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El Gobernador

Miguel Sousa Tavares


Título: El Gobernador

© 2005, Miguel Sousa Tavares

Título original: Equador

Traducción de Hermo Rueda, Dante

Ilustración de cubierta: Postal antigua de Santo Tomé, de la colección particular de João Loureiro

Editorial: Salamandra

ISBN: 9788478889860

Maquetación ePub: teref

Agradecimientos: a Amabe y LTC por el escaneo y corrección del doc original

Reseña:

Hombre de vida acomodada, seductor y tertuliano en los cafés


y salones de la cosmopolita Lisboa de principios del siglo XX, el
empresario naviero Luís Bernardo Valença ha llamado la atención
con sus artículos sobre las condiciones de vida en las colonias.
Cuando una mañana de invierno el rey don Carlos lo cita en
palacio, poco imagina que de allí saldrá nombrado gobernador de
la colonia ultramarina de Santo Tomé y Príncipe.
Una vez en África, el espíritu liberal y tolerante de Valença ser
verá puesto a prueba por la corrupta comunidad de cultivadores
de cacao, que se niega obstinadamente a abandonar los métodos
esclavistas de sus plantaciones a pesar del riesgo de boicot
internacional que ello supone.
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AGRADECIMIENTO A ESCRITORES

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PETICIÓN
Libros digitales a precios razonables.
Ecuador, línea que divide la tierra en hemisferio norte y sur.
Línea simbólica de demarcación, de frontera entre dos
mundos. Posible contracción de la expresión «es con el
dolor» («é—cum-a-dor», en portugués antiguo).
Para Cristina
Capítulo 1

U na vez han ocurrido las cosas, es casi inevitable reflexionar sobre lo que
habría sido la vida si se hubiera actuado de modo diferente. De haber sabido
lo que le reservaba el destino, quizá Luís Bernardo Valença nunca habría tomado
el tren, aquella lluviosa mañana de diciembre de 1905, en la estación de Barreiro.
Pero ahora, recostado en su cómoda butaca de terciopelo granate de primera
clase, Luís Bernardo veía pasar tranquilamente el paisaje por la ventanilla y
observaba cómo poco a poco se imponía la tierra llana, sembrada de alcornoques
y encinas, tan característica del Alentejo, y cómo en el cielo lluvioso que había
dejado en Lisboa se iban abriendo tímidamente claros por los que ya asomaba un
reconfortante sol de invierno. Intentaba ocupar aquellas indolentes horas de viaje
hasta Vila Viçosa en la lectura amodorrada del Mundo, su periódico de todos los
días, vagamente monárquico, liberal convencido y, como su nombre indicaba,
preocupado por el estado del mundo y por «las élites que nos gobiernan». Aquella
mañana, el Mundo informaba de una crisis abierta en el gobierno francés por el
pago de los costes de construcción del canal de Suez, que el ingeniero Lesseps no
se cansaba de excavar como un loco furioso, engordando una factura sin fecha de
conclusión a la vista. Se daba cuenta también del cumpleaños del rey Eduardo
VII, celebrado en la intimidad de la familia real y con felicitaciones de todos los
monarcas, rajás, jeques, reyezuelos y jefes tribales de ese inmenso Imperio
donde, recordaba el Mundo, nunca se ponía el sol. En lo referente a Portugal, se
informaba de una nueva expedición punitiva contra los nativos del interior
oriental de Angola, un episodio más de aquel enorme caos en que a duras penas
parecía sobrevivir la colonia. En las Cortes se había asistido a otra trifulca entre
los diputados del Partido Regenerador, de Hintze Ribeiro, y los progresistas, de
José Luciano de Castro, a propósito de la «lista civil» de palacio, esto es, el
presupuesto público destinado al funcionamiento de la Casa Real, que nunca
parecía suficiente para cubrir los gastos. Luís Bernardo dejó el periódico en el
asiento vacío de al lado y prefirió meditar sobre las causas que lo habían llevado a
tomar aquel tren.
Tenía treinta y siete años, estaba soltero y era tan libertino como las
circunstancias y su apellido le permitían: algunas coristas y bailarinas de fama
dudosa, alguna que otra dependienta del barrio de la Baixa, dos o tres virtuosas
señoras casadas de la alta sociedad y una renombrada y disputada soprano
alemana que había actuado tres meses en el teatro de Sao Carlos y de cuyos
favores, por lo que se sabía, no había sido el único beneficiario. Era, pues, un
hombre dado a aventuras de faldas, pero también a melancolías. A los veintidós
años había dejado los estudios de Derecho y, para disgusto de su ya difunto
padre, su proyectada carrera en la abogacía se quedó en unas cortas prácticas en
el bufete de un reputado abogado de Coímbra, del que se escabulló a la menor
oportunidad, liberándose así para siempre de aquella supuesta vocación. Regresó
a su Lisboa de siempre y, tras dedicarse a diversos oficios, heredó de su padre el
cargo de socio principal de la Compañía Insular de Navegación: tres barcos, de
casi doce mil toneladas cada uno, que transportaban mercancías y pasajeros entre
Madeira y las Canarias, el archipiélago de las Azores y las islas de Cabo Verde. La
Insular tenía sus oficinas al final de la calle del Alecrim, en un edificio pombalino
de cuatro pisos por los que se repartían sus treinta y cinco empleados. Luís
Bernardo se había instalado en un salón espacioso con dos amplios ventanales
sobre el Tajo, que vigilaba con la atención de un farolero a lo largo de los días, los
meses, los años. Al principio le gustaba imaginar que desde allí controlaba una
armada atlántica y casi una parte de los destinos del mundo; a medida que
llegaban los telegramas o las comunicaciones por radio de sus tres únicos barcos,
actualizaba su paradero con pequeñas banderitas que clavaba en el enorme mapa
de toda la costa occidental de Europa y África que cubría por completo la pared
del fondo. Poco a poco se fue desinteresando del paradero diario del Catalina, el
Catarina y el Catavento y dejó de clavar diligentemente las banderitas en el
mapa, si bien continuaba asistiendo sin falta a las partidas y las llegadas de los
barcos de la Insular en el muelle de la Rocha Conde de Óbidos. Sólo en una
ocasión se le ocurrió, por espíritu aventurero o por deber profesional, embarcar
en uno de sus navíos; fue en un viaje de ida y vuelta a Mindelo, en la isla
caboverdiana de São Vicente, una travesía tormentosa e incómoda hasta una
tierra que le pareció desolada y totalmente desprovista de cualquier cosa que
pudiera despertar el interés de un europeo de su tiempo. Le explicaron que
aquello no era exactamente África, sino más bien un pedazo de luna caído al mar,
pero él no se animó a ir más allá, al encuentro de esa África de la que le llegaban
tantas historias exaltadas.
Se quedó para siempre en la oficina de la calle del Alecrim y en su casa del
barrio de Santos, donde vivía solo con una vieja ama de llaves que había
heredado de la casa de sus padres y que no se cansaba de repetirle «usted
necesita casarse», además de una ayudante de cocina, una chica de la Beira
Baixa, fea como un puercoespín. Comía invariablemente en su club del barrio del
Chiado, cenaba en el Bragança o en el Grémio, o frugalmente en su casa, y las
noches las pasaba en veladas de cartas con los amigos, en visitas de cortesía a
familias y, de vez en cuando, en el Sao Carlos o en fiestas en el club Turf o en el
Jockey. Estaba bien relacionado, era ingenioso, inteligente, buen conversador. Le
apasionaba el estado del mundo, lo que lo llevó a suscribirse a una revista inglesa
y a otra francesa, lenguas que dominaba, cosa rara en la Lisboa de la época. Se
interesó por la «cuestión colonial», leyó todo lo relacionado con la Conferencia de
Berlín y, cuando la cuestión ultramarina comenzó a ser objeto de apasionados
debates públicos, aún como secuela del Ultimátum inglés, publicó dos artículos en
el Mundo que fueron largamente citados y discutidos por su análisis equilibrado y
de una frialdad insólita entre tanto furor patriótico y antimonárquico, en contraste
con la aparente condescendencia del rey don Carlos. Luís Bernardo defendía un
colonialismo moderno, de raíz mercantil, centrado en la explotación efectiva de
aquello que Portugal pudiese llevar a cabo, por medio de empresas con vocación
para trabajar en África, gestionadas con espíritu profesional y «actitud
civilizadora». No se podía seguir dejándolo todo «en manos de los que, no siendo
nadie aquí, se comportan allá como caciques, peores que los nativos, no como
europeos, salidos de la civilización del progreso, al servicio de su país».
Sus artículos fueron objeto de acaloradas discusiones entre «europeos» y
«africanistas», y la fama que le granjearon lo animó a ir más allá y publicar un
opúsculo, donde reunió los números referentes a los últimos diez años de
comercio de importación de las colonias de África, para sustentar su opinión de
que ese comercio era incipiente para Europa, insuficiente para las necesidades del
país y, por lo tanto, un grave y endémico desperdicio de las posibilidades ofrecidas
por una explotación racional e inteligente de las riquezas ultramarinas. «No basta
con ir predicando por el mundo que se tiene un imperio —concluía—, también hay
que explicar qué se hace para merecerlo y conservarlo.» El debate posterior fue
virulento e intenso y, desde la trinchera contraria, el «africanista» Quíntela
Ribeiro, dueño de extensas haciendas en Moçãmedes, decidió responderle en el
Clarim, donde se preguntaba: «¿qué conocimientos tiene de África el señor
Valença?», y, volviendo la frase contra su autor, concluía: «No basta con ir
predicando por el mundo que uno tiene cabeza, como hace ese tal Valença.
También hay que explicar qué se hace para merecerla y conservarla.»
La frase de Quíntela Ribeiro y el mismo debate público suscitado por las
intervenciones de Luís Bernardo se convirtieron para éste en una especie de
tarjeta de visita. Lo cierto era que muchos en Lisboa se lamentaban de que un
hombre con su edad y su talento, tan inteligente e informado, desperdiciara lo
mejor de su vida mirando al Tajo por una ventana y rondando por la ciudad en
busca de conquistas amorosas.
Todo aquello había quedado atrás hacía ya unos meses. Luís Bernardo
regresó, no sin alivio, a su sencilla vida cotidiana; la incomodidad de ser el centro
de una polémica pública pesaba más que la eventual fama y admiración que se
había ganado, traducidas en un aumento de invitaciones para cenas donde
invariablemente se desgranaban estúpidas opiniones sobre la «cuestión
ultramarina», siempre rematadas con la pregunta de costumbre: «Y usted,
Valença, ¿qué piensa al respecto?»
Justo en aquel instante, en el tren de Lisboa a Vila Viçosa, Luís Bernardo
pensaba en la extraña invitación del rey, por medio de su secretario particular el
conde de Arnoso, para que acudiera a comer ese jueves al palacio de Vila Viçosa.
Bernardo de Pindela, el conde de Arnoso, uno de los integrantes del célebre grupo
de los Vencidos de la Vida, que tanto había agitado la vida intelectual del país
unos años antes, le había concedido el inesperado honor de visitarlo en su oficina
de la Insular. Después de transmitirle la invitación, se limitó a añadir: «Me
disculpará usted, pero no puedo revelar lo que su majestad pretende decirle. Sé
que se trata de un asunto importante y que el rey pide que el encuentro se
mantenga en secreto. En cualquier caso, un paseo hasta Vila Viçosa le irá muy
bien para despejarse del ambiente de Lisboa, y le garantizo, además, que allí se
come de maravilla.»
Allí estaba, pues, de camino al palacio ducal de los Braganza, en medio de esa
nada que era el Alentejo, donde el rey don Carlos pasaba todos los años lo mejor
del otoño y del invierno para dedicarse a la caza, una afición con la que, según las
lenguas republicanas de la capital, descansaba de los pocos momentos en que
renunciaba a ocuparse de los asuntos del gobierno. Luís Bernardo tenía casi la
misma edad que el rey, pero, a diferencia de éste, era un hombre delgado y
elegante, que se vestía con esa sobriedad, sólo en apariencia despreocupada, tan
característica del verdadero gentleman. Don Carlos de Braganza parecía un
bobalicón disfrazado de rey; él parecía un príncipe disfrazado de burgués. Todo en
él, desde su figura hasta su manera de vestir o de caminar, revelaba su actitud
ante la vida: cuidaba su apariencia, pero sin dejar que eso se convirtiera en una
incomodidad; estaba al corriente de las modas, de lo que ocurría fuera, pero no
prescindía de su propio criterio; pasar inadvertido era motivo de angustia, pero
sentirse demasiado observado, apuntado con el dedo, le resultaba embarazoso. Su
cualidad era no albergar demasiadas ambiciones; su defecto, no albergar,
probablemente, ambición alguna. Sin embargo, cuando se examinaba a sí mismo,
procurando mantener una distancia adecuada para el análisis, Luís Bernardo
reconocía, sin un exceso de vanidad, que estaba varios escalones por encima del
ambiente que frecuentaba: su educación era superior a la de los que tenía
inmediatamente por abajo y era más inteligente y culto, menos superficial, que
los que estaban por encima. Y así fueron pasando los años y su juventud fue
escurriéndose con ellos. En el amor había sido como en la vida: las mujeres a las
que encontraba verdaderamente irresistibles le parecían fuera de su alcance; las
que consideraba asequibles le resultaban siempre decepcionantes. En una ocasión
tuvo una novia, una chica muy joven, guapa y con buena dote. Él se quedaba
absorto en la contemplación de su devastador pecho adolescente, que se alzaba
por encima de los escotes, adonde un par de veces arrimó las manos y la nariz,
destapándolo para poder explorar sin trabas ni pudor. Llegó a regalarle el anillo
de compromiso y entre su tía Guiomar, que hacía las veces de madre, y su suegro
putativo se acordó la fecha de la boda, pero él acabó topando con la ignorancia de
la novia, que confundía Berlín con Viena y suponía que en Francia aún había
monarquía. Imaginó todos los años que le quedaban por delante al lado de aquel
pimpollo, el tedio de las veladas, la idiotez de las conversaciones, las alegres
comidas dominicales en casa del suegro, y se batió en retirada, sin elegancia,
insultado a gritos por el padre del pimpollo en pleno Grémio, del que salió
discretamente, injuriado pero aliviado. Se dijo, y no se equivocaba, que el asunto
se resolvería en quince días, durante los cuales sería el blanco de todas las
habladurías; después volvería a tener la vida entera por delante. Y a eso se
reducían sus tentativas de lo que la gente llama «vida en pareja».
Allí, en el tren hacia Vila Viçosa, daba gracias a la Providencia por ser un
hombre solo, libre y dueño de su destino. Estiró sus largas piernas hasta el
asiento de delante, sacó del bolsillo de la chaqueta su pitillera de plata y, de ésta,
un cigarrillo de las Azores, estrecho y largo, buscó en el bolsillo del chaleco la caja
de cerillas y lo encendió aspirando lenta y voluptuosamente. Era un hombre libre:
sin esposa, sin partido, sin deudas ni deudores, sin riqueza ni estrecheces, sin
gusto por lo frívolo ni atracción por lo desmedido. Si el rey tenía algo que decirle,
proponerle u ordenarle, la última palabra siempre la tendría él. ¿A cuántos
hombres conocía que pudieran presumir de lo mismo?

Esa noche, por ejemplo, tenía su habitual cena con los amigos en el hotel
Central. Una tertulia heterogénea, de hombres entre los treinta y los cincuenta
años, que todos los jueves se reunían para disfrutar de la exquisita cocina del
Central y conversar sobre las novedades del mundo y los males del reino. Un
ritual de hombres a imagen y semejanza del propio Luís Bernardo: serios sin
llegar a cargantes, despreocupados sin llegar a superficiales.
Esa noche, sin embargo, tenía una razón muy especial para esperar ansioso la
hora de ir a cenar y por eso había reservado la vuelta en el tren de las cinco,
confiando en que los habituales retrasos no le impidieran llegar a tiempo al
Central. Luís Bernardo esperaba que João Forjaz, uno de los miembros del grupo
de los jueves y su amigo de toda la vida, desde la escuela primaria, le trajera un
mensaje de su prima Matilde. Había conocido a Matilde ese verano, en Ericeira,
durante una velada en casa de unos amigos comunes, una noche iluminada por la
luna, como en las novelas de amor. Cuando vio a João atravesar la sala en su
dirección, con Matilde del brazo, Luís Bernardo sintió un estremecimiento, una
premonición de peligro inminente.
—Luís, ésta es mi prima Matilde, de la que hace tanto que te hablo. Éste es
Luís Bernardo Valença, el espíritu más escéptico de mi generación.
Ella sonrió ante el comentario de su primo y miró a Luís Bernardo
directamente a los ojos. Era casi tan alta como él, que ya era bastante alto, de
sonrisa y gestos infantiles. No más de veintiséis años, pensó. Pero, como él sabía,
ya casada y madre de dos hijos. También sabía que el marido estaba en Lisboa
trabajando y que ella pasaba allí las vacaciones con sus hijos. Se inclinó y le besó
la mano tendida. A él le gustaba mirar las manos cuando las besaba; vio que tenía
dedos largos y finos y en ellos posó su beso, algo más prolongado de lo que
aconsejaba la simple cortesía.
Levantó la vista y ella lo miró a los ojos. Sonrió de nuevo.
—¿Qué es eso de un espíritu escéptico? ¿Es lo mismo que un espíritu
cansado?
João respondió por él:
—¿Luís, cansado? No, hay cosas de las que nunca se cansa, ¿verdad, Luís?
—Así es. Nunca me canso de mirar a una mujer hermosa, por ejemplo.
Aquello no sonó como un simple elogio, sino casi como una declaración de
guerra. Se produjo un silencio incómodo, que João Forjaz aprovechó para batirse
en retirada.
—Bien, ya estáis presentados —dijo—. Id aclarando eso del escepticismo
mientras yo voy a buscar una bebida. Pero cuidado, querida prima, no sé si este
escéptico ambulante es una compañía muy conveniente a los ojos de la gente
respetable. De todas formas, yo vuelvo ahora mismo. No os voy a dejar solos en
este compromiso.
Ella siguió a su primo con la vista y, a pesar de su ensayada seguridad, a Luís
Bernardo le pareció adivinar de repente una ligera sombra en su mirada, cierto
tono de preocupación imprevista en la voz con que le dijo:
—¿Ésta es una situación comprometida?
Luís Bernardo comprendió que había sido impertinente, que la había asustado
con aquella frase sobre las mujeres hermosas. Respondió con dulzura:
—Seguramente no. No lo es para mí y no veo por qué tendría que serlo para
usted. No me conoce, claro, pero puedo asegurarle que mi objetivo en la vida no
es ir por el mundo haciendo daño a los demás.
La declaración sonó tan sincera que ella pareció relajarse al instante.
—Me alegra oír eso. Pero, dígame, sólo por curiosidad, ¿por qué cree mi primo
que quizá no es usted una compañía muy conveniente?
—«A los ojos de la gente respetable», ha dicho él. Y, como sabe, los ojos de la
gente respetable nunca son inocentes, ni siquiera cuando lo que ven es del todo
inocente. En este caso, supongo que la inconveniencia se resume en el hecho de
que una mujer casada y un hombre soltero estén aquí charlando, en una noche
magnífica como ésta.
—¡Ah, claro! Las conveniencias... a eso se refería él. ¡Las eternas
conveniencias! Al fin y al cabo parecen ser la esencia de todas las cosas en los
tiempos que corren.
Esta vez fue Luís Bernardo quien la miró fijamente a los ojos. Ella se perturbó
con su mirada, que parecía impregnada de un súbito abatimiento, de una soledad
desamparada, que atraía y asustaba. Cuando él habló, volvió a hacerlo con el
mismo tono de absoluta sinceridad que la había desarmado antes.
—Oiga, Matilde, está claro que las conveniencias, y todo lo que comportan,
tienen un papel importante en la sociedad, y yo no pretendo cambiar el mundo ni
las reglas que parecen dar seguridad a la gente, sino una existencia feliz, por lo
menos una vida tranquila. Muchas veces me gustaría que las reglas no fueran
tantas ni de tal magnitud, porque al final la vida llega a confundirse con su
apariencia. Pero creo que, en última instancia, siempre tenemos elección. Yo, al
menos, la tengo, y por eso me considero un hombre libre. Sin embargo, vivo
entre los demás y acepto sus reglas, las comparta o no. Déjeme decirle una cosa:
usted es la prima y la mujer preferida de João, y João ha sido siempre mi mejor
amigo. Es natural que hayamos hablado alguna vez de usted, y le aseguro que él
siempre lo hace con entusiasmo y ternura. No le ocultaré que por eso tenía
curiosidad por conocerla, y ahora puedo dar fe de que es usted mucho más
hermosa de lo que él me había dicho y, además, me parece una mujer tan
hermosa por fuera como por dentro. Hecho el elogio, no quiero de ninguna
manera que se sienta incómoda conmigo; la llevo otra vez con João, ha sido un
placer conocerla y creo que voy a salir a disfrutar de esta bonita noche.
Inclinó la cabeza con elegancia y avanzó un paso, como esperando a que ella
lo acompañara. Pero, en vez de eso, oyó su voz vehemente, un tanto sofocada,
pero inesperadamente firme:
—¡Espere! ¿Se puede saber de qué huye? ¿De qué huye un hombre que se
proclama libre? ¿No estará intentando protegerme?
—Quizá. ¿Hay algo malo en eso? —Quería aparentar la misma firmeza que
ella, pero ahora era Luís Bernardo quien no se sentía seguro. Algo se le estaba
yendo de las manos.
—No; es muy caballeroso por su parte. Se lo agradezco mucho, pero no me
gusta que me protejan de peligros que no existen. Perdone, pero en este caso y
en esta conversación su preocupación es casi ofensiva.
«Dios mío, pero ¿hasta dónde va a llegar esto?», pensó él. Estaba clavado allí
sin saber qué decir ni qué hacer. ¿Debía quedarse o marcharse? «¡Qué disparate!
Parezco un crío intimidado ante un adulto. ¡Por qué no viene João de una vez a
sacarme de este embrollo?»
—Dígame una cosa, Luís Bernardo. —Ella rompió el silencio, retomaba el
juego, y él respondió casi con miedo:
—¿Sí?
—¿Puedo hacerle una pregunta personal?
—Usted dirá...
—¿Por qué no se ha casado?
«Diablos, esto va de mal en peor», pensó él.
—Porque nunca se ha terciado. Que yo sepa, no hay ninguna ley que obligue
a la gente a casarse.
—No, no la hay, pero no deja de ser extraño. Ahora seré yo quien le cuente
un secreto, aunque, la verdad, tampoco creo que vaya a descubrirle nada que
usted no sepa. Algunas amigas también me habían hablado más de una vez de
usted, siempre con mucho misterio. Me lo habían descrito como un hombre
apuesto, inteligente, culto, de conversación amena y buena posición. Dicen que
tiene fama de mujeriego, así que por esa parte no hay dudas. ¿Cuál es, pues, el
misterio de su celibato?
—No hay ningún misterio. Nunca me he enamorado y, por lo tanto, nunca me
he casado. Tan sencillo como eso.
—Es extraño... —insistió ella, como si la respuesta la hubiera dejado de
pronto totalmente perpleja.
—¿Qué es lo extraño, que nunca me haya enamorado o que nunca me haya
casado, aun sin estar enamorado?
Luís Bernardo volvía a tomar la iniciativa, y lanzó la pregunta con tono de
desafío. Ella acusó el golpe y se ruborizó, enfadada consigo misma y con él.
¿Estaba desafiándola?
—No, lo extraño es que nunca se haya sentido enamorado... de una mujer de
la que se pudiera enamorar, con la que pudiera casarse.
Las palabras le salieron tan rápidas, la mirada que él sorprendió en ella le
pareció tan insegura, que Luís Bernardo se arrepintió inmediatamente de lo que
acababa de decir. Pero dicho estaba, y se hizo el silencio entre ellos, como si de
mutuo acuerdo hubieran decidido concederse una tregua.
Fue João quien finalmente, con su aparición, los salvó de aquel espeso silencio
que se interponía entre ambos. Luís Bernardo aprovechó para escabullirse, se
despidió con unas breves palabras de cortesía y una inclinación de la cabeza y se
marchó fuera, donde la luz de la luna había disipado la neblina habitual. El mar de
Ericeira parecía haberse calmado, como si también él se hubiera concedido una
tregua; a lo lejos se oía la música de una fiesta popular y de una ventana abierta
que daba a la avenida llegaba el sonido de voces y carcajadas de un grupo
familiar que se adivinaba feliz. De pronto Luís Bernardo casi deseó para sí esa
felicidad que no se cuestiona. Le apetecía acercarse al baile de donde venía
aquella música, escoger a una moza del pueblo para bailar en sus brazos, notarla
tensa y algo sofocada al sentir el roce de su cuerpo, aspirar el olor a colonia
barata de su cabello e, iluminado de repente por una súbita lucidez, susurrarle al
oído: «¿Quieres casarte conmigo?» La idea le hizo sonreír y, mientras encendía
un cigarrillo a oscuras, pensó que al día siguiente lo vería todo más claro. El
sonido de sus pasos fue lo único que oyó de camino al hotel donde se hospedaba.
Las dos semanas siguientes en Ericeira las pasó entre las mañanas en la
playa, las comidas en las tabernas de pescadores junto al mar, donde servían, sin
presunción alguna, el mejor pescado del mundo, y las tardes, en el salón del hotel
o en las terraza? de la plaza mayor del pueblo, leyendo el periódico, despachando
la correspondencia o de charla con João Forjaz y dos o tres amigos más. Por la
noche, si no recibía invitaciones, cenaba en el hotel, puntualmente a las ocho y
media, solo, en compañía de João o de quien apareciera sin avisar. En el comedor
del hotel se podía encontrar todo cuanto caracterizaba la tranquilísima vida de la
alta sociedad en un hotel de verano. Parejas jóvenes, cuyos hijos, si los había, se
quedaban al cuidado de las ayas, que cenaban con ellos en la recocina; familias
enteras, con abuelos, hijos e hijas, yernos y nueras y nietos adolescentes, que
ocupaban las dos mesas centrales del comedor, y caballeros solitarios, algunos de
paso, otros aún de vacaciones como él, además de los oficiales que acompañaban
a la reina doña Amelia, que también veraneaba allí. A Luís Bernardo le
maravillaba la imaginación del chef, que todos los días, y sin repetir nunca un
plato, presentaba en el menú tres sopas, tres entrantes, tres platos de pescado,
tres de carne y tres postres. Acabada la cena, pasaba con los demás caballeros al
bar o a la sala de fumadores, donde se encendía su puro y hacía girar el coñac
francés en una gran copa que sostenía entre los dedos. Se quedaba sentado
mirando a los demás o accedía a jugar una partida de dados o dominó, juego éste
que lo aburría soberanamente. En cierto momento de la velada los solteros se
iban por su lado y sólo se quedaban los padres de familia. No había más que un
destino posible: el casino, donde el programa se reducía básicamente a puros,
coñac, juego, charlas, en una rutina sólo rota por los dos habituales bailes de
verano, al principio y a finales de agosto. Había otra opción, semiclandestina,
semioficial, de la que nadie hablaba abiertamente y que todos comentaban a
media voz: la visita a los salones de doña Júlia o de doña Imaculada. Se decía
entre los caballeros que doña Júlia tenía más novedades, pero que las chicas de
doña Imaculada eran más de fiar. El servicio comenzaba hacia la medianoche y se
prolongaba hasta altas horas de la madrugada. Acudían casados y solteros,
caballeros dignos y respetables, y hasta padres que llevaban a sus hijos casi
imberbes con el noble propósito de iniciarlos en la condición masculina. Las
aventuras nocturnas de los hombres de la alta sociedad que veraneaban en
Ericeira eran uno de los temas inevitables en las conversaciones de las señoras,
por la mañana, en las casetas de la playa.
—Dicen que ayer, sólo en casa de doña Imaculada, había dos condes y un
marqués. ¡Adonde iremos a parar, Dios santo! —exclamaba con mojigatería, y
desde lo alto de su intachable viudez, Mimi Vilanova, considerada unánimemente
la voz de la virtud en las playas de Ericeira.
—Pues a mi marido seguro que no lo verán allí, porque pasa todas las noches
a mi lado —se apresuró a aclarar una señora casada, poco habituada aún a las
costumbres del lugar.
Y las señoras callaban, moviendo la cabeza en actitud de despecho. Sin
embargo, nunca se pasaba de las meras insinuaciones, porque ni las «chicas»
soltaban prenda, conscientes de que la discreción era la clave del negocio, ni los
caballeros, incluso los no usuarios, violaban jamás esa regla de oro que
garantizaba la solidaridad entre hombres en lo tocante a asuntos
extraconyugales.
Luís Bernardo sí había ido dos veces, en compañía de João y de otros. Fue una
vez al salón de doña Júlia y otra al de doña Imaculada, tranquilo y despreocupado
como pocos en tales circunstancias, pues no tenía que dar explicaciones a nadie,
ni siquiera a su conciencia. Como podía satisfacer sus necesidades físicas sin
menoscabo espiritual alguno, había ido con la misma naturalidad con que asistía a
una cena entre amigos.
Con todo, en aquellos días de verano se había instalado un tedio que le
molestaba más incluso que las frecuentes mañanas nubladas, en que los niños y
los bañistas tenían que recogerse en la arena, lejos del mar. Los días eran
demasiado largos para esa ociosidad omnipresente. Era como un vicio sin placer,
una tranquilidad tan estúpida y carente de sentido que lo enervaba y dejaba en
un estado de permanente apatía. Paseaba de día, deambulaba por la noche, a
menudo se preguntaba qué hacía allí viendo pasar los días con la secreta y
absurda esperanza de algo indefinido que él sabía no iba a ocurrir.
En aquellas dos semanas sólo vio a Matilde en dos ocasiones. Y ni se puede
decir que la viera: la entrevió, a lo lejos, fuera de su alcance. La primera vez fue
durante un concierto, en los jardines del parque del pueblo, después de cenar.
Ella se acercaba caminando con un grupo y él estaba con João y otros dos amigos.
Matilde saludó a João con un efusivo beso y sólo después pareció reparar en su
presencia. «¡Hombre!, ¿usted por aquí? ¿Así que todavía está de vacaciones?» Él
se limitó a responder con un estúpido «eso parece», y se quedó esperando a que
ella por lo menos le preguntara hasta cuándo. Pero Matilde siguió su camino, con
una media sonrisa de despedida, y desapareció entre la profusión de señoras,
niños y caballeros. La segunda vez fue en el baile del casino, justo cuando
acababa de entrar en la sala, tras dejar en el bar a los mismos de siempre con las
mismas charlas de siempre. Se había apoyado contra el marco de la puerta y
comenzaba a examinar el panorama con una mirada que abarcaba toda la sala
cuando de pronto la vio. Estaba deslumbrante, con un vestido de tirantes que
arrastraba por el suelo, amarillo y blanco, el cabello recogido con una diadema de
brillantes, la piel morena, ligeramente quemada por el sol. Parecía aún más alta y
grácil mientras bailaba un vals muy lento en los brazos de su marido. Miraba en
dirección a Luís Bernardo, pero aún no lo había visto. Sonreía por algo que su
marido le decía al oído. Cuando por fin se topó con su mirada fija en ella, pareció
desconcertada por un momento, como si no lo hubiera reconocido, y después le
dirigió un gesto que no llegó a ser ni una inclinación de la cabeza, sino más bien
un imperceptible saludo con los ojos. De súbito la pareja dio la vuelta y Luís
Bernardo la perdió de vista en aquel salón abarrotado de parejas felices bailando
en una noche de verano.
Luís Bernardo se alejó del baile y del casino y salió a fumar un cigarrillo.
Intentó analizar lo que sentía. Rabia, sí, rabia; una rabia estúpida, insensata y sin
razón de ser. Envidia, una envidia irracional que era incapaz de controlar. Y
tristeza, un vacío en su interior, desde donde una voz le decía: «Nunca tendrás
esa felicidad, nunca tendrás una mujer así, a la que puedas llamar tuya. Cada uno
labra su destino y tú has labrado el tuyo. No vives de tu felicidad, sino de lo que
consigues robar de la felicidad ajena.» De repente se sentía mal consigo mismo.
Mal con su vida, mal con su persona, mal con esa libertad de la que tanto se
vanagloriaba. El baile se había acabado para él. Sus vacaciones se habían vuelto
insoportables. Se sentía como un animal extraño, como un ave de rapiña entre un
rebaño feliz, estúpida e incomprensiblemente feliz. Abandonó el baile cuando éste
empezaba a animarse y regresó presuroso al hotel. Pidió en recepción que le
tuvieran la cuenta preparada a la mañana siguiente, consultó el horario de trenes
y subió a su habitación. Se quitó únicamente la chaqueta para acostarse y durmió
vestido sobre la colcha de la cama, con la ventana abierta al mar.
Se despertó antes que el resto de huéspedes para tomar el tren de las diez y
media en Mafra. Los niños pequeños desayunaban en la recocina, en compañía de
las ayas, los adultos dormían aún, recuperándose del baile de la noche anterior.
Bajaba distraídamente por la escalera hacia la planta baja cuando, de repente, el
corazón le dio un vuelco y se detuvo, estupefacto ante lo que veía: al pie de la
escalera, mirándolo igual de petrificada, estaba Matilde. Llevaba un vestido blanco
cuyo corpiño, ligeramente escotado, le permitía ver, desde arriba, su pecho
jadeante como el de un animal herido.
Parecían dos estatuas mirándose el uno al otro. Fue Luís Bernardo quien
rompió el silencio.
—¡Matilde! ¿Usted por aquí, a estas horas de la mañana? La creía durmiendo,
después de la fiesta de ayer.
—Y a usted, Luís, ¿qué le pasó ayer? Se esfumó de repente...
—Sí, la verdad es que no soy muy aficionado a bailes. Y, como no tenía nada
que hacer allí, decidí marcharme.
—¿Que no tenía nada que hacer allí? ¿Qué quiere decir? ¿Qué se supone que
se hace en un baile, sino bailar?
—No encontré a nadie con quien bailar...
—¡Pues sí que es usted exigente! ¿De verdad no encontró a nadie?
—La encontré a usted y me pareció muy feliz.
—Sí, estaba bailando con mi marido...
Luís Bernardo buscó en vano alguna señal, buena o mala, en el tono con que
dijo aquello. Nada, como si se hubiera limitado a dar la respuesta más natural del
mundo. Suspiró, obligándose a bajar de las nubes. La recordó en el baile, tan
bonita, con una actitud despreocupada y feliz, en los brazos del hombre con quien
se había casado. En un mundo donde él no tenía cabida, que no le pertenecía.
—Aún no me ha dicho qué hace aquí tan temprano.
—He venido a despedirme de una tía mía que se va a Lisboa en el tren de las
diez y media.
—Ah, entonces vamos juntos. Yo también voy a tomar ese tren.
—¿Se marcha usted a Lisboa?
—Sí, las vacaciones se han acabado para mí... —dijo y, tras dudar un
momento, añadió—: con el baile de anoche.
Matilde se quedó en silencio. La miró a los ojos y su mirada le pareció de
compasión. Se sintió desamparado, ridículo. Allí estaba, en la oscura escalera de
un hotel, a las ocho de la mañana, sin saber qué decir, mirando a una mujer que
lo había hechizado una noche a la luz de la luna. Le tendió la mano.
—Bien, parece que tenemos que despedirnos, ¿no?
Ella estrechó la mano que le ofrecía. La de ella estaba fría; la de él, caliente.
Fue un simple apretón, que duró exactamente lo que duran las cosas banales, sin
que ella pareciera querer abreviarlo ni alargarlo más de lo normal...
—Adiós, Luís Bernardo. Hasta la vista.
—Que acabe de pasar unas buenas vacaciones.
—Gracias. —Ella comenzó a subir por la escalera en dirección a él.
Instintivamente Luís Bernardo se apartó para dejarle paso. Se cruzaron sin
mirarse, pero él la sintió pasar tan cerca como un escalofrío que le recorriera todo
el cuerpo. Comenzó a bajar por la escalera oyendo cómo se alejaban los pasos de
ella. Se alejaban para siempre de su vida. Cada paso los apartaba un poco más y
él sintió de pronto un nudo en la garganta. Estaba a punto de llegar a un tramo
de la escalera desde donde ya no podría verla ni oír más sus pasos. De pronto se
paró, dio media vuelta y, antes de pensar en lo que hacía, la llamó con voz
apagada:
—¡Matilde!
—¿Sí? —Ella también se detuvo. Habían intercambiado posiciones: ahora ella
lo miraba desde arriba y él alzaba la cabeza para verla.
—¿La volveré a ver?
—¿A mí? No lo sé. ¿Quién sabe? Los que no mueren se encuentran, ¿no?
«Me rindo —pensó él—. Esta mujer es un bloque de hielo. Esta conversación
es absurda y, si me empeño en continuar con esta locura, lo único que voy a
conseguir es hacer el ridículo.»
—No; no basta con estar vivos. Depende de cómo se está vivo. No se
encuentra sólo lo que se encuentra, sino también lo que se busca. No somos hojas
llevadas por el viento, no somos animales a la deriva. Somos seres humanos, con
una voluntad propia.
—¿Y su voluntad, Luís Bernardo, es volver a verme?
—Sí, Matilde. Mi voluntad es volver a verla.
—¿Y para qué, si puede saberse?
—Ni yo sé bien para qué ni por qué. Quizá para reanudar una conversación
que dejamos inacabada, una noche de luna llena.
—¡Hay tantas conversaciones que quedan inacabadas! Pero ¿qué es lo más
sensato, intentar reanudarlas o dejarlas para siempre en el punto donde se
quedaron?
—Usted, Matilde, hace muchas preguntas, pero da pocas respuestas.
—¡Como si yo las tuviera, Luís! —Su suspiro fue tan profundo, su sonido
parecía venir desde tan lejos que, por un momento, él tuvo el absurdo temor de
que aquel suspiro despertara a todo el hotel y una multitud de cabezas de
huéspedes asomara por las puertas de las habitaciones para descubrir a la autora
de aquel suspiro que los había despertado.
«De todas formas —pensó—, ya no hay nada más que decir.»
En ciertos momentos de su vida Luís Bernardo se sorprendía a sí mismo con
su capacidad para lanzarse al vacío cuando se sentía acosado, cuando las cosas
llegaban a un punto en que la razón ya no servía para avanzar. En aquel
momento, sin darse cuenta siquiera de lo que hacía, como si su cuerpo se moviera
solo, independiente de su cabeza, se vio subiendo lentamente por la escalera
hacia ella, sin apartar la vista de sus ojos. Matilde no se movió ni un milímetro, lo
vio caminar hacia ella, lo sintió llegar a su lado, ponerle las manos sobre los
hombros, inclinarse y posar los labios en su boca. Cerró los ojos, sin moverse,
continuó con una mano sobre la barandilla de la escalera y el otro brazo caído.
Esperaba que él se apartara enseguida, pero Luís Bernardo aumentó suavemente
la presión sobre sus labios y, sin ella saber cómo, las bocas, antes secas, se
humedecieron y sintió cómo su lengua le entraba en la boca, cómo encontraba la
suya y se entretenía con ella, durante un rato que le pareció una eternidad.
Después, por fin, él se apartó y, tras darle un beso muy suave en la boca, le
susurró: «Adiós, Matilde.» Ella oyó el sonido de sus pasos por la escalera hasta
llegar al suelo enlosado de la planta baja, donde desapareció. Sólo entonces abrió
los ojos. Se sentó lentamente en el último peldaño y allí se quedó mirando al
frente, sin nada, con un único pensamiento en la cabeza, durante tanto tiempo
que no habría sabido decir si habían pasado quince minutos o una hora.

Évora. Mediodía. El tren había parado en la estación, en pleno corazón del


Alentejo. Unos veinte pasajeros se habían bajado allí y otros diez habían subido.
En el andén, vendedores de refrescos y de comida pasaban junto a los vagones
pregonando sus productos. Vendían quesos de oveja, embutidos, miel, fruta y
hierbas medicinales. Una gitana con tres hijos desharrapados y sucios tendía la
mano hacia las ventanillas, de donde los pasajeros, incómodos, se apartaban. Más
allá, una vieja vestida de negro de pies a cabeza había montado un tenderete en
el suelo, con frutos secos colocados en cajitas de madera. Dos hombres arrimados
a la pared de la estación y apoyados en sendos cayados observaban en silencio,
como si no hubiera nada más interesante en el mundo que asistir a la parada del
tren que venía de Barreiro.
«¡He aquí la patria en todo su esplendor!», pensó Luís Bernardo. También él
estaba de pie frente a la ventanilla de su vagón. Estiró los brazos y las piernas
para sacudirse la modorra que se había adueñado de él tras cuatro soporíferas
horas de viaje. Estaban ya a poco más de una hora de Vila Viçosa, en un ramal
recientemente inaugurado (según las malas lenguas, para uso exclusivo del rey
don Carlos y familia). Había leído todos los periódicos que traía de Lisboa, había
echado una cabezada de cerca de media hora y no sabía ya en qué ocupar el
tiempo. Volvió a sentarse y encendió un cigarrillo justo en el instante en que, con
una brusca sacudida, el tren volvía a arrancar, lentamente, dejando atrás las
casas blancas de Évora. Su pensamiento regresó a Matilde y a los tres meses
transcurridos desde su despedida en la escalera del Grande Hotel de Ericeira, tras
la cual un otoño entero se había interpuesto entre ellos.
Matilde vivía en una finca de la familia de su marido, en Vila Franca de Xira,
cerca de Lisboa. A todos los efectos, era como si viviese en provincias. En
circunstancias normales podría pasar más de un año hasta que se encontraran por
accidente: no se encuentra lo que no se busca. En octubre él le había escrito una
carta, cuya entrega dejó en las discretas manos de João y de la que después se
arrepintió. João expresó su sincero malestar por aquel papel de alcahuete que
Luís Bernardo le había asignado. Le explicó que su prima estaba casada y que él
sentía un gran respeto por su marido. Le preguntó qué pretendía con aquel juego,
infantil y peligroso. A Luís Bernardo le costó mucho convencerlo de que la
entregara, y lo peor era que sentía que tantos riesgos no habían servido para
nada. Era una carta sin chispa, sin alma, sin sentido, y cuando preguntó a João
cuál había sido la reacción de Matilde al recibirla, éste se encogió de hombros.
«Ninguna. Se la guardó en el bolsillo sin comentarios y ni siquiera me preguntó
qué era de ti.» El 1 de noviembre, día de Difuntos, recordaba bien la fecha, era
domingo, el día de descanso del servicio, y él estaba solo en casa, viendo caer la
lluvia incesante al otro lado de la ventana. Deambuló por la casa con una clara
percepción de la absoluta inutilidad del tiempo, se imaginó en aquella misma casa
veinte años después, con los mismos muebles cubiertos de una fina capa de polvo
que nada podía quitar, mirándose al espejo y viéndose con el pelo blanco, sin
ninguna arruga de preocupación, con las tablas del entarimado crujiendo a su
paso, el retrato de sus padres en el marco de plata, desde donde le lanzaban una
eterna mirada inquisidora, la oficina esperándolo el lunes por la mañana, el
Catalina, el Catarina y el Catavento cada año más lentos, y se sentó al escritorio
de su despacho con una pila de hojas en blanco y se puso a escribir una larga
carta a Matilde. Abrió su alma y su corazón, lo dijo todo, se expuso a todos los
riesgos posibles y, al final, pidió perdón y añadió que, en caso de no recibir
respuesta, jamás volvería a molestarla.
Ella respondió a finales de ese mes. João fue a entregarle la carta a su oficina
de la calle del Alecrim. «Toma. Matilde me ha pedido que te dé esta carta.
Presiento que todo esto acabará mal y que no voy a perdonarme nunca este
trabajo de paloma mensajera.» Él no dijo nada. Debería haber dicho algo para
tranquilizarlo, algo que defendiera a Matilde y disimulara la importancia que
aquella carta tenía para él, pero no dijo nada. Esperó, casi sin poder contenerse, a
que João se marchara y entonces disfrutó del placer de abrirla, sin prisa, atento a
los detalles: la consistencia del papel, el pliegue que ella había hecho a la hoja, el
olor que desprendía.

Luís Bernardo:
Respondo a su segunda carta, no a la
primera. Respondo al beso que me dio en la
escalera, no a los juegos de palabras con los
que ha intentado confundir a esta pobre tonta
que le escribe, tan poco acostumbrada a esas
artimañas en las que usted parece un experto.
No respondo a sus dotes de seductor, sino a
esa parte de usted que anda perdida y que
(¡ingenua de mí!) me pareció tan evidente en su
mirada. En definitiva, no respondo a las cosas
malas que pueden llegarme de usted, sino a
todo lo bueno que creo haber entrevisto en lo
más profundo de su persona.
De ese hombre no tengo nada que temer,
porque no me hará ningún daño. ¿Verdad, Luís
Bernardo? ¿Verdad que no me hará daño?
¿Que podemos simplemente acabar aquella
conversación a la luz de la luna que
interrumpimos una noche de verano?
Sí, ya sé que hago muchas preguntas
pero, si la respuesta a estas preguntas es
afirmativa, le avisaré por medio de João para
que volvamos a encontrarnos. Hasta entonces,
le ruego que no haga nada. Y si, llegado el día,
viene con mala intención, no venga. En ese
caso, yo lo respetaré aún más y lo recordaré
siempre con cariño.

El aviso le había llegado el día anterior. Cuando se cruzó con João a la salida
de la Brasileira, en el Chiado, éste le dijo, como si fuera la cosa más previsible del
mundo:
—Tengo un recado de Matilde para ti. Te lo doy mañana, en la cena del
Central. Vendrás, ¿no?
Tantas cosas, pensó. Tantas cosas lo esperaban ese día: un rey y una
princesa.
Capítulo 2

E sa mañana, en Vila Viçosa, don Carlos se había levantado poco antes de las
siete, despertado por su ayuda de cámara. Pasó rápidamente por el baño, se
vistió en sus aposentos, contiguos a los de la reina, y, como siempre, requirió la
ayuda del criado para calzarse sus ajustados botines con cordones, una operación
que exigía unas flexiones para las que el rey, con sus ciento diez kilos, estaba
incapacitado. Teixeira, el farmacéutico del pueblo, acudió como de costumbre a
afeitar a su majestad, con su afilada navaja con hoja de acero de Sheffield, en un
ritual que desempeñaba con inigualable destreza y al que el rey se entregaba con
visible placer.
Vestido, peinado y perfumado con colonia, don Carlos atravesó con sus largos
y pesados pasos la antecámara que comunicaba las habitaciones reales, la capilla
y el comedor, y bajó a la primera planta del palacio, la de las salas. Se dirigió
directamente a la sala verde, llamada así por el color de la tela de damasco que
forraba sus paredes, donde lo esperaban ya sus compañeros de cacería, que se
calentaban junto a la chimenea de mármol. La mesa del desayuno ya estaba
puesta y los criados, en formación detrás de ella, aguardaban la señal para
comenzar el servicio. Don Carlos hizo un amplio gesto con la mano y exclamó, de
buen humor:
—¡Buenos días, señores! ¡A la mesa, que las perdices no esperan a nadie!
Aparte del rey, eran doce en la mesa de desayuno: el marqués-barón de
Alvito, el vizconde de Asseca (padre), el conde de Sabugosa, Manuel de Castro
Guimarães, el conde de Jiménez y Molina, don Fernando de Serpa, Hugo O'Neil,
Charters de Azevedo, el coronel José Lobo de Vasconcelos, oficial a las órdenes de
su majestad, y el mayor Pinto Basto, ayudante de campo. Además de éstos, se
encontraban también el conde de Arnoso, secretario particular de don Carlos, y el
conde de Mafia, médico de la familia real, que no acompañarían al rey en la
cacería, pues preferían ocupar la mañana en otros menesteres. Faltaba el príncipe
don Luis Felipe, infalible en las cacerías, pero al que una ceremonia en la Escuela
de Guerra había retenido en Lisboa.
Sirvieron zumo exprimido de naranjas de Vila Viçosa —las mejores del
mundo, según la opinión general—, té, tostadas con mantequilla, queso de oveja
curado, compota de melocotón y huevos revueltos con jamón. Al servirse el café,
algunos caballeros encendieron su primer puro del día, pero no tuvieron tiempo
de saborearlo en la mesa. Se dirigieron todos rápidamente a la planta baja, donde
se abrigaron como convenía a aquella gélida mañana de diciembre, que había
salpicado de escarcha el paisaje. En el amplio patio aledaño a la fachada principal
del palacio de los duques de Braganza esperaban ya tres breaks para los
cazadores y otros dos coches, llamados chars à bancs, para los escopeteros, los
porteadores y las armas y municiones escogidas el día anterior, además de un
remolque con los perros, que, alborotados ya, lo olisqueaban todo, con los
sentidos aguzados. Don Carlos había encargado a Tomé, su escopetero particular
en todas las cacerías, que trajera el estuche con su par de Holland and Holland,
regalo de Leopoldo, rey de Bélgica, y su par de Purdeys, hechas a la medida de su
brazo y encargadas en Londres un año antes; según cómo fueran las cosas, tiraría
con las Holland o con las Purdeys. También se podía pasar toda la mañana
disparando con la misma arma, porque, en muchos casos, esas decisiones
respondían más a supersticiones o manías del tirador que a explicaciones
propiamente científicas.
Aquella mañana, la pequeña troupe de caza del rey de Portugal se disponía a
iniciar una batida de perdices en una zona situada a unos cinco kilómetros del
pueblo, un terreno de alcornoques y encinas ligeramente ondulado y atravesado
por dos arroyos semiocultos por la jara. Harían cuatro sacadillas, esto es, cuatro
batidas, desde dos lugares diferentes, según un sistema conocido como «cara y
cruz»: primero se ojeaban las perdices hasta un punto donde las esperaban los
tiradores y, después, un segundo grupo de ojeadores las empujaba hacia ese
mismo punto pero desde la dirección opuesta, de manera que los tiradores sólo
tenían que girar 180 grados entre una y otra sacadilla. Últimamente, a causa de
su exceso de peso, el rey prefería la caza en postura con ojeadores antes que la
caza al acecho, que lo obligaba a caminar kilómetros y kilómetros subiendo y
bajando valles, hundiendo los pies en el barro, resbalando en los pasos
pedregosos, al ritmo de los perros que corrían tras las presas.
El pequeño ejército de ojeadores, un grupo de hombres pobres y medio
descalzos a los que habían reclutado en el pueblo por un puñado de monedas y
una pieza de caza para cada uno, esperaba a los cazadores en el primero de los
lugares marcados. Mientras la comitiva llegada del palacio procedía al sorteo de
los puestos, que irían rotando en cada una de las sacadillas, y se sacaban las
armas y las bolsas de cartuchos, se bajaba a los perros del remolque y los
porteadores cargaban con toda la parafernalia de los cazadores, los ojeadores se
dirigían hacia el punto de partida de la batida, a dos o tres kilómetros de distancia
de los puestos.
La neblina que subía de la escarcha que cubría los campos empezaba ya a
dispersarse, pero el frío aún era inclemente. Acompañado por Tomé y el
porteador, y con sus dos perros — Djebe, un pointer rojo y blanco, y Divor, un
épagneul bretón gris—, don Carlos se encaminó hacia el puesto que le había
tocado en suerte, un refugio rudimentario levantado con ramas de encina
superpuestas, detrás del cual confiaba en pasar inadvertido para las perdices, por
lo menos hasta tenerlas a una distancia de tiro razonable.
La espera de las perdices se solía alargar durante más de media hora en cada
sacadilla; a veces, alguna que otra pasaba volando sola, cuando aún ni se oían las
voces de los ojeadores, pero el grueso de la bandada sólo aparecía justo al final
de la batida, cuando ya no les quedaba más que alzar el vuelo en dirección a los
cazadores emboscados. Durante ese tiempo de espera, a don Carlos le gustaba
sentarse en su silla portátil de lona, encenderse el primer purito de la mañana y
quedarse meditando en silencio, con los perros a sus pies y las escopetas,
cargadas ya por Tomé, listas para ser empuñadas al menor ruido de aleteo. Pensó
en los asuntos que le preocupaban, como el telegrama recibido el día anterior, del
gobernador de Mozambique. Éste quería, y con toda la razón, plenos poderes para
gobernar la provincia sin tener que someterse a los cambios de humor y las
intromisiones del ministro de Ultramar y de los políticos gobernantes de Lisboa.
En el fondo, era la misma situación por la que había pasado unos años antes
Mouzinho de Albuquerque, que acabó renunciando a su cargo de comisario regio
al verse traicionado por un decreto que, contra la voluntad del rey pero con su
firma, lo despojaba del poder de tornar cualquier decisión en la colonia sin recibir
antes el visto bueno de los petulantes políticos de la capital. Don Carlos admiraba
la valentía y las cualidades militares de Mouzinho, así como su patriotismo y su
lealtad al rey. En el fondo, pensaba que Mouzinho tenía razón en aquella disputa,
pero también era consciente de que difícilmente podría darle su apoyo contra el
gobierno sin provocar una nueva crisis política, nada aconsejable en los tiempos
que corrían. «Mal con el gobierno por amor al rey; mal con el rey por amor a la
patria.» Y he aquí que, casi diez años después, la historia se repetía: seguía
asistiendo impotente al desbarajuste de una política ultramarina que era objeto
de constantes contiendas políticas, en lugar de abordarse como una cuestión
nacional que exigía el máximo consenso. Don Carlos suspiró y, contrariado, borró
ese pensamiento de su mente.
La monarquía y la Casa Real nunca habían sido blanco de tantos y tan feroces
ataques. No pasaba día sin que la prensa republicana se ensañara con el rey, la
reina, los príncipes y la institución real en general. Don Carlos abría los periódicos
y se veía atacado por todas partes, caricaturizado, ridiculizado o, simplemente,
vejado. Cualquier excusa era buena: si se metía en política, decían que codiciaba
el poder absoluto y que lo único que conseguía era entorpecer al gobierno; si se
mantenía deliberadamente al margen, era porque el país le traía sin cuidado y
sólo le interesaban la cacerías en el Alentejo y la vida de sociedad. El Partido
Republicano crecía a la par que el descontento popular, la autoridad del Estado se
desmoronaba día a día, a merced de demagogos tabernarios, y los pocos amigos
en que podía confiar no tenían ninguna influencia política o, si la tenían, no
tardaban en perderla por ser amigos suyos. Era rey de un reino donde se sentía
solo y traicionado por todas partes, y señor de un Imperio que las grandes
naciones (las casas reales a las que estaba unido por lazos de sangre) codiciaban
sin pudor ni tapujos. Al menor pretexto, Inglaterra le arrebataría de golpe el
Imperio entero y, con él, su trono. Mouzinho tenía razón cuando denunciaba las
maniobras de los ingleses en Rodesia y en Zambia, pero los estúpidos políticos de
la capital no alcanzaban a comprender que, cuanto más débil fuese el rey, más
amenazado estaría el Imperio. Lo mismo ocurría con Santo Tomé y Príncipe, cuyo
café y cacao tanto perjudicaban las exportaciones inglesas de Gabón y Nigeria. Al
pensar en Santo Tomé se acordó de la comida que tenía ese mismo día con aquel
muchacho, Valença, que tanto le habían recomendado. En un primer momento
don Carlos había fruncido el entrecejo al oír su nombre; había leído sus artículos
y, además de poco serio, le parecía que no conocía el asunto del que hablaba. Sin
embargo, el Consejo Real había insistido en Valença, destacando las ventajas de
un hombre joven, sin compromisos políticos ni de partido, seguramente
inteligente y con cierto gusto por el protagonismo. El rey acabó por dejarse
convencer. «Está bien —dijo—. Mandadlo venir a Vila Viçosa para que pueda
mirarlo bien a la cara, a ver si me inspira confianza. Bernardo, escoge un día
tranquilo para invitarlo a comer. Ah, y averigua si le gusta cazar; eso ya sería
una buena señal.»
Pero no. Tras una breve investigación, el conde de Arnoso comprobó que no
había constancia de que Luís Bernardo Valença tuviera afición por la caza. Así
pues, sólo se lo invitó a comer. «Va a ser un tostón, seguro —pensó don Carlos—.
Tal vez ni siquiera llegue a sacarle el tema propiamente dicho y me quede en el
preámbulo.»
Se oyeron dos tiros en uno de los puestos de la izquierda: las perdices habían
comenzado a salir. Siempre aparecían primero por las puntas, porque era allí
donde llegaban primero los ojeadores, en un movimiento en forma de herradura.
Con todo, el grueso de la bandada saldría al final, por el centro. A lo lejos se oían
ya los gritos de los ojeadores, que barrían el terreno para espantar a las perdices
escondidas en el suelo. En el promontorio que tenía enfrente don Carlos oyó el
ajear angustiado de una perdiz e, instintivamente, se levantó y cogió una
escopeta Holland preparada por Tomé. Se quedó inmóvil con el arma apuntada al
frente, a la altura de la cintura, sintiendo el frío del acero pulido en la mano
derecha, mientras con la izquierda acariciaba suavemente la madera de la culata.
De repente su mente se había quedado en blanco, en aquel momento no existía
nada más que él y su arma, fundidos en un solo cuerpo, atento a cualquier señal
o sonido, con la adrenalina subiéndole hasta la boca y el corazón acelerado, toda
la mañana dependía de aquel instante que él adivinaba cada vez más próximo. Así
se quedó durante diez largos minutos, sin que nada ocurriera; el rey, su
escopetero, sus perros y su arma, mudos, expectantes, inmersos en la naturaleza,
con la eterna actitud del cazador a la espera de su presa, como siempre desde la
noche de los tiempos, desde el día en que el primer cazador se emboscó para
intentar sorprender al primer animal capturado.
Él miraba a la derecha, hacia el lugar donde había oído ajear poco antes a una
perdiz, pero la primera apareció por la izquierda, silenciosa, volando a toda
velocidad a unos veinte metros del suelo. Don Carlos la vio con el rabillo del ojo,
adivinándola más que viéndola, levantó la escopeta y la apoyó sobre el hombro
izquierdo. Desplazó el arma durante unos segundos siguiendo la trayectoria de
vuelo de la perdiz, hasta que el cañón izquierdo apuntó aproximadamente a un
metro por delante del ave, y entonces disparó. Alcanzada en pleno vuelo, la
perdiz continuó su trayecto con las alas abiertas, planeando sobre un mundo que
se le había cerrado de repente, y poco después, como si hubiera chocado contra
una pared, cayó en picado, directa al suelo, donde aterrizó con un ruido seco y
apagado. A don Carlos no le hizo falta asegurarse de que estaba muerta; la forma
en que había interrumpido su vuelo y se había precipitado al suelo con la cabeza
caída era una señal inequívoca de que el tiro había sido mortal. Tomé lanzó un
silbido de admiración mientras tendía al rey la otra arma cargada con los dos
cartuchos. Esa noche, como de costumbre, se encargaría de dar fe, en la taberna
de la plaza central de Vila Viçosa, de la destreza de don Carlos y de engrandecer
así la fama de excelente tirador del jefe de la Casa de Braganza.
En un instante todo se precipitó in crescendo, a medida que los batidores se
acercaban al lugar donde aguardaban los cazadores emboscados. Las perdices
comenzaron a salir, en solitario, en pareja o en grupos de cuatro o cinco. Volaban
hacia el frente, en todas las direcciones, algunas a gran altura y otras casi a ras
de tierra; estas últimas eran las más difíciles, porque se confundían con la
vegetación y sólo se hacían visibles en el último momento. A veces una misma
perdiz era alcanzada sucesivamente desde dos o tres puestos; algunas escapaban
de forma milagrosa a todos los tiros, pero la mayoría no salía con vida de aquella
cortina de plomo. Los disparos se sucedían sin descanso, mientras el aire se
impregnaba del olor a pólvora y las armas quemaban en las manos de los
cazadores. Con las piernas bien firmes en el suelo, mirando siempre al frente,
incluso cuando tendía un arma hacia atrás para que Tomé la recargara y recibía la
otra ya cargada, don Carlos disparaba con una precisión y una suavidad de gestos
dignas de un rey. Acabó la primera sacadilla con doce perdices y una liebre, que
Djebe y Divor corrieron con ansia a recoger en cuanto Tomé los soltó al grito de
«¡Busca, busca!».
A mediodía la cacería había terminado y un manto de perdices se extendía en
el suelo, donde los escopeteros las habían colocado para que los cazadores las
contemplaran con su habitual sentimiento de orgullo. Don Carlos había matado
treinta y cinco perdices y dos liebres, y para ello había gastado dos cartucheras de
veinticinco piezas, listaba eufórico, sofocado por el entusiasmo y por la caminata
de regreso a los coches. Nada le procuraba más placer que aquellas cacerías
matutinas con amigos. Disfrutaba de todo, incluso del momento de recoger: los
comentarios de los cazadores, las proezas que cada uno describía a los demás, las
felicitaciones que él recibía de todos, las charlas entre los batidores y los
escopeteros, la agitación nerviosa de los perros alrededor de las presas, las
perdices guardadas en sacos de estopa, las liebres destripadas allí mismo para que
su carne no cogiera un sabor desagradable, las armas guardadas en sus estuches,
los cazadores desprendiéndose de las cartucheras y de las chaquetas más gruesas
y sentándose a la sombra de un árbol, en el suelo, alrededor de un mantel de
cuadros rojos donde un criado había dispuesto con antelación pan, olivas aliñadas,
queso curado de oveja, embutido, jamón, vino blanco y café.

Un carruaje tirado por un solo caballo esperaba a Luís Bernardo en la estación


de Vila Viçosa. Se le presentó un criado de palacio cuya función consistía
exactamente en recibir a las visitas del rey. Tomó asiento al lado de Luís Bernardo
y dio orden de partir al cochero. Era la primera visita de Luís Bernardo a Vila
Viçosa e inmediatamente quedó maravillado de su belleza: sus casas de paredes
blanqueadas con cal, de no más de dos plantas de altura, sus ventanas y puertas
con marcos de mármol extraído de las canteras que había a la salida del pueblo,
las barandas de hierro forjado, las fuentes también de mármol, la anchura de las
aceras con hileras de naranjos cargados de frutos en aquella época del año, las
dimensiones de la plaza central, frente al castillo y a los jardines que lo rodeaban.
Se respiraba amplitud, una armonía natural entre la arquitectura y la actitud
pacífica con que los lugareños parecían dejar correr el tiempo, sin prisas inútiles,
mientras charlaban en grupitos a la puerta de los comercios o paseaban por la
calle. Estaba claro que Vila Viçosa había sido construida para ser vivida tanto
dentro como fuera de las casas y para ser amada, al sol o al calor de una
chimenea, por sus habitantes.
Recostado en su asiento del carruaje abierto, Luís Bernardo veía pasar
lentamente el pueblo y detenía la mirada en cada detalle, sorprendido por la
belleza lineal de las construcciones, observaba con curiosidad a la gente que
pasaba e intentaba adivinar cómo debía de ser su vida cotidiana. Arrullado por
una inesperada sensación de bienestar y comodidad que ni el frío de aquella
mañana de diciembre conseguía estropear, comprendió por qué don Carlos parecía
sentirse más a gusto allí que en Lisboa, en los salones del Palacio das
Necessidades, su residencia oficial. Atravesaron al trote el patio de entrada del
palacio de los duques de Braganza y Luís Bernardo, de repente, se quedó sin
respiración al descubrir aquel auténtico Terreiro do Paço, cuyo lado occidental, al
fondo, se encontraba ocupado enteramente por el palacio de cuatro plantas,
perfecto en su geometría rectangular. La fachada principal era toda de mármol, de
un tono rosa pardusco; a su derecha, en ángulo recto con la fachada, se levantaba
entre cipreses una elegante construcción encalada que acogía los aposentos
reales, aunque por su situación más parecía la casa de los sirvientes de palacio.
Diez minutos después de llegar, Luís Bernardo fue conducido a un pequeño
salón de la primera planta, con una chimenea encendida a la que se arrimó para
calentarse, mientras observaba las pinturas repartidas por las paredes revestidas
de brocado amarillo. Al oír movimiento de coches en el extenso patio de entrada
al palacio supo que la comitiva había llegado. Se asomó discretamente a la
ventana y reconoció al rey, que bajaba del primer coche en compañía de dos
personas. Poco después oyó pasos que se dirigían a la sala donde él se encontraba
y vio entrar al conde de Arnoso. Éste se interesó por su viaje y le anunció que su
majestad acababa de regresar de una cacería y que acudiría a recibirlo en cuanto
se cambiara de ropa. Después se sentó para hacerle compañía y se quedaron
charlando sobre trivialidades mientras esperaban al monarca.
No se hizo esperar mucho. Diez minutos más tarde, anunciado por sus
pesados pasos sobre el suelo enlosado y por la voz potente con que transmitía
una orden a alguien, aparecía también don Carlos. Iba vestido con discreción, con
un traje gris de lana, un chaleco de gamuza verde y una corbata del mismo tono.
La cara ligeramente enrojecida, el cabello rubio viejo, los ojos de un azul intenso
que delataba la mezcla de sangres europeas, especialmente nórdicas, que corría
por sus venas. Su voz era grave, su apretón de manos un tanto distraído, pero
sus ojos no se apartaron ni un momento de los de Luís Bernardo mientras lo
saludaba. El conjunto era imponente, aunque sólo fuera por la corpulencia del rey
y por el hecho de estar cara a cara con el hombre que ocupaba el centro de todos
los debates políticos en Portugal, al que una parte del país veneraba y la otra
odiaba. No llegaron a sentarse; cumplidas las formalidades y después de
agradecer a Luís Bernardo las molestias por haberse desplazado hasta Vila Viçosa,
don Carlos dijo:
—Como ya sabrá, amigo mío, acabo de venir de caza y los cazadores tenemos
un apetito voraz. Por otra parte, con cacería o sin ella, ésa es la fama que tengo
y, por suerte, es una fama provechosa... no como otras.
Don Carlos sonrió abiertamente mientras Luís Bernardo, azorado, no sabía si
debía corresponder con una sonrisa cómplice o, por el contrario, aparentar
ignorancia respecto a esas otras famas a las que se refería el rey. No obstante, el
país entero sabía que don Carlos no se dedicaba en Vila Viçosa sólo a la caza de
perdices, liebres, ciervos o jabalíes, sino también de criadas, hijas de caseros,
esposas de algunas personalidades del pueblo o dependientas jóvenes. En eso, él
y el rey tenían gustos comunes.
—Bien —prosiguió el anfitrión—, espero que también usted traiga hambre
después del viaje, porque ya verá que por estas tierras se come muy bien. Va a
ser una comida de hombres. Venga, le presentaré a los demás. Si no le importa,
primero comemos relajadamente y después hablamos los dos en privado sobre el
asunto por el que lo he llamado.
Realmente era una comida sólo de hombres. Durante las horas que pasó en
Vila Viçosa, Luís Bernardo ni siquiera llegó a saber si la reina doña Amelia se
encontraba allí; se decía que vivía refugiada entre sus damas de honor, amigas y
primas francesas que iban a visitarla a Lisboa o a Sintra y ante quienes se
quejaba de que, en aquel momento, ya había pasado «de la fase de las
habitaciones separadas a la de los palacios separados».
Los catorce hombres presentes estaban repartidos a ambos lados de una
inmensa mesa que llegaría para unas cincuenta personas. El rey se sentó en el
centro de un costado e hizo una señal a Luís Bernardo para que tomara asiento
en el lado opuesto, justo frente a él. Cada comensal tenía delante una carta con el
menú y todos mostraron gran interés en su lectura. Era de todos conocida la
importancia que don Carlos concedía a aquellas cartas; en ocasiones, en Vila
Viçosa o a bordo del yate real Amélia, él mismo las escribía de su puño y letra, e
incluso las acompañaba de un dibujo de su autoría. Aquel día, el chef de Vila
Viçosa proponía a los caballeros de la planta de arriba los siguientes platos:

Potage de tomates
Oeufs à la Perigueux
Escalopes de foie de veau aux fines herbes
Filet de porc frai, roti
Langue et jambon froid
Epinards au velouté
Petit gateaux de plomb

Una vez servidos la sopa de tomate caliente y el vino blanco de Vidigueira, los
cazadores comenzaron a desentumecerse y la conversación se fue animando. A
Luís Bernardo no se le escapó cómo calculadamente se evitaba lo que alguien, de
pasada, llamó «la pequeña política portuguesa». En lugar de eso, empezaron a
hablar de la cacería de aquella mañana, para pasar acto seguido a comentar las
historias del pueblo. Se decía que el padre Bruno había dejado embarazada a otra
feligresa —la segunda en poco más de un año, según los chismes locales—, pero
la opinión general era que aquello no pasaba de un simple rumor lanzado por las
habituales beatas de la iglesia de Nuestra Señora de la Concepción. A éstas les
parecía, y con toda la razón del mundo, que ya que el apuesto padre Bruno no
podía ser, al menos al mismo tiempo, propiedad de todas ellas, que habían
dedicado décadas de esfuerzo a la parroquia con la única preocupación de hacer la
estancia más llevadera a los curas que pasaban por allí, debería considerárselo res
publica et nulius. También se había producido un altercado entre un gitano y un
comerciante de la plaza, que había acabado con tiros, carreras y gran alboroto
durante toda la mañana, pero que afortunadamente se había saldado sin heridos
ni muertos. La policía municipal, tras apresar al gitano, lo llevó ante el juez de
instrucción, quien con salomónico criterio mandó que fueran a buscar también al
comerciante y metieran a ambos en la cárcel comarcal. Sin embargo, se daba el
caso de que dicho comerciante era el proveedor habitual de palacio de las ciruelas
de Elvas, auténtica debilidad del rey, lo que llevó a don Carlos a comentar, medio
en serio, medio en broma: «¡Espero que el señor juez se dé cuenta del perjuicio
que podría causar a todos una estancia prolongada de ese hombre en prisión!»
Con el vino tinto, la conversación se tornó más seria y derivó hacia la
situación internacional, tema que daba mucho juego. Alguien habló de las
preocupantes noticias que llegaban de San Petersburgo. La revolución y el caos
parecían haberse adueñado del país, se sucedían los atentados de los anarquistas;
e l Potemkin, el acorazado más importante que le quedaba a la marina imperial,
había dirigido sus cañones contra el propio poder del zar; los términos de la
capitulación rusa ante Japón, inevitable después del desastre naval de Tsushima,
donde fueron hundidos treinta y cuatro de los treinta y siete navíos del Segundo
Escuadrón ruso del Pacífico enviado desde San Petersburgo, habían causado la
consternación y la indignación general. Japón se había quedado con Port Arthur,
la isla de Sajalín, Corea y parte de Manchuria. Por primera vez una potencia
asiática había vencido en el mar a una potencia occidental, y fue tal la magnitud
de la derrota que Japón se había convertido en la principal potencia naval de todo
el Pacífico. Rusia sencillamente había desaparecido de la escena, con sus dos
escuadrones del Pacífico destruidos, uno de ellos sin tan siquiera haber entrado en
combate y el otro aplastado en una sola batalla. Inglaterra, por su parte, se
retiraba poco a poco de Extremo Oriente para hacer frente a Alemania, a la que
muchos consideraban una amenaza creciente, fiel a la que había sido siempre la
máxima del almirantazgo británico: la de que la potencia naval inglesa debería
ser, en cada momento y como mínimo, el doble de la de su más directo enemigo.
Visto el poderío naval japonés, sólo quedaba la teórica e incipiente oposición de
Estados Unidos, cuyo presidente, Theodore Roosevelt, tanto se había esforzado,
en vano, para conseguir que la balanza entre Rusia y Japón no se inclinara
definitivamente hacia ninguno de los dos lados.
—¡Y todo —comentó don Carlos— por culpa de la estupidez y la arrogancia de
aquel cretino, el almirante Rozhestvenski!
—Dicen que ni siquiera acordó con sus oficiales el plan de batalla —apuntó el
conde de Sabugosa—, que en pleno combate ningún barco recibió ni una sola
instrucción del almirante. ¡Cada uno iba por su lado!
—Yo lo conocí cuando era agregado naval en Londres —repuso don Carlos—.
Era un tipo antipático, arrogante, que se pavoneaba como si el salón de
Buckingham fuera el puente de mando de su acorazado. Recuerdo que Eduardo
me comentó: «¡Si toda la marina imperial es como este gallito cubierto de
medallas, al zar le van a llover los problemas!»
Más tarde la conversación derivó hacia la situación en el norte de África,
donde todo parecía revuelto después de la visita del káiser Guillermo II a
Marruecos y de sus exaltados discursos, en los que cuestionaba el protectorado
francés y las mismas bases de la Entente Cordial entre París y Londres. El káiser
preocupaba a todo el mundo; que quería algo de África era evidente. Sin
embargo, lo más inquietante era que también parecía querer algo, y algo
grandioso, de Europa. Allí, en aquel tranquilo pueblo alentejano de Vila Viçosa, el
tono de la conversación se tornó más grave al hablar del káiser; las copas de vino
se llevaban a la boca con una lentitud que indicaba preocupación, las cabezas
asentían en un gesto de circunspecta aquiescencia. El káiser era una amenaza,
una más en un mundo que allí, en cambio, parecía suspendido en una paz eterna.
Luís Bernardo se limitó a hacer un par de comentarios poco comprometedores,
lo suficiente para demostrar que estaba al corriente de los temas tratados, pero
lejos de querer aparentar alguna autoridad en la materia. Con todo, se sentía a
gusto, a gusto consigo mismo y a gusto en aquel ambiente; se hablaba de los
dirigentes del mundo y él estaba allí, sentado delante de un rey, participando en
la conversación. Seguía todo con mucha atención, pero relajado, dejando vagar de
vez en cuando la mirada por las magníficas paredes de azulejos o por el techo de
madera de cedro de aquel hermosísimo comedor. Sólo por el privilegio de asistir a
aquella comida habría valido la pena el viaje y, por otro lado, don Carlos no
mentía al decir que allí se comía de maravilla. El propio rey le parecía ahora, en
persona, muy diferente del retrato ridículo que hacía de él la propaganda
republicana: saltaba a la vista que era un hombre con una cultura muy por
encima de la media, bien informado e interesado por lo que ocurría tanto en aquel
pueblo como en Extremo Oriente, con opiniones sólidas, pero sin exigir ningún
tipo de vasallaje intelectual, más allá del respeto natural que su persona parecía
imponer alrededor.
Con el café, que era excelente, se sirvió un oporto Delaforce de 1848, igual de
delicioso. Después don Carlos se levantó pesadamente y todos los demás lo
siguieron a la planta de abajo, hasta una pequeña sala caldeada por dos
chimeneas donde los esperaba una mesa con coñacs y una caja de puros, toda de
plata, de la que casi todos se fueron sirviendo. Sobre algunas mesas descansaban
los periódicos del día, que habían llegado en el mismo tren que Luís Bernardo, y la
pequeña asamblea se fue dispersando; unos se sentaron a leer los periódicos,
otros se quedaron charlando de pie ante la chimenea y otros simplemente
buscaron los sofás más cómodos para fumar un puro. Exactamente como en el
salón de un club: la misma deliciosa ociosidad masculina, servida en un catálogo
de todos los pequeños placeres. La comida fue muy agradable, los platos le
parecieron exquisitos, el palacio era de una belleza distinguida, más a la medida
de un duque que de un rey y, por eso mismo, más acogedor, y Vila Viçosa era
deslumbrante; el viaje había valido la pena. Pero se acercaba la hora de pagar la
factura, pensó Luís Bernardo. Don Carlos se levantó de su sofá y le pidió que lo
acompañara. Después de atravesar diversas estancias de la primera planta que se
comunicaban entre sí, entraron los tres —el rey, él y el conde de Arnoso— en una
sala situada al fondo, con un balcón que daba al jardín.
Era pequeña, caldeada también por una chimenea, y parecía ser el despacho
del rey, pues había un largo escritorio que ocupaba la mitad del espacio, con pilas
de papeles y periódicos amontonados, cuatro butacas de piel en un rincón
dispuestas en semicírculo y, en las paredes, un retrato al óleo del rey y otro de la
reina y varias acuarelas, algunas de las cuales representaban el yate Amélia y
estaban firmadas por el propio don Carlos. Luís Bernardo se sentó en una butaca
frente al rey y al conde de Arnoso, quien permanecería callado durante toda la
entrevista, salvo para precisar algún detalle del discurso de don Carlos. Desde
donde estaba sentado, Luís Bernardo veía el jardín más allá del balcón y oía el
ruido del agua que manaba de varias fuentes. Aun con la puerta del balcón
cerrada, le llegaba el olor de los naranjos y los limoneros del jardín, y por primera
vez descubrió en sí mismo el deseo de disfrutar de una vida campestre, donde
todo pareciera ordenado y en paz, como en aquel vergel mediterráneo.
—Antes de nada, amigo Valença —dijo don Carlos, cuya potente voz cortó de
cuajo la ensoñación de Luís Bernardo y casi lo asustó—, quiero agradecerle de
nuevo que haya aceptado mi invitación. Es una pena que mi hijo Luis Felipe no
pueda asistir a esta reunión. Le habría gustado conocerlo; además, el príncipe
siente un especial interés por el asunto que nos reúne aquí.
—Soy yo el que está agradecido a su majestad por su invitación y por darme
la oportunidad de conocer esta casa y esta tierra magníficas.
—Es muy amable por su parte, y el hecho de que le haya gustado Vila Viçosa
demuestra su sensibilidad y su buen gusto. Sin embargo, amigo mío, quedan lejos
los tiempos en que las personas acudían corriendo a la llamada de su rey o en que
el rey podía confiar a alguien una misión. Comenzaré por ahí, justo por el final; si
lo he citado aquí no ha sido para encomendarle una misión (pues son muchos hoy
los que piensan que un servicio al rey no es un servicio a la patria), sino para
hacerle una invitación. Para usted podrá no ser más que eso, pero para mí es un
servicio al rey y un servicio a Portugal.
Don Carlos hizo una pausa y lo miró con sus penetrantes ojos azules. Luís
Bernardo se sintió incómodo por primera vez; de repente algo había cambiado, y
ese algo era la condición de ambos. El que hablaba ahora era un monarca, y el
que escuchaba, su súbdito, por más formalidades que hubiera y por más respeto
que le demostrara don Carlos.
—Como he dicho, comenzaré por el final. Quiero que acepte usted el cargo de
gobernador de la provincia ultramarina de Santo Tomé y Príncipe. Deberá asumir
el cargo, o encargo, como prefiera llamarlo, dentro de dos meses y durante un
período mínimo de tres años, al final de los cuales sólo continuará si nosotros, y el
gobierno que haya entonces, así lo creemos conveniente. Gozará de los privilegios
inherentes al cargo, en vigor en la colonia, aunque me temo que no sean más que
los básicos. Ganará más que un ministro en Lisboa y menos que un embajador en
París o Londres; en su caso, y permítame la indiscreción (fruto de las
informaciones que he tenido que recabar sobre usted), no saldrá de allí ni más
rico ni más pobre que ahora. Antes de que muestre su sorpresa por mi invitación,
déjeme decirle que, como supondrá, su nombre no surgió por casualidad; varias
personas de mi confianza me aseguraron que era usted el hombre indicado para
este cometido, y yo mismo he tenido la oportunidad de leer lo que ha escrito
sobre nuestra política ultramarina y me parece que defiende con convicción las
ideas que deben defenderse en estos momentos. También he valorado en usted el
hecho de que es un hombre joven, sin compromisos políticos o de partido, que
habla inglés (después le explicaré la importancia de ese dato), que está al
corriente de los asuntos internacionales y que conoce bien, debido a su actividad
profesional, cómo funciona la economía de las colonias y, en particular, la de
Santo Tomé y Príncipe.
Luís Bernardo no aprovechó la nueva pausa de don Carlos para hablar.
Prefirió seguir callado, entre otras cosas porque aún no habría sabido qué decir
ante una propuesta tan absurda y sorprendente. Con todo, se había puesto
inmediatamente en guardia y no se le escapó, por ejemplo, la sutil fórmula que
había usado el rey para calificar sus ideas acerca de la política ultramarina: no
había dicho que las compartiera, sólo que le parecía que ésas eran las ideas «que
deben defenderse en estos momentos». Se trataba de la clásica distinción entre
servicio al rey y servicio al país.
Don Carlos cambió de tono y de postura. Estiró las piernas y su penetrante
mirada se apartó de Luís Bernardo para fijarse en la punta de su puro, como si de
repente hubiera descubierto allí alguna cosa más importante y urgente. Antes de
retomar la palabra, soltó un suspiro de resignación, como quien se dispone a
repetir por enésima vez una obviedad.
—Antes de que me dé una respuesta, amigo Valença, y como creo que es
usted un patriota al que le preocupan, o al menos le interesan, los asuntos de
política nacional, déjeme ponerlo al corriente del estado de la cuestión. Como
sabe, muchos piensan que Portugal no está en condiciones, ni económicas ni
humanas, de mantener un imperio colonial y que, por lo tanto, lo mejor sería que
vendiéramos las colonias. Compradores interesados no faltan, desde luego; el
káiser o mi primo Eduardo hace ya muchos años que insisten en que ésa sería la
mejor solución para sanear nuestras finanzas y resolver nuestros problemas
internos. Pero yo no lo veo así; no estoy convencido de que la reducción de los
problemas aumente la grandeza de las naciones. Si yo vendiera este palacio, que
heredé de sucesivas generaciones de duques de Braganza, seguro que
solucionaría un problema, pero no creo que eso me hiciera sentir más feliz ni más
realizado. Otros piensan que, en una monarquía constitucional, el rey no debe
preocuparse ni interferir en estas cuestiones; si así fuera, sería el único portugués
al que traerían sin cuidado las dimensiones de la nación. Yo sería rey, no del país
que heredé, sino de lo que a otros les pareciera que debería ser el país. Ésa es
una cuestión más vasta y compleja, sobre la que ahora prefiero no pronunciarme;
sólo le diré que, si yo pensara así, no sería merecedor de este trono. Lo que
lamento es que algo que debería estar tan claro para todos se vuelva siempre tan
enmarañado y que, por culpa de esa maraña, se hayan sacrificado los esfuerzos
de muchos portugueses con los que este país está en deuda, como mi querido
amigo Mouzinho, que murió por creer que sirviendo al rey servía a la patria.
«Allá fuera el agua de las fuentes continúa corriendo, la oigo», pensó Luís
Bernardo. Ése era el único sonido que se oía en ese momento. En la sala se había
instalado un silencio pesaroso. Luís Bernardo, como todo el mundo, había quedado
conmocionado por el suicidio, nunca explicado, de Mouzinho de Albuquerque,
ocurrido tres años atrás. Como todo el mundo también, sabía que don Carlos
sentía una admiración sin límites por Mouzinho, patente en las palabras con que
había comunicado al presidente del Consejo su decisión de nombrar al «héroe de
Chaimite» preceptor del príncipe don Luis Felipe: «No podría poner ante los ojos
de mi hijo ni más valentía, ni más amor al rey, ni más lealtad a la patria.» Sin
embargo, de nada le sirvieron todo ese amor y esa lealtad cuando, siete años
después, el rey firmó el decreto que el gobierno le presentó, por el cual se
rebajaban de forma humillante los poderes del comisario regio en Mozambique,
sabiendo de antemano que Mouzinho no aceptaría semejante bofetada pública y
dimitiría, como de hecho acabó haciendo. Más tarde la opinión pública atribuiría el
trágico final a su designación como preceptor del príncipe, cargo considerado
menor para alguien como Mouzinho, que a sus cuarenta y seis años era el mayor
héroe militar de su tiempo. Mouzinho de Albuquerque, que un día escribió que
estaba «seguro de haber servido al rey y al país tan bien como he podido y
sabido, y mejor que la mayoría de mis contemporáneos», tenía todo el derecho a
pensar que ese rey al que había servido y que tantos elogios le dedicaba en
privado lo había traicionado en público y abandonado a merced de la política
interna y de los mezquinos intereses de partido. Por eso Luís Bernardo veía en las
palabras de don Carlos, más que una censura dirigida a los demás, un lamento
hacia sí mismo, un arrepentimiento que le subía del fondo de la conciencia. De los
tres, quizá sólo Bernardo Pindela, el conde de Arnoso, secretario particular de don
Carlos, pero también amigo desde la infancia y confidente de Mouzinho en todos
los momentos, supiera toda la verdad y estuviera en condiciones de emitir un
juicio cabal sobre el caso. Sin embargo, el conde de Arnoso permanecía en
silencio, con la mirada fija en algún punto al fondo de la sala, como si no hubiera
oído las últimas palabras de su rey; nadie escucharía nunca de su boca una sola
palabra que contradijera lo más mínimo a su soberano. Fue, pues, don Carlos
quien rompió de nuevo el silencio.
—Y ahora volvamos a Santo Tomé y Príncipe. Como sabe, amigo mío, Santo
Tomé es la más pequeña de nuestras colonias, sólo comparable a Timor.
Únicamente produce dos cosas: cacao en abundancia y un poco de café, pero eso
le basta para ser autosuficiente e incluso para dar al Estado y a los agricultores
unas ganancias nada desdeñables. Toda su agricultura se basa en la mano de obra
que importamos para el trabajo en las haciendas, sobre todo de Angola, pero
también de Cabo Verde; el gran problema de Santo Tomé es la falta de brazos.
Pero la cosa de momento funciona y, como usted ya sabrá, parece que bastante
bien. El cacao es de excelente calidad, el café también es magnífico (por cierto, es
el que hemos tomado hoy) y la producción es casi siempre alta. La cosa funciona
tan bien que nos hemos convertido en una amenaza para las compañías inglesas
que compiten con nosotros en el mercado del cacao y que tienen sus
explotaciones en Nigeria, Gabón y las Antillas británicas. Supongo que ya estará
al corriente de todo esto y que no le estoy descubriendo nada.
—En efecto, majestad, estoy al corriente de los números y de la competencia
que hacemos a los ingleses. —Por fin Luís Bernardo sabía qué terreno pisaba.
—Pues bien, Soveral, que es nuestro embajador en Londres, y me atrevería a
decir que el extranjero más influyente en la corte y en la prensa inglesas, nos ha
escrito para expresar su creciente preocupación por la campaña que las
compañías de cacao inglesas están llevando a cabo contra Santo Tomé y Príncipe.
No violo ningún secreto de Estado si le digo también que el marqués de Soveral
es muy amigo del rey, como yo mismo, y que basándose en esa amistad Eduardo
me hizo llegar un recado personal. En él decía que estuviéramos atentos al
problema e hiciéramos alguna cosa para que la situación no llegara a un punto en
que se viera obligado por el gobierno a tomar medidas o a consentir que el
gobierno actuara contra nosotros.
—Pero ¿qué quieren los ingleses? —preguntó Luís Bernardo.
—Todo comenzó con una queja presentada hace unos años por una compañía
inglesa con plantaciones de cacao en el África Occidental británica, pero también
importadora del cacao de Santo Tomé, llamada Cadbury. Cadbury, que transforma
su cacao en chocolate, se queja de que estamos haciendo una competencia desleal
a las colonias inglesas por emplear en las haciendas de Santo Tomé mano de obra
esclava reclutada en Angola.
—¿Y eso es verdad? —preguntó Luís Bernardo.
—Bueno, parece que depende del punto de vista, de lo que cada uno entienda
por mano de obra esclava. En rigor, nosotros los llamamos contratados, pero el
problema es que todos los años se contrata a una media de tres mil trabajadores
para las haciendas de Santo Tomé y Príncipe y los barcos que los llevan regresan
siempre vacíos. Eso, para los ingleses, es sinónimo de esclavitud; si los
trabajadores son contratados en Angola y no regresan es porque no son libres.
Sólo les faltó llamarnos negreros. El ministro de las Colonias explicó al embajador
que esos «esclavos» recibían un sueldo y estaban mejor tratados y alojados que
los trabajadores de las plantaciones inglesas en África o las Antillas y que, si
dudaba de la atención sanitaria que recibían, bastaba con ver que cada hacienda
contaba con su propio hospital, totalmente equipado, cosa impensable en
cualquier otro lugar de África. Pero no sirvió de nada; espoleada por la Asociación
de Comerciantes de Liverpool, la prensa inglesa se nos echó encima sin piedad.
Llegado a este punto, don Carlos se levantó y fue a buscar un periódico que
había encima de su mesa de trabajo. Se lo pasó a Luís Bernardo, ya abierto por
una página encabezada por un titular en grandes letras: Slavery still alive in
Portuguese African colonies. Volvió a sentarse y reanudó su discurso.
—En Londres, Soveral probó con las medidas de costumbre: invitó a cenar a
algunos editores influyentes de Fleet Street para intentar, por lo menos, frenar el
revuelo. Pero ni siquiera él lo consiguió. Al final tuvimos que acabar cediendo a
las presiones del gobierno inglés y recibir a un tal Joseph Burtt, enviado por la
Asociación de Comerciantes para indagar sobre el asunto. El tipo llegó a principios
del año pasado y venía tan bien preparado que hasta se tomó la molestia de
aprender portugués. Estuvo en Lisboa, donde lo recibió todo el mundo: el
ministro, una representación de los propietarios de las haciendas, periodistas... en
fin, toda la gente que quiso.
—Sí, recuerdo haber oído hablar de eso —apuntó Luís Bernardo—. ¿Y qué
conclusión sacó ese tal Burtt?
—El tipo no es tonto; aquí no concluyó nada. Pidió permiso para viajar a
Santo Tomé y Príncipe y después a Angola, a fin de estar en condiciones de
presentar a sus superiores un informe fundamentado. Hablé del asunto con el
gobierno y con los propietarios de Santo Tomé y no encontramos ninguna manera
de impedir esa visita sin que pareciera que teníamos miedo a una inspección. De
haberlo hecho, seguro que la campaña en Inglaterra se habría caldeado hasta la
histeria y el gobierno inglés habría acabado optando por alguna forma de presión
drástica e inadmisible que aquí tendría efectos devastadores en el ambiente
político.
«¡Sería otro ultimátum!», pensó Luís Bernardo sin atreverse a pronunciar en
voz alta la palabra maldita, que tanto debía de atormentar los recuerdos de don
Carlos.
—En resumen —prosiguió el rey—, nos pareció que, si nos negábamos,
teníamos todo que perder y muy poco o nada que ganar. Apenas le dimos la
autorización, corrió a embarcarse rumbo a Santo Tomé. Anduvo por allí y por
Príncipe hasta el mes pasado y ahora está en Angola. Lo malo es que ya ha
enviado un informe preliminar a Londres, al Foreign Office, sobre lo que ha visto
en Santo Tomé. El marqués de Soveral se movió a tiempo y tuvo un encuentro
privado con el ministro, que le dejó leer el informe. Nadie más lo ha leído hasta
ahora y, por lo que dice el marqués, mejor será que nadie más lo lea.
—Todo esto, como comprenderá, es información reservada y se la guardará
para usted —intervino el conde de Arnoso, que por fin salió de su mutismo—.
Recibimos una carta del embajador hace una semana; nos dice que, si el informe
sale a la luz como está, apareceremos ante el mundo entero como la última
nación esclavista del planeta. Y eso por mencionar sólo la parte moral de los
daños...
—Afortunadamente —continuó don Carlos—, Portugal tiene en Londres al
mejor embajador que podría desear. Soveral logró llegar a un acuerdo con el
ministro, lord Balfour: ese informe preliminar se quedará guardado en el Foreign
Office bajo siete llaves, con la excusa de que aún le falta la parte relativa a
Angola para estar completo. Eso nos da tiempo, un tiempo para intentar borrar las
impresiones que se llevó el señor Burtt.
—¿Con el nombramiento de un nuevo gobernador?
—No sólo con el nombramiento de un nuevo gobernador, eso sería demasiado
fácil. Lo que necesitamos es aprovechar ese tiempo para convencer a los ingleses,
si no de la mala fe del señor Burtt, por lo menos de que sus informaciones no
están actualizadas. ¿Y cómo lo haremos? Pues bien, aquí es donde entra en juego
la necesidad de que el nuevo gobernador sepa hablar inglés correctamente.
Porque la contrapartida del acuerdo alcanzado por Soveral es que Portugal acepte
que un cónsul inglés residente se instale en Santo Tomé y Príncipe. Y
aceptaremos, no tenemos alternativa.
—¿Y lo que su majestad espera del nuevo gobernador es que convenza al
cónsul inglés de que no hay esclavitud en las islas?
—Lo que espero de usted —respondió don Carlos, que recalcó claramente el
«de usted»— es que consiga tres cosas: que convenza a los terratenientes de que
deben aceptar todas las medidas que el nuevo gobernador crea convenientes a fin
de que el cónsul inglés no tenga razones para corroborar el informe del señor
Burtt; la segunda, que lo haga con la necesaria prudencia, para no provocar una
insurrección en las islas ni poner en peligro su prosperidad, y la tercera, que
mantenga al inglés a raya, cortésmente, eso sí, brindándole las atenciones que
sean precisas, pero dejándole claro que quien manda allí es Portugal y su
gobernador, que representa al país y a su rey.
Dicho esto, don Carlos intentó volver a encender su puro, que se había
apagado. Se levantó y fue hasta la ventana, desde donde se quedó mirando el
jardín, como si ya estuviera pensando en otra cosa. Al parecer había dicho todo lo
que creía necesario decir y ahora esperaba una respuesta. Luís Bernardo seguía
sin saber qué decir. Todo aquello le resultaba tan imprevisto, tan alejado de todo
cuanto podía haber imaginado como objetivo de aquel encuentro, de aquel día y
de su vida, que le parecía irreal estar allí, sentado en una sala del palacio ducal
de Vila Viçosa, recibiendo del rey el encargo de ir a gobernar dos miserables y
remotos islotes en el ecuador.
—Como comprenderéis, majestad, necesito tiempo para considerar vuestra
propuesta y, antes de daros una respuesta, debería conocer hasta dónde llegan
exactamente las atribuciones de las que tan generosamente me creéis
merecedor... —comenzó a decir, vacilante.
—Tiempo es justamente lo que menos tenemos. Necesito una respuesta
dentro de una semana. Las explicaciones de orden político que necesite tendrá
que pedírmelas ahora. Después, claro está, deberá hablar también con el ministro
y con una serie de personas que le indicaremos y a las que creemos conveniente
conozca. Para todo lo demás (detalles del viaje, dónde se instalará allí, etcétera),
puede preguntar a Bernardo.
Bernardo de Pindela creyó llegado el momento de intervenir para secundar al
rey.
—La urgencia se ha hecho más apremiante desde que anteayer nos comunicó
el embajador inglés que ya habían escogido al cónsul para Santo Tomé y la fecha
de su llegada, prevista para principios de abril. Estamos a finales de año y
creemos necesario que el nuevo gobernador esté instalado en Santo Tomé por lo
menos un mes antes que el cónsul inglés, para tomar el pulso a la situación.
Comprendemos que, si acepta usted el cargo, necesitará como mínimo un par de
meses para arreglar sus cosas, a los que habría que añadir los quince días del
viaje. Así pues, señor Valença, no hace falta que le diga cuánto urge su respuesta.
Entre otras cosas porque si, en contra de las expectativas de su majestad, fuera
negativa, tendríamos que encontrar a toda prisa un sustituto.
Don Carlos se había sentado de nuevo y volvió a mirarlo a los ojos.
—Prácticamente estamos en sus manos, amigo mío. No me gusta plantear las
cosas de esta manera, pero hay momentos en que las circunstancias nos superan
a todos. No obstante, créame si le digo que soy muy consciente del inmenso
sacrificio que le pido y del inmenso valor que hay que tener para aceptarlo. Pero
también le aseguro que no se lo pido por mí, sino por nuestro país. Ahora que lo
conozco, ahora que lo he mirado a los ojos, estoy totalmente convencido de que
os usted el hombre indicado para esta misión y de que me aconsejaron bien. Ni se
imagina el alivio que me daría una respuesta afirmativa por su parte.
Conque era eso. Una auténtica encerrona. Al final la factura había resultado
bastante más cara de lo que habría podido imaginar. ¿Cómo se le dice que no a un
rey? ¿Con qué palabras, con qué disculpas, con qué razones inexcusables?
—Me comprometo a darle a su majestad una respuesta en el plazo de una
semana. Os ruego que comprendáis que, en este momento, es todo lo que puedo
prometer. Hay cosas que no están sólo en mi mano; tendría que desmontar toda
mi vida, abandonarla, dejarla mínimamente organizada en mi ausencia. Y tengo
que acceder a abandonarlo todo para partir hacia el fin del mundo, a una tierra
donde no hay nadie y donde me espera, por lo que he podido deducir, una misión
prácticamente inviable.
—¿Por qué inviable?
Ahora fue Luís Bernardo quien miró al rey a los ojos. Si acababa rechazando
el encargo, quería que don Carlos entendiera que era casi inaceptable. Si decía
que sí, seguramente no volvería a tener ocasión de hablar con el rey y convenía
dejar las cosas claras desde el principio.
—Si he entendido bien a su majestad, existe efectivamente alguna forma de
trabajo esclavo en Santo Tomé, y lo que se espera del nuevo gobernador es que
no sea visible a los ojos del inglés, para no tener que exponernos a las represalias
de nuestro ilustre aliado. Pero, al mismo tiempo, se espera que nada cambie en
esencia, para no comprometer el funcionamiento de la economía local.
—No; no es eso. Nosotros abolimos la esclavitud hace mucho tiempo y
tenemos una ley, firmada hace dos años, que establece las reglas para el trabajo
contratado en las colonias y cuyo régimen no tiene nada que ver con ninguna
forma de esclavitud. Quiero que esto quede muy claro: Portugal no practica ni
consiente el esclavismo en sus colonias. Pero eso es una cosa, y otra muy
diferente es someternos a lo que los ingleses, y no por razones altruistas
precisamente, quieren creer que es esclavitud y que, para nosotros, no es más
que una forma de trabajo reclutado, acorde con los hábitos locales, y que no tiene
por qué coincidir necesariamente con lo que se hace en Europa. ¿O es que alguien
cree, por ejemplo, que un inglés trata a sus criados en la India igual que en
Inglaterra?
—Así pues, ¿debo concluir que nuestra interpretación de la situación tiene que
prevalecer sobre la de ellos?
—Tiene que prevalecer sobre la de ellos, pero debe explicarse y mostrarse de
manera que la imagen que se lleven de la situación acabe coincidiendo con la
nuestra. En este caso todo dependerá, claro está, de la forma en que usted llegue
a entenderse con el cónsul inglés. Eso es fundamental. Como también lo es su
capacidad para explicar a los colonos todo lo que está en juego y cuáles son las
nuevas reglas de ese juego. Dígame, sinceramente, ¿he sido lo bastante claro
ahora?
Antes de responder, Luís Bernardo se quedó pensativo y, después de suspirar,
contestó al rey con la sinceridad que éste le había pedido:
—Pienso que su majestad ha sido tan claro como ha creído conveniente serlo.
—Entonces, ya está todo aclarado. Sólo falta esperar su respuesta. Le pido
encarecidamente que ésta sea meditada y lo más generosa posible.
Don Carlos se levantó, dando por terminada la conversación. En aquel
momento lo único que deseaba Luís Bernardo era salir de allí, estar solo para
reflexionar sobre aquella fatalidad. Pero el rey estaba obligado a un último gesto.
—Espero que se quede a cenar y a pasar la noche. Para mí sería un inmenso
placer.
—Os lo agradezco, majestad, pero, si no os importa, me gustaría tomar el tren
de las cinco. Tengo una cena esta noche en Lisboa.
Don Carlos lo acompañó hasta la escalera, y el conde de Arnoso, hasta la
puerta de entrada, en la planta baja. El secretario mandó llamar un coche para
llevarlo a la estación y, antes de despedirse de él, le puso una mano en el hombro
y le dijo:
—Hago mías las palabras de su majestad, pero con un encarecimiento que él
no se puede permitir por su posición: usted es la persona indicada para este
trabajo y de su buen hacer dependen cosas muy importantes para este país.
Supongo que ha entendido la magnitud de todo cuanto está en juego: el día en
que perdamos la primera colonia será el comienzo inevitable del fin del Imperio y,
con él, el fin del trono, del reino y quizá incluso del país. España no tardaría en
lanzarse sobre nosotros para engullirnos. Estamos en un momento en que todo
puede comenzar de nuevo o todo puede empezar a derrumbarse. Su majestad no
le puede decir esto cara a cara pero, si ya no puede contar con hombres como
usted, él será la primera víctima y, después de él, Portugal. Piénselo bien, Luís
Bernardo, ¿podría pedirle a la vida algo más grandioso?
Luís Bernardo subió al coche y sacó su reloj del bolsillo del chaleco; eran casi
las cinco de la tarde. El sol ya empezaba a desaparecer por el horizonte y el día,
que había sido tan claro, se oscurecía por momentos. El frío avanzaba por el
pueblo y se veía salir humo de las chimeneas de varias casas. La gente estaría
sentada alrededor de grandes hogares, donde ahumaban los embutidos y las
cazuelas con la cena se calentaban sobre las brasas. Habría hombres cansados
sentados al amor de la lumbre; niños subidos a sus regazos; mujeres, envejecidas
antes de tiempo, atareadas con las cazuelas; perros acurrucados sobre el cálido
enlosado; viejos cabeceando en los escaños de madera a la espera de la cena, o
borrachos que se arrastraban hacia las barras de las tascas para pedir la
penúltima copa antes de volver a casa. Las calles del pueblo estaban ya casi
desiertas y sólo se adivinaban algunas sombras sobre el blanco de las paredes. La
campana de la iglesia dio las cinco menos cuarto de la tarde y, de repente, todo
aquello se le antojó profundamente triste, como si se respirara en el ambiente
alguna cosa irremediable. Aquel día, inexplicablemente, había deseado una vida
así, provinciana, una vida donde nada ocurría y donde el tiempo parecía tan lento
que casi era posible creer en la eternidad. Pero en la estación lo esperaba ya el
tren de regreso a la grande y caótica ciudad, que era el único mundo que conocía,
el único que amaba y comprendía.
Cerró los ojos en el tren y se durmió casi en el acto. Soñó que estaba en
África, había un sol abrasador, palmeras, insectos, negros que gritaban en una
lengua incomprensible y una exuberancia de colores que estallaban por doquier. Y
él estaba allí, en medio de la polvareda y la confusión, para supervisar las obras
del palacio de los duques de Braganza que don Carlos le había mandado construir
en el trópico.
Capítulo 3

