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Ilustración de cubierta: Postal antigua de Santo Tomé, de la colección particular de João Loureiro
Editorial: Salamandra
ISBN: 9788478889860
Reseña:
RECOMENDACIÓN
AGRADECIMIENTO A ESCRITORES
PETICIÓN
Libros digitales a precios razonables.
Ecuador, línea que divide la tierra en hemisferio norte y sur.
Línea simbólica de demarcación, de frontera entre dos
mundos. Posible contracción de la expresión «es con el
dolor» («é—cum-a-dor», en portugués antiguo).
Para Cristina
Capítulo 1
U na vez han ocurrido las cosas, es casi inevitable reflexionar sobre lo que
habría sido la vida si se hubiera actuado de modo diferente. De haber sabido
lo que le reservaba el destino, quizá Luís Bernardo Valença nunca habría tomado
el tren, aquella lluviosa mañana de diciembre de 1905, en la estación de Barreiro.
Pero ahora, recostado en su cómoda butaca de terciopelo granate de primera
clase, Luís Bernardo veía pasar tranquilamente el paisaje por la ventanilla y
observaba cómo poco a poco se imponía la tierra llana, sembrada de alcornoques
y encinas, tan característica del Alentejo, y cómo en el cielo lluvioso que había
dejado en Lisboa se iban abriendo tímidamente claros por los que ya asomaba un
reconfortante sol de invierno. Intentaba ocupar aquellas indolentes horas de viaje
hasta Vila Viçosa en la lectura amodorrada del Mundo, su periódico de todos los
días, vagamente monárquico, liberal convencido y, como su nombre indicaba,
preocupado por el estado del mundo y por «las élites que nos gobiernan». Aquella
mañana, el Mundo informaba de una crisis abierta en el gobierno francés por el
pago de los costes de construcción del canal de Suez, que el ingeniero Lesseps no
se cansaba de excavar como un loco furioso, engordando una factura sin fecha de
conclusión a la vista. Se daba cuenta también del cumpleaños del rey Eduardo
VII, celebrado en la intimidad de la familia real y con felicitaciones de todos los
monarcas, rajás, jeques, reyezuelos y jefes tribales de ese inmenso Imperio
donde, recordaba el Mundo, nunca se ponía el sol. En lo referente a Portugal, se
informaba de una nueva expedición punitiva contra los nativos del interior
oriental de Angola, un episodio más de aquel enorme caos en que a duras penas
parecía sobrevivir la colonia. En las Cortes se había asistido a otra trifulca entre
los diputados del Partido Regenerador, de Hintze Ribeiro, y los progresistas, de
José Luciano de Castro, a propósito de la «lista civil» de palacio, esto es, el
presupuesto público destinado al funcionamiento de la Casa Real, que nunca
parecía suficiente para cubrir los gastos. Luís Bernardo dejó el periódico en el
asiento vacío de al lado y prefirió meditar sobre las causas que lo habían llevado a
tomar aquel tren.
Tenía treinta y siete años, estaba soltero y era tan libertino como las
circunstancias y su apellido le permitían: algunas coristas y bailarinas de fama
dudosa, alguna que otra dependienta del barrio de la Baixa, dos o tres virtuosas
señoras casadas de la alta sociedad y una renombrada y disputada soprano
alemana que había actuado tres meses en el teatro de Sao Carlos y de cuyos
favores, por lo que se sabía, no había sido el único beneficiario. Era, pues, un
hombre dado a aventuras de faldas, pero también a melancolías. A los veintidós
años había dejado los estudios de Derecho y, para disgusto de su ya difunto
padre, su proyectada carrera en la abogacía se quedó en unas cortas prácticas en
el bufete de un reputado abogado de Coímbra, del que se escabulló a la menor
oportunidad, liberándose así para siempre de aquella supuesta vocación. Regresó
a su Lisboa de siempre y, tras dedicarse a diversos oficios, heredó de su padre el
cargo de socio principal de la Compañía Insular de Navegación: tres barcos, de
casi doce mil toneladas cada uno, que transportaban mercancías y pasajeros entre
Madeira y las Canarias, el archipiélago de las Azores y las islas de Cabo Verde. La
Insular tenía sus oficinas al final de la calle del Alecrim, en un edificio pombalino
de cuatro pisos por los que se repartían sus treinta y cinco empleados. Luís
Bernardo se había instalado en un salón espacioso con dos amplios ventanales
sobre el Tajo, que vigilaba con la atención de un farolero a lo largo de los días, los
meses, los años. Al principio le gustaba imaginar que desde allí controlaba una
armada atlántica y casi una parte de los destinos del mundo; a medida que
llegaban los telegramas o las comunicaciones por radio de sus tres únicos barcos,
actualizaba su paradero con pequeñas banderitas que clavaba en el enorme mapa
de toda la costa occidental de Europa y África que cubría por completo la pared
del fondo. Poco a poco se fue desinteresando del paradero diario del Catalina, el
Catarina y el Catavento y dejó de clavar diligentemente las banderitas en el
mapa, si bien continuaba asistiendo sin falta a las partidas y las llegadas de los
barcos de la Insular en el muelle de la Rocha Conde de Óbidos. Sólo en una
ocasión se le ocurrió, por espíritu aventurero o por deber profesional, embarcar
en uno de sus navíos; fue en un viaje de ida y vuelta a Mindelo, en la isla
caboverdiana de São Vicente, una travesía tormentosa e incómoda hasta una
tierra que le pareció desolada y totalmente desprovista de cualquier cosa que
pudiera despertar el interés de un europeo de su tiempo. Le explicaron que
aquello no era exactamente África, sino más bien un pedazo de luna caído al mar,
pero él no se animó a ir más allá, al encuentro de esa África de la que le llegaban
tantas historias exaltadas.
Se quedó para siempre en la oficina de la calle del Alecrim y en su casa del
barrio de Santos, donde vivía solo con una vieja ama de llaves que había
heredado de la casa de sus padres y que no se cansaba de repetirle «usted
necesita casarse», además de una ayudante de cocina, una chica de la Beira
Baixa, fea como un puercoespín. Comía invariablemente en su club del barrio del
Chiado, cenaba en el Bragança o en el Grémio, o frugalmente en su casa, y las
noches las pasaba en veladas de cartas con los amigos, en visitas de cortesía a
familias y, de vez en cuando, en el Sao Carlos o en fiestas en el club Turf o en el
Jockey. Estaba bien relacionado, era ingenioso, inteligente, buen conversador. Le
apasionaba el estado del mundo, lo que lo llevó a suscribirse a una revista inglesa
y a otra francesa, lenguas que dominaba, cosa rara en la Lisboa de la época. Se
interesó por la «cuestión colonial», leyó todo lo relacionado con la Conferencia de
Berlín y, cuando la cuestión ultramarina comenzó a ser objeto de apasionados
debates públicos, aún como secuela del Ultimátum inglés, publicó dos artículos en
el Mundo que fueron largamente citados y discutidos por su análisis equilibrado y
de una frialdad insólita entre tanto furor patriótico y antimonárquico, en contraste
con la aparente condescendencia del rey don Carlos. Luís Bernardo defendía un
colonialismo moderno, de raíz mercantil, centrado en la explotación efectiva de
aquello que Portugal pudiese llevar a cabo, por medio de empresas con vocación
para trabajar en África, gestionadas con espíritu profesional y «actitud
civilizadora». No se podía seguir dejándolo todo «en manos de los que, no siendo
nadie aquí, se comportan allá como caciques, peores que los nativos, no como
europeos, salidos de la civilización del progreso, al servicio de su país».
Sus artículos fueron objeto de acaloradas discusiones entre «europeos» y
«africanistas», y la fama que le granjearon lo animó a ir más allá y publicar un
opúsculo, donde reunió los números referentes a los últimos diez años de
comercio de importación de las colonias de África, para sustentar su opinión de
que ese comercio era incipiente para Europa, insuficiente para las necesidades del
país y, por lo tanto, un grave y endémico desperdicio de las posibilidades ofrecidas
por una explotación racional e inteligente de las riquezas ultramarinas. «No basta
con ir predicando por el mundo que se tiene un imperio —concluía—, también hay
que explicar qué se hace para merecerlo y conservarlo.» El debate posterior fue
virulento e intenso y, desde la trinchera contraria, el «africanista» Quíntela
Ribeiro, dueño de extensas haciendas en Moçãmedes, decidió responderle en el
Clarim, donde se preguntaba: «¿qué conocimientos tiene de África el señor
Valença?», y, volviendo la frase contra su autor, concluía: «No basta con ir
predicando por el mundo que uno tiene cabeza, como hace ese tal Valença.
También hay que explicar qué se hace para merecerla y conservarla.»
La frase de Quíntela Ribeiro y el mismo debate público suscitado por las
intervenciones de Luís Bernardo se convirtieron para éste en una especie de
tarjeta de visita. Lo cierto era que muchos en Lisboa se lamentaban de que un
hombre con su edad y su talento, tan inteligente e informado, desperdiciara lo
mejor de su vida mirando al Tajo por una ventana y rondando por la ciudad en
busca de conquistas amorosas.
Todo aquello había quedado atrás hacía ya unos meses. Luís Bernardo
regresó, no sin alivio, a su sencilla vida cotidiana; la incomodidad de ser el centro
de una polémica pública pesaba más que la eventual fama y admiración que se
había ganado, traducidas en un aumento de invitaciones para cenas donde
invariablemente se desgranaban estúpidas opiniones sobre la «cuestión
ultramarina», siempre rematadas con la pregunta de costumbre: «Y usted,
Valença, ¿qué piensa al respecto?»
Justo en aquel instante, en el tren de Lisboa a Vila Viçosa, Luís Bernardo
pensaba en la extraña invitación del rey, por medio de su secretario particular el
conde de Arnoso, para que acudiera a comer ese jueves al palacio de Vila Viçosa.
Bernardo de Pindela, el conde de Arnoso, uno de los integrantes del célebre grupo
de los Vencidos de la Vida, que tanto había agitado la vida intelectual del país
unos años antes, le había concedido el inesperado honor de visitarlo en su oficina
de la Insular. Después de transmitirle la invitación, se limitó a añadir: «Me
disculpará usted, pero no puedo revelar lo que su majestad pretende decirle. Sé
que se trata de un asunto importante y que el rey pide que el encuentro se
mantenga en secreto. En cualquier caso, un paseo hasta Vila Viçosa le irá muy
bien para despejarse del ambiente de Lisboa, y le garantizo, además, que allí se
come de maravilla.»
Allí estaba, pues, de camino al palacio ducal de los Braganza, en medio de esa
nada que era el Alentejo, donde el rey don Carlos pasaba todos los años lo mejor
del otoño y del invierno para dedicarse a la caza, una afición con la que, según las
lenguas republicanas de la capital, descansaba de los pocos momentos en que
renunciaba a ocuparse de los asuntos del gobierno. Luís Bernardo tenía casi la
misma edad que el rey, pero, a diferencia de éste, era un hombre delgado y
elegante, que se vestía con esa sobriedad, sólo en apariencia despreocupada, tan
característica del verdadero gentleman. Don Carlos de Braganza parecía un
bobalicón disfrazado de rey; él parecía un príncipe disfrazado de burgués. Todo en
él, desde su figura hasta su manera de vestir o de caminar, revelaba su actitud
ante la vida: cuidaba su apariencia, pero sin dejar que eso se convirtiera en una
incomodidad; estaba al corriente de las modas, de lo que ocurría fuera, pero no
prescindía de su propio criterio; pasar inadvertido era motivo de angustia, pero
sentirse demasiado observado, apuntado con el dedo, le resultaba embarazoso. Su
cualidad era no albergar demasiadas ambiciones; su defecto, no albergar,
probablemente, ambición alguna. Sin embargo, cuando se examinaba a sí mismo,
procurando mantener una distancia adecuada para el análisis, Luís Bernardo
reconocía, sin un exceso de vanidad, que estaba varios escalones por encima del
ambiente que frecuentaba: su educación era superior a la de los que tenía
inmediatamente por abajo y era más inteligente y culto, menos superficial, que
los que estaban por encima. Y así fueron pasando los años y su juventud fue
escurriéndose con ellos. En el amor había sido como en la vida: las mujeres a las
que encontraba verdaderamente irresistibles le parecían fuera de su alcance; las
que consideraba asequibles le resultaban siempre decepcionantes. En una ocasión
tuvo una novia, una chica muy joven, guapa y con buena dote. Él se quedaba
absorto en la contemplación de su devastador pecho adolescente, que se alzaba
por encima de los escotes, adonde un par de veces arrimó las manos y la nariz,
destapándolo para poder explorar sin trabas ni pudor. Llegó a regalarle el anillo
de compromiso y entre su tía Guiomar, que hacía las veces de madre, y su suegro
putativo se acordó la fecha de la boda, pero él acabó topando con la ignorancia de
la novia, que confundía Berlín con Viena y suponía que en Francia aún había
monarquía. Imaginó todos los años que le quedaban por delante al lado de aquel
pimpollo, el tedio de las veladas, la idiotez de las conversaciones, las alegres
comidas dominicales en casa del suegro, y se batió en retirada, sin elegancia,
insultado a gritos por el padre del pimpollo en pleno Grémio, del que salió
discretamente, injuriado pero aliviado. Se dijo, y no se equivocaba, que el asunto
se resolvería en quince días, durante los cuales sería el blanco de todas las
habladurías; después volvería a tener la vida entera por delante. Y a eso se
reducían sus tentativas de lo que la gente llama «vida en pareja».
Allí, en el tren hacia Vila Viçosa, daba gracias a la Providencia por ser un
hombre solo, libre y dueño de su destino. Estiró sus largas piernas hasta el
asiento de delante, sacó del bolsillo de la chaqueta su pitillera de plata y, de ésta,
un cigarrillo de las Azores, estrecho y largo, buscó en el bolsillo del chaleco la caja
de cerillas y lo encendió aspirando lenta y voluptuosamente. Era un hombre libre:
sin esposa, sin partido, sin deudas ni deudores, sin riqueza ni estrecheces, sin
gusto por lo frívolo ni atracción por lo desmedido. Si el rey tenía algo que decirle,
proponerle u ordenarle, la última palabra siempre la tendría él. ¿A cuántos
hombres conocía que pudieran presumir de lo mismo?
Esa noche, por ejemplo, tenía su habitual cena con los amigos en el hotel
Central. Una tertulia heterogénea, de hombres entre los treinta y los cincuenta
años, que todos los jueves se reunían para disfrutar de la exquisita cocina del
Central y conversar sobre las novedades del mundo y los males del reino. Un
ritual de hombres a imagen y semejanza del propio Luís Bernardo: serios sin
llegar a cargantes, despreocupados sin llegar a superficiales.
Esa noche, sin embargo, tenía una razón muy especial para esperar ansioso la
hora de ir a cenar y por eso había reservado la vuelta en el tren de las cinco,
confiando en que los habituales retrasos no le impidieran llegar a tiempo al
Central. Luís Bernardo esperaba que João Forjaz, uno de los miembros del grupo
de los jueves y su amigo de toda la vida, desde la escuela primaria, le trajera un
mensaje de su prima Matilde. Había conocido a Matilde ese verano, en Ericeira,
durante una velada en casa de unos amigos comunes, una noche iluminada por la
luna, como en las novelas de amor. Cuando vio a João atravesar la sala en su
dirección, con Matilde del brazo, Luís Bernardo sintió un estremecimiento, una
premonición de peligro inminente.
—Luís, ésta es mi prima Matilde, de la que hace tanto que te hablo. Éste es
Luís Bernardo Valença, el espíritu más escéptico de mi generación.
Ella sonrió ante el comentario de su primo y miró a Luís Bernardo
directamente a los ojos. Era casi tan alta como él, que ya era bastante alto, de
sonrisa y gestos infantiles. No más de veintiséis años, pensó. Pero, como él sabía,
ya casada y madre de dos hijos. También sabía que el marido estaba en Lisboa
trabajando y que ella pasaba allí las vacaciones con sus hijos. Se inclinó y le besó
la mano tendida. A él le gustaba mirar las manos cuando las besaba; vio que tenía
dedos largos y finos y en ellos posó su beso, algo más prolongado de lo que
aconsejaba la simple cortesía.
Levantó la vista y ella lo miró a los ojos. Sonrió de nuevo.
—¿Qué es eso de un espíritu escéptico? ¿Es lo mismo que un espíritu
cansado?
João respondió por él:
—¿Luís, cansado? No, hay cosas de las que nunca se cansa, ¿verdad, Luís?
—Así es. Nunca me canso de mirar a una mujer hermosa, por ejemplo.
Aquello no sonó como un simple elogio, sino casi como una declaración de
guerra. Se produjo un silencio incómodo, que João Forjaz aprovechó para batirse
en retirada.
—Bien, ya estáis presentados —dijo—. Id aclarando eso del escepticismo
mientras yo voy a buscar una bebida. Pero cuidado, querida prima, no sé si este
escéptico ambulante es una compañía muy conveniente a los ojos de la gente
respetable. De todas formas, yo vuelvo ahora mismo. No os voy a dejar solos en
este compromiso.
Ella siguió a su primo con la vista y, a pesar de su ensayada seguridad, a Luís
Bernardo le pareció adivinar de repente una ligera sombra en su mirada, cierto
tono de preocupación imprevista en la voz con que le dijo:
—¿Ésta es una situación comprometida?
Luís Bernardo comprendió que había sido impertinente, que la había asustado
con aquella frase sobre las mujeres hermosas. Respondió con dulzura:
—Seguramente no. No lo es para mí y no veo por qué tendría que serlo para
usted. No me conoce, claro, pero puedo asegurarle que mi objetivo en la vida no
es ir por el mundo haciendo daño a los demás.
La declaración sonó tan sincera que ella pareció relajarse al instante.
—Me alegra oír eso. Pero, dígame, sólo por curiosidad, ¿por qué cree mi primo
que quizá no es usted una compañía muy conveniente?
—«A los ojos de la gente respetable», ha dicho él. Y, como sabe, los ojos de la
gente respetable nunca son inocentes, ni siquiera cuando lo que ven es del todo
inocente. En este caso, supongo que la inconveniencia se resume en el hecho de
que una mujer casada y un hombre soltero estén aquí charlando, en una noche
magnífica como ésta.
—¡Ah, claro! Las conveniencias... a eso se refería él. ¡Las eternas
conveniencias! Al fin y al cabo parecen ser la esencia de todas las cosas en los
tiempos que corren.
Esta vez fue Luís Bernardo quien la miró fijamente a los ojos. Ella se perturbó
con su mirada, que parecía impregnada de un súbito abatimiento, de una soledad
desamparada, que atraía y asustaba. Cuando él habló, volvió a hacerlo con el
mismo tono de absoluta sinceridad que la había desarmado antes.
—Oiga, Matilde, está claro que las conveniencias, y todo lo que comportan,
tienen un papel importante en la sociedad, y yo no pretendo cambiar el mundo ni
las reglas que parecen dar seguridad a la gente, sino una existencia feliz, por lo
menos una vida tranquila. Muchas veces me gustaría que las reglas no fueran
tantas ni de tal magnitud, porque al final la vida llega a confundirse con su
apariencia. Pero creo que, en última instancia, siempre tenemos elección. Yo, al
menos, la tengo, y por eso me considero un hombre libre. Sin embargo, vivo
entre los demás y acepto sus reglas, las comparta o no. Déjeme decirle una cosa:
usted es la prima y la mujer preferida de João, y João ha sido siempre mi mejor
amigo. Es natural que hayamos hablado alguna vez de usted, y le aseguro que él
siempre lo hace con entusiasmo y ternura. No le ocultaré que por eso tenía
curiosidad por conocerla, y ahora puedo dar fe de que es usted mucho más
hermosa de lo que él me había dicho y, además, me parece una mujer tan
hermosa por fuera como por dentro. Hecho el elogio, no quiero de ninguna
manera que se sienta incómoda conmigo; la llevo otra vez con João, ha sido un
placer conocerla y creo que voy a salir a disfrutar de esta bonita noche.
Inclinó la cabeza con elegancia y avanzó un paso, como esperando a que ella
lo acompañara. Pero, en vez de eso, oyó su voz vehemente, un tanto sofocada,
pero inesperadamente firme:
—¡Espere! ¿Se puede saber de qué huye? ¿De qué huye un hombre que se
proclama libre? ¿No estará intentando protegerme?
—Quizá. ¿Hay algo malo en eso? —Quería aparentar la misma firmeza que
ella, pero ahora era Luís Bernardo quien no se sentía seguro. Algo se le estaba
yendo de las manos.
—No; es muy caballeroso por su parte. Se lo agradezco mucho, pero no me
gusta que me protejan de peligros que no existen. Perdone, pero en este caso y
en esta conversación su preocupación es casi ofensiva.
«Dios mío, pero ¿hasta dónde va a llegar esto?», pensó él. Estaba clavado allí
sin saber qué decir ni qué hacer. ¿Debía quedarse o marcharse? «¡Qué disparate!
Parezco un crío intimidado ante un adulto. ¡Por qué no viene João de una vez a
sacarme de este embrollo?»
—Dígame una cosa, Luís Bernardo. —Ella rompió el silencio, retomaba el
juego, y él respondió casi con miedo:
—¿Sí?
—¿Puedo hacerle una pregunta personal?
—Usted dirá...
—¿Por qué no se ha casado?
«Diablos, esto va de mal en peor», pensó él.
—Porque nunca se ha terciado. Que yo sepa, no hay ninguna ley que obligue
a la gente a casarse.
—No, no la hay, pero no deja de ser extraño. Ahora seré yo quien le cuente
un secreto, aunque, la verdad, tampoco creo que vaya a descubrirle nada que
usted no sepa. Algunas amigas también me habían hablado más de una vez de
usted, siempre con mucho misterio. Me lo habían descrito como un hombre
apuesto, inteligente, culto, de conversación amena y buena posición. Dicen que
tiene fama de mujeriego, así que por esa parte no hay dudas. ¿Cuál es, pues, el
misterio de su celibato?
—No hay ningún misterio. Nunca me he enamorado y, por lo tanto, nunca me
he casado. Tan sencillo como eso.
—Es extraño... —insistió ella, como si la respuesta la hubiera dejado de
pronto totalmente perpleja.
—¿Qué es lo extraño, que nunca me haya enamorado o que nunca me haya
casado, aun sin estar enamorado?
Luís Bernardo volvía a tomar la iniciativa, y lanzó la pregunta con tono de
desafío. Ella acusó el golpe y se ruborizó, enfadada consigo misma y con él.
¿Estaba desafiándola?
—No, lo extraño es que nunca se haya sentido enamorado... de una mujer de
la que se pudiera enamorar, con la que pudiera casarse.
Las palabras le salieron tan rápidas, la mirada que él sorprendió en ella le
pareció tan insegura, que Luís Bernardo se arrepintió inmediatamente de lo que
acababa de decir. Pero dicho estaba, y se hizo el silencio entre ellos, como si de
mutuo acuerdo hubieran decidido concederse una tregua.
Fue João quien finalmente, con su aparición, los salvó de aquel espeso silencio
que se interponía entre ambos. Luís Bernardo aprovechó para escabullirse, se
despidió con unas breves palabras de cortesía y una inclinación de la cabeza y se
marchó fuera, donde la luz de la luna había disipado la neblina habitual. El mar de
Ericeira parecía haberse calmado, como si también él se hubiera concedido una
tregua; a lo lejos se oía la música de una fiesta popular y de una ventana abierta
que daba a la avenida llegaba el sonido de voces y carcajadas de un grupo
familiar que se adivinaba feliz. De pronto Luís Bernardo casi deseó para sí esa
felicidad que no se cuestiona. Le apetecía acercarse al baile de donde venía
aquella música, escoger a una moza del pueblo para bailar en sus brazos, notarla
tensa y algo sofocada al sentir el roce de su cuerpo, aspirar el olor a colonia
barata de su cabello e, iluminado de repente por una súbita lucidez, susurrarle al
oído: «¿Quieres casarte conmigo?» La idea le hizo sonreír y, mientras encendía
un cigarrillo a oscuras, pensó que al día siguiente lo vería todo más claro. El
sonido de sus pasos fue lo único que oyó de camino al hotel donde se hospedaba.
Las dos semanas siguientes en Ericeira las pasó entre las mañanas en la
playa, las comidas en las tabernas de pescadores junto al mar, donde servían, sin
presunción alguna, el mejor pescado del mundo, y las tardes, en el salón del hotel
o en las terraza? de la plaza mayor del pueblo, leyendo el periódico, despachando
la correspondencia o de charla con João Forjaz y dos o tres amigos más. Por la
noche, si no recibía invitaciones, cenaba en el hotel, puntualmente a las ocho y
media, solo, en compañía de João o de quien apareciera sin avisar. En el comedor
del hotel se podía encontrar todo cuanto caracterizaba la tranquilísima vida de la
alta sociedad en un hotel de verano. Parejas jóvenes, cuyos hijos, si los había, se
quedaban al cuidado de las ayas, que cenaban con ellos en la recocina; familias
enteras, con abuelos, hijos e hijas, yernos y nueras y nietos adolescentes, que
ocupaban las dos mesas centrales del comedor, y caballeros solitarios, algunos de
paso, otros aún de vacaciones como él, además de los oficiales que acompañaban
a la reina doña Amelia, que también veraneaba allí. A Luís Bernardo le
maravillaba la imaginación del chef, que todos los días, y sin repetir nunca un
plato, presentaba en el menú tres sopas, tres entrantes, tres platos de pescado,
tres de carne y tres postres. Acabada la cena, pasaba con los demás caballeros al
bar o a la sala de fumadores, donde se encendía su puro y hacía girar el coñac
francés en una gran copa que sostenía entre los dedos. Se quedaba sentado
mirando a los demás o accedía a jugar una partida de dados o dominó, juego éste
que lo aburría soberanamente. En cierto momento de la velada los solteros se
iban por su lado y sólo se quedaban los padres de familia. No había más que un
destino posible: el casino, donde el programa se reducía básicamente a puros,
coñac, juego, charlas, en una rutina sólo rota por los dos habituales bailes de
verano, al principio y a finales de agosto. Había otra opción, semiclandestina,
semioficial, de la que nadie hablaba abiertamente y que todos comentaban a
media voz: la visita a los salones de doña Júlia o de doña Imaculada. Se decía
entre los caballeros que doña Júlia tenía más novedades, pero que las chicas de
doña Imaculada eran más de fiar. El servicio comenzaba hacia la medianoche y se
prolongaba hasta altas horas de la madrugada. Acudían casados y solteros,
caballeros dignos y respetables, y hasta padres que llevaban a sus hijos casi
imberbes con el noble propósito de iniciarlos en la condición masculina. Las
aventuras nocturnas de los hombres de la alta sociedad que veraneaban en
Ericeira eran uno de los temas inevitables en las conversaciones de las señoras,
por la mañana, en las casetas de la playa.
—Dicen que ayer, sólo en casa de doña Imaculada, había dos condes y un
marqués. ¡Adonde iremos a parar, Dios santo! —exclamaba con mojigatería, y
desde lo alto de su intachable viudez, Mimi Vilanova, considerada unánimemente
la voz de la virtud en las playas de Ericeira.
—Pues a mi marido seguro que no lo verán allí, porque pasa todas las noches
a mi lado —se apresuró a aclarar una señora casada, poco habituada aún a las
costumbres del lugar.
Y las señoras callaban, moviendo la cabeza en actitud de despecho. Sin
embargo, nunca se pasaba de las meras insinuaciones, porque ni las «chicas»
soltaban prenda, conscientes de que la discreción era la clave del negocio, ni los
caballeros, incluso los no usuarios, violaban jamás esa regla de oro que
garantizaba la solidaridad entre hombres en lo tocante a asuntos
extraconyugales.
Luís Bernardo sí había ido dos veces, en compañía de João y de otros. Fue una
vez al salón de doña Júlia y otra al de doña Imaculada, tranquilo y despreocupado
como pocos en tales circunstancias, pues no tenía que dar explicaciones a nadie,
ni siquiera a su conciencia. Como podía satisfacer sus necesidades físicas sin
menoscabo espiritual alguno, había ido con la misma naturalidad con que asistía a
una cena entre amigos.
Con todo, en aquellos días de verano se había instalado un tedio que le
molestaba más incluso que las frecuentes mañanas nubladas, en que los niños y
los bañistas tenían que recogerse en la arena, lejos del mar. Los días eran
demasiado largos para esa ociosidad omnipresente. Era como un vicio sin placer,
una tranquilidad tan estúpida y carente de sentido que lo enervaba y dejaba en
un estado de permanente apatía. Paseaba de día, deambulaba por la noche, a
menudo se preguntaba qué hacía allí viendo pasar los días con la secreta y
absurda esperanza de algo indefinido que él sabía no iba a ocurrir.
En aquellas dos semanas sólo vio a Matilde en dos ocasiones. Y ni se puede
decir que la viera: la entrevió, a lo lejos, fuera de su alcance. La primera vez fue
durante un concierto, en los jardines del parque del pueblo, después de cenar.
Ella se acercaba caminando con un grupo y él estaba con João y otros dos amigos.
Matilde saludó a João con un efusivo beso y sólo después pareció reparar en su
presencia. «¡Hombre!, ¿usted por aquí? ¿Así que todavía está de vacaciones?» Él
se limitó a responder con un estúpido «eso parece», y se quedó esperando a que
ella por lo menos le preguntara hasta cuándo. Pero Matilde siguió su camino, con
una media sonrisa de despedida, y desapareció entre la profusión de señoras,
niños y caballeros. La segunda vez fue en el baile del casino, justo cuando
acababa de entrar en la sala, tras dejar en el bar a los mismos de siempre con las
mismas charlas de siempre. Se había apoyado contra el marco de la puerta y
comenzaba a examinar el panorama con una mirada que abarcaba toda la sala
cuando de pronto la vio. Estaba deslumbrante, con un vestido de tirantes que
arrastraba por el suelo, amarillo y blanco, el cabello recogido con una diadema de
brillantes, la piel morena, ligeramente quemada por el sol. Parecía aún más alta y
grácil mientras bailaba un vals muy lento en los brazos de su marido. Miraba en
dirección a Luís Bernardo, pero aún no lo había visto. Sonreía por algo que su
marido le decía al oído. Cuando por fin se topó con su mirada fija en ella, pareció
desconcertada por un momento, como si no lo hubiera reconocido, y después le
dirigió un gesto que no llegó a ser ni una inclinación de la cabeza, sino más bien
un imperceptible saludo con los ojos. De súbito la pareja dio la vuelta y Luís
Bernardo la perdió de vista en aquel salón abarrotado de parejas felices bailando
en una noche de verano.
Luís Bernardo se alejó del baile y del casino y salió a fumar un cigarrillo.
Intentó analizar lo que sentía. Rabia, sí, rabia; una rabia estúpida, insensata y sin
razón de ser. Envidia, una envidia irracional que era incapaz de controlar. Y
tristeza, un vacío en su interior, desde donde una voz le decía: «Nunca tendrás
esa felicidad, nunca tendrás una mujer así, a la que puedas llamar tuya. Cada uno
labra su destino y tú has labrado el tuyo. No vives de tu felicidad, sino de lo que
consigues robar de la felicidad ajena.» De repente se sentía mal consigo mismo.
Mal con su vida, mal con su persona, mal con esa libertad de la que tanto se
vanagloriaba. El baile se había acabado para él. Sus vacaciones se habían vuelto
insoportables. Se sentía como un animal extraño, como un ave de rapiña entre un
rebaño feliz, estúpida e incomprensiblemente feliz. Abandonó el baile cuando éste
empezaba a animarse y regresó presuroso al hotel. Pidió en recepción que le
tuvieran la cuenta preparada a la mañana siguiente, consultó el horario de trenes
y subió a su habitación. Se quitó únicamente la chaqueta para acostarse y durmió
vestido sobre la colcha de la cama, con la ventana abierta al mar.
Se despertó antes que el resto de huéspedes para tomar el tren de las diez y
media en Mafra. Los niños pequeños desayunaban en la recocina, en compañía de
las ayas, los adultos dormían aún, recuperándose del baile de la noche anterior.
Bajaba distraídamente por la escalera hacia la planta baja cuando, de repente, el
corazón le dio un vuelco y se detuvo, estupefacto ante lo que veía: al pie de la
escalera, mirándolo igual de petrificada, estaba Matilde. Llevaba un vestido blanco
cuyo corpiño, ligeramente escotado, le permitía ver, desde arriba, su pecho
jadeante como el de un animal herido.
Parecían dos estatuas mirándose el uno al otro. Fue Luís Bernardo quien
rompió el silencio.
—¡Matilde! ¿Usted por aquí, a estas horas de la mañana? La creía durmiendo,
después de la fiesta de ayer.
—Y a usted, Luís, ¿qué le pasó ayer? Se esfumó de repente...
—Sí, la verdad es que no soy muy aficionado a bailes. Y, como no tenía nada
que hacer allí, decidí marcharme.
—¿Que no tenía nada que hacer allí? ¿Qué quiere decir? ¿Qué se supone que
se hace en un baile, sino bailar?
—No encontré a nadie con quien bailar...
—¡Pues sí que es usted exigente! ¿De verdad no encontró a nadie?
—La encontré a usted y me pareció muy feliz.
—Sí, estaba bailando con mi marido...
Luís Bernardo buscó en vano alguna señal, buena o mala, en el tono con que
dijo aquello. Nada, como si se hubiera limitado a dar la respuesta más natural del
mundo. Suspiró, obligándose a bajar de las nubes. La recordó en el baile, tan
bonita, con una actitud despreocupada y feliz, en los brazos del hombre con quien
se había casado. En un mundo donde él no tenía cabida, que no le pertenecía.
—Aún no me ha dicho qué hace aquí tan temprano.
—He venido a despedirme de una tía mía que se va a Lisboa en el tren de las
diez y media.
—Ah, entonces vamos juntos. Yo también voy a tomar ese tren.
—¿Se marcha usted a Lisboa?
—Sí, las vacaciones se han acabado para mí... —dijo y, tras dudar un
momento, añadió—: con el baile de anoche.
Matilde se quedó en silencio. La miró a los ojos y su mirada le pareció de
compasión. Se sintió desamparado, ridículo. Allí estaba, en la oscura escalera de
un hotel, a las ocho de la mañana, sin saber qué decir, mirando a una mujer que
lo había hechizado una noche a la luz de la luna. Le tendió la mano.
—Bien, parece que tenemos que despedirnos, ¿no?
Ella estrechó la mano que le ofrecía. La de ella estaba fría; la de él, caliente.
Fue un simple apretón, que duró exactamente lo que duran las cosas banales, sin
que ella pareciera querer abreviarlo ni alargarlo más de lo normal...
—Adiós, Luís Bernardo. Hasta la vista.
—Que acabe de pasar unas buenas vacaciones.
—Gracias. —Ella comenzó a subir por la escalera en dirección a él.
Instintivamente Luís Bernardo se apartó para dejarle paso. Se cruzaron sin
mirarse, pero él la sintió pasar tan cerca como un escalofrío que le recorriera todo
el cuerpo. Comenzó a bajar por la escalera oyendo cómo se alejaban los pasos de
ella. Se alejaban para siempre de su vida. Cada paso los apartaba un poco más y
él sintió de pronto un nudo en la garganta. Estaba a punto de llegar a un tramo
de la escalera desde donde ya no podría verla ni oír más sus pasos. De pronto se
paró, dio media vuelta y, antes de pensar en lo que hacía, la llamó con voz
apagada:
—¡Matilde!
—¿Sí? —Ella también se detuvo. Habían intercambiado posiciones: ahora ella
lo miraba desde arriba y él alzaba la cabeza para verla.
—¿La volveré a ver?
—¿A mí? No lo sé. ¿Quién sabe? Los que no mueren se encuentran, ¿no?
«Me rindo —pensó él—. Esta mujer es un bloque de hielo. Esta conversación
es absurda y, si me empeño en continuar con esta locura, lo único que voy a
conseguir es hacer el ridículo.»
—No; no basta con estar vivos. Depende de cómo se está vivo. No se
encuentra sólo lo que se encuentra, sino también lo que se busca. No somos hojas
llevadas por el viento, no somos animales a la deriva. Somos seres humanos, con
una voluntad propia.
—¿Y su voluntad, Luís Bernardo, es volver a verme?
—Sí, Matilde. Mi voluntad es volver a verla.
—¿Y para qué, si puede saberse?
—Ni yo sé bien para qué ni por qué. Quizá para reanudar una conversación
que dejamos inacabada, una noche de luna llena.
—¡Hay tantas conversaciones que quedan inacabadas! Pero ¿qué es lo más
sensato, intentar reanudarlas o dejarlas para siempre en el punto donde se
quedaron?
—Usted, Matilde, hace muchas preguntas, pero da pocas respuestas.
—¡Como si yo las tuviera, Luís! —Su suspiro fue tan profundo, su sonido
parecía venir desde tan lejos que, por un momento, él tuvo el absurdo temor de
que aquel suspiro despertara a todo el hotel y una multitud de cabezas de
huéspedes asomara por las puertas de las habitaciones para descubrir a la autora
de aquel suspiro que los había despertado.
«De todas formas —pensó—, ya no hay nada más que decir.»
En ciertos momentos de su vida Luís Bernardo se sorprendía a sí mismo con
su capacidad para lanzarse al vacío cuando se sentía acosado, cuando las cosas
llegaban a un punto en que la razón ya no servía para avanzar. En aquel
momento, sin darse cuenta siquiera de lo que hacía, como si su cuerpo se moviera
solo, independiente de su cabeza, se vio subiendo lentamente por la escalera
hacia ella, sin apartar la vista de sus ojos. Matilde no se movió ni un milímetro, lo
vio caminar hacia ella, lo sintió llegar a su lado, ponerle las manos sobre los
hombros, inclinarse y posar los labios en su boca. Cerró los ojos, sin moverse,
continuó con una mano sobre la barandilla de la escalera y el otro brazo caído.
Esperaba que él se apartara enseguida, pero Luís Bernardo aumentó suavemente
la presión sobre sus labios y, sin ella saber cómo, las bocas, antes secas, se
humedecieron y sintió cómo su lengua le entraba en la boca, cómo encontraba la
suya y se entretenía con ella, durante un rato que le pareció una eternidad.
Después, por fin, él se apartó y, tras darle un beso muy suave en la boca, le
susurró: «Adiós, Matilde.» Ella oyó el sonido de sus pasos por la escalera hasta
llegar al suelo enlosado de la planta baja, donde desapareció. Sólo entonces abrió
los ojos. Se sentó lentamente en el último peldaño y allí se quedó mirando al
frente, sin nada, con un único pensamiento en la cabeza, durante tanto tiempo
que no habría sabido decir si habían pasado quince minutos o una hora.
Luís Bernardo:
Respondo a su segunda carta, no a la
primera. Respondo al beso que me dio en la
escalera, no a los juegos de palabras con los
que ha intentado confundir a esta pobre tonta
que le escribe, tan poco acostumbrada a esas
artimañas en las que usted parece un experto.
No respondo a sus dotes de seductor, sino a
esa parte de usted que anda perdida y que
(¡ingenua de mí!) me pareció tan evidente en su
mirada. En definitiva, no respondo a las cosas
malas que pueden llegarme de usted, sino a
todo lo bueno que creo haber entrevisto en lo
más profundo de su persona.
De ese hombre no tengo nada que temer,
porque no me hará ningún daño. ¿Verdad, Luís
Bernardo? ¿Verdad que no me hará daño?
¿Que podemos simplemente acabar aquella
conversación a la luz de la luna que
interrumpimos una noche de verano?
Sí, ya sé que hago muchas preguntas
pero, si la respuesta a estas preguntas es
afirmativa, le avisaré por medio de João para
que volvamos a encontrarnos. Hasta entonces,
le ruego que no haga nada. Y si, llegado el día,
viene con mala intención, no venga. En ese
caso, yo lo respetaré aún más y lo recordaré
siempre con cariño.
El aviso le había llegado el día anterior. Cuando se cruzó con João a la salida
de la Brasileira, en el Chiado, éste le dijo, como si fuera la cosa más previsible del
mundo:
—Tengo un recado de Matilde para ti. Te lo doy mañana, en la cena del
Central. Vendrás, ¿no?
Tantas cosas, pensó. Tantas cosas lo esperaban ese día: un rey y una
princesa.
Capítulo 2
E sa mañana, en Vila Viçosa, don Carlos se había levantado poco antes de las
siete, despertado por su ayuda de cámara. Pasó rápidamente por el baño, se
vistió en sus aposentos, contiguos a los de la reina, y, como siempre, requirió la
ayuda del criado para calzarse sus ajustados botines con cordones, una operación
que exigía unas flexiones para las que el rey, con sus ciento diez kilos, estaba
incapacitado. Teixeira, el farmacéutico del pueblo, acudió como de costumbre a
afeitar a su majestad, con su afilada navaja con hoja de acero de Sheffield, en un
ritual que desempeñaba con inigualable destreza y al que el rey se entregaba con
visible placer.
Vestido, peinado y perfumado con colonia, don Carlos atravesó con sus largos
y pesados pasos la antecámara que comunicaba las habitaciones reales, la capilla
y el comedor, y bajó a la primera planta del palacio, la de las salas. Se dirigió
directamente a la sala verde, llamada así por el color de la tela de damasco que
forraba sus paredes, donde lo esperaban ya sus compañeros de cacería, que se
calentaban junto a la chimenea de mármol. La mesa del desayuno ya estaba
puesta y los criados, en formación detrás de ella, aguardaban la señal para
comenzar el servicio. Don Carlos hizo un amplio gesto con la mano y exclamó, de
buen humor:
—¡Buenos días, señores! ¡A la mesa, que las perdices no esperan a nadie!
Aparte del rey, eran doce en la mesa de desayuno: el marqués-barón de
Alvito, el vizconde de Asseca (padre), el conde de Sabugosa, Manuel de Castro
Guimarães, el conde de Jiménez y Molina, don Fernando de Serpa, Hugo O'Neil,
Charters de Azevedo, el coronel José Lobo de Vasconcelos, oficial a las órdenes de
su majestad, y el mayor Pinto Basto, ayudante de campo. Además de éstos, se
encontraban también el conde de Arnoso, secretario particular de don Carlos, y el
conde de Mafia, médico de la familia real, que no acompañarían al rey en la
cacería, pues preferían ocupar la mañana en otros menesteres. Faltaba el príncipe
don Luis Felipe, infalible en las cacerías, pero al que una ceremonia en la Escuela
de Guerra había retenido en Lisboa.
Sirvieron zumo exprimido de naranjas de Vila Viçosa —las mejores del
mundo, según la opinión general—, té, tostadas con mantequilla, queso de oveja
curado, compota de melocotón y huevos revueltos con jamón. Al servirse el café,
algunos caballeros encendieron su primer puro del día, pero no tuvieron tiempo
de saborearlo en la mesa. Se dirigieron todos rápidamente a la planta baja, donde
se abrigaron como convenía a aquella gélida mañana de diciembre, que había
salpicado de escarcha el paisaje. En el amplio patio aledaño a la fachada principal
del palacio de los duques de Braganza esperaban ya tres breaks para los
cazadores y otros dos coches, llamados chars à bancs, para los escopeteros, los
porteadores y las armas y municiones escogidas el día anterior, además de un
remolque con los perros, que, alborotados ya, lo olisqueaban todo, con los
sentidos aguzados. Don Carlos había encargado a Tomé, su escopetero particular
en todas las cacerías, que trajera el estuche con su par de Holland and Holland,
regalo de Leopoldo, rey de Bélgica, y su par de Purdeys, hechas a la medida de su
brazo y encargadas en Londres un año antes; según cómo fueran las cosas, tiraría
con las Holland o con las Purdeys. También se podía pasar toda la mañana
disparando con la misma arma, porque, en muchos casos, esas decisiones
respondían más a supersticiones o manías del tirador que a explicaciones
propiamente científicas.
