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HARING
SHALOM
El sacramento
PAZ
de la
reconciliación
BERNARD HARING
SHALOM: PAZ
El sacramento de la reconciliación
BARCELONA
EDITORIAL HERDER
1970
Las principales intenciones del autor son las siguientes: dar mayor
importancia al aspecto kerigmático del sacramento de la penitencia y al
espíritu del culto; recalcar y desarrollar más ampliamente la misión del
confesor como el de «un hermano entre hermanos», como mensajero de
gozo y de paz, como alguien que se interesa muy en serio por la formación
de la conciencia de cristianos.
B.H.
Yale Divinity School
New Haven, Connecticut Abril, 1967
I. LA BUENA NUEVA DE LA PAZ MESIÁNICA
Una vez, en la gran oportunidad (kairos), del Calvario, Cristo desafió los
límites del tiempo reuniendo en sí mismo los pecados de toda la humanidad:
del pasado, del presente y del futuro. Ahora, en el sacramento de la
penitencia, traspasa de nuevo estos límites del tiempo aportando al
penitente la acción salvífica de la cruz y de la resurrección.
Cuando los discípulos se encontraron por primera vez con Cristo resucitado,
él les anunció su paz, mostrándoles al mismo tiempo las llagas de las que
había manado aquella paz. Aquel encuentro libró a los discípulos del miedo
que los paralizaba y los llenó de gozo. Desde entonces, Cristo viene al
penitente como portador de las mismas buenas nuevas. Su «Yo he muerto
por vosotros» incluye su triunfo sobre la muerte y llena al penitente de
gozo, pues ello marca la liberación del pecador.
Sin embargo, el gozo del penitente depende en cierta medida del confesor
que representa a Cristo. ¿Anuncia el confesor la buena nueva en el espíritu
de Cristo o convierte el sacramento en una inquisición? Más abajo
hablaremos de esto más por extenso. En este lugar queremos examinar el
papel del confesor, en cuanto iluminado por el Evangelio, y, lo que todavía
es más importante, cómo el penitente se encuentra con Cristo.
Poder de la alegría
En el espacio que medió desde el enterramiento del Señor hasta su
resurrección se hallaban los apóstoles muy abatidos, presa de una
desesperada conciencia de su propio pecado. El más abrumado de todos era
quizá Pedro. ¿No había negado a su maestro? «No conozco a ese hombre»,
habían sido sus palabras. Y el Evangelio nos refiere que Pedro lloró
amargamente. Mas cuando el Señor se apareció a Pedro y a los demás
apóstoles poco después de la resurrección, los saludó diciéndoles: «Paz a
vosotros.» Al oír estas palabras y al reconocer al que las profería, los
apóstoles «se llenaron de alegría». Porque aquel saludo, aquella «paz» no
era en nada, menos que una reconciliación. El Señor les mostró que les
perdonaba; él sanaba al pecador.
Por otra parte, Dios no es un abuelo chocho, que dice a todo: «Sí, sí, está
bien, está bien» a todas las faltas, sin atreverse a adoptar la postura de
firmeza, que un padre tiene a veces que adoptar necesariamente. El papel
del confesor es el de un padre amante. La misión sacramental que le ha sido
asignada es la de hacer visible el amor del Padre celestial, haciéndose
semejante a Cristo, fiel imagen del Padre, verdadero mensajero de paz.
También hombres ordinarios han sido ungidos por el Espíritu Santo para
desempeñar el doble papel de sacerdote y de víctima. Los «ungidos»
reciben abundantemente el Espíritu Santo, y al recibirlo reciben una
identificación especial con los otros hombres. Ahora son víctimas que
comparten en forma vicaria los sufrimientos y pesares de los pecadores,
unidos solidariamente con todos los hombres. Así como Cristo ungido por el
Espíritu Santo se hizo a sí mismo responsable, conjuntamente con los
hombres, de los pecados de éstos (san Pablo dice que se hizo hamartia,
pecado), aunque él mismo no había cometido pecado, así debe hacer
exactamente el sacerdote.
Gracias al concilio Vaticano II, puede ahora el penitente oír las palabras de
la absolución en una lengua que entiende. Sin embargo, el sacerdote se
enfrenta con una dificultad mayor que la de la mera traducción de las
palabras. Tiene que traducir el sentido de las palabras de la absolución,
tiene que traducirlo en la vida misma del penitente. Tiene que recibir a ese
hombre, a esa mujer, a ese adolescente exactamente como se le presentan.
Tiene que tomar sobre sí mismo la carga del penitente y simpatizar
profundamente con él. Sólo así podrá indicar al penitente el sentido
profundo y jubiloso de las palabras que él pronuncia como instrumento de
Cristo: «La paz sea contigo. Te son perdonados los pecados. El Señor te ha
abierto el camino de una nueva vida.» Esta traducción del mensaje de paz
en la situación de la vida del penitente es el primer deber del confesor.
La hora de la gracia
Nuestro enfoque de la práctica de la confesión se basa en el capítulo veinte
de san Juan, como hemos indicado más arriba. Podemos desarrollar este
enfoque fijándonos en san Marcos (1, 14-15). Aquí hallamos un resumen de
la materia y del modo, es decir, de la estructura esencial de la predicación
de Jesús: Entonces comenzó Cristo «a proclamar el Evangelio de Dios,
diciendo: "Se ha cumplido el tiempo (ha kairos pepleromenos); el reino de
Dios está cerca; convertíos (metanoeite) y creed al Evangelio"». En la
predicación de la Iglesia se ponen en práctica estas palabras. Se realizan en
su sentido más pleno en el sacramento de la eucaristía, y en una forma muy
particular en el de la penitencia. Porque en cada uno de los sacramentos
Cristo mismo proclama la buena nueva que viene del Padre celestial. Cada
uno de estos dos sacramentos proporciona el kairos, el gran momento
preparado por Dios.
«Creed en el Evangelio»
El sacramento de paz es un «sacramento de fe». La recepción agradecida de
la buena nueva, «paz a vosotros», puede cambiar nuestra vida. Sólo nos
convertimos en la medida en que abrazamos el Evangelio de la paz
mesiánica.
Este pasaje del libro de Nehemías nos sugiere el procedimiento que hemos
de emplear en nuestro papel de confesores y de penitentes. Es la clave de la
Praxis Confessarii.
Nada es tan importante como el llevar a las gentes la alegría del Señor. Los
que escuchaban al sacerdote Esdras cuando les leía el libro de la Ley, creían
que aquel mensaje les venía del Señor. En definitiva, su fe en aquel
Evangelio y en la interpretación que le daban sus sacerdotes, fue la que les
proporcionó un período de alegría y de conversión.
Hoy día, Cristo mismo predica la buena nueva a su pueblo. Nuestra fe nos lo
asegura. Y también nuestra fe nos asegura que nosotros, en calidad de
sacerdotes, hemos recibido el Espíritu Santo, hemos sido ungidos en cierto
modo como lo fue Cristo, y tenemos que tomar sobre nosotros la carga de
los pecados de los demás y regocijarnos con ellos cuando se dé el caso.
Unidos con Cristo, y uniéndonos así en profunda simpatía con el penitente,
podemos proclamar la paz de Cristo como vivos instrumentos suyos y con
un corazón que sabe sentir.
Cargas compartidas
El sacerdote debe ser un hombre de penitencia, practicando la virtud a un
grado cada vez más elevado. Si ha de ser un buen pastor y tomar sobre sí
los pecados de todos los hombres, en particular los de sus penitentes, debe
responder al llamamiento que el Señor dirige al ungido y completar en su
cuerpo lo que todavía falta en el cuerpo de Cristo. Como Cristo, está
llamado a sufrir y morir como mártir por los otros, y sólo puede alcanzar su
perfección mediante su íntima unión con Cristo que sufrió por toda la
humanidad. Su encuentro con Cristo, que es el juez, le obliga a satisfacer
las exigencias de la justicia, pidiendo así misericordia para todos los que
con humilde adoración reconocen que la ley de Dios es justa, santa y buena.
Hasta en las recientes ediciones del Pontificale Romanum (cf. la liturgia del
miércoles de ceniza y del jueves santo) se acentúa el aspecto de la
reconciliación del pecador con Dios mediante la reconciliación con la
Iglesia. En las oraciones y exhortaciones del obispo se llama la atención de
los penitentes sobre el gran daño que han causado y cómo han mancillado
realmente a la Iglesia con sus pecados. Luego, el jueves santo, día de la
institución de la sagrada eucaristía, se supone que el obispo recibe a los
penitentes tomando a uno de la mano, el cual a su vez toma a otro de la
mano, y así sucesivamente, hasta que todos quedan unidos físicamente. Los
penitentes son conducidos luego al altar en el que se celebra el sacramento
de la unidad.
La Iglesia peregrinante
Como a san Pedro, a cada uno de los que forman el pueblo de Dios le
pregunta el Señor: «¿Me amas?» Y así como el amigo del Señor pidió
perdón mediante su profesión de amor, así también la Iglesia, esposa de
Cristo, pide diariamente perdón al Señor resucitado. San Agustín dice
repetidas veces que la Iglesia entera, al orar con estas palabras:
«perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros
deudores», confiesa los pecados de los pecadores. Al hacer esto no divide el
pueblo de Dios en dos grupos: ovejas y cabras, santos y pecadores. La
Iglesia es santa, pero por vocación. Sin embargo, todavía tiene pecadores
en su seno, y todos sus verdaderos hijos e hijas, unidos realmente con Dios,
reconocen sinceramente su necesidad de una mayor conformidad con su
voluntad. Reconocen su condición de pecadores cada vez que se confiesan o
pronuncian estas palabras: «Perdónanos nuestras deudas.»
La renovación litúrgica tiene mucho que ver con esta dimensión social,
especialmente desde el final del Concilio. Hasta ahora la experimentación
se ha mantenido acertadamente dentro de los límites de una especie de
vigilia bíblica como preparación para la confesión individual y acción de
gracias por la absolución. Otros hablan de ritos penitenciales
(paralitúrgicos), donde se proclame la misericordia de Dios en vista de
todos los signos de su justicia y perdón. Con frecuencia, algunos o todos los
miembros de la comunidad que celebra la liturgia comunitaria van
individualmente a la confesión; luego, al final, todos los sacerdotes
pronuncian juntos la absolución de los pecados, en cuyo caso queda en
suspenso la cuestión de si esta absolución se aplica «sacramentalmente»
sólo a los que se han confesado individualmente aquí y ahora, o también a
todos los que, con corazón contrito, han participado solamente en la
celebración comunitaria.
«Estas celebraciones permiten que el sacramento sea referido una vez más a la
palabra de Dios, que es la verdadera fuente de la liturgia. Permiten la celebración de
la palabra donde actualmente se eche de menos. Con ello permiten a los fieles ver
que este sacramento es, como todos los demás, un signo de fe, pues la fe viene de
oír la palabra. Y además inculcan en la conciencia que el arrepentimiento tiene su
origen en el llamamiento a la conversión.
»Proporcionan una ocasión excelente para enseñar a los fieles a hacer mejor el
examen de conciencia, a establecer una jerarquía de faltas y a reanimar su sentido
del pecado.
Añadió que la vida le parecía ahora hasta cierto punto bella. Quedó
sorprendida cuando le pregunté cuánto tiempo se había sometido a
tratamientos psicoterápicos. Me respondió francamente: había pagado 110
horas de tratamiento. Se había sometido a un tratamiento que no difería en
modo alguno de los servicios de psicólogos de pacotilla cuyo objetivo capital
consiste en negar la realidad de la culpa. «Es sencillamente ansiedad»,
decían. «Y la peor ansiedad es la que se hace pasar por culpa.»
«Si, pues, habéis resucitado juntamente con Cristo, buscad lo de arriba, donde está
Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a lo de arriba, no a lo de la tierra Lo
repito, habéis muerto. Haced, pues, que mueran los miembros que están sobre la
tierra . Como pueblo escogido, santo y amado de Dios, revestíos de bondad, de
misericordia, de humildad, de comprensión, de paciencia La palabra de Dios habite
entre vosotros en toda su riqueza» (Col 3, 1-16).
El papel de Cristo como médico divino está íntimamente ligado con su papel
de maestro de la nueva ley. Como maestro, nos reveló la insuficiencia de la
antigua ley. San Pablo dice que Cristo nos liberó de la ley y de la esclavitud
del pecado en que vivíamos bajo la ley (Rom 8, 2). Sin embargo, Cristo nos
enseñó una nueva ley. la ley del amor, que por su misma naturaleza tiene
poder de sanar y de redimir. Nos enseñó que esta ley no es una ley impuesta
desde fuera, que atenta contra la libertad del hombre. Es más bien una ley
interior que Cristo mismo dicta al corazón del hombre al hacerlo participar
en su propia vida. Esta participación es la que nos pone en contacto con la
ley de Cristo, marcando el comienzo de la acción salvadora del amor y de la
gracia en nuestros corazones. Aquí salta a la vista el entrecruzamiento de
los papeles de médico y de maestro.
Ahora bien, Cristo es también nuestro juez, papel que sólo se puede
comprender en conexión con su papel de médico. Con vistas a salvar al
mundo, con vistas a actuar como médico, tuvo Cristo que comenzar por
tomar sobre sí el juicio que merecían nuestros pecados. Y así él, que era el
Cordero de Dios completamente inocente, consintió en ser juzgado y
condenado en nuestro lugar. Obrando así, nos curó y nos salvó del juicio
definitivo de condenación. Por esta razón, el creyente puede mirar con gozo
hacia adelante, a la segunda venida de Cristo, puesto que él vendrá como
juez y a la vez como redentor.
La ley de crecimiento
«El reino de Dios se parece a un grano de mostaza que . con ser la más pequeña de
las semillas, cuando crece es la mayor de las hortalizas y se convierte en árbol .»
(Mt 13, 31-32).
Un patrón de conformidad
En la mitología griega hay una célebre figura legendaria que lleva el
nombre de Procusto. Quisiera remitir a él como a un patrón de conformidad.
Procusto era un mesonero que gustaba de atraer a las gentes a su
establecimiento. Una vez allí, los huéspedes eran víctimas de la mayor
excentricidad de Procusto: su irrefrenable necesidad de orden absoluto.
Esta irrefrenable propensión se extendía a la reglamentación de las
condiciones del sueño. Cada huésped debía adaptarse exactamente a la
capacidad del lecho en que le tocaba dormir. A los de pequeña estatura los
estiraba para colmar la medida del lecho. Los más altos lo pasaban todavía
peor: Procusto les cortaba la cabeza y, si era necesario, también los pies y
las piernas para que se adaptara el huésped a la largura del lecho de hierro.
Ignorancia invencible
Nuestro Señor mostró la mayor paciencia con sus apóstoles. No les impuso
desde el principio un código elaborado para exigirles luego: «Ahora jurad
fidelidad a cada punto particular.» Por el contrario, los fue preparando paso
a paso hasta en cuestiones tan fundamentales como las de la fe. La Iglesia
misma nos propone continuamente el ejemplo de Cristo, el de paciencia, el
de progresar fatigosamente paso a paso. Por ejemplo, todavía hoy define
dogmas que no eran conocidos explícitamente en tiempos pasados. Sin
embargo, la Iglesia es tan ortodoxa como lo era entonces, y entonces era
tan ortodoxa como lo es ahora.
San Alfonso sostenía que no son raros los casos de ignorancia invencible.
Hallaba tal ignorancia incluso tocante a la expresión general de la ley de
Dios. Cuando comenzó dando misiones a los pastores abandonados e
ignorantes de Nápoles, entró más profundamente en contacto con este
problema. Se halló con penitentes que estaban llenos de buena voluntad y
suspiraban por la justicia misericordiosa de Dios. Pero muchos de ellos
todavía no eran capaces de llevar la apremiante y plena carga de la ley,
tanto natural como positiva. Estaban deseosos de aprender, pero aun
después de recibir cierta instrucción, no entendían todas las exigencias del
Evangelio. Si san Alfonso hubiese juzgado estrictamente a aquellas gentes,
conforme a los moralistas de la época, que eran por lo regular rigoristas,
habría tenido que negar la absolución a muchos. En efecto, la teología
dominante era entonces el probabiliorismo (no como en nuestros días), y
después de la supresión de la Compañía de Jesús se hizo particularmente
rigorista. En tiempos de san Alfonso, los probabilioristas, en caso de duda,
grande o pequeña, de ley natural o de ley positiva, decidían siempre en
favor de la ley. No preguntaban si existía la ley o si habían caído en desuso.
En todo caso había que optar por la ley y se juzgaba y aconsejaba a las
gentes estrictamente en este sentido. San Alfonso se opuso a este rigorismo
y sostuvo una posición mitigada y moderada que se designó como
equiprobabilismo1, no obstante la tendencia de la época en Italia y en gran
parte de Europa. Insistiendo en que se debe tener consideración con
penitentes que sufren de ignorancia invencible, san Alfonso recurrió a sus
hermanos en religión para que le ayudasen a buscar argumentos de
autoridad en favor de sus puntos de vista. Sin embargo, aunque san Alfonso
mismo daba buenas razones en favor de sus posiciones y habló una
tradición suficiente en su apoyo, muchos, incluso entre sus hermanos, lo
tuvieron por revolucionario. El padre De Meo, hermano de san Alfonso en
religión, y uno de los hombres más cultos de su tiempo, le escribió una carta
que se ha encontrado en los archivos de los Redentoristas, en la que dice
que si san Alfonso sigue sosteniendo que puede haber ignorancia invencible
aun entre gentes que han sido ya instruidas, corre riesgo de ver suprimida
la congregación de los Redentoristas. Dijo a san Alfonso que muchos lo
1
Para decirlo con la mayor concisión posible, el sistema de san Alfonso se refiere a dos
clases de dudas: la duda de derecho y la duda de hecho. En la duda de derecho, la posición
a seguir ha de ser, o la de la libertad, o la de la obligación, según de qué parte estén las
razones más poderosas. Si se trata de una duda estricta acerca de la existencia o de la
promulgación de la ley, entonces la libertad tiene más razones en su favor. En cambio, si la
duda se refiere a si ha cesado o no la ley, entonces la ley obliga. La duda de hecho tiene dos
aspectos: 1) o se refiere al hecho principal, por ejemplo, si he hecho o no he hecho un voto;
2) o a un hecho secundario, por ejemplo, si obré o no con plena deliberación cuando hice el
voto. En el primer caso se aplican los principios de la duda de derecho. En el segundo, el
principio es el siguiente: si se trata de una duda estricta, se presume que el hecho
secundario o accesorio se puso correctamente.
tenían por sospechoso. San Alfonso le escribió por su parte: «Prefiero la
supresión de mi amada congregación, por la que estoy dispuesto a morir, a
que se imponga a las almas una carga que no pueden llevar.» Si tenemos
presente que en los días de san Alfonso no existía una ciencia como la
psicología o la sociología, y que el santo no podía remitirse a estudios
científicos que revelaran hasta qué punto el juicio del hombre es influido
por el ambiente, nos formaremos una idea clara de su grandeza. Todavía
estaban por venir las distinciones del cardenal Newman relativas al
conocimiento abstracto que se enseña y a la realización concreta de este
conocimiento.
