoyaron militar y económicamente a los
reyes con el propósito de asegurar el orden y la unificación política y territorial. La nobleza perdió
sus privilegios mientras la monarquía consolidaba su poder y carácter absolutista.

Ya para fines del siglo XI, el relativo aumento de la seguridad social y de la demografía,
incrementó la construcción de núcleos urbanos. Cuando desapareció el peligro de los ataques de
húngaros y de normandos, y también cesaron las guerras entre los señores feudales, los habitantes
de los lugares fortificados, en razón del aumento de la población, abandonaron esos recintos muy
estrechos y se dirigieron a las ciudades, que fueron reconstruidas y repobladas. La relativa
prosperidad de la agricultura, con nuevos cultivos como el del arroz; el progreso de las artesanías,
con la agrupación de los patrones y los obreros en gremios; y, el resurgimiento del comercio
marítimo, como resultado de las Cruzadas, provocaron un inusitado desarrollo urbano. En las
proximidades de los castillos y de los monasterios, en los cruces de caminos comerciales o en los
puertos de mar, se agrupó la población, constituyendo las villas; en las afueras de las arruinadas
ciudades antiguas se formaron barrios o burgos y se construyeron nuevas murallas y defensas. A los
habitantes de estos núcleos urbanos fortificados, generalmente comerciantes, artesanos y gente
que no se dedicaba a trabajos manuales, se les llamó burgueses.

Las villas y los burgos dependían al formarse de un señor feudal, pero pronto se fueron
emancipando al comprar sus libertades o conquistándoles por la fuerza. Los reyes, por su parte,
favorecieron este movimiento de emancipación de la clase media o burguesía, en su lucha por abatir
la nobleza feudal, siempre peligrosa para la autoridad regia. Así, ayudadas por los reyes, las ciudades
se convirtieron en municipios y organizaron su propia administración, de la que se encargaba una
asamblea de vecinos que formaban el concejo o ayuntamiento, presidido por un magistrado llamado
alcalde o síndico. Según los lugares, hubo municipios libres o autónomos y otros aforados o francos,
cuya carta o fuero limitaba los derechos del señor, de quien en parte dependían.

Los comerciantes y artesanos urbanos organizaron su trabajo tomando como base la asociación
obligatoria. Patrones y obreros se agrupaban en corporaciones o gremios, que eran entidades de
carácter religioso-profesional. Cada oficio poseía su corporación y ningún artesano podía trabajar
sin hallarse inscrito en la asociación respectiva. En su aspecto religioso, las corporaciones eran
verdaderas cofradías, pues poseían asesores eclesiásticos, y se hallaban bajo la advocación de un
santo o “patrono” espiritual. En el día destinado a honrar al divino protector, se realizaban solemnes
fiestas patronales. Éstas consistían en desfiles y procesiones, encabezadas por los estandartes del
gremio y la imagen del santo tutelar.

En este contexto urbano, los paladines de la evangelización fueron los frailes dominicos y
franciscanos, a lo largo del siglo XIII. Su ministerio evangelizador fue típicamente urbano y apeló
notablemente a las nuevas clases sociales, que veían en su estilo de vida sencillo y sus ideas
renovadoras un contraste notable con la corrupción del clero secular y regular. Muy pronto
obtuvieron facultades sacerdotales, lo que les permitió escuchar confesión y administrar los
sacramentos, y transformarse en dinámicos competidores de los sacerdotes parroquiales y del clero
de la catedral. La metodología evangelizadora que utilizaron fue típicamente urbana y respondió
adecuadamente a las expectativas de la mayoría de los laicos, que estaban desencantados con la
Iglesia institucional. Con el correr del tiempo, los frailes fueron absorbidos por los ideales urbanos,
adquirieron propiedades en las ciudades y se inclinaron al estudio de la filosofía y de la ciencia. En
el último cuarto del siglo XIII, profesores franciscanos dominaban la Universidad de Oxford mientras
que sus pares dominicos hacían lo propio en París.

_ Misión y sincretismo
Con el ingreso masivo de los bárbaros al ámbito del Imperio Romano se inició un proceso de
sincretismo religioso de gran envergadura. Este proceso se modeló con el aporte de dos fuentes
principales: la tradición pagana, que nunca había desaparecido del todo, y la tradición germánica,
que de algún modo perduró al no haber habido una adecuada evangelización sino una mera
cristianización superficial. Sobre este sustrato fundamental, durante la temprana Edad Media, en la
Europa germanizada hubo una profunda penetración de los elementos culturales orientales, que
dejarían su rastro a lo largo de todo el medioevo. La Iglesia cristianizó y dio expresión a todas estas
influencias a través de sus creencias y ritos.

Además, si bien nunca se abandonó un cierto sentido de naturalismo frente a una naturaleza
que se presentaba misteriosa y desconocida, predominó el acercamiento fantástico y mágico a la
realidad. La doctrina y la práctica cristianas durante la Edad Media se construyeron con estas
concepciones combinadas de mundo y trasmundo, lo cual terminó en diversas manifestaciones de
sincretismo. Las supersticiones populares y el sincretismo religioso afectaron notablemente el
carácter y la estrategia misionera.

José Luis Romero: “El afán de introducir a los pueblos paganos dentro del ámbito de la
iglesia movía a utilizar—fuera de la coacción, usada muchas veces—procedimientos
catequísticos que, siendo sin duda muy hábiles, conducían a resultados inmediatos muy
diversos de los esperados. La superposición de las fiestas cristianas sobre antiguas y
tradicionales fiestas paganas, la asimilación de los milagros a los viejos prodigios, la
explicación grosera de ciertas ideas abstractas inaccesibles, todo ello debía contribuir a
perpetuar cierta concepción naturalística por debajo de una aparente adhesión a la
concepción cristiana. El signo de esa perpetuación fue la multitud de supersticiones que la
Iglesia creyó necesario combatir y el peligroso culto a las imágenes, en el que desembocaba
cada cierto tiempo el antiguo politeísmo. En los campos sobre todo, las supersticiones se
manifestaban vigorosas, y constituía toda una preocupación de la Iglesia el combatirlas.”

El proceso de sincretismo continuó a lo largo de toda la Edad Media. El legado del paganismo
teutónico, celta e incluso grecorromano no desapareció nunca. De una u otra manera es posible
detectar sus raíces en la enorme difusión de la magia, la profusión de lo milagroso, la veneración de
las reliquias y el culto a los santos. Con las Cruzadas, el proceso de sincretismo religioso alcanzó
niveles asombrosos. Los cruzados trajeron de Oriente todo tipo de ideas y objetos, creencias y
prácticas, que fueron reciclados en Occidente dando lugar a las más diversas manifestaciones de
religiosidad popular.

Paul Johnson: “… es indudable que los cruzados que retornaban traían consigo la herejía. El
dualismo de los bogomilos de los Balcanes, que tenían vínculos que se remontaban a los
gnósticos, llegó a Italia y la Renania a principios del siglo XII y de ahí se extendió a Francia.
Una vez que los viajes de larga distancia se convirtieron en hechos rutinarios, fue inevitable
que se difundiesen diferentes herejías, y las cruzadas suministraron medios de
comunicación precisamente al tipo de gente que tomaba en serio las ideas religiosas y que
emocionalmente era propensa a adoptar posturas heréticas.”
A su vez, en Europa occidental la antigüedad grecorromana continuó manifestándose
especialmente en las formas plásticas y arquitectónicas. La literatura clásica fue estudiada en las
universidades bajo la aprobación y protección de la Iglesia. Los poetas latinos paganos eran
altamente estimados y tenidos como autoridades en materia moral y espiritual. De hecho, Dante
era un gran admirador de Virgilio y varios papas renacentistas se ocuparon más por resucitar la
antigüedad grecorromana que por resucitar a la Iglesia que en sus días estaba moribunda.