Aquella mañana, la pequeña troupe de caza del rey de Portugal se disponía a
iniciar una batida de perdices en una zona situada a unos cinco kilómetros del
pueblo, un terreno de alcornoques y encinas ligeramente ondulado y atravesado
por dos arroyos semiocultos por la jara. Harían cuatro sacadillas, esto es, cuatro
batidas, desde dos lugares diferentes, según un sistema conocido como «cara y
cruz»: primero se ojeaban las perdices hasta un punto donde las esperaban los
tiradores y, después, un segundo grupo de ojeadores las empujaba hacia ese
mismo punto pero desde la dirección opuesta, de manera que los tiradores sólo
tenían que girar 180 grados entre una y otra sacadilla. Últimamente, a causa de
su exceso de peso, el rey prefería la caza en postura con ojeadores antes que la
caza al acecho, que lo obligaba a caminar kilómetros y kilómetros subiendo y
bajando valles, hundiendo los pies en el barro, resbalando en los pasos
pedregosos, al ritmo de los perros que corrían tras las presas.
El pequeño ejército de ojeadores, un grupo de hombres pobres y medio
descalzos a los que habían reclutado en el pueblo por un puñado de monedas y
una pieza de caza para cada uno, esperaba a los cazadores en el primero de los
lugares marcados. Mientras la comitiva llegada del palacio procedía al sorteo de
los puestos, que irían rotando en cada una de las sacadillas, y se sacaban las
armas y las bolsas de cartuchos, se bajaba a los perros del remolque y los
porteadores cargaban con toda la parafernalia de los cazadores, los ojeadores se
dirigían hacia el punto de partida de la batida, a dos o tres kilómetros de distancia
de los puestos.
La neblina que subía de la escarcha que cubría los campos empezaba ya a
dispersarse, pero el frío aún era inclemente. Acompañado por Tomé y el
porteador, y con sus dos perros — Djebe, un pointer rojo y blanco, y Divor, un
épagneul bretón gris—, don Carlos se encaminó hacia el puesto que le había
tocado en suerte, un refugio rudimentario levantado con ramas de encina
superpuestas, detrás del cual confiaba en pasar inadvertido para las perdices, por
lo menos hasta tenerlas a una distancia de tiro razonable.
La espera de las perdices se solía alargar durante más de media hora en cada
sacadilla; a veces, alguna que otra pasaba volando sola, cuando aún ni se oían las
voces de los ojeadores, pero el grueso de la bandada sólo aparecía justo al final
de la batida, cuando ya no les quedaba más que alzar el vuelo en dirección a los
cazadores emboscados. Durante ese tiempo de espera, a don Carlos le gustaba
sentarse en su silla portátil de lona, encenderse el primer purito de la mañana y
quedarse meditando en silencio, con los perros a sus pies y las escopetas,
cargadas ya por Tomé, listas para ser empuñadas al menor ruido de aleteo. Pensó
en los asuntos que le preocupaban, como el telegrama recibido el día anterior, del
gobernador de Mozambique. Éste quería, y con toda la razón, plenos poderes para
gobernar la provincia sin tener que someterse a los cambios de humor y las
intromisiones del ministro de Ultramar y de los políticos gobernantes de Lisboa.
En el fondo, era la misma situación por la que había pasado unos años antes
Mouzinho de Albuquerque, que acabó renunciando a su cargo de comisario regio
al verse traicionado por un decreto que, contra la voluntad del rey pero con su
firma, lo despojaba del poder de tornar cualquier decisión en la colonia sin recibir
antes el visto bueno de los petulantes políticos de la capital. Don Carlos admiraba
la valentía y las cualidades militares de Mouzinho, así como su patriotismo y su
lealtad al rey. En el fondo, pensaba que Mouzinho tenía razón en aquella disputa,
pero también era consciente de que difícilmente podría darle su apoyo contra el
gobierno sin provocar una nueva crisis política, nada aconsejable en los tiempos
que corrían. «Mal con el gobierno por amor al rey; mal con el rey por amor a la
patria.» Y he aquí que, casi diez años después, la historia se repetía: seguía
asistiendo impotente al desbarajuste de una política ultramarina que era objeto
de constantes contiendas políticas, en lugar de abordarse como una cuestión
nacional que exigía el máximo consenso. Don Carlos suspiró y, contrariado, borró
ese pensamiento de su mente.
La monarquía y la Casa Real nunca habían sido blanco de tantos y tan feroces
ataques. No pasaba día sin que la prensa republicana se ensañara con el rey, la
reina, los príncipes y la institución real en general. Don Carlos abría los periódicos
y se veía atacado por todas partes, caricaturizado, ridiculizado o, simplemente,
vejado. Cualquier excusa era buena: si se metía en política, decían que codiciaba
el poder absoluto y que lo único que conseguía era entorpecer al gobierno; si se
mantenía deliberadamente al margen, era porque el país le traía sin cuidado y
sólo le interesaban la cacerías en el Alentejo y la vida de sociedad. El Partido
Republicano crecía a la par que el descontento popular, la autoridad del Estado se
desmoronaba día a día, a merced de demagogos tabernarios, y los pocos amigos
en que podía confiar no tenían ninguna influencia política o, si la tenían, no
tardaban en perderla por ser amigos suyos. Era rey de un reino donde se sentía
solo y traicionado por todas partes, y señor de un Imperio que las grandes
naciones (las casas reales a las que estaba unido por lazos de sangre) codiciaban
sin pudor ni tapujos. Al menor pretexto, Inglaterra le arrebataría de golpe el
Imperio entero y, con él, su trono. Mouzinho tenía razón cuando denunciaba las
maniobras de los ingleses en Rodesia y en Zambia, pero los estúpidos políticos de
la capital no alcanzaban a comprender que, cuanto más débil fuese el rey, más
amenazado estaría el Imperio. Lo mismo ocurría con Santo Tomé y Príncipe, cuyo
café y cacao tanto perjudicaban las exportaciones inglesas de Gabón y Nigeria. Al
pensar en Santo Tomé se acordó de la comida que tenía ese mismo día con aquel
muchacho, Valença, que tanto le habían recomendado. En un primer momento
don Carlos había fruncido el entrecejo al oír su nombre; había leído sus artículos
y, además de poco serio, le parecía que no conocía el asunto del que hablaba. Sin
embargo, el Consejo Real había insistido en Valença, destacando las ventajas de
un hombre joven, sin compromisos políticos ni de partido, seguramente
inteligente y con cierto gusto por el protagonismo. El rey acabó por dejarse
convencer. «Está bien —dijo—. Mandadlo venir a Vila Viçosa para que pueda
mirarlo bien a la cara, a ver si me inspira confianza. Bernardo, escoge un día
tranquilo para invitarlo a comer. Ah, y averigua si le gusta cazar; eso ya sería
una buena señal.»
Pero no. Tras una breve investigación, el conde de Arnoso comprobó que no
había constancia de que Luís Bernardo Valença tuviera afición por la caza. Así
pues, sólo se lo invitó a comer. «Va a ser un tostón, seguro —pensó don Carlos—.
Tal vez ni siquiera llegue a sacarle el tema propiamente dicho y me quede en el
preámbulo.»
Se oyeron dos tiros en uno de los puestos de la izquierda: las perdices habían
comenzado a salir. Siempre aparecían primero por las puntas, porque era allí
donde llegaban primero los ojeadores, en un movimiento en forma de herradura.
Con todo, el grueso de la bandada saldría al final, por el centro. A lo lejos se oían
ya los gritos de los ojeadores, que barrían el terreno para espantar a las perdices
escondidas en el suelo. En el promontorio que tenía enfrente don Carlos oyó el
ajear angustiado de una perdiz e, instintivamente, se levantó y cogió una
escopeta Holland preparada por Tomé. Se quedó inmóvil con el arma apuntada al
frente, a la altura de la cintura, sintiendo el frío del acero pulido en la mano
derecha, mientras con la izquierda acariciaba suavemente la madera de la culata.
De repente su mente se había quedado en blanco, en aquel momento no existía
nada más que él y su arma, fundidos en un solo cuerpo, atento a cualquier señal
o sonido, con la adrenalina subiéndole hasta la boca y el corazón acelerado, toda
la mañana dependía de aquel instante que él adivinaba cada vez más próximo. Así
se quedó durante diez largos minutos, sin que nada ocurriera; el rey, su
escopetero, sus perros y su arma, mudos, expectantes, inmersos en la naturaleza,
con la eterna actitud del cazador a la espera de su presa, como siempre desde la
noche de los tiempos, desde el día en que el primer cazador se emboscó para
intentar sorprender al primer animal capturado.
Él miraba a la derecha, hacia el lugar donde había oído ajear poco antes a una
perdiz, pero la primera apareció por la izquierda, silenciosa, volando a toda
velocidad a unos veinte metros del suelo. Don Carlos la vio con el rabillo del ojo,
adivinándola más que viéndola, levantó la escopeta y la apoyó sobre el hombro
izquierdo. Desplazó el arma durante unos segundos siguiendo la trayectoria de
vuelo de la perdiz, hasta que el cañón izquierdo apuntó aproximadamente a un
metro por delante del ave, y entonces disparó. Alcanzada en pleno vuelo, la
perdiz continuó su trayecto con las alas abiertas, planeando sobre un mundo que
se le había cerrado de repente, y poco después, como si hubiera chocado contra
una pared, cayó en picado, directa al suelo, donde aterrizó con un ruido seco y
apagado. A don Carlos no le hizo falta asegurarse de que estaba muerta; la forma
en que había interrumpido su vuelo y se había precipitado al suelo con la cabeza
caída era una señal inequívoca de que el tiro había sido mortal. Tomé lanzó un
silbido de admiración mientras tendía al rey la otra arma cargada con los dos
cartuchos. Esa noche, como de costumbre, se encargaría de dar fe, en la taberna
de la plaza central de Vila Viçosa, de la destreza de don Carlos y de engrandecer
así la fama de excelente tirador del jefe de la Casa de Braganza.
En un instante todo se precipitó in crescendo, a medida que los batidores se
acercaban al lugar donde aguardaban los cazadores emboscados. Las perdices
comenzaron a salir, en solitario, en pareja o en grupos de cuatro o cinco. Volaban
hacia el frente, en todas las direcciones, algunas a gran altura y otras casi a ras
de tierra; estas últimas eran las más difíciles, porque se confundían con la
vegetación y sólo se hacían visibles en el último momento. A veces una misma
perdiz era alcanzada sucesivamente desde dos o tres puestos; algunas escapaban
de forma milagrosa a todos los tiros, pero la mayoría no salía con vida de aquella
cortina de plomo. Los disparos se sucedían sin descanso, mientras el aire se
impregnaba del olor a pólvora y las armas quemaban en las manos de los
cazadores. Con las piernas bien firmes en el suelo, mirando siempre al frente,
incluso cuando tendía un arma hacia atrás para que Tomé la recargara y recibía la
otra ya cargada, don Carlos disparaba con una precisión y una suavidad de gestos
dignas de un rey. Acabó la primera sacadilla con doce perdices y una liebre, que
Djebe y Divor corrieron con ansia a recoger en cuanto Tomé los soltó al grito de
«¡Busca, busca!».
A mediodía la cacería había terminado y un manto de perdices se extendía en
el suelo, donde los escopeteros las habían colocado para que los cazadores las
contemplaran con su habitual sentimiento de orgullo. Don Carlos había matado
treinta y cinco perdices y dos liebres, y para ello había gastado dos cartucheras de
veinticinco piezas, listaba eufórico, sofocado por el entusiasmo y por la caminata
de regreso a los coches. Nada le procuraba más placer que aquellas cacerías
matutinas con amigos. Disfrutaba de todo, incluso del momento de recoger: los
comentarios de los cazadores, las proezas que cada uno describía a los demás, las
felicitaciones que él recibía de todos, las charlas entre los batidores y los
escopeteros, la agitación nerviosa de los perros alrededor de las presas, las
perdices guardadas en sacos de estopa, las liebres destripadas allí mismo para que
su carne no cogiera un sabor desagradable, las armas guardadas en sus estuches,
los cazadores desprendiéndose de las cartucheras y de las chaquetas más gruesas
y sentándose a la sombra de un árbol, en el suelo, alrededor de un mantel de
cuadros rojos donde un criado había dispuesto con antelación pan, olivas aliñadas,
queso curado de oveja, embutido, jamón, vino blanco y café.
Potage de tomates
Oeufs à la Perigueux
Escalopes de foie de veau aux fines herbes
Filet de porc frai, roti
Langue et jambon froid
Epinards au velouté
Petit gateaux de plomb
Una vez servidos la sopa de tomate caliente y el vino blanco de Vidigueira, los
cazadores comenzaron a desentumecerse y la conversación se fue animando. A
Luís Bernardo no se le escapó cómo calculadamente se evitaba lo que alguien, de
pasada, llamó «la pequeña política portuguesa». En lugar de eso, empezaron a
hablar de la cacería de aquella mañana, para pasar acto seguido a comentar las
historias del pueblo. Se decía que el padre Bruno había dejado embarazada a otra
feligresa —la segunda en poco más de un año, según los chismes locales—, pero
la opinión general era que aquello no pasaba de un simple rumor lanzado por las
habituales beatas de la iglesia de Nuestra Señora de la Concepción. A éstas les
parecía, y con toda la razón del mundo, que ya que el apuesto padre Bruno no
podía ser, al menos al mismo tiempo, propiedad de todas ellas, que habían
dedicado décadas de esfuerzo a la parroquia con la única preocupación de hacer la
estancia más llevadera a los curas que pasaban por allí, debería considerárselo res
publica et nulius. También se había producido un altercado entre un gitano y un
comerciante de la plaza, que había acabado con tiros, carreras y gran alboroto
durante toda la mañana, pero que afortunadamente se había saldado sin heridos
ni muertos. La policía municipal, tras apresar al gitano, lo llevó ante el juez de
instrucción, quien con salomónico criterio mandó que fueran a buscar también al
comerciante y metieran a ambos en la cárcel comarcal. Sin embargo, se daba el
caso de que dicho comerciante era el proveedor habitual de palacio de las ciruelas
de Elvas, auténtica debilidad del rey, lo que llevó a don Carlos a comentar, medio
en serio, medio en broma: «¡Espero que el señor juez se dé cuenta del perjuicio
que podría causar a todos una estancia prolongada de ese hombre en prisión!»
Con el vino tinto, la conversación se tornó más seria y derivó hacia la
situación internacional, tema que daba mucho juego. Alguien habló de las
preocupantes noticias que llegaban de San Petersburgo. La revolución y el caos
parecían haberse adueñado del país, se sucedían los atentados de los anarquistas;
e l Potemkin, el acorazado más importante que le quedaba a la marina imperial,
había dirigido sus cañones contra el propio poder del zar; los términos de la
capitulación rusa ante Japón, inevitable después del desastre naval de Tsushima,
donde fueron hundidos treinta y cuatro de los treinta y siete navíos del Segundo
Escuadrón ruso del Pacífico enviado desde San Petersburgo, habían causado la
consternación y la indignación general. Japón se había quedado con Port Arthur,
la isla de Sajalín, Corea y parte de Manchuria. Por primera vez una potencia
asiática había vencido en el mar a una potencia occidental, y fue tal la magnitud
de la derrota que Japón se había convertido en la principal potencia naval de todo
el Pacífico. Rusia sencillamente había desaparecido de la escena, con sus dos
escuadrones del Pacífico destruidos, uno de ellos sin tan siquiera haber entrado en
combate y el otro aplastado en una sola batalla. Inglaterra, por su parte, se
retiraba poco a poco de Extremo Oriente para hacer frente a Alemania, a la que
muchos consideraban una amenaza creciente, fiel a la que había sido siempre la
máxima del almirantazgo británico: la de que la potencia naval inglesa debería
ser, en cada momento y como mínimo, el doble de la de su más directo enemigo.
Visto el poderío naval japonés, sólo quedaba la teórica e incipiente oposición de
Estados Unidos, cuyo presidente, Theodore Roosevelt, tanto se había esforzado,
en vano, para conseguir que la balanza entre Rusia y Japón no se inclinara
definitivamente hacia ninguno de los dos lados.
—¡Y todo —comentó don Carlos— por culpa de la estupidez y la arrogancia de
aquel cretino, el almirante Rozhestvenski!
—Dicen que ni siquiera acordó con sus oficiales el plan de batalla —apuntó el
conde de Sabugosa—, que en pleno combate ningún barco recibió ni una sola
instrucción del almirante. ¡Cada uno iba por su lado!
—Yo lo conocí cuando era agregado naval en Londres —repuso don Carlos—.
Era un tipo antipático, arrogante, que se pavoneaba como si el salón de
Buckingham fuera el puente de mando de su acorazado. Recuerdo que Eduardo
me comentó: «¡Si toda la marina imperial es como este gallito cubierto de
medallas, al zar le van a llover los problemas!»
Más tarde la conversación derivó hacia la situación en el norte de África,
donde todo parecía revuelto después de la visita del káiser Guillermo II a
Marruecos y de sus exaltados discursos, en los que cuestionaba el protectorado
francés y las mismas bases de la Entente Cordial entre París y Londres. El káiser
preocupaba a todo el mundo; que quería algo de África era evidente. Sin
embargo, lo más inquietante era que también parecía querer algo, y algo
grandioso, de Europa. Allí, en aquel tranquilo pueblo alentejano de Vila Viçosa, el
tono de la conversación se tornó más grave al hablar del káiser; las copas de vino
se llevaban a la boca con una lentitud que indicaba preocupación, las cabezas
asentían en un gesto de circunspecta aquiescencia. El káiser era una amenaza,
una más en un mundo que allí, en cambio, parecía suspendido en una paz eterna.
Luís Bernardo se limitó a hacer un par de comentarios poco comprometedores,
lo suficiente para demostrar que estaba al corriente de los temas tratados, pero
lejos de querer aparentar alguna autoridad en la materia. Con todo, se sentía a
gusto, a gusto consigo mismo y a gusto en aquel ambiente; se hablaba de los
dirigentes del mundo y él estaba allí, sentado delante de un rey, participando en
la conversación. Seguía todo con mucha atención, pero relajado, dejando vagar de
vez en cuando la mirada por las magníficas paredes de azulejos o por el techo de
madera de cedro de aquel hermosísimo comedor. Sólo por el privilegio de asistir a
aquella comida habría valido la pena el viaje y, por otro lado, don Carlos no
mentía al decir que allí se comía de maravilla. El propio rey le parecía ahora, en
persona, muy diferente del retrato ridículo que hacía de él la propaganda
republicana: saltaba a la vista que era un hombre con una cultura muy por
encima de la media, bien informado e interesado por lo que ocurría tanto en aquel
pueblo como en Extremo Oriente, con opiniones sólidas, pero sin exigir ningún
tipo de vasallaje intelectual, más allá del respeto natural que su persona parecía
imponer alrededor.
Con el café, que era excelente, se sirvió un oporto Delaforce de 1848, igual de
delicioso. Después don Carlos se levantó pesadamente y todos los demás lo
siguieron a la planta de abajo, hasta una pequeña sala caldeada por dos
chimeneas donde los esperaba una mesa con coñacs y una caja de puros, toda de
plata, de la que casi todos se fueron sirviendo. Sobre algunas mesas descansaban
los periódicos del día, que habían llegado en el mismo tren que Luís Bernardo, y la
pequeña asamblea se fue dispersando; unos se sentaron a leer los periódicos,
otros se quedaron charlando de pie ante la chimenea y otros simplemente
buscaron los sofás más cómodos para fumar un puro. Exactamente como en el
salón de un club: la misma deliciosa ociosidad masculina, servida en un catálogo
de todos los pequeños placeres. La comida fue muy agradable, los platos le
parecieron exquisitos, el palacio era de una belleza distinguida, más a la medida
de un duque que de un rey y, por eso mismo, más acogedor, y Vila Viçosa era
deslumbrante; el viaje había valido la pena. Pero se acercaba la hora de pagar la
factura, pensó Luís Bernardo. Don Carlos se levantó de su sofá y le pidió que lo
acompañara. Después de atravesar diversas estancias de la primera planta que se
comunicaban entre sí, entraron los tres —el rey, él y el conde de Arnoso— en una
sala situada al fondo, con un balcón que daba al jardín.
Era pequeña, caldeada también por una chimenea, y parecía ser el despacho
del rey, pues había un largo escritorio que ocupaba la mitad del espacio, con pilas
de papeles y periódicos amontonados, cuatro butacas de piel en un rincón
dispuestas en semicírculo y, en las paredes, un retrato al óleo del rey y otro de la
reina y varias acuarelas, algunas de las cuales representaban el yate Amélia y
estaban firmadas por el propio don Carlos. Luís Bernardo se sentó en una butaca
frente al rey y al conde de Arnoso, quien permanecería callado durante toda la
entrevista, salvo para precisar algún detalle del discurso de don Carlos. Desde
donde estaba sentado, Luís Bernardo veía el jardín más allá del balcón y oía el
ruido del agua que manaba de varias fuentes. Aun con la puerta del balcón
cerrada, le llegaba el olor de los naranjos y los limoneros del jardín, y por primera
vez descubrió en sí mismo el deseo de disfrutar de una vida campestre, donde
todo pareciera ordenado y en paz, como en aquel vergel mediterráneo.
—Antes de nada, amigo Valença —dijo don Carlos, cuya potente voz cortó de
cuajo la ensoñación de Luís Bernardo y casi lo asustó—, quiero agradecerle de
nuevo que haya aceptado mi invitación. Es una pena que mi hijo Luis Felipe no
pueda asistir a esta reunión. Le habría gustado conocerlo; además, el príncipe
siente un especial interés por el asunto que nos reúne aquí.
—Soy yo el que está agradecido a su majestad por su invitación y por darme
la oportunidad de conocer esta casa y esta tierra magníficas.
—Es muy amable por su parte, y el hecho de que le haya gustado Vila Viçosa
demuestra su sensibilidad y su buen gusto. Sin embargo, amigo mío, quedan lejos
los tiempos en que las personas acudían corriendo a la llamada de su rey o en que
el rey podía confiar a alguien una misión. Comenzaré por ahí, justo por el final; si
lo he citado aquí no ha sido para encomendarle una misión (pues son muchos hoy
los que piensan que un servicio al rey no es un servicio a la patria), sino para
hacerle una invitación. Para usted podrá no ser más que eso, pero para mí es un
servicio al rey y un servicio a Portugal.
Don Carlos hizo una pausa y lo miró con sus penetrantes ojos azules. Luís
Bernardo se sintió incómodo por primera vez; de repente algo había cambiado, y
ese algo era la condición de ambos. El que hablaba ahora era un monarca, y el
que escuchaba, su súbdito, por más formalidades que hubiera y por más respeto
que le demostrara don Carlos.
—Como he dicho, comenzaré por el final. Quiero que acepte usted el cargo de
gobernador de la provincia ultramarina de Santo Tomé y Príncipe. Deberá asumir
el cargo, o encargo, como prefiera llamarlo, dentro de dos meses y durante un
período mínimo de tres años, al final de los cuales sólo continuará si nosotros, y el
gobierno que haya entonces, así lo creemos conveniente. Gozará de los privilegios
inherentes al cargo, en vigor en la colonia, aunque me temo que no sean más que
los básicos. Ganará más que un ministro en Lisboa y menos que un embajador en
París o Londres; en su caso, y permítame la indiscreción (fruto de las
informaciones que he tenido que recabar sobre usted), no saldrá de allí ni más
rico ni más pobre que ahora. Antes de que muestre su sorpresa por mi invitación,
déjeme decirle que, como supondrá, su nombre no surgió por casualidad; varias
personas de mi confianza me aseguraron que era usted el hombre indicado para
este cometido, y yo mismo he tenido la oportunidad de leer lo que ha escrito
sobre nuestra política ultramarina y me parece que defiende con convicción las
ideas que deben defenderse en estos momentos. También he valorado en usted el
hecho de que es un hombre joven, sin compromisos políticos o de partido, que
habla inglés (después le explicaré la importancia de ese dato), que está al
corriente de los asuntos internacionales y que conoce bien, debido a su actividad
profesional, cómo funciona la economía de las colonias y, en particular, la de
Santo Tomé y Príncipe.
Luís Bernardo no aprovechó la nueva pausa de don Carlos para hablar.
Prefirió seguir callado, entre otras cosas porque aún no habría sabido qué decir
ante una propuesta tan absurda y sorprendente. Con todo, se había puesto
inmediatamente en guardia y no se le escapó, por ejemplo, la sutil fórmula que
había usado el rey para calificar sus ideas acerca de la política ultramarina: no
había dicho que las compartiera, sólo que le parecía que ésas eran las ideas «que
deben defenderse en estos momentos». Se trataba de la clásica distinción entre
servicio al rey y servicio al país.
Don Carlos cambió de tono y de postura. Estiró las piernas y su penetrante
mirada se apartó de Luís Bernardo para fijarse en la punta de su puro, como si de
repente hubiera descubierto allí alguna cosa más importante y urgente. Antes de
retomar la palabra, soltó un suspiro de resignación, como quien se dispone a
repetir por enésima vez una obviedad.
—Antes de que me dé una respuesta, amigo Valença, y como creo que es
usted un patriota al que le preocupan, o al menos le interesan, los asuntos de
política nacional, déjeme ponerlo al corriente del estado de la cuestión. Como
sabe, muchos piensan que Portugal no está en condiciones, ni económicas ni
humanas, de mantener un imperio colonial y que, por lo tanto, lo mejor sería que
vendiéramos las colonias. Compradores interesados no faltan, desde luego; el
káiser o mi primo Eduardo hace ya muchos años que insisten en que ésa sería la
mejor solución para sanear nuestras finanzas y resolver nuestros problemas
internos. Pero yo no lo veo así; no estoy convencido de que la reducción de los
problemas aumente la grandeza de las naciones. Si yo vendiera este palacio, que
heredé de sucesivas generaciones de duques de Braganza, seguro que
solucionaría un problema, pero no creo que eso me hiciera sentir más feliz ni más
realizado. Otros piensan que, en una monarquía constitucional, el rey no debe
preocuparse ni interferir en estas cuestiones; si así fuera, sería el único portugués
al que traerían sin cuidado las dimensiones de la nación. Yo sería rey, no del país
que heredé, sino de lo que a otros les pareciera que debería ser el país. Ésa es
una cuestión más vasta y compleja, sobre la que ahora prefiero no pronunciarme;
sólo le diré que, si yo pensara así, no sería merecedor de este trono. Lo que
lamento es que algo que debería estar tan claro para todos se vuelva siempre tan
enmarañado y que, por culpa de esa maraña, se hayan sacrificado los esfuerzos
de muchos portugueses con los que este país está en deuda, como mi querido
amigo Mouzinho, que murió por creer que sirviendo al rey servía a la patria.
«Allá fuera el agua de las fuentes continúa corriendo, la oigo», pensó Luís
Bernardo. Ése era el único sonido que se oía en ese momento. En la sala se había
instalado un silencio pesaroso. Luís Bernardo, como todo el mundo, había quedado
conmocionado por el suicidio, nunca explicado, de Mouzinho de Albuquerque,
ocurrido tres años atrás. Como todo el mundo también, sabía que don Carlos
sentía una admiración sin límites por Mouzinho, patente en las palabras con que
había comunicado al presidente del Consejo su decisión de nombrar al «héroe de
Chaimite» preceptor del príncipe don Luis Felipe: «No podría poner ante los ojos
de mi hijo ni más valentía, ni más amor al rey, ni más lealtad a la patria.» Sin
embargo, de nada le sirvieron todo ese amor y esa lealtad cuando, siete años
después, el rey firmó el decreto que el gobierno le presentó, por el cual se
rebajaban de forma humillante los poderes del comisario regio en Mozambique,
sabiendo de antemano que Mouzinho no aceptaría semejante bofetada pública y
dimitiría, como de hecho acabó haciendo. Más tarde la opinión pública atribuiría el
trágico final a su designación como preceptor del príncipe, cargo considerado
menor para alguien como Mouzinho, que a sus cuarenta y seis años era el mayor
héroe militar de su tiempo. Mouzinho de Albuquerque, que un día escribió que
estaba «seguro de haber servido al rey y al país tan bien como he podido y
sabido, y mejor que la mayoría de mis contemporáneos», tenía todo el derecho a
pensar que ese rey al que había servido y que tantos elogios le dedicaba en
privado lo había traicionado en público y abandonado a merced de la política
interna y de los mezquinos intereses de partido. Por eso Luís Bernardo veía en las
palabras de don Carlos, más que una censura dirigida a los demás, un lamento
hacia sí mismo, un arrepentimiento que le subía del fondo de la conciencia. De los
tres, quizá sólo Bernardo Pindela, el conde de Arnoso, secretario particular de don
Carlos, pero también amigo desde la infancia y confidente de Mouzinho en todos
los momentos, supiera toda la verdad y estuviera en condiciones de emitir un
juicio cabal sobre el caso. Sin embargo, el conde de Arnoso permanecía en
silencio, con la mirada fija en algún punto al fondo de la sala, como si no hubiera
oído las últimas palabras de su rey; nadie escucharía nunca de su boca una sola
palabra que contradijera lo más mínimo a su soberano. Fue, pues, don Carlos
quien rompió de nuevo el silencio.
—Y ahora volvamos a Santo Tomé y Príncipe. Como sabe, amigo mío, Santo
Tomé es la más pequeña de nuestras colonias, sólo comparable a Timor.
Únicamente produce dos cosas: cacao en abundancia y un poco de café, pero eso
le basta para ser autosuficiente e incluso para dar al Estado y a los agricultores
unas ganancias nada desdeñables. Toda su agricultura se basa en la mano de obra
que importamos para el trabajo en las haciendas, sobre todo de Angola, pero
también de Cabo Verde; el gran problema de Santo Tomé es la falta de brazos.
Pero la cosa de momento funciona y, como usted ya sabrá, parece que bastante
bien. El cacao es de excelente calidad, el café también es magnífico (por cierto, es
el que hemos tomado hoy) y la producción es casi siempre alta. La cosa funciona
tan bien que nos hemos convertido en una amenaza para las compañías inglesas
que compiten con nosotros en el mercado del cacao y que tienen sus
explotaciones en Nigeria, Gabón y las Antillas británicas. Supongo que ya estará
al corriente de todo esto y que no le estoy descubriendo nada.
—En efecto, majestad, estoy al corriente de los números y de la competencia
que hacemos a los ingleses. —Por fin Luís Bernardo sabía qué terreno pisaba.
—Pues bien, Soveral, que es nuestro embajador en Londres, y me atrevería a
decir que el extranjero más influyente en la corte y en la prensa inglesas, nos ha
escrito para expresar su creciente preocupación por la campaña que las
compañías de cacao inglesas están llevando a cabo contra Santo Tomé y Príncipe.
No violo ningún secreto de Estado si le digo también que el marqués de Soveral
es muy amigo del rey, como yo mismo, y que basándose en esa amistad Eduardo
me hizo llegar un recado personal. En él decía que estuviéramos atentos al
problema e hiciéramos alguna cosa para que la situación no llegara a un punto en
que se viera obligado por el gobierno a tomar medidas o a consentir que el
gobierno actuara contra nosotros.
—Pero ¿qué quieren los ingleses? —preguntó Luís Bernardo.
—Todo comenzó con una queja presentada hace unos años por una compañía
inglesa con plantaciones de cacao en el África Occidental británica, pero también
importadora del cacao de Santo Tomé, llamada Cadbury. Cadbury, que transforma
su cacao en chocolate, se queja de que estamos haciendo una competencia desleal
a las colonias inglesas por emplear en las haciendas de Santo Tomé mano de obra
esclava reclutada en Angola.
—¿Y eso es verdad? —preguntó Luís Bernardo.
—Bueno, parece que depende del punto de vista, de lo que cada uno entienda
por mano de obra esclava. En rigor, nosotros los llamamos contratados, pero el
problema es que todos los años se contrata a una media de tres mil trabajadores
para las haciendas de Santo Tomé y Príncipe y los barcos que los llevan regresan
siempre vacíos. Eso, para los ingleses, es sinónimo de esclavitud; si los
trabajadores son contratados en Angola y no regresan es porque no son libres.
Sólo les faltó llamarnos negreros. El ministro de las Colonias explicó al embajador
que esos «esclavos» recibían un sueldo y estaban mejor tratados y alojados que
los trabajadores de las plantaciones inglesas en África o las Antillas y que, si
dudaba de la atención sanitaria que recibían, bastaba con ver que cada hacienda
contaba con su propio hospital, totalmente equipado, cosa impensable en
cualquier otro lugar de África. Pero no sirvió de nada; espoleada por la Asociación
de Comerciantes de Liverpool, la prensa inglesa se nos echó encima sin piedad.
Llegado a este punto, don Carlos se levantó y fue a buscar un periódico que
había encima de su mesa de trabajo. Se lo pasó a Luís Bernardo, ya abierto por
una página encabezada por un titular en grandes letras: Slavery still alive in
Portuguese African colonies. Volvió a sentarse y reanudó su discurso.
—En Londres, Soveral probó con las medidas de costumbre: invitó a cenar a
algunos editores influyentes de Fleet Street para intentar, por lo menos, frenar el
revuelo. Pero ni siquiera él lo consiguió. Al final tuvimos que acabar cediendo a
las presiones del gobierno inglés y recibir a un tal Joseph Burtt, enviado por la
Asociación de Comerciantes para indagar sobre el asunto. El tipo llegó a principios
del año pasado y venía tan bien preparado que hasta se tomó la molestia de
aprender portugués. Estuvo en Lisboa, donde lo recibió todo el mundo: el
ministro, una representación de los propietarios de las haciendas, periodistas... en
fin, toda la gente que quiso.
—Sí, recuerdo haber oído hablar de eso —apuntó Luís Bernardo—. ¿Y qué
conclusión sacó ese tal Burtt?
—El tipo no es tonto; aquí no concluyó nada. Pidió permiso para viajar a
Santo Tomé y Príncipe y después a Angola, a fin de estar en condiciones de
presentar a sus superiores un informe fundamentado. Hablé del asunto con el
gobierno y con los propietarios de Santo Tomé y no encontramos ninguna manera
de impedir esa visita sin que pareciera que teníamos miedo a una inspección. De
haberlo hecho, seguro que la campaña en Inglaterra se habría caldeado hasta la
histeria y el gobierno inglés habría acabado optando por alguna forma de presión
drástica e inadmisible que aquí tendría efectos devastadores en el ambiente
político.
«¡Sería otro ultimátum!», pensó Luís Bernardo sin atreverse a pronunciar en
voz alta la palabra maldita, que tanto debía de atormentar los recuerdos de don
Carlos.
—En resumen —prosiguió el rey—, nos pareció que, si nos negábamos,
teníamos todo que perder y muy poco o nada que ganar. Apenas le dimos la
autorización, corrió a embarcarse rumbo a Santo Tomé. Anduvo por allí y por
Príncipe hasta el mes pasado y ahora está en Angola. Lo malo es que ya ha
enviado un informe preliminar a Londres, al Foreign Office, sobre lo que ha visto
en Santo Tomé. El marqués de Soveral se movió a tiempo y tuvo un encuentro
privado con el ministro, que le dejó leer el informe. Nadie más lo ha leído hasta
ahora y, por lo que dice el marqués, mejor será que nadie más lo lea.
—Todo esto, como comprenderá, es información reservada y se la guardará
para usted —intervino el conde de Arnoso, que por fin salió de su mutismo—.
Recibimos una carta del embajador hace una semana; nos dice que, si el informe
sale a la luz como está, apareceremos ante el mundo entero como la última
nación esclavista del planeta. Y eso por mencionar sólo la parte moral de los
daños...
—Afortunadamente —continuó don Carlos—, Portugal tiene en Londres al
mejor embajador que podría desear. Soveral logró llegar a un acuerdo con el
ministro, lord Balfour: ese informe preliminar se quedará guardado en el Foreign
Office bajo siete llaves, con la excusa de que aún le falta la parte relativa a
Angola para estar completo. Eso nos da tiempo, un tiempo para intentar borrar las
impresiones que se llevó el señor Burtt.
—¿Con el nombramiento de un nuevo gobernador?
—No sólo con el nombramiento de un nuevo gobernador, eso sería demasiado
fácil. Lo que necesitamos es aprovechar ese tiempo para convencer a los ingleses,
si no de la mala fe del señor Burtt, por lo menos de que sus informaciones no
están actualizadas. ¿Y cómo lo haremos? Pues bien, aquí es donde entra en juego
la necesidad de que el nuevo gobernador sepa hablar inglés correctamente.
Porque la contrapartida del acuerdo alcanzado por Soveral es que Portugal acepte
que un cónsul inglés residente se instale en Santo Tomé y Príncipe. Y
aceptaremos, no tenemos alternativa.
—¿Y lo que su majestad espera del nuevo gobernador es que convenza al
cónsul inglés de que no hay esclavitud en las islas?
—Lo que espero de usted —respondió don Carlos, que recalcó claramente el
«de usted»— es que consiga tres cosas: que convenza a los terratenientes de que
deben aceptar todas las medidas que el nuevo gobernador crea convenientes a fin
de que el cónsul inglés no tenga razones para corroborar el informe del señor
Burtt; la segunda, que lo haga con la necesaria prudencia, para no provocar una
insurrección en las islas ni poner en peligro su prosperidad, y la tercera, que
mantenga al inglés a raya, cortésmente, eso sí, brindándole las atenciones que
sean precisas, pero dejándole claro que quien manda allí es Portugal y su
gobernador, que representa al país y a su rey.
Dicho esto, don Carlos intentó volver a encender su puro, que se había
apagado. Se levantó y fue hasta la ventana, desde donde se quedó mirando el
jardín, como si ya estuviera pensando en otra cosa. Al parecer había dicho todo lo
que creía necesario decir y ahora esperaba una respuesta. Luís Bernardo seguía
sin saber qué decir. Todo aquello le resultaba tan imprevisto, tan alejado de todo
cuanto podía haber imaginado como objetivo de aquel encuentro, de aquel día y
de su vida, que le parecía irreal estar allí, sentado en una sala del palacio ducal
de Vila Viçosa, recibiendo del rey el encargo de ir a gobernar dos miserables y
remotos islotes en el ecuador.
—Como comprenderéis, majestad, necesito tiempo para considerar vuestra
propuesta y, antes de daros una respuesta, debería conocer hasta dónde llegan
exactamente las atribuciones de las que tan generosamente me creéis
merecedor... —comenzó a decir, vacilante.
—Tiempo es justamente lo que menos tenemos. Necesito una respuesta
dentro de una semana. Las explicaciones de orden político que necesite tendrá
que pedírmelas ahora. Después, claro está, deberá hablar también con el ministro
y con una serie de personas que le indicaremos y a las que creemos conveniente
conozca. Para todo lo demás (detalles del viaje, dónde se instalará allí, etcétera),
puede preguntar a Bernardo.
Bernardo de Pindela creyó llegado el momento de intervenir para secundar al
rey.
—La urgencia se ha hecho más apremiante desde que anteayer nos comunicó
el embajador inglés que ya habían escogido al cónsul para Santo Tomé y la fecha
de su llegada, prevista para principios de abril. Estamos a finales de año y
creemos necesario que el nuevo gobernador esté instalado en Santo Tomé por lo
menos un mes antes que el cónsul inglés, para tomar el pulso a la situación.
Comprendemos que, si acepta usted el cargo, necesitará como mínimo un par de
meses para arreglar sus cosas, a los que habría que añadir los quince días del
viaje. Así pues, señor Valença, no hace falta que le diga cuánto urge su respuesta.
Entre otras cosas porque si, en contra de las expectativas de su majestad, fuera
negativa, tendríamos que encontrar a toda prisa un sustituto.
Don Carlos se había sentado de nuevo y volvió a mirarlo a los ojos.
—Prácticamente estamos en sus manos, amigo mío. No me gusta plantear las
cosas de esta manera, pero hay momentos en que las circunstancias nos superan
a todos. No obstante, créame si le digo que soy muy consciente del inmenso
sacrificio que le pido y del inmenso valor que hay que tener para aceptarlo. Pero
también le aseguro que no se lo pido por mí, sino por nuestro país. Ahora que lo
conozco, ahora que lo he mirado a los ojos, estoy totalmente convencido de que
os usted el hombre indicado para esta misión y de que me aconsejaron bien. Ni se
imagina el alivio que me daría una respuesta afirmativa por su parte.
Conque era eso. Una auténtica encerrona. Al final la factura había resultado
bastante más cara de lo que habría podido imaginar. ¿Cómo se le dice que no a un
rey? ¿Con qué palabras, con qué disculpas, con qué razones inexcusables?
—Me comprometo a darle a su majestad una respuesta en el plazo de una
semana. Os ruego que comprendáis que, en este momento, es todo lo que puedo
prometer. Hay cosas que no están sólo en mi mano; tendría que desmontar toda
mi vida, abandonarla, dejarla mínimamente organizada en mi ausencia. Y tengo
que acceder a abandonarlo todo para partir hacia el fin del mundo, a una tierra
donde no hay nadie y donde me espera, por lo que he podido deducir, una misión
prácticamente inviable.
—¿Por qué inviable?
Ahora fue Luís Bernardo quien miró al rey a los ojos. Si acababa rechazando
el encargo, quería que don Carlos entendiera que era casi inaceptable. Si decía
que sí, seguramente no volvería a tener ocasión de hablar con el rey y convenía
dejar las cosas claras desde el principio.
—Si he entendido bien a su majestad, existe efectivamente alguna forma de
trabajo esclavo en Santo Tomé, y lo que se espera del nuevo gobernador es que
no sea visible a los ojos del inglés, para no tener que exponernos a las represalias
de nuestro ilustre aliado. Pero, al mismo tiempo, se espera que nada cambie en
esencia, para no comprometer el funcionamiento de la economía local.
—No; no es eso. Nosotros abolimos la esclavitud hace mucho tiempo y
tenemos una ley, firmada hace dos años, que establece las reglas para el trabajo
contratado en las colonias y cuyo régimen no tiene nada que ver con ninguna
forma de esclavitud. Quiero que esto quede muy claro: Portugal no practica ni
consiente el esclavismo en sus colonias. Pero eso es una cosa, y otra muy
diferente es someternos a lo que los ingleses, y no por razones altruistas
precisamente, quieren creer que es esclavitud y que, para nosotros, no es más
que una forma de trabajo reclutado, acorde con los hábitos locales, y que no tiene
por qué coincidir necesariamente con lo que se hace en Europa. ¿O es que alguien
cree, por ejemplo, que un inglés trata a sus criados en la India igual que en
Inglaterra?
—Así pues, ¿debo concluir que nuestra interpretación de la situación tiene que
prevalecer sobre la de ellos?
—Tiene que prevalecer sobre la de ellos, pero debe explicarse y mostrarse de
manera que la imagen que se lleven de la situación acabe coincidiendo con la
nuestra. En este caso todo dependerá, claro está, de la forma en que usted llegue
a entenderse con el cónsul inglés. Eso es fundamental. Como también lo es su
capacidad para explicar a los colonos todo lo que está en juego y cuáles son las
nuevas reglas de ese juego. Dígame, sinceramente, ¿he sido lo bastante claro
ahora?
Antes de responder, Luís Bernardo se quedó pensativo y, después de suspirar,
contestó al rey con la sinceridad que éste le había pedido:
—Pienso que su majestad ha sido tan claro como ha creído conveniente serlo.
—Entonces, ya está todo aclarado. Sólo falta esperar su respuesta. Le pido
encarecidamente que ésta sea meditada y lo más generosa posible.
Don Carlos se levantó, dando por terminada la conversación. En aquel
momento lo único que deseaba Luís Bernardo era salir de allí, estar solo para
reflexionar sobre aquella fatalidad. Pero el rey estaba obligado a un último gesto.