Ética de situación
En nuestro tiempo son corrientes ciertas formas peligrosas de la llamada
ética de situación. Grosso modo se pueden señalar dos tipos erróneos de la
ética de situación. La forma más moderna está expresada en el libro de
Joseph Fletcher, Situation Ethics, the New Morality. Fletcher no niega la
existencia de leyes morales; de hecho aconseja a los cristianos que antes de
obrar consideren cuidadosamente estas normas. Sin embargo, va más
adelante hasta decir que, puesto que ninguna ley moral tiene valor absoluto,
un cristiano, por razón del amor, puede perseguir su propia realización y la
verdadera expresión del amor al prójimo de manera opuesta a los principios
morales generales. Fletcher subraya el punto de que tal cristiano debe
sencillamente cuidar de hacer esto por verdadero amor, un amor que
algunas veces se designa como agapeico, desinteresado o altruista, pero
generalmente se explica como una forma de pragmatismo o utilitarismo.
Fletcher llega hasta decir que una persona, en determinados casos, puede
incluso cometer adulterio o estupro, practicar moderadamente la
promiscuidad, negar públicamente a Dios y a la Iglesia, con tal que tenga
buena intención. La ley del amor, según la opinión de Fletcher, puede hasta
justificar que se arroje una bomba atómica sobre una ciudad abierta. A esto
respondo yo que el concepto que tiene Fletcher del amor no está
estructurado. El principio fundamental de la ética cristiana no es
sencillamente el amor en sentido pragmático y utilitario. El principio
fundamental de la ética cristiana es «hacer con amor lo que exige la
verdad».
La forma más antigua de la ética de situación erige sus altares a los
preceptos humanos y a las tradiciones humanas, descuidando
completamente lo que atañe a los mandamientos divinos fundamentales y
con una ceguera total tocante a las exigencias de la ley natural y de las
condiciones presentes conforme a «lo que exige la verdad».
Consiguientemente, se estima que la «obediencia a una situación legal»,
una aplicación servil de leyes humanas, justifica la transgresión de la ley de
Dios escrita en el corazón y en la mente del hombre. La vieja forma de la
ética de situación no distingue entre la letra y el espíritu de las leyes de la
Iglesia. Se opone a los principios de la epikeia, según los cuales se trata de
cumplir las leyes absolutas de Dios y las variables leyes humanas conforme
al espíritu del Evangelio. Se opone a la ley natural, como si ésta no tuviera
consideración con las exigencias de la verdadera naturaleza de la persona y
de la comunidad. En una palabra, esta forma de ética de situación sólo se
cuida de la aplicación mecánica de las leyes humanas. Esto es precisamente
lo que condenaba Jesús en los fariseos: «Se acercaron a Jesús unos escribas
y fariseos de Jerusalén para preguntarle: "¿Por qué tus discípulos
quebrantan la tradición de los antepasados?"... Él les replicó: "¿Y por qué
vosotros quebrantáis el mandamiento de Dios por esa tradición vuestra?"»
(Mt 15, 2-3). Y también: «Vano es, pues, el culto que me rinden cuando
enseñan doctrinas que sólo son preceptos humanos» (Mt 15, 9). Finalmente,
Cristo dice a sus discípulos: «¿Cómo no entendéis que no os hablé de panes
cuando os dije que os guardarais de la levadura de los fariseos y saduceos,
sino de la doctrina de los fariseos y saduceos?» (Mt 16, 11-12).
Vencer la ignorancia
Lo que hemos dicho más arriba no excluye que convenga sacudir o
impresionar fuertemente a una persona que ignora la extensión de la ley
divina. Un confesor será especialmente exigente cuando trate con un
penitente que ha recibido cinco talentos. Tales penitentes pueden ser
sacerdotes o religiosas que han sido negligentes por lo que se refiere a la
caridad fraterna, a la paciencia pastoral, o en la actitud fundamentalmente
pastoral de la vigilancia. El confesor deberá a veces sacudirlos con vistas a
la realización de lo que exige su forma de vida, aun a riesgo de perder su
amistad. Pero su motivo debe ser siempre de caridad, procurando actuar en
el momento más oportuno y con la más humilde solidaridad con el
penitente.
V. CONTRICIÓN
Hemos dejado ya sentado que lo decisivo en el sacramento de la penitencia
es la acción de Cristo mediante el poder del Espíritu Santo. El anuncio de la
paz mesiánica lleva a los hombres a un profundo conocimiento de la fealdad
de sus pecados. El mismo anuncio mueve al arrepentimiento. Aunque tenga
que repetirme, permítaseme volver al relato del libro de Nehemías: cuando
el sacerdote leyó y explicó el libro de la ley al pueblo, que fue
comprendiendo gradualmente el mensaje y comenzó a llorar y a
arrepentirse. De aquel arrepentimiento brotó el gozo del Señor.
Propósito de enmienda
El propósito de enmienda en el penitente es la rica mies de su
arrepentimiento. Depende completamente de su arrepentimiento, pues es
imposible que una persona pase del pecado mortal a la vida en Cristo
simplemente por un firme propósito. Si una persona ha contraído cierto
número de deudas, no basta con que prometa que ya no contraerá más.
Tiene que pagar las deudas que ha contraído ya o, si no está en condiciones
de pagar, tienen que serle condonadas por el acreedor.
No hay que creer que san Agustín pretendiera que una breve oración basta
siempre para obtener un cambio total. Lo que quiere , es indicar que si uno
es sincero y hace lo que está en su mano, y al mismo tiempo ora, «ayúdame,
Señor, cuando falle mi voluntad», aunque no pueda cumplir estrictamente la
ley entera, sin embargo, con su actitud cumple un mandamiento de Dios.
Por el momento, Dios no le pide más que eso.
El penitente comparado con el hijo pródigo está ahora a la vista del padre.
Como el hijo pródigo ha recorrido un largo camino y, también como él, ha
tenido que vencer no sólo sus sentimientos de gran culpabilidad, sino
también un temor proporcionado — y en algunos casos verdaderamente
excesivo — de esa culpabilidad. El mero hecho de volver indica que ha
sentido la locura de sus extravíos. Sin embargo, esto no quiere decir que
tenga una vista panorámica de todo lo que tiene todavía que hacer para que
su retorno sea completo. Estoy convencido de que sería imprudente — por
no decir más — recibir a tal penitente con una granizada de exigencias
relativas a puntos que están fuera de su actual horizonte. Una vez más
insisto en la idea del crecimiento. Primeramente, retirémoslo y
mantengámoslo alejado de esas faltas que se pueden percibir con claridad.
Un ejemplo servirá para ilustrar el método que estoy preconizando.
VI. ABSOLUCIÓN
En los Estados Unidos, como también en otros países, las confesiones con
ocasión de una boda pueden plantear un problema acerca del principio de
que la presunción está en favor del penitente. A veces, es evidente que uno
o varios de los que asisten a la boda y que aguarden hasta la víspera misma
para ir a confesarse, lo hacen bajo presión sin el menor indicio de buena
voluntad. En tales casos cesa la presunción en favor del penitente, el cual
debe probar su sinceridad.
Hay, sin embargo, situaciones en las que el confesor que está a punto de
diferir la absolución puede proporcionar a la persona una oportunidad de
mostrar claramente su buena voluntad. Esto me recuerda una confesión
pascual que oí en cierta ocasión. Durante tres años consecutivos había yo
oído confesiones en el mismo confesonario. El tercer año pude reconocer a
una penitente que confesaba ausencia frecuente de la misa dominical, que
resultaba ser la misma persona que cada año había venido a confesar el
mismo pecado. Una vez que me aseguré de que no me equivocaba, le
recordé que los dos años pasados había prometido hacer mayores esfuerzos.
Apenas había dicho esto, cuando me interrumpió impertinentemente: «¿Por
qué me he de encontrar cada año con el mismo confesor en este
confesonario?» Con dificultad me dominé para no decirle que su manera de
reaccionar descubría su falta de buena voluntad. Lo más afablemente que
pude le dije: «Necesito su ayuda. Si no me da usted una señal de que está
verdaderamente arrepentida de su pecado y de que quiere enmendar su
modo de vida, probablemente no podré proclamar sobre usted la paz del
Señor. En realidad, a menos que me dé usted un signo especial de su firme
propósito de la enmienda, tendré que diferirle la absolución.» Para obtener
este signo especial ofrecí a la mujer una penitencia más difícil y aguardé su
reacción. Mi juicio sobre la presencia o ausencia de buena voluntad por su
parte dependía totalmente de aquella reacción. En casos de esta índole he
usado las siguientes penitencias: la promesa de rezar una oración,
particular o de hacer alguna lectura espiritual todos los días durante un
cierto período de tiempo, o de oír misa una o más veces entre semana.
Vamos a ilustrar todavía con otro ejemplo esta manera de proceder con
personas cuyas buenas disposiciones son dudosas. Algunos manuales de
teología moral dicen que se debe negar la absolución a una persona que
odia a otra hasta el punto de estar deliberadamente dispuesta a perjudicarla
o difamarla. Aun en este caso debe el confesor ofrecer a tal persona la
oportunidad de dar buena prueba de sí. Yo propondría al confesor que la
invitara a hacer juntamente con él un acto de contrición de los pecados.
Después de esta oración viene un segundo paso para probar la buena
voluntad. Una vez más, el hecho de imponer una penitencia difícil y de
comprobar su reacción servirá para formarse un juicio recto. En este caso
particular, yo no vacilaría en pedir a la persona que prometiera volver a la
confesión lo antes posible si volvía a pecar contra el otro.
Absolución condicional
Si un confesor recibe alguna indicación de buena voluntad por parte del
penitente, pero no bastante para disipar sus dudas, todavía podrá
absolverle, pero condicionalmente. En este caso conviene que revele al
penitente por una parte las condiciones bajo las cuales le da la absolución, y
por otra por qué lo absuelve de esta manera. Podrá darse que la clara y
amable explicación de las razones por las que el confesor absuelve
condicionalmente, sean la verdadera exhortación que necesita el penitente
para quitar los obstáculos que impiden la validez de la absolución.
Recusación de la absolución
Aunque esto es más bien una cuestión de semántica, será psicológicamente
más acertado no decir al penitente que se le niega la absolución. Es una
cosa muy diferente oír decir al confesor que va a «diferir» la absolución,
dado que este último término está lleno de esperanza. Una negativa brusca
puede de tal manera desconcertar a la persona, que no vuelva ya a
acercarse más a los sacramentos.
En el caso en que el confesor se vea obligado a diferir la absolución,
convendrá que al comunicarlo al penitente le dé a entender que tendría
sumo gusto en verle volver pronto al confesonario con las disposiciones
necesarias para la absolución. No habrá inconveniente en añadir:
«Entretanto, yo rogaré por usted. Permítame que le dé la bendición a fin de
que el Señor guíe sus pasos y le haga volver pronto.» Un poco de delicadeza
en la selección de las palabras puede garantizar una pronta conversión.
Doy gracias a Dios de que por fin puede, el penitente oír en su propia
lengua las palabras de la absolución. Todo confesor, haciéndose cargo de la
fuerza y de la belleza de las palabras que pronuncia en este sacramento,
habrá de esforzarse por pronunciarlas clara y distintamente. Son las
palabras de Dios: «Tus pecados te son perdonados.» El sacerdote habrá de
referir estas palabras a la situación actual de la vida de la persona en
cuestión, de modo que su conversación con el penitente venga a formar
parte de la absolución.
«Porque vuestra lucha no es contra carne y sangre, sino contra los principados,
contra las potestades, contra los dominadores de este mundo de tinieblas, contra los
seres espirituales de la maldad que están en las alturas. Por lo cual, echad mano de
la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo, y, tras haber vencido
todo, os mantengáis firmes. ¡Firmes, pues! Ciñéndoos con la verdad, y poniéndoos la
coraza de la justicia, y calzándoos los pies, prontos para el Evangelio de la paz;
embrazando en todo momento el escudo de la fe, con el cual podáis apagar todos los
dardos inflamados del Maligno. Tomad el casco de la salvación y la espada del
Espíritu, o sea, la palabra de Dios» (Ef 6, 12-17).
Desde los primeros años debe aprender el niño una jerarquía de valores, y
se le debe enseñar a apreciar los valores en su religión. su familia y su
ambiente. Este respeto de los valores no puede desarrollarse en un niño
cuyos padres temen reconocer sus eventuales abusos de autoridad. «Me he
impacientado. Lo siento.» No hay razón para que un padre se retraiga de
hacer una confesión como ésta, que sin desfigurar la imagen paterna, ayuda
al niño a distinguir entre el buen o mal uso de la autoridad.
Con vistas a la formación de la responsabilidad se debe ayudar al niño en su
propia iniciativa de contribuir a la vida de familia. No se le debe hacer
sentir que tiene que aguardar siempre indicaciones u órdenes de sus
padres. Ni si el niño pregunta al padre: «Papá, ¿por qué tengo que hacer
eso?», hay que limitarse a explicarle: «Porque papá lo manda.» El niño
pequeño no es todavía capaz de comprender razones profundas y serias,
pero una razón tan sencilla como esta «Porque necesito que me ayudes» no
sólo agradará al niño, sino que le hará comprender su posición en la familia.
Con ocasión de una misión pueden hacer los confesores que los penitentes
adquieran mayor conciencia de su deber de servir a Cristo en calidad de
apóstoles. Sé de un caso en el que los misioneros, mediante la acción
combinada de la predicación y del confesonario, inculcaron de tal manera el
espíritu de apostolado en los corazones de sus oyentes, que cada noche
aumentaba visiblemente la asistencia al sermón de misión. Finalmente se
hizo patente que, debido a los esfuerzos de un puñado de trabajadores de
una fábrica vecina que empleaba casi un millar de personas, se vio
mejorado el entero ambiente de la fábrica. Este puñado de obreros no
tenían el menor reparo en invitar a sus colegas a acudir juntamente con
ellos a la misión. De esta manera lograron convencer a algunos que habían
vivido alejados de la Iglesia y de los sacramentos, haciéndoles comprender
cuán felices serían si volvieran a experimentar la paz de Cristo.
Sin embargo, sólo en el caso de que el ambiente en que una persona vive
esté sumamente corrompido o que uno mismo se sienta inseguro a causa de
caídas precedentes, se debe cambiar de estrategia y hay que recurrir a la
fuga. Por supuesto, una persona que goce de particulares ventajas
materiales o de especiales oportunidades culturales en una localidad,
sentirá gran repugnancia a abandonarla. Sin embargo, un cristiano debe
estar dispuesto, si es necesario, a renunciar a los placeres de la vida a fin de
salvaguardar sus derechos a la eternidad. El Evangelio nos dice que si una
mano es para una persona ocasión de pecado, vale más que se la corte; que
si un ojo es fuente de pecado, vale más que se lo saque. Excepto en este
caso extremo que acabamos de mencionar, esta actitud de «primero el
cielo» es siempre compatible con el compromiso en el mundo. Sin género de
duda. San Pablo dice que por causa del pecado la creación entera «está
gimiendo y sufriendo dolores de parto». El cristiano tiene el encargo de
hacer que la libertad y el esplendor de los hijos de Dios vuelva a
revitalizarlo todo (cf. Rom 8, 19-24).
Ocasiones de pecado contra la fe
La fe de una persona ocupa el puesto más alto en la jerarquía de bienes.
Antes que exponer la propia fe, debe estar uno dispuesto a sacrificar hasta
sus más íntimas amistades. En efecto, es un hecho que ciertas amistades
entre un católico y un incrédulo o un acatólico que es hostil a la Iglesia,
pueden ser sumamente peligrosas para la fe del católico. Especialmente
vulnerable es un católico que es más bien débil y fácilmente influenciable
por otros, mientras que la otra parte es fuerte y dinámica. Lo mismo se
puede decir del caso en que el acatólico sea altamente inteligente, esté
entrenado en la argumentación y tienda a usar su talento en una forma que
represente peligro para la fe del católico. No vale replicar que la compañía
de acatólicos no implica amenaza alguna para la virtud de la pureza y que
por tanto la amistad está completamente en regla. Un pecado contra la fe es
por su misma naturaleza mucho más grave que un pecado contra el sexto
mandamiento. Si en una amistad entre una parte católica y una acatólica se
trata de amistad entre hombre y mujer, supuesto que se pueda prever un
posible matrimonio en el futuro, la parte católica debe considerar ante todo
si tal matrimonio constituirá o no un peligro para su fe.
Otro ejemplo de violación de la justicia puede ser el caso de una firma que
obtiene sus ingresos mediante engaño o fraude. Si a los individuos
responsables de tal robo no se los puede inducir a proceder de otra manera,
la única opción para el cristiano podrá ser la de abandonar la empresa.
Continuando en ella da a otros la sensación de favorecer prácticas
inmorales, o, aunque en un principio pueda oponerse a tales prácticas,
corre peligro de comprometer su propia ética y de fomentar la práctica de
la injusticia.
Hoy día, el cambio de las pautas sociales de los jóvenes se refleja en sus
propias distinciones entre «verse a menudo» e «ir de veras». En el primer
caso los adolescentes ponen cuidado en no trabar alianzas porque están
convencidos de que una relación depende de la carga afectiva que pone en
ella cada una de las partes. «Verse a menudo» consiste en citas habituales
entre dos personas sin el elemento de exclusividad o sin la menor intención
inmediata de futuro compromiso matrimonial. Es sencillamente el
desarrollo normal de la amistad entre un muchacho y una muchacha, sin
intercambio de símbolos de unión entre ellos; los dos están de acuerdo en
que cada uno tiene derecho a salir con otros. En nuestra cultura es ésta una
situación normal que permite a los jóvenes irse conociendo bien antes de
hacer una elección definitiva.
El algunas regiones, sin embargo, está muy propagada la idea de que los
jóvenes deben tener experiencias premaritales. Visto el influjo que pueden
ejercer sobre los individuos las ideas de la sociedad, puede muy bien darse
que el confesor se encuentre con personas que sean invenciblemente
ignorantes bajo este respecto. El hecho de que él o ella confiesen relaciones
sexuales premaritales no excluye necesariamente la ignorancia invencible.