A l bajar del tren de Barreiro, Luís Bernardo tomó un carruaje en el Terreiro do


Paço. La cena ya habría comenzado, pero esperaba llegar a tiempo para los
cafés. Salvo en casos de fuerza mayor, nunca se perdía aquellas cenas semanales
en el hotel Central. No porque fueran especialmente divertidas o instructivas, sino
porque era una oportunidad para estar entre amigos, en un ambiente relajado, y
hablar de temas de hombres: desde las mujeres hasta la política, pasando por los
caballos. En ocasiones también se hacían negocios, se intercambiaban libros, se
contaban los respectivos viajes, se informaba de los últimos rumores y se
obtenían favores o contactos en los ámbitos profesionales en que cada uno se
movía. Algunas veces las cenas eran útiles, y otras, completamente inútiles. En
cualquier caso, no había muchas opciones mejores para pasar la noche en Lisboa.
El primo Basilio, de Eça de Queirós, ya decía que en esta ciudad «no había ni un
solo sitio donde comer unas alitas de perdiz y tomar una copa de champán a
medianoche». En oposición al grupo al que pertenecía Eça, los Vencidos de la
Vida, ellos se llamaban a sí mismos los «Supervivientes», nombre con que
pretendían dar a entender que, con menos angustia y seguro que con menos
lustre, estaban dispuestos a sacar de aquella Lisboa de principios de siglo todo el
partido que pudieran. Ésa era la principal virtud que Luís Bernardo apreciaba en
aquel grupo heterogéneo: no eran moralistas, no habían jurado salvar a la patria,
no creían en un mundo perfecto y no se consideraban ejemplos de virtud o
modelos a seguir. Vivían con lo que había y de lo que había. Quizá en ningún otro
lugar se departiera con tanta tranquilidad, por ejemplo, sobre la disputa entre
monarquía y república. La tesis dominante entre los Supervivientes era que la
solución a los problemas de la nación no pasaba por cambiar la forma
constitucional del régimen: con monarquía o con república, el pueblo sería igual
de ignorante y miserable; las elecciones continuarían decidiéndolas los caciques
de provincia, que tenían la capacidad de hacer escoger a la mayoría de los
diputados de las Cortes; el aparato del Estado seguiría nutriéndose de políticos
elegidos por sus amistades personales o sus fidelidades partidarias, nunca por sus
méritos individuales, y el país —con inútiles condes y marqueses o con fogosos
demagogos republicanos— continuaría infaliblemente encadenado a ideas
retrógradas y a fuerzas conservadoras para las que la modernidad era un invento
del diablo. Lo que faltaba en Portugal era una tradición cívica, el deseo de
libertad, la voluntad de pensar por uno mismo; el desgraciado campesino decía y
hacía lo que le mandaba el patrón, el patrón repetía lo que el cacique local le
transmitía y éste, a su vez, rendía cuentas y vasallaje a los notables del partido
en Lisboa. Por muchos cambios que hubiera en la cumbre de la pirámide, todo lo
demás, hasta la base, permanecería inamovible. Haría falta mucho más que un
simple golpe de Estado para erradicar la enfermedad del país.
Cuando llegó Luís Bernardo, hacía un par de horas que estaban todos a la
mesa y ya se servía el postre, los crêpes Suzette, una especialidad del hotel
Central. Se sentó en una silla libre a una punta de la mesa, al lado de João Forjaz
y enfrente del señor Verissimo. Antonio Pedro de Athayde Verissimo era un
personaje curioso: financiero e intelectual, filántropo y padre de familia ejemplar,
pero también agnóstico militante y amante attitré de Bertha de Souza, quien
causaba furor en el teatro de revista lisboeta merced a unos encantos que a Luís
Bernardo, por mucho que se esforzara, se le escapaban: piernas cortas y rollizas
como troncos, caderas con forma de neumático y cara de pueblerina promovida a
starlette de palco. Pero el señor Verissimo, que se jactaba de ser un verdadero
gentleman, además de un hombre que cultivaba las letras y las artes como si de
un sacerdocio se tratara, jamás mencionaba ni consentía que se comentaran los
favores que le brindaba aquella mujer, a quien, por alguna extraña razón, la
mitad de los hombres de Lisboa aspiraba a conocer íntimamente. Lo mismo pasaba
con sus negocios; circulaban leyendas sobre su instinto infalible para hacer
inversiones que acababan siendo siempre rentables: compraba a la baja y vendía
al alza, descubría filones donde los demás no veían nada. Sin embargo, sobre ese
tema nunca soltaba prenda en aquellas cenas de los jueves. Todos sabían que era
implacable en los negocios, pero también era del dominio público que, por
ejemplo, Filipe Martins, el más joven del grupo, sentado en la otra punta de la
mesa, había podido concluir la carrera de Medicina en Coímbra gracias a una beca
de estudios que el señor Verissimo le había pagado, año tras año, para rendir
tributo al difunto padre del muchacho, con quien había hecho negocios tiempo
atrás.
—Vamos, cuéntame, ¿qué quería de ti el gran hombre? —preguntó João
Forjaz en cuanto Luís Bernardo se hubo sentado a su lado. João era la única
persona con la que había hablado de su cita en Vila Viçosa.
—Me ha propuesto que cambie de vida radicalmente. Que me entierre en
vida, al servicio de la patria. Y tú, ¿tienes noticias para mí?
—Las tengo, sí, no te preocupes.
—¿Buenas o malas?
—Depende del punto de vista. Para mí, son malas; para ti, deben de ser
buenas. Pero después te cuento. Me parece que tenemos mucho de qué hablar.
Y entraron ambos en la conversación general de la mesa, en el momento en
que los camareros servían a Luís Bernardo los hors d'oeuvres, un clásico del hotel
Central, seguidos de un rodaballo al horno con puré de verduras y patatas
Princesa, acompañado de un vino blanco de Colares. Se discutían los atributos de
Lucilia Simóes, la joven actriz de moda, que se despedía después de tres meses de
representaciones en el Teatro D. Amélia, siempre con un lleno absoluto, en las
que había interpretado el arrebatador papel de Lorenza Feliciani Balsamo, en El
gran Cagliostro. Alguien citó una frase de la Ilustração Portuguesa para responder
a la pregunta de si Lucilia era guapa o no: «¿Guapa? ¡Mucho más que eso; con su
lunarcito en la cara y las alas de la nariz que le tiemblan a la menor emoción, les
aseguro que Lucilia Simões es una auténtica beauté du diable!»
La conversación fue subiendo de tono: se pasó del lunarcito al busto y de
Lucilia Simões a la hija de un hidalgo arruinado que se había dejado ver
últimamente por el Sao Carlos y por el café A Brasileira, paseando su lánguida
mirada en derredor como si llevara un cartel en la frente que dijera: «¡Salven a
mi papá!» Poco a poco Luís Bernardo se fue abstrayendo de los chistes y las risas
de quienes lo rodeaban. Se sentía medio ausente, como si flotara. Estaba
pensando en Matilde y en lo que habría acordado con su primo João Forjaz, en
don Carlos y su palacio de Vila Viçosa y en el sueño que había tenido en el tren.
No obstante, a pesar de no participar en la conversación, sentía un gran bienestar
físico y mental en aquella mesa, entre sus amigos, cuyas voces le llegaban como
un ruido de fondo que lo arrullaba, como si aún estuviera en el tren, como si
durante todo aquel día sólo hubiera experimentado esa sensación de dejarse
arrastrar por los demás y por los acontecimientos sin hacer el más mínimo
ademán de detener el curso de las cosas.
Luís Bernardo prescindió del pato asado y de los crêpes para recuperar el
tiempo perdido por su retraso y, cuando pasaron al salón para dar cuenta de los
coñacs y los puros, buscó a João con la mirada. Sin embargo, antes de localizarlo,
el señor Verissimo lo agarró del brazo, lo llevó aparte y le preguntó si podían
tener «una charla a solas». Se sentaron al fondo del bar, en los gastados sillones
de cuero que habían acogido ya tantas y tan importantes conversaciones privadas,
y Luís Bernardo salió de su confortable sopor, despertado por lo curioso de aquel
gesto tan poco habitual en el señor Verissimo.
—Mi querido amigo —comenzó el financiero—, le ahorraré la introducción.
Cuando hablo de negocios, no me gusta andarme con rodeos. ¿Consideraría usted
la posibilidad de vender su empresa?
Luís Bernardo se quedó mirándolo como si hubiera visto un fantasma. «¡No es
posible! Pero ¿qué día es hoy? Parece que todo el mundo se haya puesto de
acuerdo para proponerme la liquidación inmediata de mi vida.»
—Perdone, señor Verissimo, pero su pregunta es tan inesperada que no sé si
la he entendido bien. ¿Me pregunta usted si quiero vender mi firma? ¿Entera?
—Sí, los barcos, las oficinas, las sucursales, los empleados, los stocks, la
cartera de clientes y de agentes. Todo el negocio.
—¿Y por qué iba a querer venderlo?
—Eso no lo sé ni me interesa. Sólo le pregunto si estaría dispuesto a vender.
Unas veces compramos y vendemos y otras nos quedamos sentados encima de las
cosas hasta el final de nuestros días. No sé cuál es su filosofía al respecto pero,
como sabe, mi trabajo consiste precisamente en eso, en comprar y vender. Las
únicas cosas de las que no me desprendo son mis libros, mis cuadros y mis hijos.
Todo lo demás tiene un precio: si llegan a él, vendo; si llego yo, compro. Le ruego
que no se ofenda con mi pregunta, es sólo una oferta comercial.
—No estoy ofendido, sólo desconcertado. Como sabe, tengo esta empresa
desde hace quince años. La he convertido en mi vida y nunca se me había pasado
por la cabeza venderla. Es algo totalmente... ¿cómo le diría?, irreal, absurdo.
—Claro, lo comprendo perfectamente. No esperaba que me diera una
respuesta de buenas a primeras.
—Pero dígame una cosa: ¿quiere comprar mi empresa para quedársela usted?
—No; no lo voy a engañar. Mi trabajo, como le he dicho, es comprar y vender.
Y casualmente tengo un cliente extranjero que creo podría estar interesado en un
negocio como éste en Lisboa. Mi intención es comprárselo a usted y después
vendérselo a él. Con un margen de beneficios para mí, claro está.
—¿Y puedo preguntar a cuánto asciende la oferta que estaría dispuesto a
hacerme?
—Claro. Imaginaba que usted no estaría preparado para decir una cifra y la
verdad es que me gusta ir al grano. He estudiado un poco su firma, he recabado
información de varias fuentes sobre el estado de los barcos, por ejemplo, y he
hecho números. En mi opinión, amigo Valença, su empresa valdrá unos ochenta
mil reis. Y yo estoy dispuesto a ofrecerle cien mil.
Luís Bernardo se quedó en silencio pensando en lo que acababa de oír. La
oferta era realmente generosa. Aunque no estuviera preparado para una oferta
de compra, a veces había intentado calcular el valor de su empresa y nunca había
llegado a cifras como ésa. Quizá setenta o setenta y cinco, pero nunca los ochenta
mil estimados por su interlocutor. Y encima le ofrecía veinte más. Si tuviera
intenciones de vender, sería una oportunidad de oro. Pero él no tenía intenciones
de vender. A menos que...
—Como le he dicho, señor Verissimo, lo último que esperaba hoy era una
propuesta como ésta. La meditaré, por el respeto que le tengo. ¿Para cuándo
necesita una respuesta?
—¡Oh, por eso no se preocupe! Dos, tres semanas, incluso un mes. Tómese el
tiempo que necesite. Lo más importante es que, si llegamos a un acuerdo,
hagamos los dos un buen negocio. Y el buen negocio es ese en que nos
despedimos tan amigos como antes.
Volvieron junto al resto del grupo y João Forjaz se acercó a Luís Bernardo.
—¿Dónde te habías metido? Hoy estás de un misterioso...
—Parece que mi existencia se haya cansado de ser rutinaria y previsible. ¡Me
está ocurriendo de todo!
—¿De veras? ¡Cuéntame!
—Déjame ir antes a buscar una copa de coñac, que falta me hace. Y creo que
sería mejor que fuéramos a hablar a otra parte.
Se dirigieron al salón principal de la recepción del hotel, medio vacío a aquella
hora, salvo por la presencia de dos clientes que hablaban en francés y que tenían
todo el aspecto de haber acabado de llegar a Lisboa en el Sud-Expresso
procedente de París. Se sentaron en un rincón del salón, cada uno con su copa
grande de coñac en la mano. Luís Bernardo se encendió un cigarrillo.
—Antes de nada, dame el recado que me traes de Matilde.
—No, antes de nada, cuéntame tú qué ha pasado en Vila Viçosa.
—Perdona, pero mi interés es mayor y más legítimo que tu curiosidad...
—¿Más legítimo?
—Vamos, João, ahórrame los sermones y dame de una vez el recado de
Matilde.
—Está bien, como veo que no puedes aguantar más, cumpliré con mi misión
de alcahuete. El plan es el siguiente: Matilde llega mañana a Lisboa, en compañía
de Marta Trebouce, también de Vila Franca, que al parecer es su confidente en los
grandes momentos. Su pretexto es acompañar a Marta para resolver unos
asuntos en Lisboa. Se quedarán dos días y se hospedarán en el hotel Bragança. Yo
mismo me he encargado hoy de hacer las reservas; Matilde está registrada en la
trescientos seis y Marta en la trescientos ocho, pero después se intercambiarán
las habitaciones. Si se da la desgracia de que alguien llega preguntando por
Matilde y llama a la puerta de Marta, ésta le dirá que está en la habitación
contigua y, como los cuartos están comunicados por dentro, tendrá tiempo de ir a
avisar a su amiga. En el caso de que Matilde esté acompañada, cosa que espero
no ocurra —añadió João, que lanzó de reojo una mirada cínica a Luís Bernardo—,
el acompañante en cuestión tendrá que escabullirse a la habitación de Marta para
dejar el terreno despejado a Matilde.
—¡Muy ingenioso, sí señor! Nunca se me habría ocurrido una estrategia tan
sencilla y perfecta.
—¿Y a que no sabes quién lo ha planeado todo? Pues te equivocas si crees que
me he tomado esa molestia por ti; la idea ha sido de Matilde.
Luís Bernardo contuvo un silbido de admiración. La frialdad calculadora con
que Matilde había planeado las cosas era una sorpresa, una más en aquel día de
sorpresas continuas, y lo cierto es que le pareció un tanto chocante.
—Bien, Luís, ya te he dado el recado y el plan de operaciones. Si quieres
seguir adelante con esto, sólo tienes que ir mañana durante el día a reservar una
habitación en el hotel, para una o dos noches, con la excusa de que tienes obras
en casa o algo por el estilo. Después, a partir de las diez de la noche, tendrás a tu
dama de las Camelias esperándote. Pero si quieres que te dé un consejo de
amigo, con el corazón en la mano, no vayas; escríbele una carta y explícale que
te has arrepentido, por los motivos más nobles que se te ocurran (eso se te da
bien), y yo se la entregaré.
—João, te agradezco todo lo que has hecho, e incluso este consejo, porque sé
que es un consejo de amigo, pero tengo hasta mañana para pensar en eso y voy a
pensar solo. Te prometo que, si llego a la conclusión de que todo esto es gratuito,
de que sólo es un devaneo que hemos llevado demasiado lejos y que puede
causar la desgracia o la infelicidad de Matilde, no iré. Lo prometo.
Tras un momento de silencio, Luís Bernardo alzó la copa y la hizo chocar con
la de João.
—¡Chinchín! Es una suerte tener amigos como tú.
João sonrió a regañadientes. Tiempo atrás, ocurrió un incidente en que sintió
que Luís Bernardo lo había defraudado. Éste le dijo algo que nunca podría olvidar:
«No esperes encontrar en mí cualidades que no poseo. Puedes contar con las que
tengo, porque ésas no te fallarán nunca.» Y era cierto, con el tiempo había
aprendido que era cierto. Para lo bueno y para lo malo.
—¿Y qué tal en Vila Viçosa? Vamos, cuéntame qué ha pasado.
—Pues lo que ha pasado en Vila Viçosa ha sido una comida excelente, seguida
de una conversación en privado, durante una hora, con el rey y con su secretario,
Bernardo de Pindela. En resumen, su majestad quiere que, en el plazo
improrrogable de una semana, le diga si acepto partir, dentro de dos meses y
durante tres años, a Santo Tomé y Príncipe, donde me espera el cargo de
gobernador por designación regia, con la misión de convencer a un cónsul inglés
que se instalará allí de que, en contra de lo que dicen la prensa y los
comerciantes ingleses, no existe trabajo esclavo en las islas. Al mismo tiempo,
tendré que convencer a los colonos portugueses de que la esclavitud ya se ha
acabado y de que sus trabajadores deben pasar a ser hombres completamente
libres, libres incluso para marcharse, pero sin que eso afecte a la prosperidad de
las haciendas.
—¡Vaya, hombre, si ésa es justamente tu tesis!
—¿Qué tesis?
—¿Cómo que qué tesis? Pues la que estuviste defendiendo públicamente en
los periódicos y los salones: que nuestros colonos no eran capaces de sacar
provecho económico de las colonias sin recurrir a métodos hace tiempo superados.
Ahora tienes una excelente oportunidad de demostrar tu teoría.
—¡No te burles de mí, João! ¿Es que no te das cuenta? Esperan que consiga
hacer en meses lo que se debería haber hecho hace décadas. Eso por no hablar
del enorme sacrificio personal que se me exige: que lo abandone todo, mi casa,
mi país, mi vida, mis amigos, mi trabajo, para enterrarme en la otra punta del
mundo, donde no habrá nadie con quien hablar y donde la felicidad consistirá en
no morir, nada más llegar, a causa de la malaria, la mosca tse-tse, la viruela o la
fiebre amarilla.
—En Santo Tomé no hay fiebre amarilla.
—¡No cambies de tema, João! ¡Me gustaría verte en mi lugar!
—Yo, en tu lugar, iría. Mejor dicho, en tu lugar me sentiría moralmente
obligado a ir.
—Such a friend!
—Luís, te digo esto precisamente en calidad de amigo y, como prueba, te
prometo que si aceptas el cargo iré a verte por lo menos una vez.
—¡Una vez...! A ver si lo entiendes; se trata de pasar tres años desterrado en
unas islas perdidas en pleno Atlántico, a ocho mil kilómetros de Lisboa, donde sólo
llegan periódicos, correo y noticias una o dos veces al mes. Ópera, teatro, bailes,
conciertos, carreras de caballos, un simple paseo a la orilla del Tajo... ¡nada!
¡Selva y mar, mar y selva! ¿Con quién voy a charlar, con quién voy a cenar y, por
qué no decirlo, qué mujeres voy a conocer? ¿Alguna negra?
—Es una misión al servicio del país. Y la mayoría de esas misiones no
consisten en una embajada en Roma o en Madrid.
—¡Pero tampoco son un destierro en pleno ecuador!
—Piénsalo bien, Luís. Es un cargo que te daría prestigio, además de la
satisfacción del deber cumplido; que te haría regresar con una autoridad
reconocida por todos, y además, qué caray, es un desafío a esta monotonía sin
grandeza en que vivimos. Por otro lado, no tienes nada que te retenga aquí, a no
ser tus amigos; no tienes mujer, ni hijos, ni padres, ni novia, que yo sepa; no
tienes una carrera profesional o un puesto interesante que dejar atrás. Sólo
tienes tu empresa, y seguro que encuentras a alguien capaz de administrarla en
tu ausencia; es más, una vez allí, no te costaría nada conseguir más y mejores
contratos para tus barcos.
—Pues, ya que sacas el tema, te diré que acabo de recibir una magnífica
propuesta de Verissimo para vender mi empresa. Parece que el tipo adivinaba que
éste podía ser el momento oportuno.
—¿En serio? ¿Quiere comprarte la empresa? ¿Y paga bien?
—Más de lo que me atrevería jamás a pedir por ella.
—¡Oh, Luís, parece caído del cielo! Esto tiene que ser una señal del destino.
Ya tienes la solución a todo: aceptas el cargo en Santo Tomé, que te dará
prestigio y un dinero que irás acumulando porque allí no tendrás en qué gastarlo;
vendes la empresa, con lo que haces un excelente negocio y además te
despreocupas del asunto mientras estés fuera, y dejas aquí el dinero, para que te
dé intereses en el Burnay o en cualquier otro banco, de modo que, cuando
regreses, serás un hombre rico. Y de paso se resolverá el asunto con mi prima
Matilde. ¡Todo encaja!
—¿Qué tiene que ver tu prima Matilde en todo esto?
—Piénsalo bien, Luís. ¿Tendría algún sentido que te enredaras con ella,
probablemente para arruinarle la vida y causar un escándalo que salpicaría a
todos, cuando estás considerando la posibilidad de marcharte dentro de dos
meses? ¿Serías capaz de hacerle eso?
—¿Quién dice que estoy considerando la posibilidad de marcharme? ¡Eres tú
el que la está considerando por mí!
—Claro que la estás considerando. De lo contrario, ya le habrías dicho que no
al rey.
—No es tan fácil decirle que no a un rey; no es como decirle que no a
Verissimo.
—Claro que no, pero no me negarás que, si la idea te pareciera del todo
inaceptable, no cometerías la grosería de esperar una semana para darle una
respuesta, sabiendo de antemano que iba a ser negativa.
—¡Muy bien, João, sólo falta que me embarques y me mandes al trópico!
Tengo la impresión de que lo que más te entusiasma de todo esto es la posibilidad
de verme lejos de Matilde...
—No; no es eso, Luís. Creo que debes apartarte de Matilde, tanto si te vas
como si te quedas, y creo, por razones totalmente distintas y como amigo, que
debes ir. Pero quiero que sepas una cosa: espero por tu honor que, hasta que
tengas la certeza absoluta de que rechazarás la proposición del rey, no veas a
Matilde.
—Si no te importa, João, ése es un tema que debemos resolver los dos,
Matilde y yo. A lo único que me obliga mi honor es a prometerte que, si mañana o
pasado mañana me reúno con ella y aún no he tomado una decisión respecto a
Santo Tomé, la pondré al corriente de la situación.
—En fin, supongo que de momento tendré que conformarme con eso.
Volvamos con los demás. Mañana hablaremos con más calma.
Al día siguiente, Luís Bernardo llegó a las oficinas de la Insular de Navegación
hacia las diez de la mañana. Mandó que llamaran a Valdemar Ascêndo, capitán del
Catalina, que en ese momento estaba fondeado en el mar da Palha, enfrente de
Lisboa. Antes de trabajar para la Insular, el capitán Ascêndo había navegado a
menudo entre Lisboa y Santo Tomé. Después Luís Bernardo dijo a su secretaria
que le pasara todas sus tareas del día al oficinista jefe y pidió que le llevaran los
últimos libros de inventarios de la compañía, así como los informes del Ministerio
de la Marina y Ultramar con la relación anual de toda la carga transportada desde
y hacia Santo Tomé, incluidas las listas de pasajeros y su procedencia. También
mandó a su secretaria, que estaba extrañada porque aún no había abierto los
periódicos colocados en su mesa de trabajo y cuya lectura era el primer ritual de
las mañanas, que, salvo por la visita de Ascéndo, no lo interrumpieran. Acto
seguido comenzó a apuntar en una hoja de papel una lista con todas las personas
que conocía y que tenían alguna relación con Santo Tomé y Príncipe.
Hacia el mediodía se presentó el capitán Ascêndo, arrancado de un profundo
sueño de marinero en tierra. La ya considerable experiencia de Luís Bernardo en
el oficio le había enseñado que nunca debe juzgarse la valía de un oficial de
marina mercante por su aspecto en tierra. De otro modo, habría despedido al
capitán Ascêndo en cuanto lo vio entrar por la puerta. Para acabar cuanto antes
con la incomodidad física que le producía aquel personaje, abrevió y fue directo al
grano. Le preguntó qué cosas, en su opinión, debería llevarse una persona de
Lisboa para pasar una larga temporada en SantoTomé y Príncipe, no sin antes
aclarar que era una pregunta que le había hecho un amigo que estaba
considerando la posibilidad de instalarse durante un tiempo en las islas.
—Todo —respondió con la mayor naturalidad el capitán del Catalina.
—¿Todo? No, vamos a ver, algo debe de haber en Santo Tomé. ¿O es que no
hay ni comida?
—Sí, comida sí hay, señor Valença. La verdad es que es lo único que no falta.
Hay pescado, bueno y en cantidad; si quiere fruta, sólo tiene que estirar el brazo
y cogerla del árbol; hay gallinas, cerdos, harina de mandioca, matabala, que es
como la patata pero menos sabrosa... Eso sí, lo que no hay son hortalizas.
—¿Y todo lo demás?
—De lo demás no hay nada.
—¿Nada? ¿Qué es lo que falta, por ejemplo?
—Veamos, estamos hablando de un caballero, ¿verdad? Un caballero más o
menos como usted que quiere ir a vivir allí, ¿verdad?
—Sí, un caballero.
—Pues para un caballero no hay nada, señor. No hay tinta ni papel para
escribir, no hay navajas de afeitar, no hay toallas ni telas, no hay cubiertos ni
vajillas, no hay ropa elegante ni calzado, no hay vino ni ningún licor (salvo un
horrible aguardiente que destilan allí), no hay papel para fotografías, no hay
instrumentos de música, no hay planchas ni cazuelas de hierro para la cocina. No
hay nada, señor.
—¿No hay tabaco?
—Tabaco hay a veces. Llega desde las Azores o desde Benguela.
Desanimado, Luís Bernardo se despidió de Ascéndo y, sin gran entusiasmo ni
inspiración, comenzó a escribir una lista con todo aquello que alguien (no él,
claro) se llevaría a Santo Tomé si decidiera pasar allí tres años.
Una vez acabada, emprendió la lectura de los periódicos del día, comenzando
por O Século. Siempre le había parecido un buen periódico, bien informado, bien
documentado, bien escrito, con buenas fuentes y seriedad en sus análisis. Sin
embargo, en los últimos tiempos había ido inclinándose claramente hacia el lado
republicano, si bien estaba aún muy lejos del tono panfletario de A Luta o A
Vanguarda, con sus insultos diarios a la familia y a la institución reales. El caso
era que O Século evolucionaba con los nuevos tiempos, y los nuevos tiempos
estaban con los republicanos, sobre todo después de que éstos hubieran sumado a
su causa la defensa de los pobres y los explotados, tras la gran huelga de 1903 en
Oporto, que el gobierno había intentado reprimir con el envío del ejército y del
acorazado D. Amélia contra los trabajadores textiles. Aunque Luís Bernardo fuera
un monárquico condescendiente —más por tradición familiar que por auténtica
convicción—, coincidía totalmente con los republicanos en algunos de sus
argumentos. Desde 1890 —fecha del Ultimátum inglés— el país estaba sumido en
una profunda crisis política, económica, cultural y social. Con el fin de la
esclavitud en Brasil, habían cesado las remesas de dinero de los emigrantes, que
hasta entonces habían ido equilibrando las cuentas externas del reino. Todo lo
que era imprescindible para la modernización del país tenía que importarse y las
únicas exportaciones importantes eran el corcho y las conservas de pescado.
Pequeños sectores, como el vino de Oporto o el cacao de Santo Tomé, no eran
más que pequeñas gotas de agua en el océano del inmenso déficit comercial.
Todos los años, los presupuestos del Estado presentaban un desequilibrio de cinco
a seis millones de reis, que se sumaban a una deuda acumulada de ochenta
millones. Más de tres cuartas partes de una población de cinco millones y medio
de personas vivían en el campo, pero la agricultura, basada por completo en mano
de obra barata y miserable, no llegaba para erradicar el hambre. El ochenta por
ciento de la población era analfabeta, el noventa por ciento no disponía de
atención sanitaria y vivía expuesta a enfermedades y epidemias, básicamente
como en la Edad Media. Portugal era el país más atrasado de Europa, el más
inculto, el más pobre, el más triste. Tampoco entre las élites parecía cambiar
nada, aparte de las habituales revueltas estudiantiles en Coímbra contra los
exámenes y la temporada lírica en el São Carlos durante los tres meses de
invierno. La aristocracia, diletante y retrógrada, creía que el mundo más allá del
São Carlos se limitaba a las carreras de caballos organizadas por el Turf, a las
noches en el club Parada de Cascais, en las casas de Ericeira o en las fincas de
Sintra durante el verano. Lo único que les molestaba ligeramente eran los
«nuevos ricos», los «intelectuales» y los republicanos, pero éstos estaban bien
localizados en un minúsculo espacio físico, delimitado por media docena de cafés
lisboetas. El pueblo llano, por su parte, seguía creyendo en los designios de la
Providencia, en los sermones de resignación de la Santa Madre Iglesia y en la
voluntad divina que decretaba tanto su infinita miseria como la ostentosa e inútil
riqueza patrimonial de los señores y privilegiados del país.
Con todo, a Luís Bernardo le repugnaba por igual la retórica demagógica de
los republicanos. A su modo de ver, ni la institución monárquica ni la figura de
don Carlos eran las responsables de los males del país. El mal estaba en el
«turnismo» entre los dos partidos principales, que se alternaban en las Cortes y
en todos los centros de poder del Estado, pensando tan sólo en sí mismos y en los
suyos, en lugar de pensar en el país. El mal estaba en el caciquismo electoral, en
las elecciones amañadas por los dos grandes partidos, en su falta de
responsabilidad y de sentido de Estado. En aquel momento, por ejemplo, la
oposición estaba liderada por Hintze Ribeiro, del Partido Regenerador, y el
gobierno, por el Partido Progresista de losé Luciano de Castro, quien, pese a estar
oficialmente retirado de la vida pública, continuaba moviendo los hilos en el
gobierno. El rey se limitaba a dejarlos hacer, como cabía esperar de un monarca
constitucional, y por eso lo acusaban de ser indiferente al estado de la nación y a
la situación de los portugueses. Si en cambio decidiera inmiscuirse en los asuntos
concretos de la gobernación, poner fin al oligopolio de los partidos y escoger
personalmente a los mejores para gobernar, las turbas de la prensa y de la
política se le echarían encima al grito de «tirano» y «usurpador». Sólo don Carlos
estaba en condiciones, por ejemplo, de influir positivamente en la política exterior
portuguesa, como lo probaban las visitas que había recibido del rey de Inglaterra,
Eduardo VII, de Alfonso XIII de España o, aquel mismo año, del káiser Guillermo
II y del presidente francés. Sin embargo, cualquier iniciativa diplomática del rey
topaba invariablemente con la envidia y la desconfianza del gobierno y con la
maledicencia de la prensa. Lo mismo ocurría con las colonias, cuya existencia
parecían haber descubierto los portugueses a raíz del Ultimátum, del que también
querían hacer responsable a don Carlos. Muchos lo acusaban de no compartir el
mismo sentimiento patriótico que, de súbito, había asaltado a todos los corazones
portugueses cuando la «pérfida Inglaterra» no aceptó ceder unos cuantos miles de
kilómetros cuadrados de África para que el territorio de Angola se pudiera unir al
de Mozambique. Se hubiera logrado así extender de costa a costa un imperio
africano que ningún portugués conocía o habitaba y adonde la autoridad de Lisboa
jamás había llegado ni podría llegar en las décadas venideras. Contrario a ese
patriotismo de café, Luís Bernardo había presentido durante su conversación con
don Carlos que éste compartía su opinión sobre el asunto: de nada servía
pregonar un imperio que no se ocupaba, que no se administraba, que no se
civilizaba. El Estado perdía todos los años tres millones de reis en la
administración de las colonias y, aun así, los políticos del país todavía suspiraban
por agrandar el mapa del África portuguesa. Los hacendados de África habían
exigido y obtenido la imposición de tasas aduaneras sobre los productos
extranjeros que compitieran con sus producciones; el pueblo había salido
perdiendo, porque compraba más caro lo que podría comprar más barato si la
competencia no estuviera viciada; también salía perdiendo el Estado, porque
recaudaba por un lado mucho menos de lo que eximía por el otro. Los únicos que
habían salido ganando eran los hacendados de África. Henrique Mendonça,
propietario de grandes plantaciones en Santo Tomé, acababa de inaugurar un
suntuoso palacio sobre la más alta colina de Lisboa, donde ofrecía fiestas de un
lujo que comentaba toda la ciudad. Estaba claro que se había enriquecido con el
negocio colonial, pero las colonias arruinaban al país año tras año; ¿qué política
ultramarina era ésa? En Mozambique, por medio de Mouzinho, don Carlos había
intentado hacer prevalecer el sentido de Estado y el interés público. Pero durante
un año y medio de campañas militares Mouzinho tuvo que enfrentarse a los
intereses privados de las grandes compañías que, desde Lisboa y en colaboración
con el gobierno, hacían todo lo posible por dinamitar su trabajo y sabotear sus
planes. Al final, en contra de la voluntad de don Carlos pero con su silencio y su
condescendencia, Mouzinho acabó por dimitir.
Todo eso lo había escrito Luís Bernardo en sus dos artículos, que tanto
revuelo habían causado, desarrollados más tarde, con cifras en la mano, en su
opúsculo sobre la economía de las colonias. A él, que vivía de las colonias (aunque
no como productor, sino sólo como transportista), no le cabía la menor duda de
que Portugal desperdiciaba las posibilidades que le ofrecía su tan codiciado
imperio africano. Mozambique y Santo Tomé, si bien a escala muy distinta, eran
territorios de inmensa riqueza agrícola. Angola, además de la agricultura,
comenzaba a revelarse como una fuente inagotable de recursos minerales y de
materias primas. Sin embargo, todo estaba aún por hacer, por explorar, por
organizar. Angola era el único destino adonde se empezaban a aventurar
tímidamente los primeros pobladores portugueses, pero los que se instalaban allí,
huyendo de la miseria de los campos de Minho o de Tras-os-Montes, parecían no
aspirar a nada más que a cumplir con esa ancestral vocación lusitana que
consistía en vender mercancías en todos los pueblos del mundo donde atracaban
sus barcos, ya fuera bajo el mandato de la religión o de la espada.
Cerró el periódico con un profundo suspiro. Definitivamente, y como decía
João, hacía falta algo grandioso, tanto en el país como en su vida. A él nunca le
había atraído la política como forma de subsistencia. Solía decir que, en la vida, o
haces algo realmente importante o es mejor no hacer nada, dejarse llevar por la
corriente, como hacía él, saboreando las cosas buenas y agradables y evitando
con habilidad las trampas, las cadenas, los compromisos. Odiaba la fe y el
fanatismo, tanto en religión como en política, tanto en la vida social como en el
trabajo. Nada le había despertado aún el interés suficiente para turbarlo
seriamente, para hacerle cambiar su comodidad cotidiana por la incomodidad de
una ambición. Muchos intelectuales de su tiempo pensaban lo mismo, pero
parecían sufrir esa falta de causas y de ambiciones como una desgracia. Él la veía
como un privilegio.
Y ahora se encontraba con aquella historia de Santo Tomé. Si no le había
dicho al rey, en el mismo instante en que le hizo su propuesta, que se había
equivocado en su elección, que estaba claro que él no era el hombre indicado para
aquel cargo, había sido por una cuestión de delicadeza. Pero tampoco tenía
intención de desperdiciar su vida por delicadeza, como escribió Rimbaud. Había
aceptado fingir que reflexionaría sobre la invitación del rey, pero lo cierto es que
salió de Vila Viçosa con el firme propósito de dedicar aquellos días a pensar en la
mejor fórmula para desvincularse de una obligación que, por otra parte, no sentía
en absoluto. A eso se había dedicado toda la mañana, a reafirmarse en su
convicción de que aquélla era una misión imposible y de que ir a Santo Tomé
suponía enterrarse en vida. Una vez recabada la información necesaria para
argumentar su negativa, escribiría a su majestad para declinar su invitación,
añadiendo, eso sí, que estaría a su disposición para cualquier otra misión al
servicio del país para la que lo creyera capacitado. Después la vida volvería a su
curso normal.

Matilde consultó su reloj por décima vez. Eran las diez y cinco y no se oía ni
un ruido en el pasillo del tercer piso del hotel Bragança.
«¿Será posible que no venga?» La simple pregunta, la duda, le provocaba un
escalofrío de horror y de humillación. Con todo, no habría sabido decir si prefería
que Luís Bernardo se presentara o no. Si no apareciera, ella podría salir de allí
incólume, con su vida a salvo, con la tranquilidad de un futuro conocido por
delante. Tenía a sus hijos, tenía a su marido, tenía su vida cómoda y agradable en
la finca de Vila Franca, con todo en orden, con los rituales de todos los días, sin
angustias, sin secretos inconfesables, sin miedo, sin terror, sin aquel sofoco que le
estaba devorando el pecho. Si él no apareciera, el asunto no pasaría de un
devaneo de una noche de verano, de un breve momento en que perdió el juicio y
se dejó robar un beso en la escalera de un hotel. Pero nada más; no existiría esta
habitación de hotel, esta traición planeada, este encuentro a escondidas,
encerrada como si se ocultara de sí misma y del mundo, cuyos ruidos le llegaban
a través de la ventana. No tendría que sufrir la pesadilla que ya adivinaba, la de
tener una cara para el día y otra para la noche, una cara para los demás, todos
los demás, y otra para el fondo de sí misma. A la mañana siguiente, saldría de allí
con una sonrisa en el rostro, intacta, fiel, igual a sí misma. A lo más hondo de sí
misma.
Pero si él no apareciera... Si él no apareciera, ella se quedaría allí tumbada
toda la noche, como si hubiera sido violada y luego abandonada, como una prenda
de vestir que se usa y se tira, un acontecimiento fortuito, un equívoco, un
malentendido. Se sentiría una traidora traicionada, repudiada por el propio objeto
de su traición. Probablemente él dejaría por la mañana una nota en la recepción
del hotel para disculparse con cualquier imprevisto o, peor aún, para decirle que
había llegado a la conclusión de que lo mejor para ambos era dejarlo correr. Sí,
ella podría salir a la calle con la cabeza bien alta; al fin y al cabo, no habría
pasado nada. Pero se engañaría a sí misma. ¡Habría pasado todo! Ella se habría
arriesgado y él habría huido, ella se habría entregado y él la habría rechazado.
Por la noche, en casa, miraría a su marido con un sentimiento de profunda
vergüenza y humillación. «Ni siquiera puedo decir que te traicioné. Fue peor aún:
estaba preparada para traicionarte y fui rechazada. Te engañé y yo misma fui
engañada.» Se enfrentaría a la acostumbrada delicadeza de su esposo, a sus
gestos de civilizada pasión, a su ritual de caballero en la cama, con una
indescriptible sensación de suciedad.
Las diez y veinte. Oyó pasos en el pasillo, alguien que llamaba a una puerta,
pero no a la suya. Oyó voces que hablaban y carcajadas de gente que no se
escondía, que se esperaba y se encontraba, sin miedo, sin códigos secretos. Sólo
quedaba una salida: escapar de allí inmediatamente, ir a buscar a Marta a la
habitación contigua, preparar las maletas a toda prisa, pagar en recepción y huir.
Pero ¿adónde huir a aquellas horas? «Tranquila, Matilde, tranquila. ¡Piensa con
calma!» Se sentó en la cama y, sin querer, se vio reflejada en el espejo del
tocador. Estaba guapa, deseable, como una flor lista para ser cortada; ningún
hombre en su sano juicio despreciaría a una mujer así, que así se entregaba. Y de
pronto lo vio todo claro: saldría al día siguiente y recogería la carta de Luís
Bernardo en recepción, pero no la abriría. La adjuntaría a una carta que ella
misma le escribiría y se la haría llegar a través de João. En ella le explicaría que
se había arrepentido y que había decidido dejar el hotel a toda prisa, antes de la
hora fijada para el encuentro. A media mañana, diría, había mandado que fueran
a buscar su equipaje al hotel y le habían entregado la carta de Luís Bernardo, que
ella le devolvía sin abrir, aunque imaginaba que en ella él expresaría su
perplejidad por no haberla encontrado en el lugar acordado. De esa forma, ella
invertía los papeles y, si en alguna ocasión se volvía a encontrar con Luís
Bernardo, no tendría que sentirse avergonzada ante él. No solucionaba todo el
problema, pero sí una parte importante. «¿Y si se presentara ahora?», se
preguntó de repente. Si se presentara ahora, ella se encargaría de que aquello no
pareciera más que un encuentro entre dos amigos con curiosidad por conocerse
mejor el uno al otro, pero obligados por las circunstancias a servirse de cautelas y
embustes extraños. Aprovecharía para explicarle, de la forma más natural del
mundo, que el beso en Ericeira no había sido más que un momento de confusión,
tan imprevisto que ni siquiera tuvo tiempo de reaccionar. Después incluso podría
añadir con tono despreocupado: «No digo que fuera desagradable, pero será
mejor para los dos que no lo llevemos más lejos.»
Esta vez, oyó claramente unos pasos que habían llegado a los últimos
peldaños de la escalera y comenzaban a caminar por el pasillo, sigilosos pero
rápidos, como los de alguien que pretende llegar a su destino sin que nadie lo
sorprenda. El corazón se le desbocó incluso antes de oír cómo los pasos se
detenían ante la puerta de su habitación y de que, tras una breve pausa, sonaran
dos suaves golpes de nudillos sobre la madera. Continuó sentada en la cama,
petrificada, mirando la puerta, como si estuviera en un sueño o en una pesadilla.
Volvieron a llamar y comprendió que tenía que abrir antes de que algún curioso
saliera a fisgar al pasillo. Descorrió el pestillo, hizo girar el pomo y retrocedió dos
pasos al tiempo que abría la puerta y veía, sin verlo en realidad, a Luís Bernardo,
que entraba sin decir nada. La cerró al instante e instintivamente corrió el pestillo
y apoyó la espalda contra la puerta. Tardó un buen rato antes de decidirse a
mirarlo; lo encontró guapo, pícaro, inaccesible. Llevaba un traje negro, camisa de
cuello con puntas largas y corbata de un naranja verdoso, con un nudo discreto y
un pequeño alfiler de perlas entre el cuello de la camisa y el chaleco. Su cabello,
moreno y algo largo, presentaba un aspecto alborotado, propio de los hombres
acostumbrados a peinarse con los dedos; su fino bigote le agrandaba el tamaño de
la boca, y sus ojos castaños, líquidos, sonreían con expresión seductora y al
mismo tiempo algo infantil, como la de un niño de la calle a quien se da un
regalo. En contra de lo que tan fríamente había planeado, Matilde no pudo evitar
sonreír al mirarlo. Pero no era una sonrisa dirigida a él, sino a sí misma. «De
todos los hombres del mundo, Matilde —se dijo—, éste es seguramente el último
en que una mujer podría confiar.»
Él le tendió las manos y ella le dio las suyas con toda naturalidad. Él sonrió y
ella volvió a esbozar aquella misma sonrisa que él no había logrado descifrar del
todo. Se quedaron mirándose, cogidos de las manos, sin saber cómo romper aquel
silencio. A continuación él la atrajo con la intención de besarla, pero ella esquivó
su boca y se limitó a apoyar suavemente la cabeza sobre su hombro. Él insistió,
pero ella no separó la cara de su hombro.
—Matilde...
—No digas nada, Luís. No digas nada ahora.
—Es que tengo que contarte una cosa, Matilde.
—Yo también. Los dos tenemos cosas que decir, pero ahora sólo quiero
quedarme así un rato.
Matilde notó que él estaba cada vez más incómodo en aquella posición;
ningún hombre se siente cómodo durante mucho rato estando de pie y con una
mujer entre los brazos. La apretó contra él y ella advirtió lo bien que se acoplaban
sus cuerpos. Comprendió que Luís Bernardo debía de sentir lo mismo y notó, con
su pecho totalmente apoyado sobre el de él, que sus defensas estaban a punto de
caer. Cerró los ojos cuando él le inclinó la cabeza hacia atrás y, a oscuras, lo
invitó a sumergirse en su boca, mientras dejaba caer los brazos y la mano que la
agarraba por la cintura la apretaba contra aquel cuerpo de hombre.
Luís Bernardo retrocedió con ella hasta el borde de la cama, sin quitar la
mano de su cintura ni apartarse de su boca. Sólo interrumpió aquel beso
interminable cuando la sentó en la cama y se arrodilló a sus pies. Puso las manos
abiertas sobre sus pechos, sin brusquedad ni pudor, como un niño que disfruta
con su juguete, y con una le desató el nudo de la blusa y comenzó a desabrochar
los botones lentamente. Matilde aún no había abierto los ojos, no quería ver sus
senos al descubierto, las manos de él explorándolos sin pudor y, poco después, el
calor húmedo de su lengua lamiéndole los pezones. Estaba desnuda, abierta,
entregada. No lo soportó más, agarró a Luís Bernardo por la nuca y, sintiendo su
fino cabello entre los dedos, lo arrimó con más fuerza contra su pecho.
—¡Oh, Dios mío!
—Matilde —dijo él levantando la cabeza—, he de decirte algo y tiene que ser
ahora: es posible que me tenga que marchar.
—¿Ahora? —Ella había abierto por fin los ojos e intentaba comprender lo que
le quería decir.
—No, ahora no. Es posible que me tenga que marchar de Portugal dentro de
dos meses y durante unos tres años.
—¿Adonde, Luís? ¿Y por qué?
—No te lo puedo contar todo, Matilde, es un asunto confidencial. Sólo puedo
decirte que es a Santo Tomé y Príncipe, en una misión de Estado. No te puedo
decir más, pero me prometí a mí mismo y a João que te lo contaría antes de que
ocurriera algo irremediable entre los dos.
—¿Algo irremediable? ¿Me puedes decir qué es lo que tiene remedio ahora?
Él se quedó callado, mirándola. No sabía qué decir. Las cosas no estaban
saliendo como había planeado.
—¿Irremediable, Luís? —Le cogió la cara con las manos, como si quisiera
forzarlo a mirarla frente a frente—. ¿Irremediable? Estoy aquí, escondida en una
habitación de hotel como una delincuente, medio desnuda, completamente
entregada en tus brazos, enamorada como sólo una mujer capaz de esta locura
podría estarlo, ¿y tú crees que esto aún tiene remedio? ¿Cómo? ¿Interrumpimos
esto hasta que sepas si te marchas del país y, en caso de que no te vayas, lo
retomamos donde la habíamos dejado?
—¡No, amor mío! Sólo quería decirte que haré lo que tú quieras, sólo lo que
tú quieras.
—Entonces, hazlo, Luís. Haz todo lo que quiero, lo que los dos queremos. A
partir de ahora, al menos para mí, ya nada tiene remedio.
Luís Bernardo era el segundo hombre en su vida. Llevaba casada ocho años y
nunca había estado con otro hombre, ni se lo había planteado. Luís Bernardo era
el segundo hombre que la besaba, que la desnudaba, que recorría su cuerpo con
las manos y con la boca, el segundo hombre al que veía desnudo y cuyo cuerpo
tocaba, primero con pudor, después posesivamente, como si quisiera retenerlo
para siempre en la memoria. Tumbada de espaldas en la cama, se quedó
ensimismada mirando las flores del papel de las paredes, el color de los postigos
de las ventanas, los artículos de tocador que eran los suyos y que le recordaron
que era ella la que estaba allí, aunque le pareciera imposible, era ella la que se
entregaba desnuda, la que reprimía gemidos de placer, la que abría las piernas sin
quererlo para que un hombre que no era el suyo penetrara en su interior. Se
sintió perdida, a la deriva, cayendo en un pozo sin fondo; ella era el pozo y aquel
hombre había llegado al fondo, todo era húmedo, todo era líquido y todo acababa
con sus ojos anegados de lágrimas y con el dolor profundo con que le clavó las
uñas en la espalda, con que lo agarró del cabello y le susurró, como si él pudiera
salvarla:
—¡Luís Bernardo! ¡Luís Bernardo!
Capítulo 4

E l ruido monótono de los motores del Zaire lo mantenía en una especie de


sopor semiconsciente, acentuado por la monotonía del paisaje que veía pasar
desde su hamaca de lona en la parte trasera de cubierta. El buen tiempo los había
acompañado durante todo el viaje y él prácticamente no se había movido de allí,
sentado en la popa del barco, viendo la espuma que se formaba por debajo de la
hélice y que parecía dirigirse de vuelta a Lisboa, a su casa, mientras él, prisionero
del destino al que se veía arrastrado, tomaba la dirección opuesta, se alejaba sin
remedio, milla a milla.
Para no caer en la tristeza, se había entregado a la lectura de la multitud de
libros y documentos sobre Santo Tomé y Príncipe que le habían dado en el
Ministerio de Ultramar, y con ellos mataba las interminables horas ociosas que
quedaban entre las comidas. Éstas tenían lugar en la mesa del capitán, en un
comedor con unas veinte personas más, entre oficiales del barco y pasajeros, y
representaban el último vestigio del mundo que dejaba atrás. El ministro en
persona se había encargado de entregarle la documentación que le habían
preparado, acompañada de sabios consejos de su cosecha y de un repaso de lo
que era «la política ultramarina del gobierno», un galimatías con algunas ideas
lógicas y completamente inútiles y otras visionarias y de todo punto inviables. Él
lo sabía y el ministro también. El rey, por lo menos, pretendía tener cierta visión
de futuro; en cambio, el ministro se conformaba con una nota en los periódicos
del día siguiente donde diría que había recibido al nuevo gobernador de Santo
Tomé y Príncipe, «a quien he transmitido instrucciones precisas sobre los
principios que han regido, y deben seguir rigiendo, la política del gobierno en los
territorios de ultramar, entre los que Santo Tomé y Príncipe, por el indiscutible
progreso que ha experimentado en los últimos años, destaca como ejemplo claro
del acierto en las orientaciones marcadas hasta ahora». Su excelencia estaba
convencido de que tendría éxito en Santo Tomé y no dudaba de su tesón y su
buen hacer en el desempeño de la misión que se le había encomendado. Su
excelencia le deseó buena suerte, lo acompañó hasta la escalera del ministerio, y
Luís Bernardo se vio a sí mismo bajándola como si no fuera él quien estaba allí,
como si lo expulsaran de Lisboa y de su propia vida. «¡Una encerrona! ¡Me han
preparado una auténtica encerrona!»
Por lo menos, la interminable travesía llegaba a su fin. Al día siguiente, a
última hora de la mañana, estarían por fin en la ciudad de Santo Tomé. Desde
que, dos días antes, habían salido de Benguela, notaba que, a medida que se
acercaban a la línea del ecuador, el aire se volvía poco a poco más denso, que la
brisa fresca del Atlántico era sustituida por una capa de humedad que se
depositaba a ras de agua y formaba una neblina cada vez más espesa que el barco
atravesaba rumbo a un mundo desconocido. Pensó en el terror que debieron de
sentir los marineros portugueses del siglo XVI cuando perdían de vista la costa
africana y navegaban, en medio del océano vacío, hacia el territorio tenebroso de
Adamastor.
Había salido de Lisboa una mañana de marzo, al alba, después de embarcar el
día anterior todo su equipaje: una maleta llena de medicamentos que le había
preparado su amigo de tertulias, el doctor Filipe Martins; dos maletas cargadas de
libros, a razón de uno por semana y para ciento cincuenta semanas; un
gramófono y algunos de sus discos preferidos (Beethoven, Mozart, Verdi, Puccini);
un baúl con ropa para el trópico, la vajilla y la cubertería de su casa, dos docenas
de cajas de vino y una de coñac, ocho cajas de puros compradas en el estanco
Havaneza, del Chiado, papel para cartas, plumas y tinta para tres años, sus
bastones preferidos y el escritorio de su despacho con su respectiva silla, que
serían las únicas cosas que de ahí en adelante le recordarían todo cuanto había
dejado atrás.
La decisión de partir no había sido repentina ni impulsiva. La había tomado
poco a poco, casi sin darse cuenta, como si en el fondo, desde el principio, desde
aquella tarde en Vila Viçosa, el destino se le hubiera escapado de las manos y ya
no fuera capaz de gobernarlo. Más tarde tuvo la sensación de haber sido víctima
de una encerrona, donde todos parecían conjurados para llevarlo a la situación en
la que se encontraba: desde las palabras de don Carlos, secundadas por las del
conde de Arnoso, hasta los argumentos de João, que le habrían hecho sentirse
avergonzado de haber rechazado la propuesta del rey, pasando por la oferta de
compra de la Insular, como caída del cielo, justo en aquel momento. Comenzó a
verse acorralado, empujado, cada vez más prisionero de un círculo de
circunstancias de donde ya no podía escapar, al menos de forma honrosa. Lo
retaban a demostrar su espíritu aventurero y explorador, su sentido del deber
patriótico y de servicio a una causa noble, la coherencia de sus ideas y de su
carácter, y por encima de todo, como había dicho João, le brindaban la posibilidad
de dar sentido a toda su vida, hasta entonces ociosa y confortable, con la
grandeza de un gesto inesperado y altruista. Así lo habían acorralado.
Con todo, también Matilde había tenido un peso importante en esa decisión, o
esa no decisión, y ésa era la parte menos noble de la historia. Si lo pensaba
fríamente, debía reconocer que Santo Tomé le brindaba la oportunidad perfecta
de alejarse de Matilde con dignidad. Sí, porque quería alejarse de ella y no había
otra forma de hacerlo decentemente. Como a todos los conquistadores natos, lo
que le atraía era el juego de aproximación, la irresistible tentación del objeto
inalcanzable, la excitación de jugar con fuego, el escalofrío del deseo unido al
miedo al escándalo, el triunfo final de la seducción y, por fin, la imagen de los
despojos de la conquista a sus pies: las ropas arrojadas al suelo, una mujer
desnuda, casada, de otro hombre, entregada a sus brazos, gimiendo de placer y
de terror al descubrir los límites inexplorados de su propia sexualidad. Pero, como
siempre, después de aquello, después de dejar aquella noche la habitación de
Matilde y el hotel a la mañana siguiente, no le quedaba más que el orgullo del
cazador satisfecho y un deseo imperioso de alejarse de allí, como un ladrón se
quiere alejar de la casa allanada, temeroso de ser desenmascarado y denunciado.
Luís Bernardo volvió a la noche siguiente al hotel Bragança para encontrarse de
nuevo con Matilde. Actuaron con el mismo cuidado y usaron la misma estrategia,
se abrazaron con la misma pasión que el día anterior, Matilde se entregó aún con
mayor libertad e intensidad, despojada de parte de sus miedos iniciales, y él la
amó durante horas, sabiamente, sin prisas, disfrutando por completo de aquella
noche. Pero en el fondo Luís Bernardo presentía ya que aquélla sería
probablemente la última noche. Mientras la acariciaba, mientras la besaba,
mientras la desnudaba, mientras la poseía, se iba apartando de ella, en secreto
pero con total lucidez. No se engañaba a sí mismo ni la engañaba a ella, porque el
día anterior le había dado a escoger al avisarle que aquello se podía quedar en
una aventura breve, sin futuro ni consecuencias. Por eso mismo procuró alargar
al máximo el tiempo pasado a su lado, hasta que al amanecer se empezaron a oír
las voces de los vendedores ambulantes, que pregonaban leche fresca, hortalizas
o periódicos, y el ruido de los primeros tranvías, que transportaban a los
madrugadores a sus lugares de trabajo. Tuvieron incluso una larga conversación;
ella le habló de sus hijos y de su vida en Vila Franca, también de su marido y del
gran respeto y aprecio que sentía por él, y Luís Bernardo la escuchó en silencio,
tumbado de lado, recorriendo el cuerpo de ella con la mano derecha, como si la
esculpiera, como si quisiera grabarla en sus sentidos y su memoria. «Me acordaré
muchas veces de esta noche cuando esté en Santo Tomé», pensó, deseoso de que
la noche se prolongara durante todo el día, hasta lograr consumir la última gota
de su pasión.
Pero, más que consumirla, la dejó vacía con un certero golpe de raciocinio y
sentido común. Aquello no podía ir más allá por muchas razones: ¿cuántas veces
más conseguirían volver a encontrarse así, a solas? ¿Y cuántas veces más harían
falta para que los descubrieran y estallara el escándalo? Una vez descubiertos, el
marido de Matilde, en el mejor de los casos, la echaría de casa y Luís Bernardo se
vería obligado a acogerla, a ella y sus hijos. ¿Era eso lo que quería?, ¿era ése el
futuro que deseaba? Tendría que vivir para siempre con una mujer repudiada por
su familia y por la sociedad, formar con ella una pareja que no podría recibir a
nadie y a quien nadie querría invitar, soportar el odio de los hijos del otro en su
propio hogar, los chismes de los vecinos, los del club, si es que en el club no lo
invitaban antes, con la mayor delicadeza, a darse de baja como miembro. Pero
tampoco podía abandonarla sin más, apelar a su sensatez después de haber
apelado a su sinrazón, pretender protegerla del escándalo y sus consecuencias
después de haberla convencido de que se aferrara a la pasión y se olvidara de las
conveniencias sociales. Sería como usarla y, acto seguido, deshacerse de ella.
Matilde no se merecía eso y João no se lo perdonaría jamás, se ganaría su eterno
desprecio. Él mismo, pese a saber que era lo mejor y lo más sensato que podía
hacer, se sentiría tan sucio por dentro que ni siquiera el recuerdo de aquellas dos
noches de amor intenso lograría borrar las manchas de esa suciedad.
Su única salida era huir, pero huir con dignidad; mejor aún, con un aura de
romanticismo, de sacrificio, de heroísmo. Santo Tomé era un pretexto caído del
cielo. De repente todo se ponía a su favor, a favor de la imagen y del recuerdo
que ella guardaría para siempre de él. El maldito destino lo obligaba a marcharse
en contra de su voluntad, lo arrancaba de los brazos de su amada, para servir al
país y al rey, para que el mundo no pudiera decir que en Portugal aún se
practicaba la esclavitud o para erradicar esas prácticas indignas en caso de que
aquello no fuera una calumnia. Era como el soldado que partía a la guerra y
aquéllas habían sido sus últimas noches de amor. João no se equivocaba cuando
decía que se le daba bien escribir cartas para ocasiones como aquélla. El propio
João se encargó de entregar a Matilde la carta de despedida de Luís Bernardo.

Matilde:
Aquello de lo que te hablé se ha confirmado y en
breve me marcharé lejos de ti y de todo lo que amo.
Puedo revelarte ya de qué se trata, pues a partir de
mañana se hará público en la prensa: su majestad el
rey me ha nombrado gobernador de Santo Tomé y
Príncipe, con la misión de acabar, pese a quien pese,
con los últimos resquicios de esclavitud que aún
puedan quedar y de convencer a Inglaterra, a su
opinión pública y al mundo entero de que Portugal es
una nación civilizada donde prácticas como ésa no
tienen ni pueden tener cabida. La naturaleza de la
misión, su urgencia y su importancia para el país en
diferentes órdenes, así como la forma en que el rey
apeló a mi sentido del deber y la propia coherencia que
me veo obligado a mantener con las ideas y posturas
que vengo defendiendo desde hace tiempo, no me han
dejado otra opción que aceptar, pues cualquier otra
respuesta habría supuesto una deshonra.
Así pues, he emprendido ya la liquidación completa
e inmediata de todo cuanto hasta ahora ha constituido
mi vida. Abandono mi casa, a mi familia, a mis amigos;
abandono la comodidad y el bienestar, las costumbres
sociales y de cultura, sin las cuales ni siquiera consigo
imaginar cómo ha de ser mi día a día. Abandono mi
propio trabajo, mi negocio, y vendo precipitadamente mi
empresa para ir a enterrarme en una isla perdida en
medio del mar, en el fin del mundo. Antiguamente los
condenados preferían la muerte al destierro en Santo
Tomé y, por lo que dicen los ingleses, los propios
negros sólo embarcan hacia allí a la fuerza. Sin
embargo, no me quejo, hay momentos en que el destino
se impone a nuestra voluntad y razones superiores a
las personales deben prevalecer sobre todo lo demás.
Servir a mi país lo mejor que pueda y sepa en un
momento de necesidad y ser digno de quien me ha
creído digno de esta misión es, sin duda, una de esas
ocasiones en que no hay posibilidad ni libertad de
escoger.
De lo que sí me quejo es de la desesperación de
haberte perdido justo cuando te había encontrado; de
haber sido tuyo, como ningún otro hombre lo ha sido o
lo será jamás, y luego partir; de haber descubierto en ti
todo un mundo de amor y de sentimientos —que
siempre intuí, pero del que nunca encontraba la entrada
— y tener que conformarme a partir de ahora con el
recuerdo de dos noches tan breves e intensas como
largos y vacíos serán los días que me esperan sin ti. No
te enfades si te digo que habría sido mejor no haberte
conocido. Habría sido mejor no haberme perdido nunca
en tu mirada, en tus gestos, en tu voz, en tu
inteligencia, en tu cuerpo. Habría sido mejor no llevarme
este equipaje en el alma ni este peso en la memoria
que, día y noche, me ha de perseguir allá en el ecuador.
Habría sido mejor que no hubiera ocurrido nada entre
nosotros, para no tener que vivir hasta el fin de mis días
pensando en cómo habría sido una vida entera a tu
lado.
Te ruego que guardes esta carta en la memoria y
después la rompas, junto a las otras que te he escrito.
Te lo pido de corazón. Para que sigas con tu vida, para
que puedas ser feliz con las personas a las que quieres
y que te quieren, para que no pierdas tu juventud y tu
sonrisa luchando contra lo que no tiene remedio.
Estaba escrito que fuera así y nada podemos hacer
para cambiarlo. También te pido que de vez en cuando
te acuerdes de mí en tus plegarias, para librarme de las
fiebres y de esos peligros más evidentes, pero sobre
todo para librarme del dolor infinito de vivir sin ti para
siempre y del terror de no volver a ser feliz nunca más.
Matilde, te prometo que no recibirás noticias mías
durante los días, los meses, los años del exilio que me
espera. No sabrás de mi sufrimiento, de mis llantos, de
mi desesperación por no tenerte a mi lado. Por el
respeto que te tengo, mantendré esa barrera insalvable
que se ha interpuesto entre los dos. ¿Para qué
engañarnos? ¿Para qué engañarte? No hay regreso de
Santo Tomé. Reza por mí y, si de verdad me amas, sé
feliz.
Hasta siempre.
Luís

Después todo sucedió muy rápido y Luís Bernardo estuvo tan ocupado como
podía estarlo alguien que, en dos meses, tenía que desmontar toda su vida,
despedirse de todo el mundo y disponer todos los preparativos para la nueva vida
que lo esperaba. Solicitó una entrevista con el conde de Arnoso, a quien comunicó
que aceptaba la invitación del rey. Dos días más tarde, su nombramiento apareció
en todos los periódicos, acompañado de una breve biografía y, en algunos casos,
como el Jornal das Colonias, de un comentario sobre su elección que no era ni
bueno ni malo: se decía que le faltaba experiencia en la materia, pero que eran
de sobra conocidas sus ideas sobre la administración ultramarina, las cuales, si se
aplicaban con la prudencia y la ponderación precisas, podían resultar útiles para el
progreso de la colonia y los intereses de Portugal. Lo recibieron varios ministros:
el de Ultramar, el de Exteriores y el de la Guerra, pues la provincia de Santo
Tomé y Príncipe incluía en su jurisdicción el fuerte de Sao João Baptista de Ajudá,
en el reino de Dahomey. Perdió horas y horas en comidas, cenas y sesiones de
trabajo con hacendados de Santo Tomé y antiguos administradores de las
haciendas, con médicos, jueces y curas que habían vivido en Santo Tomé y con
sus dos antecesores en el cargo. Al final ya no conseguía digerir tanta
información, tantas opiniones, tantos consejos, estaba cansado antes incluso de
haber partido. El resto de aquellos dos meses los pasó enfrascado en las gestiones
para poner en orden su vida particular y en el intrincado proceso burocrático para
la venta de la Insular, con todo su activo. Había hecho un negocio excelente, pero
en el momento de entregar su despacho y su empresa, a la que había dedicado la
mayor parte de sus días durante los últimos quince años, se le encogió el corazón
de angustia y de nostalgia; gratificó a los que habían sido sus colaboradores más
estrechos o más leales e insistió en despedirse de todos sus trabajadores, uno por
uno. No tenía la menor idea de qué le reservaría la vida el día en que volviera.
Sólo sabía que en aquel momento era rico, y que a su regreso sería rico y libre.
En el ínterin, su vida, como la conocía, quedaba en suspenso. Pero, ya que debía
marcharse, quería hacerlo cerrando todas las puertas.
Con todo, lo más penoso fue despedirse de los amigos. No desaprovechó ni
una sola noche, ya en fiestas particulares, ya en cenas prolongadas hasta la
madrugada, ya en los conciertos del São Carlos, cuya temporada se encontraba en
pleno apogeo. En dos ocasiones la velada acabó en el burdel de doña Maria dos
Prazeres, el establecimiento más frecuentado por los caballeros de su posición.
Una indiscreción de sus amigos, totalmente deliberada, hizo que doña Maria dos
Prazeres pasara a tratarlo de «señor gobernador», y él no supo si reír, si
avergonzarse o si angustiarse ante aquel tratamiento. «Señor gobernador, ¿desea
escoger usted a una chica o quiere que le sugiera alguna de las novedades de la
casa?» El señor gobernador no sabía si prefería probar todas las novedades, una a
una, a fin de despedirse para siempre de las mujeres, o si prefería quedarse
charlando con doña Maria dos Prazeres, abandonándose a aquella melancolía que
la respetable señora comentaría más tarde con los amigos de Luís Bernardo: «¡El
señor gobernador está muy tristón! Es un asunto de faldas; cuando un hombre
rechaza a chicas como éstas es porque algo le duele en el corazón.»
Su último fin de semana en Portugal quiso pasarlo en el hotel Bussaco, uno de
sus lugares preferidos. «¡Quiero llevarme el Bussaco en los ojos y en el alma!»,
declaró, con un tono tan trágico que João Forjaz, Filipe Martins y Mateus Resende,
sus amigos más íntimos, se ofrecieron a acompañarlo. Habían planeado una
escapada a Coímbra para celebrar «una farra de las de antes» pero, una vez allí,
nadie fue capaz de sacarlo de la terraza del hotel, donde pasó dos mañanas y una
tarde contemplando obsesivamente el bosque, sumido en reflexiones filosóficas
del tipo: «Añádele a esto una mujer y un buen libro y tendrás todo lo que un
hombre puede necesitar.» Como contrapartida, se abalanzó sobre el menú del
hotel con el apetito de un condenado y dio cuenta de todos los platos de la carta,
para acabar siempre con el lechón asado. Para deleite de sus amigos, hizo gala de
su nueva condición de rico despreocupado y pagó las bebidas de todo el fin de
semana, sin importarle los desorbitados precios de los mejores vinos del Bussaco.
Comió, bebió y fumó como si de ello dependiera la salvación de su alma y
acabaron arrastrándolo hasta el tren de vuelta en condiciones indignas de un
gobernador por designación regia.
Todo terminó una soleada mañana de marzo que anunciaba ya la primavera y
su luz incomparable sobre la ciudad. Lisboa estaba hermosa aquella mañana en
que embarcó en el Zaire y se despidió de los que habían querido acompañarlo en
aquel triste momento: media docena de sus amigos de toda la vida, sus dos
criadas, que se ocuparían de su casa en su ausencia, y el director general del
Ministerio de Ultramar (el ministro estaba ocupado preparando un debate en las
Cortes previsto para esa misma tarde). En plena plataforma de embarque recibió
de manos de un portador una breve nota del rey en que agradecía su «patriótico
gesto» y le deseaba toda la suerte en el cumplimiento de la misión que le había
encomendado. Y eso era todo; su patria, su mundo, toda su vida se fueron
quedando atrás mientras el Zaire se alejaba del muelle de la Fundição,
maniobrando para sortear las arenas del banco de Bugio, y Lisboa se reducía a un
punto cada vez más insignificante en el horizonte. Inclinado sobre la borda del
puente, mirando sin ver en realidad, pasó la mano por la madera de la baranda
como si acariciase todo su pasado, que ya se perdía en el horizonte. La fría brisa
de alta mar le provocó un súbito escalofrío y se retiró a su camarote, donde lo
esperaba un completo surtido de periódicos de aquella misma mañana. Los
periódicos de Lisboa, con noticias de un mundo al que había dejado de pertenecer.
Capítulo 5

D espués de las escalas en Mindelo, que ya conocía, y Sal, ambas en el


archipiélago de Cabo Verde, Luanda se le apareció en el horizonte como una
auténtica metrópoli. Había una decena de vapores de gran porte fondeados en la
bahía o anclados en el muelle y una actividad frenética en el puerto, que parecía
inmerso en un frenesí de cargas y descargas, de negocios, de encuentros y
despedidas. Costaba imaginar que en el interior de aquel territorio el ejército
colonial todavía libraba penosos combates contra tribus que luchaban con arcos y
lanzas. Un vasto territorio cuyos límites sólo empezaron a vislumbrar los
portugueses veinte años atrás, cuando la Conferencia Colonial de Berlín estableció
el principio de que la ocupación efectiva de las tierras prevalecía sobre el derecho
de descubrimiento. Angola era diez veces mayor que Portugal y cien veces mayor
que Santo Tomé y Príncipe, por lo que su colonización efectiva, al igual que la de
Mozambique, parecía una tarea que sobrepasaba con mucho las posibilidades
físicas, humanas y económicas de un país tan pequeño como Portugal. Durante
años Inglaterra y Alemania se habían confabulado para repartirse el botín del
Imperio colonial portugués: el pretexto era la desesperada situación financiera del
país, que se ofrecían a remediar con préstamos que tenían como hipoteca las dos
colonias. Con la opinión pública dividida, don Carlos consiguió imponer su
voluntad y rechazó las envenenadas ofertas. Por otro lado, aprovechando el
estallido de la guerra de los bóers y la necesidad de Inglaterra de utilizar el
puerto mozambiqueño de Beira para el desembarco de hombres y armas, negoció
con Londres el Tratado de Windsor. De la noche a la mañana la misma Inglaterra
que había aplastado con el Ultimátum las aspiraciones expansionistas portuguesas
y tramado con Alemania la liquidación completa del Imperio luso reconocía a
Portugal como su «más antiguo aliado» y se comprometía solemnemente a
utilizar, si era necesario, la armada real para ayudar a los portugueses a defender
sus posesiones ultramarinas.
Sin embargo, los ingleses mantenían una presencia constante en Angola.
Livingstone había pasado por Luanda de camino a Londres, después de uno de sus
viajes en busca del nacimiento del Nilo. En la Royal Geographie Society, que
financiaba sus expediciones, no sólo omitió deliberadamente su encuentro en las
profundidades de Angola con el explorador portugués Serpa Finto, sino que afirmó
no haber encontrado a ningún europeo en las inmensas selvas de Angola. En
Luanda los ingleses tenían un ministro residente, un cónsul, agentes marítimos,
agregado militar y dos agentes itinerantes con la misión, no oficial, de velar por el
cumplimiento de la prohibición del comercio de esclavos.
Durante el desembarco, en el mismo muelle, Luís Bernardo oyó hablar inglés
a su espalda y se volvió a tiempo de ver a dos elegantes señoras que se alejaban
en compañía de un caballero con sombrero blanco colonial; éste daba órdenes a
unos coolies que se encargaban del equipaje de mano con un tono que denunciaba
su familiaridad con el lugar.
A Luís Bernardo lo esperaba en el muelle el secretario del gobernador, que se
ocupó con presteza del desembarco de su equipaje. A causa de unos asuntos
urgentes, su excelencia el gobernador no había podido acudir a recibirlo en
persona como era su deseo, pero lo aguardaba en el palacio, donde,
evidentemente, estaba invitado durante aquellos dos breves días de escala.
Subieron a un automóvil descubierto, uno de los pocos que por entonces
circulaban por Luanda, y se pusieron en marcha en medio del bullicio de las calles
del centro atravesando una cortina de polvo que parecía suspendida sobre la
ciudad. Sólo se fue disipando cuando empezaron a alejarse del centro y, poco a
poco, desapareció la confusión heterogénea de gente, animales, vehículos de toda
clase y centenares de tiendas y tienduchas, desde sastrerías hasta carnicerías,
barberías, mecánicos de bicicletas, mercerías, consultorios médicos, tiendas de
comestibles y farmacias que prometían la cura instantánea de la diarrea y «otras
molestias interiores». Luís Bernardo, aún medio aturdido, sentía oscilar el suelo
como si siguiera a bordo del barco, a lo que ahora se añadían el calor, la
humedad, la polvareda y el ruido de la ciudad. Cuando comenzaron circular por
las avenidas largas y semidesiertas de la zona europea, con aceras adornadas con
hileras de árboles, el secretario del gobernador aprovechó para entregarle dos
telegramas recibidos de Lisboa para él.
El primero, totalmente inesperado, era de Matilde. Luís Bernardo nunca llegó
a recibir respuesta a la carta de despedida que le había enviado, ni cualquier otro
recado a través de João. Lo leyó dos veces, sin saber muy bien qué pensar. Por un
lado, era un asunto tan distante que le sonaba extraño; por otro lado, era
reconfortante recibirlo allí, donde todo le era hostil y ajeno, como si fuera una
mano tendida, un beso, un lazo que lo había acompañado a través del mar.
Estaba fechado el mismo día de su partida, hacía nueve. «He sabido por João que
embarcas —rezaba—. Mejor saberlo así. Suplico a Dios que te proteja. Matilde.»
Unas absurdas lágrimas le inundaron los ojos, pero eran por la polvareda, por la
nostalgia de la luz de Lisboa, por la incertidumbre de lo que lo esperaba; no eran,
desde luego, por el recuerdo de la cara, de la piel, del cuerpo, de la suave voz de
Matilde repitiendo en voz baja «¡oh, amor mío!», mientras lo agarraba del cabello.
El segundo telegrama era oficial, llevaba el sello del ministerio y estaba
firmado por su secretario general:

Tengo el honor de comunicar a su excelencia que el pasado día 19


del presente mes tomó posesión de este ministerio, ahora designado de
Marina y Ultramar, el general Ayres d'Ornellas e Vasconcelos STOP
También comunico que por información ministro de Inglaterra en
Lisboa se ha designado cónsul inglés Santo Tomé y Príncipe a señor
David Jameson, miembro del India Civil Service, ex gobernador
provincial India británica STOP Llegará al puesto primera semana
junio, barco y fecha pendiente fijar STOP Solicitamos se encargue de su
adecuada acomodación y prepare ambiente político conforme
instrucciones recibidas STOP Nuevo ministro transmite cordial saludo y
deseo éxito de misión confiada.

¡Ah, Lisboa! ¡Los largos tentáculos de Lisboa y de su frenética actividad


política! «Salgo de Lisboa con un ministro —pensó—, y antes incluso de llegar a
mi destino ya hay uno nuevo.» De éste, por lo menos, nadie podría decir que no
era el hombre adecuado para el puesto: Ayres d'Ornellas había sido uno de los
generales de Mouzinho en la campaña de Mozambique y era un gran conocedor de
las posesiones de ultramar. Quién sabe, quizá con él de ministro Luís Bernardo no
habría sido confirmado como gobernador de Santo Tomé. Habrían bastado diez
días, sólo diez días...
El gobernador de Angola también estaba inquieto por el nombramiento del
nuevo ministro pero, a diferencia de Luís Bernardo, lo que parecía preocuparle era
su propia continuidad.
—¿Ya sabe que tenemos nuevo ministro? —le preguntó en cuanto acabó de
darle la bienvenida y sin que apenas tuviera tiempo de sentarse—. Estos
constantes cambios en el ministerio son siempre una fuente de complicaciones y
retrasos. Hasta que el nuevo ministro se pone al día de todos los asuntos,
nosotros nos quedamos sin instrucciones, sin saber qué quiere. Y que conste que
no tengo nada en contra del general Ayres, al que respeto mucho; es más, creo
que no podían haber escogido a nadie mejor. Lo digo por el tiempo, amigo mío, el
tiempo que se pierde en estas cosas, y por la incertidumbre que provocan, cuando
lo que nosotros necesitamos aquí es seguridad, continuidad, una política clara y
que no esté a merced de los bandazos políticos de Lisboa. Nosotros gobernamos
con una perspectiva de años y ellos, de meses. Por ejemplo, ¿cree usted que las
instrucciones que trae del anterior ministro seguirán vigentes?
Luís Bernardo lo miró como si acabara de oír la más extraordinaria de las
preguntas. La figura del gobernador —bajito, medio calvo, ojos pequeños y
castaños, manchas de sudor en la cara y el pecho— le resultaba desagradable.
Sus maneras de pequeño dictador que alardea permanentemente de su
conocimiento privilegiado del medio y de sus teorías basadas en la experiencia
encajaba a la perfección en el modelo de funcionario colonial del que él había
abominado en sus escritos. ¿Estaría el otro al corriente de eso? Decidió responder
a su embarazosa pregunta con tono despreocupado:
—Bueno, ya sabe que fue el rey quien me escogió directamente y las
instrucciones que traigo las recibí en primer lugar de él. Además, las acabo de ver
ratificadas por el nuevo ministro en un telegrama que me ha entregado ahora
mismo su secretario.
—Claro, claro, eso ya es una garantía. ¿Sabe?, por aquí se comenta que es
usted la persona escogida por el rey para plantar cara al inglés que van a mandar
allá, a Santo Tomé. Debe de hablar inglés muy bien, ¿no?
El cambio de tono, evidente en la última frase, no le pasó inadvertido a Luís
Bernardo. De forma muy sutil, el gobernador de Angola había dejado de tratarlo
como un colega para hablarle desde una categoría superior, como si dijera: «Yo
soy un profesional de esto y usted no pasa de simple intérprete; yo gobierno casi
un continente en África y usted va a gobernar dos almacenes de cacao en medio
del Atlántico.» Con una inclinación de la cabeza, Luís Bernardo confirmó que sí,
que hablaba inglés.
—Pues la verdad, amigo mío, es que a veces vale más fingir que no se habla
inglés tan bien. No conviene dar mucha conversación a esos tipos. O se les
levanta la voz o se hace como si no se les entendiera. En cualquier caso, hay que
hacerles ver que en nuestras colonias todavía mandamos nosotros. Estará de
acuerdo conmigo...
—Claro que sí, eso me parece evidente —se apresuró a convenir Luís
Bernardo.
—Pues mire, no siempre es tan evidente. Los tipos se presentan citando
tratados y acuerdos que firmaron con nosotros y sólo por eso se creen con
derecho a meter las narices en todo.
—El tratado de mil ochocientos cuarenta y dos... —Luís Bernardo se refería al
tratado suscrito con Inglaterra, por el cual los ingleses estaban autorizados a
inspeccionar los barcos portugueses provenientes de los puertos de África que se
sospechara transportaban esclavos.
—Eso y otras cosas. Quieren meter las narices en todo. Aquí, en Ruanda, hay
ingleses por todas partes y fuera de Luanda tienen informadores que los ponen al
corriente de todo cuanto sucede en la provincia. ¿Se imagina qué pasaría si a
nosotros se nos ocurriera inspeccionar los barcos ingleses que se llevan a los
negros de Acra a las colonias de las Antillas?
—No hay sospechas de que sean esclavos...
—¿Ah, no? ¿Y por qué no? Mire, amigo, no se ofenda, pero usted acaba de
llegar aquí y yo llevo ya muchos años en África y conozco muy bien cómo
funcionan las cosas en esta tierra; un negro que sale de aquí hacia Santo Tomé
sabe tan poco a lo que va como uno que sale de Ghana hacia Jamaica. No hay
ninguna diferencia.
—¿Cuántos salieron de aquí a Santo Tomé el año pasado?
Luís Bernardo se arrepintió inmediatamente de haber hecho esa pregunta. El
otro lo miró de reojo, con expresión de desconfianza.
—Seguro que usted tiene los números: salieron unos cuatro mil. Todos
registrados y con autorizaciones emitidas en Santo Tomé para trabajar allí.
—¿También con contratos de trabajo con una duración estipulada?
—¿Qué contratos de trabajo? Eso es cosa de los de Santo Tomé, que para algo
tienen un administrador que se encarga de esos asuntos. Yo aquí no me ocupo de
nada de eso y me gustaría que quedara clara una cosa: el gobierno de Angola no
contrata a nadie para ir a ningún sitio, como tampoco lo hacen el gobierno de
Santo Tomé ni el del reino. Yo me limito a dar fe de que ciertos ciudadanos del
territorio portugués de Angola desean embarcar, para trabajar o para pasar sus
vacaciones, hacia el territorio portugués de Santo Tomé y Príncipe. Como sabe,
hay libertad de circulación entre los territorios portugueses, así que no tengo
nada que objetar al respecto. Ni siquiera puedo oponerme a un trato acordado
libremente entre individuos y compañías privadas.
—Pero su excelencia acaba de decir que ellos no tienen ni la más remota idea
de a lo que van...
—Mire, amigo, deje de tratarme de excelencia y escuche: eso no es problema
mío, sino suyo. Yo sólo le estoy diciendo cómo funcionan las cosas y espero, por
otra parte, que no sea una novedad para usted. Si cree que Santo Tomé puede
continuar explotando las plantaciones de cacao y disfrutando de las mismas
ganancias que hasta ahora sin recurrir a la importación de los negros de nuestras
selvas, que a nosotros no nos sirven para nada, allá usted. Entiéndase con los
propietarios de las haciendas y, si los convence, avísenme y yo no dejaré
embarcar a nadie más. Usted sabrá qué instrucciones trae de Lisboa y del rey. Yo,
por lo que respecta a Santo Tomé, hago lo que me piden que haga. Si servir a mi
país consiste, como hasta ahora, en solventar la falta de mano de obra de Santo
Tomé, yo me presto a colaborar en lo que pueda, y nadie podrá decir que infrinjo
ley alguna. Y si creen que ahora ya no debe ser así, háganmelo saber.
—¡No, claro que no! —Luís Bernardo sentía que se había dejado acorralar—.
Es obvio que Santo Tomé seguirá necesitando importar trabajadores durante
muchos años más y, si aquí no hacen falta, se trata de encontrar una solución y
hacer las cosas bien. Porque, como sabe, todo este asunto con los ingleses, las
acusaciones de los comerciantes de Liverpool y de Birmingham de que estamos
importando mano de obra esclava de Angola a Santo Tomé, está haciéndonos
mucho daño en la prensa y en la opinión pública inglesas y, si las cosas no
cambian, nos arriesgamos a que decreten un boicot a nuestras importaciones de
cacao en el mercado inglés y después en el norteamericano, y eso sería
catastrófico para Santo Tomé. Supondría el fin de la colonia.
El gobernador de Angola lo miró a la cara; era una mirada de raposa,
mezquina, desconfiada.
—Hum...
Se levantó y se dirigió hasta el balcón, que daba al jardín. Se apoyó en la
balaustrada y así permaneció un rato, un hombrecillo contemplando África entera.
Después dio media vuelta y se quedó mirando a Luís Bernardo, recostado contra
la baranda, con las manos cruzadas sobre la barriga. Un Napoleón de los trópicos,
sopesando las fuerzas de su enemigo.
—¡Los ingleses! ¡Esos hipócritas y presumidos ingleses! ¡Tan humanistas, tan
preocupados, que no distinguen a un negro de un amarillo! Dígame, Valença,
¿cree que algún inglés habrá follado alguna vez con una negra? ¡Claro que no!
¡Pero nosotros sí, caramba! ¿Sabe cómo estamos poblando y ocupando esta tierra
inmensa de Angola? No; no es con el ejército, que llega y se va. No es con
familias de colonos; ¿quién estaría tan loco como para llevarse a su mujer y a sus
hijos hasta el medio de la selva, donde no hay ningún signo de vida civilizada?
¡No, nada de eso! ¿Sabe cómo ocupamos esta tierra?
—Dígame.
—Con los desharrapados del Minho, del Alentejo, de Tras-os-Montes, que
llegan con una mano delante y otra atrás, y a quienes nosotros, el gobierno,
ofrecemos unos títulos de propiedad que los pobres diablos ni siquiera consiguen
descifrar, y menos aún localizar dónde está la parcela en el mapa. Pero es tierra,
el primer pedazo de tierra que tienen en toda su miserable vida. Y entonces los
desgraciados se ponen en camino, sabe Dios cómo, preguntando dónde queda la
hacienda Nova Esperança, en el distrito de Uíge, o la hacienda Paraíso, en Quanza
Norte. Y si por un milagro consiguen llegar sanos y salvos y toman posesión de lo
que no es más que selva cerrada, si por un milagro logran sobrevivir y plantar
unas patatas o vender unas baratijas a los negros, ¿cree usted que forman una
familia? Su familia son las negras que compran a los jefes de los poblados: por un
saco de alubias, una mujer; por un cerdo, dos mujeres. Y usted se preguntará: ¿y
el cura?, ¿y la boda?, ¿y la inscripción de los hijos en el registro? ¡Quia! Allí se
trata de sobrevivir y esos miserables se dan por satisfechos si tienen una, dos o
tres negras a las que llaman sus mujeres, porque saben muy bien que jamás
saldrán de ese agujero. Y nosotros, el gobierno, nos contentamos con ver a esos
paisanos de Tras-os-Montes viviendo en la selva y sólo les pedimos que enseñen
portugués a sus hijos mulatitos. Es así como estamos ocupando el interior de
Angola, y todo lo demás son palabras bonitas para los tratados y para las charlas
de salón entre diplomáticos. Pero me gustaría ver a un inglés, con su traje de
franela blanca de King's Road o de donde sea, viviendo en la puta hacienda Nova
Esperança y preguntándole a su mujer negra: Oh, dear, do you care for a drink?
Como ve, yo también me defiendo en inglés...
El gobernador de Angola calló, satisfecho, mirando con superioridad a su
invitado. Había sido elocuente, devastadoramente elocuente. Luís Bernardo,
avergonzado, se había quedado sin palabras. Comenzó a invadirle la angustia.
«Dios mío, ¿qué hago yo aquí?, ¿qué tengo que ver yo con todo esto, con este
Napoleoncito de los trópicos, con los aldeanos portugueses que se amanceban con
negras en la selva, con esta humedad, con este calor demencial, con este
salvajismo que se presiente en todas partes y en todas las personas, ya sean
blancos, negros o ingleses?»
—¿Sabe una cosa, amigo? —El gobernador volvía a la carga, seguro de sí
mismo, triunfal; no estaba dispuesto a dejar que se disipara el evidente efecto
que había causado su discurso en Luís Bernardo—. ¿Sabe quién supo tratar a los
ingleses como se merecían, quién supo torearlos de verdad? Fue mi ilustre
predecesor en el cargo, el general Calheiros e Menezes. ¿Ha oído hablar de él?
Sí, Luís Bernardo conocía la historia del general Calheiros e Menezes, una
auténtica leyenda para los hacendados de Santo Tomé, cuya correspondencia
oficial se incluía en la documentación que le habían entregado en el ministerio. En
1862, veinte años después de la firma del tratado con Inglaterra, los comisarios
ingleses en Angola se quejaron ante el gobernador de que los barcos portugueses
se dedicaban al comercio y transporte de esclavos del interior de Angola a las
haciendas de Santo Tomé y Príncipe, lo que suponía una violación flagrante del
tratado de 1842. Calheiros e Menezes les respondió por escrito repitiendo los
argumentos habituales: que los supuestos esclavos eran todos hombres libres o
libertos; que recibían un sueldo y podrían regresar cuando quisieran, aunque era
evidente que preferían quedarse en Santo Tomé a volver a la barbarie en la que
vivían en Angola; que iban todos documentados y con pasaporte, y que, desde el
punto de vista jurídico, no eran más que trabajadores que emigraban de una
parte del territorio portugués a otra. De paso, el general preguntaba a los ingleses
por qué no inspeccionaban también los barcos franceses que, con total libertad, se
dedicaban al tráfico de esclavos entre Guinea y las Antillas. Los ingleses volvieron
a la carga; recordaron que no tenían ningún tratado al respecto con Francia y sí
con Portugal, y en virtud de ese tratado exigieron el fin del transporte de
angoleños hacia las islas de Santo Tomé y Príncipe. Calheiros e Menezes no dio su
brazo a torcer; mandó que les devolvieran la carta que le habían enviado y
anunció que a partir de entonces sólo recibiría «informaciones» a través del
cónsul inglés. Mientras tanto, en respuesta a las insistentes demandas de los
hacendados de las islas, que habían visto reducida a la mitad su población de
trabajadores negros por culpa de una epidemia de viruela declarada años atrás, el
general intensificó el ritmo de envío de trabajadores, esclavos o no, a Santo
Tomé. Y, en previsión de las protestas de los ingleses en Lisboa, explicó al
ministro: «Vea su excelencia a qué sacrificios se ven obligados los propietarios de
Santo Tomé por la urgente necesidad de mano de obra que sufren: como no
pueden llevar a negros en calidad de esclavos, ofrecen onerosos contratos a
personas libres y hasta compran esclavos o pagan los servicios de libertos. A todos
les conceden la libertad y se los llevan a trabajar como hombres libres, con el
riesgo de que éstos se olviden en Santo Tomé del favor de la libertad recibida en
Angola y decidan ir a trabajar donde mejor les paguen. Y todo ese esfuerzo,
excelencia, necesita nuestro apoyo.» La presión de los ingleses acabó dando sus
frutos: Calheiros e Menezes fue destituido tras diecisiete meses como gobernador
de Angola y las «transferencias» se redujeron, primero a cuatro negros por barco
y después a ninguno. Eso obligó al entonces ministro de las Colonias a utilizar la
imaginación y a autorizar el envío de trabajadores a Santo Tomé desde otras
colonias portuguesas, como Mozambique ¡e incluso desde la lejana Macao, en el
mar de la China! Después de esperar un tiempo prudencial a que se calmaran los
ingleses, las aguas volvieron a su cauce y Angola recuperó su condición de gran
exportador de mano de obra para Santo Tomé.
Desde entonces prácticamente nada había cambiado en casi cuarenta y cinco
años. Las circunstancias eran las mismas, y también las justificaciones alegadas.
Como jurista de formación, Luís Bernardo reconocía que el armazón jurídico que
sustentaba las razones presentadas desde el lado portugués era impecable,
porque ¿con qué derecho una nación extranjera podía quejarse por el hecho de
que ciudadanos portugueses, identificados con sus respectivos pasaportes,
cambiasen de lugar de residencia y de trabajo dentro del territorio de Portugal? Si
portugueses del Minho querían emigrar al Algarve (como habían hecho algunos en
épocas pasadas), ¿con qué legitimidad venía Inglaterra a entrometerse en el
asunto? Y el Minho o el Algarve eran tan portugueses como Angola, Mozambique,
Macao o Santo Tomé. Sí, los ingleses podían responder que esa legitimidad
procedía del tratado firmado entre Inglaterra y Portugal, que precisamente les
confería el derecho a controlar que esos movimientos migratorios entre colonias
(«provincias», en el lenguaje oficial) no ocultaran un sórdido tráfico de esclavos
entre una colonia con abundante mano de obra y otra donde escaseaba
notablemente (porque las islas, cuando fueron descubiertas por los portugueses
del siglo XVI, estaban desiertas). Pero, volviendo a la argumentación jurídica,
¿cómo podían considerar esclavos a los negros que eran rescatados de la
esclavitud por los propietarios de Santo Tomé, quienes pagaban el precio de su
libertad a los auténticos esclavistas que los explotaban en el interior de Angola,
adonde la autoridad del Estado aún no llegaba, y después se los llevaban a
trabajar a Santo Tomé, donde se les daba alimentación, alojamiento, asistencia
médica y un sueldo? Aunque, por otro lado, un esclavo al que liberaban con la
condición de llevarlo inmediatamente a trabajar lejos de su tierra y de los suyos,
sin tener la certeza de que fuera realmente ésa su voluntad, ¿se podía considerar
un hombre libre?
Eran demasiadas preguntas y todas conducían a respuestas poco claras. Había
momentos en que a Luís Bernardo le parecía que todo aquello no era más que una
filigrana jurídica, un juego de palabras y sutiles tergiversaciones de cosas que no
deberían ofrecer dudas. Con todo, sentía cansancio, pesadez y una indolencia
intelectual que poco a poco parecía invadir su mente a medida que se acercaba a
su destino y al momento en que la evidencia de las cosas, por fin, tendría que
caer por su propio peso. Ahora una modorra física y mental se había apoderado de
él, como si el calor, la humedad, el agotamiento del viaje y lo extraño del lugar no
le permitieran ver con claridad lo que en Lisboa, en las conversaciones de café
entre amigos, mientras comentaba las noticias de los periódicos y escuchaba las
opiniones ajenas, siempre le había parecido de lo más obvio. Él era —siempre lo
había sido y continuaría siéndolo, fuera cual fuese su destino— un hombre de
convicciones firmes e inamovibles en lo que se refería a las cuestiones esenciales:
estaba en contra de la esclavitud y a favor de una colonización practicada
mediante procesos y métodos modernos y civilizados; sólo así se podía garantizar,
en pleno siglo XX, el derecho de posesión que en otros tiempos se justificaba por
los descubrimientos o las conquistas. Creía, como rezaba la Constitución
estadounidense, que todos los hombres nacían libres e iguales y que la única
diferencia legítima entre ellos se encontraba en la inteligencia, el talento y el
esfuerzo (y, por qué no decirlo, también en la suerte). Ahí debía radicar la única
diferencia entre los hombres, no en la fuerza, la arbitrariedad, la ignominia. Pero
¿qué le preocupaba en realidad a Inglaterra?, se preguntaba. ¿La esclavitud o
proteger sus intereses comerciales en las colonias? ¿Los ingleses, los franceses o
los holandeses trataban mejor a los negros que los portugueses, o todo aquello no
era más que una enorme hipocresía con la cual el más fuerte dictaba su ley?
Pudo reflexionar unos días más sobre todos estos asuntos mientras el Zaire
descendía por la costa de Angola, tomaba puerto en Benditela durante medio día
y, después de dejar atrás Moçâmedes, ponía rumbo a occidente, hacia su destino
final. Las largas y monótonas horas viendo pasar la costa angoleña le permitieron
comprobar lo variada y vasta que era aquella tierra, comparada con Santo Tomé.
Angola tenía 1.246.700 kilómetros cuadrados, frente a los 834 de Santo Tomé, a
los que había que sumar los 127 de Príncipe. En los dos islotes del ecuador vivían
solamente cuarenta y cinco mil negros, casi todos importados de Angola, y cerca
de mil quinientos blancos, unos mil trescientos en Santo Tomé y no más de
doscientos en Príncipe. De ellos, Luís Bernardo calculaba que unos quinientos se
dedicarían a la dirección y la administración de las haciendas, otros doscientos
estarían en las instituciones públicas, la policía y las fuerzas armadas, y unos
trescientos serían comerciantes, religiosos o profesionales de algún otro oficio; los
restantes eran sus mujeres y sus hijos. En comparación con estos números,
Angola tenía medio millón de habitantes censados sólo en los distritos costeros
(Luanda, Lobito, Benguela y Moçâmedes); en su inmenso interior, en gran parte
desconocido, podía haber alrededor de dos millones, aunque era difícil calcularlo
con exactitud.
Los problemas de una y otra provincia, desde luego, eran diferentes. Mientras
que Angola era rica en muchas cosas, Santo Tomé dependía únicamente de dos
productos: el café y el cacao. Producía cada año casi treinta mil toneladas de
cacao, por delante de Acra, con dieciocho mil, y de Camerún, con tres mil, y sólo
superado por Bahía, que producía treinta y tres mil toneladas anuales, aunque de
calidad inferior al de Santo Tomé. Ésa era otra gran diferencia entre Angola y
Santo Tomé: una era rica en promesas por cumplir y riquezas por explotar, la
otra había encontrado su filón y gracias a él era autosuficiente y próspera.
Por lo demás, como le había dicho el capitán Ascéndo en Lisboa, no había casi
de nada en Santo Tomé. No había ni un solo automóvil y, lógicamente, ni un
metro de carretera digna de ese nombre en toda la isla. El mejor medio de
locomoción y de transporte de cacao entre las haciendas y la ciudad eran los
barcos de cabotaje con que contaban algunas explotaciones. Sólo había alumbrado
público en el centro de la capital, con faroles de petróleo, que se importaba de
Rusia. No había ganadería ni flota de pesca, ni siquiera artesanal. Había telégrafo,
pero sólo en la oficina de correos, y cincuenta y dos teléfonos en toda la isla, sólo
para uso interno, de los cuales treinta y cuatro estaban al servicio de la
administración, quizá para que algún funcionario pudiera llamar a casa para
avisar de que ya iba a comer. No había ninguna fábrica o industria propiamente
dicha, salvo la de secado y embalaje del cacao. No había teatro, cinematógrafo,
sala de conciertos ni banda musical. Luís Bernardo, que había leído la exhaustiva
lista de todas las importaciones de las islas durante los últimos veinte años,
descubrió que había un único piano en toda la provincia, traído por el marido de
alguna nostálgica señora el año anterior.
«Dirigir una quinta en el Douro —pensó— debe de ser más emocionante que
esto.» Sin embargo, lo que más lo angustiaba no era la falta de distracciones,
para lo que ya se había mentalizado. Lo peor era la angustia de saber que estaba
a punto de enterrarse durante tres años en una pequeña isla, perdida en el
desierto del océano y poblada de selva virgen, donde todo sería
desesperadamente igual y monótono todos los días. Hasta hacía cuarenta años
Santo Tomé había sido, por alguna razón, la colonia penal elegida para enviar a
los más envilecidos del reino. No le podía haber tocado una prisión más perfecta
para gobernar.
Capítulo 6

E l Zaire fondeó en la bahía de Ana Chaves, frente a la ciudad, a unos


quinientos metros del malecón que protegía el paseo marítimo de las aguas
del Atlántico. En la ciudad de Santo Tomé no había puerto, ni siquiera un simple
muelle; las mercancías y los pasajeros se trasladaban a tierra en sencillos botes
de remos que, cuando el mar estaba agitado, convertían aquella corta travesía en
una aventura más peligrosa que el propio viaje a través del océano.
Luís Bernardo, como el resto de los pasajeros, se encontraba en la cubierta
del barco, contemplando la ciudad y el gentío que se divisaba en la orilla. El Zaire
había anunciado su llegada con tres estridentes pitidos que debieron de oírse en
toda la isla, la señal tradicional de «gobernador a bordo». En tierra habían
respondido con otros tres pitidos, desde la capitanía, y una salva de diecisiete
disparos desde la fortaleza de Sâo Sebastião. De repente parecía que toda la
ciudad había comenzado a congregarse a lo largo del malecón.
El cuadragésimo primer gobernador de Santo Tomé y Príncipe y Sao João
Baptista de Ajudá contemplaba el espectáculo entre fascinado y angustiado.
Recogidas sus maletas y confiadas a un criado, sólo le quedaba esperar el
momento de desembarcar, con toda la pompa y la determinación que la ocasión
exigía. Veía toda la ciudad a sus pies: a la izquierda, ya casi en las afueras, el
palacio del gobierno, la más visible e imponente construcción, levantada en una
amplia plaza que parecía ser el lugar más espacioso de toda la ciudad. En la
avenida principal, justo frente a él, las palmeras que oscilaban al viento
recordaban al recién llegado, aun antes de desembarcar, que estaba en África, un
África, eso sí, situada en alta mar y en plena línea del ecuador. Sin embargo, más
al fondo, los tejados de las casas, de teja portuguesa y dos aguas, indicaban que
aquello era tierra lusitana y, pese a los recelos que lo consumían, Luís Bernardo
se conmovió con aquella imagen y, aunque resultase extraño, se sintió como en
casa. Estaba embriagado por el asfixiante olor a clorofila que llegaba de tierra,
amodorrado por la humedad casi sólida del aire, angustiado por el rumor de la
multitud que lo esperaba en el malecón. Consultó su reloj; marcaba las doce y
treinta y dos minutos. «Una hora menos que en Lisboa», se dijo, aunque en el
acto intentó borrar de su mente esos pensamientos. Suspiró hondo, miró
alrededor, hasta donde las montañas desaparecían entre la neblina húmeda, y
también miró hacia atrás, donde el azul del mar se fundía con un horizonte
perdido, y se dijo en voz baja, como si recitara poesía para sí: «¡Esto me va a
gustar! ¡Me va a encantar!»
El bote preparado para llevarlo a tierra, adornado con guirnaldas, había
amarrado junto al Zaire y todos a bordo esperaban a que él saliera primero. Con
paso firme y ensayado, se dirigió al portalón del barco, donde lo aguardaba el
capitán.
—Mi misión acaba aquí. Ahora empieza la suya.
—¿No viene a tierra?
—No. Sólo nos quedaremos aquí un par de horas y yo ya conozco demasiado
bien esta tierra. Aprovecharé para poner en orden todo el papeleo.
—En ese caso, adiós, capitán. Gracias por todas sus atenciones.
—Ha sido un placer, señor. Le deseo buena suerte. La va a necesitar.
Se despidió de él con un fuerte apretón de manos y bajó por la escalera del
Zaire con la más equilibrada dignidad que consiguió aparentar. Una vez en tierra,
se acercó a él un sujeto bajito, con un traje de negro riguroso, chaleco, corbata y
camisa blanca con el cuello empapado ya de sudor. Aparentaba unos cuarenta y
pocos años y dijo ser Agostinho de Jesus Júnior, secretario general del gobierno,
que allí significaba secretario del gobernador. Después de catorce años en Santo
Tomé, «su excelencia es el cuarto gobernador al que tengo el honor de servir».
Expelía sudor, respeto, cansancio y resignación; era un ejemplo evidente del
típico portugués que llegaba a África con ambiciones y sueños y acababa
quedándose allí para siempre, con sus ambiciones ya domesticadas y sus sueños
transformados en una mirada furtiva hacia la insalvable distancia que lo separaba
de la patria. Los Agostinhos de África jamás regresaban.
Guiado por el secretario general, Luís Bernardo fue presentado a los demás
blancos que lo esperaban, ordenados por importancia administrativa.
Aparentemente constituían la totalidad de personalidades relevantes de la isla: el
delegado del gobierno en la isla de Príncipe, un joven de unos treinta años que le
pareció nervioso y simpático, llamado Antonio Vieira; el vicario general de Santo
Tomé y Príncipe, monseñor José Atalaia, subordinado jerárquicamente al obispo
de Luanda, que en aquel momento, empapado de sudor en su sotana blanca, le
tendía su mano mojada y lo miraba con ojos de zorro viejo; Jerónimo Carvalho da
Silva, alcalde de Santo lomé por designación del ministro de Ultramar, calvo como
un huevo, activo y diligente «para lo que su excelencia necesite»; el mayor de
artillería Benjamim das Neves, comandante de la guarnición militar de Santo
Tomé y Príncipe; el capitán José Valadas Duarte, segundo oficial en jefe, y el
capitán José Arouca, jefe de la Guardia; el administrador general de Santo Tomé
y Príncipe, representante oficial de los trabajadores negros de las haciendas, el
influyente Germano André Valente, delgado como un palo, de mirada huidiza, que
le dedicó tan sólo un par de palabras de bienvenida, cuidadosamente pensadas.
Luís Bernardo lo miró a los ojos, pero él se mantuvo impasible, como si observara
alguna otra cosa por detrás de la mirada del nuevo gobernador. Lo seguía el
delegado de Salud Pública, un chico de veintipocos años, de semblante enfermizo
y con todo el aspecto de ser un recién licenciado en prácticas enviado desde
Lisboa; todo lo contrario que don Anselmo de Sousa Teixeira, juez ordinario, de
porte alegre y saludable; detrás de éste, el procurador regio, don João Patricio,
con su piel amarillenta y su desagradable cara picada de viruela; lo seguía uno de
los dos abogados de la isla, el viejo Segismundo Bruto da Silva, que también
desempeñaba funciones de notario y conservador del Registro Civil y de la
Propiedad, y que, a grandes rasgos, no parecía más que un buscavidas; el otro
letrado era un tipo excéntrico, que respondía al imposible nombre de Lancelote da
Torre e do Lago y que se presentó enfundado en un fantástico traje verde
lechuga, complementado por una corbata lila y un sombrero rojo oscuro de paja.
Agotadas las autoridades, comenzó el desfile de los representantes de la sociedad
civil: el señor Antonio Maria Faria, presidente de la Asociación de Comerciantes
de Santo Tomé y propietario de la farmacia Faria, el más popular de los
establecimientos comerciales de la ciudad, de la isla y de la colonia, otros dos o
tres comerciantes de peso, dos médicos, un ingeniero hidráulico y de obras
públicas, dos curas más y, por último, un puñado de administradores de las
haciendas más importantes de la isla, cuyos nombres no consiguió oír y mucho
menos memorizar. «Sea usted bienvenido, señor gobernador», «Es un placer»,
«Le deseo lo mejor, señor gobernador», «Espero que sea muy feliz en Santo
Tomé». Todos lo saludaban con las frases de rigor, algunos con sinceridad, otros
sólo intrigados y otros, seguramente, desconfiados. Pero él daba las gracias a
todos por igual, concentrado en la imposible tarea de recordar todos los nombres
y asociarlos a caras y cargos.
Las presentaciones se prolongaron durante media hora larga, de pie, con todo
el calor del mediodía. Después la banda militar tocó el himno nacional y, acto
seguido, desfiló el contingente militar, compuesto por dos cuerpos de ochenta
hombres cada uno, formado uno por soldados de la metrópoli y el otro por
reclutas indígenas, comandados por un alférez y flanqueados por dos sargentos de
la metrópoli. A Luís Bernardo le corría el sudor por la cabeza, por el cuello, por el
pecho. La camisa se le pegaba a la espalda y su traje de alpaca beige, encargado
en Saville Row, había perdido gran parte de su lustre y de la discreta elegancia
que pretendía transmitir. Estaba exhausto, mareado por aquel embriagador olor a
vegetación salvaje que hacía que el ambiente se volviera aún más sofocante y
húmedo. No sabía qué más le tenían reservado y empezaba a temer que se
desmayaría allí mismo, justo en su primer día, tan cargado de significado.
—Si su excelencia quiere acompañarme... —Con un gesto de la mano, el
secretario general le indicó que había llegado el momento de caminar.
Luís Bernardo echó a andar por la plataforma intentando mantenerse tan
recto como podía, saludando a izquierda y a derecha con una sonrisa y una
inclinación de la cabeza, sin saber bien adonde se dirigía. Se sentía infeliz y
estúpido, perdido en aquella confusión organizada, con aquel calor demencial y
aquel vapor de clorofila. Al final de la plataforma comprendió que debía subir al
carruaje que lo esperaba, tirado por dos caballos bayos y con un lacayo negro
sentado delante, vestido con un uniforme gris absolutamente ridículo. Se dejó
caer en el banco, con un alivio mal disimulado, y preguntó a su fiel acompañante,
que no se había apartado de él ni un solo momento:
—¿Y ahora?
—Ahora, si a su excelencia le parece bien, nos vamos al palacio, donde podrá
descansar del viaje y, en cuanto lo desee, recibirme para despachar.
—Vamos, pues.
Emprendieron la marcha entre una multitud, ahora de blancos y negros
mezclados, que lo miraban como si fuera un animal desconocido por aquellos
parajes. En ese momento Luís Bernardo tuvo un gesto que el señor Agostinho de
Jesus Júnior, evidentemente, no esperaba y que no estaba en las tradiciones del
protocolo: se incorporó para quitarse la chaqueta, que colocó sobre el banco, al
tiempo que se desabrochaba el cuello de la camisa y se aflojaba el nudo de la
corbata. Después volvió a sentarse y sonrió a los que desde la acera lo miraban
sin pestañear, como si tuvieran que recordar para la posteridad cada uno de sus
gestos. Se reclinó sobre el banco y, más aliviado, sonrió también a Agostinho,
sentado a su lado.
—¿Por qué no me va diciendo el nombre de las calles? Así me voy
familiarizando con ellas...
Enfilaron el paseo marítimo, donde destacaba el edificio de la aduana, y
doblaron a la derecha para entrar por la calle Conde de Valle Flor, que parecía la
más ancha y concurrida de la ciudad. Siguieron después por Matheus Sampaio, en
cuya esquina Agostinho le señaló la cervecería Elite, «la más distinguida de la
ciudad» («¡Cómo si hubiera muchas opciones!», se dijo Luís Bernardo). Luego
giraron por Alberto Garrido, también llamada calle del Comercio, que a aquella
hora aún no había recuperado a su gentío habitual, pues muchos habían acudido a
presenciar la llegada del nuevo gobernador y todavía no habían regresado.
Llegaron a la plaza General Calheiros, con su simpático quiosco, seguida de la
calle con el mismo nombre, donde se encontraban la Casa Vista Alegre y la
farmacia Faria, dos puntos de referencia de la ciudad. La calle moría delante de la
feísima catedral, que deslucía todo cuanto había alrededor. Entraron en una plaza
nueva, con dos construcciones enfrentadas: el ayuntamiento, una estructura de
forma cuadrada y color pardusco, sin mucha gracia, y el edificio que albergaba el
tribunal y la oficina de correos, una bella construcción colonial de color crema,
con celosías de un azul desvaído en las ventanas, abiertas en la fachada del
primer piso, y un soportal con cubierta de teja que daba sombra a la entrada y a
la planta baja. Se adentraron después en una ancha avenida que a la derecha se
abría a la explanada donde se instalaba el mercado municipal, casi desierto a
aquella hora. Poco a poco se alejaban del centro de la ciudad, y las casas y los
transeúntes eran cada vez más escasos. Los caballos emprendieron entonces un
trote avenida abajo y, sin que el secretario general se lo tuviera que anunciar,
Luís Bernardo descubrió al fondo su lugar de destino, el final de su viaje: el
palacio del gobierno, a la derecha según se bajaba por la avenida y justo en el
punto donde ésta describía una amplia curva a la izquierda que dibujaba una
especie de codo sobre la calle y frente al mar. Se formaba allí una plaza
desamparada, vagamente ajardinada y con un quiosco en el centro; a la derecha
quedaba el palacio, en medio el quiosco y a la izquierda el mar, por detrás de un
muro de piedra que serpenteaba por todo el contorno de la costa. La avenida se
perdía por detrás de la curva, siguiendo aparentemente la línea de mar y
alejándose de la ciudad, que allí casi había desaparecido ya. Luís Bernardo miraba
el palacio sin saber aún qué pensar; su nueva residencia era un edificio macizo,
de forma extraña, con una línea quebrada que restaba nitidez al conjunto de la
fachada principal. Tenía dos plantas y estaba pintado de marrón, como el edificio
del ayuntamiento, aunque era un marrón más vivo, ligeramente ocre, sobre el
que se recortaba el blanco de las esquinas y de las grandes ventanas ojivales.
Estaba rodeado de una verja que delimitaba un frondoso jardín y se abría en la
entrada principal, junto a la cual había una garita con un centinela de guardia.
Por ella entró Luís Bernardo para tomar posesión de su cargo.
En la puerta lo esperaba un nuevo comité de bienvenida, el del personal de
servicio del palacio. Encabezaba el grupo un negro alto que aparentaba unos
sesenta años, de hombros anchos, pelo cano y ralo, vestido con un uniforme
blanco de algodón con relucientes botones dorados. Una vez más, fue Agostinho
de Jesus quien hizo las presentaciones.
—Éste es Sebastião, el jefe de los criados, y será pues una especie de oficial a
sus órdenes. Sebastião entró aquí cuando era un niño, como chico de los recados,
y está en el palacio desde hace... ¿cuántos años, Sebastião?
—Hace treinta y dos años, señor Agostinho.
—Entonces, ¿cuántos años tiene? —preguntó Luís Bernardo.
—Tengo cuarenta y uno, señor gobernador.
Parecía veinte años mayor, pero Luís Bernardo advirtió su sonrisa franca,
infantil, con dos hileras completas de dientes Inmaculadamente blancos, y su
mirada vivaracha y sin dobleces, que transmitía una simpatía irresistible. Luís
Bernardo le devolvió una sonrisa igual de franca y le tendió la mano.
—Es un placer conocerlo, Sebastião. Estoy seguro de que nos vamos a llevar
bien.
Hubo un momento de indecisión, en que Luís Bernardo se quedó con la mano
tendida en el vacío. Sebastião miró con el rabillo del ojo al secretario general,
cuyo desconcierto momentáneo no pasó inadvertido a Luís Bernardo. Después se
decidió y estrechó la mano que le daba Luís Bernardo, al tiempo que murmuraba
un «muchas gracias, señor gobernador», cuya formalidad se desvanecía en la
sonrisa que de nuevo le brillaba en la boca y en la mirada. Con evidente placer,
pasó a presentarle a su pequeño ejército doméstico: Mamoun, el cocinero, y
Sinhá, su mujer y ayudante de cocina; Doroteia, criada de cuarto y doncella,
encargada también de la ropa del gobernador, una joven belleza negra, con
cuerpo de palmera y mirada huidiza y pudorosa; Tobias, cochero y mozo de
cuadra, que los había llevado desde el desembarcadero en el carruaje; y un
muchachito llamado Vicente, ahijado de Sebastião, que trabajaba como chico de
los recados. Luís Bernardo los saludó a todos con una inclinación de la cabeza y
unas palabras de cortesía, a las que ellos respondieron con una pequeña venia,
con la vista fija en el suelo.
El secretario general le explicó entonces que los aposentos del gobernador se
encontraban en el piso de arriba, excepto la sala de recepciones o de baile, que
estaba en la planta baja y a la que se podía acceder por una entrada lateral. La
planta inferior albergaba la secretaría general del gobierno, donde Luís Bernardo
disponía también de su propio despacho y donde el mismo Agostinho de Jesus y
una docena de funcionarios más trabajaban todos los días. En cuanto el señor
gobernador le concediera el honor de visitar las instalaciones de la planta baja y
de recibirlo en su despacho, le presentaría a los funcionarios de la secretaría
general. Suponía que en aquel momento su excelencia querría descansar un poco,
darse un baño y comer algo, por lo que lo dejaría a solas hasta que lo mandara
llamar. Y que su excelencia no dudara en llamarlo incluso fuera de su horario
laboral, pues él vivía allí al lado y no le suponía ninguna molestia. A Luís
Bernardo le pareció bien la sugerencia y se quedó en la puerta viendo cómo se
marchaba, con sus pasos cortos. Los criados ya habían vuelto a entrar en la casa y
sólo quedaba Sebastião esperándolo en la puerta. Luís Bernardo se quedó un rato
más parado allí fuera, contemplando la plaza desierta y oyendo el rumor de la
ciudad a lo lejos. Seguía percibiendo aquel intenso olor a selva, pero la humedad
se había disipado considerablemente y empezaba a vislumbrarse un cielo azul por
entre la neblina. Había incluso una ligera brisa salobre que llegaba del mar y que,
de pronto, hacía que todo pareciera sumido en el más absoluto sosiego. Por
primera vez en mucho tiempo la angustia que lo consumía siempre que pensaba
en Santo Tomé y Príncipe dio paso a una repentina e incomprensible alegría, que
lo sorprendió como una buena noticia. Se volvió y se dirigió al interior del palacio
diciendo:
—¡Adelante, Sebastião, vamos a conocer la casa!
Todas las maderas nobles de la isla — cámbala, árbol del pan; cipo, ceiba— se
habían usado en abundancia en la casa, desde la escalera de acceso a la planta de
arriba hasta las puertas talladas y los postigos de los balcones, pasando por el
suelo. Tenían un tono marrón oscuro envejecido y una suavidad que era fruto de
todas las capas de cera superpuestas durante décadas. Luís Bernardo notó que el
suelo no crujía al pisar, sino que devolvía un sonido sólido de madera antigua y
bien prensada. Desde el vestíbulo, la casa se distribuía en tres direcciones: a la
izquierda estaban las habitaciones; enfrente, en el lado del mar, los salones, y a
la derecha, la cocina y los aposentos de los criados. El salón principal funcionaba
como sala de recepciones, con un mobiliario ajustado a lo que se supondría
adecuado para el gobernador de la menor de las posesiones ultramarinas de
Portugal: las butacas y sofás habían perdido su color original, que debía de haber
sido un rosa viejo y ahora era simplemente viejo; el inmenso espejo enmarcado
en madera tallada que ocupaba la mitad de una pared lateral ya sólo dejaba ver
sombras borrosas entre las manchas que la humedad, con el paso de los años,
había ido depositando en el cristal, y la pomposa araña que colgaba del techo
parecía sacada de una subasta de muebles de una familia de clase media lisboeta.
En general, nada pegaba con nada y lo único que salvaba el conjunto era el mar
que se veía por las dos enormes ventanas. Al lado había una salita, mucho más
acogedora, donde Luís Bernardo mandó a Sebastião instalar la mesa y el
gramófono que había traído de Lisboa. En la dirección opuesta, contiguo al salón,
estaba el comedor para banquetes oficiales, mucho más sencillo y bonito que la
sala; una larga mesa de madera con capacidad para treinta comensales iba de una
punta a otra de la estancia, que a un lado tenía los mismos ventanales con vistas
al mar y, en la pared de enfrente, un mural que representaba una escena de
plantación, con la mansión del hacendado (la casa grande), el conjunto de chozas
de los negros (la sanzala), el capataz blanco dando órdenes a los trabajadores y,
al fondo de la escena, un vasto cacaotal. Del techo colgaba un armazón
rectangular de madera con tela bordada en su interior, como si fuera una vela
latina; tirado por un criado a cada lado de la mesa, funcionaba como un
gigantesco abanico que permitía refrescar a los invitados durante la comida. Como
Luís Bernardo tendría ocasión de observar, era un instrumento esencial en todas
las casas de los administradores de las haciendas y una señal que marcaba
claramente la posición social de cada uno. Entre el comedor y la cocina había una
recocina, con las paredes cubiertas de vitrinas hasta el techo, para guardar las
dos vajillas de que disponía el palacio, y una única ventana que daba a un
pequeño balcón, también con vistas al mar. Luís Bernardo mandó colocar en
aquella recocina una mesa para cuatro personas e informó a Sebastião de que
sería allí, no en el enorme comedor, donde le servirían todas las comidas del día,
incluido el desayuno.
También hizo un cambio en las habitaciones. De las tres con que contaba la
casa, una de ellas, la principal, era enorme y tenía vistas al mar, además de una
cama de matrimonio de madera de palo santo y dos muebles de estilo
indoportugués, que Luís Bernardo detestaba. Descartó, pues, el dormitorio y
decidió instalarse en uno de los pequeños, en la parte de atrás, que daba al jardín
del palacio, donde se oía un griterío de pájaros desconocidos que le podría servir
como despertador natural todas las mañanas. Al lado, disponía de un cuarto de
baño más que aceptable, con una bañera de cinc —sin agua corriente— y una
ducha semiartesanal provista de un depósito de cincuenta litros que él mismo
accionaría tirando de una cadena de acero. Doroteia sería la encargada de llenar
la bañera o el depósito de la ducha con agua fría o caliente, como él dispusiera.
Establecidos estos pormenores, Luís Bernardo se sentó a descansar un rato en
el balcón que había frente a las salas y que recibía sombra todo el día. Aceptó el
zumo de piña que le ofreció Sebastião y, tras encenderse un cigarrillo, se quedó
contemplando la bahía, con su escaso movimiento de barcos, la mitad de los
cuales se encontraba cargando el Zaire, preparado ya para levar anclas. Luchando
contra la modorra que lo invadía, hizo un esfuerzo para visitar la cocina y hablar
con Mamoun y Sinhá sobre las preferencias gastronómicas de él y las capacidades
culinarias de ellos. Le informaron de que el palacio del gobernador contaba con
una huerta particular, fuera de la ciudad, de donde llegaban cada día frutas y
verduras frescas. Tenía también una granja propia con cerdos, gallinas, pavos y
patos, y el pescado del mercado era abundante, fresco y barato. Disponían
además del excelente café de la isla y del resto de los productos suministrados
puntualmente desde Angola: arroz, harina, azúcar y, por encargo, carne de vaca.
Por ese lado, e incluso para un gourmet habituado a comer bien como él, no había
motivo de preocupación. Sin embargo, en contra de las expectativas de los
cocineros, que insistían en que «el señor gobernador debe de estar hambriento a
esta hora», mandó que le prepararan tan solo unos huevos fritos con algo de
embutido, un café muy cargado y un vaso grande de agua, que tomaría en el
balcón. Quince minutos más tarde, tras darse una ducha fría y cambiarse de ropa,
se sentó en el balcón para que le sirviera por primera vez un Sebastião que se
encontraba muy a gusto en su papel, aunque no ocultaba su tristeza por la
pobreza, nutritiva y formal, de aquel almuerzo. Luís Bernardo iba comenzar a
comer cuando vio que Sebastião no se había movido. Continuaba allí, de pie e
inmóvil, atento a cada uno de sus movimientos. Aquello le pareció incómodo para
ambos.
—Sebastião...
—¿Sí, señor gobernador?
—Antes de nada, no quiero que me trates de «señor gobernador». Parece que
estés hablando con un monumento, no con una persona.
—Sí, patrón.
—No, Sebastião, «patrón» tampoco. Veamos... Lo dejaremos en «señor», ¿de
acuerdo?
—Sí, señor.
—Bien. Y ahora vamos a aclarar una cosa: cuando esté comiendo, sólo has de
venir cuando yo te llame. Soy incapaz de comer con una estatua mirándome.
—Sí, señor.
—Ahora me apetece charlar un rato, Sebastião, así que coge una silla y
siéntate, porque tampoco soy capaz de hablar sentado con una persona de pie.
—¿Quiere que me siente, patrón?
—«Señor»... ¡Sí, vamos, siéntate!
Visiblemente incómodo, Sebastião cogió una silla y se sentó a una respetable
distancia de la mesa de Luís Bernardo, después de echar una ojeada alrededor,
como para comprobar que nadie lo veía. El hombre hacía evidentes esfuerzos para
comprender y adaptarse a la personalidad de su nuevo amo.
—Dime, ¿cuál es tu nombre completo?
—Sebastião Luís de Mascarenhas e Menezes.
Luís Bernardo lanzó un silbido, aguantándose las ganas de soltar una
carcajada: su mayordomo en los trópicos, allí perdido en dos islas perdidas de la
costa occidental de África, negro por la gracia de Dios y por el sol de los días,
tenía dos de los más rancios y nobles apellidos portugueses. Los Mascarenhas y
los Menezes nunca habían andado por tierra africana, donde poca gente civilizada
se llegó a instalar alguna vez, sino por las legendarias planicies de Goa y de la
provincia portuguesa de la India, donde los nobles del Imperio servían desde el
siglo XVI. Habían embarcado con Vasco de Gama, combatido junto a Alfonso de
Albuquerque y don Francisco de Almeida, habían sido guerreros y jesuitas,
gobernadores y virreyes y, últimamente, magistrados y constructores. Hacia la
India partían un Mascarenhas y un Menezes de cada generación, algunos para
vivir allí durante diez años o más y otros para no regresar jamás y acabar
sepultados en los cementerios de Panjim, Diu o Lautolim, donde ahora sus lápidas
de piedra estaban grabadas en inglés: «To the memory of our beloved...» Quizá
Sebastião fuera nieto o tataranieto de un Mascarenhas y de un Menezes que, de
camino a la India, debieron de naufragar en la costa de África o en alguna de las
islas situadas en la línea del ecuador. O simplemente habría heredado, como
ocurría a veces en África con los antiguos esclavos, los apellidos de los
propietarios a los que habían servido sus antepasados. También podía ser
descendiente de los forros, los hijos de los primeros colonos llegados de la
metrópoli en el siglo XVI y de los primeros negros traídos del continente, que
formaron una auténtica «aristocracia» local mestiza. De hecho, los forros fueron
los primeros señores de las islas, si bien éstas habían sido en un principio
propiedad de los donatarios, a quienes los reyes de Portugal cedían sus distantes
e inhóspitas posesiones ecuatoriales con la única condición de que las ocuparan,
las poblaran y las roturaran. Luís Bernardo, que a la una y media de la tarde
miraba con simpatía a Sebastião, ahora lo miraba también con respeto.
—Tienes un nombre ilustre, Sebastião...
—Sí, patrón.
—«Señor»...
—Perdón, señor. Es un nombre heredado de mis antepasados, que son de
Cabo Verde. Pero me han dicho que viene de Goa.
—Sin duda... Dime una cosa, ¿estás casado?
—Lo estuve, señor, pero ahora estoy viudo. Desde hace ya quince años.
—¿Y tienes hijos?
—Tengo dos, señor. Uno trabaja en la hacienda Boa Entrada, es encargado de
almacén, un buen trabajo, con mucha responsabilidad. La otra es una hija, que se
casó y ahora vive en Príncipe. Ya hace unos dos años que no la veo.
—¿Y no te volviste a casar?
—No, una mujer sale muy cara y aquí estoy bien. No necesito esposa.
—Y el secretario, el señor Agostinho, ¿está casado?
Sebastião hizo una pausa y miró de reojo hacia la puerta. Luís Bernardo
comprendió que tendría que descodificar la respuesta.
—Sí, está casado... con una señora de aquí.
—Ah... —«Con una negra», pensó Luís Bernardo.
—Pero el padre de ella era portugués... —se apresuró a aclarar Sebastião.
«Una mulata», concluyó Luís Bernardo.
—¿Y eso tiene mucha importancia aquí, entre los portugueses?
—¿Entre los blancos, señor? Claro que tiene importancia. El que es blanco es
blanco, el que es negro es negro, pero los mulatos, aquí, ni besan mano ni dan su
mano a besar. Lo mejor es que cada oveja esté con su pareja, no sé si me
explico...
Luís Bernardo había terminado los huevos y el café. Se estiró en la silla y, con
mucho esfuerzo, se levantó. Sentía una tremenda pereza, el deseo de dejarse
llevar por la corriente, de recibir órdenes en lugar de darlas.
—Dime, Sebastião, ¿a qué hora se cena aquí?
—A la que usted prefiera, patrón, pero aquí lo habitual es cenar después de la
lluvia, hacia las siete y media.
—¿Después de la lluvia? ¿Es que la lluvia cae siempre a la misma hora?
—Excepto durante la gravaría, que es como llamamos a la estación seca,
siempre llueve en cuanto se pone el sol. Y a las siete y media ya está despejado.
—Muy bien, entonces la cena será a las siete y media, aquí mismo.
—Aquí no, patrón.
—No me llames «patrón», sino «señor». ¿Y por qué no aquí?
—Perdón, señor. Por los mosquitos.
Venciendo la pereza, Luís Bernardo mandó que Vicente fuera a avisar al señor
Agostinho de Jesus de que al cabo de una hora bajaría a conocer la secretaría del
gobierno y dedicó ese tiempo a desempaquetar y guardar sus cosas, con la ayuda
de Sebastião y de Doroteia. Mientras ésta colgaba los trajes en las perchas y se
agachaba para ordenar los zapatos en el armario de la habitación, Luís Bernardo,
experto en mujeres, no pudo evitar lanzarle alguna que otra mirada evaluadora.
Se movía como un tallo de flor bajo el agua, con gestos leves y bailarines,
enseñando partes de su cuerpo de ébano, de piel brillante. Los pliegues y las
aberturas de su vestido amarillo de algodón estampado con flores dejaban
entrever de vez en cuando una parte de muslo, firme y humedecido por gotas de
sudor, o el nacimiento del pecho, que subía y bajaba al ritmo de su respiración,
algo jadeante. De pronto, su mirada se cruzó con la de él y Luís Bernardo vio
claramente un brillo de inocencia salvaje en el blanco de sus ojos y sintió un
golpe en el pecho que le hizo desviar la vista: el cazador cazado. Se acordó de
una de sus últimas conversaciones con João, en Lisboa, cuando se lamentaba de
la abstinencia sexual a la que él, tan habituado al placer de las mujeres, se creía
condenado por aquel exilio voluntario en Santo Tomé. Y João le dijo, medio en
serio medio en broma: «¿Abstinencia, tú? Después de un mes allí, te prometo que
las negras te van a parecer mulatas; después de dos meses, te parecerán blancas
algo morenas, y a los tres meses, si la necesidad aprieta, te parecerán rubias con
ojos azules.» Y ahí estaba él, tres horas después de llegar, lanzando miradas
golosas a su criada de cuarto, a quien la naturaleza había agraciado con un
cuerpo de diosa griega pintado de negro. Salió de la habitación furioso consigo
mismo, gritando para sus adentros: «¡Mierda, Luís! ¡Tú eres aquí el gobernador,
no un visitante de paso!»

