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¡Venga tu Reino!

FERNANDO TAMAYO, L.C.

EL ESPÍRITU SANTO FORMADOR


2

ÍNDICE

Contenido
INTRODUCCIÓN ..................................................................................................................... 3
A LOS PROTAGONISTAS ..................................................................................................... 5
I. EL ESPÍRITU SANTO .......................................................................................................... 6
2. EL ESPÍRITU SANTO EN DOS HIMNOS LITÚRGICOS ............................................... 16
II. LOS APÓSTOLES ............................................................................................................. 24
3. LOS DISCÍPULOS DEL SEÑOR ....................................................................................... 24
B. LA FORJA DEL CRISTIANO ........................................................................................... 29
4. “FORMAR” PARA EL ESPÍRITU SANTO ....................................................................... 30
5. LAS RAZONES DE SU ACTUACIÓN.............................................................................. 36
6. LA META DEL ESPÍRITU SANTO .................................................................................. 41
7. LOS CAMPOS DE LA SIEMBRA DIVINA ...................................................................... 45
8. LAS ACCIONES DEL DEDO DE DIOS ........................................................................... 51
9. MÉTODOS DE SU ACTUACIÓN ..................................................................................... 63
10. OBSTÁCULOS Y DIFICULTADES ................................................................................ 69
11. LOS FRUTOS DE LA SIEMBRA DIVINA ..................................................................... 74
12. NUESTRA TAREA ........................................................................................................... 83
C. LOS RESULTADOS ........................................................................................................ 91
13. FORMADOS POR EL ESPÍRITU SANTO ...................................................................... 92
1. Autor anónimo del siglo II ................................................................................................... 92
2. Autor anónimo ..................................................................................................................... 94
3. San Columbano (543 ? - 615) .............................................................................................. 96
4. San Buenaventura (c. 1218 - 1274)...................................................................................... 97
5. Tomás de Kempis (c. 1379 - 1471) ...................................................................................... 99
6. San Francisco Javier (1506 - 1552) ................................................................................... 100
7. Santa Juana Francisca de Chantal (1572 - 1641) ............................................................... 102
8. Santa María Magdalena de Pazzi (1566 - 1607) ................................................................ 103
9. Cardenal John Henry Newman (1801 - 1890) ................................................................... 105
10. Cardenal François Xavier Nguyen van Thuan (1928 - 2002) .......................................... 106
CONCLUSIÓN ...................................................................................................................... 107
3

INTRODUCCIÓN

Si abrimos las páginas del Antiguo Testamento, el protagonista es Yahvé, el


Señor, en quien descubrimos fácilmente la figura de Dios Padre, a quien se atribuye la
creación del universo y del hombre y la elección y formación del pueblo de Israel. El
centro del Nuevo Testamento es Jesús, Dios y Hombre verdadero, prometido y
anunciado en distintas páginas del Antiguo Testamento, sobre todo en distintos
pasajes de Isaías, como el “Siervo de Yahvé”.

El Espíritu Santo no aparece explícitamente en el Antiguo Testamento como


tal. Y en el Nuevo Testamento lo vemos pocas veces. Lo hace en momentos
particularmente importantes de la vida del Señor y en forma de paloma. Da la
impresión de que no quiere restar protagonismo al Hijo y reservarse para su aparición
definitiva en Pentecostés. Es entonces cuando inicia la misión principal que se le
atribuye en la teología cristiana: su acción interior que santifica con su presencia y su
acción la vida del individuo, de las comunidades y de la Iglesia.

Estas páginas nacen con el deseo de que el Espíritu Santo, la tercera Persona de
la Santísima Trinidad, deje de ser lo que proclamaba un libro de ascética cristiana en
su mismo título: “El Divino Desconocido”.1

Los diversos capítulos de este libro buscan que los discípulos del Señor seamos
conscientes de la importancia de la presencia y obra del Espíritu Santo, como
reconoce I. Hazim, patriarca ortodoxo de Antioquía:

Sin él [el Espíritu Santo], Dios está lejos, Cristo está en el pasado, el evangelio
es letra muerta; la Iglesia, una simple organización; la autoridad, una dominación; la
misión es propaganda; el culto, una evocación, y el obrar cristiano, una moral de
esclavos. [...] Pero en él... Cristo resucitado está aquí, el evangelio es fuerza de vida,
la Iglesia quiere decir comunión trinitaria, la autoridad es un servicio liberador, la
misión es un Pentecostés, la liturgia es memorial y anticipación, el obrar humano está
deificado.2

Esta obra busca, desde una perspectiva más personal y espiritual, que el
Espíritu Santo sea para cada creyente el Formador íntimo, el “Dulce Huésped del
alma”, la persona de la Santísima Trinidad con la que el discípulo de Cristo entable
unas relaciones de amistad cada vez más profundas, cordiales, transformantes. Y que

1
M. Landrieux, Le Divine Inconnu, París 1925.
2
I. Hazim, La Risurrezione e l’uomo di oggi, Roma 1970, pp. 25 - 26.
4

sea en la práctica el más fiel Intérprete de la persona, vida y doctrina de Cristo; el


Guía y Artífice de la peregrinación del creyente hacia Dios; el mejor Aliado de su
lucha por establecer el Reino de Cristo en el propio corazón y en la sociedad.

A este fin el libro aparece estructurado en tres apartados, cada uno con distinto
número de capítulos:

1. Los protagonistas: El Espíritu Santo y el discípulo de Cristo (cc. 1 - 3)


2. La actuación del Espíritu Santo como formador del cristiano (cc. 4 - 12)
3. Los resultados de la actuación del Espíritu Santo (c. 13)

La fuente principal de las consideraciones será la Sagrada Escritura, en


particular los últimos capítulos del evangelio de san Juan y, sobre todo, los Hechos de
los Apóstoles. Y aunque en la mayoría de los casos los textos de la Biblia se refieran a
los doce Apóstoles, el mensaje espiritual de los mismos va más allá de esas personas y
de su espacio físico y temporal y se extiende a todos los discípulos del Señor con los
que él convivió en Israel y, en un círculo aún más amplio, a los creyentes de todas las
épocas.

El libro está pensado para alimentar el alma del creyente y su relación con el
Espíritu Santo mediante la lectura espiritual, la meditación, la predicación de alguna
plática, de retiros o de ejercicios espirituales; como preparación para la fiesta de
Pentecostés o para algún cursillo monográfico de formación cristiana.

Quiera el Espíritu Santo valerse de algunas reflexiones de estas páginas para


darse a conocer más íntimamente al corazón del lector, de modo que pueda en lo
sucesivo entablar con el Dulce Huésped del alma una relación más personal, cordial y
transformante.

Salamanca, 27 de mayo de 2007


Solemnidad de Pentecostés
5

A LOS PROTAGONISTAS

“Os enviaré al Espíritu Santo” (cf Jn 16, 7)


6

I. EL ESPÍRITU SANTO

1. EL ESPÍRITU SANTO EN LA SAGRADA ESCRITURA

I. Figuras o insinuaciones en el Antiguo Testamento

El Espíritu Santo es, dentro de la pedagogía de Dios, la última persona divina


revelada al hombre. Pero esa revelación contiene ya en distintas páginas del Antiguo
Testamento indicaciones iniciales de la tercera persona de la Santísima Trinidad. Por
lo mismo, podemos entrever en algunos pasajes del Antiguo Testamento su existencia
y algunas de sus características. Es lo que a continuación intentaré sintetizar.

En el Génesis se nos dice que al principio, cuando Dios creó el cielo y la tierra
y ésta se hallaba confusa y vacía, “el espíritu de Dios se cernía sobre la superficie de
las aguas” (Gn 1, 2). Podemos ver en este “espíritu de Dios” una primera alusión
bíblica al Espíritu Santo, que llena con su presencia el inicio de la acción creadora de
Dios.

Más adelante, en el capítulo 18 del mismo Génesis (vv. 1 y ss.) se aparecen tres
varones a Abrahán, “sentado a la puerta de su tienda a la hora del calor” (v. 1).
Abrahán los acoge y les prepara de comer. Los tres varones acceden, comen en su
presencia, actúan en completa armonía y al final el texto cambia del plural al singular
para presentarse ellos como Yahvé (v. 13), para quien no hay nada imposible (v. 14).
Aquí descubrimos otro rasgo del Espíritu Santo, que actúa en todo de acuerdo con los
otros “dos varones”, figura elegida por Dios para esta aparición a Abrahán.

El siervo de Dios Juan Pablo II (1920 - 2005), Pastor y poeta, describe así esta
primera aparición en su “Tríptico Romano”:

Monte en la región de Moria

¿Quién podría invocar así el futuro


lejano y cercano?
¿Quién es Este Sin-Nombre
que quiso revelarse a través de su voz?
¿Quién habló así a Abrán,
como el Hombre que habla al hombre?
Era diferente. No se parecía a nada
de lo que podía pensar de Él el hombre.
7

Habló –entonces esperaba la respuesta...


Una vez vino de visita donde Abrán.
Llegaron Tres Huéspedes que recibió
con gran respeto.
Abrán sabía que era Él,
el Único.
Delante de Quien abría la puerta de su tienda.
Le ofrecía su hospitalidad,
con Él se reunía.
Nosotros precisamente hoy regresamos a estos lugares,
porque, por aquí, antaño, Dios visitó a Abraham.
A Abraham, que creyó, lo visitó Dios.
Cuando los pueblos y los hombres se inventaban a los dioses,
vino El que Es.
Entró en la historia del hombre
y le reveló el Misterio oculto
desde la fundación del mundo.3

Avanzando en la lectura del Antiguo Testamento llegamos a los libros


sapienciales. En el libro de la Sabiduría aparecen más rasgos que pueden aplicarse al
Espíritu Santo. Entre ellos destacan los siguientes: “El espíritu del Señor llena el orbe
de la tierra” (Sb 1, 7), una alusión parecida a la primera cita del Génesis (Gn 1, 2) y
que indica la omnipresencia propia de Dios en su creación. Y posteriormente:
“Invoqué, y vino sobre mí el Espíritu de sabiduría” (Sb 7, 7), donde podemos
descubrir a Dios como un don que procede de él y es resultado de una súplica
humilde. Leemos también: “¡Qué suave es, Señor, tu espíritu en todos!” (Sb 12, 1) y
advertimos otra cualidad de Dios: la capacidad que tiene de crear una experiencia de
deleite infinito en todas sus criaturas. Esta cualidad aparece posteriormente con una
nota de dulzura en este otro texto: “Tu espíritu es más dulce que la miel” (Si 24 27).

Todos los profetas actúan inspirados por el Espíritu del Señor, como ellos
mismos se encargan de resaltarlo muchas veces al inicio de sus visiones y profecías.

En Isaías encontramos algunos textos más explícitos. El pasaje más conocido


es el que presenta unidos los siete dones del Espíritu Santo. Se refiere al futuro
Mesías, “el retoño del tronco de Jesé” (Is 11, 1) y dice: “Sobre él reposará el espíritu
del Señor: Espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de fortaleza,
espíritu de ciencia y de piedad, espíritu de temor del Señor” (Is 11, 2 - 3). Enumera
aquí cualidades importantes de Dios mismo, fuente y abismo de todas las virtudes.
Refiriéndose luego al Siervo de Yahvé encontramos otro texto: “El espíritu del Señor
[está] sobre mí, porque me ha ungido, me ha enviado para predicar la buena noticia a
los abatidos y sanar a los de corazón quebrantado, para anunciar la libertad de los
3
JUAN PABLO II, Tríptico romano, Ed. Universidad Católica San
Antonio, Parte tercera, n. 2: ‘Tres vidit et unum adoravit’
8

cautivos y la liberación a los encarcelados...” (Is 61, 1).

II. El Espíritu Santo en los evangelios

En el Nuevo Testamento Dios da un paso más en la revelación del misterio


trinitario al hombre. Pasando revista somera a algunos textos o pasajes en que aparece
el Espíritu Santo o se hace mención de él, sin pretender ser exhaustivo y sólo como
enumeración inicial puede presentarse un cuadro como el siguiente, reservándome
capítulos ulteriores para ofrecer un comentario espiritual de la persona y misión de la
tercera Persona de la Santísima Trinidad.

Presento en primer lugar tres formas con las que el Espíritu Santo aparece en el
Nuevo Testamento: la paloma, el viento y el fuego. Así podemos extraer algunas
reflexiones que nos sirven para comprender algo mejor su labor como Formador del
discípulo de Cristo, labor que estudiaremos más adelante con mayor amplitud.

El Espíritu Santo aparece al principio del evangelio de san Juan en forma de


paloma en el bautismo del Señor (Jn 1, 32 - 33). Nos indica con este símbolo algunas
características de esta Persona divina: su inocencia, la carencia de doblez, la
simplicidad y la mansedumbre propias de Dios que no se impone al hombre, sino que
se propone, sugiere y aguarda a que el alma lo reconozca y lo acepte.