Es posible que el penitente confiese tales pecados porque sabe que la
Iglesia prohíbe esas acciones, pero al mismo tiempo, en otro sector de su
estructura psicológica puede estar convencido de que es necesaria la
experiencia sexual premarital. Tengo sabido que en ciertas zonas de Europa
existe la práctica — a pesar de que el clero la ha combatido durante siglos—
de casarse con una mujer sólo cuando está esperando un hijo. En tales
regiones quiere el hombre tener alguna garantía de que su mujer no será
estéril.
En África hay tribus en las que el hombre acepta a una mujer por esposa
sólo a condición de que venga a ser madre. El matrimonio no se considera
definitivo hasta que la muchacha está embarazada. Si resulta ser estéril, es
devuelta a su casa. Estas prácticas plantean graves problemas a la Iglesia.
Pero no tenemos necesidad de mirar al África para descubrir estas
costumbres. También en América y en Europa existen ideas torcidas acerca
de la sexualidad premarital y de la fecundidad, aunque en un contexto más
sofisticado. En vista de las presiones sociales, en vista de las variadas y
complicadas costumbres matrimoniales que existen a través del mundo, una
cosa es evidente: los sacerdotes y los cristianos que contribuyen a formar la
opinión pública deben aunar sus esfuerzos para señalar al hombre y a la
mujer media la diferencia entre lo que es recto y lo que no lo es en estas
materias. El confesor, teniendo presentes estos problemas, no puede menos
de ser más paciente con penitentes cuyo ambiente influye notablemente en
sus faltas.
Tocante a la promesa por parte del penitente, voy a presentar dos casos, el
primero de un bebedor ocasional, el segundo de un bebedor crónico.
Matrimonios inválidos
Los matrimonios inválidos representan un problema totalmente diferente.
Como acabo de insinuar, tales matrimonios no son concubinatos, por el
hecho de que ambas partes se han ligado entre sí formalmente como marido
y mujer para el resto de su vida. Un matrimonio puede ser inválido por
diferentes razones. Una de las razones más frecuentes consiste en que una
de las partes estaba ya casada ya válidamente con otra persona. O, caso que
el primer matrimonio fuera inválido, puede darse que, por falta de pruebas
suficientes, la parte en cuestión no pueda demostrar el punto que hace
inválido el matrimonio precedente. Antes de declarar nulo tal matrimonio se
requiere certeza moral tocante a la existencia de dicho punto al momento
de contraer matrimonio.
Supongamos una pareja que han vivido juntos durante muchos años y ahora
uno de los dos está enfermo. Entonces la parte sana tiene responsabilidad
con la parte enferma. Si en este caso insistiera el confesor en la separación
de lecho y mesa, ello sería una crueldad con la persona enferma, tanto más
que en tales circunstancias hay poca probabilidad de implicaciones
sexuales. A veces la caridad y la vida que han llevado juntos les obligará a
mirar el uno por el otro. Esto tiene todavía más aplicación cuando hay uno o
más hijos necesitados de cuidados.
No cabe duda de que esta solución será dificultosa para la pareja, pero se
ha probado ya en otros casos que no es imposible. Yo mismo conozco cierto
número de parejas que han vivido así años enteros. Incluso entre jóvenes se
han dado casos de esta situación. Mediante la oración, el dominio de sí
mismos, la verdadera expresión de amor cristiano y amabilidad, han sido
capaces de llegar a una perfecta continencia y de no vivir por tanto ya en
«ocasión próxima» de pecado. Aquí surge la cuestión: ¿durante cuánto
tiempo deberá vivir la pareja como hermano y hermana antes de que pueda
absolverlos el sacerdote?
Hay moralistas que dicen que el confesor debe aguardar algunos meses,
durante los cuales la pareja realice la situación de hermano y hermana,
antes de aceptar su promesa. Sin embargo, aquí no se pueden fijar limites
matemáticos. El juicio del confesor no dependerá de las matemáticas, sino
de hechos que indiquen si la pareja tiene o no dicha resolución.
En algunos lugares puede darse que el obispo se haya reservado esta clase
de casos. Entonces el confesor deberá conocer exactamente la extensión de
tal reserva. Es posible que el obispo se haya reservado la reglamentación
del caso sólo en el foro externo. Esto quiere decir que la parte absuelta por
el confesor no deberá ser admitida públicamente a la comunión (si el caso
es notorio) en la diócesis sin consentimiento del obispo. Esto tiene relación
con el orden público, y los obispos tienen el derecho y la obligación de mirar
por el orden público con vistas a prevenir escándalos y habladurías poco
caritativas entre las gentes.
Integridad material
La ley de la Iglesia dice con respecto a la confesión: «Una persona que
después del bautismo ha cometido pecados graves que no han sido
perdonados directamente por los poderes de la Iglesia, debe confesar todos
los pecados que recuerde tras un serio examen de conciencia, y debe
explicar las circunstancias que cambien la especie del pecado» (CIC, can.
901).
Al hablar de la integridad de la confesión debemos distinguir entre
integridad material e integridad formal. La integridad material es una meta
a la que debe aspirar prudentemente todo confesor y todo penitente. Sin
embargo — y la adversativa tiene aquí su importancia —. la integridad
material sólo debe perseguirse con vistas a la integridad formal, y no como
un fin en sí. Fundamentalmente, el término de integridad material se refiere
a una obligación condicional: lo que el penitente está obligado a hacer si
puede recordar todos sus pecados mortales, si es capaz de distinguir cosas
que son esencialmente diferentes, y si lo puede hacer sin detrimento de los
más importantes aspectos del sacramento. A veces la integridad material no
es posible o incluso no está permitida.
4
Cf. B. HARING, La ley de Cristo, vol. 1, Herder, Barcelona 51968, p. 512ss
Igualmente sería un abuso forzar a ciertos penitentes particulares a hacer
confesiones materialmente íntegras. Porque hay un principio que establece:
Si el cumplimiento de una ley positiva en una forma determinada ha de ser
perjudicial para una persona, esta persona no sólo no está obligada a
cumplir la ley en tal forma, sino que le está incluso prohibido.
Todo confesor debería procurar tratar a su penitente de tal forma que éste,
al abandonar el confesonario, glorificara a Dios gozosamente con las
palabras del Salmista: «¿Qué pagaré al Señor por todo lo que me ha dado?»
En cambio, si el confesor hace demasiadas preguntas, la confesión asume
un tono de inquisición, y resulta psicológicamente imposible, tanto al
confesor como al penitente, glorificar a Dios. El penitente preocupado
ansiosamente por dar una relación exacta del número y especies de sus
pecados se ve probablemente privado, no sólo del gozo del sacramento, sino
también de una resolución más firme y eficaz de enmendarse, resolución
5
Sobre psicoterapia y religión, alocución de Pío XII al Quinto Congreso Internacional de
Psicoterapia y Psicología clínica (13 de abril de 1953), art 24.
que sigue en forma de agradecimiento al gozo experimentado. Se marchará
sólo con la estéril satisfacción de haberlo referido todo explícitamente.
Conclusión
Espero que no se me haya entendido mal. En este capítulo no he tratado de
recomendar que se reduzca al mínimum el cumplimiento de la ley. Pero
habrá casos en los que el contentarse con un mínimum en materias legales
contribuya al provecho espiritual de un penitente particular.
Ordinariamente una persona no preguntará siquiera si debe confesar este o
aquel pecado. Desea que su confesión sea lo más fructuosa posible. Quiere
ser humilde, sincera, franca y aplicarse a exponer su alma a la acción
purificadora de Dios de la manera más completa.
Primer principio
En el sacramento de la penitencia, por lo que hace a la integridad material
de la confesión, el papel del confesor consiste en prestar ayuda cuando el
penitente es incapaz de cumplir su obligación.
Segundo principio
Omne factum praesumitur recte factum. Hay una presunción en favor del
penitente, a saber, que al confesar sus pecados lo hace con sinceridad y
como es debido.
Por evidente que esto parezca, hay que recordar que la cortesía obliga
precisamente en el confesonario más que en la vida cotidiana.
Desgraciadamente, no faltan ejemplos de confesores que infringen
flagrantemente estas reglas. Un ejemplo de este género me fue referido por
un conocido mío, un caballero inteligente y respetable que ocupaba una
posición de gobierno. Me decía que, debido a su trabajo abrumador, algunas
veces sólo hacía dos confesiones al año. Sin embargo, todos los domingos
iba a misa y a comulgar. Una vez, en una de sus confesiones pascuales, el
confesor, al oír que hacía algún tiempo que no se había confesado, sin la
menor razón le preguntó si había cometido pecados de sodomía. Estoy
convencido de que, por lo menos objetivamente, el confesor cometió un
grave pecado. Ciertamente había infringido la ley más elemental de
cortesía.
Tercer principio
En el sacramento, el confesor tiene la obligación primaria de mirar por la
integridad formal de la confesión.
Sería un grave error por parte del confesor preocuparse por la integridad
material en detrimento de la integridad formal. El confesor que durante la
confesión hace excesivo hincapié en la integridad material puede fácilmente
suscitar en el penitente resentimiento o vergüenza hasta el punto de
retraerse de confesar determinados pecados.
Cuarto principio
El sexto mandamiento no es el «punctum puncti».
A las Juventudes Obreras Cristianas se les pidió una vez que tomaran nota
de lo que oyeran decir sobre los sacerdotes a los empleados de una de las
mayores fábricas de Munich. Hallaron que en muchos empleados se
reflejaba su gratitud para con el clero en el respeto con que hablaban de él.
Sin embargo, uno de los cargos oídos con más frecuencia era que los
sacerdotes en el confesonario parecían a veces demasiado curiosos,
particularmente tocante al sexto mandamiento. La queja procedía por
término medio de obreros católicos, precisamente de los más devotos.
Posiblemente habría sido más acertado de su parte censurar no tanto la
curiosidad de los confesores, sino su falta de formación. En el pasado se
instruía a mucha gente, incluso a los seminaristas, en una forma en que se
enfocaba la castidad como si fuera el mandamiento principal.
Quinto principio
Para evitar hacer daño, el confesor puede a menudo estar dispensado de
preguntar, aunque tenga buenas razones de dudar de la integridad material
de una confesión.
No me cabe duda de que en ciertas zonas de América del Sur, en las que el
sacerdote puede visitar una ciudad quizás una vez al año, deberá — y
expresamente se cuenta con ello — ayudar a los penitentes a confesarse
recorriendo con ellos los mandamientos y preguntando punto por punto. Si
el mismo sacerdote fuera al norte, a una de las grandes parroquias, y usara
el mismo procedimiento, seguramente ofendería a muchas personas. La
reacción de los penitentes varía notablemente de una zona a otra aun en un
mismo país. El confesor debe estar pronto a enfrentarse con toda clase de
situaciones sociales, ya que la eficacia de su ministerio depende no poco de
la manera de reaccionar de la gente.
Sexto principio
Con frecuencia, los pecados internos están confesados implícitamente en la
confesión de las pecados externos. El confesor no debe preguntar cosas que
están ya implícitas en el contexto.
Séptimo principio
Si es necesario preguntar, pero se dispone de poco tiempo, las preguntas
necesarias y útiles para la contrición, propósito de la enmienda y provecho
espiritual futuro del penitente deben prevalecer sobre las relativas a la
integridad material de la confesión.
Este tema me recuerda el día en que me encontré con un amigo, con el que
había pasado cierto tiempo en Rusia. Ambos estábamos encantados de
encontrarnos, y mi joven amigo se apresuró a hablarme de su buena esposa
y de sus tres hijos maravillosos. Mientras me contaba las gracias de sus
niños y las cosas que decían y hacían de repente se sintió deprimido y me
dijo que su mujer no podía tener más hijos. Le pregunté si se trataba de una
cuestión de salud. «No», me dijo, «los dos gozamos de perfecta salud. Ni
tampoco se trata de dinero. Estamos en bastante buena posición. Se trata
exactamente de mi madre. Le metió tales cosas en la cabeza a mi mujer
después del segundo parto y sobre todo después del tercero...». La madre
del joven marido había oído algunas conversaciones de vecinos que decían
que su hijo no sabía dominarse y que así su mujer estaba embarazada casi
cada año. Teniendo motivos, como tenía, para estar orgullosa, se sentía más
bien avergonzada. De resultas de tales habladurías, ponía en guardia con
cierta violencia a su hijo y a su nuera para que no tuvieran más hijos. «¿Es
católica su madre?», le pregunté. «Ya lo creo», me respondió, «es muy
buena católica. Va a misa y a comulgar varias veces por semana y nunca
descuida los primeros viernes». Si mi amigo se hubiese dado al menos
cuenta de su obligación de instruir a su madre, o su madre de su obligación
de instruir a sus vecinas charlatanas...
Para terminar voy a proponer una regla general, cuyo alcance no querría
limitar a los penitentes cuya confesión pudiera ser materialmente
incompleta: si el confesor debe prudentemente renunciar a hacer preguntas
necesarias para la completa integridad material de la confesión, deberá
compensar de alguna manera esta omisión. Una compensación
particularmente provechosa puede consistir en educar al penitente con
vistas a una mayor responsabilidad en el apostolado, y especialmente en la
formación de una buena y sana opinión pública acerca de la doctrina de la,
Iglesia.
Significado de conciencia
El término «conciencia» tiene hoy un significado más amplio que el antiguo
término escolástico de consciencia. En la terminología escolástica, el
término consciencia se refería sencillamente al juicio de una persona acerca
de cómo debe proceder aquí y ahora si quiere agradar a Dios. El término
moderno de «conciencia» comprende esta noción y también el concepto
escolástico de synteresis, es decir, la disposición que capacita, y de hecho
apremia, a una persona para que se forme un juicio correcto y obre
conforme a él. En este sentido la conciencia se refiere a algo más que al
acto individual. Es la capacidad fundamental del hombre, de determinar y
experimentar dinámicamente sus obligaciones para con Dios, o una
capacidad que permite al hombre comprender la llamada de Dios y
responder a la misma. Este llamamiento se percibe generalmente a través
de la enseñanza y del testimonio de la Iglesia, de las necesidades de nuestro
prójimo, de los dones que Dios ha otorgado a cada uno. Si es ya un mal
trastornar un acto particular de conciencia, es decir, formarse un juicio
erróneo en una situación particular, todavía es mayor mal trastornar o
destruir la conciencia en cuanto disposición o facultad y capacidad moral.
Principios básicos
Si el confesor desea que el penitente se forme debidamente la conciencia. él
mismo debe dar testimonio del amor fundamental de Dios y del prójimo.
Atención al kairos
San Pablo expresa en la carta a los Efesios una actitud fundamental de la
conciencia cristiana: «Aprovechad bien el momento presente» (5, 16).
Hay, por tanto, apremiante necesidad de ayudar a las gentes a formarse una
conciencia madura. La persona que tiene una conciencia cristiana bien
formada experimenta la libertad de los hijos de Dios. Esta experiencia lo
fortalece contra la mediocridad y el egocentrismo y la ayuda a defenderse
para no caer víctima de los descarriados criterios del ambiente. Tal persona
reconoce que su aportación a su ambiente servirá al bien común
únicamente en tanto conserve su propia personalidad y viva en conformidad
con su propia conciencia de cristianismo.
Signos de discernimiento
Todos los criterios de verdadera moralidad o de vida verdadera deben en
definitiva reducirse a esto: «¡Aporto yo una contribución positiva a la vida
común de la comunidad o de la sociedad en que vivo y a la Iglesia en
general?» (Cf. 1 Cor 12; Ef 4; Gál 5, 19-24.)
Cuanto más se acerca uno a Dios, tanto más se hace cargo de sus muchas
imperfecciones. La condición del hombre es la de un viajero que camina
hacia un horizonte de perfección cada vez más alejado.
San Agustín, uno de los primeros padres de la Iglesia que tomó los diez
mandamientos como base para una breve presentación de la moral
cristiana, expuso cuidadosamente las condiciones fundamentales para
utilizar este enfoque. Insistió en que los diez mandamientos han de
presentarse dentro del marco de la nueva alianza, que hay que tener en
cuenta el sermón de la montaña y la gran ley de Cristo, la ley del amor. Y en
todas sus obras subrayó san Agustín particularmente las operaciones del
Espíritu Santo como el aspecto esencial de la ley del Nuevo Testamento. Así
pues, se cuenta con que cada uno cumpla el mandamiento del amor a Dios y
al prójimo, «conforme a la medida del don de Cristo» (Ef 4, 7) mediante la
acción del Espíritu Santo.
La virtud de la fe
La fe, no el sexto mandamiento, es el punctum puncti en la formación de
una conciencia cristiana. Es doctrina de la Iglesia que la fe es el
fundamento, la fuente y la raíz de la justificación. De aquí que, si nuestra
praxis confessarii ha de ser ortodoxa y fiel a la doctrina de la Iglesia, hay
que dirigir la mayor atención a la profundización y purificación de esta
virtud en el penitente.
Sacramento de fe
La confesión contrita no es simplemente una relación de los propios
pecados, sino también una profesión de fe. Importa atraer la atención del
penitente hacia este punto, especialmente si hace bastante tiempo que no
se ha confesado. En efecto, si se logra que el penitente se dé especialmente
cuenta de las implicaciones de su confesión, el sacramento adquirirá mucho
más sentido para él. Y así el confesor debe asegurarle que, contrariamente
a la inclinación al mal expresada por sus pecados, su relación humilde de
estos pecados ha dado una vez más expresión a su fe. En efecto, su
confesión equivale a un renovado reconocimiento de la bondad, santidad y
justicia de la ley de Dios. Además, manifiesta su fe en el poder del Señor,
que por el ministerio de la Iglesia lo libra de sus pecados.
Por la fe es llamado el cristiano a ser una luz que brille en las tinieblas del
mundo. No basta con que el cristiano no reniegue de su Maestro o lo
desconozca. Tiene la obligación de conducir a otros a la felicidad que él
mismo ha hallado. Este deber es especialmente perentorio por lo que se
refiere a su contorno próximo. El sacramento de la penitencia, como
sacramento de fe que es, lo invita a cumplir esta obligación como
reparación por sus pecados. ¿Qué contorno podría ser más próximo al
penitente que su propia casa? Sin negar la necesidad de exhortar de vez en
cuando a los casados acerca de materias concernientes a la castidad
conyugal, pienso que los confesores obtendrán mejores resultados —
incluso tocante a la castidad -- si concentran sus mayores esfuerzos con
vistas a profundizar la fe de la pareja. Ayudemos a las parejas a mirar su
vida de familia como una vocación, un llamamiento a crecer juntos en la fe.