Agostinho de Jesus Júnior ya había conocido y servido a tres gobernadores de


Santo Tomé y Príncipe y São João Baptista de Ajudá (dondequiera que eso
estuviese). El primero era un coronel, que debía su nombramiento a influencias
políticas y pretendía disimular su asombrosa estupidez con un repertorio de
formalismos y ceremoniales tan ridículos como su propia persona. De su
convivencia con él le había quedado a Agostinho ese gusto por la reverencia
jerárquica que, por otra parte, se había extendido como una enfermedad venérea
por toda la administración pública portuguesa, incluso en la lejanía de los
trópicos. El segundo era un pobre diablo, viudo y alcohólico, que no tenía donde
caerse muerto, pero que, a diferencia del primero, era lo bastante lúcido para no
tomarse en serio a sí mismo, consciente de su absoluta incompetencia para el
cargo. Todo el mundo hizo lo que quiso con él y, con su desidia, Agostinho
aprendió a gobernar en la sombra, moviendo con pericia los hilos de las pequeñas
intrigas del pequeño palacio, una afición que nunca lo abandonaría. Pero llegó el
tercero, que era un alumno aventajado del mismísimo diablo y que, por suerte, se
fue a morir a Lisboa antes de acabar su mandato, cuando se hartó de proferir
gritos, amenazas con el látigo y órdenes lanzadas a los cuatro vientos. Después
de catorce años de servicio colonial y dos ataques casi fatales de malaria, con una
mujer mulata que con los años se había vuelto gorda y había perdido todo su
atractivo y dos hijos tardíos de color café, Agostinho de Jesus Júnior ya sólo
aspiraba a servir a un gobernador que fuera una persona normal y comprensiva,
con un mandato pacífico y sin historia, en el que pudiera pasar tranquilamente los
años que le faltaban para jubilarse. Cuando ese día llegara, quizá le quedasen
ganas y ahorros para volver a la patria, comprar un trozo de tierra en el Minho y
una casita de granito, con chimenea para el invierno, y un campo de patatas para
que la gorda se entretuviera mientras él pasaba el día en la tasca del pueblo
jugando al dominó con sus paisanos, que lo atosigarían con sus peticiones para
que contara una y otra vez sus aventuras en África. ¡Oh, sí, volver a dormir sin
mosquitos y sin despertar empapado en sudor! ¡Volver a sentir el frío y el viento
seco y las cuatro estaciones del año! Y olvidar esta maldita tierra de África y los
años perdidos mirando al mar y contando el dinero para pagar el viaje de regreso.
Había oído historias de muchos como él que nunca quisieron regresar, que se
adentraban en el interior de Angola o de Mozambique, que levantaban poblados
en plena selva, que desmataban y sembraban su propia hacienda, que se
alistaban en el ejército o en las obras públicas, que se juntaban con negras y
dejaban niños desperdigados por todas partes, que se asilvestraban hasta el punto
de no saber bien de dónde venían o por qué estaban allí. Pero él no; él odiaba
aquella tierra desde el mismo día en que puso el pie en ella y, durante la
eternidad de aquellos catorce años, no había pasado ni un solo día, ni uno, en que
no hubiera mirado al mar antes de acostarse pensando en si el destino le
concedería la dicha de poder volver un día por donde había venido.
Agostinho estaba inquieto, no sabía qué pensar ni esperar del nuevo
gobernador. Le parecía demasiado joven para el cargo y en la colonia se decía que
nunca había estado en África y que tenía ideas de «intelectual» sobre los asuntos
de ultramar. Y ciertos gestos, como quitarse la chaqueta en pleno cortejo por la
ciudad o saludar al mayordomo con un apretón de manos, le parecieron un mal
augurio. «O es un tipo simpático o es un hijo de puta disfrazado de tipo
simpático.» Cualquiera de las dos posibilidades hacía presagiar problemas. Había
recibido el recado de esperarlo en la secretaría a las cinco de la tarde y se
adelantó para comprobar, una vez más, que todo estaba en orden e
Inmaculadamente limpio en el despacho reservado para el nuevo gobernador.
Todo estaba impecable, no tenía nada que temer; aun así, se sentía incómodo,
presa de un malestar cuyo origen no conseguía identificar.
Acompañó a Luís Bernardo en una visita guiada por las dependencias de la
secretaría general y le presentó a sus funcionarios: un blanco de cara chupada y
ojos inyectados por las fiebres y diez santotomenses, la versión más humilde del
más humilde funcionario público portugués, para quien la posesión y custodia de
una simple goma de borrar o de un sello constituían un servicio de alta
responsabilidad en la salvaguardia del patrimonio de la patria. Después entraron
los dos en el despacho del gobernador y, durante una soporífera hora, Agostinho
de Jesus hizo un minucioso inventario del estado del gobierno administrativo de la
colonia: cambios en el personal, situación presupuestaria, órdenes de servicio en
vigor y en ejecución o aún por aplicar, estado de conservación del patrimonio y
sustitución de equipamientos, recaudación de impuestos, plan de ejecución de
obras públicas, relaciones y correspondencia con el ministerio, en Lisboa, con el
ayuntamiento de la isla, con el delegado del gobierno en la isla de Príncipe, con el
administrador del distrito de Benguela, en Angola, y con el gobierno general de
Angola. Al cabo de una hora Agostinho de Jesus parecía más entusiasmado y
lanzado que nunca, pero Luís Bernardo oscilaba entre un sueño demoledor y un
creciente nerviosismo, a punto de estallar. Así pues, en cuanto encontró un hueco
en la perorata del otro, lo interrumpió.
—¡Basta, señor Agostinho, ya basta! Me dará los dossiers y los estudiaré
después en casa. Ahora vamos a lo que importa.
—¿A lo que importa?
—Sí, hombre, a la política. Mire, señor Agostinho, estoy convencido de que la
gestión administrativa del gobierno (el personal, las finanzas, la recaudación de
impuestos, todo eso) no podría estar en mejores manos que las suyas. Y así
continuará. Usted se encargará de eso día a día, ahorrándome los detalles, y de
vez en cuando, digamos cada tres meses, nos sentamos y me pone al corriente de
la situación. Debe comprender que no he venido aquí para eso, para ver facturas
de la tienda de comestibles, para decidir si el tercer secretario ha de ser ascendido
a segundo secretario o si hemos de comprar un caballo nuevo para sustituir a la
yegua vieja. Para eso me habría quedado en mi casa, donde también tengo que
resolver ese tipo de problemas y no los resuelvo. Lo que quiero es que me dé
información sobre lo que atañe a mi misión aquí: la situación política de la
colonia, el ambiente que se respira y los verdaderos problemas que existen.
¿Entiende?
No, estaba claro que el secretario general no entendía, o prefería no
entender, lo que quería el gobernador. La boca se le había ido abriendo poco a
poco, aparentemente de verdadero asombro, y ahora se rascaba el cogote, sin
saber qué decir.
—¿La situación política y el ambiente, dice?
—Sí, señor Agostinho, eso mismo, la situación política y el ambiente. ¿Cómo
están?
—Verá, señor gobernador, es que aquí todo el mundo está ocupado trabajando
y no hay tiempo ni ganas para la política.
—¿Quién es todo el mundo? ¿Los portugueses?
—Sí, claro, los portugueses.
—Y los negros, ¿qué?
—¿Los negros? —Agostinho de Jesus Júnior estaba ahora absolutamente
atónito. O era el mejor actor del mundo.
—Sí, los negros, señor Agostinho. ¿Están satisfechos con las condiciones de
trabajo en las haciendas? ¿Piensan volver a Angola cuando acaben sus contratos?
¿Se sabe cuántos quieren regresar y cómo lo harán? —Luís Bernardo hablaba con
toda la calma de la que era capaz, intentando adivinar si el tipo era tonto de
verdad o lo tomaba a él por tonto.
—Verá, señor gobernador, sobre ese particular le aconsejo que hable con el
señor administrador. Como sabe, es él quien se encarga de esos temas. Yo vivo
aquí, en la ciudad, y sólo me ocupo de la secretaría general, donde no tratamos
esos asuntos. Afortunadamente, si me permite añadir.
—Sí, claro que hablaré con el administrador en cuanto tenga ocasión, pero
antes quería saber por usted de qué se habla en la ciudad y entre la colonia
portuguesa. Cómo ven las instrucciones del gobierno del reino sobre ese tema,
cómo está el ambiente entre los negros, qué esperan de mi misión, etcétera. Es
eso a lo que llamo ambiente político.
Agostinho de Jesus se quedó en silencio, limitándose a negar con la cabeza.
Lo miraba a la cara, y esa mirada y su silencio eran un desafío. Luís Bernardo
comprendió entonces que no era tan tonto. Lo estaba desafiando en silencio,
consciente de que ese silencio equivalía a una declaración definitiva de
intenciones: «Sean cuales sean tus planes, no cuentes conmigo.» Por lo menos
era una cuestión que quedaba clara desde el principio, desde el primer día. Se
levantó del escritorio y caminó hasta la ventana. Encendió lentamente un cigarro
y le dio tres o cuatro chupadas, hasta que notó que a su espalda el otro empezaba
a incomodarse. Entonces se volvió y le dijo con una sonrisa:
—Cambiemos de tema. ¿Qué se hace aquí cuando un gobernador toma
posesión del cargo? Me gustaría ofrecer una cena, para unas veinte o treinta
personas: el administrador, el alcalde, el vicario, el juez y los principales
propietarios o administradores de las haciendas. ¿Es costumbre?
—Sí, señor gobernador, pero antes tendrá que celebrar la recepción oficial de
presentación, con baile o sin él.
—¿Con baile? —La idea de un baile oficial en Santo Tomé, con gordas
pueblerinas siguiendo el ritmo de un vals empapadas en sudor (¿y a quién sacaría
para abrir el baile?, ¿al vicario?), fue más fuerte que su voluntad de moderación y
soltó dos sonoras carcajadas que dejaron estupefacto al secretario general—. ¿Un
baile, señor Agostinho? ¿La costumbre es dar un baile en el palacio?
El otro, que se había quedado mudo de asombro, asintió con la cabeza. Luís
Bernardo parecía haber perdido por completo el dominio de sí y, aún entre
carcajadas, se limpiaba con un pañuelo las lágrimas provocadas por la risa.
—Pero ¿hay mujeres para el baile? ¿Y una banda? ¿Y partituras? ¿Qué se
suele bailar por aquí?
—Supongo que lo mismo que en la metrópoli. La banda es la de la guarnición
militar y tienen partituras modernas. Y las mujeres —añadió Agostinho con una
inflexión en la voz para subrayar lo ofensivo que podía ser el término
«mujeres»— son las señoras más respetables de la colonia, esto es, las esposas
de las autoridades o de los señores administradores de las haciendas y sus hijas
en edad adecuada.
Luís Bernardo se dio la vuelta, porque estaba siendo impertinente y tenía
miedo de prorrumpir de nuevo en carcajadas. Dando la espalda al secretario dijo,
con la voz más firme de que fue capaz:
—Muy bien, señor Agostinho, organizaremos un baile. Hoy es martes. ¿Cree
que podríamos anunciarlo para este sábado y tener las invitaciones preparadas
para mañana?
—Por supuesto. —Agostinho volvía a sentir que pisaba terreno conocido—.
Tenemos ya las invitaciones impresas. Sólo hay que rellenarlas y mandar a tres o
cuatro funcionarios a repartirlas mañana. Con su permiso, yo mismo haré la lista,
que después, claro está, le pasaré para que le dé su aprobación.
—Excelente, excelente. ¿Y de cuántas personas estaríamos hablando, señor
Agostinho?
—De ciento treinta y seis, señor gobernador.
—¿Ciento treinta y seis? ¿Seguro que no se olvida de nadie, señor Agostinho?
No me gustaría ofender a alguien sin querer.
—Seguro que no. La lista ya está hecha, porque es la misma que se utilizó en
la ceremonia de despedida de su antecesor.
—Perfecto, perfecto. A propósito, también querría que hiciera una lista de
hasta treinta personas para la cena de la que le he hablado y que me gustaría
ofrecer unos días después.
—Muy bien, señor gobernador.
—Bien, eso es todo por hoy. Ya puede irse a casa. Nos veremos mañana por
aquí.
—Si no le importa, señor gobernador, aún tengo algunos asuntos pendientes
aquí. Con su permiso, buenas noches.
Se retiró discretamente, un poco encorvado, como una coma, y al salir cerró
la puerta con suavidad. Luís Bernardo se quedó mirándola en silencio, luego cogió
los dossiers y abandonó el despacho dejando la puerta expresamente abierta. Se
dirigió al jardín y aspiró el aroma de las flores. Oyó el pitido con que el Zaire, en
la bahía, anunciaba su partida, de vuelta a Benguela, Luanda y Lisboa; le sonó
como la despedida de un amigo, la señal de que su soledad ya era completa.
Aunque la noche aún no había caído por completo, el sol ya había desaparecido,
oculto tras un denso cúmulo de nubes grises que habían dejado el jardín en
penumbra y acallado el canto de los pájaros que Luís Bernardo llevaba todo el día
oyendo de fondo. Sonó un trueno a lo lejos, en la montaña, y la atmósfera
cargada de humedad parecía a punto de explotar. Se detuvo en medio del jardín a
contemplar la escena, pero no tardó en sentir el ataque de los mosquitos en el
cuello, la cara, los brazos y las manos. Dio media vuelta para entrar en casa, pero
antes de que llegara a la puerta se abrió una trampilla gigante en el cielo, justo
encima de su cabeza, y de pronto sintió como si se hubiera roto un dique. Una
lluvia de gotas gordas como uvas descargó en cascada silenciando cualquier otro
sonido y borrando los últimos restos de un sol que ya moría en el horizonte. Al
instante se formaron charcos en el suelo, que pronto se transformaron en lagunas
y riachuelos que corrían en todas las direcciones. Una noche gris cayó sobre el
jardín, que ahora olía a tierra encharcada y a vegetación anegada, y fue como si
de repente toda forma de vida se hubiera interrumpido bajo aquel diluvio. Luís
Bernardo nunca había visto llover así, nunca había imaginado que la lluvia
pudiera llegar a ser, más que un elemento de la propia naturaleza, el
aplastamiento de toda la naturaleza. Sacó el reloj del bolsillo de su chaleco de
lino; eran las seis y veinte de la tarde. Calado hasta los huesos, entró en casa.
Sebastião lo esperaba en la entrada, con una lámpara de petróleo en la mano
para acompañarlo hasta su habitación. De mal humor, Luís Bernardo mandó que
le prepararan de inmediato un baño caliente y, mientras Sebastião corría a
calentar agua, se quitó las ropas empapadas, muy enfadado consigo mismo. Había
sido un imbécil, un completo idiota, había dado su confianza a alguien que, estaba
claro, no la merecía ni la deseaba. Había buscado una complicidad fuera de lugar
con quien no era más que un subordinado, tanto en jerarquía como en espíritu,
que nunca se comprometería ni con él ni con nadie. «¡No podía haber empezado
peor!», se dijo. Venía prevenido contra todas las encerronas, contra los pasos en
falso, entre los cuales los más previsibles eran los errores que podría cometer
para intentar aliviar la soledad inherente a su cargo. Y justo el primer día, con el
primero y más improbable de los interlocutores posibles, había caído en la trampa
infantil de buscar un cómplice y un aliado en el secretario, para quien él debía de
personificar todo lo que envidiaba y despreciaba. No era un «visitante de la
gravaría» —como se llamaba en Santo Tomé a los que sólo iban a la isla durante
la estación seca, cuando todo, especialmente el clima, era más soportable—, pero
a los ojos de alguien como Agostinho de Jesus Júnior, que llevaba catorce años de
sufrido y silencioso servicio en aquel destierro inhóspito, Luís Bernardo
representaba el peor de los males que podía padecer la colonia: el político llegado
de Lisboa con pretensiones de reformas y de cambios, con ideas innovadoras.
Agostinho —Luís Bernardo lo sabía, lo presentía, y por eso mismo no se
perdonaba su error— había visto llegar y partir a muchos como él. Los había visto
llegar, los había visto acomodarse o desistir y luego marcharse. Él, en cambio,
siempre había tenido que quedarse a esperar al siguiente. A diferencia de ellos,
nunca había tenido una tierra a la que regresar.
Tras el baño templado, logró calmarse. Tomó la solemne decisión de
permanecer siempre alerta y de no volver a enseñar sus cartas a nadie. «No
podemos ser débiles con los débiles, no podemos dejar de ejercer toda nuestra
autoridad, sea ésta natural o sólo ex officio.» Salió del baño más animado y, para
alegría de Sebastião, cenó en la recocina, adaptada como comedor personal, con
evidente apetito y placer. Comió unos salmonetes con banana, fritos con aceite de
palmera, y gallina dorada con matabala, un tubérculo que allí hacía las veces de
patata, cortada a rodajas y frita. De postre, una papaya al horno y un café, cuyo
intenso aroma se acostumbraría a sentir cada mañana, recién molido, y cuyo
sabor pronto le parecería insuperable. Como era su primera noche y la lluvia
había dejado un agradable fresco en el aire, se sentó en el balcón de la sala, con
vistas a la bahía, se encendió un puro y enseñó a Sebastião cómo servir el coñac,
para lo que escogió una copa adecuada de la cristalería del palacio. Se recostó en
un sillón de mimbre acolchado, estiró las piernas sobre la baranda, aguzó el oído
para captar los ruidos lejanos que llegaban del centro de la ciudad y se relajó.
A las diez de la noche, con la casa ya a oscuras y en silencio, entró en su
despacho y se sentó a escribir su primera carta desde el exilio. Era para João.

Santo Tomé y Príncipe, 22 de marzo de 1906, 22


horas

Queridísimo João:
He llegado (hoy), he visto poco y he vencido
menos, más bien al contrario. No sé si seré yo quien
vencerá a las islas o si ellas me vencerán a mí. Sólo sé
que tengo la extraña sensación de que ha pasado una
eternidad no sólo desde que salí de Lisboa, sino
también desde que desembarqué esta mañana en
Santo Tomé.
Me organizaron el recibimiento de costumbre, me
presentaron a quien me tenían que presentar, tomé
posesión de lo que me correspondía y me instalé —yo,
mis escasos haberes y esta nostalgia que ya empieza a
doler— en la casa que me asignaron, llamada
pomposamente «el palacio». Acabo de cenar y de
fumarme un puro, acompañado de un coñac, en el
balcón, contemplando el mar y esta noche tropical, tan
diferente de las que conocemos. Ojalá pudieras estar
aquí en estos momentos para que vivieras conmigo
estas experiencias tan diferentes, tan intensas, tan
primitivas y peligrosas. Intento convencerme de que el
rey tendría buenos motivos para escogerme, aunque, la
verdad (ahora que he aceptado y ya estoy aquí, te lo
puedo decir sinceramente), ni yo mismo alcanzo a
comprender la razón de esa elección. Si algo tiene
sentido en todo este embrollo es que debo mantenerme
fiel a lo que soy y a lo que pienso, sin transformarme en
otra persona a la que ni tú ni yo reconoceríamos
después.
Pero hoy, en esta primera noche, no quiero
hablarte de eso. Sólo quería describirte las primeras
sensaciones de un inocente portugués al que sacan
directamente del Chiado y llevan a un pueblo perdido en
la selva y dejado a la deriva en pleno Atlántico, a 0
grados de latitud: se siente aplastado por la lluvia,
derretido por el calor y por la humedad, comido vivo por
los mosquitos, paralizado por el miedo. Y sobre todo,
João, siento una inmensa e insoportable soledad.
Cuando recibas esta carta, ya habrá pasado otra
eternidad y puede que todo lo que ahora siento se haya
acentuado o transformado, para mejor o para peor.
Como no tengo con quién hablar y quería explicarte en
caliente lo primero que he sentido al desembarcar en
este destierro, te envío estas breves líneas, en las que
podrás comprobar que nada irremediable ha ocurrido
aún y que no estoy ni deslumbrado ni desesperado.
Miro, escucho, huelo, como si hubiese acabado de
llegar al mundo. Dondequiera que estés ahora, João,
deséame una mañana feliz.
Tu amigo más distante,
Luís Bernardo
Capítulo 7

E l viernes, víspera del baile, la ciudad ya era un hervidero de comentarios e


historias sobre el nuevo gobernador, que iban de boca en boca, de tienda en
tienda. Durante sus primeros días de gobierno, el nuevo gobernador no subió a
visitar las haciendas y ni siquiera —para consternación del secretario del gobierno
— perdió mucho tiempo en la secretaría del palacio. En lugar de eso, se dedicó a
pasear por todos los rincones de la ciudad; entraba en las tiendas, saludaba a los
comerciantes y charlaba con los clientes; apareció de repente en el mercado
matinal, donde compró unos cestos de mimbre y un caparazón de tortuga
trabajado artesanalmente; interrumpía conversaciones entre los viejos del
parque; fue a primera hora de la mañana al desembarcadero para ver a los
pescadores descargar el pescado; incluso se contaba —aunque la mayoría de las
historias parecían ya fruto de la imaginación popular— que lo habían visto en
plena calle jugando a la peonza con un grupo de críos negros. Lo cierto era que,
rompiendo las reglas establecidas por el protocolo, había visitado en sus lugares
de trabajo al alcalde, al juez, al procurador regio, al delegado de Salud y a
monseñor José Atalaia, en la catedral, a los que avisó con sólo un día o incluso
unas horas de antelación. Se encontró en la calle con el mayor Benjamim das
Neves, comandante militar de la isla, y con toda la naturalidad del mundo lo invitó
a comer en palacio. Pero lo más extraordinario de las historias que se contaban
era que, entre tantas visitas y paseos por la ciudad, el gobernador, siempre
acompañado por Vicente, el chico de los recados del palacio, había tenido tiempo
de ir dos veces a la playa. Lo habían visto una vez en la playa de las Sete Ondas y
otra en la de las Conchas, con los tirantes del traje de baño bajados hasta la
cintura, como un simple taparrabos, bañándose y nadando sin parar o tendido
sobre la arena al sol. Lo cierto era que, en contraste con los colonos residentes en
Santo Tomé, que rara vez iban a la playa o tomaban el sol y cuya piel mostraba
un tono amarillento, el gobernador, al cabo de unos días, ya parecía un indio,
quemado por el sol y con marcas de sal en la cara y el cabello. Todo aquello
resultaba realmente chocante y no era de extrañar que en tan poco tiempo el
señor Luís Bernardo Valença hubiera conseguido perturbar el provincianismo
imperante y se hubiera convertido en el tema central de todas las conversaciones
entre los miembros de la colonia. No se sabía con seguridad qué pensaban los
negros al respecto, ni siquiera si el asunto les preocupaba, pero los blancos no
hablaban de otra cosa y se debatían entre la sorpresa, la admiración y la
desconfianza. Por si fuera poco, también las ocupaciones nocturnas del
gobernador eran tema de conversación. Todas las noches, después de la hora de
cenar, se podía divisar su silueta a lo lejos, en el balcón principal del palacio,
donde ardían dos velas y brillaba en la oscuridad la punta de su puro, al tiempo
que se oía, procedente de la zona del jardín, la música que él no se cansaba de
poner en su gramófono, un artilugio ya de por sí extravagante en la isla. Los
blancos buscaban cualquier excusa para pasar por delante del palacio y comprobar
por sí mismos la veracidad de las historias que se contaban, pero la segunda
noche también algunos negros, a los que en vano intentó ahuyentar el centinela
de guardia, se habían apostado frente a la verja del jardín para escuchar en
religioso silencio aquella extraña y triste música que el gramófono del gobernador
derramaba en la noche ecuatorial. Tanto en las tabernas de los blancos como en
los poblados de los negros se comentaba una canción en particular, cantada con
un tono de lamento que encogía el corazón y que la imaginación popular atribuía
al propio Luís Bernardo, quien habría conseguido hacer salir por el gramófono los
lamentos silenciosos con que contemplaba el mar por la noche. Pero no, él mismo
aclaró de qué se trataba cuando Sebastião, algo azorado, le contó el rumor que
corría por la ciudad; al final no era más que una música llamada «ópera». Como
también echaba de menos hablar de música con alguien, Luís Bernardo explicó a
Sebastião que lo que tanto impresionaba al auditorio era un aria titulada «Era la
notte», de una ópera llamada Otelo, cantada por un napolitano de nombre Enrico
Caruso y escrita por el compositor Giuseppe Verdi, que también había sido un
combatiente por la independencia y la libertad de Italia. Sebastião lo escuchó con
mucha atención, y el viernes la ciudad entera conocía ya la verdadera historia de
aquella música que partía el corazón de quien la escuchaba: era una opra, una
música que sólo se podía escuchar por la noche en aquella máquina y que cantaba
un amigo del señor gobernador que también era gobernador de Italia. Según
explicó Sebastião, era como si los dos estuvieran hablando por teléfono.
Mientras tanto, el «baile de apertura», fijado para el sábado, tenía a los
caballeros cada vez más intrigados y a las señoras cada vez más ansiosas. Para
colmo, la invitación no especificaba la etiqueta, lo que aumentaba el nerviosismo
general. Y el hecho de que se tratara de un gobernador aún joven, apuesto y
soltero, que se bañaba en la playa medio desnudo y escuchaba música por la
noche en un gramófono, con el balcón abierto a la calle, alimentaba un clima de
profunda inquietud, especialmente entre las señoras. Todas se hacían las mismas
dos preguntas: «¿Cómo irá vestido él?», y «¿Cómo esperará él que vayamos
vestidas?» Las modistas de la isla no daban abasto para atender tantos pedidos de
última hora y la tienda de telas y confección del señor Faustino facturó en tres
días casi tanto como en los últimos tres meses. Las calesas y los breaks fueron
lavados, aireados y encerados a conciencia; los propietarios de las haciendas
desempolvaron del fondo de los baúles sus mejores trajes de etiqueta, con olor a
naftalina; los oficiales del ejército mandaron pulir botones, galones y medallas
hasta dejarlos resplandecientes, y las autoridades civiles casi paralizaron los
servicios públicos a fin de que sus titulares y respectivas esposas pudieran
prepararse para aquel compromiso. Al fin y al cabo, toda la colonia era consciente
de que aquél era un acontecimiento social que no se vivía desde hacía más de
cinco años y al que las circunstancias del momento otorgaban la máxima
relevancia, incluso política (o sobre todo política). Lo único que lamentaban era
que el gobernador hubiera convocado el baile con sólo cuatro días de antelación,
lo que obligaba a la gente a carreras contra reloj.
El baile del gobernador Valença fue un éxito, reconocido incluso por los más
exigentes o los más predispuestos a hablar mal. El inicio estaba previsto para las
ocho de la tarde y justo a esa hora paró de llover, por lo que se pudo contemplar
en todo su esplendor la iluminación preparada con una hilera de velas colocadas
en el suelo que señalaban el camino, a través del jardín, desde la entrada hasta el
salón de baile. Dentro, un magnífico centro de flores decoraba las mesas, donde
cada invitado tenía su asiento reservado. También con flores se habían delimitado
la pista de baile y el escenario, donde la banda del cuartel militar tocó durante
toda la noche un repertorio de piezas cuidadosamente seleccionadas por el mismo
gobernador, que había echado mano de toda su diplomacia para limpiar las
partituras de cuanto sonara a marcha militar o a carga de caballería. Un
escuadrón de criados, rigurosamente uniformados de blanco y contratados uno a
uno por Sebastião, servía sin descanso aperitivos y bebidas de todo tipo, que
entretuvieron a los invitados antes del momento de sentarse a las mesas para la
cena.
A la puerta del salón —y la escena se comentaría durante los años venideros
en Santo Tomé—, los invitados eran recibidos por Luís Bernardo, que vestía un
impecable chaqué negro, con un pañuelo de seda blanco en el bolsillo, camisa
blanca y una discreta banda azul celeste que le cruzaba el pecho hasta la cintura.
Casi una provocación. «¡Qué exageración!», comentarían después los hombres.
«¡Qué elegancia! ¡Qué maravilla!», murmurarían las mujeres unas a otras.
Incluso Agostinho de Jesus Júnior estaba impresionado y permaneció en todo
momento dos pasos por detrás de Luís Bernardo, mientras éste, alto, relajado y
sonriente, saludaba a los invitados en la puerta y los desarmaba uno a uno con
frases como: «¡Qué suerte que haya podido venir!»
El Chiado, el Grémio, el Jockey Club, incluso un trocito de París parecían
haberse trasladado por una noche a Santo Tomé en la persona del nuevo
gobernador enviado por el rey don Carlos. El conde de Souza Faro, el único
aristócrata residente en las islas, administrador de la hacienda Água Izé, una de
las mayores de Santo Tomé, se mostraba agradablemente sorprendido y, al
entrar, no pudo evitar dirigirse a Luís Bernardo con un tono de complicidad social
que tan pocas veces podía usar allí.
—Amigo, espero que haya pedido a la banda que nos ahorre esas horribles
marchas heredadas de las campañas napoleónicas.
Luís Bernardo, que había estudiado la distribución de los comensales con
actitud de estratega militar, sentó en su mesa a monseñor Atalaia, al conde de
Souza Faro, al viejo señor Segismundo Bruto da Silva y a su recatada esposa, al
coronel João Baptista (y a su igualmente recatada y silenciosa esposa),
administrador de la hacienda Boa Entrada, la segunda en tamaño y producción de
la isla, y, por último, a la viuda doña Maria Augusta da Trindade, propietaria y
administradora residente de la hacienda Nova Esperança, mujer de treinta y
muchos años y aún visiblemente dotada de unos atributos de los que daba fe el
generoso escote de su estridente vestido verde, a quien, pese a las habladurías
malintencionadas de la ciudad, nada habían podido achacar por el momento, salvo
intenciones por confirmar o deseos por satisfacer. En ese sentido, además, era
continuadora de un linaje de mujeres de armas tomar, dueñas de su vida y de sus
amores, que en la colonia se consideraban casi una leyenda, comenzando por la
remota Ana Chaves, concubina del rey y agricultora, que fue desterrada a Santo
Tomé y dio nombre a su bahía y a uno de sus montes; o la más cercana Maria
Correia, nacida cien años atrás, casada con el brasileño José Ferreira Gomes, que
trajo el cacao de Brasil a Santo Tomé y a quien, según reza la leyenda, no fue fiel
en vida y mucho menos después de muerto. En cuanto a la contemporánea y
rebosante de vida doña Maria Augusta da Trindade, a quien Luís Bernardo
dedicaba de vez en cuando su sonrisa más galante, se decía que dirigía su
hacienda con aplomo de hombre y con bastante más aptitud que muchos de ellos.
Esforzándose por no mirar hacia el escote de su vestido, Luís Bernardo descubrió
que su cara y su figura tampoco eran nada desagradables, sino todo lo contrario;
había algo juvenil en su mirada y en sus gestos, algo ansioso e indomable que a
él, tras sólo cinco noches en Santo Tomé, ya le parecía tan natural como aquella
humedad que les bajaba a todos por el pecho.
Hizo un esfuerzo por concentrarse en la conversación que tenía lugar en su
mesa. Hablaban del vizconde de Malanza, Jacinto de Souza e Almeida, fallecido
hacía menos de dos años y probablemente la figura más prestigiosa e inteligente
de toda la colonia. Por supuesto, Luís Bernardo ya había oído hablar de él y
conocía la historia de su insigne familia, quizá la más ilustre de Santo Tomé y
Príncipe y a la que más debía el archipiélago. Los Souza e Almeida no eran
blancos, sino mulatos, y no eran originarios ni de las islas ni del reino, sino de
Brasil. Cuando la mayor y más rica colonia del Imperio portugués alcanzó su
independencia, en 1822, Manuel de Vera Cruz e Almeida, natural de Bahía, fue
uno de los muchos portugueses que decidieron establecerse en la isla de Príncipe,
que por entonces no era más que una roca semidesierta y salvaje. Su hijo mayor,
João Maria de Souza e Almeida, tenía sólo seis años cuando desembarcó con sus
padres en Príncipe y diecisiete cuando se quedó huérfano de padre. Ya por aquel
entonces era el responsable de la Hacienda Pública en Santo Tomé y, al poco
tiempo, se trasladó a Benguela, en Angola, donde se dedicó a comprar y a cultivar
tierras con notable éxito. Pronto se convirtió en uno de los principales propietarios
del distrito, donde desempeñó todos los cargos públicos hasta llegar a gobernador
y, además de dar muestras de su aptitud y capacidad de trabajo, se hizo conocido
por no haber aceptado jamás un sueldo en ninguno de los puestos que ocupó. Al
contrario, tanto en Benguela como en Santo Tomé fue el más generoso y
participativo de los contribuyentes y siempre se ofreció para ayudar a costear
obras y servicios públicos. Con sólo veintitrés años, en Benguela, se aventuró en
la expedición militar contra los dembos, que asolaban las fronteras de la
provincia; equipó a su propia tropa, costeó los avituallamientos y capitaneó a sus
hombres con tanta valentía que le concedieron la Torre y la Espada, la más alta
condecoración militar portuguesa, reservada únicamente a hazañas heroicas en el
campo de batalla. Con todo, lo que marcó su vida para siempre fue el
establecimiento de la cultura del cacao en Santo Tomé y Príncipe, a la cual dedicó
una minuciosa obra escrita, que se convirtió en la biblia de todos los cultivadores
locales. También fue pionero y maestro en el cultivo del café, del tabaco y del
algodón, hasta el punto de importar y regalar semillas a los agricultores de la isla.
Pero, a diferencia de muchos «constructores de imperios» a quienes el ansia por
ver realizados sus proyectos les imprime un carácter irascible y cruel, João Maria
era un hombre simpático y accesible con todo el mundo, siempre dispuesto a
ayudar a los demás o a contribuir al bien común. Como justo reconocimiento a su
valía, el rey don Luis lo distinguió nombrándolo barón de Agua Izé, par del Reino,
hidalgo caballero de la Casa Real y miembro del Consejo Real: fue el primer
hombre de sangre azul y piel negra de la aristocracia portuguesa. Murió en 1869,
después de juntar todas sus propiedades de Santo Tomé en la hacienda de Agua
Izé, en la que estableció el sistema de las «dependencias», que, por su mayor
funcionalidad, se extendió a partir de entonces a todas las grandes propiedades de
la isla. Dejó como continuador a su hijo Jacinto, nacido en Príncipe, en la hacienda
Papagaio, a quien había enviado de niño a estudiar a Lisboa; al cumplir catorce
años, lo mandó regresar para que lo ayudara en la administración de sus tierras.
Jacinto, el futuro vizconde de Malanza, tenía veinticuatro años de edad cuando
murió su padre, y ya por aquel entonces mostraba la pasión por la agricultura
colonial que había heredado de éste. Dejó la administración de la hacienda Água
Izé en manos de su hermano, reunió muestras de maderas y semillas de plantas
autóctonas de las islas y se embarcó en un largo viaje de estudio y prospección
por varios países europeos, donde hacía analizar las muestras y recogía
información y datos útiles sobre otros cultivos que pudiera introducir en Santo
Tomé. A su regreso, emprendió la titánica tarea de desmatar, roturar y plantar las
propiedades vírgenes que había heredado de su padre, en el extremo sudoeste de
la isla, en una zona conocida como Terrenos de Sao Miguel. Era una tierra
inhóspita, donde la selva dictaba su ley, con un clima tórrido e insalubre, sin
ninguna carretera ni camino de acceso y sin ningún punto de desembarque fácil
por vía marítima. Sin embargo, fue allí donde fundó sus dos nuevas haciendas, la
de São Miguel y la de Porto Alegre, esta última atravesada por el brazo de mar de
Malanza, donde introdujo el cultivo del cacao en unas condiciones de explotación
ejemplares y creó un campo de aclimatación idóneo para cultivar todas las
especies posibles de plantas tropicales. Superó con éxito el terrible caos que
acompañó a la abolición de la esclavitud, en 1875, y los daños y las pérdidas
humanas causados por la epidemia de viruela que, poco después, arrasó como un
incendio todo el sur de la isla. En 1901 don Carlos, como ya había hecho su padre
con el difunto barón de Água Izé, concedió a Jacinto el título nobiliario de
vizconde de Malanza, el escenario de su mayor proeza en beneficio de Santo
Tomé. Hasta su muerte, tres años después, el vizconde no cejó en su intensa
actividad, no sólo de agricultor tropical, sino de estudioso y científico de la flora y
de los cultivos en los trópicos. No obstante, moriría sin ver realizado su sueño de
crear en Santo Tomé una escuela colonial agrícola. Tras su muerte, Água Izé, la
hacienda que había dado prestigio a su familia y un título a su padre, pasó a
manos de la Compañía de la Isla de Príncipe y del BNU, y su administración
recayó en el conde de Souza Faro, que precisamente se encontraba sentado a
aquella mesa. En definitiva, Jacinto había sido en vida como su padre, un hombre
que, a los ojos de Luís Bernardo, simbolizaba el progreso contra el estancamiento,
la convicción de que la ciencia, el aprendizaje y los progresos técnicos y científicos
eran la alternativa de futuro al trabajo forzado de los negros en las haciendas.
Era una lástima que ya no viviera, porque Luís Bernardo podría haber encontrado
en su prestigio a un aliado natural que, se temía, iba a hacerle mucha falta.
Sin embargo, observó que la evocación de la figura del vizconde de Malanza
no era tan elogiosa como habría cabido esperar. Ninguno de los presentes se
refería a él sin una actitud previa de aprecio, pero se percibía una falta de calor,
de entusiasmo y, sobre todo, de nostalgia en todas las alusiones. Como si en el
fondo la pérdida del vizconde concitara tantos elogios como alivio. O quizá no
eran más que imaginaciones suyas. Quizá.
Mientras tanto la cena, compuesta de dos platos, había llegado a su fin. Se
habían servido ya el postre y el café y procedían ahora a servir el oporto. Era el
momento de los discursos o, mejor dicho, de su discurso, y Luís Bernardo había
planeado minuciosamente aquel momento. Se levantó y golpeó tres veces con el
cuchillo su copa de oporto para llamar la atención de los comensales. Esperó a
que se hiciera el silencio y, entonces, pronunció su discurso. Básicamente, dijo
que era un honor y un privilegio poder servir a Portugal sirviendo a Santo Tomé y
Príncipe. Que todo cuanto había leído y la información que había recopilado sobre
las islas lo habían convencido de que aquélla era una tierra que engrandecía el
genio colonizador de los portugueses, que, con las manos desnudas y contra
viento y marea, habían conseguido arrancar de la selva, en las condiciones más
adversas, lo que hoy era tierra fértil, cultivada y próspera, una fuente de riqueza
para sus agricultores y para el Estado y un motivo de orgullo para la nación. Era,
pues, muy consciente de su responsabilidad, que consistía en mantener a Santo
Tomé en la senda del progreso, en un tiempo en que se imponían nuevas
realidades y, con ellas, nuevas dificultades, nuevos esfuerzos, pero también
nuevas esperanzas. Venía preparado para esos esfuerzos, profundamente
confiado en esas esperanzas, dispuesto a compartir las dificultades de la colonia e,
incluso, a aceptar de buen grado la ayuda de todos para resolver las suyas
propias. «Ésta —concluyó— es una tierra de hombres de buena voluntad y yo no
aspiro a otra cosa que a convertirme en uno más de vosotros.» La sala prorrumpió
en un aplauso espontáneo y entonces, haciendo justicia a suya consolidada fama
de hombre imprevisible, el nuevo gobernador llamó a Sebastião y a los cocineros,
para quienes pidió una ovación «porque ésta es una tierra de trabajadores y ellos
han sido los trabajadores en esta cena». Y entre sonrisas y comentarios consiguió
arrancar una segunda, aunque menos espontánea, ovación.
Finalizado el discurso, Luís Bernardo hizo una señal a la banda, que, como se
había acordado, atacó un vals lento. Se levantó y, ante la expectación general, se
dirigió hasta el otro lado de la mesa y tendió la mano a doña Maria Augusta da
Trindade.
—¿Me concede el honor de abrir el baile conmigo?
También eso lo había ensayado. Sabía que al invitar a la única señora sola en
toda la sala, siendo él un hombre soltero, podía alimentar aún más los chismes en
la isla. Pero ¿a quién más podía sacar a bailar sin herir otras sensibilidades? Lo
único que no había previsto era que doña Maria Augusta fuese aún una mujer tan
vistosa y deseable, al menos para los patrones de aquel islote africano. Tampoco
había previsto que ella se ruborizara en el momento en que se levantaba para
acompañarlo, cogida de su mano.
Así comenzó el baile, y no podía haber comenzado mejor: Luís Bernardo era,
con toda probabilidad, el menos adecuado para el cargo de gobernador de aquellas
islas de cacaotales, pero allí, en un salón de baile en Santo Tomé, no había
hombre que pudiera rivalizar con su elegancia y sus dotes de bailarín,
perfeccionadas durante veinte años de bailes lisboetas. En sus brazos, llevada por
sus ágiles movimientos, Maria Augusta sentía que se deslizaba, pese a su ligero
sobrepeso; era como si estuviera patinando en una pista de hielo en lugar de
bailar en una sala con treinta y cinco grados de temperatura y un 90 por ciento
de humedad, a pesar de que todas las ventanas se habían abierto para invitar a
entrar a una inexistente corriente de aire. Su cara disimulaba la emoción que
sentía y mantuvo en todo momento una media sonrisa, dirigida a los
espectadores, no a él. Pero su pecho delataba esa emoción y Luís Bernardo, al
rozarlo ligeramente con el suyo, lo sentía palpitar al ritmo de su respiración
inquieta. Vista desde arriba, era una bella visión para un hombre que hacía casi
un mes que no se acercaba a una mujer a menos de diez metros. No obstante, se
comportó de modo irreprochable: sólo miró una vez hacia abajo y sólo bailó con
ella aquel vals. Después sacó a bailar a dos señoras casadas de más edad y
reputación intachable; una reputación que, por otra parte, ningún hombre se
sentiría tentado de manchar.
Acabados los tres valses, Luís Bernardo desapareció de la pista de baile hasta
el final de la noche, para decepción de muchas señoras. Se entregó con diligencia
y diplomacia al papel de perfecto anfitrión yendo de arriba abajo, charlando con
uno y con otro, preguntando a los invitados si estaba todo a su gusto, vigilando
discretamente el servicio de los criados y el repertorio de los músicos, llenando las
copas de los caballeros o recogiendo el abanico de alguna señora que lo dejaba
caer cerca de él, quién sabe si a propósito. Hacia la una de la noche se apostó
cerca de la puerta para despedirse de los invitados, uno a uno. A las dos y media
—que allí casi era la hora del alba— se retiraron las últimas parejas y los últimos
caballeros, ya bastante bebidos, y él pudo por fin quitarse el chaqué,
desabrocharse el cuello de la camisa, pedir a Sebastião un último coñac y
retirarse como cada noche a su balcón con vistas a la bahía. Había sido un éxito.

Superado el primer compromiso público, presentado el gobernador a la


colonia, Luís Bernardo estaba ya ansioso por empezar a trabajar de verdad.
Quería ir cuanto antes a las haciendas, conocer el interior de la isla y ocuparse,
en definitiva, de la misión por la que estaba allí. Con todo, sabía que también para
eso había que cumplir con un cierto ritual: la hospitalidad era la principal
tradición en Santo Tomé pero, tratándose del gobernador en su primera visita, no
se podía evitar una mínima ceremonia. Y ese mínimo pasaba por una invitación
formal, aunque fuera solicitada por él. Contrariado, tuvo que aceptar un consejo
más de su secretario, que le recomendaba dejar para el sábado siguiente la cena
con los administradores de las principales haciendas, ya que el domingo era el
único día en que no se trabajaba en las plantaciones y no sería correcto invitar a
cenar a unos hombres que vendrían de lejos, a caballo o en carruaje, que
tendrían que hacer el camino de regreso de noche y que, al día siguiente,
deberían levantarse a las cuatro y media de la madrugada. Tendría, pues, que
esperar una semana más, pero al menos aprovechó para ir invitando
personalmente a los que constaban en su estudiada lista.
Había decenas de plantaciones en Santo Tomé y no era posible, ni muy útil,
invitar a todos los administradores. En las pequeñas haciendas los propietarios,
descendientes de los antiguos zorros o de proscritos que se habían quedado en la
isla, eran también sus administradores y, desde un punto de vista político, no
tenían ninguna relevancia. Sólo importaba lo que hicieran los grandes, y lo que se
decidiera para éstos valdría para aquéllos, sin necesidad de consultarles. En las
principales haciendas, muchas pertenecientes a compañías, los propietarios
estaban por regla general ausentes; algunos se quedaban unos pocos meses al
año en Santo Tomé, otros pasaban fugazmente en la época de la gravana, otros
no habían ido nunca ni tenían intención de hacerlo, pues no eran más que
accionistas mayoritarios de empresas agrícolas con sede en Santo Tomé o en
Príncipe y se limitaban a leer los balances anuales, a participar en la asamblea
general, celebrada una vez al año en Lisboa, y a asistir a las reuniones
convocadas por el ministro. Sin embargo, eran ellos, los ausentes, los que de
verdad mandaban en Santo Tomé y Príncipe, guiados por las noticias y los
informes que les enviaban sus directores y administradores residentes. Con éstos
precisamente quería cenar Luís Bernardo, en ellos tendría que centrar todos sus
esfuerzos.
Su plan consistía en dar una primera vuelta por todas las haciendas
importantes de la isla y después pasar a Príncipe. No era tarea fácil; aunque la
isla era pequeña, no había más que unos pocos kilómetros de carreteras abiertas
por donde se pudiera viajar en carruaje. Para visitar la mayoría de las
plantaciones habría que ir a caballo o por mar, en los barcos de cabotaje. La
navegación a lo largo de la costa era, de hecho, el medio más práctico para ir de
la ciudad a las haciendas, ya que la mayoría de éstas se encontraban en el litoral,
desde donde se internaban en la selva. El interior de la isla era selva virgen,
como la habían encontrado los portugueses en el siglo XV. Entre sus altas
montañas volcánicas destacaba el pico de Santo Tomé, el más alto, con 2.142
metros, pero raramente dejaba ver su cumbre, tapada casi siempre por las nubes
y la niebla. En esta densa zona central, que ocupaba la mayor parte de la
superficie de Santo Tomé, se encontraba el reino del óbó —la selva—, un
laberinto enmarañado de árboles gigantescos: árboles del pan, ceibas, cipos,
baobabs, marupiões, mangles. Por debajo de sus copas y enrolladas en sus
troncos, por los que ascendían desesperadamente para salir de aquel perpetuo
manto líquido en suspensión y alcanzar la luz, vivían las plantas trepadoras: la
lemba-lemba, la corda d'água, la corda-pimenta, la liana trepadora. En el
sotobosque de la selva, o colgada de las ramas de los árboles, siempre al acecho
para dejarse caer sobre algún hombre que pasara distraído por debajo, vivía la
terrible cobra negra, cuya picadura provocaba una muerte rápida y dolorosa. Los
más viejos contaban que el único hombre que había sobrevivido a su mordedura
era un negro huido de la hacienda Monte Café y que hoy vivía en Angolares, con
un brazo menos; al sentir el mordisco de la serpiente en el brazo, reaccionó como
una centella, con dos certeros golpes de machete: el primero, para rebanar la
cabeza a su enemigo; el segundo, para cortarse el brazo a la altura del hombro. Y
sobrevivió. Porque el óbó era el territorio tenebroso adonde huían los negros de
las haciendas, llevados por un momento de locura, por un crimen cometido en
plena plantación o sólo por un insensato deseo de libertad, y el óbó los acogía en
su abrazo mortal, quizá libre, pero también líquido y sombrío. Nadie en su sano
juicio se aventuraba más de unos pasos en el interior de aquel universo opaco y
recóndito. Luís Bernardo había oído hablar del óbó por primera vez en una
conversación con Sebastião, cuando le confió, por casualidad, su intención de
hacer una expedición a la selva. Los ojos de Sebastião se abrieron con sincero
terror y hasta la voz le temblaba cuando dijo: «¡No haga eso, señor, por lo que
más quiera! El óbó está maldito, es tierra de serpientes, de truenos, de
relámpagos, de aparecidos. Muchos negros locos se han ido a vivir allí, pero
ninguno ha vuelto; dicen que se han convertido en serpientes.»
Así pues, Luís Bernardo tendría que viajar a lo largo de la costa, bordeando el
óbó, a la izquierda y a la derecha de la ciudad de Santo Tomé, para llegar a las
haciendas que pretendía visitar. Eran unas treinta plantaciones y sus respectivas
dependencias. Entre las mayores, Rio do Ouro, Boa Entrada, Água Izé, Monte
Café, Diogo Vaz, Ponta-Figo y Porto Alegre, la plantación fundada por el vizconde
de Malanza en el extremo sudoeste de la isla, justo en la línea del ecuador, frente
al islote de las Rolas. También se contaban Sao Miguel y Santa Margarida, las más
importantes del grupo con nombres de santos: Sao Nicolau, Santo Antonio, Santa
Catarina y Santa Adelaide. Una de las cosas que más fascinaban a Luís Bernardo
eran precisamente los fantásticos nombres de las haciendas. Sólo entre las
grandes había unas cuantas cuyos nombres evocaban el recuerdo de otras tierras,
algunas totalmente impensables: Vila Real, Colonia, Açoriana, Novo Brasil, Nova
Olinda, Novo Ceilão, Bombaim. Sin embargo, las más extraordinarias eran las que
tenían nombre de estados del alma: Amparo, Perseverança, Esperança, Caridade,
Ilusáo, Saudade, Milagrosa, Generosa, Fraternidade, Aliança, Eternidade. Quién
sabe, quizá habían contratado a algún poeta, sin nada mejor que hacer por
aquellos parajes, para bautizar las haciendas con nombres a la medida de los
sueños de sus fundadores. Quizá se tratara de Costa Alegre, el poeta al que Luís
Bernardo leía ahora antes de acostarse, hijo predilecto de Santo Tomé, negro
como la noche, a quien su apasionado amor por una blanca había acortado la
vida, dedicada a la composición de desgarrados versos como éstos:
Si los esclavos son comprados,
¡oh, blanca de allende el mar!,
hombre libre, yo soy esclavo,
comprado por tu mirar.

O estos otros:

Tu sombra, del color de mi cuerpo,


persigue a tu cuerpo cuando andas:
por lejos que estés, como esa sombra,
mi alma perseguirá a tu alma.

Un día, al caer la tarde, Luís Bernardo regresaba a la ciudad a caballo, en la


habitual compañía de Vicente, que le hacía de guía, de intérprete con los negros
que apenas hablaban portugués o simplemente de interlocutor en las horas
muertas. Sin embargo, Vicente ya había aprendido a distinguir cuándo le apetecía
charlar a su patrón y cuándo prefería quedarse en silencio, absorto en sus
pensamientos. Éste era uno de esos momentos. Luís Bernardo iba unos metros
por delante, al paso, mirando distraídamente el paisaje que pasaba al ritmo de la
marcha del caballo. Regresaban de una visita a Nossa Senhora das Neves, la
población más distante de la capital. Mientras esperaba el ansiado día en que
podría visitar las haciendas, Luís Bernardo había decidido aprovechar aquella
semana para ir a conocer todas las poblaciones de la isla, tarea fácil por su
proximidad a la ciudad, a excepción de Nossa Senhora das Neves. Aparte de ésta
y de la propia capital, los pueblos de Santo Tomé se reducían a otros cuatro
villorrios diminutos: Trindade, Madalena, Santo Amaro y Guadalupe, todos
situados al este de la ciudad, hacia el interior, pero en un radio de no más de
treinta kilómetros. Eran poblados tristes, sin ningún edificio público relevante,
habitados por pocos blancos y donde predominaba el comercio entre negros que
parecían llevar una vida miserable.
Al pasar por una de las muchas chozas que se encontraban a lo largo de los
caminos —simples construcciones de madera cubiertas por ramas de palmera o
barro endurecido al sol—, alguna cosa que Vicente no alcanzó a descubrir atrajo
la atención de Luís Bernardo. El gobernador detuvo su caballo y se quedó
contemplando la escena: dos niños desnudos se bañaban en un arroyo que el
agua de las lluvias había formado justo al lado de la cabaña. Por un agujero del
precario tejado se elevaba al aire una columna de humo que se mezclaba con los
olores de la selva. Entonces apareció en la puerta la madre de los críos, una
mujer de edad indefinida, con un vistoso vestido, largo hasta los pies, de color
rojo y amarillo chillón. Luís Bernardo la saludó con un «¡buenas tardes!», al que
ella respondió con un monosílabo incomprensible. Vicente se apresuró a decir algo
en lengua criolla a la mujer y ésta, algo intimidada, bajó la cabeza ante Luís
Bernardo en señal de respeto y repitió su saludo ininteligible. Luís Bernardo no
parecía saber bien lo que quería y continuaba mirando, ahora a los críos, que
habían interrumpido sus juegos en el agua y esperaban. Por fin se decidió y dijo a
Vicente que explicara a la mujer que le gustaría visitar su casa. Vicente lo miró
atónito y él insistió: «¡Díselo!» Al oír la propuesta la mujer se desató en una
parrafada interminable dirigida a Vicente y acompañada de gestos en dirección al
interior de la casa y al camino que iba hasta la ciudad.
—Señor, dice que...
—Ya sé lo que dice. Dile que aun así quiero visitar la casa y que, a cambio, le
daré unas monedas.
Desmontó del caballo y le pasó las riendas a Vicente para que las sujetara. Se
llevó la mano al bolsillo y sacó un puñado de monedas, que ofreció a la mujer.
Ella las miró, aún dubitativa, después se las guardó en la mano cerrada y se
apartó de la puerta para dejarlo entrar.
El calor y el olor dentro de la casa eran sofocantes. Un olor desagradable, a
harina quemada, a vegetación y a suciedad, todo envuelto en una nube de humo
que subía del suelo de tierra, donde ardía una lumbre miserable sobre la que se
calentaba un puchero de barro. El aire, enrarecido y nauseabundo, era casi
irrespirable. Acostumbrado a la luz de fuera, al principio no conseguía distinguir
nada. Después, cuando sus ojos se hubieron habituado a aquella penumbra
invadida por el humo, comenzó a mirar alrededor y vio una serie de utensilios de
cocina y de labranza, algunos hierros y unos grandes cuencos de barro esparcidos
sobre una mesa de madera artesanal o por el suelo, donde había además unos
jergones. Notaba cómo el sudor le empapaba el cabello y le resbalaba por el pecho
y la espalda; de repente, las piernas le flaquearon e hizo un esfuerzo por
contener el vómito que, sin previo aviso, le comenzó a subir por la garganta.
Pensó que quizá tenía fiebre y, en una fracción de segundo, se vio perdido,
envenenado ya por la malaria. Con las pocas fuerzas que le quedaban, salió de allí
precipitadamente, hacia la luz, y aspiró una bocanada de aire fresco que le
pareció una bendición. Todos lo miraban en el más absoluto silencio. Intentando
aparentar una firmeza que no tenía, subió al caballo que Vicente sujetaba por las
riendas. En un gesto atropellado, se llevó dos dedos al sombrero para despedirse
de la mujer y se puso en marcha, esta vez al trote.
Cien metros más adelante, hizo que el caballo avanzara al paso y esperó a
Vicente.
—¿Conoces a esa familia, Vicente?
—Sí, patrón.
—¿Dónde está el hombre? ¿En las plantaciones?
—No, patrón. Está en la ciudad. Trabaja en correos.
Luís Bernardo se quedó en silencio, pensando en lo que le había dicho
Vicente: el cabeza de familia en aquella choza no era un trabajador cualquiera de
una plantación; era un negro de la ciudad, un empleado de correos. Aquélla era la
casa de un funcionario de la administración pública de Santo Tomé. La miseria y
la tristeza de aquel lugar lo habían dejado aturdido. Ningún blanco podría
sobrevivir en aquellas condiciones degradantes. El gobernador acababa de ver con
sus propios ojos lo que ningún discurso oficial en Lisboa mencionaba. Casi había
vomitado al descubrir el lado oculto de esa «misión de progreso y desarrollo que
Portugal lleva a cabo en Santo Tomé y Príncipe». Sí, seguro que no faltarían
argumentos para explicar aquello, como el que había oído la noche del baile, de
boca de un comensal de su mesa: «Denle a un negro una casa de blancos, con
paredes de ladrillo, lavabo y todo eso, y ya verán cómo en poco tiempo está en
ruinas.» Sí, era cierto que en las islas no se pasaba hambre, como lo demostraban
los cuerpos esbeltos y el aspecto sano de los negros que veía por los caminos y en
los poblados. No se pasaba hambre porque la naturaleza no lo permitía; los
árboles del pan, que el barón de Agua Izé había introducido en las islas, crecían
de forma espontánea y daban todo el año y en abundancia un fruto que hacía las
veces de pan. Todos los demás frutos estaban también al alcance de la mano para
quien los quisiera coger de los árboles, comenzando por las siete magníficas
variedades de banana; las preferidas de Luís Bernardo eran la banana-ouro y la
banana-maçà, que, como su propio nombre indica, sabía al mismo tiempo a
banana y a manzana. La pesca era tan abundante que había visto a hombres en la
playa, junto al desembarcadero de la ciudad, lanzar una simple red desde la
misma orilla y recogerla llena de pescado y de camarones, sin necesidad de
mojarse más que las piernas. La abundancia era tal que los nativos despreciaban
las langostas, convencidos de que estaban endemoniadas, y en João dos
Angolares, al sur, cuando había luna llena, la playa amanecía cubierta de
calamares enormes que las mujeres se limitaban a recoger, aún vivos, en cubos
de madera. Cerdos semisalvajes, sin dueño, campaban por las playas o aparecían
de repente salidos del bosque. Para los aficionados a la caza, Santo Tomé era un
paraíso de tórtolas, tordos y otras aves comestibles. Además, había mandioca, que
allí, como en toda África, era el alimento básico y preferido de los negros. En
Santo Tomé nadie podía morir de hambre. Entonces, si no sufrían las sequías que
asolaban otras partes de África, si no estaban obligados al nomadismo en busca de
alimento, ¿por qué los negros de Santo Tomé no vivían en condiciones dignas?
¿Por desidia, porque era su naturaleza, como defendían los blancos, o por la
insensibilidad de éstos, como pocos se atrevían a reconocer?
Luís Bernardo, por su parte, tras casi dos semanas en la isla, se encontraba
en una excelente forma física y con una salud que nunca habría imaginado. El
momentáneo desfallecimiento provocado por la visita a la choza fue un incidente
excepcional. Si bien continuaba sufriendo con aquel terrible clima, lo cierto era
que poco a poco se iba habituando y ya sólo empapaba dos camisas al día. Lo peor
eran las noches, cuando el calor se hacía insoportable dentro de la obligatoria
mosquitera. Pero, como todos los europeos en África, estaba aprendiendo
rápidamente a dormir poco; se acostaba hacia la medianoche, después de su ritual
de música y coñac en el balcón, con el que ponía un colofón grandioso al día, y se
levantaba hacia las cinco de la mañana, en cuanto la claridad se empezaba a colar
por la ventana y oía, procedentes del jardín, los primeros gritos de los papagayos,
los silbidos del San Niela o el curioso canto del ossóbó, que, cuando parecía un
llanto, anunciaba lluvia. La hora de la lluvia, infaliblemente al caer la tarde, era
su momento preferido del día. Anunciaba el final del trabajo, la bebida que lo
esperaba en la terraza, la ducha fría antes de cenar. Y acallaba todos los demás
sonidos, empapaba el calor sofocante de la atmósfera, hacía subir por el aire un
perfume a tierra mojada que abría por unos instantes aquella cápsula gigante de
clorofila en la que vivían sumergidos todos los habitantes de la isla. Era como si el
cielo entero reventara de repente, incapaz de retener por más tiempo algo que
pugnaba por salir, como el placer contenido hasta el límite en el cuerpo de una
mujer. Entonces, la isla entera se liberaba de aquel sofoco, de la agonía de las
horas derretidas en forma de sudor, de aquellos días de una violencia sin tregua.
En la ciudad se cerraban las puertas y las persianas de los comercios, el secretario
del juez cerraba el tribunal, el delegado de Salud, el alcalde y todos los
funcionarios se recogían o se quedaban un rato en la cervecería Elite, charlando
alrededor de una mesa, con el ruido de la lluvia de fondo. El cura salía de la
sacristía para celebrar la misa de las seis en la catedral, ante una asamblea de
devotas señoras a quienes saludaba invariablemente con las palabras: Introibo ad
altere Dei..., a lo que ellas respondían: Ad Deum qui laetificat juventutem meam,
aunque esa juventud que invocaban ya no fuera más que un recuerdo
mortificado, sepultado para siempre en aquel inclemente destierro, sólo
apaciguado a ratos por la lluvia. Por los caminos de tierra, ahora encharcados por
completo, los funcionarios de correos, los empleados de los comercios y los demás
negros de la ciudad regresaban a sus casas, simples chamizos junto a la selva,
donde los esperaban siempre la misma cazuela al fuego y el mismo olor
penetrante que ningún blanco soportaba. Más allá, en las plantaciones del
interior, los trabajadores hacía mucho que se habían retirado a sus casas de la
sanzala, ya habían preparado la comida y habían cenado, y sus cánticos de
despedida se confundían ahora con el sonido de la lluvia que llegaba de fuera. Y
en el balcón de su palacio, con un gin-tonic en la mano, mientras ahuyentaba los
mosquitos con un abanico hecho con pajitas, el nuevo gobernador de Santo Tomé
y Príncipe lo observaba todo, como si consiguiera ver a través de la lluvia lo que
nadie más podía ver.

—Díganos, señor gobernador, ¿cuáles son exactamente las instrucciones que


trae de Lisboa?
El coronel Mario Maltez se reclinó en la silla, encendió un puro y miró a Luís
Bernardo, que estaba sentado al otro lado de la mesa, justo frente a él. Era una
mirada intimidatoria, como lo era el propio coronel: de entre cincuenta y sesenta
años, alto, corpulento, sanguíneo, con venas muy marcadas, pelo cano y
abundante y grandes manos velludas con dedos gordos y desagradables. Había
estado en Mozambique, en las campañas de Mouzinho, y se decía incluso que
había participado directamente en la célebre batalla de Chaimite, tras la cual se
capturó al jefe de los insurrectos, el reyezuelo Gungunhana. En Mozambique
había servido a las órdenes de Ayres d'Ornellas, uno de los generales de
Mouzinho y actual ministro de la Marina y Ultramar, lo que le otorgaba un
indudable peso político que Luís Bernardo no se podía permitir despreciar. Era,
además, el administrador residente de la Rio do Ouro, la mayor hacienda de la
isla, tanto en extensión como en número de trabajadores, que conformaban un
ejército de mil trescientas almas. En cuanto se sirvieron los cafés y los coñacs, fue
el coronel quien decidió «comenzar las hostilidades» sacando el tema que los
había reunido allí, lo cual demostraba quién era el jefe natural de los hacendados.
Antes de responder, Luís Bernardo cogió un candelabro del centro de la mesa
para encender también su puro y, así, hacer una pausa deliberada. La cena había
sido excelente: filetes de lenguado rellenos de camarón, pierna de cerdo al horno
con piña y arroz, y helado de banana con café. Todo ello regado con un vino
blanco de Colares y un tinto de Bairrada, de la reserva particular del propio
gobernador, y un oporto Quinta do Noval de 1832, de la bodega del palacio. La
primera chupada del puro, un Hoyo de Monterrey, le supo bien, magníficamente
bien; estaba húmedo pero no blando, con una combustión perfecta, en la que el
aire pasaba con total libertad. Se quedó observando la punta incandescente y, sin
levantar la mirada, respondió:
—Bien, coronel, como supongo que ya sabrá, mis instrucciones, al igual que
mi propio nombramiento, fueron decididas por su majestad el rey y después
confirmadas por el anterior ministro.
—Y del nuevo ministro ¿ya ha recibido confirmación de esas instrucciones?
El coronel era listo, pero Luís Bernardo tampoco era tonto. Esta vez sí levantó
la vista y lo miró a la cara.
—Dado que recibí mis instrucciones directamente del rey, el cambio de
ministro no tendría por qué implicar una nueva confirmación. Aun así, ya que le
interesa, le diré que en Luanda me informaron del cambio en el ministerio por
medio de un telegrama de su secretario general, en el que se me comunicaba
(supongo que por orden del nuevo ministro) que debía proceder según las
instrucciones recibidas en Lisboa.
—Bien, pero ¿se puede saber cuáles son esas instrucciones tan misteriosas? —
inquirió el conde de Souza Faro, como si quisiera demostrar que no estaba allí de
adorno.
—No hay ningún misterio, conde. Se trata de asegurar que se den las
condiciones para que Santo Tomé continúe siendo una colonia próspera para
todos y, al mismo tiempo, de desbaratar con hechos las acusaciones que, como
saben, han lanzado algunos medios influyentes de Inglaterra en lo tocante a la
mano de obra indígena.
—¿Y su majestad el rey y los ministros creen que esas acusaciones tienen
fundamento? —El coronel Maltez volvió a recuperar el liderazgo.
—Ni creen ni dejan de creer; mejor dicho, de momento esa cuestión es lo de
menos. Lo único que importa es lo que acabe pensando el cónsul inglés, al que
recibiremos dentro de un mes. Lo que él vea, lo que concluya y lo que escriba en
sus informes para Inglaterra es lo único que debe preocuparnos.
—Preocupar, ¿por qué? —intervino desde el extremo opuesto de la mesa un
hombre bajito, de rostro inexpresivo, que era el administrador de la hacienda
Monte Café.
Luís Bernardo se volvió en la silla para mirar al nuevo participante en la
conversación. Era uno de los quince administradores escogidos cuidadosamente
para la cena. Estaban presentes, además, las autoridades que, directa o
indirectamente, podían tener algo que ver con la vida en las haciendas: el
administrador general, el delegado del gobierno en Príncipe, el juez de la comarca
y el delegado del procurador de justicia. Le complacía ver que participaba más
gente en la conversación, aunque el tono de ésta pareciera cada vez más el de un
interrogatorio.
—Es posible que con tiempo, esfuerzo y las inversiones adecuadas Santo
Tomé pueda llegar a prescindir sin grandes perjuicios de las exportaciones a Gran
Bretaña, pero de momento, como es bien sabido, la suspensión temporal o el
boicot del mercado británico a nuestras exportaciones de cacao provocaría el caos,
cuando no la ruina, en las explotaciones que ustedes administran. Pues bien, a
eso mismo nos exponemos si no logramos convencer a los ingleses de la falta de
fundamento de sus acusaciones.
—¿O sea...? —dijo el coronel.
—O sea —repitió Luís Bernardo, que hizo una pausa casi teatral y,
lentamente, recorrió con la mirada toda la mesa—, si no logramos convencerlos
de que en Santo Tomé y Príncipe no hay trabajo esclavo.
Durante toda la cena, Germano André Valente, el administrador general, se
había mantenido lejos de la mirada de Luís Bernardo, sentado dos sitios más a la
derecha de éste, y hasta entonces había permanecido en silencio. El mismo día de
su llegada, cuando se lo presentaron, Luís Bernardo notó su mirada esquiva y el
poco entusiasmo con que lo recibió. En la recepción oficial, por casualidad o
deliberadamente, nunca llegó a acercarse al gobernador y ahora parecía querer
mantener una actitud lo más discreta posible. Pero Luís Bernardo no podría
evitarlo por mucho tiempo, aunque quisiera, pues la función oficial de Germano
Valente consistía en averiguar y relatar las condiciones de trabajo en las
plantaciones, dar fe de la legalidad de los contratos de trabajo, supervisar la
importación y la repatriación de trabajadores y representar al mismo tiempo los
intereses de los empleados y los de sus patrones. Respondía directamente ante el
gobierno de Lisboa, lo cual podía implicar un conflicto de competencias con el
propio Luís Bernardo, aunque nunca se había dado el caso de que el gobernador y
el administrador discreparan públicamente sobre alguna apreciación referente a lo
que ocurría en las haciendas. Sin embargo, tras el silencio que se había hecho
después de las últimas palabras del gobernador, mientras todos parecían
contemplar distraídos la nube de humo de los puros que flotaba sobre la mesa, fue
Germano Valente quien tomó la palabra.
—¿Y qué entiende su excelencia por trabajo esclavo?
A Luís Bernardo no le gustó nada el tono de la pregunta y sacó toda su
artillería.
—Lo que yo (y, como yo, la comunidad de naciones y los tratados
internacionales) considero trabajo esclavo lo podrá encontrar escrito en los
trabajos que publiqué sobre el asunto; aunque usted, señor administrador, seguro
que ya los conoce.
Incluso de soslayo, vio con satisfacción cómo el otro acusaba el golpe, pues se
sonrojó de inmediato y se quedó súbitamente rígido. Luís Bernardo prosiguió:
—Para el mundo entero (incluyendo, por tanto, al gobierno portugués),
trabajo esclavo significa que un hombre realiza un trabajo en contra de su
voluntad.
—Entonces, amigo mío, en Santo Tomé no tenemos trabajo esclavo. —Era de
nuevo el conde de Souza Faro, cuya capacidad para descargar la tensión del
ambiente Luís Bernardo comenzaba a apreciar.
—Los trabajadores de nuestras plantaciones, al contrario de lo que ocurre en
algunas colonias inglesas o francesas —intervino el coronel Maltez, que se había
inclinado sobre la mesa para dar más énfasis a su intervención—, no son
embarcados a la fuerza, a todos se les pagan los salarios mínimos estipulados por
ley, tienen un horario de trabajo, libran el domingo, tienen asistencia médica,
además de cama y techo a cuenta de la propia hacienda. ¿Considera usted eso
trabajo esclavo?
—Vamos a ver —respondió Luís Bernardo, que intentaba mantener un tono
suave, como si no viera ningún conflicto latente—, yo no los estoy acusando de
nada. Me limito a transmitirles las acusaciones que otros, con capacidad para
perjudicarlos, están lanzando contra ustedes. Vuelvo a repetir que no es a mí a
quien tienen que convencer, sino al señor David Jameson, que será el próximo
cónsul de Inglaterra en Santo Tomé y Príncipe.
Souza Faro se levantó de la mesa y comenzó a pasear por la sala, lo que era
más bien una forma elegante de calmar los ánimos de los presentes. Habló
mientras caminaba y Luís Bernardo presintió que en él podría encontrar a un
aliado.
—Será difícil convencer al inglés si no lo convencemos antes a usted...
—¿Qué hace falta para convencerlo, gobernador? —El que habló esta vez fue
uno de los directores que hasta entonces habían permanecido callados.
—Como es lógico, antes de formarme una opinión sobre las condiciones de
trabajo en las haciendas tendré que verlas con mis propios ojos; hasta entonces,
no tengo ninguna opinión al respecto. Con su autorización, que aprovecho para
solicitarles ahora, me gustaría comenzar mañana mismo mis visitas a las
haciendas, a todas las haciendas de Santo Tomé y de Príncipe, sin excepción,
pequeñas y grandes, humildes y ricas. Si todo va bien, creo que dentro de dos
meses estaré en condiciones de responder a esa pregunta con conocimiento de
causa.
—¿Quiere decir que hasta entonces lo que le acabo de decir no tiene ningún
valor para usted? —El coronel Maltez no daba tregua.
—No, de ningún modo. Lo que quiero decir es que yo no sería honrado, ni
conmigo mismo, ni con ustedes, ni sobre todo con quien me nombró, si me
formase una opinión, en uno u otro sentido, basándome solamente en lo que he
leído u oído. Lo que acaba de contarme, coronel, lo guardo como información que,
aunque incompleta, me podrá ser de gran utilidad.
—¿Por qué incompleta?
—Por ejemplo, ha dicho usted que los empleados de las plantaciones
embarcan voluntariamente, perciben el sueldo que marca la ley, reciben
alimentación, alojamiento, atención médica...
—Exacto.
—... pero no ha dicho si también son libres de marcharse cuando quieran.
—¿De marcharse?
—Sí, de marcharse, de irse a otra plantación o de regresar a su tierra de
origen.
—Sí, son libres de marcharse —terció el administrador general Germano
Valente.
Luís Bernardo se dirigió directamente a él cuando preguntó:
—Entonces, ¿por qué no se marchan? ¿Por qué desembarcan todos los años
dos mil o tres mil y no regresan más que unas dos docenas a Angola?
—¡Porque no quieren! —El tono de voz del coronel Maltez estaba al borde de
una declaración de guerra en toda regla.
Luís Bernardo juzgó más sensato pasar por alto el desafío. Se levantó
también, lo que indicaba que la cena, o por lo menos la charla política, había
terminado.
—Bien, en ese caso, no habrá problemas. Señores, querría agradecerles a
todos su presencia aquí; con su permiso, les entregaré a la salida un calendario
con las fechas de las visitas que pretendo realizar a las haciendas y que, salvo
impedimento por su parte o motivo de fuerza mayor por la mía, no se alterarán.
Les pido disculpas por las prisas con que pretendo hacer las cosas pero, por
razones que comprenderán, me gustaría dejar todo listo antes de la llegada del
cónsul inglés.
Esa noche, después de que todos se hubieron marchado y tras su media hora
de contemplación en el balcón, se sentó a su escritorio y escribió una breve nota a
João.
Querido amigo:
Hoy he invitado a cenar a los administradores de
las principales haciendas y a ese tipo siniestro que es el
administrador general. La guerra está a punto de
estallar y es muy improbable que logre salir ileso.
¡Cómo me gustaría que pudieras estar aquí para
aconsejarme!
Capítulo 8

U na campana comenzó a sonar dentro de su sueño. Primero parecía venir de


muy lejos, de un horizonte remoto; después el sonido se fue haciendo cada
vez más nítido e intenso, hasta obligarlo a despertar. Observó que no entraba ni
un rayo de luz por la celosía de la ventana, señal de que aún era de noche, y al
girarse de lado en la cama para seguir durmiendo vio que tenía la almohada
empapada de sudor y el pelo mojado. Debía de ser verano. Seguro que aquélla
era la campana de la iglesia de Alvor, que tocaba a maitines, y él debía de estar
acostado en un camarote del yate de su amigo Antonio Amador. Habrían ido al
Algarve, era verano y estaban de vacaciones, fuera lo esperaba el mar
transparente de la ría de Alvor, donde se zambulliría para acabar de despertarse.
Pero lo haría un poco después, aún podía dormir un rato más; todo estaba en
orden y en paz, y disfrutaban de un tiempo benigno que no hacía presagiar nada
malo.
Sin embargo, la campana continuaba tocando y su ritmo no era de llamada,
sino de amenaza. Ahora le parecía oír algunas voces fuera y una luz, aún muy
tenue, entraba por la ventana. Tanteando en la oscuridad consiguió dar con las
cerillas sobre la mesita de noche. Encendió una y miró las manecillas del reloj que
había dejado sobre la mesa, al alcance de la mano; eran las cuatro y media de la
madrugada, y fue entonces cuando despertó de golpe de su sueño.
Apartó la mosquitera, se levantó de la cama y fue a abrir la ventana. El cielo
aún estaba plagado de estrellas y sólo una leve claridad comenzaba a elevarse por
detrás de las montañas, desde donde la noche iba dejando su lugar a la mañana.
El sonido de la campana cesó por fin y el patio se llenó de sombras oscuras que se
movían a toda prisa, señal de que el toque de diana se había oído en la hacienda
Porto Alegre. Luís Bernardo aspiró el aroma aún nocturno y suave de la vainilla y
el perfume incipiente del amor al uso, esa flor inconstante de los trópicos que por
la mañana es blanca, al mediodía rosa y al caer la tarde, roja, del color del sol
cuando se ahoga en el mar. La noche desaparecía rápidamente pero, en lugar de
la claridad del día, se extendía una neblina blanca, como algodón líquido, que
flotaba a ras de suelo. A través de ella distinguía al fondo la silueta de las casas
de la sanzala, donde el vaivén de figuras negras, en contraste con la niebla, iba
en aumento. De pronto, y sin razón aparente, de una de las casas se alzó un
canto estremecedor, interpretado en algún dialecto angoleño, que en el acto fue
secundado en coro por unas cuantas voces más. La fuerza del canto fue creciendo
y adueñándose de la sanzala, atravesó el patio y llegó a la casa grande, hasta la
ventana desde donde Luís Bernardo contemplaba la mañana naciente. Era un
canto de tristeza por aquel día que nacía envuelto en la niebla, por el sol que
habían dejado atrás, por el mar sin regreso que desde allí adivinaban aunque no
veían, por la noche que moría, y con ella todos sus sueños. Pero no, no era un
canto, era más bien un lamento cantado. Un lamento por un mundo perdido, que
sólo sobrevivía en el recuerdo de los días felices. Lloraban por su otra África, la de
planicies interminables, la de hierba reseca por el sol, la de animales corriendo en
libertad, la de praderas donde el león acecha a la cebra y el leopardo persigue
sigilosamente al antílope, la de ríos atravesados en frágiles canoas entre
cocodrilos e hipopótamos dormidos, la de noches pasadas en la sabana, oyendo los
gritos de la selva y mitigando el miedo al calor de una hoguera encendida entre
piedras. Un África de horizontes sin fin, no aquella prisión de cincuenta kilómetros
por treinta, aquel bochorno espeso y siempre húmedo, aquellos estrechos caminos
por entre la selva, con su eterno olor nauseabundo a cacao, aquella campana que
todos los días, infaliblemente, tocaba a las cuatro y media de la madrugada, a las
seis de la tarde y a las nueve de la noche, aprisionando su tiempo, siempre igual
y siempre previsible, como si Dios los hubiera marcado desde su nacimiento con
un horario que nada, ni la alegría ni la tragedia, ni la fiesta ni el dolor, podría
cambiar. Y allí, asomado a la ventana que daba al patio de la hacienda Porto
Alegre, que el esfuerzo titánico del barón de Agua Izé había fundado en un lugar
donde ningún hombre escogería vivir, Luís Bernardo hizo el más inesperado de los
descubrimientos: no era la primera vez que oía aquel canto. Lo había oído en otra
lengua, pero sin duda era el mismo. Fue en la Ópera de París, cuatro años atrás,
cuando asistió al Nabucco de Verdi. Era el «Va, pensiero», el canto de los esclavos
hebreos.
Media hora después y en compañía del administrador de la hacienda, el
gobernador de Santo Tomé presidió desde el balcón de la casa, la «formación de
la mañana». Unos setecientos negros, dispuestos en grupos de diez, descalzos y
precariamente vestidos, todos con su chapa colgada del cuello con el nombre de
su hacienda y su número de contratado, saludaban como gladiadores, con el brazo
en alto. Todos iban provistos de su inseparable maxim, una especie de daga que
les servía para todo, tanto para segar hierba o abrirse camino entre la vegetación
de la selva como para rebanar la cabeza a la cobra negra, si tenían la suerte de
sorprenderla a tiempo. El capataz, con dos ayudantes, acabó el recuento y, a un
gesto de la cabeza del administrador, lanzó el grito de «¡Adelante!»; el ejército de
sombras negras se puso en marcha y, con paso silencioso, desapareció
rápidamente en las profundidades de la selva. Cinco minutos después, toda la
hacienda ya estaba despierta, con los gritos de los niños, las voces de las mujeres,
que aquel día estaban exentas del trabajo en las plantaciones, el estruendo de la
locomotora de la «línea Decauville», que salía a recoger cacao, el ruido de las
sierras y de los yunques en los talleres, el de las hachas de los leñadores en el
bosque. A medida que la selva despertaba de su sueño, nubes de pájaros
levantaban el vuelo en todas las direcciones y partían hacia otros parajes. A las
ocho de la mañana el trabajo se interrumpía durante media hora para la primera
comida del día. Después, hacia las once y media, se repartía el almuerzo en el
mismo lugar de trabajo y, una hora después (o quizá más, según el humor del
capataz y los resultados de la última cosecha de la plantación), se reanudaba la
actividad hasta las seis de la tarde, que era, invariablemente, la hora de la puesta
de sol. No era ni mucho ni poco, era la máxima jornada que permitía la
naturaleza, es decir, de sol a sol.
Al mediodía, cuando la campana de la hacienda tocó tres veces para anunciar
el almuerzo en la casa grande, Luís Bernardo ya había perdido unos tres litros de
sudor recorriendo las instalaciones cercanas. Visitó los talleres —carpintería,
herrería, hojalatería—; vio la casa del capataz y dos casas de la sanzala, de cuatro
metros por cuatro y ventanas en cada pared, con las que se quería aprovechar
hasta la última corriente de aire para refrescar el ambiente; entró en la
guardería, donde unos cuarenta niños y una mujer parecían no saber cómo matar
el tiempo, y visitó el hospital de la hacienda, un amplio edificio en el que
destacaba una especie de «sala de operaciones», con armarios de madera repletos
de una multitud de frascos etiquetados y solemnemente alineados, una mesa baja
con instrumentos quirúrgicos de hierro, con formas extrañas y siniestras, como
son casi siempre los instrumentos médicos, y después la espaciosa enfermería,
con ventanas a ambos lados y dos filas de camas metálicas de color crema
arrimadas a la pared, unas cincuenta en total. Un médico residente, de edad
indeterminada y con un aire de absoluta desidia que ni siquiera se molestaba en
disimular, lo guió en una visita que saltaba a la vista que había sido preparada. La
mayoría de las camas tenían sábanas relativamente limpias, tres enfermeras
negras lucían uniformes recién planchados, el suelo aún estaba húmedo de haber
sido fregado esa misma mañana, las paredes se habían pintado recientemente y
no se oía gemir a ningún enfermo en el lecho. Todo sería perfecto si no fuera por
el fuerte olor a formol y un aroma a muerte, a abandono, a silencio definitivo, a
resignación, que impregnaba el aire y los sentidos y que no había forma de
disimular; de todos los lugares del mundo que había visto en su vida, ninguno le
había provocado un sentimiento tan devastador de soledad. Luís Bernardo
escuchó en silencio todas las explicaciones que el médico y el administrador le
fueron dando, sin hacer preguntas, mientras caminaba a su lado a lo largo de la
enfermería y se esforzaba por no cruzar su mirada con la de los enfermos,
enroscados en sus camas como bestias enjauladas.
Antes del almuerzo fue a ver también los extensos patios de piedra donde se
colocaban los tendales para secar al sol el cacao, que las mujeres se apresuraban
a recoger a la menor señal de lluvia. Antes de llegar allí, se transportaba desde
las plantaciones en las vagonetas de la «línea Decauville» (una innovación
reciente de las principales haciendas) y era descascarado por las mujeres y los
niños, en una operación a la que llamaban la «quiebra». Después Luís Bernardo
insistió, ante la evidente contrariedad del administrador, en ir a ver con sus
propios ojos en qué consistía el almuerzo de los empleados. «Forma parte de mis
funciones», afirmó con tono concluyente, por lo que el administrador no tuvo más
remedio que acompañarlo. Ese día —y, como comprobaría después, todos los días
y en todas las haciendas—, el almuerzo de los trabajadores se reducía a un plato
de harina cocida y un litro de agua servida en jarras de latón.
En la casa grande, ellos —el administrador, el capataz, el médico y él—
comieron judías con carne de cerdo frita y un dulce de banana con vainilla,
seguido de un café y de un brandy que él no aceptó. Fue un momento de tregua
en aquella mañana sudada; Luís Bernardo se había cambiado la camisa de
algodón blanco, empapada de sudor, y por el comedor corría una brisa refrescante
gracias al gran abanico que había por encima de la mesa y que dos criados, uno
en cada punta de la sala, no dejaron de mover durante toda la comida. Más tarde
salieron al balcón que rodeaba toda la casa y desde donde se veía la hacienda
entera, con sus construcciones de paredes blancas y teja portuguesa, en esa
arquitectura sencilla y limpia que tanto recordaba a Luís Bernardo algunos
pueblos del interior de Portugal. Se estaba bien en el balcón y poco le faltó para
dejarse vencer por el sueño, el cansancio y el calor que subía del patio y que allí
se veía amortiguado por la sombra del alpende, pero fue precisamente la
insistencia del administrador de la Porto Alegre en que se echara una siesta lo
que acabó por convencerlo de seguir con su trabajo. Pidió que le ensillaran un
caballo y partió hacia las plantaciones, donde, de nuevo empapado en sudor,
avanzó por las trochas abiertas entre las hileras de cacaos y por algunas veredas
más anchas flanqueadas por palmeras. Un hormiguero de hombres bregaba en
medio de la plantación, confundiéndose en ocasiones con los propios árboles.
Desmataban y limpiaban la tierra, araban, recogían y amontonaban el cacao en
cestos que otros se cargaban a la espalda para llevarlos hasta la línea férrea, que
parecía casi de un tren en miniatura. En contra de lo que había oído decir, no vio
porras, látigos, ni nada semejante en las manos de los subcapataces o chefes de
mato. Todo parecía normal y en orden, como una vulgar cadena de montaje de
una fábrica, con la única diferencia de que aquella fábrica estaba al aire libre,
bajo un calor asfixiante y una humedad insoportable. «Así debieron de construirse
las pirámides, así se construyen los imperios», pensó.
Al cabo de dos horas dejó el caballo al cuidado de uno de los ayudantes y
regresó a la hacienda en la Decauville, sentado sobre una pila de cacao, en uno
de los vagones tirados por la pequeña locomotora de vapor. Al dar las seis de la
tarde, en plena puesta de sol, los trabajadores comenzaron a acudir al gran patio
central desde todos los puntos de la plantación. Llegaban solos o en grupos, con
los maxins caídos, los hombros curvados y el paso cansado. Se dejaban caer en el
suelo y allí se quedaban, sentados o tumbados, sin ganas de hablar, con una
debilidad extrema que se reflejaba en cada uno de sus gestos. A las seis y media
el capataz los mandó juntarse en la «formación de la tarde» para un nuevo
recuento de cabezas, no fuera a ser que alguno, llevado por un acceso de locura,
se hubiera despedido para siempre de su contrato, de la legalidad y de la
«seguridad» de la vida en la hacienda y se hubiera internado en la oscuridad de la
selva, llena de peligros y sin ningún futuro que ofrecer. Acabado el recuento,
desfilaron para recibir la cena que cocinarían en la sanzala: pescado seco, arroz y
bananas, para ellos y para sus familias, si es que las tenían. Mientras observaba
la escena desde el balcón de la casa grande, Luís Bernardo se acordó de la idílica
descripción de lo que vendría después, escrita por el dueño de una hacienda de
Santo Tomé y que había leído en algún sitio: «A la señal de romper filas, se
retiran a la sanzala a cenar y después se entretienen charlando y bailando hasta
las nueve, cuando la campana da el toque de queda. Durante sus días libres, en
que se les suele permitir recogerse más tarde, tienen por costumbre organizar
grandes bailes en los que dan rienda suelta a sus sentimientos de alegría por
medio de danzas y gestos desenfrenados. Su subsistencia y la de sus familias no
son motivo de preocupación, pues se saben protegidos por sus patrones, que les
proporcionan alimento tres veces al día, así como ropa, vivienda y atención
médica, un sueldo en metálico y pasaje de vuelta a los puertos de donde
proceden... Con todas estas ventajas y privilegios, y con el interés y el apoyo
paternales que encuentran todos los días tanto por parte de sus patrones como
del administrador general, los trabajadores gozan de una existencia relativamente
envidiable y, por ese motivo, al finalizar sus contratos, conscientes de que
difícilmente disfrutarían en su tierra natal de todo ese bienestar, los angoleños
prefieren fijar su residencia en las islas antes que volver a Angola...» Luís
Bernardo sonrió al recordar esa cita, que había aprendido de memoria. Vio a
cientos de hombres, rotos de cansancio y malhumorados, arrastrar los pies en
silencio hasta sus casas de la sanzala, con el maxim colgando de una mano y la
ración de la cena en la otra, y se preguntó si el autor de aquellas palabras
pretendía hacer creer que el canto sobrecogedor que había oído aquella mañana
era la expresión de «sentimientos de alegría». Se lo imaginó en París en aquel
mismo momento, quizá hospedado en el Bristol o en el Créteill, preparándose
para gastar en una sola noche, en el Folies Bergère y en compañía de alguna
corista, lo que uno de aquellos hombres no conseguiría ahorrar ni trabajando toda
una vida, todos los días, de sol a sol.
Luís Bernardo permaneció inclinado sobre la baranda del balcón, sumido en
sus pensamientos, cuando ya todos se habían retirado y el patio se había quedado
casi desierto. Las primeras columnas de humo comenzaban a elevarse desde las
casas de la sanzala y parecía, ahora que los dos mundos se habían separado —el
blanco y el negro—, que la paz y el orden natural de las cosas se habían instalado
en la hacienda. Pero no fue más que una breve apariencia de paz: un silencio,
salido de las entrañas de la tierra, se adentró en la selva y se apoderó del óbó,
donde todos los ruidos enmudecieron, como si obedecieran a una señal
desconocida. A lo lejos, rompiendo el silencio reinante, se oyó de pronto el canto
de l ossóbó, que previno al centinela de guardia. Al instante la campana de la
hacienda comenzó a repicar desesperadamente y, acto seguido, una multitud de
mujeres emergió de la sanzala para recoger a toda prisa los tendales de cacao.
Una ráfaga de viento proveniente del mar subió hasta el óbó y todo el follaje, e
incluso las copas de algunos árboles de treinta o cuarenta metros, se
estremecieron a su paso, como ante el anuncio de una tragedia. Tres minutos
después, comenzaron a caer gotas de agua del tamaño de piedras, de repente
todo el cielo reventó en truenos ensordecedores y rayos que iluminaban la selva
como si de nuevo fuese de día y desde las alturas descargó un diluvio sobre la
tierra roja. Algunos árboles viejos estallaban con la tormenta, se rajaban con un
estruendo apocalíptico y se desplomaban poco a poco rozando en la caída a los
que se mantenían en pie, como si se despidieran de ellos. El cielo entero, la selva
y la tierra gemían y gritaban, azotados por el viento y por el temporal
desenfrenado. Del óbó llegaba el sonido de ríos que acababan de formarse en
aquel instante y que ya corrían en raudales, y de cascadas hasta hace poco
adormecidas que, en un segundo, despertaban con violencia. Luís Bernardo
contemplaba petrificado la belleza y la virulencia de aquel espectáculo. Si le
hubieran dicho que el mundo entero se iba a acabar en aquel instante, lo habría
creído.
El fin del mundo, aquella tremenda batalla en los cielos entre el agua y el
fuego, duró poco más de media hora. Después, paulatinamente, la cólera divina se
fue apaciguando, la lluvia empezó a amainar, el resplandor de los relámpagos se
fue alejando de allí y el sonido de los truenos se oía ya más lejos, sobre el mar.
En un momento todo había terminado; el silencio volvió a adueñarse del mundo
por un breve instante, hasta que el óbó se pobló de gritos agudos de pájaros
nocturnos, del ruido de animales ocultos en la vegetación, de un dulce sonido de
agua que corría montaña abajo. El humo volvía a subir por las chimeneas de la
sanzala, las voces de hombres y mujeres y los gritos de los niños iban en aumento
y, al poco, un canto se elevó de una de las casas y se propagó a las otras, como
un murmullo cantado y envolvente. Invadido por una súbita y arrasadora tristeza,
Luís Bernardo dio la espalda al patio y entró a vestirse para la cena.
Al día siguiente, a primera hora de la mañana, se dirigió al embarcadero de la
Porto Alegre, de donde zarparía hacia otra hacienda. Durante las semanas
siguientes todos sus días serían iguales: su horario estaría marcado por el tañido
de las campanas de las haciendas, comería con desconocidos, visitaría talleres,
hospitales y plantaciones y oiría los cantos escalofriantes de aquellos negros
arrancados de Angola que garantizaban la prosperidad de las islas y la riqueza,
disfrutada muy lejos de allí, de los propietarios. Ya en el embarcadero, el señor
Feliciano Alves, administrador de la hacienda, le preguntó:
—Así pues, ¿qué le ha parecido, señor gobernador?
Luís Bernardo suspiró y, con media sonrisa, respondió:
—Me ha parecido todo impresionante, señor Feliciano.
—¿En serio? Y a ellos, ¿ha visto que se los trate tan mal como se cuenta por
Lisboa?
—Depende. Para usted, e incluso para mí, quizá el trato que reciben no sea
tan malo. En África se ven cosas peores, sin duda. Pero si le pregunta a ellos es
posible que la respuesta sea otra.
—¿Qué responderían, señor gobernador?
—No lo sé, señor Feliciano. ¿Se ha puesto alguna vez en su lugar?
—¿En su lugar...?
—Sí. ¿Se ha imaginado allí, trabajando diez horas al día en la plantación,
levantándose cuando toca la campana y acostándose cuando la campana lo
manda, para ganar dos reis y cincuenta centavos al mes?
—Me sorprende que diga usted eso, señor gobernador. Cada uno tiene su
lugar en el mundo, y no fuimos nosotros los que hicimos el mundo, sino Dios. Que
yo sepa, fue él quien hizo a los blancos y a los negros, a los ricos y a los pobres.
—Sí, señor Feliciano, tiene usted razón. Será cosa de mi fe, que no anda muy
robusta últimamente.
Y subió a la pequeña embarcación de vapor, dejando al señor Feliciano Alves
visiblemente preocupado.

***

En tres semanas sólo tuvo ocasión de ir tres veces a la ciudad, el tiempo justo
para dormir en el palacio del gobierno, cambiarse de ropa, despachar los asuntos
urgentes y leer la correspondencia oficial que llegaba de Lisboa. También lo
esperaba correspondencia personal, una carta de João en la que le daba noticias
de los amigos y conocidos y reiteraba su promesa de visitarlo «cuando tu soledad
se vuelva tan insoportable que yo no aguante más los remordimientos por
haberte empujado a emprender ese destierro al servicio de la patria». Habían
llegado además periódicos de Lisboa, que parecían traer noticias de otro planeta.
Agitación política, rumores de conspiraciones, quejas de las provincias y, de los
corresponsales en Londres, una crónica de la visita del rey don Carlos a
Inglaterra: había pasado tres semanas entre Windsor, Balmoral y Blenheim,
residencia del duque de Marlborough, en cacerías, teatros, conciertos y veladas de
bridge, con alguna esporádica visita a algún regimiento. En la agenda de su
majestad no constaba ni una sola reunión de trabajo con el primer ministro, con
lord Balfour, jefe del Foreign Office, con responsables del Ministerio de las
Colonias, con financieros, importadores o periodistas; nada que aparentemente
pudiera interesar a Portugal. No pudo evitar pensar si alguna vez, entre tanta
cacería y concierto, don Carlos se habría acordado de la misión que le había
confiado y de lo que ésta podría significar en las relaciones con Inglaterra.
Lo más reconfortante de sus regresos a casa era observar cómo Sebastião y el
resto del servicio parecían haber sentido su ausencia, pues lo trataban como a un
soldado que volviera del campo de batalla para recuperar fuerzas en la
retaguardia. Mamoun y Sinhá le preguntaban insistentemente qué era lo que más
le apetecía para cenar y, dijera el plato que dijera, se lo encontraba al instante en
la mesa, como si hubieran adivinado sus deseos. Doroteia sonreía al ver la
montaña de ropa sucia que Luís Bernardo arrojaba al suelo de la habitación y, con
esmero, colocaba sobre la cómoda una pila de camisas lavadas y planchadas que
él se llevaría a la mañana siguiente. Se movía, silenciosa y risueña, por el
dormitorio, el vestidor, el cuarto de baño, abriendo la cama, recogiendo la ropa
sucia, llenando la bañera, como una gacela negra vestida toda de blanco, cada vez
más guapa, cada vez más tentadora; a Luís Bernardo le resultaba cada vez más
difícil resistir las ganas de agarrarla, de atraerla para sentir su cuerpo firme y
esbelto junto al suyo, de pasar la mano por su piel de terciopelo negro y decirle al
oído, como quien manda pero también como quien pide, «¿quieres ser mi
lavandera?», según la costumbre establecida en las islas entre los hombres
blancos y las gacelas negras. Por la noche, después de la cena, mientras él se
dirigía al balcón con su habitual copa de coñac o de oporto en la mano, Sebastião
le preguntaba, con tono de entendido: «Señor gobernador, ¿quiere que le ponga
el disco del señor italiano que canta o el disco de música del señor alemán?», y él,
sonriendo por la pregunta, respondía: «el disco de Giuseppe» o «el disco de
Wolfgang».
En tres semanas visitó más de treinta haciendas, algunas sólo durante medio
día y otras, las mayores o las más alejadas, durante un día entero. Cuando se
encontraban cerca de la costa, viajaba en barco, que era el medio más rápido y
práctico. En cambio, a las que estaban en el interior, en las entrañas de la selva,
sólo se podía llegar en carroza o a caballo, en largos y penosos viajes por sendas
y caminos que casi todos los días se tenían que volver a limpiar y desmatar, pues
era tal el vigor de la naturaleza que la vegetación los engullía en cuestión de
horas. Con todo, eso le permitió conocer la isla como pocos la conocían; subió a
sus picos, desde donde se avistaba el mar en los días claros, atravesó ríos a
caballo, descendió por valles abruptos hasta las tinieblas del óbó, pasó junto a
cascadas e incluso, una vez, se bañó en las aguas frías y transparentes de un lago
que se había formado bajo un salto de agua. En su cabeza, el mapa de la isla ya
no tenía secretos y era capaz de situar de memoria las haciendas y los
embarcaderos, las playas, los ríos y los picos.
Había planeado las visitas de sur a norte y, por eso, había dejado para el final
una de las que adivinaba más desagradables y difíciles, la de la hacienda Rio do
Ouro, administrada por el coronel Mario Maltez, cuyas palabras durante la cena
en el palacio habían evidenciado la hostilidad que podía esperar del recibimiento
de aquel personaje. Sin embargo, para su sorpresa, cuando llegó a la Rio do Ouro,
a primera hora de la tarde, el coronel no estaba para recibirlo; le dijeron que se
había visto obligado a ausentarse para arreglar unos asuntos urgentes en la
ciudad. Más extraño aún era que hubiera dejado para sustituirlo al administrador
general Germano Valente, que hasta aquel momento no se había dignado
acompañarlo o estar presente en ninguna de las visitas que había realizado. Luís
Bernardo no sabía bien qué pensar, pero le parecía evidente que la ausencia del
coronel era una muestra de desconsideración hacia su persona: no había en Santo
Tomé ningún asunto cuya urgencia justificara que el administrador de una
hacienda no recibiera personalmente a un nuevo gobernador en su primera visita.
Por otro lado, la presencia de Germano Valente sólo en aquella hacienda, y en
representación o sustitución del administrador, parecía contener dos mensajes
claros: que ambos estarían unidos en el caso de un posible conflicto con el
gobernador y que el administrador general respondía personalmente de las
condiciones de trabajo allí. Luís Bernardo no dejó aflorar sus sentimientos, pero
por dentro hervía de rabia y de humillación. Dudaba entre dar media vuelta y
marcharse o cumplir con la visita como si nada, y acabó optando por un término
medio: se dejó guiar por las instalaciones sin hacer preguntas ni comentarios a
las explicaciones que el capataz jefe le daba. La Rio do Ouro, con treinta
kilómetros de perímetro, era la mayor y más impresionante de las haciendas que
había visto hasta el momento. Sus instalaciones eran imponentes, su maquinaria
(incluida la «línea Decauville», recientemente instalada) era la más moderna que
se podía encontrar, las espléndidas plantaciones se extendían perfectamente
alineadas y la organización del trabajo parecía modélica; no era de extrañar que
la hacienda produjera casi trescientas mil arrobas de cacao al año y facturara la
astronómica cifra de un millón doscientos mil reis anuales, que su propietario, el
conde de Valle Flor, se encargaba de gastar alegremente en Lisboa o París. El
capataz le exponía las cifras de la hacienda como si recitara las bienaventuranzas,
describía el estado de cada plantación, el rendimiento de cada hectárea, la
producción de cada grupo de trabajo. El administrador general, siempre dos pasos
por detrás, permanecía en silencio, igual que Luís Bernardo, y con la vista al
frente, como si ya conociera aquella cantinela de memoria y nada de aquello le
interesara realmente. Sin embargo, los números llegaban a la cabeza de Luís
Bernardo como verdades indiscutibles, irrefutables. El calor, que había alcanzado
su apogeo y anunciaba ya la lluvia redentora del final de la tarde, acrecentaba en
él la sensación de que era inútil seguir con tantas dudas y preocupaciones, así
como el deseo de una tregua, de una rendición honrosa: una sombra, una silla,
una limonada fresca. Sería capaz incluso de pedir disculpas a cambio de esa
tregua. En la formación de la tarde, un ejército negro se organizó en el patio
central, alineado en filas interminables de hombres, ni felices ni desafiantes, sólo
evidentes, como las trescientas mil arrobas, como el millón doscientos mil reis al
año, como la certeza de que Dios había hecho así el mundo, con negros y blancos,
y de que aquel día sólo había sido uno más en aquel punto minúsculo de la
humanidad que era la hacienda Rio do Ouro, en aquella isla maldita de Santo
Tomé. Concluida la formación de los trabajadores, Luís Bernardo hizo acopio de
sus últimos restos de energía y orgullo y pidió que ensillaran su caballo y el de
Vicente para regresar a la ciudad. Esta vez fue él quien disfrutó con la cara de
sorpresa del administrador general y del capataz:
—¿Cómo? ¿Su excelencia no se quedará a cenar ni a dormir?
—No, muchas gracias. Yo también tengo asuntos urgentes que tratar en la
ciudad.
—¡Pero si su cena y sus aposentos ya están preparados, por orden expresa del
coronel Maltez!
—Sí, pero no he tenido el placer de ver al coronel Maltez... Dígale de mi parte
que le agradezco mucho su ofrecimiento, pero que tendremos que dejarlo para
otra ocasión, cuando el coronel pueda estar presente.
—¿Y va a marcharse así, de noche, para bajar por el monte a oscuras?
—Sí. Aún nos queda media hora de luz y, si fuera usted tan amable de buscar
a alguien que nos acompañe con una lámpara, creo que podremos hacer el
camino de vuelta sin problemas.
Y partieron guiados por dos negros, que iban a pie con una lámpara de
petróleo en la mano izquierda y el machete en la derecha. Avanzaron en silencio,
aún con las lámparas apagadas, durante unos veinte minutos, hasta que la lluvia
los sorprendió cuando se preparaban para iniciar la escalada del monte Macaco
atajando por una vereda que desembocaba en el camino que llevaba a la
población de Santo Amaro, al otro lado del monte. Allí terminaba la selva y el
resto del viaje hasta Santo Tomé se hacía sin dificultad, incluso de noche.
Cuando la lluvia se hizo tan intensa que ya apenas se distinguía el camino,
Luís Bernardo decidió parar. Se apearon de los caballos, los ataron al tronco de un
árbol cercano y se recogieron allí mismo, bajo unos arbustos junto al camino.
Vicente sacó un plástico que llevaba para esos casos y lo extendió por encima de
los arbustos para crear un precario refugio bajo el que se cobijaron él y Luís
Bernardo. Los dos negros de la Rio do Ouro permanecían de pie bajo el aguacero.
Luís Bernardo les indicó con una señal de la mano que fueran a resguardarse
junto a ellos, pero no parecieron comprender. Gritando para hacerse oír a través
del ruido del chaparrón preguntó a uno:
—Y tú, ¿cómo te llamas?
El negro dudaba, pero al final respondió:
—Me llaman Josué, patrón.
—Josué, venid a sentaros aquí.
Los dos se quedaron mirándolo en silencio, como si Luís Bernardo no se
dirigiera a ellos.
—¡Os digo que vengáis aquí!
Se miraron el uno al otro, intentando discernir si era una orden o una
invitación, pero Luís Bernardo ya se había echado a un lado para hacerles sitio
bajo el plástico. Se acercaron silenciosos y encogidos, se sentaron y continuaron
mirando hacia fuera, hacia el bosque, como si no fueran de allí. Luís Bernardo se
fijó en que Josué tenía una profunda cicatriz que le nacía en el hombro y le
bajaba por la espalda, que tenía vuelta hacia él. Gotas de sudor, mezcladas con
gotas de lluvia, descendían por el tronco desnudo de los dos negros y su olor,
mezclado con el de la vegetación mojada, hacía que el aire fuera casi irrespirable
en aquel reducido refugio improvisado. Don Luís Bernardo Valença, gobernador de
Santo Tomé y Príncipe por designación regia, que tras una cacería real en Vila
Viçosa había recibido el encargo de abandonar toda su vida y sus comodidades de
Lisboa, estaba bajo una capa de plástico sucia para protegerse de una lluvia
torrencial, devorado por los mosquitos y empapado en sudor, en compañía de tres
negros con los que no tenía ningún vínculo, por culpa de un arrebato de orgullo
en el desempeño de su misión. Fuera ésta cual fuese. Porque en aquel momento,
en medio de la selva, la única misión que le parecía importante era la de esperar
a que la lluvia amainara, volver a subir al caballo y avanzar monte arriba, por
entre la oscuridad del óbó, con sus gritos, sus ruidos, sus sombras tenebrosas,
hasta llegar a la población más cercana y, desde ahí, por un camino más seguro,
cabalgar durante tres horas más hasta poder tumbarse en la bañera y en la cama
de su hogar en la isla. Un cansancio infinito, una tristeza y un desánimo
profundos se habían apoderado de él y amenazaban con dejarlo allí para siempre,
postrado, vencido, con su misión fracasada y su orgullo olvidado. Entonces
volvería al palacio del gobernador, que era él, se sentaría en su despacho y
escribiría una carta, sólo una, dirigida al rey: «Dimito. Lo que su majestad me
pidió sobrepasa en mucho mis fuerzas.» Y tomaría el primer barco de vuelta a
Lisboa, de vuelta a la vida que conocía y amaba. La prensa y los enemigos del rey
destruirían su reputación. La patria, o quien se creyera portavoz de ella, nunca
olvidaría su deserción. Pero al menos regresaría vivo, para volver a vivir. Habría
escapado de aquel infierno verde, de la soledad de aquellos trópicos, de la
invencible tristeza de aquella gente. Regresaría de África.
La oscuridad ya lo envolvía todo. El bosque era una mancha negra,
impenetrable, que el viento recorría en ráfagas rasantes. Uno de los negros de la
Rio do Ouro había encendido una lámpara y el olor a petróleo, que al instante
inundó aquel refugio improvisado, se le antojó a Luís Bernardo absurdamente
reconfortante, familiar. Era el mismo olor de las noches de pesca en Sesimbra, en
el barco de Antonio Amador. El mismo olor que había en casa de su abuela,
cuando era niño y oía las voces de las criadas en la cocina y la tos de su padre en
su habitación, que anunciaba ya la muerte que le rondaba; el mismo olor que
impregnaba el pasillo cuando su madre, totalmente desquiciada ya, se paseaba
lámpara en mano entre la habitación donde se había instalado la muerte y la vida
que seguía en la cocina y que ya nadie gobernaba. Su madre, tan lejana, tan sola,
tan perdida, en ese oscuro óbó que componían, de manera confusa, sus recuerdos
de infancia. El olor a petróleo, un hombre que agonizaba, víctima de la
tuberculosis, una mujer que había perdido el sentido de la vida y deambulaba por
un pasillo, voces que venían del fondo de la casa, donde la vida se escondía, y un
niño, él, arropado con una sábana de lino y gruesas mantas de franela, a salvo de
los males y las tempestades, atento al más mínimo detalle, en la oscuridad
protectora de su habitación. «¿Hay alguien ahí?» El niño repetía la pregunta una
y otra vez, una noche y otra, cuando todo le parecía más oscuro y más lejano.
Pero no, nunca había nadie para responderle.
Buscó un cigarrillo en el bolsillo de su chaleco y lo encendió con el mechero
de gasolina. La llama iluminó por un instante la cara de Josué, que se volvió hacia
él al oír el sonido del encendedor. Era una cara de rasgos duros aunque aún
infantiles, con el sufrimiento y una incomprensible alegría mezclados en el blanco
de los ojos, y una manera sumisa pero leal de inclinar el rostro cuando se volvió
de nuevo y se quedó oyendo el sonido de la lluvia. Luís Bernardo sintió un
estremecimiento de ternura hacia él. «En este momento no hay nadie en el
mundo de quien esté más cerca. Ni amigos, ni mujeres, ni amores, ni familia. Sólo
este hombre que comparte conmigo dos metros cuadrados de refugio contra la
lluvia.» Tendió la mano y le tocó el hombro donde tenía la cicatriz para que se
volviera hacia él.
—¿De dónde eres, Josué?
De nuevo la misma sorpresa en su cara. La misma indecisión. Miedo.
—Soy de Bailundo, patrón.
—¿Y cuándo viniste aquí?
El otro bajó la cabeza, como si se rindiera. ¿De verdad tenía que responder?
—Hace tiempo, patrón.
—¿Cuánto tiempo?
—Mucho... Mucho tiempo, ya olvidado. —Una sonrisa triste le iluminó el
blanco de los dientes.
—¿Y siempre has estado aquí, en la hacienda Rio do Ouro?
Josué asintió con la cabeza. La respuesta era al parecer tan obvia que ni
siquiera hacían falta palabras. Luís Bernardo observó a su compañero, que se
había quedado inmóvil, sin volverse, con la vista lija al frente. Josué estaba medio
de lado, incómodo y visiblemente ansioso por acabar con aquel interrogatorio. Se
fijó también en que la misma incomodidad se manifestaba en Vicente, que se
movía nervioso a su lado. Aun así, volvió a la carga.
—¿Y firmaste contrato de trabajo?
Josué volvió a asentir con la cabeza, tan deprisa que parecía haber adivinado
la pregunta.
—¿De verdad lo firmaste, Josué?
—Sí, patrón.
—¿Sabes escribir tu nombre, Josué?
Esta vez, ni siquiera se movió, como si no hubiera oído la pregunta. Luís
Bernardo casi se sintió cruel cuando se llevó la mano al bolsillo, sacó su pluma y
su pequeño cuaderno de notas, donde buscó una hoja en blanco, y se las tendió.
—Escribe aquí tu nombre, Josué.
El otro negó con la cabeza y se quedó en silencio, mirando fijamente hacia
algún punto del suelo.
—¿Sabes cuándo acaba tu contrato, Josué?
Otro gesto negativo con la cabeza, otro silencio. Sólo el sonido de la lluvia,
ahora más débil.
—¿Tienes familia aquí?
—Mujer y dos hijos, patrón.
Luís Bernardo había llegado al final del interrogatorio. Sólo le faltaba una
pregunta y le costó formularla.
—Josué, ya sabes que un contrato de trabajo sólo dura cinco años; cuando
acaba, te puedes marchar si quieres. ¿Tú quieres volver a tu tierra cuando acabe
tu contrato?
El silencio ahora se podía cortar con un cuchillo. La lluvia había cesado y la
vida, que se había detenido, parecía regresar al bosque. El negro que acompañaba
a Josué comenzó a levantarse y éste hizo ademán de seguirlo, pero Luís Bernardo
lo agarró de un brazo y lo obligó a mirarlo a la cara.
—¿Quieres, Josué? ¿Quieres volver a tu tierra?
Pasaron unos largos segundos hasta que, por fin, levantó la vista del suelo. En
la penumbra, a Luís Bernardo le pareció ver una lágrima que humedecía el blanco
de los ojos de Josué cuando lo miró de frente. La respuesta le salió en una voz tan
baja que tuvo que aguzar el oído.
—No lo sé, patrón. Yo no sé nada de eso. Con permiso... —Y salió de debajo
del plástico, aliviado y ansioso, como si fuera estuviese la libertad.
Capítulo 9

E l inglés había postergado su viaje, al final no llegaría hasta últimos de junio.