En Pentecostés aparece como un repentino viento fuerte e invisible que llena


todo el Cenáculo (H 2, 2). Entrevemos en este viento la llegada misma del Espíritu
Santo prometido tiempo atrás varias veces por el Señor. También podemos descubrir
otras características divinas: su fuerza irresistible, la plenitud que llena cuanto toca, el
celo pronto y decidido con que ocupa los espacios elegidos, la misma purificación del
alma. Dios, el Señor de la vida y de la historia, que había elegido en el Antiguo
Testamento para acompañar a su pueblo por el desierto las formas de una nube
durante el día, o de truenos y relámpagos en la cumbre del Sinaí, ahora elige otro
elemento físico notable para indicar su presencia: el viento impetuoso.

Además, se manifiesta en Pentecostés mediante otra forma: la de unas lenguas


de fuego que se posan sobre cada apóstol (H 2, 3). Ya en el Antiguo Testamento había
manifestado su presencia a los judíos en el desierto también en forma de una columna
de fuego que les daba seguridad, protección y sentido de orientación. Ahora no se trata
de una columna imponente, sino de una pequeña llama en forma de lengua. Podemos
ver en esta forma elegida por el Espíritu Santo para manifestarse la luz que es Dios y
que ilumina al hombre, la purificación del pecado que simboliza ese pequeño fuego
que se posa sobre cada cabeza y que no necesita consumir a la víctima como en el
Antiguo Testamento: le basta, posándose de ese modo sobre cada individuo, indicar
de ese modo visible y humilde su señorío. Puede indicarnos también la inflamación
del alma en el amor ardiente de Dios.
9

Así pues, extraemos de estas tres formas elegidas por el Espíritu Santo estas
respuestas: la Tercera Persona de la Santísima Trinidad es un Dios sencillo, manso y
humilde como una paloma. Y un Dios poderoso que puede invadirlo todo como un
repentino viento impetuoso. Y un Dios que es luz que elige, ilumina, purifica y
acompaña a cada hombre que lo aguarda y cree en él.

Sin formas como las anteriores, podemos añadir sintéticamente que el Espíritu
Santo interviene en distintos pasajes de la vida de Cristo, tales como la anunciación a
María (Lc 1 26 - 38), la presentación de Jesús en el Templo (Lc 2, 22 - 32), el
bautismo en el Jordán (Lc 3, 21 - 22), las tentaciones que preceden a la vida pública
(Lc 4, 1 - 13), la transfiguración (Lc 9, 28 - 36), la última cena (Jn 14 - 16) y la
ascensión (Mt 18, 16 - 20).

En su Carta a los sacerdotes del Jueves Santo de 1998, el siervo de Dios Juan
Pablo II sintetiza de este modo las intervenciones del Espíritu Santo en la vida de
Cristo:

El Espíritu Santo orienta la vida terrena de Jesús hacia el Padre. Merced a su


misteriosa intervención, el Hijo de Dios fue concebido en el seno de la Virgen María
(cf Lc 1,35) y se hizo hombre. Es también el Espíritu el que, descendiendo sobre Jesús
en forma de paloma durante su bautismo en el Jordán, le manifiesta como Hijo del
Padre (cf Lc 3,21-22) y, acto seguido, le conduce al desierto (cf Lc 4,1). Tras la
victoria sobre las tentaciones, Jesús da comienzo a su misión « por la fuerza del
Espíritu » (Lc 4, 14), en Él se llena de gozo y bendice al Padre por su bondadoso
designio (cf Lc 10,21) y con su fuerza expulsa los demonios (cf Mt 12,28; Lc 11,20).
En el momento dramático de la cruz se ofrece a sí mismo « por el Espíritu eterno »
(Hb 9,14), por el cual es resucitado después (cf Rm 8,11) y « constituido Hijo de Dios
con poder » (Rm 1,4).4

En la vida de María se presenta o se entrevé su acción también en la


anunciación, en el nacimiento de Jesús, en la vida oculta, en Caná, en la vida pública,
en el Calvario, en el Cenáculo mientras aguardan la realización de la promesa de
Cristo que se cumple en Pentecostés.

La vida de los discípulos de Cristo en su esfuerzo por difundir el evangelio


presenta momentos importantes en los que el Espíritu Santo cumple con su presencia
las promesas del Señor: en Pentecostés, en la conformación de la vida de la
comunidad primitiva, en el concilio de Jerusalén, en la vida y acción de los distintos
apóstoles, especialmente de Pedro, Pablo y Felipe.

San Juan alude brevemente al Espíritu Santo en algunos pasajes de su

4
JUAN PABLO II, Carta a los sacerdotes, Jueves Santo de 1998, n.1
10

evangelio. El Espíritu baja en forma de paloma y se posa sobre Jesús en el bautismo


(Jn 1, 32 - 33). Es necesario para nacer de Dios y entrar en su Reino (Jn 3, 5 - 6). Es
Dios (cf Jn 4, 24). Da la vida (Jn 6, 63). Produce ríos de agua viva en el seno del
creyente (cf Jn 7, 39). Viene después de la glorificación de Jesús (Jn 7, 39).

Pero el mismo evangelista reserva la doctrina más rica sobre el Espíritu Santo
para su relato de la Última Cena (cc.13 - 18). Se trata allí de una promesa, la más
importante de las que el Señor hace a sus discípulos en las confidencias de esa hora
suprema, antes de pasar de este mundo al Padre.

El Jueves Santo Cristo nos ofrece el mejor retrato del Espíritu Santo en varios
momentos de esa última tarde que pasa con sus discípulos, cuando ellos han sido
educados por tres años y se encuentran ahora más receptivos y mejor dispuestos para
escuchar y comprender el mensaje del Señor hasta el nivel que Dios les concede
entonces.

Sintetizando la presentación que el Señor nos regala sobre el Espíritu Santo, su


más alta y más seria promesa, podemos esbozar así sus principales rasgos: es el
Espíritu de la verdad (Jn 14, 17; 15, 26).

Es el otro Abogado que acompañará siempre al discípulo (Jn 14, 16) y se le


dará a conocer (Jn 14, 17). Enviado por el Padre en nombre de Cristo (Jn 14, 25), dará
testimonio de Cristo (Jn 15, 27); capacitará para que los discípulos también den
testimonio (Jn 15, 27). Argüirá al mundo del pecado de incredulidad, de justicia por la
partida de Cristo y de juicio porque el demonio ya está juzgado (cf Jn 16, 8 - 11).

San Ireneo explica así la misión del Espíritu Santo como Abogado o Defensor
del hombre, atacado por el demonio y malherido por otros enemigos:

El Señor, dio [el Espíritu Santo] a la Iglesia, enviando al Defensor sobre toda
la tierra desde el cielo, que fue de donde dijo el Señor que había sido arrojado
Satanás como un rayo; por esto necesitamos de este rocío divino, para que demos
fruto y no seamos lanzados al fuego; y, ya que tenemos quien nos acusa, tengamos
también un Defensor, pues que el Señor encomienda al Espíritu Santo el cuidado del
hombre, posesión suya, que había caído en manos de ladrones, del cual se compadeció
y vendó sus heridas, entregando después los dos denarios regios para que nosotros,
recibiendo por el Espíritu la imagen y la inscripción del Padre y del Hijo, hagamos
fructificar el denario que se nos ha confiado, retornándolo al Señor con intereses.5

En el mismo contexto de intimidad de esa noche santa, el Señor revela otros


rasgos de la persona y misión del Espíritu Santo: es el Prometido por Cristo (Jn 16, 7)
y vendrá después de que el Señor se haya ido (Jn 16, 7).

5
San Ireneo. Contra los herejes 3,17,1-3
11

Es también Guía: conducirá a los discípulos hacia la verdad completa (Jn 16,
13), porque el Jueves Santo los apóstoles no pueden comprender muchas cosas dichas
o aún no dichas por el Señor (Jn 16, 12). Este Guía no hablará de sí mismo, sino lo
que oyere (Jn 16, 13). Y comunicará las cosas venideras (Jn 16, 14), que son parte de
esa “verdad completa” mencionada por el Señor.

Es, además, Glorificador de Jesús: tomará de lo de Cristo y lo dará a conocer al


discípulo (Jn 16, 14).

Es el Santificador. En efecto, en su oración sacerdotal Cristo pide al Padre:


“Santifícalos en la Verdad.” (Jn 17, 19). Esta petición equivale a esta otra: Santifícalos
en el Espíritu, ya que éste es el Espíritu de la verdad (cf Jn 14, 17; 15, 26).

Es, finalmente, el Don de Cristo a sus discípulos en el Cenáculo una vez


resucitado. Este Don los capacita para restablecer la amistad con Dios perdida por el
pecado: “Recibid el Espíritu Santo: a quienes perdonéis los pecados, les quedan
perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20, 22 - 23).

San Hilario de Poitiers (315? - 367) explica así la naturaleza del Don de Dios
que es el Espíritu Santo en el siguiente texto de su Tratado sobre la Santísima
Trinidad:

Ya que la debilidad de nuestra razón nos hace incapaces de conocer al Padre y


al Hijo y nos dificulta el creer en la encarnación de Dios, el Don que es el Espíritu
Santo, con su luz, nos ayuda a penetrar en estas verdades.

Al recibirlo, pues, se nos da un conocimiento más profundo. Porque, del


mismo modo que nuestro cuerpo natural, cuando se ve privado de los estímulos
adecuados, permanece inactivo (por ejemplo, los ojos, privados de la luz, los oídos,
cuando falta el sonido, y el olfato, cuando no hay ningún olor, no ejercen su función
propia, no porque dejen de existir por la falta de estímulo, sino porque necesitan este
estímulo para actuar), así también nuestra alma, si no recibe por la fe el Don que es el
Espíritu, tendrá ciertamente una naturaleza capaz de entender a Dios, pero le faltará la
luz para llegar a ese conocimiento. El Don de Cristo está todo entero a nuestra
disposición, y se halla en todas partes, pero se da a proporción del deseo y de los
méritos de cada uno. Este Don está con nosotros hasta el fin del mundo; él es nuestro
solaz en este tiempo de expectación.6

III. El Espíritu Santo en los Hechos de los Apóstoles

6
San Hilario, Tratado sobre la Trinidad, lib. 2, 1, 33.35
12

Lo que en los Evangelios era todavía y sobre todo una promesa algo lejana, se
renueva como promesa más cercana y concreta y se convierte con prontitud en
realidad en los Hechos de los Apóstoles, libro que tiene como protagonista divino al
Espíritu Santo. Por lo mismo, su Persona y su acción aletean en muchas de sus
páginas, como a continuación aparecerá.

Los apóstoles, antes de la Ascensión del Señor, conocen que el Espíritu Santo
les dará poder para ser testigos de Cristo hasta el fin de la tierra (H 1, 8). Lo aguardan
reunidos en el Cenáculo en unidad y oración (H 1, 13 - 14).

El Espíritu Santo llega “cumplidos los días” (H 2, 1 ss). Es Dios todopoderoso


que en este pasaje los visita inesperadamente en forma de viento impetuoso (H 2, 2) y
de lenguas de fuego (H 2, 3), los invade milagrosamente llenándolos de sí y
transformándolos profundamente, como se manifiesta en el inmediato don de lenguas
que todos reciben (H 2, 4). Los envía a consolidar la obra de Cristo por todo el mundo
secundando con milagros su entrega. Y por ellos transforma progresivamente el
mundo.

Más en concreto, el Espíritu Santo es quien habla en la Sagrada Escritura e


inspira a David (H 1, 16).

Da a Pedro, hombre sin letras y plebeyo (H 4, 13), decisión y audacia (H 2, 14


ss) para hablar con toda libertad (H 4, 23 - 31). Lo llena de sabiduría para defenderse
y explicar la misión de Jesús, su carácter de “piedra angular” y de Salvador único (H
4, 5 - 12). Lo enriquece con el don de numerosas curaciones (H 5, 12 - 16). Lo
ilumina oportunamente en la oración (H 10, 17 - 20. 28). Le señala los hombres y los
pasos que ha de seguir en la extensión del evangelio (H 10, 19 - 20).

A los demás apóstoles les concede también el don de curar (H 5, 12 - 16), el


don de la profecía (H 2, 17 - 18), la jerarquía de valores que los induce a obedecer
antes a Dios que a los hombres (H 5, 29) y a dedicarse a la oración y a la palabra antes
que a otros servicios y ministerios ((H 6, 2 ss). Les trae la alegría en el sufrimiento (H
5, 40 - 41) y fecunda su predicación (H 6, 7). Los ilumina e inspira en la primera
asamblea de Jerusalén, permitiendo que cada uno manifieste primero su opinión y
logrando al final una postura común que aparece reflejada en la primera carta
apostólica de todo el cristianismo ((H 15, 1 - 35).

Su acción se extiende también al primer grupo de creyentes: llega con la


conversión y el bautismo (H 2, 33). Crea comunidades llenas de un santo temor de
Dios, unidas, con comunión de bienes, desprendidas, cumplidoras de sus deberes
religiosos, alegres y sencillas de corazón, en continuo crecimiento (H 2, 43 - 47). Baja
sobre todos concluida la oración (H 4, 31), les aporta un solo corazón y una sola alma
(H 4, 32), los libera de todo afán de poder (H 4, 32) y de la indigencia (H 4, 34).
13

Enriquece las Iglesias recién fundadas con los dones de la paz, la edificación, el
progreso y el consuelo espirituales (H 9, 31).