Si llegan a comprender que tienen una responsabilidad mutua de elevar los
acontecimientos de la vida cotidiana a las alturas y a la luz de la fe,
crecerán seguramente en el conocimiento de nuestro Señor Jesucristo y en
una inteligencia más profunda del misterio del matrimonio.
Hay padres que creen que si envían a su niño a una escuela católica,
cumplen con su obligación de procurarle una educación cristiana. En
realidad no es así. San Pío X, que fijó los siete años como la edad corriente
para recibir la primera comunión, expresó con toda claridad que los padres
deben asumir la tarea sumamente meritoria de preparar al niño para la
recepción de la sagrada eucaristía. Si el niño es instruido únicamente por el
sacerdote o por las religiosas, si los padres abandonan su deber totalmente,
entonces el niño, en las profundidades del subconsciente, tenderá a asociar
estas cosas más con la escuela, con las monjas y con el párroco, que con la
vida de todos los días.
Yo vi con toda claridad que el confesor ordinario del muchacho debía haber
seguido otra táctica en aquel caso. En lugar de recalcar la gravedad de la
ofensa, habría podido insistir en la importancia de vencer aquella dificultad
temporal. Podía haberse congratulado con el muchacho por su admirable
despliegue de buena voluntad. Era el momento oportuno para instruirlo
acerca de la ley del crecimiento: «En tanto puedas decir sinceramente que
haces esfuerzos, en tanto sigas rezando y pidiendo ayuda para hacer lo que
todavía no puedes hacer, puedes estar seguro de que estás en gracia de
Dios. Podrá ser una larga y dura batalla, pero acabarás por triunfar.» No
hay que extrañarse de que un penitente como aquel muchacho comience a
dudar de si todavía tiene buena voluntad. Para disipar tal duda puede el
confesor explicarle que una prueba de buena voluntad será ésta: la fidelidad
en confesarse, la jovialidad con los otros, la oración cotidiana, y un serio
esfuerzo en poner en práctica los medios que le indique el confesor para
vencer tal hábito. Con frecuencia se fortalecerá también su virtud de
esperanza, así como sus energías psíquicas, si el confesor lo invita a
comulgar sin confesarse previamente. Este procedimiento se recomienda
especialmente si el muchacho está en una escuela o seminario, donde todos
van a comulgar y donde su ausencia frecuente de la mesa del altar o sus
frecuentes confesiones antes de comulgar pueden causarle apuros.
La misma táctica se puede seguir también con personas casadas que luchan
y oran fervientemente para poder practicar la castidad conyugal, y sin
embargo vuelven a recaer. En tanto muestren buena voluntad, se les puede
absolver; esta opinión se basa en principios tradicionales. Pero, aparte la
cuestión de la absolución y de la actual discusión sobre ciertos aspectos del
«control de la natalidad» en casos difíciles, prefiero decir una palabra sobre
la posibilidad de que se acerquen a la comunión sin confesarse. Voy a
ilustrar esto con dos casos reales.
En un mismo día recibí dos cartas franqueadas en dos diferentes ciudades
de España. La primera carta era de un señor anciano cuya hija y yerno
tenían seis hijos. Los padres habían educado a estos hijos en la fe, y a los
dos mayores les habían preparado personalmente para la primera
comunión. Después del último parto, un doctor católico dijo a la madre que
por lo menos durante algún tiempo no debía tener más hijos. En concreto le
dijo que si no dejaba pasar algún tiempo antes de tener un nuevo hijo, su
familia se encontraría sin madre. El firmante me aseguraba que la pareja se
esforzaba por arreglar su vida conyugal de modo que pudieran vivir
conforme a las enseñanzas de la Iglesia. Aunque los dos se querían
sinceramente y oraban sin cesar, no habían logrado observar
completamente las normas de la Iglesia sobre la castidad conyugal. No se
atrevían a ir a confesarse y menos todavía a comulgar. De resultas de esto,
los niños se extrañaban y comenzaban a preguntar a los padres por qué no
se acercaban ya con ellos al altar. El pobre padre preguntaba qué se podía
hacer, si es que se podía, por su hija y su yerno. La segunda carta trataba de
un caso muy semejante a éste.
A las personas que tienen buena voluntad, que se esfuerzan, incluso con la
oración, por ser mejores, hay ante todo que inspirarles esperanza. Es un
principio psicológico universalmente reconocido que un hábito no puede
destruirse de la noche a la mañana. Por consiguiente, si una persona de
buena voluntad hace lo que le es humanamente posible por el momento y
pide a Dios que sostenga sus esfuerzos, ¿qué más se le puede pedir? ¿Cómo
puede un confesor decir con certeza: «Cada vez que haga usted eso comete
un pecado mortal»? Cristo dijo que el mayor mandamiento es el de amor a
Dios. ¿Puede verdaderamente un confesor fomentar el amor de Dios en los
corazones de las gentes si continuamente condena sus esfuerzos y ahoga su
esperanza?
Amor de Dios
Formar una conciencia cristiana en el amor de Dios implica que el confesor
haga que algunos aspectos del gran mandamiento del amor adquieran más
significado en la vida del penitente.
El aspecto primero y básico del mandamiento del amor dado por Cristo es
éste: «Permaneced en mi amor. Vivid en mi amor como yo vivo en el amor
de mi Padre celestial.» Si alguien está en pecado grave, pese a sus buenas
obras, ninguna acción suya redunda en gloria de Dios. Ésta es una dura
realidad sobre la que hay que instruir a las gentes: la esterilidad de una
vida fuera de la amistad de Dios. Vivir en el amor de Dios es la exigencia
más fundamental de la caridad. Sin ello, el hombre se enajena de su
Creador y Redentor. Son asombrosas las consecuencias de tal
enajenamiento. Si falta el amor de Dios, no se pueden ver los sentidos y
valores profundos en los quehaceres ordinarios de la vida. Por lo que se
refiere a la fe, en esta situación se procede a tientas y a ciegas dejando
pasar las oportunidades de amor que la Providencia pone en el camino.
Aparte sus obras de moral, san Alfonso escribió diferentes libros acerca del
amor de Dios. Es interesante recordar que publicó también un pequeño
opúsculo sobre el amor de Dios titulado Dardos de fuego, que le fue
inspirado por ideas que san Alfonso rescató de un libro incluido en el Índice
de libros prohibidos. El santo modificó algunos puntos discutibles y dio la
obra a la prensa.
Celebración de la liturgia
El apremiante amor de Cristo y de la Iglesia invita a todo el pueblo de Dios
a participar de manera cada vez más profunda en la celebración de la
liturgia. La urgencia de este llamamiento se hizo patente con la
promulgación de la Constitución sobre la sagrada liturgia, primer
documento emanado del concilio Vaticano II. Como lo ha dicho Pablo vi en
diferentes ocasiones, la liturgia es una de las mayores fuentes de
renovación espiritual y pastoral de nuestro tiempo. No se puede ser buen
católico si no se está dispuesto a poner en práctica principios tan
importantes como los que se hallan en la obra del Concilio. El papa Juan, al
final de la primera sesión del mismo, dijo que era obra de la Divina
Providencia el que comenzara sus deliberaciones por la renovación de la
liturgia. Los confesores deben abrir los ojos a los penitentes que ponen
impedimentos a la renovación mirando atrás y echando de menos una
liturgia muda o muerta; esto sólo sirve para perturbar la paz de su espíritu
y para poner en peligro la unidad de la acción pastoral de la Iglesia.
Naturalmente, se comprende la resistencia de la gente de cierta edad a
aprobar los cambios. Los confesores deben, con la mayor paciencia,
procurar hacer comprender a estas personas las razones en que se fundan
los cambios.
¡Qué situación tan desoladora cuando los sacerdotes dicen a niños de siete
u ocho años que están obligados bajo pena de pecado mortal a no faltar a
misa los domingos! Yo opino que a esa edad los niños son incapaces de
cometer pecado mortal. Ahora bien, aparte de esto, el método es contrario a
toda buena psicología: se habla acerca del sacramento de la eucaristía y se
presenta el sacrificio de la misa como un test peligroso de obediencia más
bien que como símbolo dinámico de unidad y de amor. ¿Cómo pueden los
sacerdotes esperar que los niños crezcan con un verdadero deseo de la misa
si lo único que han oído acerca del culto dominical es: «Tenéis que ir; si
no...»?
Es por tanto difícil a los adultos apreciar la misa del domingo si no han oído
nunca hablar de la misa como de un signo visible de una comunidad unida
en fe, esperanza y gozo. Y aun después de habérseles expuesto esta
doctrina, ¿cómo se los puede convencer, si sus sacerdotes celebran la misa
en forma chapucera? Después de todo, estos mismos sacerdotes son los que
les hablan de lo valiosa que es la misa.
Hace algunos años comencé a prestar ayuda los fines de semana en una
parroquia de Roma. Mi primer sábado en el confesonario me encontré con
bastantes penitentes que comenzaban la confesión diciendo que daban
gracias a Dios por haberlos preservado de pecados graves. Luego se ponían
a enumerar sus deslices menores. Me llamó la atención oír confesar como
«ofensa menor» el haber faltado a la misa una o dos veces. En realidad, en
cierto número de casos el penitente reconocía que era más bien una falta
habitual. Al principio pensé que aquellos penitentes tenían razones
plausibles para faltar a la misa, pero casi cada vez que preguntaba, me
contestaban: «No, padre, ha sido por pura pereza.» Algunos me explicaban
incluso por qué no podían comprender que fuera grave la obligación de ir a
misa el domingo. Algunos confesaban que no creían estar realmente
invitados a la misa en tanto que el sacerdote, vuelto de espaldas musitaba
unas palabras en una lengua que no entendían. Continuaban su lista de
cargos diciendo que evidentemente la misa no debía significar gran cosa ni
siquiera para los sacerdotes, puesto que la decían precipitadamente y el
párroco predicaba desde el Evangelio sin parar hasta la consagración. Los
temas de la predicación, por lo menos en gran parte, alternaban pasando
del dinero a la política, y luego... vuelta otra vez al dinero. Finalmente,
acababa el penitente diciendo: «Yo puedo rezar mejor y pasar mejor el
domingo quedándome en casa.»
Antes de despedirme del párroco para regresar a casa le dije en privado que
me distraía mucho el sermón durante la misa. Se rió y me dijo que ya me
acostumbraría. El domingo siguiente volví a cogerlo aparte y le dije que me
daba escrúpulos aquello de las distracciones durante la misa. Se extrañó al
oír esto y me respondió que, puesto que yo era moralista, podría fácilmente
dominar los escrúpulos. Una vez más me aseguró que ya me acostumbraría
al barullo durante la misa. Finalmente, el tercer domingo le expuse mi caso
sin rodeos: «Padre, como usted sabe, yo soy moralista. Creo que celebrando
misa aquí falto a los principios de la teología moral y además me estoy
desacreditando. Aquí me ve usted celebrando el sacrificio de la misa delante
de esta gente, mientras que usted atrae sus miradas hacia el púlpito
obligándolos a escuchar algo completamente incompatible con la liturgia
del día. Si cree usted que necesita mi ayuda los fines de semana, con mucho
gusto se la prestaré, pero yo mismo tengo que predicar la homilía después
del Evangelio de la misa.» El párroco me respondió, como disculpándose:
«Mire, padre, yo creo que puesto que obligamos a la gente a oír misa el
domingo bajo pena de pecado mortal, nosotros tenemos la obligación de
entretenerlos.» Me dijo que realmente le hacía falta un sacerdote los fines
de semana y que me agradecería que siguiera yendo como antes. Desde
entonces yo mismo prediqué en mis misas, mientras que el párroco siguió,
como antes, predicando en las otras. Posteriormente el párroco fue
trasladado a otra parroquia, y desde entonces desaparecieron la mayor
parte de las quejas relativas a la misa en aquella iglesia. Así vemos hasta
qué punto el ejemplo de los sacerdotes puede contribuir a deformar la
conciencia del pueblo...
Hace unos veinte años asistía yo a una conferencia del célebre moralista,
padre F. Hürth, al que el cardenal Ottaviani llamaba «el pilar del Santo
Oficio». El padre Hürth examinaba el siguiente caso: «Un sacerdote en una
zona de misión sólo puede visitar una vez al año los puestos extremos de su
territorio. Pide permiso a su obispo para binar caso que la visita caiga en
día de labor. Si no se le permite binar, grupos enteros de la población se
verán privados de misa durante todo el año. ¿Puede el obispo acceder a tal
petición?» Nunca podré olvidar este caso. La respuesta del célebre
consejero del Santo Oficio y maestro de miles de futuros sacerdotes y
moralistas fue increíble. Dijo solemnemente: Respondendurn est: Negative!
Quia nunquam et nusquam in Ecclesia fuit lex assistendi Missae die feriali.
Ergo, nulla est ratio iterandi Sacrificium Missae. En español: «Puesto que
nunca ni en ninguna parte en la Iglesia ha existido ley que obligase a ir a
misa en días de labor, no hay razón para binar en tales días.» En aquella
ocasión había en el aula unos seiscientos seminaristas y sacerdotes de todas
las partes del mundo. Yo pensaba que iban a poner el grito en el cielo
clamando que se había ultrajado su fe, pero nadie se dio por aludido. Lo que
habían oído se aceptaba sencillamente como una cosa normal.
Los sacerdotes no lograrán nunca instruir eficazmente a los fieles para que
amen su religión si no cesan de subrayar el argumento de que tal o tal ley
obliga bajo pecado mortal. Irónicamente, debido a esta excesiva insistencia
de tiempos pasados, la misa del domingo ha venido a ser para muchos
católicos una especie de trabajo servil, un deber fastidioso, completamente
falto de alegría.
Obras serviles
La Iglesia primitiva no prohibía cierta clase de obras serviles en domingo.
En realidad, algunos sínodos más severos prohibieron expresamente una
casuística meticulosa en este punto: se limitaban a afirmar que los fieles
deben mantenerse el domingo libres para oír la palabra de Dios, para
celebrar la eucaristía y para orar. La Regla de san Basilio establece que el
abad o superior de un monasterio puede señalar algún trabajo los domingos
para los hermanos que no saben leer, pues de lo contrario se entregarían a
la pereza y caerían en tentaciones.
Abnegación
Una conciencia verdaderamente cristiana distingue entre lo que es esencial
en la vida cristiana y lo que no lo es. La mortificación, la abnegación, la
penitencia en sentido lato son cosas esenciales de la moral cristiana. El
peligro de que la abstinencia del viernes pudiera convertirse en una
observancia puramente legalista, es decir, de que los fieles obedecieran
únicamente a la letra de la ley, ha inducido a los obispos de algunas zonas a
suspender esta ley. Abrigan la esperanza de que el pueblo llegue a
percatarse de que el compromiso cristiano de la abnegación no se satisface
con un formalismo meticuloso. Una cena de langosta el viernes no tendría
mucho que ver con la penitencia. Hoy día, que prácticamente no existe la
abstinencia de carne los viernes, los cristianos con una conciencia bien
formada se verán inducidos a reconocer la necesidad de algunas formas
más esenciales de penitencia y abnegación.
Costumbre de jurar
El confesor deberá a veces advertir a sus penitentes tocante a la costumbre
de jurar. A las víctimas de este hábito, o del de blasfemar, que es todavía
peor, habrá que exhortarlas a poner el mayor empeño en dominar este mal
hábito. Se les debe hacer comprender que tal hábito va contra la vocación
de un cristiano, cuya meta suprema es la glorificación de Dios mediante la
caridad fraterna y el culto. El confesor podrá preguntar al penitente:
«,Aceptaría usted la penitencia de rezar tres veces el Gloria Patri o "Bendito
sea Dios" cada vez que profiere un juramento?» Luego, se debe aconsejar al
penitente que se examine la conciencia por la noche acerca del
cumplimiento de esa pequeña penitencia. En tales casos la penitencia es
como un despertador de los motivos que ayudan a vencer el hábito. El
confesor deberá, pues, decir al penitente: «Si se olvida usted de hacer lo
que le he recomendado, no comete pecado. Espero que esto le ayude a ir
disminuyendo y hasta quizás a suprimir definitivamente el hábito de jurar,
pero de todos modos le recuerdo que su buena voluntad es lo que, cuenta,
incluso si se olvida usted de rezar esas oraciones.» Luego se puede
aconsejar al penitente que conserve la práctica de rezar esas breves
oraciones (que son expresión de su piedad) todo el tiempo que sea
necesario.
Superstición
Otro punto que podrá a veces llamar la atención del confesor es la
superstición. Esto se aplicará probablemente más en particular a ciertas
zonas de América del Sur, pero tampoco se excluye en regiones del Norte.
El confesor debe poner empeño en conocer bien la parroquia, de modo que
si es necesario, pueda atacar las formas graves de superstición, sin perder
el tiempo con otras formas menores que son mero indicio de flaqueza
humana. La superstición es una forma de ignorancia que hace aparecer
ridículos a los católicos y quita fuerza al verdadero testimonio de nuestra fe
(cf. la Constitución sobre la Iglesia en el mundo moderno, artículo 19-21). El
confesor debe procurar con delicadeza instruir a la persona supersticiosa y
formar o reformar su conciencia.
Lo mismo se puede decir del hecho de dar limosna y de otras obras que se
suponen hechas en favor al prójimo. Su valor disminuye si no se tiene en
cuenta la dignidad de la persona en cuestión. Puede parecer que, como
otros aceptan nuestros dones, nosotros recibimos el mérito, pero en
realidad la situación es diferente. Amar a alguien significa mostrarle buen
corazón, reverenciarlo como persona. Es ofensivo para el beneficiario de
nuestros dones considerarlo meramente como objeto de «lucro» o de
méritos, y no como persona creada a imagen de Dios.
Amor redentor
El amor fraterno es esencialmente redentor si se amolda a la prescripción
de Cristo: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado.» El nos ama
como a hijos del Padre celestial. Análogamente, la caridad fraterna debe
caracterizarse por una mentalidad apostólica y estar animada por un celo
misionero. Tal amor no es exclusivo de los sacerdotes y religiosos, sino que
se extiende a todos los cristianos por igual. Sería un error concebir el amor
fraterno como situado sólo un escalón más arriba de las disposiciones
humanas de amabilidad y cortesía. Llamarlo sobrenatural sería introducir
una distinción ridícula en el gran mandamiento. Un religioso decía una vez:
«Mi amor a este hermano va siendo cada vez más sobrenatural», con lo cual
quería decir «apártate de mí»; usaba la palabra «amor» sin el menor matiz
de afecto o de cordialidad. Amar a nuestros hermanos en el Señor significa
amarlos con la total cordialidad del Señor.