Así pues, Luís Bernardo, que había tardado más de lo previsto en visitar todas
las haciendas de la isla, disponía ahora de tiempo para lo que faltaba por ver en
Santo Tomé e incluso para pasarse por la isla de Príncipe, donde tres días
bastarían para conocer la ciudad y la media docena de haciendas que había. El
ministerio había vuelto a pedirle desde Lisboa que preparara todo lo necesario
para el hospedaje del cónsul inglés, por lo que había mandado limpiar, pintar y
redecorar mínimamente una casa, propiedad del gobierno, que había servido
antaño de residencia del alcalde. Era una casa pequeña, situada a la salida de la
ciudad, no muy lejos del palacio del gobierno, pero con vistas al mar y un bello
jardín que daba a la arquitectura colonial del edificio, de líneas sencillas y rectas,
una dignidad mayor que su tamaño. El inglés, según informaba el ministerio,
llegaría acompañado de su esposa, pero no, no había hijos ni séquito alguno.
«Qué extraño», pensó Luís Bernardo. ¿Quién sería ese cónsul, que viajaba
directamente de la India, donde había desempeñado un cargo anteriormente, con
la única compañía de su mujer, y que llegaría por la ruta del Cabo en un vapor
inglés?
De Lisboa le llegaron también otras noticias que le parecieron de suma
importancia política: el mayor Paiva Couceiro, otro de los hombres de Mouzinho y
compañero de armas de Ayres d'Ornellas, había sido nombrado gobernador de
Angola, en sustitución de la caricatura de Napoleón que había conocido en su
escala de camino a Santo lomé. Luís Bernardo aún no había recibido
correspondencia, ni oficial ni particular, firmada personalmente por el nuevo
ministro, aunque también era cierto que él, aparte de unos breves telegramas
sobre asuntos concretos, sólo había mandado dos informes desde su llegada. En el
primero daba cuenta, por así decirlo, de que ya se había instalado en la isla, así
como de los primeros contactos que había mantenido con el resto de las
autoridades y personalidades locales. En el segundo relataba sus impresiones
después de visitar prácticamente todas las haciendas de Santo Tomé y de citar al
administrador general para una primera reunión formal.
Fue ésta una reunión tensa, que había convocado aún bajo los efectos de la
humillación y de la rabia que sintió en su visita a la Rio do Ouro. En cuanto
Germano André Valente, con su habitual mirada hipócrita, se sentó frente a él en
su despacho de la planta baja del palacio, Luís Bernardo lo embistió sin
miramientos.
—Antes de nada, señor administrador, me gustaría saber qué hacía usted el
otro día en la Rio do Ouro.
El otro lo miró con toda la calma del mundo, como si hubiera estado
esperando precisamente esa pregunta.
—Ya se lo expliqué en su momento, señor gobernador. Como el señor Maltez
no podía recibirlo personalmente, me pidió que fuera a sustituirlo.
—¿Y usted es representante del gobierno o del coronel Maltez?
Germano Valente se removió en la silla, ahora sí visiblemente incómodo.
Aquello parecía ir más lejos de lo que había previsto.
—¿Por qué lo pregunta, señor gobernador?
—Quien hace las preguntas ahora soy yo y me gustaría que primero
respondiera a la mía. —Luís Bernardo hablaba en voz muy baja y pausada.
—Yo represento al gobierno, claro está.
—Excelente, me alegra saber que por lo menos en ese punto estamos de
acuerdo, porque al verlo allí, en sustitución del administrador de la hacienda,
pensé por un momento que había olvidado usted cuál es su posición.
Vio que el administrador general se mordía el labio para no responder. Notó
claramente que hacía un enorme esfuerzo por contenerse. Tras aquel ataque
directo, Germano Valente perdió por un momento la actitud desafiante que
siempre había mostrado con él. Ahora, en cambio, adoptaba una ensayada
inmovilidad en la que se adivinaba un odio silencioso. «Este hombre —pensó Luís
Bernardo— me odia desde la primera vez que me vio. Y yo lo odio desde la
primera vez que me miró.»—Como ya sabrá, durante este último mes he visitado
unas cuarenta haciendas. —Hizo una pausa para que el otro se diera cuenta de
que el gobernador sospechaba que el administrador general procuraba estar al
corriente de todos sus movimientos—. Y en todas esas haciendas tuve ocasión de
hablar, de vez en cuando, con algunos trabajadores negros.
—¿Sí...? —Germano Valente fingió despreocupación.
—Y —prosiguió Luís Bernardo, como si no hubiera oído la interrupción—, entre
todos con los que hablé, no encontré a ninguno que tuviera en su poder una copia
de su contrato de trabajo con la hacienda. Algunos juraban que lo habían firmado
pero que no habían guardado una copia; otros también juraban haber firmado
pero, como descubrí fácilmente, no sabían escribir ni su nombre, y otros ni
siquiera sabían de lo que les estaba hablando.
Luís Bernardo no dijo más; estaba jugando al póquer con el administrador
general y quería ver cómo reaccionaba.
—Si alguien tiene dudas sobre ese punto, yo guardo, como me compete, una
copia de todos los contratos firmados por los trabajadores de las haciendas de
Santo Tomé y Príncipe desde que se impuso por ley tal requisito. —El
administrador volvió a adoptar su tono desafiante.
—¡Ah, excelente! Eso es precisamente lo que quería saber. ¿Le importaría
facilitarme esas copias para que pueda resolver unas dudas?
Germano Valente permaneció en silencio durante unos instantes que a Luís
Bernardo se le antojaron eternos. Era un gran jugador de póquer: evaluaba la
situación antes de apostar. Cuando respondió, después de un suspiro casi
imperceptible, lo hizo con la frialdad del jugador que había medido sus
posibilidades frente a las de su adversario.
—Eso no lo haré, señor gobernador.
—¿Ah, no? ¿Y puedo saber por qué?
—Porque forma parte de mis funciones y sólo de las mías. Usted es mi
superior político, pero no mi superior administrativo. Por lo que respecta a mis
funciones específicas, no le debo ninguna obediencia jerárquica. Si le facilitara lo
que me pide estaría permitiendo que inspeccionara mi trabajo y, como sabe, de mi
trabajo sólo rindo cuentas directamente al ministerio, no al gobernador.
—Muy bien. Como no le puedo arrancar esas copias a la fuerza, me limitaré a
comunicar a Lisboa que me ha sido imposible evaluar adecuadamente la situación
laboral de los trabajadores de las haciendas a causa de su negativa a colaborar.
—Comunique a Lisboa lo que le parezca, señor gobernador.
Esa noche, Luís Bernardo se sentó a su escritorio y redactó un largo informe
destinado al ministro. Era su primer informe político, su primera gran evaluación
de la situación que se había encontrado, de la cual, recalcaba, sólo daba cuenta
después de sentirse en condiciones de hablar con conocimiento de causa.
Comenzaba recordando al ministro que sus impresiones eran totalmente libres
e independientes, puesto que no era un funcionario de carrera ni había aspirado
nunca al puesto que ahora ocupaba. «Al contrario. Como ya sabrá su excelencia,
fue la petición personal y apremiante de su majestad y el llamamiento a servir al
país lo que me llevó a abandonar toda mi vida y mis intereses en Lisboa para
venir a desempeñar este cargo, que nunca, en modo alguno, deseé, ambicioné y
ni tan siquiera imaginé para mí. Por esa razón, sólo permaneceré aquí mientras
mi trabajo parezca útil para el país a quien le corresponda juzgarlo. Ni un día
más. Así pues, permita su excelencia que le diga, con toda mi lealtad y franqueza,
que sólo oirá de mí exactamente lo que pienso y observo en cada momento, sin
detalles ocultos o reservas mentales dictadas por razones de oportunismo, para
proteger a terceros o, menos aún, para conservar mi puesto.»
A continuación informaba al ministro del intenso maratón que había
emprendido tras su llegada para conocer personalmente todas las entidades
locales y a todos los dueños o administradores de haciendas y para visitar todas
las plantaciones y poblaciones de la isla. «Santo Tomé ya no tiene secretos para
mí, por lo menos en sus aspectos más visibles», aseguraba.
«Por lo que respecta al asunto más importante de mi misión, esto es, la
situación de los trabajadores negros de las haciendas (motivo de la actual
polémica sobre estas islas y también de mi presencia aquí), lamento no poder
afirmar lo mismo: lo que está a la vista no es suficiente para extraer conclusiones
fiables. Fui, vi, pregunté, indagué, pero, como era de esperar y yo comprendo,
encontré, por parte de los portugueses de las haciendas, una reticencia natural a
facilitarme elementos de juicio que, a su entender, podrían llegar a utilizarse en
contra de sus propios intereses. Me cuesta más comprender esa misma reticencia
en la persona del señor administrador general. Su actitud, siempre hostil hacia
mí, y su negativa a permitirme ver los contratos firmados entre las entidades
patronales y los trabajadores de las haciendas dificultan el perfecto conocimiento
de la situación jurídica en que éstos se encuentran y que, como su excelencia
sabe, constituye precisamente el pilar sobre el que se sustenta la desavenencia
que mantenemos con algunos sectores ingleses, apoyados por el gobierno del rey
británico.
»Por lo que tuve ocasión de constatar personalmente, puedo asegurarle, y es
mi deber hacerlo, que las condiciones de vida y de trabajo en las haciendas de
Santo Tomé, teniendo en cuenta la inclemencia del clima y la extrema dureza y
duración de la propia jornada laboral, sobre todo si la comparamos con el salario
recibido a cambio, permiten concluir que este trabajo está en el límite de lo
humanamente soportable: ningún trabajador portugués, por más miserable y
desesperada que fuera su situación, aceptaría emigrar aquí, en estas condiciones
laborales y por este sueldo.
»Alguien podría argumentar (y no quedaría más remedio que darle la razón)
que se ven cosas peores en África o en otras colonias, africanas o sudamericanas,
de soberanía europea. Es cierto que bastantes haciendas de Santo Tomé cuentan,
por ejemplo, con un hospital y algunas con su propio médico, y que los
trabajadores reciben asistencia sanitaria, alimentación y alojamiento en el mismo
lugar de trabajo. Ante tal panorama, no faltan voces que afirman: "¡Y encima se
les paga!" Si aceptáramos que tales condiciones son suficientes como horizonte
para un ser humano, aun siendo negro, entonces, excelencia, le aseguro que no
tendríamos de qué preocuparnos. Pero no me escogieron para este cargo por
comulgar con esas ideas, sino por todo lo contrario.
»Sin embargo, no es ésa la cuestión fundamental. Lo que importa no es saber
si a los patrones de las haciendas les parecen suficientes las condiciones que
ofrecen a sus empleados, sino conocer la opinión de los mismos trabajadores.
¿Esos angoleños están en las haciendas de Santo Tomé porque, al fin y al cabo,
no les parecen tan insoportables esas condiciones ni tan exigua su paga?, ¿porque
saben que no encontrarían en todo el continente mejores opciones de trabajo y de
vida?, ¿o están aquí, simplemente, porque no pueden marcharse? En otras
palabras, y hablando con toda crudeza: ¿están en Santo Tomé por voluntad propia
o han venido a la fuerza y, por tanto, son trabajadores esclavos?
»Es verdad que existe, como su excelencia sabe y yo me permito recordarle,
un marco legal que impide cualquier forma de trabajo esclavo. La ley de 29 de
abril de 1875 decretó el fin de la esclavitud en todos los dominios de la corona
portuguesa; con la ley de 29 de enero de 1903 se creó aquí, en las islas, el Fondo
de Repatriación, al cual se destina la mitad de la remuneración de los
trabajadores de las haciendas con el fin de costear su viaje de regreso, al tiempo
que se estableció la firma de contratos de trabajo con una duración de cinco años,
lo que significa que, en menos de dos años, finalizarán los que se firmaron bajo
esa ley y se podrá comprobar su eficacia. El problema radica en esa inmensa
mayoría de trabajadores que estaban aquí antes de dicha ley y que no tenían ni
contratos. La cuestión es saber si, después de descontar ese desorbitado
porcentaje de su sueldo sólo para costear el regreso a sus tierras, el dinero que
les corresponda de ese Fondo de Repatriación, tras cinco años en Santo Tomé y
Príncipe, llegará para pagar sus pasajes y los de las familias que, como es natural,
han ido formando aquí.
»Lo fundamental, pues, es dilucidar si todos los trabajadores están amparados
actualmente por un contrato de trabajo, como manda la ley; si lo firmaron con
plena conciencia y en uso de su voluntad y si tienen conocimiento de su fecha de
finalización, y por último si, concluido ese plazo, los que deseen regresar a sus
casas y a sus tierras son efectivamente libres de hacerlo y si disponen de los
medios económicos para pagar el viaje. Porque si después de cinco años de
trabajo en las haciendas (¡que, de hecho, para la mayoría son diez, veinte o
treinta!), los angoleños no saben que pueden marcharse, no son libres de hacerlo
o no pueden permitírselo, tendremos que concluir que estamos ante una forma de
trabajo perpetuo y en contra de la voluntad del trabajador; esto es, un trabajo
esclavo, aunque remunerado.»
Luís Bernardo terminaba con un recado dirigido directamente al ministro:
puesto que todo el problema radicaba en la aplicación de la ley referente a las
condiciones contractuales del trabajo en las haciendas, y dado que dicha
aplicación correspondía al administrador general, era a éste a quien el gobierno
debía exigir responsabilidades por el efectivo cumplimiento de la ley. Si así no
fuera, insinuaba, el gobernador difícilmente podría llevar a cabo, por sí solo, la
misión que le habían confiado. «Y mi misión, si no recuerdo mal las palabras de su
majestad al confiarme este encargo, consiste en garantizar que en el mundo no se
pueda decir que aún persiste la esclavitud, bajo la forma que sea, en los
territorios ultramarinos administrados por Portugal.»
Era un informe largo, motivo por el cual no lo enviaría por vía telegráfica,
sino por correo normal. Tardaría bastante más tiempo en llegar a manos de Ayres
d'Ornellas, pero Luís Bernardo entendía que ese inconveniente quedaba
compensado por la ventaja de dejar claras, desde el principio, sus reglas de juego
al nuevo ministro. Si estaba allí no era por interés propio, sino por su voluntad de
servicio al país; no había ido para cambiar las ideas que tenía respecto a un tipo
de explotación colonial que creía insostenible o para condescender ante la
situación existente y así evitar los conflictos, sino justamente para poner fin a
todo cuanto tenía de intolerable; si el gobierno no compartía esa opinión, estaba
claro que no era él la persona indicada para aquel cargo y la autoridad
correspondiente debía buscarle un sustituto. Por otro lado, si no recibiera el apoyo
y la colaboración del gobierno en los asuntos en los que dependía de su
intercesión —sobre todo en lo tocante a las instrucciones al administrador general
—, se desentendería inmediatamente del resultado de su misión. Sabía que el
tono del informe rozaba el límite de lo que un superior jerárquico podría aceptar.
Era casi como si dijera: «Éstas son mis condiciones; si las aceptáis, perfecto, y si
no, haced el favor de decírmelo.» Pero, si no actuaba así, ¿qué sentido tenía estar
allí? Si no había nada que cambiar, ¿para qué lo habían llamado? Cualquier
coronel o general desocupado, cualquier administrador ultramarino ansioso por
escalar puestos en su carrera haría ese trabajo mejor que él y con más ventajas
para todos. O casi todos...
En el correo de Lisboa le había llegado también un recorte del O Século en el
que se transcribía un artículo publicado en Liverpool, en el Evening Standard,
donde un tal coronel J. A. Wyllie disertaba sobre las condiciones de los negros en
las haciendas de Santo Tomé y Príncipe. En Lisboa, en el ministerio, Luís Bernardo
ya había oído hablar de ese coronel, retirado del servicio en la India y a quien el
Ministerio de Asuntos Extranjeros había decidido pagar un «viaje de estudios» a
Santo Tomé; se habían depositado grandes esperanzas en el resultado de ese
viaje y de esa inversión. No obstante, como tantas veces o casi siempre ocurre
cuando se confunde información con propaganda contratada, el resultado de la
visita del coronel se tradujo en un texto que, de tan patético, resultó
contraproducente. Como argumento definitivo, el honorable J. A. Wyllie escribía:
«El negro de Angola es de naturaleza absolutamente animal: no tiene hogar ni
familia. Su caso es equiparable al de un mono trasladado a un jardín zoológico,
con la diferencia, claro está, de que esos jardines están situados en climas más
mortíferos para la vida del primate.» Después de leerlo, Luís Bernardo no sabía si
reír o preocuparse por aquel remedo de estrategia política. «Si alguien se dedicó a
atiborrar a este inglés de gin-tonics en las terrazas de las casas grandes de las
haciendas —pensó—, hizo un flaco favor a Portugal.» Luís Bernardo, de espíritu
liberal aunque escéptico, se acordaba con frecuencia de la frase de despedida del
administrador de la hacienda Porto Alegre, la primera que visitó: fue Dios quien
hizo el mundo, no los hombres. Fue él quien hizo a los ricos y a los pobres, a los
negros y a los blancos, y hay ciertas cosas en la obra divina que los hombres no
pueden alterar. Efectivamente, ciertas cosas nunca podrían cambiarse. Pero
también era cierto que, como declaró su admirado Víctor Hugo en la Asamblea
Francesa, «siempre habrá infelices, pero es posible que algún día deje de haber
miserables».

Luís Bernardo sospechaba que ningún otro gobernador se había volcado en su


trabajo con tanta prisa y diligencia. Durante sus dos primeros meses en Santo
Tomé se dejó ver muy poco por el despacho del palacio del gobierno pero, en
compensación, había recorrido toda la isla, en un interminable maratón por todas
sus haciendas, pueblos y caminos. Estaba seguro de que nadie antes que él,
ningún funcionario o administrador de haciendas, ningún viajero de paso por la
isla, había intentado conocer tan deprisa y exhaustivamente aquel trozo de selva
tropical a la deriva en pleno Atlántico. Primero lo habían movido la curiosidad y la
convicción de que aquélla era la manera más adecuada de empezar a cumplir con
su misión; después se dejó arrastrar por una especie de obstinación, por la
testarudez o la vanidad de poder decir en cualquier sitio, cada vez que se
mencionara una hacienda o un pico de la isla, que él había estado allí y sabía de
lo que hablaba. Muchos podrían decir que conocían bien la isla, pero pocos, si es
que había alguno, podrían decir a partir de aquel momento que la conocían tan
bien como el propio gobernador; ése sería, desde entonces, su principal triunfo
político. Haberlo conseguido apenas dos meses después de su llegada era un logro
admirable en todos los sentidos.
Aunque al cabo de un tiempo los paisajes y el ambiente de las haciendas ya le
resultaban monótonamente familiares y casi siempre idénticos, nunca dejaban de
sorprenderlo sus construcciones, en particular las casas grandes. Se quedaba
siempre maravillado de su arquitectura de líneas rectas y largas, sus paredes de
un blanco inmaculado, sus cubiertas de teja árabe, como en los pueblos de
Portugal, los canalones de latón que rodeaban los aleros de los tejados para
conducir el agua de la lluvia, sus suelos de tablones de madera gastada, sus
pesadas puertas de madera oscura, envejecida por el barniz y por los años.
Imaginaba cuántos viajes en barco habrían sido necesarios para traer de Europa
todo lo que allí se veía y que no se había fabricado en las islas: los pomos de
porcelana blanca de las puertas, las vajillas guardadas en las alacenas y estantes
de la cocina, las camas señoriales donde dormía en ocasiones, las jarras y
palanganas de loza de las habitaciones, los crucifijos y cuadros de santos o de
paisajes lejanos y absurdos, las cazuelas de hierro y de cobre de las cocinas, los
espejos de los salones, los sofás de terciopelo o de cuero viejo, las suntuosas
arañas que colgaban del techo, las vasijas y los jarrones chinos, los muebles de la
India en madera negra tallada en celosía, los dos pianos de cola que había
encontrado en sendos salones y hasta el gramófono que vio en el salón de otra
hacienda, lo que probaba que el suyo no era el único de la isla. Cuando los
administradores no eran al mismo tiempo los propietarios, lo que ocurría siempre
en las grandes haciendas, las casas grandes permanecían vacías durante casi todo
el año, a la espera de la visita de los dueños en verano, la época de la gravana,
de la estación seca. En esos casos los administradores y sus familias vivían en una
casa cercana, segunda en majestuosidad en la hacienda, si bien, con motivo de su
visita, reabrían por un día el comedor y el salón de la casa grande y, cuando se
quedaba a dormir, también una de las habitaciones de invitados, siempre situada
en la planta de arriba. En algunas de ellas aún se podían encontrar vestigios de la
estancia estival de sus dueños, durante sus últimas vacaciones en la hacienda:
revistas antiguas abandonadas en el salón, papel de carta con el nombre del
propietario y de su hacienda sobre el escritorio, botellas de oporto y de coñac
guardadas en el aparador de la despensa, juguetes olvidados por los niños en una
de las habitaciones del piso de arriba y ropa de hombre, de lino o algodón blanco,
colgada en el armario de la habitación donde dormía. Por la noche, antes de
dormirse, Luís Bernardo se quedaba muchas veces pensando quién sería aquella
gente, aquella familia, los dueños de aquella hacienda. ¿Cómo serían sus
vacaciones allí todos los años, o cada dos o tres años? ¿Cómo se sentirían,
desterrados allí durante tres meses, despertándose con las órdenes de la
formación de la mañana, durmiéndose con los ruidos provenientes del óbó?
¿Cómo combatirían el tedio, las horas pesadas, el calor, el monótono transcurrir
de aquellos días? ¿Saldrían a dar paseos a caballo, explorarían los aledaños de la
selva, escucharían el canto de los pájaros, se darían baños en las frías aguas de
las cascadas, bajarían a la playa, nadarían entre tortugas y barracudas en las
cálidas aguas del mar, se asomarían al balcón por la noche, verían el humo que
salía de las chimeneas de la sanzala, medio aturdidos por el olor a petróleo de la
lámpara donde se estrellaban los insectos nocturnos, pensarían de vez en cuando
(y con qué sentimientos) en aquel ejército de sombras que dormían por la noche
en la sanzala y partían al alba hacia las plantaciones, donde arrancaban, de sol a
sol, ese fruto mágico del cacao que les garantizaba los colegios y los palacetes en
Lisboa, el club del padre y los vestidos parisinos de la madre, las niñeras inglesas
y los viajes a Sevilla y a París, el palco para la temporada en el São Carlos, los
caballos en el Jockey y el automóvil que el padre acababa de encargar en el stand
de la plaza de los Restauradores?
A fuerza de habitar la ausencia de esos seres, había acabado por descifrarlos,
por conocerlos. Era capaz de ver lo que ellos verían, de imaginar lo que
imaginarían, de sentir lo que sentirían. No, no había nadie que conociera aquel
mundo tan bien como él. Había visto a los negros y su silenciosa resignación;
había visto sus cuerpos, los músculos tensados hasta el límite de su resistencia,
hasta la extenuación; había visto su mirada infantil, unas veces asustada, otras
perdida, y sólo en raras ocasiones desafiante, en una vaga reminiscencia del
orgullo guardado en lo más hondo de su interior; había visto su sonrisa, blanca,
limpia, franca, cuando de repente alguien los llamaba por su nombre y los trataba
como a personas. Había visto a los blancos, los «residentes», los funcionarios, los
curas, los militares, los administradores, los capataces y las señoras de todos
ellos, unos con sus méritos y otros con sus mediocridades, unos con sus fatigas y
otros con sus vanidades, unos con la voluntad aún en pie y otros ya completa y
definitivamente rendidos. Y había visto, sentido, comprendido, las señales dejadas
por los ausentes, por los que eran los auténticos señores de las islas, aquellos en
cuyo nombre todos los demás sacrificaban sus últimas ilusiones y esperanzas en
aquella empresa inhumana que era Santo Tomé y Príncipe.
Luís Bernardo actuaba y asistía a todo con la conciencia y la lucidez propias de
un recién llegado a quien las fiebres de las islas aún no habían consumido la
clarividencia y la voluntad; propias también de quien sabía a qué había ido, por
qué y para qué. Con el extremo bochorno de aquel clima, en aquella prisión de
olores que atontaban, en medio de aquella imagen del infierno, el cuerpo acusaba
el cansancio y la dureza de las condiciones. Lo invadía la desidia, empapaba las
sábanas de sudor por las noches, suplicaba treguas a la luz del día y a las horas
de calor, pero su espíritu aún se mantenía atento y alerta, fiel a todo cuanto
había dejado atrás y concentrado en la misión que lo había llevado allí. Si no
fuera así, nada habría valido la pena.
Pero hubo un día, sólo uno, una sola vez, en que Luís Bernardo fue incapaz de
luchar contra las circunstancias. Al fin y al cabo ningún hombre, ni siquiera el
gobernador, es de hierro. Sucedió durante su visita a la hacienda Nova Esperança,
de la viuda María Augusta da Trindade, la que le había concedido el honor (¿o el
honor fue de ella?) de abrir el baile con el que se había presentado a Santo Tomé
y en el que recibió a toda la comunidad local de portugueses. Fue una de las
últimas haciendas que visitó. La Nova Esperança se encontraba junto al pueblo de
Trindade, por donde había pasado el día anterior, por la mañana, tras el temerario
regreso de su tensa visita a la Rio do Ouro. Llegó a la hora de comer, hacia el
mediodía, a la hora de máximo calor, malhumorado y a punto de explotar al
menor indicio de desafío. No le apetecía en absoluto visitar más instalaciones y
plantaciones, ni escuchar más explicaciones sobre las novedades en las técnicas
de cultivo y recolección, ni más quejas por lo incierto de la cosecha, por los
precios en el mercado internacional o por esa mano de obra gandula y ruinosa.
Sin embargo, para su sorpresa, la viuda lo recibió como a un viejo amigo.
Lo llevó directamente a la cocina de la casa, donde le sirvió una limonada
fresca para mitigar el cansancio del camino y le enseñó el asado de gallina con
pimientos que tenía al fuego y que, por lo visto, ella misma se encargaba de
supervisar. Le presentó a su capataz, el señor Albano, un hombre de unos
cincuenta años, muy evidentes en su cara amarillenta, que parecía rezumar una
malaria incubada durante décadas. Era un tipo taciturno y hosco, de pocas
palabras y mirada desconfiada. Maria Augusta le contó que lo había heredado de
su padre y con ella había permanecido, siempre como capataz. A los seis años de
casarse con un oficial de la guarnición local originario de Lamego, se vio de
repente huérfana de padre. Su madre había muerto cuando ella tenía tres años y,
como era hija única, siempre había visto en el señor Albano algo así como un
hermano mayor; era él quien la llevaba todas las mañanas a la escuela primaria
de Trindade, quien iba a buscarla por la tarde y la esperaba con los dos caballos a
la sombra de un árbol, quien la protegía de la furia de su padre, quien en Navidad
se acordaba siempre de cortar un árbol joven y ponerlo en el patio de la hacienda
para adornarlo entre los dos, como si tuvieran alguna idea de lo que era la
Navidad en aquel destierro tropical. El señor Albano, explicó ella mientras Luís
Bernardo escuchaba sin decir palabra, con la vista fija en el plato de sopa, fue
después su padrino de boda y su mejor apoyo cuando el teniente Matos, de
Lamego, falleció tras una agonía de fiebres y diarrea. Tras seis años de
convivencia conyugal en la hacienda, contó con un suspiro, murió sin dejarle nada
en el mundo: ni hijos, ni fortuna, ni una pensión digna de ese nombre, ni una
casa en algún punto de Portugal, por perdido que estuviera, que le diera una
razón para regresar, una vez muertos todos los suyos, al país del que habían
partido sus abuelos años atrás. Un día decidió visitar Portugal, en una ruta
turística que haría cualquier extranjero, y aprovechó para ir a Lamego, a buscar
en vano raíces o conocidos de su difunto marido, y a Lisboa y Castelo Branco,
donde su propia parentela la recibió como si se tratara de un animal exótico
llegado de África. Así pues, regresó rápidamente a la Nova Esperança, donde
estaba el único ser que la acompañaba desde la infancia, donde identificaba el
canto de todos los pájaros y donde, para asombro de Luís Bernardo, conocía a
todos los trabajadores negros por su nombre. Todo lo que tenía estaba allí y de
nada le valdría buscar otro mundo, porque no existía. Con todo, como Luís
Bernardo descubriría más adelante, y en contra de lo que se podría pensar, no
vivía aislada del mundo: estaba suscrita a varias revistas portuguesas y francesas
(había aprendido francés de pequeña, con la esposa francesa del gobernador de
entonces), encargaba varias de las novedades literarias de las librerías de Lisboa
y había leído a Eça de Queirós, a Antero de Quental, a Camilo Castelo Branco, a
Víctor Hugo, a Molière e incluso a Cervantes. Las damas de la alta sociedad local
la detestaban y se había convertido en el blanco de sus constantes habladurías,
pero estaba claro que ella no aceptaba la vida subyugada de tantas otras señoras
de la isla.
Durante la comida fue ella quien, con manifiesto placer, llevó la voz cantante
en la conversación. Mientras la escuchaba, Luís Bernardo pensaba en lo
descolocada que estaría en Lisboa. Hablaba en la mesa más de lo habitual en una
señora de la alta sociedad. Estaba demasiado «expuesta» físicamente para lo que
se consideraba aceptable en una señora, viuda por si fuera poco, de su condición
y de su edad (unos treinta y siete o treinta y ocho, calculó él). Era alta, con un
busto generoso y altivo, en el que se sumergía un medallón con un retrato, quizá
de su difunto marido, que ella, con un gesto distraído, iba subiendo y bajando
mientras hablaba. Su pelo, negro y largo, estaba recogido de forma muy sencilla
con una peineta de concha de tortuga en lo alto, y dos desaliñados mechones
caían a ambos lados de la cara. Sus gestos mientras comía y hablaba no tenían la
contención que sería de esperar en una mujer respetable, y su vestido, largo
hasta los pies, de algodón blanco estampado con rosas rojas, con su descocado
escote cuadrado que bajaba desde los hombros hasta el nacimiento de los pechos,
sería simplemente ridículo en el barrio del Chiado o de la Baixa. Su cara era
vulgar aunque agradable, pero de rasgos rudos, con ojos negros y una tez algo
tostada, exactamente lo contrario de lo que estaba de moda. En definitiva, no era
una señora para acompañar en un paseo por las calles de Lisboa o cuya amistad
se pudiera frecuentar abiertamente. Pero allí, tan lejos de los patrones habituales,
su aspecto, sus maneras y su conversación aparecían a los ojos de Luís Bernardo
como una agradable distracción. Emanaba de su persona una sensación de
familiaridad y reposo, como si fuera una prima lejana a la que se va a visitar al
pueblo. Había en ella algo saludable, primitivo, relajadamente simple.
Acompañados en todo momento por el silencioso señor Albano, después de
comer dieron un paseo a caballo por la plantación. No faltaba mucho para la
gravaría, ya no hacía tanto calor como un mes atrás y Luís Bernardo no sentía esa
humedad que caía directamente desde el cielo para resbalarle por el cuerpo. Maria
Augusta se paraba con frecuencia a hablar con las mujeres o los trabajadores de
la plantación. Se interesaba por su salud, les preguntaba por sus hijos, les pedía
un cántaro de agua. A veces se apartaban de las hileras de cacaos porque ella
quería enseñarle algún detalle del paisaje o de las vistas o para recordar con el
señor Albano alguna antigua anécdota vivida allí que sólo ellos guardaban en la
memoria. La infraestructura de la hacienda era mucho menos moderna e
industrializada que las que había visto en el resto. No había ferrocarril, la sanzala
y las instalaciones agrícolas eran bastante más pequeñas y el ritmo de trabajo,
menos intenso; Maria Augusta no aspiraba a ir a París todas las primaveras ni a
comprarse una casa en el barrio de Príncipe Real.
Regresaron como habían ido durante todo el camino, a paso lento, sin prisas,
charlando relajadamente. A petición de Maria Augusta, Luís Bernardo habló de su
familia, su trabajo y su vida en Lisboa. Comentaron incluso la situación política en
Portugal y él le explicó a grandes rasgos cómo era ese país, que también era el
suyo, pero del que ella lo ignoraba casi todo. En ningún momento se sintió como
un gobernador en visita de inspección, sino más bien como ese primo que iba al
pueblo a visitar a una parienta lejana. Tras la primera media hora le había pedido
que dejara de tratarlo de «señor gobernador» y, de no haber sido por aquel
descolocado tercer personaje, a quien seguía llamando «señor Albano» y que le
respondía siempre con un «señor gobernador», parecerían, a quien los viera al
final de la tarde de regreso a la casa grande, un grupo de tres amigos que volvían
de dar un paseo a caballo. Asistieron a la formación del final de la tarde y después
Luís Bernardo fue a conocer el dormitorio que le habían reservado para pasar la
noche, el primero de una hilera de seis habitaciones que ocupaban toda la planta
de arriba. Era, como preveía, una estancia muy sencilla, sin ningún lujo, que daba
a la parte de atrás, con vistas a los montes por donde acababa de ponerse el sol.
Se dio un baño de agua fría en el único cuarto de baño de la planta, se secó un
poco el cabello con la toalla, se perfumó con el agua de colonia que llevaba y se
vistió con unos sencillos pantalones, una camisa blanca y un chaleco beige de lino
con botones de marfil. Se metió un puro en el bolsillo superior del chaleco y bajó
a la terraza.
María Augusta se hizo esperar una media hora antes de bajar. Él se entretuvo
tomando un gin-tonic y con vagas tentativas de entablar conversación con el
señor Albano. El tipo no le resultaba del todo desagradable, pero el sentimiento
no parecía recíproco; el capataz mostraba en su mirada y en sus palabras una
evidente desconfianza, que Luís Bernardo no sabía bien si iba dirigida a él en
particular o a la humanidad en general.
—¿Tiene usted familia aquí, señor Albano?
El señor Albano lo miró de reojo, incómodo con aquella intromisión en su
intimidad.
—No; no tengo.
—¿No está casado?
—No, señor gobernador, no estoy casado.
Luís Bernardo se quedó un rato meditando sobre la sequedad de sus
respuestas y sobre el propio personaje. ¿Cuál era en realidad la posición actual
del señor Albano en la hacienda Nova Esperança y qué relación tenía con su
propietaria? Por ejemplo, ¿dónde vivía el señor Albano, en la casa grande como
un miembro de la familia, o en una residencia aparte como cualquier otro
capataz? Decidió ahondar en el asunto.
—Dígame una cosa, señor Albano; ¿de qué murió el marido de doña Maria
Augusta, el teniente Matos?
—Murió de fiebres.
—¿Y cuánto hace de eso?
—En noviembre hará cinco años. —El señor Albano parecía un funcionario del
Registro Civil recitando las anotaciones del libro de registros. Como un testigo
ante un tribunal, respondía a las preguntas porque estaba obligado a hacerlo.
Pero a nada más que a eso.
—¿Y ella nunca ha pensado en volver a casarse?
—¿Ella...?
—Sí, doña Maria Augusta.
—No lo sé, eso es cosa de ella. Quizá se lo pueda preguntar durante la cena.
Cuando el ambiente entre ambos empezaba a ponerse muy tenso, Maria
Augusta apareció por fin, embutida en un vestido plisado de un tono más o menos
amarillo, con pechera de encaje transparente y, por encima, un corpiño apretado
con lazos que le ceñían el busto. El modelo estaba acorde con los patrones de la
última moda, que ella debía de conocer por las revistas que recibía de Lisboa, pero
los colores y el corte eran de dudoso gusto. Con todo, olía a loción de baño y
estaba claro que se había vestido para la ocasión. El señor Albano era el único
que no se había bañado ni cambiado de ropa; para él, aquél era un día como otro
cualquiera.
Ella, en cambio, había querido dar a la cena un aire visiblemente
ceremonioso. Reconoció que era la primera vez que tenía el honor de recibir al
gobernador de Santo Tomé y Príncipe allí, en su casa de la hacienda, y lo único
que lamentaba era lo informal y lo modesto de aquella cena. Encendió las velas y,
a una señal suya, dos criadas, ataviadas con delantal planchado y cofia,
comenzaron a servir: de primero, un plato de camarones con salsa picante y puré,
y de segundo, pagro al horno con matabala y cebolla frita, todo ello regado con un
vino blanco más que aceptable. Después del pudin y de la ensalada de frutas,
mandó servir el café en el balcón, en una bandeja con copas para el oporto y el
coñac. La noche era estrellada, serena y sin nubes.
De vez en cuando, incluso se disfrutaba de una ligerísima brisa que agitaba
levemente las hojas de los árboles al otro lado del patio y que, de repente, le
trajo a Luís Bernardo recuerdos del verano de Portugal. Arrellanado en su butaca
de mimbre con cojines de tela cosidos a mano, fumaba con moroso placer su
Partagás cuando dejó escapar un leve suspiro, que podía ser tanto de bienestar
como de resignación. Maria Augusta debió de oírlo, porque le preguntó:
—¿Nostalgia de su casa?
Él sonrió intentando aparentar entereza.
—A veces sí, pero nada del otro mundo. Es sobre todo por las noches, que son
muy diferentes de las de allí.
—Se acabará habituando, ya lo verá.
Se hizo el silencio en el balcón. Mejor dicho, se hizo el silencio entre los dos,
porque el señor Albano había permanecido callado en todo momento, absorto en
alguna cosa extraordinaria que parecía haber descubierto en sus botas. El señor
Albano estaba de más, todos lo notaban, comenzando por él mismo, así que,
después de veinte minutos en los que nada aportó ni a la conversación ni al
encanto de aquella noche, decidió que había llegado el momento de levantarse.
—Disculpe, señor gobernador, pero tengo que levantarme a las cuatro.
Mañana será otro día...
Luís Bernardo se levantó para despedirse y se fijó en el silencioso gesto de la
cabeza que dirigió a Maria Augusta, en el que vio una mezcla de intimidad y
distanciamiento, de resignación y de protección.
Una vez a solas, se quedaron en silencio, saboreando la ausencia del
elemento sobrante y sin saber muy bien cómo comenzar a aprovechar ese
inesperado momento de intimidad. Fue él quien rompió el hielo.
—¿Qué acostumbra hacer aquí en noches como ésta?
Esta vez, fue ella quien suspiró. Luís Bernardo vio cómo se elevaba su pecho
dentro del corpiño, vio el brillo de sus ojos oscuros a la luz de la lámpara que los
alumbraba. Notó que el cuerpo de Maria Augusta se distendía, como si soltara las
amarras y desatara un deseo, hasta entonces oculto, que le subía por las piernas,
por el vientre, por el pecho, y que le iluminaba la mirada. Su voz era profunda,
como si llegara de muy lejos, de noches y noches como ésa pasadas en el balcón.
—Pienso en la vida. En lo que fue, en lo que podía haber sido y en lo que
será. ¿Qué otra cosa cree que podría hacer?
—¿Y tiene algún sentido?
—¿El qué? ¿La vida? ¿Mi vida?
—Sí.
—No me pregunte eso. Aquí no se hacen esas preguntas. Usted está aquí de
paso; dentro de unos pocos años volverá a Portugal. Su vida está allí y para usted
esto no es más que una escala. Pero para mí no, yo vivo aquí y aquí viviré para
siempre, porque eso es lo que me ha reservado el destino. No he escogido nada ni
estoy en condiciones de escoger. Intento atrapar al vuelo las cosas que pasan a
mi lado, porque son las cosas las que vienen a mí, no yo quien va a las cosas.
¿Entiende lo que quiero decir?
Luís Bernardo la miró en la penumbra. Sintió pena por ella; ciertamente, el
destino la había abandonado allí, cuando era evidente que merecía y aspiraba a
algo más que aquel destierro. Lo conmovió su manera de recibirlo, sin
pretensiones, sin escenificaciones, sin desconfianza. Había supervisado en la
cocina la preparación de la comida y la cena, le había contado la historia de su
vida, sin complejos ni deseos de afirmación. Había estado allí, el día entero,
contenta de recibirlo, no como un hacendado más recibiendo al gobernador, sino
simplemente como una mujer recibiendo a un hombre y esforzándose por
gustarle. «Todo, absolutamente todo —pensó—, es diferente aquí. Todo parece
más apremiante, todo es más rápido, más directo, más simple.» ¿Cuántas veces
se pondría ella ese vestido plisado y ese corpiño que le alzaba el pecho como si
estuviera a punto de saltar? ¿Cuántas veces encendería las velas de los
candelabros? ¿Cuántas veces mandaría a las criadas que se pusieran sus
uniformes almidonados? ¿Cuántas veces iría a buscar la botella de oporto vintage
al armario de la despensa? ¿Cuántas veces tendría a un hombre civilizado con
quien charlar, en una plácida noche estrellada, en el balcón de la casa que había
heredado como quien hereda una prisión?
—Sí, creo que la entiendo.
Ella se levantó y se quedó de pie frente a él. «Intento atrapar al vuelo las
cosas que pasan a mi lado»: aquella frase hacía las veces de despedida.
—Luís, ha sido un honor tenerlo aquí, en la Nova Esperança, como
gobernador. Se lo digo de corazón. Pero ha sido también un placer recibirlo como
persona. Me encantaría que volviéramos a vernos... hoy o cuando quiera. Buenas
noches.
Ella se fue y Luís Bernardo permaneció sentado en su butaca de mimbre, con
las piernas estiradas sobre la baranda y el puro encendido en la oscuridad de la
noche. Los murciélagos pasaban por encima del balcón en un vuelo silencioso,
atraídos por la luz de la lámpara, de la que se apartaban en el último momento.
Oyó el canto constante de los grillos en la oscuridad de la selva y los gritos de los
pájaros nocturnos, que señalaban su territorio de caza. En cierto momento le
pareció oír unos pasos sigilosos bajo el balcón y se incorporó en silencio para
asomarse a mirar. No se había equivocado: el señor Albano pasaba justo en aquel
instante por debajo del balcón. Sus miradas se cruzaron por entre las sombras
nocturnas.
—¿Va todo bien, señor Albano?
—Creo que sí, señor gobernador.
El puro había llegado a su fin. La copa de oporto, también. La luz de la
lámpara comenzaba a debilitarse, Maria Augusta acababa de salir del cuarto de
baño y Luís Bernardo oyó cómo se cerraba suavemente la puerta de su
habitación, al fondo del pasillo. Se levantó y buscó en el aire algún indicio, por
distante que fuera, de la brisa marina. Pero nada, no había señales del mar. Las
únicas que sentía eran las de la noche, que ya moría, en medio de la selva, con su
intenso olor a cacao, a sudor en reposo, a deseo de hombre, reprimido en una
habitación al fondo del pasillo. Sopló el pabilo de la vela, regresó a la sala y, sin
detenerse ni una vez en todo el camino, oyó el ruido de sus propios pasos sobre el
entarimado del pasillo hasta la puerta de la habitación del fondo, donde se
detuvieron por un breve instante. Sintió el frío del pomo en la mano al girarlo.
Respiró hondo y entró sigilosamente, como un ladrón.
Capítulo 10

ister Jameson, sir! The captain sent for you: we are there, sir!
-M En realidad, no estaba durmiendo cuando oyó los golpes en la puerta de
su camarote y la llamada del grumete de guardia. Un presentimiento lo había
despertado unos minutos antes, como si adivinara que había llegado el momento
de enfrentarse a lo que el destino le tenía reservado. Se levantó intentando no
hacer ruido para no despertar a su mujer, Ann, que dormía como un niño a su
lado. Por milésima vez en siete años de matrimonio contempló la imagen de Ann
dormida, ajena a todo, y por milésima vez le pareció hermosa, con su cabello
rubio como una cascada desordenada sobre el cuello, su nariz larga y recta, su
boca grande, que dibujaba una media sonrisa en pleno sueño, un brazo esbelto
posado sobre el espacio que él había ocupado, la curva perfecta de un pecho que
se asomaba por el escote de su camisón de lino blanco. Le apeteció regresar a la
cama, enroscarse en sus brazos y despertar, mucho más tarde, en una vida y en
un día sin tantas nubes en el horizonte.
Se puso a toda prisa y a oscuras un capote impermeable y unos pantalones
sobre el pijama y salió del camarote sin hacer ruido, cerrando la puerta con sumo
cuidado. Al subir por los dos tramos de escaleras hasta la cubierta del HMS
Durban, el frío de la mañana le cayó sobre el cuerpo, aún caliente del contacto
con el de Ann. El capitán McQuinn estaba asomado sobre el antepecho del puente,
con su eterna pipa entre los dientes y dos tazas de café humeante, una en cada
mano. Miraba fijamente al frente y, al oír que sus pasos se acercaban, le tendió
una.
—Well, this is it. —Y con la mano en que tenía la taza señaló hacia el este, en
dirección a tierra.
Él también miró, pero al principio no consiguió distinguir nada a través de la
neblina que flotaba sobre el mar y de la semipenumbra que un tímido sol
proveniente de aquella dirección aún no había sido capaz de disipar. Después,
poco a poco, a medida que fijaba la mirada en el horizonte que McQuinn le
indicaba, comenzó a atisbar el contorno de un monte, luego otro y otro más; eso
era todo. Sintió que el corazón se le encogía en el pecho; Santo Tomé y Príncipe
era aquello, nada más que aquello, tres montes juntos, a la deriva en medio del
mar y envueltos por la niebla. Era aquello su destino durante los años siguientes,
el infecto agujero al que, por culpa de sus actos, su inconsciencia y su desenfreno,
estaban condenados su matrimonio y su fulgurante carrera en la India.
Se quedó absorto mirando la isla, mientras bebía sorbitos de café caliente, sin
decir nada y sin encontrar nada que decir. En Bombay había estudiado
atentamente la situación de las islas de Santo Tomé y Príncipe en el mapa, había
leído la descripción del archipiélago en la última edición de la Geographie
Universal Encyclopedia y había repasado todo, que no era casi nada, lo referente a
las islas en los informes del Departamento de la Marina y del Foreign Office.
Acabó conociendo lo esencial y no esperaba algo muy diferente de lo que veía en
aquel momento. Aun así, a medida que el HMS Durban se aproximaba a tierra y la
desesperante pequeñez y soledad de aquella isla se mostraba sin tapujos, David
Jameson no podía evitar un profundo y angustioso sentimiento de fracaso. En el
fondo, y aunque sin motivo alguno, había albergado un pequeño destello de
esperanza que lo mantuvo razonablemente animado durante aquellos veinte días
de travesía, con escalas en Zanzíbar, en Beira, en Lourenço Marques y en Ciudad
del Cabo: la esperanza de que la cosa no fuese tan grave como se decía, que la
imagen de la isla fuera al menos la de un lugar exuberante de vida, de clima
tropical, propicio para pasar un tiempo de regeneración. Pero no, Santo Tomé —la
isla y la ciudad, que ahora divisaba más nítidamente— aparecía ante él con toda
su crudeza, sin dejar lugar a ilusiones. Era una tierra de destierro. Eso sí, un
destierro con el honorable título de cónsul de su majestad británica, una casa en
la ciudad, que esperaba al menos fuera decente, y los privilegios inherentes a su
cargo. Para alguien que estuviera en el inicio de su carrera aquello podría parecer
un simple lugar de paso, un trabajo en un lugar exótico y paradisíaco, pero para
él, que había tenido al Raj a sus pies, era una humillación en toda regla.
Notó una presencia a su derecha: Ann había llegado en silencio y, asomada
sobre el antepecho, miraba también en dirección a tierra, sin decir nada y sin
ninguna expresión en la mirada. Llevaba una bata encima del camisón y tenía el
cabello revuelto, como si la ocasión fuera demasiado seria para preocuparse por
su aspecto. La suave luz del alba —la única hora del día en que el sol es
indulgente en los trópicos— acentuaba la pureza de sus rasgos, el verde líquido de
sus ojos, la belleza plena y palpable de su rostro. David estaba deslumbrado por
su hermosura, como si nunca la hubiera visto bajo una luz tan diáfana, y
conmovido por su serenidad. Quería decir algo, pero no se le ocurría nada, ni
siquiera sabía cómo empezar.
—Ann...
Ella se volvió y lo miró a la cara. David quedó cegado por el verde de sus ojos,
sintió ganas de llorar, de arrojarse a sus pies, de pedirle perdón por centésima
vez, de decirle que se marchara sin él, de suplicarle que se quedara a su lado,
pero, antes de que pudiera decir nada, ella lo cogió de la mano y le dijo, tan bajito
que él tuvo miedo de no haberla oído bien:
—No te dejaré, David. Te prometí que no te dejaría nunca.

David Lloyd Jameson no era de noble cuna. Todo cuanto había logrado se lo
debía a su persistencia, su valía y su esfuerzo. Su padre tenía una pequeña tienda
en Edimburgo, un rudimentario almacén de productos de Oriente, como alfombras
de Shiraz y Bojara, lámparas y sedas de la India, biombos de Japón o sillas de
madera pintada de Nepal y el Tibet. Por aquel entonces el orientalismo aún daba
sus primeros pasos y no era fácil vender, en la conservadora sociedad de
Edimburgo, nada que no fuera de estilo Tudor o Victoriano. El negocio no daba
para más que una vida decente y modesta, por lo que David cursó tollos sus
estudios en la escuela pública. Los grabados, las acuarelas y los dibujos de la
India que recibía su padre lo habían fascinado desde pequeño y la figura mítica
del Raj se transformó poco a poco en una obsesión, un proyecto, un destino que,
cuando rondaba los dieciocho años, ya nadie podía quitarle de la cabeza. La India
se había convertido en su único objetivo, su único horizonte, su único proyecto de
futuro. Durante cuatro años seguidos presentó su candidatura a las plazas del
Indian Civil Service —el aparato administrativo del virreinato— y durante cuatro
años seguidos fue rechazada. Cualquier otro en su lugar habría desistido tras dar
por hecho que las plazas disponibles se adjudicaban en función de la cuna, las
amistades o las influencias de los candidatos, pero él no; cada año, tras cada
fracaso, redoblaba sus esfuerzos, intentaba comprender en qué había fallado,
trataba de acumular más méritos. Se convirtió en una enciclopedia de historia,
geografía y sociología de la India. Contrató a un profesor de hindi y, en poco
tiempo, acabó dominando la lengua y la interpretación de los Upanisad. Contrató
a un profesor de árabe y aprendió los fundamentos de la lengua y del Corán. Su
constancia se vio por fin recompensada: una fría mañana de diciembre, cuando la
bruma marina aún envolvía la ciudad de Edimburgo, el cartero le entregó la tan
ansiada carta del Indian Bureau. Lo habían destinado a Bangalore, en el sur de la
India, en el estado de Mysore, como tercer oficial de enlace con el gobierno local,
que, según los términos de los acuerdos firmados entre la corona británica y los
565 estados principescos de la India, recaía en el marajá de Bangalore. Tenía
veintitrés años de edad y acababan de enviarlo, sin él saberlo, al corazón de la
India mítica, a esa tierra fantástica de Las mil y una noches de que hablaban los
textos y los grabados de los libros de la tienda de su padre. Era como si hubiera
entrado directamente en esos libros, como si se hubiera convertido en un
personaje más de sus historias.
David Jameson se enamoró de la India tan pronto como puso el pie en ella.
Entró por la célebre Indian Gate, en Bombay, la puerta de los virreyes, que
simbolizaba la posesión de las Indias y por donde todos los servidores del Raj
debían hacer su entrada en la Joya del Imperio, como señal de buen augurio, pero
también de lealtad y dedicación a la tarea que los esperaba. La India británica,
que su majestad la reina Victoria amaba y protegía con desvelo desde los
sombríos pasillos de Buckingham, era un inmenso y, por eso mismo, ingobernable
territorio que se extendía desde las murallas del Himalaya hasta el estrecho de
Ceilán, desde el golfo de Bengala hasta el de Omán, habitado por ciento veinte
millones de hindúes, cuarenta y cuatro millones de musulmanes, cinco millones
de católicos y cuatro millones de sijs, y gobernado por seiscientos mil ingleses que
administraban directamente dos tercios del territorio y cuatro quintos de la
población; el resto de la jurisdicción se repartía entre los 565 principados
autónomos, gobernados por los rajás, marajás y nababs, a cuya lealtad debía
Inglaterra el éxito de aquella misión demencial que suponía gobernar la India.
Había principados cuya extensión no superaba la del barrio de Chelsea y otros que
eran mayores que Escocia; con todo, más que por su extensión, la importancia
política de un principado se medía por el número de súbditos, de elefantes y
camellos disponibles, así como por la cantidad de tigres cazados por el príncipe
soberano y, sobre todo (desde el punto de vista inglés), por el número de
soldados del ejército privado que, en caso de necesidad, enviaría para apoyar a
las tropas de su majestad británica.
En Bangalore la legación inglesa era una auténtica embajada en territorio
aliado. Sus funciones consistían, básicamente, en hacer que el marajá mantuviera
su lealtad y su generosidad para con las necesidades económicas de la
administración del Raj, así como una buena relación con el soberano vecino, a fin
de evitar ese mal endémico que eran las guerras fratricidas, tan abundantes en la
India y que tanto entorpecían el buen gobierno del territorio. Y, por supuesto,
tenía la tarea principal del colonizador, la de despertar en el marajá y en su corte
el gusto por los valores de la raza y de la civilización inglesas: un remedo de
justicia imparcial, una clara conciencia de la jerarquía y de la obediencia a la ley
consuetudinaria, una educación inglesa, con mucha historia y geografía y retratos
de la horrenda reina Victoria repartidos por todas las aulas, además de un
entusiasmo por deportes decididamente aburridos como el polo o el criquet. Era
poco lo que Inglaterra exigía a cambio: hacían la vista gorda ante la aplicación de
la ley y de las costumbres locales, a menos que se vieran envueltos súbditos o
intereses ingleses; eran racistas, como los franceses en Pondicherry, pero
también eran liberales en materia religiosa y no albergaban la absurda pretensión
de convertir a la India a la fe cristiana, como los portugueses en Goa; como
recompensa a su fidelidad y generosidad para con la corona británica, examinada
y puesta a prueba regularmente, de vez en cuando concedían el título de sir o
alguna reluciente condecoración a uno de esos marajás que ya tenían todo lo que
podían comprar con su fortuna.
David permaneció tres años en Bangalore. Mató dos tigres en cacerías
organizadas por el marajá y una infinidad de piezas menores con el par de
Purdeys compradas de segunda mano al comandante segundo de los lanceros de
la reina. Ganó el campeonato estatal de polo, en un equipo formado por indios y
británicos, con caballos prestados por los establos del marajá de Bangalore; como
era costumbre entre los oficiales locales del India Civil Service, experimentó
algunas de las increíbles posturas sexuales que se mostraban en los frescos de los
templos con alguna concubina del harén del marajá, y viajó por todos los rincones
del estado como representante de la buena, serena y fiable justicia británica. Su
fascinación por la India no dejó nunca de crecer, al mismo ritmo que crecía su
admiración por la sabia gestión de los asuntos del Raj que llevaba a cabo la
administración británica. Una vez finalizada la comisión que le habían encargado,
en los informes internos no pasaron inadvertidos sus buenos servicios, sus
conocimientos de la lengua y del medio local ni su joven ambición, por lo que fue
llamado a Delhi para ocupar un puesto en el gobierno central del virrey, justo en
el departamento encargado de las relaciones con los principados autónomos.
Al principio se aburrió soberanamente en Delhi. Enviado a una oficina y
relegado al puesto de figurante en las recepciones oficiales a los marajás, echaba
de menos todo lo que había tenido en Bangalore: la caza, la aventura, las noches
de acampada en plena selva, las charlas con los sabios ancianos de las aldeas, las
orgías con las concubinas del marajá; en definitiva, el ejercicio directo y cercano
del poder y de las influencias. Sin embargo, empezaron a enviarlo a viajes por el
principado, en misiones que estaban a medio camino entre la diplomacia y el
espionaje y en las que sus dotes de observación y de previsión comenzaron a ser
debidamente valoradas y consideradas en las altas esferas, hasta llegar a oídos
del virrey. Eso le brindó la extraordinaria posibilidad de viajar por casi toda la
India, en tren, en barco, en camello, en elefante o a caballo, en servicios que
llegaban a prolongarse cinco o seis semanas. Allá adonde fuera, era la voz del
virrey, que era la voz de la propia reina, que, a su vez, representaba a todo el
Imperio británico. Se sentía a gusto en todas partes: en los salones o en la selva,
jugando al polo o cazando tigres, en el club de oficiales o en las conversaciones en
hindi con las autoridades autóctonas. Pertenecía a una rara especie de ingleses
del Imperio que tenían la virtud de ser híbridos, conscientes de su superioridad
imperial, pero educados y respetuosos con las costumbres locales. Si el plato
favorito del marajá era serpiente, él se la comía con el mismo deleite de quien da
cuenta de un pudin de perdiz en el Raffles; si alguna autoridad local tenía por
costumbre vomitar en la mesa después de comer, permanecía impávido como si se
tratara de un gentleman llenando su pipa en un club de Hampstead; cuando el
marajá de Barahtpur lo invitó a presenciar la ejecución de un pobre salteador de
caminos condenado a muerte y ahorcado ante una multitud vociferante, asistió al
espectáculo sin exteriorizar ninguna emoción, ni un solo signo de contrariedad.
Su jefe en Bangalore le había enseñado una máxima que, desde su llegada a la
India, era su código personal de conducta: «Nuestra misión no es cambiar la
India, sino gobernarla.» Esa concepción de la India, esa filosofía, esa capacidad de
comprensión y de perspectiva, plasmadas de forma brillante en sus informes al
gobierno central, se hicieron cada día más conocidas, más apreciadas y más
citadas. A sus veintinueve años, David Jameson ya era alguien, su nombre iba de
boca en boca entre los residentes en Delhi y en el círculo de influencia del virrey.
Se mascaba la posibilidad de un ascenso y él lo sabía. Miraba el mapa de la India
y veía aquella inmensa posesión como un hervidero de vidas, de tragedias, de
aventuras, de conflictos por solucionar, de decisiones cruciales por tomar, de
difíciles misiones que llevar a cabo, de glorias por cosechar. Y le apetecía engullir
el mapa, la India entera.
Entonces conoció a Ann. Fue una tarde de domingo, una de esas tardes tan
tediosamente inglesas en el All India Cricket Club de Delhi, donde las
conversaciones eran exactamente iguales desde hacía doscientos años y sólo
cambiaban las generaciones, nunca los apellidos de los protagonistas. A diferencia
de David, Ann provenía de una familia que había frecuentado el All India Cricket
Club de Delhi durante cuatro generaciones seguidas, pero su futuro no pasaba por
la India, sino por Inglaterra. El coronel Rhys-More reservaba para su hija un
porvenir diferente y especial con algún lord de paso por la India, que no se podría
resistir, cuando la ocasión se presentara, a la belleza, la inteligencia, la perfecta
educación y el don para moverse en sociedad de Ann, cualidades que
compensarían con creces su escasa dote y la falta de un título nobiliario en la
familia. A los ojos del coronel y de su esposa, cuatro generaciones de antepasados
dedicados al servicio en la India y dos hermanos alistados en el ejército, que
combatían en las fronteras del Raj por los traicioneros desfiladeros del paso de
Jyber, así como la virtud y los dones naturales de Ann, hacían de ella un más que
aceptable partido. No la habían educado para conocer y amar la India, sino la
remota Inglaterra, donde jamás había puesto el pie. Le habían enseñado que la
tierra donde había nacido y crecido, donde se había hecho mujer, no era más que
un lugar de paso en dirección a las calles, los restaurantes, los salones, la vida de
esa mítica ciudad de Londres, que sólo conocía de las revistas a las que se
suscribía el coronel con la inquebrantable devoción de un siervo que quiere estar
al corriente de las novedades sobre su amo.
Todo eso se desmoronó en un solo día. El día en que Ann conoció a David
Jameson. Su calculado distanciamiento y recato se derrumbaron como un castillo
de naipes ante la furia, la ambición, la vida que emanaban de la mirada, la voz y
los gestos de David, ante la incontrolada vehemencia que desprendía. Después de
cinco horas durante las que charlaron, bailaron, cenaron e intentaron en vano
fingir que se distraían con otros asuntos u otras personas, ella acabó sabiendo
más cosas sobre la India de las que había aprendido en veinticinco años de vida
en aquella tierra.
Él era un jugador, un jugador compulsivo de cartas, vicio alimentado durante
las noches en el club de oficiales ingleses de Bangalore, pero también un jugador
en la vida. La India había acentuado su gusto por las grandes jugadas, las grandes
apuestas, su fe en los golpes de suerte del destino y también su afición por el
riesgo y por el todo o nada. Actuaba como si no hubiera tiempo que perder, como
si tuviera que jugárselo todo en cada mano, en cada lance, en cada posibilidad
que le brindaban los demás; tenía prisa por vivir, por forzar el curso de los
acontecimientos, era incapaz de quedarse esperando a que la fortuna llamara a su
puerta. Era eso lo que explicaba su gran atractivo, la necesidad compulsiva que
sentían tantas mujeres de acercarse a él, lo que desarmaba a sus adversarios, lo
que dejaba a los demás —los que competían con él en su carrera, en el amor o en
la mesa de juego— sin saber cómo encajar sus golpes ni cómo responder a sus
apuestas. Fue eso lo que puso a Ann a sus pies, esa misma noche. Cuando él la
acompañaba a casa en un rickshaw cubierto tirado por un sij, a quien había dado
una discreta orden para que no corriera, de repente la cogió de la mano y, con la
mirada fija en el verde de sus ojos, le dijo: «Podemos seguir las convenciones y
dejarlo aquí, o podemos comenzar ya a aprovechar el tiempo. De una manera u
otra usted es la mujer de mi vida y no voy a separarme jamás de su lado. Ahora
debe decidir si quiere o no aplazar lo que es inevitable.» Ella comprendió que
tenía razón, que era inútil retrasar lo que ya no tenía solución, así que en esa
noche caliente y húmeda de Delhi se entregó por completo a él olvidándose de
todas las enseñanzas y consejos, de todas las cautelas y planes de futuro que
había ido acumulando en vano durante toda su vida. Fue como si hubiera nacido
de verdad esa noche y todo cuanto había vivido hasta entonces no hubiera sido
más que un inútil ejercicio de previsión contra el destino. Y ella lo cogió todo. No
con la delicadeza de quien coge una flor en un jardín, sino con la voracidad de
quien devora el jardín entero.
En menos de dos meses, y con la amenaza de un escándalo latente, Ann
Rhys-More y David Jameson estaban casados. Con el paso de los meses
constatarían que la posibilidad de un embarazo prenupcial, que tanto había
aterrorizado al coronel Rhys-More, no tenía fundamento: David era estéril, como
se revelaría en una consulta médica. La sífilis que había contraído en el burdel del
marajá de Bangalore, y que creía curada sin más consecuencias que el recuerdo
de unos dolores insoportables y de los humillantes tratamientos recibidos, había
acabado dejando para siempre una secuela en su cuerpo y en su amor propio. A
pesar de todo, fue Ann la que mejor encajó la noticia. «Nunca cambiaría al
hombre que amo y al que más admiro por un padre en potencia», se explicó a sí
misma, a sus amigas y a sus padres. Ésa fue la primera vez en que Ann se
prometió que jamás dejaría a su marido.
Quien peor reaccionó ante la noticia fue el coronel. En primer lugar, por saber
que no tendría nietos de su hija («los únicos nietos de los que podemos estar
seguros que son nuestros», como solía decir). En segundo lugar, porque enterarse
del antiguo libertinaje sexual de David («¡encima, con las putas de un marajá!»)
reforzó la impresión negativa que ya tenía de las maneras y conducta demasiado
libres de su yerno. No le gustaba la forma intempestiva en que había entrado en
la vida de la familia poniéndolos ante un hecho consumado que desbarataba todas
las legítimas esperanzas que él y su mujer habían depositado en su única hija. No
le gustaban sus prisas, la rapidez con que quemaba etapas en su carrera como
oficial de las Indias, que lo había llevado, antes de cumplir treinta años, a un
puesto destacado e influyente junto al propio virrey. Le dolió especialmente tener
que discutir con su yerno si su familia tenía o no suficiente categoría social para
atreverse a invitar al virrey a la boda de su hija y comprender, por las sutiles
palabras de Jameson, que lord Curzon aceptaría la invitación no por la familia de
ella, sino por la posición de él. En seis años en la India aquel joven entrometido
había llegado a donde él ni siquiera había soñado llegar después de toda una vida
dedicada al servicio de la corona en aquellas tierras, y a donde sus hijos,
ocupados en defender las fronteras del Imperio, lejos de las oficinas del gobierno
y de los salones del marajá, jamás llegarían. Además, el hecho de que el joven
Jameson no tuviera ni un apellido ni una fortuna que lo avalaran hacía que su
estilo, a los ojos del coronel, fuera aún más insólito y desesperante.
—Dime una cosa, hija —preguntó a Ann un día en que no pudo contenerse—,
tu marido no tendrá una fortuna escondida en algún sitio, ¿verdad?
—No, papá. Que yo sepa, no.
—Quizá su padre le haya dejado algo allá, en Escocia.
—No, su padre, que, como sabes, aún vive, es un sencillo comerciante que
gana lo justo para llevar una vida decente, pero nada más. David tuvo que
esperar cuatro años hasta conseguir una plaza en el Civil Service, a pesar de ser
siempre uno de los candidatos mejor preparados. Pero ¿por qué me preguntas
eso, papá?
—Porque no sé si estás al corriente de que tu marido juega al póquer en el
Regent's, y con apuestas muy altas. Mucha gente comenta cómo es posible que
alguien sin fortuna se permita jugar tan fuerte.
—Pero ¿gana o no gana, papá?
—Claro que gana, pero porque son muy pocos los que pueden o están
dispuestos a ver sus apuestas. Juega como si tuviera las espaldas cubiertas...
A pesar de la insinuación que contenían las palabras de su padre, Ann no
pudo evitar una sonrisa.
—Todo lo que le falta en fortuna le sobra en valor, papá.
—Es posible. O quizá le sobra en audacia lo que le falta en humildad.
—Vamos, papá, eso no son más que habladurías de envidiosos, y tú lo sabes.
David llegará lejos en la vida porque posee la inteligencia, el espíritu
emprendedor y la capacidad de correr riesgos que otros no tienen. Y porque ha
sido capaz de comprender la India y sus gentes cuando otros ni se toman la
molestia de intentarlo; ¿cuántos oficiales del India Civil Service hablan con fluidez
hindi y árabe, como él? Sabes que ésa es la razón por la que ascenderá en su
carrera y por la que los envidiosos no le perdonan, pero tú deberías sentirte
orgulloso de que sea tu yerno y alegrarte de que sea el marido de tu hija.
El coronel se quedó en un silencio pensativo, contemplando desde el balcón el
pequeño jardín de rosales y buganvillas que su mujer cuidaba con un desvelo de
inglesa lejos de su isla. Sí, él llevaba casi sesenta años allí y no hablaba ni hindi
ni árabe. Nunca había cazado tigres, visitado el palacio del virrey ni asistido al
banquete de algún marajá, y tampoco, por supuesto, había conocido nunca a
alguna de las concubinas de un príncipe. Pero ¡que nadie se atreviera a decirle
que no conocía la India!
Para muchos ingleses de servicio en las Indias, instalados o de paso en Delhi,
Ann Rhys-More era la joya de la joya de la corona. Su belleza era suave como
una mañana de Hertforshire, luminosa como un atardecer en el Rajastán. Tenía
una sonrisa y unos rasgos de adolescente, un cuerpo de hembra fértil y en su
punto justo de madurez, unos ojos verdes y húmedos de una hermosura
atemporal y por encima de las modas. Podía mostrarse alegre o seria,
extravertida o reservada, cálida o distante, espontánea y abierta u observadora e
inteligente. El primer hombre al que se entregara recogería todo el fulgor de ese
cuerpo, de esa mirada, de ese fuego, de esa serenidad, de esa sonrisa dibujada en
una boca que hacía perder el sentido. Ese hombre fue David Jameson, que llegó
como un saqueador y partió como un conquistador. Ella renació con él: se entregó
a David desde el primer instante, sin ningún tipo de reserva, pudor o miedo; se
convirtió en su sombra y su luz, en su reina y su esclava, como lo había sido
quinientos años atrás la esposa del emperador mogol Sha Jahan, Mumtaz Mahal
(La Alegría del Palacio), en cuya memoria había mandado construir el
extraordinario Taj Mahal, en Agra, no muy lejos de Delhi, que Ann había visitado,
deslumbrada al imaginar que un hombre pudiera haber amado a una mujer hasta
el punto de erguir para ella un monumento que el paso de los siglos nunca
lograría borrar.
De haber podido, también David habría construido para ella un Taj Mahal,
donde la honraría como la alegría de su palacio, como el sentido de su vida. Nadie
en toda la India se amaba como ellos. En los albores de ese mágico siglo XX, para
el que los hombres sabios preveían un esplendor sin parangón en toda la historia
de la humanidad, la India británica vivía aferrada a la fidelidad a su distante
emperatriz, la serenísima y eterna reina Victoria, que no moriría hasta dos años
después de la boda de Ann y David. Si algo cambiaba en las Islas Británicas, allí
no llegaba ni un eco; toda la India se mantenía fiel y obediente a las instrucciones
y las enseñanzas que, durante más de cincuenta años, la augusta reina Victoria
había transmitido a los gobernantes de sus súbditos del Raj. Entre esas
enseñanzas no constaba esa forma de amor desenfrenado y sensual que todos
veían en la pareja formada por Ann Rhys-More y David Lloyd Jameson. Todos
eran testigos de que se devoraban literalmente el uno al otro, porque no se
molestaban en ocultarse ni en disimular delante de amigos, vecinos o compañeros
de trabajo. En los salones, en el club, en las cenas oficiales, en las garden-parties
de la alta sociedad colonial, hasta en la misa del domingo, su relación física,
sensual y, aparentemente, de un inagotable placer, era el blanco de todas las
miradas y de todos los comentarios a media voz. En casa, en la intimidad de la
alcoba, era aún peor. David era un jugador nato, le gustaban todos los juegos,
desde los de mesa hasta los de cama, desde el primitivismo animal de los juegos
de caza hasta la sutileza intelectual de los juegos de palabras en una tertulia de
salón. Introdujo a Ann en el conocimiento y disfrute de los relieves sobre piedra y
las acuarelas hindúes de contenido sexual y, a la luz de velas esparcidas por el
suelo de la habitación y en un lecho cubierto por una mosquitera que acentuaba
aún más el erotismo del ambiente, no tardaron en tratar de reproducir todas las
posturas que habían visto en el frontispicio de los templos o en los libros antiguos
que él coleccionaba. Ann conoció en detalle hasta el último centímetro del cuerpo
de su marido, que le habían enseñado que debía mirar con disimulo y con los ojos
medio cerrados, y exploró los límites de su propio placer hasta descubrir que no
tenía límites. David sabía que lo miraban con una mezcla de rabia y envidia
cuando se despedía de sus compañeros de oficina al acabar su jornada y se dirigía
a casa, donde lo esperaba una forma de placer y de desvarío sexual que, en un
hombre de su condición, sólo se solía encontrar fuera de casa y con mujeres
entrenadas especialmente para tales tareas. Con todo, ese bienestar doméstico
que le hacía ir a trabajar todas las mañanas con una delatora sonrisa en los
labios, lejos de aplacar su habitual ímpetu, parecía haberlo reforzado. Seguía
ofreciéndose voluntario para todos los viajes de inspección o de representación
por cualquier estado, a pesar de que eso lo obligaba a alejarse durante largas
temporadas de casa y de Ann; los informes que redactaba se caracterizaban por la
misma minuciosidad y lucidez que antes, hasta el punto de convertirse en
doctrina dentro de su departamento; continuaba pasando infinidad de noches en
la mesa de póquer del club, hasta que todos, menos él, se rendían al agotamiento,
a l brandy o a la mala suerte con las cartas, y seguía aceptando todas las
invitaciones a expediciones de caza, ya fuera menor o mayor, tanto de un día
como de una semana entera. Por los pasillos del gobierno general se comentaba
que Delhi se había quedado pequeña para tanto talento y ambición, y que en
breve, infaliblemente, le encargarían otra misión, lejos de allí, donde fuera dueño
de sus propias decisiones. Él mismo lo daba también por seguro y no conseguía
disimular su ansiedad.
La India británica, que excluía el territorio gobernado directamente por los
principados autónomos, estaba dividida en siete provincias, cada una de ellas con
su propio gobernador. Si bien los gobernadores eran esencialmente
representantes del virrey en las provincias, con funciones representativas y de
magistratura suprema, el auténtico gobierno de las Indias recaía en los hombros
de los cerca de ochocientos district officers o collecters que gobernaban los
distritos en que se subdividían las provincias. Todos eran ingleses —la élite del
India Civil Service—, a menudo asesorados por autóctonos, vivían en contacto
directo con la población y con sus problemas y debían atender toda clase de
cuestiones, desde la recaudación de impuestos hasta la administración de justicia,
pasando por las obras públicas y los proyectos para regadío y abastecimiento de
agua. A sus treinta años, David era aún demasiado joven para aspirar a un
nombramiento como district officer, si bien sus tres años de experiencia en un
principado y los cuatro en el gobierno central, con misiones desempeñadas en casi
todo el territorio de la India, le habían proporcionado unos conocimientos de los
que pocos podían presumir.
Así pues, cuando una mañana lo citaron en el despacho del propio virrey y
descubrió con inquietud que se trataba de una entrevista a solas con lord Curzon,
comprendió que su futuro inmediato iba a decidirse allí, en los siguientes minutos.
—Tengo una tarea para usted, Jameson. —Lord Curzon hablaba siempre con
el tono de quien no alberga la menor duda de lo que va a decir y como si se
disculpara por ser tan categórico—. Pero esta vez no se trata de una misión de ida
y vuelta, sino de un puesto para el que he pensado en usted.
David permaneció en silencio, con las manos entrelazadas, húmedas de sudor.
—Como sabe, he decidido redefinir las fronteras del estado de bengala, ya que
su extensión y población lo hacían prácticamente ingobernable. Hasta hoy, que yo
sepa, nunca ha habido ni un solo gobernador que conociera todos los límites de
Bengala. Así pues, he decidido cortarle los bordes y añadir un trozo a cada uno de
los estados vecinos. La mayor parte se la ha llevado Assam: ha pasado de ciento
treinta y nueve mil kilómetros cuadrados a doscientos sesenta mil, y de seis
millones de habitantes, casi todos hindúes, a treinta y un millones, de los que
trece millones son hindúes y dieciocho millones musulmanes. Le he quitado al
gigante para darle al enano, con lo que ambos podrán salir ganando. Pero, como
ya imaginará usted, que conoce el país, esta medida provocará una oleada de
protestas y una revuelta en las dos comunidades religiosas, una contra la otra y
las dos contra nosotros.
»Aprovechando la redefinición de las fronteras de este nuevo estado, que
pasará a llamarse Assam y Nordeste de Bengala, me pareció que había llegado el
momento de dar por terminado el servicio del actual gobernador. Creo que sería
beneficioso tener a alguien nuevo y más joven, con cierta experiencia en el
trabajo con ambas comunidades, que las conozca bien, que hable hindi y árabe y
que haya demostrado, aunque en otro orden, su valía en la resolución de
conflictos locales. Después de mucho meditar y de consultarlo con los miembros
de mi equipo, he llegado a la conclusión de que ese alguien podría ser usted,
siempre que se vea capacitado para la misión, claro está. Ya sé que podrá objetar
que quizá es usted demasiado joven para ocupar uno de los más elevados cargos
en la jerarquía administrativa de la India, sólo inferior al mío, y que quizá sería
más adecuado y lógico comenzar su carrera en el interior ocupando alguna plaza
de district officer, pero ya analizamos esas objeciones en su momento y, si para
nosotros no fueron un inconveniente, tampoco deben de serlo para usted. Como
le he dicho, la única objeción que aceptaría es que no se viera capaz de
desempeñar el cargo. ¿Es así?
A un jugador nato como él no se le hacían esas preguntas. Aquello
representaba, tal vez, un salto de diez años en su carrera, una oportunidad
política única e irrepetible. Con sus correspondientes riesgos, en caso de fiasco.
Pero rechazarlo supondría perder el favor del virrey, quedarse estancado en
Delhi, a la espera de que estuviera vacante alguna lejana plaza de district officer.
Y, con su carácter y su ambición, sería una renuncia de la que se arrepentiría toda
la vida. Como bien sabía, hay momentos en que lo único que se puede hacer es
arriesgar, porque quizá no vuelva a salir otra mano con un par de ases, si bien la
experiencia le había enseñado que el par de ases es una mano traicionera, que
raramente acaba ganando. Así pues, David Jameson respondió tan rápido como se
lo permitió la sorpresa.
—Creo que puede contar conmigo, sir.
—Magnífico, excelente. No esperaba otra respuesta de usted, Jameson.
Supongo que ha comprendido bien cuál es su misión y las dificultades que se va a
encontrar, ¿no es así?
David aprovechó ese único resquicio que le concedía Curzon para prevenirse
contra posibles daños futuros.
—Creo haberlo comprendido, sir, y no es eso lo que me preocupa. Lo único
que me preocupa un poco es mi falta de experiencia en el gobierno local, en las
tareas específicas de la gobernación.
—Oh, entiendo su preocupación, pero no tiene por qué angustiarse por eso.
En lo tocante al trabajo administrativo y a la aplicación de la justicia, usted
conoce las leyes y se ha de limitar a ponerlas en práctica. Para las tareas de
gobierno contará con la ayuda y la experiencia de un excelente equipo de district
officers y de los miembros de su Consejo Consultivo, que permanecen en
funciones. Lo esencial en su misión es el olfato político y diplomático, la firmeza y,
al mismo tiempo, la imparcialidad con que se ejerce el poder, tener objetivos
claros y grandes dosis de sentido común y perseverancia para llevarlos a cabo.
Por esas razones quería a alguien de sus características. ¡Todo le va a ir bien,
joven, ya lo verá!
Eso fue todo. Lord Curzon se levantó, le dio una palmada en el hombro y lo
acompañó hasta la puerta. Tras ésta se le abría la verdadera puerta de la India.
Con treinta años, tenía la responsabilidad de gobernar un territorio mayor que
Bélgica y Holanda juntas y con tantos habitantes como toda Inglaterra. De camino
a casa, el aturdimiento por aquella noticia se transformó en euforia, la euforia dio
paso a un orgullo mal disimulado y el orgullo se convirtió en una aparente
serenidad cuando entró en el salón y se encontró con la mirada ansiosa de Ann.
—¿Qué...?
—Assam.
—¿Assam? ¿Cómo?
—Gobernador.
Ella soltó un grito de sorpresa y de alegría, se levantó de un salto y se colgó
de su cuello.
—Vamos a ser felices, ¿verdad?
—Mucho. Muy felices.

Lord Curzon no se había equivocado: David Jameson era el hombre apropiado


para el puesto. Un mes después de su llegada, ya había identificado todos los
problemas apremiantes y tomado el pulso a la situación. Se encargó de los
principales conflictos, habló con las personas adecuadas en el momento adecuado
y apaciguó las fricciones. Dejó que Ann se ocupara de los detalles domésticos del
palacio y de la organización de las primeras cenas oficiales y visitas públicas.
Pasaba días enteros encerrado en su despacho o realizando trabajos de campo,
visitando el cuartel de policía, el tribunal, el hospital, las instituciones locales, y
ella lo esperaba hasta altas horas de la madrugada, no para reanudar la relación
matrimonial interrumpida, sino para darle cuenta de los asuntos del protocolo, de
los que se había encargado de forma natural e instintiva. Él lo aprobaba todo casi
sin escucharla, satisfecho y exhausto, demasiado satisfecho para hacer preguntas
o poner objeciones, demasiado exhausto para intentar volver al desenfreno sexual
en el que habían vivido en sus primeros tiempos como casados, durante las largas
y serenas noches de Delhi. Pero aquéllos también fueron tiempos maravillosos en
que ambos, sin apenas verse o hablar durante días enteros, trabajaban para un
objetivo común. Ella estaba feliz y orgullosa de sentir que lo ayudaba y él estaba
inmensamente agradecido y orgulloso. Al cabo de tres meses, una vez
establecidas las bases y la rutina del gobierno central del estado, una vez
impuesta su autoridad de modo natural y evidente entre ingleses, hindúes y
musulmanes, David comenzó a viajar por los veinticinco distritos del ahora
grandioso estado de Assam y Nordeste de Bengala. Pasaba días enteros lejos de
Goalpar, la capital y sede del gobierno, y prácticamente la única ciudad digna de
ese nombre en toda la provincia. Mientras él viajaba por el territorio, Ann
desempeñaba escrupulosamente las funciones atribuidas a una primera dama del
gobierno de una provincia de la India inglesa: visitaba escuelas y hospitales,
inauguraba asilos y orfanatos e invitaba a té —a todas a la vez— a las damas
relevantes de la sociedad local hindú, musulmana y de la colonia inglesa. En el
palacio del gobernador, cuya balaustrada se alzaba sobre el imponente río
Brahmaputra, que pasaba por allí en su camino desde el Himalaya, había
impuesto un estilo sencillo y comedido, donde imperaban el mimbre y el cristal, y
había mandado retirar los pesados muebles de oscura madera tallada y las
pomposas y retorcidas vajillas de plata. Trataba con la misma delicadeza natural a
sus invitadas, al personal del servicio y a los rosales del jardín, que se
derramaban en cascada hasta el margen del río. Su gran lujo era la música; había
dos músicos fijos en el palacio que tocaban la cítara y los timbales en alguna
estancia escondida, donde nadie los veía ni perturbaban las conversaciones. Al
final de la mañana o a la hora del té había siempre una suave música que
emanaba de las remotas entrañas de la casa y se entrelazaba con el aroma a
jazmín que venía del balcón y con el de las flores frescas, aún salpicadas de rocío,
que se cogían cada mañana y se repartían por los innumerables jarrones de las
estancias del palacio. A las horas de más calor se bajaban las finas cortinas de
bambú sobre los portales y las ventanas, con lo que se creaba un ambiente
interior de luces y sombras proyectadas sobre el suelo de madera barnizada y una
danza líquida sobre las paredes blancas de las salas. Como si toda la casa flotara,
mecida por una ligerísima brisa que detenía el tiempo y los dramas del mundo
exterior.
A David, que no paraba de recibir elogios entusiastas por el éxito de las
recepciones de Ann a las señoras de los notables de Goalpar, le encantaba volver
a casa. Después de pasar incontables días, bajo un calor sofocante, por los
polvorientos caminos del estado; después de la tensión de situaciones extremas
en que había que hacer acopio de toda la frialdad y todo el tacto disponibles para
aplacar odios irracionales que amenazaban con hacer estallar una revuelta, sin
motivo lógico, en una pequeña comunidad; después de la horrorosa experiencia
de tener que enviar a trabajos forzados en las minas de carbón a un condenado
por robo y de ver a su mujer y a sus hijos postrados a sus pies, implorando una
clemencia que él no podía ni debía conceder; después del voluptuoso terror de
días y noches persiguiendo el rastro de un leopardo que atemorizaba una aldea,
durmiendo al relente sobre el suelo de arena, con una piedra calentada en la
hoguera por almohada y el ruido de fondo de reptiles y serpientes invisibles
rondando el círculo de fuego protector; después de todo ese cansancio, de tanto
polvo y sudor, del miedo y los remordimientos, de jugarse su vida y la de los
demás tantas veces, se derretía de asombro, de ternura y de deseo cuando
regresaba a casa y lo recibían esas sombras, esa música, esos olores y esa
portentosa diosa, de frondosa cabellera rubia, ojos verdes y pecho opulento y
agitado, que lo había estado esperando. Después del baño se tomaba siempre un
gin-tonic en el balcón antes de pasar al comedor, donde las persianas
entreabiertas dejaban pasar la frescura de la noche, los aromas del jardín y el
canto de los pájaros nocturnos. Él, con su esmoquin blanco, como era habitual
entre los oficiales y caballeros ingleses a la hora de cenar y en cualquier rincón
del Raj, y Ann, con un vestido largo, escotado hasta los límites de lo resistible, y
los ojos brillantes a la luz de las velas, como los de un leopardo perseguido en
una noche de cacería.
Todo cuanto había soñado le había sido concedido. Tenía incluso más de lo
que alguna vez hubiera llegado a ambicionar. Gobernaba el inmenso territorio de
Assam y Nordeste de Bengala y a sus treinta y un millones de almas, para
quienes él era el representante directo y personal del lejano emperador de la
India, Eduardo VII, y, por consiguiente, la encarnación de la sabiduría, de la
honestidad y de la justicia. Le correspondía demostrar con pruebas la verdad de
las palabras de Kipling: que, por algún extraño designio de la Providencia, la
misión de gobernar la India había recaído en las manos de la raza inglesa.
Además de esa formidable misión, además de esa fascinante aventura política,
recibía tratamiento de príncipe, tenía un palacio al que regresar cada día y una
auténtica princesa esperándolo en el balcón de ese palacio, en la fresca sombra de
sus estancias y en el algodón purísimo de la cama de matrimonio.
Sin duda era muy discutible que la Providencia hubiera escogido a Inglaterra
para gobernar el destino de la India; al fin y al cabo, los portugueses habían
llegado primero y, después de ellos y antes que los ingleses, habían llegado los
franceses. Bombay, la puerta de entrada de los ingleses en la India, sólo se
convirtió en inglesa cuando los portugueses se la regalaron a Inglaterra como
parte de la dote de Catalina de Braganza al casarse con Carlos II, y la corona
británica se había instalado oficialmente en su virreinato sólo unas décadas atrás,
atraída por los prósperos negocios de los comerciantes de té de la City. Era
igualmente dudoso que la mayoría de los ingleses destacados en la India, ya fuera
en el ejército o en el Civil Service, sintieran del mismo modo esa llamada de la
Providencia que supuestamente los empujaba a afrontar semejante desafío. Sin
embargo, para quien conocía a David Jameson no cabía la menor duda de que él sí
había nacido para el trabajo y las funciones que ahora desempeñaba. Su ansia de
conocimiento y su entusiasmo por toda clase de tareas relacionadas con su cargo,
incluidas las que otros en su lugar despreciarían, contagiaban a quienes lo
rodeaban y poco a poco se divulgaron por toda la provincia, primero como noticia
y después como leyenda. El primer año de gobierno en Assam y Nordeste de
Bengala fue una sucesión de éxitos para David Jameson. Los oficiales ingleses lo
admiraban, confiaban ciegamente en él y se esforzaban en imitarlo y conseguir
todo cuanto les exigía, por más difícil que fuera el trabajo. Los notables locales lo
respetaban y reconocían su sentido de la justicia y la imparcialidad, puesto a
prueba en varias situaciones concretas. Los miserables veían en él su última
oportunidad y una forma humana de autoridad a la que no estaban
acostumbrados. Y Ann, su esposa, saciaba sus posibles ganas de ir con otras
mujeres, se ocupaba de todo en su ausencia, hacía inolvidable cada vuelta a casa,
era su amiga y su amante, discreta e íntima cuando la deseaba sólo para él y
exuberante y arrebatadora cuando quería que su resplandor deslumbrara a todo
el mundo.
Cuando su estilo y su autoridad acabaron imponiéndose definitivamente,
cuando el gobierno del estado comenzó a obedecer a reglas predeterminadas que
todos conocían y nadie se atrevía a cuestionar, cuando incluso los imprevistos o
las emergencias ya casi se resolvían solos, David comenzó a permitirse algunas
treguas y un cierto distanciamiento.

Nunca antes había existido y quizá nunca más volviera a existir una casta tan
extraordinaria como la de los príncipes de la India. Tanto los hindúes —marajás y
rajás— como los musulmanes —nizams y nababs— eran célebres por haber
protagonizado alguna insólita extra vagancia. Poco antes del fin del siglo anterior,
el nizam de Hyderabad, con sus dieciséis nombres propios y sus siete títulos
nobiliarios, era considerado el hombre más rico y codicioso del mundo. Gobernaba
un país de quince millones de súbditos, de los cuales sólo dos millones eran
musulmanes como él, y entre sus fabulosas y siempre escondidas riquezas estaba
el Koh-i-Noor, el fantástico diamante de 280 quilates que había sido la joya de la
corona del Imperio mogol de la India, le nía veintidós servicios de mesa para
doscientas personas cada lino, incluidos dos de plata y uno de oro macizo, pero no
celebraba más de un banquete al año y comía todos los días sentado en el suelo,
en un simple plato de latón. Tenía un cuarto de baño privado totalmente revestido
de oro, esmeraldas, mármol y rubíes, donde jamás se bailaba para ahorrar agua.
En cambio, su ejército privado estaba siempre a disposición de los ingleses, razón
por la cual podía lucir, sobre la túnica que vestía durante meses seguidos, la Star
of Indias o la Most Eminent Order of the Indian Empire. La posesión del Koh-i-
Noor, símbolo del Imperio de la India, llevó a un joven príncipe, descendiente del
anterior, a exiliarse para siempre a Inglaterra, donde vivieron, él y su diamante,
al amparo de la reina Victoria. Buphinder Sing, el Magnífico, séptimo marajá de
Patiala, no era el más rico pero seguramente sí el más imponente de los príncipes
indios, con su metro noventa de altura y sus ciento cuarenta kilos de peso.
Despachaba cada día veinte kilos de comida, incluidos tres pollos con el té de las
cinco, y tres mujeres de su harén después de cenar. Para satisfacer sus dos
grandes pasiones —el polo y las mujeres—, su palacio albergaba a quinientos
purasangres y a trescientas cincuenta concubinas, atendidas por un ejército de
perfumistas y esteticistas destinados a mantenerlas siempre apetecibles para el
apetito voraz de sir Buphinder. También su cuerpo recibía los cuidados de
especialistas en afrodisíacos, que trabajaban en exclusiva para él con el fin de
mantenerlo capaz de semejantes proezas amatorias. Con el paso de los años el
marajá acabó probando toda suerte de dietas pensadas para estimular su apetito
sexual: concentrados de oro, plata y especias, sesos de mono decapitado vivo e
incluso radio. Al final su exaltada excelencia acabaría muriendo de la más
incurable de las enfermedades: el tedio. También el marajá de Mysore vivía
obsesionado con su capacidad eréctil: la leyenda rezaba que el secreto del poder
del príncipe y de su prestigio entre sus súbditos radicaba en la calidad de su
erección. Por esa razón una vez al año, durante las fiestas del principado, el
marajá se exhibía ante su pueblo sobre el lomo de un elefante y en plena
erección. Para mantener tal vigor, también él recurría a toda clase de afrodisíacos
que los especialistas del momento le recomendaran. Su ruina llegó cuando dio
crédito a un charlatán que le garantizó que lo mejor para tener una erección
siempre lista era el polvo de diamante; su augusta majestad dilapidó el tesoro
real a base de tés de diamante a la salud de su cetro erguido. El marajá de
Gwalior, en cambio, era adicto a la caza. Mató su primer tigre a los ocho años y
desde entonces no paró; a los cuarenta ya había cazado mil cuatrocientos tigres,
cuyas pieles forraban de arriba abajo las paredes de todas las estancias de su
palacio. Cuando llegaron los primeros trenes, él y otros príncipes de su casta se
quedaron fascinados con aquel invento de los europeos. Algunos mandaron
construir trenes enteros en fábricas de Birmingham, con vagones decorados con
terciopelo francés, caoba inglesa y lámparas venecianas, para recorrer una línea
de sólo tres kilómetros, desde el palacio hasta el pabellón de invierno. Más
visionario en materia de transportes, el rajá de Denkannal construyó en su reino
una línea de ferrocarril de doscientos kilómetros, con la particularidad de que los
raíles eran de plata, por lo que el ejército del rajá al completo fue destinado a
proteger, día y noche, la integridad de la vía férrea de Denkannal. Al marajá de
Gwalior, por su parte, se le ocurrió construir la más corta y extraordinaria de las
líneas férreas de toda la India: era un tren en miniatura, también con las vías de
plata maciza, que partía de la despensa del palacio y, a través de una abertura en
la pared, entraba en el comedor. Sentado delante de un cuadro de mandos lleno
de botones, el propio anfitrión hacía correr el tren a lo largo de la extensa mesa,
pitando y encendiendo luces, y parar delante de cada invitado para que se sirviera
del vagón-whisky, del vagón-oporto o del vagón-tabaco.
Comparado con todos esos potentados y muchos otros que gobernaban
inmensos territorios autónomos de la India, Narayán Singh, el rajá de Goalpar,
era un discreto príncipe de un discreto principado. Había heredado de su padre el
gusto por la caza, el lujo y las mujeres, pero sin los excesos de su progenitor, sino
con la contención y el estilo de quien se sentía deudor de una educación
universitaria en Oxford y de una madre francesa que lo llevaba todos los veranos
de su adolescencia a la Costa Azul, mientras su padre se quedaba en Assam,
cazando tigres y devorando su poco discreto harén. Narayán era lo que, en los
albores del siglo XX, se podía llamar un príncipe indio moderno. Hablaba inglés y
francés con una pronunciación perfecta (a diferencia del árabe, del que no
hablaba ni una palabra y cuya cultura despreciaba profundamente). Lector
habitual de libros y revistas europeos, le gustaba vivir en esa cultura híbrida a
caballo entre una India primitiva, instintiva y donde el príncipe gozaba de todos
los privilegios imaginables, y el refinamiento de un mundo civilizado, de buen
gusto y discreción. Se encontraba tan cómodo a lomos de un elefante, durante
una cacería del tigre por los húmedos bosques de Assam, como en un salón de té,
entre oficiales ingleses y extranjeros de paso. Su reino era prácticamente virtual,
reducido a su bello palacio de Goalpar y a unos miles de hectáreas en la periferia
de la ciudad y otras tantas en el norte del estado. Eso le ahorraba tareas
gobernativas y estratagemas diplomáticas ante los ingleses. Era un súbdito fiel y
un altivo caballero en su casa. Su fortuna y su buen gusto no le permitían las
ridículas extravagancias de tantos otros príncipes, pero sí el lujo de correr mundo,
coleccionar obras de arte, dormir en los mejores hoteles y ser siempre, en
Londres o en París, en Venecia o en Nueva York, un prestigioso invitado de honor,
mirado con interés o incluso con envidia. Administraba sus vicios como si fueran
lujos y satisfacía sus necesidades con una elegancia exquisita. De la misma edad
que David Jameson, era un hombre guapo, con ojos oscuros y profundos, la piel
más clara que la mayoría de los indios y un bigote elegantemente retorcido por
las puntas. Tenía un gusto especial por la imprevisibilidad en la indumentaria:
tanto podía aparecer vestido como un príncipe indio, con una túnica clara con
botones de marfil y perlas sobre unos pantalones ajustados, como ataviado con el
atuendo tosco y primitivo de los cazadores del bosque de Assam o con un
impecable traje de tres piezas, de Saville Row, complementado por un bastón con
empuñadura de plata; «a man for all seasons», como decían sus detractores-
admiradores. Sacaba el máximo jugo de las circunstancias de su vida y, por eso,
como ocurre tantas veces con esta clase de hombres, su verdadero defecto, su
auténtico vicio, era el cinismo. Era cínico con los demás, con él mismo y con la
vida.
—La belleza aplasta la realeza. Aunque, en este caso, debo decir que es una
lucha desigual; la belleza deslumbrante de su excelencia, lady Ann, no tendría
rival ante mi frágil realeza de pergamino. Quiero que sepa que es un honor
tenerlos, a usted y a su marido, a mi mesa. —Dicho esto, Narayán Singh se
levantó, alzó su copa de oporto, hizo un gesto circular de saludo a la mesa entera
y se detuvo en la mirada de David Jameson, al otro lado de la mesa. Después, con
una ligera inclinación, dio un suave toque con su copa en la de Ann.
—Y es un placer —repuso ella— ser recibida por un anfitrión como su alteza.
Él hizo un vago gesto con la mano, como si dijera «dejémonos de cortesías; lo
que importa es que su compañía me resulta agradable». Y Narayán Singh era en
verdad un anfitrión perfecto. Escogía cuidadosamente a sus invitados, siempre
guiado por criterios de calidad, nunca de cantidad. El ambiente y la decoración de
las salas y de la mesa del comedor eran de un lujo recatado e íntimo. No servía
más de cuatro o cinco platos, pero todos deliciosos, y la conversación siempre era
útil e instructiva, ya se hablara de la situación local, de la India o de las noticias
llegadas de Europa. El rajá se encargaba con mano maestra de la integración de
los invitados, administraba con exactitud el tiempo que dedicaba a cada pareja o a
cada grupo y decidía el momento justo en que todos debían juntarse y cuándo los
caballeros habían de retirarse a fumar sus puros a solas después de la cena. La
música aparecía en el momento exacto, las mesas de juego se abrían en cuanto él
presentía que a algunos invitados les podía apetecer una partida de whist. Los
criados, que se movían como sombras, no dejaban que nadie se quedara ni un
minuto con la copa vacía en la mano y, a partir de las once de la noche, se servía
siempre una cena fría en un pequeño salón contiguo a la sala principal. Las
terrazas y los jardines del palacio se mantenían siempre iluminados con
candelabros y antorchas, hasta que el último invitado decidiera salir por voluntad
propia, jamás porque el rajá mostrara algún signo de impaciencia. Cuando Ann y
David le devolvían la invitación con una cena en el palacio del gobierno, se
esforzaban por estar a la altura de las recepciones del rajá, pero eran plenamente
conscientes de que no lo conseguían; saber recibir es un don específico, que se
puede cultivar pero cuya perfección es inimitable.
Narayán Singh pasaba la mitad del año —la época del monzón, el calor y las
lluvias— de viaje por el extranjero. Sus regresos a Goalpar siempre se celebraban
con recepciones que marcaban el inicio oficial de la estación normal. Después de
dos años en Goalpar, David comenzó a medir el tiempo según el rajá estuviera o
no en la ciudad. De acudir como gobernador en recepciones oficiales pasó a
frecuentar de forma habitual el palacio del rajá, y de invitado pasó a amigo.
Cuando se instaló la rutina en la gestión de los asuntos públicos —señal de que
había llevado a cabo con éxito su misión—, cuando incluso las cuestiones más
importantes ya no tenían nada de imprevisibles y podía delegar casi todas las
tareas cotidianas, la compañía de Narayán, las visitas a su palacio o las cacerías
con él se convirtieron para David en un antídoto infalible contra el tedio. Ambos
compartían la convicción de que la India —ese inmenso continente con trescientos
cincuenta millones de seres, divididos en comunidades, creencias religiosas, razas
y castas dentro de las razas— no podía gobernarse por sí misma y sólo un poder
ajeno, imperial y centralizador era capaz de llevar a buen puerto tal empresa.
Abandonada a su suerte, la India sucumbiría fatalmente a sus demonios, sus odios
y sus fanatismos. Era esencial que la alianza entre la aristocracia local, formada
por los príncipes hindúes, musulmanes o sijs, guardianes de las tradiciones y del
orden inmutable de las cosas, y la administración central inglesa, con su
aportación de justicia y democracia, se mantuviera firme e inquebrantable, como
garantía de paz civil en aquel país por definición ingobernable.
En Goalpar, capital del estado de Assam y Nordeste de Bengala, esa alianza se
sustentaba en gran medida en la cordialidad de las relaciones entre el rajá
Narayán Singh y el gobernador David Lloyd Jameson. Dos hombres nacidos en
diferentes continentes, pero unidos por la edad, por sus gustos y por una
recíproca atracción por la cultura del otro, que además comulgaban con las
mismas ideas sobre el gobierno de un territorio donde uno mandaba por
nacimiento y tradición y el otro por méritos y derecho imperial.
La presencia del gobernador, aparte de las ceremonias oficiales o las cenas
protocolarias, se hizo habitual, casi diaria, en las veladas del rajá. Una vez
acabados el trabajo del día y la cena a solas con Ann en el palacio del gobierno,
David se tomaba un brandy en el balcón y, tras pedir permiso a su mujer para
ausentarse, se dirigía al palacio real del rajá, que estaba a poco más de un cuarto
de hora en carruaje. Al principio Ann se sorprendía e incluso recelaba de aquellas
ausencias sistemáticas. Después comprendió que sólo se trataba de una especie
de ritual masculino, con unas vagas dosis de asuntos de Estado, del que no tenía
nada que temer. Una forma para él de combatir la impaciencia que su energía, en
apariencia inagotable, le provocaba. David volvía siempre a altas horas de la
madrugada, pero no era extraño que la despertara e hicieran el amor, con el
mismo frenesí con que lo hacían algunas tardes, mientras la luz se filtraba por las
cortinas de seda blanca de la ventana que daba a los jardines. Otras veces
regresaba exhausto y ella oía cómo se desvestía torpemente y se dejaba caer
como un peso muerto en la cama, a su lado; en esas ocasiones ni siquiera hablaba
con él, se hacía la dormida y dejaba que se durmiera al instante. Pero nunca
sintió que volviera borracho o descompuesto y jamás, llegara a la hora que
llegara, dejaba de levantarse infaliblemente a las seis y media de la mañana para
estar en su despacho de trabajo a las ocho en punto. Cualquier otro no habría
aguantado aquel ritmo ni una semana, pero David parecía estar hecho de una
pasta especial que le permitía resistir no sólo las constantes e interminables
veladas en el palacio del rajá, sino también las largas y extenuantes marchas por
la selva, escopeta al hombro, en expediciones de caza que llegaban a durar varios
días y que emprendía siempre con la alegría de un niño en busca de aventuras.
Como todas las mujeres de la colonia inglesa de Goalpar, Ann había oído
hablar del harén del rajá, pequeño en cantidad según los cánones vigentes entre
los príncipes de la India pero, por lo que se decía, seleccionado con gusto de
sibarita. Imaginaba que durante esas reuniones de hombres en casa del rajá el
harén estaría por allí, a la vista y a disposición de los pocos y escogidos invitados.
Pero eso, por extraño que pareciera, no la atormentaba. Evidentemente, saber
que él era estéril suponía una garantía para su orgullo de mujer, pero no se
trataba sólo de eso; había una seguridad en su relación, en la manera en que él
seguía amándola —no como al principio, pero cada vez más refinada y
apasionadamente—, que la llevaba a despreciar y a preferir ignorar lo que fuera
que pasase en aquellas reuniones privadas de hombres por las que David se
ausentaba casi todas las noches.
Y, lo que era aún más extraño, Ann tenía razón al no preocuparse; en ese
sentido, nunca ocurrió nada durante las visitas de David al palacio de Narayán.
Era cierto que las mujeres del harén andaban por allí, servían bebidas a los
invitados, se dejaban cortejar y en ocasiones bailaban para ellos la danza de los
velos o la del vientre, tras las cuales solían acabar desnudas. Ya en la primera
noche Narayán insinuó sutilmente a David que todas ellas, incluidas sus favoritas,
estaban a su disposición. Algunos invitados aceptaban el ofrecimiento, unos de
vez en cuando y otros por sistema. En cualquier caso, nunca se hacía nada en el
salón principal, a la vista de todos, pues eso se habría considerado una grosería;
había alcobas anexas, con camas cubiertas por sábanas de raso y cojines de
terciopelo e iluminadas con velas, donde las concubinas del harén del rajá de
Goalpar distraían a los invitados que lo desearan, primero masajeándolos con
aceite de cedro y esencias exóticas, y después preguntándoles con delicadeza por
sus preferencias sexuales. Pero David nunca se retiraba a esas habitaciones. En
ocasiones accedía, con un entusiasmo que era poco más que una forma de
cortesía hacia su anfitrión, a que una de las más bellas jóvenes del harén se le
arrimara, rozándose con él y pasándole la mano suavemente por el cuerpo,
cuando se encontraba solo, recostado en un sofá o en un diván. Él le devolvía las
caricias, sentía sus pechos bajo la fina seda del sari, el contorno de sus caderas, la
piel suave de sus piernas, la delicadeza de sus muñecas o la humedad de su
lengua. Pero ahí quedaba todo, porque la dignidad de su cargo le imponía esa
contención ante los demás o, más probablemente, porque el orgullo que sentía
por estar casado con Ann pasaba por demostrar a los demás que no encontraba
allí, pese al esplendor de la oferta, nada que superara a lo que tenía en su propia
casa. Tampoco Narayán se retiraba nunca, en presencia de sus invitados, con
ninguna de las concubinas de su harén. En verdad no necesitaba hacerlo delante
de ellos, y si mantenía el harén era porque disfrutaba de él, pero su dignidad
como príncipe y como anfitrión lo obligaba al mismo recato que él, visiblemente,
admiraba y respetaba en David.
Las actividades de aquel reducido grupo —dos o tres ingleses, un reputado
comerciante local musulmán y siete u ocho representantes de la alta sociedad
hindú— durante las veladas en casa del rajá consistían básicamente en beber,
fumar, charlar y, sobre todo, jugar. Se jugaba muy fuerte, hasta altas horas de la
madrugada, y se ganaban y perdían sumas considerables, siempre con buenas
maneras y con la aparente indiferencia de quien juega para pasar el rato, no para
hacer girar su rueda de la fortuna. Los jugadores entraban, salían y volvían a
entrar en la partida, en la gran mesa octogonal de póquer, en función de sus
golpes de buena o mala suerte o de sus corazonadas, pero siempre, mediada la
noche, hacían un intermedio con objeto de tomar un ligero refrigerio, para lo cual
se retiraban a una sala cercana donde comían y charlaban, mientras los criados
limpiaban los ceniceros y ordenaban la sala de juego. Una vez que acababan de
comer, cada uno debía decidir si continuaba en una segunda sesión de juego o
abandonaba la partida y se quedaba charlando con algún otro, se retiraba a una
alcoba interior con alguna escogida del harén —para consolarse de su mala suerte
o para desmentir el dicho de que no se puede ser afortunado en el juego y en el
amor— o simplemente se marchaba a casa y daba por terminada la noche. Pero
había unas reglas de caballeros que todos respetaban: quien comenzaba la
primera sesión de juego tenía que llegar hasta el intermedio, a menos que
hubiera perdido ya una gran suma; quien comenzaba la segunda sesión debía
llegar hasta el final, y lo que, por encima de todo, suponía una ofensa mortal —y
comportaba no volver a ser invitado jamás— era empezar a jugar y retirarse
antes de tiempo cuando se estaba ganando, porque eso significaba que se iba allí
para ganarle dinero a los amigos, no a pasar una velada civilizada entre
caballeros.

El superintendente de la policía de Goalpar, Alister Smith, llevaba ya quince


años de servicio en la India y cuatro en aquel cargo. Era un buen puesto y a él le
gustaban su trabajo y la ciudad. No se imaginaba viviendo en otro país que no
fuera la India, pero esperaba que, después de pasar por Assam y Goalpar, le
reservaran un destino más agradable, quizá Bombay, o incluso la capital. No era
que el trabajo allí fuera especialmente duro o los crímenes frecuentes; los casos
realmente graves no abundaban y no había constancia de que entraran bandidos
llegados de otros estados. Cuando por decisión del virrey Assam se unió al
Nordeste de Bengala, hubo momentos de gran hostilidad entre las comunidades
hindú y musulmana, y Alister Smith, que llegó a temer lo peor, desplegó todos
sus efectivos y pasó a vivir en máxima tensión durante las veinticuatro horas del
día. Sin embargo, la llegada del nuevo gobernador, la firmeza y la imparcialidad
que había demostrado con ambas comunidades y el talento diplomático que Alister
Smith pronto descubrió en David Jameson apaciguaron los ánimos y fueron
determinantes para que el nuevo estado pudiera nacer sin convulsiones y para
que las aguas volvieran a su cauce. Alister pensaba que había sido todo un acierto
escoger a un gobernador que, pese a parecer demasiado joven e inexperto para el
cargo, tenía la virtud, rara entre los oficiales superiores del India Civil Service, de
no limitarse a hablar en inglés, sino también en hindi y en el árabe de la India. El
gobernador le inspiraba respeto y confianza, sentimientos ambos que compartían
la mayoría de los miembros de la comunidad administrativa inglesa de Assam y
los notables autóctonos, y que era la única garantía de que la autoridad se
establecía de forma natural, de arriba abajo, a lo largo de la extensa cadena de
mando que gobernaba a aquellos treinta y un millones de habitantes.
Aquel domingo, en su despacho de la comisaría central de policía, situada en
la parte alta de la ciudad, Alister Smith parecía extrañamente preocupado. A
pesar de ser su día libre, había acudido allí cargado con un saco de arpillera y,
después de pedir al oficial de servicio que no lo molestaran, se había encerrado
bajo llave en su despacho. Depositó el contenido del saco encima de una mesa
frente a su escritorio y se sentó a mirar los objetos que él en persona, sin ningún
policía que lo acompañara, había ido a rescatar de una tienda de joyas y
antigüedades del barrio judío. Se trataba de un par de candelabros de plata
maciza, para tres velas cada uno, con incrustaciones de oro y rubíes. Ambos
tenían en la base sendas inscripciones que, leídas juntas, formaban la frase:
«Aeterna Fidelitas — Shrinavar Singh, 1888.» Shrinavar Singh había sido el
padre y antecesor del actual rajá de Goalpar, y la frase «aeterna fidelitas»
significaba sin duda una promesa de lealtad a la corona inglesa. Aquel par de
candelabros, cuyo valor ni se atrevía a calcular, sólo podía provenir del palacio del
gobernador. Al pensarlo, Alister Smith sintió que un escalofrío le bajaba por el
espinazo. Volvió a guardar cuidadosamente los candelabros en el saco de
arpillera, ordenó que le prepararan un carruaje y, en contra de todas las normas
dictadas por la buena educación y la jerarquía, decidió ir a molestar al gobernador
a su casa, un domingo por la tarde.
Ann y David estaban en el jardín, disfrutando de la ligera brisa del final de la
tarde que les llegaba a través de la humedad del río cercano. Un criado se había
acercado portando una bandeja con té y pastas para Ann y una jarra de limonada
fresca para David. Él estaba tumbado en un diván de mimbre, con el vaso de
limonada en el suelo, y leía el Times of India, saltándose alguna que otra línea a
causa del sopor que lo había invadido, como a un gato tendido al sol. Ella estaba
sentada en una sencilla silla también de mimbre, con un libro cerrado desde hacía
rato sobre la mesa, y oía el correr de las aguas del Brahmaputra, esas aguas
sagradas que, en sus fantasías metafísicas, creía que protegían también su
matrimonio y la eternidad de instantes pacíficos y mágicos como aquél. Miraba a
David distraída, con una profunda sensación de ternura y bienestar, y por
enésima vez lamentó que aquel hombre, su marido, no pudiera darle un hijo, que
en aquel momento estaría allí jugando en la hierba, completando la perfección de
aquella tarde.
Llevaban ya dos años y medio en Assam. El tiempo había pasado muy rápido
al principio, cuando David andaba de un lado para otro, recorriendo el estado de
punta a punta, en un ansia por conocerlo y organizarlo todo que lo mantenía lejos
de casa durante semanas. En ocasiones ella lo había acompañado en algunos de
esos viajes y había podido sentir el mismo cansancio que él, comprender la
importancia de su misión allí y aprender a admirarlo aún más por su energía, su
determinación y la tenacidad con que afrontaba cada misión. Después las cosas se
estabilizaron, los viajes de David dejaron de ser tan frecuentes y tuvieron más
tiempo para estar juntos y hacer amigos en Goalpar, a pesar de las constantes
escapadas de él a casa del rajá, en la época en que éste se encontraba en la
ciudad («tu monzón particular», como ella le decía con una ironía teñida de cierto
reproche). El tiempo empezó a correr más lentamente y a Ann le dio por pensar
que al cabo de dos años seguramente trasladarían a David a otro destino e
intentaba adivinar lo que les reservaba el futuro. De dos cosas estaba segura: él
jamás dejaría la India y ella jamás lo dejaría a él. Pero, entre una misión y otra,
seguro que tendrían tiempo y ocasión de viajar a Inglaterra, para que ella
conociera por fin la que era su patria, aunque sólo fuera por apellido. Cuando
volvieran la vista atrás, verían Goalpar como un lugar de paso y de aprendizaje,
pero también como la época en que, a solas el uno con el otro, lejos de la familia
y de los amigos de Delhi, habían ido consolidando poco a poco su matrimonio.
Había resultado más solitario para ella, que había hecho pocas amigas de verdad
en Goalpar. Era demasiado liberal para las convenciones locales, no sentía
ninguna afinidad con las damas de la colonia ni tenía paciencia para sus
conversaciones, los suspiros y las insinuaciones con que lamentaban, sin llegar a
decirlo, la monotonía de su matrimonio y el tedio de su vida conyugal. David tenía
un estado que administrar, problemas para resolver todos los días, la caza y los
viajes por el territorio y las veladas masculinas en casa del rajá. Ella no tenía
nada de eso. Se entretenía leyendo o paseando por el jardín, y sus grandes
momentos solitarios de placer eran las sesiones de masaje con su criada Ariza,
que rozaban los límites soportables de sensualidad. Por la noche David recogía los
frutos de ese trance controlado y cada día se asombraba y deleitaba más con la
sexualidad libre, casi animal, de su esposa. Ninguna mujer lo había excitado
jamás como Ann; que ella fuera, además, su legítima esposa era una rareza social
en aquellos tiempos y un don que él agradecía a los cielos.
En aquel preciso instante Ann lo observaba dar cabezadas con el periódico en
las manos, como si contemplara a una fiera apaciguada. En su mirada había un
brillo malicioso y posesivo que susurraba por los recodos más íntimos de su
cuerpo, como susurraba el suave viento por entre los sauces de la orilla del
Brahmaputra. Yoghind, el mayordomo del palacio, vino a interrumpir la modorra
de él y los pensamientos de ella; les anunciaba la inesperada visita del honorable
Alister Smith, que pedía permiso para perturbar el descanso dominical de sus
excelencias con un asunto que requería la atención inmediata del gobernador.
David, que se había despertado de golpe, se levantó de un salto, apartó las
innumerables páginas del Times of India y, casi a gritos, dijo a Yoghind:
—¡Mándelo entrar ahora mismo!
—¿Quieres que salga, querido? —le preguntó Ann, un poco asustada.
—No; no es necesario. Seguro que no será un secreto de Estado.
Alister Smith entró, con la gorra en la mano, deshaciéndose en disculpas y
estrechó con la mano húmeda de sudor la del gobernador. David le acercó una
silla y le dijo:
—Siéntese, Alister. ¿Quiere tomar algo? ¿Un té, una limonada...?
—Una limonada me sentaría de maravilla, sir.
Ann hizo un gesto a Yoghind, que corrió a buscar otro vaso. Cuando llegó con
él, David le indicó con una señal que se retirara.
—¿Qué le trae hoy por aquí, Alister? ¿Y qué es ese misterioso paquete que
tiene ahí?
Alister Smith bebió un trago de limonada, como para hacer acopio de valor.
Se miraba la punta de los zapatos de su uniforme pensando si estarían lo bastante
lustrosos para presentarse con ellos en casa del gobernador. Parecía un crío que
iba a pedir perdón por alguna travesura.
—El asunto que me trae aquí, sir, es precisamente el contenido de este
paquete.
Se puso a abrir el saco de arpillera y el envoltorio de hojas de periódico que
escondían los preciosos candelabros. Lo hacía torpemente y con las manos
trémulas, lo que aumentaba la impaciencia de David y la preocupación de Ann.
Por fin retiró todos los papeles y sacó los dos candelabros, uno en cada mano. Ann
reprimió una exclamación de sorpresa.
—¿Reconoce esto, sir?
—¡Por supuesto! —respondió Ann, sin esperar la reacción de David—. Son los
candelabros del salón rojo, un regalo del anterior rajá durante el gobierno de sir
John Percy. ¿De dónde los ha sacado, señor Smith?
David le indicó que callara con un gesto de la mano.
—De la tienda de un judío que comercia con antigüedades, plata, oro y
piedras preciosas. Un tal Isaac Rashid, muy conocido aquí, en la ciudad.
—Conozco muy bien al señor Rashid, he comprado varias veces en su tienda.
—Ann no pudo contenerse—. ¿Y cómo es posible que el señor Rashid tuviera en su
poder objetos que son propiedad de este palacio y de la corona?
—¡Ann, por favor! —David empezaba a ponerse pálido; de rabia, pensó ella—.
Deja que el superintendente termine de explicar lo que tiene que explicar y no lo
interrumpas.
—Lo primero que me gustaría saber, sir, es si no había echado de menos estos
candelabros.
Esta vez, y a pesar de la orden anterior, David lanzó una mirada interrogativa
a Ann.
—No... no. Quizá —empezó a decir ella— porque hace días que no paso por el
salón rojo. O a lo mejor he pasado y no me he fijado. Comprenderá que no
estamos pendientes de si falta algo en las salas, a menos que se haya llevado a
limpiar. Un momento... ¡claro! ¡Yoghind! ¡Yoghind, ven aquí!
—¿Sí, señora?
—Yoghind, ¿sabías que faltaban estos candelabros del salón rojo?
El criado bajó la mirada y, tras un breve silencio, respondió:
—Sí, señora.
—¿Ah, sí? ¿Desde cuándo?
—Desde anteayer.
—¿Desde anteayer? ¿Y no me dijiste nada?
Yoghind, mayordomo del palacio del gobernador desde hacía catorce fíeles e
intachables años, volvió a bajar la cabeza y se quedó en silencio. Ann lo miraba
sin dar crédito a lo que estaba pasando. Fue David quien intervino:
—Vamos, Yoghind, dime por qué no le contaste nada a tu señora cuando viste
que faltaban los candelabros.
—Pensé que la señora o el señor gobernador se los habrían llevado para
alguna tasación, para que los restauraran o por algún otro motivo.
—¿Y no se te ocurrió —preguntó Ann, que estaba cada vez más encendida—
que podía haberlos robado algún miembro del servicio o alguien que hubiera
entrado a escondidas?
—No, señora, me aseguré de que nada de eso hubiera ocurrido.
—¿Que te aseguraste? ¿Cómo? Entonces, ¿cómo explicas que acabaran en la
tienda de un comerciante del barrio judío? Porque su pongo que estarían a la
venta, ¿no es así, señor Smith?
—Sí —respondió éste—, estaban a la venta. Fue un súbdito inglés quien, al
entrar en la tienda, los reconoció y denunció el caso en comisaría.
—Bien, Yoghind, puedes retirarte. —David parecía ahora dispuesto a tomar las
riendas del asunto—. Por lo que veo, Alister, estamos ante un caso policial
normal, con la única diferencia de que afecta al patrimonio de este palacio. Estoy
convencido de que sabrá resolver este misterio rápidamente. Teniendo en cuenta
la naturaleza de estos objetos, creo que sería aconsejable mantener la máxima
discreción. A partir de ahora trataremos este asunto exclusivamente entre usted y
yo. Mañana, en cuanto tenga novedades, preséntese en mi despacho. ¿He sido
claro?
—Sí, sir... Sólo una cosa más...
—No, Alister. Mañana, en mi despacho. Usted y yo. ¿He sido claro o no?
Alister, con la cara y su escaso cabello brillantes de sudor nervioso, seguía
con un candelabro en cada mano, como si tuviera ganas de lanzarlos al río y
acabar de una vez con aquel tormento. Tragó saliva dos veces, pero ni ante la
mano tendida de David hizo ademán de retirarse.
—¿Y... los candelabros, sir?
—¿Qué pasa con los candelabros?
—Son la prueba del delito, sir...
—¿Del delito? —David comenzaba a estar fuera de sí—. ¡Pero si usted aún no
sabe si aquí ha habido algún delito!
—Son la prueba de los hechos, sir.
—¿De los hechos? ¿Y qué?
—Pues que debo llevármelos de nuevo, sir, y guardarlos como prueba, hasta
que se esclarezcan los hechos y se dé por cerrado el proceso.
Por primera vez David sintió un estremecimiento de malestar. La palabra
«proceso» sonó como un tiro de aviso dentro de su cerebro. Miró a Alister Smith a
la cara; desde el día en que lo conoció y lo vio trabajar, aun antes de leer su
historial, estaba convencido de que Alister era un hombre serio, comprometido
con sus obligaciones, fiel a la ley y a sus formalismos. Obediente con la autoridad
y leal con sus superiores. Un policía modélico, con un estilo de otros tiempos.
—Vamos a ver, Alister —dijo con una voz forzadamente tranquila—, no cabe
duda de que los candelabros pertenecen al palacio, ¿no es así?
—No, sir, no hay ninguna duda. Ya los han identificado cuatro personas y
unas cuantas docenas más los identificarían sin dudarlo ni un segundo.
—Entonces, si está claro de quién son propiedad, su lugar está aquí y aquí
debe dejarlos, independientemente de que más adelante puedan reclamarlos por
un tiempo para su identificación o, si fuera menester, como prueba. ¿Estamos de
acuerdo?
La mirada triste del superintendente reflejó por un segundo una leve
indecisión. Después, en silencio, entregó los candelabros a David y se despidió de
Ann y de su gobernador con una inclinación de cabeza.
—Hasta mañana, pues, sir.
David observó cómo se alejaba por el jardín, en dirección a la puerta. De
repente se fijó en lo rápido que parecía haber envejecido el superintendente de
policía en aquellos dos años y medio: tenía los hombros un tanto encorvados y su
paso ya no era tan firme como él recordaba. Con un suspiro, tendió los
candelabros a Ann y poniéndole una mano en el hombro dijo:
—En fin, entremos en casa. ¡Qué asunto tan desagradable!