En la alta Edad Media se dio una forma sofisticada de sincretismo con el impacto que la filosofía
griega pagana tuvo sobre la formulación del pensamiento cristiano escolástico. Las obras de Platón
y los escritos de Dionisio el Areopagita, un autor cristiano neoplatónico, influyeron notablemente
sobre los místicos y pensadores medievales. El avivamiento de los estudios de Aristóteles y de
Averroes, su intérprete árabe, durante los siglos XII y XIII marcó profundamente la formulación
dogmática de la fe cristiana. El islamismo tuvo también su influencia notable en la formulación del
pensamiento cristiano. En buena medida, el escepticismo materialista de muchos pensadores
cristianos del siglo XIII resultó de su estudio de la filosofía musulmana. Filósofos como Avicena (979–
1037) y Averroes (1126–1198) fueron estudiados por los escolásticos cristianos y afectados por su
pensamiento aristotélico. En un grado menor, los judíos, que estaban esparcidos por toda Europa,
también ejercieron su influencia sobre la cosmovisión cristiana, especialmente a través de los
escritos de Maimónides (1135–1204), destacado seguidor de la filosofía de Aristóteles.

EL PROBLEMA APOLOGÉTICO

_ Las herejías

Uno de los problemas que más agobió a la Iglesia en Occidente durante la alta Edad Media fue
el problema de la herejía. Al finalizar el siglo XII, la Iglesia debió hacer frente a diversos movimientos
de disidencia y renovación, e incluso grupos heréticos, que representaban una reacción contra el
estado calamitoso del clero y los abusos del papado. Algunos de estos movimientos procuraban la
recuperación de un cristianismo más bíblico y semejante al de los primeros siglos. Los más
importantes de estos movimientos fueron los encabezados por los albigenses o cátaros y los
valdenses.

Rodolfo Puiggrós: “Como la teología abarcaba entonces en profundidad y extensión toda la


superestructura del feudalismo y lo consideraba un régimen estático sin tolerar
competencias ni críticas, a cualquier movimiento revolucionario se le colgaba el sambenito
de hereje. Oponerse al orden social establecido equivalía a oponerse a la Iglesia. Es cierto
que las querellas entre el trono y el altar o las rivalidades entre los señores parecían agitar
nada más que la superficie del régimen sin modificarlo, pero aun así provenían de la
ebullición de factores internos, cuya acción se prolongó en el curso de la Edad Media, a
través de un sordo y constante descontento que estallaba convulsiva y esporádicamente sin
desprenderse de su cobertura religiosa e hizo crisis a fines del siglo XII.”
El fin de la cultura de la alta Edad Media se vio marcado por una profunda percepción de la crisis
del orden tradicional. Las certidumbres que se habían logrado en este período comenzaron a hacer
agua y el naturalismo encontró vías de desarrollo. No obstante, hubo una exaltación del sentimiento
religioso, que tendió a apartar a muchos de las vías cada vez más racionales que adoptaba la teología
oficial. Como indica José Luis Romero: “En el campo de las creencias populares, aparecieron
numerosas herejías cuyo signo era el retorno a la verdad simple y pura del evangelio, con
prescindencia de todo el vasto aparato de saber intelectual que la escolástica había construido, y
con prescindencia también del vasto aparato de poder que la Iglesia significaba y que había
adquirido una desmesurada importancia a lo largo del duelo sostenido por el papado y el imperio.”

Movimientos. Los cátaros (puros) representaron la herejía más difundida de todas las herejías
medievales. El nombre de cátaros se utilizó por primera vez en el Concilio de Tours (1163). También
recibieron el nombre de albigenses. Este nombre se debió a que la primera diócesis cátara se
constituyó en la ciudad de Albi, en el sur de Francia. Los cátaros predicaban la abstinencia de todo
lo que suponían impuro, como una reacción a la laxitud moral del clero, especialmente los monjes.
La doctrina de los cátaros tenía cierta inspiración oriental ya que admitía la existencia de dos
principios: el bien y el mal. Al primero pertenecía el alma y al segundo el cuerpo. Para defender el
alma, creada por Dios, era preciso destruir el cuerpo, símbolo de impureza. En base a esto, algunos
cátaros recomendaban el suicidio y condenaban el matrimonio. Los cátaros creían en la
trasmigración del alma, la que luego de abandonar el cuerpo solía pasar al de un animal. Por eso se
abstenían de matar animales y no consumían carne, ni leche ni huevos. No admitían más
sacramentos que la penitencia y el bautismo.

Estos movimientos de alguna manera estaban relacionados con los bogomilas (amigos de Dios)
de Bulgaria y Siria. Éstos fueron conocidos con distintos nombres por toda Europa: umiliatos
(humillados) en Italia, ketzer (herejes) en Alemania, strigolniki (pelos cortos) en Rusia. La confusión
acerca de los nombres revela cierta confusión respecto a las ideas, pero en esencia todas estas
herejías eran iguales. Apuntaban a reemplazar al clero corrupto por una elite perfecta. Repudiaban
a la Iglesia institucional y querían restaurar un cristianismo similar al del Nuevo Testamento. Algunos
de ellos no reconocían otra autoridad que la que recibían directamente del Espíritu, y rechazaban a
la Iglesia, la Biblia y la encarnación de Cristo, y eran marcadamente dualistas o maniqueos.

Los valdenses, también llamados “pobres de Lión,” tuvieron como inspirador como vimos a
Pedro Valdo, un rico comerciante de esa ciudad, que orientó su ministerio a partir de una actitud
ascética y repartió sus bienes entre los pobres. Valdo adquirió notoriedad por su predicación pública
del evangelio y su rechazo del ministerio sacerdotal, afirmando que no hacía falta ninguna
mediación humana o institucional para obtener la salvación. También rechazó la eucaristía y
prohibió el culto a los santos como idolatría.

El primer canon del Cuarto Concilio Laterano (1215) contenía un credo formulado
cuidadosamente para expresar las diferencias que existían entre el cristianismo latino y las creencias
de los valdenses y albigenses. El Concilio condenó a estas herejías y ordenó el castigo de todos los
herejes que no se arrepintieran. Esto mostró la nueva importancia del problema de la herejía a
comienzos del siglo XIII. Por primera vez desde la supresión del arrianismo, la fe ortodoxa se
confrontaba con un serio rival en Occidente. Había habido herejías menores en la temprana Edad
Media e incluso más tarde, pero generalmente fueron el resultado de pequeñas controversias
teológicas y más tarde de argumentos escolásticos, y en la mayor parte de los casos casi no habían
encontrado apoyo popular. Incluso un maestro tan bien conocido como Abelardo no había causado
un peligro real para la Iglesia cuando cayó en herejía (según se lo acusaba). Una vez que sus errores
fueron expuestos, él y sus seguidores renunciaron a ellos uno por uno y el problema se terminó.
Pero las nuevas herejías de fines del siglo XII eran populares, no académicas; los herejes contaban
con el apoyo de miles de personas fuera del clero, y no podían ser eliminados simplemente usando
argumentos teológicos. La Iglesia tenía que encontrar métodos nuevos para combatir la herejía y se
tomó algún tiempo para hacerlo.