—Espero que se quede a cenar y a pasar la noche. Para mí sería un inmenso
placer.
—Os lo agradezco, majestad, pero, si no os importa, me gustaría tomar el tren
de las cinco. Tengo una cena esta noche en Lisboa.
Don Carlos lo acompañó hasta la escalera, y el conde de Arnoso, hasta la
puerta de entrada, en la planta baja. El secretario mandó llamar un coche para
llevarlo a la estación y, antes de despedirse de él, le puso una mano en el hombro
y le dijo:
—Hago mías las palabras de su majestad, pero con un encarecimiento que él
no se puede permitir por su posición: usted es la persona indicada para este
trabajo y de su buen hacer dependen cosas muy importantes para este país.
Supongo que ha entendido la magnitud de todo cuanto está en juego: el día en
que perdamos la primera colonia será el comienzo inevitable del fin del Imperio y,
con él, el fin del trono, del reino y quizá incluso del país. España no tardaría en
lanzarse sobre nosotros para engullirnos. Estamos en un momento en que todo
puede comenzar de nuevo o todo puede empezar a derrumbarse. Su majestad no
le puede decir esto cara a cara pero, si ya no puede contar con hombres como
usted, él será la primera víctima y, después de él, Portugal. Piénselo bien, Luís
Bernardo, ¿podría pedirle a la vida algo más grandioso?
Luís Bernardo subió al coche y sacó su reloj del bolsillo del chaleco; eran casi
las cinco de la tarde. El sol ya empezaba a desaparecer por el horizonte y el día,
que había sido tan claro, se oscurecía por momentos. El frío avanzaba por el
pueblo y se veía salir humo de las chimeneas de varias casas. La gente estaría
sentada alrededor de grandes hogares, donde ahumaban los embutidos y las
cazuelas con la cena se calentaban sobre las brasas. Habría hombres cansados
sentados al amor de la lumbre; niños subidos a sus regazos; mujeres, envejecidas
antes de tiempo, atareadas con las cazuelas; perros acurrucados sobre el cálido
enlosado; viejos cabeceando en los escaños de madera a la espera de la cena, o
borrachos que se arrastraban hacia las barras de las tascas para pedir la
penúltima copa antes de volver a casa. Las calles del pueblo estaban ya casi
desiertas y sólo se adivinaban algunas sombras sobre el blanco de las paredes. La
campana de la iglesia dio las cinco menos cuarto de la tarde y, de repente, todo
aquello se le antojó profundamente triste, como si se respirara en el ambiente
alguna cosa irremediable. Aquel día, inexplicablemente, había deseado una vida
así, provinciana, una vida donde nada ocurría y donde el tiempo parecía tan lento
que casi era posible creer en la eternidad. Pero en la estación lo esperaba ya el
tren de regreso a la grande y caótica ciudad, que era el único mundo que conocía,
el único que amaba y comprendía.
Cerró los ojos en el tren y se durmió casi en el acto. Soñó que estaba en
África, había un sol abrasador, palmeras, insectos, negros que gritaban en una
lengua incomprensible y una exuberancia de colores que estallaban por doquier. Y
él estaba allí, en medio de la polvareda y la confusión, para supervisar las obras
del palacio de los duques de Braganza que don Carlos le había mandado construir
en el trópico.
Capítulo 3
Matilde consultó su reloj por décima vez. Eran las diez y cinco y no se oía ni
un ruido en el pasillo del tercer piso del hotel Bragança.
«¿Será posible que no venga?» La simple pregunta, la duda, le provocaba un
escalofrío de horror y de humillación. Con todo, no habría sabido decir si prefería
que Luís Bernardo se presentara o no. Si no apareciera, ella podría salir de allí
incólume, con su vida a salvo, con la tranquilidad de un futuro conocido por
delante. Tenía a sus hijos, tenía a su marido, tenía su vida cómoda y agradable en
la finca de Vila Franca, con todo en orden, con los rituales de todos los días, sin
angustias, sin secretos inconfesables, sin miedo, sin terror, sin aquel sofoco que le
estaba devorando el pecho. Si él no apareciera, el asunto no pasaría de un
devaneo de una noche de verano, de un breve momento en que perdió el juicio y
se dejó robar un beso en la escalera de un hotel. Pero nada más; no existiría esta
habitación de hotel, esta traición planeada, este encuentro a escondidas,
encerrada como si se ocultara de sí misma y del mundo, cuyos ruidos le llegaban
a través de la ventana. No tendría que sufrir la pesadilla que ya adivinaba, la de
tener una cara para el día y otra para la noche, una cara para los demás, todos
los demás, y otra para el fondo de sí misma. A la mañana siguiente, saldría de allí
con una sonrisa en el rostro, intacta, fiel, igual a sí misma. A lo más hondo de sí
misma.
Pero si él no apareciera... Si él no apareciera, ella se quedaría allí tumbada
toda la noche, como si hubiera sido violada y luego abandonada, como una prenda
de vestir que se usa y se tira, un acontecimiento fortuito, un equívoco, un
malentendido. Se sentiría una traidora traicionada, repudiada por el propio objeto
de su traición. Probablemente él dejaría por la mañana una nota en la recepción
del hotel para disculparse con cualquier imprevisto o, peor aún, para decirle que
había llegado a la conclusión de que lo mejor para ambos era dejarlo correr. Sí,
ella podría salir a la calle con la cabeza bien alta; al fin y al cabo, no habría
pasado nada. Pero se engañaría a sí misma. ¡Habría pasado todo! Ella se habría
arriesgado y él habría huido, ella se habría entregado y él la habría rechazado.
Por la noche, en casa, miraría a su marido con un sentimiento de profunda
vergüenza y humillación. «Ni siquiera puedo decir que te traicioné. Fue peor aún:
estaba preparada para traicionarte y fui rechazada. Te engañé y yo misma fui
engañada.» Se enfrentaría a la acostumbrada delicadeza de su esposo, a sus
gestos de civilizada pasión, a su ritual de caballero en la cama, con una
indescriptible sensación de suciedad.
Las diez y veinte. Oyó pasos en el pasillo, alguien que llamaba a una puerta,
pero no a la suya. Oyó voces que hablaban y carcajadas de gente que no se
escondía, que se esperaba y se encontraba, sin miedo, sin códigos secretos. Sólo
quedaba una salida: escapar de allí inmediatamente, ir a buscar a Marta a la
habitación contigua, preparar las maletas a toda prisa, pagar en recepción y huir.
Pero ¿adónde huir a aquellas horas? «Tranquila, Matilde, tranquila. ¡Piensa con
calma!» Se sentó en la cama y, sin querer, se vio reflejada en el espejo del
tocador. Estaba guapa, deseable, como una flor lista para ser cortada; ningún
hombre en su sano juicio despreciaría a una mujer así, que así se entregaba. Y de
pronto lo vio todo claro: saldría al día siguiente y recogería la carta de Luís
Bernardo en recepción, pero no la abriría. La adjuntaría a una carta que ella
misma le escribiría y se la haría llegar a través de João. En ella le explicaría que
se había arrepentido y que había decidido dejar el hotel a toda prisa, antes de la
hora fijada para el encuentro. A media mañana, diría, había mandado que fueran
a buscar su equipaje al hotel y le habían entregado la carta de Luís Bernardo, que
ella le devolvía sin abrir, aunque imaginaba que en ella él expresaría su
perplejidad por no haberla encontrado en el lugar acordado. De esa forma, ella
invertía los papeles y, si en alguna ocasión se volvía a encontrar con Luís
Bernardo, no tendría que sentirse avergonzada ante él. No solucionaba todo el
problema, pero sí una parte importante. «¿Y si se presentara ahora?», se
preguntó de repente. Si se presentara ahora, ella se encargaría de que aquello no
pareciera más que un encuentro entre dos amigos con curiosidad por conocerse
mejor el uno al otro, pero obligados por las circunstancias a servirse de cautelas y
embustes extraños. Aprovecharía para explicarle, de la forma más natural del
mundo, que el beso en Ericeira no había sido más que un momento de confusión,
tan imprevisto que ni siquiera tuvo tiempo de reaccionar. Después incluso podría
añadir con tono despreocupado: «No digo que fuera desagradable, pero será
mejor para los dos que no lo llevemos más lejos.»
Esta vez, oyó claramente unos pasos que habían llegado a los últimos
peldaños de la escalera y comenzaban a caminar por el pasillo, sigilosos pero
rápidos, como los de alguien que pretende llegar a su destino sin que nadie lo
sorprenda. El corazón se le desbocó incluso antes de oír cómo los pasos se
detenían ante la puerta de su habitación y de que, tras una breve pausa, sonaran
dos suaves golpes de nudillos sobre la madera. Continuó sentada en la cama,
petrificada, mirando la puerta, como si estuviera en un sueño o en una pesadilla.
Volvieron a llamar y comprendió que tenía que abrir antes de que algún curioso
saliera a fisgar al pasillo. Descorrió el pestillo, hizo girar el pomo y retrocedió dos
pasos al tiempo que abría la puerta y veía, sin verlo en realidad, a Luís Bernardo,
que entraba sin decir nada. La cerró al instante e instintivamente corrió el pestillo
y apoyó la espalda contra la puerta. Tardó un buen rato antes de decidirse a
mirarlo; lo encontró guapo, pícaro, inaccesible. Llevaba un traje negro, camisa de
cuello con puntas largas y corbata de un naranja verdoso, con un nudo discreto y
un pequeño alfiler de perlas entre el cuello de la camisa y el chaleco. Su cabello,
moreno y algo largo, presentaba un aspecto alborotado, propio de los hombres
acostumbrados a peinarse con los dedos; su fino bigote le agrandaba el tamaño de
la boca, y sus ojos castaños, líquidos, sonreían con expresión seductora y al
mismo tiempo algo infantil, como la de un niño de la calle a quien se da un
regalo. En contra de lo que tan fríamente había planeado, Matilde no pudo evitar
sonreír al mirarlo. Pero no era una sonrisa dirigida a él, sino a sí misma. «De
todos los hombres del mundo, Matilde —se dijo—, éste es seguramente el último
en que una mujer podría confiar.»
Él le tendió las manos y ella le dio las suyas con toda naturalidad. Él sonrió y
ella volvió a esbozar aquella misma sonrisa que él no había logrado descifrar del
todo. Se quedaron mirándose, cogidos de las manos, sin saber cómo romper aquel
silencio. A continuación él la atrajo con la intención de besarla, pero ella esquivó
su boca y se limitó a apoyar suavemente la cabeza sobre su hombro. Él insistió,
pero ella no separó la cara de su hombro.
—Matilde...
—No digas nada, Luís. No digas nada ahora.
—Es que tengo que contarte una cosa, Matilde.
—Yo también. Los dos tenemos cosas que decir, pero ahora sólo quiero
quedarme así un rato.
Matilde notó que él estaba cada vez más incómodo en aquella posición;
ningún hombre se siente cómodo durante mucho rato estando de pie y con una
mujer entre los brazos. La apretó contra él y ella advirtió lo bien que se acoplaban
sus cuerpos. Comprendió que Luís Bernardo debía de sentir lo mismo y notó, con
su pecho totalmente apoyado sobre el de él, que sus defensas estaban a punto de
caer. Cerró los ojos cuando él le inclinó la cabeza hacia atrás y, a oscuras, lo
invitó a sumergirse en su boca, mientras dejaba caer los brazos y la mano que la
agarraba por la cintura la apretaba contra aquel cuerpo de hombre.
Luís Bernardo retrocedió con ella hasta el borde de la cama, sin quitar la
mano de su cintura ni apartarse de su boca. Sólo interrumpió aquel beso
interminable cuando la sentó en la cama y se arrodilló a sus pies. Puso las manos
abiertas sobre sus pechos, sin brusquedad ni pudor, como un niño que disfruta
con su juguete, y con una le desató el nudo de la blusa y comenzó a desabrochar
los botones lentamente. Matilde aún no había abierto los ojos, no quería ver sus
senos al descubierto, las manos de él explorándolos sin pudor y, poco después, el
calor húmedo de su lengua lamiéndole los pezones. Estaba desnuda, abierta,
entregada. No lo soportó más, agarró a Luís Bernardo por la nuca y, sintiendo su
fino cabello entre los dedos, lo arrimó con más fuerza contra su pecho.
—¡Oh, Dios mío!
—Matilde —dijo él levantando la cabeza—, he de decirte algo y tiene que ser
ahora: es posible que me tenga que marchar.
—¿Ahora? —Ella había abierto por fin los ojos e intentaba comprender lo que
le quería decir.
—No, ahora no. Es posible que me tenga que marchar de Portugal dentro de
dos meses y durante unos tres años.
—¿Adonde, Luís? ¿Y por qué?
—No te lo puedo contar todo, Matilde, es un asunto confidencial. Sólo puedo
decirte que es a Santo Tomé y Príncipe, en una misión de Estado. No te puedo
decir más, pero me prometí a mí mismo y a João que te lo contaría antes de que
ocurriera algo irremediable entre los dos.
—¿Algo irremediable? ¿Me puedes decir qué es lo que tiene remedio ahora?
Él se quedó callado, mirándola. No sabía qué decir. Las cosas no estaban
saliendo como había planeado.
—¿Irremediable, Luís? —Le cogió la cara con las manos, como si quisiera
forzarlo a mirarla frente a frente—. ¿Irremediable? Estoy aquí, escondida en una
habitación de hotel como una delincuente, medio desnuda, completamente
entregada en tus brazos, enamorada como sólo una mujer capaz de esta locura
podría estarlo, ¿y tú crees que esto aún tiene remedio? ¿Cómo? ¿Interrumpimos
esto hasta que sepas si te marchas del país y, en caso de que no te vayas, lo
retomamos donde la habíamos dejado?
—¡No, amor mío! Sólo quería decirte que haré lo que tú quieras, sólo lo que
tú quieras.
—Entonces, hazlo, Luís. Haz todo lo que quiero, lo que los dos queremos. A
partir de ahora, al menos para mí, ya nada tiene remedio.
Luís Bernardo era el segundo hombre en su vida. Llevaba casada ocho años y
nunca había estado con otro hombre, ni se lo había planteado. Luís Bernardo era
el segundo hombre que la besaba, que la desnudaba, que recorría su cuerpo con
las manos y con la boca, el segundo hombre al que veía desnudo y cuyo cuerpo
tocaba, primero con pudor, después posesivamente, como si quisiera retenerlo
para siempre en la memoria. Tumbada de espaldas en la cama, se quedó
ensimismada mirando las flores del papel de las paredes, el color de los postigos
de las ventanas, los artículos de tocador que eran los suyos y que le recordaron
que era ella la que estaba allí, aunque le pareciera imposible, era ella la que se
entregaba desnuda, la que reprimía gemidos de placer, la que abría las piernas sin
quererlo para que un hombre que no era el suyo penetrara en su interior. Se
sintió perdida, a la deriva, cayendo en un pozo sin fondo; ella era el pozo y aquel
hombre había llegado al fondo, todo era húmedo, todo era líquido y todo acababa
con sus ojos anegados de lágrimas y con el dolor profundo con que le clavó las
uñas en la espalda, con que lo agarró del cabello y le susurró, como si él pudiera
salvarla:
—¡Luís Bernardo! ¡Luís Bernardo!
Capítulo 4
Matilde:
Aquello de lo que te hablé se ha confirmado y en
breve me marcharé lejos de ti y de todo lo que amo.
Puedo revelarte ya de qué se trata, pues a partir de
mañana se hará público en la prensa: su majestad el
rey me ha nombrado gobernador de Santo Tomé y
Príncipe, con la misión de acabar, pese a quien pese,
con los últimos resquicios de esclavitud que aún
puedan quedar y de convencer a Inglaterra, a su
opinión pública y al mundo entero de que Portugal es
una nación civilizada donde prácticas como ésa no
tienen ni pueden tener cabida. La naturaleza de la
misión, su urgencia y su importancia para el país en
diferentes órdenes, así como la forma en que el rey
apeló a mi sentido del deber y la propia coherencia que
me veo obligado a mantener con las ideas y posturas
que vengo defendiendo desde hace tiempo, no me han
dejado otra opción que aceptar, pues cualquier otra
respuesta habría supuesto una deshonra.
Así pues, he emprendido ya la liquidación completa
e inmediata de todo cuanto hasta ahora ha constituido
mi vida. Abandono mi casa, a mi familia, a mis amigos;
abandono la comodidad y el bienestar, las costumbres
sociales y de cultura, sin las cuales ni siquiera consigo
imaginar cómo ha de ser mi día a día. Abandono mi
propio trabajo, mi negocio, y vendo precipitadamente mi
empresa para ir a enterrarme en una isla perdida en
medio del mar, en el fin del mundo. Antiguamente los
condenados preferían la muerte al destierro en Santo
Tomé y, por lo que dicen los ingleses, los propios
negros sólo embarcan hacia allí a la fuerza. Sin
embargo, no me quejo, hay momentos en que el destino
se impone a nuestra voluntad y razones superiores a
las personales deben prevalecer sobre todo lo demás.
Servir a mi país lo mejor que pueda y sepa en un
momento de necesidad y ser digno de quien me ha
creído digno de esta misión es, sin duda, una de esas
ocasiones en que no hay posibilidad ni libertad de
escoger.
De lo que sí me quejo es de la desesperación de
haberte perdido justo cuando te había encontrado; de
haber sido tuyo, como ningún otro hombre lo ha sido o
lo será jamás, y luego partir; de haber descubierto en ti
todo un mundo de amor y de sentimientos —que
siempre intuí, pero del que nunca encontraba la entrada
— y tener que conformarme a partir de ahora con el
recuerdo de dos noches tan breves e intensas como
largos y vacíos serán los días que me esperan sin ti. No
te enfades si te digo que habría sido mejor no haberte
conocido. Habría sido mejor no haberme perdido nunca
en tu mirada, en tus gestos, en tu voz, en tu
inteligencia, en tu cuerpo. Habría sido mejor no llevarme
este equipaje en el alma ni este peso en la memoria
que, día y noche, me ha de perseguir allá en el ecuador.
Habría sido mejor que no hubiera ocurrido nada entre
nosotros, para no tener que vivir hasta el fin de mis días
pensando en cómo habría sido una vida entera a tu
lado.
Te ruego que guardes esta carta en la memoria y
después la rompas, junto a las otras que te he escrito.
Te lo pido de corazón. Para que sigas con tu vida, para
que puedas ser feliz con las personas a las que quieres
y que te quieren, para que no pierdas tu juventud y tu
sonrisa luchando contra lo que no tiene remedio.
Estaba escrito que fuera así y nada podemos hacer
para cambiarlo. También te pido que de vez en cuando
te acuerdes de mí en tus plegarias, para librarme de las
fiebres y de esos peligros más evidentes, pero sobre
todo para librarme del dolor infinito de vivir sin ti para
siempre y del terror de no volver a ser feliz nunca más.
Matilde, te prometo que no recibirás noticias mías
durante los días, los meses, los años del exilio que me
espera. No sabrás de mi sufrimiento, de mis llantos, de
mi desesperación por no tenerte a mi lado. Por el
respeto que te tengo, mantendré esa barrera insalvable
que se ha interpuesto entre los dos. ¿Para qué
engañarnos? ¿Para qué engañarte? No hay regreso de
Santo Tomé. Reza por mí y, si de verdad me amas, sé
feliz.
Hasta siempre.
Luís
Después todo sucedió muy rápido y Luís Bernardo estuvo tan ocupado como
podía estarlo alguien que, en dos meses, tenía que desmontar toda su vida,
despedirse de todo el mundo y disponer todos los preparativos para la nueva vida
que lo esperaba. Solicitó una entrevista con el conde de Arnoso, a quien comunicó
que aceptaba la invitación del rey. Dos días más tarde, su nombramiento apareció
en todos los periódicos, acompañado de una breve biografía y, en algunos casos,
como el Jornal das Colonias, de un comentario sobre su elección que no era ni
bueno ni malo: se decía que le faltaba experiencia en la materia, pero que eran
de sobra conocidas sus ideas sobre la administración ultramarina, las cuales, si se
aplicaban con la prudencia y la ponderación precisas, podían resultar útiles para el
progreso de la colonia y los intereses de Portugal. Lo recibieron varios ministros:
el de Ultramar, el de Exteriores y el de la Guerra, pues la provincia de Santo
Tomé y Príncipe incluía en su jurisdicción el fuerte de Sao João Baptista de Ajudá,
en el reino de Dahomey. Perdió horas y horas en comidas, cenas y sesiones de
trabajo con hacendados de Santo Tomé y antiguos administradores de las
haciendas, con médicos, jueces y curas que habían vivido en Santo Tomé y con
sus dos antecesores en el cargo. Al final ya no conseguía digerir tanta
información, tantas opiniones, tantos consejos, estaba cansado antes incluso de
haber partido. El resto de aquellos dos meses los pasó enfrascado en las gestiones
para poner en orden su vida particular y en el intrincado proceso burocrático para
la venta de la Insular, con todo su activo. Había hecho un negocio excelente, pero
en el momento de entregar su despacho y su empresa, a la que había dedicado la
mayor parte de sus días durante los últimos quince años, se le encogió el corazón
de angustia y de nostalgia; gratificó a los que habían sido sus colaboradores más
estrechos o más leales e insistió en despedirse de todos sus trabajadores, uno por
uno. No tenía la menor idea de qué le reservaría la vida el día en que volviera.
Sólo sabía que en aquel momento era rico, y que a su regreso sería rico y libre.
En el ínterin, su vida, como la conocía, quedaba en suspenso. Pero, ya que debía
marcharse, quería hacerlo cerrando todas las puertas.
Con todo, lo más penoso fue despedirse de los amigos. No desaprovechó ni
una sola noche, ya en fiestas particulares, ya en cenas prolongadas hasta la
madrugada, ya en los conciertos del São Carlos, cuya temporada se encontraba en
pleno apogeo. En dos ocasiones la velada acabó en el burdel de doña Maria dos
Prazeres, el establecimiento más frecuentado por los caballeros de su posición.
Una indiscreción de sus amigos, totalmente deliberada, hizo que doña Maria dos
Prazeres pasara a tratarlo de «señor gobernador», y él no supo si reír, si
avergonzarse o si angustiarse ante aquel tratamiento. «Señor gobernador, ¿desea
escoger usted a una chica o quiere que le sugiera alguna de las novedades de la
casa?» El señor gobernador no sabía si prefería probar todas las novedades, una a
una, a fin de despedirse para siempre de las mujeres, o si prefería quedarse
charlando con doña Maria dos Prazeres, abandonándose a aquella melancolía que
la respetable señora comentaría más tarde con los amigos de Luís Bernardo: «¡El
señor gobernador está muy tristón! Es un asunto de faldas; cuando un hombre
rechaza a chicas como éstas es porque algo le duele en el corazón.»
Su último fin de semana en Portugal quiso pasarlo en el hotel Bussaco, uno de
sus lugares preferidos. «¡Quiero llevarme el Bussaco en los ojos y en el alma!»,
declaró, con un tono tan trágico que João Forjaz, Filipe Martins y Mateus Resende,
sus amigos más íntimos, se ofrecieron a acompañarlo. Habían planeado una
escapada a Coímbra para celebrar «una farra de las de antes» pero, una vez allí,
nadie fue capaz de sacarlo de la terraza del hotel, donde pasó dos mañanas y una
tarde contemplando obsesivamente el bosque, sumido en reflexiones filosóficas
del tipo: «Añádele a esto una mujer y un buen libro y tendrás todo lo que un
hombre puede necesitar.» Como contrapartida, se abalanzó sobre el menú del
hotel con el apetito de un condenado y dio cuenta de todos los platos de la carta,
para acabar siempre con el lechón asado. Para deleite de sus amigos, hizo gala de
su nueva condición de rico despreocupado y pagó las bebidas de todo el fin de
semana, sin importarle los desorbitados precios de los mejores vinos del Bussaco.
Comió, bebió y fumó como si de ello dependiera la salvación de su alma y
acabaron arrastrándolo hasta el tren de vuelta en condiciones indignas de un
gobernador por designación regia.
Todo terminó una soleada mañana de marzo que anunciaba ya la primavera y
su luz incomparable sobre la ciudad. Lisboa estaba hermosa aquella mañana en
que embarcó en el Zaire y se despidió de los que habían querido acompañarlo en
aquel triste momento: media docena de sus amigos de toda la vida, sus dos
criadas, que se ocuparían de su casa en su ausencia, y el director general del
Ministerio de Ultramar (el ministro estaba ocupado preparando un debate en las
Cortes previsto para esa misma tarde). En plena plataforma de embarque recibió
de manos de un portador una breve nota del rey en que agradecía su «patriótico
gesto» y le deseaba toda la suerte en el cumplimiento de la misión que le había
encomendado. Y eso era todo; su patria, su mundo, toda su vida se fueron
quedando atrás mientras el Zaire se alejaba del muelle de la Fundição,
maniobrando para sortear las arenas del banco de Bugio, y Lisboa se reducía a un
punto cada vez más insignificante en el horizonte. Inclinado sobre la borda del
puente, mirando sin ver en realidad, pasó la mano por la madera de la baranda
como si acariciase todo su pasado, que ya se perdía en el horizonte. La fría brisa
de alta mar le provocó un súbito escalofrío y se retiró a su camarote, donde lo
esperaba un completo surtido de periódicos de aquella misma mañana. Los
periódicos de Lisboa, con noticias de un mundo al que había dejado de pertenecer.
Capítulo 5
Queridísimo João:
He llegado (hoy), he visto poco y he vencido
menos, más bien al contrario. No sé si seré yo quien
vencerá a las islas o si ellas me vencerán a mí. Sólo sé
que tengo la extraña sensación de que ha pasado una
eternidad no sólo desde que salí de Lisboa, sino
también desde que desembarqué esta mañana en
Santo Tomé.
Me organizaron el recibimiento de costumbre, me
presentaron a quien me tenían que presentar, tomé
posesión de lo que me correspondía y me instalé —yo,
mis escasos haberes y esta nostalgia que ya empieza a
doler— en la casa que me asignaron, llamada
pomposamente «el palacio». Acabo de cenar y de
fumarme un puro, acompañado de un coñac, en el
balcón, contemplando el mar y esta noche tropical, tan
diferente de las que conocemos. Ojalá pudieras estar
aquí en estos momentos para que vivieras conmigo
estas experiencias tan diferentes, tan intensas, tan
primitivas y peligrosas. Intento convencerme de que el
rey tendría buenos motivos para escogerme, aunque, la
verdad (ahora que he aceptado y ya estoy aquí, te lo
puedo decir sinceramente), ni yo mismo alcanzo a
comprender la razón de esa elección. Si algo tiene
sentido en todo este embrollo es que debo mantenerme
fiel a lo que soy y a lo que pienso, sin transformarme en
otra persona a la que ni tú ni yo reconoceríamos
después.
Pero hoy, en esta primera noche, no quiero
hablarte de eso. Sólo quería describirte las primeras
sensaciones de un inocente portugués al que sacan
directamente del Chiado y llevan a un pueblo perdido en
la selva y dejado a la deriva en pleno Atlántico, a 0
grados de latitud: se siente aplastado por la lluvia,
derretido por el calor y por la humedad, comido vivo por
los mosquitos, paralizado por el miedo. Y sobre todo,
João, siento una inmensa e insoportable soledad.
Cuando recibas esta carta, ya habrá pasado otra
eternidad y puede que todo lo que ahora siento se haya
acentuado o transformado, para mejor o para peor.
Como no tengo con quién hablar y quería explicarte en
caliente lo primero que he sentido al desembarcar en
este destierro, te envío estas breves líneas, en las que
podrás comprobar que nada irremediable ha ocurrido
aún y que no estoy ni deslumbrado ni desesperado.
Miro, escucho, huelo, como si hubiese acabado de
llegar al mundo. Dondequiera que estés ahora, João,
deséame una mañana feliz.
Tu amigo más distante,
Luís Bernardo
Capítulo 7
O estos otros:
***
En tres semanas sólo tuvo ocasión de ir tres veces a la ciudad, el tiempo justo
para dormir en el palacio del gobierno, cambiarse de ropa, despachar los asuntos
urgentes y leer la correspondencia oficial que llegaba de Lisboa. También lo
esperaba correspondencia personal, una carta de João en la que le daba noticias
de los amigos y conocidos y reiteraba su promesa de visitarlo «cuando tu soledad
se vuelva tan insoportable que yo no aguante más los remordimientos por
haberte empujado a emprender ese destierro al servicio de la patria». Habían
llegado además periódicos de Lisboa, que parecían traer noticias de otro planeta.
Agitación política, rumores de conspiraciones, quejas de las provincias y, de los
corresponsales en Londres, una crónica de la visita del rey don Carlos a
Inglaterra: había pasado tres semanas entre Windsor, Balmoral y Blenheim,
residencia del duque de Marlborough, en cacerías, teatros, conciertos y veladas de
bridge, con alguna esporádica visita a algún regimiento. En la agenda de su
majestad no constaba ni una sola reunión de trabajo con el primer ministro, con
lord Balfour, jefe del Foreign Office, con responsables del Ministerio de las
Colonias, con financieros, importadores o periodistas; nada que aparentemente
pudiera interesar a Portugal. No pudo evitar pensar si alguna vez, entre tanta
cacería y concierto, don Carlos se habría acordado de la misión que le había
confiado y de lo que ésta podría significar en las relaciones con Inglaterra.
Lo más reconfortante de sus regresos a casa era observar cómo Sebastião y el
resto del servicio parecían haber sentido su ausencia, pues lo trataban como a un
soldado que volviera del campo de batalla para recuperar fuerzas en la
retaguardia. Mamoun y Sinhá le preguntaban insistentemente qué era lo que más
le apetecía para cenar y, dijera el plato que dijera, se lo encontraba al instante en
la mesa, como si hubieran adivinado sus deseos. Doroteia sonreía al ver la
montaña de ropa sucia que Luís Bernardo arrojaba al suelo de la habitación y, con
esmero, colocaba sobre la cómoda una pila de camisas lavadas y planchadas que
él se llevaría a la mañana siguiente. Se movía, silenciosa y risueña, por el
dormitorio, el vestidor, el cuarto de baño, abriendo la cama, recogiendo la ropa
sucia, llenando la bañera, como una gacela negra vestida toda de blanco, cada vez
más guapa, cada vez más tentadora; a Luís Bernardo le resultaba cada vez más
difícil resistir las ganas de agarrarla, de atraerla para sentir su cuerpo firme y
esbelto junto al suyo, de pasar la mano por su piel de terciopelo negro y decirle al
oído, como quien manda pero también como quien pide, «¿quieres ser mi
lavandera?», según la costumbre establecida en las islas entre los hombres
blancos y las gacelas negras. Por la noche, después de la cena, mientras él se
dirigía al balcón con su habitual copa de coñac o de oporto en la mano, Sebastião
le preguntaba, con tono de entendido: «Señor gobernador, ¿quiere que le ponga
el disco del señor italiano que canta o el disco de música del señor alemán?», y él,
sonriendo por la pregunta, respondía: «el disco de Giuseppe» o «el disco de
Wolfgang».
En tres semanas visitó más de treinta haciendas, algunas sólo durante medio
día y otras, las mayores o las más alejadas, durante un día entero. Cuando se
encontraban cerca de la costa, viajaba en barco, que era el medio más rápido y
práctico. En cambio, a las que estaban en el interior, en las entrañas de la selva,
sólo se podía llegar en carroza o a caballo, en largos y penosos viajes por sendas
y caminos que casi todos los días se tenían que volver a limpiar y desmatar, pues
era tal el vigor de la naturaleza que la vegetación los engullía en cuestión de
horas. Con todo, eso le permitió conocer la isla como pocos la conocían; subió a
sus picos, desde donde se avistaba el mar en los días claros, atravesó ríos a
caballo, descendió por valles abruptos hasta las tinieblas del óbó, pasó junto a
cascadas e incluso, una vez, se bañó en las aguas frías y transparentes de un lago
que se había formado bajo un salto de agua. En su cabeza, el mapa de la isla ya
no tenía secretos y era capaz de situar de memoria las haciendas y los
embarcaderos, las playas, los ríos y los picos.
Había planeado las visitas de sur a norte y, por eso, había dejado para el final
una de las que adivinaba más desagradables y difíciles, la de la hacienda Rio do
Ouro, administrada por el coronel Mario Maltez, cuyas palabras durante la cena
en el palacio habían evidenciado la hostilidad que podía esperar del recibimiento
de aquel personaje. Sin embargo, para su sorpresa, cuando llegó a la Rio do Ouro,
a primera hora de la tarde, el coronel no estaba para recibirlo; le dijeron que se
había visto obligado a ausentarse para arreglar unos asuntos urgentes en la
ciudad. Más extraño aún era que hubiera dejado para sustituirlo al administrador
general Germano Valente, que hasta aquel momento no se había dignado
acompañarlo o estar presente en ninguna de las visitas que había realizado. Luís
Bernardo no sabía bien qué pensar, pero le parecía evidente que la ausencia del
coronel era una muestra de desconsideración hacia su persona: no había en Santo
Tomé ningún asunto cuya urgencia justificara que el administrador de una
hacienda no recibiera personalmente a un nuevo gobernador en su primera visita.
Por otro lado, la presencia de Germano Valente sólo en aquella hacienda, y en
representación o sustitución del administrador, parecía contener dos mensajes
claros: que ambos estarían unidos en el caso de un posible conflicto con el
gobernador y que el administrador general respondía personalmente de las
condiciones de trabajo allí. Luís Bernardo no dejó aflorar sus sentimientos, pero
por dentro hervía de rabia y de humillación. Dudaba entre dar media vuelta y
marcharse o cumplir con la visita como si nada, y acabó optando por un término
medio: se dejó guiar por las instalaciones sin hacer preguntas ni comentarios a
las explicaciones que el capataz jefe le daba. La Rio do Ouro, con treinta
kilómetros de perímetro, era la mayor y más impresionante de las haciendas que
había visto hasta el momento. Sus instalaciones eran imponentes, su maquinaria
(incluida la «línea Decauville», recientemente instalada) era la más moderna que
se podía encontrar, las espléndidas plantaciones se extendían perfectamente
alineadas y la organización del trabajo parecía modélica; no era de extrañar que
la hacienda produjera casi trescientas mil arrobas de cacao al año y facturara la
astronómica cifra de un millón doscientos mil reis anuales, que su propietario, el
conde de Valle Flor, se encargaba de gastar alegremente en Lisboa o París. El
capataz le exponía las cifras de la hacienda como si recitara las bienaventuranzas,
describía el estado de cada plantación, el rendimiento de cada hectárea, la
producción de cada grupo de trabajo. El administrador general, siempre dos pasos
por detrás, permanecía en silencio, igual que Luís Bernardo, y con la vista al
frente, como si ya conociera aquella cantinela de memoria y nada de aquello le
interesara realmente. Sin embargo, los números llegaban a la cabeza de Luís
Bernardo como verdades indiscutibles, irrefutables. El calor, que había alcanzado
su apogeo y anunciaba ya la lluvia redentora del final de la tarde, acrecentaba en
él la sensación de que era inútil seguir con tantas dudas y preocupaciones, así
como el deseo de una tregua, de una rendición honrosa: una sombra, una silla,
una limonada fresca. Sería capaz incluso de pedir disculpas a cambio de esa
tregua. En la formación de la tarde, un ejército negro se organizó en el patio
central, alineado en filas interminables de hombres, ni felices ni desafiantes, sólo
evidentes, como las trescientas mil arrobas, como el millón doscientos mil reis al
año, como la certeza de que Dios había hecho así el mundo, con negros y blancos,
y de que aquel día sólo había sido uno más en aquel punto minúsculo de la
humanidad que era la hacienda Rio do Ouro, en aquella isla maldita de Santo
Tomé. Concluida la formación de los trabajadores, Luís Bernardo hizo acopio de
sus últimos restos de energía y orgullo y pidió que ensillaran su caballo y el de
Vicente para regresar a la ciudad. Esta vez fue él quien disfrutó con la cara de
sorpresa del administrador general y del capataz:
—¿Cómo? ¿Su excelencia no se quedará a cenar ni a dormir?
—No, muchas gracias. Yo también tengo asuntos urgentes que tratar en la
ciudad.
—¡Pero si su cena y sus aposentos ya están preparados, por orden expresa del
coronel Maltez!
—Sí, pero no he tenido el placer de ver al coronel Maltez... Dígale de mi parte
que le agradezco mucho su ofrecimiento, pero que tendremos que dejarlo para
otra ocasión, cuando el coronel pueda estar presente.
—¿Y va a marcharse así, de noche, para bajar por el monte a oscuras?
—Sí. Aún nos queda media hora de luz y, si fuera usted tan amable de buscar
a alguien que nos acompañe con una lámpara, creo que podremos hacer el
camino de vuelta sin problemas.
Y partieron guiados por dos negros, que iban a pie con una lámpara de
petróleo en la mano izquierda y el machete en la derecha. Avanzaron en silencio,
aún con las lámparas apagadas, durante unos veinte minutos, hasta que la lluvia
los sorprendió cuando se preparaban para iniciar la escalada del monte Macaco
atajando por una vereda que desembocaba en el camino que llevaba a la
población de Santo Amaro, al otro lado del monte. Allí terminaba la selva y el
resto del viaje hasta Santo Tomé se hacía sin dificultad, incluso de noche.
Cuando la lluvia se hizo tan intensa que ya apenas se distinguía el camino,
Luís Bernardo decidió parar. Se apearon de los caballos, los ataron al tronco de un
árbol cercano y se recogieron allí mismo, bajo unos arbustos junto al camino.
Vicente sacó un plástico que llevaba para esos casos y lo extendió por encima de
los arbustos para crear un precario refugio bajo el que se cobijaron él y Luís
Bernardo. Los dos negros de la Rio do Ouro permanecían de pie bajo el aguacero.
Luís Bernardo les indicó con una señal de la mano que fueran a resguardarse
junto a ellos, pero no parecieron comprender. Gritando para hacerse oír a través
del ruido del chaparrón preguntó a uno:
—Y tú, ¿cómo te llamas?
El negro dudaba, pero al final respondió:
—Me llaman Josué, patrón.
—Josué, venid a sentaros aquí.
Los dos se quedaron mirándolo en silencio, como si Luís Bernardo no se
dirigiera a ellos.
—¡Os digo que vengáis aquí!
Se miraron el uno al otro, intentando discernir si era una orden o una
invitación, pero Luís Bernardo ya se había echado a un lado para hacerles sitio
bajo el plástico. Se acercaron silenciosos y encogidos, se sentaron y continuaron
mirando hacia fuera, hacia el bosque, como si no fueran de allí. Luís Bernardo se
fijó en que Josué tenía una profunda cicatriz que le nacía en el hombro y le
bajaba por la espalda, que tenía vuelta hacia él. Gotas de sudor, mezcladas con
gotas de lluvia, descendían por el tronco desnudo de los dos negros y su olor,
mezclado con el de la vegetación mojada, hacía que el aire fuera casi irrespirable
en aquel reducido refugio improvisado. Don Luís Bernardo Valença, gobernador de
Santo Tomé y Príncipe por designación regia, que tras una cacería real en Vila
Viçosa había recibido el encargo de abandonar toda su vida y sus comodidades de
Lisboa, estaba bajo una capa de plástico sucia para protegerse de una lluvia
torrencial, devorado por los mosquitos y empapado en sudor, en compañía de tres
negros con los que no tenía ningún vínculo, por culpa de un arrebato de orgullo
en el desempeño de su misión. Fuera ésta cual fuese. Porque en aquel momento,
en medio de la selva, la única misión que le parecía importante era la de esperar
a que la lluvia amainara, volver a subir al caballo y avanzar monte arriba, por
entre la oscuridad del óbó, con sus gritos, sus ruidos, sus sombras tenebrosas,
hasta llegar a la población más cercana y, desde ahí, por un camino más seguro,
cabalgar durante tres horas más hasta poder tumbarse en la bañera y en la cama
de su hogar en la isla. Un cansancio infinito, una tristeza y un desánimo
profundos se habían apoderado de él y amenazaban con dejarlo allí para siempre,
postrado, vencido, con su misión fracasada y su orgullo olvidado. Entonces
volvería al palacio del gobernador, que era él, se sentaría en su despacho y
escribiría una carta, sólo una, dirigida al rey: «Dimito. Lo que su majestad me
pidió sobrepasa en mucho mis fuerzas.» Y tomaría el primer barco de vuelta a
Lisboa, de vuelta a la vida que conocía y amaba. La prensa y los enemigos del rey
destruirían su reputación. La patria, o quien se creyera portavoz de ella, nunca
olvidaría su deserción. Pero al menos regresaría vivo, para volver a vivir. Habría
escapado de aquel infierno verde, de la soledad de aquellos trópicos, de la
invencible tristeza de aquella gente. Regresaría de África.
La oscuridad ya lo envolvía todo. El bosque era una mancha negra,
impenetrable, que el viento recorría en ráfagas rasantes. Uno de los negros de la
Rio do Ouro había encendido una lámpara y el olor a petróleo, que al instante
inundó aquel refugio improvisado, se le antojó a Luís Bernardo absurdamente
reconfortante, familiar. Era el mismo olor de las noches de pesca en Sesimbra, en
el barco de Antonio Amador. El mismo olor que había en casa de su abuela,
cuando era niño y oía las voces de las criadas en la cocina y la tos de su padre en
su habitación, que anunciaba ya la muerte que le rondaba; el mismo olor que
impregnaba el pasillo cuando su madre, totalmente desquiciada ya, se paseaba
lámpara en mano entre la habitación donde se había instalado la muerte y la vida
que seguía en la cocina y que ya nadie gobernaba. Su madre, tan lejana, tan sola,
tan perdida, en ese oscuro óbó que componían, de manera confusa, sus recuerdos
de infancia. El olor a petróleo, un hombre que agonizaba, víctima de la
tuberculosis, una mujer que había perdido el sentido de la vida y deambulaba por
un pasillo, voces que venían del fondo de la casa, donde la vida se escondía, y un
niño, él, arropado con una sábana de lino y gruesas mantas de franela, a salvo de
los males y las tempestades, atento al más mínimo detalle, en la oscuridad
protectora de su habitación. «¿Hay alguien ahí?» El niño repetía la pregunta una
y otra vez, una noche y otra, cuando todo le parecía más oscuro y más lejano.
Pero no, nunca había nadie para responderle.
Buscó un cigarrillo en el bolsillo de su chaleco y lo encendió con el mechero
de gasolina. La llama iluminó por un instante la cara de Josué, que se volvió hacia
él al oír el sonido del encendedor. Era una cara de rasgos duros aunque aún
infantiles, con el sufrimiento y una incomprensible alegría mezclados en el blanco
de los ojos, y una manera sumisa pero leal de inclinar el rostro cuando se volvió
de nuevo y se quedó oyendo el sonido de la lluvia. Luís Bernardo sintió un
estremecimiento de ternura hacia él. «En este momento no hay nadie en el
mundo de quien esté más cerca. Ni amigos, ni mujeres, ni amores, ni familia. Sólo
este hombre que comparte conmigo dos metros cuadrados de refugio contra la
lluvia.» Tendió la mano y le tocó el hombro donde tenía la cicatriz para que se
volviera hacia él.
—¿De dónde eres, Josué?
De nuevo la misma sorpresa en su cara. La misma indecisión. Miedo.
—Soy de Bailundo, patrón.
—¿Y cuándo viniste aquí?
El otro bajó la cabeza, como si se rindiera. ¿De verdad tenía que responder?
—Hace tiempo, patrón.
—¿Cuánto tiempo?
—Mucho... Mucho tiempo, ya olvidado. —Una sonrisa triste le iluminó el
blanco de los dientes.
—¿Y siempre has estado aquí, en la hacienda Rio do Ouro?