Nuestro Señor mismo trató de arrancar la venda de los ojos de los fariseos y
de los doctores de la ley y con respecto al precepto de la caridad. No eran
misericordiosos ni amables; descuidaban el mandamiento principal del
amor, mientras eran inflexibles tocante a la observancia de bagatelas como
el diezmo sobre las cosas más pequeñas.
La prueba de la caridad
El distintivo de la caridad es el amor de los propios enemigos, de los que
nos son causa de pena y de aflicción. No podemos contentarnos con el
aspecto negativo de no hacerles mal; el amor de los enemigos entraña un
amor típicamente redentor. Debemos ayudarles a superar sus dificultades
tocante a nosotros mismos Supongamos que sufren por causa nuestra,
aunque nosotros no hayamos hecho nada que pueda provocar tal actitud.
Culpable o no, tenemos la obligación de vencer su animosidad. «Si llevas tu
ofrenda al altar y te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra
ti, deja tu ofrenda sobre el altar y vete primero a reconciliarte con tu
hermano» (Mt 5, 23). ¿Se nos prescribe esto sólo en el caso de que nosotros
mismos hayamos ofendido a nuestro hermano, a nuestro prójimo? De
ninguna manera. Cuando quiera que lo hallemos en tal clase de dificultad
espiritual debida a nuestro modo de proceder o a falta de amor por nuestra
parte, debemos procurar ayudarle. Si nosotros hemos causado
positivamente la molestia, debemos ayudar doblemente y pedir perdón. El
Señor nos enseña en el sermón de la montaña que la nueva alianza nos
llama a ser todo bondad, como el Padre celestial es todo bondad, y que su
misericordia se extiende tanto a los justos como a los pecadores (Mt 5, 48).
«Vuestro Padre celestial es bueno aun con los desagradecidos y malvados.
Sed misericordiosos, como misericordioso es vuestro Padre» (Le 6, 36).
Como san Pablo lo acentúa enérgicamente, el Señor murió por nosotros,
aunque éramos pecadores, sin mérito alguno por nuestra parte. Así nuestro
Redentor nos dejó el ejemplo: «Amaos los unos a los otros como yo os he
amado.»
Por ejemplo, a veces se oye alabar al padre X porque puede decir en quince
minutos una misa de día de labor, y en veinte la misa del domingo; no es
como esos otros curas que no tienen reparo en alargar las ceremonias en
lugar de preocuparse de despejar la iglesia los domingos.
Vida de familia
La preparación de los jóvenes para el matrimonio ha sido durante
demasiado tiempo una zona gravemente descuidada en cuanto a la
formación de la conciencia (cf. Constitución sobre la Iglesia en el mundo
moderno, art. 49, 52). Los mayores fallos inherentes a la «carrera hacia el
matrimonio» revelan la falta de preparación desde el punto de vista moral y
religioso. La elevada proporción de los divorcios y la alarmante
inestabilidad de la familia dan prueba de una falta de responsabilidad social
cristiana.
Aprovechará a los padres recordarles que una buena educación de los hijos
se logrará mucho más con el ejemplo que con meras reglas y restricciones.
Los padres son las primeras figuras en que ponen los ojos los niños, y
cualquier cosa que hagan y defiendan servirá de base para el desarrollo del
sistema de valores del niño. Naturalmente, deben mantener su autoridad,
pero ésta debe ser una autoridad amable, que eduque con vistas a la
madurez. La autoridad estará al servicio del amor si expresa humildad para
con Dios y para con los hijos. Es una autoridad que ha de ayudar a los niños
a distinguir entre lo bueno y lo malo, entre la virtud y el vicio.
Algunos padres dan por supuesto que el niño los reconoce como «héroes».
Parecen ignorar completamente los perniciosos efectos de su
inconsecuencia en la disciplina y en otros sectores de la vida cotidiana en
general. Pensemos en padres que son sumamente tolerantes tocante a las
malas formas, y en cambio se salen de sus casillas cuando se hace una mella
o una abolladura en una pantalla. Es triste ver la anarquía que reina en el
ámbito de los valores de muchos padres. La buena educación, si de veras ha
de merecer este nombre, entraña instrucción de palabra y de obra, con el
establecimiento de una jerarquía de valores. Es imposible formar la
voluntad de un niño si no se forma su sentido de los valores. Por esto
aprovechará a los padres el examinar ocasionalmente la naturaleza de sus
reprimendas: ¿provienen éstas de irritación y mal humor o más bien de su
deseo de ayudar a sus niños a alcanzar la madurez?
La TV y la formación de la conciencia
El uso tan propagado de la televisión plantea graves problemas tocante a la
formación de la conciencia. Naturalmente, los padres deberían dar ejemplo
con una prudente selección de los programas, enseñando a los hijos a
distinguir y a no aceptar sin más cualquier cosa que ven en la televisión. El
impacto de la TV en los espectadores americanos se atribuye a la
«intimidad» del ambiente: las estrellas de la televisión vienen a ser
huéspedes en la sala de estar. Los padres deberían guiar a sus hijos en la
selección de sus huéspedes.
Hay todavía otros sectores en los que un confesor avisado puede prestar
gran servicio a los padres que acuden al confesonario, atrayendo más su
atención hacia los deberes para con sus hijos. Si el confesor conoce el
ambiente familiar, estará en mejores condiciones de ofrecer a los padres
consejos apropiados. Por ejemplo, si se da cuenta de que en la inmediata
vecindad hay muchachos que toman drogas y al mismo tiempo sabe que su
penitente tiene uno o más adolescentes en su familia, puede recomendar a
los padres que tomen aparte a los niños y los adviertan de los peligros
implicados en unirse a tales muchachos, poniéndolos además en guardia
contra los medios empleados generalmente para atraerlos o para
«pescarlos». Si es el confesor ordinario del padre o de la madre, puede
llamar la atención de su penitente haciéndole notar que es demasiado
severo y tiende a censurar al niño cada vez que las cosas salen mal. O
puede observar que se inclina a pasar por alto las buenas cualidades de sus
hijos, desanimándolos y decepcionándolos consiguientemente. El confesor
se halla también en condiciones de poder prevenir contra el excesivo
prurito de alabar a los hijos, lo cual puede inducirles a creer que son seres
extraordinarios, superiores a los demás. No bastan las preguntas para
educar la conciencia de los padres. Hay que hacer sugerencias sobre el
modo de afrontar situaciones particulares. La confesión da oportunidades
para insistir en el tema de una sana educación de la prole. Por ejemplo:
imponer a un padre como penitencia hacer examen de conciencia sobre
cómo podría mejorar la educación de los hijos. Una de las preguntas más
importantes que puede hacerse un padre es la siguiente: «¿Educo a mis
hijos para que adquieran una actitud social, con mentalidad amplia, para
que se ayuden entre sí, a la familia, a la sociedad?» ¿Educan los padres a los
hijos de modo que asuman sus responsabilidades sobrenaturales?
Educación en la obediencia
La educación en la obediencia plantea un problema especial en nuestros
días. En una sociedad cerrada, como en el pasado, cuando la sociedad
estaba sujeta a un severo control de pautas uniformes, había menos
inconveniente en que se educaran los hijos en un tipo externo, casi uniforme
de obediencia. Esto no era obediencia cristiana, desde luego; era una
formación en la conformidad. Si lo mismo se practicara en nuestros días, en
una sociedad abierta, dinámica, pluralista, se producirían efectos
desastrosos. Los medios principales con que los padres pueden educar a sus
hijos para la obediencia y la responsabilidad consisten en darles ejemplo y
en inspirarles buenos motivos; escuchando sus preguntas y respondiéndoles
con la mayor sinceridad posible; pero sobre todo, comprendiendo a sus
hijos. Por ejemplo, es descaminado que los padres insistan en que los hijos
se amolden a ciertas pautas religiosas sin inspirarles un verdadero espíritu
religioso. Yo no me opongo a que se enseñen prácticas religiosas, pero la
obligación fundamental consiste en instruir a los hijos en la espiritualidad.
Todas las virtudes son dones de Dios y han de adquirirse con
responsabilidad personal, pero mucho depende de lo que hagan los padres.
Con frecuencia, el confesor dirá al joven penitente que si espera mejorar las
relaciones con sus padres y hacer más feliz la vida de familia, deberá
suprimir todos los resentimientos que pueda abrigar en su interior, así como
toda tendencia a juzgar desfavorablemente sus motivos en la manera de
tratarlo. La fuente de no pocas diferencias familiares se halla en formas
torcidas de pensar y de juzgar.
La familia abierta
La vida de familia — o el cuarto mandamiento — entraña no pocas
cuestiones. Son bien conocidos los deberes con los miembros ancianos de la
familia, como son los abuelos. Pero los confesores deben enseñar a los fieles
que el «amor al prójimo» no se limita al ámbito inmediato de la familia, aun
cuando la familia sea el lugar ideal para formarse en el amor. No vivimos
únicamente en familia, sino en un complejo mundo social. Los niños no sólo
deben aprender a amarse unos a otros, a ser amables y respetuosos con sus
padres, hermanos y hermanas, así como con sus parientes, sino que deben
hacerse cargo de que la familia en conjunto es parte de la vida social, de la
vida del vecindario, de la ciudad, de la escuela, del estado y del mundo en
general. Pertenece al ámbito de la formación de las conciencias hacer que
las gentes se den cuenta de sus responsabilidades con respecto a los
diferentes grupos de la sociedad.
Moral cívica
Dado que la sociedad moderna tiene que enfrentarse con tantos problemas
y obligaciones que anteriormente eran de incumbencia de la familia, hoy día
la formación de la conciencia debe ocuparse del ciudadano y de su vida en
sociedad. Por esto, los confesores no deben seguir repitiendo las máximas
de teología moral que respondían a una era pasada, sino que deben pensar
en formar las conciencias en términos de responsabilidad social. Se debe
enseñar a los cristianos que tienen la obligación de interesarse por los
problemas de la comunidad y del país, es decir, por los problemas
culturales, sociales y económicos. Sería un error por parte del cristiano que
pretende ser «la sal de la tierra», limitar su visión a su propia familia o a los
asuntos de su propia clase social o de su vecindario.
Armonía interracial
Es imposible examinarse actualmente la conciencia sin tener en cuenta los
asuntos interraciales. «¿Qué he hecho yo para fomentar la integración
social y racial en mis propios círculos sociales?» A veces, incluso católicos
piadosos reivindican derechos exclusivos para las «buenas cualidades», y
miran a todos los demás como inferiores e incapaces de ser incorporados en
la gran corriente de vida americana. Tal sucede especialmente tocante a los
hombres de color. La parcialidad cierra la mente a los hechos objetivos. No
se puede negar que los negros de América, en términos generales, son
tradicionalmente un pueblo religioso con gran capacidad de fe. Esto hay
que reconocerlo aunque su expresión de la fe difiera del modo como los
blancos expresan la suya. Es conocida la extraordinaria paciencia de las
gentes de color: los negros eran pacientes cuando eran esclavos, y lo son
todavía pese al largo período en que se han descuidado sus derechos de
ciudadanos, por no decir que se les han negado.
Fraternidad internacional
No podemos esperar promover la paz y la libertad si patrocinamos la
discriminación en nuestro país, o estado o vecindario; esto sería fariseísmo.
La paz se edifica con palabras y con obras. Si las naciones, como los
individuos, se respetan mutuamente, no habrá más guerras. Los cristianos
tienen el deber de promover el entendimiento internacional
acostumbrándose y acostumbrando a otros a fijar la atención en las
cualidades positivas de otras naciones. Aunque no podemos elogiar el
comunismo como sistema, podemos mostrar discreción al juzgar a los
particulares dentro del sistema, así como lo que éstos tratan de hacer. No
todo es malo en el comunismo. Es que, además, hay clases y clases de
comunismo. Por ejemplo, el comunismo en Polonia no es el mismo que el de
Alemania oriental. Este último está todavía dominado por el estalinismo y
tiende a suprimir bastantes derechos humanos. El polaco, en cambio, ha
puesto en contingencia algunos de los principios básicos del sistema,
tratando de reconciliarlos con las exigencias nacionales y sociales. En
Polonia son muy pocos los comunistas convencidos, mientras que la mayoría
no tienen nada de comunistas. Se llaman comunistas a fin de distraer la
atención de los otros y de estar en buenos términos con los poderes
constituidos. Por otra parte, el comunismo en Checoslovaquia es
completamente distinto del comunismo chino. Por lo demás, no debemos
confundir la nación con el sistema político. Como cristianos y realistas,
debemos aceptar estas distinciones; de lo contrario, no promoveremos la
paz y la mutua inteligencia, sino que fomentaremos la discordia y la
rivalidad.
La guerra moderna
En la época moderna puede muy bien darse que un joven sincero pregunte
al confesor si puede o no servir con buena conciencia en las fuerzas
armadas.
Quienquiera que tenga alguna experiencia de la guerra sabe que en ella hay
muchas acciones, en las que uno cumple una orden, aunque prácticamente
sabe que obrando así sacrificará su vida. Nadie acusaría a tal hombre de
suicidio en sentido moral.
Aborto
Los confesores se ven con frecuencia llamados a iluminar o a fortalecer las
conciencias del pueblo en relación con el crimen del aborto. Todo católico
debería saber que éste es uno de los pecados más graves, una violación
directa del derecho más elemental de una persona inocente. Es un pecado
contra la justicia y contra la caridad o el amor, un pecado de desprecio, de
burla del don de la fecundidad dado por Dios a la mujer para el
cumplimiento responsable de la vocación femenina.
En lo más hondo de su ser sabe toda mujer que su consentimiento en el acto
conceptivo implica el compromiso moral de llevarlo a buen término; es una
cuestión de justicia en relación con el don de su sexualidad y de su
naturaleza femenina otorgado por Dios. Todo confesor experimentado sabe
que el aborto es un pecado que muchas mujeres no se sienten capaces de
perdonarse ni siquiera después de haber sido perdonadas por Dios mismo.
Los médicos y los psiquiatras saben también hasta qué punto las mujeres,
por su misma naturaleza, están vinculadas a la maternidad, aun cuando al
nivel consciente puedan no darse mucha cuenta de esta vinculación. En
Flight from Woman (= Huida de la mujer), el eminente psiquiatra Karl Stern
ilustra este punto refiriéndose a cómo el «sentido del tiempo» penetra a un
ser femenino:
«No pocas veces vemos que en los casos en que una mujer comete un aborto
artificial, digamos en el tercer mes de la gestación, este acto parece no tener
consecuencias psicológicas. Sin embargo, seis meses después, precisamente cuando
el bebé habría debido venir al mundo, el sujeto cae víctima de grave depresión o
incluso de psicosis. Ahora bien, acerca de esto se observan dos circunstancias
curiosas. La depresión se produce aun sin que la mujer se dé cuenta
conscientemente de que "ahora es el momento en que habría debido nacer mi bebé".
Además, la filosofía de la paciente no es necesariamente tal que ella desapruebe el
acto de interrupción del embarazo. Sin embargo, su profunda reacción de pérdida
(que no va necesariamente unida con una preocupación consciente por el parto
fallido) coincide con el tiempo en que éste hubiera tenido lugar... La mujer, en su
mismo ser, está profundamente vinculada al bios, a la naturaleza misma.»
El hecho de que se tenga tan poca conciencia de la gravedad del crimen del
aborto, es indicio de la insensibilidad de nuestro tiempo con respecto a lo
sagrado de la sexualidad humana, mediante la cual la persona humana tiene
el privilegio de verse asociada en la acción creativa del Dios todopoderoso.
Muchas jóvenes y mujeres proceden con la presunción de que al primer
indicio de amenorrea pueden recurrir inmediatamente al médico a fin de
tener la menstruación, aun cuando sospechen que un embarazo ha podido
interferir con su período regular.
Con una muchacha o mujer que se ve embarazada por haber sido violada,
hay que sentir, y mostrarle, la mayor compasión. Los casos no son
frecuentes, pero existen. Estos reclaman especial consideración, no sólo
porque así lo exige todo instinto de humanidad, sino por razón de una
circunstancia que no se halla presente en ninguna otra clase de concepción,
si se exceptúan, posiblemente, ciertos casos de incesto que pueden llamarse
también propiamente violaciones.
Con todo, debemos tratar de inducirla a mirar al niño con amor por razón
de su inocencia subjetiva y a engendrarlo en medio de los dolores del parto,
con lo cual puede dar por satisfecha su obligación de maternidad forzada, y
puede luego entregar el bebé a alguna institución religiosa o estatal,
después de lo cual procurará reemprender su vida con la santidad que sin
duda habrá realizado con su gran sacrificio y sufrimiento.
En cuanto a los que han cometido el crimen de aborto, los confesores deben
generalmente procurar explicarles la gravedad de su ofensa y notificarles
que la Iglesia excomulga a quienquiera que autorice tal crimen o participe
en él. Puede darse que sus conciencias estén todavía a oscuras tocante a la
verdadera naturaleza y gravedad de su acto. Con todo, hay que abrirles los
ojos, ya que aquí no está implicada únicamente una cuestión de la
conciencia subjetiva. Hay que tener en cuenta el efecto en el contorno, en la
creación de la «atmósfera divina», en la que el amor y la bondad da
testimonio de la presencia de Cristo. Añadamos que la Iglesia tiene el deber
de proteger a los que carecen de protección y están cerca de Dios, los niños
que van a nacer.
El tabaco. Sin embargo, dudo que todos los religiosos y seglares cristianos
convinieran con san Jerónimo acerca del acortarse la vida cinco o diez años
por fumar en exceso. Si aceptamos el primer punto, debemos aceptar el
segundo. El uso excesivo del tabaco hace que la persona pierda parte de su
libertad, que, en sentido psicológico, es el elemento más valioso de la salud
de una persona. Es muy posible conservar la propia integridad, salud y
libertad, y al mismo tiempo practicar la mortificación renunciando a la
tentación de fumar inconsideradamente.
El confesor de enfermos
Importa extraordinariamente convencer al enfermo de que su enfermedad
es una etapa en el camino de la salud, en el sentido espiritual del término.
Los enfermos se hallan en una situación redentiva. Si hacen buen uso del
tiempo de su` enfermedad, pueden crecer en el amor de Dios y al prójimo.
Pueden ofrecer sus achaques como reparación por sus faltas y como
satisfacción por los pecados de los otros. Éste es el verdadero sentido de la
participación en la muerte redentora del Señor. En este punto, Tomás de
Kempis, en la Imitación de Cristo, aseguraba que nadie se hace mejor por la
enfermedad. Esto no es cierto. Si lo fuera, lo sería por culpa de los
confesores y de los moralistas.