Bajo el pontificado de Inocencio III, la Iglesia reprimió con mano dura a los movimientos
heréticos, y para ello utilizó distintos recursos que variaron desde la prédica hasta la excomunión.
Como los herejes y disidentes persistieron en su actitud, el Papa organizó una Cruzada que reunió
gran número de señores franceses y alemanes. Al mando del conde Simón de Montfort (m. 1218),
la campaña duró unos veinte años (1209–1229) y se caracterizó por su extremada violencia y
crueldad. Los albigenses, al mando del conde de Tolosa y el rey Pedro II de Aragón (m. 1213), fueron
derrotados en la batalla de Muret, en el sur de Francia (1213). La sangrienta lucha prosiguió por
algunos años y terminó con el triunfo de los cruzados, que lograron exterminar a los herejes.

A estos casos de disidencia y herejía habría que agregar las numerosas desviaciones dogmáticas,
condenadas por concilios y papas, pero limitadas a los círculos eclesiásticos intelectualizados.
Berengario de Tours desconocía la presencia real de Cristo en la eucaristía. Amalarico de Géne (m.
1206), teólogo de París que lo divinizaba todo, proclamó el amor libre, llamaba Anticristo al Papa y
anunciaba el comienzo del reinado del Espíritu Santo. El calabrés Joaquín de Fiore (1145–1202),
profeta del evangelio eterno, del cual la Biblia no era más que un antecedente, y de la era del amor
con nuevos apóstoles, los fraticelli, constructores de la ciudad perfecta, logró una audiencia
importante.

A fines de la Edad Media se destaca la figura de Jerónimo Savonarola (1452–1498), un dominico


de Florencia, y su lucha contra la corrupción de la Curia romana bajo el reinado de Alejandro VI.
Savonarola fue un fogoso y popular predicador, que empezó a conmover a sus auditorios
anunciando el inminente juicio de Dios, y llamando a sus oyentes al arrepentimiento y a una vida
ascética. Según él, la Iglesia sería renovada después de un período de aflicción, los incrédulos se
convertirían y el evangelio triunfaría sobre la tierra. Bajo su liderazgo, la ciudad de Florencia se vio
conmovida por un auténtico avivamiento espiritual. Pero esto le valió la enemistad del papa
Alejandro VI, quien le prohibió continuar con su predicación. Savonarola no sólo retomó la
predicación pública, sino que denunció valientemente los males de la Iglesia y del papado. En 1497,
el Papa lo excomulgó y más tarde amenazó a Florencia con el interdicto. Esto comenzó a colocar a
la opinión popular en su contra, hasta que un franciscano lo acusó públicamente de herejía.
Finalmente, el gobierno de la ciudad arrestó a Savonarola y lo juzgó bajo tortura, y terminó por
condenarlo, ahorcarlo y quemar su cuerpo en 1498, según directivas de Alejandro VI.
Motivos. La razón principal del debilitamiento del control de la fe ortodoxa sobre el pueblo era
el disgusto de la gente con la conducta del clero. No es que los eclesiásticos de fines del siglo XII
eran más inmorales que sus predecesores—por el contrario, su carácter había mejorado
notablemente—sino que los laicos estaban estableciendo una pauta mucho más alta para ellos. Ya
no era suficiente que un clérigo se abstuviese del pecado abierto; debía también llevar una vida de
piedad activa. La gente en las ciudades quería más instrucción religiosa; no estaban satisfechos con
cultos sin sermones, o con sermones recitados de un libro. Los laicos se rehusaban a reverenciar a
prelados y sacerdotes que vivían en lujo y que gastaban más tiempo en administrar sus propiedades
que el que invertían en cumplir con sus deberes religiosos. Se acusaba a la Iglesia de preocuparse
más por el aumento de su ingreso que por el aumento del pecado, por exprimir el diezmo a los
pobres que por darles caridad, por promover a clérigos corruptos al obispado que por promover a
los verdaderos santos. La gente quería que el clero dedicara su tiempo a predicar en lugar de
administrar, y reclamaban que el dinero que tenían fuese utilizado en ayudar a los pobres y no en
una vida cómoda para ellos.

Rodolfo Puiggrós: “Las herejías procedían, en general, de las clases oprimidas y atacaban
sin tapujos al orden social establecido, desde dos puntos de vista antitéticos, que solían
confundirse en uno solo, siendo difícil diferenciar el prevaleciente: a) para destruir el
feudalismo y crear algo confusamente entrevisto, cuyas bases materiales de desarrollo
comenzaban a apuntar, y b) para restaurar una sociedad prefeudal idealizada o, en
particular, las primitivas comunidades cristianas.

Ambos tipos de rebeldía (… una mirando al futuro y otra al pasado) derivaban de la misma
causa socioeconómica: la estructura interna de los dominios feudales adaptada a una
economía de autoabastecimiento era corroída por la introducción desde el exterior de una
economía de mercado, a través de formas precapitalistas (comercio y usura).”

Obviamente los laicos estaban tratando de aliviar algo de sus propios sentimientos de culpa en
cuanto a la codicia y a la usura atacando la avaricia del clero, pero el ataque no carecía de
fundamentos. Este reclamo era muy difícil de confrontar porque el papado mismo había alentado a
los laicos a demandar pautas morales altas de sus pastores. Cuando Gregorio VII y Urbano II
prohibieron a los sacerdotes con esposas o concubinas celebrar la misa, se apoyaron en las
congregaciones parroquiales para ver que esta orden se cumpliese. De esta manera, el movimiento
de reforma, al enfatizar la importancia de pautas morales altas para el clero, hizo posible el
desarrollo de la herejía. Todo eclesiástico de influencia a lo largo del siglo XII denunció las vidas
malas de algunos miembros de su orden, y los líderes heréticos atrajeron poca atención cuando
comenzaron el mismo tipo de ataque. Muchos líderes comenzaron a extraer la conclusión final y a
enseñar que el clero ordenado del la Iglesia Católica Romana era inútil. Miles de herejes que diferían
en otras cuestiones concordaron en esta convicción, y todos ellos pueden ser agrupados como “anti-
sacerdotalistas.”

Los anti-sacerdotalistas eran especialmente fuertes en las ciudades. Esto era natural, dado que
las ciudades habían jugado un papel importante en el movimiento de reforma y estaban bien
preparadas para unirse a una nueva ola de indignación moral. También es cierto que las personas
en las ciudades estaban inclinadas a ser más críticas y menos conservadoras que los campesinos y,
por lo tanto, eran fácilmente seducidas por las nuevas doctrinas. No estaban satisfechas con los
cultos regulares de la Iglesia y querían sermones entusiastas que denunciaran el vicio y la
corrupción. Si los sacerdotes de sus parroquias fracasaban en interesarlos, ellos estaban siempre
listos para escuchar a un revivalista de ortodoxia dudosa que predicara en cualquier esquina.