Colabora en la conversión de Saulo, baja sobre él, lo llena y le devuelve la vista


(H 9, 17 - 18). Lo elige luego a él y a Bernabé para misiones específicas (H 13, 2; 15,
36 - 19, 20). Permite que haya una gran tirantez entre ambos y que se separen para que
cada uno continúe su misión con otro acompañante (H 15, 36 - 40). Le impide ir a
Asia a predicar la Palabra y lo dirige con Timoteo, su nuevo acompañante, a
Macedonia y así al mundo griego y a la cultura helenística (H 16, 6 - 10). A la
imposición de manos de Pablo, baja sobre los discípulos de Juan Bautista de Éfeso
que ni siquiera conocían la existencia del Espíritu Santo (H 19, 1 - 7). Le predice
prisiones y tribulaciones (H 20, 23), lo acompaña y fortalece en su condición de
prisionero de Cristo (H 19, 21 - 28, 30).

Su acción se percibe también en otros individuos concretos: fortalece y llena de


sí al primero de los diáconos, Esteban, en el momento supremo de su martirio (H 7, 55
ss). Inspira y conduce a Felipe hasta el eunuco para que lo instruya y bautice (H 8, 26
ss), y lo retira milagrosamente para que continúe su misión evangelizadora (H 8, 39).
Baja sobre todo hombre dispuesto, como lo testimonia el caso del centurión romano
Cornelio (H 10, 44 - 48).

El Espíritu Santo viene como don a todos los que obedecen a Dios (H 5, 32).
Insiste, pero no violenta a quien se le resiste (H 7, 51 - 52). No se deja comprar por
dinero (H 8, 18 - 25). Baja a los primeros gentiles mientras escuchan la predicación de
Pedro, con la comprensible sorpresa de los fieles circuncisos (H 10, 44 - 45).

IV. El Espíritu Santo en las cartas de san Pablo

San Pablo es el primer gran teólogo cristiano, que profundiza en su experiencia


de Cristo en el camino de Damasco y en su misión posterior y la plasma no como un
tratado sistemático, sino como el fluir continuo y variado de una vivencia en sintonía
íntima e iluminadora con Dios y de la acción divina en las almas y en la Iglesia
naciente.

Así, ofrece también una doctrina amplia y profunda sobre el Espíritu Santo y su
acción en la Iglesia y en la vida de los discípulos del Señor. Intentaré ahora analizar y
desglosar la rica imagen del Espíritu Santo que emerge de los escritos del Apóstol de
los gentiles, distinguiendo diversas facetas.

En primer lugar, sobre la persona del Espíritu Santo dice Pablo que es uno solo
con el Señor (2 Co 3, 17; cf Ef 4, 4), al que resucitó (Rm 8, 11); lo sondea todo, hasta
las profundidades de Dios (1 Co 2, 10) y conoce, por ello, lo íntimo de Dios (1 Co 2,
14

11). Es el medio por el que Dios revela sus secretos (1 Co 2, 10).

En la Iglesia el Espíritu Santo es el don de Dios al hombre (cf 2 Co 5, 5),


distingue a quienes pertenecen a Cristo (Rm 8, 9), crea la unidad (1 Co 12, 13), ayuda
a conservar el depósito de la fe (cf 2 Tm 4, 14). Reparte los diversos carismas según su
voluntad siendo él único (1 Co 12, 4 - 11). Da vida (2 Co 3, 6), regenera y renueva
(Tt 3. 5). Su espada es la Palabra de Dios (cf Ef 6, 17). Revela el misterio de la
vocación de los gentiles a ser coherederos del evangelio (cf Ef 3, 5 - 6). Él, Espíritu de
la Promesa, hace llegar a los gentiles la fe de Abrahán (Ga 3, 14). predice apostasías
en los últimos tiempos (1 Tm 4, 1).

Es más abundante su acción en las almas. El Espíritu Santo derrama en


nuestros corazones el amor de Dios y así da seguridad a nuestra esperanza (Rm 5, 5).
Se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios (Rm 8, 16).
Hace hijos de Dios y capacita para clamar: “¡Abbá, Padre!” (Cf Ga 4, 6). Santifica con
su acción a los elegidos (2 Ts 2, 13). Enriquece el alma del discípulo haciendo rebosar
la esperanza, el gozo y la paz (Rm 15, 13). Guía a los hijos de Dios (Rm 8, 14).

Libera de la carne al habitar al hombre (Rm 8, 9); también lo libera de la ley


(Ga 5, 18). Fortalece al hombre interior (Ef 3, 16). Lo vivifica ayudándolo a hacer
morir las obras del cuerpo (Rm 8, 13). Ayuda a reconocer los mandatos del Señor (cf 1
Co 14, 37) y produce en el alma sus frutos, que son: caridad, gozo, paz, longanimidad,
afabilidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza (Ga 5, 22).

Ayuda a nuestra flaqueza enseñándonos a orar como conviene e intercede por


nosotros con gemidos inefables (Rm 8, 26), capacita para captar las cosas de Dios, ya
que el hombre no las capta naturalmente (1 Co 2, 14). Da acceso libre al Padre (Ef 2,
18), viene por la fe en la predicación y no por las obras de la Ley (Ga 3, 2.5). Da gozo
en las tribulaciones al abrazar la Palabra (1 Ts 1, 16).

San Pablo detalla más la acción del Espíritu Santo en el cristiano. Nos enseña
el Apóstol que el discípulo de Cristo posee las primicias del Espíritu y gime
anhelando el rescate de su cuerpo (Rm 8, 23). Es templo del Espíritu Santo que habita
en él (1 Co 3, 16; 6, 19). Depende radicalmente de él pues no puede decir “Jesús es
Señor” si no es con la ayuda del Espíritu Santo (cf 1 Co 12, 3). Es edificado hasta ser
morada de Dios en el Espíritu (Ef 2, 22).

El cristiano tiene unas obligaciones precisas en relación con la acción del


Espíritu Santo: ha de conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz (Ef 4,
3). Debe llenarse de él (Ef 5, 18) y obrar según el Espíritu (Ga 5, 25). No debe
entristecer al Espíritu (Ef 4, 30), ni extinguirlo (1 Ts 5, 19). Viviendo según el Espíritu
no debe dar satisfacción a las apetencias de la carne (Ga 5, 16). Las pruebas
contribuyen a su salvación gracias a la ayuda del Espíritu (Fp 1, 19). Es el alma de su
15

predicación de Pablo (1 Co 2, 4): le enseña las palabras que expresan las realidades
espirituales (1 Co 2, 13). Y le da el don del consejo oportuno al tratar el tema del
matrimonio y de la virginidad (1 Co 7, 40).

V. El Espíritu Santo en otros escritos del Nuevo Testamento

Por completar brevemente la visión sobre el Espíritu Santo añado aquí algunos
otros rasgos de su persona y de su acción que aparecen en otros escritos del Nuevo
Testamento.

El autor de la carta a los Hebreos nos enseña que el Espíritu Santo es autor del
Antiguo Testamento cuando afirma: “Como dice el Espíritu Santo: “Ojalá escuchéis
hoy su voz...” (Hb 3, 7 - 8; cf 9, 8; 15, 18).

San Pedro en sus dos cartas afirma que el Espíritu Santo santifica para
obedecer a Jesucristo (1 Pd 1, 2), mueve a los profetas para hablar en nombre de Dios
(2 Pd 1, 21) y reposa en los injuriados por el nombre de Cristo (1 Pd 4, 14).

San Juan en su primera carta añade que el Espíritu Santo es signo de que el
discípulo permanece en Cristo (1 Jn 4, 13) y da testimonio porque es la Verdad (1 Jn
5, 6).

En el Apocalipsis el Espíritu Santo es quien habla y se dirige a las siete Iglesias


primitivas como símbolos de la Iglesia universal de todos los tiempos (Ap 2, 7. 11. 17;
2, 29; 3, 6. 13). Él asegura el descanso de los que mueren en el Señor y que sus obras
los acompañen (Ap 14, 13). Y clama con la Esposa al final de este libro: “Ven” (Ap
22, 17).
16

2. EL ESPÍRITU SANTO EN DOS HIMNOS LITÚRGICOS

Concluido el recorrido sintético de algunos pasajes bíblicos importantes sobre


el Espíritu Santo, tenemos una imagen bastante completa de esta Persona divina. Pero
podemos aún preguntarnos de un modo más directo y cercano: ¿Quién es el Espíritu
Santo?

Para responder ahora a esta pregunta acudo a la tradición cristiana, más en


concreto a los dos himnos más conocidos sobre el Espíritu Santo y que la liturgia
ofrece para la oración del creyente: el “Veni Creator” y el “Veni, Sancte Spiritus”.
Ambos himnos manifiestan una profunda experiencia de Dios, una gran familiaridad
con la Sagrada Escritura extraída de la meditación continuada y un buen conocimiento
de las alegrías y tristezas, de las luchas, indigencias y vicisitudes del corazón humano.

Intento de este modo presentar algunas reflexiones espirituales que nos ayuden
a conocer mejor quién es el Espíritu Santo y a enfocar mejor nuestra relación con él
como Formador del cristiano.

I. El Espíritu Santo en el “Veni Creator”

Rábano Mauro (776 - 865), arzobispo de Maguncia, compuso el “Veni


creator”, el himno más conocido al Espíritu Santo. A lo largo de sus siete estrofas
ofrece su experiencia de la acción formadora del Espíritu Santo en el alma del
cristiano. El texto castellano de este himno es el siguiente:

1. Ven, Espíritu Creador,


visita las almas de tus fieles
y llena de la divina gracia
los corazones que tú mismo has creado.

2. Tú eres nuestro Consolador,


don del Dios Altísimo,
fuente viva, fuego, caridad
y unción espiritual.

3. Tú derramas sobre nosotros los siete dones;


tú, el dedo de la diestra de Dios;
17

tú, el Prometido del Padre;


tú, quien pones en nuestros labios
los tesoros de tu palabra.

4. Enciende con tu luz nuestros sentidos;


infunde tu amor en nuestros corazones;
y, con tu perpetuo auxilio,
fortalece nuestra frágil carne.

5. Aleja de nosotros al enemigo,


danos pronto la paz,
sé tú mismo nuestro guía
y, puestos bajo tu dirección,
evitaremos lo nocivo.

6. Por ti conozcamos al Padre


y también al Hijo;
y en ti, Espíritu de ambos,
creamos en todo tiempo.

7. Gloria sea dada a Dios Padre


y al Hijo que resucitó de entre los muertos
y al Consolador, por los siglos de los siglos. Amén.

En un primer acercamiento, la primera estrofa presenta una súplica; en la


segunda y tercera, a través de varios nombres y adjetivos, el poeta creyente presenta
los motivos de alabanza al Espíritu Santo que fundamentan su plegaria; de la cuarta a
la sexta la súplica inicial se hace más concreta y acaba; la séptima es la conclusión
habitual de muchos himnos y oraciones.

Sin pretender ser exhaustivo, deseo ahora referirme a siete expresiones de estas
estrofas que más aluden a la misión de Formador que el Espíritu Santo tiene en cada
alma.

1. “Ven, Espíritu Creador”


Menciona aquí el autor una primera nota específica de Dios: su poder creador
que ya aparecía en el Génesis, al principio, antes de la creación del mundo. Y coloca
esta nota en este lugar porque es ella la que explica no sólo la existencia de las
criaturas, sino la bondad de las mismas y la santidad que las almas buscan y anhelan.
Y expone desde la primera palabra su súplica de fondo: “Ven”.

2. “Tú que eres nuestro Consolador”


Es una de las primeras expresiones con que Cristo nos promete al Espíritu
18

Santo en el evangelio de san Juan, y uno de los oficios que cumple con el alma que
acude a él en los momentos de dolor y de prueba, en las contrariedades y
contratiempos que ha de afrontar en su camino hacia Dios. Cuando Cristo estuvo con
los discípulos, él realizó esta tarea. Después de que él subió al cielo, la encomendó al
Espíritu Santo que la realiza en Pentecostés con los apóstoles, en los Hechos de los
Apóstoles con ellos mismos, con las primitivas comunidades cristianas, con Pablo,
prisionero del amor de Cristo, con la Iglesia en su difícil travesía a través de los siglos.

3. “Tú, el dedo de la diestra del Padre”


En este verso podemos descubrir cómo Dios Padre no hace nada en las almas y
en la historia de la humanidad sin la ayuda del Espíritu Santo, y cómo éste obedece las
indicaciones precisas que recibe del Padre y del Hijo. Y advertimos también la
incesante acción divina en los corazones de los hombres, simbolizada por el dedo de
una mano humana, ese instrumento que es como una extensión del cerebro que piensa
t planea primero en el interior lo que la mano ejecuta luego con precisión en el
exterior.