Tenemos que enseñar a los fieles el sentido cristiano del sufrimiento. Los
cristianos deben percatarse del valor de la enfermedad. Puede ser una
bendición para algunas personas el tener oportunidad para reflexionar, para
renunciar durante algún tiempo al activismo y consagrarse a pensar en Dios
y en su destino y salvación eterna. Es ésta una oportunidad fomentada con
frecuencia por una grave o prolongada enfermedad.
Hace cosa de doce años traté de prestar alguna ayuda a un sacerdote que
había apostatado de la fe hacía unos cuarenta años. Había sido profesor de
teología dogmática, pero había perdido la vocación y la fe por causa de una
mujer. Cuando lo visité, sus primeras palabras fueron éstas: «¡Cómo!,
durante cuarenta años ningún sacerdote ha venido nunca a verme...»
Hablamos un rato, pero en aquella ocasión no estaba él dispuesto a
retractar públicamente sus declaraciones pasadas. Algunas semanas
después, hallándose en el hospital, se mostró muy preocupado y preguntó a
su médico, un joven doctor católico: «¿Qué dirían las gentes si un anciano
como yo volviera a la Iglesia católica y retractara cuarenta años de su
vida?» El joven doctor respondió: «Profesor, dentro de pocas semanas o
meses, puede que le interese más saber lo que dirá Dios.» Aquellas pocas
palabras hicieron profunda impresión al anciano, que dijo al doctor que
llamase inmediatamente al párroco. El enfermo se confesó y recibió la
comunión.
Otro punto que conviene notar es que deberíamos tratar de hacer que los
enfermos miraran su situación desde un punto de vista optimista y de
conformidad. El optimismo tiene gran poder curativo. El optimismo
juntamente con el gozo cristiano son poderosos factores que influyen en la
buena salud.
Uno que ama el trabajo realiza quizá tres veces más que el que no lo ama, y
nunca se pone enfermo por exceso de trabajo. Los que se preocupan por su
salud están casi condenados a enfermar; son víctimas de su propio enfoque
pesimista. Con una prolongada introspección y escudriñando
constantemente posibles achaques, acaban por hacerse hipocondríacos. El
mejor medio que tiene el enfermo para recobrar la salud consiste en
entregarse enteramente a la voluntad de Dios y en aceptar la enfermedad
como una gracia y una bendición disfrazada.
Matrimonio y celibato
¿Qué es el matrimonio? Es una alianza estable y exclusiva de amor entre un
hombre y una mujer en la presencia de Dios. Por la acción del Espíritu
Santo y la aceptación de esta acción por los esposos, su amor personal
mutuo refleja el amor de Cristo al pueblo de Dios, que es su Iglesia. Su
gozosa colaboración con el grandioso o Amante, Dios Creador y Redentor,
profundiza su propio amor hasta que éste se transforma en un don total del
uno al otro y de ambos a los hijos nacidos de su unión. Así forman una
comunidad de amor, que da gloria a Dios.
Tres elementos deben estar siempre presentes para que haya pecado
mortal: 1) hay que darse plena cuenta de que se toma una decisión acerca
de la amistad de Dios y de la salvación, lo cual proviene de la convicción de
la importancia que tiene la decisión (o la materia de la decisión); 2) una
plena liberación proporcionada, y 3) el grado de libertad correspondiente a
la decisión sobre la salvación eterna. Sin embargo, sólo Dios conoce la
exacta medida de la deliberación y de la plena libertad que merece
condenación eterna. Los teólogos sólo pueden proponer tanteos o reglas
aproximadamente de prudencia.
Hasta estos últimos años, la opinión más común entre los moralistas era que
son mortales todos los pecados en los que una persona busca directamente
un placer sexual contrario al orden moral, sea cual fuere el grado de ese
placer sexual o desorden moral. Con otras palabras: se enseñaba que todo
desorden sexual o toda búsqueda desordenada de placer sexual era de tal
importancia que el cristiano medio tenía que darse cuenta de que con ello
destruía la amistad con Dios y consiguientemente era merecedor de
condenación eterna. Esto se sostenía aun en el caso de que una persona
tuviera la intención de detenerse antes de alcanzar la plena satisfacción
sexual, es decir, antes del orgasmo. Sin embargo, moralistas más avisados
insistían en que esto sólo tenía lugar si había una voluntad directa,
deliberada y plenamente libre de excitar la propia sexualidad hasta cierto
grado. Ahora bien, muchos moralistas tradicionales habrían aceptado la
siguiente regla práctica de discernimiento: personas que generalmente
muestran buena voluntad y, por razones morales, se detienen antes de
haber alcanzado el orgasmo, tienen en su favor la presunción de no haber
cometido pecado mortal, por lo menos en casos en que se dude de si
obraron con voluntad plenamente libre, con suficiente deliberación y con
intención directa de abusar de su sexualidad o de excitar hasta cierto grado
la de otra persona.
Es evidente que muchas personas no pueden evitar todas las ocasiones que
constituyen para ellas cierto peligro de excitación sexual. Sería, por
ejemplo, ridículo sostener que parejas de prometidos no pueden abrazarse o
acariciarse si ello provoca una cierta excitación y placer sexual. Si hoy día
se impusiera y se llevara adelante esta restricción, no podría casarse nunca
ninguna muchacha que siguiera este consejo. No obstante, una pareja de
prometidos debe evitar las ocasiones que saben que para ellos constituyen
peligros próximos de experimentar placer sexual completo y de darle libre
consentimiento.
Masturbación o «ipsación»
Los psicólogos han mostrado una cierta preferencia por el término
«ipsación» (de ipse, uno mismo) en lugar de masturbación, porque expresa
mejor la naturaleza egocentrista de la tendencia o del acto. Aunque esta
inclinación es más común en los jóvenes (y aquí la trataré principalmente
desde este punto de vista), esto no quiere decir que el problema se limite a
este grupo de edad; no pocos adultos se ven molestados por este hábito.
Con frecuencia representa una persistencia de hábitos juveniles que no se
dominaron nunca totalmente. En otros casos la tendencia se desarrolla en
condiciones de aislamiento de frustración que la persona no puede cambiar
o no tiene intención de cambiar. Una persona soltera que se halla en un
ambiente extraño, lejos de la compañía de la familia o de amigos muy
conocidos, o personas casadas separadas por la distancia o agobiadas por
falta de inteligencia mutua, pueden verse tentadas en este sentido. Aquí
entran en juego muchos factores psicológicos.
André Gide, autor cuyos libros fueron puestos en el Índice, refiere en uno de
ellos cómo él decidió hacer una experiencia única. Decidió procrear un hijo
sin tener la menor sensación de amor o de placer. Se preguntaba qué
pasaría si dos personas que no se tienen la menor simpatía ni sienten la
menor pasión la una por la otra tuvieran relaciones con vistas a la
procreación. El llevó realmente a cabo su plan. Por naturaleza, tal
experiencia es diabólica y patológica. Abusar de la facultad sexual sin la
menor pasión ni amor revela en una persona normal una mala voluntad
empedernida. Una pasión desordenada es menos mala que un abuso
calculado fríamente.
Será muy provechoso que el confesor pueda mostrar cómo las dificultades
en esta materia están relacionadas con la persona entera. La persona
entera y no precisamente una parte es la que crece hacia la madurez y la
apertura a Dios y al prójimo. Quienquiera que no logre dominar el
egocentrismo estará necesariamente expuesto a muchas faltas, no sólo
contra la castidad.
Necking y petting
En la vida de la juventud americana, el petting y el necking están tan
propagados, que parecen ser una parte integrante de su sub-cultura. Según
el contexto, esto puede significar caricias banales o actos que recorren toda
la gama del «juego sexual» sin llegar al coito. En cierto número de casos es
una forma de comunicación con la que los adolescentes inmaduros tratan de
ponerse en relación entre sí aunque sin tener nada que decir. Con
frecuencia se inician tactos exploratorios la primera vez que un muchacho
se encuentra con una muchacha. A los jóvenes que están expuestos a estas
tendencias, que notan que tienen que entregarse a tales actividades para no
ser menos que sus compañeros, habrá que explicarles cuán perjudiciales
pueden ser esas prácticas para su futuro estado de casados. El andar
jugueteando con el sexo en ese estadio de su desarrollo obstaculizará su
progreso hacia la madurez, haciéndolos incapaces de distinguir el juego
sexual entre camaradas, el cariño respetuoso entre prometidos y las
intimidades inspiradas por el amor entre los cónyuges.
Sin embargo, debe quedar claro que no toda expresión de afecto entre
jóvenes pertenece a la categoría de necking y petting. Con frecuencia
pueden intercambiarse besos entre jovencitos de ambos sexos sin la menor
intención sexual, en casos en que esta práctica ha podido comenzar en edad
temprana sencillamente porque es uso corriente en su ambiente; raras
veces tienen implicaciones sexuales. Si esto tiene significación sexual para
una de las partes, no por ello ha de tenerla para la otra; sin embargo, esto
es una cosa que se transmite fácilmente del uno al otro. La seducción no es
una experiencia infrecuente.
El necking y el petting pueden ser causa de pecado y en sí mismos son más
bien pecaminosos, porque generalmente se tiene la intención de explotar el
cuerpo de otra persona con vistas a la propia satisfacción sexual. A la otra
persona no se la ama verdaderamente como persona, sino que
sencillamente se usa, o abusa, de ella sólo como medio de la propia
satisfacción. Aunque en el necking y el petting es posible buscar la plena
satisfacción sexual, por lo regular se evita llegar al coito. Esta manera
egoísta e inmadura de abordar el sexo hace que estos jóvenes carezcan de
la debida apreciación del significado de su propia sexualidad y del
significado del amor. Tales prácticas, si se entrega uno a ellas
habitualmente como la cosa más natural, pueden dar al traste con las
perspectivas de un matrimonio próspero y feliz e incluso de verdaderas
amistades. Amistades simuladas basadas en explotación e indelicadeza
fomentan actitudes que no pueden menos de ser destructivas de toda
auténtica relación personal.
Fornicación
Las intimidades y la unión conyugal son, por su misma naturaleza,
expresiones del tierno amor de los esposos, de su total e irrevocable
entrega mutua. Es la expresión auténtica y legítima del hecho de ser ambos
«una carne». Salta a la vista que el significado y la verdad de estos actos
varía notablemente si son ofrecidos mutuamente por los esposos, por
personas prometidas o por personas que no están en modo alguno
comprometidas entre sí y ni siquiera se conocen mutuamente como
personas. Por consiguiente, los que se entregan a experiencias sexuales sin
estar casados, se entregan a una mentira sumamente trágica. Sus palabras
de amor, al igual que su unión corporal expresa algo que para ellos no es
verdad. Son embusteros en un sentido tan hondo, que ellos mismos pierden
la comprensión de la más expresiva unidad «en un cuerpo». Ni siquiera
desean ser los dos uno, irrevocablemente uno, aunque no dejen de decirlo.
Algunos moralistas enseñan que a las personas que tienen relaciones fuera
del matrimonio hay que preguntarles si usan contraceptivos. Explican que
tal acción añade a la fornicación un nuevo pecado «contra la naturaleza».
Es evidente que el aborto sería un nuevo pecado, un pecado contra la vida,
pero tocante al uso de contraceptivos no debería haber problema. Las
razones dadas por severos moralistas son frágiles, pues la fornicación en sí
misma es contra la naturaleza de las personas y contra el significado de la
sexualidad humana.
También se puede hacer esta otra pregunta (aquí importa mucho proceder
con tacto) : «¿Sabe usted quién le administra el sacramento del
matrimonio?» Algunos sabrán responder, pero muchos no sabrán y se
limitarán a decir: «El padre fulano.» Los novios son, naturalmente, los que
se confieren mutuamente el sacramento. Por su unión con Cristo y con la
Iglesia, son ellos los ministros del sacramento, el uno para el otro; esto
significa que cada uno es para el otro un instrumento vivo de la gracia de
Dios. Ellos desempeñan una función sacerdotalmente sacramental, que sólo
marca el comienzo de un mutuo interés pastoral que ha de continuar a lo
largo de su vida conyugal; están llamados a proporcionarse mutuamente la
experiencia del santo amor de Dios. El período de su noviazgo es el tiempo
oportuno para hablarles de esta manera, puesto que su sincero amor les
ayudará a ver el amor de Dios en el suyo propio. Deben mostrarse un
amoroso respeto mutuo y de los dones de Dios, que deben preservar
fielmente hasta su debido tiempo.
Adulterio
El adulterio es ciertamente uno de los pecados más abominables. En la
Iglesia primitiva se imponían largas penitencias a los adúlteros. En la edad
media. los adúlteros tenían a veces que hacer largas peregrinaciones, de
Inglaterra o de Alemania a Santiago, a Roma o a Jerusalén.
Debemos predicar la palabra de Dios de tal forma que los fieles entiendan el
carácter criminal del adulterio. No conseguimos nada con reñir o
sermonear. Si los penitentes confiesan el pecado humildemente, se los debe
tratar con respeto y amabilidad. Con todo, al confesor le incumbe el deber
de explicar la gravedad de la lesión que uno se ha infligido a sí mismo y a la
otra persona, y la magnitud de la ofensa que han cometido contra Dios. Esto
les ayudará a comprender cuán grande es la misericordia de Dios cuando
sentenciamos: «Este tremendo pecado está perdonado.» Una vez más, aquí
también puede ser útil ver si los penitentes están dispuestos a aceptar
alguna ayuda. El confesor debe basar su táctica en los motivos, explicando
por qué este pecado es tan grave, por qué Dios condena a los que lo
cometen, a no ser que se enmienden.
Hay que reconocer que hay una cierta incongruencia en estudiar las
cuestiones morales del matrimonio en el marco del sexto mandamiento, si
se considera primeramente el acto que tiene lugar fuera del matrimonio y
que es contrario al significado del mismo. Los defectos morales que
destruyen el matrimonio desde dentro son casi invariablemente pecados
contra la caridad, más bien que pecados contra la castidad. Sin embargo, el
juicio definitivo sobre si algo es o no contra la castidad ha de pronunciarse
sobre la base de una plena inteligencia de lo que es el amor y la caridad. No
hay pecado contra la castidad que, en último análisis no sea un pecado
contra el amor de uno mismo y del prójimo.
1. Las relaciones conyugales sólo pueden ser plena y fiel expresión del
amor mutuo, si los casados tratan de expresar un amor no egoísta y
un respeto mutuo mediante la totalidad de su vida común.
Sin el amor conyugal se agota muy pronto la fuente de la vocación total del
matrimonio y de la paternidad. El matrimonio y el amor conyugal son la raíz
de la vocación, la paternidad a base de amor es el árbol y los hijos son el
fruto. Sólo si la raíz está bien alimentada con el amor que la sustenta, habrá
buenos frutos que ofrecer al Señor.
El matrimonio es una alianza de amor, pero hay que notar que se trata de
un amor orientado, natural y sobrenaturalmente, al servicio de la vida:
término que prefiero con mucho al de «reproducción». El amor mutuo de los
esposos, fundido con el amor creativo de Dios, trae al mundo nueva vida
concebida en su sagrada unión.
Un buen amigo mío jesuita fue el primer hombre que cayó muerto ante mis
ojos en el frente de Rusia el 21 de junio de 1941. Tenía quince hermanos y
hermanas. Su padre era un sencillo trabajador, pero todos ellos recibieron
la enseñanza media. Su madre era un genio de la economía doméstica. Los
niños aprendieron pronto a ayudarse unos a otros y todos tomaban parte en
los quehaceres de casa. Sus padres cargaron con una responsabilidad
heroica, pero tal heroísmo no se puede imponer a todos. Hay parejas que
aun con ingresos de 5000 dólares al mes serían incapaces de educar a los
hijos, de ayudarles a crecer, como es debido, «en edad, sabiduría y gracia».
Sin embargo, no hay que insistir especialmente en puntos que están todavía
en discusión, aun después de la publicación de la Humanae vitae. Se impone
la prudencia tanto a los partidarios de las opiniones más avanzadas, como a
los que sostienen las más rigoristas. Ahora bien, en la Constitución pastoral
sobre la Iglesia en el mundo moderno, el Concilio ha propuesto los
problemas cruciales del matrimonio, a saber:
a) La paternidad responsable,
b) reconociendo claramente las dificultades y los peligros cuando «se
rompe la intimidad de la vida conyugal» (art. 51) y
c) la necesidad de «armonizar el amor conyugal con el respeto de la vida
humana».. «No puede haber verdadera contradicción entre las leyes
divinas relativas a la transmisión responsable de la vida y las relativas
al fomento de un auténtico amor conyugal» (loc. cit.).
La amonestación de san Pablo es tan actual hoy día como lo era para la
comunidad de Corinto: «No os neguéis uno a otro, a no ser de común
acuerdo, por algún tiempo, para dedicaron a la oración. Pero volved de
nuevo a vivir como antes, no sea que Satanás os tiente por vuestra falta de
dominio de vosotros mismos» (1 Cor 7, 5). Esta tentación del demonio no ha
de ser necesariamente una tentación sexual. Un matrimonio puede
destruirse tan completamente por falta de comunicación o por excitaciones
surgidas de tensiones no calmadas, como por infidelidad sexual.
Los obispos canadienses, de los que se hacen eco algunos otros, escriben:
«Los que tienen que aconsejar pueden encontrarse con personas que,
aceptando la enseñanza del papa, se hallan en circunstancias particulares
que les parecen crear claramente un conflicto de deberes, por ejemplo, el
de compaginar el amor conyugal y la paternidad responsable con la
educación de los hijos que ya tienen, o con la salud de la madre. De acuerdo
con los principios admitidos de teología moral, si dichas personas han
procurado sinceramente, aunque sin resultado, observar las directrices
dadas, se les puede asegurar sin peligro que quien quiera que escoge
sinceramente el procedimiento que le parece recto, obra con buena
conciencia.»
También los obispos de los EE. UU. hablan de un posible conflicto de valores
e indican, como lo hacen otras jerarquías, por ejemplo, la italiana, que el
pecado implicado (si es que hay siquiera pecado en la situación concreta de
conflicto) en el uso de medios artificiales está en estrecha relación con el
grado (o ausencia) de egoísmo.
No veo por qué esta opinión de san Alfonso no pueda aplicarse igualmente
al marido que sabe que su mujer usa un diafragma. La argumentación del
santo vale aquí incluso a fortiori. Mayor es la dificultad del caso en que el
marido usa un preservativo. Pero aun en este caso opino que la cooperación
será más bien material y por tanto lícita si la esposa tiene buenas razones,
como, por ejemplo, la de salvaguardar el matrimonio o la armonía conyugal.
