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Con un lenguaje sencillo, conciso e instructivo, Nicolás Maquiavelo se dirige a Lorenzo de

Médicis, nieto del papa León X, capitán general de los florentinos y duque de Urbino, a través de
su obra El Príncipe, una obra clave y de referencia para cualquier historiador modernista. Este
escrito de 1513, un ensayo de lo político a mi juicio, fue un «obsequio» que hizo Maquiavelo
a Médicis. Una especie de legado materializado en unas páginas, donde se hace uso de las
palabras para mostrar, a reflexión del autor, el arte del buen gobierno, las posibilidades del poder
y unas pautas y consejos que un buen Príncipe debe seguir.
Todo ello va acompañado de ejemplos políticos reales de la época del Renacimiento europeo,
que en alguna ocasión Maquiavelo compara con sucesos históricos de la Antigüedad para
relativizar las situaciones estatales del Quattrocento y del Cinquecento. Con estos magnos
ejemplos, el autor pretende mostrar al destinatario que todo es posible en materia de poder,
Estado y guerra. Abarca situaciones posibles e hipotéticas —anteponiéndose al enemigo en
cuestiones de intriga, Estado y batalla— para así poder barajar distintas soluciones posibles que
pueda tener el problema o la crisis política en cuestión; todo ello, con la intención de reforzar el
poder del Príncipe y del Estado. Maquiavelo busca, en definitiva, el buen gobierno, aunque
para ello haya que utilizar técnicas poco legítimas. Las reflexiones que hace en su obra son fruto
de una larga experiencia tras muchos años observando y participando en la vida pública, además
del desencanto y el desánimo por comprobar cómo la política de su tiempo ha llegado a
corromperse de tal forma. Por ello, ofrece alternativas empapadas de fuerza, cambios y
sentido común para la época que le tocó vivir. De hecho, pone de ejemplo al Estado romano
como paradigma de conservación, aumento y defensa del poder, actuando con base en
estrategias; es decir, no sólo se preocupaban de los desórdenes del presente, sino también de los
del futuro. Eso, en otras palabras, les hacía fuertes. Maquiavelo insiste mucho en esta premisa,
pues es una estrategia excepcional.

A su vez, el autor reflexiona sobre el tema de las conquistas. Las ve como algo totalmente
natural y ordinario. Las defiende, aunque para ello se hagan usos poco o nada legítimos del
poder o de las fuerzas militares. El Príncipe siempre tiene que acrecentar su poder.
Los principados están gobernados de dos maneras distintas. Por una parte, un príncipe de
quien todos los demás son servidores (funcionarios del Estado) y, por otra parte, mediante un
príncipe y una corte de nobles. En este último caso, los príncipes tienen, objetivamente, menos
poder, pues la antigua nobleza puede arrebatárselo en cualquier momento si su poder no es
consolidado. Existen los Principados civiles y los eclesiásticos. En los primeros el príncipe no
llega al poder mediante delito y la violencia, sino con el apoyo de los demás ciudadanos. De
hecho, ésta será una baza indiscutible: se debe tener el apoyo y favor del pueblo, que no atacará
si no se siente oprimido. En este sentido, «un príncipe sabio tiene que buscar la manera de que
sus ciudadanos siempre le necesiten a él y al Estado, tanto en los buenos como en los malos
tiempos; entonces, siempre le serán fieles». En segundo lugar, los Principados eclesiásticos son
los únicos seguros y felices. Son seguros, pues es tales la tradición y la antigüedad de sus
instituciones que, aunque no sean defendidas, no se perderían. Los súbditos, pues, no se
preocupan de la falta de gobierno al creer firmemente en sus gobernantes y las instituciones
regidas por ellos. El dinero, las armas y un buen ejército son una buena garantía de seguridad,
que no se puede separar del poder en ningún caso. Maquiavelo dirá que los fundamentos
principales de todos los Estados, ya sean de nueva planta, antiguos o mixtos, son las buenas leyes
y los buenos ejércitos.

El pensamiento maquiavélico se centra en que la razón de Estado es superior a la razón


moral. El sometimiento, la división, la ambición o el interés propio, tienen cabida en la política
del poder. La política siempre será lo primero para los maquiavelistas, por encima de la
ética y la moral. De hecho, un buen príncipe, de forma lícita y válida, podía valerse de diversas
herramientas para su propio beneficio y para el del Principado. Se podía usar la fuerza del
engaño para ganarse amigos y protegerse de enemigos; eliminar a los que pueden o deben
ofender al príncipe; destruir al ejército infiel y crear uno nuevo; y un largo etcétera. El lenguaje
de Maquiavelo, por tanto, aboga por el manejo y la manipulación de los demás para que el
príncipe consiga sus objetivos. Se podría decir en algunas ocasiones que «todo vale». No
obstante, tiene que ser prudente al creer, pensar y actuar, pero argüirá que es mejor que un
príncipe sea temido que amado. Le será más útil a la hora de conservar el poder.
Con todo lo expuesto, Maquiavelo exhorta a la casa de Médicis a poner orden en Italia y
gobernarla con sentido común, en aras de una futura prosperidad. Asimismo, pide que los
Médicis sigan los consejos, pautas y ejemplos históricos contemporáneos que desgrana en su
obra. Propone expulsar a las masas extranjeras, y adula a esta casa italiana para que lleve a buen
puerto esta empresa, ennobleciendo así a Italia.

Pese a encarnar un pensamiento retorcido e hipócrita —siendo este pensamiento bautizado


posteriormente como maquiavélico—, Nicolás Maquiavelo fue, ante todo, un hombre realista.
Trató de guiar a los Médicis por medio de la lógica política y el pragmatismo, siendo partícipe
también de la virtud. Este gran autor del Renacimiento italiano inauguró la idea de política
en su sentido moderno; es decir, la política es, de facto, un arte artificioso y retorcido, que
permite alcanzar y mantener el poder. Para salvaguardar ese poder se haría necesario emplear
toda clase de arbitrariedades y desmanes, siempre y cuando no se decapitase la razón de Estado.
Además, ¿se debía abogar por la paz y conservarla? Sí; aunque lo prioritario era el poder y su
conservación. Para ello, Maquiavelo teje toda una urdimbre que a simple vista puede parecernos
descabellada.
Desconfiaba del hombre —que no era bueno por naturaleza—. El hombre, el político, estaba
corrompido: y la política era su mayor síntoma. De ahí que nuestro autor expusiera sus ideas. Ese
realismo y pragmatismo —muy útil, por cierto— haría irrefutable la afirmación de que «el fin
justifica los medios». Obtuvo una mala fama desmesurada tras hacer público sus escritos. Solo
quería que su país prosperara con la ayuda de buenos hombres de Estado. Simplemente, fue un
hombre de su tiempo.

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