Manifestaciones. El carácter gregario de la vida urbana les daba a los habitantes de las ciudades
medievales oportunidades frecuentes para la discusión, y dado que la religión era tan importante
en sus vidas, eran afectos a dedicar mucho de su tiempo a dialogar sobre ella. Las teorías anti-
sacerdotalistas se generaban fácilmente en esta atmósfera, y se esparcían de una ciudad a otra a
través de los contactos comerciales. Como resultado de esto, para el 1200 una buena proporción de
la población urbana en Europa occidental había aceptado alguna forma de herejía, y los demás
habitantes urbanos, si bien nominalmente se decían ortodoxos, eran muy críticos del clero. Los anti-
sacerdotalistas aceptaban la fe cristiana pero rechazaban la organización y jerarquía de la Iglesia.
No obstante, un grupo de herejes más peligroso era el de aquellos que rechazaban la fe junto con
la organización y la jerarquía.

Además, los líderes de los herejes se aprovechaban del bajo nivel de educación y moralidad del
clero cristiano católico. Los heresiarcas eran hombres capaces que llevaban vidas virtuosas y
practicaban un ascetismo extremo. Su prestigio era tan grande que los viajeros buscaban su
compañía a fin de sentirse protegidos por la reverencia que ellos inspiraban. Los católicos ortodoxos
pedían ser enterrados en los cementerios junto a los herejes, de manera que pudieran descansar
entre la “buena gente.” Muchos señores feudales protegían a los líderes de los herejes y les
permitían predicar en público. Algunos nobles abiertamente aceptaban estas nuevas formas de la
fe y muchos más las practicaban en secreto. El éxito de la herejía se debió no sólo a la virtud de sus
maestros, sino también a la simplicidad de su doctrina. En el caso de los cátaros, los líderes (los
“prefectos”) tenían que llevar vidas bien ascéticas, pero no ponían demasiadas restricciones sobre
sus seguidores. Estos últimos, si tenían fe, podían alcanzar la salvación simplemente recibiendo el
rito final (el consolamentum) de los “perfectos” en su lecho de muerte.

_ La Inquisición

La Inquisición toma su nombre de un procedimiento penal específico: la inquisitio, no existente


en el derecho romano, que se caracterizaba por la formulación de una acusación por iniciativa
directa de la autoridad, sin necesidad de instancias de parte, es decir, de delaciones o acusaciones
de testigos.

Comienzo y desarrollo. A fines del siglo XII, la Iglesia desarrolló este procedimiento con el
decreto del papa Luciano III: Ad abolendam (1184). La rápida difusión de herejías en Europa
occidental como el maniqueísmo, el valdeísmo y más tarde el catarismo obligó a la Iglesia Romana
a crear una estrategia defensiva. En 1184 se empezó a aplicar la pena de fuego para los herejes; en
1199 se añadieron otras penas como la confiscación de bienes y se autorizó el empleo de la tortura
en el interrogatorio sobre materias de fe, incorporándose además determinadas disposiciones
sobre el secreto en las actuaciones, como la ocultación de los testigos y la eficacia procesal.

Para evitar el resurgimiento de las herejías y consolidar la unidad de la Iglesia, el papa Gregorio
IX convocó un Concilio en Tolosa, que en 1229 creó el Tribunal de la Inquisición o Santo Oficio. La
responsabilidad de esta institución era la de combatir toda trasgresión al dogma o al culto católico,
e investigaba la conducta religiosa de las personas, incluido el clero. Así, pues, desde 1230 el
procedimiento inquisitorial se transformó en una nueva institución eclesiástica, que se creó en
Francia especialmente para reprimir el catarismo o herejía albigense, institución controlada
inicialmente por el papa Gregorio IX.

El primer inquisidor conocido fue Roberto de Brougre, un dominico que había sido antiguo
cátaro. Concretamente, donde más éxito tuvo la Inquisición fue en el sur de Francia, aunque no con
pocas resistencias, como lo demuestra el asesinato en 1242 del dominico Guillermo Arnaud,
inquisidor de Tolosa. El apogeo de esta Inquisición tuvo lugar durante la segunda mitad del siglo XIII,
y las últimas ejecuciones de cátaros fueron llevadas a cabo entre 1319 y 1321.

Procedimiento y carácter. El procedimiento empleado por el tribunal era secreto. El acusado de


herejía conservaba la libertad mientras se acumulaban pruebas en su contra. Éstas consistían en
actuaciones verbales o escritas. Para evitar venganzas, se ocultaba el nombre del delator, aunque
podía ser ajusticiado el que acusaba falsamente. Reunidas las pruebas, el supuesto hereje era
detenido, alojado en la cárcel y torturado si no confesaba su culpa. Si el acusado insistía en su
negativa o abjuraba de sus creencias en un acto público, era absuelto. En caso contrario, el tribunal
lo entregaba al “brazo secular” o laico, que era el encargado de aplicar las sentencias, en su mayoría
multas y prisión temporal o perpetua. Los relapsos (reincidentes) y los que persistían en su actitud
de herejía, eran quemados vivos. El principio dominante en todo el proceso era que una persona
era culpable hasta tanto se demostrara que era inocente.

Las herejías medievales tuvieron un marcado carácter de revueltas populares, pues aglutinaban
a todas las clases sociales marginadas en el proceso de conquista del poder por la burguesía urbana.
La penetración de la herejía cátara en Italia supuso también la introducción de inquisidores en
Lombardía—aquí el inquisidor Pedro de Verena fue asesinado y canonizado con el nombre de San
Pedro Mártir—y en Viterbo donde en 1273 llegaron a ejecutarse más de doscientos herejes en un
día. En el siglo XIV había tribunales inquisitoriales en Bohemia, Polonia, Portugal, Bosnia y Alemania.
Sólo los reinos latinos de Oriente, Gran Bretaña, Castilla y Escandinavia carecían de tribunales
inquisitoriales.

Progresivamente se fue multiplicando la burocracia inquisitorial y se editaron manuales


procesales, como el de Raimundo de Peñafort (siglo XIII), Bernardo Gui (siglo XIV) y Nicolau Eymerich
(siglo XV). Las categorías delictivas también se fueron ampliando hasta incorporar otros delitos:
blasfemia, bigamia y brujería. A partir de 1438 se descubrieron sabbats (aquelarres) en los Alpes,
con lo que se desató la caza de brujas.
MIRADA RETROSPECTIVA Y PROSPECTIVA

Cuando se mira hacia atrás, a los diez siglos que hemos estado considerando en este libro, el
panorama que se percibe es sumamente diverso y da lugar a las más variadas interpretaciones y
evaluaciones. La imagen generalizada y popular de los tiempos medievales como un período oscuro
de la historia debe ser corregida. Por lo menos, no fue totalmente así cuando consideramos el
desarrollo del testimonio cristiano a lo largo de estos siglos. Es cierto que la invasión de los pueblos
germánicos y posteriormente las invasiones árabes, de los normandos y de otros pueblos de Europa
del norte y del este afectaron el desarrollo de la cristiandad en el Oeste. También es cierto que los
avances de los turcos selyúcidas, los mongoles, los tártaros de Timur y los turcos otomanos frenaron
múltiples posibilidades para la cristiandad en el Este. No obstante, ambas cristiandades lograron de
algún modo sobrevivir a estas crisis, ajustarse a nuevos contextos e intentar nuevos desarrollos. Lo
mismo puede decirse de la depresión que siguió al Imperio Carolingio, el siglo de la Iglesia de hierro
(siglo X) y los fracasos de las Cruzadas.