Algo había cambiado en la actitud y en la expresión del superintendente


Alister Smith cuando, a la mañana siguiente, entró en el despacho del
gobernador. Era el mismo funcionario leal, cumplidor y obediente con su superior,
pero ya no era un hombre asustado de sus propias responsabilidades.
—Sir, antes de nada quería pedirle disculpas por presentarme ayer en su casa
con este asunto. Ahora comprendo que, como dijo su excelencia, este tema hemos
de tratarlo entre nosotros dos.
—Disculpas aceptadas, Alister. No se preocupe más por eso. Ahora, vamos al
grano. ¿Qué tiene que decirme?
—¿De verdad no sabe lo que tengo que decirle, sir?
—No, Alister, estoy esperando a que me lo diga. ¿A qué conclusiones ha
llegado?
Alister Smith tomó aire. Sentía una sincera simpatía por David Jameson, como
hombre y como gobernador. Admiraba su trabajo en Assam, su personalidad, sus
cualidades como jefe y como estadista. Y ahora se encontraba con aquel terrible
asunto... Había pasado la noche en vela intentando encontrar una forma de evitar
aquello, pero no se le había ocurrido ninguna. Ya no había lugar para
subterfugios. Se preguntaba cómo reaccionaría el gobernador y esperaba que no
le pusiera las cosas aún más difíciles.
—Sólo hay dos hipótesis, sir: o alguien robó los candelabros y fue a
vendérselos al señor Isaac Rashid, o alguien se los vendió sin haberlos robado.
—¿Y cuál de las dos le parece más probable, Alister? —David había encendido
un cigarrillo y miraba, aparentemente distraído, el humo que serpenteaba en
dirección a la luz que entraba por la ventana.
—En realidad no es una hipótesis, sir, sino una certeza; nadie robó los
candelabros del palacio.
—¿Y qué le lleva a concluir eso con tanta seguridad?
—Varias razones que podría exponerle si fuera necesario, sir, pero las dos
principales son que nadie se atrevería a hacerlo y que Isaac Rashid, que es un
comerciante respetado en la ciudad, jamás aceptaría objetos robados del palacio
del gobernador y cuyo origen conocía perfectamente.
—En ese caso, se los vendió alguien con poder para hacerlo, ¿no es así?
—Exactamente, sir.
—¿Y quién es ese alguien? —David estaba ahora de pie, frente a la ventana
desde donde se divisaba la plaza central de Goalpar y de espaldas a Alister. Oyó la
respuesta, que ya adivinaba, sin inmutarse.
—Su excelencia, sir.
David dio media vuelta y miró a su jefe de policía a la cara.
—¿Y por cuánto vendí esos candelabros al señor Rashid?
—Por cincuenta mil libras, sir. La cantidad necesaria para cubrir sus deudas de
juego, contraídas en el palacio del rajá.
—Veo que está bien informado sobre mi vida privada, Alister.
—Forma parte de mi trabajo, sir. No su vida privada, sino sólo los aspectos
que puedan ser comprometedores para el gobierno del estado y para los intereses
británicos.
Había un leve temblor en la voz de Alister Smith y a David le pareció adivinar
un atisbo de lágrimas en sus ojos. En cuanto a él, se sentía sumergido en una
especie de niebla irracional, como si flotara dentro de una pesadilla. «Este hombre
es una persona seria», se dijo, pero eso no logró disipar la niebla. Nada disiparía
ya aquella niebla, aquella náusea.
—Alister, creo que no vale la pena seguir fingiendo con usted. Como
esperaba, ha cumplido con su trabajo de forma competente. La única salida que
me queda es apelar a la simpatía que pueda sentir por mí. Como sabrá, sacar a la
luz este caso supondría mi deshonra pública y el fin de mi carrera. ¿Puedo contar
con su ayuda y su amistad para evitar esa catástrofe?
—Sir, siempre he sentido por su persona la mayor admiración y lealtad. Creo
que su nombramiento como gobernador ha sido lo mejor que podía haberle
ocurrido a esta tierra. Haré todo cuanto esté en mi mano para ayudarlo, siempre
que eso no suponga la deshonra y la desgracia de ambos. Diga qué quiere que
haga.
—¿Qué pruebas tiene Rashid de que yo le vendí los candelabros?
—El recibo que su excelencia le firmó.
—¡Ah, desgraciado, me había olvidado de eso...! Pero también quedó escrito y
firmado por ambos que yo tenía el plazo de un mes para recuperar los
candelabros al precio de venta.
—Cierto, sir, he leído esos papeles. El problema es que él exige que los
candelabros vuelvan a su tienda y pretende mantenerlos expuestos durante ese
mes, y expuestos seguirán después si en ese plazo su excelencia no los ha
comprado. De ese modo, toda la ciudad se enterará de que tiene a la venta
legalmente los candelabros que el antiguo rajá de Goalpar regaló a la corona
inglesa en señal de lealtad a Inglaterra.
—En ese caso, Alister, lo único que le pido es que lo convenza de que los
candelabros permanezcan durante ese mes en el palacio, mientras yo hago lo
posible por conseguir las cincuenta mil libras.
—Ya lo he intentado esta mañana, sir, antes de venir aquí. Perdí una hora
tratando de convencer al judío, pero no cedió.
—¿Por qué? ¿Qué le cuesta? ¿Quiere destruirme?
—Él dice, sir, que un inglés lo denunció por poner a la venta objetos robados
del palacio del gobernador y que ahora aparece señalado como sospechoso de tal
delito. Dice que está en juego su reputación como comerciante honrado y que la
única forma de limpiarla es demostrar que la acusación es infundada, y para eso
necesita recuperar los candelabros y ponerlos en exposición. Además, amenazó
con denunciar a la policía de Goalpar por robo, por haber sustraído de su tienda
unos artículos que le pertenecían y por los que había pagado cincuenta mil libras,
como consta en los documentos que dan fe de la legalidad de la venta. Amenaza
también (y perdone que reproduzca sus palabras exactas) con acudir a los
periódicos para denunciar a la policía de Goalpar de haberlo acusado de un falso
delito para proteger al verdadero delincuente —Alister Smith hizo una pausa,
azorado—, que, en este caso, sería su excelencia...
David sintió que el mundo se le caía encima. En aquel acto desesperado lo
había previsto todo, menos que un inglés entrara en la tienda del judío,
reconociera los candelabros y acudiera a denunciar el caso a la policía. Aun así,
alguna solución tenía que haber. Su historia, su India no podían acabar así, por
culpa de una noche de locura en una mesa de juego.
—Algo se podrá hacer, ¿verdad, Alister? Rashid tendrá que aceptar algún
acuerdo, tendrá que darme tiempo para resolver la situación, para conseguir el
dinero, para acabar con esta pesadilla...
—Lo he intentado todo, sir, créame. Si yo tuviera esas cincuenta mil libras,
aunque fuera todo el dinero juntado en treinta años de servicio en la India y
todos los ahorros para mi jubilación, le juro que se las prestaría sin dudarlo. Ni se
imagina lo que me duele ver al más brillante gobernador que he conocido
derribado por un simple comerciante de antigüedades judío.
—Pero ¿qué plazo me da? Porque me dará algún plazo, ¿no?
—Veinticuatro horas, sir.
—¿Veinticuatro horas?
—Sí. Le da de plazo hasta mañana por la noche para que le pague las
cincuenta mil libras o le devuelva los candelabros.
—Y usted, Alister, ¿qué plazo me da?
—Lo lamento, sir, créame, lo lamento de corazón, pero no tengo nada mejor
que ofrecerle. Si su excelencia no saca de algún sitio esas cincuenta mil libras
antes de la noche de mañana, tendré que ir al palacio para recuperar los
candelabros y devolverlos a la tienda del señor Rashid. No tengo alternativa, si no
quiero que se inviertan los papeles y acaben acusando a la policía de robo. Serían
dos escándalos en vez de uno.
—¿Y cuándo enviaría su informe a Delhi?
—Dos o tres días después.
Se produjo un silencio abochornado en el despacho. Todo cuanto Inglaterra
pretendía simbolizar en la India, sus virtudes, su seriedad, su sentido del deber,
acababa de hacerse añicos en aquella sala, con dos hombres unidos en la
conciencia de la catástrofe e inexorablemente separados en sus consecuencias. El
gobernador más brillante de Assam, el miembro más prometedor del India Civil
Service, había sido vencido en una mesa de juego y se veía humillado a los pies
de un comerciante de antigüedades. La magnitud del desastre hacía inútiles las
palabras.
David se dejó caer en una butaca, totalmente derrotado. Sacó fuerzas de
flaqueza para terminar la conversación con un mínimo de dignidad.
—Alister, le agradezco su discreción y todo lo que ha intentado hacer para
salvarme el pellejo. En veinticuatro horas tendrá mi respuesta y, a menos que
existan los milagros, le daré carta blanca para que haga lo que tenga que hacer.
Ahora, si no le importa, me gustaría estar solo.

***

—¡No es posible, David! ¿Perdiste cincuenta mil libras jugando en casa del
rajá?
—Sí, Ann. Por desgracia, así es.
—¿Y contra quién las perdiste?
—¿Qué más da? ¿Qué importa eso ahora? El caso es que las perdí.
—¿Contra quién las perdiste, David? —Ann gritaba ahora tanto que David
temía que la oyeran los criados—. ¿Contra quién, David? ¡Dímelo! ¡Tengo derecho
a saber el nombre de los que van a destruir mi vida!
—Eso no tiene importancia, Ann. El que ha destruido tu vida soy yo. Soy el
único culpable.
—Dímelo, David. Si no me lo dices, voy a salir a preguntárselo a todo el
mundo.
—No ganarás nada, amor mío. Desgraciadamente aquella maldita noche perdí
contra todos: dos ingleses y tres indios de Goalpar. Perdí contra todos, tenía una
noche en que todo me salía mal. Fue una pesadilla; intenté recuperarme, quería
creer que mi suerte iba a cambiar, que aquella fatalidad tenía que acabar en
alguna jugada y que, en un golpe de fortuna, podría al menos minimizar las
pérdidas y llegar a una cantidad razonable que me permitiera negociar el pago de
la deuda. Pero no; en cada jugada se repetía la pesadilla, como si fuera algo
predeterminado. Cuando llegué a las cincuenta mil libras, el rajá ordenó que se
acabara la partida.
—¿Conque el rajá lo ordenó? Y él ¿cuánto te ganó?
—Él no jugó esa noche.
—¿Cómo? ¿Su alteza se quedó fuera, asistiendo a tu hundimiento, y se limitó
a decir «¡basta!» cuando creyó que ya era suficiente?
—No, Ann, él no jugó porque no le apetecía. A todos nos pasa alguna vez.
—¡Pobre idiota! ¡Tan brillante para algunas cosas y tan ingenuo en la mesa de
juego! ¿No ves que él estuvo jugando todo el tiempo, incluso cuando se quedaba
fuera? A él le daba igual perder o ganar cincuenta mil libras en una noche. Lo que
de verdad le divertía era jugar con vosotros, para propiciar vuestra fortuna o
vuestra ruina. A ti te ha traído la ruina, ése era su juego.
David se quedó mirándola, petrificado. Nunca se le había ocurrido. Nunca
imaginó que fuera ella, no él, el más lúcido e inteligente de los dos.
—¿Sabes qué vas a hacer ahora, David? ¿Sabes qué es lo único que puedes
hacer? —Ann se había puesto de pie y caminaba de un lado a otro del enorme
dormitorio que ocupaban en el palacio del gobernador—. Vas a exigir al rajá de
Goalpar, el honorable Narayán Singh, su valerosa alteza, súbdito leal de la corona
inglesa y tu compañero de cacerías, de juego y quién sabe de qué más, que
liquide en menos de veinticuatro horas la deuda que contrajiste en el casino
clandestino que ha montado en el palacio de sus respetables antepasados. ¡Eso es
lo que vas a hacer!
Tras las encendidas palabras de Ann se produjo un largo silencio. Ella
esperaba una respuesta y David se tomó el tiempo suficiente hasta estar
convencido de que no se echaría atrás en la única respuesta que podía darle.
Exhaló un hondo suspiro y dijo, en una voz tan baja que ella creyó haber oído
mal:
—No, Ann, ésa es una de las pocas cosas que estoy seguro de que no voy a
hacer. Las otras son mandar matar a ese judío malnacido que me está
chantajeando y destituir al jefe de policía para intentar echar tierra a la
investigación que ha abierto. No haré nada de eso.
—¿Y por qué, si puede saberse?
—Por una cuestión de honor.
—¿De honor? —Ann hizo un gesto con la mano, como si arrojara un trapo al
suelo—. En este momento tu honor no vale nada. Mejor dicho, vale cincuenta mil
libras. Sácalas de donde sea o ingéniatelas para que te perdonen la deuda y
podrás recuperarlo.
David sintió aquella humillación como una finísima lámina que le atravesara
el pecho. Se había visto humillado por un vulgar comerciante judío, por el jefe de
policía que estaba a sus órdenes y, ahora, por su propia mujer. Lo único que podía
hacer era poner un límite, marcar un línea fronteriza en aquel asunto.
—Ann, no voy hacer ni una cosa ni la otra. No voy a pedir a cinco personas
que me devuelvan el dinero que perdí y que me perdonen la deuda, porque las
deudas de juego son deudas de honor. Y no voy a pedir al rajá de Goalpar, que es
un súbdito y un aliado de la corona inglesa, que me regale o me preste cincuenta
mil libras, que jamás podré devolverle, para salvar mi carrera y mi reputación. Si
lo hiciera, estaría faltando por segunda vez a mis obligaciones y quien me
sustituyera en el cargo se encontraría con un gobierno endeudado eternamente
con el rajá y sus descendientes. Prefiero sufrir la vergüenza que merezco a
cometer ese acto de deslealtad.
—Entonces, ¿qué piensas hacer?
—Nada. No hay nada que pueda hacer en veinticuatro horas para evitar este
desastre. Por desgracia, los milagros no existen. Mañana comunicaré a Alister que
me es imposible abonar mi deuda y notificaré a Delhi mi dimisión y las razones de
ella.
—¿Y después?
David la miró a los ojos, en silencio. Dos gruesas lágrimas se deslizaron por su
cara, pero mantuvo la mirada fija en ella. Vio, una vez más, lo guapa y
maravillosa que era y sintió un escalofrío al pensar que era suya. Su mujer.
—Después, amor mío, dependerá de ti. Si te quedas conmigo, dedicaré todos
los días de mi vida a intentar merecer tu perdón, y todo el daño que puedas
hacerme, aunque sea por capricho o por venganza, lo aceptaré como el precio que
debo pagar por la deshonra que he hecho caer sobre ti y tu familia. No te digo
esto a la ligera, ni como disculpa improvisada. Al contrario, he pensado mucho en
nosotros desde ayer y lo único que quiero ahora es luchar por lo que me queda,
que eres tú. Si te quedas conmigo, volveré a comenzar nuestra vida desde cero,
de otra manera, en cualquier lugar y haciendo lo que haga falta. Si te marchas, lo
comprenderé y aceptaré, sin objeciones, y seguiré solo mi camino. Creo que en
estos momentos es todo lo que te puedo decir. No puedo ofrecerte nada más ni
hacerte ninguna promesa, nada. Sólo quiero que sepas que te amo, cada día más,
y que me siento miserablemente triste por lo que te he hecho.
Ann salió de la habitación y, al atravesar los salones escasamente iluminados
con velas medio consumidas, no pudo evitar una sonrisa irónica al ver que aún
ardían las seis velas de los candelabros de la tragedia, en el salón rojo. Cruzó la
puerta principal y salió al jardín, donde la luz de la luna llena dibujaba en el suelo
manchas de claridad y sombras de misterios por descifrar. Oyó, como siempre en
los últimos años, el rumor del río sagrado, que corría por detrás del jardín, y
aspiró el aroma nocturno de los rosales húmedos, suspendido en el aire. Pensó en
la paz de los años pasados allí, en la íntima relación que había establecido con
cada árbol y con cada fragancia del jardín; pensó en la tristeza de no tener un
hijo al que poder ir a arropar en aquel momento y en quien desahogar secretos y
angustias que él no oiría en su sueño; pensó en su héroe estéril, al que amaba y
admiraba por encima de todos sus defectos y debilidades; pensó en el vacío de
una vida en la que no pudiera compartir nada con él, ni un hijo, ni la luz de la
luna en un jardín ni el aroma nocturno de las rosas. Cuando el frío le entró por
debajo del vestido como un escalofrío de soledad, volvió a entrar en la casa, se
dirigió de nuevo a su habitación y lo encontró aún en la misma postura, sentado
en el sofá con la cabeza entre las manos, y con las dos gruesas lágrimas de antes,
que parecían haberse detenido para esperarla.
—No te dejaré, David. No te dejaré nunca. Haz lo que creas que debes hacer.

El resto fue sencillo y rápido. A la mañana siguiente, David mandó un


telegrama a Delhi para presentar su renuncia al cargo, por las razones referidas
en el informe del jefe de policía de Goalpar, que enviaba adjunto. En cuanto
recibió el telegrama de respuesta del gobierno general por el que se aceptaba su
dimisión, con carácter inmediato, empaquetaron sus cosas, gratificaron con lo que
tenían a los criados del palacio, él redactó una carta de despedida y
agradecimiento a todos los funcionarios del gobierno del estado y por la noche
tomaron el expreso a Agra y Delhi. Subieron al vagón cogidos de la mano, como si
no fueran dos bandidos huyendo de la ciudad.
Una vez en Delhi, David Jameson se presentó al servicio en el gobierno
general, donde lo recibió el director general, quien no pudo disimular un brillo
malicioso en la mirada cuando le preguntó:
—¿Qué hay, amigo? ¿Viene a presentar su dimisión del India Civil Service?
—No, vengo a presentarme y a esperar órdenes. Si se me abre un expediente
para destituirme, decidiré si me defiendo o no. Hasta entonces, considéreme
presentado al servicio.
Lo mandaron a casa hasta que se tomara una decisión sobre su caso. Fue un
mes largo y penoso para él: instalado en casa de sus suegros, incapaz de salir a la
calle e incapaz de soportar las miradas de reojo y los silencios espesos del
respetable coronel Rhys-More. Finalizado ese mes, que le pareció una eternidad,
lo citaron, para su sorpresa, a una audiencia con el virrey.
Tres años después, volvía a entrar en aquel despacho desde donde se
gobernaba la India y de donde había salido aquella primera vez con la
indescriptible sensación de formar parte de la selecta élite de los escogidos para
gobernar realmente la India. Lord Curzon, ya por distracción, ya por una voluntad
de subrayar la enorme diferencia de esta segunda entrevista, en esta ocasión lo
recibió sin tan siquiera levantarse de su escritorio.
—Entre, David, siéntese ahí. Iré directo al grano. Para ahorrarle detalles o
discursos grandilocuentes que, en su caso, serían del todo inútiles, tan sólo le diré
que, como ya imaginará, me siento personalmente traicionado por la enorme
confianza que deposité en usted y por la incomparable oportunidad que le brindé
y que tantos otros anhelaban e igualmente merecían. Pese a las vergonzosas
circunstancias (para usted y para todos nosotros) de su salida del gobierno de
Assam, he hecho un esfuerzo por ser justo y he optado por la salida que mejor
convenía a los intereses de nuestro país. Sólo tenía dos posibilidades: abrirle el
correspondiente expediente por su comportamiento y expulsarlo del cuerpo, por
deshonra, o bien tener en cuenta que, a pesar de sus vicios, es indiscutible que,
tanto antes como ahora, ha dado sobradas muestras de su talento y su
competencia en el trabajo. Opté por la segunda posibilidad, aunque, como
comprenderá, ya no hay sitio para usted en la India, ni siquiera en el servicio de
limpieza de este palacio.
Lord Curzon hizo una pausa para que la ofensa hiciera todo su efecto, y el
efecto fue devastador. Tenía delante a un despojo de hombre, así que, satisfecho
ya con la humillación infligida, pasó a la siguiente fase.
—El caso es —prosiguió, con el mismo tono de penoso desprecio— que el
Ministerio de las Colonias ha hecho circular por todos los dominios del Imperio un
anuncio en el que solicita un candidato a cónsul en algo llamado Santo Tomé y
Príncipe. ¿Sabe dónde queda eso?
—No, sir, no recuerdo haber oído hablar nunca de ese lugar.
—Claro, debe de ser por eso por lo que no se presenta ningún candidato. Unos
porque no saben dónde queda y otros porque lo saben y no quieren ir. Santo
Tomé y Príncipe son dos islotes de los portugueses, situados en algún punto muy
alejado de la costa occidental de África. Creo que tiene unos treinta mil
habitantes, de los cuales un uno por ciento son esclavistas blancos y un noventa y
nueve por ciento esclavos negros, sometidos a golpe de látigo y mantenidos a
base de pan y agua. Aparte de eso, tienen el peor clima del planeta y todas las
enfermedades que pueda imaginar.
—Perdone la interrupción, sir, pero ¿para qué quiere el ministerio un cónsul
allí?
—Para garantizar, al amparo de algún tratado, que los portugueses acaben
con su mercado de esclavos interno, que por lo visto hace una competencia
desleal a nuestras exportaciones de aquella parte de África. Lo que queremos
mandar allí es una especie de policía. En fin, vayamos al grano. Ésta es su
segunda y seguramente última oportunidad. Si el puesto le interesa, es suyo. Si
no le interesa, espero que me ahorre la pesadez de tener que abrir un proceso
público para despedirlo del servicio en la India. Créame, le estoy ofreciendo la
más generosa de las salidas. Así pues, ¿qué responde? ¿Quiere Santo Tomé o
quiere volver a casa peor de lo que vino?
—Quiero Santo Tomé, sir.
Capítulo 11

L a poca información con relación al cónsul inglés que Londres había enviado a
Lisboa, de donde se había remitido a Santo Tomé, era que llegaría
acompañado de su mujer, que la pareja no tenía hijos ni llevaba servicio personal
y que el representante de Eduardo VII viajaría directamente desde la India, su
anterior destino. Cumpliendo con las instrucciones recibidas, Luís Bernardo buscó
una casa que le pareció adecuada para acomodar a una pareja de su posición.
Además, contrató en nombre de ellos al personal de servicio: un jardinero, una
cocinera y una chica como «interna» de la casa. Evidentemente ninguno de los
empleados hablaba inglés, pero ése era un problema que el señor y la señora
Jameson tendrían que resolver por sus propios medios.
Intrigado, intentó imaginar qué clase de personaje enviarían los ingleses para
aquella misión, que en parte consistía en ser espía del gobernador de Santo Tomé
y, en parte, también su aliado en la teórica causa común de garantizar que no
había trabajo esclavo en la isla. Supuso que sólo podía ser un joven al principio de
su carrera o un burócrata que se había vuelto insoportable y cuya carrera se
había estancado en la India, o bien un viejo coronel retirado ya del servicio que
había aceptado aquella misión en Santo Tomé para aumentar la pensión de su
jubilación.
De ahí su enorme sorpresa al ver desembarcar a aquella joven y
deslumbrante pareja del bote que los traía del barco fondeado a lo lejos, ambos
con ropas tropicales de tonos claros y sobria elegancia, tan adecuadas como
insólitas por aquellos parajes. Aunque visiblemente mareados después de veinte
días de navegación, pisaron tierra con paso firme, como firme fue el apretón de
manos de David a Luís Bernardo. Agradeció la bienvenida con una sonrisa tan
franca que parecía sinceramente contento de estar en Santo Tomé. De Ann, claro
está, lo primero que llamó la atención a Luís Bernardo fue su belleza casi
turbadora. Era alta y majestuosa, con el cabello rubio descuidadamente recogido
dentro de un sombrero de paja verde, del que caían algunos mechones que
enmarcaban una cara sin el color desvaído que era habitual en las mujeres
inglesas, sino con el bronceado del sol de la India y de la sal de los océanos que
acababa de atravesar. Tenía la nariz recta y algo larga, y su boca, también grande
y bien perfilada, se abría en una media sonrisa que dejaba al descubierto sus
dientes blancos. Toda su cara estaba iluminada por una mirada suave, de ojos de
un verde azulado que miraban fijamente a los ojos de sus interlocutores, como si
albergaran toda la inocencia o toda la audacia del mundo. A pesar del calor que ya
se hacía notar a aquella hora de la mañana, la mano con que estrechó la de Luís
Bernardo estaba fresca y era suave, exactamente igual, pensó él, que su dueña.
Sentado ya a la mesa del comedor que rara vez utilizaba, Luís Bernardo
charlaba relajadamente con los recién llegados, a quienes, por cortesía
protocolaria, había invitado a cenar en el palacio del gobierno el mismo día de su
llegada. Para romper el hielo había optado por una cena informal, sólo los tres, en
aquel gran salón por cuyos ventanales abiertos entraba el olor del mar. Estaban
ya al principio de la estación seca, que allí, en el punto exacto por donde pasaba
la línea del ecuador, era como una mezcla del verano de ambos hemisferios. La
humedad, tanto de día como de noche, había bajado hasta un nivel soportable y,
aunque el calor fuera más intenso, era menos espeso y sofocante.
—Han llegado en el mejor momento para conocer Santo Tomé —decía él—.
Tienen aún tres meses por delante hasta que el tiempo se vuelva insoportable.
Pero para entonces ya estarán aclimatados. Espero que les hayan informado ya de
que esto puede ser tan bonito como desesperante.
—¿Qué es lo más insoportable, gobernador? —preguntó Ann, que había
participado en todo momento en la conversación, haciendo que tanto la cena
como la charla fuesen realmente a tres bandas y contribuyendo así a crear un
ambiente más relajado y agradable.
—Verá, señora Jameson... —comenzó a decir Luís Bernardo, pero David lo
interrumpió.
—Déjeme que antes le proponga una cosa, gobernador. Ya que vamos a estar
aquí juntos durante un par de años y que, por simpatía u obligación, nos vamos a
ver con frecuencia, ¿qué le parece si empezamos a tratarnos por nuestro nombre
de pila?
Tanto Ann como Luís Bernardo sonrieron. No cabía duda de que los ingleses
eran una pareja simpática y civilizada, algo más jóvenes que él, que tenía treinta
y ocho años (David tenía treinta y cuatro y Ann acababa de cumplir treinta). Una
rareza, una bocanada de aire fresco en el clima asfixiante de Santo Tomé. Y un
bálsamo para él, que tenía que cenar solo tantas noches, sin nadie con quien
conversar, aparte de Sebastiâo, que tenía la diplomática costumbre de hablar sólo
cuando su patrón se dirigía a él y, cuando notaba que Luís Bernardo no estaba de
humor, guardaba un silencio tan absoluto que era como si no estuviera presente.
—Me parece una idea magnífica, David. Es más, creo que es la única forma de
tratarnos de ahora en adelante que no resulta ridícula. ¡Brindo por eso! —Levantó
su copa de vino blanco y Ann y David lo imitaron.
—Volviendo a mi pregunta, Luís —dijo Ann, que pronunciaba «Louiss» y
omitía el Bernardo, que debía de parecerle demasiado difícil—, ¿qué es lo más
insoportable de Santo Tomé?
Luís Bernardo hizo una pausa antes de responder, como si se planteara la
cuestión por primera vez.
—¿Lo más insoportable... Ann? Pues el clima, claro. Y las fiebres, la humedad,
y el paludismo en el peor de los casos. Y después... —añadió haciendo un gesto
amplio con la mano para dar a entender que se refería a la isla entera— la
soledad, el estancamiento, la sensación de que aquí el tiempo se ha detenido, y
con él, las personas.
—La soledad de la que habla debe de ser aún más penosa para usted, que
está aquí solo...
—Sí, es cierto, aunque ya venía preparado para eso.
—¿No está casado, Luís? —intervino David.
—No.
—¿Nunca lo ha estado?
—Nunca.
Se produjo un silencio embarazoso. La intimidad no se alcanza en una sola
noche, por muy inhóspitas que sean las circunstancias que la propicien. Por deber
de anfitrión, fue Luís Bernardo quien rompió el silencio; dio por acabada la cena y
los invitó a salir al balcón, a «su» balcón, para tomar un brandy y disfrutar de la
fresca brisa de la noche.
—No querría que me malinterpretaran, ni me gustaría estropearles su llegada
a Santo Tomé y Príncipe; como podrán comprobar, no todo es insoportable. Las
islas son bonitas, las playas, magníficas, y entrar en la selva es una experiencia
extraordinaria. Aquí uno echa de menos casi todo lo que encuentra en Europa y
en los países civilizados, pero en compensación descubre la pureza de un mundo
primitivo, incipiente, en estado bruto.
Esa noche, antes de dormirse, en una cama nueva, en una casa nueva y en
una tierra extraña, Ann se volvió hacia David y preguntó:
—¿Qué te ha parecido?
—Me parece que va a ser desagradable tenerlo como adversario.
—¿Y es inevitable tenerlo como adversario?
—Por lo que he deducido de las instrucciones que me han dado, sí. Al parecer
se trata de un caballero en una misión descabellada, al servicio de una causa que
no tiene defensa posible. No me explico qué le habrá llevado a aceptar una misión
así en un sitio como éste.
—Quizá algo parecido a lo que nos ha traído a nosotros aquí —repuso ella,
cruelmente, y David se calló, incapaz de decir nada. Consciente de la dureza de su
observación, Ann se arrimó a él, y así, sin más palabras, se durmieron en su
primera noche en el ecuador.

Durante las semanas siguientes, Luís Bernardo hizo todo cuanto estuvo en su
mano para facilitar la aclimatación de los recién llegados. En parte porque
presentía que debía conquistar su simpatía para llevar a buen término su misión,
que básicamente consistía en suavizar al máximo el informe que, a su debido
tiempo, enviaría el cónsul inglés a Londres y del que dependía en gran medida el
futuro del comercio exterior de Santo Tomé. Y en parte también porque Ann y
David le parecían muy simpáticos, además de ser la única compañía decente que
encontraba desde hacía muchos meses. Así pues, se ofreció para ayudarlos a
instalarse, encontró para David un negro de Zanzíbar que hablaba árabe y que
pasó a servirle de intérprete de árabe a portugués, y convenció a la profesora del
instituto de la ciudad, que hablaba un inglés algo menos que aceptable, de que
impartiera clases de portugués a la pareja, al final de la tarde. Proporcionó a
David toda la información que le pidió y que creía podía darle, si bien observó que
el inglés jamás tocaba asuntos o hacía preguntas que pudieran ser materia
reservada de las funciones del gobernador de la isla. Organizó para ellos una cena
de presentación, con las autoridades de la isla y los administradores de las
haciendas, a la que sólo asistió la mitad de los invitados —hecho que no pasó
inadvertido a Luís Bernardo, aunque prefirió ocultárselo a David— y donde sólo
uno de los presentes, aparte de él mismo, hablaba inglés. Eso, sumado a la
deslumbrante belleza de Ann, que parecía un ser de otro planeta al lado de las
pocas señoras que acudieron a la cena, hizo que aquel acto social, tan singular en
la isla, se convirtiera en un indiscutible fiasco. Finalmente, utilizó sus influencias
para que la prensa local —el Boletim de S. Tomé e Príncipe— informara de la
llegada del cónsul inglés, no como si fuera el desembarco de un enemigo, sino de
alguien que venía a evaluar in situ las condiciones de trabajo en la isla y que, con
la buena voluntad y buena fe de todas las partes, no tendría más remedio que
reconocer el esfuerzo realizado por los colonos portugueses en circunstancias
particularmente difíciles y duras; un esfuerzo que muchos otros, instalados en sus
confortables despachos londinenses, no conocían ni podían valorar en su justa
medida.
Después, como no podía ser de otra manera, el cónsul inglés quiso investigar
sobre el terreno. Manifestó su voluntad de conocer en persona las célebres
plantaciones de cacao que, para la prensa de Fleet Street, eran los últimos
vestigios de la barbarie esclavista en el mundo llamado civilizado. Fue entonces
cuando Luís Bernardo tuvo que enfrentarse a su primer dilema: decidir si debía
acompañarlo o dejarlo ir solo, si debía ofrecerle su compañía o dejar que fuese
David quien se la pidiera. Entre una indecisión y otra, optó por un diplomático
término medio: resolvió prestarse a acompañar al cónsul siempre que éste lo
creyera conveniente o dejarlo ir solo si así lo prefería. Como había previsto, David
respondió a la propuesta también como un buen diplomático: agradecía y
aceptaba de buen grado la compañía del gobernador en sus primeras visitas a las
haciendas, donde le podría ser muy útil como guía e intérprete, pero, una vez
finalizado su período de adaptación, y en cuanto se viera capaz de evaluar las
cosas por sí mismo, sentía que no debería seguir abusando del tiempo y la
amabilidad del gobernador para el desempeño de una tarea que, al fin y al cabo,
sólo le correspondía a él. Seguro que Luís Bernardo tendría otros asuntos en los
que ocuparse, de modo que sólo lo molestaría cuando alguna circunstancia
excepcional hiciera recomendable su presencia.
Antes de que las cosas llegaran hasta ese punto y de que el inglés comenzara
a visitar las plantaciones de Santo Tomé y Príncipe por su cuenta, Luís Bernardo
creyó conveniente escribir a todos los administradores de las haciendas una carta
confidencial que hizo entregar en mano.
Excelentísimo señor:
Como sabrá, el señor David Jameson, cónsul de
Inglaterra en estas islas, tiene la misión (acordada
entre su gobierno y el nuestro) de evaluar y relatar a
las autoridades británicas las condiciones de trabajo en
las haciendas de Santo Tomé y Príncipe. Esperamos
que su informe pueda desmentir ciertas versiones,
perjudiciales para esta colonia y para nuestro país, que
se han venido difundiendo en la prensa inglesa y que
han tenido eco incluso entre las más altas instancias
del gobierno británico.
Me he ofrecido al señor Jameson para
acompañarlo en todas y cada una de las visitas que,
en el desempeño de su misión, crea conveniente hacer
a las haciendas, a fin de cumplir con un papel de
mediador que, a mi entender, podría ser muy útil para
nuestros intereses. Obviamente, de acuerdo con el
estatuto acordado para su misión, es libre de aceptar o
rechazar mi ofrecimiento. Sospecho que su intención
es aceptarlo al principio y rehusarlo más adelante.
Nada puedo objetar al respecto, y les ruego que
tampoco ustedes pongan ningún obstáculo a las visitas
que el cónsul decida hacer por su cuenta. Creo que no
hay que temer visitas por sorpresa; yo, por mi parte,
he intentado evitarlas rogándole que informara a los
administradores de su llegada con suficiente
antelación. En todo caso, me permito insistir vivamente
en la gran importancia que tendrán esas visitas del
cónsul en el informe final que deberá enviar a Londres,
cuyas conclusiones serán cruciales para la economía
de estas islas y la prosperidad de los negocios que
ustedes dirigen. Todo depende, pues, de la impresión
que saque sobre el terreno, y para que ésta sea
positiva son fundamentales la forma de recibirlo y la
sensibilidad con que se responda a sus preguntas.
Convencido de haber sido lo bastante claro y de
que ustedes comprenden la importancia de lo que está
en juego, sólo me queda pedirles que no divulguen el
contenido de esta carta y que no dejen de
comunicarme cualquier hecho o impresión que, a su
entender, yo deba conocer. Como siempre, estoy a su
entera disposición para cualquier aclaración adicional
que necesiten.
Que Dios los guarde.
El gobernador,
Luís Bernardo Valença

Luís Bernardo y David regresaban a caballo de una visita a la hacienda de


Água Izé por el camino que serpenteaba a lo largo de la costa, de modo que el
mar estaba siempre a la vista, en el lado derecho. Era verano, caía la tarde y
hacía un tiempo magnífico. El trayecto de la hacienda a la ciudad era corto y ellos
avanzaban al paso, sin prisa por llegar, disfrutando de uno de esos escasos
momentos en que el paisaje parecía pacificarse e incluso la vida se deslizaba con
una suavidad diferente. Luís Bernardo iba pensando en la carta de João que había
recibido el día anterior, en la que anunciaba su inminente visita. Había embarcado
cuatro días atrás y en cuestión de una semana estaría con él en Santo Tomé. Se
sentía eufórico ante la idea de volver a encontrarse por fin con su amigo, ponerse
al día de la vida en Lisboa, tener a alguien con quien compartir por un tiempo su
casa, sus comidas, su balcón. Una pregunta de David lo sacó de su
ensimismamiento.
—Dígame una cosa, Luís, ¿puede responderme con sinceridad a una pregunta?
—Supongo que sí, no veo por qué no.
—¿Qué piensa del trabajo de los negros en las haciendas?
—¿Qué pienso? ¿En qué sentido?
—En el sentido humano.
—Pues, en el sentido humano, usted mismo ha podido verlo: es un trabajo
duro, violento, casi animal. Pero ¿qué otra cosa se podría esperar de África? Y no
sólo de África; seguro que habrá visto cosas iguales o peores en la India.
—Claro que sí, Luís, pero ésa no es la cuestión. La cuestión es si, en su
opinión (su opinión como hombre, no como gobernador), eso es trabajo esclavo o
no.
Luís Bernardo lo miró disimuladamente con el rabillo del ojo. ¿Lo preguntaba
como amigo o como cónsul?
—David, yo me remito a los hechos y a la parte jurídica de la cuestión: están
aquí con un contrato de trabajo, se les paga y son libres de marcharse al finalizar
su contrato.
—¿Y cuántos se marchan? ¿Cuántos se han marchado en el último año?
La eterna cuestión, la que se planteaba a sí mismo y planteaba al
administrador general.
—Mi respuesta sincera, David, es que se han marchado muy pocos, no sé
exactamente cuántos, pero muy pocos...
—Ninguno...
—No sé los números de memoria, David.
—Vamos, Luís, reconózcalo, como amigo: no se ha marchado ninguno porque
no son libres de marcharse, excepto sobre el papel. Lo sabe tan bien como yo...
—Y usted sabe, David, que la ley de repatriación es muy reciente. Los
primeros contratos firmados al amparo de esa ley no finalizarán hasta mil
novecientos ocho, dentro de un año y medio. Entonces, y sólo entonces, podremos
empezar a juzgar la cuestión.
—¿Y qué hará entonces, cuando vea que no cambia nada?
—No sé si ocurrirá eso, de momento no es más que una suposición suya, pero
le responderé: si, llegado el día, constatara que el número de trabajadores
repatriados a Angola o a la tierra de la que procedan es idéntico al de años
anteriores, yo mismo me encargaría de investigar las razones; si fuera necesario,
hablaría personalmente con cada uno de los que hubieran renovado su contrato
para verificar que lo hicieron libremente y con plena conciencia. Y no le quepa la
menor duda: si descubriera que los han engañado, tomaría las medidas
pertinentes.
Habían llegado a un promontorio desde donde ya se alcanzaba a ver la
pequeña ciudad, que abrazaba la bahía. El crepúsculo comenzaba a oscurecerlo
todo, pero David tuvo aún tiempo de advertir una sombra en el rostro de Luís
Bernardo, una expresión que era más de abandono que de soledad. Él estaba allí
por una deuda de honor, cumpliendo un castigo, pero ¿y Luís Bernardo? ¿Por qué
había acabado allí? ¿Por un desafío, por una cuestión de honor, por testarudez o
por una absurda necesidad de expiación? Su misión como cónsul era sencilla:
observar, sacar conclusiones y relatar lo que había visto. Le bastaba con ser
sincero, nada más se le exigía. En cambio, Luís Bernardo tenía la misión de
cambiar el estado de las cosas, tan arraigado en las costumbres locales, de
transformar la mentalidad de una gente que nada tenía que ver con él ni
terminaba de comprender qué hacía allí. Y todo para intentar que al final el cónsul
inglés albergara al menos las dudas suficientes para que sus conclusiones no
fueran decisivas y definitivas, de modo que Santo Tomé y Príncipe pudiera ganar
algo de tiempo. Y si todo aquello fallaba, como era de esperar, ninguna de las
razones que habían llevado a Luís Bernardo hasta allí habría tenido sentido. Años
perdidos, nada más. Ambos sabían que, si llegaba ese día, David no podía
prometerle hacer trampa para ayudarlo. Sólo podía prometerle que creía en él.
—Eso ya lo sé, Luís. No esperaría otra cosa de usted. Falta ver si le dejarán
hacerlo, tanto los de aquí como los de Lisboa.
—Si no me dejan, me lo pondrán muy fácil, ¿no cree? —Había un tono de
tristeza en la voz de Luís Bernardo—. No me hace falta Santo Tomé y Príncipe. No
me hace falta para nada. Ésa es mi ventaja, la única libertad que me queda en
esta prisión.
Por un momento David imaginó a Luís Bernardo dimitiendo, renunciando a su
cargo y embarcando de vuelta a Lisboa. Era algo más que probable; de hecho,
tenía la libertad de hacerlo, y quizá también las ganas. Se imaginó entonces a sí
mismo solo en aquella isla con Ann, obligado a soportar al sustituto de Luís
Bernardo, probablemente algún colonialista de carrera, bruto y desagradable, con
quien los conflictos serían inevitables y continuos, y la convivencia, insoportable.
Sólo hacía un mes desde su llegada y Luís Bernardo se había convertido ya —para
él y también para Ann— en su tabla de salvación, en su isla en medio de la isla.
No se le escapaba que el sentimiento debía de ser recíproco, pero la gran
diferencia radicaba en que él estaba preso allí en cumplimiento de un castigo que
sólo terminaría cuando otra persona lo decidiera, mientras que Luís Bernardo
estaba preso por orgullo o por un sentido del deber al que podría poner fin en
cuanto viera que su misión se hacía imposible.
Habían llegado a la residencia del cónsul. Al oír los caballos, Ann salió a
recibirlos a la puerta, con una lámpara de gas en la mano. Llevaba un vestido
rosa oscuro, cuyo generoso escote dejaba ver pequeñas gotas de sudor sobre su
piel bronceada. Sonrió a Luís Bernardo.
—Ya veo que continúa haciendo de escolta de mi marido.
—Tampoco se perdería si no fuera conmigo, Ann. Nos hacemos compañía de
vez en cuando, nada más. Incluso diría que es él quien me escolta a mí... —
añadió, y miró a David con una sonrisa apaciguadora— para que no me desvíe del
buen camino.
—Hum, eso me huele a conversación de hombres.
—Una conversación de hombres, sin mujeres de por medio —intervino David
—. Tengo la impresión de que la única mujer que merece algún comentario en un
radio de quinientas millas eres tú, querida.
—Entonces, espero no ser el tema de vuestra conversación.
Luís Bernardo hizo una venia teatral.
—Sería una conversación aburridísima, Ann, sólo elogios y más elogios... Se
haría monótono.
Ella le devolvió el gesto, imitando la inclinación de la cabeza de quien
agradece un cumplido, pero con un aire cómico.
—¿Se queda a cenar con nosotros, Luís? —preguntó David, que se dirigió a la
entrada y pasó la mano por el hombro de Ann.
—Se lo agradezco, David, pero tengo que pasar por casa para despachar el
trabajo del día. ¿Quién sabe? ¡A lo mejor hay noticias urgentes y sensacionales de
Lisboa!
—Entonces, venga a tomar una copa después de cenar —pidió Ann.
—Ya veremos. Si termino pronto y no me entra la modorra...

—Oiga, señor Germano, se lo volveré a repetir y espero que le quede claro de


una vez. —Luís Bernardo estaba sentado ante el escritorio de su despacho, con las
piernas estiradas encima de la mesa y apoyadas sobre un montón de papeles que
esperaban su consulta y su firma—. En menos de dos años comenzarán las
primeras renovaciones de contratos y esta vez se van a hacer las cosas en serio.
—¿Qué entiende por hacer las cosas en serio, señor gobernador?
—No se haga el ingenuo conmigo, Germano. Usted sabe distinguir tan bien
como yo entre la renovación seria de un contrato y lo que no pasa de una
fantochada.
—¿Quiere decir que, a su entender, lo que se ha hecho hasta ahora no ha sido
más que una fantochada?
—Si quiere que le sea sincero, sí. Y no se va a volver a repetir.
—¿Y cómo propone que se hagan las cosas a partir de ahora, señor
gobernador?
—Se lo diré: cada contrato renovado tendrá que pasar por aquí, por mi mesa.
Además de la firma o las impresiones dactilares del trabajador, deberán constar la
firma de usted y la de dos testigos que sepan leer y escribir en portugués y no
trabajen para la misma hacienda que el contratado. Y los testigos, incluido usted,
deberán corroborar bajo juramento que se explicó al trabajador, y éste lo
comprendió perfectamente, cuáles eran sus derechos: el derecho a renovar su
contrato, a recibir la totalidad del dinero depositado en el Fondo de Repatriación y
a embarcar de vuelta a su tierra de origen a expensas del contratante. Todo lo
que me llegue y no cumpla con estos requisitos lo anularé y mandaré que se
repita delante de mí. ¿Entendido?
—No sé si las atribuciones de su excelencia llegan a tanto... —Germano André
Valente se mantenía en apariencia impasible, pero un leve rictus de rabia en su
boca y un imperceptible temblor en su cara denunciaban su nerviosismo.
—¿Qué sabrá usted de mis atribuciones? ¿Qué autoridad tiene para decidir
cuáles son? —A diferencia de su interlocutor, Luís Bernardo no hacía el menor
esfuerzo por disimular su indignación, plasmada en su voz y su semblante.
—Como sabe, señor gobernador —dijo Germano Valente, a quien encantaba
comenzar las frases que dirigía a Luís Bernardo con ese «como sabe»—, la
negociación de los contratos de trabajo entre las empresas y sus trabajadores es
un acto privado, recogido en el derecho civil, y su supervisión no entra dentro de
las funciones del gobernador, sino de las mías, y sólo a posteriori, si se detectara
alguna irregularidad.
Luís Bernardo se levantó y, rojo de rabia, disparando las palabras como si
fueran cañonazos, replicó:
—Oiga, señor Germano, ¿para qué cree que he venido aquí? ¿Para que usted
se burle de mí? ¿Para volver la vista ante los abusos de los hacendados? ¿Para
fingir que creo que un desgraciado traído de Angola, sin saber a qué viene ni
entender nada, quiere quedarse por voluntad propia cinco años más en ese
trabajo inhumano, donde lo tratan peor que a muchos animales? Quizá a usted ya
no le importe nada todo eso, ni cumplir honradamente con sus funciones. Claro,
lleva aquí demasiado tiempo, ha acabado habituándose y pensará que así no se
busca problemas, pero yo no; no he venido aquí para eso, no me mandaron a esta
isla para eso. Oiga bien lo que le digo: usted debe velar por los intereses de los
trabajadores, no por los de los hacendados. O cumple con su deber o no se
imagina la cantidad de problemas que le van a caer encima. Le estoy dando la
última oportunidad para que comprenda por sí mismo que las cosas han cambiado.
¡Las cosas han cambiado, señor Germano!
—Yo diría, si me lo permite, que es su excelencia quien parece haber
cambiado últimamente...
Luís Bernardo se detuvo en seco, lívido de rabia, pero esforzándose por
contenerse. A la arrogancia respondía con gritos, pero había aprendido a avanzar
con cautela contra las amenazas veladas, para identificarlas mejor.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Quiero decir que... —Germano Valente hizo una breve pausa, pensando si
había ido demasiado lejos. Pero ya no había vuelta atrás—. Últimamente su
excelencia se ha vuelto más exigente con esos asuntos y, si me permite la
franqueza, también más imprudente. Precisamente desde que llegó ese inglés...
—¿Es eso lo que usted piensa, señor Germano? —Luís Bernardo hablaba
ahora en voz sorprendentemente baja y en un tono casi normal.
—Y no soy el único...
—¿Ah, no? ¿Quién más lo piensa?
—Todo el mundo. Es lo que se comenta.
—Y exactamente ¿qué es lo que se comenta?
—Pues eso.
—¿Qué es eso? —Luís Bernardo volvía a alzar la voz.
—Que la amistad entre ambos (eso de andar siempre juntos, de hacerse
tantas visitas uno a casa del otro) ha hecho que su excelencia se haya pasado al
bando del inglés, en contra del nuestro.
—Y, según usted, ¿cuál es el bando del inglés?
—Oh, como bien sabe, está aquí para acabar declarando que tenemos trabajo
esclavo en las haciendas.
—¿Y nuestro bando cuál es, señor Germano?
—Nosotros decimos que eso es falso.
Luís Bernardo sonrió.
—¿Es falso o nos conviene decir que es falso? Usted, por ejemplo, ¿qué opina?
¿Hay trabajo esclavo en las haciendas o no?
—No tengo por qué responder a eso.
—¡Claro que tiene que responder! En eso han cambiado las cosas para usted.
Responder a eso forma parte de sus funciones. Si hay trabajo esclavo o cualquier
otro abuso en las haciendas, usted es el primero que tiene la responsabilidad de
denunciarlo. ¿O es que ya se ha olvidado de sus funciones, señor Germano
Valente?
Germano André Valente se quedó callado y Luís Bernardo comprendió que su
silencio era definitivo. Había llegado hasta donde su osadía y su desprecio por el
gobernador le habían permitido, sin correr el riesgo de delatarse por completo.
Ahora se lavaba las manos sobre aquel asunto. Que lo resolvieran los poderosos,
que él intentaría sobrevivir a esa borrasca que su olfato le anunciaba desde hacía
tiempo.
—Francamente, señor administrador, creo que no vale la pena perder más
tiempo con usted. Es inútil tratar de razonar con alguien que finge no entender.
He intentado explicar a mucha gente esto mismo, que las cosas han cambiado,
pero nadie quiere creerme. Dígaselo usted, en esas tertulias de taberna a las que
parece tan asiduo: el inglés y nosotros estamos en el mismo bando, en virtud del
tratado que firmaron nuestros respectivos gobiernos. No he sido yo, ni usted, ni el
cónsul inglés, ni los dueños y capataces de las haciendas los que han dictado las
nuevas reglas de juego. Y las nuevas reglas de juego dicen que el trabajo esclavo
en Santo Tomé ha de acabarse, y ha de acabarse ya. Porque si no acabara, si el
inglés no llega a la conclusión de que ha acabado, lo que se acabará será la mitad
del mercado de exportación de Santo Tomé. Si quieren arruinarse todos, allá
ellos, pero no podrán decir que no se les avisó y que no pudieron escoger. Y para
usted también es mi último aviso. Ahora puede marcharse.

Joáo llegó en el Zaire un sábado por la mañana, casi al final del verano, bajo
un cielo tapado por un manto de neblina húmeda y caliente suspendida en el aire.
Desembarcó un poco aturdido, mareado por el viaje, pasmado por el clima y por
esa angustiosa sensación que asaltaba a todo el que llegaba por primera vez a
Santo Tomé y constataba las ridículas dimensiones de aquel trozo de tierra, a la
deriva en los confines del océano y del mundo conocido.
—¡Por el amor de Dios, Luís, no me digas que la ciudad, que la «capital» de
esta tierra, no es más que esto que se ve aquí! ¡No me digas que vives en este
agujero!
Luís Bernardo sonrió de oreja a oreja. Estaba feliz como un niño de tener allí
a su amigo. Le dio un abrazo tan largo que acabó sintiendo cómo el sudor de João
le caía sobre el cuello de la camisa.
—Pero, João, si tú fuiste uno de los principales responsables de mi destierro,
¿o es que ya no te acuerdas?
—¡Perdóname, perdóname, mi pobre Luís Bernardo, no tenía ni idea!
—Anda, vamos a casa. Mandaré a mi sensual Doroteia que vaya a abanicarte
al balcón, te sirva limonadas y te prepare un baño de agua fría, y ya verás cómo
esta noche ya estarás enamorado de este sitio. Te aseguro que te va a encantar
Santo Tomé, João. Tres años aquí son un destierro, pero quince días son un lujo.
¡Llorarás de pena y de remordimientos cuando te marches y me dejes aquí solo!
Luís Bernardo tenía razón. João Forjaz se enamoró de la isla ya en su primera
noche, cuando, después de una cena aderezada con productos traídos de Lisboa
que el viaje no había estropeado —unas perdices en escabeche, un queso curado
de Serpa, un tinto de Douro y unos puros de la Casa Havaneza—, se sentaron en
el balcón frente al mar y puso a su amigo al corriente de las últimas noticias de
Lisboa, mientras se fumaban los cigarros, cuya punta mojaban en la copa de
coñac francés. Primero fue Luís Bernardo quien le hizo preguntas sin cesar,
deseoso de saberlo todo sobre el ambiente político, la vida de sociedad, las fiestas,
la temporada en el Sao Carlos, las novedades de la ciudad y de la técnica, las
intrigas de café, los amoríos, las bodas, las infidelidades. Hasta que, como quien
no quiere la cosa, llegó a Matilde.
—¿Matilde...? —João Forjaz contemplaba la punta incandescente de su puro,
como si acabara de descubrir ahí algo de lo más peculiar—. Matilde, claro... Pues
por lo visto Matilde está bien. Aquel devaneo contigo parece no haber dejado
secuelas. No sé si eso te decepciona... Pero la verdad es que la he visto siempre
junto a su marido y parecían muy unidos.
—Entonces, ¿crees que él no llegó a enterarse de nada?
—No; creo que no, y tampoco he oído el más mínimo rumor. La cosa duró
poco y se ha de admitir que, por lo menos, fuiste cauteloso. Es un secreto entre
cuatro personas que, si Dios quiere, nos llevaremos a la tumba. Además, está
embarazada...
—End of the story... —murmuró Luís Bernardo, como si hablara solo—. Mejor
así.
Se quedaron callados unos minutos y después fue João quien se interesó por
todo lo relacionado con su trabajo en Santo Tomé. Ya sabía muchas cosas o las
había deducido de las cartas que le había escrito pero, ahora que estaba allí, lo
comprendía todo mejor y quiso conocer todos los detalles de los problemas a los
que se enfrentaba y de los personajes que protagonizaban aquel enredo
sociopolítico. Luís Bernardo no se hizo de rogar. Se explayó hasta altas horas de
la madrugada, le habló de las autoridades de la isla, de los hombres de las
haciendas, del inglés y su mujer, de aquellos en los que podía confiar, que eran
una minoría, y de los que tenía como adversarios o enemigos declarados. Por fin
estaba con alguien en quien confiaba por completo, alguien que le podía aconsejar
y dar ánimos, alguien que, llegado de fuera, podía ver las cosas con más claridad
que él mismo. Sólo se calló al notar que las preguntas de João comenzaban a
escasear, señal de que su amigo estaba rendido por el cansancio y ya tenía
bastante por una noche. Lo acompañó a la habitación de invitados, se aseguró de
que estaba todo en orden —la cama hecha y abierta, una jarra de agua y un vaso
en la cabecera, velas suficientes para varios días, la ropa ya guardada en el
armario— y sólo entonces lo dejó y se fue a su propia habitación, para dormir la
noche más reconfortante de todas las que había pasado desde su llegada a Santo
Tomé. Por una vez no estaba solo en la pequeñez de la isla, frente al rumor de
ese océano sin fin de ahí fuera.
En los días siguientes, Luís Bernardo llevó a su amigo a conocer casi toda la
isla. Salían por la mañana a caballo y visitaban la ciudad o las poblaciones y
haciendas más cercanas. De regreso siempre paraban en alguna playa —la de
Água Izé; la de Micondó, que era la preferida de Luís Bernardo; la de las Conchas
o la de las Sete Ondas— y se daban un largo baño en aquellos paraísos
abandonados, adonde absolutamente nadie, ni negro ni blanco, iba nunca a
bañarse. Después se tumbaban en la arena a charlar y a tomar el sol, que a veces
desaparecía de repente detrás de nubes que descargaban un chubasco fugaz, en
lo que parecía un anuncio del inicio de la estación de las lluvias. Siempre volvían
a casa a primera hora de la tarde y comían en la relativa frescura de la recocina.
João se habituó rápidamente a la gastronomía local y cada día disfrutaba más de
los platos que Sinhá preparaba y Sebastião servía con visible satisfacción y el
esmero de un auténtico mayordomo. La visita de don João, «un distinguido
caballero de Lisboa, amigo del señor gobernador y habitual en la corte» (como
Vicente, aconsejado por Sebastião, se encargó de propagar por la ciudad),
devolvió la alegría y la ilusión a todo el personal del palacio. La soledad y la
nostalgia de Luís Bernardo, a menudo tan penosas, por fin le concedían unos días
de tregua, y un ambiente renovado y más relajado se instaló en toda la casa,
desde la cocina hasta el salón. Incluso Doroteia, que se caracterizaba por su
mutismo y se deslizaba por las estancias como una sombra inaccesible, se
mostraba ahora más visible y atrevida, y respondía con sonrisas a los piropos que
João, sin ningún pudor, le lanzaba sin cesar. En una ocasión, Luís Bernardo los
sorprendió en el pasillo, mientras él le dirigía algún requiebro del estilo «si vienes
conmigo a Lisboa, te hago condesa de Santo Tomé» y ella se hacía la vergonzosa
y desaparecía con sus andares bailarines, que le marcaban las caderas bajo el fino
vestido de lino blanco, y no pudo reprimir unos celos que a él mismo lo
sorprendieron.
—Vamos, João, compórtate...
—¿Qué?
—Nada, nada.
—¿Tiene celos, señor gobernador? —João le dirigió una sonrisa burlona para
provocarlo.
—¡Canalla, caradura! Te aprovechas del hecho de estar aquí de paso.
—No te preocupes, Luís; cuando me marche, tendrás a la bella Doroteia para
ti solo. Yo no hago más que prepararte el terreno, porque, por lo visto, el señor
gobernador (sin duda debido a las responsabilidades de su cargo) aún no se ha
atrevido a hincar el diente a ese manjar. ¿Me equivoco?
Luís Bernardo le dio la espalda, mientras mascullaba algo sobre la fidelidad de
los amigos en los momentos difíciles.
Normalmente, después de comer Luís Bernardo iba a la planta baja, a la
secretaría general del gobierno, y dedicaba la tarde a despachar los asuntos del
día, consultar información y recibir a las personas que tenían asuntos que tratar
con él. João aprovechaba para echar una siesta o volver a la ciudad, que
exploraba con interés de antropólogo y de la que siempre regresaba con alguna
pieza tallada en madera o en concha de tortuga. Otras veces salía con Vicente, a
quien Luís Bernardo había puesto a su entera disposición, y se iba a pescar en un
barco que alquilaba para toda la tarde. Volvía siempre eufórico y cargado de
pescado, porque allí, en Santo Tomé, no hacía falta alejarse más de unas decenas
de metros de la costa para que cualquier pescador aficionado lograra la captura de
su vida. Saltaba a la vista que João estaba feliz y radiante con aquellas
vacaciones en el ecuador, bronceado por el sol y por la sal marina, intrigado por
todas las cosas sorprendentes que descubría y contento también por sentir que su
presencia animaba a Luís Bernardo. En su compañía había visitado ya dos
haciendas del interior —Monte Café y Bombaim—; había ido hasta Ribeira-Peixe,
en el extremo septentrional de la isla; se habían adentrado juntos en el corazón
de la selva y había podido sentir en su propia piel el misterio y la llamada del óbó,
los secretos ocultos en el interior de aquel mundo denso y verde. Una mañana
partieron a primera hora en el vapor que conectaba las dos islas y, con la
corriente a favor, llegaron a Príncipe a media tarde, a tiempo de asistir a la
formación vespertina en la hacienda Sundy, donde pasaron la noche. Al día
siguiente visitaron dos haciendas más y la ciudad de Santo Antonio, la capital de
la isla, que no era más que un poblado con treinta casas de piedra y ladrillo
levantadas alrededor de la única plaza, en la que des tacaba la inevitable iglesia.
Mientras João se entretenía con curiosidades de visitante ocasional, Luís Bernardo
pasó el día charlando en voz baja con el joven Antonio Vieira, el delegado del
gobierno en la isla de Príncipe, de quien guardaba una grata impresión desde el
día de su desembarco en Santo Tomé. Cuando se lo presentaron en el
desembarcadero, su evidente timidez y nerviosismo habían despertado de
inmediato su simpatía. Era sólo la segunda visita de Luis Bernardo a Príncipe y le
pareció detectar cierta tensión en el ambiente de las haciendas. Había algo
diferente en la actitud de los trabajadores, algo más que esa habitual resignación
y tristeza en la mirada que siempre lo impresionaban. Interrogó a Antonio Vieira,
pero éste se mostró evasivo y se limitó a decir que no había notado más que los
conflictos de costumbre, que se resolvían en las mismas haciendas sin mayores
problemas.
—¡Esté atento! Abra bien los ojos y, si nota algo extraño o dile rente,
comuníquemelo inmediatamente. —Luís Bernardo miró a izquierda y a derecha,
pero el otro no parecía preocupado en absoluto.
—Puede confiar en mí, señor gobernador. Ya sabemos que nunca se está del
todo seguro, y menos aquí, donde estamos aún más aislados que en Santo Tomé.
Pero si se avecinara algún problema serio, es pero detectarlo a tiempo.
Su respuesta no dejó muy tranquilo a Luís Bernardo, pero tampoco tenía
tiempo de explicarle sus temores con más detalle. El barco los esperaba para
regresar a la capital con la puesta de sol y tenían por delante largas horas de
navegación nocturna.
A media travesía, con una noche despejada y plagada de estrellas, João se
sentó al lado de su amigo para romper el silencio pensativo en que estaba sumido
desde que dejaron atrás, perdidas en el horizonte, las escasas señales de
presencia humana de la ciudad de Santo Antonio.
—¿Qué te preocupa, Luís?
—No lo sé. Ojalá me equivoque, pero hay algo aquí, en las haciendas de
Príncipe, que me da mala espina.
—¿A qué te refieres exactamente? Yo no he notado nada especial.
—No sé explicarlo, João, pero noto algo en el aire. Algo diferente en la mirada
de los negros. Si quieres que te diga la verdad, me parecieron esclavos a punto de
emprender una revuelta general y organizada.
—¡Válgame Dios, Luís! ¡No seas agorero! ¿De verdad has notado eso?
—Así es. Y, como puedes suponer, ése es un peligro constante aquí. Sería una
catástrofe que algo parecido a una revuelta estallara ahora, con David Jameson
de testigo. Después de algo así, ¿cómo íbamos a seguir defendiendo que aquí no
tenemos trabajo esclavo?
—Pero ¿tú crees que lo hay, Luís? —João parecía realmente perplejo por las
preocupaciones de su amigo.
—¡Ah, João...! —Luís Bernardo respiró hondo, mientras contemplaba aquel
cielo magnífico, que parecía contener en su interior un universo de paz—. Ésa es
la pregunta que me hago desde el día en que llegué. Pensaba que, una vez aquí,
la respuesta sería evidente. Pensaba que sería suficiente con visitar las haciendas,
ver las condiciones laborales de los negros, verificar los horarios de trabajo,
consultar los registros de defunciones y nacimientos, supervisar la asistencia
médica, o menos aún, que me bastaría con mirarlos a los ojos y descubrir la
verdad. Pero no. Me dejé enredar en una maraña de razones y argumentos
jurídicos, leyes y tratados, contratos firmados o por firmar, condiciones de
repatriación y no sé cuántas cosas más. Un enredo donde llegan a confundirse las
razones jurídicas con la observación de los hechos y en el que ya no sé si importa
más lo que siento o lo que tengo el deber de defender. Como si fuera un abogado
en un tribunal.
Se calló. João se quedó mirándolo a la escasa luz que daban las lámparas de
petróleo que iluminaban la cubierta del barco.
—Vamos a ver, Luís, intenta ser racional. La ley obliga a que los trabajadores
tengan un contrato, esos contratos tienen un plazo y ellos son libres de
marcharse al finalizar ese plazo. Entonces, ¿cómo se puede hablar de trabajo
esclavo?
—¿Eso es lo que piensas, João? ¿Así de fácil? No sabía que fueras tan
legalista.
—Vamos, Luís, estudié en la misma facultad de Derecho que tú. Lo único que
sé es que, mientras no se viole una ley (y, por lo que me has explicado, aún no
ha terminado el plazo para saberlo), no es lícito suponer que no se está
cumpliendo o que no se va a cumplir. Y no he visto a ningún trabajador azotado o
arrastrado con grilletes; los he visto formar por la mañana para ir a trabajar y
regresar al final del día, por su propio pie, para el recuento. ¡Vamos, Luís, no
puedes ser más papista que el Papa! Esto es África, es una colonia y, por algún
capricho del destino que ahora no viene al caso, nosotros somos los colonizadores
y ellos los colonizados. Que yo sepa, la colonización no está prohibida en ninguna
ley ni tratado internacional. ¿Acaso Inglaterra, España, Alemania, Bélgica u
Holanda no explotan también sus colonias? ¿Quién trabaja en las plantaciones de
caña de azúcar de las Antillas? ¿Quién trabaja en las minas de oro del Transvaal?
Luís Bernardo no contestó. Observaba el rastro de luz que el barco dejaba a
su paso en el agua, como si allí estuviera la respuesta a todas aquellas preguntas,
flotando, nítida, sobre la superficie.
—Luís —prosiguió João, que se acercó a él y le pasó un brazo sobre el hombro
—, soy tu amigo, puedes contármelo todo, incluso tus pensamientos más
inconfesables. Dime qué es lo que de verdad te preocupa.
Por segunda vez, Luís Bernardo exhaló un profundo suspiro. Era un suspiro de
cansancio, una silenciosa petición de ayuda.
—Lo que me preocupa, João, es no estar a la altura de las circunstancias.
—¿Qué quieres decir con eso? ¿Qué circunstancias?
—João, David Jameson no está aquí de vacaciones. Él no me lo ha dicho, ni
falta que hace, pero yo sé que su misión es muy sencilla: concluir cuanto antes si
hay o no trabajo esclavo en Santo Tomé y comunicarlo a Londres. Si concluye que
sí, significará que yo habré fracasado en la misión que me encargaron. Si
concluye que no, significará que habré conseguido engañarlo o, por lo menos,
desviar su atención y, en ese caso, no sé cómo se quedaría mi conciencia.
—Pero ¿cómo podrías engañarlo, Luís? ¡Los hechos son los que son, o existen
o no!
—¿Cómo? ¿Quieres que te ponga un ejemplo? Si estalla una revuelta en una
hacienda o se descubre que un trabajador, o un centenar, firmó su contrato de
trabajo sin saber lo que firmaba, ¿crees que voy a correr a contárselo al cónsul de
Inglaterra? No, mi deber me obliga a intentar ocultarle todo lo que pueda ser
perjudicial para nuestros intereses. ¿Lo entiendes ahora?
—Creo que estás haciendo una montaña de un grano de arena y, lo que es
peor, antes de tiempo. En todas partes hay conflictos y abusos. También los hay
en Portugal, en nuestras haciendas, en nuestras fábricas, y no sabemos de la misa
la media. Pero entre eso y el trabajo esclavo hay una gran diferencia.
—No, João, son cosas diferentes. Hace mucho tiempo que no tenemos siervos
de la gleba en Portugal. Puede que se maltrate a los trabajadores, pero siempre
tienen la libertad de marcharse, aunque eso, en muchos casos, signifique pasar
hambre. Pero los de aquí están a cinco mil millas de su casa. ¡No son de aquí,
João! ¿Entiendes la diferencia? Para que puedan marcharse han de evitar la
trampa de estampar el dedo en un contrato de renovación, que ni desean ni
entienden, y esperar que los repatriemos por mar a las tierras de Angola, adonde
fuimos a buscarlos. Pero, claro, todo parece muy legal. El bastardo del
administrador general, que debería velar por los derechos de los trabajadores y
que está compinchado con los hacendados, puede presentarme miles de contratos
de renovación y las cifras donde se demuestra que, como el año pasado, sólo
cuatro trabajadores (¡cuatro, João!) querrían volver a casa. ¿Y eso qué significa?
A mi entender, significa simplemente trabajo esclavo encubierto con papeles
pseudojurídicos. Y quizá te hayas olvidado de una cosa, João: se me ofreció este
cargo porque estoy en contra del trabajo esclavo, porque lo dije y lo escribí
públicamente. Y lo acepté, entre otras cosas, porque tú y algunos más me dijisteis
que tenía la obligación moral de llevar a la práctica esas ideas, toda vez que me
habían elegido para el cargo por ellas. No vine aquí para condescender, para
engañar al inglés o para engañar a mi propia conciencia. ¡Mierda, para eso me
hubiera quedado en Lisboa, que es mucho más cómodo y agradable que esto, te lo
aseguro!
João Forjaz se quedó callado, sorprendido por la vehemencia del discurso de
su amigo. Ese Luís Bernardo no era el mismo que conocía en Lisboa. No se trataba
del empecinamiento con que defendía sus ideas y puntos de vista; eso era
habitual en él cuando estaba entre amigos e intervenía en las tertulias de salón o
en las discusiones políticas durante las cenas de los jueves en el hotel Central.
Sin embargo, ahora veía en él algo diferente, algo más personal, más radical.
SantoTomé había cambiado al Luís Bernardo al que estaba habituado. Lo observó
de reojo mientras su amigo, de nuevo en silencio, contemplaba las aguas oscuras
del estrecho por el que el barco avanzaba con dificultad. Veía a un hombre de
sociedad que se había transformado en un solitario, un hombre tolerante y
amante de la controversia que se había vuelto sorprendentemente intransigente,
un hombre despreocupado e incluso frívolo en muchos aspectos que ahora se daba
aires mesiánicos, como si el mundo entero estuviera pendiente de su humilde
misión allí, en los confines del mar, en aquel remedo de tierra y de civilización.
¿Acaso concedía tanta importancia a su misión para no sentir que lo que hacía era
inútil, que estaba desperdiciando un tiempo precioso que podría dedicar a vivir en
cualquier otro sitio? ¿Le habrían trastornado la soledad, el silencio de tantas
noches seguidas hablando y oyéndose hablar solo? ¿Habría perdido el sentido de
la proporción de las cosas?
—Luís, tranquilízate. Todos sabemos que en teoría la ley es igual en todas
partes, pero también que eso no deja de ser una amable fantasía. No se ha
levantado ni mantenido ningún imperio siguiendo esa máxima. ¿Quién dio
autoridad a Cortés, cuando desembarcó en América, para capturar a Moctezuma?
¿Quién dio a nuestro rey don Carlos autoridad para someter y encerrar a
Gungunhana, que era rey en Mozambique por derechos mucho más antiguos que
los suyos? Todas las éticas evolucionan, lo que hoy es normal mañana será
horrendo y lo que hoy es un crimen mañana será una banalidad. No puedes
pretender convencer en seis meses a todos los portugueses que están aquí desde
hace generaciones, sufriendo desde siempre lo que tú sufres desde hace unos
meses y con la única contrapartida de hacer fortuna, de que todo su código de
conducta y la forma de vida que han construido están equivocados, sólo porque tú
traes de Lisboa decretos, instrucciones y acuerdos secretos con Inglaterra que
ellos deben empezar a acatar de la noche a la mañana. Por mucha razón que
tengas, Luís, eso requiere tiempo. Tiempo y persuasión.
—No, João. —Luís Bernardo levantó la vista del mar y habló como si estuviera
solo, como había hablado tantas veces con João a distancia, desde su balcón—. Tú
no conoces a esa gente. Nunca cambiarán, nunca evolucionarán, nunca creerán
que la esclavitud camuflada que practican en las haciendas no es un derecho
natural que la Providencia ha puesto a su alcance para su uso y disfrute. Lo único
que esperan es que David redacte su informe y se largue, y que yo me canse y
me largue también para que venga algún otro gobernador más parecido a los de
antes y las cosas vuelvan a la normalidad. ¿Es eso lo que queremos como nación,
João? Entonces, ¿por qué llamamos a esto Provincias Portuguesas y no Almacenes
Portugueses de esclavos en África?
Ambos guardaron silencio. El ruido monótono del motor de carbón rasgaba la
quietud de la noche sobre aquel mar plagado de estrellas. A ambos lados y
enfrente del barco se veían reflejos resplandecientes que señalaban el rastro de
los peces voladores, que seguían la misma ruta que ellos. En el horizonte una
levísima claridad, casi imperceptible, anunciaba el nacimiento del nuevo día y en
dirección a Santo Tomé, ya a sólo dos o tres horas de viaje, una fina línea de luz
a ras de agua marcaba el punto exacto donde la noche de la ciudad a la que se
dirigían moría con el sol naciente de aquella mañana en el ecuador. João sintió un
escalofrío que lo hizo apretar con más fuerza sobre su pecho el capote con que se
abrigaba. Volvió a observar de reojo a su amigo y vio la tristeza de su mirada, el
desamparo casi físico que revelaba, las arrugas que hasta ese momento no le
conocía y ahora, con la primera luz de la mañana, se hacían evidentes en su
rostro. Todo el conjunto le provocó un nuevo estremecimiento y volvió a
arrebujarse con la capota, como si quisiera precaverse así contra algún mal
presagio. Sintió por Luís Bernardo una auténtica ternura de amigo, desconocida
hasta entonces; había que defenderlo, protegerlo. Sacarlo de allí cuanto antes.

David y Ann habían ido a cenar a casa de Luís Bernardo. Desde la llegada de
João a Santo Tomé aquellas cenas, ya fueran en casa de Luís Bernardo o en la del
cónsul inglés, eran tan habituales que casi no hacía falta concertarlas. Al principio
habían procurado espaciarlas para guardar las formas y respetar las normas de
etiqueta a que estaban habituados, pero pronto, por un consenso implícito, se
hicieron diarias o casi diarias, unas veces en una casa y otras veces en la otra.
Como la simpatía de la pareja inglesa por João fue recíproca e inmediata, aquellos
cuatro personajes, que se sabían pertenecientes a un subgrupo único en aquellos
parajes, decidieron tácitamente pasar por alto unas conveniencias sociales que les
habrían impedido, sin una razón lógica o verosímil, beneficiarse de su mutua
compañía. La pareja de «residentes» agradeció especialmente el fugaz paso de
João por su destierro tropical, pues su presencia brindaba la posibilidad de
organizar cenas de cuatro, en lugar de tres, lo que cambiaba mucho las cosas.
Como de costumbre, Luis Bernardo mandó servir la cena en la recocina, no en
el comedor, que seguía pareciéndole demasiado grande, desagradable y formal,
con sus macizos armarios de madera indo-portugueses, por los que sentía una
especial repugnancia. Además, así podía abrir de par en par las puertas del
balcón, con lo que parecía que la noche y el jardín se metían en casa. Y aquella
noche en particular era especialmente hermosa, de luna llena y brisa suave, con
un calor en el aire que les traía un aroma a mar y a flores que él no sabía
identificar, pero que Ann distinguía con precisión. Con el pretexto del incremento
de comensales, Luís Bernardo propuso a Sebastião (con mucho tacto, para no
ofender al esforzado mayordomo) que recurriera a la ayuda de Doroteia para
servir la mesa. Era una pequeña provocación dirigida a João, que se quedaba
fascinado con los movimientos ondulantes y silenciosos, con la sonrisa de dientes
blancos y ojos negros con que Doroteia se desplazaba alrededor de la mesa,
incluso de pie, mientras ayudaba a servir los platos en silencio, ella era la mujer
que faltaba en el grupo, y lo cierto era que su presencia no pasaba inadvertida a
ninguno de los tres comensales masculinos. Luís Bernardo saboreaba con
auténtica fruición el efecto que causaba Doroteia. Le apetecía pasarle la mano por
las caderas cuando se acercaba a retirarle el plato, hacer un gesto que
demostrara a los demás que él era el propietario y beneficiario de aquella pantera
sedosa, tallada en ébano y marfil, con lánguidas gotas de sudor. En un momento
dado estuvo a punto de consumar ese gesto irreflexivo, pero vio que, sentada a su
derecha, Ann observaba la escena con esa atención instintiva que prestan las
mujeres en tales ocasiones, y se quedó inmóvil, con la mano suspendida en el aire
y ruborizado, como un niño pequeño al que sorprenden a punto de cometer una
trastada.
Sinhá había preparado su extraordinaria sopa de pescado, que no tenía rival
en toda la isla, seguida de un asado de cerdo salvaje enrollado en banana-maç, lo
que le daba un gusto refinado e imaginativo, digno de un chef francés. Un pudin
de coco y un sorbete de mango remataban el menú, a propósito del cual, y de la
generosa cantidad de pimentón en la sopa de Sinhá, David comentó que nunca
había entendido por qué era precisamente en los países más cálidos donde se
echaba más picante a la comida.
—Cuando ustedes, los portugueses, trajeron la pimienta de la India, era
natural que tuviera éxito en los países fríos del norte de Europa, como el mío,
porque ayudaba a calentar el cuerpo. En cambio, es en los trópicos (en África, la
India, Brasil, las Antillas) donde se encuentra la comida más picante. ¿Para qué
hacer sudar a quien ya se está muriendo de calor?
João explicó que había leído en algún sitio que el picante ayudaba a combatir
los efectos del propio calor, una tesis que tenía más de absurdo que de científico,
como David no tardó en demostrar. Entonces se enzarzaron los dos en una
discusión sobre la vida en los trópicos, que rápidamente derivó hacia una
comparación entre los trópicos y la civilización y aquello a lo que Kipling llamaba
«la misión del hombre blanco». Convencido de que la conversación sería más
agradable fuera, en el balcón, Luís Bernardo se levantó e invitó a los demás a
acompañarlo, pero sólo Ann lo hizo, así que dejaron a los otros dos enfrascados
en su discusión.
Él y Ann se sentaron fuera, en las sillas de mimbre, de cara al mar, que el
reflejo de la luna iluminaba dibujando un camino de luz desde el horizonte hasta
tierra. Salvo el canto ocasional de algunas aves nocturnas o algún sonido
indefinido procedente de la ciudad, reinaban la calma y el silencio. Luís Bernardo
se encendió un puro con una de las velas que Sebastião mantenía siempre
encendidas hasta que él se retiraba, durante las muchas noches que había pasado
mirando el mar, escuchando su música y fumando, a solas con sus pensamientos.
Pero esa noche estaba feliz. Feliz, acompañado y relajado. Vestía unos sencillos
pantalones negros de lino y una holgada camisa blanca abierta por el cuello. La
única señal de la vida que había dejado atrás era el Patek-Philippe de plata que
había heredado de su padre y que llevaba en el pequeño bolsillo delantero de los
pantalones, con la cadena caída sobre la pierna izquierda. Ann estaba
deslumbrante, con su cabellera rubia recogida atrás y derramada en mechones a
ambos lados de la cara, un brillo en los ojos que parecía reflejo de la luna, un fino
vestido de algodón azul oscuro, con el corpiño muy subido y un amplio escote que
dejaba al descubierto buena parte de su pecho, bronceado ya por el sol de Santo
Tomé y humedecido por gotitas de sudor, casi imperceptibles, como perlas
diminutas pegadas a la piel. Su voz, cálida, pausada, sensual, hacía estremecer a
Luís Bernardo como si unos brazos invisibles lo envolvieran en ese sonido, como
Ulises, cautivo de los cantos de las sirenas, perdido en el camino de vuelta a casa.
No era por el embrujo de la luna ni por el encanto de aquella noche, y tampoco
era la primera vez que se sentía así delante de Ann. Día a día, noche a noche, su
presencia lo perturbaba cada vez más, se distraía durante el día con la esperanza
de verla y se desvelaba por la noche después de haberla visto. Pero jamás esbozó
el más mínimo gesto que lo revelara.
—Luís... —La voz de ella rompió de repente aquel momento mágico y él se
despertó en el acto, con todos sus sentidos alerta—. Parece usted otro desde que
João está aquí. Por fin parece ser un humano, normal, no una fiera acosada.
Él sonrió.
—¿Yo parecía una fiera acosada, Ann?
—¿Es que no se miraba al espejo? Parecía un faquir caminando sobre
cuchillos, siempre esperando la siguiente encerrona, la siguiente puñalada.
—Quizá sí, Ann, quizá tenga usted razón. Llevo ya casi un año aquí y ha sido
un año muy duro, con una vida muy diferente de la que estaba habituado. Y sin
nadie, absolutamente nadie, en quien confiar, con quien hablar, con quien estar
así, como estamos nosotros ahora, charlando relajadamente. La visita de João ha
acabado con eso, pero soy consciente de que es sólo un breve paréntesis; dentro
de unos días se marchará y todo volverá a la normalidad. Y la normalidad, Ann, a
veces es difícil de soportar.
—Lo sé, Luís, imagino que debe de serlo, pero al menos sabe que puede
contar conmigo y con David. Sentimos un sincero aprecio por usted y hemos
hablado varias veces sobre su situación. Nosotros, al menos, nos tenemos el uno
al otro, pero usted no tiene a nadie. Pasar todas las noches solo, en este balcón,
debe de ser muy duro.
Luís Bernardo la miró: estaba hermosa, casi irreal. Tenía la impresión de que,
si tendía la mano para tocarla, se desvanecería. Decidió tantear.
—Ann, no tengo la menor duda de la sinceridad de su amistad pero, como
sabe, David y yo tenemos misiones distintas, tal vez incluso opuestas. Quizá
llegue un día en que nuestras respectivas misiones nos obliguen a aparcar esta
amistad que hemos construido de forma espontánea. Quizá sería mejor para
ambos que no nos hubiéramos hecho amigos; en caso de conflicto, las cosas
resultarían más fáciles.
—Claro, los hombres tienen esa parte de conflicto interior, a la que veneran.
Por sentido del deber, son capaces de aguantar a sus enemigos y abandonar a sus
amigos. He vivido eso en mi propia carne, hace tiempo... Pero yo, Luís, óigame
bien, soy mujer, soy su amiga y no entro en esa clase de conflictos; por lo que a
mí respecta, no lo abandonaré.
Él se quedó mudo, sin saber qué decir. Ni siquiera acababa de entender qué
había querido decir. Se sintió aturdido, quizá por el vino y el coñac, quizá por la
luna llena, la devastadora belleza de la piel de Ann, de su pecho, de su cabello, de
su mirada. Se levantó y fue hasta la baranda, para despejarse con la brisa
procedente del mar, que el calor de la noche no llegaba a caldear del todo.
—¿Adonde va, Luís?
—¿Yo? —Se dio cuenta de que le había dado la espalda sin querer y se volvió
hacia ella—. ¡A ningún sitio!
—¿No querrá huir?
—¿Huir? ¿De qué?
Ahora se sentía desamparado, a la deriva, incapaz de razonar, de decir algo
con sentido, pero ella no iba a concederle ninguna tregua. Volvió a oír su voz,
baja, cálida, sensual. E implacable.
—De mí.
Del salón llegaban, cada vez más altas, las voces de David y João, que
seguían con su discusión. Estaban enzarzados en la comparación entre las
colonizaciones inglesa y portuguesa y, cegados por el acaloramiento del debate,
no parecían haber reparado en la presencia de la pareja a solas en el balcón. Luís
Bernardo aprovechó el alboroto de la discusión para hacerse el distraído y no
tener que improvisar una respuesta para Ann. Oyó, sonriendo por dentro, cómo
João recitaba con vehemencia todos los argumentos que avalaban la postura
portuguesa respecto a Santo Tomé; su amigo estaba haciendo ese trabajo por él
y, por lo que parecía, llevaba varios puntos de ventaja en el debate. Sin embargo,
Ann no le permitió continuar fingiendo distracción.
—Le he hecho una pregunta, Luís. Como no he recibido respuesta, he de
suponer que quien calla otorga. Pues bien, ya que estamos aquí, en un lugar tan
alejado de todo y en circunstancias tan inesperadas, creo que no tiene sentido
que nos andemos con hipocresías. Se lo contaré todo: usted me fascina, Luís. Me
he preguntado mil veces qué hace un hombre inteligente, culto, educado, un
caballero atractivo y soltero como usted, en un lugar como éste, desterrado del
mundo. Hace unos días hice la misma pregunta a João y respondió lo que yo
esperaba: que había venido por sentido del deber, para sentirse útil una vez en la
vida, para llenar un vacío, por el desafío intelectual. En fin, la coartada de
siempre. Luís, usted no es de esa clase de hombres, y lo sabe muy bien. Está
fuera de su mundo y no cree en los valores que se supone debe representar y
defender. Ahora se siente atrapado y no sabe cómo librarse de esto. Pero ¿qué
crimen ha cometido para imponerse semejante castigo?
—Y usted, Ann, ¿qué crimen cometió para venir a parar aquí?
—Ah, no fui yo, sino mi marido. Le he prometido que hablaría sin hipocresías,
de modo que le contaré lo esencial: David cometió una terrible estupidez en la
India, un imperdonable paso en falso, que nos ha hecho acabar en Santo Tomé, el
más oscuro de los destinos disponibles para los servidores del gran Imperio
británico. Cualquier mujer en mi lugar lo habría abandonado, por la vergüenza
que hizo caer sobre mí y por el destino que me esperaba si seguía a su lado, pero
yo admiro mucho a mi marido y, pese a lo que hizo, no puedo olvidarme de todo
lo demás y del hombre brillante que ha sido y continúa siendo. Lo quise con toda
mi alma hasta que me hirió como lo hizo, y aún hoy lo quiero, de un modo
diferente, más distante e íntimo, que no sabría explicar. Podría haberlo
abandonado, pero pensé que, precisamente porque todos los demás lo hacían, yo
no debía hacerlo. Como ve, tampoco yo soy inmune al sentido del deber. Ahora
bien, quedó claro entre nosotros que yo sería una presencia constante a su lado,
que ante el resto del mundo y ante la ley seguiría siendo su mujer, pero que no
sería, si no quiero, su mujer de hecho. Es el precio que ha de pagar por tenerme
aquí. Soy una mujer libre, como una viajera que ha desembarcado con él en
Santo Tomé, donde... —Ann hizo una pausa y lo miró fijamente a los ojos—.
Donde lo he encontrado a usted.
Se quedaron callados, mirándose. Ella estaba sentada en la silla, él seguía de
pie, apoyado en la baranda, de espaldas al mar y a la luna. Él estaba en la
sombra, ella en la luz, expuesta. Luís Bernardo tendió las manos hacia ella.
Lentamente Ann se levantó y caminó hacia él, hasta la sombra donde se ocultaba,
sin moverse, sólo dos manos tendidas en una llamada muda. La oscuridad los
protegía ahora de las miradas del interior de la sala, desde donde les llegaban las
voces de David y João, que proseguían su interminable discusión. Por un instante
Luís Bernardo pensó que João había adivinado lo que estaba sucediendo fuera y
sólo prolongaba el debate con David para darle tiempo y ocasión de convertir
aquella noche en la más decisiva de las que había pasado y pasaría en Santo
Tomé. Y eso fue lo último en lo que pudo pensar, antes de sentir la suavidad de la
cara de ella arrimándose con delicadeza a la suya, su cabello ligeramente
perfumado acariciando su mejilla, su cuerpo apretándose poco a poco a él, su
pecho hinchado y jadeante buscando el suyo. Aún tuvo tiempo de mirarla y ver
cómo el verde líquido de sus ojos, donde parecía reflejarse la luna, se apagaba
lentamente mientras ella cerraba los ojos y le ofrecía una boca húmeda, ávida,
con una lengua caliente que recorrió sus dientes y se enrolló en su propia lengua,
el cuerpo casi pegado al suyo, con un frenesí de pasión y de deseo que no había
visto en ninguna de las mujeres que se le habían entregado. Y se sumergió,
también con los ojos cerrados, en aquella boca y en aquella pasión, durante un
tiempo que se le antojó una eternidad, hasta el límite de lo soportable.
Capítulo 12

Q ue las islas son lugares de soledad nunca se hace tan patente como cuando
parten los que sólo estaban de paso y se quedan, despidiéndose en el
muelle, los que seguirán allí. En cualquier despedida casi siempre es más triste
quedarse que partir, y en una isla esa diferencia resulta aún más evidente, como
si hubiera dos especies de seres humanos: los que viven en ella y los que llegan y
se van.
En Santo Tomé y Príncipe, adonde sólo llegaban dos barcos al mes, uno
procedente de Angola y otro de Portugal, y donde ni siquiera había muelle, sino
sólo una pequeña playa desde donde los botes debían transportar pasajeros y
mercancías desde y hacia los barcos fondeados mar adentro, se sentían mucho
más las llegadas y partidas, a menudo con una carga de emotividad y
desesperación que se quedaban flotando sobre la playa y la ciudad mucho después
de que desapareciera por el horizonte la embarcación que poco antes estaba allí.
Cuando llegaban, una vez doblado el cabo que delimitaba la bahía de Ana Chaves,
todas las naves hacían sonar estridentemente la sirena, como si quisieran
convocar a la ciudad entera en la playa. Pero lejos de allí, desde lo alto de las
haciendas encaramadas montaña arriba, las divisaban mucho antes y hacían
circular la noticia de boca en boca hasta la ciudad. Y corrían todos a la playa, no
sólo los pocos que esperaban a parientes o amigos o los que tenían a bordo
mercancías contratadas, sino también una multitud formada por críos, amas de
casa ociosas, autoridades desocupadas que fingían asistir por obligación y quienes
iban simplemente por curiosidad, esa curiosidad silenciosa y paciente del que se
ha habituado a vivir viendo llegar y partir a los demás.
El barco procedente de Lisboa llegaba siempre cargado de «novedades» —ropa
de moda, enseres agrícolas, medicinas para males extraños o incluso desconocidos
por allí, revistas y otras publicaciones— que acercaban el mundo a las islas y que,
esa misma noche, serían tema de conversación en todas las casas y al día
siguiente, a primera hora de la mañana, estarían ya disponibles en los comercios
locales para que la gente las admirara o se las disputara. También llegaban los de
Lisboa, que desembarcaban con porte mundano y lanzaban miradas
condescendientes alrededor, lo que hacía que la pequeña multitud de curiosos les
abriera paso, avergonzados y aún más conscientes de su destierro. Cuando el
barco partía de nuevo hacia Lisboa, se llevaba de vuelta a los señores de las
haciendas que habían acudido a pasar la gravana en las playas de la isla y en las
casas grandes ya disfrutar del olor del cacao secándose en los tendales, un olor a
riqueza que los embriagaba; se llevaba también a los funcionarios o militares que
habían terminado su servicio y sólo deseaban un mar sereno y un buen viento de
popa que los condujera al tan ansiado estuario del Tajo, y se llevaba a los que
estaban allí de paso, por negocios, para quienes cada día que pasaban en la isla
era una pesadilla. Durante esas despedidas la playa de embarque era mucho más
triste para los que se quedaban, con la cabeza algo gacha por la resignación,
pañuelos enrollados nerviosamente en las manos, algunas lágrimas furtivas que
no se permitían dejar correr libremente allí, delante de todos y a plena luz del
día. Todos permanecían quietos y mudos en la playa observando cómo
embarcaban en los botes los pasajeros y la carga de última hora, cómo el pesado
vapor encendía las calderas, levaba anclas con un chirrido de despedida y
lentamente se ponía en marcha y ganaba poco a poco velocidad, como si tuviera
prisa por alejarse de los que se quedaban, no sin antes, como mandaba la
tradición, lanzar un pitido al doblar el cabo, tras el cual desaparecía de la bahía y
de la vista de quienes lo habían seguido con la mirada, quizá con la absurda
esperanza de que se arrepintiera e iniciara una súbita maniobra de regreso.
Luís Bernardo raramente asistía a esas ceremonias en la playa. Algunas veces
su cargo le había obligado a estar presente, cuando el barco partía o llegaba con
algún funcionario superior del gobierno de Angola o del ministerio de Lisboa a
bordo, pero en general odiaba tanto las partidas como las llegadas. Aun así, el día
en que João embarcaba de regreso a Lisboa, fue a despedirlo a la playa. Tras un
largo abrazo, algo torpe, con las botas enterradas en la arena, Luís Bernardo
sintió la marcha de su amigo como si le arrancaran algo del pecho y João sintió
aquella despedida, aquel lento viaje en bote hacia el barco, como una traición,
como un abandono imperdonable, como un inmenso peso en la conciencia.
¿Volvería a verlo? ¿Cuándo, cómo, en qué estado y en qué circunstancias?
Cuando el barco soltó amarras y empezó a alejarse de la costa, Luís Bernardo
no esperó a que emitiera el pitido de costumbre para despedirse de Santo Tomé,
sino que dio media vuelta y se dirigió al carruaje que lo esperaba. A medio camino
sintió que un brazo se enlazaba al suyo, que un cuerpo se arrimaba a él.
—¿Otra vez solo, Luís?
Ann. Luís Bernardo la había visto fugazmente justo antes del embarque. En
cuanto João y él bajaron del carruaje, ella y David se acercaron para despedirse
de su amigo, pero después, en medio del barullo que se organizó en la playa, los
perdió de vista y supuso que la pareja había regresado a casa, una vez cumplido
aquel deber de cortesía. Pero no, ella aún estaba allí y, tras echar un rápido
vistazo alrededor, Luís Bernardo no consiguió dar con David. Quiso, pues,
aprovechar aquel vacío aparente.
—Cierta persona me dijo el otro día que, por lo que a ella respecta, nunca me
quedaría solo...
Dijo eso y se calló, con la mirada fija en el mar, cuyo color, teñido por el sol
crepuscular, parecía reflejarse en los ojos de ella, de un azul de repente oscuro y
ensombrecido por una vaga tristeza. Sin embargo, la voz con que ella habló era
cálida, envolvente, como él la recordaba siempre, en su ausencia.
—Luís, hay una cosa, sólo una, que debe saber de mí y de la que puede estar
seguro: yo no miento, no finjo nunca y no me olvido de mis palabras, por muy
fácil que me resultara ahora echar la culpa a las circunstancias o al momento.
Está todo en sus manos. Luís, míreme bien, estamos aquí, en la playa, a la vista
de todo el mundo, no estamos solos en el balcón de su casa, en una noche de luna
llena y después de beber media botella de vino y dos copas de oporto. Está todo
en sus manos. Usted decide.
Y se alejó, como si no hubiera dicho nada especial. Resultó que David también
estaba aún por allí y ella fue a reunirse con su marido y, con toda la naturalidad
del mundo, lo cogió del brazo. David dirigió a Luís Bernardo un gesto de despedida
y, agarrado a su mujer, se encaminó hacia el carruaje que los esperaba. «O
desaparecen por mar o desaparecen por tierra», dijo Luís Bernardo para sus
adentros. También él volvió a casa, con un humor de perros. No quiso cenar, dio
la noche libre a Sebastião y se sentó en el balcón, con una vela encendida, en la
que prendió un puro. Allí se quedó hasta pasada la medianoche, cuando, después
de acabar con media botella de coñac, el aleteo cercano de un murciélago lo sacó
de aquel sopor, de aquel angustioso vacío. Entonces se levantó, algo tambaleante,
y se dirigió a su habitación vela en mano, presintiendo la presencia de Sebastião,
que lo espiaba por detrás de la puerta, que lo vigilaba para que no prendiera
fuego a la casa y que seguro permaneció a la escucha hasta que lo oyó salir del
baño, entrar en su dormitorio y caer desplomado sobre la cama, vestido como
estaba y consumido por el dolor.
Se despertó cansado y mal dormido. Lo que tenía que haber sido un sueño
reparador le había dejado un seco y desagradable gusto a aguardiente fermentado
en la boca, los músculos flácidos y doloridos y una cara fúnebre que daba miedo.
Se afeitó y se dio una ducha, que no alivió nada su profundo malestar físico y
anímico. Estaban la habitación de João, ahora vacía, la ausencia de la voz y la
complicidad de su amigo, que ahora navegaba por algún punto del océano rumbo
a Lisboa. Estaba el recuerdo de la voz de Ann, del verde o el azul de sus ojos,
unas veces oscuros y otras luminosos, del sabor de su boca y su lengua, que no
conseguía borrar. Y estaba la obligación de escoger un traje, una camisa, unos
zapatos, de reanudar una rutina que lo esperaba en su despacho de la planta
baja, de recibir a oscuros funcionarios que, con el sombrero nerviosamente
estrujado entre las manos, le mendigaban el favor de una recomendación para
una promoción que consideraban justa o la concesión de unas vacaciones
extraordinarias en la metrópoli. Estaban el correo de Lisboa, los anuncios que
esperaban su aprobación para ser publicados en el Boletín Oficial de la colonia, las
multas que debía imponer, las cuentas de la Hacienda Pública local que debía
supervisar, la decisión sobre la contribución que había que pagar para el
alumbrado público de las fiestas de Navidad y Año Nuevo, el seguimiento de las
obras públicas en marcha, las quejas, las peticiones, los requerimientos oficiales.
Se miró en el espejo de cuerpo entero, se vio como estaba, desnudo, abandonado,
perdido, no sabía si vencido (¿por qué oscuro mal?) o vencedor (¿de qué oscura
causa?). Se miró bien y dijo, en voz alta:
—Luís Bernardo Valença, gobernador de la colonia de Santo Lomé y Príncipe
por designación regia, despierta y ve a tu puesto. ¡La historia no acaba así!
Pasó los dos días siguientes encerrado en la secretaría del gobierno
despachando todos los asuntos pendientes, respondiendo a todo el correo,
recibiendo a todos cuantos habían solicitado audiencia, recuperando el trabajo
atrasado, incluso hasta bien entrada la noche, en una súbita obsesión por revisar
toda la contabilidad del gobierno, ahora que se acercaba el final del año y había
que cerrar las cuentas antes de enviarlas al ministerio, en Lisboa. Había sido un
buen año para la cosecha del cacao: Santo Tomé había vendido cuatro mil
doscientas toneladas más que el año anterior, y Príncipe, una tonelada más. Eso
se traducía en una mayor recaudación para la aduana, para el gobierno y para el
ayuntamiento, de modo que por ese lado podía estar tranquilo. Había fondos para
sufragar las obras públicas en marcha, los gastos de la administración se habían
mantenido en el nivel del año anterior y la colonia seguía siendo autosuficiente,
pagaba puntualmente todas sus importaciones e incluso acumulaba excedentes,
tanto en las haciendas y en el comercio local como en el balance de ingresos y
gastos de la Hacienda Pública. Todo un éxito. Claro que, si no fuera así, ¿qué
sentido tendría mantener una colonia?
Una mañana descubrió que habían desaparecido los papeles de encima de su
escritorio, que habían limpiado el polvo, que el trabajo estaba al día, que nadie lo
esperaba para ninguna audiencia. Subió a casa, bebió un zumo de frutas y mandó
que le ensillaran el caballo bayo que usaba para los paseos mientras se cambiaba
de ropa. Al salir giró a la derecha, en dirección opuesta a la ciudad, y, siempre al
paso, lomó el camino que bordeaba la costa. Durante el paseo saludaba distraído a
los escasos transeúntes con que se cruzaba, absorto en pensamientos que lo
transportaban a Lisboa, a las cenas con sus amigos, a las discusiones, a los
chistes, a ciertas historias que habían dado mucho que hablar. Pensó en Matilde y
en lo que João le había contado sobre su nuevo embarazo y su aparente armonía
conyugal, la recordó en sus dos encuentros furtivos en el hotel Bragança, sus
gemidos mientras él la tenía en sus brazos y oía con claridad los sonidos que
llegaban de la calle, con tal nitidez y atención que era casi como si no estuviera
presente. Aquel recuerdo lo dejó tan excitado y ensimismado que, cuando volvió
al mundo real, ya había dejado atrás las últimas casas de las afueras de la ciudad
y cabalgaba por un solitario camino de arena que conducía directamente a la
playa de Micondó. Aceleró el paso del caballo hasta un galope corto, sincopado,
como si de repente le asustara la soledad de aquel tramo del camino. Pensó en
dar media vuelta y regresar a la ciudad para llegar a la hora de comer pero,
cuando alcanzó la colina sobre la playa, no pudo evitar detenerse a la vista de
aquel paisaje deslumbrante. Un arenal blanco, salpicado por algunos cocos caídos,
trozos de corteza u hojas de los cocoteros que rodeaban la playa en forma de
concha, se extendía en una leve inclinación hacia la espuma mansa de las olas
que morían en la orilla y que, incluso en el momento de romper, eran
transparentes, como lo era todo el mar que se perdía hasta el horizonte. Desde lo
alto de la colina distinguía con nitidez el fondo del mar hasta unos cincuenta
metros de distancia, las sombras de las rocas sumergidas y de algunas tortugas
que nadaban ágilmente cerca de la orilla y el color de los peces, las anémonas y
las algas. Incapaz de resistirse, tiró de la rienda izquierda y comenzó a bajar por
el sendero hasta la playa. Desmontó junto a los cocoteros, amarró el caballo a un
tronco y echó a andar por el arenal completamente desierto, mientras oía el canto
de los pájaros posados en las palmeras, cuya estridencia se imponía al suave
murmullo de las olas al romper mansamente en la orilla.
Se sentó a unos diez metros del agua, se quitó las botas y encendió un
cigarrillo con las cerillas que llevaba en el bolsillo de la camisa. Después construyó
con la arena un apoyo para la cabeza y se tumbó a fumar con la mirada fija en el
cielo, que estaba inusitadamente despejado para aquella época del año, con
apenas algunas nubes quietas salpicando aquel azul perfecto. Era como si el
universo entero se hubiera detenido allí y él hubiera ido a parar a aquella costa
tras sobrevivir a algún naufragio, o como si hubiera caído del cielo, de alguna
nube que lo transportaba y de la que había resbalado mientras dormía para
aterrizar en aquella playa, donde parecía que ningún otro ser humano había
estado nunca. Cerró los ojos ante aquel sol que lo cegaba y sintió cómo el calor le
tensaba la piel de la cara. Consumido el cigarrillo, se puso de pie y, en un gesto
absurdo, echó un vistazo alrededor para asegurarse de que nadie lo observaba.
Sólo entonces se desnudó y entró en el mar. Primero se quedó un buen rato
parado con el agua hasta la cintura, mientras observaba los peces que nadaban
junto a él. Después se zambulló de cabeza en aquella agua templada y
translúcida, con los ojos bien abiertos, y comenzó a dar lentas brazadas. Al poco,
respiró hondo, volvió a sumergirse y empezó a bucear en dirección a la orilla. Vio
algunos peces y una tortuga que se apartaron a su paso, vio la forma esbelta de
una barracuda, con sus dientes de sierra, que nadaba desconfiada mientras lo
miraba de reojo. Al alcanzar la orilla notó cómo las olas rompían sobre su nuca, se
estiró en la arena como un caimán y sólo entonces levantó la cabeza para
respirar. Se quedó un buen rato así, con la cabeza ora sumergida hasta rozar la
arena del fondo, ora medio alzada, con la nariz fuera, para tomar aire. Se
disponía a levantarse cuando la voz de ella, tranquila y muy cercana, lo dejó
petrificado.
—¡Qué bonito! En lugar de estar trabajando en su despacho, el gobernador de
Santo Tomé y Príncipe se dedica a bañarse, totalmente desnudo, en su playa
privada. ¿Cómo quiere que lo tomen en serio, amigo gobernador?
Vio que Ann estaba sentada a diez pasos de él, justo donde había dejado la
ropa, y se fijó en que más arriba, en los cocoteros, había un caballo amarrado
junto al suyo. Era obvio que lo había hecho a propósito para que él no la viera
mientras buceaba bajo el agua. Instintivamente reculó dos metros dentro del
agua, pero siguió callado, sin saber cómo reaccionar.
—¿Lo he asustado, Luís? Se ha quedado mudo.
—No, estoy pensando cómo voy a salir de aquí ahora...
—¿Cómo? Pues como ha entrado, por su propio pie. ¿O necesita que vaya a
buscarlo?
—Soy capaz de salir. El problema es que, como ya habrá notado, estoy en
cueros.
—¡Ah, eso hace que la perspectiva sea extraordinaria! Me lo encuentro a
solas, en una playa desierta y, por si fuera poco, totalmente desnudo dentro del
agua. ¿No le parece una coincidencia fantástica?
—No parece una coincidencia...
—Tiene razón, parece cosa del destino. Le juro que no lo he seguido, daba la
casualidad de que pasaba por aquí, he encontrado un caballo atado al cocotero y
he decidido ir a ver quién era ese solitario habitante de la playa. He de admitir
que si lo he reconocido ha sido gracias a su caballo, no por la vista de su trasero a
lo lejos, entrando y saliendo del agua.
Rompió a reír, como una niña que acabara de hacer una travesura, y él
tampoco pudo reprimir una carcajada.
—Bien, entonces tendré que salir por mi propio pie. Mire hacia otro lado o
prepárese para una escena insólita: el gobernador de Santo Tomé emergiendo
desnudo ante la mirada de la mujer del cónsul inglés.
—Adelante.
—No puedo. Ahora ya no puedo.
—¿Por qué no?
«¿Voy o no voy? ¿Salgo, y que sea lo que Dios quiera, o no salgo?» Luís
Bernardo buscó ayuda en la expresión de Ann, pero ella seguía sentada, con el
aspecto más tranquilo y natural del mundo, apenas una leve sonrisa maliciosa en
los labios.
—Verá, Ann, ocurre que... como ya imaginará, hum... en este momento, en
fin, ¿cómo se lo diría...?, ya no me encuentro en estado de inocencia anatómica.
No sé si me explico.
—Sí, creo que ya sé cuál es su problema, pero quizá haya otra solución.
—¿Me va a pasar la ropa? —preguntó él, ansioso por una respuesta
afirmativa.
—Al contrario. Dígame, ¿cómo está el agua?
—¿El agua? Está estupenda, caliente.
Sentada en la arena, ella se quitó las botas de montar, con algún esfuerzo y
maldiciendo entre dientes. Después se levantó y se desabrochó uno a uno todos
los botones de la blusa, se la quitó y la arrojó a un lado. Debajo llevaba un corto
corpiño que le sujetaba el pecho. Se lo desabotonó, retiró los tirantes de encima
de los hombros y se libró de él, para dejar a la vista unos pechos grandes,
voluptuosos pero firmes, de pezones redondos y prominentes. Después de
desabotonarse los pantalones, los dejó caer piernas abajo y movió los tobillos para
sacar los pies. Tenía unas piernas largas y perfectamente torneadas, con un tono
de piel más oscuro de lo que cabría esperar. Cuando terminó de desnudarse por
completo y comenzó a caminar hacia el agua, Luís Bernardo ya no era capaz de
seguir devorando aquel cuerpo con los ojos. Concentró su mirada en la cara de
Ann, en sus ojos; ella también lo miraba a él, expuesta, tranquila, aunque en su
expresión ya no se veía la sonrisa maliciosa de antes, sino tan sólo esa silenciosa
determinación, casi premeditación, con que se había desvestido y ahora se
acercaba a él.
Luís Bernardo se levantó del agua y la recibió de pie, cuerpo contra cuerpo,
sintió cómo se acercaba aquel pecho y se aplastaba contra la lisura del suyo, cómo
aquellos muslos se fundían con los suyos, cómo aquella boca ávida se sumergía en
la suya. Se quedó así unos instantes, como incrustado en el cuerpo de ella, hasta
que Ann lo empujó suavemente por los hombros y él perdió el equilibrio y cayó
hacia atrás, arrastrándola en su caída. Con las rodillas en la arena, volvieron a
salir a la superficie, Luís Bernardo la atrajo hacia sí, buscó de nuevo su boca, que
ahora sabía a una mezcla de sal y miel, sintió la textura de su lengua, que
recorría la de él sin ningún pudor, y la furia con la que ella se entregaba le hizo
perder la cabeza. Se soltó de su boca y comenzó a besarle el cuello y los hombros,
que eran anchos y rectos, sus manos buscaron sus pechos, tan grandes que no le
cabían en la palma. Entonces, loco de deseo, empezó a chupar los pezones, con la
cabeza enterrada entre aquellos senos que sus manos no soltaron en ningún
momento, unas veces sujetándolos, como si quisiera comprobar su peso y
consistencia, y otras estrujándolos con las manos abiertas como garras. Ann
tampoco se quedó quieta, no cerró los ojos ni gimió, no echó la cabeza hacia
atrás, seducida y rendida. Al contrario, continuó buscando su boca con la misma
ansia que antes, después bajó la mano por su cuerpo hasta que, debajo del agua,
encontró su sexo, que estaba duro y apuntado hacia arriba, lo agarró con fuerza y
comenzó a mover la mano arriba y abajo. Luís Bernardo la arrastró fuera del
agua, cogida por la cintura, y la hizo caer de espaldas sobre la arena mojada. De
nuevo se perdió en aquellos pechos que lo volvían loco, los lamía, los acariciaba
con las manos bien abiertas, metía la cabeza entre ellos, mientras sentía cómo
sus muslos aplastaban los de ella y su sexo se comprimía contra su vientre.
Se apretaban el uno contra el otro, como animales en celo arrastrados por el
mar hasta la arena de la playa para que aplacaran su deseo. Luís Bernardo se
había dejado llevar por aquella ola devastadora de deseo, por aquella mujer bella
y voluptuosa, que se había desnudado y caminado hacia él, mar adentro. Ahora,
de repente, sentía que debía decir algo, ser algo más que un macho a punto de
cubrir a una hembra.
—Ann... —comenzó a decir, sin saber bien cómo continuar, pero olla lo atajó
al momento. Tenía una sonrisa tensa en la cara, la misma determinación en la
mirada, y sus manos lo agarraron de la nuca y lo atrajeron más hacia su cuerpo.
—¡Chist, Luís...! Come! Come to me!
La mano de ella volvió a buscar su sexo, lo agarró con fuerza, lo bajó por su
vientre y, tras arquear ligeramente el cuerpo y abrir las piernas, lo condujo hacia
su interior. Entonces él, con la mente en blanco, comenzó a entrar en ella
lentamente, con cuidado, pero la sintió mojada de una espuma espesa que no era
sólo de mar y, con un suspiro casi inaudible, la penetró hasta el fondo, tan al
fondo que sintió que la tierra daba vueltas sobre su cabeza, sintió que la arena
del suelo se estremecía como el cuerpo de ella, sintió su lengua salada, alguna
cosa que se abría y se rasgaba para recibirlo, un volcán dormido bajo tierra rugió
y él rugió también, con el volcán, con ella, un bramido sordo tras el cual, de
repente, todo se fundió en una explosión en la que él ya sólo veía estrellas brillar
dentro de sus ojos y el azul o el verde de los ojos de Ann cubriendo como un cielo
todo aquel caos, y un segundo antes de dejarse caer en lo más hondo de ella y de
sí mismo aún tuvo tiempo para un último resquicio de lucidez que le hizo sentir
de forma nítida la cruda certeza de que se había perdido para siempre en el
cuerpo, en la mirada y en el abismo de aquella mujer.
Mucho tiempo después —una eternidad para quien, como él, de pronto se
sentía como un criminal a punto de ser descubierto—, Ann se soltó de sus brazos,
le dejó un suave beso en los labios y, con un suspiro, dijo:
—Tengo que irme.
Empezó a vestirse sin prisas, mientras él veía cómo poco a poco aquel cuerpo
de hembra perfecta se cubría y desaparecía de su vista, si bien nunca
desaparecería de su memoria. Caminaron hasta donde estaban los caballos. Ann
desató el suyo y, con las riendas en la mano, se acercó a Luís Bernardo, volvió a
pegar todo su cuerpo al de él y le dio un último y largo beso. Él permanecía en
silencio desde que la había poseído sobre la arena. Callado, vio cómo se alejaba,
encendió un cigarrillo y se quedó allí, en lo alto de la colina, desde donde
contemplaba el mar, que continuaba transparente como ninguna otra cosa en el
mundo, y observó, con el corazón encogido, las marcas en la arena que señalaban
el lugar exacto donde acababa de vivir aquellos increíbles momentos. De no haber
sido por aquellas marcas, que la marea no tardaría en borrar, todo aquello le
habría parecido un sueño.