4. “Tú, que pones en nuestros labios los tesoros de tu palabra”


Este verso parece un comentario de la constatación de san Pablo: “El Espíritu
viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir como conviene.;
mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables.” (Rm 8, 26 - 27).
Todas las oraciones de la Sagrada Escritura las ha puesto el Espíritu Santo en boca de
sus autores, principalmente las que encontramos en los Salmos y en labios de Jesús.
En estas dos fuentes se condensan los principales tesoros de la Palabra divina. Lo
mismo ha de decirse de las mejores oraciones que los creyentes han ido formulando a
lo largo de la historia de la Iglesia.

5. “Infunde tu amor en nuestros corazones”


Ésta puede considerarse la principal petición de todo el himno porque va a lo
esencial, al amor de caridad, que es Dios mismo (cf 1 Jn 4, 8). San Pablo nos
recuerda, además, que este amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por el
Espíritu Santo que se nos ha dado (Rm 5, 5). Conviene volver con frecuencia sobre
esta petición hasta que, por el don de la gracia de Dios, baje de nuestra inteligencia al
corazón y aparezca habitualmente en toda nuestra vida.

San Basilio el Grande (329? - 379) desentraña así la fuerza del amor que el
Espíritu Santo infunde en nuestros corazones:

Habiendo recibido el mandato de amar a Dios, tenemos depositada en


nosotros, desde nuestro origen, una fuerza que nos capacita para amar; y ello no
necesita demostrarse con argumentos exteriores, ya que cada cual puede comprobarlo
por sí mismo y en sí mismo. En efecto, un impulso natural nos inclina a lo bueno y a
lo bello, aunque no todos coinciden siempre en lo que es bello y bueno; y, aunque
19

nadie nos lo ha enseñado, amamos a todos los que de algún modo están vinculados
muy de cerca a nosotros, y rodeamos de benevolencia, por inclinación espontánea, a
aquellos que nos complacen y nos hacen el bien.

Y ahora yo pregunto, ¿qué hay más admirable que la belleza de Dios? ¿Puede
pensarse en algo más dulce y agradable que la magnificencia divina? ¿Puede existir
un deseo más fuerte e impetuoso que el que Dios infunde en el alma limpia de todo
pecado y que dice con sincero afecto: Desfallezco de amor?7

6. “Aleja de nosotros al enemigo”


La misión de un abogado es defendernos del enemigo y ayudarnos a triunfar en
nuestra lucha contra él. Dos modos concretos de vencer al enemigo del alma son no
estar en contacto y no entrar en diálogo con él. Ya que por nosotros mismos somos
incapaces de luchar contra el demonio, ángel caído, imploramos al Espíritu Santo que
lo aleje de nosotros, es decir, de nuestro corazón, de nuestros criterios, de nuestras
acciones, de toda nuestra vida.

7. “Por ti conozcamos al Padre”


Un fin importante de nuestra oración ha de ser conocer a Dios, en concreto a
Dios Padre. Por lo mismo, queda reflejado en esta nueva petición del “Veni creator”.
Y como nosotros no sabemos orar como conviene, bien haremos pidiendo su ayuda a
nuestro Guía para que nos oriente en todo el recorrido de nuestra oración y nos lleve
hasta la morada de la fortaleza en que habita nuestro Dios. Un Dios al que ningún
hombre ha visto jamás, y sin embargo, meta de nuestras más profundas aspiraciones.

II. El Espíritu Santo en el “Veni, Sancte Spiritus”

Alrededor del año 1200, Stephen Langton, arzobispo de Canterbury y


contemporáneo del papa Inocencio III y de Ricardo I, rey de Inglaterra, compuso el
segundo de los himnos litúrgicos más conocidos sobre el Espíritu Santo.

Ofrezco esta traducción de las distintas estrofas:

1. Ven, Espíritu Santo


y envía desde el cielo
un rayo de tu luz.

2. Ven, Padre de los pobres;


ven, dador de tus dones;
ven, luz de los corazones.

7
San Basilio el Grande, Regla mayor, respuesta 2,1
20

3. Tú, el mejor Consolador,


Dulce Huésped del alma,
y dulce alivio.
4. Tú, descanso en el trabajo,
frescura en el estío,
consuelo en el llanto.

5. ¡Oh luz bienaventurada,


llena íntimamente los corazones
de tus fieles!

6. Sin tu ayuda
nada hay en el hombre,
nada hay sano.

7. Lava lo que está manchado,


riega lo que seco,
sana lo herido.

8. Doblega lo rígido,
calienta lo frío,
endereza lo desviado.

9. Da a tus fieles
que confían en ti
tus siete dones sagrados.

10. Premia el mérito de su virtud,


dales la salvación final,
dales el gozo eterno. Amén.

Se trata de una composición de diez estrofas, de tres versos cada una. Todo el
himno es una súplica que se desgrana en varios momentos. La orientación es muy
cordial, con la espontaneidad propia de la lírica y toca más aspectos de la experiencia
ordinaria del creyente.

Las diferentes súplicas se entrelazan de este modo en las diez estrofas: las dos
primeras presentan la síntesis de las plegarias con el verbo “Ven”. La tercera y la
cuarta aducen títulos y alabanzas que buscan mover a la acción al Espíritu Santo; la
quinta y la sexta imploran la luz y una vida sana; las últimas cuatro estrofas aluden a
otras acciones exclusivas de Dios, algunas de las cuales son: perdonar el pecado,
mover los corazones, premiar y salvar al hombre.
21

Propongo siete breves reflexiones, extraídas de distintas estrofas.

1. “Ven”
Es la súplica fundamental de todo el himno. El alma es consciente del propio
descarrío y de la lejanía en que se encuentra apartada de Dios. Por ello eleva
repetidamente la voz con este verbo único y tan directo: “Ven”. Desea ver a Dios,
tocarlo. Para ello necesita tenerlo cerca. No quiere andar sola por la vida, afrontar con
sus propias fuerzas las pruebas y contrariedades propias de la naturaleza humana
caída. Sabe que ni las mismas alegrías son tales sin la presencia y el beneplácito de
Dios. De allí el repetido “Ven” que invita al Espíritu Santo a salvar la distancia que
sea necesaria para acompañar al alma creyente.

Un texto rico de la liturgia bizantina, del Tropario de vísperas de Pentecostés,


citado por el Catecismo, nos ayuda a profundizar en esta misma petición que se
convierte así en sentida oración de súplica:

Rey celeste, Espíritu Consolador, Espíritu de Verdad, que estás presente en


todas partes y lo llenas todo, tesoro de todo bien y fuente de la vida, ven, habita en
nosotros, purifícanos y sálvanos. ¡Tú que eres bueno!8

2. “Padre de los pobres”


El autor reconoce su indigencia y la de tantos hermanos suyos con los que
convive y a los que debe servir. Lázaro de la existencia, sabe que el Rico Señor del
palacio a cuya puerta tocan él y sus hermanos no se hará el desentendido y, como
Padre bueno, se conmoverá al constatar la miseria de quienes acuden a su mansión.
Aunque sean y se reconozcan pobres, - o mejor, por ello mismo- con un Padre como
ése no pueden ser tan desgraciados. Este Padre actuará como el Padre del hijo
pródigo: se arrojará a su cuello, los abrazará, los besará y mandará a sus siervos que
les pongan el mejor vestido y preparen un banquete para celebrar el regreso de esos
hijos.

3. “Dulce Huésped del alma”


El autor ha hecho la experiencia de la cercanía y de la intimidad del Espíritu
Santo. Por lo mismo lo llama “Dulce Huésped”. Tiene memoria y nostalgia de su
presencia, de su respeto infinito por la libertad del alma, como también de la gracia
que significa acogerlo y atenderlo en la propia casa, como María la hermana de Marta.
Y sabe que ésa es “la mejor parte”. Recuerda la felicidad profunda que ha disfrutado
con ese “Dulce Huésped”. Y conoce la actividad incesante y enriquecedora de ese
Huésped que no quita nada y da todo al alma que lo alberga.

8
Catecismo de la Iglesia Católica, 2671
22

4. “Consuelo en el llanto”
El alma del autor ha sufrido y derramado lágrimas, pero ha sabido elevarse
hasta el Espíritu Santo y ha recibido de él, con su compañía, el apoyo y el conforto.
Éstos no aniquilan la pena, pero la hacen mucho más llevadera y dan sentido y
fortaleza a cada sufrimiento. Es el caso de María Magdalena cuando, mientras llora,
descubre en el hortelano a su Señor resucitado; o el caso más repetido del alma que
experimenta el perdón del Espíritu Santo en el sacramento de la reconciliación en
medio del llanto -al menos espiritual- que derrama por sus culpas.

5. “Llena el corazón con tu luz”


Es la súplica de quien reconoce en el propio corazón zonas oscuras y frías y
quiere ser ayudado por Dios. La plegaria de quien cree en el poder divino que
simboliza la luz y en el amor del Espíritu Santo que, como invadió un espacio físico el
día de Pentecostés y se apareció a los apóstoles en forma de lenguas de fuego, puede y
quiere traer su luz divina para vencer las tinieblas humanas. Para ello ninguna fuerza
humana es suficiente. En el mundo de la gracia sólo la fuerza divina es capaz de
iluminar los corazones, las conciencias, los motivos profundos, las intenciones.

San Efrén (c. 306 - 373) ofrece la siguiente reflexión sobre la iluminación
interior del Espíritu Santo a nuestras almas. El santo se refiere a una etapa avanzada
de la vida espiritual donde Dios quiere recibirnos a todos, pero el esfuerzo que pide al
final de la cita es también para cualquier hombre o mujer que se halla al inicio de la
vida espiritual:

Cuando hubiéramos vencido nuestras pasiones, destruido en nosotros todo


afecto natural desordenado y vaciado nuestro espíritu de toda ocupación inútil a
nuestra santificación, entonces el Espíritu Santo, al encontrar nuestra alma en reposo y
comunicando a nuestra inteligencia mayores fuerzas, iluminará nuestros corazones
como se enciende una lámpara bien provista de pabilo y aceite. [...] Ante todo, pues,
esforcémonos por tener dispuestas nuestras almas a recibir la divina lumbre, y
hagámonos así dignos de los dones de Dios.9

6. “Sana lo herido”
El autor constata la enfermedad y las heridas de su alma y el poder sanante de
la presencia del Espíritu Santo. La herida que le causan los pecados capitales, el
demonio, el mundo, las propias pasiones no controladas por la fuerza de la gracia. Y
clama por la salud que necesitan su inteligencia, su corazón, su voluntad, sus sentidos
interiores y exteriores. El Espíritu Santo, como el Buen Samaritano del evangelio, en
su venida nos encuentra heridos a la mitad del camino de la vida, y su amor le hace
detenerse ante nosotros, derramar aceite sobre nuestras heridas y llevarnos a la Iglesia
para que sus responsables sigan cuidando de nosotros hasta que sanemos del todo con
los medios divinos que administra.
9
San Efrén, De virtute, c. 10
23

7. “Da a tus fieles tus siete dones”


Prometidos por Dios desde el Antiguo Testamento, los encarnó Jesús en el
evangelio y los trajo el Espíritu Santo a los apóstoles en Pentecostés. Son estos dones
los que dan a los Once una lucidez humana y sobrenatural y un arrojo desconocido
hasta entonces. San Juan Crisóstomo describe así brevemente este cambio operado en
la conducta de los apóstoles la misma mañana de Pentecostés:

Los apóstoles no bajaron como Moisés de la montaña, llevando en sus manos


tablas de piedra, sino que salieron del cenáculo llevando el Espíritu Santo en su
corazón y ofreciendo por todas partes tesoros de sabiduría y de gracia como dones
espirituales que brotaban de una fuente que mana. Fueron predicando por todo el
mundo, siendo ellos mismos la ley viva, como si fueran libros animados por la gracia
del Espíritu Santo.10

Los siete dones son una necesidad permanente del individuo, de las familias, de
las comunidades, de la Iglesia y de toda la humanidad. Por lo mismo, conviene seguir
pidiéndolos con fe y con humilde insistencia para que nos sirvan siempre como guía
de nuestro obrar en nuestras relaciones con Dios, con los demás y con nosotros
mismos.

10
S. JUAN CRISÓSTOMO, In Mt Homiliae 1, 1: PG 57 - 58, 15.
24

II. LOS APÓSTOLES

3. LOS DISCÍPULOS DEL SEÑOR

Como la tarea formativa del Espíritu Santo se realiza en naturalezas humanas


como las nuestras, conviene ahora repasar algunas notas de los discípulos de Cristo
formados por el Espíritu Santo. Así, al verlos tan cercanos a nosotros y a nuestras
aspiraciones y limitaciones, nos sentiremos mejor comprendidos por Dios y alentados
en nuestra relación con el Espíritu Santo.

El Espíritu Santo encontró en los discípulos del Señor, sobre todo en los
apóstoles, a hombres normales, la mayoría de ellos pescadores, sinceros, con toda la
ilusión de una vida por delante, inicialmente generosos en su seguimiento de Cristo.
Pero todos ellos eran hombres con criterios muy influidos por el mundo en que vivían
y los ambientes en que se movían, como nosotros.