Josué asintió con la cabeza. La respuesta era al parecer tan obvia que ni
siquiera hacían falta palabras. Luís Bernardo observó a su compañero, que se
había quedado inmóvil, sin volverse, con la vista lija al frente. Josué estaba medio
de lado, incómodo y visiblemente ansioso por acabar con aquel interrogatorio. Se
fijó también en que la misma incomodidad se manifestaba en Vicente, que se
movía nervioso a su lado. Aun así, volvió a la carga.
—¿Y firmaste contrato de trabajo?
Josué volvió a asentir con la cabeza, tan deprisa que parecía haber adivinado
la pregunta.
—¿De verdad lo firmaste, Josué?
—Sí, patrón.
—¿Sabes escribir tu nombre, Josué?
Esta vez, ni siquiera se movió, como si no hubiera oído la pregunta. Luís
Bernardo casi se sintió cruel cuando se llevó la mano al bolsillo, sacó su pluma y
su pequeño cuaderno de notas, donde buscó una hoja en blanco, y se las tendió.
—Escribe aquí tu nombre, Josué.
El otro negó con la cabeza y se quedó en silencio, mirando fijamente hacia
algún punto del suelo.
—¿Sabes cuándo acaba tu contrato, Josué?
Otro gesto negativo con la cabeza, otro silencio. Sólo el sonido de la lluvia,
ahora más débil.
—¿Tienes familia aquí?
—Mujer y dos hijos, patrón.
Luís Bernardo había llegado al final del interrogatorio. Sólo le faltaba una
pregunta y le costó formularla.
—Josué, ya sabes que un contrato de trabajo sólo dura cinco años; cuando
acaba, te puedes marchar si quieres. ¿Tú quieres volver a tu tierra cuando acabe
tu contrato?
El silencio ahora se podía cortar con un cuchillo. La lluvia había cesado y la
vida, que se había detenido, parecía regresar al bosque. El negro que acompañaba
a Josué comenzó a levantarse y éste hizo ademán de seguirlo, pero Luís Bernardo
lo agarró de un brazo y lo obligó a mirarlo a la cara.
—¿Quieres, Josué? ¿Quieres volver a tu tierra?
Pasaron unos largos segundos hasta que, por fin, levantó la vista del suelo. En
la penumbra, a Luís Bernardo le pareció ver una lágrima que humedecía el blanco
de los ojos de Josué cuando lo miró de frente. La respuesta le salió en una voz tan
baja que tuvo que aguzar el oído.
—No lo sé, patrón. Yo no sé nada de eso. Con permiso... —Y salió de debajo
del plástico, aliviado y ansioso, como si fuera estuviese la libertad.
Capítulo 9
ister Jameson, sir! The captain sent for you: we are there, sir!
-M En realidad, no estaba durmiendo cuando oyó los golpes en la puerta de
su camarote y la llamada del grumete de guardia. Un presentimiento lo había
despertado unos minutos antes, como si adivinara que había llegado el momento
de enfrentarse a lo que el destino le tenía reservado. Se levantó intentando no
hacer ruido para no despertar a su mujer, Ann, que dormía como un niño a su
lado. Por milésima vez en siete años de matrimonio contempló la imagen de Ann
dormida, ajena a todo, y por milésima vez le pareció hermosa, con su cabello
rubio como una cascada desordenada sobre el cuello, su nariz larga y recta, su
boca grande, que dibujaba una media sonrisa en pleno sueño, un brazo esbelto
posado sobre el espacio que él había ocupado, la curva perfecta de un pecho que
se asomaba por el escote de su camisón de lino blanco. Le apeteció regresar a la
cama, enroscarse en sus brazos y despertar, mucho más tarde, en una vida y en
un día sin tantas nubes en el horizonte.
Se puso a toda prisa y a oscuras un capote impermeable y unos pantalones
sobre el pijama y salió del camarote sin hacer ruido, cerrando la puerta con sumo
cuidado. Al subir por los dos tramos de escaleras hasta la cubierta del HMS
Durban, el frío de la mañana le cayó sobre el cuerpo, aún caliente del contacto
con el de Ann. El capitán McQuinn estaba asomado sobre el antepecho del puente,
con su eterna pipa entre los dientes y dos tazas de café humeante, una en cada
mano. Miraba fijamente al frente y, al oír que sus pasos se acercaban, le tendió
una.
—Well, this is it. —Y con la mano en que tenía la taza señaló hacia el este, en
dirección a tierra.
Él también miró, pero al principio no consiguió distinguir nada a través de la
neblina que flotaba sobre el mar y de la semipenumbra que un tímido sol
proveniente de aquella dirección aún no había sido capaz de disipar. Después,
poco a poco, a medida que fijaba la mirada en el horizonte que McQuinn le
indicaba, comenzó a atisbar el contorno de un monte, luego otro y otro más; eso
era todo. Sintió que el corazón se le encogía en el pecho; Santo Tomé y Príncipe
era aquello, nada más que aquello, tres montes juntos, a la deriva en medio del
mar y envueltos por la niebla. Era aquello su destino durante los años siguientes,
el infecto agujero al que, por culpa de sus actos, su inconsciencia y su desenfreno,
estaban condenados su matrimonio y su fulgurante carrera en la India.
Se quedó absorto mirando la isla, mientras bebía sorbitos de café caliente, sin
decir nada y sin encontrar nada que decir. En Bombay había estudiado
atentamente la situación de las islas de Santo Tomé y Príncipe en el mapa, había
leído la descripción del archipiélago en la última edición de la Geographie
Universal Encyclopedia y había repasado todo, que no era casi nada, lo referente a
las islas en los informes del Departamento de la Marina y del Foreign Office.
Acabó conociendo lo esencial y no esperaba algo muy diferente de lo que veía en
aquel momento. Aun así, a medida que el HMS Durban se aproximaba a tierra y la
desesperante pequeñez y soledad de aquella isla se mostraba sin tapujos, David
Jameson no podía evitar un profundo y angustioso sentimiento de fracaso. En el
fondo, y aunque sin motivo alguno, había albergado un pequeño destello de
esperanza que lo mantuvo razonablemente animado durante aquellos veinte días
de travesía, con escalas en Zanzíbar, en Beira, en Lourenço Marques y en Ciudad
del Cabo: la esperanza de que la cosa no fuese tan grave como se decía, que la
imagen de la isla fuera al menos la de un lugar exuberante de vida, de clima
tropical, propicio para pasar un tiempo de regeneración. Pero no, Santo Tomé —la
isla y la ciudad, que ahora divisaba más nítidamente— aparecía ante él con toda
su crudeza, sin dejar lugar a ilusiones. Era una tierra de destierro. Eso sí, un
destierro con el honorable título de cónsul de su majestad británica, una casa en
la ciudad, que esperaba al menos fuera decente, y los privilegios inherentes a su
cargo. Para alguien que estuviera en el inicio de su carrera aquello podría parecer
un simple lugar de paso, un trabajo en un lugar exótico y paradisíaco, pero para
él, que había tenido al Raj a sus pies, era una humillación en toda regla.
Notó una presencia a su derecha: Ann había llegado en silencio y, asomada
sobre el antepecho, miraba también en dirección a tierra, sin decir nada y sin
ninguna expresión en la mirada. Llevaba una bata encima del camisón y tenía el
cabello revuelto, como si la ocasión fuera demasiado seria para preocuparse por
su aspecto. La suave luz del alba —la única hora del día en que el sol es
indulgente en los trópicos— acentuaba la pureza de sus rasgos, el verde líquido de
sus ojos, la belleza plena y palpable de su rostro. David estaba deslumbrado por
su hermosura, como si nunca la hubiera visto bajo una luz tan diáfana, y
conmovido por su serenidad. Quería decir algo, pero no se le ocurría nada, ni
siquiera sabía cómo empezar.
—Ann...
Ella se volvió y lo miró a la cara. David quedó cegado por el verde de sus ojos,
sintió ganas de llorar, de arrojarse a sus pies, de pedirle perdón por centésima
vez, de decirle que se marchara sin él, de suplicarle que se quedara a su lado,
pero, antes de que pudiera decir nada, ella lo cogió de la mano y le dijo, tan bajito
que él tuvo miedo de no haberla oído bien:
—No te dejaré, David. Te prometí que no te dejaría nunca.
David Lloyd Jameson no era de noble cuna. Todo cuanto había logrado se lo
debía a su persistencia, su valía y su esfuerzo. Su padre tenía una pequeña tienda
en Edimburgo, un rudimentario almacén de productos de Oriente, como alfombras
de Shiraz y Bojara, lámparas y sedas de la India, biombos de Japón o sillas de
madera pintada de Nepal y el Tibet. Por aquel entonces el orientalismo aún daba
sus primeros pasos y no era fácil vender, en la conservadora sociedad de
Edimburgo, nada que no fuera de estilo Tudor o Victoriano. El negocio no daba
para más que una vida decente y modesta, por lo que David cursó tollos sus
estudios en la escuela pública. Los grabados, las acuarelas y los dibujos de la
India que recibía su padre lo habían fascinado desde pequeño y la figura mítica
del Raj se transformó poco a poco en una obsesión, un proyecto, un destino que,
cuando rondaba los dieciocho años, ya nadie podía quitarle de la cabeza. La India
se había convertido en su único objetivo, su único horizonte, su único proyecto de
futuro. Durante cuatro años seguidos presentó su candidatura a las plazas del
Indian Civil Service —el aparato administrativo del virreinato— y durante cuatro
años seguidos fue rechazada. Cualquier otro en su lugar habría desistido tras dar
por hecho que las plazas disponibles se adjudicaban en función de la cuna, las
amistades o las influencias de los candidatos, pero él no; cada año, tras cada
fracaso, redoblaba sus esfuerzos, intentaba comprender en qué había fallado,
trataba de acumular más méritos. Se convirtió en una enciclopedia de historia,
geografía y sociología de la India. Contrató a un profesor de hindi y, en poco
tiempo, acabó dominando la lengua y la interpretación de los Upanisad. Contrató
a un profesor de árabe y aprendió los fundamentos de la lengua y del Corán. Su
constancia se vio por fin recompensada: una fría mañana de diciembre, cuando la
bruma marina aún envolvía la ciudad de Edimburgo, el cartero le entregó la tan
ansiada carta del Indian Bureau. Lo habían destinado a Bangalore, en el sur de la
India, en el estado de Mysore, como tercer oficial de enlace con el gobierno local,
que, según los términos de los acuerdos firmados entre la corona británica y los
565 estados principescos de la India, recaía en el marajá de Bangalore. Tenía
veintitrés años de edad y acababan de enviarlo, sin él saberlo, al corazón de la
India mítica, a esa tierra fantástica de Las mil y una noches de que hablaban los
textos y los grabados de los libros de la tienda de su padre. Era como si hubiera
entrado directamente en esos libros, como si se hubiera convertido en un
personaje más de sus historias.
David Jameson se enamoró de la India tan pronto como puso el pie en ella.
Entró por la célebre Indian Gate, en Bombay, la puerta de los virreyes, que
simbolizaba la posesión de las Indias y por donde todos los servidores del Raj
debían hacer su entrada en la Joya del Imperio, como señal de buen augurio, pero
también de lealtad y dedicación a la tarea que los esperaba. La India británica,
que su majestad la reina Victoria amaba y protegía con desvelo desde los
sombríos pasillos de Buckingham, era un inmenso y, por eso mismo, ingobernable
territorio que se extendía desde las murallas del Himalaya hasta el estrecho de
Ceilán, desde el golfo de Bengala hasta el de Omán, habitado por ciento veinte
millones de hindúes, cuarenta y cuatro millones de musulmanes, cinco millones
de católicos y cuatro millones de sijs, y gobernado por seiscientos mil ingleses que
administraban directamente dos tercios del territorio y cuatro quintos de la
población; el resto de la jurisdicción se repartía entre los 565 principados
autónomos, gobernados por los rajás, marajás y nababs, a cuya lealtad debía
Inglaterra el éxito de aquella misión demencial que suponía gobernar la India.
Había principados cuya extensión no superaba la del barrio de Chelsea y otros que
eran mayores que Escocia; con todo, más que por su extensión, la importancia
política de un principado se medía por el número de súbditos, de elefantes y
camellos disponibles, así como por la cantidad de tigres cazados por el príncipe
soberano y, sobre todo (desde el punto de vista inglés), por el número de
soldados del ejército privado que, en caso de necesidad, enviaría para apoyar a
las tropas de su majestad británica.
En Bangalore la legación inglesa era una auténtica embajada en territorio
aliado. Sus funciones consistían, básicamente, en hacer que el marajá mantuviera
su lealtad y su generosidad para con las necesidades económicas de la
administración del Raj, así como una buena relación con el soberano vecino, a fin
de evitar ese mal endémico que eran las guerras fratricidas, tan abundantes en la
India y que tanto entorpecían el buen gobierno del territorio. Y, por supuesto,
tenía la tarea principal del colonizador, la de despertar en el marajá y en su corte
el gusto por los valores de la raza y de la civilización inglesas: un remedo de
justicia imparcial, una clara conciencia de la jerarquía y de la obediencia a la ley
consuetudinaria, una educación inglesa, con mucha historia y geografía y retratos
de la horrenda reina Victoria repartidos por todas las aulas, además de un
entusiasmo por deportes decididamente aburridos como el polo o el criquet. Era
poco lo que Inglaterra exigía a cambio: hacían la vista gorda ante la aplicación de
la ley y de las costumbres locales, a menos que se vieran envueltos súbditos o
intereses ingleses; eran racistas, como los franceses en Pondicherry, pero
también eran liberales en materia religiosa y no albergaban la absurda pretensión
de convertir a la India a la fe cristiana, como los portugueses en Goa; como
recompensa a su fidelidad y generosidad para con la corona británica, examinada
y puesta a prueba regularmente, de vez en cuando concedían el título de sir o
alguna reluciente condecoración a uno de esos marajás que ya tenían todo lo que
podían comprar con su fortuna.
David permaneció tres años en Bangalore. Mató dos tigres en cacerías
organizadas por el marajá y una infinidad de piezas menores con el par de
Purdeys compradas de segunda mano al comandante segundo de los lanceros de
la reina. Ganó el campeonato estatal de polo, en un equipo formado por indios y
británicos, con caballos prestados por los establos del marajá de Bangalore; como
era costumbre entre los oficiales locales del India Civil Service, experimentó
algunas de las increíbles posturas sexuales que se mostraban en los frescos de los
templos con alguna concubina del harén del marajá, y viajó por todos los rincones
del estado como representante de la buena, serena y fiable justicia británica. Su
fascinación por la India no dejó nunca de crecer, al mismo ritmo que crecía su
admiración por la sabia gestión de los asuntos del Raj que llevaba a cabo la
administración británica. Una vez finalizada la comisión que le habían encargado,
en los informes internos no pasaron inadvertidos sus buenos servicios, sus
conocimientos de la lengua y del medio local ni su joven ambición, por lo que fue
llamado a Delhi para ocupar un puesto en el gobierno central del virrey, justo en
el departamento encargado de las relaciones con los principados autónomos.
Al principio se aburrió soberanamente en Delhi. Enviado a una oficina y
relegado al puesto de figurante en las recepciones oficiales a los marajás, echaba
de menos todo lo que había tenido en Bangalore: la caza, la aventura, las noches
de acampada en plena selva, las charlas con los sabios ancianos de las aldeas, las
orgías con las concubinas del marajá; en definitiva, el ejercicio directo y cercano
del poder y de las influencias. Sin embargo, empezaron a enviarlo a viajes por el
principado, en misiones que estaban a medio camino entre la diplomacia y el
espionaje y en las que sus dotes de observación y de previsión comenzaron a ser
debidamente valoradas y consideradas en las altas esferas, hasta llegar a oídos
del virrey. Eso le brindó la extraordinaria posibilidad de viajar por casi toda la
India, en tren, en barco, en camello, en elefante o a caballo, en servicios que
llegaban a prolongarse cinco o seis semanas. Allá adonde fuera, era la voz del
virrey, que era la voz de la propia reina, que, a su vez, representaba a todo el
Imperio británico. Se sentía a gusto en todas partes: en los salones o en la selva,
jugando al polo o cazando tigres, en el club de oficiales o en las conversaciones en
hindi con las autoridades autóctonas. Pertenecía a una rara especie de ingleses
del Imperio que tenían la virtud de ser híbridos, conscientes de su superioridad
imperial, pero educados y respetuosos con las costumbres locales. Si el plato
favorito del marajá era serpiente, él se la comía con el mismo deleite de quien da
cuenta de un pudin de perdiz en el Raffles; si alguna autoridad local tenía por
costumbre vomitar en la mesa después de comer, permanecía impávido como si se
tratara de un gentleman llenando su pipa en un club de Hampstead; cuando el
marajá de Barahtpur lo invitó a presenciar la ejecución de un pobre salteador de
caminos condenado a muerte y ahorcado ante una multitud vociferante, asistió al
espectáculo sin exteriorizar ninguna emoción, ni un solo signo de contrariedad.
Su jefe en Bangalore le había enseñado una máxima que, desde su llegada a la
India, era su código personal de conducta: «Nuestra misión no es cambiar la
India, sino gobernarla.» Esa concepción de la India, esa filosofía, esa capacidad de
comprensión y de perspectiva, plasmadas de forma brillante en sus informes al
gobierno central, se hicieron cada día más conocidas, más apreciadas y más
citadas. A sus veintinueve años, David Jameson ya era alguien, su nombre iba de
boca en boca entre los residentes en Delhi y en el círculo de influencia del virrey.
Se mascaba la posibilidad de un ascenso y él lo sabía. Miraba el mapa de la India
y veía aquella inmensa posesión como un hervidero de vidas, de tragedias, de
aventuras, de conflictos por solucionar, de decisiones cruciales por tomar, de
difíciles misiones que llevar a cabo, de glorias por cosechar. Y le apetecía engullir
el mapa, la India entera.
Entonces conoció a Ann. Fue una tarde de domingo, una de esas tardes tan
tediosamente inglesas en el All India Cricket Club de Delhi, donde las
conversaciones eran exactamente iguales desde hacía doscientos años y sólo
cambiaban las generaciones, nunca los apellidos de los protagonistas. A diferencia
de David, Ann provenía de una familia que había frecuentado el All India Cricket
Club de Delhi durante cuatro generaciones seguidas, pero su futuro no pasaba por
la India, sino por Inglaterra. El coronel Rhys-More reservaba para su hija un
porvenir diferente y especial con algún lord de paso por la India, que no se podría
resistir, cuando la ocasión se presentara, a la belleza, la inteligencia, la perfecta
educación y el don para moverse en sociedad de Ann, cualidades que
compensarían con creces su escasa dote y la falta de un título nobiliario en la
familia. A los ojos del coronel y de su esposa, cuatro generaciones de antepasados
dedicados al servicio en la India y dos hermanos alistados en el ejército, que
combatían en las fronteras del Raj por los traicioneros desfiladeros del paso de
Jyber, así como la virtud y los dones naturales de Ann, hacían de ella un más que
aceptable partido. No la habían educado para conocer y amar la India, sino la
remota Inglaterra, donde jamás había puesto el pie. Le habían enseñado que la
tierra donde había nacido y crecido, donde se había hecho mujer, no era más que
un lugar de paso en dirección a las calles, los restaurantes, los salones, la vida de
esa mítica ciudad de Londres, que sólo conocía de las revistas a las que se
suscribía el coronel con la inquebrantable devoción de un siervo que quiere estar
al corriente de las novedades sobre su amo.
Todo eso se desmoronó en un solo día. El día en que Ann conoció a David
Jameson. Su calculado distanciamiento y recato se derrumbaron como un castillo
de naipes ante la furia, la ambición, la vida que emanaban de la mirada, la voz y
los gestos de David, ante la incontrolada vehemencia que desprendía. Después de
cinco horas durante las que charlaron, bailaron, cenaron e intentaron en vano
fingir que se distraían con otros asuntos u otras personas, ella acabó sabiendo
más cosas sobre la India de las que había aprendido en veinticinco años de vida
en aquella tierra.
Él era un jugador, un jugador compulsivo de cartas, vicio alimentado durante
las noches en el club de oficiales ingleses de Bangalore, pero también un jugador
en la vida. La India había acentuado su gusto por las grandes jugadas, las grandes
apuestas, su fe en los golpes de suerte del destino y también su afición por el
riesgo y por el todo o nada. Actuaba como si no hubiera tiempo que perder, como
si tuviera que jugárselo todo en cada mano, en cada lance, en cada posibilidad
que le brindaban los demás; tenía prisa por vivir, por forzar el curso de los
acontecimientos, era incapaz de quedarse esperando a que la fortuna llamara a su
puerta. Era eso lo que explicaba su gran atractivo, la necesidad compulsiva que
sentían tantas mujeres de acercarse a él, lo que desarmaba a sus adversarios, lo
que dejaba a los demás —los que competían con él en su carrera, en el amor o en
la mesa de juego— sin saber cómo encajar sus golpes ni cómo responder a sus
apuestas. Fue eso lo que puso a Ann a sus pies, esa misma noche. Cuando él la
acompañaba a casa en un rickshaw cubierto tirado por un sij, a quien había dado
una discreta orden para que no corriera, de repente la cogió de la mano y, con la
mirada fija en el verde de sus ojos, le dijo: «Podemos seguir las convenciones y
dejarlo aquí, o podemos comenzar ya a aprovechar el tiempo. De una manera u
otra usted es la mujer de mi vida y no voy a separarme jamás de su lado. Ahora
debe decidir si quiere o no aplazar lo que es inevitable.» Ella comprendió que
tenía razón, que era inútil retrasar lo que ya no tenía solución, así que en esa
noche caliente y húmeda de Delhi se entregó por completo a él olvidándose de
todas las enseñanzas y consejos, de todas las cautelas y planes de futuro que
había ido acumulando en vano durante toda su vida. Fue como si hubiera nacido
de verdad esa noche y todo cuanto había vivido hasta entonces no hubiera sido
más que un inútil ejercicio de previsión contra el destino. Y ella lo cogió todo. No
con la delicadeza de quien coge una flor en un jardín, sino con la voracidad de
quien devora el jardín entero.
En menos de dos meses, y con la amenaza de un escándalo latente, Ann
Rhys-More y David Jameson estaban casados. Con el paso de los meses
constatarían que la posibilidad de un embarazo prenupcial, que tanto había
aterrorizado al coronel Rhys-More, no tenía fundamento: David era estéril, como
se revelaría en una consulta médica. La sífilis que había contraído en el burdel del
marajá de Bangalore, y que creía curada sin más consecuencias que el recuerdo
de unos dolores insoportables y de los humillantes tratamientos recibidos, había
acabado dejando para siempre una secuela en su cuerpo y en su amor propio. A
pesar de todo, fue Ann la que mejor encajó la noticia. «Nunca cambiaría al
hombre que amo y al que más admiro por un padre en potencia», se explicó a sí
misma, a sus amigas y a sus padres. Ésa fue la primera vez en que Ann se
prometió que jamás dejaría a su marido.
Quien peor reaccionó ante la noticia fue el coronel. En primer lugar, por saber
que no tendría nietos de su hija («los únicos nietos de los que podemos estar
seguros que son nuestros», como solía decir). En segundo lugar, porque enterarse
del antiguo libertinaje sexual de David («¡encima, con las putas de un marajá!»)
reforzó la impresión negativa que ya tenía de las maneras y conducta demasiado
libres de su yerno. No le gustaba la forma intempestiva en que había entrado en
la vida de la familia poniéndolos ante un hecho consumado que desbarataba todas
las legítimas esperanzas que él y su mujer habían depositado en su única hija. No
le gustaban sus prisas, la rapidez con que quemaba etapas en su carrera como
oficial de las Indias, que lo había llevado, antes de cumplir treinta años, a un
puesto destacado e influyente junto al propio virrey. Le dolió especialmente tener
que discutir con su yerno si su familia tenía o no suficiente categoría social para
atreverse a invitar al virrey a la boda de su hija y comprender, por las sutiles
palabras de Jameson, que lord Curzon aceptaría la invitación no por la familia de
ella, sino por la posición de él. En seis años en la India aquel joven entrometido
había llegado a donde él ni siquiera había soñado llegar después de toda una vida
dedicada al servicio de la corona en aquellas tierras, y a donde sus hijos,
ocupados en defender las fronteras del Imperio, lejos de las oficinas del gobierno
y de los salones del marajá, jamás llegarían. Además, el hecho de que el joven
Jameson no tuviera ni un apellido ni una fortuna que lo avalaran hacía que su
estilo, a los ojos del coronel, fuera aún más insólito y desesperante.
—Dime una cosa, hija —preguntó a Ann un día en que no pudo contenerse—,
tu marido no tendrá una fortuna escondida en algún sitio, ¿verdad?
—No, papá. Que yo sepa, no.
—Quizá su padre le haya dejado algo allá, en Escocia.
—No, su padre, que, como sabes, aún vive, es un sencillo comerciante que
gana lo justo para llevar una vida decente, pero nada más. David tuvo que
esperar cuatro años hasta conseguir una plaza en el Civil Service, a pesar de ser
siempre uno de los candidatos mejor preparados. Pero ¿por qué me preguntas
eso, papá?
—Porque no sé si estás al corriente de que tu marido juega al póquer en el
Regent's, y con apuestas muy altas. Mucha gente comenta cómo es posible que
alguien sin fortuna se permita jugar tan fuerte.
—Pero ¿gana o no gana, papá?
—Claro que gana, pero porque son muy pocos los que pueden o están
dispuestos a ver sus apuestas. Juega como si tuviera las espaldas cubiertas...
A pesar de la insinuación que contenían las palabras de su padre, Ann no
pudo evitar una sonrisa.
—Todo lo que le falta en fortuna le sobra en valor, papá.
—Es posible. O quizá le sobra en audacia lo que le falta en humildad.
—Vamos, papá, eso no son más que habladurías de envidiosos, y tú lo sabes.
David llegará lejos en la vida porque posee la inteligencia, el espíritu
emprendedor y la capacidad de correr riesgos que otros no tienen. Y porque ha
sido capaz de comprender la India y sus gentes cuando otros ni se toman la
molestia de intentarlo; ¿cuántos oficiales del India Civil Service hablan con fluidez
hindi y árabe, como él? Sabes que ésa es la razón por la que ascenderá en su
carrera y por la que los envidiosos no le perdonan, pero tú deberías sentirte
orgulloso de que sea tu yerno y alegrarte de que sea el marido de tu hija.
El coronel se quedó en un silencio pensativo, contemplando desde el balcón el
pequeño jardín de rosales y buganvillas que su mujer cuidaba con un desvelo de
inglesa lejos de su isla. Sí, él llevaba casi sesenta años allí y no hablaba ni hindi
ni árabe. Nunca había cazado tigres, visitado el palacio del virrey ni asistido al
banquete de algún marajá, y tampoco, por supuesto, había conocido nunca a
alguna de las concubinas de un príncipe. Pero ¡que nadie se atreviera a decirle
que no conocía la India!
Para muchos ingleses de servicio en las Indias, instalados o de paso en Delhi,
Ann Rhys-More era la joya de la joya de la corona. Su belleza era suave como
una mañana de Hertforshire, luminosa como un atardecer en el Rajastán. Tenía
una sonrisa y unos rasgos de adolescente, un cuerpo de hembra fértil y en su
punto justo de madurez, unos ojos verdes y húmedos de una hermosura
atemporal y por encima de las modas. Podía mostrarse alegre o seria,
extravertida o reservada, cálida o distante, espontánea y abierta u observadora e
inteligente. El primer hombre al que se entregara recogería todo el fulgor de ese
cuerpo, de esa mirada, de ese fuego, de esa serenidad, de esa sonrisa dibujada en
una boca que hacía perder el sentido. Ese hombre fue David Jameson, que llegó
como un saqueador y partió como un conquistador. Ella renació con él: se entregó
a David desde el primer instante, sin ningún tipo de reserva, pudor o miedo; se
convirtió en su sombra y su luz, en su reina y su esclava, como lo había sido
quinientos años atrás la esposa del emperador mogol Sha Jahan, Mumtaz Mahal
(La Alegría del Palacio), en cuya memoria había mandado construir el
extraordinario Taj Mahal, en Agra, no muy lejos de Delhi, que Ann había visitado,
deslumbrada al imaginar que un hombre pudiera haber amado a una mujer hasta
el punto de erguir para ella un monumento que el paso de los siglos nunca
lograría borrar.
De haber podido, también David habría construido para ella un Taj Mahal,
donde la honraría como la alegría de su palacio, como el sentido de su vida. Nadie
en toda la India se amaba como ellos. En los albores de ese mágico siglo XX, para
el que los hombres sabios preveían un esplendor sin parangón en toda la historia
de la humanidad, la India británica vivía aferrada a la fidelidad a su distante
emperatriz, la serenísima y eterna reina Victoria, que no moriría hasta dos años
después de la boda de Ann y David. Si algo cambiaba en las Islas Británicas, allí
no llegaba ni un eco; toda la India se mantenía fiel y obediente a las instrucciones
y las enseñanzas que, durante más de cincuenta años, la augusta reina Victoria
había transmitido a los gobernantes de sus súbditos del Raj. Entre esas
enseñanzas no constaba esa forma de amor desenfrenado y sensual que todos
veían en la pareja formada por Ann Rhys-More y David Lloyd Jameson. Todos
eran testigos de que se devoraban literalmente el uno al otro, porque no se
molestaban en ocultarse ni en disimular delante de amigos, vecinos o compañeros
de trabajo. En los salones, en el club, en las cenas oficiales, en las garden-parties
de la alta sociedad colonial, hasta en la misa del domingo, su relación física,
sensual y, aparentemente, de un inagotable placer, era el blanco de todas las
miradas y de todos los comentarios a media voz. En casa, en la intimidad de la
alcoba, era aún peor. David era un jugador nato, le gustaban todos los juegos,
desde los de mesa hasta los de cama, desde el primitivismo animal de los juegos
de caza hasta la sutileza intelectual de los juegos de palabras en una tertulia de
salón. Introdujo a Ann en el conocimiento y disfrute de los relieves sobre piedra y
las acuarelas hindúes de contenido sexual y, a la luz de velas esparcidas por el
suelo de la habitación y en un lecho cubierto por una mosquitera que acentuaba
aún más el erotismo del ambiente, no tardaron en tratar de reproducir todas las
posturas que habían visto en el frontispicio de los templos o en los libros antiguos
que él coleccionaba. Ann conoció en detalle hasta el último centímetro del cuerpo
de su marido, que le habían enseñado que debía mirar con disimulo y con los ojos
medio cerrados, y exploró los límites de su propio placer hasta descubrir que no
tenía límites. David sabía que lo miraban con una mezcla de rabia y envidia
cuando se despedía de sus compañeros de oficina al acabar su jornada y se dirigía
a casa, donde lo esperaba una forma de placer y de desvarío sexual que, en un
hombre de su condición, sólo se solía encontrar fuera de casa y con mujeres
entrenadas especialmente para tales tareas. Con todo, ese bienestar doméstico
que le hacía ir a trabajar todas las mañanas con una delatora sonrisa en los
labios, lejos de aplacar su habitual ímpetu, parecía haberlo reforzado. Seguía
ofreciéndose voluntario para todos los viajes de inspección o de representación
por cualquier estado, a pesar de que eso lo obligaba a alejarse durante largas
temporadas de casa y de Ann; los informes que redactaba se caracterizaban por la
misma minuciosidad y lucidez que antes, hasta el punto de convertirse en
doctrina dentro de su departamento; continuaba pasando infinidad de noches en
la mesa de póquer del club, hasta que todos, menos él, se rendían al agotamiento,
a l brandy o a la mala suerte con las cartas, y seguía aceptando todas las
invitaciones a expediciones de caza, ya fuera menor o mayor, tanto de un día
como de una semana entera. Por los pasillos del gobierno general se comentaba
que Delhi se había quedado pequeña para tanto talento y ambición, y que en
breve, infaliblemente, le encargarían otra misión, lejos de allí, donde fuera dueño
de sus propias decisiones. Él mismo lo daba también por seguro y no conseguía
disimular su ansiedad.
La India británica, que excluía el territorio gobernado directamente por los
principados autónomos, estaba dividida en siete provincias, cada una de ellas con
su propio gobernador. Si bien los gobernadores eran esencialmente
representantes del virrey en las provincias, con funciones representativas y de
magistratura suprema, el auténtico gobierno de las Indias recaía en los hombros
de los cerca de ochocientos district officers o collecters que gobernaban los
distritos en que se subdividían las provincias. Todos eran ingleses —la élite del
India Civil Service—, a menudo asesorados por autóctonos, vivían en contacto
directo con la población y con sus problemas y debían atender toda clase de
cuestiones, desde la recaudación de impuestos hasta la administración de justicia,
pasando por las obras públicas y los proyectos para regadío y abastecimiento de
agua. A sus treinta años, David era aún demasiado joven para aspirar a un
nombramiento como district officer, si bien sus tres años de experiencia en un
principado y los cuatro en el gobierno central, con misiones desempeñadas en casi
todo el territorio de la India, le habían proporcionado unos conocimientos de los
que pocos podían presumir.
Así pues, cuando una mañana lo citaron en el despacho del propio virrey y
descubrió con inquietud que se trataba de una entrevista a solas con lord Curzon,
comprendió que su futuro inmediato iba a decidirse allí, en los siguientes minutos.
—Tengo una tarea para usted, Jameson. —Lord Curzon hablaba siempre con
el tono de quien no alberga la menor duda de lo que va a decir y como si se
disculpara por ser tan categórico—. Pero esta vez no se trata de una misión de ida
y vuelta, sino de un puesto para el que he pensado en usted.
David permaneció en silencio, con las manos entrelazadas, húmedas de sudor.
—Como sabe, he decidido redefinir las fronteras del estado de bengala, ya que
su extensión y población lo hacían prácticamente ingobernable. Hasta hoy, que yo
sepa, nunca ha habido ni un solo gobernador que conociera todos los límites de
Bengala. Así pues, he decidido cortarle los bordes y añadir un trozo a cada uno de
los estados vecinos. La mayor parte se la ha llevado Assam: ha pasado de ciento
treinta y nueve mil kilómetros cuadrados a doscientos sesenta mil, y de seis
millones de habitantes, casi todos hindúes, a treinta y un millones, de los que
trece millones son hindúes y dieciocho millones musulmanes. Le he quitado al
gigante para darle al enano, con lo que ambos podrán salir ganando. Pero, como
ya imaginará usted, que conoce el país, esta medida provocará una oleada de
protestas y una revuelta en las dos comunidades religiosas, una contra la otra y
las dos contra nosotros.
»Aprovechando la redefinición de las fronteras de este nuevo estado, que
pasará a llamarse Assam y Nordeste de Bengala, me pareció que había llegado el
momento de dar por terminado el servicio del actual gobernador. Creo que sería
beneficioso tener a alguien nuevo y más joven, con cierta experiencia en el
trabajo con ambas comunidades, que las conozca bien, que hable hindi y árabe y
que haya demostrado, aunque en otro orden, su valía en la resolución de
conflictos locales. Después de mucho meditar y de consultarlo con los miembros
de mi equipo, he llegado a la conclusión de que ese alguien podría ser usted,
siempre que se vea capacitado para la misión, claro está. Ya sé que podrá objetar
que quizá es usted demasiado joven para ocupar uno de los más elevados cargos
en la jerarquía administrativa de la India, sólo inferior al mío, y que quizá sería
más adecuado y lógico comenzar su carrera en el interior ocupando alguna plaza
de district officer, pero ya analizamos esas objeciones en su momento y, si para
nosotros no fueron un inconveniente, tampoco deben de serlo para usted. Como
le he dicho, la única objeción que aceptaría es que no se viera capaz de
desempeñar el cargo. ¿Es así?
A un jugador nato como él no se le hacían esas preguntas. Aquello
representaba, tal vez, un salto de diez años en su carrera, una oportunidad
política única e irrepetible. Con sus correspondientes riesgos, en caso de fiasco.
Pero rechazarlo supondría perder el favor del virrey, quedarse estancado en
Delhi, a la espera de que estuviera vacante alguna lejana plaza de district officer.
Y, con su carácter y su ambición, sería una renuncia de la que se arrepentiría toda
la vida. Como bien sabía, hay momentos en que lo único que se puede hacer es
arriesgar, porque quizá no vuelva a salir otra mano con un par de ases, si bien la
experiencia le había enseñado que el par de ases es una mano traicionera, que
raramente acaba ganando. Así pues, David Jameson respondió tan rápido como se
lo permitió la sorpresa.
—Creo que puede contar conmigo, sir.
—Magnífico, excelente. No esperaba otra respuesta de usted, Jameson.
Supongo que ha comprendido bien cuál es su misión y las dificultades que se va a
encontrar, ¿no es así?
David aprovechó ese único resquicio que le concedía Curzon para prevenirse
contra posibles daños futuros.
—Creo haberlo comprendido, sir, y no es eso lo que me preocupa. Lo único
que me preocupa un poco es mi falta de experiencia en el gobierno local, en las
tareas específicas de la gobernación.
—Oh, entiendo su preocupación, pero no tiene por qué angustiarse por eso.
En lo tocante al trabajo administrativo y a la aplicación de la justicia, usted
conoce las leyes y se ha de limitar a ponerlas en práctica. Para las tareas de
gobierno contará con la ayuda y la experiencia de un excelente equipo de district
officers y de los miembros de su Consejo Consultivo, que permanecen en
funciones. Lo esencial en su misión es el olfato político y diplomático, la firmeza y,
al mismo tiempo, la imparcialidad con que se ejerce el poder, tener objetivos
claros y grandes dosis de sentido común y perseverancia para llevarlos a cabo.
Por esas razones quería a alguien de sus características. ¡Todo le va a ir bien,
joven, ya lo verá!
Eso fue todo. Lord Curzon se levantó, le dio una palmada en el hombro y lo
acompañó hasta la puerta. Tras ésta se le abría la verdadera puerta de la India.
Con treinta años, tenía la responsabilidad de gobernar un territorio mayor que
Bélgica y Holanda juntas y con tantos habitantes como toda Inglaterra. De camino
a casa, el aturdimiento por aquella noticia se transformó en euforia, la euforia dio
paso a un orgullo mal disimulado y el orgullo se convirtió en una aparente
serenidad cuando entró en el salón y se encontró con la mirada ansiosa de Ann.
—¿Qué...?
—Assam.
—¿Assam? ¿Cómo?
—Gobernador.
Ella soltó un grito de sorpresa y de alegría, se levantó de un salto y se colgó
de su cuello.
—Vamos a ser felices, ¿verdad?
—Mucho. Muy felices.
Nunca antes había existido y quizá nunca más volviera a existir una casta tan
extraordinaria como la de los príncipes de la India. Tanto los hindúes —marajás y
rajás— como los musulmanes —nizams y nababs— eran célebres por haber
protagonizado alguna insólita extra vagancia. Poco antes del fin del siglo anterior,
el nizam de Hyderabad, con sus dieciséis nombres propios y sus siete títulos
nobiliarios, era considerado el hombre más rico y codicioso del mundo. Gobernaba
un país de quince millones de súbditos, de los cuales sólo dos millones eran
musulmanes como él, y entre sus fabulosas y siempre escondidas riquezas estaba
el Koh-i-Noor, el fantástico diamante de 280 quilates que había sido la joya de la
corona del Imperio mogol de la India, le nía veintidós servicios de mesa para
doscientas personas cada lino, incluidos dos de plata y uno de oro macizo, pero no
celebraba más de un banquete al año y comía todos los días sentado en el suelo,
en un simple plato de latón. Tenía un cuarto de baño privado totalmente revestido
de oro, esmeraldas, mármol y rubíes, donde jamás se bailaba para ahorrar agua.
En cambio, su ejército privado estaba siempre a disposición de los ingleses, razón
por la cual podía lucir, sobre la túnica que vestía durante meses seguidos, la Star
of Indias o la Most Eminent Order of the Indian Empire. La posesión del Koh-i-
Noor, símbolo del Imperio de la India, llevó a un joven príncipe, descendiente del
anterior, a exiliarse para siempre a Inglaterra, donde vivieron, él y su diamante,
al amparo de la reina Victoria. Buphinder Sing, el Magnífico, séptimo marajá de
Patiala, no era el más rico pero seguramente sí el más imponente de los príncipes
indios, con su metro noventa de altura y sus ciento cuarenta kilos de peso.
Despachaba cada día veinte kilos de comida, incluidos tres pollos con el té de las
cinco, y tres mujeres de su harén después de cenar. Para satisfacer sus dos
grandes pasiones —el polo y las mujeres—, su palacio albergaba a quinientos
purasangres y a trescientas cincuenta concubinas, atendidas por un ejército de
perfumistas y esteticistas destinados a mantenerlas siempre apetecibles para el
apetito voraz de sir Buphinder. También su cuerpo recibía los cuidados de
especialistas en afrodisíacos, que trabajaban en exclusiva para él con el fin de
mantenerlo capaz de semejantes proezas amatorias. Con el paso de los años el
marajá acabó probando toda suerte de dietas pensadas para estimular su apetito
sexual: concentrados de oro, plata y especias, sesos de mono decapitado vivo e
incluso radio. Al final su exaltada excelencia acabaría muriendo de la más
incurable de las enfermedades: el tedio. También el marajá de Mysore vivía
obsesionado con su capacidad eréctil: la leyenda rezaba que el secreto del poder
del príncipe y de su prestigio entre sus súbditos radicaba en la calidad de su
erección. Por esa razón una vez al año, durante las fiestas del principado, el
marajá se exhibía ante su pueblo sobre el lomo de un elefante y en plena
erección. Para mantener tal vigor, también él recurría a toda clase de afrodisíacos
que los especialistas del momento le recomendaran. Su ruina llegó cuando dio
crédito a un charlatán que le garantizó que lo mejor para tener una erección
siempre lista era el polvo de diamante; su augusta majestad dilapidó el tesoro
real a base de tés de diamante a la salud de su cetro erguido. El marajá de
Gwalior, en cambio, era adicto a la caza. Mató su primer tigre a los ocho años y
desde entonces no paró; a los cuarenta ya había cazado mil cuatrocientos tigres,
cuyas pieles forraban de arriba abajo las paredes de todas las estancias de su
palacio. Cuando llegaron los primeros trenes, él y otros príncipes de su casta se
quedaron fascinados con aquel invento de los europeos. Algunos mandaron
construir trenes enteros en fábricas de Birmingham, con vagones decorados con
terciopelo francés, caoba inglesa y lámparas venecianas, para recorrer una línea
de sólo tres kilómetros, desde el palacio hasta el pabellón de invierno. Más
visionario en materia de transportes, el rajá de Denkannal construyó en su reino
una línea de ferrocarril de doscientos kilómetros, con la particularidad de que los
raíles eran de plata, por lo que el ejército del rajá al completo fue destinado a
proteger, día y noche, la integridad de la vía férrea de Denkannal. Al marajá de
Gwalior, por su parte, se le ocurrió construir la más corta y extraordinaria de las
líneas férreas de toda la India: era un tren en miniatura, también con las vías de
plata maciza, que partía de la despensa del palacio y, a través de una abertura en
la pared, entraba en el comedor. Sentado delante de un cuadro de mandos lleno
de botones, el propio anfitrión hacía correr el tren a lo largo de la extensa mesa,
pitando y encendiendo luces, y parar delante de cada invitado para que se sirviera
del vagón-whisky, del vagón-oporto o del vagón-tabaco.