Luís Bernardo estaba sentado a su mesa de trabajo, enfrascado en la lectura


de los últimos periódicos recibidos de Lisboa. La gran sensación del momento en la
capital era la popularización, en números ya bastante considerables, de los
primeros automóviles y la realización de las primeras carreras de coches, dotados
«de un motor de explosión, alimentado con gasolina, capaz de transportar al
chófer y a los ocupantes a una velocidad de cincuenta, sesenta ¡y hasta setenta
kilómetros por hora!». Él aún se acordaba del primer automóvil que llegó a
Portugal, unos años antes. Era un Panhard-Levasseur, del conde de Avillez, y en
el largo viaje inaugural, entre Lisboa y Santiago do Cacém, se registró el primer
accidente mortal provocado por un automóvil, cuando un alentejano a lomos de
su burro, sorprendido por la aparición de aquel extraño artilugio, se acercó
demasiado a observarlo y el chófer no pudo evitar el atropello, en el que el animal
perdió la vida. Al recordar ese acontecimiento histórico el cronista explicaba que,
cuando el conde de Avillez pasaba en su Panhard por las empinadas calles de
Santiago do Cacém, durante el verano, lo precedía un criado con librea que
avisaba: «¡Apártense, que viene el gasolina!» Los científicos portugueses
consultados por el periódico estaban divididos respecto al futuro del invento:
algunos veían en él el principio de una época revolucionaria que no tardaría en
destronar al resto de medios de transporte —como había ocurrido con los tranvías
eléctricos, que pocos años antes habían vuelto obsoletos a los tirados por mulas—,
y otros le presagiaban una corta, atormentada y accidentada vida. El profesor
Aníbal Lopes, de la facultad de Ciencias, llegaba a asegurar que «un artilugio
propulsado por un motor de explosión sólo puede tener el final que su propio
nombre indica: la explosión». Otros, como el profesor José Medeiros, veían en el
combustible utilizado —la gasolina— la principal razón para el poco futuro de
aquella máquina, «debido a la escasez de tal combustible en el mundo y a que los
pocos yacimientos existentes en el planeta no garantizan más de un par de años
de abastecimiento para tan inútil como fugaz descubrimiento». Quien no parecía
comulgar con ese pesimismo era el señor Henrique Mendonça, «ilustre colonialista
y benemérito de las islas de Santo Tomé y Príncipe», que recientemente, según
informaba el periódico, había alquilado las cocheras del palacio del marqués de
Foz, en la plaza de los Restauradores, «donde se propone montar el primer stand
de venta de automóviles en Portugal, en representación de la marca Peugeot».
Era el mismo Henrique Mendonça que, como recordaba el periódico, había
inaugurado un mes atrás su magnífico palacete en Campo Santana, en lo alto de
una colina desde donde se dominaba toda la ciudad, cuya fiesta de inauguración
había superado en lujo, opulencia y glamour cualquier otro acontecimiento
celebrado en Lisboa en los últimos años. Luís Bernardo sonrió para sus adentros al
pensar en aquella imagen de lujo y glamour y en las dotes de benemérito del amo
de la hacienda Boa Entrada. ¿Habría mandado llevar a un par de negros de Santo
Tomé para que recibieran a los invitados, antorcha en mano, a la entrada de la
fiesta de inauguración de su «magnífico palacete»?
Como era habitual, leyó el periódico de cabo a rabo, sin saltarse ni una línea,
desde las maniobras políticas en las Cortes hasta las andanzas de la familia real,
pasando por los resultados de las carreras hípicas en el Jockey o por la descripción
de las cenas en el Turf y de las principales fiestas de Navidad. Devoró las críticas
sobre la temporada lírica en el Sao Carlos y repasó los nombres de todos los que
habían muerto, de los que habían nacido, de los que habían sido bautizados, de
los que se habían casado, de los que se iban y de los que volvían de viaje. Con la
distancia, y a pesar de aquella profusión de noticias —sobre todo para quien,
como él, vivía en un lugar donde nunca ocurría nada digno de mencionarse en un
periódico—, le pareció que nada sustancial había cambiado en los
comportamientos y las ideas de sus paisanos. El único cambio lo encontró en el
ambiente político, mucho más crispado desde que don Carlos había instituido por
decreto la dictadura de João Franco, quien había prometido «salvar el país, la
institución monárquica y la economía». Todos daban rienda a suelta a sus odios y
el Partido Republicano, que pese a la palabra «dictadura» gozaba de una amplia
libertad de movimientos, crecía a ojos vistas, no sólo en Lisboa, sino también en
Oporto y en provincias. El rey don Carlos lo empeoró todo aún más al explicar, en
una entrevista a un periódico francés y con su habitual e indisimulado tono
desdeñoso, que había impuesto aquella dictadura con carácter provisional y con el
único fin de volver a meter al país en vereda, después de décadas de absoluta
incompetencia por parte de la clase política. Publicada más tarde en Portugal, la
entrevista era ahora el centro de todas las discusiones e incluso había motivado
violentos insultos contra el jefe de la Casa de Braganza.
Absorto en la lectura del periódico, Luís Bernardo no se dio cuenta de que
llamaban a la puerta; su secretario tuvo que llamar tres veces antes de oír que el
gobernador le daba permiso para entrar.
—¿Qué ocurre?
—Ahí fuera está el cónsul inglés, que dice que quiere verlo, señor gobernador.
Luís Bernardo sintió un escalofrío en el espinazo. ¿Acaso...? ¡No, Ann no se lo
podía haber contado! Claro que... ¿No le había insinuado ella, en aquella charla
en el balcón de su casa, que tenía una venganza pendiente con su marido, que se
sentía libre para hacerlo y que el mismo David ya debía de contar con eso? No; no
podía ser. Si así fuera, significaría que para ella todo cuanto había ocurrido
aquella noche y después en la playa no había sido más que una venganza contra
su esposo y que él, Luís Bernardo, no representaba más que un instrumento de
esa venganza. Se negaba a creerlo. Quizá alguien los había visto en la playa y
había hecho circular la noticia, que en menos de dos días habría llegado a oídos
de David.
No tenía tiempo para conjeturas, David estaba ahí fuera y se disponía a
entrar. Luís Bernardo lanzó un imperceptible suspiro y dijo:
—Mándelo entrar.
—¡Hola, Luís! Pasaba por aquí y he aprovechado para venir a verle.
Se dieron la mano. Aparentemente nada en la voz o los gestos de David hacía
pensar en algo fuera de lo normal.
—Siéntese, David. Dígame, ¿qué le trae por aquí?
—Oh, no hará falta que me siente. Seré muy breve. No quiero interrumpir su
trabajo.
—Sólo estaba leyendo los periódicos de Lisboa...
—De todas maneras, tampoco yo dispongo de mucho tiempo. Sólo he venido
para concertar una reunión. Hay un asunto personal que he de comentar con
usted y sobre el que me gustaría hacerle unas preguntas. ¿Qué le parece si viene
mañana a cenar a mi casa?
—¿Mañana? Claro, cómo no, allí estaré.
—¿A las siete y media, como siempre?
Se dieron un nuevo apretón de manos y David se fue con la misma
naturalidad con que había llegado.
Luís Bernardo se quedó mirando pensativamente hacia la puerta que el inglés
acababa de cerrar al salir. ¿Un encuentro formal, concertado con un día de
antelación, cuando solían invitarse mutuamente sólo unas horas antes? ¿Un
asunto personal? ¿Unas preguntas que quería hacerle? ¿Y para qué reunirse en
una cena, en presencia de Ann? Podía tratarse de una mera coincidencia o de una
perversa encerrona a tres bandas.
Fuera lo que fuese, comprendió que a partir de aquel momento nunca dejaría
de vivir inmerso en aquella angustia. David era su amigo, sentía por él un aprecio
sincero, habían congeniado en el momento en que se conocieron, había podido
contar siempre con su lealtad y tanto él como Ann le habían brindado un apoyo
impagable para ayudarlo a superar la soledad en que vivía. Por supuesto, él había
intentado retribuirles tan bien como había sabido, pero eso sólo agravaba aún
más las cosas, le daba a David el derecho a confiar en él como amigo. Y lo primero
que se exige a un amigo es lealtad, aunque la mujer del otro caiga en nuestros
brazos, aunque nos diga que tiene derecho a vengarse de su marido, admitido por
él mismo, y aunque nos sorprenda desnudos en una playa desierta y, en lugar de
alejarse, se desnude también y entre en el agua a nuestro encuentro. La mujer de
un amigo puede hacer lo que quiera; el amigo del marido no. Pero lo cierto era
que todo lo que no debía ocurrir había ocurrido ya. Eso era irremediable y lo peor
del caso era que estaba enamorado de Ann. Estaba completamente enamorado,
con un amor que él ya sabía incurable y contra el cual no encontraba ni las
fuerzas, ni la serenidad ni las ganas de resistirse. Allí estaban ellos solos,
encerrados en una microisla, donde no había discretos hoteles ni amigas
cómplices para ayudar a ocultar el amor entre un hombre soltero y una mujer
casada. «¡Dónde me he metido, Dios mío!» Claro que siempre podía huir, era el
precio que había que pagar y la solución más habitual en tales circunstancias. Eso
había hecho con Matilde, había huido de ella a Santo Tomé y, en gran medida, ese
pretexto, como caído del cielo, había sido una de las razones para aceptar aquel
destierro. El problema era que no quería huir de Ann. La idea de huir de ella y
dejarla en Santo Tomé lo torturaba. No, esta vez no quería huir. No quería perder
a aquella mujer por nada del mundo. ¿Estaría dispuesto, pues, a afrontar las
consecuencias? No, tampoco quería eso. ¡Qué encerrona le había preparado el
destino!

El consulado de Inglaterra en Santo Tomé era una casa pequeña de dos


plantas, rodeada por un muro que delimitaba un pequeño pero frondoso jardín de
begonias, moreras y cambures, el cual proporcionaba algo de sombra en verano y
cierta frescura en la estación de las lluvias. En la planta baja había tres salas que
se abrían directamente al jardín, y en la planta de arriba tres dormitorios y el
único cuarto de baño de la casa. Un anexo situado en la parte trasera del jardín,
separado del edificio principal por una especie de porche, albergaba la cocina y la
despensa, la lavandería y el cuarto de planchar, el establo y las dependencias del
personal de servicio, que se limitaba a dos chicas, el jardinero, que cuidaba del
jardín siguiendo las precisas instrucciones de Ann, y Benaudi, el negro de
Zanzíbar que servía de intérprete a David y todas las mañanas se presentaba ante
el cónsul para acompañarlo en sus salidas y regresaba al final del día a su choza
en la ciudad. La habitación principal, donde dormían los señores de la casa, tenía
un amplio balcón de madera, con vistas al jardín, en el que se enroscaba un cipó
tan alto que ya había alcanzado el tejado. Bajo ese balcón, Ann, fascinada por las
flores de los amores al uso, se entregaba a su cultivo en un parterre, para que sus
cambios de color a lo largo del día le sirvieran de reloj contra el tiempo y para que
su olor lo inundara todo y la transportara muy lejos de allí.
La pequeña puerta de madera en medio del muro que daba acceso al jardín
del consulado no se cerraba nunca con llave, pero había una campanita al lado
para que las visitas, por una cuestión de cortesía, se anunciaran al llegar. Ya por
distracción, ya por cualquier otra razón inconsciente, esa noche Luís Bernardo se
olvidó de la campanita y abrió sin más la puerta, entró y volvió a cerrarla. Caminó
hasta la parte delantera de la casa, donde encontró a Ann, sentada en una silla de
mimbre y con la mirada fija en un punto del jardín. No se había percatado de su
llegada.
—Hola —saludó él, que se había detenido al verla.
—¡Ah, Luís, entre! —Ella se levantó, se acercó a él, le puso suavemente la
mano sobre el pecho y le dio un beso tierno y algo húmedo en la mejilla. Él no
pudo evitar echar un vistazo alrededor, aprensivo, y Ann, adivinando lo que
pensaba, lo llevó de la mano hasta las sillas y le dijo—: David se ha retrasado,
pero debe de estar al llegar. Lo esperaremos aquí fuera. ¿Un gin-tonic?
—Sí, por favor.
Ann desapareció dentro de la casa y a él no se le escapó que, pese a su
aparente naturalidad, parecía triste, como si alguna sombra enturbiara el brillo
habitualmente radiante de su mirada. Se sentó en una de las cómodas sillas de
mimbre acolchadas, que como tantos otros objetos de la casa habían llegado de la
India con la pareja. Había armarios, mesas, vajillas, jarrones, escopetas de caza y
lanzas, fotografías de la India repartidas por todas las estancias de la planta
inferior, como si quisieran convencerse de que un poco de la India los había
acompañado hasta allí y de que algún día, llevados por el mismo mar que los
había traído, ellos y todos aquellos objetos regresarían a la vida que les
pertenecía. Había en la casa una nostalgia indefinida, una tristeza que flotaba
como polvo en el aire. Quizá la misma tristeza que le había parecido ver en los
ojos de Ann.
Oyó sus pasos que se acercaban y se puso de pie para recibirla. Ann llevaba
dos vasos, le tendió uno y con el suyo le dio un leve toque en un brindis
silencioso. A continuación, de repente, tiró de Luís Bernardo y lo llevó contra la
pared de la casa, donde ninguna criada podría verlos, apoyó todo su cuerpo contra
el suyo, como había hecho en la playa, y sumergió su boca en la de él, con esa
ávida ansiedad que lo volvía loco.
—¡Luís, te echo mucho de menos! ¡Cómo deseaba tenerte así, abrazado!
—¡Ann, por favor, no me digas eso! ¡Ningún hombre debe de haber echado
jamás tanto de menos a una mujer!
—Ven, será mejor que vayamos a sentarnos.
Luís Bernardo se separó con dificultad de su cuerpo y fue a sentarse, con la
prudencia de dejar una silla de separación entre ambos.
—Ann, ¿de qué quiere hablar David conmigo?
—No tengo ni idea, Luís. Sólo me avisó de que te había invitado a cenar
porque tenía que hablar contigo.
—¿Crees que desconfía de nosotros, que ha descubierto algo?
—No lo creo. De todos modos, es muy intuitivo, puede que lo haya adivinado
sin necesidad de descubrir nada.
—¿Tú no le has dicho ni le has insinuado nada?
—No, Luís, te doy mi palabra.
—¿Ni tienes planeado hacerlo?
De repente ella lo miró como si aquélla fuera la última pregunta que
esperaba.
—¿Yo? Yo nunca planeo nada. He aprendido a no hacer planes jamás. Dejo
que las cosas pasen. Vivo los días uno a uno. Así tengo días tristes y días felices.
Si planeara las cosas y mis planes no se cumplieran, todos los días serían tristes.
No, Luís, no he planeado contarle nada... ni dejar de verte ni dejar de tener
remordimientos.
Luís Bernardo se quedó callado. Los dos guardaron silencio. La lluvia, que
había cesado media hora antes, había despertado el canto de los pájaros
nocturnos, que llegaba hasta allí desde las profundidades del óbó. Del lado
opuesto, más allá del muro del jardín, llegaba el sonido cadencioso del mar
rompiendo en la playa. El amor al uso había dejado su perfume en la humedad
que flotaba en el aire. A pesar de todo, de aquella especie de desánimo que
parecía haberlos invadido, él deseó poder quedarse así para siempre. Aunque
fuera en Santo Tomé, pero con Ann a su lado, en un jardín perfumado de silencio
y de humedad.
Al poco oyeron que la puerta del jardín se abría y que David llamaba a Ann.
—¡Aquí, en el jardín! —respondió ella saliendo de su ensimismamiento.
David venía sofocado de calor, empapado por la lluvia, con la botas cubiertas
de barro.
—¡Ah, Luís, perdone el retraso! —Dio un beso a Ann y saludó a su amigo—. Mi
caballo comenzó a cojear al entrar en la ciudad y tuve que continuar a pie. Veo
que Ann ya le ha servido una bebida. ¡Espero que no lleve mucho tiempo
esperándome! —A continuación se volvió hacia su mujer y añadió—: Cariño,
tengo que darme un baño y cambiarme de ropa. Puedes mandar servir la cena
dentro de veinte minutos. ¡No tardaré!
Y entró en casa. Acto seguido Ann se levantó y dijo a Luís Bernardo:
—Bien, voy a ocuparme de todo. Espérame en la sala, Luís, estarás más
fresco.
La salita estaba en penumbra, iluminada sólo por una lámpara con dos
bombillas y una tulipa de tela roja que aprovechaba el débil voltaje de las dos
horas diarias de suministro eléctrico de la ciudad. Como tenía por costumbre, Luís
Bernardo se quedó de pie mirando las fotografías de la India, que ocupaban varios
marcos de plata sobre las mesas. David le había hablado tanto de la India que él
reconocía ya en ellas un país que casi le era familiar y lo fascinaba. «¿Algún día,
cuando salga de este agujero, cuando suba a un barco para ir a ver mundo, no
sólo para regresar a casa, podré ir a la India?», pensó, y de repente la idea le
pareció tan inverosímil, tan remota, que hasta sonrió por imaginar tal disparate.
Ann tardaba y él comenzó a sentirse como un estúpido intruso, como un
invitado no deseado. Pero ella apareció al cabo de cinco minutos y la tristeza que
había creído ver en sus ojos poco antes, en el jardín, parecía haberse
desvanecido.
—Está todo arreglado. Tenemos un cuarto de hora sólo para nosotros. Ven
aquí.
Apoyada contra la pared, extendía un brazo, llamándolo. De nuevo lo recibió
con el cuerpo entero, enroscándose en el de él, y con la boca abierta y húmeda de
deseo. Le cogió la mano y la guió hasta sus pechos. Él sintió, con un
estremecimiento, que no llevaba nada debajo del fino vestido de algodón. Ann se
desabrochó dos botones de delante del vestido y metió por allí la mano de él. Luís
Bernardo sintió de nuevo la consistencia esponjosa de aquellos senos, la dureza
de los pezones entre sus dedos. Le bajó un poco más el vestido y hundió dentro la
lengua y la cabeza, mientras cogía un pecho en cada mano, con la voracidad de
un niño que descubría por primera vez los pechos de una mujer. De repente notó
que la mano de ella se posaba en su entrepierna y le apretaba el sexo, que
parecía a punto de reventar dentro de los pantalones ajustados. Los dedos de ella
emprendieron la tarea de abrirle la bragueta del pantalón y él sintió que iba a
explotar.
—¡No, Ann, por favor! Esto es una locura. Puede entrar alguien en cualquier
momento, una de las criadas o David. ¡No, no puedo, estoy en casa de él!
—¡Chist! —La mano izquierda de Ann no le soltaba el sexo, mientras la
derecha seguía pugnando por desabrocharle los botones del pantalón—. David se
está duchando, acabo de comprobarlo, y he mandado a las criadas que no vengan
a encender las velas del comedor hasta que él baje. ¡Tenemos tiempo! ¡Yo te
quiero ahora, Luís! ¡Ahora!
Había conseguido desabotonar el pantalón y le había sacado el sexo, sin
soltarlo ni un momento. Con la otra mano se levantó el vestido hasta casi la
cintura y guió la mano de él hasta su entrepierna, para que viera que tampoco ahí
llevaba nada bajo la ropa. «Por eso antes tardó tanto en volver a la sala», pensó
él. La rozó entre las piernas con los dedos, buscando su abertura, y la sintió
mojada. La apretó con dos dedos y después dejó que uno resbalara hacia dentro,
primero lentamente, después más al fondo y con mayor firmeza. Ann soltó un
leve gemido. Su lengua, sumergida en la boca de él, parecía haber enloquecido,
tenía la respiración entrecortada y su pecho, medio desnudo, se agitaba sofocado.
Le agarró el sexo y lo llevó hasta el centro de su deseo.
—¡Ven, Luís! ¡Por el amor de Dios, ven o reviento!
¡Aquello era una absoluta insensatez! Él ya no podría parar aunque alguien
entrara en ese momento y los sorprendiera así. Imaginó que de repente David
bajaba por la escalera y que ellos continuaban, como posesos, incluso delante de
él. Ella tenía ya el vestido abierto casi hasta la cintura y sus bocas parecían
soldadas la una a la otra desde hacía siglos. La arrimó más a la pared y
empujando con la cadera, mientras la mano de ella le indicaba el camino,
comenzó a penetrarla, de abajo arriba, lentamente al principio, de forma más
intensa y profunda después, y al final con un movimiento casi brutal, de sucesivas
embestidas, hasta explotar dentro de ella en el momento exacto en que sintió que
todo el cuerpo de Ann se estremecía contra el suyo. Se quedaron así, inmóviles,
todo el tiempo que les permitió la incomodidad de la postura. Después Luís
Bernardo sintió que poco a poco la respiración de Ann volvía a la normalidad y
que el deseo que hasta hacía poco lo ofuscaba daba paso a una ternura
inexplicable y arrolladora. Pero tenían que dejarlo ahí, no podían seguir tentando
a la suerte. Se separó de ella tan lentamente como pudo, apartando con
delicadeza esos brazos que no se resignaban a soltarlo, se abrochó los pantalones
a toda prisa, atento al menor ruido, le bajó el vestido y dejó que ella se abotonara
sola el corpiño. Le dio un suave beso en los labios y en ambas mejillas y, antes de
retirarse al sofá que había enfrente, como un ladrón huyendo de la escena del
delito, murmuró en portugués: «Te quiero.»
Ella permaneció un rato apoyada contra la pared. Su respiración aún era
entrecortada y tenía el rostro encendido, lo que contrastaba con el brillo intenso y
líquido de sus ojos. Lo observaba en silencio, con una mirada indefinida, quizá de
incredulidad, quizá de satisfacción, quizá de amor. Ahora se oían con claridad los
pasos de David en el piso de arriba; debía de estar acabando de vestirse en su
habitación. De la cocina llegaba el ruido de voces y cacerolas. En el jardín un San
Niclá, el pájaro silbante, hacía acto de presencia. Parecían regresar todos los
sonidos de la casa, aunque en realidad siempre habían estado ahí.
Cuando bajó a cenar, David encontró a Ann encendiendo las velas de la mesa
del comedor y a Luís Bernardo en la salita contigua, enfrascado en la lectura de
una edición del Times de varias semanas atrás.
La cena fue un suplicio para Luís Bernardo. Bebió más, bastante más, de lo
que comió. En varias ocasiones se sorprendió a sí mismo distraído mientras David
hablaba. ¿Y de qué hablaba David? Ah, sí, de las visitas que había empezado a
realizar por su cuenta a las haciendas. Contaba que había optado por ir solo,
incluso cuando, debido a la distancia, tenía que quedarse a pasar la noche, porque
había observado que la mayoría de los administradores de las haciendas no se
hacían acompañar de sus mujeres durante las cenas y preferían la compañía del
capataz o de los visitantes de paso, como él. Sería inútil e incluso embarazoso
exponer a Ann a la incomodidad de los viajes y a la peculiar etiqueta de aquellas
cenas. Luís Bernardo, que estaba al corriente de todo cuanto le explicaba, quiso
saber cómo recibían al cónsul inglés en las haciendas.
—¡Oh, muy bien, amigo mío! Y sospecho —añadió David con una sonrisa—
que usted tiene algo que ver en eso. No sé qué les habrá dicho, pero he de
reconocer que hasta ahora me han recibido muy bien, aunque no deje de sentir
que su cordialidad dura hasta el momento en que mis preguntas y mis intentos de
salir a curiosear por mi cuenta les resultan incómodos. Cuando eso ocurre,
discretamente me apartan o hacen caso omiso de mí.
Y David continuó con su monólogo, comparando los métodos de recolección
empleados en Santo Tomé con los de la India, las respectivas arquitecturas
coloniales o la mentalidad de los respectivos colonizadores. Parecía un sociólogo,
con un interés sincero por los descubrimientos que iba llevando a cabo y,
curiosamente, como Ann observó, de los tres presentes en aquella mesa daba la
impresión de ser el mejor adaptado a las islas y el menos proclive a las crisis de
melancolía o de frustración. Ann siempre había admirado esa cualidad en su
marido: su extraordinaria capacidad de adaptarse a cualquier situación, como si
en aquel remoto día en que partió de su Escocia natal hubiera decidido salir al
mundo con mentalidad de superviviente, estuviera donde estuviese, fuera cual
fuese la misión o el cargo que se le asignara, ya como representante del rey y
huésped de honor del rajá de Goalpar, ya como un desterrado y solitario
representante de Inglaterra en dos oscuros islotes de la costa occidental de África.
Observó con curiosidad a su esposo, sentado enfrente de ella, al otro lado de la
mesa. ¿Qué parte de esa fuerza y de esa resistencia ante las adversidades era
propia de él e indestructible y qué parte se debía al hecho de tenerla a su lado, de
saber que ella no faltaría jamás a su promesa de no abandonarlo? ¿Qué le
quedaría de toda esa fuerza y ese aplomo si hubiera bajado cinco minutos antes a
cenar y se la hubiera encontrado haciendo el amor de pie, apoyada contra la
pared, con Luís Bernardo?
Sentado entre ambos, Luís Bernardo intentaba poner toda su atención en lo
que contaba David, con lo cual evitaba mirar a Ann. Aún se sentía mojado de ella,
aún sentía el volumen de sus pechos en la palma de las manos, el sabor de su
boca, aún oía el eco de sus gemidos, y se encontró excitado de nuevo, hasta un
punto casi insoportable, con el mero recuerdo de lo que había ocurrido media hora
antes, mientras miraba al hombre, su amigo, a cuya mujer acababa de poseer en
su propia casa. No notó ninguna diferencia en lo que sentía por David; era el
mismo hombre inteligente, sincero, que apreciaba su compañía y su amistad, y
cuya compañía y amistad Luís Bernardo nunca desdeñaría, estuvieran donde
estuviesen y fueran cuales fuesen las circunstancias. Aunque en el fondo sí había
una sutil diferencia. Algo que, reconoció avergonzado, no venía de David, sino de
él mismo: una incipiente y perversa rivalidad. Una indecente e ilegítima sombra
de celos, como si fuera David quien le disputara a él la mujer. Se imaginó más
tarde, esa misma noche, dándole vueltas a aquella idea en la soledad de su
habitación, mientras allí, en aquella casa, en el piso de arriba, David hacía el
amor con Ann, como era su derecho y como debía de ser habitual. Horrorizado,
comprendió que no era nada improbable, más bien al contrario; a Ann le gustaba
el sexo, de eso no tenía ninguna duda, y seguro que no acababa de descubrirlo
con él. Una mujer que se entregaba como ella seguramente no lo hacía sólo por
amor. Aun así, ¿sería Ann capaz de hacer el amor con dos hombres en una misma
noche?, ¿sería capaz de hacer el amor con su marido cuando aún tenía fresca la
marca de otro hombre? Miró de reojo a Ann, en busca de alguna respuesta en sus
ojos, pero ella se limitó a dedicarle una sonrisa vacía de todo significado.
Desorientado, sintió la cabeza pesada por el vino que había bebido, una angustia
que le subía por el pecho y un nudo en la garganta. Quería salir de allí, tomar el
aire, incluso vomitar. Finalmente ella pareció adivinar su suplicio.
—Bien, ¿y si fuésemos a sentarnos fuera, ahora que ya hace más fresco?
Tomaron el café en el jardín. Ann sirvió una copa de oporto a David y un
brandy a Luís Bernardo. Se quedó unos cinco minutos charlando con ellos y
después se levantó.
—Perdonad, pero voy a dejaros solos. Vosotros tenéis muchas cosas de que
hablar y yo estoy muerta de sueño. Me voy directa a la cama.
Se despidió de David con un leve beso en la cara y de Luis Bernardo con un
apretón de manos, sólo un poco más prolongado y cálido de lo habitual. Luís
Bernardo le dio las gracias en silencio, con la mirada. Le pareció que ella le
enviaba un mensaje claro: «He adivinado tus malos pensamientos y, por ese lado,
puedes estar tranquilo; hoy, por lo menos, sólo habré sido tuya.» Eso le bastó
para recobrar las fuerzas que poco antes lo habían abandonado. Las fuerzas para,
una vez a solas con David, plantarle cara.
—También yo estoy cansado, David, y me gustaría acostarme pronto. ¿Qué tal
si fuera directo al asunto del que quería hablarme?
—Claro, Luís, todos estamos cansados. Ya hemos hablado de esto y sabe que
lo considero a usted un amigo, no un adversario, alguien que, como yo, se
encuentra aquí por vicisitudes de la vida, pero en una posición y con unas
funciones que el tiempo puede acabar volviendo opuestas a las mías. Creo que
eso está claro para ambos y no hay lugar para malentendidos, ¿no es así?
—Sí, en eso estamos de acuerdo. —Luís Bernardo comenzaba a relajarse; lo
que más temía parecía descartado.
—Pues bien, Luís, lo que quería decirle, como amigo, es muy sencillo: si llega
el día en que deba enviar un informe a Londres cuya conclusión principal sea «sí,
hay trabajo esclavo en Santo Tomé», soy consciente de que en Portugal eso
significaría, por lo que a usted respecta, que ha fracasado en la misión que le
confiaron. ¿Es así?
—Sí, más o menos sería eso lo que ocurriría.
—Bien. Soy consciente también de que no tiene intención de hacer carrera
como funcionario colonial al servicio de Portugal. Tenía y tiene su propia vida en
Lisboa pero, por razones que sólo le conciernen a usted y que yo respeto, decidió
aceptar esta misión, quizá por deber patriótico, quizá, en parte, por amor propio.
Usted es un personaje atípico en este mundo al que yo pertenezco, al servicio de
otro país. Creo que no merece concluir su misión como un fracasado y exponerse
a las críticas fáciles de quienes no tienen la menor idea de las dificultades a las
que se ha de enfrentar aquí.
—Así pues...
—Así pues, quería decirle lo siguiente: si ese día llega, le propongo un pacto.
Le prometo no enviar el informe a Londres sin avisarle con la antelación suficiente
para que antes presente usted mismo su dimisión, no por mis conclusiones, sino
por las suyas propias.
—¿A cambio de qué?
—¿A cambio de qué? —David parecía de verdad asombrado—. ¡A cambio de
nada, Luís! A cambio del apoyo y la compañía que ha significado para nosotros, a
cambio del respeto y la amistad que siento por usted.
Luís Bernardo se miraba la punta de las botas. Se hizo el silencio entre los dos
y oyó ruidos que venían del piso de arriba. De la habitación de Ann y David. No
esperaba aquello. No sabía qué decir. Sólo sentía que ya era muy tarde y que, por
extraño que pareciera, le apetecía estar solo. Apagó el puro en el suelo y lo pisó
con la suela de la bota. Exhaló un hondo suspiro y se levantó.
—Se lo agradezco, David. Me consta que es usted sincero y, aunque no sé qué
he hecho para merecerlo, claro que acepto su ofrecimiento. Tengo muchas ganas
de volver a casa. Y de cambiar de clima, de lugar, de vida. Me gustaría poder
adivinar cuándo y cómo, y cuál será el camino de vuelta. ¿Quién sabe? ¡Quizá esa
oferta suya acabe siendo la solución!
Capítulo 13

E n marzo de 1907, Luís Bernardo cumplió un año de servicio en Santo Tomé y


Príncipe. Creyó oportuno celebrar el aniversario con una nueva cena en el
palacio de gobierno, esta vez sin baile, pero con los mismos invitados que el año
anterior. Ése fue su primer error: de las ciento veinte personas que recibieron
invitación por escrito, sólo asistieron cuarenta. La mitad justificó su ausencia con
trabajos ineludibles en las haciendas, con súbitas enfermedades o compromisos
anteriores (¡como si hubiera de eso en Santo Tomé!); la otra mitad ni se dignó
responder, y Luís Bernardo tuvo que reservar hasta última hora unas cuantas
mesas de más, que sólo mandó retirar cuando comprendió que no acudiría nadie
más que aquellas cuarenta almas allí presentes. El segundo error fue invitar al
cónsul inglés y a su esposa. En realidad se lo había pensado mucho antes de
enviarles las invitaciones, y había dudado entre seguir las reglas habituales del
protocolo de un gobernador colonial —que lo obligaba a invitar a los
representantes oficiales de un país extranjero— o satisfacer las expectativas que
suponía albergaban las fuerzas vivas de la colonia: que la celebración estuviera
reservada a los portugueses, sin la presencia del «enemigo» inglés. Llegó a
pensar en proponer a David un pacto entre amigos: él lo invitaría, pero el cónsul
respondería que, por desgracia, no podría asistir. Sin embargo, al final consideró
que ni su amigo se merecía esa hipocresía ni su cargo le permitía semejante gesto
de debilidad. El resultado de aquel dilema fue desastroso: como en Santo Tomé
todo se acababa sabiendo, todos se enteraron de que el inglés acudiría
acompañado de su esposa. Y de los cuarenta presentes sólo diez eran mujeres,
acompañadas de sus respectivos maridos. Para empeorar aún más las cosas, Luís
Bernardo decidió distribuir a los invitados en cinco mesas de ocho personas y,
consciente de que sentar al cónsul inglés a la suya podría herir sensibilidades
portuguesas, ubicó a David y a Ann en otra, donde tuvo la precaución de colocar a
dos invitados que hablaban un vago inglés de salón. Pero todo fue inútil. Pese a
los esfuerzos de David y a la serena pasividad de Ann, reducida a una inalterable
sonrisa de circunstancias, las señoras de la mesa sencillamente le hicieron el
vacío y sólo se volvieron hacia ella para lanzarle miradas de pura rabia por su
belleza, casi excesiva en aquel lugar, y por la elegancia simple y perfecta de su
vestido de seda azul claro, con un leve escote donde lucía un colgante de zafiro,
en contraste con sus pomposos trajes, mal copiados por Delfina —la costurera
oficial de las señoras de la colonia— de algún ejemplar de la Ilustração
Portuguesa. En cuanto a los caballeros de la mesa, que al principio, por educación,
curiosidad o simple oportunismo, habían charlado con David e intercambiado unas
pocas palabras de cortesía con Ann, no tardaron en darles la espalda, intimidados
por los amigos que los miraban de reojo desde las mesas vecinas y fusilados por
las miradas de sus respectivas esposas cada vez que se atrevían a dirigir la vista o
unas simples palabras a aquella deslumbrante mujer.
Sentado a dos mesas de distancia, en una posición desde la que —por pura
coincidencia— podía ver a Ann de frente, Luís Bernardo, sin dejar de cumplir en la
suya con su papel de perfecto anfitrión, no perdía detalle del pequeño drama que
tenía lugar en aquélla. Lo sintió por sus amigos, por el evidente menosprecio con
que los trataban; lo sintió por David, al que veía luchar en solitario en aquel
juego de sutilezas diplomáticas, y por encima de todo lo sintió por Ann, por el
desprecio y la humillación, fruto de la envidia más mezquina, a que se veía
sometida. Con un esfuerzo sobrehumano procuraba no desviar la vista hacia ellos,
evitar que sus miradas se cruzaran, pero cuando ya no podía más o cuando era la
misma Ann la que buscaba desesperada su mirada y ambas se encontraban, los
ojos de uno en los del otro a través de las mesas, a él le parecía ver un rayo de
luz azul en una sala plagada de sombras, de payasos escurridizos, de bestias
oscuras y rastreras, eclipsados por el resplandor que ella desprendía. Sin darse
cuenta apretaba los brazos de la silla con tanta fuerza que los nudillos se le
quedaban blancos, de rabia e impotencia.
En la mesa de Luís Bernardo, era el conde de Souza Faro quien llevaba el
peso de la conversación. Era una especie de decano, por antigüedad, por linaje y
por su conocimiento de la colonia. Desde la cena de gala del año anterior Luis
Bernardo sentía cierta simpatía por el conde, administrador de la hacienda Água
Izé y, antes de eso, secretario de Obras Públicas de Santo Tomé. Sin duda era el
hombre más civilizado, culto y mundano de los residentes de la colonia. Concluida
la desagradable y larga cena (¡cómo se arrepentía de haber mandado servir
cuatro platos y tres postres!), Luís Bernardo tomó al conde de un brazo y le dijo:
—¿Podría concederme unos minutos para charlar a solas?
—¡Cómo no, mi querido gobernador! ¿Tiene un coñac y un puro para
ofrecerme?
Se dirigieron a la pequeña sala que Luís Bernardo utilizaba como despacho y
se sentaron en las dos butacas que había. Parecían dos caballeros preparándose
para una conversación de negocios en su club de Lisboa, y por un momento Luís
Bernardo se sintió de nuevo en casa.
—Verá, conde, me gustaría hacerle una pregunta sincera y le agradecería que
me diera una respuesta igual de sincera: ¿a qué se debe esta descortesía por
parte de la colonia?
—¿Se refiere a las ausencias?
—Muy numerosas, y algunas ni siquiera justificadas.
Souza Faro expulsó una bocanada de humo antes de responder. Era evidente
que disfrutaba con el papel de consejero.
—¿Quiere que le diga la verdad?
—Por supuesto...
—Pues bien, la verdad es que usted no le gusta a la colonia. Siempre han
desconfiado de usted, incluso antes de conocerlo. Esa desconfianza se ha
acentuado durante este año y me temo que la antipatía ya es irremediable.
—¿Y por qué?
—Porque creen que está usted más inclinado a comprender y aceptar las
razones de nuestros enemigos que las nuestras.
—¿Por qué?, vuelvo a preguntar.
—Bien, por un lado, es evidente que se ha rendido a los encantos del inglés y
su mujer, que se han convertido en sus mejores amigos en Santo Tomé. Todo el
mundo lo sabe y, usted, amigo, no ha intentado esconderlo, lo cual le honra.
—¿Y ellos, e incluso usted, creen que mis relaciones personales pueden influir
en mi opinión y en la forma en que ejerzo mi mandato?
—¿Quiere la verdad otra vez? Ellos creen que sí, y yo también.
Luís Bernardo se quedó pensativo. La opinión de su invitado le parecía muy
interesante, la veía como un barómetro de la situación. La prudencia le decía que
no debía menospreciarla.
—Concretamente, conde, ¿en qué cree que puedo haberme dejado influir o
guiar por las opiniones del señor David Jameson?
—Pues, por ejemplo, cuando dijo usted al administrador general que su
conclusión sobre si había o no trabajo esclavo dependería del número de
trabajadores que, concluidos los tres años de contrato y en virtud de la nueva ley,
pidieran su repatriación a Angola...
Luís Bernardo sintió un acceso de rabia al oír aquello; el tal Germano André
Valente era un auténtico topo al servicio de los hacendados.
—¿Fue él quien se lo contó?
—No a mí personalmente, pero era lo que se decía.
—Y usted, conde, ¿no cree que es un buen criterio de evaluación?
—Vamos, amigo, supongo que no es usted tan ingenuo, ¿verdad?
—¿Qué quiere decir?
—Supongo que no esperará que vayamos a preguntar a cada uno de esos
miles de negros a punto de acabar sus contratos si, de acuerdo con la ley, quieren
continuar en las haciendas o ser repatriados a Angola, con intérprete, proceso
individualizado y firmas avaladas ante notario. ¿Es eso lo que espera?
Luís Bernardo se quedó mudo. Explicado así, parecía imposible, casi ridículo.
Pero, si no era así, ¿cómo sería?
—Escuche, amigo gobernador. —Souza Faro aprovechó su silencio para
proseguir—. Supongamos que un tercio, sólo un tercio, de los trabajadores de las
haciendas solicitara la repatriación; ¿sabe cuál sería el destino inevitable de las
haciendas, el destino de Santo Tomé?
Luís Bernardo continuó callado.
—Sería la ruina, la quiebra segura. Las haciendas caerían en manos de los
bancos y no conozco ninguno que sepa o esté dispuesto a administrar una colonia
africana en el ecuador. Las personas de las que usted se queja porque no han
asistido a su cena han sacrificado lo mejor de su vida aquí, han trabajado de sol a
sol, han soportado el tedio, los reproches de sus mujeres, el dolor por los hijos
muertos de malaria y la incomprensión y las injusticias de los propietarios que,
desde la comodidad de Lisboa, les preguntan por qué la cosecha de este año ha
dado mil toneladas menos que la del año pasado y a los que no les interesa saber
nada más. Y usted, que habla inglés y escucha ópera en su balcón, para ellos es
como un príncipe que viene a intentar explicarles que su forma de vida y de
subsistencia ha caducado, por las nuevas ideas, por los tratados, por las leyes o
porque el rey don Carlos quiere seguir yendo a Inglaterra a cazar con su primo
Eduardo. Así pues, ¿cree que deberían estarle agradecidos, que deberían
admirarlo por eso, por venir a anunciarles los nuevos tiempos?
El conde no alzó la voz en ningún momento ni mostró señal alguna de
acaloramiento. Al contrario, hablaba casi con tono desganado, como el de alguien
que debe explicar una obviedad. Mientras lo escuchaba, Luís Bernardo sentía que
tenía razón. Era una situación sin salida, una encerrona perfecta.
«Mal con los hombres por amor al rey; mal con el rey por amor a los
hombres.»
—¿Qué haría usted en mi lugar, conde?
—Afortunadamente no estoy en su lugar.
—¿Y si lo estuviera?
—Defendería a los nuestros, a los portugueses. No espere pasar a la historia
por ponerse del lado, con razón o sin ella, de un puñado de comerciantes ingleses
de cacao que temen la competencia de estas miserables islas portuguesas.
El conde se levantó y se dirigió al salón. Se retiraba del escenario sin prisas,
como un actor consagrado, consciente de haber terminado con maestría su último
acto. Luís Bernardo observó cómo se alejaba, mientras intentaba, con suaves
soplidos, reavivar su puro. Si no honrado, por lo menos era sincero. Creía en lo
que decía, pero eso no lograba ocultar aquel ejército de sombras, de hormigas
negras en formación, que trabajaban de sol a sol en la hacienda, a la vista del
conde, y que difícilmente conseguirían ganar lo suficiente, después de un año de
trabajo, para pagar media docena de aquellos habanos importados de Cuba, vía
Lisboa, que se habían fumado durante una charla de salón entre caballeros, en la
que se había discutido sobre su destino con tanta sabiduría y ligereza.
Cuando casi todos los invitados se habían retirado ya, Luís Bernardo
acompañó a Ann y David hasta la puerta. Éste comentó:
—La cena no ha sido precisamente un éxito, ¿verdad?
Luís Bernardo sintió ternura por él; era perspicaz, cercano, era un amigo.
Caminando entre los dos, pasó un brazo por encima de cada uno y respondió:
—No, David. Esta noche me siento como si me hubieran dado una paliza. —A
continuación, como si hablara solo, murmuró—: Pero ya ha pasado un año. ¡Un
año!

Dos trabajadores de la Rio do Ouro habían huido y, tres días después, fueron
capturados por la policía cerca del pueblo de Trindade, postrados de hambre y
cansancio. Luís Bernardo había dado al comandante de la policía instrucciones
precisas de que, en tales casos, se le comunicara el suceso inmediatamente y los
trabajadores huidos fueran llevados al tribunal, para que se los juzgara, no
devueltos sin más a sus haciendas de origen. Por eso, y pese a las protestas y
amenazas del coronel Mario Maltez, el administrador de la Rio do Ouro, la policía
se negó a entregarle a los fugitivos y el juez de la comarca fijó la audiencia dos
días después.
La mañana del día del juicio, Luís Bernardo se dirigió al edificio del tribunal.
No pretendía intimidar al juez con su presencia, pero creía que era su deber
constatar en persona cómo se aplicaba la ley en aquellos casos. Y la ley establecía
que el empleador podía optar por el despido del trabajador, que perdería su
derecho a los cobros pendientes, o bien por prolongar su contrato, a razón de tres
a diez días —según el criterio del magistrado— por cada día que hubiera estado
huido. Luís Bernardo tenía razones de peso para creer que, antes de que él
impusiera la obligación de entregar a los fugitivos a la autoridad para que se los
juzgara, la práctica común consistía en devolverlos a las haciendas, donde con
toda probabilidad eran azotados o sometidos a cualquier otro castigo físico, tras lo
cual el administrador de la hacienda prolongaba sus contratos por el tiempo que
se le antojaba y el administrador general se limitaba a firmar la prórroga sin
leerla y sin tan siquiera registrar el caso.
A pesar de haber entrado discretamente en la sala y haberse sentado en una
de las últimas filas destinadas al público, su llegada no pasó inadvertida a los
escasos asistentes. Comenzó a circular un murmullo entre ellos y el secretario
judicial, que esperaba en su mesa la llegada del juez, desapareció
precipitadamente por una puerta interior. El coronel Maltez, sentado en primera
fila, se volvió y dirigió al gobernador una mirada de desafío. Luís Bernardo lo
saludó con una inclinación de la cabeza, pero el otro no le devolvió el gesto y,
después de volverse hacia delante, comenzó a hablar con alguien que estaba a su
lado, probablemente el capataz o algún otro empleado de la Rio do Ouro. Al cabo
de unos minutos se abrió la puerta del fondo y entraron los acusados,
encadenados uno a otro por los pies y empujados por dos guardias que los
colocaron delante de la primera fila, a dos metros de distancia de la tribuna del
juez. Luís Bernardo vio que no había sillas para los acusados, que aparentaban
poco más de veinte años y presentaban un aspecto lamentable, descalzos y con la
poca ropa que los cubría sucia y hecha harapos. En la espalda de uno se veían
tres grandes marcas rojas de latigazos, en las que ya empezaba a formarse
costra. El otro parecía cojear de una pierna y daba la impresión de que le costaba
mantenerse en pie, por lo que se apoyaba ligeramente en el hombro de su
compañero. Durante los breves instantes en que pudo verles la cara, Luís
Bernardo quedó impresionado por su expresión de absoluto desamparo, de una
tristeza ajena a todo cuanto los rodeaba.
El secretario judicial volvió a aparecer por la puerta lateral, lanzó una rápida
mirada a Luís Bernardo, como para comprobar que aún seguía allí, y fue a
sentarse a su mesa. Instantes después entró el procurador regio, con la misma
cara desagradable y picada de viruela que Luís Bernardo recordaba bien, seguido
por el juez, don Anselmo de Sousa Teixeira. Todos los presentes se levantaron en
el acto, incluido Luís Bernardo, y sólo volvieron a sentarse después de que lo
hiciera don Anselmo. Ni el juez ni el procurador dieron muestras de haber
reparado en la presencia del gobernador en la sala. Don Anselmo se colocó las
gafas sobre la nariz y ordenó al secretario:
—Proceda.
—Proceso número mil cuatrocientos veintisiete, en que el ministerio público
de la comarca acusa a Joanino, de apellidos desconocidos, natural de Benguela,
provincia de Angola, y a Jesus Saturnino, natural del mismo distrito y provincia,
ambos trabajadores agrícolas residentes y al servicio de la hacienda Rio do Ouro,
de fuga y abandono de su lugar de trabajo, en incumplimiento del contrato que en
su día firmaron con la empresa y sin que para tal haya existido razón justificativa,
delito recogido en el artículo treinta y dos, párrafo B, del Reglamento General del
Trabajo Agrícola de esta colonia, aprobado por la ley del veintinueve de enero de
mil novecientos tres. Están presentes el excelentísimo representante del
ministerio público, el demandante, en la persona del coronel Mario Maltez, y los
acusados, que no han escogido abogados. Están presentes también los testigos
presentados por el fiscal: el señor Alipio Verdasca, el cabo Jacinto das Dores y los
soldados Tomé Eufrasio y Agostinho dos Santos, miembros de la Guardia de esta
ciudad.
Concluida la perorata del secretario, don Anselmo Teixeira, que parecía
haberlo escuchado con gesto distraído, comenzó a dictar el acta:
—Dado que no se registran ausencias que impidan el inicio del juicio, declaro
abierta la sesión. Como los acusados no han escogido abogado y no hay en la sala
ningún abogado, licenciado o bachiller en Derecho, nombro defensor de oficio de
los acusados al administrador general de Santo Tomé y Príncipe, el señor
Germano André Valente, aquí presente.
Sólo entonces reparó Luís Bernardo en la presencia de Germano Valente, que
estaba sentado discretamente en la segunda fila, en el lado opuesto al del coronel
Mario Maltez. Cuando hizo ademán de levantarse para dirigirse a la mesa de los
abogados, Luís Bernardo, movido por un impulso que no consiguió controlar y
que, de haber reflexionado un segundo, habría visto como un error de estrategia,
se puso en pie y, dirigiéndose al juez, dijo:
—Pido permiso para interrumpirlo, señoría.
Don Anselmo Teixeira lo miró por encima de las gafas, sin revelar ninguna
expresión en el rostro, ni siquiera en el tono de voz con que repuso:
—Señor gobernador, es un honor para este tribunal tenerlo hoy aquí, pero su
cargo no le confiere derechos diferentes de los del resto de asistentes. Y a éstos
no se les permite, con ningún pretexto, interrumpir el desarrollo de la sesión.
—Lo sé, señoría, pero se trata de una cuestión procesal.
—¿Una cuestión procesal? —El juez arqueó las cejas, ahora sí claramente
intrigado.
—Sí. Como su señoría sabrá o podrá confirmar consultando el comunicado de
mi nombramiento como gobernador de Santo Tomé, publicado en el Boletín Oficial
de la colonia, soy licenciado en Derecho. Y, como tal, me ofrezco a defender de
oficio a los acusados, a lo que su señoría no se podrá negar, pues, como ha dicho,
no hay nadie aquí más cualificado para hacerlo.
Se produjo un silencio espeso en la sala. Se podían oír incluso los ruidos y las
conversaciones de la calle, las carrozas que pasaban, un perro que ladraba. El
coronel Maltez se giró pesadamente en su silla y miró a Luís Bernardo como si
estuviera delante de un loco. El secretario se quedó boquiabierto y el procurador,
que hasta entonces se había esforzado por hacer caso omiso de la presencia de
Luís Bernardo, levantó por fin la cabeza de los papeles que fingía leer y miró
también al gobernador, con expresión incrédula. Don Anselmo Teixeira se quitó
las gafas y comenzó a limpiarlas con un pañuelo que se había sacado del bolsillo
del chaleco.
—Vamos a ver, si no lo he entendido mal, su excelencia pretende interrumpir
momentáneamente sus funciones como gobernador de la provincia y asumir las
de abogado. ¿Es así?
—No veo ninguna incompatibilidad entre una cosa y otra, precisamente
porque, como su señoría ha señalado, dentro de esta sala no ejerzo funciones de
gobernador, pero la ley sí me permite ejercer las de abogado.
Luís Bernardo seguía de pie, aparentemente sereno, aunque por dentro sentía
un creciente nerviosismo que le subía por el pecho.
El juez suspiró. Volvió a sacar el pañuelo, esta vez para secarse unas gotas de
sudor que se le habían formado en las sienes y la frente. Viejo zorro de los
tribunales, confinado a Santo Tomé por culpa de un par de juicios desafortunados
que, para su desgracia, tuvieron una amplia cobertura en la prensa, don Anselmo
de Sousa Teixeira intentó ganar tiempo interpelando al estupefacto procurador
regio.
—¿El procurador tiene algo que objetar?
El señor João Patricio había tenido tiempo de recuperarse de la sorpresa
inicial. Bien mirado, aquel juicio banal, cuya sentencia era sencilla y conocida por
todos, le brindaba la inesperada oportunidad de lucirse a costa de aquel arrogante
gobernador, que le inspiraba antipatía desde el día en que puso el pie en la isla,
hacía ya más de un año.
—Sí, señoría. Es cierto que el señor gobernador es licenciado en Derecho y,
por tanto, reúne los requisitos legales para ejercer como abogado de oficio, como
ha solicitado, pero no es menos cierto que, sea cual sea el papel que asuma ante
este tribunal, también es gobernador de la provincia, lo que lo obligó a hacer un
juramento de imparcialidad en el desempeño de sus funciones. Y cuesta creer que
alguien imparcial pueda defender en un tribunal a una parte contra otra, como si
el gobernador, en sus ratos libres, pudiera dedicarse a la abogacía. Considero que
estaríamos ante una grave violación del estatuto del gobernador si su señoría
accediera a tan insólita y... cómo decirlo... reveladora pretensión.
Luís Bernardo sintió que le hervía la sangre. Hizo un esfuerzo por mantenerse
impasible, a la espera de que el juez volviera a interpelarlo.
—Me parece una objeción de peso —comenzó tímidamente el juez—. ¿Qué
tiene que decir a eso, excelencia?
—Dilucidar si el hecho de que me ofrezca a defender a dos habitantes de esta
colonia, que no tienen recursos ni conocimientos para recurrir a un abogado,
constituye una violación de mi compromiso de imparcialidad como gobernador
exige una interpretación política que, si no se demuestra lo contrario, no
corresponde al señor procurador, y tampoco, con el debido respeto, a su señoría.
El señor procurador tiene su propia interpretación, que quizá su señoría
comparta. Yo tengo justamente la interpretación contraria. Pero no es eso lo que
hemos de discutir ahora. Lo que hemos de discutir es la aplicación de la ley, nada
más. Este tribunal no tiene competencia para juzgar la forma en que ejerzo mi
cargo. Sólo tiene competencia para decidir si yo, el ciudadano Luís Bernardo
Valença, licenciado en Derecho por la Facultad de Derecho de Coímbra, reúno los
requisitos para actuar como abogado de oficio de estos acusados. Si su señoría es
capaz de citar alguna disposición legal que lo impida, retiraré mi petición.
Dicho esto, Luís Bernardo se sentó en su silla, consciente de que obligaba a
don Anselmo Teixeira a tomar la que probablemente era la decisión más delicada
de su carrera judicial en Santo Tomé.
Don Anselmo respiró hondo y volvió a secarse el sudor. Lanzó una mirada a
toda la sala, como si esperara que alguna alma caritativa viniera a sacarlo de
aquel aprieto. Como sólo encontró silencio y algunos pares de ojos que lo
observaban con ansiedad, se inclinó sobre la mesa y se dirigió al secretario.
—Que conste en acta: en respuesta al ofrecimiento de don Luís Bernardo
Valença, licenciado en Derecho y gobernador de la provincia de Santo Tomé y
Príncipe, lo nombro defensor de oficio de los acusados, por ser el más cualificado
entre los presentes para tal tarea y no haber ley alguna que lo impida. —Y
alzando la vista se dirigió a Luís Bernardo—. En adelante, y hasta que se cierre la
sesión, lo trataré de señor. Haga el favor de ocupar su lugar en el banco de los
abogados.
Luís Bernardo obedeció. Atravesó la sala y fue a sentarse a la mesa
perpendicular a la tribuna del juez, justo enfrente de la de don João Patricio,
quien había vuelto a enfrascarse en la lectura de sus papeles, como si estuviera
ante un proceso complicadísimo. En aquel momento una multitud, avisada
seguramente por algún asistente anónimo, había ocupado todos los asientos
disponibles de la sala y se apelotonaba de pie en los pasillos y en la puerta
principal. El rumor de las conversaciones a media voz era ensordecedor.
Recuperadas las riendas de la situación, y sabedor de que hasta el momento
no lo había hecho nada mal, el ilustrísimo Anselmo Teixeira exclamó:
—¡Silencio en la sala! Al menor ruido, mando desalojarla. Que los dos
guardias de allá hagan el favor de cerrar la puerta del tribunal y se aseguren de
que no entra nadie más. —Y volviéndose hacia el secretario, ya en un tono
normal, añadió—: ¡Abra todas las ventanas, que no hay quien aguante este calor!
Y dio comienzo el juicio con el interrogatorio de los acusados. Sin embargo,
bastó con las preguntas preliminares de rigor para evidenciar que no entendían
más que unas pocas palabras de portugués. Se requirió la intervención del
intérprete, que ya estaba en su mesa, a la espera de que lo llamaran. Pero ni con
su intermediación abrieron la boca, como si fueran ajenos a todo cuanto ocurría
alrededor. No respondieron cuando el juez les preguntó: «¿Por qué se escaparon
de la hacienda?», ni siquiera después de la traducción del intérprete, como si no
entendieran nada o no les interesara esclarecer los hechos ante el tribunal.
Cuando llegó su turno, Luís Bernardo insistió en la misma pregunta, tras lo cual
pidió al intérprete que les explicara que él estaba allí para defenderlos y que no
debían tener miedo de contar la verdad o explicar sus razones al tribunal. Sin
embargo, antes de que pudieran responder nada, quien habló fue don Anselmo,
que de repente parecía herido en su orgullo.
—El intérprete pasará por alto esa recomendación, que considero ofensiva
para este tribunal. Sepa usted, señor letrado, que nunca, en ningún juicio
presidido por mí, aquí o en cualquiera de las comarcas del reino por las que he
pasado, un acusado ha dejado de sentirse libre de responder la verdad.
—No era mi intención ponerlo en duda, señoría, pero me parece que los
acusados dan evidentes muestras de no entender ni el funcionamiento de un
tribunal ni los derechos que los amparan. No es culpa de su señoría, claro está,
pero lo cierto es que eso limita sobremanera su derecho de defensa, razón por la
cual me parece justo que se les intente explicar mínimamente la situación.
—Limítese a traducir la pregunta —ordenó don Anselmo al intérprete, como si
no hubiera oído la objeción.
Se repitió la pregunta y los acusados siguieron callados, con la vista al frente,
perdida en algún punto de la pared que había detrás del juez. Luís Bernardo
volvió a la carga.
—Pregúnteles si huyeron porque en la hacienda Rio do Ouro los maltrataban.
Nuevo silencio y nueva pregunta de Luís Bernardo.
—Pregúnteles si trabajaban demasiadas horas.
»Pregúnteles si no comían lo suficiente.
»Pregúnteles si los azotaron o golpearon.
Nada. Ni siquiera una mirada de los dos negros hacía pensar en el menor
indicio de comprensión o de voluntad de hablar. Luís Bernardo suspiró e insistió
por última vez.
—Ruego al intérprete que se dirija al acusado de allá (Saturnino, creo), que le
señale con la mano las marcas que tiene en la espalda y le pregunte cómo se las
hizo.
Don João Patricio, que hasta ese momento había mantenido una inalterada
expresión de desdén ante la intervención de Luís Bernardo, esta vez reaccionó
con rapidez.
—¡Protesto, señoría! La pregunta, amén de insidiosa, es redundante, puesto
que los acusados ya han contestado antes con su silencio (es decir, con una
negación) a la pregunta de si habían sido maltratados. Además, si no he
entendido mal, lo que pretende el representante de la defensa es que el
intérprete no sólo traduzca la pregunta, sino que la acompañe con lenguaje
gestual y contacto físico con uno de los acusados, lo que es una forma insólita de
forzar la respuesta del acusado. Su señoría debe desestimar tanto la pregunta
como el uso de ese gesto teatral y arbitrario.
—Antes de desestimar o no la pregunta —dijo, con tono cauteloso, don
Anselmo de Sousa Teixeira—, me gustaría saber si el ilustre representante de la
defensa tiene alguna razón concreta para pedir que su pregunta se acompañe de
gestos ilustrativos.
Luís Bernardo hizo una pausa antes de responder. También él había
comenzado a sudar copiosamente. Se sentía sofocado por el calor de la sala, pero
sobre todo se sentía acorralado, atrapado en una burda ratonera. De hecho, sí
tenía una razón de peso para hacer aquella petición: comenzaba a sospechar, y
cada vez con más fuerza, que el intérprete no traducía sus preguntas, sino que
decía cualquier cosa que para aquellos dos negros no tenía ningún sentido, quizá
incluso en una lengua diferente de la suya. Pero ¿cómo denunciar semejante
sospecha en el tribunal? Equivaldría a decir que allí dentro estaban todos
compinchados, equivaldría a un ataque frontal contra la honorabilidad del juez y,
en última instancia, lo obligaría a llevar las cosas hasta un punto en que, como
había previsto el procurador, difícilmente podría salir de allí, de aquella peripecia
a la que lo había empujado su momentánea falta de lucidez y serenidad, sin su
autoridad como gobernador definitivamente comprometida. Sin embargo, ¿acaso
podía echarse atrás, rebajarse delante de todos, abandonar la defensa que había
iniciado y salir de allí con el rabo entre las piernas, para convertirse en la
comidilla de toda la isla y en el blanco de las burlas de sus enemigos?
—¿Y bien...? —El juez esperaba (algo inquieto, le pareció a Luís Bernardo) su
respuesta.
—En primer lugar, señoría, el hecho de que los acusados no hayan respondido
a ninguna pregunta no me impide hacerles otras nuevas, a las que quizá podrían
querer responder. Mi pregunta no es insidiosa, se basa en un hecho concreto;
estoy preguntando al acusado cómo se hizo esas marcas en la espalda, y en
ningún momento he insinuado que se las hayan provocado latigazos recibidos en
la hacienda Rio do Ouro, como parece haber concluido de inmediato el señor
procurador. —Y miró fijamente a don João Patricio, que se ruborizó de repente—.
En cuanto a pedir que el intérprete se dirija al acusado y le señale directamente
las marcas en la espalda, es sólo una forma de hacerle ver que ni yo ni, a buen
seguro, el tribunal estamos satisfechos con su falta de colaboración en el
esclarecimiento de los hechos.
Fue la mejor solución que encontró Luís Bernardo para salir in denme de
aquel trance. Enseguida notó que el juez se relajaba, probablemente porque, por
un momento, había llegado a temer que Luís Bernardo cruzaría esa frontera que
les permitía a todos mantener las apariencias. En los ojos de don Anselmo pudo
leer con claridad: «El tipo es arrogante pero, gracias a Dios, no está loco.» Y,
como esperaba, su decisión fue salomónica.
—Como bien sabe, señor letrado, los acusados son libres de responder o no, y
el tribunal de ningún modo puede forzarlos a hacerlo, como usted pretende. Por
eso, ordeno al intérprete que se limite a traducir la pregunta de la defensa, pero
sin levantarse de su sitio.
Después del previsible silencio de los acusados que siguió a la tan polémica
pregunta, Luís Bernardo se recostó en la silla y durante un buen rato no
intervino, como si hubiera claudicado. Vio pasar a los tres testigos de la Guardia,
que describieron las circunstancias en que habían capturado a los acusados y el
trato «humanitario» que habían recibido, tanto en el lugar como en la celda,
mientras esperaban el día del juicio. Con un simple gesto de la cabeza, Luís
Bernardo indicó que se abstenía de interrogarlos, lo que, por otra parte, los dejó
claramente aliviados. Después vio aparecer al último de los testigos llamados por
el ministerio público, Alipio Verdasca, que se identificó como subcapataz de la Rio
do Ouro y responsable del sector donde trabajaban los dos acusados. Tranquilo,
como un alumno aplicado en clase, fue respondiendo a las preguntas del
procurador: no, en la hacienda Rio do Ouro el horario de trabajo no era excesivo,
la comida era abundante, el tiempo de descanso, suficiente, y la atención médica,
una prioridad; no, no sólo no había, sino que estaba terminantemente prohibido
cualquier castigo físico; se podía asegurar que en la Rio do Ouro trataban a los
empleados de forma ejemplar, mejor incluso de lo que exigía la ley, y por eso
mismo eran rarísimos los casos de fugas, de faltas al trabajo o de enfermedades
fingidas. ¿Por qué razón habían huido esos dos? Eso era algo que se le escapaba
por completo.
—¿La defensa quiere hacer alguna pregunta al testigo? —Don Anselmo se
preparaba ya para dar paso a las alegaciones finales y veía con satisfacción que el
juicio llegaba a su conclusión sin que hubiera que lamentar grandes daños. El
gobernador, metido a abogado para sorpresa de todos, no podría acusarlo en
ningún caso de falta de imparcialidad en el desempeño de sus funciones o
encontrar motivos de crítica a su sentencia, que, de tan obvia, tenía ya escrita en
la cabeza, lista para ser leída.
El gobernador, por su parte, pasados los primeros compases del juicio, en que
había querido hacer alarde de sus dotes como abogado, se había encerrado en un
manifiesto ensimismamiento que lo llevó a pasar la última media hora mirando
fijamente hacia la ventana lateral, como si también él quisiera acabar con aquello
cuanto antes y marcharse. Pero, para sorpresa del juez, Luís Bernardo salió de su
prolongado silencio y, sin apartar la vista de la ventana, respondió:
—Sí, señoría.
—En ese caso, proceda, por favor. —El juez se inclinó sobre la mesa. Advirtió
que el procurador se removía, nervioso, en la silla y vio que el testigo miraba,
como si pidiera instrucciones, al coronel Maltez, quien le hizo un simple gesto con
la cabeza, que podía traducirse como: «¡Tranquilo, no pasa nada!»Luís Bernardo
dejó por fin de contemplar la ventana y miró al testigo a los ojos durante unos
breves segundos.
—Señor Alipio Verdasca, tras escuchar su convincente descripción de las
condiciones de vida y de trabajo de los empleados de la Rio do Ouro, cuesta
imaginar qué razón podría llevar a alguien a querer huir de allí. ¿Está de
acuerdo?
—Sí, señor.
—En el caso concreto de estos dos, ¿sigue usted sin ver ninguna razón?
—No, señor.
—¿Cuántos años hace que están en la hacienda?
—Saturnino lleva cuatro. Joanino creo que lleva unos siete u ocho.
—¿Y nunca antes habían intentado huir?
—No.
—¿Ninguno de los dos?
—No.
—¿Sabe si, por casualidad, alguno de ellos tiene familia fuera de la hacienda?
—No.
—¿No lo sabe o no la tienen?
—No; no tienen familia fuera.
—¿Cómo puede estar tan seguro de eso, señor Alipio Verdasca?
Por primera vez el otro titubeó. Tosió y empezó a responder cualquier cosa,
pero Luís Bernardo no le dejó concluir.
—¿No será porque nunca habían salido de la hacienda desde el día en que
llegaron?
—Hum... no lo sé.
—¿Qué es lo que no sabe? ¿Si nunca habían salido de la hacienda?
—No lo sé.
—¿Es habitual que los trabajadores salgan de la hacienda, para venir a pasear
por la ciudad, por ejemplo?
—No.
—No, ¿verdad? ¿Y sabe usted si estos dos, que forman parte de su brigada de
trabajo, habían venido alguna vez a la ciudad?
—No; creo que no.
—Bien. Así pues, no huyeron para visitar a familiares de fuera de la hacienda,
¿verdad?
—No.
—¿Y tienen familia dentro de la hacienda?
—Sí, señor.
—¿Los dos?
—Sí.
—Razón de más para no huir, ¿no le parece?
El testigo prefirió no responder y Luís Bernardo prosiguió:
—Recapitulemos, señor Verdasca. Dos trabajadores que están desde hace
cuatro y siete años respectivamente en la Rio do Ouro, donde reciben un trato
excelente y tienen familia, que ni siquiera hablan portugués y nunca habían salido
de la hacienda, porque no tenían razones para hacerlo, un buen día, sin motivo
aparente, se dan a la fuga para exponerse a los peligros de la selva y arriesgarse
a ser prendidos, como de hecho ha acabado pasando, y castigados. La única
explicación posible es que se hayan vuelto locos y, además, los dos al mismo
tiempo, ¿no cree?
Una carcajada recorrió parte del auditorio y un rumor de conversaciones en
voz baja se hizo perfectamente audible. El coronel Maltez comenzaba a moverse
inquieto en su asiento, mientras su subcapataz parecía querer escapar de la silla
de los testigos y miraba de reojo al juez, como si le suplicara que pusiera fin a
aquel suplicio. En aquel momento don Anselmo ya miraba a Luís Bernardo con
otros ojos: sabía reconocer a un buen abogado cuando lo veía en acción.
—Silencio o mando desalojar la sala inmediatamente. Puede proseguir, señor
Valença, pero debo recordarle que no tenemos todo el día.
—Oh, no se preocupe, señoría. Si tuviéramos todo el día, ¿de qué serviría?
Visto el interés del testigo por explicar al tribunal la razón de la fuga de los
acusados, sospecho que, aunque todos los trabajadores de la Rio do Ouro
decidieran huir, el testigo no encontraría razones para explicar ni una sola de las
fugas.
Una nueva carcajada con sordina recorrió la sala, pero esta vez Luís Bernardo
se adelantó al juez y prosiguió:
—Le preguntaba al testigo si, según su relato, la única razón posible para la
fuga de los acusados sería la locura repentina de ambos pero, como supongo que
va a responder «no lo sé», y atendiendo a la petición de su señoría, pasaré a la
siguiente pregunta, que supongo será la última. Según usted, ¿a qué cree que
pueden ser debidas esas marcas en la espalda del acusado Saturnino?
—No lo sé.
Antes de que las risas volvieran a extenderse entre el público, don Joáo
Patricio impuso su voz sobre el ruido de fondo:
—Protesto, señoría, no se puede pedir al testigo que saque conclusiones sobre
hechos que ignora.
—¿Y cómo sabe el ilustre procurador que los ignora? —lo cortó de inmediato
Luís Bernardo.
—Silencio. No pueden ustedes entablar un diálogo. En cualquier caso, el
testigo ya ha respondido a esa pregunta al decir que no lo sabe. ¿Alguna cosa
más, señor Valença?
—Una pregunta directa: ¿esas marcas puede haberlas dejado un látigo?
—¡Protesto, señoría! —João Patricio parecía ahora fuera de sí.
—Protesta denegada. Haga el favor de terminar su interrogatorio, señor
Valença.
—¿O las habrán dejado... —continuó Luís Bernardo, que hablaba ahora como
si recitara poesía, para acentuar aún más la ironía— las ramas de los árboles
durante la fuga, las cuales azotaron de forma tan geométrica la espalda del
acusado que, curiosamente, hacen pensar en marcas de latigazos, y...?
—¡Protesto, señoría! ¡La defensa está incurriendo en una falta de respeto a
este tribunal!
—Estoy de acuerdo con la protesta del ministerio público, señor Valença. Le
concedo una última pregunta antes de retirarle la palabra, pero que sea una
pregunta directa sobre hechos concretos, no para pedir opiniones, conclusiones o
conjeturas improcedentes al testigo.
—¿Improcedentes? ¿Improcedentes, señoría...? ¡Está bien! Una pregunta
directa sobre un hecho concreto: le pregunto, señor Alipio Verdasca, y le recuerdo
que está bajo juramento, si el acusado Saturnino fue azotado en la hacienda Rio
do Ouro y si ése fue el motivo por el cual se fugó.
El ruido de fondo, que se había hecho constante en los últimos minutos, dio
paso a un silencio absoluto en la sala, donde la voz de Alipio Verdasca pareció
sonar aún más baja:
—No.
—No he oído bien su respuesta. —Era el último cartucho de Luís Bernardo y
no lo desaprovechó—. Haga el favor de repetirla, en voz alta.
—¡No!
—No hay más preguntas, señoría. —Luís Bernardo hizo ademán de ordenar
los papeles sobre la mesa y la última cosa que vio, antes de volverse de nuevo
hacia la ventana, fue la mirada de puro odio que le lanzó el coronel Maltez.
—Tiene la palabra el excelentísimo señor procurador. Proceda con su alegato
de conclusiones...
Don João Patricio arrancó con previsible ironía diciendo que aquélla era sin
duda la primera vez, no sólo en el tribunal de Santo Tomé, sino también en el de
cualquier otra provincia ultramarina portuguesa o incluso en el de cualquier
colonia de un país civilizado, en que el respectivo gobernador abandonaba su
puesto de trabajo, su estatuto y sus obligaciones para ir a divertirse haciendo de
abogado. «Es la primera vez y me atrevería a pronosticar que será la última.»
Después dio por sentado que en la hacienda Rio do Ouro los trabajadores
disfrutaban de todas las condiciones exigidas por la ley, lo que, por otra parte,
explicaba el escaso número de fugas registradas en dicha hacienda.
Incomprensiblemente, la defensa se había empeñado en demostrar, hasta rozar
los límites de la mala fe, justo lo contrario: el hecho de que dos trabajadores
hubieran huido sin motivo alguno significaba que los miles de trabajadores de la
hacienda, que no tenían la menor intención de huir, eran maltratados. Es decir, se
tomaba la parte podrida por el todo y se intentaba transformar a dos delincuentes
en héroes o víctimas. Lo que debería ser un agravante del comportamiento de los
acusados —la falta de un motivo razonable para huir— se convertía, para la
defensa, en la razón misma de su inocencia. Consciente de que tal camino no le
llevaba a ninguna parte y de que podía incurrir en mala fe procesal, el abogado de
la defensa había optado por forzar a un testigo a confirmar su torpe insinuación,
que no podía sustentar con un solo indicio, y mucho menos con una prueba, y que
el mismo silencio de los acusados ya se había encargado de desmentir.
—Y si los propios acusados han optado por el silencio es porque saben que
nada pueden alegar en su defensa y han preferido no empeorar su situación. Por
eso, y al no haber ningún atenuante a su favor, su señoría debe pasar por alto los
alaridos y las insinuaciones que este abogado improvisado ha lanzado ante el
tribunal y aplicar a los acusados la pena máxima prevista por la ley para estos
casos. Sólo así se hará justicia, como, por otro lado, es habitual en los juicios de
su señoría.
Cuando le llegó el turno para presentar su alegato de conclusiones, Luís
Bernardo ya había tomado dos decisiones: ser breve y hacer caso omiso de don
João Patricio.
—Como muy bien ha señalado su señoría —comenzó, dirigiéndose al juez—,
hoy, en esta sala, no he sido el gobernador de Santo Tomé y Príncipe, sino tan
sólo un abogado defendiendo a dos acusados. Sin embargo, detrás de uno u otro
papel está la misma persona: la persona que soy, con sus ideas, acertadas o
erróneas, y su escala de valores, acertada o errónea. Lo que me ha llevado a
ofrecerme espontáneamente a defender a estos dos acusados, que lo tenían todo
en su contra (la falta de abogado cualificado, la falta de testigos, el
desconocimiento de los medios disponibles para su defensa e incluso el
desconocimiento de la lengua portuguesa, por no decir de todo lo que estaba
pasando aquí), es lo mismo que impulsó al gobierno de Portugal y a su majestad
el rey a proponerme el cargo que hoy ocupo y lo mismo que me impulsó a
aceptarlo. A pesar de lo que puedan pensar muchas mentes lastradas por malos
hábitos o malos principios, la razón por la que me he prestado a defender a dos
acusados indefensos es la misma por la que estoy aquí como gobernador: porque,
como mucha gente, considero que ha llegado el momento de que Portugal pase de
simple país colonizador a ser también un país civilizador, que podemos y debemos
recoger los frutos de nuestro trabajo y de la riqueza colonial que debemos a
nuestros antepasados, pero que nada nos impide traer a cambio progreso y
civilización. Y ni el progreso ni la civilización son posibles cuando la riqueza
producida es fruto del sometimiento de los nativos a métodos de trabajo más
propios de la Edad Media que del siglo veinte. Cuando desde el extranjero nos
acusan de emplear esos métodos, proclamamos que para nosotros todos son
portugueses, sólo que unos de la metrópoli y otros de las colonias. Pero no
podemos tener para los trabajadores portugueses de la metrópoli sindicatos libres
y libertad de contratación y mantener, para los trabajadores portugueses de las
colonias, la ley del látigo y el estatuto de siervo de la gleba, por más que ésa sea,
como quiero creer, la excepción, no la regla. Los dos acusados que están hoy aquí
son (porque así lo quisimos, así lo estipulamos y así lo proclamamos al mundo)
ciudadanos portugueses. Son negros y ni siquiera hablan portugués, es cierto,
pero son tan portugueses como yo o como cualquier otro de la metrópoli presente
en la sala. Mi misión como gobernador es defender sus derechos, como los del
resto de los habitantes de esta provincia. Mi misión como abogado era intentar
garantizar que serían juzgados con las mismas reglas y los mismos derechos con
que se juzgaría, por ejemplo, al testigo Alipio Verdasca o al coronel Maltez, aquí
presentes. Quizá cueste comprenderlo, pero en el fondo ésa es la cuestión que
estamos debatiendo hoy aquí, y el señor juez lo sabe y podrá explicarlo mejor que
yo con su sentencia. Con todo, no me gustaría estar en su lugar; la ley establece
una pena para los casos de fuga e incumplimiento unilateral del contrato de
trabajo por parte de los empleados de las haciendas, que son los cargos que se
imputan a los acusados. Sin embargo, la ley también dice que, para que haya
sentencia condenatoria y castigo, hay que asegurarse de que no existía ninguna
razón de peso, especialmente el haber sufrido maltratos, que justificara la fuga de
los trabajadores. Y si digo que no me gustaría estar en la piel de su señoría es
porque entiendo que sólo podrá haber una sentencia justa cuando se esclarezcan
completamente los hechos. En el caso que nos ocupa, además del sorprendente
silencio de los acusados, del todo incomprensible e inaudito para mí, se ha de
añadir la evidente falta de voluntad del señor Alipio Verdasca (el único testigo que
podría arrojar algo de luz sobre el comportamiento de los acusados) para
colaborar en el esclarecimiento de los hechos. Así pues, el tribunal tendrá que
tomar una decisión sin haber podido determinar por qué dos trabajadores,
aparentemente tan bien tratados y sin motivo alguno para lamentar su suerte,
decidieron huir de la hacienda Rio do Ouro. Y tendrá que tomar una decisión sin
haber podido determinar por qué uno de ellos presenta en la espalda las marcas
que todos podemos ver y que, por el aspecto de las heridas, parecen remontarse
justo al día de la fuga de la Rio do Ouro y semejan (repito, semejan) marcas de
latigazos. Sinceramente, señoría, no sé cómo podrá pronunciarse en conciencia y
con justicia basándose en estas pruebas, pero sea cual sea su sentencia, y si ésta
no es la absolución, no creo que la pena pueda ir más allá de la mínima prevista
por la ley. En cualquier caso, me permito sugerir a su señoría que, en el supuesto
de que decidiera devolver a los trabajadores a la hacienda con el castigo que
creyera oportuno, recuerde a su administrador la explícita prohibición legal de
añadir a la pena impuesta por su señoría cualquier otra condena o castigo, sea
material, físico o de otra índole. Y puede aprovechar la ocasión para recordar
también al señor administrador general su obligación de controlar in situ el
cumplimiento estricto de la ley y de la sentencia impuesta.
Luís Bernardo se sentó después de haber expuesto sus alegatos y se quedó
mirando a don Anselmo de Sousa Teixeira. De hecho, la sala entera miraba al
juez. El secretario aguardaba pluma en mano, preparado para tomar nota de la
sentencia, pues sabía que don Anselmo era rápido, casi instantáneo, a la hora de
dictar sentencia después de oír los alegatos. Pero esa mañana nada ocurría como
de costumbre, y la última sorpresa la dio el mismo don Anselmo. Una vez más, se
sacó el pañuelo del bolsillo, limpió los cristales de las gafas y luego se secó la
cara. También él miraba por la ventana cuando decretó:
—Fijo la lectura de la sentencia para pasado mañana, miércoles, a las nueve.
Hasta entonces los acusados permanecerán detenidos. Se cierra la sesión.
Luís Bernardo fue de los primeros en levantarse. Se despidió del juez con una
leve inclinación de la cabeza, hizo caso omiso de don João Patricio, el coronel
Maltez, el administrador general Germano Valente y todos los demás, y comenzó
a avanzar por entre la pequeña multitud que se apartaba para abrirle paso. El
aire de la calle era igual de asfixiante que el de dentro, pero por lo menos había
espacio, horizonte, en lugar de las estrecheces del tribunal. Respiró como lo haría
un preso recién liberado. Las noticias sobre lo que había ocurrido entre aquellas
cuatro paredes debían de haber recorrido la ciudad como un tifón: Vicente lo
esperaba a la salida del edificio del tribunal con su carruaje y, para su sorpresa,
también Sebastião había acudido y aguardaba de pie junto a la puerta.
—Sebastião, ¿qué haces aquí?
—Pensé que estaría cansado, señor gobernador, y hemos venido a buscarlo.
—No, Sebastião, iré a pie por la ciudad. Vosotros me alcanzáis a la salida.
—Señor gobernador...
—¡Sólo «señor», Sebastião!
—Señor, creo que sería mejor...
—¿Qué, Sebastião?
—... que viniera con nosotros.
—No, Sebastião. Para ti sólo soy señor. Para ellos, soy gobernador.
Y echó a andar solo, en dirección a la plaza de la Cámara. Pasó por la calle del
Comércio, cuyas tiendas estaban cerrando para la hora de comer. Se fijó en los
corrillos que se habían formado a la puerta de algunos establecimientos, en los
grupos que se callaban al pasar él. Algunos volvían precipitadamente al interior
de las tiendas, otros desviaban la mirada, otros se quitaban el sombrero y
murmuraban «¿cómo está, señor gobernador?», otros lo miraban en silencio. Él
devolvía el saludo a quienes lo saludaban y devolvía el silencio a los que se
quedaban callados, pero hizo acopio de los restos de audacia que le quedaban
aquella mañana y se propuso mirarlos a todos a la cara, uno a uno, para
obligarlos a posicionarse. No se detuvo ni apretó el paso en ningún momento y
mantuvo el mismo ritmo con que solía dar sus paseos por la ciudad. Estaba a
punto de llegar a la plaza de la Cámara cuando, al doblar una esquina, casi se dio
de bruces con la figura familiar de Maria Augusta da Trindade. Ella pareció más
sorprendida que él. Luís Bernardo, en cambio, se alegró de verla, se sintió casi
aliviado por aquella pausa en su caminata, que más bien parecía un vía crucis. Le
tendió la mano.
—¿Usted por aquí, María Augusta? ¿Qué le trae por la ciudad?
Ella apretó sin mucho entusiasmo la mano que le tendía. Se había ruborizado,
pero él no estaba seguro de que fuera por azoramiento. Sólo se habían visto una
vez tras aquella noche en la hacienda Nova Esperança, unos meses atrás, cuando
él sintió, por primera vez desde su llegada a Santo Tomé, el apoyo de un aliado,
una hospitalidad desprendida y amistosa, a la que después se añadió por una
decisión circunstancial y tácita, como la de los animales en celo, el arrebato de
una noche de cuerpos entrelazados, de sudor y humedad confundidos, un ardor
sexual adulto, fruto de una larga abstinencia por parte de ambos, no de un súbito
e imposible amor. Y ahora ella le daba un apretón de manos que no transmitía
nada, como si no fueran más que conocidos.
—Pues ya ve, Luís Bernardo, he venido a la ciudad, y parece que he escogido
un día especial, ¿no es así?
—Especial, ¿por qué?
—El día en que se ha dejado usted vencer por su vanidad, por su ceguera, por
su inconsciencia o lo que sea.
—¿Por qué dice eso, Maria Augusta?
—Ha hecho usted el ridículo con esa pantomima en el tribunal.
—¿Cómo lo sabe? ¿Acaso estaba allí?
—No, ni falta que hace. No se habla de otra cosa en la ciudad y a nadie le
interesa saber si sirve usted como abogado. Yo creía que había venido a Santo
Tomé para ejercer de gobernador, no de abogado. Creía que era un gobernador
con ideas nuevas, pero que estaba de nuestro lado. Lo he defendido muchas
veces, Luís Bernardo. He intentado explicar a los demás la importancia y la
dificultad de su misión. Creía ciegamente en su buena fe y sus buenas
intenciones. Pero usted se ha encargado de desmentirme poco a poco, y hoy ha
acabado de estropearlo todo con esa bravata en el tribunal. Estará muy orgulloso
de sí mismo, pero yo, en su lugar, dimitiría inmediatamente. Está acabado como
gobernador, tiene a toda la colonia en su contra.
—¿Y a usted también, Maria Augusta?
—A mí también.
—¿Por qué? ¿Qué ha cambiado?
—Usted ha cambiado.
—¿Yo? ¿En qué?
—No me pregunte en qué, porque eso es evidente. Se ha pasado al bando de
nuestros enemigos, de los que conspiran para llevar a Santo Tomé a la ruina,
tanto en Lisboa como en Europa. Lo que debería usted preguntarse es por qué ha
cambiado.
—¿Por qué? Dígamelo usted.
—¡No puedo creer que no lo sepa! ¿Hace falta que se lo digan a la cara? ¿Es
que nadie se lo ha dicho aún?
—No sé de qué está hablando, Maria Augusta.
—¿Conque no lo sabe? ¿No sabe que su cambio de actitud y su descrédito ante
todos nosotros se deben a que ha perdido la cabeza por esa fulana inglesa que,
mientras engaña a su marido, le hace a él el trabajo de engatusar al gobernador
en la cama?
Luís Bernardo palideció. Sintió que la tierra se abría bajo sus pies.
—Entre nosotros, Luís Bernardo, permítale una pregunta a una mujer que ya
ha estado con usted en la cama: esa puta debe de ser una auténtica fiera,
¿verdad? Para dejarlo en este estado...
Luís Bernardo continuaba petrificado. Buscaba algo que decir, pero era como
si toda su elocuencia y su agilidad mental se hubieran agotado ya aquella
mañana. Hizo un esfuerzo para murmurar:
—No esperaba esto de usted, Maria Augusta...
—Hay tantas cosas que uno no espera de la gente en quien confía... Adiós,
Luís Bernardo, que usted lo pase bien.
Él se quedó mirando cómo se alejaba, mientras intentaba reponerse del golpe
para seguir su camino. Pero ya no veía lo que tenía delante, ni a las personas con
que se cruzaba y lo saludaban, ni a las que cambiaban de acera al verlo. De
repente todo le parecía irrelevante. Miró alrededor, desesperado, y vio que
Vicente lo esperaba con su carruaje al otro lado de la plaza. Hizo un gesto con la
mano para llamarlo y el muchacho, como si ya lo esperara, acudió
inmediatamente. Subió al vehículo y se dejó caer, exhausto, en el asiento de
cuero. Sebastião estaba sentado al lado, en la sombra, y lo miró sin decir nada.
Recorrieron en silencio el trayecto hasta casa y, al llegar, Sebastião le dijo:
—Señor gobernador... perdone que lo trate ahora de gobernador, pero quería
decirle una cosa: es un honor servirlo y tenerlo como gobernador de Santo Tomé.
Luís Bernardo se apeó sin decir nada. Entró en casa como si huyera de una
tempestad. Se dirigió directamente a su habitación y ordenó a voces:
—Sebastião, hasta que te diga lo contrario, no estoy para nadie. ¡Para nadie!,
¿entendido? ¡Ni aunque se presente el rey en persona!
Sin embargo, en lugar de desaparecer, Sebastião lo siguió hasta su
dormitorio, con un papel en la mano.
—Tendrá que perdonarme, señor, pero tiene un telegrama muy urgente que
el secretario general le ha traído hace un rato.
Luís Bernardo miró el telegrama, que estaba cerrado y en cuyo exterior se
leía la inscripción «Confidencial. Muy urgente», y lo arrojó encima de la cama,
donde se dejó caer. Se quedó observándolo, pensando qué hacer. Le apetecía
lanzarlo por la ventana, arrojarlo al retrete, quemarlo. Cerró los ojos para dormir
y olvidarse de todo, pero al final cambió de idea. Se sentó en la cama, abrió el
telegrama y lo leyó:

Del Ministerio de Ultramar, oficina del ministro.


Para el gobernador de Santo Tomé y Príncipe y São João Baptista
de Ajudá.

El príncipe heredero, don Luis Felipe, y yo mismo emprenderemos


viaje a las colonias de Santo Tomé y Príncipe, Angola, Mozambique y
Cabo Verde el próximo julio STOP Viaje comenzará con visita de dos
días a Santo Tomé y un día a Príncipe STOP Detalles en próximo
despacho, pero deberá anunciar cuanto antes visita a la población y
poner en marcha preparativos de recepción apropiada a tan histórico
evento STOP El ministro, Ayres d'Ornellas e Vasconcelos.

Luís Bernardo se quedó mirando el telegrama, como si no lo hubiera


comprendido bien. Después, con un gesto desesperado, hizo una bola con él y
exclamó:
—¡Lo que me faltaba! —Y se tumbó de lado e intentó dormirse.
Capítulo 14

L os acontecimientos se precipitaron en la ciudad. Primero fueron los


comentarios sobre lo que había pasado en el tribunal de la comarca,
acompañados de una descripción —en algunos casos, más o menos fiel; en otros,
totalmente fantasiosa— de la actuación del gobernador, convertido en abogado,
durante su defensa de los dos negros huidos de la hacienda. Después fueron los
carteles que el gobernador había conseguido componer e imprimir en tiempo
récord y que mandó colocar en puntos estratégicos de la ciudad, en los que se
informaba de la sorprendente noticia de la visita del príncipe heredero a Santo
Tomé en julio. Eran sólo cuatro frases, con las que se anunciaba la visita del
príncipe y del ministro de Ultramar y se llamaba a la población, desde aquel
mismo instante, a colaborar en los preparativos de «una recepción a la altura de
este histórico acontecimiento». Al día siguiente, cuando todas las conversaciones
en la calle aún estaban centradas en aquella extraordinaria noticia, otra no menos
sorprendente vino a disputarle la atención de la gente: por la mañana, en el
tribunal, don Anselmo de Sousa Teixeira sorprendió a todos al decretar la
absolución de los dos fugitivos de la Rio do Ouro, con la orden expresa de que
fueran devueltos a la hacienda, sin posibilidad de prorrogar sus contratos y sin
que pudiera infligírseles ningún castigo, puesto que las pruebas presentadas no
habían conseguido demostrar si la fuga había sido o no justificada.
Para algunos —que juraban haber asistido a todo el juicio— la insólita
sentencia del juez se debía a la brillante actuación del gobernador; otros la veían
como el resultado de una táctica de intimidación al juez por parte del gobernador;
otros, en cambio, relacionaban la noticia de la visita del príncipe con la inesperada
benevolencia de don Anselmo, bien porque el juez creyera que justificaba una
magnanimidad general de las autoridades, en aras del éxito popular de la visita,
bien porque pensara que tal acontecimiento sólo podía explicarse por la influencia
del gobernador en el gobierno de Lisboa y en la Casa Real. Y si la opinión pública
se dividió en lo relativo a la decisión de don Anselmo, más aún lo hizo sobre la
figura del gobernador. Un sector creía que se había extralimitado en sus funciones
y que se había olvidado por completo de la independencia que exigía su cargo, lo
cual quedaba sobradamente demostrado no sólo por el episodio en el tribunal,
sino también por su intimidad con el cónsul de Inglaterra y su mujer. Otro sector,
en cambio, pensaba que se limitaba a cumplir al pie de la letra las instrucciones
que traía de Lisboa, del gobierno y del rey, y que la colonia no entendía ni
aceptaba por la ruptura que representaban en la política tradicional. En general,
se podía decir que esta última opinión sólo encontraba defensores en la ciudad y
los pueblos, entre algunos comerciantes, funcionarios y oficiales del ejército o
comandantes de policía, pero no entre los portugueses que vivían y trabajaban en
las haciendas.
Ajeno a todo esto, a las habladurías de la ciudad de las que él era el centro, el
gobernador no dio señales de vida durante varios días. Al día siguiente al juicio, a
primera hora de la mañana, fue personalmente a la Tipografía Ideal, la única de la
ciudad, donde redactó el texto y especificó las dimensiones y la composición
gráfica de los carteles, que mandó imprimir con prioridad absoluta. Quería ser el
primero en anunciar la visita del príncipe, quería evitar que alguien antes que él
pudiera divulgar la noticia, movido por una sensación de urgencia que ni siquiera
él se podía explicar. No descansó hasta que vio los carteles impresos y recibió la
confirmación de que se habían colocado en los puntos estratégicos de la ciudad
que había señalado. Después pasó por la secretaría general del gobierno para
comprobar si ya había llegado el anunciado despacho con los detalles de la visita
pero, aparte de los periódicos a los que estaba suscrito, sólo encontró una carta
de João. Era una carta breve, llegada en el vapor de aquella misma mañana y
expedida en Lisboa diez días antes:

Se comenta por aquí que Ayres se


propone visitar las colonias africanas, entre
ellas Santo Tomé, al principio del verano y
que ha invitado al príncipe heredero a
acompañarlo. Me he apresurado a escribirte
para informarte del rumor. Si se confirma,
prepárate para sacar partido de lo que, a mi
entender, sería una excelente e inesperada
oportunidad para dejar clara tu posición tanto
dentro como fuera, esto es, tanto allí como
aquí. En O Século ha aparecido un artículo
donde se decía que Santo Tomé tenía un
gobernador "adormecido por el sopor o por
el canto de alguna sirena, que parece
incapaz de escoger entre la vieja y la nueva
política y que no ha sabido ni apaciguar la
hostilidad de los ingleses ni ganarse la
confianza de los colonos portugueses". Todo
esto me da muy mala espina y te pido, como
amigo, que estés muy atento. Que la
anunciada visita, si se confirma, te encuentre
con las ideas claras y la cabeza en plenitud
de facultades, como es habitual en ti.
Recuerdos a Ann y a David, y, por favor,
deja que te dé un consejo: ten cuidado con
la excesiva proximidad, que allí puede ser
terrible y traicionera. Tú sabes qué quiero
decir y yo sé que es muy fácil decirlo. Pero
quiero verte aquí de vuelta, sano y salvo.
Un abrazo inmenso,
João
De repente, al levantarse de la mesa después de cenar, se sintió mareado, la
cabeza le daba vueltas y un sudor frío le bajaba por el pecho. Pensó que un coñac
doble lo dejaría como nuevo, pero cuando Sebastião se lo llevó y él, como de
costumbre, se sentó en el balcón para tomárselo, comenzó a sentir escalofríos y
temblores, a pesar del bochorno de aquella noche y del calor del alcohol en la
garganta. A las nueve se fue a acostar, convencido de que una buena noche de
sueño lo repondría de aquella indisposición, pero a medianoche despertó
empapado en sudor, con el pijama totalmente mojado y una sed terrible. Buscó a
tientas el vaso de agua y la jarra que siempre tenía en la mesita de noche y bebió
tres vasos seguidos. No tuvo fuerzas para más y se dejó caer de nuevo en la
cama, sin tan siquiera ser capaz de quitarse el pijama empapado. Por la mañana
no apareció a la hora de costumbre, ni una hora después, y cuando Sebastião se
decidió a abrir la puerta de su habitación para ver qué le pasaba, se lo encontró
ardiendo de fiebre y delirando. Era su primer ataque de malaria.
El doctor Gil, el médico generalista de la ciudad, acudió a visitarlo esa misma
mañana. Encontró al enfermo inconsciente, con cuarenta y tres grados de fiebre.
Le puso una inyección de quinina, mandó que lo desnudaran por completo y le
aplicó una toalla empapada en agua fría en la frente y el pecho. Media hora
después, la fiebre había bajado a cuarenta grados y el enfermo parecía más
calmado, aunque aún no había vuelto en sí; abría los ojos de vez en cuando y
pronunciaba unas frases incoherentes e incompletas, tras lo cual se sumía de
nuevo en aquella especie de sueño profundo. Antes de marcharse, el doctor Gil
dijo que volvería al final de la tarde para ver cómo estaba el enfermo y ponerle
otra inyección de quinina. Recomendó a Sebastião que mientras tanto le tomaran
la temperatura cada hora y le colocaran la toalla mojada cada vez que pasara de
los cuarenta grados, y que le avisaran si la situación empeoraba.
—No se puede hacer mucho más, sólo esperar que aguante. Normalmente el
primer ataque es el peor.
Luís Bernardo permaneció inconsciente aquel primer día. En ningún momento
dio señales de reconocer a nadie, ni tan siquiera el lugar donde estaba. Siempre
ayudado por Doroteia, Sebastião se pasó todo el día cambiando las sábanas
empapadas, secándole el sudor, tomándole la temperatura, aplicándole toallas
frías y forzándolo a sentarse para beber agua por una pajita de caña que había
mandado cortar del jardín. Doroteia acercó una silla a los pies de la cama y no
salió en ningún momento de la habitación. Cada vez que él gemía o intentaba
hablar, ella procuraba calmarlo pasándole la mano por la frente y por la cara. No
comentó nada a Sebastião, pero era evidente que estaba impresionada por el
estado de postración física de Luís Bernardo. Después de la visita del médico por
la tarde, decidieron turnarse para pasar la noche junto a la cabecera de la cama.
Doroteia se quedó en el primer turno hasta las dos de la madrugada, y Sebastião
la sustituyó después hasta la llegada del médico, a primera hora de la mañana. El
doctor Gil notó una leve mejoría en el enfermo, pero en absoluto definitiva ni
irreversible. La fiebre se mantenía alrededor de los cuarenta grados, pero ahora
subía por encima de esa cifra con menos frecuencia. Al mediodía consiguieron que
bebiera un zumo de frutas y comiera media banana triturada, los primeros
alimentos que tomaba en treinta y seis horas. Por la tarde, cuando estaba a solas
con Doroteia, pareció dar las primeras señales de regreso a la vida: gimió, y la
criada le puso la mano en la frente y comenzó a cantar en voz baja una canción
criolla que su madre le cantaba de niña, cuando estaba enferma; entonces abrió
los ojos y se quedó mirándola fijamente, mientras escuchaba con atención aquella
melodía. Después cogió la mano que ella había posado en su frente y se la puso
sobre el pecho, junto al corazón, volvió a cerrar los ojos y regresó a las
profundidades del mundo naufragado en el que estaba sumido. Más tarde, al
intentar reconstruir lo que había sucedido durante aquellos días, y sin tan siquiera
una noción aproximada del tiempo que había pasado así, el primer recuerdo que
Luís Bernardo logró sacar a flote fue aquel instante, a solas con Doroteia, y habría
jurado, aunque también pudo ser por la neblina que le nublaba la vista, que vio
dos lágrimas deslizarse por la cara de la chica. Aquel recuerdo disipó la penumbra
en la que todo parecía haber estado inmerso y comenzó a recordar otras cosas,
ocurridas probablemente después. Recordó haber oído varias veces la voz de
Sebastião en la habitación y haber sentido la presencia de otra persona, que, por
lo que le dijeron, debía de ser el médico. Se acordó de la voz de Doroteia, que
cantaba en voz baja cada vez que él despertaba, y de sus manos sobre su frente,
pero también sobre su cuerpo... ¿Para secarle el sudor? ¿Para lavarlo? ¿Qué había
pasado realmente? Nunca se atrevió a preguntárselo, pero notó que ahora ella
bajaba la vista cuando él la miraba a la cara, como si guardara un secreto sobre él
que sólo ella conocía y tuviera miedo de que la obligara a desvelarlo.
Al final de la tarde del segundo día el médico confirmó la mejoría presentida
por la mañana: la fiebre había bajado claramente, rara vez subía por encima de
los cuarenta grados y el enfermo abría los ojos o parecía volver en sí con más
frecuencia.
—Parece que lo peor ya ha pasado y que saldrá de ésta —comentó a Sebastião
—. La quinina le ha hecho efecto, pero no hay que bajar la guardia hasta que la
fiebre haya desaparecido por completo.
Esa noche, durante su turno de vigilia, Sebastião notó que Luís Bernardo se
despertaba varias veces y parecía hacer un esfuerzo por hablar y hacerse
entender. Aguzó el oído, pero no consiguió descifrar nada con sentido. En algún
momento le pareció incluso que el gobernador hablaba en inglés, la misma lengua
que usaba con el cónsul, el señor Jameson. Unas veces hablaba pausadamente,
otras se agitaba, como si se desesperara por no recibir ninguna respuesta o por
no poder hacerse entender. Hasta que, después de una nueva retahíla de frases
incoherentes, se produjo un largo silencio en el que Sebastião sólo oyó la
respiración de Luís Bernardo, seguida de una sola palabra que, esta vez sí, oyó
con nitidez:
—Ann.
Al tercer día, por la mañana, cuando llegó el médico, lo encontró casi sin
fiebre, aunque aún postrado y exhausto. Luís Bernardo se despertó, abrió los ojos
y, después de echar un vistazo alrededor, pareció reconocer dónde estaba. El
médico le preguntó:
—¿Cómo se encuentra?
El enfermo no respondió y se limitó a negar con la cabeza. El doctor Gil le
puso la inyección de quinina, sin que Luís Bernardo mostrara reacción alguna.
Después, por fin, hizo el esfuerzo de hablar, con voz cansada.
—¿Qué ha pasado?
—Un ataque de malaria. De los fuertes. Ya está fuera de peligro, pero debe
guardar reposo durante los próximos días.
Luís Bernardo cerró los ojos y volvió a dormirse. Más tarde Sebastião y
Doroteia lograron darle la primera comida de verdad en tres días: un caldo de
arroz con carne de gallina desmenuzada y un zumo de frutas.
Se despertó un par de horas después, cuando la tarde ya moría en el mar y
los últimos rayos del sol entraban, desvaídos, por la ventana de la habitación.
Sintió que alguien le pasaba suavemente la mano por la frente y la boca, y antes
de abrir los ojos intentó recordar dónde estaba y por qué. Se acordó de la
conversación con el médico, aunque no lograba situarla en el tiempo. Se acordó
de que había sido víctima de la malaria y la fiebre, pero no sabía cuántos días. Se
acordó del ardor de su cuerpo, el sudor helado, la presencia intuida de Sebastião
moviéndose por la habitación y la de Doroteia, que le acariciaba y aplicaba toallas
frescas en el cuerpo y a la que recordaba ver tumbada encima de él en el
momento en que recuperaba la conciencia. Sólo después de haber recordado todo
eso, se decidió a abrir lentamente los ojos para regresar a la vida.
—Doroteia... —llamó, con voz aún débil.
—¡Chist! Don't talk now. It's me.
Entonces, sobresaltado, volvió la cara y comprendió que la mano que le
acariciaba la frente no era de Doroteia, sino de Ann, que estaba sentada en una
silla al lado de la cama. Instintivamente echó un vistazo alrededor para
asegurarse de que estaban solos en la habitación. Dos velas ardían en los
candelabros sobre la cómoda que había frente a la cama y su luz, que era ya casi
la única que iluminaba el dormitorio, proyectaba dibujos indescifrables en el
techo.
—¿Qué haces tú aquí?
—Fue a llamarme tu criado, Sebastiâo. Recibimos la noticia de tu enfermedad
hace dos días, pero no me atreví a venir sola. Pasé ayer por aquí con David y nos
dijeron que estabas mejor. Mi intención era venir hoy sola y quedarme en la
puerta, sólo para saber si habías mejorado, pero Sebastiâo mandó a Vicente a mi
casa para pedirme que viniera a verte.
—¿Por qué? ¿Cómo se le ha podido ocurrir algo así?
Ann sonrió. Continuaba acariciándole la cara y le apretaba la frente para que
no levantara la cabeza.
—Dice que fuiste tú quien me llamó... esta noche.
Luís Bernardo estaba ahora completamente despierto y lúcido. Salvo algunos
detalles dispersos, no conseguía acordarse de nada de los días que había pasado
enfermo, pero los recuerdos de los días anteriores le vinieron enseguida a la
memoria. Se acordó del juicio, del telegrama que anunciaba la visita del príncipe
de Beira y del ministro de Ultramar, se acordó de la carta de João, se acordó de
que aquella noche se había acostado con una extraña sensación de debilidad y
aturdimiento. Inmediatamente se puso en guardia.
—¡Nadie puede verte entrar o salir de esta casa, Ann!
—Con un poco de suerte, nadie me verá. Y si alguien me viera, ¿qué habría de
malo? He venido a visitar a un amigo enfermo. Además, pienso decirle a David
que he venido a verte.
Él iba a decir algo, pero ella no lo dejó. Le agarró la boca y sumergió en ella la
suya, mientras con la mano recorría su cuerpo semidesnudo, por debajo de la
sábana que lo cubría. Al sentir que él reaccionaba, y sin aflojar en ningún
momento el beso con que lo clavaba a la almohada, se desnudó en un instante y
se deslizó por debajo de la sábana hasta pegar su cuerpo al de él. Luís Bernardo
hizo un tímido intento por apartarla.
—¡No, Ann, es una locura, aquí no!
—Aquí sí, querido. Seguro que nadie entrará hasta que yo salga. Incluso diría
que es uno de los pocos sitios donde estamos seguros.
Él no volvió a hacer ningún esfuerzo por resistirse. Se sentía demasiado débil
para tomar iniciativa alguna. Dejó que ella hiciera con él lo que quisiera. Y eso fue
lo que ella hizo, con la misma pasión y la misma vehemencia de las otras veces,
como si sintiera incluso un placer añadido con la postración indefensa de Luís
Bernardo, sentada sobre sus muslos, pegándose a él, ofreciéndole su cuerpo
magnífico y pleno, como un beso de vida. Fue todo muy rápido e intenso y,
cuando acabaron, ella se vistió a toda prisa, lo tapó y arregló un poco las sábanas
y se quedó mirándolo, sentada en el borde de la cama.
—¡Pobrecito mío! ¡O te he curado de golpe o te he matado!
—¡Creo que me has matado! —murmuró él, con una sonrisa que ella tapó con
un último beso.
—Tengo que irme, o tus criados empezarán a sospechar de la duración de la
visita. Finge que te has vuelto a dormir. Mañana el médico aún no te dejará
levantarte de la cama y yo me las arreglaré para venir a visitarte otra vez al final
de la tarde.
Al día siguiente, Luís Bernardo pasó la mayor parte del tiempo levantado. Se
dio su primer baño completo en cuatro días, leyó la correspondencia y dictó cartas
a su secretario, al que mandó subir de la secretaría. Al final del día, cuando ya no
quedaban tareas pendientes, dijo que se sentía agotado y volvió a meterse en la
cama justo en el momento en que oía a Ann entrar por la puerta principal y
preguntar a Sebastiâo si estaba en condiciones de recibir visitas. Oyó sus pasos
subir por la escalera, como quien espera que se abra una ventana y entre, para
romper la penumbra de un tiempo suspendido, la claridad de un nuevo día.

La malaria es una viuda negra que irrumpe y ataca sin previo aviso para
hacer caer sobre los más vigorosos y sanos una oscuridad que borra por completo
la luz del día. Aparece de repente, sin que se sepa de dónde, germina lentamente
en el cuerpo después de una única y certera picadura de mosquito hembra y deja
a sus víctimas postradas, sin posibilidad de defenderse ni de reaccionar. En la
mayor parte de África y de los trópicos se limita a abatir y debilitar a los
enfermos, pero en Santo Tomé también mata, como en ningún otro lugar. Ataca
el cerebro, devora las células y en pocos días, sin un antídoto capaz de frenar el
proceso de la enfermedad, se lleva la vida de alguien que, sólo unos días antes,
disfrutaba de una salud de hierro. Luís Bernardo comprendió, por el relato de
Sebastiâo y del doctor Gil, que había estado muy cerca de rebasar esa frontera a
partir de la cual ya no había marcha atrás. Ann le había proporcionado un
despertar violento y carnal a la vida. Le había indicado el camino de regreso de la
manera más animal, de una forma a la que su cuerpo había respondido antes que
sus sentidos. Al levantarse por fin de la cama y dejar la habitación donde, durante
cuatro largos días y cuatro largas noches, su vida había pendido de un hilo, poco a
poco se dio cuenta de cuán cerca había estado del final definitivo. Al leer, con
ternura, el cuaderno donde Doroteia y Sebastião habían anotado religiosamente
su temperatura cada hora, día y noche, comprendió que había rozado esa tenue
línea que separa la oscuridad irreversible del regreso a la luz. Había estado
ausente e indefenso y ellos habían velado por él, hora a hora, minuto a minuto,
para traerlo de vuelta, de vuelta al cuerpo de Ann, de vuelta al olor del jardín, al
sonido del mar, a la humedad suspendida sobre la ciudad, a los gritos de los niños
a la salida de la escuela, de vuelta a la vida.
Cuando se sentó en su despacho de la secretaría, en la planta baja, y aunque
el trabajo acumulado le provocaba una sensación de apremio y ansiedad, Luís
Bernardo se entregó a él de forma parsimoniosa, casi voluptuosa, con la calma y
la lucidez propias de quien acababa de comprender la diferencia entre lo esencial
y lo secundario. Pero los telegramas lo reclamaban y exigían que tomara
decisiones: había uno del administrador adjunto de la isla de Príncipe, que le
constaba no mantenía buenas relaciones con Germano Valente y que, quizá por
eso, había optado por dirigirse directamente al gobernador saltándose al que era
su inmediato superior jerárquico. «Ambiente tenso y potencialmente peligroso en
las haciendas STOP Se requiere presencia inmediata de su excelencia para
evaluar situación personalmente.» Luís Bernardo le respondió enseguida para
pedirle que se personara en Santo Tomé a fin de hablar con él o bien, si no fuera
aconsejable que se ausentara de Príncipe, que le explicara con más detalle la
situación y la necesidad de la presencia del gobernador; con todo, le daba a
entender que en aquellos momentos las preocupaciones por la visita del príncipe
heredero lo absorbían por completo. Telegrafió también al delegado del gobierno
en la isla de Príncipe, el joven Antonio Vieira, para decirle que le habían llegado
rumores de que se respiraba un ambiente tenso en las haciendas y pedirle que le
informara sobre el asunto. En su respuesta el subgobernador de Príncipe procuró
tranquilizar al gobernador general, si bien reconoció que, en efecto, se habían
dado algunos casos de desacato, pero aseguraba que se había podido restablecer
el orden sin problemas y que él seguía la situación de cerca. Lejos de
tranquilizarse, Luís Bernardo se quedó aún más inquieto; lo amonestó por no
haberle informado de nada, le exigió que especificara qué clase de desacatos se
habían producido y qué medidas había tomado al respecto y, por último, le hizo
saber que el más mínimo cambio en la situación tendría que serle comunicado de
inmediato. Aunque no reveló sus intenciones a Antonio Vieira, se prometió ir a
Príncipe en cuanto pusiera en marcha los preparativos para la recepción de la
comitiva real.
De Lisboa le habían llegado dos nuevos telegramas del ministerio con los
detalles de la visita real. Su alteza y el ministro viajarían a bordo del barco
mercante África, aprovechando el trayecto regular que realizaba entre la
metrópoli y las colonias africanas. En un momento en que los gastos de la Casa
Real eran el principal caballo de batalla de la oposición republicana, el hecho de
que el heredero al trono tomara para un viaje de tres meses un barco de línea
regular, mezclado con el resto de pasajeros, respondía sin duda a una decisión de
carácter político, dirigida a provocar un determinado efecto en el interior del país.
Eso y las reducidísimas dimensiones de la comitiva que lo acompañaba,
compuesta únicamente por tres personas, contando al ministro. Jamás ningún
príncipe, en ningún lugar del mundo, había viajado de forma tan austera. Se
trataría, además, de una de las primeras visitas de un miembro de la familia real
a una colonia portuguesa, después de casi quinientos años de poder colonial. Sin
embargo, todo parecía haber sido decidido de forma algo improvisada. El príncipe
y el ministro llegarían a Santo Tomé el 12 o 13 de julio, es decir, al cabo de poco
más de un mes. Las islas de Santo Tomé y Príncipe tendrían el honor de inaugurar
el viaje real, que después proseguiría hacia las colonias inglesas de Sudáfrica,
Mozambique y, ya de regreso, Angola y Cabo Verde. Durante su estancia en el
archipiélago ecuatorial pasarían los dos primeros días, con sus noches, en Santo
Tomé y un día y una noche en la isla de Príncipe. En Santo Tomé, por lo que
especificaba el ministerio, su alteza dormiría la primera noche en el palacio del
gobernador (donde, además, se debía preparar alojamiento, por lo menos, para su
ayudante de campo y para el oficial a sus órdenes) y la segunda en la hacienda
Rio do Ouro, cuyo propietario, el conde de Valle Flor, acudiría desde París para la
ocasión, en su yate privado, a fin de recibir a la comitiva en su hacienda.
Asimismo, el gobernador debería ocuparse de los detalles para que durante esos
dos días la comitiva visitara también las haciendas Água Izé y Boa Entrada, esta
última propiedad del señor Henrique Mendonça, que también viajaría
expresamente a Santo Tomé para recibir a don Luis Felipe. Por último, en Príncipe
la comitiva deseaba visitar primero la hacienda Infante Dom Henrique, y después
la Sundi, donde preveían hacer noche; si eso fuera inviable, dormirían a bordo del
África. Al día siguiente llegó un tercer telegrama, clasificado como «Confidencial»
y, esta vez sí, centrado en los asuntos políticos:

Del Ministerio de Ultramar, oficina del ministro.

Para el gobernador de Santo Tomé y Príncipe y São João Baptista


de Ajudá.
Esperando haya recibido mis anteriores telegramas con detalles
visita real, confío su excelencia comprenda importancia política de est
auténtica misión de soberanía de SAR el príncipe de Beira y de mí
mismo, como ministro STOP A Santo Tomé y Príncipe le cabrá honor
de ser primera colonia portuguesa en recibir, desde hace mucho tiempo,
visita de miembro de familia real y heredero del trono STOP Elección
determinada sobre todo por intensificación campaña inglesa contra
nuestra colonización Santo Tomé, con acusaciones redobladas de trabajo
esclavo, como su excelencia sabe por informaciones enviadas de Lisboa
STOP Es, pues, imperioso que visita sea un éxito, popular y político, y
que crónicas en prensa tengan eco en Inglaterra para ayudar a
desmentir acusaciones STOP Máximo cuidado en detalles de visita,
participación popular masiva y ambiente social y político propicio serán
determinantes para éxito de misión, que pongo en manos de su
excelencia STOP Por favor, no dude en pedir lo necesario y proponer lo
que crea oportuno para buen desempeño de esta histórica empres
STOP Debe dar a cónsul Inglaterra un papel protocolar principal, para
dejar claro que no evitamos su presencia y que no tenemos nada que
esconder STOP Príncipe y yo mismo subrayaremos en discursos
soberanía portuguesa y lealtad a tratados firmados, actitud abierta
críticas constructivas, reafirmando derechos y asumiendo obligaciones
STOP Reciba su excelencia un cordial saludo STOP El ministro, Ayres
d'Ornellas e Vasconcelos.