Si bien éstas y otras instancias pueden ser consideradas como momentos “oscuros” en la
historia del testimonio cristiano medieval, ellos tienen que ser balanceados con otros momentos
luminosos de tal historia. El surgimiento del movimiento monástico en la temprana Edad Media, las
cumbres alcanzadas por el desarrollo teológico, artístico y literario de los siglos XII y XIII, la
permanente expansión misionera y la incorporación de numerosos pueblos no alcanzados al seno
de la cristiandad, y el desarrollo de la piedad mística son algunos de los elementos positivos que
deben ayudarnos a mantener tal balance. En definitiva, más allá de la conclusión a la que lleguemos
en la evaluación final de la Edad Media, siempre será mejor elaborarla en base a sus logros y
contribuciones más perdurables y positivas y no en base a las expresiones más oscuras y negativas.

Además, en cualquier evaluación histórica es importante tener presente la cosmovisión y


valores prevalecientes en el período analizado. Considerar a la cristiandad medieval con las
presuposiciones del presente puede afectar la objetividad de nuestro juicio, forzarnos a cometer
injusticia en nuestras conclusiones sobre el pasado o distorsionar lo que realmente ocurrió o cómo
pensaban y sentían los agentes históricos. En esto es bueno aplicar la regla enseñada por Jesús: “Tal
como juzguen se les juzgará, y con la medida que midan a otros, se les medirá a ustedes” (Mt. 7:2).

El testimonio cristiano durante el período medieval no fue ni bueno ni malo, ni glorioso ni


perverso. Como en cualquier otro momento de la historia de la humanidad, el balance final nos deja
luces y sombras, grandes logros y aberrantes conductas. De todos modos, fueron estas “vasijas de
barro” con todas las limitaciones propias de la naturaleza humana pecadora, las que preservaron y
transmitieron el testimonio de la fe en Cristo, de la que nosotros somos herederos y responsables
hoy.

No obstante, la situación de toda la cristiandad hacia fines de la Edad Media era alarmante. El
panorama de la cristiandad al llegar al final de los tiempos medievales no podía ser más desolador.
Los papas renacentistas lograron decorar San Pedro con todo tipo de obras magníficas, expresión
acabada de su riqueza y poder mundano. Pero la Iglesia en Occidente estaba pasando su peor hora
en términos morales y espirituales. En el Este la situación de la Iglesia no era mejor. Con la caída de
Constantinopla en manos de los turcos otomanos desapareció el Imperio Bizantino, que había sido
el poder que había promovido, sostenido y dominado a la cristiandad oriental.

En Roma, el cuadro era lamentable. La ciudad había perdido su posición como centro del mundo
europeo y no era más que otro poder en competencia con el creciente nacionalismo y apetencias
de poder absoluto de otros Estados en Europa occidental. La Iglesia y el papado habían perdido
totalmente su camino y no había indicaciones de que fueran a encontrarlo de alguna manera. El
gran humanista Erasmo de Rotterdam criticaba y satirizaba las enormes contradicciones en que
habían caído los papas. En su obra Julius exclusus (1517), escrita en forma de un diálogo, presentaba
al papa Julio II como llegando a las puertas del Cielo después de su muerte y no pudiendo
atravesarlas. En respuesta a la demanda de Julio de que Pedro lo reconociera como Vicario de Cristo
y lo dejara entrar, Erasmo pone en labios del apóstol las siguientes palabras:

“Veo al hombre que quiere ser considerado como segundo respecto a Cristo y, de hecho
igual a él, sumergido de lejos en la más sucia de todas las cosas: dinero, poder, ejércitos,
guerras, alianzas—para no decir nada en este punto acerca de sus vicios. Pero además, si
bien tú estás tan alejado de Cristo como te resulta posible, no obstante usas mal el nombre
de Cristo para tus propios propósitos arrogantes; y bajo el pretexto de Aquel que despreció
el mundo, juegas el papel de un tirano del mundo; y si bien eres un verdadero enemigo de
Cristo, te apropias del honor que le es debido a él. Tú bendices a otros, siendo tú mismo
maldito; a otros les abres los Cielos, los cuales te están totalmente cerrados y de los que
estás muy lejos; tú consagras y estás execrado; tú excomulgas cuando no tienes comunión
con los santos.”

Hacia el año 1500, la cuestión no era si la iglesia necesitaba o no de una Reforma, sino cuándo
esta reforma iba a tener lugar y quién la iba a llevar a cabo. El sucesor de Julio II fue un hijo de la
famosa familia política y banquera de los Medici. Subió al trono papal con el nombre de León X
(1513–1521) y fue Papa durante los primeros años de la Reforma. Las palabras con las que se dice
inauguró su pontificado indican cuán poco preparado estaba para responder al clamor generalizado
por una reforma de la Iglesia Romana: “Ahora que Dios nos ha dado el papado, vamos a disfrutarlo.”

Hacia el año 1500 en Europa occidental todos sentían que se estaba llegando al fin de una era.
Muchos creían que se encontraban transitando el atardecer de un mundo moribundo y se estaban
introduciendo en el amanecer de un mundo nuevo. La ignorancia y la superstición que habían
prevalecido por mil años parecían estar desapareciendo poco a poco. El surgimiento del humanismo
y especialmente el desarrollo del Renacimiento estaban cambiando la manera de pensar y ver la
realidad. El papado mismo, que había promovido algunos de estos desarrollos, fue absorbido casi
totalmente por los nuevos movimientos y su espíritu mundano y secular. Nunca más en la historia
subsiguiente sería igual y en la primera mitad del siglo XVI experimentaría cambios sustanciales, que
ayudarían a la Iglesia a sobrevivir y proyectarse hacia delante, a pesar de la seria división del ese
siglo.

Hacia el año 1500, la cristiandad europea estaba lista para una Reforma y los agentes históricos
de este evento fundamental ya estaban listos para actuar.
GLOSARIO

advocación: título que se da en la Iglesia Católica Romana a un templo, capilla, altar o imagen
particular, cuando están consagrados a la Virgen María o a un santo particular, como Nuestra Señora
de los Dolores, Virgen del Pilar, etc.

averroísmo: doctrina que enseñaba que el alma humana era mortal o, más específicamente, que
todas las almas humanas son parte de una única alma-sustancia de la cual los individuos surgen al
nacer y a la cual regresan al morir. El nombre proviene de Ibn Rushd Averroes (1126–1198), árabe,
erudito jurista de Córdoba, España, que sostenía ideas aristotélicas.

calendario eclesiástico: o calendario litúrgico, se complicó durante la Edad Media al llenarse todos
los días con festividades de los santos, a veces legendarios y más de uno por día. Otro desarrollo
medieval fue tener festivales o días dedicados para ciertas doctrinas medievales como el día de
Todos los Santos (Purgatorio) y el día de Corpus Christi (transubstanciación).

casuística: sistema de teología moral que considera plenamente las circunstancias e intenciones de
los penitentes y formula reglas para casos particulares.

cátaro: relativo a la herejía dualista de la Edad Media que consideraba intrínsecamente malos la
carne y el mundo de los fenómenos físicos. Hereje de esta secta. Esta herejía se extendió desde
mediados del siglo XII, sobre todo por el sur de Francia, donde se les denominaba albigenses. Los
cátaros pretendían una pureza absoluta de costumbres y contaban además con una auténtica
organización eclesiástica.

catecúmeno: convertido al cristianismo que está preparándose para el bautismo. En la temprana