Comparado con todos esos potentados y muchos otros que gobernaban
inmensos territorios autónomos de la India, Narayán Singh, el rajá de Goalpar,
era un discreto príncipe de un discreto principado. Había heredado de su padre el
gusto por la caza, el lujo y las mujeres, pero sin los excesos de su progenitor, sino
con la contención y el estilo de quien se sentía deudor de una educación
universitaria en Oxford y de una madre francesa que lo llevaba todos los veranos
de su adolescencia a la Costa Azul, mientras su padre se quedaba en Assam,
cazando tigres y devorando su poco discreto harén. Narayán era lo que, en los
albores del siglo XX, se podía llamar un príncipe indio moderno. Hablaba inglés y
francés con una pronunciación perfecta (a diferencia del árabe, del que no
hablaba ni una palabra y cuya cultura despreciaba profundamente). Lector
habitual de libros y revistas europeos, le gustaba vivir en esa cultura híbrida a
caballo entre una India primitiva, instintiva y donde el príncipe gozaba de todos
los privilegios imaginables, y el refinamiento de un mundo civilizado, de buen
gusto y discreción. Se encontraba tan cómodo a lomos de un elefante, durante
una cacería del tigre por los húmedos bosques de Assam, como en un salón de té,
entre oficiales ingleses y extranjeros de paso. Su reino era prácticamente virtual,
reducido a su bello palacio de Goalpar y a unos miles de hectáreas en la periferia
de la ciudad y otras tantas en el norte del estado. Eso le ahorraba tareas
gobernativas y estratagemas diplomáticas ante los ingleses. Era un súbdito fiel y
un altivo caballero en su casa. Su fortuna y su buen gusto no le permitían las
ridículas extravagancias de tantos otros príncipes, pero sí el lujo de correr mundo,
coleccionar obras de arte, dormir en los mejores hoteles y ser siempre, en
Londres o en París, en Venecia o en Nueva York, un prestigioso invitado de honor,
mirado con interés o incluso con envidia. Administraba sus vicios como si fueran
lujos y satisfacía sus necesidades con una elegancia exquisita. De la misma edad
que David Jameson, era un hombre guapo, con ojos oscuros y profundos, la piel
más clara que la mayoría de los indios y un bigote elegantemente retorcido por
las puntas. Tenía un gusto especial por la imprevisibilidad en la indumentaria:
tanto podía aparecer vestido como un príncipe indio, con una túnica clara con
botones de marfil y perlas sobre unos pantalones ajustados, como ataviado con el
atuendo tosco y primitivo de los cazadores del bosque de Assam o con un
impecable traje de tres piezas, de Saville Row, complementado por un bastón con
empuñadura de plata; «a man for all seasons», como decían sus detractores-
admiradores. Sacaba el máximo jugo de las circunstancias de su vida y, por eso,
como ocurre tantas veces con esta clase de hombres, su verdadero defecto, su
auténtico vicio, era el cinismo. Era cínico con los demás, con él mismo y con la
vida.
—La belleza aplasta la realeza. Aunque, en este caso, debo decir que es una
lucha desigual; la belleza deslumbrante de su excelencia, lady Ann, no tendría
rival ante mi frágil realeza de pergamino. Quiero que sepa que es un honor
tenerlos, a usted y a su marido, a mi mesa. —Dicho esto, Narayán Singh se
levantó, alzó su copa de oporto, hizo un gesto circular de saludo a la mesa entera
y se detuvo en la mirada de David Jameson, al otro lado de la mesa. Después, con
una ligera inclinación, dio un suave toque con su copa en la de Ann.
—Y es un placer —repuso ella— ser recibida por un anfitrión como su alteza.
Él hizo un vago gesto con la mano, como si dijera «dejémonos de cortesías; lo
que importa es que su compañía me resulta agradable». Y Narayán Singh era en
verdad un anfitrión perfecto. Escogía cuidadosamente a sus invitados, siempre
guiado por criterios de calidad, nunca de cantidad. El ambiente y la decoración de
las salas y de la mesa del comedor eran de un lujo recatado e íntimo. No servía
más de cuatro o cinco platos, pero todos deliciosos, y la conversación siempre era
útil e instructiva, ya se hablara de la situación local, de la India o de las noticias
llegadas de Europa. El rajá se encargaba con mano maestra de la integración de
los invitados, administraba con exactitud el tiempo que dedicaba a cada pareja o a
cada grupo y decidía el momento justo en que todos debían juntarse y cuándo los
caballeros habían de retirarse a fumar sus puros a solas después de la cena. La
música aparecía en el momento exacto, las mesas de juego se abrían en cuanto él
presentía que a algunos invitados les podía apetecer una partida de whist. Los
criados, que se movían como sombras, no dejaban que nadie se quedara ni un
minuto con la copa vacía en la mano y, a partir de las once de la noche, se servía
siempre una cena fría en un pequeño salón contiguo a la sala principal. Las
terrazas y los jardines del palacio se mantenían siempre iluminados con
candelabros y antorchas, hasta que el último invitado decidiera salir por voluntad
propia, jamás porque el rajá mostrara algún signo de impaciencia. Cuando Ann y
David le devolvían la invitación con una cena en el palacio del gobierno, se
esforzaban por estar a la altura de las recepciones del rajá, pero eran plenamente
conscientes de que no lo conseguían; saber recibir es un don específico, que se
puede cultivar pero cuya perfección es inimitable.
Narayán Singh pasaba la mitad del año —la época del monzón, el calor y las
lluvias— de viaje por el extranjero. Sus regresos a Goalpar siempre se celebraban
con recepciones que marcaban el inicio oficial de la estación normal. Después de
dos años en Goalpar, David comenzó a medir el tiempo según el rajá estuviera o
no en la ciudad. De acudir como gobernador en recepciones oficiales pasó a
frecuentar de forma habitual el palacio del rajá, y de invitado pasó a amigo.
Cuando se instaló la rutina en la gestión de los asuntos públicos —señal de que
había llevado a cabo con éxito su misión—, cuando incluso las cuestiones más
importantes ya no tenían nada de imprevisibles y podía delegar casi todas las
tareas cotidianas, la compañía de Narayán, las visitas a su palacio o las cacerías
con él se convirtieron para David en un antídoto infalible contra el tedio. Ambos
compartían la convicción de que la India —ese inmenso continente con trescientos
cincuenta millones de seres, divididos en comunidades, creencias religiosas, razas
y castas dentro de las razas— no podía gobernarse por sí misma y sólo un poder
ajeno, imperial y centralizador era capaz de llevar a buen puerto tal empresa.
Abandonada a su suerte, la India sucumbiría fatalmente a sus demonios, sus odios
y sus fanatismos. Era esencial que la alianza entre la aristocracia local, formada
por los príncipes hindúes, musulmanes o sijs, guardianes de las tradiciones y del
orden inmutable de las cosas, y la administración central inglesa, con su
aportación de justicia y democracia, se mantuviera firme e inquebrantable, como
garantía de paz civil en aquel país por definición ingobernable.
En Goalpar, capital del estado de Assam y Nordeste de Bengala, esa alianza se
sustentaba en gran medida en la cordialidad de las relaciones entre el rajá
Narayán Singh y el gobernador David Lloyd Jameson. Dos hombres nacidos en
diferentes continentes, pero unidos por la edad, por sus gustos y por una
recíproca atracción por la cultura del otro, que además comulgaban con las
mismas ideas sobre el gobierno de un territorio donde uno mandaba por
nacimiento y tradición y el otro por méritos y derecho imperial.
La presencia del gobernador, aparte de las ceremonias oficiales o las cenas
protocolarias, se hizo habitual, casi diaria, en las veladas del rajá. Una vez
acabados el trabajo del día y la cena a solas con Ann en el palacio del gobierno,
David se tomaba un brandy en el balcón y, tras pedir permiso a su mujer para
ausentarse, se dirigía al palacio real del rajá, que estaba a poco más de un cuarto
de hora en carruaje. Al principio Ann se sorprendía e incluso recelaba de aquellas
ausencias sistemáticas. Después comprendió que sólo se trataba de una especie
de ritual masculino, con unas vagas dosis de asuntos de Estado, del que no tenía
nada que temer. Una forma para él de combatir la impaciencia que su energía, en
apariencia inagotable, le provocaba. David volvía siempre a altas horas de la
madrugada, pero no era extraño que la despertara e hicieran el amor, con el
mismo frenesí con que lo hacían algunas tardes, mientras la luz se filtraba por las
cortinas de seda blanca de la ventana que daba a los jardines. Otras veces
regresaba exhausto y ella oía cómo se desvestía torpemente y se dejaba caer
como un peso muerto en la cama, a su lado; en esas ocasiones ni siquiera hablaba
con él, se hacía la dormida y dejaba que se durmiera al instante. Pero nunca
sintió que volviera borracho o descompuesto y jamás, llegara a la hora que
llegara, dejaba de levantarse infaliblemente a las seis y media de la mañana para
estar en su despacho de trabajo a las ocho en punto. Cualquier otro no habría
aguantado aquel ritmo ni una semana, pero David parecía estar hecho de una
pasta especial que le permitía resistir no sólo las constantes e interminables
veladas en el palacio del rajá, sino también las largas y extenuantes marchas por
la selva, escopeta al hombro, en expediciones de caza que llegaban a durar varios
días y que emprendía siempre con la alegría de un niño en busca de aventuras.
Como todas las mujeres de la colonia inglesa de Goalpar, Ann había oído
hablar del harén del rajá, pequeño en cantidad según los cánones vigentes entre
los príncipes de la India pero, por lo que se decía, seleccionado con gusto de
sibarita. Imaginaba que durante esas reuniones de hombres en casa del rajá el
harén estaría por allí, a la vista y a disposición de los pocos y escogidos invitados.
Pero eso, por extraño que pareciera, no la atormentaba. Evidentemente, saber
que él era estéril suponía una garantía para su orgullo de mujer, pero no se
trataba sólo de eso; había una seguridad en su relación, en la manera en que él
seguía amándola —no como al principio, pero cada vez más refinada y
apasionadamente—, que la llevaba a despreciar y a preferir ignorar lo que fuera
que pasase en aquellas reuniones privadas de hombres por las que David se
ausentaba casi todas las noches.
Y, lo que era aún más extraño, Ann tenía razón al no preocuparse; en ese
sentido, nunca ocurrió nada durante las visitas de David al palacio de Narayán.
Era cierto que las mujeres del harén andaban por allí, servían bebidas a los
invitados, se dejaban cortejar y en ocasiones bailaban para ellos la danza de los
velos o la del vientre, tras las cuales solían acabar desnudas. Ya en la primera
noche Narayán insinuó sutilmente a David que todas ellas, incluidas sus favoritas,
estaban a su disposición. Algunos invitados aceptaban el ofrecimiento, unos de
vez en cuando y otros por sistema. En cualquier caso, nunca se hacía nada en el
salón principal, a la vista de todos, pues eso se habría considerado una grosería;
había alcobas anexas, con camas cubiertas por sábanas de raso y cojines de
terciopelo e iluminadas con velas, donde las concubinas del harén del rajá de
Goalpar distraían a los invitados que lo desearan, primero masajeándolos con
aceite de cedro y esencias exóticas, y después preguntándoles con delicadeza por
sus preferencias sexuales. Pero David nunca se retiraba a esas habitaciones. En
ocasiones accedía, con un entusiasmo que era poco más que una forma de
cortesía hacia su anfitrión, a que una de las más bellas jóvenes del harén se le
arrimara, rozándose con él y pasándole la mano suavemente por el cuerpo,
cuando se encontraba solo, recostado en un sofá o en un diván. Él le devolvía las
caricias, sentía sus pechos bajo la fina seda del sari, el contorno de sus caderas, la
piel suave de sus piernas, la delicadeza de sus muñecas o la humedad de su
lengua. Pero ahí quedaba todo, porque la dignidad de su cargo le imponía esa
contención ante los demás o, más probablemente, porque el orgullo que sentía
por estar casado con Ann pasaba por demostrar a los demás que no encontraba
allí, pese al esplendor de la oferta, nada que superara a lo que tenía en su propia
casa. Tampoco Narayán se retiraba nunca, en presencia de sus invitados, con
ninguna de las concubinas de su harén. En verdad no necesitaba hacerlo delante
de ellos, y si mantenía el harén era porque disfrutaba de él, pero su dignidad
como príncipe y como anfitrión lo obligaba al mismo recato que él, visiblemente,
admiraba y respetaba en David.
Las actividades de aquel reducido grupo —dos o tres ingleses, un reputado
comerciante local musulmán y siete u ocho representantes de la alta sociedad
hindú— durante las veladas en casa del rajá consistían básicamente en beber,
fumar, charlar y, sobre todo, jugar. Se jugaba muy fuerte, hasta altas horas de la
madrugada, y se ganaban y perdían sumas considerables, siempre con buenas
maneras y con la aparente indiferencia de quien juega para pasar el rato, no para
hacer girar su rueda de la fortuna. Los jugadores entraban, salían y volvían a
entrar en la partida, en la gran mesa octogonal de póquer, en función de sus
golpes de buena o mala suerte o de sus corazonadas, pero siempre, mediada la
noche, hacían un intermedio con objeto de tomar un ligero refrigerio, para lo cual
se retiraban a una sala cercana donde comían y charlaban, mientras los criados
limpiaban los ceniceros y ordenaban la sala de juego. Una vez que acababan de
comer, cada uno debía decidir si continuaba en una segunda sesión de juego o
abandonaba la partida y se quedaba charlando con algún otro, se retiraba a una
alcoba interior con alguna escogida del harén —para consolarse de su mala suerte
o para desmentir el dicho de que no se puede ser afortunado en el juego y en el
amor— o simplemente se marchaba a casa y daba por terminada la noche. Pero
había unas reglas de caballeros que todos respetaban: quien comenzaba la
primera sesión de juego tenía que llegar hasta el intermedio, a menos que
hubiera perdido ya una gran suma; quien comenzaba la segunda sesión debía
llegar hasta el final, y lo que, por encima de todo, suponía una ofensa mortal —y
comportaba no volver a ser invitado jamás— era empezar a jugar y retirarse
antes de tiempo cuando se estaba ganando, porque eso significaba que se iba allí
para ganarle dinero a los amigos, no a pasar una velada civilizada entre
caballeros.
***
—¡No es posible, David! ¿Perdiste cincuenta mil libras jugando en casa del
rajá?
—Sí, Ann. Por desgracia, así es.
—¿Y contra quién las perdiste?
—¿Qué más da? ¿Qué importa eso ahora? El caso es que las perdí.
—¿Contra quién las perdiste, David? —Ann gritaba ahora tanto que David
temía que la oyeran los criados—. ¿Contra quién, David? ¡Dímelo! ¡Tengo derecho
a saber el nombre de los que van a destruir mi vida!
—Eso no tiene importancia, Ann. El que ha destruido tu vida soy yo. Soy el
único culpable.
—Dímelo, David. Si no me lo dices, voy a salir a preguntárselo a todo el
mundo.
—No ganarás nada, amor mío. Desgraciadamente aquella maldita noche perdí
contra todos: dos ingleses y tres indios de Goalpar. Perdí contra todos, tenía una
noche en que todo me salía mal. Fue una pesadilla; intenté recuperarme, quería
creer que mi suerte iba a cambiar, que aquella fatalidad tenía que acabar en
alguna jugada y que, en un golpe de fortuna, podría al menos minimizar las
pérdidas y llegar a una cantidad razonable que me permitiera negociar el pago de
la deuda. Pero no; en cada jugada se repetía la pesadilla, como si fuera algo
predeterminado. Cuando llegué a las cincuenta mil libras, el rajá ordenó que se
acabara la partida.
—¿Conque el rajá lo ordenó? Y él ¿cuánto te ganó?
—Él no jugó esa noche.
—¿Cómo? ¿Su alteza se quedó fuera, asistiendo a tu hundimiento, y se limitó
a decir «¡basta!» cuando creyó que ya era suficiente?
—No, Ann, él no jugó porque no le apetecía. A todos nos pasa alguna vez.
—¡Pobre idiota! ¡Tan brillante para algunas cosas y tan ingenuo en la mesa de
juego! ¿No ves que él estuvo jugando todo el tiempo, incluso cuando se quedaba
fuera? A él le daba igual perder o ganar cincuenta mil libras en una noche. Lo que
de verdad le divertía era jugar con vosotros, para propiciar vuestra fortuna o
vuestra ruina. A ti te ha traído la ruina, ése era su juego.
David se quedó mirándola, petrificado. Nunca se le había ocurrido. Nunca
imaginó que fuera ella, no él, el más lúcido e inteligente de los dos.
—¿Sabes qué vas a hacer ahora, David? ¿Sabes qué es lo único que puedes
hacer? —Ann se había puesto de pie y caminaba de un lado a otro del enorme
dormitorio que ocupaban en el palacio del gobernador—. Vas a exigir al rajá de
Goalpar, el honorable Narayán Singh, su valerosa alteza, súbdito leal de la corona
inglesa y tu compañero de cacerías, de juego y quién sabe de qué más, que
liquide en menos de veinticuatro horas la deuda que contrajiste en el casino
clandestino que ha montado en el palacio de sus respetables antepasados. ¡Eso es
lo que vas a hacer!
Tras las encendidas palabras de Ann se produjo un largo silencio. Ella
esperaba una respuesta y David se tomó el tiempo suficiente hasta estar
convencido de que no se echaría atrás en la única respuesta que podía darle.
Exhaló un hondo suspiro y dijo, en una voz tan baja que ella creyó haber oído
mal:
—No, Ann, ésa es una de las pocas cosas que estoy seguro de que no voy a
hacer. Las otras son mandar matar a ese judío malnacido que me está
chantajeando y destituir al jefe de policía para intentar echar tierra a la
investigación que ha abierto. No haré nada de eso.
—¿Y por qué, si puede saberse?
—Por una cuestión de honor.
—¿De honor? —Ann hizo un gesto con la mano, como si arrojara un trapo al
suelo—. En este momento tu honor no vale nada. Mejor dicho, vale cincuenta mil
libras. Sácalas de donde sea o ingéniatelas para que te perdonen la deuda y
podrás recuperarlo.
David sintió aquella humillación como una finísima lámina que le atravesara
el pecho. Se había visto humillado por un vulgar comerciante judío, por el jefe de
policía que estaba a sus órdenes y, ahora, por su propia mujer. Lo único que podía
hacer era poner un límite, marcar un línea fronteriza en aquel asunto.
—Ann, no voy hacer ni una cosa ni la otra. No voy a pedir a cinco personas
que me devuelvan el dinero que perdí y que me perdonen la deuda, porque las
deudas de juego son deudas de honor. Y no voy a pedir al rajá de Goalpar, que es
un súbdito y un aliado de la corona inglesa, que me regale o me preste cincuenta
mil libras, que jamás podré devolverle, para salvar mi carrera y mi reputación. Si
lo hiciera, estaría faltando por segunda vez a mis obligaciones y quien me
sustituyera en el cargo se encontraría con un gobierno endeudado eternamente
con el rajá y sus descendientes. Prefiero sufrir la vergüenza que merezco a
cometer ese acto de deslealtad.
—Entonces, ¿qué piensas hacer?
—Nada. No hay nada que pueda hacer en veinticuatro horas para evitar este
desastre. Por desgracia, los milagros no existen. Mañana comunicaré a Alister que
me es imposible abonar mi deuda y notificaré a Delhi mi dimisión y las razones de
ella.
—¿Y después?
David la miró a los ojos, en silencio. Dos gruesas lágrimas se deslizaron por su
cara, pero mantuvo la mirada fija en ella. Vio, una vez más, lo guapa y
maravillosa que era y sintió un escalofrío al pensar que era suya. Su mujer.
—Después, amor mío, dependerá de ti. Si te quedas conmigo, dedicaré todos
los días de mi vida a intentar merecer tu perdón, y todo el daño que puedas
hacerme, aunque sea por capricho o por venganza, lo aceptaré como el precio que
debo pagar por la deshonra que he hecho caer sobre ti y tu familia. No te digo
esto a la ligera, ni como disculpa improvisada. Al contrario, he pensado mucho en
nosotros desde ayer y lo único que quiero ahora es luchar por lo que me queda,
que eres tú. Si te quedas conmigo, volveré a comenzar nuestra vida desde cero,
de otra manera, en cualquier lugar y haciendo lo que haga falta. Si te marchas, lo
comprenderé y aceptaré, sin objeciones, y seguiré solo mi camino. Creo que en
estos momentos es todo lo que te puedo decir. No puedo ofrecerte nada más ni
hacerte ninguna promesa, nada. Sólo quiero que sepas que te amo, cada día más,
y que me siento miserablemente triste por lo que te he hecho.
Ann salió de la habitación y, al atravesar los salones escasamente iluminados
con velas medio consumidas, no pudo evitar una sonrisa irónica al ver que aún
ardían las seis velas de los candelabros de la tragedia, en el salón rojo. Cruzó la
puerta principal y salió al jardín, donde la luz de la luna llena dibujaba en el suelo
manchas de claridad y sombras de misterios por descifrar. Oyó, como siempre en
los últimos años, el rumor del río sagrado, que corría por detrás del jardín, y
aspiró el aroma nocturno de los rosales húmedos, suspendido en el aire. Pensó en
la paz de los años pasados allí, en la íntima relación que había establecido con
cada árbol y con cada fragancia del jardín; pensó en la tristeza de no tener un
hijo al que poder ir a arropar en aquel momento y en quien desahogar secretos y
angustias que él no oiría en su sueño; pensó en su héroe estéril, al que amaba y
admiraba por encima de todos sus defectos y debilidades; pensó en el vacío de
una vida en la que no pudiera compartir nada con él, ni un hijo, ni la luz de la
luna en un jardín ni el aroma nocturno de las rosas. Cuando el frío le entró por
debajo del vestido como un escalofrío de soledad, volvió a entrar en la casa, se
dirigió de nuevo a su habitación y lo encontró aún en la misma postura, sentado
en el sofá con la cabeza entre las manos, y con las dos gruesas lágrimas de antes,
que parecían haberse detenido para esperarla.
—No te dejaré, David. No te dejaré nunca. Haz lo que creas que debes hacer.
L a poca información con relación al cónsul inglés que Londres había enviado a
Lisboa, de donde se había remitido a Santo Tomé, era que llegaría
acompañado de su mujer, que la pareja no tenía hijos ni llevaba servicio personal
y que el representante de Eduardo VII viajaría directamente desde la India, su
anterior destino. Cumpliendo con las instrucciones recibidas, Luís Bernardo buscó
una casa que le pareció adecuada para acomodar a una pareja de su posición.
Además, contrató en nombre de ellos al personal de servicio: un jardinero, una
cocinera y una chica como «interna» de la casa. Evidentemente ninguno de los
empleados hablaba inglés, pero ése era un problema que el señor y la señora
Jameson tendrían que resolver por sus propios medios.
Intrigado, intentó imaginar qué clase de personaje enviarían los ingleses para
aquella misión, que en parte consistía en ser espía del gobernador de Santo Tomé
y, en parte, también su aliado en la teórica causa común de garantizar que no
había trabajo esclavo en la isla. Supuso que sólo podía ser un joven al principio de
su carrera o un burócrata que se había vuelto insoportable y cuya carrera se
había estancado en la India, o bien un viejo coronel retirado ya del servicio que
había aceptado aquella misión en Santo Tomé para aumentar la pensión de su
jubilación.
De ahí su enorme sorpresa al ver desembarcar a aquella joven y
deslumbrante pareja del bote que los traía del barco fondeado a lo lejos, ambos
con ropas tropicales de tonos claros y sobria elegancia, tan adecuadas como
insólitas por aquellos parajes. Aunque visiblemente mareados después de veinte
días de navegación, pisaron tierra con paso firme, como firme fue el apretón de
manos de David a Luís Bernardo. Agradeció la bienvenida con una sonrisa tan
franca que parecía sinceramente contento de estar en Santo Tomé. De Ann, claro
está, lo primero que llamó la atención a Luís Bernardo fue su belleza casi
turbadora. Era alta y majestuosa, con el cabello rubio descuidadamente recogido
dentro de un sombrero de paja verde, del que caían algunos mechones que
enmarcaban una cara sin el color desvaído que era habitual en las mujeres
inglesas, sino con el bronceado del sol de la India y de la sal de los océanos que
acababa de atravesar. Tenía la nariz recta y algo larga, y su boca, también grande
y bien perfilada, se abría en una media sonrisa que dejaba al descubierto sus
dientes blancos. Toda su cara estaba iluminada por una mirada suave, de ojos de
un verde azulado que miraban fijamente a los ojos de sus interlocutores, como si
albergaran toda la inocencia o toda la audacia del mundo. A pesar del calor que ya
se hacía notar a aquella hora de la mañana, la mano con que estrechó la de Luís
Bernardo estaba fresca y era suave, exactamente igual, pensó él, que su dueña.
Sentado ya a la mesa del comedor que rara vez utilizaba, Luís Bernardo
charlaba relajadamente con los recién llegados, a quienes, por cortesía
protocolaria, había invitado a cenar en el palacio del gobierno el mismo día de su
llegada. Para romper el hielo había optado por una cena informal, sólo los tres, en
aquel gran salón por cuyos ventanales abiertos entraba el olor del mar. Estaban
ya al principio de la estación seca, que allí, en el punto exacto por donde pasaba
la línea del ecuador, era como una mezcla del verano de ambos hemisferios. La
humedad, tanto de día como de noche, había bajado hasta un nivel soportable y,
aunque el calor fuera más intenso, era menos espeso y sofocante.
—Han llegado en el mejor momento para conocer Santo Tomé —decía él—.
Tienen aún tres meses por delante hasta que el tiempo se vuelva insoportable.
Pero para entonces ya estarán aclimatados. Espero que les hayan informado ya de
que esto puede ser tan bonito como desesperante.
—¿Qué es lo más insoportable, gobernador? —preguntó Ann, que había
participado en todo momento en la conversación, haciendo que tanto la cena
como la charla fuesen realmente a tres bandas y contribuyendo así a crear un
ambiente más relajado y agradable.
—Verá, señora Jameson... —comenzó a decir Luís Bernardo, pero David lo
interrumpió.
—Déjeme que antes le proponga una cosa, gobernador. Ya que vamos a estar
aquí juntos durante un par de años y que, por simpatía u obligación, nos vamos a
ver con frecuencia, ¿qué le parece si empezamos a tratarnos por nuestro nombre
de pila?
Tanto Ann como Luís Bernardo sonrieron. No cabía duda de que los ingleses
eran una pareja simpática y civilizada, algo más jóvenes que él, que tenía treinta
y ocho años (David tenía treinta y cuatro y Ann acababa de cumplir treinta). Una
rareza, una bocanada de aire fresco en el clima asfixiante de Santo Tomé. Y un
bálsamo para él, que tenía que cenar solo tantas noches, sin nadie con quien
conversar, aparte de Sebastiâo, que tenía la diplomática costumbre de hablar sólo
cuando su patrón se dirigía a él y, cuando notaba que Luís Bernardo no estaba de
humor, guardaba un silencio tan absoluto que era como si no estuviera presente.
—Me parece una idea magnífica, David. Es más, creo que es la única forma de
tratarnos de ahora en adelante que no resulta ridícula. ¡Brindo por eso! —Levantó
su copa de vino blanco y Ann y David lo imitaron.
—Volviendo a mi pregunta, Luís —dijo Ann, que pronunciaba «Louiss» y
omitía el Bernardo, que debía de parecerle demasiado difícil—, ¿qué es lo más
insoportable de Santo Tomé?
Luís Bernardo hizo una pausa antes de responder, como si se planteara la
cuestión por primera vez.
—¿Lo más insoportable... Ann? Pues el clima, claro. Y las fiebres, la humedad,
y el paludismo en el peor de los casos. Y después... —añadió haciendo un gesto
amplio con la mano para dar a entender que se refería a la isla entera— la
soledad, el estancamiento, la sensación de que aquí el tiempo se ha detenido, y
con él, las personas.
—La soledad de la que habla debe de ser aún más penosa para usted, que
está aquí solo...
—Sí, es cierto, aunque ya venía preparado para eso.
—¿No está casado, Luís? —intervino David.
—No.
—¿Nunca lo ha estado?
—Nunca.
Se produjo un silencio embarazoso. La intimidad no se alcanza en una sola
noche, por muy inhóspitas que sean las circunstancias que la propicien. Por deber
de anfitrión, fue Luís Bernardo quien rompió el silencio; dio por acabada la cena y
los invitó a salir al balcón, a «su» balcón, para tomar un brandy y disfrutar de la
fresca brisa de la noche.
—No querría que me malinterpretaran, ni me gustaría estropearles su llegada
a Santo Tomé y Príncipe; como podrán comprobar, no todo es insoportable. Las
islas son bonitas, las playas, magníficas, y entrar en la selva es una experiencia
extraordinaria. Aquí uno echa de menos casi todo lo que encuentra en Europa y
en los países civilizados, pero en compensación descubre la pureza de un mundo
primitivo, incipiente, en estado bruto.
Esa noche, antes de dormirse, en una cama nueva, en una casa nueva y en
una tierra extraña, Ann se volvió hacia David y preguntó:
—¿Qué te ha parecido?
—Me parece que va a ser desagradable tenerlo como adversario.
—¿Y es inevitable tenerlo como adversario?
—Por lo que he deducido de las instrucciones que me han dado, sí. Al parecer
se trata de un caballero en una misión descabellada, al servicio de una causa que
no tiene defensa posible. No me explico qué le habrá llevado a aceptar una misión
así en un sitio como éste.
—Quizá algo parecido a lo que nos ha traído a nosotros aquí —repuso ella,
cruelmente, y David se calló, incapaz de decir nada. Consciente de la dureza de su
observación, Ann se arrimó a él, y así, sin más palabras, se durmieron en su
primera noche en el ecuador.
Durante las semanas siguientes, Luís Bernardo hizo todo cuanto estuvo en su
mano para facilitar la aclimatación de los recién llegados. En parte porque
presentía que debía conquistar su simpatía para llevar a buen término su misión,
que básicamente consistía en suavizar al máximo el informe que, a su debido
tiempo, enviaría el cónsul inglés a Londres y del que dependía en gran medida el
futuro del comercio exterior de Santo Tomé. Y en parte también porque Ann y
David le parecían muy simpáticos, además de ser la única compañía decente que
encontraba desde hacía muchos meses. Así pues, se ofreció para ayudarlos a
instalarse, encontró para David un negro de Zanzíbar que hablaba árabe y que
pasó a servirle de intérprete de árabe a portugués, y convenció a la profesora del
instituto de la ciudad, que hablaba un inglés algo menos que aceptable, de que
impartiera clases de portugués a la pareja, al final de la tarde. Proporcionó a
David toda la información que le pidió y que creía podía darle, si bien observó que
el inglés jamás tocaba asuntos o hacía preguntas que pudieran ser materia
reservada de las funciones del gobernador de la isla. Organizó para ellos una cena
de presentación, con las autoridades de la isla y los administradores de las
haciendas, a la que sólo asistió la mitad de los invitados —hecho que no pasó
inadvertido a Luís Bernardo, aunque prefirió ocultárselo a David— y donde sólo
uno de los presentes, aparte de él mismo, hablaba inglés. Eso, sumado a la
deslumbrante belleza de Ann, que parecía un ser de otro planeta al lado de las
pocas señoras que acudieron a la cena, hizo que aquel acto social, tan singular en
la isla, se convirtiera en un indiscutible fiasco. Finalmente, utilizó sus influencias
para que la prensa local —el Boletim de S. Tomé e Príncipe— informara de la
llegada del cónsul inglés, no como si fuera el desembarco de un enemigo, sino de
alguien que venía a evaluar in situ las condiciones de trabajo en la isla y que, con
la buena voluntad y buena fe de todas las partes, no tendría más remedio que
reconocer el esfuerzo realizado por los colonos portugueses en circunstancias
particularmente difíciles y duras; un esfuerzo que muchos otros, instalados en sus
confortables despachos londinenses, no conocían ni podían valorar en su justa
medida.
Después, como no podía ser de otra manera, el cónsul inglés quiso investigar
sobre el terreno. Manifestó su voluntad de conocer en persona las célebres
plantaciones de cacao que, para la prensa de Fleet Street, eran los últimos
vestigios de la barbarie esclavista en el mundo llamado civilizado. Fue entonces
cuando Luís Bernardo tuvo que enfrentarse a su primer dilema: decidir si debía
acompañarlo o dejarlo ir solo, si debía ofrecerle su compañía o dejar que fuese
David quien se la pidiera. Entre una indecisión y otra, optó por un diplomático
término medio: resolvió prestarse a acompañar al cónsul siempre que éste lo
creyera conveniente o dejarlo ir solo si así lo prefería. Como había previsto, David
respondió a la propuesta también como un buen diplomático: agradecía y
aceptaba de buen grado la compañía del gobernador en sus primeras visitas a las
haciendas, donde le podría ser muy útil como guía e intérprete, pero, una vez
finalizado su período de adaptación, y en cuanto se viera capaz de evaluar las
cosas por sí mismo, sentía que no debería seguir abusando del tiempo y la
amabilidad del gobernador para el desempeño de una tarea que, al fin y al cabo,
sólo le correspondía a él. Seguro que Luís Bernardo tendría otros asuntos en los
que ocuparse, de modo que sólo lo molestaría cuando alguna circunstancia
excepcional hiciera recomendable su presencia.
Antes de que las cosas llegaran hasta ese punto y de que el inglés comenzara
a visitar las plantaciones de Santo Tomé y Príncipe por su cuenta, Luís Bernardo
creyó conveniente escribir a todos los administradores de las haciendas una carta
confidencial que hizo entregar en mano.
Excelentísimo señor:
Como sabrá, el señor David Jameson, cónsul de
Inglaterra en estas islas, tiene la misión (acordada
entre su gobierno y el nuestro) de evaluar y relatar a
las autoridades británicas las condiciones de trabajo en
las haciendas de Santo Tomé y Príncipe. Esperamos
que su informe pueda desmentir ciertas versiones,
perjudiciales para esta colonia y para nuestro país, que
se han venido difundiendo en la prensa inglesa y que
han tenido eco incluso entre las más altas instancias
del gobierno británico.
Me he ofrecido al señor Jameson para
acompañarlo en todas y cada una de las visitas que,
en el desempeño de su misión, crea conveniente hacer
a las haciendas, a fin de cumplir con un papel de
mediador que, a mi entender, podría ser muy útil para
nuestros intereses. Obviamente, de acuerdo con el
estatuto acordado para su misión, es libre de aceptar o
rechazar mi ofrecimiento. Sospecho que su intención
es aceptarlo al principio y rehusarlo más adelante.
Nada puedo objetar al respecto, y les ruego que
tampoco ustedes pongan ningún obstáculo a las visitas
que el cónsul decida hacer por su cuenta. Creo que no
hay que temer visitas por sorpresa; yo, por mi parte,
he intentado evitarlas rogándole que informara a los
administradores de su llegada con suficiente
antelación. En todo caso, me permito insistir vivamente
en la gran importancia que tendrán esas visitas del
cónsul en el informe final que deberá enviar a Londres,
cuyas conclusiones serán cruciales para la economía
de estas islas y la prosperidad de los negocios que
ustedes dirigen. Todo depende, pues, de la impresión
que saque sobre el terreno, y para que ésta sea
positiva son fundamentales la forma de recibirlo y la
sensibilidad con que se responda a sus preguntas.
Convencido de haber sido lo bastante claro y de
que ustedes comprenden la importancia de lo que está
en juego, sólo me queda pedirles que no divulguen el
contenido de esta carta y que no dejen de
comunicarme cualquier hecho o impresión que, a su
entender, yo deba conocer. Como siempre, estoy a su
entera disposición para cualquier aclaración adicional
que necesiten.
Que Dios los guarde.
El gobernador,
Luís Bernardo Valença
Joáo llegó en el Zaire un sábado por la mañana, casi al final del verano, bajo
un cielo tapado por un manto de neblina húmeda y caliente suspendida en el aire.
Desembarcó un poco aturdido, mareado por el viaje, pasmado por el clima y por
esa angustiosa sensación que asaltaba a todo el que llegaba por primera vez a
Santo Tomé y constataba las ridículas dimensiones de aquel trozo de tierra, a la
deriva en los confines del océano y del mundo conocido.
—¡Por el amor de Dios, Luís, no me digas que la ciudad, que la «capital» de
esta tierra, no es más que esto que se ve aquí! ¡No me digas que vives en este
agujero!
Luís Bernardo sonrió de oreja a oreja. Estaba feliz como un niño de tener allí
a su amigo. Le dio un abrazo tan largo que acabó sintiendo cómo el sudor de João
le caía sobre el cuello de la camisa.
—Pero, João, si tú fuiste uno de los principales responsables de mi destierro,
¿o es que ya no te acuerdas?
—¡Perdóname, perdóname, mi pobre Luís Bernardo, no tenía ni idea!
—Anda, vamos a casa. Mandaré a mi sensual Doroteia que vaya a abanicarte
al balcón, te sirva limonadas y te prepare un baño de agua fría, y ya verás cómo
esta noche ya estarás enamorado de este sitio. Te aseguro que te va a encantar
Santo Tomé, João. Tres años aquí son un destierro, pero quince días son un lujo.
¡Llorarás de pena y de remordimientos cuando te marches y me dejes aquí solo!
Luís Bernardo tenía razón. João Forjaz se enamoró de la isla ya en su primera
noche, cuando, después de una cena aderezada con productos traídos de Lisboa
que el viaje no había estropeado —unas perdices en escabeche, un queso curado
de Serpa, un tinto de Douro y unos puros de la Casa Havaneza—, se sentaron en
el balcón frente al mar y puso a su amigo al corriente de las últimas noticias de
Lisboa, mientras se fumaban los cigarros, cuya punta mojaban en la copa de
coñac francés. Primero fue Luís Bernardo quien le hizo preguntas sin cesar,
deseoso de saberlo todo sobre el ambiente político, la vida de sociedad, las fiestas,
la temporada en el Sao Carlos, las novedades de la ciudad y de la técnica, las
intrigas de café, los amoríos, las bodas, las infidelidades. Hasta que, como quien
no quiere la cosa, llegó a Matilde.
—¿Matilde...? —João Forjaz contemplaba la punta incandescente de su puro,
como si acabara de descubrir ahí algo de lo más peculiar—. Matilde, claro... Pues
por lo visto Matilde está bien. Aquel devaneo contigo parece no haber dejado
secuelas. No sé si eso te decepciona... Pero la verdad es que la he visto siempre
junto a su marido y parecían muy unidos.
—Entonces, ¿crees que él no llegó a enterarse de nada?
—No; creo que no, y tampoco he oído el más mínimo rumor. La cosa duró
poco y se ha de admitir que, por lo menos, fuiste cauteloso. Es un secreto entre
cuatro personas que, si Dios quiere, nos llevaremos a la tumba. Además, está
embarazada...
—End of the story... —murmuró Luís Bernardo, como si hablara solo—. Mejor
así.
Se quedaron callados unos minutos y después fue João quien se interesó por
todo lo relacionado con su trabajo en Santo Tomé. Ya sabía muchas cosas o las
había deducido de las cartas que le había escrito pero, ahora que estaba allí, lo
comprendía todo mejor y quiso conocer todos los detalles de los problemas a los
que se enfrentaba y de los personajes que protagonizaban aquel enredo
sociopolítico. Luís Bernardo no se hizo de rogar. Se explayó hasta altas horas de
la madrugada, le habló de las autoridades de la isla, de los hombres de las
haciendas, del inglés y su mujer, de aquellos en los que podía confiar, que eran
una minoría, y de los que tenía como adversarios o enemigos declarados. Por fin
estaba con alguien en quien confiaba por completo, alguien que le podía aconsejar
y dar ánimos, alguien que, llegado de fuera, podía ver las cosas con más claridad
que él mismo. Sólo se calló al notar que las preguntas de João comenzaban a
escasear, señal de que su amigo estaba rendido por el cansancio y ya tenía
bastante por una noche. Lo acompañó a la habitación de invitados, se aseguró de
que estaba todo en orden —la cama hecha y abierta, una jarra de agua y un vaso
en la cabecera, velas suficientes para varios días, la ropa ya guardada en el
armario— y sólo entonces lo dejó y se fue a su propia habitación, para dormir la
noche más reconfortante de todas las que había pasado desde su llegada a Santo
Tomé. Por una vez no estaba solo en la pequeñez de la isla, frente al rumor de
ese océano sin fin de ahí fuera.
En los días siguientes, Luís Bernardo llevó a su amigo a conocer casi toda la
isla. Salían por la mañana a caballo y visitaban la ciudad o las poblaciones y
haciendas más cercanas. De regreso siempre paraban en alguna playa —la de
Água Izé; la de Micondó, que era la preferida de Luís Bernardo; la de las Conchas
o la de las Sete Ondas— y se daban un largo baño en aquellos paraísos
abandonados, adonde absolutamente nadie, ni negro ni blanco, iba nunca a
bañarse. Después se tumbaban en la arena a charlar y a tomar el sol, que a veces
desaparecía de repente detrás de nubes que descargaban un chubasco fugaz, en
lo que parecía un anuncio del inicio de la estación de las lluvias. Siempre volvían
a casa a primera hora de la tarde y comían en la relativa frescura de la recocina.
João se habituó rápidamente a la gastronomía local y cada día disfrutaba más de
los platos que Sinhá preparaba y Sebastião servía con visible satisfacción y el
esmero de un auténtico mayordomo. La visita de don João, «un distinguido
caballero de Lisboa, amigo del señor gobernador y habitual en la corte» (como
Vicente, aconsejado por Sebastião, se encargó de propagar por la ciudad),
devolvió la alegría y la ilusión a todo el personal del palacio. La soledad y la
nostalgia de Luís Bernardo, a menudo tan penosas, por fin le concedían unos días
de tregua, y un ambiente renovado y más relajado se instaló en toda la casa,
desde la cocina hasta el salón. Incluso Doroteia, que se caracterizaba por su
mutismo y se deslizaba por las estancias como una sombra inaccesible, se
mostraba ahora más visible y atrevida, y respondía con sonrisas a los piropos que
João, sin ningún pudor, le lanzaba sin cesar. En una ocasión, Luís Bernardo los
sorprendió en el pasillo, mientras él le dirigía algún requiebro del estilo «si vienes
conmigo a Lisboa, te hago condesa de Santo Tomé» y ella se hacía la vergonzosa
y desaparecía con sus andares bailarines, que le marcaban las caderas bajo el fino
vestido de lino blanco, y no pudo reprimir unos celos que a él mismo lo
sorprendieron.
—Vamos, João, compórtate...
—¿Qué?
—Nada, nada.
—¿Tiene celos, señor gobernador? —João le dirigió una sonrisa burlona para
provocarlo.
—¡Canalla, caradura! Te aprovechas del hecho de estar aquí de paso.
—No te preocupes, Luís; cuando me marche, tendrás a la bella Doroteia para
ti solo. Yo no hago más que prepararte el terreno, porque, por lo visto, el señor
gobernador (sin duda debido a las responsabilidades de su cargo) aún no se ha
atrevido a hincar el diente a ese manjar. ¿Me equivoco?
Luís Bernardo le dio la espalda, mientras mascullaba algo sobre la fidelidad de
los amigos en los momentos difíciles.
Normalmente, después de comer Luís Bernardo iba a la planta baja, a la
secretaría general del gobierno, y dedicaba la tarde a despachar los asuntos del
día, consultar información y recibir a las personas que tenían asuntos que tratar
con él. João aprovechaba para echar una siesta o volver a la ciudad, que
exploraba con interés de antropólogo y de la que siempre regresaba con alguna
pieza tallada en madera o en concha de tortuga. Otras veces salía con Vicente, a
quien Luís Bernardo había puesto a su entera disposición, y se iba a pescar en un
barco que alquilaba para toda la tarde. Volvía siempre eufórico y cargado de
pescado, porque allí, en Santo Tomé, no hacía falta alejarse más de unas decenas
de metros de la costa para que cualquier pescador aficionado lograra la captura de
su vida. Saltaba a la vista que João estaba feliz y radiante con aquellas
vacaciones en el ecuador, bronceado por el sol y por la sal marina, intrigado por
todas las cosas sorprendentes que descubría y contento también por sentir que su
presencia animaba a Luís Bernardo. En su compañía había visitado ya dos
haciendas del interior —Monte Café y Bombaim—; había ido hasta Ribeira-Peixe,
en el extremo septentrional de la isla; se habían adentrado juntos en el corazón
de la selva y había podido sentir en su propia piel el misterio y la llamada del óbó,
los secretos ocultos en el interior de aquel mundo denso y verde. Una mañana
partieron a primera hora en el vapor que conectaba las dos islas y, con la
corriente a favor, llegaron a Príncipe a media tarde, a tiempo de asistir a la
formación vespertina en la hacienda Sundy, donde pasaron la noche. Al día
siguiente visitaron dos haciendas más y la ciudad de Santo Antonio, la capital de
la isla, que no era más que un poblado con treinta casas de piedra y ladrillo
levantadas alrededor de la única plaza, en la que des tacaba la inevitable iglesia.