A pesar de la disponibilidad expresada por el ministro, lo cierto es que Luís


Bernardo no consiguió ninguna respuesta concreta a su petición de refuerzo de
las partidas para costear las ceremonias y los gastos previstos en la recepción que
se pretendía. Según las estimaciones que envió a Lisboa, ésta costaría entre
quince mil y veinte mil reis, y su presupuesto, dejando a un lado otros gastos
extraordinarios, no pasaba de tres mil. La falta de respuesta de Lisboa, pensó, era
típica del gobierno del país: querían tortilla sin romper los huevos. Querían que el
príncipe fuera recibido con euforia, pero no querían que la oposición pudiera decir
que esa euforia había costado dinero a las arcas públicas. Al parecer «la excursión
del príncipe de Beira a África», como lo denominaba el periódico republicano A
Lucta, debía financiarse como por arte de magia. Y eso fue lo que intentó hacer:
llamó al alcalde, a los comerciantes de la ciudad y alrededores, a los
administradores de las haciendas, a todas las fuerzas vivas de la isla, con el fin de
iniciar con ellos una campaña de recogida de fondos y ayudas para sufragar los
gastos, y no dudó incluso en citar frases textuales del telegrama confidencial del
ministro para hacerles ver la importancia política de aquella visita de cara al
futuro de Santo Tomé. «¡Señores, serán ustedes los primeros beneficiados del
éxito de este acontecimiento!», les repitió hasta convencerlos.
Pasó toda la semana en reuniones e inspecciones relacionadas con la visita del
príncipe. Con el obispo, con el comandante del ejército y de la policía, con el
alcalde de la ciudad, con los administradores de las tres haciendas que visitaría la
comitiva (en el caso de la Rio do Ouro, acudió el secretario general en su
nombre), con los dueños de los comercios de las principales calles de la ciudad, a
quienes convenció de que se hicieran cargo de los adornos luminosos de las calles
y las fachadas de los edificios. Instaron al secretario de Obras Públicas para que
gastara, si fuera necesario, todo el presupuesto disponible hasta final de año para
intentar restaurar, pintar y lavar la cara al desembarcadero, los jardines y plazas
públicas y, por lo menos, a las fachadas de los principales edificios oficiales. «No
olviden —decía Luís Bernardo a todos— que probablemente tendremos que
esperar otros quinientos años hasta que un miembro de la familia real vuelva a
pisar Santo Tomé y Príncipe.»
Recuperado de las fiebres, restablecido de los odios y las intrigas que
amenazaban su mandato, renacido de las cenizas y del desánimo en que había
caído en los últimos tiempos, el gobernador consiguió contagiar su energía a
todos. Desde el primer momento veía en aquel inesperado acontecimiento una
oportunidad para reafirmar su autoridad y su control de la situación, y se propuso
no desaprovecharla. Pero la visita de don Luis Felipe y de Ayres d'Ornellas le
brindaba, además, otra oportunidad, aún más importante si cabe: la de aclarar las
cosas de una vez por todas, la de poder hablar con el ministro y con el príncipe
heredero con toda lealtad, pero también con toda franqueza, sin esconder
ninguna de sus inquietudes ni sus profundas desavenencias con muchos de los
colonos. Albergaba la esperanza de que, al menos en privado, conseguiría
hacerles comprender el dilema entre los intereses económicos y los intereses
diplomáticos en juego, de modo que no tuvieran más que dos salidas: o se
comprometían a ser consecuentes con sus opciones políticas o lo liberaban a él de
sus responsabilidades. En cualquier caso, no estaba dispuesto a permitir que
aquella oportunidad acabara convirtiéndose en una simple «excursión a África» o
en una «misión de soberanía» vacía de contenido y de consecuencias.
Un buen día, en pleno ajetreo con los preparativos, recibió la visita de David,
que se hizo anunciar formalmente. Habían cenado los tres juntos, en casa de Luís
Bernardo, dos días después de su vuelta al trabajo. A simple vista no era más que
una cena entre amigos para celebrar la recuperación de uno de ellos. David llevó
incluso una botella de champán francés, un Veuve Clicquot, al que Luís Bernardo,
por recomendación médica, no pudo hacer los debidos honores. Estuvieron los
tres charlando en el balcón hasta casi la medianoche, con la íntima familiaridad
que siempre mostraban desde que las circunstancias los habían reunido en
aquella isla y habían descubierto que su amistad era una forma de resistencia y
de ayuda mutua de la que ninguno quería prescindir. David llevó casi todo el peso
de la conversación, centrada en recuerdos de la India y, cosa rara en él, de su
gobierno en Assam. Luís Bernardo se sentía fascinado y a la vez algo angustiado
por su propia capacidad para estar allí escuchándolo, al lado de Ann, y seguir
disfrutando con su compañía, su conversación, su amistad, ese vínculo entre
hombres de edades e intereses similares, al tiempo que por dentro lo consumía lo
único que puede separar para siempre a dos hombres: el amor por la misma
mujer.
Al día siguiente, Ann le hizo llegar por medio de una criada una nota en la
que le suplicaba que se encontrara con ella en la playa a última hora de la
mañana. Cuando él acudió y comenzó a regañarla por su imprudencia, cada día
más temeraria, ella cayó en sus brazos y se apretó contra su cuerpo.
—¡Amor mío, es que no aguanto estar sin ti! ¡Es más fuerte que yo!
¡Invéntate alguna otra manera, alguna salida, lo que sea! ¡Porque algún día no lo
soportaré más! No soportaré seguir en aquella casa, con David, fingiendo que todo
va bien, cuando en realidad sólo pienso en ti, sólo pienso en lo que estarás
haciendo, y lo único que me apetece es huir y estar contigo, dejar a David de una
vez por todas y que piense lo que quiera. No soporto estar lejos de ti, mi casa se
ha convertido en otra isla donde me siento prisionera, una isla dentro de esta isla,
una prisión doble. ¡Te echo tanto de menos que me desespero! ¡Hasta siento
celos!
—¿Celos? —Luís Bernardo se echó a reír—. ¿Celos de quién?
—¿Quieres saberlo? Pues de Doroteia. Vi cómo te miraba cuando entré en tu
habitación el otro día y noté la mirada que me lanzó cuando Sebastião le hizo una
señal para que saliera. Es evidente que está loca por ti, que haría cualquier cosa
por ti. Es guapa, tendrá unos diecisiete años, y en fin... tú estás solo en casa
todas las noches y no me debes fidelidad, ni a mí ni a nadie. La verdad es que te
sería más cómodo tenerla a ella como amante.
Luís Bernardo se quedó contemplándola; era guapa, irresistible. Ningún
hombre la cambiaría por otra.
—¿Te estoy dando ideas?
—No; no estaba pensando en cambiarte por Doroteia. Ni en añadirla. Pensaba
en tenerte sólo para mí y que tú me tuvieras sólo para ti. Pensaba en si eso sería
posible algún día...
Ella se tumbó en la arena, junto a las palmeras, y lo llamó con un gesto. Los
caballos, atados al lado, fueron testigos de aquella pasión escondida al mundo. Se
amaron así, sobre el suelo de arena, junto a los animales. Como hacen los
animales.
La escena aún estaba fresca en su memoria cuando, a la mañana siguiente,
David entró en su despacho. Sentía aún el cuerpo de Ann enredado al suyo, el
sabor de su boca, el eco de sus gemidos. De repente, aterrorizado, pensó que
quizá aún conservaría restos del perfume de ella e, instintivamente, intentó no
acercarse mucho a su amigo. Pero acto seguido lo asaltó un pensamiento aún más
terrible: ¿y si fuera David quien tuviera restos del perfume de Ann? El cónsul
había empezado a hablar, pero Luís Bernardo no lo escuchaba. Estaba ausente,
con la mirada perdida, y hacía un esfuerzo por ahuyentar de su cabeza todos
aquellos pensamientos atropellados. ¿Qué estaba diciendo David?
—...en realidad, lo que yo me pregunto es qué viene a hacer aquí ese príncipe
suyo. ¿Viene a liberarlo?
—¿Cómo?
—¿No me está escuchando, Luís? Le pregunto qué viene a hacer aquí el
príncipe.
—¿Y por qué no iba a poder venir? —Luís Bernardo volvía a prestar atención
—. ¿Acaso el príncipe de Gales no va a la India y a otras colonias británicas?
—La India no es Santo Tomé...
—Cada uno va a lo que tiene. Él vendrá a Santo Tomé, pero también irá a
Angola, Mozambique, Cabo Verde...
—Entiendo que vaya a Angola y a Mozambique, pero ¿por qué a Santo Tomé,
este islote insignificante?
—Vamos, David, no sea prepotente. Ya sé que el Imperio británico tiene
cientos o miles de islotes como éste, pero Portugal no. Por eso damos tanta
importancia a estos islotes. ¡Incluso nombramos gobernadores para ellos!
David sonrió, pero no dio su brazo a torcer.
—No se haga el ingenuo, Luís. Sabe muy bien a qué me refiero. Esta visita
tiene motivos ocultos y seguro que el ministro ya le ha informado de las razones
políticas que hay detrás de todo esto.
Luís Bernardo se quedó callado. Le parecía detectar un ligero cambio en la
actitud de su amigo, pero creía (¿o quería creer?) que nada tenía que ver con
Ann. Era algo muy sutil que aparcaba por un momento su amistad y devolvía a
cada uno a su respectivo papel: David era ahora el representante oficial de una
potencia extranjera que cuestionaba la política de un gobierno que él, Luís
Bernardo, representaba.
—¿No tiene nada que decir?
—¿Qué quiere que le diga? Es obvio, y supongo que no le descubro nada, que
el ministro me escribe, como escribe a cualquier otro gobernador, y que me
transmite unas orientaciones políticas a las que yo respondo como creo oportuno.
—Ya, comprendo. No se preocupe, no le pediré que me revele secretos de
Estado, pero me gustaría saber qué esperan de mí en esta representación.
—¿Qué representación?
—Vamos, Luís, somos amigos, no hemos de fingir que no vemos lo que salta a
la vista. —David hizo una pausa, miró fijamente a Luís Bernardo y añadió, con el
mismo tono de aparente despreocupación—: A veces, con los amigos, es mejor
fingir que no vemos lo que no debe verse, por mucho que nos cueste. En nombre
de la amistad o de otras cosas más difíciles de explicar. Pero el otro tiene que
entender que sólo estamos fingiendo que no vemos lo evidente.
Esta vez Luís Bernardo se quedó helado. Tenía el corazón desbocado. Se
propuso poner fin a aquel juego, preguntarle directamente a qué se refería. Lo
obligaría a decírselo. Se obligaría a sí mismo a afrontar las consecuencias. Sin
embargo, cuando habló, sólo fue capaz de decir:
—No sé de qué representación me habla...
—Le hablo de este frenesí que se ha apoderado de Santo Tomé con los
preparativos para la visita del príncipe, del que, según dicen, es usted el impulsor.
¿A qué es debido? Evidentemente, al deseo de brindar a su alteza un baño de
multitudes y una muestra de vasallaje, con efectos políticos de consumo interno y
externo. ¿Me equivoco?
Al final no había sido más que una falsa alarma. O quizá David había optado
por dejar pasar la oportunidad. Luís Bernardo respiró aliviado.
—¿Y qué hay de malo en eso? —preguntó—. ¿Acaso no es lo que hacen todos
los gobiernos? ¿Para qué sirven si no las visitas de Estado, aquí y en el mundo
entero?
—De acuerdo, pero lo que yo le pregunto, lo que quiero saber, es cuál será mi
papel en esa representación, en esa gran manifestación de soberanía de la que va
a ser escenario Santo Tomé.
—¡Usted sabrá cuál es su papel! Yo me limitaré a cumplir con las instrucciones
expresas del ministro y le daré toda la relevancia protocolar que exige su cargo,
lo que pasa, por ejemplo, por sentarlo a la mesa junto al príncipe, en el banquete
que se ofrecerá aquí, en el palacio del gobierno, la noche de su llegada.
¿Satisfecho?
—No, Luís, ésa no es la cuestión y usted lo sabe. No quiero saber en qué lugar
de la mesa voy a sentarme; conociéndome, ya imaginará que no es algo que me
preocupe. Lo que me preocupa es saber si esperan que me siente a la mesa,
aplauda los discursos y escriba a Londres para informar de que la visita del
príncipe ha sido un éxito popular.
—¿Qué pretende, David?
—Nada. —David se había levantado y se encaminaba hacia la puerta—. Confío
en su criterio y su sensibilidad para adivinarlo...
—¡David! —Luís Bernardo también se había puesto en pie—. Se lo pregunto
sinceramente y como amigo: ¡dígame qué pretende!
—Como amigo, nada. Sería ridículo que le pidiera favores en este tema. Me
dirijo al gobernador. Usted es gobernador, sabe cuál es mi misión, sabe por qué
razones me han mandado aquí y qué motivos políticos enfrentan a nuestros
respectivos países con respecto a Santo Tomé. Dentro de poco vendrán de visita
el príncipe heredero y el ministro responsable de su política. Medite, como
gobernador, sobre qué papel, si es que hay alguno, me corresponde en esas
circunstancias. Nada más.
Y se marchó, cerrando la puerta al salir. Luís Bernardo advirtió que ni siquiera
se había despedido. Era evidente que algo había cambiado en la actitud de David.
Y Luís Bernardo sintió, con remordimientos, que él tenía razón. No sólo por Ann.
Había algo más, y en ese algo más David también tenía razón.

El África había zarpado de Lisboa el 1 de julio, con la anunciada comitiva del


príncipe heredero y del ministro de Ultramar para la visita a las colonias
africanas. Llegaría a Santo Tomé en algo menos de dos semanas. En cuanto dejó
listos los preparativos para los festejos en la ciudad, Luís Bernardo hizo una visita
de inspección a las tres haciendas a las que acudiría la comitiva. Asimismo, se
encargó de los detalles del banquete que ofrecería el día de la llegada en el
palacio del gobierno, donde tendrían que acomodar a más de doscientos
comensales y disponer cuidadosamente las mesas para no herir sensibilidades.
También tuvo que resolver con Sebastiâo el problema de los aposentos de la
comitiva del príncipe, para la noche que pasarían en el palacio del gobierno. Era
evidente que don Luis Felipe se quedaría en la habitación principal, donde había
dormido João; el oficial a las órdenes del príncipe, el marqués de Lavradio,
teniente primero de la Armada, dormiría en la habitación de Luís Bernardo, y el
ayudante de campo, en la que quedaba. Luís Bernardo se trasladaría a la planta
baja, donde dormiría en un sencillo camastro colocado en su despacho de la
secretaría, lo que además le permitiría estar localizable en caso de que surgiera
algún imprevisto.
El tiempo corría ahora muy rápido. David tenía razón: Luís Bernardo había
asumido el mando, hasta el menor detalle, de lo que su amigo llamaba la
«representación». Presentía que el éxito de aquella «representación» dependería
en gran medida de su margen de maniobra política ante el ministro y el hijo de
don Carlos. No era su futuro como gobernador lo que le preocupaba, sino su
capacidad para llevar a buen puerto su misión con autoridad y dignidad. Había
dedicado ya a Santo Tomé y Príncipe diecisiete meses de su vida, que perderían
todo su sentido, que se convertirían en tiempo perdido, si al regresar alguien
pudiera acusarlo de haber traicionado sus ideas o de no haber trabajado por el
bien de Portugal. A los príncipes y a los poderosos les gustan los baños de
multitudes. Él se encargaría de que lo tuvieran, para después reclamarles la
reafirmación de su autoridad y legitimidad. En caso contrario, haría las maletas y
que buscaran a otro. João tenía toda la razón en su carta: no podía dejar escapar
aquella oportunidad.
Durante aquellos intensos días de reuniones e inspecciones no podía quitarse
de la cabeza la situación en la isla de Príncipe. Algo le decía que no podía seguir
aplazando su viaje a la isla, no sólo para supervisar in situ los preparativos de la
visita de la comitiva, sino sobre todo para evaluar el fundamento de los temores
del administrador adjunto. El posterior silencio de éste y la insistencia del
gobernador local en que todo había vuelto a la normalidad no lo dejaban del todo
tranquilo, pero le daban el pretexto para retrasar su viaje un día más a fin de
dedicarse a asuntos más urgentes que requerían su atención en Santo Tomé. Y
cuando, al final de la mañana del día 4 de julio, llegó el fatídico telegrama, no se
perdonó su falta de previsión.
Estaba firmado por el vicegobernador, Antonio Vieira, y se indicaba que se
remitía copia a Lisboa ese mismo día:

Quinientos trabajadores hacienda Infante Dom Henrique


amotinados han asesinado blancos STOP Temo revuelta general STOP
Pido con máxima urgencia envío buque de guerra.

Luís Bernardo casi saltó de la silla. Pidió a su secretario que llamara


inmediatamente al alcalde y al mayor Benjamim das Neves, comandante de la
guarnición militar, y que tratara de averiguar dónde se encontraba en aquel
momento el barco costero Mindelo —el único que hacía la ruta entre las dos islas
de forma regular— y, una vez localizado, que ordenaran al capitán que acudiera a
su despacho.
En cuanto el secretario desapareció a toda prisa, el secretario general,
Agostinho de Jesus Júnior, asomó la cabeza por la puerta. Desde su primera
conversación, recién desembarcado en Santo Tomé, y al comprender que tenía
ante sí a un enemigo cínico y desconfiado, Luís Bernardo evitaba acudir a él, salvo
en los asuntos absolutamente necesarios. Para todo lo demás recurría a Caló, su
secretario, que, a medida que ascendía en importancia a los ojos del gobernador,
se convertía en el blanco de sutiles ataques por parte del secretario general. En
aquella ocasión, al ver a Caló salir disparado del despacho del gobernador,
Agostinho de Jesus, pese a estar ya acostumbrado a que lo dejaran de lado en
casi todos los asuntos, no pudo resistir la curiosidad.
—¿Puedo serle útil en algo, señor gobernador?
—No, señor Agostinho, está todo controlado. Tengo que ir a Príncipe
urgentemente para tratar de los preparativos de la visita real, pero ya he
encargado a Caló que se ocupe de ello.
—No sé si Caló podrá con todo, hay muchas cosas que hacer estos días.
—Está todo controlado, señor Agostinho. Y si Caló no puede asumir todo el
trabajo, ya me encargaré de pedir refuerzos.
—Como quiera, señor gobernador. Sólo quería ofrecer mi ayuda.
Media hora después, Caló volvía corriendo. Ya había llamado al alcalde y al
mayor, que estaban de camino. En cuanto al Mindelo, en ese momento regresaba
de Príncipe y no llegaría hasta el final del día. Luís Bernardo le confió la misión de
esperarlo hasta su llegada y de llevar al capitán al palacio en cuanto pusiera pie
en tierra. Después se presentó el alcalde, a quien Luís Bernardo explicó que los
preparativos en Santo Tomé ya estaban encarrilados y avanzaban a buen ritmo.
En Príncipe, en cambio, le constaba que se había hecho muy poco, por lo que
había decidido desplazarse a la isla vecina y dejarlo a él al mando de todo hasta
su vuelta, dos días después, tres como máximo.
Cuando entró el mayor Benjamim das Neves, Luís Bernardo se encargó
personalmente de cerrar la puerta, para asegurarse de que nadie los oyera.
—Mayor, lo que voy a decirle es estrictamente confidencial: ha estallado una
revuelta en la Infante Dom Henrique, en Príncipe. No sé si el capitán Dario, al
mando del destacamento local, cuenta con efectivos suficientes para controlar la
situación, de la que, por otra parte, aún desconozco los detalles. Por eso quiero
que embarque hoy mismo conmigo, en cuanto llegue el Mindelo, con el máximo
número de hombres que quepan en el barco, del que asumirá usted el mando.
Embarcaremos por la noche y con la máxima discreción para evitar que cunda el
pánico en la ciudad. Mandaré a alguien para comunicarle la hora exacta del
embarque. Evidentemente, sus hombres han de ir armados y con munición
suficiente.
—Sí, señor gobernador. —El mayor se cuadró, hizo el saludo marcial y salió
sin que su rostro mostrara la menor reacción.
«¡Ojalá pudiera actuar yo como los militares!», pensó Luís Bernardo. Mandó
un telegrama a Príncipe, dirigido al vicegobernador Antonio Vieira:

Salgo hacia allí en cuanto Mindelo esté disponible, acompañado


mayor Benjamim y soldados que quepan STOP Le prohíbo
terminantemente cualquier comunicación directa a Lisboa STOP Deberá
mantenerme informado situación hora a hora, hasta mi embarque STOP
Prohíbo terminantemente usar fuerza militar salvo caso de absoluta
necesidad, así como proporcionar armas a civiles o intervención
unilateral de responsables de hacienda contra trabajadores STOP A
partir de este momento deberá asumir personalmente responsabilidad
de control de situación hasta mi llegada.

Una hora después, recibía la primera respuesta de Príncipe:

Situación se mantiene muy tensa pero estable STOP Capitán Dario


y treinta y cinco soldados en hacienda. Trabajadores acorralados.

A las cuatro de la tarde, de a bordo del África llegó un telegrama urgente del
ministro Ayres d'Ornellas, que preguntaba a Luís Bernardo qué ocurría
exactamente en Príncipe y qué medidas se estaban tomando. Luís Bernardo le
transmitió la información que había recibido de Antonio Vieira y le indicó que al
día siguiente por la mañana, desde el lugar de los hechos, esperaba poder darle
más detalles de la situación. A las seis el Mindelo fondeó frente a la ciudad y el
capitán fue obligado a desembarcar de inmediato y presentarse en el palacio del
gobernador. Una vez allí, Luís Bernardo le comunicó que el barco y su tripulación
quedaban requisados para zarpar esa misma noche rumbo a Príncipe, sin
pasajeros y con la totalidad de las plazas ocupadas por soldados de la guarnición
local, lo que, según el capitán, suponía un total de veinticinco soldados, aparte del
mayor Benjamim y del propio gobernador. Se acordó que aparejarían la nave a
las nueve.
Luís Bernardo subió a casa, se dio un baño y preparó una maleta con dos
mudas de ropa y su revólver, comió algo a toda prisa y volvió a bajar a la
secretaría para entregar a Caló dos telegramas que debía enviar, uno a Príncipe y
otro al África, vía Lisboa, en los que comunicaba que estaba en camino.
A las diez de la noche, sentado en la proa del Mindelo, contemplaba las luces
de la ciudad de Santo Tomé, que se alejaban en el horizonte. Era una noche casi
sin luna y el mar sereno permitía que el barco se deslizara veloz. La agradable
brisa y la escasa humedad del aire anunciaban la llegada de un nuevo verano.
Capítulo 15

C on los primeros rayos de la mañana, desde la proa del Mindelo vieron


recortarse la silueta de la ciudad de Santo Antonio do Príncipe, que emergía
de la niebla como una balsa verde flotando sobre la superficie desolada del
océano. No había alumbrado público, por lo que era imposible, desde aquella
distancia, distinguir con detalle las formas de aquel pequeño poblado al que
llamaban ciudad. Se divisaban algunas hogueras en el cerro que se alzaba detrás
y el humo, al elevarse, se diluía inmediatamente en la niebla que cubría la isla,
tan baja que casi tocaba el tejado de las casas de la ciudad. A Luís Bernardo le
sorprendió aquella plácida imagen de la isla, que imaginaba ya en plena revuelta,
cuando no en llamas. Todo lo contrario; desde el mar, a un kilómetro de distancia,
cualquiera habría jurado que aquél iba a ser un pacífico día más en aquel pequeño
trozo de tierra perdido en el océano.
E l Mindelo pitó al entrar en la bahía y avanzó mansamente hasta el
desembarcadero de la playa, donde ya se veían algunas personas que lo
aguardaban. Al poner pie en tierra Luís Bernardo fue abordado por el
subadministrador José do Nascimento, que había sido el primero en avisarle de la
tensión que reinaba en la isla. Gracias a él supo que aparentemente la situación
no había cambiado durante la noche; por lo menos, a la ciudad no habían llegado
nuevas noticias. El vicegobernador, cumpliendo las órdenes de Luís Bernardo,
permanecía en la hacienda Infante Dom Henrique, donde también se encontraba
desde el día anterior por la mañana el capitán Dario con treinta y cinco soldados,
casi la totalidad de la guarnición militar de Príncipe. En cuanto a él, se había
quedado en la ciudad por orden expresa del vicegobernador, que entendía que su
presencia podía aumentar aún más la tensión.
—¿Quiere decir que sospechan que usted ha instigado la revuelta de los
trabajadores de la hacienda?
—No, señor gobernador, me acusan de haber querido defenderlos.
El subadministrador sostuvo la mirada inquisitiva de Luís Bernardo. Había
recelo, pero también una serena firmeza en la actitud con que aguardaba el juicio
del gobernador.
—Cuénteme, pues, qué ha pasado exactamente.
—Hace ya algunas semanas —comenzó José do Nascimento— llegaron
rumores de que se respiraba una gran tensión en la Infante Dom Henrique,
debida al maltrato físico que los encargados y el capataz, Ferreira Duarte, infligían
de forma habitual a los trabajadores. Decidí ir a la hacienda para ver con mis
propios ojos qué sucedía, pero el administrador, el señor Leopoldo Costa, casi me
echó a patadas y negó que se hubiera dado cualquier anomalía o caso de
maltrato. Al regresar a la ciudad hablé del asunto con el vicegobernador Antonio
Vieira, que me dijo que no me preocupara, porque, si ocurriera algo fuera de lo
normal, él sería el primero en enterarse. Pero yo tengo mis propios informadores
en la hacienda (lo que, por otra parte, creo que entra dentro de mis funciones), y
éstos me advirtieron de que la situación podía estallar de un momento a otro. Fue
entonces cuando le envié aquel telegrama, señor gobernador...
—Sí, pero no llegó a concretar a qué se refería —lo interrumpió Luís
Bernardo.
—En aquellos momentos era difícil concretar nada, todo eran rumores e
informaciones dispersas. En cualquier caso, el martes pasado, a la hora de ir a
trabajar, los negros se negaron a salir. El cabecilla era un nativo de aquí, creo
que de tercera generación, llamado Gabriel, que explicó al señor Costa que los
hombres sólo volverían al trabajo cuando el capataz y dos encargados, acusados
de azotarlos, fueran apartados de sus puestos. El señor Costa no le dio ninguna
respuesta y la situación continuó así hasta el día siguiente, con los trabajadores
recluidos en sus casas, sin ir a las plantaciones. A la mañana siguiente el
administrador mandó llamar a Gabriel, que habla portugués perfectamente, y le
dijo que quería negociar con él, con la condición de que los hombres salieran a
trabajar. Parece que Gabriel discutió mucho con sus compañeros, hasta que los
convenció de ir a las plantaciones. Sin embargo, cuando volvieron aquella misma
tarde, no había ni rastro del señor Costa ni de Gabriel, al que nadie ha vuelto a
ver y del que no se sabe si está vivo o muerto. No sé bien qué pasó después, pero
fue entonces cuando cuatro de ellos cogieron desprevenido al capataz Ferreira
Duarte y lo mataron a golpes de machete, junto al encargado Silva, que había
acudido en su ayuda. Hubo disparos de los blancos y unos cinco negros cayeron
muertos o heridos. Después todos se retiraron a los talleres de carpintería y se
atrincheraron allí, armados con machetes y puñales. En ese momento el señor
Costa envió un aviso de alarma a la ciudad y el vicegobernador Vieira subió a la
hacienda, acompañado del capitán Dario y sus soldados. Yo también quise ir, pero
él me lo prohibió terminantemente. Eso pasó ayer por la tarde y, como su
excelencia está aquí, deduzco que a partir de ese momento el vicegobernador lo
ha mantenido al corriente de los acontecimientos. Yo no sé nada más desde
entonces y, como le he dicho, no han llegado a la ciudad nuevas noticias de la
hacienda.
Luís Bernardo se quedó en silencio un instante, mientras meditaba sobre lo
que le había contado el subadministrador. Después comenzó a dar órdenes.
—Bien, usted subirá con nosotros a la Infante Dom Henrique. Si hay
problemas con los trabajadores de una hacienda, el lugar de un administrador
está allí, no aquí, a la espera de que otros le cuenten lo que ha pasado. Cuando
todo esto termine, tendrá usted que presentar un informe de lo sucedido a mí y al
ministerio, en Lisboa. ¡Mayor Benjamim! Mande a dos o tres hombres a buscar un
medio de transporte para nosotros, el que sea, y que otro vaya a preguntar dónde
puedan servirnos algo rápido para comer; diga que yo lo pagaré. Quiero salir
dentro de media hora. Y, por favor, sean discretos.
Sin embargo, la noticia del desembarco del gobernador con los soldados
provenientes de Santo Tomé corrió como la pólvora entre los lugareños que ya
estaban en pie a primera hora de la mañana, y en pocos minutos se había
formado una pequeña multitud de curiosos que observaban a una distancia
prudencial a aquel grupo de personas reunidas en la playa que hablaban en voz
baja. Los espectadores eran negros con mirada asustada y blancos en cuya
expresión se adivinaba una sensación de alivio. Entre los blancos había miedo,
casi se podía tocar, aunque Luís Bernardo, que iba de un lado a otro, fingiera no
darse cuenta de nada. Ordenó al capitán del Mindelo que los esperara para zarpar
y estuviera preparado para salir en cualquier momento, y dio instrucciones al
mayor Benjamim das Neves para que, en cuanto llegaran a la Infante Dom
Henrique, se pusiera al mando de los soldados locales del capitán Dario. Al poco
llevaron un refrigerio para el grupo: pan recién salido del horno, gachas de
mandioca, fruta y café. Los hombres del mayor Benjamim regresaron también con
dos carros para transporte de pasajeros, tirados por sendas parejas de burros, que
habían requisado del establo municipal. Comieron rápidamente y Luís Bernardo
dio orden de partir.
La subida hasta la hacienda Infante Dom Henrique duró casi una hora y
media, a través de simples veredas abiertas en la selva a golpe de machete y con
el suelo levemente alisado con rodillos de piedra. La marcha era tan lenta e
incómoda que Luís Bernardo decidió apearse y seguir a pie durante la última
media hora, decisión que imitaron el mayor Benjamim y varios soldados, que
bajaron del carro con sus respectivas armas en bandolera. Por el camino sólo se
cruzaron con un par de negros que venían de la hacienda Sundi y que,
preguntados por el administrador a petición de Luís Bernardo, respondieron
asustados que iban a hacer un recado a la ciudad y que no sabían nada de lo que
pasaba en la Infante Dom Henrique.
Eran las ocho y media de la mañana cuando avistaron el perímetro de las
instalaciones de la Infante Dom Henrique. Luís Bernardo ordenó al mayor
Benjamim que mandara bajar a todos sus hombres para que marcharan en
formación. El mayor se colocó al frente de la fila, con Luís Bernardo y el
administrador detrás de los soldados y seguidos de los carros vacíos. Un cuarto de
hora después, la expedición entraba en el patio central de la hacienda. Con un
simple vistazo Luís Bernardo reparó en que el gran edificio lateral se encontraba
rodeado de soldados en actitud expectante, señal de que no habían llegado
demasiado tarde. En cuanto se detuvieron, corrió hacia ellos el capitán Dario,
cuyo rostro mostraba las huellas de una noche en blanco. Luís Bernardo lo saludó
con un apretón de manos y acto seguido le preguntó:
—¿Cuál es la situación, capitán?
—Nada ha cambiado desde ayer, señor gobernador. Cumpliendo sus órdenes,
transmitidas por el vicegobernador, me limité a apostar a mis hombres alrededor
de la carpintería, donde los trabajadores permanecen encerrados desde ayer. Ni
ellos han hecho el menor intento de salir, ni nosotros de forzar su salida.
—¿Quiere decir que sus hombres no han disparado ni un solo tiro?
—Ni uno, señor gobernador.
—Y del enfrentamiento entre blancos y trabajadores, anterior a su llegada,
¿cuántos heridos hay?
—Por lo que me han dicho, hay que lamentar la muerte del capataz Ferreira
Duarte y del encargado Joaquim Silva. Además, tres negros murieron y uno está
herido en la enfermería, víctimas del fuego defensivo del personal de la hacienda.
—Muy bien, capitán. Lo felicito por haber cumplido estrictamente las órdenes
recibidas y haber evitado así males mayores. A partir de ahora usted y sus
hombres estarán a las órdenes del mayor Benjamim y a mi servicio.
—Sí, señor gobernador.
—Dígame, ¿dónde están el vicegobernador y el administrador de la hacienda?
No hizo falta que el capitán Dario respondiera, porque tras ellos se abrió la
puerta de la casa grande, por la que salió a toda prisa el señor Leopoldo Costa,
acompañado del vicegobernador de Príncipe, Antonio Vieira.
—¡Por fin están aquí, señor gobernador! ¿Cómo está, mayor? —El
administrador de la Infante Dom Henrique ni siquiera esperó respuesta a su
saludo, y tampoco respetó el protocolo para dejar hablar primero a la autoridad—.
¿Cuántos hombres ha traído, mayor?
—Hemos traído veinticinco —intervino Luís Bernardo—, ¿Por qué lo pregunta?
—Bien, veinticinco, más los treinta y cinco del capitán Dario y los veinte que
yo puedo juntar hacen un total de ochenta hombres armados.
—¿Y para qué los quiere? —preguntó Luís Bernardo.
—¿Cómo que para qué? —El señor Costa parecía sinceramente sorprendido
por la pregunta—. ¡Pues para acabar con este motín! ¿Para qué si no?
—¿Ha trazado usted algún plan? —En la voz de Luís Bernardo había una leve
ironía que el otro no detectó.
—Les damos un plazo para salir y si no...
—Y si no salen, ¿qué propone? ¿Un ataque frontal contra la carpintería?
El administrador de la Infante Dom Henrique comprendió por fin que el
gobernador y él no tenían precisamente los mismos planes para resolver la
situación. Su cara y su tono de voz ya no eran los mismos cuando respondió:
—Pues yo había pensado que, si no salen en el plazo que les damos,
podríamos obligarlos a salir lanzando unas antorchas para prender fuego a la
carpintería.
—¿Y después?
—¿Después...? —El señor Costa estaba visiblemente nervioso con aquel
interrogatorio—. Después saldrán y entregarán los machetes y los puñales. O, si
están lo bastante locos, se lanzarán contra nosotros, pero no tendrían nada que
hacer contra ochenta hombres armados.
—Es cierto, poco podrían hacer... —observó Luís Bernardo con tono pensativo
—. ¿Y a cuántos quiere usted matar?
—¡Yo no quiero matar a nadie, señor gobernador, pero mataré a los que haga
falta para poner fin a esta revuelta! ¡Ya hemos tenido demasiada paciencia!
—Es curioso, señor Costa, en todas las haciendas en las que he estado los
administradores se quejan de la falta de mano de obra. ¡A usted, por lo visto, le
sobran los trabajadores, porque no le importa eliminar a unos cuantos si lo cree
conveniente!
El señor Costa dio un paso atrás, como si hubiera recibido un puñetazo. Tenía
el rostro encendido de rabia, de desesperación, de un odio acumulado a lo largo
de los días y a duras penas reprimido. No pudo evitar que los sentimientos que le
oprimían el pecho se plasmaran en el tono de voz con que inquirió a Luís
Bernardo:
—¿Tiene algún plan mejor, señor gobernador?
Luís Bernardo lo miró sin disimular su desprecio.
—Sí, tengo otro plan, aunque quizá no sea de su agrado. ¿O acaso cree que
he venido hasta aquí para unir mis fuerzas a las suyas e iniciar una matanza
indiscriminada entre los desgraciados que están encerrados en aquel barracón?
Míreme bien, ¿cree que tengo cara de asesino?
El otro no respondió. Lo consumía una rabia silenciosa.
—Mi plan es muy sencillo: aclarar lo ocurrido, castigar a los responsables de
uno y otro bando y acabar con el motín, como usted lo llama, sin más
derramamiento de sangre. Sepa que estos soldados están aquí al servicio del
Estado, al que yo represento, no para servirlo a usted o a su sed de sangre,
disfrazada de ridícula estrategia militar.
—¿Y quién vengará la muerte de Ferreira Duarte y de Silva? Yo vi cómo esos
animales los cortaban en pedazos a golpe de machete. Usted no lo vio, no sabe lo
que pasó aquí ni lo que puede pasar de ahora en adelante si nadie venga esas
muertes.
—La justicia vengará esas muertes. La justicia de un tribunal, no la suya.
—Sus discursos, señor gobernador —replicó el señor Costa, que hablaba como
si escupiera las palabras—, quedan muy bien en las tertulias de los salones
lisboetas, pero ¡esto es África, es el infierno de una isla de mierda adonde ni
usted se digna venir, si no es en caso de alarma!
A Luís Bernardo le pareció que ya había perdido demasiado tiempo con él y le
dio la espalda para dirigirse al vicegobernador.
—Me gustaría saber cuál es su versión de lo que ha ocurrido.
—Bien, creo que ya sabe lo esencial, señor gobernador. Antes de ayer,
durante la formación de la mañana, los trabajadores se negaron a salir.
—¿Y por qué se negaron?
—Eso no lo sé, no estaba aquí.
—¿Y no ha intentado averiguarlo? ¿Le parece normal que se nieguen a salir
sin motivo?
Antes de que Antonio Vieira pudiera responder, intervino de nuevo el
administrador:
—Yo le diré cuál era el motivo: querían que echáramos de sus puestos al
capataz, al encargado Silva (a los que acabaron matando) y al encargado
Encarnaçâo.
—¿Con qué argumentos?
Fue el turno del administrador José do Nascimento, de cuya presencia habían
hecho caso omiso hasta ese momento tanto el señor Costa como el
vicegobernador de Príncipe.
—Con el argumento de que les infligían maltratos: les daban latigazos y los
privaban de agua y comida.
—¿Y eso era cierto, señor Vieira?
—No lo sé.
—¿No lo sabe? ¿Nunca oyó hablar de eso? ¿No conoce las condiciones de
trabajo en esta hacienda?
—Las conozco y nunca he oído hablar de eso.
—¿El señor administrador, aquí presente, no le avisó hace semanas de las
quejas que circulaban entre los trabajadores de esta hacienda y de la tensión que
se respiraba aquí?
—Sí, es cierto que me habló de eso, pero eran informaciones no confirmadas.
—¿Y qué hizo usted para confirmarlas?
Antonio Vieira se quedó callado. Miraba al frente, con aire distraído, como si
aquel asunto ya no fuera de su incumbencia.
—A ver si lo entiendo, señor Vieira. —Luís Bernardo hablaba despacio,
subrayando cada palabra, como si estuviera ante un tribunal—. El administrador,
José do Nascimento, que es la persona a quien corresponde hacerlo, le informa de
que en esta hacienda se respira una tensión creciente a causa de los maltratos
que denuncian los trabajadores y usted, una vez avisado, no hace nada, ni para
averiguar si la información es cierta ni para confirmar si la situación puede
volverse realmente peligrosa. No averigua nada y nada me comunica a mí. ¡Y
después, cuando estalla la revuelta, le entra el pánico y, sin tan siquiera
consultarme, envía un telegrama a Lisboa para pedir nada menos que manden un
buque de guerra a ayudarlo! ¿Es así o lo he entendido mal?
—Ésa es su interpretación, señor gobernador...
—¿La mía? Y la suya, ¿cuál es?
—A mí me interesan más los hechos que las interpretaciones.
—¡Ah, los hechos! —Luís Bernardo hablaba con un tono de ironía cansada,
como si lo aburriera tener que explicar cosas evidentes para él—. ¿Sabe cuáles
son los hechos ahora? Se han producido cinco asesinatos y una revuelta que, si
no se frena a tiempo, puede extenderse a otras haciendas de esta isla e incluso de
Santo Tomé. Y todo esto a pocos días de la llegada del príncipe de Beira y del
ministro de las Colonias, cuya visita a esta isla tendrá que cancelarse sin remedio
a causa del ambiente que su negligente interpretación de los hechos ha
provocado. ¡Puede estar seguro de que lo haré directamente responsable de lo
ocurrido y de todo cuanto pueda suceder de ahora en adelante!
Alrededor de ellos se había arremolinado un pequeño grupo formado por todos
los blancos de la hacienda. Se respiraba en el ambiente una clara hostilidad hacia
Luís Bernardo. Todos aquellos ojos, enrojecidos por la falta de sueño, la ira o
antiguas fiebres, lo miraban con evidente antipatía e incluso con desprecio. El aire
estaba cargado de violencia reprimida, de olor a sangre por derramar, de mucha
dureza, mucho cansancio y muchas frustraciones acumuladas durante largo
tiempo. En aquel momento de conflicto y peligro habrían esperado que el
gobernador estuviera de su lado: blancos contra negros, cristianos contra salvajes
sin ley ni moral. En cambio, se les presentaba aquel arrogante político lisboeta, de
discurso fácil y demagógico, que decía hablar en nombre del Estado o de la
justicia, como si esas grandes palabras significaran algo en aquel infierno, donde
ellos no estaban de paso, sino condenados indefinidamente. Incluso los había
privado del fugaz placer de un día de fiesta al cancelar la visita del príncipe de
Portugal con una simple frase, la frase de quien tiene el poder y manda
humillando delante de todos al vicegobernador de la isla y al administrador de la
hacienda. Ahora sabían que en aquella situación no había ochenta blancos
armados contra quinientos negros amotinados, sino algo mucho más peligroso y
resbaladizo: la voluntad de un solo hombre, apoyado en la fuerza militar que
estaba obligada a obedecerlo.
Sólo el mayor Benjamim das Neves parecía ajeno e indiferente al sentimiento
general de aquel grupo; nada en su actitud o en sus gestos denunciaba ninguna
opinión o juicio personal. Apostó a sus hombres alrededor de la carpintería y puso
a los del capitán Dario bajo su mando, como le había ordenado Luís Bernardo.
Ahora parecía limitarse a esperar nuevas órdenes del gobernador, que acataría
fueran cuales fuesen.
Luís Bernardo se volvió de nuevo hacia el señor Costa.
—¿Dónde está el trabajador que dicen que encabezó la revuelta? ¿No se
llamaba Gabriel?
El administrador miró alrededor, desconcertado, como si buscara al negro.
Luís Bernardo comprendió que no se esperaba aquella pregunta, ni que el
gobernador estuviera informado hasta aquel punto.
—¿Dónde está? —insistió—. ¿Está muerto?
El administrador miró al gobernador a la cara, sin mostrarse intimidado. Una
mueca de profundo desprecio le deformó la boca cuando respondió:
—No; no está muerto. ¿Qué se cree, que somos asesinos? Sólo está herido.
—¿Herido? ¿Y cómo fue herido?
—Resultó herido en los enfrentamientos que hubo. —El gesto de desafío se
mantenía en su expresión.
—¿Qué enfrentamientos, señor Costa? Si lo llevaron a negociar con usted
anteayer por la mañana y los enfrentamientos no se produjeron hasta la tarde,
cuando él aún estaba bajo su custodia, ¿cómo pudo participar en ellos?
El señor Costa no pudo evitar un gesto de sorpresa. Después recorrió con la
mirada a todos los presentes y la fijó en el subadministrador de Príncipe, José do
Nascimento; allí estaba el delator, el traidor, seguro que había sido él quien había
facilitado la información al gobernador. Lo fusiló con una mirada de odio y se
volvió hacia Luís Bernardo.
—Se abalanzó sobre mí cuando estábamos reunidos. Tuvimos que reducirlo a
la fuerza. Ahora está detenido.
Luís Bernardo le sostuvo la mirada y dijo, con una calma sorprendente:
—Pues mande que lo suelten inmediatamente y que lo traigan aquí.
El señor Costa no se movió. Tenía las piernas abiertas, la mano posada sobre
la correa del pantalón, donde llevaba un revólver. Escupió en el suelo sin decir
nada. Luís Bernardo repitió la orden, remarcando las palabras:
—¿No me ha oído? Le digo que lo traiga aquí ahora mismo o mando a los
soldados que registren la hacienda entera hasta encontrarlo. Y rece para que esté
vivo.
El señor Costa seguía sin moverse. Calculaba hasta dónde podría resistir aquel
pulso. Miró al mayor Benjamim, que fumaba un cigarro y permanecía en silencio y
con la misma expresión impasible desde que había llegado. Luís Bernardo también
miró de reojo al mayor; le asaltaba la misma duda que al administrador de la
Infante Dom Henrique: ¿podía contar con el mayor Benjamim? Al citarlo en Santo
Tomé para que lo acompañara a Príncipe se lo había jugado todo a una carta: la
lealtad y la obediencia ciega del militar. Su instinto le decía que podía confiar en
él y, por otro lado, contaba con un factor a su favor: la inminente llegada del
príncipe heredero y del ministro Ornellas. Ninguna autoridad de las islas se
atrevería en aquellos momentos a desafiar el poder del gobernador y a recibir a
los gobernantes de Lisboa en plena revuelta contra la autoridad designada
precisamente por Lisboa. En otras circunstancias quizá se sublevaría, pero no en
aquel momento.
El señor Costa escupió de nuevo al suelo. Con el índice de la mano izquierda
hizo una señal a dos de sus hombres que asistían a la conversación, algo
apartados, y apuntó en dirección a una casa de las que rodeaban el patio. Ellos
asintieron con la cabeza y se alejaron. El resto del grupo esperó en silencio. Luís
Bernardo fue a sentarse en un poyo junto a la entrada de la casa grande, se
encendió un cigarrillo y saboreó el primer momento de tregua de la mañana. No
sabía cuándo volvería a disponer de otro, era incapaz de prever cómo y cuándo
acabaría todo aquello. Sólo sabía que no había posibilidad de dar marcha atrás ni
de pactar un acuerdo. Se acabó el pitillo sin que nada nuevo pasara y, cuando lo
apagaba en el suelo con la bota, una agitación silenciosa de los presentes,
incluidos los soldados apostados alrededor de la carpintería, le hizo alzar la vista y
levantarse del poyo. Todos miraban en silencio a los dos encargados que el
administrador había enviado a buscar al negro considerado cabecilla de la
revuelta. Habían salido de un módulo anexo arrastrando entre ambos un cuerpo
doblado, como si fuera un fardo de mercancías. Caminaron con él hasta el centro
del grupo y lo dejaron en el suelo. El negro se quedó sentado sobre sus pies
descalzos e hinchados, sin fuerzas para incorporarse. Tenía la ropa desgarrada, la
camisa no era más que un trapo ensangrentado pegado a su cuerpo. Las piernas y
la espalda, expuestas al sol, aparecían cubiertas de cardenales y manchas de
sangre seca. Aún le sangraban varias heridas y, en la pierna izquierda, la tibia
había rasgado la piel y dejado al descubierto la fractura del hueso.
Luís Bernardo caminó lentamente hacia el centro del círculo, mientras los
demás se apartaban de mala gana para dejarle paso. Se acercó al negro, puso la
rodilla en el suelo para estar a la altura de sus hombros, tendió una mano y le
levantó con dificultad la cabeza, que le caía sobre el pecho. Lo que vio le provocó
un estremecimiento de horror: la cara del negro estaba totalmente destrozada.
Tenía un ojo cerrado y de entre los párpados salía pus, le habían partido
brutalmente tres dientes delanteros, la oreja derecha parecía haber sido cortada
por la mitad de un torpe navajazo, los hematomas y la sangre seca convertían su
cara en una inmensa herida informe y un fuerte golpe en la cabeza, del que aún
brotaban dos hilos de sangre, le había dejado al descubierto el cuero cabelludo
por encima de la frente. A aquel hombre lo habían linchado salvajemente y de
diversas maneras. Era difícil adivinar durante cuánto tiempo y si con la intención
de matarlo a golpes o simplemente de dejarlo agonizar poco a poco. Luís Bernardo
se volvió hacia atrás y buscó al señor Costa, cuyo rostro mostraba la misma
expresión desafiante. Esta vez fue Luís Bernardo quien escupió, sin dejar de
mirarlo. Después se volvió de nuevo hacia aquel despojo negro y le levantó la
barbilla para mirarlo a la cara.
—Gabriel...
No detectó ninguna reacción en su rostro, nada que indicara que por lo menos
había oído que lo llamaban por su nombre.
—Gabriel, ¿me oyes? Soy el gobernador de Santo Tomé y Príncipe. Estoy aquí
para esclarecer lo que ha ocurrido y hacer justicia para todos, blancos y negros
por igual. No has de tener miedo, porque nadie va a volver a tocarte y el que te
ha hecho esto lo va a pagar muy caro. Necesito hablar contigo a solas para que
me expliques lo que ha pasado. ¿Me oyes? ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?
No hubo más que un largo silencio como respuesta. Luís Bernardo pensó que
debía de estar en coma o en un estado de inconsciencia que le impedía entender
lo que le decían. Pero de repente vio que lo miraba con su único ojo abierto y
hacía un ligero movimiento con la cabeza para indicarle que sí, que lo entendía.
Luís Bernardo se irguió y dio instrucciones al mayor Benjamim para que dos
soldados lo trasladaran hasta un lugar donde pudieran hablar a solas.
Lo levantaron en brazos y lo llevaron hasta la sombra de un árbol que había a
unos veinte metros del grupo. Lo sentaron apoyado contra el tronco y le llevaron
un cuenco de agua, que bebió con dificultad, ayudado por uno de los soldados.
Luís Bernardo cogió un pequeño banco de madera que había por allí y se sentó
delante de él.
—Gabriel, ¿me oyes ahora?
El negro asintió con una leve inclinación de la cabeza.
—¿Entiendes lo que te digo?
Otro gesto de asentimiento con la cabeza.
—¿Qué pasó cuando te llevaron a hablar con el administrador, el señor Costa?
Haciendo un gran esfuerzo Gabriel comenzó a hablar. Su portugués era fluido
pero, con la boca destrozada, le costaba articular las palabras. Hablaba muy
despacio y de vez en cuando se interrumpía para beber agua, ayudado por Luís
Bernardo, pero no tenía mucho que contar. Todo empezó, explicó, cuando el
encargado Joaquim Silva, el más temido y odiado en la hacienda, propinó un
violento latigazo a un trabajador de no más de once años que, bajo un sol
inclemente, había abandonado su puesto para ir a beber agua. Los negros que
presenciaron la escena se enfurecieron y cargaron contra el encargado. Éste salió
corriendo y volvió poco después con el capataz Ferreira Duarte y cinco blancos
más, todos armados con revólveres y escopetas. El capataz escuchó las
explicaciones de los trabajadores, vio la marca del látigo en la espalda del niño y
se limitó a amenazarlos con hacer lo mismo con todos si no volvían
inmediatamente al trabajo. Esa noche, en la sanzala, los negros de más edad se
reunieron después de cenar y acordaron que al día siguiente, cuando en la
formación de la mañana dieran la orden de romper filas para ir al trabajo, nadie
se movería de su sitio. Él, Gabriel, sería el encargado de pedir que llamaran al
administrador para informarle de que no volverían al trabajo hasta que relevaran
de sus puestos al capataz y a los encargados Joaquim Silva y Custodio, alias el
Maza. También pediría que fueran a la ciudad a llamar al subadministrador para
presentarle sus quejas. Así se hizo al día siguiente y, cuando el señor Costa llegó
al patio, le mandó entrar en su despacho, donde le dijo que estaba dispuesto a
escuchar las quejas de los trabajadores y acordar una solución con él, pero no por
medio de un motín; sólo negociaría con él si convencía a los demás de que
volvieran al trabajo mientras ellos dos discutían el asunto. Gabriel salió a hablar
con sus compañeros, quienes opinaban que aquello era una encerrona, que no
debía quedarse a hablar con el administrador y que debían mantenerse firmes en
sus exigencias. Al final logró persuadirlos y los demás se marcharon a trabajar.
Entonces lo llevaron de nuevo ante el administrador, quien acto seguido comenzó
a amenazarlo con sofocar el levantamiento a tiros si fuera necesario, al tiempo
que intentaba obligarlo a firmar un documento donde declaraba que los
trabajadores de la hacienda se habían amotinado sin motivo alguno. Gabriel se
negó, y al instante cuatro o cinco blancos armados con porras y palos comenzaron
a agredirlo allí mismo, delante del señor Costa. Él intentó defenderse, pero al
poco ya estaba en el suelo y los golpes continuaron hasta que perdió el sentido.
No sabía nada más; no había vuelto en sí hasta esa mañana, encerrado en una
estancia vacía donde ni siquiera había ventanas.
Luís Bernardo lo escuchó hasta el final sin interrumpirlo. De vez en cuando
tenía que esperar a que recuperara las fuerzas con un trago de agua para
reanudar su discurso, entrecortado por gemidos que no eran de debilidad ni de
angustia, sino de puro sufrimiento físico. A pesar de los rasgos deformados de su
cara, había en ella una inconfundible expresión de orgullo e inteligencia, que
permitía comprender por qué lo habían escogido sus compañeros como portavoz y
por qué los de la hacienda lo consideraban el cabecilla de la revuelta. Pese a la
fractura de su pierna, pese a las heridas y los hematomas repartidos por todo el
cuerpo, se veía que era un negro apuesto, de unos veinticinco años, con la piel
más clara que la mayoría de los angoleños, lo que denunciaba varias generaciones
ya en la isla y, quizá, algún cruce con sangre blanca o mestiza. En aquel
momento era un animal herido, que yacía postrado a los pies de Luís Bernardo.
Aun así, no pedía misericordia ni parecía asustado; era como si hubiera aceptado
su destino, sin reproches. Para Luís Bernardo el destino de aquel desgraciado
trabajador de una hacienda de Príncipe se había convertido en una cuestión de
honor.
—Escucha, Gabriel —comenzó a decir—, yo creo en ti y en todo lo que me has
contado, pero es necesario que tú también creas en mí. Yo no soy igual que ellos
y no voy a dejarte en sus manos, porque te matarían en cuanto me diera la
vuelta. Vendrás conmigo a Santo Tomé y, dado que nadie puede acusarte de
nada, estarás bajo mi protección, en mi propia casa si es necesario. Me llevaré
también a tus dos compañeros acusados de matar al capataz y al encargado. Se
les imputa un crimen grave y serán juzgados en Santo Tomé. Vosotros pedíais
que apartaran de sus puestos al capataz Ferreira Duarte y al encargado Silva, y
ahora están muertos. En cuanto al Maza, exigiré al administrador que lo aparte de
la vigilancia de las brigadas de trabajo. A cambio, quiero que vengas conmigo al
barracón donde están atrincherados tus compañeros y los convenzas de que
vuelvan al trabajo. ¿Qué me dices?
Gabriel lo miró intentando adivinar alguna señal de falsedad en su cara. La
experiencia le decía que un blanco rara vez cumple la palabra dada a un negro.
Dios no había hecho el mundo para que los blancos se compadecieran de los
negros o les reconocieran algún derecho.
—No sé...
—¿Qué es lo que no sabes?
—No sé si creo en usted.
—No tienes más remedio que creer en mí. Si os dejo aquí, tú y tus dos
compañeros acusados del asesinato del capataz estaréis muertos antes de que
acabe el día. Y si me llevo a los soldados de vuelta a Santo Tomé sin haber
resuelto la situación, los blancos de la hacienda y los soldados de Príncipe
prenderán fuego a la carpintería y, cuando tus compañeros salgan, los acribillarán
a tiros. Los que queden vivos aceptarán ir a trabajar aunque les den latigazos.
—No sé si ellos creerán en usted.
—Quizá no, pero creen en ti. Si fuéramos los dos a hablar con ellos y les
contaras lo que te he dicho, te creerían. Pero primero hace falta que tú creas en
mí. Escúchame bien, Gabriel: ¡no puedo hacer nada más por ti y los tuyos!
Antes de que Gabriel tuviera tiempo de responder, se oyó el trote de dos
caballos que bordeaban la casa grande y se acercaban al patio central de la
hacienda. Las conversaciones en el grupo de blancos cesaron de inmediato y todas
las miradas se dirigieron hacia los recién llegados, uno blanco y uno negro, cada
uno en su montura. A Luís Bernardo, que también los observaba, le resultó
familiar la silueta del jinete blanco. Cuando éste bajó del caballo y pasó las
riendas a su acompañante, por fin reconoció, con un escalofrío de terror, la figura
de David Jameson, que entraba en escena con la misma naturalidad con que
habría llegado a una reunión social. Luís Bernardo se levantó de un salto y corrió
hacia él.
—David, ¿qué hace aquí?
—Pues supongo que lo mismo que usted, Luís...
—No. Yo estoy aquí como gobernador, cumpliendo con mis funciones.
—Y yo estoy cumpliendo con las mías. ¿O ya no recuerda que una de mis
funciones (que, por cierto, usted debería facilitar) es visitar las haciendas?
Luís Bernardo estaba demasiado tenso y cansado para reírse de la fina ironía
de su amigo. «¡Mierda! —maldijo para sus adentros—. ¡No hay nada más
insoportable que la lógica de un inglés, sobre todo cuando no viene a cuento!»
—Vamos, David, no querrá hacerme creer que está aquí por casualidad, en
una visita ordinaria...
—No; no le diré eso. No suelo ser hipócrita, y menos con mis amigos. Claro
que no estoy aquí por casualidad. Anteayer me llegaron rumores de que algo
grave estaba pasando aquí y ayer mismo embarqué en el Mindelo para venir a
investigar. Busqué al gobernador de la isla, pero ya se había trasladado a la
hacienda, y durante todo el día de ayer me fue imposible encontrar a alguien que
me acompañara hasta aquí. Esta mañana, se me pegaron las sábanas como a un
estúpido y, cuando me levanté, me dijeron que también usted estaba aquí, que
había requisado el Mindelo y había desembarcado con un pequeño ejército, con el
que se había dirigido a la Infante Dom Henrique. He tenido que rascarme el
bolsillo para alquilar estos dos caballos y a este guía a fin de llegar hasta aquí. Y
ésa es toda la verdad.
Luís Bernardo no pudo evitar sentir admiración por el instinto de su amigo y,
al mismo tiempo, cierta angustia por la situación. ¡El cónsul inglés había sabido
interpretar los indicios más deprisa que él y había conseguido llegar al lugar de
los hechos antes que el propio gobernador! Pero ¿cómo lo había hecho?
—¿Cómo se enteró, David?
David Jameson bajó la mirada, como un niño que quiere guardar un secreto.
—¡Ah, Luís, no puedo decírselo! Forma parte del cumplimiento de mis
funciones. ¿Acaso cree que estoy aquí sólo por la vida social de Santo Tomé?
Luís Bernardo lanzó un suave silbido.
—¡Chapeau, David! Sin embargo, lamento decirle que su perseverancia y su
sentido de la oportunidad acaban aquí. Tengo que pedirle que regrese a la ciudad
y, en cuanto yo parta hacia Santo Tomé, tendrá que venir conmigo.
—¿Es una orden, Luís?
—Sí, es una orden del gobernador.
—¡No tiene derecho a hacer eso, Luís!
—Sí, David, usted sabe que sí lo tengo. Éste es un asunto interno del gobierno
de la colonia y yo tengo derecho a vetar la presencia de extraños. Y que conste
que digo extraños, no extranjeros.
—Me parece una decisión totalmente arbitraria...
—Piense lo que quiera, David, pero no permitiré que se quede aquí. Sé que,
en mi lugar, usted haría lo mismo.
—¿Y usted qué sabe, Luís?
—Sé que haría lo mismo.
—Se equivoca. Cuando estuve en un puesto similar al suyo (aunque, perdone
que se lo diga, infinitamente más importante), nunca dejé de cumplir con la ley...
ni siquiera en beneficio propio.
Luís Bernardo miró a su amigo. Seguía pensando que algo había cambiado
entre ellos y que ese algo venía de David. O quizá estaba siendo injusto con él.
—Podemos discutir eso en otro momento, como amigos o como quiera, pero
ahora, sintiéndolo mucho, debo mandarlo de vuelta a la ciudad. Tengo cosas más
urgentes que resolver aquí.
—Es una lástima, Luís. No querer testigos es siempre una mala señal. Su
manera de resolver este asunto era importante para mi informe. Si me echa de
aquí, tendré derecho a pensar que va a permitir que sucedan cosas graves.
Luís Bernardo ya no escuchaba o fingía no escuchar a su amigo. Una vez más,
se dejaba guiar por su instinto. Mientras hablaba con David era consciente de que
el grupo de blancos seguía la conversación lo bastante cerca para oír lo que
decían. Querían ver cómo reaccionaba ante la súbita intromisión del inglés. Se
volvió hacia el mayor Benjamim y, alzando la voz para que lo oyeran bien, dijo:
—Señor mayor, haga el favor de escoger a dos hombres del contingente local
para escoltar al señor cónsul inglés y a su acompañante de vuelta a Santo
Antonio. Una vez allí, deben asegurarse de que no sale de la ciudad hasta nueva
orden.
David volvió a montar en su caballo, saludó a los presentes llevándose la
mano al sombrero y partió al paso, junto al guía que lo había acompañado y
seguido por dos soldados a caballo que se unieron a ellos casi en la salida de la
hacienda. En cuanto los perdió de vista, Luís Bernardo se dirigió con paso decidido
hacia Gabriel. Éste seguía sentado a la sombra del árbol, que lo resguardaba de
un sol que a aquella hora era ya abrasador.
—¿Y bien? —le preguntó, con una súbita prisa por acabar con aquello de una
vez—. ¿Vienes conmigo al barracón o no?
—Vamos —respondió Gabriel, mientras hacía un esfuerzo por levantarse.
Luís Bernardo mandó que le llevaran un bastón y lo obligó a apoyarse en su
propio hombro. Y así fue como, con paso lento e inestable, el jefe de la revuelta
de la hacienda Infante Dom Henrique entró, apoyado sobre el hombro del
gobernador, en el barracón, donde quinientos pares de ojos blancos recortados en
cuerpos negros y un fondo de penumbra los recibieron en un silencio sepulcral.
En el aire flotaba un olor nauseabundo, a sudor y excrementos, debido a la
falta de ventilación. Hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad del
barracón, Luís Bernardo no distinguía más que una masa negra que se movía
lánguidamente, como la lava en el interior de un volcán. Era una masa oscura,
informe, de cuerpos que ondulaban despacio y respiraban con dificultad. Gabriel
consiguió imponer silencio ante el rumor creciente de voces que había seguido a
su llegada. Comenzó a hablar en un dialecto desconocido para Luís Bernardo, una
lengua criolla de la que a duras penas distinguía unas pocas palabras:
gobernador, Santo Tomé y los nombres del capataz y del encargado asesinados.
Después Gabriel respondió a varias voces que lo interpelaban en medio de la
multitud, hubo disputas, discusiones mantenidas en un tono extraño, sincopado,
como si cantaran. Siguió un largo silencio y Gabriel volvió a tomar la palabra.
Hablaba despacio y con ternura, como si se dirigiera a un grupo de niños. Cuando
volvió a callar, se hizo de nuevo el silencio. Después intervino un viejo cuyas
barbas blancas brillaban en la penumbra y dos negros jóvenes salieron de aquella
masa amorfa de cuerpos sudados y avanzaron hasta donde estaba Gabriel. Por un
instante Luís Bernardo pensó que toda aquella multitud oscura también se
levantaría de golpe y avanzaría hasta aplastarlo contra la pared del barracón. Por
un momento sintió terror, miedo puro, al comprender hasta qué punto estaba
indefenso ante aquel contingente de sombras sudadas, con tanta rabia
acumulada. El sudor le bajaba por el cuerpo, le empapaba el pelo y le pegaba la
ropa a la piel. El corazón se le había desbocado y su respiración era entrecortada.
No quería que nadie lo viera así, al borde del pánico, frente a un pelotón de
fusilamiento que aún discutía su sentencia. Sintió que Gabriel le tocaba el
hombro.
—¿Sí?
—Aquí están los dos que mataron al capataz y al encargado. Han aceptado
entregarse a usted para que los juzguen en Santo Tomé. Ahora mande a los
soldados que se retiren y, si apartan al Maza de las brigadas de trabajo, volverán
todos a sus casas y mañana estarán en la formación de la mañana para ir a
trabajar.
Luís Bernardo se tomó unos segundos para intentar recuperarse. Se secó el
sudor de la cara con la camisa empapada, se alisó el pelo con los dedos, respiró
hondo y salió.
Se reunió con el administrador de la hacienda, el vicegobernador Antonio
Vieira, el subadministrador José do Nascimento, el mayor Benjamim y el capitán
Dario en las oficinas de la administración de la Infante Dom Henrique. Estaban
todos de pie, con la mirada fija en el gobernador, a la espera de que hablara. Luís
Bernardo, que seguía sudando copiosamente, aún llevaba impregnado, desde la
nariz hasta los pulmones, el olor nauseabundo del barracón atestado de hombres,
un olor a miedo y a tragedia sucia. Se fijó en un absurdo calendario clavado en la
pared, que se había detenido en el mes de marzo del año anterior y que mostraba
un paisaje de los Alpes, cubierto de nieve, donde una pareja se deslizaba montaña
abajo en esquís, cogidos de la mano, bajo la leyenda «Saint Moritz, saison des
sports d'Hiver». Sintió ganas de reír, de llorar, de marcharse, de olvidar todo
aquello, de huir a la nieve, de tener frío y encender una chimenea y, al resguardo
de su calor, hacer el amor con Ann, eternamente.
—Señor administrador, el acuerdo al que he llegado con sus trabajadores es el
siguiente: me llevo conmigo a Gabriel, contra el cual no pesa ninguna acusación
(más bien al contrario), y me llevo también a los dos negros acusados de la
muerte de su capataz y de su encargado, para que sean encarcelados y juzgados
en Santo Tomé. Al otro encargado al que acusan de tener el látigo fácil, ese tal
Maza, deberá apartarlo de las brigadas de trabajo y encomendarle otras
funciones. Por su parte, no podrá haber castigos, represalias ni ajustes de cuentas
de ninguna clase. A cambio, ellos regresarán mañana por la mañana al trabajo y
todo continuará como antes. La tropa volverá ahora conmigo a Santo Tomé, pero
el señor subadministrador aquí presente redactará (para mí, para el
vicegobernador Antonio Vieira y para el ministerio) un informe de todo lo
ocurrido, con las causas, las responsabilidades de cada uno y las medidas que se
han de tomar para que no se repitan situaciones similares ni en esta ni en
ninguna otra hacienda. Lo toma o lo deja. ¿Me da su conformidad y su palabra de
honor de que cumplirá con su parte del acuerdo?
El señor Costa había seguido todos los movimientos del gobernador con la
misma rabia sorda que a primera hora de la mañana. Lo había visto entrar en el
almacén donde estaban los amotinados con un sentimiento de admiración que no
pudo evitar, pero también con la esperanza de que le dieran una buena lección. Y
ahora lo veía salir con una solución que desarmaba toda la violencia instalada en
el ambiente y que sólo le exigía a él que apartara del servicio a uno de sus
encargados. Enfurecido, se resistía a aceptar el triunfo del gobernador. La rabia le
impidió valorar su situación y le hizo creerse capaz de un último desafío.
—No puedo responderle así como así. Como sabe, señor gobernador, esto es
una explotación privada y el que manda aquí no es usted, sino mi patrón, que
está en Lisboa. Se lo tendré que consultar.
Antes de hablar, Luís Bernardo sintió pena por él. El señor Costa se había
expuesto a la humillación y la iba a tener.
—¡Ah, su patrón, el señor conde de Burnay! Lo conozco muy bien y, ¿sabe?,
acaba usted de darme una idea: le escribiré personalmente para informarle de lo
ocurrido. Me pregunto qué pensará si le cuento que, a causa de los maltratos
recibidos por los trabajadores de esta hacienda, estalló una revuelta que acabó
con la muerte de cinco personas, incluido el capataz, que exigió la intervención
del ejército, que llevó al vicegobernador de Príncipe a telegrafiar a Lisboa para
pedir el envío de un buque de la Marina de Guerra, que obligó al gobernador de
Santo Tomé a acudir precipitadamente a resolver la situación y que forzó la
cancelación de la visita de su alteza el príncipe de Beira y del señor ministro de
las Colonias a la isla de Príncipe. Le contaré, además, que todo esto puede
aparecer publicado exactamente así en los periódicos de Lisboa, en un momento
en que Portugal intenta convencer al mundo entero, y sobre todo a Inglaterra
(cuyo cónsul también apareció por aquí), de que tratamos a los trabajadores de
las haciendas como a cualquier otro portugués. ¿Cómo cree que recibirá su patrón
esas noticias?
A medida que Luís Bernardo hablaba, la cara del señor Costa pasaba del
granate al blanco y del blanco al morado. Cuando Luís Bernardo terminó, no le
quedaba ánimo para continuar aquel enfrentamiento. El conde de Burnay,
considerado el hombre más rico del reino, había comprado la hacienda Infante
Dom Henrique con la misma indiferencia o simple voluntad de acumular con que
había adquirido otras muchas posesiones: bancos, minas, cultivos vinícolas en la
región de Douro, haciendas en Angola, palacios en Lisboa, colecciones de arte y,
por encima de todo, la intermediación de casi la totalidad de los préstamos de la
banca internacional al Estado portugués y esa gallina de huevos de oro que era el
monopolio del tabaco en todo el territorio nacional. Como dejó escrito Rafael
Bordalo Pinheiro, su lema era: «Compra, vende, cambia, presta. Pon, dispón,
impón, repón, fía, haz y deshaz.» Aunque don Luis I le había concedido el título
de conde (para agradecerle sus constantes préstamos a la Casa Real), era el
auténtico símbolo de la burguesía mercantil y el blanco del odio de la vieja
aristocracia. El conde lo tenía todo, menos dos cosas que no podía controlar y que
ansiaba por encima de todo lo demás: el respeto de la prensa y la simpatía de la
opinión pública. Luís Bernardo había puesto el dedo en la llaga y sólo le quedaba
rematar la rendición del otro, sin contemplaciones.
—Así pues, ¿en qué quedamos, señor Costa? ¿Me da su palabra de honor, en
presencia de estos cuatro testigos, de que va a cumplir con lo acordado o prefiere
esperar la opinión de su patrón?
—Tiene mi palabra. Pero le voy a decir una cosa, señor gobernador: no llegará
muy lejos aquí, en Santo Tomé. Usted no es más que un miserable chantajista, un
engreído intelectual lisboeta, que se cree más inteligente, culto y refinado que
nosotros. He visto a muchos como usted caer desde más alto.
Luís Bernardo no dijo nada. Todo había acabado. Por fin se sentía tranquilo y
liberado. Sólo quería regresar a casa, volver a ver a Ann, descansar en su cuerpo,
olvidar sobre su hombro.
—Mayor, capitán, reúnan la tropa y partamos de inmediato. Traigan a los dos
presos y busquen una camilla para Gabriel. Señor vicegobernador, señor
subadministrador, ustedes se quedarán aquí a fin de verificar que se cumple lo
acordado y comenzar a recoger testimonios para sus informes, que deberán
enviarme por telegrama dentro de tres días como máximo. Espero que sus
versiones coincidan...
Menos de doce horas después de que el gobernador y su pequeño ejército
desembarcaran en la isla de Príncipe, el Mindelo volvía a zarpar de regreso a
Santo Tomé, con los mismos hombres que se había llevado, más los dos
prisioneros de la hacienda Infante Dom Henrique, Gabriel (que había recibido una
cura rápida del médico de Santo Antonio) y David Jameson, a quien Luís Bernardo
había mandado llamar a la pensión donde se había hospedado, la única de la
ciudad. Aún era de día cuando embarcaron pero, como es habitual en los trópicos,
la noche cayó pronto y de forma repentina. Luís Bernardo se acomodó en un
rincón de la cubierta del barco de vapor, que ahora navegaba con exceso de
pasaje. Como respuesta a la tensión vivida durante aquellas doce horas, su
cuerpo se había abandonado a un relajante sopor. Se sentía aliviado por el
desenlace de los acontecimientos y tranquilo por la certeza de haber actuado de la
mejor forma posible en aquellas circunstancias. Ahora fumaba un puro y
saboreaba su dulce victoria. Sólo lo angustiaba una cosa: no poder correr a los
brazos de Ann en cuanto llegara para contarle todo y después olvidarlo en la
suavidad de su piel, con la cabeza apoyada en la curva perfecta y desnuda de su
pecho. Ese privilegio le estaba reservado a David, tanto si lo ejercía como si no, y
Luís Bernardo nunca cometería la grosería o la imprudencia de interrogar a Ann
sobre tales asuntos. Sin embargo, no conseguía evitar el dolor de esa herida, de
los celos y, por encima de todo, de la sensación de impotencia por no poder tener
a la luz del día lo que David tenía, o parecía tener, por las noches.
Miró a David, que fumaba un cigarrillo en la cabina de mando, situada en
mitad del barco, mientras charlaba animadamente con el capitán en su
rudimentario portugués. Eso era lo que admiraba profundamente de David: era un
hombre que parecía adaptarse a cualquier circunstancia, sin importarle dónde o
con quién estuviese. Jamás le había oído ni un solo lamento por su destierro en
Santo Tomé o por el destino que lo había llevado de una carrera gloriosa en el Raj
británico al más oscuro lugar que la administración colonial inglesa tenía
disponible para él. A lo sumo, y eso quedaba patente en ciertas ocasiones, le
costaba aceptar que ese infortunio hubiera caído también sobre Ann; lamentaba
infinitamente verla allí, tan lejos de su ambiente y de su mundo, tan lejos de la
vida que se había propuesto darle cuando se hizo dueño de su corazón y de su
destino en Delhi. Aparte de ese doloroso resquemor que siempre se adivinaba en
su espíritu, David era por encima de todo un optimista que conseguía sacar
partido de cualquier circunstancia y para quien no parecía existir el concepto de
tiempo perdido. Se diría que cualquier cosa despertaba su interés, incluso allí, en
Santo Tomé, donde eran tan escasos los estímulos. En poco más de un año había
aprendido todo lo relacionado con la explotación del cacao y la administración de
las haciendas, lo sabía todo sobre el gobierno de las islas —incluido el presupuesto
de que disponía Luís Bernardo— y conocía al dedillo la geografía de la isla, que
había explorado casi palmo a palmo: las montañas, los ríos, los vientos, los
animales del óbó. Precisamente en aquel momento conversaba con el capitán del
Mindelo sobre las corrientes marinas entre Santo Tomé y Príncipe e incluso se
acercó a inspeccionar el motor bajo la cabina de mando. A Luís Bernardo no le
cabía la menor duda de que, si fuera menester, David sería capaz de llevar solo el
barco hasta Santo Tomé.
Después de que Luís Bernardo lo llamara para embarcar aún no se habían
dirigido la palabra a bordo. David había entrado en la cabina para charlar con el
capitán y Luís Bernardo se había instalado en la cubierta, entregado a su
pasatiempo preferido, que consistía en contemplar las estrellas, mientras fumaba
un Partagás. Comenzaba a notar el cansancio por los sucesos de aquel día y por la
noche anterior pasada en blanco, durante la travesía entre las islas, de modo que
estiró las piernas y apoyó la cabeza sobre un rollo de cuerdas para echar una
cabezada. Cuando acababa de tirar el puro por la borda y ya sentía los párpados
pesados, reparó en la presencia de David, que se había acercado a sentarse a su
lado.
—¿El descanso después de la misión cumplida?
Luís Bernardo se incorporó. Con la oscuridad, no alcanzaba a distinguir si la
expresión de David era de ironía.
—Luís, quería decirle que no le guardo ningún rencor. Aquí, entre nosotros,
reconozco que antes, en la hacienda, tenía usted razón. En su lugar, yo también
lo habría expulsado de allí. Por eso no debí decir lo que dije, lo de que no quería
usted testigos.
—No hard feelings, David...
—En serio, Luís, creo que hizo lo que debía y no tengo nada que objetar a la
forma en que llevó el asunto.
—Pero eso no suavizará en absoluto la información que enviará a Londres...
—Quizá sí. Contaré lo que de verdad siento, que aquí hay mucha gente para
quien el trabajo esclavo y la ley del látigo aún no han pasado de moda, pero
también que Santo Tomé tiene un gobernador que no comulga con esas ideas y
que, hasta que se demuestre lo contrario, tiene el apoyo de su gobierno.
Luís Bernardo suspiró. Aquélla era la clase de conversaciones que solían tener
tiempo atrás. Cada uno desde su bando, separados por sus respectivas misiones,
pero unidos por las mismas ideas y por la simpatía personal que sentían el uno
por el otro.
—Así es, David. De todos modos, ninguno de nosotros sabe cómo acabará todo
esto. Si vencerán ellos o venceré yo.
—Ni de qué lado estará su gobierno a la hora de la verdad... —apostilló David,
ante el silencio de Luís Bernardo. Después continuó—: Hay una cosa que sí puedo
prever, Luís, y es que no tendremos que esperar mucho tiempo hasta que se
resuelvan todas esas incógnitas. Me han informado de que dentro de seis meses
se celebrará en Lisboa una reunión definitiva entre los importadores ingleses de
cacao y los propietarios de las haciendas de Santo Tomé. Será allí donde se decida
si se lleva a cabo el boicot inglés a los productos de Santo Tomé.
Luís Bernardo intentó distinguir la expresión de David en la oscuridad.
—Eso significa que, suponiendo que la decisión de los importadores dependa
de la información que usted les envíe, tengo menos de seis meses para
convencerlo de que seré yo quien ganará la partida.
David sonrió, y esta vez fue él quien se quedó callado. Sacó un cigarrillo de la
pitillera de plata que siempre lo acompañaba, se lo tendió a Luís Bernardo y se
encendió otro para él. Fumaron en silencio y, una vez consumidos los cigarrillos,
Luís Bernardo dijo que iba a intentar dormir un poco. Pero David aún tenía algo
que añadir:
—Luís, he estado pensando en el negro casi moribundo al que rescató de las
garras de aquellos salvajes. ¿Cómo se llama?
—Gabriel.
—Gabriel... Bien, ¿qué piensa hacer con él?
—A decir verdad, aún no lo he pensado. Creo que, si no se me ocurre antes de
que lleguemos, me lo llevaré a mi casa y luego ya veremos.
—¡No puede hacer eso, Luís! No puede meter en su casa al cabecilla de la
revuelta en la hacienda, aunque no se le pueda imputar ningún crimen. A los ojos
de todos, significaría que el gobernador toma partido abiertamente por uno de los
bandos, y eso, a pocos días de la llegada del ministro, sería demoledor para su
posición.
—Tiene razón, pero ¿qué otra cosa puedo hacer?
—Los amigos están para casos como éste. Me lo llevaré a mi casa. Si
empiezan a decir que protejo a trabajadores revoltosos tampoco empeorará
mucho la imagen que tienen de mí en la isla. Mandaré que lo curen y lo pondré a
mi servicio. Ya se me ocurrirá alguna cosa que pueda hacer, aunque sólo sea
acompañar a Ann en sus paseos. A veces me preocupa que ande sola a caballo por
la isla.
—Se lo agradezco mucho, David. Me ha librado de un problema en el que ni
siquiera había pensado.
—No me lo agradezca, no me cuesta nada. Y, como le digo, con un escolta
para Ann me sentiré más tranquilo.
Luís Bernardo se quedó pensando en la última frase de su amigo. Aunque
dudó un buen rato, al final se decidió a hacerle una pregunta cuya respuesta ya
adivinaba y temía.
—David, ¿puedo hacerle una pregunta personal?
—Claro.
—¿Aguantaría estar aquí sin Ann?
David tardó en responder, como si quisiera medir bien sus palabras.
—Es difícil decirlo... La vida me ha enseñado que nuestra capacidad de
resistencia y de sufrimiento siempre es mayor de lo que suponemos. Creo que,
llegado el caso, y si no tuviera alternativa, aguantaría en Santo Tomé solo, como
aguanta usted. Lo que no habría soportado es que me hubiera dejado después de
lo que ocurrió en la India. Si me hubiera dejado entonces, no habría sobrevivido.
—¿Y si ella lo dejara ahora?
—Ahora no tendría ningún sentido que me dejara. Pero, si lo hiciera, iría
detrás de ella. Hasta el fin del mundo. ¿Por qué me lo pregunta?
—Por nada. Era la respuesta que esperaba.
Luís Bernardo volvió a tumbarse para dormir. Antes de cerrar los ojos miró
una vez más las estrellas en el cielo. Todas ellas indicaban el camino a casa.
Capítulo 16

P reparada como si de una operación militar se tratara, la visita del príncipe


heredero a Santo Tomé tuvo el éxito popular que el ministro Ayres d'Ornellas
tanto había deseado y exigido. Luís Bernardo, que había descubierto en sí mismo
una vocación desconocida para organizar fiestas y eventos populares, no escatimó
esfuerzos para que nada fallara. No obstante, lo irritaba pensar que, en gran
medida, el ministro evaluaría los méritos de su año y medio de gobierno en Santo
Tomé en función del éxito de la organización y del recibimiento popular. Aun así,
había conseguido contagiar su entusiasmo al alcalde —con quien las relaciones
siempre habían sido buenas, aunque formales— y juntos habían logrado despertar
una especie de competencia colectiva entre los comerciantes, los habitantes de la
ciudad y la población en general. Comercios como la Casa Vista Alegre, la Casa
Bragança & Irmão, la Casa Lima & Gama o la cervecería Elite, punto de encuentro
de toda la ciudad, rivalizaron en la decoración de sus respectivas fachadas y en el
remozamiento de la pintura, desvaída ya por el tiempo, la sal y la humedad. En
las principales calles de la ciudad —la Matheus Sampaio, la Conde de Valle Flor, la
Alberto Garrido o la General Cisneiros—, el ayuntamiento y los vecinos habían
unido fuerzas, dinero y dedicación para conseguir una decoración deslumbrante,
que incluía un arco triunfal a la entrada, ornamentado, naturalmente, con las
armas reales, y una profusión de astas con banderas, globos, bandas de colores y
arcos superpuestos de una esquina a otra y adornados con guirnaldas de flores. La
misma mañana de la llegada del príncipe, se dedicaron a allanar, limpiar y regar
las calles y a arreglar los parterres de flores. Al final, por falta de dinero, los que
menos mejoras vieron en sus fachadas fueron precisamente los edificios públicos,
comenzando por la feísima catedral, donde, además, daría comienzo la visita del
príncipe.
El África llegó, como estaba previsto, la mañana del 13 de julio y el traslado a
tierra se hizo en los botes de remos del barco, con el propio don Luis Felipe al
timón de uno de ellos. Desde que don Juan VI, cien años antes, huyera con toda
la corte a Brasil para escapar de la invasión francesa del ejército de Junot, ningún
miembro de la Casa Real pisaba territorio ultramarino portugués, a excepción de
un breve viaje de don Luis, cuando aún era infante, desde la cercana isla de
Madeira hasta la remota isla de Timor.
El heredero del trono de los Braganza desembarcó en Santo Tomé ataviado
con el llamado «uniforme colonial» de la Marina: pantalones y zapatos blancos,
dolmán blanco con botones dorados y dragonas en los hombros y quepis blanco.
Don Luis Felipe tenía veinte años recién cumplidos, pero sus rasgos eran los de un
chico de diecisiete, con la sangre centroeuropea plasmada en sus ojos azules y su
pelo rubio. Llegó sonriente, de buen humor e intrigado por todo cuanto veía, como
era natural en él. Por disposición protocolaria, en el desembarcadero sólo
esperaban al príncipe, al ministro Ornellas y a su pequeña comitiva Luís Bernardo,
el alcalde Jerónimo Carvalho da Silva y los anfitriones que recibirían a su alteza
en las haciendas que visitaría: el conde de Valle Flor, llegado el día anterior en su
propio barco directamente del Havre, y el señor Henrique Mendonça, llegado una
semana antes.
Acto seguido, el grupo se dirigió a pie hasta la catedral por una especie de
corredor humano delimitado por un cordón de la policía y el ejército, que
mantenía a distancia a una multitud que vociferaba: «¡Viva el príncipe! ¡Viva
nuestro rey!» En la catedral, monseñor Atalaia ofició un tedéum para dar gracias
a Dios por la buena mar que había llevado hasta allí a su alteza. La ceremonia fue
rápida pero, por lo visto, muy emotiva para las señoras de la colonia, que
gimoteaban sin parar y sacaban sus pañuelitos para limpiarse alguna que otra
lágrima de emoción. A la salida subieron a seis carruajes, todos ellos engalanados
con flores y con los aparejos relucientes, y se dirigieron, a marcha lenta y
dificultosa a través de la multitud, hacia el palacio del gobierno, escoltados por un
destacamento de la caballería local que abría y cerraba el cortejo, al mando del
mayor Benjamim das Neves.
La servidumbre y todo el personal de la secretaría del gobierno esperaban, en
formación, en los jardines del palacio, ataviados con sus trajes de domingo. Don
Luis Felipe saludó a todos con una leve inclinación de la cabeza y agradeció los
«¡Viva el príncipe!» con un gesto de la mano. En la puerta aguardaba Sebastião,
enfundado en su uniforme blanco con botones dorados, que curiosamente era casi
idéntico al del príncipe, salvo porque no tenía condecoraciones. Luís Bernardo
quiso presentárselo personalmente y don Luis Felipe, sonriendo al oír el nombre
de Sebastião Luís de Mascarenhas e Menezes, estrechó la mano enguantada en
blanco de aquel noble de piel negra. Con los ojos arrasados de lágrimas, Sebastião
dirigió a Luís Bernardo una mirada de agradecimiento. «¡Extraña cosa, la
monarquía!», pensó el gobernador mientras entraba en casa detrás del príncipe
de Beira.
Se sirvieron refrescos en el jardín y todos se sentaron a descansar durante
una media hora, de modo totalmente informal. Don Luis Felipe había heredado de
su padre — seguro que no de su madre francesa— una cautivadora simplicidad de
maneras y el gusto por las cosas de la naturaleza. Preguntó a Luís Bernardo el
nombre de los árboles del jardín, quiso saber qué se pescaba en la isla y qué
animales se solían cazar. Acabado el descanso, se procedió, como estaba
planeado, al besamanos, para que el príncipe recibiera a todos los notables de las
islas: un desfile de cuarenta hombres, entre militares, magistrados, funcionarios
del gobierno y comerciantes de la plaza, a los que Luís Bernardo iba presentando
de uno en uno, en ocasiones con evidente fastidio, como cuando les llegó el turno
al procurador del ministerio público, al administrador general y al secretario
general del gobierno. Pero ninguno pudo quejarse de haber sido discriminado por
el gobernador, ni durante el besamanos ni en el banquete oficial que tuvo lugar
aquella misma noche.
Finalizada la recepción, y después de que el príncipe subiera a cambiarse de
ropa en sus aposentos, comieron en privado el príncipe, el ministro, el gobernador
y el teniente a las órdenes de don Luis Felipe, el marqués de Lavradio. Sebastião
sirvió con esmero el excelente almuerzo ligero, compuesto de ensalada de
langosta cocida y poulet au citron. Fue Luís Bernardo quien impuso el menú, en
contra de la opinión de Mamoun y de Sinhá, para quienes la comida de un
príncipe no podía tener nunca menos de seis o siete platos, pero él no cedió, y los
invitados le dieron la razón, pues comieron con evidente placer y celebraron la
sabia decisión de no haber escogido algo demasiado pesado para aquel calor. Don
Luis Felipe, que seguía llevando el peso de la conversación, demostraba una
curiosidad inagotable por todo lo relacionado con la isla, a la que Luís Bernardo
intentaba dar respuesta como podía. Ayres d'Ornellas, a quien Luís Bernardo sólo
conocía de nombre y por los tres o cuatro telegramas que se habían enviado
desde que accedió al ministerio, hablaba poco y parecía evaluar al gobernador con
sus ojitos pequeños y penetrantes. Era uno de los hombres de las campañas de
Mouzinho y ya había colocado a dos de sus antiguos compañeros de armas en los
gobiernos de Angola y Mozambique. A Luís Bernardo lo había heredado del
anterior ministro y, sobre todo, de la elección personal del rey. Sin embargo,
estaba bien informado de su trabajo en Santo Tomé, por las pocas voces elogiosas
que le habían llegado de la colonia acerca del nuevo gobernador y por las muchas
críticas y odios que parecía despertar en las islas. Como hombre precavido que
era, quería conocer personalmente al personaje antes de suscribir lo que parecían
críticas fundadas de cierta prensa lisboeta contra «la política vacilante, sin rumbo
y sin aparente provecho para Portugal» del gobernador de Santo Tomé. Cuando el
ministro intervenía en la conversación, se limitaba a preguntar por asuntos
concretos del gobierno de la colonia y parecía evitar deliberadamente los temas
sensibles de orden político. O quizá esperaba que fuera Luís Bernardo quien
abordara tales cuestiones.
Éste, por su parte, se mostraba vacilante, sin saber qué camino tomar. A su
regreso de la isla de Príncipe, cinco días atrás, y una vez controlada la revuelta
local, había enviado un telegrama al ministro, que iba a bordo del África, para
darle cuenta del desenlace del conflicto y desaconsejar tanto el envío del buque
de guerra solicitado por el gobernador de Príncipe como la escala que la comitiva
tenía prevista en la isla tras su visita a Santo Tomé. En la respuesta que recibió
sólo se decía que diera por cancelada la visita a la isla problemática e hiciera todo
cuanto estuviera en su mano para que el asunto no fuera de dominio público en
Santo Tomé. Tras su desembarco, y sin duda por falta de ocasión, el ministro aún
no había hablado ni una palabra con Luís Bernardo sobre esos temas, y ahora éste
no sabía si debía esperar a que lo hiciera o tomar la iniciativa. Pero ¿cuándo? ¿Y
cómo? ¿En presencia de don Luis Felipe o a solas con Ayres d'Ornellas?
Una interpelación directa del joven príncipe interrumpió sus pensamientos.
—¡No se imagina el placer que es para mí estar aquí! Significa mucho para mí,
para mi padre y me atrevería a decir que para todo el país poder representarlos
aquí, en este pedazo tan lejano y tan diferente de Portugal, pero que salta a la
vista que también es Portugal.
—Me lo imagino porque conozco la opinión de su padre el rey sobre la
importancia de las colonias, que no dudo su alteza también comparte. Éste es un
día histórico para Santo Tomé y para Portugal, de eso a nadie le cabe la menor
duda.
—Ya sabe que mi padre siente por usted un gran aprecio, gobernador. Antes
de mi partida me habló de usted y de lo difícil, delicada e importante para
nuestros intereses que es la misión que le ha confiado. Todos esperamos que la
lleve a buen término y sabemos que es usted el hombre adecuado para asumir tal
responsabilidad. ¿No es así, señor ministro?
La pregunta pilló a Ayres d'Ornellas desprevenido, pero reaccionó
rápidamente.
—Seguro que sí. Todos esperamos que el gobernador Valença sepa llevar el
barco a buen puerto. —Hizo una pausa deliberada y continuó—: Con tacto, con
sentido común y con el necesario equilibrio entre los diferentes intereses en
juego.
Y miró a Luís Bernardo, que se ruborizó ligeramente y se limitó a inclinar la
cabeza en señal de asentimiento.
—Pero de esos asuntos hablaremos después —prosiguió el ministro, dueño
absoluto de la situación—. Además, el gobernador y yo tendremos que buscar un
hueco en el programa de la visita para una charla de trabajo.
—Bien, entonces salgamos a la calle. ¡El pueblo debe de estar ansioso porque
acabemos de comer! —concluyó jovial don Luis Felipe, que se levantó de la mesa,
seguido por los demás.
La ciudad entera esperaba al príncipe de Beira en las calles. Don Luis Felipe y
su comitiva se bajaron del carruaje y caminaron entre la multitud. Acompañados
por el alcalde, que no cabía en sí de orgullo y emoción, recorrieron lentamente las
calles engalanadas gracias al esfuerzo y al desembolso municipal. El príncipe se
detenía a cada paso para saludar a la gente, responder a alguien que lo saludaba,
hablar con los vendedores a la puerta de sus comercios. Después de la ronda por
las calles, que se prolongó unas dos horas, don Luis Felipe visitó el ayuntamiento,
donde hizo el tradicional brindis con oporto, recibió las llaves de la ciudad de
manos del alcalde, firmó en el libro de honor y escuchó un breve y atropellado
discurso de bienvenida por parte de la máxima autoridad municipal. Acto seguido
el príncipe quiso visitar el mercado callejero, donde realizó varias compras de
artesanía, tras lo cual la comitiva volvió a subir a los carruajes para una visita a
la fortaleza de São Sebastião, junto a la bahía de Ana Chaves. Hacia las seis el
príncipe, el oficial a sus órdenes y su ayudante de campo regresaron al palacio del
gobierno, donde estaban instalados, para descansar, darse un baño y cambiarse
de ropa para la cena, mientras los demás, entre ellos el ministro Ornellas, se
retiraban al África, donde pasarían la noche. Luís Bernardo aprovechó las dos
horas de pausa en el programa oficial para revisar los últimos preparativos del
banquete, que tendría lugar en el salón de baile de la planta baja, el mismo donde
había celebrado su propia cena de bienvenida. Sin embargo, en esta ocasión se
había optado por una cena sin baile, para doscientas personas, lo que incluía
prácticamente a toda la comunidad blanca de la isla y a media docena de negros.
Se había invitado a todas las autoridades locales y de la isla de Príncipe, a todos
los administradores de haciendas, a los principales comerciantes, oficiales del
ejército y de la policía, al obispo y a los curas, a médicos, magistrados, ingenieros
de obras públicas... en definitiva, a todo el que era alguien en aquel lejano pedazo
de Portugal, como lo había llamado el príncipe.
En la mesa principal, don Luis Felipe se sentó en un extremo y Luís Bernardo
en el otro. Sólo había dos mujeres en ella (aparte del obispo, que podía
considerarse de sexo neutro): la esposa del alcalde y la del cónsul inglés.
Siguiendo el protocolo, don Luis Felipe tenía a su derecha a la mujer del alcalde y
a su izquierda al cónsul de Inglaterra. Luís Bernardo tenía a su derecha a Ann y a
su izquierda a Ayres d'Ornellas. El conde de Valle Flor se colocó a la derecha de
Ann y el señor Henrique Mendonça flanqueaba por la derecha a la mujer del
alcalde. El obispo, el juez y el resto de la comitiva llegada de Lisboa completaban
la mesa, junto al conde de Souza Faro, administrador residente de la hacienda
Agua Izé. Don Luis Felipe captaba la atención de todos, pero era Ann quien atraía
todas las miradas masculinas, principalmente entre los jóvenes oficiales de la
comitiva real. Estaba esplendorosa, con un ligero vestido de seda blanca que le
dejaba los hombros y los brazos desnudos y se abría en un impresionante escote,
donde brillaba un colgante de zafiros en una cadena de oro. Llevaba el pelo
recogido en una cascada de bucles rubios que le caían sobre los hombros y una
suave línea bajo las pestañas acentuaba el contorno de sus ojos y el brillo
incandescente de su mirada. Todos los presentes, Luís Bernardo incluido, estaban
perturbados por su presencia y su belleza. El príncipe en una punta de la mesa y
la reina en la otra. Y a la derecha de Ann, deshaciéndose en atenciones y miradas
de reojo, el conde de Valle Flor le juraba que no había visto en todo París, de
donde acababa de venir en su yate privado, a ninguna mujer mejor vestida que
ella. Como advirtió Luís Bernardo, en las mesas de alrededor todas las miradas se
dirigían a la de ellos. Primero al príncipe, observado con curiosidad y arrobo, y
acto seguido a ella, sin pudor ni compasión. Los hombres, sin pudor; las mujeres,
sin compasión. No hay nada más libidinoso que la mirada que un hombre casado
con una mujer fea lanza disimuladamente a una mujer hermosa, y no hay mirada
más asesina que la que esa esposa fea lanza sobre el blanco de las miradas de su
marido. Todas las señoras allí presentes, desterradas del mundo y de sus sutiles
evoluciones en materia de moda, habían invertido tiempo, padecimientos, dinero
y nervios en planear cómo iban a arreglarse para aquella noche. Habían creído
encontrar la solución en la Casa Parisiense de la calle Matheus Sampaio: los
últimos diseños, las telas más en boga, los modelos que marcaban la moda en
toda Europa. Y de repente la simple imagen de Ann, con su vestido de tirantes de
seda blanca, que le dejaba al descubierto la espalda, los hombros y el valle de su
altivo pecho, y su zafiro azul sobre un escote que era todo un mundo de
promesas, bastó para arrasar y echar por tierra todas sus falsas ilusiones. Porque
no hay ilusión que resista ante la evidencia de unos hombros rectos, una espalda
de piel tersa y un pecho exuberante, erguido, como montañas desafiando a un
conquistador. Ann lo arrasaba todo alrededor, mientras sonreía con recato, casi
como si pidiera perdón a los presentes por ser tan hermosa y tan
devastadoramente deseable.
Ayres d'Ornellas, sentado justo enfrente de ella, era la excepción. No la
miraba con ojos de macho en celo, como todos los demás, sino más bien con la
perspicacia de un político, que, noblesse obligue, es un ser públicamente
asexuado.
En aquel preciso momento el conde de Valle Flor pedía a Ann que le resolviera
una duda que lo tenía de veras intrigado: cómo se las ingeniaba alguien como
ella, que evidentemente no estaba en su medio natural, para ocupar sus días en
aquel destierro, donde no tenía ni con quién jugar una partida de bridge.
—My dear count —respondió Ann lanzándole una media sonrisa capaz de
derretir un iceberg en pleno invierno ártico—, yo nunca he estado en Europa.
Siempre he vivido en la India y allí aprendí que tenemos que adaptarnos a las
circunstancias y que en todas partes hay cosas interesantes. Son las personas las
que hacen los lugares, no al revés.
Y mientras su mano derecha se posaba con coquetería sobre el brazo del
conde, ya totalmente derretido, su pierna izquierda encontraba las de Luís
Bernardo por debajo de la mesa y se colaba entre sus muslos, en una provocación
silenciosa que rozaba el límite de lo soportable.
—¿Qué le ha parecido esa respuesta, Ornellas? —El conde, que lucía una
sonrisa feliz de conquistador, deseaba mostrar al mundo el objeto de su perdición
—. Cuando la belleza se une a la inteligencia, ¿qué podemos hacer nosotros,
simples mortales, sino aspirar el perfume que deja a su paso?
Ornellas consideró la cuestión con toda la gravedad que exigiría un asunto de
Estado.
—Lo que puedo decirle, conde, es que Inglaterra nos pidió autorización para
tener aquí a un cónsul residente, pero no nos avisaron de que vendría
acompañado de una señora de semejante belleza e inteligencia, como usted dice.
—Y si les hubieran avisado, supongo que el gobierno habría aceptado,
¿verdad? —El conde continuaba la broma, pero el ministro mantenía un
semblante extrañamente serio.
—Por supuesto que no; habríamos ponderado el peligro.
Luís Bernardo sintió un sudor frío en todo el cuerpo, aún más cuando llegó la
hora de los brindis y tuvo que desembarazarse de la pierna entrelazada de Ann
para levantarse y, como estaba previsto en el programa protocolario, dirigir unas
palabras de bienvenida al príncipe heredero. Había ensayado el discurso, pero al
optar por hablar sin papel se dejó en el tintero algunas cosas que le hubiera
gustado decir. Después de las formalidades de rigor, recordó que el príncipe Luis
Felipe representaba a su padre, el rey, cuyas ideas acerca de las colonias
africanas Luís Bernardo conocía, compartía e intentaba llevar a la práctica. Era la
parte política del discurso y, pese a la necesidad de mantener cierta ambigüedad
para no aguar la fiesta, quiso lanzar una mirada al príncipe, al ministro y a los
asistentes de la colonia antes de entrar en el quid de la cuestión:
—Espero y deseo que a lo largo de este viaje, y no sólo aquí, en Santo Tomé y
Príncipe, su alteza real y su excelencia, señor ministro, se den cuenta de que
todos los portugueses residentes en estas colonias de África, que luchan aquí por
su supervivencia en unas condiciones de dureza casi inimaginables para muchos,
son conscientes de que, al hacerlo, también están sirviendo a Portugal; de que
son herederos y continuadores de la descomunal obra de descubrimiento, defensa
y poblamiento que nuestros antepasados llevaron a cabo en estas tierras, y de
que hoy, en los albores del siglo veinte, en el tiempo de maravillas como el
teléfono, la luz eléctrica o los automóviles (que aún no han llegado aquí), los
imperios ya no se justifican sólo por el derecho de descubrimiento, sino también
por su esfuerzo civilizador, y no se mantienen sólo con la espada o los cañones,
sino sobre todo con la razón y la justicia. Por eso otras potencias, a falta de títulos
de descubrimiento o de conquista, se alzan hoy para reclamar derechos sobre lo
que creíamos nuestro, basándose en las nuevas ideas humanísticas y civilizadoras
de este siglo. Sin embargo, estoy convencido, y también su alteza lo estará, de
que nadie puede venir a darnos lecciones en ese campo. Aquí, por ejemplo, en
esta su colonia de Santo Tomé y Príncipe, estoy seguro de que, salvando ciertas
diferencias de estrategia o de otra índole, todos, desde el más humilde funcionario
hasta el gobernador, somos conscientes de que nuestra misión principal es la
defensa de los intereses de Portugal, con arreglo al actual derecho internacional
reconocido por el conjunto de las naciones civilizadas, de las que siempre
formamos y seguiremos formando parte.
Cuando todos se levantaron de la mesa, después de los brindis y de cantar el
himno, Ornellas lo cogió un instante del brazo y, con un tono que Luís Bernardo
no supo si era irónico o sincero, le comentó a media voz:
—¡Bonito discurso! ¡Después de esto, si quiere tiene usted asegurada una
prometedora carrera política en Lisboa!
El príncipe, por su parte, no dio muestras de haber interpretado, ni bien ni
mal, los mensajes codificados de su discurso. A diferencia de Ann, que aprovechó
la confusión de la retirada de los comensales para apretarle la mano unos
segundos, con fuerza, y a diferencia de David, que se acercó a él y le susurró al
oído, con discreción:
—Creo que sólo la mitad de los presentes ha comprendido lo que quería decir,
y no parecen muy conformes. En cuanto a su príncipe, me da la impresión de que
nadie lo ha puesto aún al corriente de la historia...
Los invitados se dispersaron por el jardín y se quedaron charlando en
pequeños grupos hasta casi las diez de la noche. Después el príncipe, seguido por
todos los demás, subió al carruaje que tenía a su disposición y fue a ver la
iluminación nocturna de la ciudad, que tanto trabajo y tanto dinero había costado
a las arcas municipales y al presupuesto del gobierno general. Pero no había sido
en vano: desde la bahía, donde centenares de embarcaciones, desde piraguas
hasta barcos de cabotaje, flotaban iluminadas, hasta la aduana y las principales
plazas y calles de la ciudad, una iluminación nunca vista en el ecuador africano
saludaba al príncipe don Luis Felipe. Un mar de lamparillas de coco, de barriles de
petróleo ardiendo o de hogueras espontáneas en las esquinas convertía Santo
Tomé en una balsa iluminada, a la deriva entre el cielo y el océano. Don Luis
Felipe bajó del carruaje en varias ocasiones para caminar entre la multitud
eufórica que lo saludaba y la policía a duras penas podía abrir paso para la
comitiva del príncipe. Eufórico también, Ayres d'Ornellas se volvió hacia atrás en
un momento dado y, tras coger del brazo a Luís Bernardo, exclamó:
—¡Enhorabuena, amigo mío! ¡El señor alcalde y usted pueden estar
orgullosos!
Pasada ya la medianoche, se despidieron en la playa del ministro, que se
retiraba al África—, y Luís Bernardo acompañó al príncipe y a los dos oficiales de
su séquito de vuelta al palacio del gobierno. Luís Bernardo continuó despierto
hasta las tres de la madrugada para organizar los trabajos de la casa y el
desayuno de la mañana, así como los preparativos logísticos para la visita de la
comitiva a las haciendas, que tendría lugar al día siguiente. Durmió poco más de
dos horas; a las seis de la mañana ya estaba en pie, vestido y supervisándolo todo
de nuevo.
El segundo día del príncipe heredero y del ministro de las Colonias en Santo
Tomé comenzó con la visita a la hacienda Boa Entrada, situada al norte de la
ciudad, junto a la población de Santo Amaro. Una comitiva de unas treinta
personas, montadas a caballo o en carruaje, realizó el corto trayecto hasta la
hacienda, que discurría a lo largo de la costa y bordeaba la bahía y la playa del
Lagarto, en un plácido paseo durante el cual la población entusiasta los saludaba
desde la orilla del camino. La elección de las haciendas no había sido casual. La
Boa Entrada, propiedad de Henrique Mendonça, que esperaba a los visitantes en
la entrada de su propiedad, podía considerarse modélica, tanto en su gestión
como en su forma de tratar a los trabajadores. Henrique Mendonça había llegado
a Santo Tomé unos veinte años atrás como funcionario aduanero y, después de
casarse con la propietaria de la hacienda, hizo prosperar la explotación hasta el
punto de convertirse en uno de los hombres más ricos de Lisboa. En riqueza y
ostentación nada tenía que envidiar al conde de Valle Flor, pero era más culto que
éste y, además, fue el primer hacendado que se preocupó por las condiciones
sociales de sus trabajadores, para los cuales había mandado construir un hospital
propio en la hacienda y una sanzala con casas de ladrillo, blanqueadas con cal y
con tejado de paja. La finca abarcaba mil setecientas hectáreas, donde, además de
café y cacao, extraía caucho y contaba con extensas plantaciones de bananos,
cocoteros, aguacates, árboles del pan y mangos. Durante las tres horas que se
prolongó la visita, don Luis Felipe dio muestras de una curiosidad y un entusiasmo
incansables, y casi obligaba a la comitiva a correr para seguir su paso. Henrique
Mendonça había mandado construir para la ocasión un enorme entoldado con
hojas de palmera sobre el patio principal y allí, a la sombra y al aire libre, se
sirvió una comida para sesenta personas que incluía, por petición expresa del
príncipe, una generosa variedad de pescados de Santo Tomé, regados con un
excelente vino blanco de Colares que había traído desde Lisboa. Luís Bernardo se
sentó al lado del ministro, quien con discreción le planteó varias preguntas sobre
el estado de las haciendas, las relaciones del gobierno local con los
administradores, la situación en la isla de Príncipe y las perspectivas para la
renovación de los contratos de los trabajadores, que, de acuerdo con la ley de
1903, debería comenzar a principios del año siguiente. «¡Ésa será la prueba de
fuego para nuestro sistema colonial en Santo Tomé y no podemos fallar!»,
comentó el ministro. Más adelante Ayres d'Ornellas le preguntó cuántas haciendas
había como la Boa Entrada en lo tocante a las condiciones sociales de los
trabajadores, a lo que Luís Bernardo respondió, con sinceridad, que aquélla era
una de las pocas, si no la única, cuya gestión al respecto podía considerarse
aceptable. El ministro lo miró de reojo, con una expresión desconfiada, pero no
dijo nada.
Acabada la comida, volvieron a sus caballos y carruajes y avanzaron aún más
al norte, hacia la Rio do Ouro, la joya de la corona de las propiedades que el
conde de Valle Flor poseía en Santo Tomé. La Rio do Ouro tenía diecisiete
kilómetros de largo, desde el monte Macaco hasta la playa de Fernão Dias. En
total, sólo las cuatro haciendas del dominio del conde en Santo Tomé empleaban a
más de cinco mil trabajadores. Eso convertía a aquel hombre, que había
desembarcado en la isla como simple empleado de comercio y a quien la fortuna
siempre había sonreído, en el principal propietario agrícola y el principal
empleador de mano de obra en la colonia.
Después de visitar las diversas dependencias de la hacienda y algunas de las
plantaciones de cacao, el conde ofreció a la comitiva real, según referiría más
tarde la Ilustração Portuguesa, «una recepción señorial, como el propio anfitrión,
y deslumbrante, como su enorme fortuna». Y en verdad así fue: el conde sirvió,
en piezas enteras ensartadas en espetones, borrego, cerdo, ternera, langosta,
langostino gigante, mero, tortuga y tiburón; de postre, dulces de coco, de mango,
de papaya, de banana, de piña y hasta de chocolate. En las mesas había champán
francés, vino blanco de Palmela y tinto de la Cova da Beira, oporto vintage de la
Quinta do Vesúvio y habanos auténticos, traídos directamente de París. En el
patio que rodeaba los salones de la casa grande, donde se celebraba el banquete,
el conde sentó a comer (con un menú diferente, eso sí) a los dos mil trabajadores
de la hacienda, dispuestos en corros alrededor de hogueras. La cena concluyó con
un espectáculo de fuegos artificiales, que pudo verse desde la bahía de Ana
Chaves y desde la propia ciudad y que dejó a los presentes, especialmente a los
negros, entre maravillados y aterrorizados. Impresionado como el resto, Luís
Bernardo no pudo evitar comparar la modestia de su recepción de la noche
anterior con el lujo espectacular de la cena en la Rio do Ouro. «Es la misma
diferencia que hay entre el presupuesto del Estado en la colonia y el presupuesto
particular del conde», pensó con ironía. Tampoco pudo evitar pensar que los dos
infelices trabajadores de la Rio do Ouro a los que tuvo ocasión de defender en
juicio también estarían sentados por allí, encantados con aquella cena
sensiblemente mejor que la habitual y con los fuegos artificiales que el conde les
había permitido disfrutar, en contraste con la rutina diaria a la que el coronel
Maltez los tenía acostumbrados.
A la hora de los brindis el príncipe se levantó para agradecer la hospitalidad
recibida aquel día, tanto a Henrique Mendonça como al conde de Valle Flor.
Entusiasmado por el ambiente y por el esplendor de la fiesta, «el príncipe se
mostró muy feliz en el brindis», según las palabras de Ayres d'Ornellas. Afirmó
que muchas veces se había sentido orgulloso de ser portugués, pero nunca como
en aquel momento, en que veía la obra de la colonización portuguesa. Todos se
pusieron en pie para aplaudir, con vivas al príncipe, al rey y a Portugal. Todos
mostraban una amplia y conmovida sonrisa, algo torcida a causa del vintage de la
Quinta do Vesúvio. Un observador perspicaz habría notado que sólo la del
gobernador era algo más contenida. Dos meses después de la visita a África, su
majestad el rey, a propuesta del príncipe heredero y de su ministro de las
Colonias, agradecería convenientemente la hospitalidad de los anfitriones de su
hijo en Santo Tomé: el conde de Valle Flor conquistaría, gracias a aquella
inolvidable fiesta, el título de marqués de Valle Flor. Con Henrique Mendonça
resultó más complicado; tras rechazar, por lo ridículo del título, convertirse en
conde de la Boa Entrada, se conformó con ser nombrado par del reino y recibir la
Gran Cruz de Cristo.
El príncipe, el ministro y sus acompañantes se hospedaron aquella noche en la
misma hacienda Rio do Ouro. A Luís Bernardo lo esperaban dos horas de viaje
nocturno en el carruaje del gobernador, que era la segunda vez que utilizaba, con
la única luz de dos débiles lámparas de petróleo junto al banco del cochero. David
aprovechó para pedirle que los llevara a la ciudad, lo que convirtió el viaje en un
suplicio aún mayor. Allí estaba él, a oscuras, en el reducido espacio del carruaje,
acompañado de David y de Ann, tan cerca y tan lejos de ella que un simple roce
de rodillas al pasar por un bache se volvía casi insoportable. Afortunadamente el
agotamiento que invadía a los tres hizo que permanecieran en silencio casi todo el
trayecto, lo que contribuyó a hacer menos penoso el viaje para Luís Bernardo.
Como su dormitorio y las habitaciones de invitados estaban ocupados por el
equipaje del príncipe y de sus acompañantes, tuvo que dormir una noche más en
la planta baja, sobre el colchón instalado en su despacho de trabajo, en la misma
secretaría general del gobierno. Y de nuevo tendría que levantarse al salir el sol,
para estar a las ocho y media de la mañana en la Água Izé, donde esperaban a la
comitiva real, llegada directamente de la Rio do Ouro en barco.
En la Água Izé, la hacienda que había pertenecido al vizconde de Malanza, los
recibió el conde de Souza Faro en nombre de los propietarios, un consorcio
denominado Compañía de la Isla de Príncipe, de la que formaban parte algunos de
los acreedores del arruinado y ya difunto barón. Una vez visitada la hacienda y
servida la comida en la playa aledaña a las instalaciones, donde embarcaban toda
la producción de las siete mil hectáreas de la Água Izé, el conde de Souza Faro
pronunciaría el discurso más político y directo de todos los oídos hasta aquel
momento, pues abordaba sin rodeos el quid de la cuestión de la mano de obra
angoleña. Después de hacer una relación de los privilegios de que, a su entender,
disfrutaban los trabajadores traídos de las selvas de Angola, donde «estaban
sometidos a los más salvajes abusos y gemían indefensos bajo la férrea tiranía de
los bárbaros potentados», el conde-general-administrador, a quien Luís Bernardo
tenía por liberal, aunque sólo fuera en comparación con los de su clase en la isla,
concluyó con una declaración dirigida especialmente al príncipe, al ministro, al
gobernador y al cónsul inglés:
—En tales condiciones, resulta evidente que la repatriación obligatoria de
nuestros trabajadores, pretendida con fines meramente interesados por los que se
oponen a nuestra inmigración, sería un incalificable acto de violencia que ningún
gobierno debería permitir. Su alteza real y el excelentísimo señor ministro pueden
tener la certeza de que, entre nuestros trabajadores angoleños que han formado
una familia aquí (es decir, son casi todos), no habría ni uno que aceptara
abandonar de buen grado su patria adoptiva, por la sencilla razón de que aquí se
les proporciona todo a lo que pueden aspirar. Y de todos es sabido que la patria de
uno está allí donde se encuentra a gusto.
El discurso del administrador de la Água Izé mereció la entusiasta ovación de
casi todos los blancos presentes. El príncipe aplaudió sin dar ninguna señal
aparente de disconformidad. El aplauso del ministro fue caluroso, o eso le pareció
a Luís Bernardo. David Jameson, sentado al otro lado de la mesa, se limitó a mirar
a Luís Bernardo con una sonrisa. Éste, por su parte, se mantuvo inexpresivo, con
las manos apoyadas bien a la vista sobre la mesa.
En cuanto se levantaron todos, Luís Bernardo se acercó a Ayres d'Ornellas y
con un gesto de la cabeza le indicó que quería hablar con él a solas. El ministro se
apartó con él unos pasos y alzó una ceja en una expresión interrogativa. Luís
Bernardo hervía por dentro, pero consiguió mantener la misma calma que había
mostrado en la mesa.
—Me gustaría que me concediera una audiencia en privado, excelencia, para
hablar sobre este discurso y sobre otras cosas que debo comentarle
personalmente.
—Muy bien, amigo. Como sabe, embarcamos a las siete de la tarde. Nos
veremos en el palacio a las seis.
Y se alejó hacia donde estaba el conde de Souza Faro, que en aquel momento
recibía los elogios de varios de los presentes.
A las seis de la tarde el secretario del ministro fue a llamar a Luís Bernardo a
su despacho en la planta baja del palacio. El gobernador salió hecho un manojo de
nervios, dobló la esquina del edificio en dirección a la entrada principal y, cuando
se disponía a cruzar la puerta, se dio de bruces con David, que salía justo en
aquel instante.
—¡David! ¿Qué haces tú aquí?
—Estoy cumpliendo con mis funciones. —Hizo una breve venia irónica—.
Vengo de hablar con el ministro.
—¿Qué? ¿Quieres decir que te ha recibido sin estar yo presente y sin tan
siquiera avisarme?
—¡Tranquilo, tranquilo! No te han traicionado. Fui yo quien pidió una
entrevista con él en privado.
—¿Que lo pediste tú? ¿Y aún te atreves a decir que no me han traicionado?
¿Lo que me has hecho no te parece una traición? Tú, que eres mi amigo, que
conoces la situación en que me encuentro aquí, que escuchaste el discurso que
ese tal Souza Faro pronunció delante de mis narices. ¿Eso no es una traición?
Entonces, ¿por qué has querido hablar con mi ministro sin estar yo presente?
Estaban los dos parados en la puerta, frente a frente. Luís Bernardo estaba
casi fuera de sus casillas. David se mantenía sereno, con una expresión que casi
parecía de compasión hacia él. Lo miró fijamente a los ojos, lo apartó con
suavidad con el brazo y dijo:
—¿Quién eres tú para hablar de traición, Luís? Con permiso.
Luís Bernardo se quedó mirándolo mientras atravesaba la verja del jardín y se
alejaba. «¡Éste es el final de una amistad!», pensó. El secretario del ministro
volvió a llamarlo; su excelencia lo esperaba.
El ministro lo recibió a solas en el que era el despacho de Luís Bernardo. Allí
estaban sus cuadros, sus fotografías, su gramófono y sus discos. Allí estaba lo que
había sido su pequeño, pequeñísimo mundo durante aquellos terribles diecisiete
meses. Le provocaba una sensación extraña que el otro lo recibiera como si fuera
el dueño de sus cosas. Ayres d'Ornellas lo invitó a tomar asiento con un gesto.
—Bien, amigo Valença, ¿de qué quería hablarme?
—Acabo de cruzarme en la entrada con el cónsul de Inglaterra. Antes de
nada, señor ministro, me gustaría que me dijera cuál es ese asunto tan reservado
del que tenían que tratar sin que yo me enterara.
Ayres d'Ornellas lo observó con interés. Era la habitual mirada fría,
indagadora, de quien está acostumbrado a intentar descifrar señales en los demás
antes de que hablen o se queden callados.
—Fue su amigo, el señor David Jameson, quien me pidió que lo recibiera a
solas y yo no vi ningún motivo para oponerme. Pero no se preocupe, que ni yo
tengo por costumbre quebrantar la lealtad debida a los que están a mis órdenes, y
menos ante extraños, ni su amigo inglés me ha revelado ningún secreto sobre
usted. A decir verdad, no me ha dicho nada que no supiera ya.
—¿Qué le ha dicho, señor ministro? ¿Puedo saberlo?
—Claro que sí, aquí no hay ningún secreto. El cónsul inglés ha venido a
decirme que, en su opinión, existe trabajo esclavo en Santo Tomé; que los
trabajadores sólo continúan en las haciendas por la fuerza y porque no tienen
manera de escapar, y que si la renovación de los contratos se hace de forma seria
todos o casi todos se marcharán. Exactamente lo contrario de lo que acabamos de
oír decir al general Souza Faro y de lo que dice mucha otra gente.
Luís Bernardo se quedó callado. Se acordó de que David le había prometido un
día que no daría aquel paso sin avisarle antes para permitirle la salida honrosa de
presentar previamente su dimisión, pero aquéllos eran otros tiempos.
—Sospecho —agregó Ayres d'Ornellas, que hablaba pausadamente— que
comparte usted su opinión, ¿no es así?
Había llegado la hora de la verdad. Luís Bernardo sentía un torbellino de ideas
y emociones en la cabeza, pero en el fondo le parecía que era muy poco lo que
podía salvar: su honra, claro; para el orgullo ya era tarde, y para el éxito con que
había soñado, infinitamente tarde. Así pues, de perdidos, al río.
—No en todos los casos, pero en general sí, también es ésa mi opinión.
El ministro suspiró. También él estaba exhausto después de aquellos tres días
de visita en Santo Tomé. Le apetecía volver a la vida recogida, incluso monótona,
del África, navegar por aguas tranquilas hasta Mozambique, retirarse solo a su
camarote, donde podría escribir cartas a su mujer y tomar notas en su diario.
—En fin, Valença, si eso es lo que piensa, no sé qué decirle. Confiábamos en
que usted podría cambiar lentamente la situación, de modo que las cosas llegaran
a un estado razonable, sin que eso supusiera la ruina de las explotaciones
agrícolas, que, lo sabe tan bien como yo, no pueden permitirse una fuga en masa
de sus trabajadores. Admito que era un equilibrio difícil de conseguir, pero se
pensó que, si había alguien capaz de lograrlo, ése era usted. Y ahora viene a
decirme que nada ha cambiado...
—Es difícil cambiar algo cuando la resistencia que uno encuentra no permite
el menor cambio. Y cuando el administrador general, que es la persona que
debería velar en primer lugar por los derechos de los trabajadores de las
haciendas, está compinchado con los hacendados más retrógrados. Recuerde,
señor ministro, que ya le expliqué todo esto en un informe que le escribí poco
después de su toma de posesión.
—Sí, sí, me acuerdo de aquel informe. Muy grandilocuente, si me permite la
observación, pero poco práctico a la hora de ofrecer soluciones concretas.
—Pero ¿qué soluciones concretas? Yo no vivo en las haciendas, no las
administro, no superviso personalmente las condiciones de trabajo de los
empleados, eso es competencia del administrador general. Si ni él ni los
administradores de las haciendas creen necesario cambiar nada y lo único que les
preocupa, como acabamos de oír al conde de Souza Faro, es que el gobierno no
permita la repatriación de sus trabajadores a Angola, ¿qué puedo hacer yo? Los
recibí aquí, visité a todos en sus haciendas, hablé con ellos, les escribí, les
expliqué que mi opinión o la suya no importaban, que lo primordial era la opinión
que se formara el cónsul inglés. ¿Qué puedo hacer si, después de todo eso,
encima tengo que salir corriendo a Príncipe, con un destacamento militar reunido
a escondidas, para aplacar sin derramamiento de sangre ni escándalo una
revuelta de trabajadores de una hacienda donde los trataban a latigazos y, para
mayor desgracia, me encuentro con que el cónsul inglés ha acudido allí para
presenciar el espectáculo?
—Sí, también me han hablado de eso. ¿Qué hacía allí el cónsul inglés,
Valença?
Luís Bernardo se sintió insultado.
—Su excelencia no estará insinuando que fui yo quien le avisó, ¿verdad?
—Yo no estoy insinuando nada, pero el simple hecho de que alguien me lo
haya insinuado demuestra hasta qué punto usted, Valença, ha alimentado la
opinión de que estaba del lado del inglés y en contra de nuestros colonos. O sea...
—Eso, excelencia —lo interrumpió Luís Bernardo, que notaba cómo le hervía
la sangre—, es tremendamente injusto e incluso ofensivo. Yo no me he puesto del
lado de nadie. Desde el primer día estoy del lado de mi misión, que, según las
palabras de don Carlos en Vila Viçosa, consistía en convencer al mundo,
empezando por el cónsul inglés, de que Portugal no tiene trabajo esclavo en
Santo Tomé y Príncipe. Eso fue lo que se me pidió y eso fue lo que acepté hacer.
Nada más.
—No. También se le pidió que tuviera en cuenta las condiciones particulares
de la economía de Santo Tomé y que la prosperidad de la colonia no puede
mantenerse sin mano de obra.
—¿Esclava?
—¡No; no es esclava! —Esta vez fue Ayres d'Ornellas quien se irritó y levantó
la voz—. ¡No es mano de obra esclava! Pero entre eso y la hipocresía humanística
de los ingleses, a los que, como usted sabe, sólo les preocupa la competencia
comercial con sus propias colonias, hay una gran diferencia. En esa diferencia
tenía que haber centrado su trabajo con el inglés, no en la defensa de un mundo
perfecto que no existe aquí, ni en África ni en ninguna colonia de su graciosa
majestad británica. ¡Se le pedía tacto y sensatez, y usted ha intentado exigir la
revolución de buenas a primeras, mientras el inglés, rendido a sus encantos,
esperaba a que usted obrara el milagro!
Luís Bernardo se quedó petrificado. Por fin había descubierto qué esperaban
en realidad de él. Había sido necesario que llegara de Lisboa un político
inteligente y con una visión estratégica de la administración colonial para hacerle
comprender cuál era su verdadera misión.
—En ese caso, señor ministro, creo que la única salida que me queda es
presentar mi dimisión, que espero acepte de forma inmediata.
Ayres d'Ornellas se quitó las gafas empañadas por la humedad, sopló en los
cristales y se puso a limpiarlos lentamente con un pañuelo que había sacado del
bolsillo superior de su levita de color crema.
—Escúcheme bien, joven. Voy a serle totalmente sincero. Tenemos un grave
problema entre manos, sin solución aparente, pero no por eso quiero que se
entregue o se humille. No acepto su dimisión, porque eso no resolvería nada y
tampoco contribuiría a mejorar las cosas, ni para usted ni para nosotros. Para
usted sería una rendición sin honor; para nosotros sería inútil buscar a alguien
que, de aquí a final de año, estuviera en mejores condiciones que usted para
intentar que el informe que el señor Jameson ha de enviar a su gobierno sea lo
menos perjudicial posible para nuestros intereses y nos abra la posibilidad de
negociar y llegar a un acuerdo. Su misión no ha acabado; sólo está a un paso del
fracaso y le doy una última oportunidad para intentar minimizarlo.
—Dudo que yo pueda influir aún en algo en las conclusiones del señor
Jameson, excelencia...
—Quizá sí o quizá no. Esta visita del príncipe heredero ha sido un notable
éxito político, y se lo debemos a usted. Eso favorece su imagen entre la colonia,
incluso entre sus enemigos, y nos favorece internacionalmente. Aún puede
aprovechar ese estrecho margen de maniobra, siempre que sepa mantener con el
señor Jameson las relaciones adecuadas a la situación.
Luís Bernardo lo escuchaba ahora atentamente; el ministro no era tonto.
Quizá pretendía proponerle una salida que sólo por arrogancia podría rechazar.
—¿Qué clase de relaciones, excelencia?
—¿No se ofenderá si le doy una respuesta sincera?
—Ya no tengo nada que perder, señor ministro.
—Sí tiene cosas que perder; aun así, le conviene escucharme. Comprendo que
un hombre culto como usted, que llevaba en Lisboa una vida de lujos y
comodidades, al verse aquí, en este desierto vegetal, haya entablado una relación
de amistad, incluso de amistad íntima, con la única persona a la que encontró de
su nivel. En principio, el hecho de que esa persona fuera el representante de
nuestros adversarios no tendría que haber sido ningún inconveniente. Al
contrario, seducir al cónsul que nos mandaba Inglaterra para conspirar contra
nosotros podría parecer incluso una buena política.
—Entonces, ¿qué ha fallado?
—Lo que ha fallado, amigo gobernador, es que usted no se ha limitado a
seducir al enemigo, sino que también ha seducido, y en sentido literal, a su
bellísima mujer.
Luís Bernardo no movió ni un músculo de la cara. Dejó que el ministro
continuara, como si fuera un padre riñendo a su hijo.
—Y al hacerlo ha convertido a un amigo en un enemigo. He estado con él hace
un momento y se lo puedo asegurar. Usted sabrá por qué razón, en lugar de
pegarle un tiro (lo cual, a pesar de todo, sería para usted un honroso final por
amor), ha preferido amenazarme con un informe devastador para nuestros
intereses y para el prestigio de su mandato.
Luís Bernardo, que había entrado a hablar con el ministro con semejante
rabia que se había creído capaz de cualquier cosa, se sentía ahora como un
salteador atrapado en su propia trampa. Con una profunda sensación de pesadez,
prefirió rendirse ante el ministro, en la intimidad de aquella sala, a rendirse ante
el mundo entero, a plena luz del día.
—Entonces, ¿qué me aconseja, excelencia?
—Que cumpla su mandato hasta el final, como se comprometió ante su rey.
Que siga defendiendo lo que crea justo y adecuado ante los colonos. Y que
mantenga con su ex amigo, el señor Jameson, una relación leal, de hombre a
hombre, para que éste se sienta en la obligación moral de guiarse por los hechos,
no por sentimientos, de decidir con sensatez, no con despecho.
Una hora más tarde, Luís Bernardo estaba en el pontón de madera que hacía
las veces de desembarcadero de la ciudad y la isla para despedirse del ministro, el
príncipe y los otros cinco miembros de la comitiva de visita a las colonias de
África. Antes de embarcar don Luis Felipe lo cogió del brazo y le dijo:
—Señor gobernador, informaré a mi padre del magnífico recibimiento que nos
han brindado en Santo Tomé y Príncipe. Estoy seguro de que se sentirá
agradecido y feliz al confirmar que eligió a la persona adecuada para un cargo tan
difícil como el suyo. En nombre de Portugal quiero darle las gracias por haber
estado a la altura, e incluso por encima de nuestras expectativas, durante estos
días históricos en que, por primera vez en casi cien años, un miembro de mi
familia ha pisado territorio nacional de ultramar.
Luís Bernardo volvió a sorprenderse por el aspecto casi infantil del príncipe;
su discurso era acorde con su edad y con la educación de gobernante que había
recibido casi desde su nacimiento, pero no con su rostro infantil, que parecía
agradecer los días de fiesta que le habían proporcionado.
—Soy yo, alteza, quien le agradece, en nombre de todos los habitantes de
Santo Tomé y Príncipe, el inolvidable honor que nos ha hecho y la inmensa
alegría que ha traído a la isla y de la que su alteza puede dar fe. Para mí es un
motivo de enorme orgullo que las casualidades de la vida y los designios del
Señor me hayan reservado el honor de recibir a su alteza como gobernador de
estas islas. Le ruego que, a su regreso, comunique a su majestad el rey que no
pasa ni un solo día sin que me acuerde de nuestra conversación en Vila Viçosa y
de la tarea que me encomendó.
—Le transmitiré su recado, se lo prometo.
Don Luis Felipe le tendió la mano y le dio un vigoroso apretón. Alzó el brazo
para despedirse de los presentes, subió al bote y, como había hecho a su llegada,
se puso al timón y dio la orden de partida. Ayres d'Ornellas se despidió desde el
bote con una inclinación de la cabeza y un gesto con el que a Luís Bernardo le
pareció que pretendía darle ánimos. Después aquellos tres infernales días llegaron
a su fin.
Luís Bernardo observó desde el pontón los preparativos y maniobras del África
para zarpar. Justo cuando el sol se ponía en el horizonte, el barco blanco y negro
enfiló la salida de la bahía, pitó tres veces y puso rumbo a poniente, en dirección
a mar abierto, donde lo esperaba la noche marina. Luís Bernardo permaneció allí
hasta el final, solo, más solo que nunca, como si toda la isla se hubiera quedado
desierta de repente y, por entre los signos de abandono y soledad, él buscara
señales del paso de Ann para no morir de locura.
Capítulo 17

