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Cioran, Carrera de palabras

Basta para convencerse de que la historia de las ideas no es más que un desfile de
vocablos convertidos en otros tantos absolutos destacar los acontecimientos filosóficos
más señalados del último siglo.
Conocido es el triunfo de la «ciencia» en la época del positivismo. Quien se reclamaba de
ella podía desvariar tranquilo: todo le estaba permitido desde el momento que invocaba
el «rigor» o la «experiencia». La Materia y la Energía hicieron poco después su aparición:
el prestigio de sus mayúsculas no duró mucho tiempo. La indiscreta, la insinuante
Evolución ganaba terreno a sus expensas. Sinónimo científico del «progreso»,
contrapartida optimista dcl destino, pretendía eliminar todo misterio y regir las
inteligencias: se le tributó un culto comparable al que se le rendía al «pueblo». Aunque
tuvo la suerte de sobrevivir a su boga, ya no despierta empero ningún acento lírico:
quien la exalta se compromete o está anticuado.
Hacia el comienzo de siglo se tambaleó la confianza en los conceptos. La Intuición, con
su cortejo: durée, élan, vie, debía aprovecharse y reinar durante cierto tiempo. Después
hizo falta algo nuevo: llegó la vez de la Existencia. Palabra mágica que excitó a
especialistas y «dilettantes». Por fin se había encontrado la clave. Y ya no era uno un
individuo, se era un Existente.
¿Quién hará un diccionario de los vocablos por épocas, una recensión de las modas
filosóficas? La empresa nos diría que un sistema se pasa de moda por su terminología, se
desgasta siempre por la forma. A tal pensador, que quizá nos interesase aún, rehusamos
leerlo porque nos es imposible soportar el aparato verbal que revisten sus ideas. Los
préstamos de la filosofía son nefastos para la literatura. (Pensemos en ciertos fragmentos
de Novalis echados a perder por el lenguaje fichteano). Las doctrinas mueren por lo que
había asegurado su éxito: por su estilo. Para que revivan, nos es preciso repensarlas en
nuestra jerga actual o imaginarlas antes de su elaboración, en su realidad original e
informe.
Entre los vocablos importantes, hay uno cuya carrera, particularmente larga, suscita
reflexiones melancólicas. He nombrado al Alma. Cuando considera uno su lamentable fin,
su estado actual, se queda uno atónito. Había empero comenzado bien. Recuérdese el
lugar que el neoplatonismo le concedía: principio cósmico, derivado del mundo inteligible.
Todas las doctrinas antiguas marcadas por el misticismo se apoyaban en ella. Menos
preocupado de definir su naturaleza que de determinar su uso por el creyente, el
cristianismo la redujo a dimensiones humanas. ¡Cuánto debió echar de menos ella la
época en que abarcaba la naturaleza y gozaba del privilegio de ser a la vez inmensa
realidad y principio explicativo! En el mundo moderno, consiguió volver a ganar poco a
poco terreno y consolidar sus posiciones. Creyentes e incrédulos debían tomarla en
cuenta, cuidarla y enorgullecerse de ella; aunque no fuera más que para combatirla, se la
citaba incluso en lo más recio del materialismo; y los filósofos, tan reticentes respecto a
ella, le reservaban, sin embargo, un rinconcito en sus sistemas.
¿Quién se preocupa de ella hoy? Sólo se la menciona por inadvertencia; su puesto está
en las canciones: sólo la melodía logra hacerla soportable, lograr que se olvide su
vetustez. El discurso ya no la tolera: habiendo revestido demasiados significados y
servido para demasiados usos, está deslucida, deteriorada, envilecida. Su patrón, el
psicólogo, a fuerza de darle vueltas y más vueltas, tenía que acabar con ella. De este
modo, ya no despierta en nuestras conciencias más que esa nostalgia asociada a los
logros hermosos pasados para siempre. ¡Y pensar que antaño los sabios la veneraban, la
ponían por encima de los dioses y la ofrecían el universo para que dispusiese a su gusto!

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