Edad Media, esta preparación era muy breve, se hacía durante la Cuaresma e incluía oración, ayuno,
exorcismo y aprendizaje del Credo. Con el incremento del bautismo de infantes, esta preparación
desapareció o quedó reducida a un rito breve a cumplirse en la puerta del templo, antes del
bautismo del niño, generalmente el día de Pascua.

clericalismo: influencia del clero en la vida política y social. Es la búsqueda de poder, especialmente
de poder político y social, por parte de la jerarquía religiosa, llevada a cabo con métodos seculares
y con propósitos de control social. Abarca todo lo que lleva al establecimiento de un despotismo
espiritual ejercido por una casta sacerdotal. Promueve los intereses exclusivos del clero a expensas
de los laicos o creyentes que no forman parte del clero.

escrutinios: examen formal de los catecúmenos antes de su bautismo. Incluía tres “escrutinios”: una
homilía, oraciones y la imposición de manos después de la lectura del Evangelio durante la Eucaristía
en ciertos domingos de la Cuaresma. La palabra se usaba también para el examen de candidatos a
las órdenes sagradas.

hijo segundón: hijo segundo de la casa o familia o cualquier hijo que no fuese el primogénito. En
consecuencia, designaba a alguien que no heredaba las tierras señoriales ni el título de nobleza y
los privilegios que lo acompañaban. Generalmente se dedicaban a las artes liberales o ingresaban al
clero.

hostia: del latín hostia, víctima. En el antiguo Israel se refería al animal inmolado en sacrificio a Dios.
En la liturgia católica es el pan eucarístico sin levadura, que se cree se convierte literalmente en la
sustancia del cuerpo de Cristo con la consagración y que es ofrecido en el sacrificio incruento de la
misa. Consiste en una oblea blanca que es consagrada por el sacerdote y tragada sin masticar por el
comulgante.

libro penitencial: tratado que establecía las penitencias o actos de satisfacción por los diversos
pecados, que el penitente debía realizar después de arrepentirse y confesar sus faltas a un
sacerdote. De forma semejante, era la parte de una regla monástica que prescribía las penitencias
debidas por las diversas faltas o transgresiones contra la disciplina monástica.

limbo: de una palabra teutónica que significa el ruedo o borde de una vestidura; por extensión: el
borde del Infierno. El limbus infantum es el lugar ubicado entre el Cielo y el Infierno, al cual son
enviados a su muerte los niños no bautizados y que, en consecuencia, no han sido limpiados del
pecado original. Implica la pena de daño (privación de la visión de Dios), pero no pena de sentido
(sufrimiento físico). Hay una segunda sección en el limbo donde moran los justos del Antiguo
Testamento muertos antes de la encarnación del Hijo de Dios.

martirologio: historia o lista oficial de mártires cristianos. Originalmente era un calendario que
nombraba al mártir, el lugar de su martirio y la fecha de la festividad del santo. Los martirologios
“históricos” posteriores, como el de Usuardo (m. 875) o el de Ado de Vienne (m. 875) agregaron
historias de fuentes de diverso valor.

naturalismo: concepto del mundo y de la relación del ser humano con el mismo en el que sólo se
admite o asume la operación de leyes y fuerzas naturales (en oposición a lo sobrenatural o
espiritual). También se refiere al concepto que los principios morales pueden ser analizados en
términos de conceptos aplicables a los fenómenos naturales.

necromancia: el pretendido arte de revelar eventos futuros y otras cosas mediante la comunicación
con los muertos. Por extensión, designa el uso de la magia, encantamientos y conjuros.

órdenes: los diversos grados del ministerio cristiano, es decir, los órdenes menores: de acólito,
lector, exorcista y hostiario; y los tres órdenes mayores: de subdiácono, diácono y sacerdote.

órdenes menores: los cuatro primeros órdenes a los que puede ser ordenada una persona, es decir,
el de acólito, el de lector, el de exorcista y el de hostiario, en oposición a los tres órdenes mayores:
el de subdiácono, el de diácono y el de sacerdote. En el derecho canónico medieval, el celibato sólo
era requerido para los órdenes mayores.

papado: si bien el término denota estrictamente el oficio del Papa, el obispo de Roma, comúnmente
se refiere al sistema de gobierno centralizado de la Iglesia ejercido por él, junto con la pretensión
de que tiene por designación o voluntad divina autoridad universal sobre toda la cristiandad.
Purgatorio: según la Iglesia Católica Apostólica Romana, estado de sufrimiento después de la
muerte en el que las almas de aquellos que han muerto en pecado venial, y/o de aquellos que
todavía deben alguna deuda de castigo temporal por pecados mortales, son limpiados (purgados)
para poder entrar al Cielo.

sacerdotalismo: sistema religioso en el que el sacerdocio ocupa un lugar esencial como mediador
entre los seres humanos y Dios. El término señala también al espíritu, método o carácter de tal
sistema. Generalmente se usa el término en un sentido peyorativo para denotar la exaltación de
una clase sacerdotal a expensas de los valores espirituales y la participación responsable de todos
los creyentes en la vida religiosa.

sacramento: palabra latina empleada para describir el juramento de fidelidad que prestaban los
soldados romanos. En la versión latina del Nuevo Testamento se utilizó para traducir el vocablo
griego mysterion. Según Agustín es “un signo exterior y visible de una gracia interior y espiritual,”
obrado por la gracia de Dios en el creyente. Es un signo o dramatizacion, que resulta en un efecto
más poderoso que las palabras.

sacramentales: objetos y acciones a los que, en imitación de los sacramentos, se les reconoce algún
tipo de poder o virtud para obtener por medio de su aplicación o uso, efectos o beneficios
espirituales. Son tenidos por signos sagrados, creados según el modelo de los sacramentos, por
medio de los cuales se significan efectos, sobre todo en el carácter espiritual que se obtiene por la
intervención de la Iglesia. Son bendecidos por ella y deben ser utilizados conforme con las pautas
establecidas para su uso, a fin de que cumplan con su propósito. Son sacramentales: las procesiones,
peregrinaciones, bendiciones de casas y otros objetos como medallas bendecidas, crucifijos,
rosarios, agua bendita.

sacramentalismo: en un sentido general es la doctrina y uso de los sacramentos. En sentido estricto,


es la adscripción de un poder inherente y salvador a los sacramentos, o el énfasis sobre el poder de
éstos de impartir gracia, incluso sin la operación de una fe activa. En muchos casos, es una expresión
de magia o superstición de tipo religioso.

sambenito: contracción de las palabras “saco bendito,” una capa de penitencia que llevaban los
presos de la Inquisición y que indicaba el tipo de castigo a que el tribunal los había sentenciado.

sincretismo: sistema religioso o filosófico que pretende conciliar varias doctrinas y prácticas
diferentes. El sincretismo une elementos distintos, tomados de diversos sistemas, en una nueva
totalidad o sistema. Ocurre cuando una forma o símbolo cultural es adaptado a la expresión
cristiana, pero lleva con él ciertos significados unidos al sistema anterior de creencias. Los viejos
conceptos pueden distorsionar el mensaje u oscurecer el sentido cristiano que se pretende
trasmitir.

sufragios: oraciones, especialmente intercesiones u oraciones de intercesión. Se aplica


particularmente a las oraciones por las almas de los que han muerto.
superstición: una actitud irracional o primitiva de la mente hacia lo sobrenatural o Dios, que resulta
de la ignorancia, el temor a lo desconocido o lo misterioso, o de una escrupulosidad mórbida. Es la
creencia en la magia o la fortuna, o en cualquier actitud mal dirigida o desinformada hacia la
naturaleza y que es subversiva o ajena a la religión pura y verdadera.

tonsura: corte ritual del cabello, que dejaba una marca notoria en el centro de la cabeza, por el cual
una persona recibía la condición de clérigo. La tonsura era fácilmente reconocible.

trasmundo: un mundo que está más allá de éste: el mundo venidero, el mundo que está más allá
de la tumba, la realidad no terrenal sino celestial y espiritual. En muchos pueblos paganos es la tierra
espiritual donde moran los muertos y los espíritus.

vicario: responsable de una iglesia parroquial que estaba vinculada a un monasterio o a alguna otra
corporación eclesiástica que recibía el gran diezmo. El vicario recibía una parte fija de las dotaciones
de la parroquia y de las ofrendas, y, una vez instituido por el obispo, tenía asegurado el beneficio
eclesiástico de por vida; de aquí la expresión “vicariato a perpetuidad,” que se refiere a este tipo de
beneficio.