C on el África se habían marchado también las últimas ilusiones de Luís


Bernardo. Si en algún momento había albergado la esperanza de que el
ministro, o incluso el príncipe heredero, mostrara su apoyo firme y explícito a la
política del gobernador frente a la intransigencia y la hostilidad de los colonos, esa
esperanza se había desvanecido. No porque el ministro hubiera condenado, en
público o en privado, su modo de gobernar. Pero en este caso su silencio equivalía
cuando menos a una falta de apoyo. Permitía que siguieran en aquel callejón sin
salida y que continuara el pulso que mantenía con los administradores de las
haciendas, a quienes se sumaba el administrador general, Germano Valente. Luís
Bernardo necesitaba una victoria contundente que pudiera presentar para
defender su política, y esa victoria sólo podía llegar con la garantía o la esperanza
de que, gracias a su esfuerzo, el informe de David no sería demoledor para las
expectativas del gobierno portugués. Pero David lo había dejado en la estacada.
Según el ministro, por despecho, por venganza personal. A Luís Bernardo no se le
había pasado por la cabeza aquella posibilidad, siempre había creído que David,
en caso de presentar un informe negativo para Portugal, lo haría por convicción,
nunca movido por razones personales relacionadas con él. No porque los uniera
una vieja amistad, sino más bien por una especie de «honor de caballeros», que
impedía mezclar ambos asuntos. Sí, era cierto que había traicionado a su amigo al
seducir a su mujer, pero por una vez en la vida no lo había hecho a la ligera, por
capricho, vanidad o simple deseo, sino por amor. ¿Quién podía condenarlo por
haberse enamorado de Ann? ¿Qué hombre no se habría enamorado de una mujer
tan fascinante? Y más allí, donde todo era diferente, desde las urgencias físicas
hasta las reglas sociales de comportamiento. Allí, donde todos los instintos eran
voraces, donde el deseo crecía como las pequeñas plantas, que se convertían en
árboles de un día para otro, donde los negros se paseaban casi tan desnudos como
los animales, donde el calor, la modorra y la distancia diluían poco a poco lo que
en otro lugar estaría fijado por normas y convenciones acatadas sin esfuerzo. Allí,
donde cualquier mujer acababa volviéndose deseable para un hombre solo y
donde la simple presencia de Ann se convertía en una tortura para cualquiera.
Claro que entre el deseo y su consumación hay una gran distancia, que es moral,
más que fruto de una convención social. En su descargo podía alegar que David
era consciente de las particularidades de su relación matrimonial, pero eso era
algo que Luís Bernardo no podía explicar al ministro ni a sus detractores. Seguro
que David había visto, presentido o adivinado que había sido Ann la principal
impulsora de aquella aventura. Ella no se sentía atada a ninguna obligación en
ese sentido y fue esa libertad la que arrastró a Luís Bernardo. Era el precio que
David había aceptado pagar para tenerla a su lado, porque, de acuerdo con un
criterio moral, él ya la había perdido al deshonrarla en la India. Como prometió,
ella no lo había abandonado y él, a cambio, no hizo nada para interponerse en su
relación con Luís Bernardo; ése era el trato implícito entre ambos, en el que se
basaba su matrimonio. Entonces, ¿querría exigir a Luís Bernardo lo que no podía
exigir a su propia esposa? Y si resultaba que también ella se había enamorado de
Luís Bernardo, ¿quién se estaría portando peor: el amigo que se convertía en el
amante y en el objeto del deseo de su mujer, sin que él tuviera autoridad moral
para impedirlo, o él mismo, que la mantenía encadenada a su compromiso, a
sabiendas de que se había entregado a otro en cuerpo y alma? ¿Por qué tenía que
ser Luís Bernardo quien renunciara a Ann? ¿Y en nombre de qué, a cambio de
qué? ¿De la vaga esperanza de que eso hiciera que David fuera más benevolente
con los intereses políticos de Portugal y los intereses profesionales de Luís
Bernardo? ¿Qué nombre darle a eso, a esa renuncia por interés, a esa
componenda indigna que le había propuesto el ministro?

El final de fiesta siempre es un momento triste. Los que habían venido de la


metrópoli volvieron a Lisboa en línea regular, mientras la comitiva del príncipe
proseguía su largo viaje de tres meses, que los llevaría a continuación a Angola,
Mozambique, Sudáfrica y, de regreso, Angola de nuevo y, por último, Cabo Verde.
En Santo Tomé se instaló una nostalgia omnipresente después de aquellos tres
días de fiesta, mientras la ciudad se despojaba de sus adornos y de los recipientes
utilizados para la deslumbrante iluminación pública de aquellas noches. Se volvió
a la penumbra de las escasas lamparillas de petróleo que ardían en la fachada de
algunas casas o en las esquinas de ciertas calles, se limpió la alfombra de flores
que cubrían el suelo y que no tardaron en pudrirse con el sol y desmontaron y
guardaron los arcos de madera que habían engalanado la entrada de las calles
principales. La isla volvía a estar sola, aplastada por el ecuador, a la espera de los
siguientes barcos y abandonada a su suerte de siempre.
Mientras la ciudad se quitaba su traje de fiesta, Luís Bernardo se sumía en un
sopor melancólico. Había recuperado, no sin satisfacción, su habitación en el piso
de arriba, que durante aquellos días había estado al servicio del marqués de
Lavradio, y vio cómo la casa recobraba de forma natural su rutina habitual, sus
horas de luz y de sombra, sus ruidos y silencios, sus noches de verano, por fin
despejadas. Sentía un vacío abismal, una tristeza absoluta y viscosa, pegada a los
huesos como una enfermedad. Ni siquiera salía de casa y veía pasar las horas
vagando por las estancias como un alma en pena, sofocado por un calor que le
robaba el aire, incluso cuando se sentaba por la noche en el balcón. Se arrastraba
sin rumbo, sin sentido, sin horizonte. Si todo discurría como era de esperar, aún
le quedaban dieciocho meses de trabajo allí, exactamente la mitad de su tiempo
de exilio. Tendría que sobrevivir hasta ese día.
Una noche, después de cenar, se sentó a su escritorio y se decidió a lanzar un
SOS por mar. Para João.

Querido amigo:
Creo que nunca en toda mi vida había necesitado
tanto estar contigo, tener un amigo a mi lado. Perdona
que te suplique con tanta franqueza pero, créeme, no
lo haría si no sintiera que estoy en el límite de mis
fuerzas. Aún me quedan dieciocho meses de destierro,
mi misión se encamina hacia un estruendoso fracaso,
la mujer de la que desgraciadamente me he
enamorado, como nunca en toda mi vida, se ha vuelto
inaccesible a causa de los supremos intereses de la
nación y la isla ya no tiene secretos ni misterios para
mí, sólo dolor y el mínimo consuelo de saber que por lo
menos también ella, esa mujer inalcanzable, sigue
aquí, respira el aire que respiro y se asfixia por la
misma falta de aire que yo siento. João, por lo que más
quieras, si vieras alguna posibilidad de perder parte de
tus vacaciones, aun sabiendo el sacrificio que eso
representaría, te ruego que vengas a verme. Aunque
sólo sean quince días, una semana, hasta que parta el
siguiente barco, lo justo para devolverme la esperanza
de que hay vida después de esto. No te preocupes por
el dinero; yo te pago el pasaje. Te aseguro que es un
precio muy bajo por mi salvación.
Dime a vuelta de correo si puedo contar con esa
débil esperanza, o si debo arrojarme a los tiburones en
una de estas angustiosas noches en que no soporto
seguir viendo este mar sin fin frente a mi ventana.
De tu más ecuatorial y solitario amigo,
Luís Bernardo

El simple hecho de escribir la carta lo animó y, a la mañana siguiente, se


levantó de mejor humor. La resignación que lo había invadido se fue tan rápido
como llegó y su lugar lo ocupó un súbito deseo de hacer cosas y aprovechar el
tiempo que le quedaba para llevar a cabo proyectos que hicieran que su nombre
fuera recordado en los anales de las islas, ya por vanidad, ya por una simple
voluntad de matar las horas. Se acordó de dos ideas en las que había pensado
meses atrás sin gran convicción y las desempolvó con el firme propósito de
ponerlas en práctica: dotar a la ciudad de luz eléctrica y sustituir el ruinoso
caserón que hacía las veces de hospital por uno nuevo. Después de constatar que
el alcalde era un hombre emprendedor y más dado a las acciones prácticas que a
las intrigas de la política local, lo citó para una reunión junto al secretario de
Obras Públicas y lo informó de sus proyectos. Por desgracia, la prensa republicana
no mentía al hablar de los costes del viaje del príncipe heredero: en el caso de
Santo Tomé, había dejado las arcas —tanto las del gobierno de la colonia como las
del ayuntamiento— totalmente vacías. Aun así, Luís Bernardo no se dejó vencer
por aquel primer contratiempo. Dispuso que se completaran cuanto antes los
estudios de los arquitectos e ingenieros para el futuro hospital y mandó que
presupuestaran su coste, así como el de la electrificación de la ciudad, desde el
desembarcadero hasta el palacio del gobierno. Después comenzó a incordiar a
Lisboa con telegramas semanales para pedir que restituyeran al presupuesto de
su gobierno por lo menos la cantidad gastada en la recepción del príncipe de
Beira. Al mismo tiempo se puso en contacto con algunos bancos de Lisboa y con la
Compañía de Electricidad a fin de que evaluaran la posibilidad de abrir una línea
de crédito a la colonia para la electrificación de su capital, que después podrían
amortizar con las ganancias de la explotación de la red eléctrica entre particulares
y empresas. Discutió con el alcalde sobre cuáles serían los mejores lugares para
construir el hospital y la central eléctrica, se reunió con el delegado de Salud y
con los dos médicos de la ciudad para planear el futuro hospital, exigió presteza y
progresos diarios y palpables a los responsables de los proyectos de arquitectura e
ingeniería. El tiempo restante lo ocupaba en despachar, con una furia salvaje,
todo el trabajo pendiente, revisar y firmar todas las cuentas y facturas de su
gobierno, estudiar y resolver todas las cuestiones de personal, administrativas y
aduaneras. Absorbió el trabajo como una esponja, cualquier gestión que
emprendía por la mañana en su despacho ya estaba lista esa misma tarde, a un
ritmo que la propia secretaría no era capaz de seguir. Cuando ya no quedaba
nada pendiente sobre su escritorio, mandaba ensillar su caballo y salía a pasear
hacia el norte, donde sabía que era improbable encontrarse con Ann.
Durante aquel tiempo ella le había mandado un par de notas por medio de
una negrita que le hacía de mensajera. En la primera le pedía que se encontraran
en la playa de costumbre; él respondió que no podía, que el trabajo lo tenía
absorbido. Tres días después, le mandó una segunda nota en la que le rogaba que
dijera él dónde y cuándo podían verse; respondió que, cuando pudiera, le
avisaría. Pero una tarde, casi al anochecer, cuando Luís Bernardo volvía a pie de
la ciudad, se topó con ella al doblar la esquina de la plaza aledaña al palacio del
gobierno. Ann iba a caballo, con pantalones y botas de montar, seguida un poco
más atrás por Gabriel, a lomos de otro caballo. Luís Bernardo se quedó con la
duda de si lo estaba esperando o simplemente pasaba por allí. Se detuvieron uno
enfrente del otro, él a pie, ella a caballo. Ann sonrió con una mezcla de ironía y
tristeza.
—¡No es una ciudad tan grande, Luís! ¿Hasta cuándo pensabas seguir
evitándome?
Hablaba en inglés y, antes de responderle, Luís Bernardo se volvió hacia
Gabriel, que se había detenido a corta distancia. Parecía curado de sus heridas,
mostraba un aspecto cuidado y saludable, y Luís Bernardo volvió a constatar que
era un negro apuesto, alto, con el torso de músculos prominentes que brillaban
bajo la camisa semiabierta y unos ojos inteligentes, grandes, de enormes iris
negros sobre un fondo blanco. Saludó a Ann con un gesto de la cabeza, pero se
dirigió primero a Gabriel.
—¿Cómo estás, Gabriel? Veo que la señora Ann y el señor David te tratan
bien...
—Estoy bien, gracias, señor gobernador. Sí, me tratan bien. Le agradezco que
me haya dejado quedarme en casa del señor David.
Luís Bernardo asintió con la cabeza. Entonces intervino Ann:
—Puedes irte a casa, Gabriel. Yo volveré sola... o me acompañará el señor
gobernador.
Él pareció dudar por unos segundos, después tiró de las riendas del caballo y
se despidió:
—Buenas tardes, señor gobernador.
—Adiós, Gabriel.
Ann había desmontado y sujetaba el caballo por la brida. Cuando vio que el
negro se había alejado lo suficiente, se volvió hacia Luís Bernardo.
—¿Qué pasa, Luís?
Luís Bernardo lanzó un hondo suspiro. En aquel momento habría deseado que
ella no fuera tan perdidamente hermosa, que nunca se hubieran enamorado el
uno del otro, que él no guardara en su cuerpo, como cicatrices incurables, las
marcas y el recuerdo del cuerpo de ella. Pero ya era tarde.
—¿La verdad, Ann?
—La verdad, Luís. Creo que me la merezco, ¿no?
—La verdad es que te quiero, más que nunca. La verdad es que eso es
irremediable. La verdad es que no pasa un solo día (ni una mañana, ni una tarde,
ni una noche enteras) sin que te eche de menos desesperadamente. Y la verdad
es que sólo hay una solución para eso: que subas en el próximo barco conmigo y
huyamos. No lo harás nunca, ¿verdad?
Ann lo miró como si no lo reconociera.
—¿Ese es el precio que he de pagar? ¿Es un chantaje, Luís?
—No, Ann; no es un chantaje. Es el final de la línea. Es lo único que aún
podría tener sentido, lo único que nos podría salvar.
—Luís, nunca te he mentido, siempre te lo he contado todo. Tú sabes que
prometí a mi marido que nunca lo dejaría.
—También yo he prometido muchas cosas, Ann, a los demás y a mí mismo.
Cosas que no puedo cumplir o a las que estaría dispuesto a renunciar por ti.
Casi había caído la noche y en la penumbra un grupo de tres personas que
pasaban por allí los saludó. Luís Bernardo les devolvió el saludo, tan distraído que
ni siquiera se fijó en si eran blancos o negros, conocidos o desconocidos. Sólo vio
que los ojos de Ann estaban arrasados de lágrimas, que el sol se ponía en el mar,
recortado detrás de ella, y que la última luz del poniente daba un brillo dorado a
su cabello.
—Sí, Luís, puedo dejar a David por ti. Sé que puedo, sé que te quiero lo
suficiente para hacerlo, sé que no hay nada que desee más, todos los días y todas
las noches, como tú dices. Pero no puedo hacerlo ahora. Hay una diferencia entre
dejarlo y abandonarlo. Puedo dejarlo cuando termine su misión aquí, cuando
cumpla su castigo y pueda volver a llevar una vida decente, en la India o en
Inglaterra, y ser de nuevo una persona admirada y respetada por sus cualidades.
Puedo dejarlo cuando sienta que ha recuperado su amor propio y de nuevo es
capaz de valerse por sí mismo. Pero si lo dejara ahora, si tomara ese barco
contigo y lo dejara solo aquí, en Santo Tomé, lo estaría abandonando, se quedaría
indefenso, y sé que él no lo soportaría. ¡Si me amas de verdad, Luís, entiéndeme,
por favor!
—¿Y mientras tanto sigo siendo tu amante, sigo saludándolo como si no
pasara nada, como si toda la ciudad no comentara a nuestras espaldas que lo
engañas conmigo, que yo lo traiciono por el día, de vez en cuando, en nuestra
playa, y él me traiciona todas las noches o cuando quiere, en vuestra cama?
—¡Cállate, cállate, Luís! ¡No tienes derecho a decirme eso, no sabes lo que
dices! —Ann lloraba a lágrima viva y hablaba entre sollozos, totalmente fuera de
sí, en un estado en que él nunca la había visto.
—¿Que no sé lo que digo? ¿Acaso lo que he dicho no es verdad?
—¡Claro, la verdad! Perdona que te lo diga, Luís, pero en eso David y tú sois
muy parecidos: ¡muchos principios y pocos sentimientos! ¿Qué sabrás tú de la
verdad? ¿Crees que eres el único que sufre? ¿Crees que yo no sufro, más que
todos? ¿Crees que David no sufre, quizá más que yo incluso?
—Sí, ya sé que sufre. Sufre tanto que fue a insinuarle a mi ministro que, por
culpa de nuestra relación, en su informe a Londres dirá que aquí hay trabajo
esclavo, con lo cual me condenará a volver a Lisboa fracasado y calumniado. ¿No
lo sabías?
—No; no lo sabía, pero tampoco me extraña. Es natural que luche por mí con
las armas que tiene a su alcance...
—¿Y las mías, Ann? ¿Qué armas tengo yo para luchar por ti?
—Tienes mi amor.
—Tu amor... ¿Sabes para qué sirve tu amor? Para que tu marido insinúe a mi
ministro que ésa es la causa por la que va a ensañarse con nosotros en su
informe y para que el ministro, acto seguido, me aconseje que me aleje de ti, por
el bien de la patria y de mi reputación, para ver si así tu marido cambia de
opinión y se muestra más benevolente con nosotros. De eso, ni más ni menos,
depende el resultado de mi misión, el resultado de este año y medio pudriéndome
aquí: de los celos de tu marido...
—Tú no lo conoces, David nunca haría eso. Jamás hará un informe que no
esté basado en sus convicciones.
—No importa si David piensa hacerlo o no; el caso es que fue eso lo que
insinuó al ministro y el ministro lo creyó. Ahora éste piensa que, si perdemos el
contencioso con Inglaterra, no será porque David crea sinceramente que hay
trabajo esclavo en Santo Tomé, como lo creo yo también, sino porque soy el
amante de su mujer. Es decir, que por un lío de faldas he dado al traste con mi
misión y he fallado a quienes confiaron en mí.
Ann se quedó mirándolo, perpleja. De repente lo veía todo claro.
—¿Así que es por eso por lo que me evitas?
—Sí.
Ella dio media vuelta, sin decir nada. Agarró el cuello del caballo por la crin y,
tras poner el pie izquierdo en el estribo, tomó impulso y subió a la silla en un
movimiento sincronizado y perfecto. Desde lo alto de su montura volvió a mirar a
Luís Bernardo.
—Ése es tu problema, Luís. Yo tengo el mío. David tiene el suyo. Todos
tenemos uno. No puedo ayudarte en eso. No tomaré el próximo barco contigo,
pero quizá algún día lo haga. Pero si me amas, Luís, tendrás que luchar por eso.
Ladeó el cuello del caballo y comenzó a alejarse. Primero al paso, después a
un trote corto y, ya al final de la plaza, a un galope sincopado. Se desvaneció
poco a poco en la oscuridad, mientras los cascos del caballo golpeaban como
martillazos sordos en el pecho de Luís Bernardo.

***

João respondió a su carta a vuelta de correo, como Luís Bernardo le había


pedido. Lo sentía mucho, pero no podía ir ese verano. El trabajo en el despacho
no le permitía más que una semana de vacaciones, que ya había planeado pasar
en la playa de Granja, con hotel reservado y todo. De todas formas, con una
semana no tenía ni para llegar a Santo Tomé. «Quizá en Navidad —escribía, y
añadía—: ¡Aguanta hasta entonces!»
Con el correo le llegó también la prensa de Lisboa, por la que Luís Bernardo
pudo concluir que, a pesar de la efervescencia política del momento, el país que él
conocía disfrutaba tranquilamente de sus vacaciones, como siempre. Unos en la
playa y otros instalados en sus casas de campo, donde cada año los esperaban
criados, muebles familiares y pequeñas altas autoridades locales. Otros iban a
tomar baños termales, como el rey don Carlos, responsable de que él se estuviera
asfixiando en aquel infierno tropical. Aquel verano de 1907, el monarca pasaba
un tranquilo mes de vacaciones en las termas de Pedras Salgadas, instalado con
su séquito —del que estaban excluidos su mujer y sus hijos— en el hotel local,
entretenido con baños termales, tiro de pichón, paseos en su nuevo automóvil, un
Peugeot de 70 caballos, veladas de bridge o de piano y en ocasionales bailes de
pueblo. La prensa monárquica alababa la «sencillez natural» del rey, que buscaba
el contacto con el pueblo y la gente de la tierra; la prensa republicana
aprovechaba la ocasión para resaltar la evidente incapacidad natural del rey para
preocuparse de nada que no fueran frivolidades mundanas, y Luís Bernardo no
podía evitar darles la razón. A pesar de las palabras de despedida del príncipe
heredero al partir de Santo Tomé, sentía que su señor padre lo había mandado
allí y se había olvidado de él rápidamente.
Luís Bernardo vivió aquel interminable verano más solo que nunca, incapaz
de encontrar sentido a las cosas. Incluso los paseos hasta la playa, que hasta ese
momento siempre habían sido un remedio contra las preocupaciones, pues le
devolvían una especie de alegría instintiva de niño, se habían convertido en
penosos suplicios nostálgicos. Le daba por hablar solo, como si hablara con Ann, o
por verse desde fuera, como si fuese ella quien lo mirara, representaba una
especie de obra de teatro para un público invisible, se zambullía en el agua y, al
salir a la superficie, se volvía de repente hacia la orilla con la necia esperanza de
verla allí, sentada en la arena, observándolo, como la primera vez. Sin embargo,
cuando daba media vuelta sólo veía el vacío de la playa, ninguna huella de sus
pies en la arena, ningún caballo atado a un árbol junto al suyo, ninguna voz que
rompiera aquel silencio, nada, sólo una imagen lejana, empañada por las lágrimas
que se mezclaban con la sal del mar y le nublaban la vista.
Desde que se levantaba hasta que se acostaba resonaba en su cabeza una
frase que lo torturaba, lo distraía, lo paralizaba, lo aplastaba; un grito que se
perdía en un abismo sin fondo y que día tras día le sonaba más distante, como un
eco que se desvanece lentamente; era la frase que le había dicho Ann: «Si me
amas, Luís, tendrás que luchar por eso.» Luchar, pero ¿cómo?, ¿hasta cuándo?,
¿con qué esperanza?, ¿con qué horizonte? Santo Tomé era tan pequeño que
parecía increíble que pudieran pasar semanas, meses, sin encontrarse. Pero así
era: no había un paseo, no había restaurantes, clubs ni veladas para hacer vida
social, y para dos amantes oficialmente clandestinos no había ninguna
oportunidad de amor más allá de la propia clandestinidad. Al cabo de unas
semanas Luís Bernardo no soportó más el vacío, el silencio, la playa desierta, los
paseos a caballo cerca de la casa de Ann con la vana esperanza de verla. Llegó a
la conclusión de que su franqueza con ella le había hecho perderla para siempre,
que la había forzado a tomar una decisión y ella, por miedo, había reculado. Que
en aras de la comodidad, de la paz, Ann había decidido renunciar a él y volver a
su matrimonio con David. La imaginaba sosegada, algo triste quizá, pero al fin
reconciliada consigo misma, con la conciencia tranquila y el orgullo vengado, de
regreso a lo único que le ofrecía seguridad y solidez, que era su matrimonio. Lo
suyo con él no había sido más que un devaneo, una aventura incierta y una tenue
posibilidad de felicidad que, de haberse consumado, habría provocado el dolor de
una tercera persona; David representaba un pasado feliz y esplendoroso y un
futuro protegido, en el que él siempre estaría a su lado y ella podría decir «mi
marido» con la cabeza alta. No lo aguantó más y le mandó una breve carta, donde
cada frase, cada palabra, fue escrita y reescrita infinidad de veces, de forma que
pudiera interpretarse como una declaración de amor sin llegar a ser una súplica,
pero también como una amenaza velada que no sonase a ultimátum:

Ann:
Me dijiste que, si te quiero, tendría que luchar por
ti. Te quiero, me muero por verte otra vez, por verte
todos los días de mi vida. Sé por qué no tomarás
conmigo el próximo barco y lo comprendo, pero
necesito saber que, por lo menos, tomarás el último, el
barco que me sacará de aquí, hacia una vida que sólo
tendrá sentido si puedo vivirla contigo. Dicho esto,
aceptaré lo que decidas: continuar viéndonos, como si
éste fuera un tiempo de transición hacia una relación
que podamos vivir sin escondernos de todos, o dejar
de verte, en aras de un futuro mejor que este doloroso
presente, hasta el día en que tomes ese último barco
conmigo. La decisión es tuya.
Confió la carta a Sebastião, con la orden expresa de que se la entregara
personalmente en mano, y recibió la respuesta al día siguiente, llevada por la
criada de Ann:

Querido Luís:
Yo también me muero por verte, todos los
días y todas las noches. Ni siquiera cuando
duermo consigo sacarte de mi cabeza. Me
gustaría poder decirte «¡ven!» o «¡aléjate!»,
pero no me siento capaz ni de una cosa ni de la
otra. Lo que más deseo, con todas mis fuerzas,
es paz, la paz de las decisiones irrevocables,
las que no tienen vuelta atrás, con las que
sentimos que el camino tomado era el único
posible. Pero esa decisión no me corresponde
a mí tomarla, o quizá no puedo o no quiero
tomarla. Por eso te dije que puedo dejar a mi
marido, pero no puedo abandonarlo. En mi
conciencia son dos cosas diferentes, y esa
diferencia es la base moral sin la cual no podría
comenzar algo nuevo contigo. Por eso te dije
también que tendrías que luchar por mí, aunque
no sabría decirte cómo y ni siquiera pueda
garantizarte que, al final, tomaré ese último
barco contigo. Ya sé que nada de lo que te digo
te ayuda ni te da esa esperanza que necesitas
para saber si vale la pena luchar por mí, pero,
créeme, no es más que el reflejo de mi propia
confusión, de la mezcla de sentimientos y de la
desorientación en que vivo y en la que quizá
acabe perdiéndome y lo acabe perdiendo todo.
Perdóname, amor mío, pero eso es todo lo que
te puedo ofrecer. Te he querido y te quiero con
toda lucidez, no sólo con pasión, y al menos
eso es real, existe y resiste a todo lo demás.

***

Cuando llegaron las primeras lluvias, Luís Bernardo sintió ganas de volver a
subir a las haciendas, de volver a ver el óbó, de volver a oír el sonido de los
arroyos formados durante la noche, de sentir el olor a selva mojada, de bañarse
en las lagunas de aguas oscuras e inquietantes que encontraba de repente en
medio del bosque, entre el canto de los pájaros y el sinuoso movimiento rastrero
de las serpientes, que asustaban a los caballos y a él le erizaban hasta el último
pelo del cuerpo. Quiso recorrer de nuevo las veredas por donde el caballo a duras
penas podía pasar, con las ramas de los árboles azotándole la cara, como si
celebraran su regreso a aquel mundo oscuro y misterioso. Quiso encontrarse de
nuevo en medio de las haciendas, en sus enormes patios, con las hogueras
encendidas al atardecer, y volver a sentir los olores, el del cacao secándose en los
tendales, el del café tostado y el del serrín fresco que alimentaba los hornos.
Volvió a subir a las haciendas porque echaba de menos todos esos olores de África
que, ahora lo sabía, lo acompañarían ya para siempre, todos los días de su vida,
estuviera donde estuviese. Así pues, volvió a contemplar la exacta y limpia
geometría arquitectónica de las casas de las haciendas, con sus familiares tejados
a teja vana, el blanco de la cal de sus paredes mezclado en el suelo con aquella
tierra marrón y húmeda; volvió a oír el sonido de sus pasos sobre los suelos de
tablones, el canto de los negros al final del día, cuando regresaban a sus chozas
después de la formación de la tarde; revivió las cenas en la casa grande, con
vajilla rosa de Sacavém, manteles bordados de Castelo Branco y un brandy bebido
en el balcón, rodeado por los insondables ruidos nocturnos de la selva, que
comenzaba justo allí, detrás de la casa grande.
Volvió a visitar varias haciendas, donde lo recibían con una mezcla de
extrañeza, desconfianza y hostilidad mal disimulada. Y un día, sin saber muy bien
por qué, decidió regresar a la Nova Esperança, sin anunciarse previamente. Como
la primera vez, llegó al final de la mañana y se encontró a Maria Augusta
trabajando en la caballeriza, donde ayudaba a herrar un caballo. Ella se volvió,
sorprendida, al verlo aparecer en la puerta del establo. Tenía el rostro encendido
por el esfuerzo y el calor, la piel cubierta de gotas de sudor, briznas de paja en el
cabello despeinado. No pareció alegrarse de verlo allí o en aquellas circunstancias.
—¿Usted por aquí, Luís Bernardo?
—Estoy de visita por las haciendas y he decidido acercarme a la Nova
Esperança. Claro que, teniendo en cuenta nuestro último encuentro,
comprendería que le pareciera inoportuno. Si quiere que me marche, sólo tiene
que decírmelo.
Ella lo miró intrigada, como si intentara adivinar la auténtica razón de la
visita, y por la forma en que su expresión se fue relajando, se diría que la había
intuido.
—No, no, quédese a comer. Será un placer.
Como la primera vez, lo recibió como si lo estuviera esperando e improvisó
una comida que le hizo recordar la hospitalidad generosa y sin pretensiones que
se brindaba en los pueblos del norte de Portugal. Por la tarde volvieron a recorrer
las hileras de las plantaciones y a visitar los grupos de trabajo, regresaron a casa
y él aceptó la invitación de darse un baño, cambiarse de ropa y quedarse a cenar.
Maria Augusta, sin embargo, no se cambió ni se arregló para él. Se limitó a volver
a servir una buena cena y un buen oporto y a darle conversación, ante el
prolongado y hostil silencio de su capataz, el señor Albano. Cuando éste se retiró,
se quedaron a solas en el balcón, como la primera vez. Luís Bernardo no tenía
prisa, se encontraba a gusto allí y se notaba —ella lo notó— que estaba más solo
y desamparado que nunca. Inspiraba ternura y compasión, pero ella no estaba
dispuesta a tropezar dos veces en la misma piedra. Por eso le preguntó con
ironía:
—Y bien, señor gobernador, ¿cómo le va en el amor?
—Y a usted, Maria Augusta, ¿cómo le va?
Ella se rió. Su risa, como todo lo demás en ella, era franca y espontánea,
como la de quien no debe nada a nadie.
—¡Ah, mis amores nunca serán noticia!
Luís Bernardo la miró como si la viera por primera vez. Era una mirada cruda,
como si la desnudara y la evaluara. Una mirada de macho en celo, pero también
—y eso era lo que más la irritaba— de niño perdido en el bosque.
—¡Mejor para usted, Maria Augusta! Por eso mismo, y porque para usted ya
no tengo muchos secretos, me atreveré a pedirle una cosa sin rodeos, algo que,
en circunstancias normales, jamás me atrevería a pedirle: ¿puedo quedarme a
dormir con usted esta noche?
Ella soltó una carcajada, algo forzada, que le hizo subir el pecho unos
centímetros por encima del escote, lo que no pasó inadvertido a Luís Bernardo. Se
acordó de ese pecho, generoso y jadeante, que ella le ofreció aquella noche y de
repente deseó desesperadamente que Maria Augusta no lo mandara a paseo.
Deseó que lo acogiera entre sus senos y sus muslos, como la otra vez, con
ansiedad muda y gritos ahogados, y que le hiciera olvidarse de todo, de todo lo
demás, incluso del cuerpo incomparable e inolvidable de Ann.
—¡Ay, pobre Luís Bernardo! ¿Qué le ha hecho esa inglesa? Deje que lo
adivine. Se divirtió con usted y después volvió con su marido, ¿verdad? ¡Pero,
hombre, si esa historia es más vieja que el mundo! Y ahora viene a consolarse
conmigo, ¿no es así? Es un trato justo: usted sacia mis deseos y yo le ahogo las
penas. Pero ¿por quién me toma? ¿Por la sustituta de la amante casada del
gobernador de la isla?
Luís Bernardo no dijo nada y fue ella la que tuvo que tomar la iniciativa.
—Pensándolo bien, ¿por qué no? ¿Quién se va a enterar, aparte de nosotros
mismos? Ninguno de los dos tiene nada que perder y, en cualquier caso, siempre
será mejor que la frustración de verlo marcharse sin poder aprovecharme de la
situación. Venga, vamos a ahogar nuestras penas con algo que no deje marcas.
Sólo una hora de placer, como hacen los negros ahí fuera, en la sanzala.

Se acercaba la hora del gran desenlace político, el resultado de la misión de


Luís Bernardo durante dos años de esforzado trabajo en Santo Tomé y Príncipe.
Provisto de las informaciones recogidas durante el viaje del señor Burtt y del
informe presentado por el cónsul David Jameson, el representante de las
empresas importadoras de cacao de Santo Tomé y Príncipe en Inglaterra, el señor
William A. Cadbury, acordó una reunión en Lisboa con una representación de los
propietarios de las haciendas de las islas. El ministerio había avisado a Luís
Bernardo de dicha reunión y, a un océano de distancia, él se quedó esperando,
impotente y angustiado, la decisión final, de la que dependía el futuro de Santo
Tomé y el suyo propio.
El primer encuentro tuvo lugar el 28 de noviembre de 1907, en el Centro
Colonial, y consistió en la lectura de un informe, que resumía los del señor Burtt y
el cónsul David Jameson, a cargo del señor Cadbury, acompañado del propio
Burtt, ante una representación de los hacendados portugueses formada por el
marqués de Valle Flor, Alfredo Mendes da Silva, José Paulo Monteiro Cancela,
Francisco Maniero, Salvador Levy y Joaquim de Ornellas e Matos. El ministerio
envió a Luís Bernardo las principales conclusiones del informe leído por Cadbury:

La gran mayoría de los indígenas de Angola que trabajan en


Santo Tomé fueron llevados a la costa angoleña y embarcados hacia
las islas en contra de su voluntad.
Las justas leyes que establecen la repatriación aún son letra
muerta, porque, con la excepción de Cabinda, dicha repatriación de
angoleños de Santo Tomé a su tierra natal nunca se ha llevado a
cabo. Aparte de las pruebas notorias y de los datos demográficos de
que disponemos ahora, es evidente que se cometen, y seguirán
cometiéndose mientras no se decidan a introducir el trabajo libre, toda
clase de atropellos contra los trabajadores, imposibles de demostrar
quizá, pero que son una consecuencia inevitable del actual sistema.
Para nosotros está más que probado que no existe repatriación de
trabajadores a Angola, pues los vapores que llegan a Santo Tomé
cargados de angoleños no se llevan a ninguno de regreso a su tierra.
Mientras no cambie ese estado de cosas, no habrá ningún argumento
que convenza al mundo de que eso es trabajo libre.
No obstante, nos gustaría manifestar nuestra satisfacción al
comprobar el excelente trato que reciben los trabajadores en muchas
plantaciones, como en la hacienda Boa Entrada, pero incluso en esa
plantación modélica, y a pesar de los esfuerzos de su propietario, la
tasa de mortalidad es escalofriante. Y lo es porque el sistema en vigor
produce una mortalidad altísima y la tasa de natalidad es tan
insignificante que todos los años se hace necesario importar miles de
trabajadores para sustituir a los que fallecen. Queremos mostrar
también nuestro reconocimiento al actual gobernador de las islas, el
señor Luís Bernardo Valença. Nos consta, por el informe del cónsul
inglés residente, que ha asumido públicamente el firme propósito de
poner fin a este estado de cosas y de defender los derechos de los
trabajadores contra los abusos de que son víctimas. Estamos seguros de
que esos abusos que aún se practican son los últimos vestigios de un
mal sistema que todos ustedes condenan y que, con toda seguridad,
erradicarán con mano de hierro, de forma que nunca más pueda
asociarse la palabra «esclavismo» al glorioso nombre de Portugal.
Siempre hemos sido compradores del cacao de Santo Tomé y, con
la esperanza de prolongar muchos años nuestra amistad comercial,
volvemos a reiterarles que lleven a cabo las reformas que sean
necesarias, comenzando por la repatriación efectiva, a partir del
próximo mes de enero, de los trabajadores que finalizan su contrato de
cinco años, de acuerdo con la ley de repatriación de 1903. Por más que
nos pese dejar de comprarles su excelente cacao, y aun sabiendo el
perjuicio que eso nos supondrá, nuestra conciencia, al menos por lo que
respecta a mi propia empresa, no nos permitirá seguir comprándolo si
no tenemos la certeza de que su producción se llevará a cabo con un
sistema de trabajo libre.

El 4 de diciembre, William Cadbury recibió en el hotel Bragança, donde se


hospedaba, la respuesta oficial de los plantadores de cacao de Santo Tomé al
informe que les había presentado. Luís Bernardo la recibió del ministerio casi
veinte días después. En el escrito no se admitía ninguna de las afirmaciones de
Cadbury ni se mostraba el menor propósito de enmienda. Sólo una refutación en
la que se repetía el formalismo jurídico de siempre. Aparte de rebatir algunos
datos menores, lo esencial de la argumentación por parte portuguesa se resumía
en lo siguiente:

Que la tasa de mortalidad en Santo Tomé no puede evaluarse en


comparación con la de Gran Bretaña, sino con la de países similares y
teniendo en cuenta la situación geográfica en el ecuador.
Que no se aplican los castigos físicos que refiere el señor Burtt,
quien, instado a precisar cuáles eran dichos castigos y en qué haciendas
los había presenciado, se negó a relatar los hechos concretos y a citar
el nombre de sus informadores.
Que el hecho de que los trabajadores perciban sólo 2/5 de su
salario se debe a que los 3/5 restantes, de acuerdo con la ley de
repatriación, se depositan en un fondo a su nombre que recibirán al
finalizar su contrato y solicitar la repatriación.
Que los trabajadores de las haciendas, aparte de su salario mensual,
disponen del resto de los servicios previstos en la ley: comida tres
veces al día, dos conjuntos completos de ropa cada seis meses,
alojamiento en condiciones higiénicas, asistencia médica, farmacia, viaje
pagado a las islas y de regreso a su tierra si quieren volver. Asimismo,
están exentos del servició militar, no pagan impuestos ni ningún otro
gasto y, en los procesos judiciales en que se vean implicados, tienen
derecho a un abogado gratuito, que por ley es el administrador
general.
Que los trabajadores, con todas estas ventajas y privilegios, y
después de disfrutar de un bienestar que difícilmente encontrarían en
su tierra natal, deciden quedarse en las islas al finalizar su contrato y
no regresar a Angola; ésa, y sólo ésa, es la razón por la que no son
repatriados.
Por todo lo dicho, queda probado que los trabajadores angoleños
que renuevan su contrato en Santo Tomé no se quedan en contra de
su voluntad y, por supuesto, que no son esclavos. Y que, en el
transcurso del próximo año, desde el mismo mes de enero, finalizarán
los primeros contratos firmados según la ley de 1903 y los agricultores,
de forma leal y transparente, como siempre han hecho, les darán
absoluta libertad para escoger entre volver a sus tierras o renovar su
contrato en las islas.
Los agricultores se reafirman así en su sincera voluntad de regirse
por los mismos sentimientos humanos y liberales del señor Cadbury, e
incluso aplaudirían que algunos trabajadores pidieran la repatriación
para que llevaran a su tierra noticias del buen trato que reciben en las
islas.

Luís Bernardo leyó los despachos enviados desde Lisboa con una mezcla de
risa irónica e irritación. «¡Estúpidos! ¡Profunda e irremediablemente estúpidos!
¡Lo van a echar todo a perder!», pensó, y dio un puñetazo en la mesa.
Mandó llamar al administrador general, Germano Valente, y fue directo al
grano.
—¿Cuántos contratos de trabajadores, firmados con la ley de mil novecientos
tres, vencen el próximo mes de enero?
—No tengo presente el número exacto, señor gobernador. —La expresión del
administrador general era una mezcla de indiferencia y desprecio mal
disimulados.
—Pero tendrá una idea aproximada, ¿no?
—Ahora mismo, no.
—¿Cuántos, señor administrador? ¿Cien, quinientos, mil, cinco mil?
—No sabría calcular...
—¡Pues calcúlelo, es su obligación! O páseme todos los dossiers y lo calcularé
yo.
—Como sabe, y ya lo hemos hablado, eso es algo que no puedo, ni debo, ni
voy a hacer. A menos que reciba órdenes expresas de Lisboa.
—Muy bien, guárdese sus secretos. Pero yo soy el gobernador y tengo la
obligación de saber cómo transcurre el proceso de repatriación. Acabo de recibir
de Lisboa el informe de la reunión entre los importadores ingleses del cacao de
Santo Tomé y los propietarios portugueses de las haciendas, en la que los
portugueses se han comprometido a llevar a cabo un proceso de repatriación
totalmente libre y legal. Y mi deber es comunicar al ministerio si ha sido así o no.
Por eso vuelvo a preguntar: ¿cuántos trabajadores calcula que acaban sus
contratos en enero?
Germano Valente titubeó, mientras buscaba algún argumento que le
permitiera justificar una nueva negativa, pero al parecer no lo encontró y se vio
obligado a ceder, al menos en parte.
—Unos quinientos, quizá.
—¿Sólo?
El otro no respondió; ya había dicho suficiente. Sin embargo, Luís Bernardo
no se rindió.
—Pues bien, si usted calcula que son quinientos los que terminan contrato en
enero, yo calculo que serán por lo menos la mitad los que querrán regresar a
Angola. Espero que en los próximos meses su estimación aumente
sustancialmente, porque, si no, deberemos concluir que no hay treinta mil
trabajadores angoleños en las haciendas de Santo Tomé y Príncipe, sino apenas
unos seis mil, un número ridículo con el que no podría engañar ni al más
estúpido. Pero de momento tomaré como referencia su estimación para enero y a
partir de la segunda semana del mes inspeccionaré el pasaje del vapor Minho, con
capacidad para ochenta personas, que procederá a la repatriación una vez a la
semana y hasta final de mes. Y espero que el barco no regrese vacío...
Germano Valente se levantó, se despidió con un gesto de la cabeza y salió sin
decir nada más.

***

Esa Navidad fue especialmente dura de soportar. Por más que intentara
evitarlo, el simbolismo de esas fechas lo perseguía para mostrarle lo
miserablemente solo que estaba. A pesar de todo hizo un esfuerzo por animarse.
En el vapor de Lisboa le llegó el regalo de Navidad que compensaba la
ausencia de João, que tampoco esa vez había podido ir a visitarlo: dos kilos de
bacalao seco, una botella de champán francés y otra de oporto vintage, una bolsa
de nueces, dos ediciones recientes de la Gramophone Company y una corbata de
seda azul de la Casa Elegante, en la Rua Nova do Almada. Mandó a Mamoun que
fuera a buscar un pavo a la ciudad y el criado acabó encontrándolo, no sin ciertas
dificultades. Entonces planeó la cena de Nochebuena; encargó al personal de
cocina un bacalao cocido con coles del huerto y el pavo asado, relleno de
menudillos y piña seca, acompañado de matabala frita a tiras, y de postre, una
especie de churros que salieron desastrosos.
Después de mucho ordenar, insistir e incluso exaltarse, convenció a todos los
habitantes de la casa de que lo acompañaran en la mesa durante la cena de
Nochebuena. Allí estaban todos, seis pares de ojos brillantes en rostros negros,
que lo observaban, azorados y mudos: Sebastião, Vicente, el cochero Tobias,
Doroteia, sentada a su derecha y más tentadora que nunca, Mamoun y Sinhá.
Todos rechazaron, avergonzados, el champán que pretendía servirles, de modo
que acabó bebiéndose la botella entera él solo durante la cena. Al final, en un
estado entre la melancolía y la lucidez del champán, se levantó para pronunciar
un discurso con los ojos húmedos, pero lo único que le salió fue:
—En esta mesa, donde ya han comido un príncipe, un ministro del reino y
varios gobernadores, en esta mesa donde tantas veces me habéis servido a mí
solo, quería juntaros a todos hoy, en Nochebuena, porque vosotros sois, os guste
o no, la única familia que tengo en el mundo.
Dicho esto, rompió a llorar y corrió a esconderse al balcón. Los sirvientes se
quedaron mudos, mirándose los unos a los otros sin saber qué hacer.
A las diez llamaron a la campanilla de la entrada, Vicente fue a abrir y volvió
con una carta cerrada, que, de acuerdo con la jerarquía establecida, tendió a
Sebastião, quien la depositó sobre una bandeja de plata y fue a entregarla al
balcón. Era una nota de Ann.

Luís:
Como todas las noches, pero ésta mucho
más, no dejo de pensar en ti y en lo que te
estará pasando por la cabeza y el corazón. Te
deseo una feliz Navidad, querido. Piensa que,
de una forma u otra, ésta será la última Navidad
que pases solo.

Volvió a ver a Ann en Nochevieja, en la raquítica fiesta que había organizado


en colaboración con el alcalde. Mandó encender lo que quedaba del alumbrado
público de la recepción al príncipe, se lanzaron cohetes sobre la bahía al sonar las
campanadas de medianoche en la catedral y convenció a la banda de la guarnición
militar de que tocara en un pequeño baile en la plaza del quiosco, junto a la
cervecería Elite, que se encargaba de servir las bebidas para que las señoras y los
caballeros se refrescaran del calor de la noche y del baile. Apoyado en la esquina
de la Elite, con un vaso de cerveza en la mano, Luís Bernardo observaba el baile y
saludaba a los que lo saludaban al pasar. De repente vio a Ann, que avanzaba
hacia la cervecería del brazo de su marido, pero con la mirada fija en él, como si
estuvieran allí los dos solos. Fue ella la primera en hablar:
—¿Qué pasa, Luís? El gobernador debería estar bailando. —La frase podía ser
irónica, pero el tono no mentía: era triste, salido del fondo de un abismo de
tristeza. El no bailaba y ella parecía flotar, arrastrada por el brazo de su marido,
por encima de todo aquello, de las falsas alegrías, de las vanas celebraciones de la
vida.
—No he encontrado pareja. —Él sostuvo su mirada, sin hacer ningún esfuerzo
por disimular el dolor que lo invadía a él también. Sólo después volvió la cara y
añadió—: Hola, David.
—Hola, Luís.
Durante unos segundos se quedaron los tres así, parados a la puerta de la
cervecería, sin saber cómo salir de aquella situación y conscientes de que eran el
centro de todas las miradas. David reaccionó, tirando de Ann hacia dentro.
—Bien, vamos a entrar a beber algo —dijo—. Hasta ahora. Luís Bernardo hizo
una ligera venia con la cabeza y continuó en la misma posición, apoyado contra la
pared y mirando al frente, como si alguna cosa realmente importante le llamara la
atención. Después dejó discretamente el vaso en la mesa que tenía al lado y,
arrimado a la pared, se escurrió hasta desaparecer en la oscuridad de la calle que
hacía esquina con la cervecería. Se encendió un cigarrillo a oscuras y volvió
caminando a casa.

En su primer viaje, el Minho llevó de vuelta a Angola a setenta y ocho


repatriados, entre trabajadores cuyo contrato había vencido y sus familias. Volvió
siete días después, en la tercera semana de enero, y partió con veinticinco
angoleños más. En el tercer viaje Luís Bernardo se presentó en el embarcadero
por la mañana, para asistir al embarque; subieron a bordo cinco trabajadores,
tres mujeres y cuatro niños. Luís Bernardo dio media vuelta y se encontró de cara
con Germano Valente, que tomaba notas en un cuaderno negro y parecía muy
concentrado. Saludó a Luís Bernardo con un gesto de la cabeza y volvió a
enfrascarse en sus notas, como si nada. Luís Bernardo sintió que se le encendía la
sangre.
—¡Oiga! Pensaba que le había quedado claro: esto es una repatriación en
serio, no una de sus pantomimas.
Germano Valente levantó la mirada del cuaderno y, con toda la calma del
mundo, repuso:
—¿Qué quiere que haga? ¿Que los obligue a embarcar a la fuerza?
Luís Bernardo tenía ganas de echarle las manos al cuello y estrangularlo allí
mismo. Dio dos pasos al frente y se colocó a una distancia demasiado cercana del
otro.
—Quiere burlarse de mí, ¿verdad?
—¿Usted cree?
Luís Bernardo avanzó un paso más, pero Germano Valente le plantó cara,
impasible.
—Le garantizo una cosa: hoy mismo, en Lisboa tendrán que escoger entre
usted y yo. Y uno de los dos tendrá que salir de aquí con el rabo entre las piernas.
—¿Quién sabe? Quizá le toque a usted, señor gobernador...
Luís Bernardo apretó los puños hasta que los nudillos se le quedaron blancos
y escupió las palabras:
—¡Mañana sabrá la respuesta, hijo de puta vendido a los hacendados!
Le dio la espalda, desató el caballo que había dejado atado a un poste del
embarcadero y partió al galope hacia casa. Una vez allí, encargó el almuerzo a
Sebastiâo y se encerró en su despacho para pensar en el telegrama que enviaría
esa misma tarde a Lisboa, dirigido personalmente al ministro, con un ultimátum
muy sencillo: o destituían de inmediato al administrador general o presentaba su
dimisión irrevocable en aquel mismo momento. Si todo aquello no era más que
una farsa, burda y estúpida como pocas, no quería ser cómplice ni un día más.
Ahora Lisboa tendría que escoger, como había escogido unos meses atrás, cuando
destituyeron al subadministrador de Príncipe a petición de los administradores de
las haciendas, que lo acusaban de ser el causante de la inestabilidad y la revuelta
latente entre los trabajadores de la isla, y todo porque se había tomado en serio
sus obligaciones y los dictados de su conciencia.
Redactó cuatro o cinco versiones del telegrama, que rompió sucesivamente
porque no le parecían lo bastante duras y terminantes. Buscaba una formulación
que después pudiera filtrarse discretamente a la prensa de Lisboa y cuya
publicación no dejara dudas de que había luchado por los intereses nacionales y
por el buen nombre de Portugal hasta el límite de sus fuerzas, contra la estupidez
y la mala fe imperantes. Que había luchado solo y que había sido traicionado por
la hipocresía y la falta de apoyo de su gobierno.
La hora de la comida interrumpió sus fallidos intentos de encontrar la fórmula
perfecta y pensó que le iría bien tomarse un respiro, para calmarse y aclarar las
ideas. Después de comer, cuando se disponía a volver al trabajo, Sebastião le
anunció la más que inesperada visita del procurador, João Patricio. Tras aquella
lejana mañana en el tribunal sólo habían vuelto a hablar, por compromiso,
durante la ceremonia de presentación de las autoridades locales al príncipe don
Luis Felipe. Lo único que los unía era el odio y el desprecio mutuos.
Después de hacerlo pasar a la recocina, Luís Bernardo le ofreció una silla y,
con un gesto de la mano, lo invitó a decir a qué venía. Y eso hizo el procurador.
—Como supongo que ya sabrá, señor gobernador, considero que usted ha
traicionado su misión y los intereses de Portugal con su forma de gobernar aquí.
Son muchos los que piensan como yo, personas que viven en estas islas y aman
de verdad Santo Tomé y Príncipe, no como otros, que están aquí de paso y se
creen con derecho a lanzar miradas de superioridad y de desprecio sobre todo lo
que ven.
—¿Quiere que lo aplauda? —Después de la discusión con el administrador
general, Luís Bernardo estaba dispuesto a divertirse con el inesperado asalto con
este otro adversario.
—No, sólo he venido a decirle que nosotros...
—¿Nosotros...?
—...no estamos dispuestos a seguir tolerando su arrogancia, su traición y los
perjuicios que pretende causarnos. Ya hemos tenido bastante con su espectáculo
en el tribunal, con su bravata en la isla de Príncipe y con los informes que envía a
Lisboa para difamar a todo aquel que se opone a su voluntad y a sus caprichos de
liberal irresponsable.
—¿Y qué han decidido hacer? ¿Eliminarme?
—No, pararle los pies, para evitar los daños que su conducta irresponsable
podría acabar causando en las haciendas y en la economía de las islas.
—Es una idea interesante... ¿Y cómo piensan pararme los pies?
—Es muy sencillo, pero depende de su colaboración, por el bien de todos.
Usted tendrá que convencer a su amigo inglés (aunque no sé si la palabra
«amigo» es la más adecuada, dadas las circunstancias) de que envíe un informe a
Londres para comunicar que la repatriación de los trabajadores, de acuerdo con la
ley de mil novecientos tres, se está realizando como estaba previsto. Eso
significaría que un porcentaje de, digamos, un treinta o un cuarenta por ciento
(tampoco conviene exagerar) de los trabajadores de las haciendas está
embarcando de vuelta a Angola, después de recibir el fondo de repatriación al que
tienen derecho por ley. Y lo mismo tendrá que decir usted a Lisboa. Así de simple.
Luís Bernardo había perdido las ganas de divertirse con la situación. Había
algo en el tono seguro y amenazador del procurador que instintivamente le hizo
ponerse en guardia.
—¿Conque así de simple? Y en el caso de que me prestara a participar en esa
farsa, ¿cómo cree que convencería al cónsul inglés de semejante mentira? ¿Acaso
piensa que no sabe cuántos trabajadores han sido repatriados hasta ahora?
—Claro que lo sabe. Se entera de todo lo que pasa. No sé cómo lo hace, pero
no se le escapa nada. Sin embargo, con su colaboración, quizá se le pueda
persuadir de que se olvide de lo que sabe.
—¿Ah, sí? ¿Y qué piensan hacer para convencerme a mí primero y para que
después lo convenza yo a él?
El procurador lo miró con la expresión de conmiseración de quien tiene que
realizar un trabajo sucio y casi siente pena de su víctima.
—La alternativa sería sumamente desagradable para todos...
—Deje ya de intentar meterme miedo con sus estúpidos misterios. ¡Dígame de
una vez por todas en qué consiste su chantaje!
—El señor Jameson tiene hasta mañana para enviar ese informe a Londres. Si
no lo hace, vendré aquí a detenerlo a usted.
—¿A detenerme? —Luís Bernardo soltó una carcajada poco espontánea.
—Sí, porque, como sabe, tengo competencias para mandar detener con una
orden judicial a cualquier persona del territorio, incluido el propio gobernador.
—¿Y cuál es la acusación en la que pretende fundamentar mi detención? No
me dirá que es la de traición a la patria, ¿verdad?
—No, es la de adulterio.
—¿Adulterio? —Luís Bernardo sintió que la cabeza empezaba a darle vueltas,
no sabía si de rabia o de terror.
—Sí, adulterio. Como sabe, es un delito. Basta que haya denuncias, indicios
suficientes, para que el ministerio público pueda solicitar la prisión preventiva y el
procesamiento de los sospechosos, en este caso, su excelencia y la esposa del
cónsul de Inglaterra. Tendría que mandar detener a ambos. La isla entera es
testigo, incluso se podría llamar a testificar al propio marido...
Luís Bernardo no conseguía recuperarse del aturdimiento y del instinto
asesino que lo invadía. Tardó un buen rato en reponerse lo suficiente para poder
articular palabra.
—¿Ha venido a amenazarme con llevarnos a la cárcel, a mí y a la mujer del
cónsul de Inglaterra, por adulterio, si su marido y yo no cedemos al miserable
chantaje que nos propone? ¿Lo he oído bien? ¿Ha venido a decirme eso?
—Exactamente.
—¡Fuera de aquí, canalla! ¡Fuera de aquí, antes de que le vuele la cabeza de
un tiro! ¡Fuera de aquí, gusano! ¡Largo, salga de mi vista!
Esta vez Luís Bernardo no pudo contenerse. Bordeó el escritorio tan deprisa
que el otro ni siquiera tuvo tiempo de reaccionar, lo agarró por las solapas, lo
arrastró hasta la salida, abrió la puerta y lo empujó fuera, con tal revuelo y
griterío que Sebastião y Doroteia corrieron a ver qué pasaba y se quedaron
petrificados al contemplar la escena.
Luís Bernardo se encerró con un portazo en su despacho. Encendió un
cigarrillo y comenzó a andar arriba y abajo, como una fiera enjaulada. Temblaba
de rabia e impotencia, se sentía capaz de matar a alguien, nunca había imaginado
que el odio pudiera ser un sentimiento tan devastador. Lo que más lo exasperaba
era pensar que ellos, sus enemigos, habían sido capaces de organizarse y urdir un
plan contra su persona. Detrás de todo aquello estaba ese «nosotros» al que se
refería el procurador João Patricio: él, el administrador general, el coronel Maltez,
el señor Costa de la isla de Príncipe, quizá también el vicegobernador de allá,
Antonio Vieira, y con toda seguridad los administradores de algunas haciendas. Se
había ganado enemigos de sobra durante aquellos dos años y éstos se habían
organizado para tramar fríamente un plan que le «parara los pies» y fuera tan
eficaz que no sólo lo alcanzara a él, sino también a Ann y a David. No se trataba
sólo de dejarlo fuera de combate, sino de hacerlo de la forma más indigna y
deshonrosa posible, de modo que arrastrara en su humillación a la mujer que
amaba y a su marido, que era del todo inocente. Era un plan perfecto.
Efectivamente, el procurador podía detenerlos a él y a Ann y, aunque un posterior
recurso al tribunal de Lisboa decretara improcedente su encarcelamiento y los
soltaran, el caso tardaría meses en ser juzgado. Incluso si el ministro o el propio
rey intercedieran políticamente y ordenaran al procurador que los pusieran en
libertad, el asunto no se resolvería en menos de una semana, cuando un único día
de prisión bastaba para arrastrarlos por el barro de las calles de Santo Tomé.
Después de salir de la cárcel su única salida sería dimitir, en la más indigna de las
condiciones. David vería una vez más su carrera destruida por un nuevo
escándalo, del que ahora no tenía ninguna culpa, y Ann se sentiría en la
obligación de continuar al lado de su marido, esta vez para expiar la humillación
que le habría causado. Lo habían calculado todo, con imaginación y sin
escrúpulos, cuando él a lo máximo que había llegado era a pensar en obligar al
ministro a escoger entre su renuncia o la destitución del administrador general.
¡Qué estúpido había sido al imaginar que las cosas sucederían en campo abierto,
que era él quien llevaba las riendas y que su designación regia lo protegía de
golpes de aquella bajeza!
Fumó un cigarrillo tras otro para intentar calmarse, para tratar de ver claro a
través del caos en que se había convertido su vida y para buscar, con la cabeza
fría, una salida de aquella ratonera. Tenía que haber alguna salida, un
contraataque de última hora, como en la guerra, cuando un pelotón se ve rodeado
por un enemigo más fuerte y sólo le quedan dos posibilidades: o esperar a que los
aniquilen o lanzar un contraataque desesperado, del que pueden salir victoriosos,
porque ya no tienen nada que perder. Pero no daba con esa solución milagrosa,
porque la rabia le impedía pensar con frialdad.
Mandó que le ensillaran el caballo y decidió salir a refrescar las ideas. Era
media tarde y la lluvia estaba suspendida en el aire, a la espera del momento de
desplomarse sobre la isla y sepultar con su frescura aquel calor inclemente o
ahogar en lágrimas las desdichas sin remedio. Instintivamente giró a la izquierda
al salir de casa y avanzó por el camino que conducía a la playa de Micondó,
guiado más por la voluntad de su caballo que por la suya propia. Fue media hora
de lento paseo, sin cruzarse con nadie, por el estrecho camino de tierra
flanqueado por árboles increíbles, que parecían curvar sus ramas hacia él en señal
de acogida o de compasión. Mientras veía a los pájaros saltar sin parar de árbol
en árbol y de uno a otro lado del camino, sintió que por fin el olor embriagador y
familiar a clorofila comenzaba a causar en él su habitual efecto apaciguador. A
pesar de todo, a pesar de la soledad de aquellos dos años, a pesar del hastío sin
fin de aquellos días y del bochorno de aquel clima, a pesar de que aquella tierra
era el escenario de su angustioso amor por Ann y el lugar donde había aprendido
a leer el odio en las miradas ajenas, amaba la isla, el verde de la selva, el azul del
mar y el gris translúcido de la bruma, esos colores que lo envolvían como si lo
protegieran en sus brazos de savia, de sal, de niebla. Ahora que su antiguo
mundo había quedado reducido a un remoto recuerdo, sólo alimentado por
noticias de periódico o por las escasas cartas de amigos, el paisaje de las islas era
lo único íntimo y familiar que tenía, la única tierra que podía considerar suya.
Ahora que todo parecía acercarse al final, comprendía por primera vez lo que
siempre le había parecido incomprensible: el apego de tantos blancos a África, esa
relación desesperada y casi enfermiza que había atado a tantos hombres de por
vida a aquellas islas, de las que siempre pensaban huir, pero de las que nunca
llegaban a desprenderse.
El caballo acabó llevándolo hasta la playa de Micondó. Se apeó sin
preocuparse de atarlo a un árbol y lo dejó suelto por el palmeral. Entonces oyó
voces a lo lejos y comprendió que, por extraño que pareciera, no estaba solo en
aquella playa; más allá, en la orilla, dos hombres, uno blanco y otros negro, se
apresuraban a cargar cosas dentro de un pequeño barco de vela, que aguardaba
con el ancla enterrada en la arena. Le pareció reconocer a David en aquel hombre
blanco que trajinaba junto a la embarcación y, mientras aguzaba la vista para
intentar ver mejor, éste lo llamó agitando la mano. Echó a andar hacia la orilla
por la arena salpicada de restos de hojas secas de palmera y cocos caídos, hasta
que confirmó que, en efecto, era David. Se acercó a él y le tendió la mano, que el
otro estrechó. De repente se dio cuenta de la inmensa simpatía que sentía por él.
Podrían haber sido los mejores amigos del mundo si él no hubiera echado a perder
su amistad —y todo lo demás— por Ann. David tenía la cara quemada por el sol,
en sus ojos brillaba una extraña felicidad y determinación, y había una alegría
infantil en sus gestos y en las órdenes que daba al ayudante negro que lo
acompañaba. Llevaba unos gruesos pantalones de franela, unas botas altas de
goma por encima de los pantalones, un viejo jersey con manchas de sal y, a sus
pies, tenía un chubasquero, como si estuviera en su Escocia natal.
—¿Qué haces aquí, David?
—Ya lo ves, me voy de pesca. Pasaré la noche pescando con Nwama, que es
de Namibia, cerca de Moçâmedes, y sabe de pesca más que nadie en toda esta
isla.
—¿Y salís ahora?
—Sí, iremos a vela hasta allí, a unas ciento cincuenta brazas. Después
echaremos el ancla, encenderemos las lámparas, comeremos a bordo lo que
llevamos en aquella cesta y pasaremos la noche pescando hasta que salga el sol:
barracudas, meros, tortugas, algún que otro tiburón. Últimamente ésta ha sido mi
ocupación predilecta.
Por milésima vez Luís Bernardo miró a su amigo con admiración. «No sé si la
palabra "amigo" es la más adecuada», había dicho el procurador. Sí, «amigo» era
la palabra correcta. Un amigo es alguien a quien te alegras de ver, por quien
sientes admiración y en cuya compañía aprendes cosas. Luís Bernardo admiraba
todo en David: su capacidad para sacar partido a cualquier situación, el placer con
que vivía la vida y todo cuanto ésta le deparaba, la calma y la determinación con
que encajaba los golpes del destino y les hacía frente, la sencillez cristalina de su
código moral de conducta y su absoluta falta de angustia ante el paso del tiempo,
porque no conocía la noción de tiempo perdido y cada día de su vida era para él
un regalo que ningún disgusto ni ninguna adversidad podrían empañar. Si estaba
en la India, cazaba tigres; si estaba en Santo Tomé, pescaba barracudas o
tiburones. Si era gobernador de Assam y debía guiar los destinos de treinta
millones de almas, se volcaba sin tregua ni descanso al desempeño de su misión;
si era cónsul en Santo Tomé, en aquel hastío mortal, se limitaba a cumplir con su
deber, con rigor y responsabilidad. Si estaba en la guerra, luchaba; si estaba en
una mesa de juego, jugaba hasta el final, hasta su perdición si era preciso. Ahora,
sin embargo, y sin que él lo supiera, su destino estaba en manos de Luís
Bernardo. No había distracción ni ocupación que pudieran ayudarlo a encajar la
ignominia de ver a su mujer arrastrada por el barro de las calles de Santo Tomé y
encarcelada por adulterio; «además de cornudo, apaleado», dirían de él con
escarnio. ¿Estaba obligado Luís Bernardo, como amigo suyo que era, a informarle
al menos del trato que le habían propuesto? ¿O debería ahorrarle esa última
ofensa y dejarlo salir a pescar esa noche, para que por la mañana se enfrentara,
impotente, al más humillante de sus días?
—David, ya sé que ahora no viene mucho al caso, pero ¿puedo hacerte una
pregunta?
—¡Claro, dime!
—¿Has mandado ya algún informe a Londres sobre las cifras de la
repatriación?
David observó a su amigo y creyó saber lo que pensaba. Era una última
petición de auxilio.
—No; aún no lo he mandado. Quería esperar un poco más para ver cómo
transcurre todo. Lo mandaré mañana.
—¿Y qué vas a decir?
—¡Vamos, Luís! ¿Qué esperas que diga? Diré lo que he visto, lo que tú has
visto, lo que ha pasado. Yo estaba esta mañana en el embarcadero; subieron a
bordo ocho repatriados, entre trabajadores, mujeres y niños.
—¿Estabas allí? No te vi...
—Pero yo sí te vi a ti... Vi incluso cómo discutías a gritos con aquel fantoche
del administrador general, y creo que tú mismo has acabado por comprender que
no hay nada que hacer con esos tipos; han tenido tiempo para escoger y ya han
escogido el camino que quieren tomar.
—Tienes razón... Ya no hay nada que hacer. Dejemos que el destino siga su
curso... —Luís Bernardo parecía distraído, como si el asunto ya no le interesara
mucho.
—Eso es. Bien, tengo que marcharme antes de que se ponga el sol. Adiós,
Luís.
—Adiós, David. ¡Buena pesca!
David subió rápidamente al barco, cuya vela ya había izado Nwama, y se
sentó al timón. Después de recoger el ancla, Nwama dio un pequeño empujón a la
embarcación, saltó a su interior y se dirigió hasta la proa, agachado para evitar la
botavara. David puso rumbo a las olas que rompían a media docena de metros de
la orilla, el barco saltó las dos primeras con ímpetu y gracia y después comenzó a
navegar en aguas tranquilas. De pie en la playa, Luís Bernardo contempló las
maniobras como si asistiera al inexorable fluir en un reloj de arena: el tiempo
corría, el barco ya se había alejado unos veinticinco metros de la orilla, si no
reaccionaba pronto ya nada tendría remedio.
—¡David! —exclamó, imponiendo su voz al ruido del oleaje. Pero David no
pareció oírlo. Lo llamó de nuevo, esta vez agitando los brazos. David se giró de
lado en el banco de popa, pero sin interrumpir la marcha.
—Yes...? —La respuesta sonaba muy lejana, estaba claro que ya era tarde
para todo. Luís Bernardo hizo un gesto con la mano para decirle que no era nada.
Después alzó el brazo para despedirse de su amigo. Vio que David levantaba
también el brazo derecho en señal de despedida y después se volvía de nuevo
hacia delante, hacia la proa, con la espalda algo arqueada, mientras el sol
desaparecía definitivamente en un cielo que anunciaba lluvia y Nwama encendía a
bordo la primera lámpara de petróleo. Al poco ya se confundían con la espuma
suspendida en el aire y el extremo superior del mástil se difuminaba en el
horizonte de agua.
Formando una concha con las manos, Luís Bernardo se mojó la cara con el
agua del mar y después bebió un poco, como si fuera agua sagrada, de esas aguas
que curan enfermedades y heridas, achaques del alma y males de ojo. Ya en
pleno anochecer, se encaminó lentamente hacia donde lo esperaba su caballo,
quieto, en el mismo sitio donde lo había dejado. Montó y, como si esta vez
quisiera alejarse para siempre de la playa de Micondó, regresó a casa en un
galope largo y continuo que dejó al caballo con espuma en la boca y las ancas
empapadas de sudor. Se lo entregó a Vicente y entró en el palacio, donde informó
a Sebastião de que no tenía hambre para cenar y de que no lo necesitaría hasta el
día siguiente. Se encerró en su despacho y arrastró el sofá de cuero hasta el
balcón, abierto sobre el mar. Fuera, bajo la lluvia que caía en enormes gotas,
brillaban las luces de las embarcaciones de pescadores que faenaban en aquel
momento, y alguna de ellas debía de ser la del barco de David. Se quedó así un
buen rato, quizá una hora o dos, fumando frente al balcón. Cuanto más miraba el
mar, más claro veía que allí, y sólo allí, estaba su única posibilidad de salvación.
Santo Tomé se había acabado para él. Tenía que marcharse... mejor dicho, tenía
que huir, sí, huir, sin miedo a las palabras. Y tenía que ser en ese mismo instante.
Precisamente a la mañana siguiente partía el vapor hacia Lisboa; ése era el
último barco. No habría otro barco, no habría otra oportunidad. Ann y él debían
embarcar en ese vapor al alba. Antes de que volviera David, antes de que el
procurador regio fuera a detenerlos como a criminales. Todo lo demás estaba
perdido. La misión, el orgullo, la honra. La amistad, la lealtad, el sentido del
deber. Sólo les quedaba el amor que sentían el uno por el otro, eso era lo único
que aún podían salvar. Llegarían a Lisboa, pero sólo para hacer escala hacia
cualquier otro sitio: a la India, tierra natal de Ann, o a Inglaterra, la patria que
nunca había conocido; o a Brasil, o a París, o a cualquier otro sitio. Aunque él no
tuviera nada que hacer al principio, disponía de dinero suficiente para aguantar
varios años sin tener por qué preocuparse de nada. Del fracaso de su misión daría
cuenta al rey por carta; de su orgullo o de su honor manchado, daría
explicaciones a los amigos que comprendieran su decisión. Los demás no le
interesaban. Y David resistiría el golpe. Por lo menos no tendría que pasar por la
humillación de ver a su mujer detenida, acusada de adulterio en una oscura
colonia portuguesa del África ecuatorial. Sacaría fuerzas para rehacer su vida y su
carrera sin ella, cazando tigres o pescando barracudas, donde fuera que lo
llevaran su extraordinaria ansia de vivir y su capacidad de superar la adversidad.
No había otra salida. Debía ser esa misma noche. El último barco. La última
oportunidad de volver a ser libre y de ser feliz.
Se incorporó y bajó por la escalera sigilosamente, para no despertar ni a
Sebastiâo ni a Doroteia, que dormían al fondo de la casa. Con una vela encendida
en un candelabro, salió por la puerta principal y se dirigió hacia el establo. Dejó el
candelabro sobre un banco y comenzó a aparejar el caballo sin hacer ruido,
mientras lo acariciaba para calmarlo y le murmuraba al oído: «Sí, amigo, tenemos
que volver a salir. Ésta es una noche especial. Tengo una cita con el destino y
eres tú quien me va a llevar.»
Salió del establo a pie, con el caballo cogido de las riendas, y atravesó la verja
intentando hacer el menor ruido posible. El centinela del palacio dormía en su
garita y no se despertó cuando Luís Bernardo salió. Continuó a pie, tirando del
caballo, un centenar de metros más y sólo entonces montó y se dirigió, en un
trote apagado, hacia la casa donde vivía la mujer que amaba, por quien lo había
arriesgado todo y por quien ahora pensaba dejarlo todo. El corazón le latía
desbocado en el pecho, aunque estaba seguro de que Ann se iría con él. No era
eso lo que lo preocupaba, sino pensar que había llegado a la isla como
gobernador, una mañana soleada y a la vista de todos, y se marchaba como un
delincuente, a escondidas, como si realmente hubiera cometido alguna traición.
Llegó a la esquina del muro de la casa de David, bajó del caballo y fue a atarlo
a un árbol apartado del camino. Le pasó la mano por la grupa y le susurró al oído:
«¡Chist! Espérame aquí. Vuelvo ahora mismo.» Comenzó a avanzar a lo largo del
muro, en dirección a la entrada de la casa, que se abría al jardín. Buscó con la
vista luces encendidas en alguna estancia de la casa; David no estaba, pero podía
ser que algún criado o la propia Ann estuvieran despiertos. Sin embargo, no se
veía ninguna luz. Una vez en la entrada, aguzó el oído para captar cualquier
sonido procedente de la casa. Nada y, por suerte, no tenían perros. Como sentía
cierto reparo en saltar el muro, decidió entrar por la puerta, que nunca se cerraba
con llave. La abrió, entró en el jardín y volvió a cerrarla. Avanzó tres pasos y se
detuvo de nuevo en la oscuridad, con el oído aguzado. Reinaba el silencio y
aparentemente todos dormían. Se dirigió hacia el balcón del dormitorio de Ann y
David. Se acordó del día en que hizo el amor con ella en el salón de abajo, de pie
contra la pared, mientras oía sobre su cabeza los pasos de David, que se vestía en
la habitación para cenar. Lo asaltó de nuevo esa horrible sensación de estar
robando algo que no le pertenecía, que era de otra persona. De un amigo. Pero ya
era tarde para los remordimientos. Las cartas estaban dadas, pero habían sido
otros, no él, los que habían forzado la partida y las habían repartido. Él se
limitaba a responder al envite, apostando y jugando su última carta. Si no lo
hiciera, si le faltara el valor para ir a buscarla y decirle que había llegado el
momento de tomar el último barco, nunca se lo perdonaría a sí mismo y, con toda
seguridad, ella tampoco.
Había un árbol casi reclinado sobre el balcón, desde cuyas ramas no parecía
difícil saltar al interior. Luís Bernardo se encaramó con cuidado a la primera,
comprobó que aguantaba bien su peso y a continuación se asió a la siguiente,
desde la que ya podría saltar al balcón. Agarrándose con fuerza subió primero un
pie hasta la rama y después el otro; ya estaba a la altura del balcón, a medio
metro de distancia. Tendió la mano y, una vez sujeto a la baranda, pasó una
pierna por encima y luego la otra. Se dejó caer al suelo del balcón sin hacer el
menor ruido y de nuevo se quedó inmóvil, alerta. Al principio no oyó nada y
supuso que ella estaría durmiendo. Poco después, sin embargo, le pareció oír un
sonido sofocado procedente de la habitación, a pocos metros de distancia. Cuando
sus ojos se habituaron a la oscuridad, se fijó en una luz mortecina que venía del
interior, probablemente de una única vela encendida. Vio también los flecos de
una cortina blanca de seda que, movida por el aire, salía por la puerta del balcón,
señal de que ésta se encontraba abierta. Un nuevo sonido amortiguado
procedente de la habitación le hizo aguzar el oído. Sonaba muy cerca y le pareció
un gemido, un gemido de mujer, de Ann.
Luís Bernardo calculó que debía de estar a unos diez metros de la puerta del
balcón. Avanzó tres pasos sigilosamente y, mientras caminaba, oyó un nuevo
gemido. Era de Ann, sin duda, él conocía bien esos gemidos y juraría... juraría...
no, era imposible... Cuando se detuvo, su corazón comenzó a latir desbocado; los
gemidos de Ann eran correspondidos ahora por un rumor sordo, fuerte, de
hombre. ¡Ann estaba haciendo el amor! Sí, conocía esos sonidos, conocía esos
gemidos, ella los había soltado con él exactamente así, como ahora los oía, y le
había hecho creer, o él había querido pensar, que sólo se entregaba de aquella
manera con él. Pero no. David, por la razón que fuera, había vuelto de pescar
aquella misma noche y se había ido directo a la cama, donde ella lo había recibido
y se había entregado a su esposo. ¡Y él allí, como un estúpido, como un ladrón a
punto de asaltar una casa, un ladrón ingenuo que venía a abrir su corazón, a
tender la mano a la señora de la casa, para que abandonara de una vez a su
marido y se escapara con él, para que fueran felices toda la eternidad! De repente
le vino a la memoria la frase de Maria Augusta: «La inglesa se divirtió con usted y
después volvió con su marido. ¡Pero, hombre, si esa historia es más vieja que el
mundo!» ¡Estúpido, ingenuo, idiota rematado! Ahora entendía por qué Ann no se
decidía, por qué se perdía en aquellos juegos de palabras que le habían parecido
tan profundos y sensibles: «Puedo dejarlo, pero no puedo abandonarlo.» Ahora
entendía la entereza y la seguridad que, contra lo que cabía esperar, David había
mostrado siempre: sabía que al final acabaría ganando la partida. Que por más
románticos y apasionados que parecieran los devaneos de su mujer a él le
bastaba con volver de pescar antes de tiempo, entrar en su habitación, quizá aún
con olor a sal y a sangre de tiburón, y despertarla para hacerla gemir entre sus
brazos. ¿Cuántas veces se había repetido aquella escena, mientras él la
imaginaba atormentada por su ausencia, pasando las noches en interminables y
penosas discusiones con su marido, frenando con tacto pero con firmeza sus
avances sexuales? Más aún, ¿cuántas veces no habría pasado directamente del
cuerpo de Luís Bernardo al de David?
Se apoyó contra la pared, incapaz de tenerse en pie. Todo había acabado, y de
la manera más ruin y absurda: él la había sorprendido esa noche entregada a los
brazos de su marido y a la mañana siguiente estarían los dos en la cárcel por
adulterio. ¡Qué final más mezquino, más falto de grandeza y sentido, para su
misión en Santo Tomé! ¿A quién podría contar la verdadera historia de lo que
había ocurrido? ¿Quién la creería? ¿Quién podría escucharlo sin morirse de risa?
De pronto sintió la necesidad imperiosa de huir de allí, de volver a encontrarse
solo en casa, de bajar hasta la playa y darse un baño en la oscuridad, un baño
que lo lavara de tanta suciedad y tanta mentira. Se disponía a marcharse cuando
oyó claramente la voz de Ann, su voz de hembra en pleno acto, la voz que había
sido su perdición, que le había hecho confundir el cuerpo con el corazón, el deseo
con el amor.
—Yes, yes, come!
Y aquello fue más fuerte que él. Los celos son irracionales, se alimentan de su
propio sufrimiento y sólo parecen saciarse y calmarse cuando lo peor que han
imaginado se vuelve real, nítido, visible. Son una duda enfermiza que crece como
un cáncer y sólo la certeza de que ya no hay lugar a dudas puede traer, al menos,
el consuelo de poner fin a la angustia, al suplicio de vivir permanentemente
buscando indicios de traición. Cuanto más impactante sea la evidencia, cuanto
más real sea la realidad de la traición, más recompensado se sentirá el celoso,
más redimido, incluso más digno de respeto. Por eso Luís Bernardo acabó dando
los pasos que lo separaban de la puerta y espió, por entre las cortinas, el interior
de la habitación. Había ido a aquella casa porque tenía una cita con su destino.
Ann estaba tendida de espaldas en la cama, desnuda, con el cabello esparcido
desordenadamente sobre la almohada, el rostro un tanto encendido, los ojos
cerrados y un dedo metido en la boca, con su fantástico pecho erguido apuntando
al techo, las piernas abiertas, una de ellas colgando por un lado de la cama.
Gemía bajito y su cuerpo se agitaba al ritmo con que él la penetraba. Él estaba
sentado enfrente, con las piernas metidas debajo de las de Ann, el tronco recto y
la espalda reluciente de sudor, y empujaba con furia dentro de ella. Pero ni su
espalda era blanca ni su pelo era rubio. El hombre que hacía el amor con Ann no
había nacido en Escocia y no era su marido. Era un negro de Angola, se llamaba
Gabriel, y Luís Bernardo, ayudado por David, lo había rescatado de una muerte
segura en la isla de Príncipe.
Saltó del balcón al árbol, con el corazón en la boca, no coordinaba sus
movimientos, falló al intentar agarrar la rama superior, cayó en la de abajo y se
hizo un corte en la cara, siguió cayendo y, al llegar al suelo, notó que se había
torcido un tobillo. Aun así, echó a correr, cojeando, hasta la entrada, abrió la
puerta y sólo respiró tranquilo cuando se vio fuera. Dobló el cuerpo para respirar
mejor, porque le faltaba el aire, y se arrastró como pudo hasta el lugar donde
recordaba haber atado su caballo. Subió con dificultad a la silla, volvió el cuello
del caballo para ponerlo en dirección a casa y soltó las riendas para dejar que el
animal lo guiara a través de aquella niebla en la que se había sumergido. De
repente oyó un ruido en el bosque, a su izquierda, y un bulto negro emergió de la
oscuridad. «¡Un atracador!», pensó, y la idea de un atraco allí, en aquel
momento, lo dejó tan indiferente que ni siquiera se molestó en mirar el bulto.
Pero éste se colocó a su lado y agarró las riendas sueltas del caballo. Entonces
Luís Bernardo se volvió para mirarlo e, incluso a oscuras, consiguió distinguir la
cara de Sebastião.
—¿Qué haces tú aquí, Sebastião? —Le pareció que su propia voz llegaba
desde muy lejos, de tan lejos que habría jurado que era otra persona la que
hablaba con su criado.
—Lo he seguido, patrón. Desde que salió de casa esta tarde, después de
recibir al procurador. Lo seguí hasta la playa, lo seguí de vuelta a casa y lo he
seguido después hasta aquí.
—¿Y por qué te tomas esas molestias, Sebastião?
—Perdóneme, patrón. Es que hay algo que no va bien. Siento un olor malo en
el aire.
—Señor, Sebastião, no patrón.
—Sí, señor.
—Todo va bien, Sebastião. Es sólo que tenía algunas dudas, y esas dudas ya
se han disipado. Todo ha acabado allí, en aquella casa.
—Esa mujer, la inglesa, sólo trae desgracias, patrón. Siempre lo presentí.
Luís Bernardo se volvió hacia él, intrigado.
—¿Por qué lo dices? ¿Por qué dices que lo presentías?
—Desde el día en que la vi entrar en casa. Nunca había visto a una mujer tan
guapa, en toda mi vida.
—¿Y?
—Las mujeres demasiado guapas anuncian desgracias.
—¿Qué es eso? ¿Un proverbio?
—Es algo que he aprendido, patrón.
Avanzaban en silencio, él montado a caballo, como un peso muerto, y
Sebastião a pie, a su lado, sujetando las riendas. Al ver su casa, Luís Bernardo
rompió el silencio.
—Ya no tienes por qué preocuparte más por este asunto, Sebastião. El daño
que esa mujer podía causarme ya me lo ha causado.
—¿Está usted bien, patrón?
—¿Si estoy bien? Sí, te juro que estoy bien. Estoy en paz. No te preocupes.
Ahora quiero que te vayas a la cama, ¿me oyes? Yo voy a escribir unas cartas que
quería enviar en el vapor de mañana, pero tú te acuestas ahora mismo, porque
mañana será un día movido, ¿entendido?
—Sí, patrón.
—Quiero que me digas: «Lo prometo, señor.»
—Lo prometo.

Luís Bernardo subió por la escalera hasta su habitación. Había una vela
encendida en la cómoda del pasillo y otra en la mesita de su dormitorio. Se quitó
la camisa rasgada y sucia y se puso una de lino blanco que sacó de la cómoda.
Cogió la vela y fue hasta el baño, donde se lavó la cara y las heridas y se frotó
concienzudamente las manos. Se pasó por la herida un algodón con agua
oxigenada, que hizo brotar espuma y le abrasó la cara. Volvió a lavarse las manos
y, tras apagar la vela, salió del cuarto de baño.
En el pasillo, la vela ya no estaba sobre la cómoda, sino en las manos de
Doroteia, que lo miraba apoyada contra la pared, con su vestido de algodón
blanco abierto casi por completo a la altura del pecho, un pecho firme y
adolescente, de pezones erguidos, su piel sedosa brillando en la oscuridad, su
rostro perfecto, de pómulos prominentes, los carnosos labios entreabiertos, el
blanco de sus dientes y el fondo de sus ojos relucientes como perlas a la luz tenue
de la llama. Estaba parada en medio del pasillo, como una vestal, iluminando el
camino de su amo. Luís Bernardo se detuvo y se quedó mirándola. Ella no dijo
nada ni bajó la vista, sino que la clavó en los ojos de él, como si quisiera atraerlos
y absorberlos con la mirada.
Luís Bernardo percibió la ternura infinita que emanaba de ella, una ternura
convertida en deseo de servirlo. Se acercó y le puso las manos abiertas a ambos
lados de la cara. Le pasó un dedo por la boca, que se abrió un poco más, después
deslizó las manos por su largo cuello y de ahí las bajó, con suavidad, por los
hombros y los pechos, que sintió jadeantes y duros como pequeñas piedras. Ella
no se movió, no dijo nada. Del candelabro que sujetaba con mano temblorosa
cayó una gota de cera sobre la muñeca de Luís Bernardo. Él inclinó la cabeza y le
dio un suave beso en los labios. Volvió a enderezarse y dijo:
—¡Ay, Doroteia! Aún eres muy joven para comprender que el destino de
algunos hombres es amar siempre a quien no deberían.
Tomó el candelabro que ella sujetaba y se alejó por el pasillo hasta los
salones, para encerrarse de nuevo en su despacho. Sebastião o Doroteia habían
cerrado la puerta del balcón después de que él saliera, a causa de los mosquitos,
pero Luís Bernardo volvió a abrirla y se quedó mirando el mar que se extendía
ante él.
Se sentó a su escritorio, preparó una hoja timbrada con el sello del
gobernador de Santo Tomé y Príncipe, comprobó la punta y la tinta azul de su
pluma y comenzó a escribir. Sabía exactamente lo que quería decir y el texto fue
surgiendo sin necesidad de borradores ni correcciones:

A su majestad el rey don Carlos.


Del gobernador de Santo Tomé y Príncipe y São
Joao Baptista de Ajudá.

Mi señor:
Os escribo esta mi primera y última carta con el
dolor de quien sabe que no trae buenas noticias.
Llegué aquí en marzo de 1906, después de ser
nombrado por su majestad gobernador de estas islas,
con el cometido —si mal no entendí y mal no recuerdo
las palabras que me dijisteis en Vila Viçosa— de
demostrar al mundo que no existe, ni en esta ni en
ninguna otra colonia portuguesa, la ignominia del
trabajo esclavo.
Como sabéis, no pedí, no deseé y ni siquiera me
alegró ser el escogido para tal cometido y tal cargo. Lo
acepté para servir a mi rey y a mi país. Esperaba que
su majestad y el gobierno, pese a la distancia, sabrían
hacerse cargo de las dificultades de una misión que
consistía en hacer ver a los agricultores locales la
necesidad de poner en práctica nuevas formas de
producción, diferentes del trabajo esclavo, de modo
que a Inglaterra y a su cónsul residente aquí no les
cupiera la menor duda de que, al menos a partir de
ahora, las cosas se harían cumpliendo con la legalidad
vigente. Durante estos casi dos años de misión me he
esforzado por hacer ver eso mismo a nuestros colonos
y, al mismo tiempo, he hecho todo cuanto estaba en mi
mano para convencer al cónsul inglés de que las
cosas estaban cambiando, de que avanzábamos, con
paso lento pero seguro, hacia el resultado pretendido.
Todos sabíamos, tanto aquí como en Lisboa o en
Londres, que la prueba definitiva llegaría ahora, cuando
—de acuerdo con la ley firmada por su majestad en
enero de 1903— concluyeran los contratos de cinco
años firmados por los trabajadores de las haciendas y
los que lo desearan pudieran solicitar libremente su
repatriación.
Yo mismo ordené esa repatriación a principios del
presente mes y los resultados obtenidos hasta la fecha
y las perspectivas de futuro confirman que, en esencia,
nada ha cambiado ni cambiará en el régimen de
trabajo de las haciendas de Santo Tomé y Príncipe.
Asimismo, los argumentos expuestos por los
agricultores de las islas en la reunión que mantuvieron
en Lisboa, el noviembre pasado, con los
representantes de las empresas importadoras del
cacao de Santo Tomé en Inglaterra demuestran de
forma elocuente que no existe por su parte una
voluntad seria de cambiar nada, pues se limitan a
insistir en una anacrónica retórica jurídica que ya no
convence a nadie. Esa misma voluntad, o falta de
voluntad, es lo que he encontrado en todos mis
contactos con el gobierno de su majestad, al que
siempre ha importado más proteger la prosperidad
comercial de las haciendas de Santo Tomé que los
derechos de sus trabajadores. La ceguera política llega
al punto de no querer ver que esa prosperidad
depende del mercado importador inglés y que éste sólo
continuará comerciando con Santo Tomé si se pone fin
a los abusos de que son objeto sus trabajadores.
En otras palabras, he fracasado en la misión que
su majestad me encomendó, tanto con el cónsul
inglés, al que no he logrado convencer de la seriedad
de nuestras intenciones de cambiar el actual estado de
cosas, como con nuestros agricultores, a los que no
he conseguido convencer de la necesidad de tales
cambios.
Ésa y sólo ésa es la razón que me mueve hoy a
escribiros y a presentaros mi dimisión, con efectos
inmediatos. Sé que os llegarán versiones distintas de
los hechos y os insinuarán que son otros los motivos
de mi renuncia y del fracaso de mi misión. Para ello no
dudarán en calumniar mi nombre y el de otras
personas y en recurrir a injurias y falsedades,
mezclando diferentes sucesos que jamás han influido
en mi forma de pensar o actuar.
Sin embargo, como antes incluso de que recibáis
esta carta os llegarán otras noticias sobre mi persona,
a estas alturas comprenderéis que ningún hombre
tiene derecho a poner en duda lo que os digo en el
momento de escribir estas líneas.
Dimito, pues, porque he fracasado en mi cometido
de terminar con el trabajo esclavo en Santo Tomé y
Príncipe, un régimen contra el cual siempre me
manifesté públicamente y, por eso mismo, merecí el
honor de que su majestad me escogiera para la misión
de acabar con él.
Mi señor don Carlos, las condiciones en que viven
y trabajan los angoleños de Santo Tomé y Príncipe,
que son traídos aquí en contra de su voluntad y a los
que, a efectos diplomáticos, llamamos ciudadanos
portugueses, son indignas de una nación civilizada,
indignas del nombre de Portugal e indignas del Estado
que representáis. Ninguna argumentación pseudo-
jurídica podrá ocultar la evidencia de la cruda realidad
que he visto con mis propios ojos y que mi conciencia
me obliga a exponeros.
Quiera la Providencia que mi dimisión y las
circunstancias que la rodean puedan servir de motivo
de reflexión para toda la nación y, en particular, para
su rey. No es la prosperidad de unos pocos lo que está
en juego, sino el buen nombre de Portugal, que seguirá
empañado hasta que se borre esa mancha de
vergüenza.
Al deciros esto creo haber cumplido al menos con
mi conciencia, ya que no he podido cumplir con la
misión que su majestad me confió.
Que Dios guarde a su majestad,
Luís Bernardo Valença, gobernador

***

En contra de las órdenes recibidas de Luís Bernardo, Sebastião no se había ido


a dormir. Se había quedado fuera, en el jardín, sentado junto a un árbol,
pendiente, excepto por algunas cabezadas, de la luz encendida en el despacho de
Luís Bernardo. No se acostaría hasta ver que la luz se había apagado. También
Doroteia lo esperaba, sentada en una silla en el pasillo del piso de arriba, con una
vela apagada entre las manos y una caja de cerillas para encenderla en cuanto
oyera los pasos de Luís Bernardo atravesar el pasillo en dirección a su dormitorio.
El disparo sobresaltó a ambos, que ya estaban casi dormidos. Aunque, en el
caso de Sebastião, fue el sonido del disparo más que su significado lo que lo
sorprendió. Se puso de pie y miró hacia la ventana del despacho, donde la luz
seguía encendida. Se santiguó y, alzando la mirada hacia el cielo sin estrellas,
murmuró: «¡Hágase tu voluntad!» Sólo entonces entró en la casa, con pasos
lentos y pesados, y se dirigió hacia el despacho, donde Doroteia lloraba, abrazada
al cuerpo inerte de Luís Bernardo. Se había disparado directamente sobre el
corazón, sentado en el sofá, y una gran mancha roja se había extendido por su
camisa blanca. La mano derecha, la que había apretado el gatillo, pendía sobre
sus piernas, con el revólver aún sujeto por un solo dedo. Todavía tenía los ojos
abiertos, dirigidos hacia la ventana. Sebastião se inclinó y se los cerró. Se fijó en
que en el suelo había una hoja de papel, con una cabecera escrita con grandes
letras que rezaba: «¡Sebastião, lee esto antes de hacer cualquier otra cosa!» Y él
leyó: había dos cartas en su escritorio. Una era para el conde de Arnoso,
secretario particular de su majestad el rey, donde constaba la dirección del Palacio
das Necessidades. La otra estaba dirigida a João, en Lisboa, y contenía su
testamento, del que le avanzaba lo esencial: todos sus muebles y objetos
personales se los quedaría João, al que además nombraba albacea; dejaba una
cantidad para Mamoun, Sinhá, Vicente y Tobias, y el resto de su fortuna se
dividiría en dos partes iguales para Sebastião y Doroteia. Sebastião debía guardar
ambas cartas inmediatamente, antes de que llegara alguna autoridad, y llevarlas
sin falta con el resto del correo al vapor que partía aquella misma mañana rumbo
a Lisboa. Si alguien les preguntaba, deberían responder que el gobernador no
había dejado ninguna carta o nota que explicara aquel gesto desesperado.
Sebastião se guardó ambas cartas y el papel en el bolsillo del chaleco y
ordenó a Doroteia y a los demás criados, que ya habían acudido al despacho, que
no tocaran nada. Mandó a Vicente a buscar al procurador regio a su casa y
comentó en voz alta, como si hablara solo:
—¡El vampiro volverá a esta casa! —Después miró el reloj de pared; eran las
tres y veinticinco de la madrugada del día 29 de enero de 1908. Y añadió—: Sí, es
la hora de los vampiros.
EPÍLOGO

E l 1 de febrero de 1908, el rey don Carlos y el príncipe heredero don Luis


Felipe, recién llegados de Vila Viçosa, atravesaban el Terreiro do Paço en un
carruaje abierto cuando los asaltaron y mataron a tiros dos asesinos identificados,
los cuales formaban parte de una compleja conspiración que, por razones de
conveniencia política, nunca llegó a esclarecerse. Don Luis Felipe tuvo tiempo de
matar con el revólver que siempre llevaba encima al asesino de su padre, Alfredo
Costa, justo antes de que lo alcanzaran dos balas del otro pistolero, el Buiça.
Si los funerales reales fueron impresionantes, los de los asesinos no se
quedaron atrás, lo que reflejaba con claridad el ambiente político del Portugal de
la época. Herido levemente en un hombro durante el atentado, el joven príncipe
don Manuel se convertiría ese mismo día en el rey don Manuel II, que gobernaría
tan sólo treinta y dos meses, hasta la instauración de la República.
A petición de la reina viuda, el secretario particular de don Carlos, Bernardo
de Pindela, conde de Arnoso, se mantuvo en su cargo durante unas semanas para
poner en orden los papeles y la correspondencia del rey asesinado. Una de esas
mañanas, estaba sentado a la mesa de trabajo de su despacho en el Palacio das
Necessidades cuando su secretario, José da Matta, le entregó una carta que venía
a su nombre y le comentó:
—Una carta para usted, del gobernador de Santo Tomé. ¿No es aquel que se
mató?
—Sí, se mató tres días antes de la muerte del rey y del príncipe. Parece que lo
adivinaba...
—Pero dicen que se mató por una inglesa de la que era amante, la mujer del
cónsul inglés...
—Sí, se dicen muchas cosas de los muertos, que ya no están aquí para
defenderse... —Bernardo Pindela suspiró y abrió el sobre con un pequeño
abrecartas de plata. Dentro había otro sobre cerrado dirigido a «Su majestad el
rey don Carlos», acompañado de una breve nota destinada a él:

Querido amigo Bernardo de Pindela:


Sé que no me negará la petición, hecha a título
póstumo, de entregar esta carta personalmente a su
majestad, sin más intermediarios.
Quería también que supiera que, durante estos
dos penosos años en Santo Tomé y Príncipe, me he
acordado muchas veces de las palabras que me dijo
en Vila Viçosa para insistir en la petición del rey de que
aceptara esta misión: «¿Podría pedirle a la vida algo
más grandioso?» Y ésta es mi respuesta: me he
dejado aquí la vida; ¿podría darle al rey algo más
grandioso?
Créame, con el respeto y la amistad de siempre,
Luís Bernardo Valença

El conde de Arnoso suspiró y abrió la carta dirigida a don Carlos, que comenzó
a leer mientras se paseaba por el aposento. Cuando llegó al final, acababa de
detenerse ante la ventana desde donde se veían el Tajo y una fragata inglesa que
salía del puerto (con toda probabilidad, uno de los barcos enviados por su
majestad británica para las exequias reales). Permaneció allí un rato, absorto en
sus pensamientos, con la carta abierta en la mano.
—¿Y bien? ¿Qué explica? —José da Matta estaba intrigado—. ¿Algo que aún
pueda tener interés?
—¿Hay algo que aún pueda tener interés en estos momentos? Todo ha
acabado o acabará en breve; es el fin de una época. Lo que me angustia es pensar
que fui yo quien propuso el nombre de ese joven al rey, fui yo quien lo convenció
de que fuera a Vila Viçosa a hablar con don Carlos, fui yo quien insistió en que
aceptara esa misión en Santo Tomé. Si no lo hubiera hecho, él aún estaría vivo.
Bernardo de Pindela parecía aún más abatido que en los últimos días.
—Vamos, señor conde, ese hombre no murió por la misión, sino de amor. Y de
eso él es el único responsable...
Bernardo de Pindela lo miró con una expresión casi de desdén.
—¿Qué sabrá usted, José da Matta? ¿Acaso ha leído la carta antes que yo?
—No...
—Entonces respete las razones que han llevado a un hombre a tomar una
decisión tan trágica como poner fin a su vida. Sólo él y Dios conocen las
verdaderas razones. El otro hombre que en parte podría conocerlas está muerto,
y el otro, que las acaba de conocer y que soy yo, guardará el secreto.
Se dirigió hacia la chimenea encendida y, con un gesto de resignación, lanzó
al fuego la carta de Luís Bernardo para el rey y se quedó mirando cómo las llamas
la consumían lentamente. Mientras ardía el papel, se dijo en actitud filosófica:
—En fin, una carta de un hombre que murió después de escribirla, para otro
que murió antes de leerla. ¿Quién sabe? Teniendo en cuenta que murieron casi al
mismo tiempo, quizá se encuentren allá arriba y puedan contárselo todo en
persona.

El 22 de mayo de 1908, O Século, en su sección de noticias de las colonias,


informaba de que el cónsul de Inglaterra en Santo Tomé y Príncipe, David
Jameson, una vez finalizado su servicio en las islas, había sido escogido para la
jefatura del gobierno provincial de Colombo, en Ceilán, adonde se dirigió, en
compañía de su mujer, a bordo del HMS Sovereign of the Seas, por la ruta del
cabo de Buena Esperanza.
El 14 de marzo de 1909, las firmas inglesas Cadbury Bros, de Bournville, J.S.
Fry & Co, de York, y Rowtree & Co, de Bristol, en nombre de todas las compañías
inglesas importadoras de cacao, decretaron oficialmente el boicot a las
importaciones provenientes de la colonia portuguesa de Santo Tomé y Príncipe.
AGRADECIMIENTOS

A Ana Xavier Cifuentes, quien con tanto entusiasmo y generosidad aceptó la


invitación de ayudarme en la investigación histórica para este libro y que,
desde Vila Viçosa hasta Santo Tomé y Príncipe, se mostró incansable, meticulosa
y siempre estimulante en sus pesquisas. Sin su ayuda todo habría sido
infinitamente más difícil.
A mis editores, Antonio Lobato Faria y Gonçalo Bulhosa, de Oficina do Livro,
que han sido editores en el sentido más completo de la palabra. Primero, por
convencerme y animarme a escribir; después, por no dejar que me rindiera
durante estos dieciséis meses de trabajo, y finalmente, por prestarse a realizar
una revisión crítica y detallada de todo el libro, que me ha sido de gran utilidad en
mis propias revisiones.
A Francisco Xavier Maniero, porque su viejo amor por Santo Tomé y Príncipe
me empujó a querer conocer las islas y porque, años atrás, me regaló un libro
sobre Santo Tomé que me inspiró esta historia. Está demostrado que regalar un
libro a un amigo nunca se hace en vano.
A mi mujer, Cristina, que sujetó siempre, incluso desde la distancia, la mano
que escribió este libro.
A las entidades que aceptaron gentilmente colaborar en los trabajos de
investigación y documentación: Fundação da Casa de Bragança, Arquivo Histórico
de S. Tomé e Príncipe, Automóvel Clube de Portugal, CP y EDP.

Fin

Escaneo y corrección del doc original:

Maquetación ePub: ratón librero (tereftalico)

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