Al decir esto nos atenemos todavía a los principios tradicionales.
11. Pablo VI ha reiterado la condena de la interrupción del acto
conyugal como medio para regular la natalidad, aunque con un
lenguaje pastoral mucho más suave que el usado en Casti connubii
(1930). Evita la calificación de «gravemente pecaminosa». El pecado y
sus grados dependen del grado de egoísmo y arbitrariedad.
En los casos en que los esposos noten que sus motivos y su modo de
proceder no han sido del todo irreprochables, aunque fundamentalmente
han obrado con buena intención, no deben desanimarse; convendrá que
hagan un acto de contrición y confianza como lo hacen los buenos cristianos
después de todo pecado venial o imperfección; pero todavía pueden tener la
confianza de que se hallan en estado de gracia, supuesto que sea recta su
actitud fundamental. Pueden recibir la comunión sin necesidad de
confesarse. También al decir esto seguimos los principios tradicionales.
La píldora
No se habría entendido la encíclica Humanae vitae si se buscara en ella una
respuesta a las cuestiones relativas a la píldora de progesterona para el
control de la natalidad. No todos los que hallan dificultades en la enseñanza
de la Humanae vitae (en particular la de que todo acto conyugal concreto
debe estar abierto a la procreación, incluso en los casos en que no se podría
asumir con responsabilidad la transmisión de la vida) son favorables al uso
de la píldora de progesterona. El problema de la propagación del uso de las
píldoras hormonales como medio para el control de la natalidad es discutido
críticamente tanto por adversarios de la encíclica de Pablo VI, como por
otros que se han sentido aliviados por la encíclica y la han acogido con
gratitud.
Como en otras muchas cuestiones modernas, las opiniones varían entre los
teólogos. Gran número de moralistas respetables explicaban la doctrina de
Pío XII dentro del marco de los principios tradicionales, concluyendo que
será lícito el uso de la píldora, por ejemplo en la mayoría de los trastornos
de la menopausia. Si se ha manifestado ya claramente la tendencia de la
naturaleza a suprimir la ovulación y, además, un ciclo irregular provoca
perturbaciones o está relacionado con dificultades para la salud, y si
médicos competentes opinan que estas píldoras son un buen remedio para
la mujer, pueden usarse lícitamente. Esta opinión no es reprobable y no
cambia por el hecho de que la píldora tenga un efecto secundario, a saber,
la supresión de la ovulación, a la que tiende ya la naturaleza misma.
El tercer punto de la discusión era éste: ¿Se puede usar la píldora durante
el período de la lactancia? Es bastante probable que la naturaleza misma
inhiba la ovulación mientras la madre da el pecho a la criatura. Hormonas
naturales llamadas progesterona, las mismas que se producen
artificialmente y se contienen en estas píldoras (enovid, norlutin, anovlar,
etc.), inhiben la ovulación. Ahora bien, si la «naturaleza» inhibe la ovulación
durante la lactancia en la mayoría de los casos, podemos considerar esto
como expresión de la sabiduría de Dios que quiere permitir a los esposos
desplegar su pleno cariño conyugal sin temor de nuevos embarazos durante
el período de la lactancia. Por consiguiente, si en algunos casos la
«naturaleza» no cumple su función, debido a incapacidad de criar, a las
circunstancias de la vida o a otras razones, la ciencia médica tiene derecho
a corregir los defectos de la naturaleza biológica.
Justicia y caridad
En nuestra vida entera debe aparecer bien claro que la caridad — el amor
— no es puro sentimentalismo. Hay que corresponder al orden del amor
(ardo amoris), a la manifestación del amor de Dios revelado en toda su obra.
Así pues, para que el amor sea verdadero no ha de restringirse a un asunto
del corazón. El amor da prueba de sí cuando penetra la entera estructura de
la vida del hombre. El amor se convierte en justicia cuando uno busca en
serio el ordo amoris objetivo en la vida social y económica y luego hace todo
lo posible para expresar su amor mediante el ejercicio de la justicia en los
ámbitos socioeconómicos de la vida.
Los obreros que participan en una huelga deben hacer primero examen de
conciencia: ¿Es justa o injusta esta huelga? Tal examen de conciencia
debería emprenderse por parte del capital y por parte del trabajo, por los
superiores y por los inferiores. Los managers y los capitalistas que
convienen en negarse a las exigencias de los sindicatos, así como los
obreros mismos, deben examinar seriamente la base de las exigencias en
términos de justicia. Deberían también examinar su posición con respecto a
la integración social y racial: ¿están contentos del mantenimiento de un
orden injusto o han dado pasos para promover la injusticia social en el
ámbito de la integración?
Justicia en la publicidad
Los telespectadores están sujetos a diario a una dosis exagerada de
mentiras en los miles de anuncios comerciales que cruzan las pantallas.
Aunque ya no parecen llamarse a engaño, puesto que todo el mundo
entiende que se trata de vulgares hipérboles. Sin embargo, deberíamos
educar la conciencia pública con vistas a modificar la opinión pública,
ayudando al consumidor a percatarse de que el criterio ideal en la
publicidad debe ser la verdad; un buen anuncio dice la verdad. Es un
pecado especial contra la justicia cuando una firma no sólo ensalza los
valores de sus propios productos, sino que además niega o rebaja los
valores de los productos de otra compañía. Igualmente es un pecado contra
la justicia vender un coche de segunda mano sin revelar los defectos
ocultos. Si los granjeros que vendían caballos debían informar al comprador
sobre los defectos importantes de los caballos, lo mismo deberían hacer los
vendedores de coches. Pero ha venido a ser ya práctica corriente vender los
coches de segunda mano sin descubrir tales defectos, y el posible
comprador debe hacer por su cuenta la investigación sobre las taras
ocultas. Debería tratar menos con vendedores sin conciencia y fiarse
únicamente de vendedores que revelaran los defectos ocultos. Nosotros no
debemos fomentar con nuestra casuística este tipo de injusticia diciendo,
por ejemplo, que como es práctica corriente la de no revelar los defectos
ocultos, el vendedor no está obligado a hacerlo. Si los vendedores han de
hacer honor a su profesión, se requiere que garanticen el objeto que van a
vender y que revelen los defectos ocultos del mismo.
Restitución
Si se nos pregunta: «¿Tengo obligación de restituir?», debemos proceder
con la mayor cautela. La decisión puede implicar sumas considerables. Si no
somos peritos en la materia, debemos responder honradamente: «No lo sé.
Consulte usted a alguien versado en materias de justicia económica.»
Finalmente, debemos ser sinceros en nuestras obras. Uno de los rasgos que
distinguen a la juventud moderna es la sinceridad; su fuerte disgusto por la
insinceridad de los adultos influye en el hecho de que éstos los tengan por
iconoclastas. En la formación de la conciencia de los jóvenes debemos hacer
llamamiento a su sinceridad y mostrarles que la sinceridad de los fines
repercute en la sinceridad del comportamiento. Sus acciones deben
expresar lo que ellos son; deben expresar también sus nobles ambiciones.
La juventud debe ser un testimonio en favor de la verdad.
Malicia de la mentira
Podemos ver fácilmente la malicia de la mentira si miramos a Cristo, cosa
que debemos hacer siempre, ya que él es la Verdad y el testigo fehaciente
de la Verdad. Como cristianos que somos, estamos llamados a ser apóstoles;
esto quiere decir que debemos ser testigos de la verdad de la salvación.
Pero si estos testigos salpican su testimonio con pequeñas mentiras, acaban
por perder el crédito. Esto se aplica tanto al sacerdote como a cualquier
cristiano. Cada cual debe repetir periódicamente su credo en relación con
sus condiciones de vida. Su vida entera debe ser un testimonio en favor de
la fe. La entera Iglesia católica, en cada uno de sus miembros, debe hacer
creíble este testimonio y procurar que vaya en aumento su credibilidad. Si
darnos motivo para que no se crea nuestro testimonio, destruimos nuestra
más alta misión. En cambio, viviendo con verdad nuestro compromiso
cristiano, impedimos que se abra brecha en nuestra credibilidad.
Especies de mentiras
Algunas mentiras van contra la unidad de la Iglesia. Fue triste oír tales
mentiras durante las sesiones del Concilio. Si uno afirma, como lo hizo un
monseñor, que sabe de un párroco holandés que contrajo matrimonio civil
en presencia de sus dos coadjutores y que el obispo, al saberlo, permitió
que siguiera desempeñando sus funciones, peca contra la unidad de la
Iglesia. Si, además, es una persona que oye cuentos de este género y los
repite sencillamente porque le gusta, no sólo falta al octavo mandamiento,
sino que peca también contra la unidad de toda la Iglesia católica. Provoca
por su parte una especie de cisma en la Iglesia. También, cuando sin
conocer los hechos, difama uno a otras escuelas de pensamiento o a otras
Iglesias cristianas diciendo que enseñan esto o lo otro, perjudica en gran
manera a la unidad de la Iglesia. Peca contra la fe, contra la fe que crea la
unidad.
Los que critican libros que no han leído nunca, los que acusan a personas a
las que no han conocido ni estudiado nunca, ellos mismos son causa de
irrisión para la Iglesia. Pecan contra la verdad en cuestiones fundamentales.
Si uno afirma que tal o cual obispo o teólogo es hereje, sin conocer la
lengua del país, sin tener el menor contacto con dicho obispo o sin haber
estudiado en serio los problemas en cuestión, comete grave pecado contra
la verdad. Antes de hacer tales acusaciones o de formular aserciones tan
especiosas, debe procurar verificar su posición.
Hay que enseñar a los padres a no castigar a los niños cuando confiesan
sinceramente su fechoría. Además, hay que tener muy presente que para un
niño pequeño es muy difícil, y a veces hasta imposible, distinguir entre un
hecho y una imaginación, entre una vida de fantasía y la realidad. Los
padres y los maestros no deben reprender a los niños llamándolos
«mentirosos». A un niño de cinco o seis años, o de ocho, tampoco el
confesor debe decirle que ha mentido... Deberá decirle más bien: «Eres un
chico listo y debes aprender la diferencia que hay entre lo que es verdad y
lo que es cuento. Luego serás un hombre. ¿Qué te parece un hombre que
miente sin parar, que mezcla lo que es verdad y lo que es cuento?»
¿Son mentiras los chistes? No. No son peligrosos porque sólo tienen por
objeto distraer y embromar, y hay personas a quienes gusta que se les
embrome. Los chistes se basan por lo regular en un uso peculiar del
lenguaje, en juegos de palabras o en cambios de significado. Son una cierta
expresión de sabiduría, y al fin nadie se siente engañado o molestado.
Las medias verdades son algo muy diferente y con frecuencia no carecen de
malicia. Se saca del contexto una parte de la verdad entera, de donde
resulta que queda trastornada la verdad total. Ésta es una forma corriente
de maledicencia, como también una forma corriente de propaganda. En
teología moral importa muchísimo que no suprimamos parte de la acción
entera y formulemos la moralidad de sólo una parte. El todo es lo único que
sirve para percibir el verdadero significado, y la justicia exige que se
presente el cuadro entero.
Restricción mental
Ante todo debemos darnos perfecta cuenta de la complejidad del terna. En
la primera edición de mi obra, La Ley de Cristo, presenté ingenuamente
varios ejemplos de restricciones mentales tomados de viejos moralistas.
Esto suscitó enérgicamente reacciones de la crítica, sobre todo por parte de
los protestantes. Las restricciones mentales pueden a veces parecer
mentiras. Sin embargo, tienen su razón de ser. La restricción mental debe
hacerse con espíritu de caridad.
San Pablo habla de los pecados de la carne, del sarx, de una existencia
egocéntrica, concentrada en sí misma. Es interesante ver que la mayor
parte de los pecados que menciona el apóstol son pecados que destruyen
directamente la atmósfera divina, el ambiente de caridad que hace presente
a Cristo. «Ahora bien, las obras de la carne están patentes, a saber: lujuria,
impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, enemistades, contiendas, celos,
animosidades, rivalidades, partidos, sectas, envidias, borracheras, orgías, y
cosas semejantes a éstas» (Gál 5, 19-20).
San Pablo habla de esto cuando dice: «Algunos proclaman a Cristo por
envidia y rivalidad» (Flp 1, 15), y así no manifiestan la atmósfera divina, la
unidad del cuerpo de Cristo. Con la envidia no persigue uno el bien de los
otros o de la comunidad, sino únicamente la idea egoísta que él tiene de la
vida.
Ambiciones egoístas
Grandes pecados se cometen por miembros del clero, que consideran el
sacramento de la diakonia, el ministerio, como un medio de elevarse a una
clase social más alta, o de incrementar su prestigio y su poder. Buscando
tales ventajas para sí mismos, dan ocasionalmente lugar a disensiones, a
intrigas de partido y cosas semejantes. Fijémonos en un monasterio: de
suyo debería ser un verdadero testigo de Cristo, un verdadero signo visible
de unidad y caridad que fomentara la santidad de cada uno. Pero si en él
hay facciones, disensiones e intrigas de partido, el esfuerzo común por
aspirar a la santidad quedará oscurecido por un deseo de suplantar al otro
partido. Quienquiera que contemple este espectáculo no tendrá la sensación
de que Cristo está en medio de ellos. Tales personas expulsan a Cristo de su
comunidad, negándose a experimentar su presencia y su proximidad
mediante la comunión de espíritus que crea el sentido comunitario. No dan
testimonio de la presencia graciosa de Cristo.
Y san Pablo continúa: «Llevad cada uno las cargas de los otros, y así
cumpliréis la ley de Cristo» (Gál 6, 2). Esta es la ley de Cristo: solidaridad,
esfuerzo común por purificar el ambiente. Se requiere un esfuerzo en
común y plenamente solidario para crear un ambiente que testimonie a
todos que Cristo está entre nosotros, que Cristo está en nuestros corazones
y que nosotros estamos reunidos en su nombre y nos apoyamos unos a otros
pacientemente.
Puede darse que tales opiniones se proclamen sólo como algo aceptado por
otros, sin que necesariamente expresen profundas convicciones personales.
Un ejemplo servirá para ilustrar este punto: En una pequeña ciudad había
una sección de una organización nacional de seglares que trataba de
mejorar las costumbres en todo el país y hablaba de buenas prácticas entre
los jóvenes no casados, insistiendo en la necesidad y posibilidad de la
pureza antes del matrimonio. Un funcionario de la organización dirigió la
palabra a unas doscientas personas, la mayoría jóvenes. Después de su
discurso, se levantó el hijo del granjero más importante y fondista de la
ciudad y dijo: «Todo eso son tonterías. Cada uno de los aquí presentes ha
tenido relaciones por lo menos con diez muchachas diferentes, y eso es
necesario antes de que uno pueda elegir su compañera.» Ni uno solo se
levantó para contradecirle. Nadie dio testimonio. Había muchos muchachos
y muchachas que no compartían sus ideas, pero el joven en cuestión era
tenido por un líder. Los asistentes no querían causar mala impresión. Cinco
meses después el mismo joven se casó por la Iglesia con una liturgia muy
solemne, sin haber dado pública reparación por un pecado que de tal
manera había envenenado el ambiente. La noche misma de la boda la pasó
con otra mujer. Con todo, nadie en la comunidad le dio una respuesta
valiente. Sin embargo, hubieran debido dejar sentado bien claro que aquel
muchacho y otros como él no tenían nada de cristianos.
Contaminación ambiental
Contribuir a crear una opinión pública contraria a la justicia social o a la
integración racial es un pecado que envenena el ambiente. Si un párroco
aconseja a los fieles que no vendan casas a gentes de color porque la
llegada de familias de color depreciará la propiedad parroquial y hará bajar
el nivel de la parroquia, nos hallamos con un caso de este tipo. Quienquiera
que piense de esta manera o trate de inducir a otros a pensar como él
fomentará una neurosis racial. Los fieles que reciban tales consejos mirarán
muy probablemente con recelo la perspectiva de vivir con familias de color
en el vecindario y así, tan luego llegue una de esas familias, se verán
dominados de pánico. Esta es una forma de contaminar el ambiente. Tal
sacerdote habría ciertamente pecado contra la misión de la Iglesia
considerada como un medio ambiente divino. La actitud verdaderamente
cristiana habría sido ésta: «Si viene a nuestra parroquia gente de color,
tenemos la obligación de darles la bienvenida y de mostrarles que somos
una comunidad de amor, recibiéndolos como recibiríamos a Cristo mismo.
Nos sentiremos dichosos al testimoniar en favor de nuestro Padre celestial y
del único Señor Jesucristo que redimió a todos.»
Tal sucede cuando se ha enseñado a los fieles a ver todos los actos, deseos y
palabras a la luz del gran mandamiento del amor fraterno. No sólo amor de
una persona a otra, sino amor fraterno como factor de la edificación de la
comunidad de verdadero amor. Los opúsculos que ayudan a los fieles a
hacer el examen de conciencia, la predicación sobre el sacramento de la
penitencia, la exhortación y la ayuda prestada en el mismo sacramento:
todo esto sirve para robustecer la conciencia tocante a la responsabilidad
hacia el ambiente.
Este gran principio pastoral podría descubrir por qué muchos pecados,
especialmente cuando se siguen servilmente las normas de este ambiente
envenenado, con frecuencia no están exentos de culpa.
Otro caso parecido: Una familia católica esperaba el tercer hijo en el quinto
año de matrimonio. La mujer se ocupaba en asociaciones católicas. Cuando
nació el tercer hijo, habló a todo el mundo de los grandes gastos que le
acarreaba aquel hijo, de las grandes restricciones a que le obligaba a aquel
aumento de la familia. Las gentes reaccionaron como era de prever: «¡Qué
tonta es usted! ¿Por qué tiene hijos si no le gusta?» El marido procedió de
otra manera. Sus colegas lo embromaban a veces, pero él respondía:
«¿Quiere alguno de vosotros ser el padrino de mi cuarto hijo? Porque ya nos
preparamos para tener otro.» Así, con buen humor, mostraba su orgullo de
ser padre. El estaba creando un ambiente luminoso, y su mujer, que parecía
desplegar más actividad católica que nunca, contribuía a entenebrecer más
y más el ambiente. Tenemos que instruir a las gentes sobre la importancia
de sus palabras y de sus obras para la vida del mundo que las rodea.