Son hombres que quizás siguieron en un primer momento el llamado del Señor
por satisfacer una curiosidad: “Maestro, ¿dónde vives?” (Jn 1, 38). Alguno habrá ido
tras este Maestro posiblemente sólo por dejar la rutina del propio ambiente: sus redes,
su barca, su mar, sus paisajes... O lo siguieron de un modo algo superficial y por
temporadas. Tal vez querían acallar una noble inquietud interior capaz de reconocer
en Jesús al “Maestro bueno” (Lc 18, 18). Ciertamente nos consta que dos de ellos,
Santiago y Juan, buscaban ser más grandes e influyentes y sentarse a la derecha y a la
izquierda de ese Maestro bueno y, no atreviéndose a presentar sus peticiones
personalmente, interponen a su madre para que ella logre la realización de ese
proyecto común (cf Mt 20, 20 - 28).

Cuando se encuentran ya en el grupo de los íntimos del Señor, tienen aún


mucho que aprender para llegar a ser en verdad discípulos y apóstoles de Jesús. No
tienen aún conciencia de su condición de primeros seguidores y continuadores de la
obra del Señor. Por lo mismo, todo el peso de la predicación y de la extensión del
evangelio recae sobre el Maestro, aunque ellos colaboren relativamente muy poco.
Les salvan y mantienen unidos al Señor su buena voluntad y su corazón abierto. Pero
es Jesús, fundamentalmente, el que predica, orienta, corrige, alienta y realiza milagros
por toda Palestina.
25

Aunque viven juntos y escuchan a diario la doctrina y contemplan el testimonio


luminoso del Maestro, hay entre ellos rencillas, preferencias, malentendidos,
intenciones torcidas y ocultas. Más que una comunidad de nuevos creyentes, el grupo
que sigue a Cristo se acerca a una situación de convivencia externa, una coexistencia
más o menos pacífica, una coincidencia física en lugares y tiempos.

Particularmente sus criterios están muy alejados de los de Cristo en el tema de


la cruz. Respecto a ella sus posturas van desde la oposición de Pedro (“Jamás te
sucederá a ti esto, Maestro”, cf Mt 16, 23), pasando por la costumbre rutinaria y
superficial de quien no puede prescindir del todo de la cruz (“Niéguese a sí mismo,
tome su cruz cada día y sígame” Lc 9, 23), pasando luego al miedo común a
preguntar al Señor detalles que la implican y que no captan (Mt 9, 32), y llegando al
abandono del Maestro en la hora de la suprema prueba (“Y abandonándole, huyeron
todos” Mc 14, 50).

Son hombres, pues, cobardes como Pedro en casa de Caifás (cf Jn 18, 25 - 27);
con mucho respeto humano; con una inteligencia embotada (cf Mt 16, 6 - 11); con
altibajos emocionales frecuentes.

Incluso Juan Bautista, el mayor entre los nacidos de mujer (cf Mt 11, 11),
habiendo sido concebido de modo extraordinario y elegido para la misión de precursor
del Señor, es un hombre normal que se opone en un primer momento a Cristo cuando
éste le pide el bautismo. Y Dios permite que se le encarcele y pase por pruebas
difíciles en la prisión. No le ahorra las dudas y perplejidades que pueden venir a un
corazón humano en medio de la soledad y la contradicción, como se entrevé cuando
envía mensajeros al Señor preguntándole si él era el que había de venir o debían
esperar a otro (cf Mt 11, 3) antes de dar testimonio sangriento de su fidelidad.

Cristo los llama a un cambio radical: de ser pescadores normales, han de


convertirse en pescadores de hombres (cf Lc 5, 10). Se trata de una misión
sobrenatural, de la fundación de la Iglesia. Esta misión implica estar con el Fundador,
verlo actuar, oír su predicación, contemplar su oración, ser testigos de su trato con las
almas, de su ilusión y de sus métodos apostólicos, en una palabra, seguirlo. Es un
llamado comprometedor y, al mismo tiempo, liberador y enriquecedor.

Benedicto XVI, en una homilía reciente, explica así el doble sentido del
seguimiento de Cristo, experiencia que hacen sus discípulos:

¿Qué quiere decir en concreto «seguir a Cristo»?

Al inicio, en los primeros siglos, el sentido era muy sencillo e inmediato:


significa que estas personas habían decidido dejar su profesión, sus negocios, toda su
26

vida para ir con Jesús. Significaba emprender una nueva profesión: la de discípulo. El
contenido fundamental de esta profesión consistía en ir con el maestro, confiar
totalmente en su guía. De este modo, el seguimiento era algo exterior y al mismo
tiempo muy interior. El aspecto exterior consistía en caminar tras Jesús en sus
peregrinaciones por Palestina; el interior, en la nueva orientación de la existencia, que
ya no tenía sus mismos puntos de referencia en los negocios, en la profesión, en la
voluntad personal, sino que se abandonaba totalmente en la voluntad de Otro. [...]
Así queda claro lo que significa para nosotros el seguimiento y su verdadera
esencia: se trata de un cambio interior de la existencia. Exige que ya no me cierre en
mi yo, considerando mi autorrealización como la razón principal de mi vida. Exige
entregarme libremente al Otro por la verdad, por el amor, por Dios, que en Jesucristo,
me precede y me muestra el camino. [...] Hay que tener en cuenta que verdad y amor
no son valores abstractos; en Jesucristo se han convertido en una Persona. Al seguirle
a Él, me pongo al servicio de la verdad y del amor. Al perderme, vuelvo a
encontrarme.11

Los apóstoles van comprendiendo lentamente el hondo calado de su vocación.


Son los primeros que se sienten aludidos por las consignas del Sermón de la Montaña,
grabadas en el fondo de sus corazones y transmitidas a las futuras generaciones de
seguidores del Maestro.

El Señor los llama para ser sal de la tierra y luz del mundo (cf Mt 5, 13), para
permanecer con él (cf Jn 15, 4). Más profundamente, los llama a imitarlo en la
aceptación alegre de su vocación, en su unión con el Padre, en su actitud de sencillez
espiritual, en el trabajo incansable sin buscar recompensas ni compensaciones
humanas.

Hablando sobre este cambio radical o segunda conversión a que llama Cristo a
las almas -las de los discípulos y muchas otras más- reflexiona así un gran escritor
espiritual del siglo XX:

El alma comienza a comprender las palabras de Jesús a los apóstoles, que


discutían sobre quién de ellos habría de ser el primero: "En verdad os digo, si no
cambiáis y os hacéis como niños (por la simplicidad y la conciencia de vuestra
debilidad) no entraréis en el reino de los cielos" (Mt, 18, 3). Estaban ya los apóstoles
en estado de gracia, mas érales menester una segunda conversión para penetrar bien
adentro en la intimidad del reino, para que el fondo de sus almas quedase limpio de
egoísmo y amor propio y fuera todo de Dios, y en él reinase Dios enteramente.
Mientras el alma generosa no llegue a ese punto, ha de seguirla el Señor, y ella,
guiada por divina inspiración, le buscará a Él, con anhelo siempre creciente, dejando
de buscarse a sí misma. Entonces se abrirán nuestros ojos y comprenderemos que
muchos a quienes juzgábamos severamente son mejores que nosotros.12

11
Benedicto XVI, Homilía del Domingo de Ramos, 1 de abril de 2007
12
GARRIGOU-LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, II, p. 335
27

Todos ellos quedan sorprendidos por la llamada y, sinceros como son, creen en
el Maestro, confían su vida a él, lo aman sinceramente. Atienden como pueden a su
predicación y a sus indicaciones. Le obedecen con docilidad en cuanto les va
ordenando, aunque en su vida sigue habiendo distracciones, malas interpretaciones,
temores, huidas...

Éste es el material humano que encontrará el Espíritu Santo, encargado por


Cristo para llevarlos hasta la verdad completa. El trabajo formativo del Espíritu Santo,
por tanto, será amplio y profundo, como veremos más adelante.
28
29

B. LA FORJA DEL CRISTIANO

“Él os guiará hasta la verdad completa” (Jn 16, 13)


30

4. “FORMAR” PARA EL ESPÍRITU SANTO

He ofrecido hasta el presente la figura del Espíritu Santo en la Sagrada


Escritura y en la tradición cristiana; y el material humano que elige Cristo y que ha de
formar el Espíritu Santo en la misión que le encarga el Maestro.

Dando un paso más, deseo ahora explicar varios pasajes de la Escritura donde
es lícito entrever diversas definiciones descriptivas de la formación que el Espíritu
Santo imparte a las almas.

En el salmo 51 (50) David pide al Señor: “Crea en mí, oh Dios, un corazón


puro” (v. 12). Se puede ver en esta petición una primera definición. Formar es para el
Espíritu Santo “crear un corazón puro”. Crear es una tarea exclusiva de Dios e indica
la acción por la cual el poder divino da existencia a algo nuevo y maravilloso, como
en los primeros versículos del Génesis.

En esta línea, el Espíritu Santo es el encargado de formar a cada persona


creando en ella un corazón puro. No se trata de una acción periférica o secundaria.
Toca el núcleo más íntimo de la persona, sondeable sólo por el Espíritu de Dios. Así
nos lo recuerda el Catecismo al hablarnos del corazón en el apartado amplio y rico
dedicado a la oración cristiana:

El corazón es la morada donde yo estoy, o donde yo habito (según la


expresión semítica o bíblica: donde yo "me adentro"). Es nuestro centro escondido,
inaprensible, ni por nuestra razón ni por la de nadie; sólo el Espíritu de Dios puede
sondearlo y conocerlo. Es el lugar de la decisión, en lo más profundo de nuestras
tendencias psíquicas. Es el lugar de la verdad, allí donde elegimos entre la vida y la
muerte. Es el lugar del encuentro, ya que a imagen de Dios, vivimos en relación: es el
lugar de la Alianza.13

En ese nivel profundo y decisivo es donde se gesta la delicada tarea del Espíritu
Santo. Allí busca liberar el corazón de la muerte del pecado y elevarlo a la novedad
pura de la vida de gracia. Liberarlo del lastre que pesa sobre él en su conciencia, en
sus pensamientos, palabras, obras y omisiones. Liberarlo de temores, rencillas,
resentimientos, intenciones torcidas. Ayudarle a superar complejos de superioridad o
inferioridad, de conformismo y derrotismo. Elevarlo del naturalismo y del
racionalismo a la visión sobrenatural de la fe en todas sus obras e intenciones.
13
Catecismo de la Iglesia Católica, 2563
31

Conducirlo a la verdad en sus opciones decisivas. Guiarlo hasta la verdad completa.


Del mismo salmo 51 (50) se puede extraer otra definición de lo que implica
formar para el Espíritu Santo. Es también renovar en el interior un espíritu firme,
“renovar por dentro” (v. 12). A Dios no le gustan ni le contentan las exterioridades.
Por lo mismo, renovar por dentro es la labor íntima, paciente, esperanzada que realiza
el Espíritu Santo en cada corazón. Su acción se desarrolla, así, en el interior del
hombre, en lo más profundo de su conciencia, ese santuario donde se encuentran solos
Dios y cada persona.

Es oportuno transcribir aquí unas iluminadoras y concisas reflexiones del


cardenal Newman en una carta al duque de Norfolk sobre la conciencia, -el ‘primer
vicario de Cristo’-, citadas por el Catecismo:

La conciencia es una ley de nuestro espíritu, pero que va más allá de él, nos da
órdenes, significa responsabilidad y deber, temor y esperanza...La conciencia es la
mensajera del que, tanto en el mundo de la naturaleza como en el de la gracia, a través
de un velo nos habla, nos instruye y nos gobierna. La conciencia es el primero de
todos los vicarios de Cristo.14

Allí es donde se toman las decisiones más importantes de una vida, de una
familia, de una comunidad. Y es allí donde Dios, “más íntimo que lo más íntimo de
nosotros”, trabaja más a gusto. Y ese trabajo consiste en renovar actitudes,
propósitos, valores, métodos y actuaciones de cada persona.

El resultado será el “hombre nuevo”, que buscará sobreponerse incluso


heroicamente al “ hombre viejo” en una batalla que durará toda la vida. Las energías
para esta lucha sólo pueden venir del Espíritu de Dios, el Espíritu Santo, que llena el
pobre ser de la persona, limpia su corazón y así lo renueva incesantemente hasta
convertirlo en su morada y en su templo propio (cf 1 Co 3, 16).

Formar es, también, según el mismo salmo 51 (50), “enseñar en secreto la


sabiduría” (v. 8). Alude este versículo a la tarea por la que el Espíritu Santo libera al
alma de la ignorancia, de los prejuicios, de los temores, de los criterios y juicios del
mundo. Y la acerca cada vez más a él, la misma Sabiduría de Dios. Se le presenta
como norma liberadora y como brújula espiritual gracias a la cual el alma puede
avanzar hacia su meta divina en medio de oscuridades, perplejidades e incluso de
situaciones y actuaciones que humanamente se ven como contradictorias.