Mientras João se entretenía con curiosidades de visitante ocasional, Luís Bernardo
pasó el día charlando en voz baja con el joven Antonio Vieira, el delegado del
gobierno en la isla de Príncipe, de quien guardaba una grata impresión desde el
día de su desembarco en Santo Tomé. Cuando se lo presentaron en el
desembarcadero, su evidente timidez y nerviosismo habían despertado de
inmediato su simpatía. Era sólo la segunda visita de Luis Bernardo a Príncipe y le
pareció detectar cierta tensión en el ambiente de las haciendas. Había algo
diferente en la actitud de los trabajadores, algo más que esa habitual resignación
y tristeza en la mirada que siempre lo impresionaban. Interrogó a Antonio Vieira,
pero éste se mostró evasivo y se limitó a decir que no había notado más que los
conflictos de costumbre, que se resolvían en las mismas haciendas sin mayores
problemas.
—¡Esté atento! Abra bien los ojos y, si nota algo extraño o dile rente,
comuníquemelo inmediatamente. —Luís Bernardo miró a izquierda y a derecha,
pero el otro no parecía preocupado en absoluto.
—Puede confiar en mí, señor gobernador. Ya sabemos que nunca se está del
todo seguro, y menos aquí, donde estamos aún más aislados que en Santo Tomé.
Pero si se avecinara algún problema serio, es pero detectarlo a tiempo.
Su respuesta no dejó muy tranquilo a Luís Bernardo, pero tampoco tenía
tiempo de explicarle sus temores con más detalle. El barco los esperaba para
regresar a la capital con la puesta de sol y tenían por delante largas horas de
navegación nocturna.
A media travesía, con una noche despejada y plagada de estrellas, João se
sentó al lado de su amigo para romper el silencio pensativo en que estaba sumido
desde que dejaron atrás, perdidas en el horizonte, las escasas señales de
presencia humana de la ciudad de Santo Antonio.
—¿Qué te preocupa, Luís?
—No lo sé. Ojalá me equivoque, pero hay algo aquí, en las haciendas de
Príncipe, que me da mala espina.
—¿A qué te refieres exactamente? Yo no he notado nada especial.
—No sé explicarlo, João, pero noto algo en el aire. Algo diferente en la mirada
de los negros. Si quieres que te diga la verdad, me parecieron esclavos a punto de
emprender una revuelta general y organizada.
—¡Válgame Dios, Luís! ¡No seas agorero! ¿De verdad has notado eso?
—Así es. Y, como puedes suponer, ése es un peligro constante aquí. Sería una
catástrofe que algo parecido a una revuelta estallara ahora, con David Jameson
de testigo. Después de algo así, ¿cómo íbamos a seguir defendiendo que aquí no
tenemos trabajo esclavo?
—Pero ¿tú crees que lo hay, Luís? —João parecía realmente perplejo por las
preocupaciones de su amigo.
—¡Ah, João...! —Luís Bernardo respiró hondo, mientras contemplaba aquel
cielo magnífico, que parecía contener en su interior un universo de paz—. Ésa es
la pregunta que me hago desde el día en que llegué. Pensaba que, una vez aquí,
la respuesta sería evidente. Pensaba que sería suficiente con visitar las haciendas,
ver las condiciones laborales de los negros, verificar los horarios de trabajo,
consultar los registros de defunciones y nacimientos, supervisar la asistencia
médica, o menos aún, que me bastaría con mirarlos a los ojos y descubrir la
verdad. Pero no. Me dejé enredar en una maraña de razones y argumentos
jurídicos, leyes y tratados, contratos firmados o por firmar, condiciones de
repatriación y no sé cuántas cosas más. Un enredo donde llegan a confundirse las
razones jurídicas con la observación de los hechos y en el que ya no sé si importa
más lo que siento o lo que tengo el deber de defender. Como si fuera un abogado
en un tribunal.
Se calló. João se quedó mirándolo a la escasa luz que daban las lámparas de
petróleo que iluminaban la cubierta del barco.
—Vamos a ver, Luís, intenta ser racional. La ley obliga a que los trabajadores
tengan un contrato, esos contratos tienen un plazo y ellos son libres de
marcharse al finalizar ese plazo. Entonces, ¿cómo se puede hablar de trabajo
esclavo?
—¿Eso es lo que piensas, João? ¿Así de fácil? No sabía que fueras tan
legalista.
—Vamos, Luís, estudié en la misma facultad de Derecho que tú. Lo único que
sé es que, mientras no se viole una ley (y, por lo que me has explicado, aún no
ha terminado el plazo para saberlo), no es lícito suponer que no se está
cumpliendo o que no se va a cumplir. Y no he visto a ningún trabajador azotado o
arrastrado con grilletes; los he visto formar por la mañana para ir a trabajar y
regresar al final del día, por su propio pie, para el recuento. ¡Vamos, Luís, no
puedes ser más papista que el Papa! Esto es África, es una colonia y, por algún
capricho del destino que ahora no viene al caso, nosotros somos los colonizadores
y ellos los colonizados. Que yo sepa, la colonización no está prohibida en ninguna
ley ni tratado internacional. ¿Acaso Inglaterra, España, Alemania, Bélgica u
Holanda no explotan también sus colonias? ¿Quién trabaja en las plantaciones de
caña de azúcar de las Antillas? ¿Quién trabaja en las minas de oro del Transvaal?
Luís Bernardo no contestó. Observaba el rastro de luz que el barco dejaba a
su paso en el agua, como si allí estuviera la respuesta a todas aquellas preguntas,
flotando, nítida, sobre la superficie.
—Luís —prosiguió João, que se acercó a él y le pasó un brazo sobre el hombro
—, soy tu amigo, puedes contármelo todo, incluso tus pensamientos más
inconfesables. Dime qué es lo que de verdad te preocupa.
Por segunda vez, Luís Bernardo exhaló un profundo suspiro. Era un suspiro de
cansancio, una silenciosa petición de ayuda.
—Lo que me preocupa, João, es no estar a la altura de las circunstancias.
—¿Qué quieres decir con eso? ¿Qué circunstancias?
—João, David Jameson no está aquí de vacaciones. Él no me lo ha dicho, ni
falta que hace, pero yo sé que su misión es muy sencilla: concluir cuanto antes si
hay o no trabajo esclavo en Santo Tomé y comunicarlo a Londres. Si concluye que
sí, significará que yo habré fracasado en la misión que me encargaron. Si
concluye que no, significará que habré conseguido engañarlo o, por lo menos,
desviar su atención y, en ese caso, no sé cómo se quedaría mi conciencia.
—Pero ¿cómo podrías engañarlo, Luís? ¡Los hechos son los que son, o existen
o no!
—¿Cómo? ¿Quieres que te ponga un ejemplo? Si estalla una revuelta en una
hacienda o se descubre que un trabajador, o un centenar, firmó su contrato de
trabajo sin saber lo que firmaba, ¿crees que voy a correr a contárselo al cónsul de
Inglaterra? No, mi deber me obliga a intentar ocultarle todo lo que pueda ser
perjudicial para nuestros intereses. ¿Lo entiendes ahora?
—Creo que estás haciendo una montaña de un grano de arena y, lo que es
peor, antes de tiempo. En todas partes hay conflictos y abusos. También los hay
en Portugal, en nuestras haciendas, en nuestras fábricas, y no sabemos de la misa
la media. Pero entre eso y el trabajo esclavo hay una gran diferencia.
—No, João, son cosas diferentes. Hace mucho tiempo que no tenemos siervos
de la gleba en Portugal. Puede que se maltrate a los trabajadores, pero siempre
tienen la libertad de marcharse, aunque eso, en muchos casos, signifique pasar
hambre. Pero los de aquí están a cinco mil millas de su casa. ¡No son de aquí,
João! ¿Entiendes la diferencia? Para que puedan marcharse han de evitar la
trampa de estampar el dedo en un contrato de renovación, que ni desean ni
entienden, y esperar que los repatriemos por mar a las tierras de Angola, adonde
fuimos a buscarlos. Pero, claro, todo parece muy legal. El bastardo del
administrador general, que debería velar por los derechos de los trabajadores y
que está compinchado con los hacendados, puede presentarme miles de contratos
de renovación y las cifras donde se demuestra que, como el año pasado, sólo
cuatro trabajadores (¡cuatro, João!) querrían volver a casa. ¿Y eso qué significa?
A mi entender, significa simplemente trabajo esclavo encubierto con papeles
pseudojurídicos. Y quizá te hayas olvidado de una cosa, João: se me ofreció este
cargo porque estoy en contra del trabajo esclavo, porque lo dije y lo escribí
públicamente. Y lo acepté, entre otras cosas, porque tú y algunos más me dijisteis
que tenía la obligación moral de llevar a la práctica esas ideas, toda vez que me
habían elegido para el cargo por ellas. No vine aquí para condescender, para
engañar al inglés o para engañar a mi propia conciencia. ¡Mierda, para eso me
hubiera quedado en Lisboa, que es mucho más cómodo y agradable que esto, te lo
aseguro!
João Forjaz se quedó callado, sorprendido por la vehemencia del discurso de
su amigo. Ese Luís Bernardo no era el mismo que conocía en Lisboa. No se trataba
del empecinamiento con que defendía sus ideas y puntos de vista; eso era
habitual en él cuando estaba entre amigos e intervenía en las tertulias de salón o
en las discusiones políticas durante las cenas de los jueves en el hotel Central.
Sin embargo, ahora veía en él algo diferente, algo más personal, más radical.
SantoTomé había cambiado al Luís Bernardo al que estaba habituado. Lo observó
de reojo mientras su amigo, de nuevo en silencio, contemplaba las aguas oscuras
del estrecho por el que el barco avanzaba con dificultad. Veía a un hombre de
sociedad que se había transformado en un solitario, un hombre tolerante y
amante de la controversia que se había vuelto sorprendentemente intransigente,
un hombre despreocupado e incluso frívolo en muchos aspectos que ahora se daba
aires mesiánicos, como si el mundo entero estuviera pendiente de su humilde
misión allí, en los confines del mar, en aquel remedo de tierra y de civilización.
¿Acaso concedía tanta importancia a su misión para no sentir que lo que hacía era
inútil, que estaba desperdiciando un tiempo precioso que podría dedicar a vivir en
cualquier otro sitio? ¿Le habrían trastornado la soledad, el silencio de tantas
noches seguidas hablando y oyéndose hablar solo? ¿Habría perdido el sentido de
la proporción de las cosas?
—Luís, tranquilízate. Todos sabemos que en teoría la ley es igual en todas
partes, pero también que eso no deja de ser una amable fantasía. No se ha
levantado ni mantenido ningún imperio siguiendo esa máxima. ¿Quién dio
autoridad a Cortés, cuando desembarcó en América, para capturar a Moctezuma?
¿Quién dio a nuestro rey don Carlos autoridad para someter y encerrar a
Gungunhana, que era rey en Mozambique por derechos mucho más antiguos que
los suyos? Todas las éticas evolucionan, lo que hoy es normal mañana será
horrendo y lo que hoy es un crimen mañana será una banalidad. No puedes
pretender convencer en seis meses a todos los portugueses que están aquí desde
hace generaciones, sufriendo desde siempre lo que tú sufres desde hace unos
meses y con la única contrapartida de hacer fortuna, de que todo su código de
conducta y la forma de vida que han construido están equivocados, sólo porque tú
traes de Lisboa decretos, instrucciones y acuerdos secretos con Inglaterra que
ellos deben empezar a acatar de la noche a la mañana. Por mucha razón que
tengas, Luís, eso requiere tiempo. Tiempo y persuasión.
—No, João. —Luís Bernardo levantó la vista del mar y habló como si estuviera
solo, como había hablado tantas veces con João a distancia, desde su balcón—. Tú
no conoces a esa gente. Nunca cambiarán, nunca evolucionarán, nunca creerán
que la esclavitud camuflada que practican en las haciendas no es un derecho
natural que la Providencia ha puesto a su alcance para su uso y disfrute. Lo único
que esperan es que David redacte su informe y se largue, y que yo me canse y
me largue también para que venga algún otro gobernador más parecido a los de
antes y las cosas vuelvan a la normalidad. ¿Es eso lo que queremos como nación,
João? Entonces, ¿por qué llamamos a esto Provincias Portuguesas y no Almacenes
Portugueses de esclavos en África?
Ambos guardaron silencio. El ruido monótono del motor de carbón rasgaba la
quietud de la noche sobre aquel mar plagado de estrellas. A ambos lados y
enfrente del barco se veían reflejos resplandecientes que señalaban el rastro de
los peces voladores, que seguían la misma ruta que ellos. En el horizonte una
levísima claridad, casi imperceptible, anunciaba el nacimiento del nuevo día y en
dirección a Santo Tomé, ya a sólo dos o tres horas de viaje, una fina línea de luz
a ras de agua marcaba el punto exacto donde la noche de la ciudad a la que se
dirigían moría con el sol naciente de aquella mañana en el ecuador. João sintió un
escalofrío que lo hizo apretar con más fuerza sobre su pecho el capote con que se
abrigaba. Volvió a observar de reojo a su amigo y vio la tristeza de su mirada, el
desamparo casi físico que revelaba, las arrugas que hasta ese momento no le
conocía y ahora, con la primera luz de la mañana, se hacían evidentes en su
rostro. Todo el conjunto le provocó un nuevo estremecimiento y volvió a
arrebujarse con la capota, como si quisiera precaverse así contra algún mal
presagio. Sintió por Luís Bernardo una auténtica ternura de amigo, desconocida
hasta entonces; había que defenderlo, protegerlo. Sacarlo de allí cuanto antes.
David y Ann habían ido a cenar a casa de Luís Bernardo. Desde la llegada de
João a Santo Tomé aquellas cenas, ya fueran en casa de Luís Bernardo o en la del
cónsul inglés, eran tan habituales que casi no hacía falta concertarlas. Al principio
habían procurado espaciarlas para guardar las formas y respetar las normas de
etiqueta a que estaban habituados, pero pronto, por un consenso implícito, se
hicieron diarias o casi diarias, unas veces en una casa y otras veces en la otra.
Como la simpatía de la pareja inglesa por João fue recíproca e inmediata, aquellos
cuatro personajes, que se sabían pertenecientes a un subgrupo único en aquellos
parajes, decidieron tácitamente pasar por alto unas conveniencias sociales que les
habrían impedido, sin una razón lógica o verosímil, beneficiarse de su mutua
compañía. La pareja de «residentes» agradeció especialmente el fugaz paso de
João por su destierro tropical, pues su presencia brindaba la posibilidad de
organizar cenas de cuatro, en lugar de tres, lo que cambiaba mucho las cosas.
Como de costumbre, Luis Bernardo mandó servir la cena en la recocina, no en
el comedor, que seguía pareciéndole demasiado grande, desagradable y formal,
con sus macizos armarios de madera indo-portugueses, por los que sentía una
especial repugnancia. Además, así podía abrir de par en par las puertas del
balcón, con lo que parecía que la noche y el jardín se metían en casa. Y aquella
noche en particular era especialmente hermosa, de luna llena y brisa suave, con
un calor en el aire que les traía un aroma a mar y a flores que él no sabía
identificar, pero que Ann distinguía con precisión. Con el pretexto del incremento
de comensales, Luís Bernardo propuso a Sebastião (con mucho tacto, para no
ofender al esforzado mayordomo) que recurriera a la ayuda de Doroteia para
servir la mesa. Era una pequeña provocación dirigida a João, que se quedaba
fascinado con los movimientos ondulantes y silenciosos, con la sonrisa de dientes
blancos y ojos negros con que Doroteia se desplazaba alrededor de la mesa,
incluso de pie, mientras ayudaba a servir los platos en silencio, ella era la mujer
que faltaba en el grupo, y lo cierto era que su presencia no pasaba inadvertida a
ninguno de los tres comensales masculinos. Luís Bernardo saboreaba con
auténtica fruición el efecto que causaba Doroteia. Le apetecía pasarle la mano por
las caderas cuando se acercaba a retirarle el plato, hacer un gesto que
demostrara a los demás que él era el propietario y beneficiario de aquella pantera
sedosa, tallada en ébano y marfil, con lánguidas gotas de sudor. En un momento
dado estuvo a punto de consumar ese gesto irreflexivo, pero vio que, sentada a su
derecha, Ann observaba la escena con esa atención instintiva que prestan las
mujeres en tales ocasiones, y se quedó inmóvil, con la mano suspendida en el aire
y ruborizado, como un niño pequeño al que sorprenden a punto de cometer una
trastada.
Sinhá había preparado su extraordinaria sopa de pescado, que no tenía rival
en toda la isla, seguida de un asado de cerdo salvaje enrollado en banana-maç, lo
que le daba un gusto refinado e imaginativo, digno de un chef francés. Un pudin
de coco y un sorbete de mango remataban el menú, a propósito del cual, y de la
generosa cantidad de pimentón en la sopa de Sinhá, David comentó que nunca
había entendido por qué era precisamente en los países más cálidos donde se
echaba más picante a la comida.
—Cuando ustedes, los portugueses, trajeron la pimienta de la India, era
natural que tuviera éxito en los países fríos del norte de Europa, como el mío,
porque ayudaba a calentar el cuerpo. En cambio, es en los trópicos (en África, la
India, Brasil, las Antillas) donde se encuentra la comida más picante. ¿Para qué
hacer sudar a quien ya se está muriendo de calor?
João explicó que había leído en algún sitio que el picante ayudaba a combatir
los efectos del propio calor, una tesis que tenía más de absurdo que de científico,
como David no tardó en demostrar. Entonces se enzarzaron los dos en una
discusión sobre la vida en los trópicos, que rápidamente derivó hacia una
comparación entre los trópicos y la civilización y aquello a lo que Kipling llamaba
«la misión del hombre blanco». Convencido de que la conversación sería más
agradable fuera, en el balcón, Luís Bernardo se levantó e invitó a los demás a
acompañarlo, pero sólo Ann lo hizo, así que dejaron a los otros dos enfrascados
en su discusión.
Él y Ann se sentaron fuera, en las sillas de mimbre, de cara al mar, que el
reflejo de la luna iluminaba dibujando un camino de luz desde el horizonte hasta
tierra. Salvo el canto ocasional de algunas aves nocturnas o algún sonido
indefinido procedente de la ciudad, reinaban la calma y el silencio. Luís Bernardo
se encendió un puro con una de las velas que Sebastião mantenía siempre
encendidas hasta que él se retiraba, durante las muchas noches que había pasado
mirando el mar, escuchando su música y fumando, a solas con sus pensamientos.
Pero esa noche estaba feliz. Feliz, acompañado y relajado. Vestía unos sencillos
pantalones negros de lino y una holgada camisa blanca abierta por el cuello. La
única señal de la vida que había dejado atrás era el Patek-Philippe de plata que
había heredado de su padre y que llevaba en el pequeño bolsillo delantero de los
pantalones, con la cadena caída sobre la pierna izquierda. Ann estaba
deslumbrante, con su cabellera rubia recogida atrás y derramada en mechones a
ambos lados de la cara, un brillo en los ojos que parecía reflejo de la luna, un fino
vestido de algodón azul oscuro, con el corpiño muy subido y un amplio escote que
dejaba al descubierto buena parte de su pecho, bronceado ya por el sol de Santo
Tomé y humedecido por gotitas de sudor, casi imperceptibles, como perlas
diminutas pegadas a la piel. Su voz, cálida, pausada, sensual, hacía estremecer a
Luís Bernardo como si unos brazos invisibles lo envolvieran en ese sonido, como
Ulises, cautivo de los cantos de las sirenas, perdido en el camino de vuelta a casa.
No era por el embrujo de la luna ni por el encanto de aquella noche, y tampoco
era la primera vez que se sentía así delante de Ann. Día a día, noche a noche, su
presencia lo perturbaba cada vez más, se distraía durante el día con la esperanza
de verla y se desvelaba por la noche después de haberla visto. Pero jamás esbozó
el más mínimo gesto que lo revelara.
—Luís... —La voz de ella rompió de repente aquel momento mágico y él se
despertó en el acto, con todos sus sentidos alerta—. Parece usted otro desde que
João está aquí. Por fin parece ser un humano, normal, no una fiera acosada.
Él sonrió.
—¿Yo parecía una fiera acosada, Ann?
—¿Es que no se miraba al espejo? Parecía un faquir caminando sobre
cuchillos, siempre esperando la siguiente encerrona, la siguiente puñalada.
—Quizá sí, Ann, quizá tenga usted razón. Llevo ya casi un año aquí y ha sido
un año muy duro, con una vida muy diferente de la que estaba habituado. Y sin
nadie, absolutamente nadie, en quien confiar, con quien hablar, con quien estar
así, como estamos nosotros ahora, charlando relajadamente. La visita de João ha
acabado con eso, pero soy consciente de que es sólo un breve paréntesis; dentro
de unos días se marchará y todo volverá a la normalidad. Y la normalidad, Ann, a
veces es difícil de soportar.
—Lo sé, Luís, imagino que debe de serlo, pero al menos sabe que puede
contar conmigo y con David. Sentimos un sincero aprecio por usted y hemos
hablado varias veces sobre su situación. Nosotros, al menos, nos tenemos el uno
al otro, pero usted no tiene a nadie. Pasar todas las noches solo, en este balcón,
debe de ser muy duro.
Luís Bernardo la miró: estaba hermosa, casi irreal. Tenía la impresión de que,
si tendía la mano para tocarla, se desvanecería. Decidió tantear.
—Ann, no tengo la menor duda de la sinceridad de su amistad pero, como
sabe, David y yo tenemos misiones distintas, tal vez incluso opuestas. Quizá
llegue un día en que nuestras respectivas misiones nos obliguen a aparcar esta
amistad que hemos construido de forma espontánea. Quizá sería mejor para
ambos que no nos hubiéramos hecho amigos; en caso de conflicto, las cosas
resultarían más fáciles.
—Claro, los hombres tienen esa parte de conflicto interior, a la que veneran.
Por sentido del deber, son capaces de aguantar a sus enemigos y abandonar a sus
amigos. He vivido eso en mi propia carne, hace tiempo... Pero yo, Luís, óigame
bien, soy mujer, soy su amiga y no entro en esa clase de conflictos; por lo que a
mí respecta, no lo abandonaré.
Él se quedó mudo, sin saber qué decir. Ni siquiera acababa de entender qué
había querido decir. Se sintió aturdido, quizá por el vino y el coñac, quizá por la
luna llena, la devastadora belleza de la piel de Ann, de su pecho, de su cabello, de
su mirada. Se levantó y fue hasta la baranda, para despejarse con la brisa
procedente del mar, que el calor de la noche no llegaba a caldear del todo.
—¿Adonde va, Luís?
—¿Yo? —Se dio cuenta de que le había dado la espalda sin querer y se volvió
hacia ella—. ¡A ningún sitio!
—¿No querrá huir?
—¿Huir? ¿De qué?
Ahora se sentía desamparado, a la deriva, incapaz de razonar, de decir algo
con sentido, pero ella no iba a concederle ninguna tregua. Volvió a oír su voz,
baja, cálida, sensual. E implacable.
—De mí.
Del salón llegaban, cada vez más altas, las voces de David y João, que
seguían con su discusión. Estaban enzarzados en la comparación entre las
colonizaciones inglesa y portuguesa y, cegados por el acaloramiento del debate,
no parecían haber reparado en la presencia de la pareja a solas en el balcón. Luís
Bernardo aprovechó el alboroto de la discusión para hacerse el distraído y no
tener que improvisar una respuesta para Ann. Oyó, sonriendo por dentro, cómo
João recitaba con vehemencia todos los argumentos que avalaban la postura
portuguesa respecto a Santo Tomé; su amigo estaba haciendo ese trabajo por él
y, por lo que parecía, llevaba varios puntos de ventaja en el debate. Sin embargo,
Ann no le permitió continuar fingiendo distracción.
—Le he hecho una pregunta, Luís. Como no he recibido respuesta, he de
suponer que quien calla otorga. Pues bien, ya que estamos aquí, en un lugar tan
alejado de todo y en circunstancias tan inesperadas, creo que no tiene sentido
que nos andemos con hipocresías. Se lo contaré todo: usted me fascina, Luís. Me
he preguntado mil veces qué hace un hombre inteligente, culto, educado, un
caballero atractivo y soltero como usted, en un lugar como éste, desterrado del
mundo. Hace unos días hice la misma pregunta a João y respondió lo que yo
esperaba: que había venido por sentido del deber, para sentirse útil una vez en la
vida, para llenar un vacío, por el desafío intelectual. En fin, la coartada de
siempre. Luís, usted no es de esa clase de hombres, y lo sabe muy bien. Está
fuera de su mundo y no cree en los valores que se supone debe representar y
defender. Ahora se siente atrapado y no sabe cómo librarse de esto. Pero ¿qué
crimen ha cometido para imponerse semejante castigo?
—Y usted, Ann, ¿qué crimen cometió para venir a parar aquí?
—Ah, no fui yo, sino mi marido. Le he prometido que hablaría sin hipocresías,
de modo que le contaré lo esencial: David cometió una terrible estupidez en la
India, un imperdonable paso en falso, que nos ha hecho acabar en Santo Tomé, el
más oscuro de los destinos disponibles para los servidores del gran Imperio
británico. Cualquier mujer en mi lugar lo habría abandonado, por la vergüenza
que hizo caer sobre mí y por el destino que me esperaba si seguía a su lado, pero
yo admiro mucho a mi marido y, pese a lo que hizo, no puedo olvidarme de todo
lo demás y del hombre brillante que ha sido y continúa siendo. Lo quise con toda
mi alma hasta que me hirió como lo hizo, y aún hoy lo quiero, de un modo
diferente, más distante e íntimo, que no sabría explicar. Podría haberlo
abandonado, pero pensé que, precisamente porque todos los demás lo hacían, yo
no debía hacerlo. Como ve, tampoco yo soy inmune al sentido del deber. Ahora
bien, quedó claro entre nosotros que yo sería una presencia constante a su lado,
que ante el resto del mundo y ante la ley seguiría siendo su mujer, pero que no
sería, si no quiero, su mujer de hecho. Es el precio que ha de pagar por tenerme
aquí. Soy una mujer libre, como una viajera que ha desembarcado con él en
Santo Tomé, donde... —Ann hizo una pausa y lo miró fijamente a los ojos—.
Donde lo he encontrado a usted.
Se quedaron callados, mirándose. Ella estaba sentada en la silla, él seguía de
pie, apoyado en la baranda, de espaldas al mar y a la luna. Él estaba en la
sombra, ella en la luz, expuesta. Luís Bernardo tendió las manos hacia ella.
Lentamente Ann se levantó y caminó hacia él, hasta la sombra donde se ocultaba,
sin moverse, sólo dos manos tendidas en una llamada muda. La oscuridad los
protegía ahora de las miradas del interior de la sala, desde donde les llegaban las
voces de David y João, que proseguían su interminable discusión. Por un instante
Luís Bernardo pensó que João había adivinado lo que estaba sucediendo fuera y
sólo prolongaba el debate con David para darle tiempo y ocasión de convertir
aquella noche en la más decisiva de las que había pasado y pasaría en Santo
Tomé. Y eso fue lo último en lo que pudo pensar, antes de sentir la suavidad de la
cara de ella arrimándose con delicadeza a la suya, su cabello ligeramente
perfumado acariciando su mejilla, su cuerpo apretándose poco a poco a él, su
pecho hinchado y jadeante buscando el suyo. Aún tuvo tiempo de mirarla y ver
cómo el verde líquido de sus ojos, donde parecía reflejarse la luna, se apagaba
lentamente mientras ella cerraba los ojos y le ofrecía una boca húmeda, ávida,
con una lengua caliente que recorrió sus dientes y se enrolló en su propia lengua,
el cuerpo casi pegado al suyo, con un frenesí de pasión y de deseo que no había
visto en ninguna de las mujeres que se le habían entregado. Y se sumergió,
también con los ojos cerrados, en aquella boca y en aquella pasión, durante un
tiempo que se le antojó una eternidad, hasta el límite de lo soportable.
Capítulo 12
Q ue las islas son lugares de soledad nunca se hace tan patente como cuando
parten los que sólo estaban de paso y se quedan, despidiéndose en el
muelle, los que seguirán allí. En cualquier despedida casi siempre es más triste
quedarse que partir, y en una isla esa diferencia resulta aún más evidente, como
si hubiera dos especies de seres humanos: los que viven en ella y los que llegan y
se van.
En Santo Tomé y Príncipe, adonde sólo llegaban dos barcos al mes, uno
procedente de Angola y otro de Portugal, y donde ni siquiera había muelle, sino
sólo una pequeña playa desde donde los botes debían transportar pasajeros y
mercancías desde y hacia los barcos fondeados mar adentro, se sentían mucho
más las llegadas y partidas, a menudo con una carga de emotividad y
desesperación que se quedaban flotando sobre la playa y la ciudad mucho después
de que desapareciera por el horizonte la embarcación que poco antes estaba allí.
Cuando llegaban, una vez doblado el cabo que delimitaba la bahía de Ana Chaves,
todas las naves hacían sonar estridentemente la sirena, como si quisieran
convocar a la ciudad entera en la playa. Pero lejos de allí, desde lo alto de las
haciendas encaramadas montaña arriba, las divisaban mucho antes y hacían
circular la noticia de boca en boca hasta la ciudad. Y corrían todos a la playa, no
sólo los pocos que esperaban a parientes o amigos o los que tenían a bordo
mercancías contratadas, sino también una multitud formada por críos, amas de
casa ociosas, autoridades desocupadas que fingían asistir por obligación y quienes
iban simplemente por curiosidad, esa curiosidad silenciosa y paciente del que se
ha habituado a vivir viendo llegar y partir a los demás.
El barco procedente de Lisboa llegaba siempre cargado de «novedades» —ropa
de moda, enseres agrícolas, medicinas para males extraños o incluso desconocidos
por allí, revistas y otras publicaciones— que acercaban el mundo a las islas y que,
esa misma noche, serían tema de conversación en todas las casas y al día
siguiente, a primera hora de la mañana, estarían ya disponibles en los comercios
locales para que la gente las admirara o se las disputara. También llegaban los de
Lisboa, que desembarcaban con porte mundano y lanzaban miradas
condescendientes alrededor, lo que hacía que la pequeña multitud de curiosos les
abriera paso, avergonzados y aún más conscientes de su destierro. Cuando el
barco partía de nuevo hacia Lisboa, se llevaba de vuelta a los señores de las
haciendas que habían acudido a pasar la gravana en las playas de la isla y en las
casas grandes ya disfrutar del olor del cacao secándose en los tendales, un olor a
riqueza que los embriagaba; se llevaba también a los funcionarios o militares que
habían terminado su servicio y sólo deseaban un mar sereno y un buen viento de
popa que los condujera al tan ansiado estuario del Tajo, y se llevaba a los que
estaban allí de paso, por negocios, para quienes cada día que pasaban en la isla
era una pesadilla. Durante esas despedidas la playa de embarque era mucho más
triste para los que se quedaban, con la cabeza algo gacha por la resignación,
pañuelos enrollados nerviosamente en las manos, algunas lágrimas furtivas que
no se permitían dejar correr libremente allí, delante de todos y a plena luz del
día. Todos permanecían quietos y mudos en la playa observando cómo
embarcaban en los botes los pasajeros y la carga de última hora, cómo el pesado
vapor encendía las calderas, levaba anclas con un chirrido de despedida y
lentamente se ponía en marcha y ganaba poco a poco velocidad, como si tuviera
prisa por alejarse de los que se quedaban, no sin antes, como mandaba la
tradición, lanzar un pitido al doblar el cabo, tras el cual desaparecía de la bahía y
de la vista de quienes lo habían seguido con la mirada, quizá con la absurda
esperanza de que se arrepintiera e iniciara una súbita maniobra de regreso.
Luís Bernardo raramente asistía a esas ceremonias en la playa. Algunas veces
su cargo le había obligado a estar presente, cuando el barco partía o llegaba con
algún funcionario superior del gobierno de Angola o del ministerio de Lisboa a
bordo, pero en general odiaba tanto las partidas como las llegadas. Aun así, el día
en que João embarcaba de regreso a Lisboa, fue a despedirlo a la playa. Tras un
largo abrazo, algo torpe, con las botas enterradas en la arena, Luís Bernardo
sintió la marcha de su amigo como si le arrancaran algo del pecho y João sintió
aquella despedida, aquel lento viaje en bote hacia el barco, como una traición,
como un abandono imperdonable, como un inmenso peso en la conciencia.
¿Volvería a verlo? ¿Cuándo, cómo, en qué estado y en qué circunstancias?
Cuando el barco soltó amarras y empezó a alejarse de la costa, Luís Bernardo
no esperó a que emitiera el pitido de costumbre para despedirse de Santo Tomé,
sino que dio media vuelta y se dirigió al carruaje que lo esperaba. A medio camino
sintió que un brazo se enlazaba al suyo, que un cuerpo se arrimaba a él.
—¿Otra vez solo, Luís?
Ann. Luís Bernardo la había visto fugazmente justo antes del embarque. En
cuanto João y él bajaron del carruaje, ella y David se acercaron para despedirse
de su amigo, pero después, en medio del barullo que se organizó en la playa, los
perdió de vista y supuso que la pareja había regresado a casa, una vez cumplido
aquel deber de cortesía. Pero no, ella aún estaba allí y, tras echar un rápido
vistazo alrededor, Luís Bernardo no consiguió dar con David. Quiso, pues,
aprovechar aquel vacío aparente.
—Cierta persona me dijo el otro día que, por lo que a ella respecta, nunca me
quedaría solo...
Dijo eso y se calló, con la mirada fija en el mar, cuyo color, teñido por el sol
crepuscular, parecía reflejarse en los ojos de ella, de un azul de repente oscuro y
ensombrecido por una vaga tristeza. Sin embargo, la voz con que ella habló era
cálida, envolvente, como él la recordaba siempre, en su ausencia.
—Luís, hay una cosa, sólo una, que debe saber de mí y de la que puede estar
seguro: yo no miento, no finjo nunca y no me olvido de mis palabras, por muy
fácil que me resultara ahora echar la culpa a las circunstancias o al momento.
Está todo en sus manos. Luís, míreme bien, estamos aquí, en la playa, a la vista
de todo el mundo, no estamos solos en el balcón de su casa, en una noche de luna
llena y después de beber media botella de vino y dos copas de oporto. Está todo
en sus manos. Usted decide.
Y se alejó, como si no hubiera dicho nada especial. Resultó que David también
estaba aún por allí y ella fue a reunirse con su marido y, con toda la naturalidad
del mundo, lo cogió del brazo. David dirigió a Luís Bernardo un gesto de despedida
y, agarrado a su mujer, se encaminó hacia el carruaje que los esperaba. «O
desaparecen por mar o desaparecen por tierra», dijo Luís Bernardo para sus
adentros. También él volvió a casa, con un humor de perros. No quiso cenar, dio
la noche libre a Sebastião y se sentó en el balcón, con una vela encendida, en la
que prendió un puro. Allí se quedó hasta pasada la medianoche, cuando, después
de acabar con media botella de coñac, el aleteo cercano de un murciélago lo sacó
de aquel sopor, de aquel angustioso vacío. Entonces se levantó, algo tambaleante,
y se dirigió a su habitación vela en mano, presintiendo la presencia de Sebastião,
que lo espiaba por detrás de la puerta, que lo vigilaba para que no prendiera
fuego a la casa y que seguro permaneció a la escucha hasta que lo oyó salir del
baño, entrar en su dormitorio y caer desplomado sobre la cama, vestido como
estaba y consumido por el dolor.
Se despertó cansado y mal dormido. Lo que tenía que haber sido un sueño
reparador le había dejado un seco y desagradable gusto a aguardiente fermentado
en la boca, los músculos flácidos y doloridos y una cara fúnebre que daba miedo.
Se afeitó y se dio una ducha, que no alivió nada su profundo malestar físico y
anímico. Estaban la habitación de João, ahora vacía, la ausencia de la voz y la
complicidad de su amigo, que ahora navegaba por algún punto del océano rumbo
a Lisboa. Estaba el recuerdo de la voz de Ann, del verde o el azul de sus ojos,
unas veces oscuros y otras luminosos, del sabor de su boca y su lengua, que no
conseguía borrar. Y estaba la obligación de escoger un traje, una camisa, unos
zapatos, de reanudar una rutina que lo esperaba en su despacho de la planta
baja, de recibir a oscuros funcionarios que, con el sombrero nerviosamente
estrujado entre las manos, le mendigaban el favor de una recomendación para
una promoción que consideraban justa o la concesión de unas vacaciones
extraordinarias en la metrópoli. Estaban el correo de Lisboa, los anuncios que
esperaban su aprobación para ser publicados en el Boletín Oficial de la colonia, las
multas que debía imponer, las cuentas de la Hacienda Pública local que debía
supervisar, la decisión sobre la contribución que había que pagar para el
alumbrado público de las fiestas de Navidad y Año Nuevo, el seguimiento de las
obras públicas en marcha, las quejas, las peticiones, los requerimientos oficiales.
Se miró en el espejo de cuerpo entero, se vio como estaba, desnudo, abandonado,
perdido, no sabía si vencido (¿por qué oscuro mal?) o vencedor (¿de qué oscura
causa?). Se miró bien y dijo, en voz alta:
—Luís Bernardo Valença, gobernador de la colonia de Santo Lomé y Príncipe
por designación regia, despierta y ve a tu puesto. ¡La historia no acaba así!
Pasó los dos días siguientes encerrado en la secretaría del gobierno
despachando todos los asuntos pendientes, respondiendo a todo el correo,
recibiendo a todos cuantos habían solicitado audiencia, recuperando el trabajo
atrasado, incluso hasta bien entrada la noche, en una súbita obsesión por revisar
toda la contabilidad del gobierno, ahora que se acercaba el final del año y había
que cerrar las cuentas antes de enviarlas al ministerio, en Lisboa. Había sido un
buen año para la cosecha del cacao: Santo Tomé había vendido cuatro mil
doscientas toneladas más que el año anterior, y Príncipe, una tonelada más. Eso
se traducía en una mayor recaudación para la aduana, para el gobierno y para el
ayuntamiento, de modo que por ese lado podía estar tranquilo. Había fondos para
sufragar las obras públicas en marcha, los gastos de la administración se habían
mantenido en el nivel del año anterior y la colonia seguía siendo autosuficiente,
pagaba puntualmente todas sus importaciones e incluso acumulaba excedentes,
tanto en las haciendas y en el comercio local como en el balance de ingresos y
gastos de la Hacienda Pública. Todo un éxito. Claro que, si no fuera así, ¿qué
sentido tendría mantener una colonia?
Una mañana descubrió que habían desaparecido los papeles de encima de su
escritorio, que habían limpiado el polvo, que el trabajo estaba al día, que nadie lo
esperaba para ninguna audiencia. Subió a casa, bebió un zumo de frutas y mandó
que le ensillaran el caballo bayo que usaba para los paseos mientras se cambiaba
de ropa. Al salir giró a la derecha, en dirección opuesta a la ciudad, y, siempre al
paso, lomó el camino que bordeaba la costa. Durante el paseo saludaba distraído a
los escasos transeúntes con que se cruzaba, absorto en pensamientos que lo
transportaban a Lisboa, a las cenas con sus amigos, a las discusiones, a los
chistes, a ciertas historias que habían dado mucho que hablar. Pensó en Matilde y
en lo que João le había contado sobre su nuevo embarazo y su aparente armonía
conyugal, la recordó en sus dos encuentros furtivos en el hotel Bragança, sus
gemidos mientras él la tenía en sus brazos y oía con claridad los sonidos que
llegaban de la calle, con tal nitidez y atención que era casi como si no estuviera
presente. Aquel recuerdo lo dejó tan excitado y ensimismado que, cuando volvió
al mundo real, ya había dejado atrás las últimas casas de las afueras de la ciudad
y cabalgaba por un solitario camino de arena que conducía directamente a la
playa de Micondó. Aceleró el paso del caballo hasta un galope corto, sincopado,
como si de repente le asustara la soledad de aquel tramo del camino. Pensó en
dar media vuelta y regresar a la ciudad para llegar a la hora de comer pero,
cuando alcanzó la colina sobre la playa, no pudo evitar detenerse a la vista de
aquel paisaje deslumbrante. Un arenal blanco, salpicado por algunos cocos caídos,
trozos de corteza u hojas de los cocoteros que rodeaban la playa en forma de
concha, se extendía en una leve inclinación hacia la espuma mansa de las olas
que morían en la orilla y que, incluso en el momento de romper, eran
transparentes, como lo era todo el mar que se perdía hasta el horizonte. Desde lo
alto de la colina distinguía con nitidez el fondo del mar hasta unos cincuenta
metros de distancia, las sombras de las rocas sumergidas y de algunas tortugas
que nadaban ágilmente cerca de la orilla y el color de los peces, las anémonas y
las algas. Incapaz de resistirse, tiró de la rienda izquierda y comenzó a bajar por
el sendero hasta la playa. Desmontó junto a los cocoteros, amarró el caballo a un
tronco y echó a andar por el arenal completamente desierto, mientras oía el canto
de los pájaros posados en las palmeras, cuya estridencia se imponía al suave
murmullo de las olas al romper mansamente en la orilla.
Se sentó a unos diez metros del agua, se quitó las botas y encendió un
cigarrillo con las cerillas que llevaba en el bolsillo de la camisa. Después construyó
con la arena un apoyo para la cabeza y se tumbó a fumar con la mirada fija en el
cielo, que estaba inusitadamente despejado para aquella época del año, con
apenas algunas nubes quietas salpicando aquel azul perfecto. Era como si el
universo entero se hubiera detenido allí y él hubiera ido a parar a aquella costa
tras sobrevivir a algún naufragio, o como si hubiera caído del cielo, de alguna
nube que lo transportaba y de la que había resbalado mientras dormía para
aterrizar en aquella playa, donde parecía que ningún otro ser humano había
estado nunca. Cerró los ojos ante aquel sol que lo cegaba y sintió cómo el calor le
tensaba la piel de la cara. Consumido el cigarrillo, se puso de pie y, en un gesto
absurdo, echó un vistazo alrededor para asegurarse de que nadie lo observaba.
Sólo entonces se desnudó y entró en el mar. Primero se quedó un buen rato
parado con el agua hasta la cintura, mientras observaba los peces que nadaban
junto a él. Después se zambulló de cabeza en aquella agua templada y
translúcida, con los ojos bien abiertos, y comenzó a dar lentas brazadas. Al poco,
respiró hondo, volvió a sumergirse y empezó a bucear en dirección a la orilla. Vio
algunos peces y una tortuga que se apartaron a su paso, vio la forma esbelta de
una barracuda, con sus dientes de sierra, que nadaba desconfiada mientras lo
miraba de reojo. Al alcanzar la orilla notó cómo las olas rompían sobre su nuca, se
estiró en la arena como un caimán y sólo entonces levantó la cabeza para
respirar. Se quedó un buen rato así, con la cabeza ora sumergida hasta rozar la
arena del fondo, ora medio alzada, con la nariz fuera, para tomar aire. Se
disponía a levantarse cuando la voz de ella, tranquila y muy cercana, lo dejó
petrificado.