CUESTIONARIOS DE REPASO

Preguntas sobre el material básico (para los niveles 1, 2 y 3):

1. ¿Qué lugar ocupó en la cristiandad medieval la cuestión de la unidad religiosa y política?

2. ¿A través de qué medios se expresó el ideal de unidad medieval?

3. ¿En qué consistía la teoría de las “dos espadas” de fines de la Edad Media?

4. ¿De qué manera la Iglesia se vio afectada por el sistema feudal?

5. ¿Cuál fue la actitud de la Iglesia hacia los siervos de la gleba y los campesinos?

6. ¿Cuál fue el ideal de vida superior durante la Edad Media?


7. ¿Qué lugar ocupaba lo sobrenatural en la sociedad cristiana medieval? Da ejemplos.

8. ¿Qué sentido tuvo la muerte en la vida de las personas durante la Edad Media? ¿Por qué?

9. ¿Qué fue la Peste Negra y cuándo ocurrió?

10 ¿Qué es el Purgatorio?

11. ¿Qué lugar ocupó el temor al Infierno en la cristiandad medieval?

12. ¿Qué tres civilizaciones monoteístas desplazaron a las religiones míticas politeístas durante la
Edad Media?

13. ¿Durante qué período se dio la mayor parte de las controversias teológicas mencionadas en esta
unidad?

14. Menciona un personaje destacado en cada una de las siguientes controversias teológicas
medievales: sobre el adopcionismo; sobre la predestinación; sobre la virginidad de María; sobre la
eucaristía; sobre el alma; sobre el filioque; sobre las imágenes.

15. ¿Qué es la transubstanciación?

16. ¿Qué quiere decir la expresión griega filioque?

17. ¿Qué papel jugó el monasticismo ascético en la promoción del culto a María?

18. ¿Qué son la mariología y la mariolatría?


19. ¿Qué era el Martirologio?

20. ¿Qué lugar ocupaba el culto al Diablo en la devoción medieval?

21. ¿Qué se entiende por “clericalismo”?

22. Describe con tus palabras el sacramentalismo.

23. ¿Cuál fue la comprensión y práctica medieval del bautismo?

24. ¿Cuál fue la comprensión y práctica medieval de la eucaristía?

25. ¿Quién fue Bonifacio y qué hizo?

26. ¿Qué cuatro factores confluyeron en el desarrollo de las Cruzadas militares, según el autor? 27.
¿Qué valor misionológico tuvieron las Cruzadas? Explica.

28. ¿Quiénes fueron los agentes evangelizadores más efectivos en los contextos urbanos
medievales?

29. ¿Qué es el sincretismo y cómo afectó el carácter y la estrategia misionera durante la Edad
Media?

30. ¿Quiénes fueron los cátaros o albigenses?

31. ¿Quiénes fueron los bogomila?


32. ¿Cuál fue la actitud del Cuarto Concilio Laterano (1215) hacia los valdenses? 33. ¿Quién fue
Jerónimo Savonarola y qué hizo?

34. ¿Qué fue la Inquisición y cuándo se creó?

35. ¿Cómo era el proceso inquisitorial?

Preguntas suplementarias (para los niveles 2 y3):

1. ¿De qué manera el feudalismo afectó el ideal de unidad de la Edad Media?

2. Define la noción de “iglesia particular.”

3. ¿Cuál fue la relación religión y mundo en el cristianismo medieval?

4. ¿Qué es el trasmundo?

5. ¿En qué sentido la Peste Negra afectó la vida y el pensamiento medieval?

6. La cosmovisión medieval era: horizontal – vertical (subrayar la palabra correcta).

7. ¿Quién fue Ratamno de Corbie y qué enseñó sobre la eucaristía?

8. ¿Quién fue el monje que jugó un papel director en el desarrollo del culto a la Virgen?

9. ¿Cómo afectó la devoción mariana al carácter del caballero andante?


10. ¿Qué se entiende por “papado”?

11. ¿Qué quiere decir el autor cuando afirma: “El desarrollo de la jerarquía eclesiástica fue también
alentado por el crecimiento del sacramentalismo.”?

12. ¿Qué se entiende por “sacerdotalismo”?

13. ¿Qué lugar ocuparon los monjes en las misiones medievales?

14. ¿En qué sentido la evangelización medieval fue belicosa?

15. Menciona algunas causas de la decadencia del feudalismo.

16. ¿Cuáles fueron las razones sociales para el surgimiento de movimientos disidentes durante la
alta y baja Edad Media?

Tareas avanzadas (para el nivel 3):

1. ¿En qué se parecen y difieren el ideal de un orden universal durante la Edad Media y el fenómeno
de la globalización presente?

2. Describe con tus palabras la concepción heroica de la vida que se tenía en la Edad Media.

3. El vocabulario evangélico aplica a la tarea de evangelización expresiones militares medievales


como “cruzadas,” “campañas,” “conquista,” “toma,” “guerra espiritual,” etc. A la luz de lo estudiado
en esta unidad, ¿te parece que éste es un vocabulario adecuado? Da razones para tu respuesta.
4. ¿A qué se refiere el autor cuando habla de “forma sofisticada de sincretismo”?

5. ¿Cuál fue el principio dominante en todo el proceso inquisitorial? ¿En qué manera este mismo
principio ha sido utilizado por las dictaduras militares del siglo XX en América Latina?

TRABAJOS PRÁCTICOS

TAREA 1: La imagen del universo: el trasmundo.

Lee y responde:

“Pero al mismo tiempo el trasmundo se manifestaba a los ojos por medio de los elementos
fantásticos que creía descubrirse entreverados con la realidad. Leyendas musulmanas y sobre todo
bretonas comenzaban a difundirse por el Occidente europeo, en las que se hablaba de cosas antes
inauditas. No sólo se sospechaba un mundo semimágico construido sobre la vaga reminiscencia de
Bagdad, de Samarcanda y de El Cairo, lleno de posibilidades insospechadas, como el que reflejaba
Juan Bodel en el Juego de San Nicolás y difundían los cantares y las crónicas de las cruzadas, sino
también un mundo absolutamente fantástico, poblado por monstruos y en el que lo inimaginable
se tornaba verosímil, como el que revelaban las leyendas bretonas del rey Artús y de sus pares. El
milagro familiarizaba al espíritu con lo irreal, y nada podía sorprender en el encuentro con el
monstruo, en las voces del bosque, en el arcano de los mares. Una intensa curiosidad despertaba el
anhelo de la aventura, y algo de eso se combinaba con la fe para mover al peregrino y al cruzado a
abandonar sus lares en busca de tierras lejanas. Por lo demás, el misterio podía esconderse en
cualquier rincón del contorno familiar, en el castillo presumiblemente encantado o en el hada
visitante. Porque el misterio último del mundo escondido tras la muerte llevaba al ánimo la
certidumbre de que sólo apariencia de realidad era lo que veían los ojos. ¿Quién creyera lo que
contaba Giovanni Pian del Carpine, o lo que relataba Marco Polo en II millione? Y sin embargo, cosas
más misteriosas podían revelar la voz del ruiseñor o suscitar el filtro encantado.”