En las mayores pruebas que han sufrido los santos, el Espíritu Santo los ha ido
formando precisamente así, enseñándoles en secreto la sabiduría, mostrándoles una
sabiduría secreta, la sabiduría divina que el mundo no entiende ni conoce y que juzga
locura y pérdida. Y los ha elevado hasta unas alturas desde las que juzgan y actúan

14
Catecismo de la Iglesia Católica, 1778
32

con la soberana libertad de los hijos de Dios, esperando el momento en el que se


manifestarán los juicios secretos del Altísimo.

Guillermo de san Teodorico ( ? - 1148), abad del monasterio del mismo santo,
explica en el siguiente pasaje cómo el Espíritu Santo enseña en secreto la sabiduría a
las almas que saben abrírsele y las lleva a una especial iluminación sobrenatural:

Si al venir te encuentra humilde, sin inquietud, lleno de temor ante la palabra


divina, se posará sobre ti y te revelará lo que Dios esconde a los sabios y entendidos
de este mundo. Y, poco a poco, se irán esclareciendo ante tus ojos todos aquellos
misterios que la Sabiduría reveló a sus discípulos cuando convivía con ellos en el
mundo, pero que ellos no pudieron comprender antes de la venida del Espíritu de
verdad, que debía llevarlos hasta la verdad plena.

[...,] En medio de las tinieblas y de las ignorancias de esta vida, el Espíritu


Santo es, para los pobres de espíritu, luz que ilumina, caridad que atrae, dulzura que
seduce, amor que ama, camino que conduce a Dios, devoción que se entrega, piedad
intensa.

El Espíritu Santo, al hacernos crecer en la fe, revela a los creyentes la justicia


de Dios, da gracia tras gracia y, por la fe que nace del mensaje, hace que los hombres
alcancen la plena iluminación.15

En la Última Cena aparece en boca del Señor la mejor definición de esta


formación que el Espíritu Santo imparte a los discípulos: guiar hasta la verdad
completa (cf Jn 16, 13). Si el Espíritu Santo es el Espíritu de la Verdad (cf Jn 16, 13),
lo propio de él es manifestarse como la Verdad, mostrar la verdad, enseñar al creyente
a distinguir la verdad del error y guiarlo a través de las verdades humanas hasta la
verdades divinas y, entre éstas, llevarlos de verdades particulares hasta la Verdad
completa.

Mucho tendrá que hacer en este sentido con Pedro, con Santiago y Juan, con
Tomás, con los demás apóstoles, pues todos ellos en ocasiones siguen los dictados y
prejuicios del hombre viejo, se hallan en el error y no viven la verdad, a pesar del
trabajo y del testimonio heroico del Maestro, “Camino, Verdad y Vida” (Jn 14, 6).

Pentecostés significará para ellos la irrupción del Espíritu Santo como una
invasión divina de la Verdad. Captarán la fuerza serena y la seguridad espiritual que
les aporta esta nueva experiencia del don de Dios en sus vidas y se dejarán guiar
dócilmente “hasta la verdad completa”. Así aprenderán todo y recordarán “todo lo que
yo os he dicho” (cf Jn 14, 26).

Los Hechos de los Apóstoles testimonian en cada una de sus páginas esta labor
15
Guillermo de san Teodorico, Del Espejo de la fe
33

del Espíritu Santo que guía a la primitiva comunidad cristiana “hasta la verdad
completa”. Un momento de particular trascendencia fue el Concilio de Jerusalén.
Algunos fariseos convertidos decían que era necesario circuncidar a los gentiles y
mandarles guardar la Ley de Moisés al predicarles el evangelio (cf H 15, 5 - 6). Se
reúnen los apóstoles y los presbíteros. Sigue una larga discusión, con discursos de
Pedro (H 15, 8 - 11) y de Santiago (H 15 - 13 - 21), con el relato de las experiencias
apostólicas de Pedro y Bernabé bendecidos por Dios (H 15, 12). El resultado final es
una carta apostólica, decisión solemne de este Concilio de Jerusalén. Uno de los
párrafos últimos de la carta dice: “Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros no
imponeros más cargas que las indispensables...” (H 15, 28).

Se resuelve de este modo el primer problema serio de una fe que iniciaba su


propagación fuera de las fronteras de Israel y que podía ser mal comprendida y mal
predicada. En el agitado mar de la historia esta fe ha de ir sorteando obstáculos que
surgirán ante diferentes personas, culturas distintas, nuevas circunstancias. La apertura
y docilidad al Espíritu Santo es la clave que asegura la fidelidad a Cristo y a su
evangelio.

El Credo es la formulación más sólida de la verdad de nuestra fe, el último paso


que la Iglesia ha dado en su camino por las vicisitudes de la historia humana “hasta la
verdad completa”. Es fruto de la atenta vigilancia y colaboración del Espíritu Santo
en su misión de ser nuestro Guía “hasta la verdad completa”. Así el Espíritu Santo ha
permitido a la Iglesia superar las distintas herejías que la han acosado a lo largo de dos
milenios de existencia.

El Espíritu Santo anhela también guiar hasta la verdad completa no sólo a la


Iglesia como tal, sino a cada alma en particular. Cada uno de nosotros se ve en
ocasiones acosado por errores personales, prejuicios ambientales, presiones culturales
y políticas, desviaciones morales y religiosas. En ocasiones el ataque puede ser
insistente y parecer irresistible y mantenernos al borde de la caída o incluso puede a
veces derrumbarnos temporalmente por la debilidad de nuestra frágil naturaleza.
Pensemos, en nuestros días, en temas como el aborto, la eutanasia, el matrimonio, tan
atacados por cierta ideología en los medios de comunicación social y en la legislación
de distintos países y de comunidades de países.

En todas estas situaciones recordemos que tenemos un Guía divino, cuya


misión y anhelo más íntimo es conducirnos hasta la verdad completa. Por eso gime
con gemidos inefables en nuestro corazón, esperando que se lo abramos y le dejemos
actuar para llevarnos hasta la meta de nuestro destino temporal y eterno.

El secreto para que el Espíritu Santo obre así en nuestro interior es dejarnos
guiar de un modo sencillo y humilde, que supere las meras especulaciones y esfuerzos
humanos y nos haga conscientes de que nos hallamos en un mundo sobrenatural en
34

que reina la gracia. Y los efectos son maravillosos, según los describe el obispo san
Buenaventura (1217 - 1274) en el siguiente pasaje:

Para que este paso sea perfecto, hay que abandonar toda especulación de orden
intelectual y concentrar en Dios la totalidad de nuestras aspiraciones. Esto es algo
misterioso y secretísimo, que sólo puede conocer aquel que lo recibe, y nadie lo recibe
sino el que lo desea, y no lo desea sino aquel a quien inflama en lo más íntimo el
fuego del Espíritu Santo, que Cristo envió a la tierra. Por esto, dice el Apóstol que
esta sabiduría misteriosa es revelada por el Espíritu Santo.

Si quieres saber cómo se realizan estas cosas pregunta a la gracia, no al saber


humano; pregunta al deseo, no al entendimiento; pregunta al gemido expresado en la
oración, no al estudio y la lectura; pregunta al Esposo, no al Maestro; pregunta a Dios,
no al hombre; pregunta a la oscuridad, no a la claridad; no a la luz, sino al fuego que
abrasa totalmente y que transporta hacia Dios con unción suavísima y ardentísimos
afectos.16

Formar, para el Espíritu Santo, es también orientar a los discípulos ante los
hechos y la persona de Jesús. Siendo Cristo la segunda persona encarnada de la
Santísima Trinidad y habiendo vivido en todo como uno de nosotros, menos en el
pecado, sus palabras y acciones a veces son patentes y en otras quedan envueltas
dentro de la oscuridad del misterio.

Por poner varios casos, recordemos la predicación de Jesús sobre el pan


eucarístico en la sinagoga de Cafarnaúm (Jn 6). Todos comprenden y agradecen la
oportuna multiplicación de los panes (Jn 6, 1 - 15). Pero cuando les dice que él es el
Pan de la vida que ha bajado del cielo (cf Jn 6, 35. 41). Y más aún, cuando declara
solemnemente: “Si no coméis la carne del Hijo del Hombre, y no bebéis su sangre, no
tenéis vida en vosotros” (Jn 6, 53), muchos se escandalizan y lo abandonan (cf Jn 6,
66).

Y cuando predice por tres veces a sus apóstoles su pasión y muerte (cf Lc 18,
31 - 33), san Lucas comenta con sencilla sinceridad: “Ellos nada de esto
comprendieron; estas palabras les quedaban ocultas y no entendían lo que había
dicho” (Lc 18, 33).

Y llegado el momento de la prueba suprema de su pasión y muerte en la cruz,


todos lo abandonan y huyen (cf Mc 14, 50) por temor y porque no comprenden esta
parte de la vida de su querido Maestro.

Misión del Espíritu Santo en Pentecostés y después de ese día será traer a la
mente y al corazón de los apóstoles todo lo que el Señor les había dicho, aclarar su

16
San Buenaventura, Obras
35

mensaje, iluminar sus palabras y sus acciones, revelar el sentido real y espiritual de
cada experiencia vivida al lado de su Maestro.

Resultado de esta misión del Espíritu Santo serán todas las páginas del Nuevo
Testamento. Inspirados por Dios mismo, sus autores narrarán con verdad y sobriedad
divinas los hechos de la vida del Señor, relatarán sus milagros, expondrán su doctrina,
recordarán sus parábolas y la explicación que el Maestro dio de algunas de ellas.

Todos ellos serán amorosa y escrupulosamente fieles a esa experiencia de


Cristo que les aclara y completa el Espíritu Santo para continuar la obra del Maestro y
levantar el edificio de la Iglesia por él fundada.

San Pedro recordará y expondrá en sus cartas el precio de la redención de


Cristo, pondrá en guardia a los primeros cristianos contra los falsos pastores, les
ofrecerá un modelo renovado del buen pastor.

San Juan ofrecerá en su evangelio a las comunidades primitivas sus reflexiones


sobre el Verbo de Dios, conservará para todo el futuro de la Iglesia el discurso sobre
el Pan eucarístico, los encuentros de Cristo con Nicodemo, la Samaritana, la mujer
adúltera, el discurso de la Última Cena, la oración sacerdotal del Señor, las palabras
de Cristo en la cruz. Y recalcará en sus cartas el precepto del amor y las notas del
amor auténtico.

Y Santiago, recordando su experiencia junto a Jesús, bajará a detalles


necesarios en la vida del cristiano que quedan reflejados en sus avisos espirituales
sobre la fe práctica, el uso de la lengua, el desprendimiento de las riquezas y el uso
justo de las mismas...
36

5. LAS RAZONES DE SU ACTUACIÓN

Expuesto el concepto de formación, corresponde ahora tratar por qué forma el


Espíritu Santo a los apóstoles y, posteriormente, a todos los discípulos del Maestro.

Para responder a esta pregunta acudo sobre todo a las páginas del Evangelio de
san Juan por ser el texto más completo de la imagen y misión del Espíritu Santo.

Una primera razón la encontramos en la promesa de Cristo: “Él os enseñará


todo y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn 14, 25). Cristo, pues, ha
prometido que vendría el Espíritu Santo. Era consciente de que los apóstoles, a pesar
de su sinceridad y de su buena voluntad, no captarían ni retendrían toda su doctrina
reflejada en su predicación, en sus signos, en su misma persona.

Los discípulos del Señor, aun habiendo convivido con él durante un tiempo
amplio, no lo saben todo, no lo dicen todo bien ni lo hacen todo bien. Cometen
errores, hay verdades que se les ocultan, dificultades que no son capaces de superar.
Les atenazan sus miedos y sus limitaciones, son esclavos de sus prejuicios o de la
mentalidad del ambiente. Están en el mundo y a veces se comportan como hombres
del mundo.

Por otro lado, han de guardar el depósito recibido y deberán formularlo para las
distintas generaciones de creyentes. Es la tarea que realizan en el primer Concilio de
Jerusalén y, a partir de él, en los sucesivos concilios ecuménicos. Sólo iluminados por
el Espíritu Santo podrán afrontar con garantías una misión tan importante. El siervo de
Dios Juan Pablo II expresa así la asistencia del Espíritu Santo en el Vaticano II:

El Concilio fue una gran experiencia de la Iglesia, [...] el «seminario del


Espíritu Santo». En el Concilio el Espíritu Santo hablaba a toda la Iglesia en su
universalidad, determinada por la participación de los obispos del mundo entero. [...]

Lo que el Espíritu Santo dice supone siempre una penetración más profunda
en el eterno Misterio, y a la vez una indicación, a los hombres que tienen el deber de
dar a conocer ese Misterio al mundo contemporáneo, del camino que hay que
recorrer. El hecho mismo de que aquellos hombres fueran convocados por el Espíritu
Santo y constituyeran durante el Concilio una especial comunidad que escucha unida,
reza unida, y unida piensa y crea, tiene una importancia fundamental para la
evangelización, para esa nueva evangelización que con el Vaticano II tuvo su
37

comienzo.17

Por ello, Cristo les promete la colaboración de ese “otro Abogado” (Jn 14, 16).
Les auxiliará en la “causa” de su vida: la misión recibida de su Maestro antes de su
Ascensión: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el
nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándolas a guardar todo lo que
yo os he mandado (Mt 28, 19 - 20).