—¡Qué bonito! En lugar de estar trabajando en su despacho, el gobernador de
Santo Tomé y Príncipe se dedica a bañarse, totalmente desnudo, en su playa
privada. ¿Cómo quiere que lo tomen en serio, amigo gobernador?
Vio que Ann estaba sentada a diez pasos de él, justo donde había dejado la
ropa, y se fijó en que más arriba, en los cocoteros, había un caballo amarrado
junto al suyo. Era obvio que lo había hecho a propósito para que él no la viera
mientras buceaba bajo el agua. Instintivamente reculó dos metros dentro del
agua, pero siguió callado, sin saber cómo reaccionar.
—¿Lo he asustado, Luís? Se ha quedado mudo.
—No, estoy pensando cómo voy a salir de aquí ahora...
—¿Cómo? Pues como ha entrado, por su propio pie. ¿O necesita que vaya a
buscarlo?
—Soy capaz de salir. El problema es que, como ya habrá notado, estoy en
cueros.
—¡Ah, eso hace que la perspectiva sea extraordinaria! Me lo encuentro a
solas, en una playa desierta y, por si fuera poco, totalmente desnudo dentro del
agua. ¿No le parece una coincidencia fantástica?
—No parece una coincidencia...
—Tiene razón, parece cosa del destino. Le juro que no lo he seguido, daba la
casualidad de que pasaba por aquí, he encontrado un caballo atado al cocotero y
he decidido ir a ver quién era ese solitario habitante de la playa. He de admitir
que si lo he reconocido ha sido gracias a su caballo, no por la vista de su trasero a
lo lejos, entrando y saliendo del agua.
Rompió a reír, como una niña que acabara de hacer una travesura, y él
tampoco pudo reprimir una carcajada.
—Bien, entonces tendré que salir por mi propio pie. Mire hacia otro lado o
prepárese para una escena insólita: el gobernador de Santo Tomé emergiendo
desnudo ante la mirada de la mujer del cónsul inglés.
—Adelante.
—No puedo. Ahora ya no puedo.
—¿Por qué no?
«¿Voy o no voy? ¿Salgo, y que sea lo que Dios quiera, o no salgo?» Luís
Bernardo buscó ayuda en la expresión de Ann, pero ella seguía sentada, con el
aspecto más tranquilo y natural del mundo, apenas una leve sonrisa maliciosa en
los labios.
—Verá, Ann, ocurre que... como ya imaginará, hum... en este momento, en
fin, ¿cómo se lo diría...?, ya no me encuentro en estado de inocencia anatómica.
No sé si me explico.
—Sí, creo que ya sé cuál es su problema, pero quizá haya otra solución.
—¿Me va a pasar la ropa? —preguntó él, ansioso por una respuesta
afirmativa.
—Al contrario. Dígame, ¿cómo está el agua?
—¿El agua? Está estupenda, caliente.
Sentada en la arena, ella se quitó las botas de montar, con algún esfuerzo y
maldiciendo entre dientes. Después se levantó y se desabrochó uno a uno todos
los botones de la blusa, se la quitó y la arrojó a un lado. Debajo llevaba un corto
corpiño que le sujetaba el pecho. Se lo desabotonó, retiró los tirantes de encima
de los hombros y se libró de él, para dejar a la vista unos pechos grandes,
voluptuosos pero firmes, de pezones redondos y prominentes. Después de
desabotonarse los pantalones, los dejó caer piernas abajo y movió los tobillos para
sacar los pies. Tenía unas piernas largas y perfectamente torneadas, con un tono
de piel más oscuro de lo que cabría esperar. Cuando terminó de desnudarse por
completo y comenzó a caminar hacia el agua, Luís Bernardo ya no era capaz de
seguir devorando aquel cuerpo con los ojos. Concentró su mirada en la cara de
Ann, en sus ojos; ella también lo miraba a él, expuesta, tranquila, aunque en su
expresión ya no se veía la sonrisa maliciosa de antes, sino tan sólo esa silenciosa
determinación, casi premeditación, con que se había desvestido y ahora se
acercaba a él.
Luís Bernardo se levantó del agua y la recibió de pie, cuerpo contra cuerpo,
sintió cómo se acercaba aquel pecho y se aplastaba contra la lisura del suyo, cómo
aquellos muslos se fundían con los suyos, cómo aquella boca ávida se sumergía en
la suya. Se quedó así unos instantes, como incrustado en el cuerpo de ella, hasta
que Ann lo empujó suavemente por los hombros y él perdió el equilibrio y cayó
hacia atrás, arrastrándola en su caída. Con las rodillas en la arena, volvieron a
salir a la superficie, Luís Bernardo la atrajo hacia sí, buscó de nuevo su boca, que
ahora sabía a una mezcla de sal y miel, sintió la textura de su lengua, que
recorría la de él sin ningún pudor, y la furia con la que ella se entregaba le hizo
perder la cabeza. Se soltó de su boca y comenzó a besarle el cuello y los hombros,
que eran anchos y rectos, sus manos buscaron sus pechos, tan grandes que no le
cabían en la palma. Entonces, loco de deseo, empezó a chupar los pezones, con la
cabeza enterrada entre aquellos senos que sus manos no soltaron en ningún
momento, unas veces sujetándolos, como si quisiera comprobar su peso y
consistencia, y otras estrujándolos con las manos abiertas como garras. Ann
tampoco se quedó quieta, no cerró los ojos ni gimió, no echó la cabeza hacia
atrás, seducida y rendida. Al contrario, continuó buscando su boca con la misma
ansia que antes, después bajó la mano por su cuerpo hasta que, debajo del agua,
encontró su sexo, que estaba duro y apuntado hacia arriba, lo agarró con fuerza y
comenzó a mover la mano arriba y abajo. Luís Bernardo la arrastró fuera del
agua, cogida por la cintura, y la hizo caer de espaldas sobre la arena mojada. De
nuevo se perdió en aquellos pechos que lo volvían loco, los lamía, los acariciaba
con las manos bien abiertas, metía la cabeza entre ellos, mientras sentía cómo
sus muslos aplastaban los de ella y su sexo se comprimía contra su vientre.
Se apretaban el uno contra el otro, como animales en celo arrastrados por el
mar hasta la arena de la playa para que aplacaran su deseo. Luís Bernardo se
había dejado llevar por aquella ola devastadora de deseo, por aquella mujer bella
y voluptuosa, que se había desnudado y caminado hacia él, mar adentro. Ahora,
de repente, sentía que debía decir algo, ser algo más que un macho a punto de
cubrir a una hembra.
—Ann... —comenzó a decir, sin saber bien cómo continuar, pero olla lo atajó
al momento. Tenía una sonrisa tensa en la cara, la misma determinación en la
mirada, y sus manos lo agarraron de la nuca y lo atrajeron más hacia su cuerpo.
—¡Chist, Luís...! Come! Come to me!
La mano de ella volvió a buscar su sexo, lo agarró con fuerza, lo bajó por su
vientre y, tras arquear ligeramente el cuerpo y abrir las piernas, lo condujo hacia
su interior. Entonces él, con la mente en blanco, comenzó a entrar en ella
lentamente, con cuidado, pero la sintió mojada de una espuma espesa que no era
sólo de mar y, con un suspiro casi inaudible, la penetró hasta el fondo, tan al
fondo que sintió que la tierra daba vueltas sobre su cabeza, sintió que la arena
del suelo se estremecía como el cuerpo de ella, sintió su lengua salada, alguna
cosa que se abría y se rasgaba para recibirlo, un volcán dormido bajo tierra rugió
y él rugió también, con el volcán, con ella, un bramido sordo tras el cual, de
repente, todo se fundió en una explosión en la que él ya sólo veía estrellas brillar
dentro de sus ojos y el azul o el verde de los ojos de Ann cubriendo como un cielo
todo aquel caos, y un segundo antes de dejarse caer en lo más hondo de ella y de
sí mismo aún tuvo tiempo para un último resquicio de lucidez que le hizo sentir
de forma nítida la cruda certeza de que se había perdido para siempre en el
cuerpo, en la mirada y en el abismo de aquella mujer.
Mucho tiempo después —una eternidad para quien, como él, de pronto se
sentía como un criminal a punto de ser descubierto—, Ann se soltó de sus brazos,
le dejó un suave beso en los labios y, con un suspiro, dijo:
—Tengo que irme.
Empezó a vestirse sin prisas, mientras él veía cómo poco a poco aquel cuerpo
de hembra perfecta se cubría y desaparecía de su vista, si bien nunca
desaparecería de su memoria. Caminaron hasta donde estaban los caballos. Ann
desató el suyo y, con las riendas en la mano, se acercó a Luís Bernardo, volvió a
pegar todo su cuerpo al de él y le dio un último y largo beso. Él permanecía en
silencio desde que la había poseído sobre la arena. Callado, vio cómo se alejaba,
encendió un cigarrillo y se quedó allí, en lo alto de la colina, desde donde
contemplaba el mar, que continuaba transparente como ninguna otra cosa en el
mundo, y observó, con el corazón encogido, las marcas en la arena que señalaban
el lugar exacto donde acababa de vivir aquellos increíbles momentos. De no haber
sido por aquellas marcas, que la marea no tardaría en borrar, todo aquello le
habría parecido un sueño.
Dos trabajadores de la Rio do Ouro habían huido y, tres días después, fueron
capturados por la policía cerca del pueblo de Trindade, postrados de hambre y
cansancio. Luís Bernardo había dado al comandante de la policía instrucciones
precisas de que, en tales casos, se le comunicara el suceso inmediatamente y los
trabajadores huidos fueran llevados al tribunal, para que se los juzgara, no
devueltos sin más a sus haciendas de origen. Por eso, y pese a las protestas y
amenazas del coronel Mario Maltez, el administrador de la Rio do Ouro, la policía
se negó a entregarle a los fugitivos y el juez de la comarca fijó la audiencia dos
días después.
La mañana del día del juicio, Luís Bernardo se dirigió al edificio del tribunal.
No pretendía intimidar al juez con su presencia, pero creía que era su deber
constatar en persona cómo se aplicaba la ley en aquellos casos. Y la ley establecía
que el empleador podía optar por el despido del trabajador, que perdería su
derecho a los cobros pendientes, o bien por prolongar su contrato, a razón de tres
a diez días —según el criterio del magistrado— por cada día que hubiera estado
huido. Luís Bernardo tenía razones de peso para creer que, antes de que él
impusiera la obligación de entregar a los fugitivos a la autoridad para que se los
juzgara, la práctica común consistía en devolverlos a las haciendas, donde con
toda probabilidad eran azotados o sometidos a cualquier otro castigo físico, tras lo
cual el administrador de la hacienda prolongaba sus contratos por el tiempo que
se le antojaba y el administrador general se limitaba a firmar la prórroga sin
leerla y sin tan siquiera registrar el caso.
A pesar de haber entrado discretamente en la sala y haberse sentado en una
de las últimas filas destinadas al público, su llegada no pasó inadvertida a los
escasos asistentes. Comenzó a circular un murmullo entre ellos y el secretario
judicial, que esperaba en su mesa la llegada del juez, desapareció
precipitadamente por una puerta interior. El coronel Maltez, sentado en primera
fila, se volvió y dirigió al gobernador una mirada de desafío. Luís Bernardo lo
saludó con una inclinación de la cabeza, pero el otro no le devolvió el gesto y,
después de volverse hacia delante, comenzó a hablar con alguien que estaba a su
lado, probablemente el capataz o algún otro empleado de la Rio do Ouro. Al cabo
de unos minutos se abrió la puerta del fondo y entraron los acusados,
encadenados uno a otro por los pies y empujados por dos guardias que los
colocaron delante de la primera fila, a dos metros de distancia de la tribuna del
juez. Luís Bernardo vio que no había sillas para los acusados, que aparentaban
poco más de veinte años y presentaban un aspecto lamentable, descalzos y con la
poca ropa que los cubría sucia y hecha harapos. En la espalda de uno se veían
tres grandes marcas rojas de latigazos, en las que ya empezaba a formarse
costra. El otro parecía cojear de una pierna y daba la impresión de que le costaba
mantenerse en pie, por lo que se apoyaba ligeramente en el hombro de su
compañero. Durante los breves instantes en que pudo verles la cara, Luís
Bernardo quedó impresionado por su expresión de absoluto desamparo, de una
tristeza ajena a todo cuanto los rodeaba.
El secretario judicial volvió a aparecer por la puerta lateral, lanzó una rápida
mirada a Luís Bernardo, como para comprobar que aún seguía allí, y fue a
sentarse a su mesa. Instantes después entró el procurador regio, con la misma
cara desagradable y picada de viruela que Luís Bernardo recordaba bien, seguido
por el juez, don Anselmo de Sousa Teixeira. Todos los presentes se levantaron en
el acto, incluido Luís Bernardo, y sólo volvieron a sentarse después de que lo
hiciera don Anselmo. Ni el juez ni el procurador dieron muestras de haber
reparado en la presencia del gobernador en la sala. Don Anselmo se colocó las
gafas sobre la nariz y ordenó al secretario:
—Proceda.
—Proceso número mil cuatrocientos veintisiete, en que el ministerio público
de la comarca acusa a Joanino, de apellidos desconocidos, natural de Benguela,
provincia de Angola, y a Jesus Saturnino, natural del mismo distrito y provincia,
ambos trabajadores agrícolas residentes y al servicio de la hacienda Rio do Ouro,
de fuga y abandono de su lugar de trabajo, en incumplimiento del contrato que en
su día firmaron con la empresa y sin que para tal haya existido razón justificativa,
delito recogido en el artículo treinta y dos, párrafo B, del Reglamento General del
Trabajo Agrícola de esta colonia, aprobado por la ley del veintinueve de enero de
mil novecientos tres. Están presentes el excelentísimo representante del
ministerio público, el demandante, en la persona del coronel Mario Maltez, y los
acusados, que no han escogido abogados. Están presentes también los testigos
presentados por el fiscal: el señor Alipio Verdasca, el cabo Jacinto das Dores y los
soldados Tomé Eufrasio y Agostinho dos Santos, miembros de la Guardia de esta
ciudad.
Concluida la perorata del secretario, don Anselmo Teixeira, que parecía
haberlo escuchado con gesto distraído, comenzó a dictar el acta:
—Dado que no se registran ausencias que impidan el inicio del juicio, declaro
abierta la sesión. Como los acusados no han escogido abogado y no hay en la sala
ningún abogado, licenciado o bachiller en Derecho, nombro defensor de oficio de
los acusados al administrador general de Santo Tomé y Príncipe, el señor
Germano André Valente, aquí presente.
Sólo entonces reparó Luís Bernardo en la presencia de Germano Valente, que
estaba sentado discretamente en la segunda fila, en el lado opuesto al del coronel
Mario Maltez. Cuando hizo ademán de levantarse para dirigirse a la mesa de los
abogados, Luís Bernardo, movido por un impulso que no consiguió controlar y
que, de haber reflexionado un segundo, habría visto como un error de estrategia,
se puso en pie y, dirigiéndose al juez, dijo:
—Pido permiso para interrumpirlo, señoría.
Don Anselmo Teixeira lo miró por encima de las gafas, sin revelar ninguna
expresión en el rostro, ni siquiera en el tono de voz con que repuso:
—Señor gobernador, es un honor para este tribunal tenerlo hoy aquí, pero su
cargo no le confiere derechos diferentes de los del resto de asistentes. Y a éstos
no se les permite, con ningún pretexto, interrumpir el desarrollo de la sesión.
—Lo sé, señoría, pero se trata de una cuestión procesal.
—¿Una cuestión procesal? —El juez arqueó las cejas, ahora sí claramente
intrigado.
—Sí. Como su señoría sabrá o podrá confirmar consultando el comunicado de
mi nombramiento como gobernador de Santo Tomé, publicado en el Boletín Oficial
de la colonia, soy licenciado en Derecho. Y, como tal, me ofrezco a defender de
oficio a los acusados, a lo que su señoría no se podrá negar, pues, como ha dicho,
no hay nadie aquí más cualificado para hacerlo.
Se produjo un silencio espeso en la sala. Se podían oír incluso los ruidos y las
conversaciones de la calle, las carrozas que pasaban, un perro que ladraba. El
coronel Maltez se giró pesadamente en su silla y miró a Luís Bernardo como si
estuviera delante de un loco. El secretario se quedó boquiabierto y el procurador,
que hasta entonces se había esforzado por hacer caso omiso de la presencia de
Luís Bernardo, levantó por fin la cabeza de los papeles que fingía leer y miró
también al gobernador, con expresión incrédula. Don Anselmo Teixeira se quitó
las gafas y comenzó a limpiarlas con un pañuelo que se había sacado del bolsillo
del chaleco.
—Vamos a ver, si no lo he entendido mal, su excelencia pretende interrumpir
momentáneamente sus funciones como gobernador de la provincia y asumir las
de abogado. ¿Es así?
—No veo ninguna incompatibilidad entre una cosa y otra, precisamente
porque, como su señoría ha señalado, dentro de esta sala no ejerzo funciones de
gobernador, pero la ley sí me permite ejercer las de abogado.
Luís Bernardo seguía de pie, aparentemente sereno, aunque por dentro sentía
un creciente nerviosismo que le subía por el pecho.
El juez suspiró. Volvió a sacar el pañuelo, esta vez para secarse unas gotas de
sudor que se le habían formado en las sienes y la frente. Viejo zorro de los
tribunales, confinado a Santo Tomé por culpa de un par de juicios desafortunados
que, para su desgracia, tuvieron una amplia cobertura en la prensa, don Anselmo
de Sousa Teixeira intentó ganar tiempo interpelando al estupefacto procurador
regio.
—¿El procurador tiene algo que objetar?
El señor João Patricio había tenido tiempo de recuperarse de la sorpresa
inicial. Bien mirado, aquel juicio banal, cuya sentencia era sencilla y conocida por
todos, le brindaba la inesperada oportunidad de lucirse a costa de aquel arrogante
gobernador, que le inspiraba antipatía desde el día en que puso el pie en la isla,
hacía ya más de un año.
—Sí, señoría. Es cierto que el señor gobernador es licenciado en Derecho y,
por tanto, reúne los requisitos legales para ejercer como abogado de oficio, como
ha solicitado, pero no es menos cierto que, sea cual sea el papel que asuma ante
este tribunal, también es gobernador de la provincia, lo que lo obligó a hacer un
juramento de imparcialidad en el desempeño de sus funciones. Y cuesta creer que
alguien imparcial pueda defender en un tribunal a una parte contra otra, como si
el gobernador, en sus ratos libres, pudiera dedicarse a la abogacía. Considero que
estaríamos ante una grave violación del estatuto del gobernador si su señoría
accediera a tan insólita y... cómo decirlo... reveladora pretensión.
Luís Bernardo sintió que le hervía la sangre. Hizo un esfuerzo por mantenerse
impasible, a la espera de que el juez volviera a interpelarlo.
—Me parece una objeción de peso —comenzó tímidamente el juez—. ¿Qué
tiene que decir a eso, excelencia?
—Dilucidar si el hecho de que me ofrezca a defender a dos habitantes de esta
colonia, que no tienen recursos ni conocimientos para recurrir a un abogado,
constituye una violación de mi compromiso de imparcialidad como gobernador
exige una interpretación política que, si no se demuestra lo contrario, no
corresponde al señor procurador, y tampoco, con el debido respeto, a su señoría.
El señor procurador tiene su propia interpretación, que quizá su señoría
comparta. Yo tengo justamente la interpretación contraria. Pero no es eso lo que
hemos de discutir ahora. Lo que hemos de discutir es la aplicación de la ley, nada
más. Este tribunal no tiene competencia para juzgar la forma en que ejerzo mi
cargo. Sólo tiene competencia para decidir si yo, el ciudadano Luís Bernardo
Valença, licenciado en Derecho por la Facultad de Derecho de Coímbra, reúno los
requisitos para actuar como abogado de oficio de estos acusados. Si su señoría es
capaz de citar alguna disposición legal que lo impida, retiraré mi petición.
Dicho esto, Luís Bernardo se sentó en su silla, consciente de que obligaba a
don Anselmo Teixeira a tomar la que probablemente era la decisión más delicada
de su carrera judicial en Santo Tomé.
Don Anselmo respiró hondo y volvió a secarse el sudor. Lanzó una mirada a
toda la sala, como si esperara que alguna alma caritativa viniera a sacarlo de
aquel aprieto. Como sólo encontró silencio y algunos pares de ojos que lo
observaban con ansiedad, se inclinó sobre la mesa y se dirigió al secretario.
—Que conste en acta: en respuesta al ofrecimiento de don Luís Bernardo
Valença, licenciado en Derecho y gobernador de la provincia de Santo Tomé y
Príncipe, lo nombro defensor de oficio de los acusados, por ser el más cualificado
entre los presentes para tal tarea y no haber ley alguna que lo impida. —Y
alzando la vista se dirigió a Luís Bernardo—. En adelante, y hasta que se cierre la
sesión, lo trataré de señor. Haga el favor de ocupar su lugar en el banco de los
abogados.
Luís Bernardo obedeció. Atravesó la sala y fue a sentarse a la mesa
perpendicular a la tribuna del juez, justo enfrente de la de don João Patricio,
quien había vuelto a enfrascarse en la lectura de sus papeles, como si estuviera
ante un proceso complicadísimo. En aquel momento una multitud, avisada
seguramente por algún asistente anónimo, había ocupado todos los asientos
disponibles de la sala y se apelotonaba de pie en los pasillos y en la puerta
principal. El rumor de las conversaciones a media voz era ensordecedor.
Recuperadas las riendas de la situación, y sabedor de que hasta el momento
no lo había hecho nada mal, el ilustrísimo Anselmo Teixeira exclamó:
—¡Silencio en la sala! Al menor ruido, mando desalojarla. Que los dos
guardias de allá hagan el favor de cerrar la puerta del tribunal y se aseguren de
que no entra nadie más. —Y volviéndose hacia el secretario, ya en un tono
normal, añadió—: ¡Abra todas las ventanas, que no hay quien aguante este calor!
Y dio comienzo el juicio con el interrogatorio de los acusados. Sin embargo,
bastó con las preguntas preliminares de rigor para evidenciar que no entendían
más que unas pocas palabras de portugués. Se requirió la intervención del
intérprete, que ya estaba en su mesa, a la espera de que lo llamaran. Pero ni con
su intermediación abrieron la boca, como si fueran ajenos a todo cuanto ocurría
alrededor. No respondieron cuando el juez les preguntó: «¿Por qué se escaparon
de la hacienda?», ni siquiera después de la traducción del intérprete, como si no
entendieran nada o no les interesara esclarecer los hechos ante el tribunal.
Cuando llegó su turno, Luís Bernardo insistió en la misma pregunta, tras lo cual
pidió al intérprete que les explicara que él estaba allí para defenderlos y que no
debían tener miedo de contar la verdad o explicar sus razones al tribunal. Sin
embargo, antes de que pudieran responder nada, quien habló fue don Anselmo,
que de repente parecía herido en su orgullo.
—El intérprete pasará por alto esa recomendación, que considero ofensiva
para este tribunal. Sepa usted, señor letrado, que nunca, en ningún juicio
presidido por mí, aquí o en cualquiera de las comarcas del reino por las que he
pasado, un acusado ha dejado de sentirse libre de responder la verdad.
—No era mi intención ponerlo en duda, señoría, pero me parece que los
acusados dan evidentes muestras de no entender ni el funcionamiento de un
tribunal ni los derechos que los amparan. No es culpa de su señoría, claro está,
pero lo cierto es que eso limita sobremanera su derecho de defensa, razón por la
cual me parece justo que se les intente explicar mínimamente la situación.
—Limítese a traducir la pregunta —ordenó don Anselmo al intérprete, como si
no hubiera oído la objeción.
Se repitió la pregunta y los acusados siguieron callados, con la vista al frente,
perdida en algún punto de la pared que había detrás del juez. Luís Bernardo
volvió a la carga.
—Pregúnteles si huyeron porque en la hacienda Rio do Ouro los maltrataban.
Nuevo silencio y nueva pregunta de Luís Bernardo.
—Pregúnteles si trabajaban demasiadas horas.
»Pregúnteles si no comían lo suficiente.
»Pregúnteles si los azotaron o golpearon.
Nada. Ni siquiera una mirada de los dos negros hacía pensar en el menor
indicio de comprensión o de voluntad de hablar. Luís Bernardo suspiró e insistió
por última vez.
—Ruego al intérprete que se dirija al acusado de allá (Saturnino, creo), que le
señale con la mano las marcas que tiene en la espalda y le pregunte cómo se las
hizo.
Don João Patricio, que hasta ese momento había mantenido una inalterada
expresión de desdén ante la intervención de Luís Bernardo, esta vez reaccionó
con rapidez.
—¡Protesto, señoría! La pregunta, amén de insidiosa, es redundante, puesto
que los acusados ya han contestado antes con su silencio (es decir, con una
negación) a la pregunta de si habían sido maltratados. Además, si no he
entendido mal, lo que pretende el representante de la defensa es que el
intérprete no sólo traduzca la pregunta, sino que la acompañe con lenguaje
gestual y contacto físico con uno de los acusados, lo que es una forma insólita de
forzar la respuesta del acusado. Su señoría debe desestimar tanto la pregunta
como el uso de ese gesto teatral y arbitrario.
—Antes de desestimar o no la pregunta —dijo, con tono cauteloso, don
Anselmo de Sousa Teixeira—, me gustaría saber si el ilustre representante de la
defensa tiene alguna razón concreta para pedir que su pregunta se acompañe de
gestos ilustrativos.
Luís Bernardo hizo una pausa antes de responder. También él había
comenzado a sudar copiosamente. Se sentía sofocado por el calor de la sala, pero
sobre todo se sentía acorralado, atrapado en una burda ratonera. De hecho, sí
tenía una razón de peso para hacer aquella petición: comenzaba a sospechar, y
cada vez con más fuerza, que el intérprete no traducía sus preguntas, sino que
decía cualquier cosa que para aquellos dos negros no tenía ningún sentido, quizá
incluso en una lengua diferente de la suya. Pero ¿cómo denunciar semejante
sospecha en el tribunal? Equivaldría a decir que allí dentro estaban todos
compinchados, equivaldría a un ataque frontal contra la honorabilidad del juez y,
en última instancia, lo obligaría a llevar las cosas hasta un punto en que, como
había previsto el procurador, difícilmente podría salir de allí, de aquella peripecia
a la que lo había empujado su momentánea falta de lucidez y serenidad, sin su
autoridad como gobernador definitivamente comprometida. Sin embargo, ¿acaso
podía echarse atrás, rebajarse delante de todos, abandonar la defensa que había
iniciado y salir de allí con el rabo entre las piernas, para convertirse en la
comidilla de toda la isla y en el blanco de las burlas de sus enemigos?
—¿Y bien...? —El juez esperaba (algo inquieto, le pareció a Luís Bernardo) su
respuesta.
—En primer lugar, señoría, el hecho de que los acusados no hayan respondido
a ninguna pregunta no me impide hacerles otras nuevas, a las que quizá podrían
querer responder. Mi pregunta no es insidiosa, se basa en un hecho concreto;
estoy preguntando al acusado cómo se hizo esas marcas en la espalda, y en
ningún momento he insinuado que se las hayan provocado latigazos recibidos en
la hacienda Rio do Ouro, como parece haber concluido de inmediato el señor
procurador. —Y miró fijamente a don João Patricio, que se ruborizó de repente—.
En cuanto a pedir que el intérprete se dirija al acusado y le señale directamente
las marcas en la espalda, es sólo una forma de hacerle ver que ni yo ni, a buen
seguro, el tribunal estamos satisfechos con su falta de colaboración en el
esclarecimiento de los hechos.
Fue la mejor solución que encontró Luís Bernardo para salir in denme de
aquel trance. Enseguida notó que el juez se relajaba, probablemente porque, por
un momento, había llegado a temer que Luís Bernardo cruzaría esa frontera que
les permitía a todos mantener las apariencias. En los ojos de don Anselmo pudo
leer con claridad: «El tipo es arrogante pero, gracias a Dios, no está loco.» Y,
como esperaba, su decisión fue salomónica.
—Como bien sabe, señor letrado, los acusados son libres de responder o no, y
el tribunal de ningún modo puede forzarlos a hacerlo, como usted pretende. Por
eso, ordeno al intérprete que se limite a traducir la pregunta de la defensa, pero
sin levantarse de su sitio.
Después del previsible silencio de los acusados que siguió a la tan polémica
pregunta, Luís Bernardo se recostó en la silla y durante un buen rato no
intervino, como si hubiera claudicado. Vio pasar a los tres testigos de la Guardia,
que describieron las circunstancias en que habían capturado a los acusados y el
trato «humanitario» que habían recibido, tanto en el lugar como en la celda,
mientras esperaban el día del juicio. Con un simple gesto de la cabeza, Luís
Bernardo indicó que se abstenía de interrogarlos, lo que, por otra parte, los dejó
claramente aliviados. Después vio aparecer al último de los testigos llamados por
el ministerio público, Alipio Verdasca, que se identificó como subcapataz de la Rio
do Ouro y responsable del sector donde trabajaban los dos acusados. Tranquilo,
como un alumno aplicado en clase, fue respondiendo a las preguntas del
procurador: no, en la hacienda Rio do Ouro el horario de trabajo no era excesivo,
la comida era abundante, el tiempo de descanso, suficiente, y la atención médica,
una prioridad; no, no sólo no había, sino que estaba terminantemente prohibido
cualquier castigo físico; se podía asegurar que en la Rio do Ouro trataban a los
empleados de forma ejemplar, mejor incluso de lo que exigía la ley, y por eso
mismo eran rarísimos los casos de fugas, de faltas al trabajo o de enfermedades
fingidas. ¿Por qué razón habían huido esos dos? Eso era algo que se le escapaba
por completo.
—¿La defensa quiere hacer alguna pregunta al testigo? —Don Anselmo se
preparaba ya para dar paso a las alegaciones finales y veía con satisfacción que el
juicio llegaba a su conclusión sin que hubiera que lamentar grandes daños. El
gobernador, metido a abogado para sorpresa de todos, no podría acusarlo en
ningún caso de falta de imparcialidad en el desempeño de sus funciones o
encontrar motivos de crítica a su sentencia, que, de tan obvia, tenía ya escrita en
la cabeza, lista para ser leída.
El gobernador, por su parte, pasados los primeros compases del juicio, en que
había querido hacer alarde de sus dotes como abogado, se había encerrado en un
manifiesto ensimismamiento que lo llevó a pasar la última media hora mirando
fijamente hacia la ventana lateral, como si también él quisiera acabar con aquello
cuanto antes y marcharse. Pero, para sorpresa del juez, Luís Bernardo salió de su
prolongado silencio y, sin apartar la vista de la ventana, respondió:
—Sí, señoría.
—En ese caso, proceda, por favor. —El juez se inclinó sobre la mesa. Advirtió
que el procurador se removía, nervioso, en la silla y vio que el testigo miraba,
como si pidiera instrucciones, al coronel Maltez, quien le hizo un simple gesto con
la cabeza, que podía traducirse como: «¡Tranquilo, no pasa nada!»Luís Bernardo
dejó por fin de contemplar la ventana y miró al testigo a los ojos durante unos
breves segundos.
—Señor Alipio Verdasca, tras escuchar su convincente descripción de las
condiciones de vida y de trabajo de los empleados de la Rio do Ouro, cuesta
imaginar qué razón podría llevar a alguien a querer huir de allí. ¿Está de
acuerdo?
—Sí, señor.
—En el caso concreto de estos dos, ¿sigue usted sin ver ninguna razón?
—No, señor.
—¿Cuántos años hace que están en la hacienda?
—Saturnino lleva cuatro. Joanino creo que lleva unos siete u ocho.
—¿Y nunca antes habían intentado huir?
—No.
—¿Ninguno de los dos?
—No.
—¿Sabe si, por casualidad, alguno de ellos tiene familia fuera de la hacienda?
—No.
—¿No lo sabe o no la tienen?
—No; no tienen familia fuera.
—¿Cómo puede estar tan seguro de eso, señor Alipio Verdasca?
Por primera vez el otro titubeó. Tosió y empezó a responder cualquier cosa,
pero Luís Bernardo no le dejó concluir.
—¿No será porque nunca habían salido de la hacienda desde el día en que
llegaron?
—Hum... no lo sé.
—¿Qué es lo que no sabe? ¿Si nunca habían salido de la hacienda?
—No lo sé.
—¿Es habitual que los trabajadores salgan de la hacienda, para venir a pasear
por la ciudad, por ejemplo?
—No.
—No, ¿verdad? ¿Y sabe usted si estos dos, que forman parte de su brigada de
trabajo, habían venido alguna vez a la ciudad?
—No; creo que no.
—Bien. Así pues, no huyeron para visitar a familiares de fuera de la hacienda,
¿verdad?
—No.
—¿Y tienen familia dentro de la hacienda?
—Sí, señor.
—¿Los dos?
—Sí.
—Razón de más para no huir, ¿no le parece?
El testigo prefirió no responder y Luís Bernardo prosiguió:
—Recapitulemos, señor Verdasca. Dos trabajadores que están desde hace
cuatro y siete años respectivamente en la Rio do Ouro, donde reciben un trato
excelente y tienen familia, que ni siquiera hablan portugués y nunca habían salido
de la hacienda, porque no tenían razones para hacerlo, un buen día, sin motivo
aparente, se dan a la fuga para exponerse a los peligros de la selva y arriesgarse
a ser prendidos, como de hecho ha acabado pasando, y castigados. La única
explicación posible es que se hayan vuelto locos y, además, los dos al mismo
tiempo, ¿no cree?
Una carcajada recorrió parte del auditorio y un rumor de conversaciones en
voz baja se hizo perfectamente audible. El coronel Maltez comenzaba a moverse
inquieto en su asiento, mientras su subcapataz parecía querer escapar de la silla
de los testigos y miraba de reojo al juez, como si le suplicara que pusiera fin a
aquel suplicio. En aquel momento don Anselmo ya miraba a Luís Bernardo con
otros ojos: sabía reconocer a un buen abogado cuando lo veía en acción.
—Silencio o mando desalojar la sala inmediatamente. Puede proseguir, señor
Valença, pero debo recordarle que no tenemos todo el día.
—Oh, no se preocupe, señoría. Si tuviéramos todo el día, ¿de qué serviría?
Visto el interés del testigo por explicar al tribunal la razón de la fuga de los
acusados, sospecho que, aunque todos los trabajadores de la Rio do Ouro
decidieran huir, el testigo no encontraría razones para explicar ni una sola de las
fugas.
Una nueva carcajada con sordina recorrió la sala, pero esta vez Luís Bernardo
se adelantó al juez y prosiguió:
—Le preguntaba al testigo si, según su relato, la única razón posible para la
fuga de los acusados sería la locura repentina de ambos pero, como supongo que
va a responder «no lo sé», y atendiendo a la petición de su señoría, pasaré a la
siguiente pregunta, que supongo será la última. Según usted, ¿a qué cree que
pueden ser debidas esas marcas en la espalda del acusado Saturnino?
—No lo sé.
Antes de que las risas volvieran a extenderse entre el público, don Joáo
Patricio impuso su voz sobre el ruido de fondo:
—Protesto, señoría, no se puede pedir al testigo que saque conclusiones sobre
hechos que ignora.
—¿Y cómo sabe el ilustre procurador que los ignora? —lo cortó de inmediato
Luís Bernardo.
—Silencio. No pueden ustedes entablar un diálogo. En cualquier caso, el
testigo ya ha respondido a esa pregunta al decir que no lo sabe. ¿Alguna cosa
más, señor Valença?
—Una pregunta directa: ¿esas marcas puede haberlas dejado un látigo?
—¡Protesto, señoría! —João Patricio parecía ahora fuera de sí.
—Protesta denegada. Haga el favor de terminar su interrogatorio, señor
Valença.
—¿O las habrán dejado... —continuó Luís Bernardo, que hablaba ahora como
si recitara poesía, para acentuar aún más la ironía— las ramas de los árboles
durante la fuga, las cuales azotaron de forma tan geométrica la espalda del
acusado que, curiosamente, hacen pensar en marcas de latigazos, y...?
—¡Protesto, señoría! ¡La defensa está incurriendo en una falta de respeto a
este tribunal!
—Estoy de acuerdo con la protesta del ministerio público, señor Valença. Le
concedo una última pregunta antes de retirarle la palabra, pero que sea una
pregunta directa sobre hechos concretos, no para pedir opiniones, conclusiones o
conjeturas improcedentes al testigo.
—¿Improcedentes? ¿Improcedentes, señoría...? ¡Está bien! Una pregunta
directa sobre un hecho concreto: le pregunto, señor Alipio Verdasca, y le recuerdo
que está bajo juramento, si el acusado Saturnino fue azotado en la hacienda Rio
do Ouro y si ése fue el motivo por el cual se fugó.
El ruido de fondo, que se había hecho constante en los últimos minutos, dio
paso a un silencio absoluto en la sala, donde la voz de Alipio Verdasca pareció
sonar aún más baja:
—No.
—No he oído bien su respuesta. —Era el último cartucho de Luís Bernardo y
no lo desaprovechó—. Haga el favor de repetirla, en voz alta.
—¡No!
—No hay más preguntas, señoría. —Luís Bernardo hizo ademán de ordenar
los papeles sobre la mesa y la última cosa que vio, antes de volverse de nuevo
hacia la ventana, fue la mirada de puro odio que le lanzó el coronel Maltez.
—Tiene la palabra el excelentísimo señor procurador. Proceda con su alegato
de conclusiones...
Don João Patricio arrancó con previsible ironía diciendo que aquélla era sin
duda la primera vez, no sólo en el tribunal de Santo Tomé, sino también en el de
cualquier otra provincia ultramarina portuguesa o incluso en el de cualquier
colonia de un país civilizado, en que el respectivo gobernador abandonaba su
puesto de trabajo, su estatuto y sus obligaciones para ir a divertirse haciendo de
abogado. «Es la primera vez y me atrevería a pronosticar que será la última.»
Después dio por sentado que en la hacienda Rio do Ouro los trabajadores
disfrutaban de todas las condiciones exigidas por la ley, lo que, por otra parte,
explicaba el escaso número de fugas registradas en dicha hacienda.
Incomprensiblemente, la defensa se había empeñado en demostrar, hasta rozar
los límites de la mala fe, justo lo contrario: el hecho de que dos trabajadores
hubieran huido sin motivo alguno significaba que los miles de trabajadores de la
hacienda, que no tenían la menor intención de huir, eran maltratados. Es decir, se
tomaba la parte podrida por el todo y se intentaba transformar a dos delincuentes
en héroes o víctimas. Lo que debería ser un agravante del comportamiento de los
acusados —la falta de un motivo razonable para huir— se convertía, para la
defensa, en la razón misma de su inocencia. Consciente de que tal camino no le
llevaba a ninguna parte y de que podía incurrir en mala fe procesal, el abogado de
la defensa había optado por forzar a un testigo a confirmar su torpe insinuación,
que no podía sustentar con un solo indicio, y mucho menos con una prueba, y que
el mismo silencio de los acusados ya se había encargado de desmentir.
—Y si los propios acusados han optado por el silencio es porque saben que
nada pueden alegar en su defensa y han preferido no empeorar su situación. Por
eso, y al no haber ningún atenuante a su favor, su señoría debe pasar por alto los
alaridos y las insinuaciones que este abogado improvisado ha lanzado ante el
tribunal y aplicar a los acusados la pena máxima prevista por la ley para estos
casos. Sólo así se hará justicia, como, por otro lado, es habitual en los juicios de
su señoría.
Cuando le llegó el turno para presentar su alegato de conclusiones, Luís
Bernardo ya había tomado dos decisiones: ser breve y hacer caso omiso de don
João Patricio.
—Como muy bien ha señalado su señoría —comenzó, dirigiéndose al juez—,
hoy, en esta sala, no he sido el gobernador de Santo Tomé y Príncipe, sino tan
sólo un abogado defendiendo a dos acusados. Sin embargo, detrás de uno u otro
papel está la misma persona: la persona que soy, con sus ideas, acertadas o
erróneas, y su escala de valores, acertada o errónea. Lo que me ha llevado a
ofrecerme espontáneamente a defender a estos dos acusados, que lo tenían todo
en su contra (la falta de abogado cualificado, la falta de testigos, el
desconocimiento de los medios disponibles para su defensa e incluso el
desconocimiento de la lengua portuguesa, por no decir de todo lo que estaba
pasando aquí), es lo mismo que impulsó al gobierno de Portugal y a su majestad
el rey a proponerme el cargo que hoy ocupo y lo mismo que me impulsó a
aceptarlo. A pesar de lo que puedan pensar muchas mentes lastradas por malos
hábitos o malos principios, la razón por la que me he prestado a defender a dos
acusados indefensos es la misma por la que estoy aquí como gobernador: porque,
como mucha gente, considero que ha llegado el momento de que Portugal pase de
simple país colonizador a ser también un país civilizador, que podemos y debemos
recoger los frutos de nuestro trabajo y de la riqueza colonial que debemos a
nuestros antepasados, pero que nada nos impide traer a cambio progreso y
civilización. Y ni el progreso ni la civilización son posibles cuando la riqueza
producida es fruto del sometimiento de los nativos a métodos de trabajo más
propios de la Edad Media que del siglo veinte. Cuando desde el extranjero nos
acusan de emplear esos métodos, proclamamos que para nosotros todos son
portugueses, sólo que unos de la metrópoli y otros de las colonias. Pero no
podemos tener para los trabajadores portugueses de la metrópoli sindicatos libres
y libertad de contratación y mantener, para los trabajadores portugueses de las
colonias, la ley del látigo y el estatuto de siervo de la gleba, por más que ésa sea,
como quiero creer, la excepción, no la regla. Los dos acusados que están hoy aquí
son (porque así lo quisimos, así lo estipulamos y así lo proclamamos al mundo)
ciudadanos portugueses. Son negros y ni siquiera hablan portugués, es cierto,
pero son tan portugueses como yo o como cualquier otro de la metrópoli presente
en la sala. Mi misión como gobernador es defender sus derechos, como los del
resto de los habitantes de esta provincia. Mi misión como abogado era intentar
garantizar que serían juzgados con las mismas reglas y los mismos derechos con
que se juzgaría, por ejemplo, al testigo Alipio Verdasca o al coronel Maltez, aquí
presentes. Quizá cueste comprenderlo, pero en el fondo ésa es la cuestión que
estamos debatiendo hoy aquí, y el señor juez lo sabe y podrá explicarlo mejor que
yo con su sentencia. Con todo, no me gustaría estar en su lugar; la ley establece
una pena para los casos de fuga e incumplimiento unilateral del contrato de
trabajo por parte de los empleados de las haciendas, que son los cargos que se
imputan a los acusados. Sin embargo, la ley también dice que, para que haya
sentencia condenatoria y castigo, hay que asegurarse de que no existía ninguna
razón de peso, especialmente el haber sufrido maltratos, que justificara la fuga de
los trabajadores. Y si digo que no me gustaría estar en la piel de su señoría es
porque entiendo que sólo podrá haber una sentencia justa cuando se esclarezcan
completamente los hechos. En el caso que nos ocupa, además del sorprendente
silencio de los acusados, del todo incomprensible e inaudito para mí, se ha de
añadir la evidente falta de voluntad del señor Alipio Verdasca (el único testigo que
podría arrojar algo de luz sobre el comportamiento de los acusados) para
colaborar en el esclarecimiento de los hechos. Así pues, el tribunal tendrá que
tomar una decisión sin haber podido determinar por qué dos trabajadores,
aparentemente tan bien tratados y sin motivo alguno para lamentar su suerte,
decidieron huir de la hacienda Rio do Ouro. Y tendrá que tomar una decisión sin
haber podido determinar por qué uno de ellos presenta en la espalda las marcas
que todos podemos ver y que, por el aspecto de las heridas, parecen remontarse
justo al día de la fuga de la Rio do Ouro y semejan (repito, semejan) marcas de
latigazos. Sinceramente, señoría, no sé cómo podrá pronunciarse en conciencia y
con justicia basándose en estas pruebas, pero sea cual sea su sentencia, y si ésta
no es la absolución, no creo que la pena pueda ir más allá de la mínima prevista
por la ley. En cualquier caso, me permito sugerir a su señoría que, en el supuesto
de que decidiera devolver a los trabajadores a la hacienda con el castigo que
creyera oportuno, recuerde a su administrador la explícita prohibición legal de
añadir a la pena impuesta por su señoría cualquier otra condena o castigo, sea
material, físico o de otra índole. Y puede aprovechar la ocasión para recordar
también al señor administrador general su obligación de controlar in situ el
cumplimiento estricto de la ley y de la sentencia impuesta.