Renovación de la Iglesia
El sacramento de la penitencia fomenta la renovación de una parte de la
atmósfera divina. La Iglesia misma es «el pueblo de Dios que peregrina» y
que, en cuanto tal, tiene siempre conciencia de la constante necesidad de
purificación. La Iglesia se hace más consciente de esto en el sacramento de
la penitencia, donde el sacerdote y el penitente, así como el entero pueblo
de Dios, confiesan su necesidad de purificación. La Iglesia misma, en sus
miembros y comunidades, se renueva, renueva su espíritu; pero esta
renovación no sería sincera si no fuera unida con el firme propósito de
renovar las estructuras de nuestra vida cristiana: renovación de la familia
cristiana, haciendo más visible el reino de Dios; mayor colaboración en la
parroquia, en la liturgia, en el empeño por formar una sana opinión pública,
en todas las formas del apostolado seglar, implantando así el reino de Dios.
Debería hacerse patente que la Iglesia hace un esfuerzo no sólo por renovar
a sus miembros en sus corazones, sino también en renovar las
comunidades, de modo que éstas sean un testimonio, un signo visible del
pueblo de Dios renovado, y un signo de redención para su ambiente. La
responsabilidad social del particular se subraya en la celebración de este
sacramento. El signo visible de la renovación debe expresarse en todos los
actos del penitente y sobre todo en la proclamación de la paz mesiánica.
Función de la penitencia
El sacerdote puede dirigir la atención del penitente hacia la penitencia
como sacramento de renovación con la clase de penitencia que le imponga.
Mediante esta penitencia debe el penitente comenzar a percatarse de la
injusticia que ha hecho al mundo de Dios, a su ambiente, el entero cuerpo
místico. Luego, con un corazón transformado, deberá intentar la renovación
de su contorno, colaborar mejor con todos los hombres de buena voluntad,
dar testimonio de caridad y de unidad, de justicia y de amabilidad, de
prudencia y de fortaleza.
Para parejas de prometidos que hayan pecado juntos será una penitencia
apropiada el que, después de haber explicado al penitente por qué tal
comportamiento no está en regla, se le pida que con amabilidad y
delicadeza explique a la otra parte las mismas razones y le pida que le
prometa ayudarle. «Él (o ella) mostrará su amor redentor ayudándole, y
usted también le prometerá ayudarle. Y si vuelven a caer a pesar de su
buena voluntad, ¿por qué no renunciar a salir juntos hasta que hayan
renovado su amor redentor mediante el sacramento de la penitencia?» Esto
crearía una atmósfera divina entre los que están llamados a formar la
atmósfera divina de una familia cristiana.
«Lo que me molesta no son tanto las indelicadezas y las palabras fuertes de
mi marido; estas cosas no me irritarían tanto si al menos una vez me dijera
que lo sentía.» Le ayudaría psicológicamente si se impusiera al marido esta
penitencia. No es demasiado pedirle que reconozca por lo menos una vez
que no tiene razón. Y hasta la próxima confesión podría imponerse como
norma excusarse lo antes posible por sus arrebatos y por su trato descortés
de su mujer o de sus hijos. Esto ayudaría a crear un ambiente divino de
delicadeza y de amabilidad en la familia, y al mismo tiempo a dar buen
ejemplo. También, si hay otros pecados que perturben la atmósfera divina
de la familia, procuremos que el penitente acepte una penitencia con la que
comience a edificar de nuevo.
Debería también excusarse ante los niños si los castiga sólo por razón de los
daños materiales o por impaciencia, en lugar de hacerlo por interés en su
educación. Si se atiene a esta regla, crecerá su autoridad basada en el
amor, en lugar de causar temor o violencia en los niños. Ayudará a los niños
a distinguir entre la atmósfera divina y sus falsificaciones. Si conocemos la
situación presente de nuestros penitentes, si sabemos dónde y cómo viven,
no es difícil obtener su cooperación para hallar penitencias adecuadas.
Procuremos hallar una penitencia que cree una atmósfera de delicadeza y
amabilidad.
El tiene que proporcionar gozo a los demás, como los apóstoles que la tarde
de pascua recibieron la garantía de Cristo, «La paz sea con vosotros», tras
lo cual alentó el Señor sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo», y
repitiendo después «La paz sea con vosotros» los constituyó en mensajeros
de la paz. Todo el que es reconciliado con el Señor, si desea conservarse en
constante conversión, tiene que ser testigo de la paz mesiánica en su
contorno. No es sólo una paz del alma con Dios, con «el dulce Jesús de mi
alma». No es así como los evangelios y los profetas predican la paz
mesiánica. Tendremos amistad íntima con Cristo si trabajamos por su reino,
si edificamos el orden del amor y de la justicia. Así debemos sentir que el
mensaje mismo del sacramento, es decir, la palabra efectiva de paz, es lo
que apremia al que lo recibe y lo hace capaz de ser transmisor de la paz
mesiánica, de llevar la experiencia de la atmósfera divina, de la Iglesia, al
ambiente de su familia, de su vecindario, al entero ambiente cultural,
económico y social.
Necesidad de crecimiento
Donde hay vida tiene que haber crecimiento. Si uno comienza a resistir a la
ley del crecimiento o se niega a seguir creciendo, se condena a sí mismo a
la muerte. El tiempo presente, que comprende parte del período entre la
primera y la segunda venida de Cristo, es un tiempo de esperanza y de
crecimiento. La esperanza significa suspirar por la venida de Cristo, por su
victoria en la batalla decisiva contra Satán, el cual combate «en la
convicción de que su tiempo es limitado» (Ap 12, 12). Por esto, el cristiano
obra en la convicción de que sólo una firme resistencia en esta batalla
contra las asechanzas de Satán mismo, contra las tinieblas del ambiente y
contra la esencia misma del egocentrismo, lo mantendrá en vida y le
ayudará a crecer.
La ley general que puede urgir el confesor como obligatoria para todos es
únicamente la de confesar los pecados mortales. Puede haber razones
especiales de abandonar esta norma; por ejemplo, a una persona
escrupulosa se la puede a veces retraer de entrar en demasiadas
enumeraciones, si no se le prohíbe efectivamente confesarse con
frecuencia. Pero si no hay razones especiales, lo normal es que el amor de
Cristo nos impela a hacer una confesión cada vez más profunda, más
humilde y más aceptable.
La segunda conversión
Sería un error afirmar que el sacramento de la penitencia es el único medio
de promover y atestiguar una conversión continuada. El concilio de Trento
dice claramente que hay diferentes medios disponibles y que se han de
elegir con libertad. Los pecados veniales se pueden perdonar de muchas
maneras, incluso sin confesión y absolución sacramental. El mejor
coronamiento del perdón puede lograrse mediante la humilde y frecuente
recepción de la comunión, que nos purifica de nuestros defectos cotidianos.
Mediante la amorosa conversación con el Señor se expulsa del alma esa
flojedad que es la fuente de la mayoría de nuestros pecados veniales. La
eucaristía fue instituida sobre todo — enseña el concilio de Trento — como
alimento espiritual para la unión de amor con Cristo y con los miembros de
su cuerpo. Pero, dado que esta unidad se lleva a cabo mediante el amor,
cuyo fervor nos proporciona no sólo el perdón de culpa y pena, sino también
la transformación interna, consiguientemente obtenemos el perdón del
pecado y la conversión más y más profunda en la medida en que aumenta el
fervor de nuestra devoción.
Quien por desprecio rechace los medios más eficaces ofrecidos por el Señor,
no logrará una conversión efectiva. Sin embargo, nadie tiene absoluta
obligación de confesarse lo antes posible cuando ha pecado mortalmente.
No obstante, debe hacer todo lo posible por recobrar la amistad de Dios
mediante un acto de perfecta contrición, y esto lo antes posible. Aún así, no
es infrecuente hallar personas que no recobran la paz del corazón hasta que
reciben el sacramento de la penitencia.
Dirección espiritual
El sacramento de la continua conversión es un servicio, y el sacerdote, al
aplicarse a este ministerio de la Iglesia, debería considerar su papel
correlativo de director o guía espiritual del penitente. No debería proceder
como si se tratase simplemente de dar la absolución. Si las gentes reciben
el sacramento como signo de continua conversión, es que desean la ayuda
especial de la Iglesia para su crecimiento. El confesor debe ayudar al
penitente a conocer más y mejor su conciencia, de modo que logre llevar
una vida cristiana integrada más maduramente en el amor de Dios y del
prójimo.
Frecuencia de la comunión
La mayoría de los cristianos practicantes reciben el sacramento de la
continua conversión por lo menos en cada tiempo pascual. La ley de la
Iglesia universal no nos obliga a confesarnos por pascua; sólo nos obliga a
comulgar. Sólo surge la obligación de la confesión en el tiempo pascual si se
tienen pecados mortales — sólo así se puede cumplir con el precepto de la
comunión pascual —, aunque creemos que los buenos cristianos no tienen
dificultad en recibir el sacramento de la penitencia en este tiempo, aun sin
estar estrictamente obligados a hacerlo.
Conviene tener presente que hay un aspecto del desarrollo del sacramento
de la penitencia que se pasa por alto con frecuencia. Este desarrollo forma
parte del desarrollo del rico tesoro de la fe, no sólo al nivel de la doctrina,
sino también al de la disciplina y de la práctica.
Los sacerdotes deben recibir con frecuencia este sacramento con vistas a su
celebración diaria del misterio de la santidad de Dios, la eucaristía. En el
Código de derecho canónico no hay una definición exacta de lo que se
entiende por «frecuentemente»; no hay ninguna ley acerca de la confesión
semanal. Mi experiencia en muchas regiones me ha mostrado que los
buenos sacerdotes se confiesan una o dos veces al mes, o cada semana. Si
viven a grandes distancias, lo hacen una vez al mes, pero entonces lo hacen
más en serio. La legislación actual obliga a los religiosos generalmente a
confesarse cada semana; esto es una indicación del Código, como también
una regla de la respectiva congregación u orden; pero, a mi parecer, no es
una ley que obligue bajo pecado. Es un ideal al que debemos aspirar si no
hay razones especiales que lo disuadan. El confesor puede — y a veces debe
— aconsejar a religiosos escrupulosos que es mejor para ellos que sólo se
confiesan una vez al mes o incluso con menos frecuencia. Puede también
recomendarse que sólo confiesen uno o dos pecados, y en todo caso
aquellos de que quieran realmente corregirse o enmendarse.
Si uno, libremente, hace confesión general, hay que decirle que no tiene
obligación de hacer una confesión completa de todos los pecados mortales
absueltos anteriormente, sobre todo de los pecados contra el sexto
mandamiento: Como decía san Alfonso a personas que hacían confesión
general con cierta escrupulosidad, vale más que empleen mejor su tiempo:
potius pus meditationibus tenapus impendant.
¿Es buena la práctica que existe entre nosotros de que los niños vayan a
confesarse cada mes en un momento determinado? En casos en que son
rigurosamente vigilados y observados, pueden sentirse forzados a ir a
confesarse aun sin estar preparados; puede darse que se sientan rebajados
cuando durante las sesiones de confesión general para los adultos, se les
dice que deben ir en el momento designado para los niños de escuela.
Evidentemente, esta práctica no es buena, puesto que no hay ley divina que
los obligue. ¿Cómo podemos, pues, obligarlos y tenerlos en menos si no
acuden a confesarse? El párroco puede invitar a los niños a ir a confesarse
en días y horas determinadas, pero en todo caso deben los niños sentir que
son hijos de Dios y que son libres. No deben tener la sensación de que el
confesor o el párroco imponen leyes que no han sido hechas por Dios o por
la Iglesia universal. Más bien convendría atraer a los niños celebrando
debidamente el sacramento de la penitencia, de modo que adquieran gran
estima de la grandeza de la gracia de Dios. Procuremos que vean
claramente que todo no se reduce al esfuerzo del penitente por ser mejor,
sino que la palabra eficaz del Señor es la que asegura su amistad y hace que
uno progrese hacia la plena amistad con él. La acción de Cristo es la que da
valor a nuestros propios esfuerzos. Es muy provechoso que se haga
comprender a los niños que no están obligados a la integridad material en
tanto no son capaces de cometer pecado mortal.
Parece ser que la opinión más rígida sostiene que los niños son capaces de
pecado mortal pasados los diez años. Como insinué más arriba, yo dudo de
que un niño medio pueda cometer pecado mortal a los once, doce o trece
años. Primero deben comprender qué es un pecado mortal que el Dios
misericordioso y justo castiga con una terrible sentencia por toda la
eternidad. Sin embargo, debemos inculcarles en casa la importancia de su
esfuerzo por vivir bien con vistas a su futuro desarrollo. Un niño o una
persona mayor no decide su destino en un momento, sino con la totalidad de
su vida.
Toda exageración es perjudicial para el sacramento de la misericordia. Por
consiguiente, es doctrina cierta que los niños no están obligados a
confesarse si no están seguros de haber cometido pecado mortal; ahora
bien, para un pecado mortal se requiere clara deliberación y suficiente
libertad. Los esfuerzos del sacerdote no deben limitarse a hacer que el niño
llegue a distinguir debidamente lo bueno y lo malo en términos de los diez
mandamientos; el aprendizaje debe centrarse principalmente en la
inteligencia de la Nueva Ley, de la ley de gracia, y en cómo pueden expresar
al Señor su gratitud por tan gran sacramento, especialmente con un amor
compasivo y paciente de los otros. Por una parte, no hay que inducir nunca
a los niños a hacer una enumeración escrupulosa de todos sus pecados y
deficiencias; por otra, deben aprender a fijarse en sus motivos. Dado que los
motivos son sumamente decisivos en el proceso de la conversión
continuada, los niños deberán hacerlos objeto de su examen de conciencia y
de una humilde confesión. Así estará el sacerdote en condiciones de
ayudarles más eficazmente en el camino de la madurez cristiana. Ellos
comprenderán también mejor el mensaje de paz que pone orden en la
mente y en el corazón del hombre.
¿Con qué frecuencia deben confesarse los niños? Aquí no es posible fijar
una regla general; esto depende en gran parte de las circunstancias. Si la
parroquia es pequeña y el párroco tiene el tiempo suficiente para ocuparse
de los adultos y de los niños, es bueno que éstos vayan con frecuencia a
confesarse, digamos una vez al mes si van a misa y a comulgar
ocasionalmente entre semana. Pero si la extensión de la parroquia impone
obligaciones apremiantes al párroco, no será recomendable que vayan los
niños a confesarse cada mes. Esto daría lugar a que se despachara la
confesión superficialmente y de prisa por ambas partes, por el confesor y el
niño. Esto fomentaría la rutina y un sacramentalismo externo. Yo por mi
parte prefiero que no se practiquen las confesiones obligatorias durante las
horas de escuela. El ideal sería que los confesores dieran a los niños alguna
ocasión de celebrar en forma comunitaria el rito penitencial, o de procurar
sesiones periódicas de confesiones en días elegidos por ellos. Convendría
invitar a los niños a ir a confesarse con sus padres. Sin embargo, todos
deben saber que pueden ir a confesarse cuando quieran.
El Corpus Iuris Canonici que estuvo en vigor hasta el año 1918, contiene un
capítulo especial de peccato taciturnitatis, en el que se inculca una debida
corrección fraterna aplicada a los prelados. Se exhorta a los cristianos bajo
pena de pecado a tener el valor de dar fraterna corrección a los superiores.
Por ejemplo, si en nuestros tiempos difíciles el obispo muestra una actitud
vacilante con respecto a los decretos del Concilio, los cristianos de la entera
diócesis, y otros obispos, deben con medios apropiados procurar hacerle
caer en la cuenta del escándalo que está causando. Estos son casos
excepcionales. Pero no faltan sacerdotes y obispos que manifiestan este
espíritu de resistencia a la renovación de la Iglesia y con ello causan gran
daño a la Iglesia a la que quieren servir. Si las gentes se expresaran en las
debidas ocasiones y los advirtieran acerca de esa actitud malsana y
perjudicial, es probable que no cayeran tan fácilmente en ese error. Pero
debemos también decirnos a nosotros mismos y a nuestros queridos colegas
y hermanos que no hemos de considerarnos infalibles en todas las cosas,
como si el obispo y los que lo rodean se equivocaran siempre.
Especialmente en el sacramento de la penitencia es donde tenemos
obligación de formar las conciencias de los penitentes en esta materia.
Aprovechará recordarles que deben reflexionar antes de formarse un juicio
en todas las dificultades en que creen que ellos tienen razón y que los
superiores se equivocan. Así les ayudaremos a comenzar la crítica por sí
mismos.
Esto se aplica aun si los propios enfermos son hasta cierto punto
responsables de su mala salud o ellos mismos se han puesto en peligro. Lo
que importa es aceptar la situación como un llamamiento e invitación a
seguir a Cristo en sus sufrimientos, a hacer penitencia por sí mismos y a
hacer penitencia y dar satisfacción por otros, a aprovechar hasta el extremo
la presente oportunidad. Lo mismo se aplica a los que sufren de escrúpulos
o de algún género de neurosis.
En todos los casos y tiempos debemos hacer esto con la mayor delicadeza y
finura; sin embargo, podrá llegar el momento en que podamos insistir más.
Pero si hemos hallado alguna persona que pueda hacerlo, si se puede contar
con familiares próximos, vale más que ellos se encarguen de esta tarea. A
veces, sin embargo, tendremos que hacerlo nosotros. Entonces prestaremos
uno de los mayores servicios de caridad si lo hacemos con amabilidad y
delicadeza, procurando que la persona enferma se percate de que ha
llegado el momento de prepararse para la respuesta final: «Aquí me tienes,
Señor.»
Conclusión
APÉNDICE
CELEBRACIÓN COMUNITARIA
DE LA PENITENCIA Y DE LA PAZ
1. Procesión de entrada.
Himno de entrada.
El celebrante y los asistentes avanzan hacia el altar; reverencia al altar;
luego van a sus respectivos puestos en el santuario.
PRESIDENTE: «A Aquel que nos ama y nos redimió de nuestros pecados por
su sangre, que nos llamó a la penitencia y a la paz para que seamos un reino
de sacerdotes ante Dios, nuestro Padre, sea dada gloria y poder ahora y por
siempre.»
TODOS : «Amén.»
4. Servicio de arrepentimiento.
Todos: «Señor, abre mi boca para que te alabe en humilde confesión;
infunde en mi corazón un nuevo espíritu.»
Todos los sacerdotes que han oído confesiones dan juntos (si lo permiten las
reglas diocesanas) la absolución en la forma corriente.
7. Tercera lectura: Evangelio según san Lucas 5, 11-33 (o: Mt 9, 2-8; Mt 18,
22-35). Breve homilía para alabar a Dios.
Vuelta de la procesión.