- ¿Por qué te parece que las personas medievales daban tanto lugar a lo fantasioso, lo legendario e
imaginario?

- ¿Qué lugar te parece que tienen estos elementos en la cultura posmoderna actual? Considera en
tu respuesta la literatura, el arte, el cine y otras expresiones culturales contemporáneas.
- ¿De qué manera la cosmovisión de Jesús y los apóstoles se parece o no a algunos elementos de la
cosmovisión medieval?

TAREA 2: Escrutinios y exorcismos.

Lee y responde:

“Para el tercer siglo el significado del exorcismo se había tornado más preciso: era el ritual de
expulsión de espíritus dañinos de personas y objetos afectados con la ayuda de poderes espirituales
superiores. Tres tipos de exorcismos eran comunes en las liturgias primitivas y medievales:
exorcismo de objetos, exorcismo de catecúmenos durante los escrutinios del bautismo y exorcismo
de demonizados. Originalmente se asumió que el Diablo o los demonios no eran exorcizados ellos
mismos, si bien el exorcismo indirectamente estaba dirigido a ellos, y en último análisis el exorcismo
siempre es una oración indirecta a Cristo. Incluso los santos pueden expulsar demonios sólo con el
poder de Cristo, nunca con el suyo propio. A los fines litúrgicos, se exorcizaban directamente el agua
bendita, el incienso, la sal y el aceite de la unción: ‘Yo te exorcizo, criatura de la sal … que esta
criatura de la sal pueda en el nombre de la Trinidad llegar a ser un sacramento efectivo para hacer
huir al Enemigo.’ Pero gradualmente se fue haciendo más común dirigirse directamente al Diablo o
a los demonios. Incluso en las liturgias tempranas los dos modos eran combinados, como en este
exorcismo del agua bendita: ‘Yo te exorcizo, criatura del agua; yo los exorcizo a todos ustedes
huestes del Diablo.’ Subyaciendo al exorcismo está la suposición de que Satanás retiene algún poder
sobre el mundo material así como sobre las almas de los humanos caídos. Sobre este punto la
tradición cristiana jamás fue consistente. Para algunos, el señorío de Satanás sobre este mundo se
extiende sólo a los humanos. Para otros, éste también afecta el orden inferior de las criaturas, y
entre éstas hay algunos que argumentan que este dominio es el resultado del pecado original y
otros que sostienen que Dios concede a Satanás el poder para usar objetos materiales para tentar
y probar a la humanidad caída.”

- ¿Qué importancia tenían los exorcismos en la pastoral cristiana medieval y en qué se parecían (o
no) a la práctica de echar fuera demonios en el ministerio de Jesús y de los apóstoles?

- ¿En qué se parece el uso de algunos de los elementos sacramentales mencionados (agua bendita,
sal, aceite de la unción) con el uso de estos elementos hoy por parte de la Iglesia Universal del Reino
de Dios?

- ¿Cuán necesario te parece hoy un ministerio de exorcismo o de echar fuera demonios—tanto


dentro como fuera de la iglesia—como parte de la misión cristiana?
TAREA 3: Herejía y justicia social.

Lee y responde:

“Los movimientos herejes tenían de común su composición social originariamente plebeya y


campesina (desposeídos de las ciudades y siervos domésticos y de la gleba), así como sus objetivos:
igualdad de los hijos de Dios y, en consecuencia, comunidad de bienes, abolición del clero,
eliminación de la Iglesia, supresión de los impuestos, servicios y privilegios, imperio de la justicia
sobre la tierra.

“Los plebeyos constituían el eje y punto de partida de esos movimientos. No tenían cabida ni en
las corporaciones ni en los feudos. Eran la única clase que estaba fuera de la sociedad oficialmente
establecida. Carecían de bienes y privilegios. El feudalismo—desarticulado internamente por la
irrupción creciente del comercio (economía mercantil)—los arrojaba continuamente de su seno y
los obligaba a actuar contra el orden social, pero sin que atinaran a luchar por un nuevo orden social.
Por lo que tenían de opositores a la propiedad feudal y partidarios de la igualdad ante Dios contaron
al principio con la ayuda de los burgueses que ambicionaban la igualdad ante la ley, la anulación del
rígido sistema corporativo feudal y la libertad del individuo, es decir, la libertad de ellos y de la
pequeña nobleza asfixiada por los señores …

“Era natural que esos herejes plebeyos fueran seguidos por multitud de siervos, en una época
en la cual éstos, al desarticularse el feudalismo de la alta Edad Media, descubrían los caminos viables
de su conversión en campesinos independientes.”

- ¿Hasta qué punto los movimientos disidentes y heréticos medievales representan levantamientos
sociales de las clases oprimidas contra los estamentos opresores?

- A lo largo de la historia del cristianismo ha habido numerosos movimientos de renovación y


reforma de la Iglesia (anabautistas en el siglo XVI, bautistas y cuáqueros en el siglo XVII, moravos y
metodistas en el siglo XVIII) que, al igual que los movimientos medievales, han tenido profundas
consecuencias sociales. ¿Cómo evalúas, en este sentido, el surgimiento y desarrollo del movimiento
pentecostal y carismático en América Latina durante el siglo XX?

DISCUSIÓN GRUPAL

1. El concepto de cristiandad (paradigma de cristiandad) ha estado en vigencia desde los días del
emperador Constantino hasta el presente. Durante la Edad Media, esta manera de entender la fe
cristiana y sus implicaciones políticas, sociales y culturales, maduró y adquirió características que
han perdurado en el tiempo. ¿En qué aspectos fundamentales es posible detectar rasgos del
concepto de cristiandad en las iglesias evangélicas hoy día? ¿Está caduco el paradigma de
cristiandad o todavía sigue vigente? Hacer una evaluación de la vigencia del paradigma de
cristiandad ofreciendo fundamentación para las conclusiones a las que se llegue.

2. El monasticismo fue uno de los movimientos de renovación espiritual y de impulso misionero más
importantes de los tiempos medievales. ¿Qué relación existe entre renovación espiritual e impulso
misionero? Responder a esta pregunta discutiendo desarrollos misioneros recientes, especialmente
desde América Latina hacia el resto del mundo.

LECTURAS RECOMENDADAS

Knowles, Nueva historia de la Iglesia, 2:231–295; 357–403.

Latourette, Historia del cristianismo, 1:531–543.

Muirhead, Historia del cristianismo, 1:244–301.

Puiggrós, El feudalismo medieval, 7–11; 38–47; 55–72; 114–129; 144–157.

Romero, La Edad Media, 45–74; 141–179.

Vos, Breve historia de la Iglesia cristiana, 65–72.

Walker, Historia de la Iglesia cristiana, 218–292.

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