Luís Bernardo se sentó después de haber expuesto sus alegatos y se quedó
mirando a don Anselmo de Sousa Teixeira. De hecho, la sala entera miraba al
juez. El secretario aguardaba pluma en mano, preparado para tomar nota de la
sentencia, pues sabía que don Anselmo era rápido, casi instantáneo, a la hora de
dictar sentencia después de oír los alegatos. Pero esa mañana nada ocurría como
de costumbre, y la última sorpresa la dio el mismo don Anselmo. Una vez más, se
sacó el pañuelo del bolsillo, limpió los cristales de las gafas y luego se secó la
cara. También él miraba por la ventana cuando decretó:
—Fijo la lectura de la sentencia para pasado mañana, miércoles, a las nueve.
Hasta entonces los acusados permanecerán detenidos. Se cierra la sesión.
Luís Bernardo fue de los primeros en levantarse. Se despidió del juez con una
leve inclinación de la cabeza, hizo caso omiso de don João Patricio, el coronel
Maltez, el administrador general Germano Valente y todos los demás, y comenzó
a avanzar por entre la pequeña multitud que se apartaba para abrirle paso. El
aire de la calle era igual de asfixiante que el de dentro, pero por lo menos había
espacio, horizonte, en lugar de las estrecheces del tribunal. Respiró como lo haría
un preso recién liberado. Las noticias sobre lo que había ocurrido entre aquellas
cuatro paredes debían de haber recorrido la ciudad como un tifón: Vicente lo
esperaba a la salida del edificio del tribunal con su carruaje y, para su sorpresa,
también Sebastião había acudido y aguardaba de pie junto a la puerta.
—Sebastião, ¿qué haces aquí?
—Pensé que estaría cansado, señor gobernador, y hemos venido a buscarlo.
—No, Sebastião, iré a pie por la ciudad. Vosotros me alcanzáis a la salida.
—Señor gobernador...
—¡Sólo «señor», Sebastião!
—Señor, creo que sería mejor...
—¿Qué, Sebastião?
—... que viniera con nosotros.
—No, Sebastião. Para ti sólo soy señor. Para ellos, soy gobernador.
Y echó a andar solo, en dirección a la plaza de la Cámara. Pasó por la calle del
Comércio, cuyas tiendas estaban cerrando para la hora de comer. Se fijó en los
corrillos que se habían formado a la puerta de algunos establecimientos, en los
grupos que se callaban al pasar él. Algunos volvían precipitadamente al interior
de las tiendas, otros desviaban la mirada, otros se quitaban el sombrero y
murmuraban «¿cómo está, señor gobernador?», otros lo miraban en silencio. Él
devolvía el saludo a quienes lo saludaban y devolvía el silencio a los que se
quedaban callados, pero hizo acopio de los restos de audacia que le quedaban
aquella mañana y se propuso mirarlos a todos a la cara, uno a uno, para
obligarlos a posicionarse. No se detuvo ni apretó el paso en ningún momento y
mantuvo el mismo ritmo con que solía dar sus paseos por la ciudad. Estaba a
punto de llegar a la plaza de la Cámara cuando, al doblar una esquina, casi se dio
de bruces con la figura familiar de Maria Augusta da Trindade. Ella pareció más
sorprendida que él. Luís Bernardo, en cambio, se alegró de verla, se sintió casi
aliviado por aquella pausa en su caminata, que más bien parecía un vía crucis. Le
tendió la mano.
—¿Usted por aquí, María Augusta? ¿Qué le trae por la ciudad?
Ella apretó sin mucho entusiasmo la mano que le tendía. Se había ruborizado,
pero él no estaba seguro de que fuera por azoramiento. Sólo se habían visto una
vez tras aquella noche en la hacienda Nova Esperança, unos meses atrás, cuando
él sintió, por primera vez desde su llegada a Santo Tomé, el apoyo de un aliado,
una hospitalidad desprendida y amistosa, a la que después se añadió por una
decisión circunstancial y tácita, como la de los animales en celo, el arrebato de
una noche de cuerpos entrelazados, de sudor y humedad confundidos, un ardor
sexual adulto, fruto de una larga abstinencia por parte de ambos, no de un súbito
e imposible amor. Y ahora ella le daba un apretón de manos que no transmitía
nada, como si no fueran más que conocidos.
—Pues ya ve, Luís Bernardo, he venido a la ciudad, y parece que he escogido
un día especial, ¿no es así?
—Especial, ¿por qué?
—El día en que se ha dejado usted vencer por su vanidad, por su ceguera, por
su inconsciencia o lo que sea.
—¿Por qué dice eso, Maria Augusta?
—Ha hecho usted el ridículo con esa pantomima en el tribunal.
—¿Cómo lo sabe? ¿Acaso estaba allí?
—No, ni falta que hace. No se habla de otra cosa en la ciudad y a nadie le
interesa saber si sirve usted como abogado. Yo creía que había venido a Santo
Tomé para ejercer de gobernador, no de abogado. Creía que era un gobernador
con ideas nuevas, pero que estaba de nuestro lado. Lo he defendido muchas
veces, Luís Bernardo. He intentado explicar a los demás la importancia y la
dificultad de su misión. Creía ciegamente en su buena fe y sus buenas
intenciones. Pero usted se ha encargado de desmentirme poco a poco, y hoy ha
acabado de estropearlo todo con esa bravata en el tribunal. Estará muy orgulloso
de sí mismo, pero yo, en su lugar, dimitiría inmediatamente. Está acabado como
gobernador, tiene a toda la colonia en su contra.
—¿Y a usted también, Maria Augusta?
—A mí también.
—¿Por qué? ¿Qué ha cambiado?
—Usted ha cambiado.
—¿Yo? ¿En qué?
—No me pregunte en qué, porque eso es evidente. Se ha pasado al bando de
nuestros enemigos, de los que conspiran para llevar a Santo Tomé a la ruina,
tanto en Lisboa como en Europa. Lo que debería usted preguntarse es por qué ha
cambiado.
—¿Por qué? Dígamelo usted.
—¡No puedo creer que no lo sepa! ¿Hace falta que se lo digan a la cara? ¿Es
que nadie se lo ha dicho aún?
—No sé de qué está hablando, Maria Augusta.
—¿Conque no lo sabe? ¿No sabe que su cambio de actitud y su descrédito ante
todos nosotros se deben a que ha perdido la cabeza por esa fulana inglesa que,
mientras engaña a su marido, le hace a él el trabajo de engatusar al gobernador
en la cama?
Luís Bernardo palideció. Sintió que la tierra se abría bajo sus pies.
—Entre nosotros, Luís Bernardo, permítale una pregunta a una mujer que ya
ha estado con usted en la cama: esa puta debe de ser una auténtica fiera,
¿verdad? Para dejarlo en este estado...
Luís Bernardo continuaba petrificado. Buscaba algo que decir, pero era como
si toda su elocuencia y su agilidad mental se hubieran agotado ya aquella
mañana. Hizo un esfuerzo para murmurar:
—No esperaba esto de usted, Maria Augusta...
—Hay tantas cosas que uno no espera de la gente en quien confía... Adiós,
Luís Bernardo, que usted lo pase bien.
Él se quedó mirando cómo se alejaba, mientras intentaba reponerse del golpe
para seguir su camino. Pero ya no veía lo que tenía delante, ni a las personas con
que se cruzaba y lo saludaban, ni a las que cambiaban de acera al verlo. De
repente todo le parecía irrelevante. Miró alrededor, desesperado, y vio que
Vicente lo esperaba con su carruaje al otro lado de la plaza. Hizo un gesto con la
mano para llamarlo y el muchacho, como si ya lo esperara, acudió
inmediatamente. Subió al vehículo y se dejó caer, exhausto, en el asiento de
cuero. Sebastião estaba sentado al lado, en la sombra, y lo miró sin decir nada.
Recorrieron en silencio el trayecto hasta casa y, al llegar, Sebastião le dijo:
—Señor gobernador... perdone que lo trate ahora de gobernador, pero quería
decirle una cosa: es un honor servirlo y tenerlo como gobernador de Santo Tomé.
Luís Bernardo se apeó sin decir nada. Entró en casa como si huyera de una
tempestad. Se dirigió directamente a su habitación y ordenó a voces:
—Sebastião, hasta que te diga lo contrario, no estoy para nadie. ¡Para nadie!,
¿entendido? ¡Ni aunque se presente el rey en persona!
Sin embargo, en lugar de desaparecer, Sebastião lo siguió hasta su
dormitorio, con un papel en la mano.
—Tendrá que perdonarme, señor, pero tiene un telegrama muy urgente que
el secretario general le ha traído hace un rato.
Luís Bernardo miró el telegrama, que estaba cerrado y en cuyo exterior se
leía la inscripción «Confidencial. Muy urgente», y lo arrojó encima de la cama,
donde se dejó caer. Se quedó observándolo, pensando qué hacer. Le apetecía
lanzarlo por la ventana, arrojarlo al retrete, quemarlo. Cerró los ojos para dormir
y olvidarse de todo, pero al final cambió de idea. Se sentó en la cama, abrió el
telegrama y lo leyó:
La malaria es una viuda negra que irrumpe y ataca sin previo aviso para
hacer caer sobre los más vigorosos y sanos una oscuridad que borra por completo
la luz del día. Aparece de repente, sin que se sepa de dónde, germina lentamente
en el cuerpo después de una única y certera picadura de mosquito hembra y deja
a sus víctimas postradas, sin posibilidad de defenderse ni de reaccionar. En la
mayor parte de África y de los trópicos se limita a abatir y debilitar a los
enfermos, pero en Santo Tomé también mata, como en ningún otro lugar. Ataca
el cerebro, devora las células y en pocos días, sin un antídoto capaz de frenar el
proceso de la enfermedad, se lleva la vida de alguien que, sólo unos días antes,
disfrutaba de una salud de hierro. Luís Bernardo comprendió, por el relato de
Sebastiâo y del doctor Gil, que había estado muy cerca de rebasar esa frontera a
partir de la cual ya no había marcha atrás. Ann le había proporcionado un
despertar violento y carnal a la vida. Le había indicado el camino de regreso de la
manera más animal, de una forma a la que su cuerpo había respondido antes que
sus sentidos. Al levantarse por fin de la cama y dejar la habitación donde, durante
cuatro largos días y cuatro largas noches, su vida había pendido de un hilo, poco a
poco se dio cuenta de cuán cerca había estado del final definitivo. Al leer, con
ternura, el cuaderno donde Doroteia y Sebastião habían anotado religiosamente
su temperatura cada hora, día y noche, comprendió que había rozado esa tenue
línea que separa la oscuridad irreversible del regreso a la luz. Había estado
ausente e indefenso y ellos habían velado por él, hora a hora, minuto a minuto,
para traerlo de vuelta, de vuelta al cuerpo de Ann, de vuelta al olor del jardín, al
sonido del mar, a la humedad suspendida sobre la ciudad, a los gritos de los niños
a la salida de la escuela, de vuelta a la vida.
Cuando se sentó en su despacho de la secretaría, en la planta baja, y aunque
el trabajo acumulado le provocaba una sensación de apremio y ansiedad, Luís
Bernardo se entregó a él de forma parsimoniosa, casi voluptuosa, con la calma y
la lucidez propias de quien acababa de comprender la diferencia entre lo esencial
y lo secundario. Pero los telegramas lo reclamaban y exigían que tomara
decisiones: había uno del administrador adjunto de la isla de Príncipe, que le
constaba no mantenía buenas relaciones con Germano Valente y que, quizá por
eso, había optado por dirigirse directamente al gobernador saltándose al que era
su inmediato superior jerárquico. «Ambiente tenso y potencialmente peligroso en
las haciendas STOP Se requiere presencia inmediata de su excelencia para
evaluar situación personalmente.» Luís Bernardo le respondió enseguida para
pedirle que se personara en Santo Tomé a fin de hablar con él o bien, si no fuera
aconsejable que se ausentara de Príncipe, que le explicara con más detalle la
situación y la necesidad de la presencia del gobernador; con todo, le daba a
entender que en aquellos momentos las preocupaciones por la visita del príncipe
heredero lo absorbían por completo. Telegrafió también al delegado del gobierno
en la isla de Príncipe, el joven Antonio Vieira, para decirle que le habían llegado
rumores de que se respiraba un ambiente tenso en las haciendas y pedirle que le
informara sobre el asunto. En su respuesta el subgobernador de Príncipe procuró
tranquilizar al gobernador general, si bien reconoció que, en efecto, se habían
dado algunos casos de desacato, pero aseguraba que se había podido restablecer
el orden sin problemas y que él seguía la situación de cerca. Lejos de
tranquilizarse, Luís Bernardo se quedó aún más inquieto; lo amonestó por no
haberle informado de nada, le exigió que especificara qué clase de desacatos se
habían producido y qué medidas había tomado al respecto y, por último, le hizo
saber que el más mínimo cambio en la situación tendría que serle comunicado de
inmediato. Aunque no reveló sus intenciones a Antonio Vieira, se prometió ir a
Príncipe en cuanto pusiera en marcha los preparativos para la recepción de la
comitiva real.
De Lisboa le habían llegado dos nuevos telegramas del ministerio con los
detalles de la visita real. Su alteza y el ministro viajarían a bordo del barco
mercante África, aprovechando el trayecto regular que realizaba entre la
metrópoli y las colonias africanas. En un momento en que los gastos de la Casa
Real eran el principal caballo de batalla de la oposición republicana, el hecho de
que el heredero al trono tomara para un viaje de tres meses un barco de línea
regular, mezclado con el resto de pasajeros, respondía sin duda a una decisión de
carácter político, dirigida a provocar un determinado efecto en el interior del país.
Eso y las reducidísimas dimensiones de la comitiva que lo acompañaba,
compuesta únicamente por tres personas, contando al ministro. Jamás ningún
príncipe, en ningún lugar del mundo, había viajado de forma tan austera. Se
trataría, además, de una de las primeras visitas de un miembro de la familia real
a una colonia portuguesa, después de casi quinientos años de poder colonial. Sin
embargo, todo parecía haber sido decidido de forma algo improvisada. El príncipe
y el ministro llegarían a Santo Tomé el 12 o 13 de julio, es decir, al cabo de poco
más de un mes. Las islas de Santo Tomé y Príncipe tendrían el honor de inaugurar
el viaje real, que después proseguiría hacia las colonias inglesas de Sudáfrica,
Mozambique y, ya de regreso, Angola y Cabo Verde. Durante su estancia en el
archipiélago ecuatorial pasarían los dos primeros días, con sus noches, en Santo
Tomé y un día y una noche en la isla de Príncipe. En Santo Tomé, por lo que
especificaba el ministerio, su alteza dormiría la primera noche en el palacio del
gobernador (donde, además, se debía preparar alojamiento, por lo menos, para su
ayudante de campo y para el oficial a sus órdenes) y la segunda en la hacienda
Rio do Ouro, cuyo propietario, el conde de Valle Flor, acudiría desde París para la
ocasión, en su yate privado, a fin de recibir a la comitiva en su hacienda.
Asimismo, el gobernador debería ocuparse de los detalles para que durante esos
dos días la comitiva visitara también las haciendas Água Izé y Boa Entrada, esta
última propiedad del señor Henrique Mendonça, que también viajaría
expresamente a Santo Tomé para recibir a don Luis Felipe. Por último, en Príncipe
la comitiva deseaba visitar primero la hacienda Infante Dom Henrique, y después
la Sundi, donde preveían hacer noche; si eso fuera inviable, dormirían a bordo del
África. Al día siguiente llegó un tercer telegrama, clasificado como «Confidencial»
y, esta vez sí, centrado en los asuntos políticos:
A las cuatro de la tarde, de a bordo del África llegó un telegrama urgente del
ministro Ayres d'Ornellas, que preguntaba a Luís Bernardo qué ocurría
exactamente en Príncipe y qué medidas se estaban tomando. Luís Bernardo le
transmitió la información que había recibido de Antonio Vieira y le indicó que al
día siguiente por la mañana, desde el lugar de los hechos, esperaba poder darle
más detalles de la situación. A las seis el Mindelo fondeó frente a la ciudad y el
capitán fue obligado a desembarcar de inmediato y presentarse en el palacio del
gobernador. Una vez allí, Luís Bernardo le comunicó que el barco y su tripulación
quedaban requisados para zarpar esa misma noche rumbo a Príncipe, sin
pasajeros y con la totalidad de las plazas ocupadas por soldados de la guarnición
local, lo que, según el capitán, suponía un total de veinticinco soldados, aparte del
mayor Benjamim y del propio gobernador. Se acordó que aparejarían la nave a
las nueve.
Luís Bernardo subió a casa, se dio un baño y preparó una maleta con dos
mudas de ropa y su revólver, comió algo a toda prisa y volvió a bajar a la
secretaría para entregar a Caló dos telegramas que debía enviar, uno a Príncipe y
otro al África, vía Lisboa, en los que comunicaba que estaba en camino.
A las diez de la noche, sentado en la proa del Mindelo, contemplaba las luces
de la ciudad de Santo Tomé, que se alejaban en el horizonte. Era una noche casi
sin luna y el mar sereno permitía que el barco se deslizara veloz. La agradable
brisa y la escasa humedad del aire anunciaban la llegada de un nuevo verano.
Capítulo 15
Querido amigo:
Creo que nunca en toda mi vida había necesitado
tanto estar contigo, tener un amigo a mi lado. Perdona
que te suplique con tanta franqueza pero, créeme, no
lo haría si no sintiera que estoy en el límite de mis
fuerzas. Aún me quedan dieciocho meses de destierro,
mi misión se encamina hacia un estruendoso fracaso,
la mujer de la que desgraciadamente me he
enamorado, como nunca en toda mi vida, se ha vuelto
inaccesible a causa de los supremos intereses de la
nación y la isla ya no tiene secretos ni misterios para
mí, sólo dolor y el mínimo consuelo de saber que por lo
menos también ella, esa mujer inalcanzable, sigue
aquí, respira el aire que respiro y se asfixia por la
misma falta de aire que yo siento. João, por lo que más
quieras, si vieras alguna posibilidad de perder parte de
tus vacaciones, aun sabiendo el sacrificio que eso
representaría, te ruego que vengas a verme. Aunque
sólo sean quince días, una semana, hasta que parta el
siguiente barco, lo justo para devolverme la esperanza
de que hay vida después de esto. No te preocupes por
el dinero; yo te pago el pasaje. Te aseguro que es un
precio muy bajo por mi salvación.
Dime a vuelta de correo si puedo contar con esa
débil esperanza, o si debo arrojarme a los tiburones en
una de estas angustiosas noches en que no soporto
seguir viendo este mar sin fin frente a mi ventana.
De tu más ecuatorial y solitario amigo,
Luís Bernardo
***
Ann:
Me dijiste que, si te quiero, tendría que luchar por
ti. Te quiero, me muero por verte otra vez, por verte
todos los días de mi vida. Sé por qué no tomarás
conmigo el próximo barco y lo comprendo, pero
necesito saber que, por lo menos, tomarás el último, el
barco que me sacará de aquí, hacia una vida que sólo
tendrá sentido si puedo vivirla contigo. Dicho esto,
aceptaré lo que decidas: continuar viéndonos, como si
éste fuera un tiempo de transición hacia una relación
que podamos vivir sin escondernos de todos, o dejar
de verte, en aras de un futuro mejor que este doloroso
presente, hasta el día en que tomes ese último barco
conmigo. La decisión es tuya.
Confió la carta a Sebastião, con la orden expresa de que se la entregara
personalmente en mano, y recibió la respuesta al día siguiente, llevada por la
criada de Ann:
Querido Luís:
Yo también me muero por verte, todos los
días y todas las noches. Ni siquiera cuando
duermo consigo sacarte de mi cabeza. Me
gustaría poder decirte «¡ven!» o «¡aléjate!»,
pero no me siento capaz ni de una cosa ni de la
otra. Lo que más deseo, con todas mis fuerzas,
es paz, la paz de las decisiones irrevocables,
las que no tienen vuelta atrás, con las que
sentimos que el camino tomado era el único
posible. Pero esa decisión no me corresponde
a mí tomarla, o quizá no puedo o no quiero
tomarla. Por eso te dije que puedo dejar a mi
marido, pero no puedo abandonarlo. En mi
conciencia son dos cosas diferentes, y esa
diferencia es la base moral sin la cual no podría
comenzar algo nuevo contigo. Por eso te dije
también que tendrías que luchar por mí, aunque
no sabría decirte cómo y ni siquiera pueda
garantizarte que, al final, tomaré ese último
barco contigo. Ya sé que nada de lo que te digo
te ayuda ni te da esa esperanza que necesitas
para saber si vale la pena luchar por mí, pero,
créeme, no es más que el reflejo de mi propia
confusión, de la mezcla de sentimientos y de la
desorientación en que vivo y en la que quizá
acabe perdiéndome y lo acabe perdiendo todo.
Perdóname, amor mío, pero eso es todo lo que
te puedo ofrecer. Te he querido y te quiero con
toda lucidez, no sólo con pasión, y al menos
eso es real, existe y resiste a todo lo demás.
***
Cuando llegaron las primeras lluvias, Luís Bernardo sintió ganas de volver a
subir a las haciendas, de volver a ver el óbó, de volver a oír el sonido de los
arroyos formados durante la noche, de sentir el olor a selva mojada, de bañarse
en las lagunas de aguas oscuras e inquietantes que encontraba de repente en
medio del bosque, entre el canto de los pájaros y el sinuoso movimiento rastrero
de las serpientes, que asustaban a los caballos y a él le erizaban hasta el último
pelo del cuerpo. Quiso recorrer de nuevo las veredas por donde el caballo a duras
penas podía pasar, con las ramas de los árboles azotándole la cara, como si
celebraran su regreso a aquel mundo oscuro y misterioso. Quiso encontrarse de
nuevo en medio de las haciendas, en sus enormes patios, con las hogueras
encendidas al atardecer, y volver a sentir los olores, el del cacao secándose en los
tendales, el del café tostado y el del serrín fresco que alimentaba los hornos.
Volvió a subir a las haciendas porque echaba de menos todos esos olores de África
que, ahora lo sabía, lo acompañarían ya para siempre, todos los días de su vida,
estuviera donde estuviese. Así pues, volvió a contemplar la exacta y limpia
geometría arquitectónica de las casas de las haciendas, con sus familiares tejados
a teja vana, el blanco de la cal de sus paredes mezclado en el suelo con aquella
tierra marrón y húmeda; volvió a oír el sonido de sus pasos sobre los suelos de
tablones, el canto de los negros al final del día, cuando regresaban a sus chozas
después de la formación de la tarde; revivió las cenas en la casa grande, con
vajilla rosa de Sacavém, manteles bordados de Castelo Branco y un brandy bebido
en el balcón, rodeado por los insondables ruidos nocturnos de la selva, que
comenzaba justo allí, detrás de la casa grande.
Volvió a visitar varias haciendas, donde lo recibían con una mezcla de
extrañeza, desconfianza y hostilidad mal disimulada. Y un día, sin saber muy bien
por qué, decidió regresar a la Nova Esperança, sin anunciarse previamente. Como
la primera vez, llegó al final de la mañana y se encontró a Maria Augusta
trabajando en la caballeriza, donde ayudaba a herrar un caballo. Ella se volvió,
sorprendida, al verlo aparecer en la puerta del establo. Tenía el rostro encendido
por el esfuerzo y el calor, la piel cubierta de gotas de sudor, briznas de paja en el
cabello despeinado. No pareció alegrarse de verlo allí o en aquellas circunstancias.
—¿Usted por aquí, Luís Bernardo?
—Estoy de visita por las haciendas y he decidido acercarme a la Nova
Esperança. Claro que, teniendo en cuenta nuestro último encuentro,
comprendería que le pareciera inoportuno. Si quiere que me marche, sólo tiene
que decírmelo.
Ella lo miró intrigada, como si intentara adivinar la auténtica razón de la
visita, y por la forma en que su expresión se fue relajando, se diría que la había
intuido.
—No, no, quédese a comer. Será un placer.
Como la primera vez, lo recibió como si lo estuviera esperando e improvisó
una comida que le hizo recordar la hospitalidad generosa y sin pretensiones que
se brindaba en los pueblos del norte de Portugal. Por la tarde volvieron a recorrer
las hileras de las plantaciones y a visitar los grupos de trabajo, regresaron a casa
y él aceptó la invitación de darse un baño, cambiarse de ropa y quedarse a cenar.
Maria Augusta, sin embargo, no se cambió ni se arregló para él. Se limitó a volver
a servir una buena cena y un buen oporto y a darle conversación, ante el
prolongado y hostil silencio de su capataz, el señor Albano. Cuando éste se retiró,
se quedaron a solas en el balcón, como la primera vez. Luís Bernardo no tenía
prisa, se encontraba a gusto allí y se notaba —ella lo notó— que estaba más solo
y desamparado que nunca. Inspiraba ternura y compasión, pero ella no estaba
dispuesta a tropezar dos veces en la misma piedra. Por eso le preguntó con
ironía:
—Y bien, señor gobernador, ¿cómo le va en el amor?
—Y a usted, Maria Augusta, ¿cómo le va?
Ella se rió. Su risa, como todo lo demás en ella, era franca y espontánea,
como la de quien no debe nada a nadie.
—¡Ah, mis amores nunca serán noticia!
Luís Bernardo la miró como si la viera por primera vez. Era una mirada cruda,
como si la desnudara y la evaluara. Una mirada de macho en celo, pero también
—y eso era lo que más la irritaba— de niño perdido en el bosque.
—¡Mejor para usted, Maria Augusta! Por eso mismo, y porque para usted ya
no tengo muchos secretos, me atreveré a pedirle una cosa sin rodeos, algo que,
en circunstancias normales, jamás me atrevería a pedirle: ¿puedo quedarme a
dormir con usted esta noche?
Ella soltó una carcajada, algo forzada, que le hizo subir el pecho unos
centímetros por encima del escote, lo que no pasó inadvertido a Luís Bernardo. Se
acordó de ese pecho, generoso y jadeante, que ella le ofreció aquella noche y de
repente deseó desesperadamente que Maria Augusta no lo mandara a paseo.
Deseó que lo acogiera entre sus senos y sus muslos, como la otra vez, con
ansiedad muda y gritos ahogados, y que le hiciera olvidarse de todo, de todo lo
demás, incluso del cuerpo incomparable e inolvidable de Ann.
—¡Ay, pobre Luís Bernardo! ¿Qué le ha hecho esa inglesa? Deje que lo
adivine. Se divirtió con usted y después volvió con su marido, ¿verdad? ¡Pero,
hombre, si esa historia es más vieja que el mundo! Y ahora viene a consolarse
conmigo, ¿no es así? Es un trato justo: usted sacia mis deseos y yo le ahogo las
penas. Pero ¿por quién me toma? ¿Por la sustituta de la amante casada del
gobernador de la isla?
Luís Bernardo no dijo nada y fue ella la que tuvo que tomar la iniciativa.
—Pensándolo bien, ¿por qué no? ¿Quién se va a enterar, aparte de nosotros
mismos? Ninguno de los dos tiene nada que perder y, en cualquier caso, siempre
será mejor que la frustración de verlo marcharse sin poder aprovecharme de la
situación. Venga, vamos a ahogar nuestras penas con algo que no deje marcas.
Sólo una hora de placer, como hacen los negros ahí fuera, en la sanzala.
Luís Bernardo leyó los despachos enviados desde Lisboa con una mezcla de
risa irónica e irritación. «¡Estúpidos! ¡Profunda e irremediablemente estúpidos!
¡Lo van a echar todo a perder!», pensó, y dio un puñetazo en la mesa.
Mandó llamar al administrador general, Germano Valente, y fue directo al
grano.
—¿Cuántos contratos de trabajadores, firmados con la ley de mil novecientos
tres, vencen el próximo mes de enero?
—No tengo presente el número exacto, señor gobernador. —La expresión del
administrador general era una mezcla de indiferencia y desprecio mal
disimulados.
—Pero tendrá una idea aproximada, ¿no?
—Ahora mismo, no.
—¿Cuántos, señor administrador? ¿Cien, quinientos, mil, cinco mil?
—No sabría calcular...
—¡Pues calcúlelo, es su obligación! O páseme todos los dossiers y lo calcularé
yo.
—Como sabe, y ya lo hemos hablado, eso es algo que no puedo, ni debo, ni
voy a hacer. A menos que reciba órdenes expresas de Lisboa.
—Muy bien, guárdese sus secretos. Pero yo soy el gobernador y tengo la
obligación de saber cómo transcurre el proceso de repatriación. Acabo de recibir
de Lisboa el informe de la reunión entre los importadores ingleses del cacao de
Santo Tomé y los propietarios portugueses de las haciendas, en la que los
portugueses se han comprometido a llevar a cabo un proceso de repatriación
totalmente libre y legal. Y mi deber es comunicar al ministerio si ha sido así o no.
Por eso vuelvo a preguntar: ¿cuántos trabajadores calcula que acaban sus
contratos en enero?
Germano Valente titubeó, mientras buscaba algún argumento que le
permitiera justificar una nueva negativa, pero al parecer no lo encontró y se vio
obligado a ceder, al menos en parte.
—Unos quinientos, quizá.
—¿Sólo?
El otro no respondió; ya había dicho suficiente. Sin embargo, Luís Bernardo
no se rindió.
—Pues bien, si usted calcula que son quinientos los que terminan contrato en
enero, yo calculo que serán por lo menos la mitad los que querrán regresar a
Angola. Espero que en los próximos meses su estimación aumente
sustancialmente, porque, si no, deberemos concluir que no hay treinta mil
trabajadores angoleños en las haciendas de Santo Tomé y Príncipe, sino apenas
unos seis mil, un número ridículo con el que no podría engañar ni al más
estúpido. Pero de momento tomaré como referencia su estimación para enero y a
partir de la segunda semana del mes inspeccionaré el pasaje del vapor Minho, con
capacidad para ochenta personas, que procederá a la repatriación una vez a la
semana y hasta final de mes. Y espero que el barco no regrese vacío...
Germano Valente se levantó, se despidió con un gesto de la cabeza y salió sin
decir nada más.
***
Esa Navidad fue especialmente dura de soportar. Por más que intentara
evitarlo, el simbolismo de esas fechas lo perseguía para mostrarle lo
miserablemente solo que estaba. A pesar de todo hizo un esfuerzo por animarse.
En el vapor de Lisboa le llegó el regalo de Navidad que compensaba la
ausencia de João, que tampoco esa vez había podido ir a visitarlo: dos kilos de
bacalao seco, una botella de champán francés y otra de oporto vintage, una bolsa
de nueces, dos ediciones recientes de la Gramophone Company y una corbata de
seda azul de la Casa Elegante, en la Rua Nova do Almada. Mandó a Mamoun que
fuera a buscar un pavo a la ciudad y el criado acabó encontrándolo, no sin ciertas
dificultades. Entonces planeó la cena de Nochebuena; encargó al personal de
cocina un bacalao cocido con coles del huerto y el pavo asado, relleno de
menudillos y piña seca, acompañado de matabala frita a tiras, y de postre, una
especie de churros que salieron desastrosos.
Después de mucho ordenar, insistir e incluso exaltarse, convenció a todos los
habitantes de la casa de que lo acompañaran en la mesa durante la cena de
Nochebuena. Allí estaban todos, seis pares de ojos brillantes en rostros negros,
que lo observaban, azorados y mudos: Sebastião, Vicente, el cochero Tobias,
Doroteia, sentada a su derecha y más tentadora que nunca, Mamoun y Sinhá.
Todos rechazaron, avergonzados, el champán que pretendía servirles, de modo
que acabó bebiéndose la botella entera él solo durante la cena. Al final, en un
estado entre la melancolía y la lucidez del champán, se levantó para pronunciar
un discurso con los ojos húmedos, pero lo único que le salió fue:
—En esta mesa, donde ya han comido un príncipe, un ministro del reino y
varios gobernadores, en esta mesa donde tantas veces me habéis servido a mí
solo, quería juntaros a todos hoy, en Nochebuena, porque vosotros sois, os guste
o no, la única familia que tengo en el mundo.
Dicho esto, rompió a llorar y corrió a esconderse al balcón. Los sirvientes se
quedaron mudos, mirándose los unos a los otros sin saber qué hacer.
A las diez llamaron a la campanilla de la entrada, Vicente fue a abrir y volvió
con una carta cerrada, que, de acuerdo con la jerarquía establecida, tendió a
Sebastião, quien la depositó sobre una bandeja de plata y fue a entregarla al
balcón. Era una nota de Ann.
Luís:
Como todas las noches, pero ésta mucho
más, no dejo de pensar en ti y en lo que te
estará pasando por la cabeza y el corazón. Te
deseo una feliz Navidad, querido. Piensa que,
de una forma u otra, ésta será la última Navidad
que pases solo.
Luís Bernardo subió por la escalera hasta su habitación. Había una vela
encendida en la cómoda del pasillo y otra en la mesita de su dormitorio. Se quitó
la camisa rasgada y sucia y se puso una de lino blanco que sacó de la cómoda.
Cogió la vela y fue hasta el baño, donde se lavó la cara y las heridas y se frotó
concienzudamente las manos. Se pasó por la herida un algodón con agua
oxigenada, que hizo brotar espuma y le abrasó la cara. Volvió a lavarse las manos
y, tras apagar la vela, salió del cuarto de baño.
En el pasillo, la vela ya no estaba sobre la cómoda, sino en las manos de
Doroteia, que lo miraba apoyada contra la pared, con su vestido de algodón
blanco abierto casi por completo a la altura del pecho, un pecho firme y
adolescente, de pezones erguidos, su piel sedosa brillando en la oscuridad, su
rostro perfecto, de pómulos prominentes, los carnosos labios entreabiertos, el
blanco de sus dientes y el fondo de sus ojos relucientes como perlas a la luz tenue
de la llama. Estaba parada en medio del pasillo, como una vestal, iluminando el
camino de su amo. Luís Bernardo se detuvo y se quedó mirándola. Ella no dijo
nada ni bajó la vista, sino que la clavó en los ojos de él, como si quisiera atraerlos
y absorberlos con la mirada.
Luís Bernardo percibió la ternura infinita que emanaba de ella, una ternura
convertida en deseo de servirlo. Se acercó y le puso las manos abiertas a ambos
lados de la cara. Le pasó un dedo por la boca, que se abrió un poco más, después
deslizó las manos por su largo cuello y de ahí las bajó, con suavidad, por los
hombros y los pechos, que sintió jadeantes y duros como pequeñas piedras. Ella
no se movió, no dijo nada. Del candelabro que sujetaba con mano temblorosa
cayó una gota de cera sobre la muñeca de Luís Bernardo. Él inclinó la cabeza y le
dio un suave beso en los labios. Volvió a enderezarse y dijo:
—¡Ay, Doroteia! Aún eres muy joven para comprender que el destino de
algunos hombres es amar siempre a quien no deberían.
Tomó el candelabro que ella sujetaba y se alejó por el pasillo hasta los
salones, para encerrarse de nuevo en su despacho. Sebastião o Doroteia habían
cerrado la puerta del balcón después de que él saliera, a causa de los mosquitos,
pero Luís Bernardo volvió a abrirla y se quedó mirando el mar que se extendía
ante él.
Se sentó a su escritorio, preparó una hoja timbrada con el sello del
gobernador de Santo Tomé y Príncipe, comprobó la punta y la tinta azul de su
pluma y comenzó a escribir. Sabía exactamente lo que quería decir y el texto fue
surgiendo sin necesidad de borradores ni correcciones:
Mi señor:
Os escribo esta mi primera y última carta con el
dolor de quien sabe que no trae buenas noticias.
Llegué aquí en marzo de 1906, después de ser
nombrado por su majestad gobernador de estas islas,
con el cometido —si mal no entendí y mal no recuerdo
las palabras que me dijisteis en Vila Viçosa— de
demostrar al mundo que no existe, ni en esta ni en
ninguna otra colonia portuguesa, la ignominia del
trabajo esclavo.
Como sabéis, no pedí, no deseé y ni siquiera me
alegró ser el escogido para tal cometido y tal cargo. Lo
acepté para servir a mi rey y a mi país. Esperaba que
su majestad y el gobierno, pese a la distancia, sabrían
hacerse cargo de las dificultades de una misión que
consistía en hacer ver a los agricultores locales la
necesidad de poner en práctica nuevas formas de
producción, diferentes del trabajo esclavo, de modo
que a Inglaterra y a su cónsul residente aquí no les
cupiera la menor duda de que, al menos a partir de
ahora, las cosas se harían cumpliendo con la legalidad
vigente. Durante estos casi dos años de misión me he
esforzado por hacer ver eso mismo a nuestros colonos
y, al mismo tiempo, he hecho todo cuanto estaba en mi
mano para convencer al cónsul inglés de que las
cosas estaban cambiando, de que avanzábamos, con
paso lento pero seguro, hacia el resultado pretendido.
Todos sabíamos, tanto aquí como en Lisboa o en
Londres, que la prueba definitiva llegaría ahora, cuando
—de acuerdo con la ley firmada por su majestad en
enero de 1903— concluyeran los contratos de cinco
años firmados por los trabajadores de las haciendas y
los que lo desearan pudieran solicitar libremente su
repatriación.
Yo mismo ordené esa repatriación a principios del
presente mes y los resultados obtenidos hasta la fecha
y las perspectivas de futuro confirman que, en esencia,
nada ha cambiado ni cambiará en el régimen de
trabajo de las haciendas de Santo Tomé y Príncipe.
Asimismo, los argumentos expuestos por los
agricultores de las islas en la reunión que mantuvieron
en Lisboa, el noviembre pasado, con los
representantes de las empresas importadoras del
cacao de Santo Tomé en Inglaterra demuestran de
forma elocuente que no existe por su parte una
voluntad seria de cambiar nada, pues se limitan a
insistir en una anacrónica retórica jurídica que ya no
convence a nadie. Esa misma voluntad, o falta de
voluntad, es lo que he encontrado en todos mis
contactos con el gobierno de su majestad, al que
siempre ha importado más proteger la prosperidad
comercial de las haciendas de Santo Tomé que los
derechos de sus trabajadores. La ceguera política llega
al punto de no querer ver que esa prosperidad
depende del mercado importador inglés y que éste sólo
continuará comerciando con Santo Tomé si se pone fin
a los abusos de que son objeto sus trabajadores.
En otras palabras, he fracasado en la misión que
su majestad me encomendó, tanto con el cónsul
inglés, al que no he logrado convencer de la seriedad
de nuestras intenciones de cambiar el actual estado de
cosas, como con nuestros agricultores, a los que no
he conseguido convencer de la necesidad de tales
cambios.
Ésa y sólo ésa es la razón que me mueve hoy a
escribiros y a presentaros mi dimisión, con efectos
inmediatos. Sé que os llegarán versiones distintas de
los hechos y os insinuarán que son otros los motivos
de mi renuncia y del fracaso de mi misión. Para ello no
dudarán en calumniar mi nombre y el de otras
personas y en recurrir a injurias y falsedades,
mezclando diferentes sucesos que jamás han influido
en mi forma de pensar o actuar.
Sin embargo, como antes incluso de que recibáis
esta carta os llegarán otras noticias sobre mi persona,
a estas alturas comprenderéis que ningún hombre
tiene derecho a poner en duda lo que os digo en el
momento de escribir estas líneas.
Dimito, pues, porque he fracasado en mi cometido
de terminar con el trabajo esclavo en Santo Tomé y
Príncipe, un régimen contra el cual siempre me
manifesté públicamente y, por eso mismo, merecí el
honor de que su majestad me escogiera para la misión
de acabar con él.
Mi señor don Carlos, las condiciones en que viven
y trabajan los angoleños de Santo Tomé y Príncipe,
que son traídos aquí en contra de su voluntad y a los
que, a efectos diplomáticos, llamamos ciudadanos
portugueses, son indignas de una nación civilizada,
indignas del nombre de Portugal e indignas del Estado
que representáis. Ninguna argumentación pseudo-
jurídica podrá ocultar la evidencia de la cruda realidad
que he visto con mis propios ojos y que mi conciencia
me obliga a exponeros.
Quiera la Providencia que mi dimisión y las
circunstancias que la rodean puedan servir de motivo
de reflexión para toda la nación y, en particular, para
su rey. No es la prosperidad de unos pocos lo que está
en juego, sino el buen nombre de Portugal, que seguirá
empañado hasta que se borre esa mancha de
vergüenza.
Al deciros esto creo haber cumplido al menos con
mi conciencia, ya que no he podido cumplir con la
misión que su majestad me confió.
Que Dios guarde a su majestad,
Luís Bernardo Valença, gobernador
***
El conde de Arnoso suspiró y abrió la carta dirigida a don Carlos, que comenzó
a leer mientras se paseaba por el aposento. Cuando llegó al final, acababa de
detenerse ante la ventana desde donde se veían el Tajo y una fragata inglesa que
salía del puerto (con toda probabilidad, uno de los barcos enviados por su
majestad británica para las exequias reales). Permaneció allí un rato, absorto en
sus pensamientos, con la carta abierta en la mano.
—¿Y bien? ¿Qué explica? —José da Matta estaba intrigado—. ¿Algo que aún
pueda tener interés?
—¿Hay algo que aún pueda tener interés en estos momentos? Todo ha
acabado o acabará en breve; es el fin de una época. Lo que me angustia es pensar
que fui yo quien propuso el nombre de ese joven al rey, fui yo quien lo convenció
de que fuera a Vila Viçosa a hablar con don Carlos, fui yo quien insistió en que
aceptara esa misión en Santo Tomé. Si no lo hubiera hecho, él aún estaría vivo.
Bernardo de Pindela parecía aún más abatido que en los últimos días.
—Vamos, señor conde, ese hombre no murió por la misión, sino de amor. Y de
eso él es el único responsable...
Bernardo de Pindela lo miró con una expresión casi de desdén.
—¿Qué sabrá usted, José da Matta? ¿Acaso ha leído la carta antes que yo?
—No...
—Entonces respete las razones que han llevado a un hombre a tomar una
decisión tan trágica como poner fin a su vida. Sólo él y Dios conocen las
verdaderas razones. El otro hombre que en parte podría conocerlas está muerto,
y el otro, que las acaba de conocer y que soy yo, guardará el secreto.
Se dirigió hacia la chimenea encendida y, con un gesto de resignación, lanzó
al fuego la carta de Luís Bernardo para el rey y se quedó mirando cómo las llamas
la consumían lentamente. Mientras ardía el papel, se dijo en actitud filosófica:
—En fin, una carta de un hombre que murió después de escribirla, para otro
que murió antes de leerla. ¿Quién sabe? Teniendo en cuenta que murieron casi al
mismo tiempo, quizá se encuentren allá arriba y puedan contárselo todo en
persona.
Fin