Misión sublime, imprevista y desproporcionada a las posibilidades de los


apóstoles y de los posteriores discípulos del Señor. ¿Cómo podrán enseñar a las gentes
a guardar todo lo que Cristo les había mandado, si ellos lo han olvidado, no lo han
comprendido, lo han recortado en ocasiones...? Se encontrarían solos en esta “causa”
si Cristo no hubiera previsto la presencia y el auxilio del “otro Abogado” (Jn 14, 16).

Él vendrá a recordarles los hechos y dichos del Maestro, sintetizados fielmente


en los evangelios, cuyo primer anuncio queda condensado en el Sermón de la
Montaña (cf Mt 5-7) que tiene en su centro el Padre Nuestro (Mt 6, 9 - 13). De ambos
comenta el concilio Vaticano II:

El Sermón de la Montaña es doctrina de vida, la oración dominical es plegaria,


pero en uno y otra el Espíritu del Señor da forma nueva a nuestros deseos, esos
movimientos interiores que animan nuestra vida. Jesús nos enseña esta vida nueva por
medio de sus palabras y nos enseña a pedirla por medio de la oración. De la rectitud
de nuestra oración dependerá la de nuestra vida en él.18

El Espíritu Santo acudirá también a enseñarles y sugerirles lo que deben hacer,


lo que deben decir, lo que deben callar en cada momento. Así ellos, que el Jueves
Santo huyeron por temor, abandonaron al Maestro y se ocultaron de los jefes políticos
y religiosos del pueblo, no temerán presentarse ante las autoridades religiosas de los
judíos y ante el pueblo para dar testimonio de Jesús, “a quien vosotros crucificasteis”
(H 2, 36). Así lo proclama con valentía Pedro inmediatamente después de recibir al
Espíritu Santo la mañana de Pentecostés.

Además de la promesa de Cristo, el Espíritu Santo forma a los apóstoles porque


ellos lo necesitan.

Elegidos para difundir el mensaje del Señor, necesitan tener lleno el corazón de
la gracia y del amor del Espíritu Santo, como dice en dos de sus estrofas el himno del
“Veni Creator”. Sólo de esta manera podrán acertar en el enfoque correcto y en la
realización de esa misión sobrenatural y liberarse de temores injustificados y de

17
JUAN PABLO II, Cruzando el umbral de la esperanza, Plaza - Janés, 1994, pp.
165 - 166
18
Catecismo de la Iglesia Católica, 2764
38

intenciones torcidas.

El agua de la ilusión puede agotárseles, las dificultades y persecuciones pueden


hacer flaquear su fe, adormecer su esperanza, debilitar su amor. Por lo mismo, han de
estar siempre unidos a la “Fuente viva” que es el Espíritu Santo para beber de esa agua
que salta hasta la vida eterna, como Cristo se la había prometido a la Samaritana en su
encuentro con ella junto al pozo de Jacob (cf Jn 4, 14).

Así conocerán cada día mejor “el don de Dios” (Jn 4, 10), lo irán apreciando
mejor y podrán distribuirlo a manos llenas, dando gratis lo que han recibido gratis (cf
Mt 10, 8).

El Espíritu Santo forma también a los apóstoles por una tercera razón: lo
necesitan los hombres de entonces y de todas las épocas.

Y aquí entramos todos, pues todos y nos convertimos en los destinatarios del
mensaje evangélico que ha de abrirse paso entre muchos otros, más atractivos y
“prácticos”, difundidos por la cultura de entonces y de siempre, entre las insinuaciones
y engaños del demonio, entre la maraña de las propias pasiones descontroladas. Él trae
al alma del creyente el sentido del discernimiento, según nos lo recuerda el Concilio
Vaticano II al comentar la última petición del Padre Nuestro:

(En ella pedimos a Dios) que no nos deje tomar el camino que conduce
al pecado, pues estamos empeñados en el combate "entre la carne y el
Espíritu". Esta petición implora el Espíritu de discernimiento y de fuerza.

El Espíritu Santo nos hace discernir entre la prueba, necesaria para el


crecimiento del hombre interior (cf Lc 8, 13-15; H 14, 22; 2Tm 3, 12) en orden
a una "virtud probada" (Rm 5, 3-5), y la tentación que conduce al pecado y a la
muerte (cf St 1, 14-15). También debemos distinguir entre "ser tentado" y
"consentir" en la tentación. Por último, el discernimiento desenmascara la
mentira de la tentación: aparentemente su objeto es "bueno, seductor a la vista,
deseable" (Gn 3, 6), mientras que, en realidad, su fruto es la muerte.19

Sin su ayuda, “nada hay en el hombre y todo lo daña”, como decimos en el


“Veni, Sancte Spiritus” (Estrofa 6), y muchas ocasiones quedarían perdidas, muchas
gracias serían desperdiciadas. Por lo mismo, todos los discípulos del Señor en las
distintas épocas de la historia necesitan también la ayuda de ese “otro Abogado” (Jn
14, 16) que salga con la fuerza de la gracia en su defensa en todas las vicisitudes de la
vida.

19
Catecismo de la Iglesia Católica, 2846 - 2847
39

Y lo hace, cumpliendo de este modo la misión que le señaló el Señor. En los


Hechos de los Apóstoles vemos que el Espíritu Santo baja también a los gentiles (H
10, 44 - 45) y sobre todos los hombres que obedecen a Dios (H 5, 32). Así derrama el
amor de Dios en todos los corazones (Rm 5, 5), siembra la inquietud por conocer a
Dios inspira las súplicas más profundas y sinceras del alma humana y aviva su caridad
como guía e impulso a una fidelidad exquisita a la voz interior del Señor.

Esta verdad queda reflejada en la siguiente anécdota sobre el santo padre Juan
XXIII, que subraya el compromiso y la actividad incesante del Espíritu Santo sobre
las almas y sobre toda la Iglesia:

En 1961 monseñor Carlo Boiardi comentó en su visita “ad limina” a


Juan XXIII las graves dificultades de su diócesis de Apuania. El Papa lo
escuchó atentamente y luego le respondió: “Excelencia, comprendo sus ansias
y preocupaciones y deseo enseñarle un secreto. Mis preocupaciones pastorales
abrazan el mundo entero, y todas las tardes los problemas se acumulan de un
modo impresionante. ¿Sabe cómo los resuelvo? Busco descansar
tranquilamente y sin afanes. Durante la noche trabaja el Espíritu Santo, y a la
mañana siguiente los problemas están resueltos.”

El Espíritu Santo forma, además, porque él es Señor y Dador de vida. Él


alimenta y colma las ansias que anidan en todo corazón humano de vida verdadera,
abundante y perenne. Ésta no se encuentra en el mero vivir disfrutando y gozando de
todo sin dar cuenta de nada a nadie, so pena de caer en el vacío, en la evasión y en el
engaño.

El Espíritu Santo nos abre el sentido espiritual de las palabras de Jesús sobre la
verdadera vida, como recordaba Benedicto XVI en una homilía reciente:

"Nadie me quita la vida; yo la doy voluntariamente" (cf Jn 10, 18). Sólo se


encuentra la vida dándola; no se la encuentra tratando de apoderarse de ella. Esto es lo
que debemos aprender de Cristo; y esto es lo que nos enseña el Espíritu Santo, que es
puro don, que es el donarse de Dios. Cuanto más da uno su vida por los demás, por el
bien mismo, tanto más abundantemente fluye el río de la vida.

En segundo lugar, el Señor nos dice que la vida se tiene estando con el Pastor,
que conoce el pastizal, los lugares donde manan las fuentes de la vida. Encontramos la
vida en la comunión con Aquel que es la vida en persona; en la comunión con el Dios
vivo, una comunión en la que nos introduce el Espíritu Santo, al que el himno de las
Vísperas llama "fons vivus", fuente viva. El pastizal, donde manan las fuentes de la
vida, es la palabra de Dios como la encontramos en la Escritura, en la fe de la Iglesia.
El pastizal es Dios mismo a quien, en la comunión de la fe, aprendemos a conocer
40

mediante la fuerza del Espíritu Santo.20

El Espíritu Santo forma, por último, porque nos enseña a ser libres, nos trae la
verdadera libertad. En efecto, “donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad”
(2Co 3, 17). Quien tiene la verdadera vida posee también la verdadera libertad, es
maduro y responsable ante Dios, ante los demás y ante sí mismo. Supera la fácil y
equivocada concepción de quien cree actuar libremente porque hace todo lo que
quiere y sigue en todo únicamente su criterio y sus apetencias. Tal persona es, en
realidad, un esclavo de sus propios caprichos, cambiantes como la dirección del
viento.

Alcanzar la verdadera libertad que nos trae el Espíritu Santo es una tarea que
dura toda la vida. En ella pueden darse victorias y derrotas. Es una lucha que exige lo
mejor de nosotros mismos y que aporta las más profundas y legítimas satisfacciones
de quien, haciendo lo que quiere, quiere sólo lo que debe, obedeciendo de corazón a
las inspiraciones del Espíritu Santo.

20
BENEDICTO XVI, Homilía en las Vísperas en la Vigilia de Pentecostés, 3 de
junio de 2006
41

6. LA META DEL ESPÍRITU SANTO

Después de ver qué es formar para el Espíritu Santo y de analizar algunas de


las razones por las que él forma a los discípulos de Jesús, corresponde avanzar en el
estudio de la obra del Espíritu Santo en las almas.

Surge la pregunta: ¿Qué pretende el Espíritu Santo con su obra en las almas?
Acudiendo a la Sagrada Escritura podemos encontrar varias respuestas y así descubrir
los objetivos de la acción del Espíritu Santo.

Una primera respuesta es: el Espíritu Santo, formando a los apóstoles, busca
completar la obra de Cristo. El Padre envió al Hijo para salvar al mundo y el Hijo
realizó el plan divino obedeciendo hasta la muerte de cruz. Pero la obra del Hijo, la
Iglesia, aunque fundada por él, no quedó concluida a su muerte. Esta tarea la
encomendó a sus apóstoles antes de su Ascensión cuando les mandó: “Id, pues, y
haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y
del Espíritu Santo, y enseñándolas a guardar todo lo que yo os he mandado (Mt 28, 19
- 20).

Toca a los apóstoles predicar el evangelio en todo el mundo, difundir la Iglesia


y así consolidar la obra de Cristo. Pero Cristo, que respetó la libertad y los tiempos
interiores de cada apóstol, tampoco logró una transformación total de sus corazones.
Había en cada apóstol aún muchas zonas por iluminar y por conquistar para la misión
y el tiempo de la vida mortal de Jesús se había cumplido.

Era necesaria, por tanto, la colaboración del Espíritu Santo, prevista y


prometida por el Señor sobre todo desde la Última Cena. Así completaría la obra de
Cristo. De allí que, a partir de Pentecostés y gracias a la ulterior y definitiva
transformación de los corazones de los apóstoles, éstos mismos irán enseñando y
convirtiendo a muchas más personas que el mismo Cristo. Así se realizaba la promesa
del Señor cuando dijo: “El que crea en mí, hará las cosas que yo hago y aun
mayores...” (Cf Jn 14, 12).

Por ello, el Espíritu Santo colabora concediendo el don de lenguas a los doce
apóstoles cuando los invade en Pentecostés, y capacita a Pedro para convertir a tres
mil personas con su primer discurso después de Pentecostés. Por lo mismo se dan en
diversos momentos curaciones milagrosas. Y marca a Pablo el itinerario preciso en
42

distintos momentos de sus viajes apostólicos.

Cuando Cristo no logró por su Ascensión al cielo, el Espíritu Santo lo va


logrando gracias a la transformación de los apóstoles y a la colaboración más total y
definitiva de éstos en la misión de hacer discípulos del evangelio a todos los pueblos.

Mons. Bruno Forte (1949) resume así este fin de la actuación del Espíritu Santo
en nuestras almas:

El Espíritu Santo, que ha guiado al pueblo elegido inspirando a los autores de


las Sagradas Escrituras, abre el corazón de los creyentes a la inteligencia de cuanto
ellas contienen. Así la Escritura “crece en quien la lee”.21 Ningún encuentro con la
Palabra de Dios se vivirá, entonces, sin haber invocado primero al Espíritu, que abre
el libro sellado, moviendo el corazón y orientándolo a Dios, abriendo los ojos de la
mente y dando dulzura al consentir y al creer a la verdad.(cf Concilio Vaticano II,
Constitución sobre la divina revelación Dei Verbum, 5). [...] Antes de leer las
Escrituras, invoca siempre al Dador de los dones, la Luz de los corazones: el Espíritu
Santo.22

Una segunda respuesta es: ayudar a los apóstoles a ahondar la propia


vocación y misión. Si cuando se hallaba Cristo con ellos su seguimiento del Maestro
dejaba zonas oscuras y por momentos se nublaba hasta abandonarlo en la hora de la
prueba suprema, de Pentecostés en adelante el Espíritu Santo les ayudará a
profundizar su experiencia de Cristo: el momento de la llamada, los años de formación
lenta y profunda con las parábolas y los signos que le vieron realizar, el crisol de la
cruz y de las dificultades.

Este ahondamiento en la propia vocación y misión implica también ser


conscientes de que ahora les compete a ellos realizar en primera persona lo que habían
visto hacer a su Maestro: dedicarse de lleno a la oración y a la predicación, advertir la
importancia del propio testimonio, administrar los sacramentos.

Con la ayuda del Espíritu Santo comprenden que su misión ha de continuar y


realizarse ya sin la presencia física del Fundador; que es una misión que “sale” del
Cenáculo y “entra” en el mundo y está llamada a difundirse “por todas partes” (cf H 8,
4). Y que su predicación ha de centrarse en la glorificación del Crucificado (cf H 2, 14
- 36).

Comprenden el sentido espiritual de todas las realidades naturales y


sobrenaturales, individuales y apostólicas, las ya existentes o las que ellos mismos
vayan creando y que irán apareciendo en el futuro.

21
San Gregorio Magno, Homilías sobre Ezequiel, I, 7, 8
22
Mons. Bruno Forte, Carta pastoral para el año 2006 - 2007, n. 4.
43

Hay también otra respuesta. El Espíritu Santo busca, además, ayudar a los
apóstoles a adquirir conciencia de cofundadores, llamados para secundar fielmente en
todo la mente y los ideales del Señor, Fundador de la Iglesia.

Mientras vivía Cristo, todo el peso de la misión recaía sobre el Fundador y


ellos colaboraban muy poco, aunque con buena voluntad y corazón abierto. Ahora el
Espíritu Santo les abre la inteligencia para comprender que cuanto ellos no hayan
captado, recordado, asimilado del mensaje del Señor, irremisiblemente se perderá. Por
lo mismo el Espíritu Santo les recuerda todo lo que Cristo ha dicho (cf Jn 14, 26). Y
ellos se esfuerzan por transmitir con fidelidad toda la experiencia y el legado espiritual
que han recibido de Cristo.

Y el Espíritu Santo enfoca la atención de los apóstoles a lo esencial de esa


misión, que no es moverse mucho, entablar muchos contactos..., sino contemplar,
asimilar, practicar y transmitir con exquisita fidelidad el mensaje del Señor.

También el Espíritu Santo busca con su acción sobre los apóstoles que tengan
un solo corazón y una alma (H 4, 32). Quiere que, de este modo formen una auténtica
comunidad (cf H 1, 13, 4), una nueva familia espiritual, con vínculos más profundos y
decisivos que los lazos de la carne y de la sangre. Los hermanan el amor de Dios
Padre, Hijo y Espíritu Santo y la Madre común que les ha dejado en herencia Cristo en
el Calvario.

Han de superar un nivel de relaciones humanas basadas en la mera


yuxtaposición o cercanía física, en la convivencia superficial, en la coexistencia
pacífica.

Han de concebir en adelante su vida y su trabajo en equipo como un


desprenderse de lo propio para librar a la comunidad de visiones individualistas
mezquinas y empobrecedoras. Aportarán a la comunidad generosamente cuanto sepan
y posean, la enriquecerán con sus propias cualidades y talentos y se dejarán enriquecer
con las cualidades, observaciones y sugerencias de los demás. Estarán dispuestos a
colaborar siempre con todos, por encima de los propios planes, en las empresas que se
les confíen individualmente o en grupo. Estimarán más el todo que cualquiera de sus
partes. Desarrollarán, en fin, con espíritu de solidaridad, un sentido de iniciativa
personal y responsable.

El Espíritu Santo los capacita para que ese corazón y alma únicos se
manifiesten en sus criterios, tal y como aparece en la carta apostólica que supera
discusiones y muestra decisiones como resultado del Concilio de Jerusalén.

Los apóstoles mostrarán también esta unidad en el mensaje de su predicación,


44

en sus actitudes y reacciones, como puede verse en las respuestas al Sanedrín (cf H 5,
29), en la alegría que manifiestan después de sufrir por Cristo (cf H 5, 41).

Y se advierte también esta unidad profunda en sus actos: acuden juntos a la


oración, a la fracción del pan (cf H 2, 42), a la predicación de la palabra de Dios.
Todos sirven a los más necesitados, sus responsabilidades son complementarias y las
cumplen con alegría (cf H 4, 32 - 35).

El Espíritu Santo quiere que reine esta misma unidad en todos los cristianos, en
todos los creyentes, entre toda la humanidad. Desea colaborar para que todos los
hombres escuchen la voz del Señor y para que haya “un solo rebaño y un solo Pastor”
(Jn 10, 16). Todos los esfuerzos ecuménicos que ha realizado la Iglesia a lo largo de
los siglos, particularmente después del Vaticano II, buscan alcanzar este ideal.

Y todos estamos llamados a colaborar, si no a nivel teológico y especulativo, sí


con el ecumenismo universal de la caridad para el que nos capacita el bautismo y nos
ilumina y fortalece el Dulce Huésped del alma.
45

7. LOS CAMPOS DE LA SIEMBRA DIVINA

La tarea formativa del Espíritu Santo con los apóstoles es intensa y variada.
Descubierto el concepto de formación subyacente a su acción y los objetivos que
persigue, conviene analizar ahora los campos en que el Espíritu Santo ejerce su tarea
formativa con los apóstoles, los campos de la siembra divina.

Un primer aspecto que el Espíritu Santo trabaja en ellos es convertirlos poco a


poco en hombres de Dios. Aunque ya lo son en un primer momento por su condición
de criaturas y en un segundo momento por haber sido elegidos por Cristo para ser sus
sacerdotes y sus apóstoles, no pueden contentarse con la acción de Dios en sus almas.

Han de seguir aprendiendo a secundarla y, así, deben continuar su misión


después de Pentecostés en primer lugar conquistándose diariamente para Dios.
Cuando Cristo se hallaba en medio de ellos, lo veían a diario retirarse a orar.
Comprendían su importancia y por eso lo respetaban en esos momentos. Más aún, el
testimonio de Cristo en oración encendió en ellos el deseo de imitar en ese campo al
Maestro. Así se explica su petición al Maestro: “Señor, enséñanos a orar” (Lc 11, 1).

Algo avanzaron ellos en la vida pública del Señor, pero cuando llegó el
momento de la prueba suprema desfallecieron en la oración y, por cansancio, se
durmieron en Getsemaní. El Maestro tuvo que acudir a ellos varias veces a
despertarlos de su sueño, causado también probablemente por el desaliento al afrontar
situaciones difíciles y desconocidas.

Ya sin Cristo entre ellos, el Espíritu Santo los ilumina y les deja otro ejemplo
extraordinario de oración. Esta vez es el de una mujer de Dios: María, que los
acompaña en el Cenáculo antes de Pentecostés y después en la inicial difusión del
evangelio en la Iglesia primitiva.

Ahora los apóstoles, con la ayuda del Espíritu Santo y la compañía materna de
María, valoran más la oración en sus vidas y la convierten en una parte esencial de su
programa diario, primero en el Templo de Jerusalén, luego en el templo de su corazón
y en las iglesias que ellos mismos irán fundando por todas las partes del Imperio
romano que alcanzó su celo apostólico.

Si analizamos nuestra vida, advertimos que el Espíritu Santo empieza


normalmente su labor para renovar cada alma a partir del bautismo, puerta que nos
abre a las realidades sobrenaturales y nos permite entrar en el Reino de Dios. Él tiene
46

muy claro el fin, aunque nosotros no seamos capaces de discernir en su integridad la


belleza de su obra completa, tal como queda descrita en este texto de Dídimo de
Alejandría (313 - 398):
En el bautismo nos renueva el Espíritu Santo como Dios que es, a una con el
Padre y el Hijo, y nos devuelve desde el informe estado en que nos hallamos a la
primitiva belleza, así como nos llena con su gracia de forma que ya no podemos ir tras
cosa alguna que no sea deseable: nos libera del pecado y de la muerte; de terrenos, es
decir, de hechos de tierra y polvo, nos convierte en espirituales, partícipes de la gloria
divina, hijos y herederos de Dios Padre, configurados de acuerdo con la imagen de su
Hijo, herederos con él, hermanos suyos, que habrán de ser glorificados con él y
reinarán con él; en lugar de la tierra nos da el cielo y nos concede liberalmente el
paraíso; nos honra más que a los ángeles; y con las aguas divinas de la piscina
bautismal apaga la inmensa llama inextinguible del infierno.23

A partir de ese primer gran paso del bautismo el Espíritu Santo trabaja en los
apóstoles la fe, la esperanza y la caridad, las virtudes teologales, que son las que
relacionan al hombre directamente con Dios, fuente de la santidad y de la fecundidad
apostólica.

El Catecismo describe así su importancia y su papel en la vida del cristiano y la


relación del Espíritu Santo con las mismas:

Las virtudes teologales fundan, animan y caracterizan el obrar moral del


cristiano. Informan y vivifican todas las virtudes morales. Son infundidas por Dios en
el alma de los fieles para hacerlos capaces de obrar como hijos suyos y merecer la
vida eterna. Son la garantía de la presencia y la acción del Espíritu Santo en las
facultades del ser humano.24

Estas tres virtudes deben seguir creciendo ahora en situaciones de mayor


dificultad y soledad, pues ya Cristo no se halla entre ellos y María no puede
acompañarlos simultáneamente a todos. Y es entonces cuando recuerdan que el Señor
exigía la fe a cada hombre o mujer que se acercaban a él para pedirle algún milagro. Y
cuando recuerdan las distintas exhortaciones del Señor a confiar en la Providencia
amorosa del Padre. Y cuando, sobre todo, recuerdan, -esto es, sube de nuevo a sus
corazones- el mandato del amor que le escucharon repetidamente en la Última Cena.

Y se disponen a vivir estas tres virtudes en todo momento, en compañía de los


demás apóstoles y en la soledad de la misión encomendada por el Espíritu Santo a
cada uno; en los momentos de serenidad espiritual y en los períodos también
frecuentes de persecución y tormentos interiores y exteriores.

Son esas virtudes las que se traslucen casi en todas las páginas de los
23
Dídimo de Alejandría, Tratado sobre la Trinidad 2, 12
24
Catecismo de la Iglesia Católica, 1813
47

evangelios y de las cartas de los distintos apóstoles, que demuestran así la importancia
que les dieron en sus vidas y la hondura con que llegaron a encarnarlas, a predicarlas y
a motivarlas aun en la más avanzada ancianidad, como queda reflejado en las distintas
cartas de san Juan.

El Espíritu Santo trabaja también en los apóstoles y discípulos del Señor la


humildad. Quiere, de este modo, secundar la consigna del Señor: “Aprended de mí
que soy manso y humilde de corazón y encontraréis descanso para vuestras almas”.
(Mt 11, 19).

Por lo mismo, permitirá la prisión temprana de los apóstoles en Jerusalén y los


azotes en la cárcel para que no se engrían por los poderes divinos que el Señor les ha
confiado y para que sepan acudir a él en busca de ayuda. Dejará que haya diversidad
de opiniones en momentos importantes como el Concilio de Jerusalén para que todos
aprendan a someter el propio punto de vista al bien común de toda la Iglesia. No
ahorrará a ninguno de los apóstoles las contrariedades propias de una misión
intensamente evangelizadora, como las contradicciones, las críticas, las malas
interpretaciones... Así volverán a recordar y a contemplar en su corazón el ejemplo
del Maestro humilde, sobre todo en su Pasión y Muerte. Y así aprenderán a crecer en
la humildad, en la sencillez y en la amorosa confianza en la Providencia.

Fruto de esta contemplación y vivencia de la humildad será la dulzura


comprensiva del anciano Pedro, la actitud de amorosa reconvención del apóstol Juan
en sus cartas, la opinión que Pablo tiene de sí mismo como el “más pequeño de todos
los santos” (Ef 3, 8).

Cuando Tomás de Kempis (c. 1379 - 1471) ensalza al alma humilde, refleja la
vivencia de esta virtud por parte de los apóstoles tras su lento aprendizaje al lado del
Señor:

[...] Dios defiende y libra al humilde; al humilde ama y consuela; al hombre


humilde se inclina; al humilde concede gracia, y después de su abatimiento le levanta
a gran honra. Al humilde descubre sus secretos, y le trae dulcemente a sí y le convida.
El humilde, recibida la afrenta, está en paz; porque está con Dios y no en el mundo.
No pienses haber aprovechado algo, si no te estimas por el más inferior de todos.25

Trabajados los anteriores campos, se entiende que el Espíritu Santo actúe


también en cada apóstol para darle a comprender y vivir la sabiduría de la cruz. De
las actitudes iniciales de oposición miedo y abandono que manifestaron mientras
estaba con ellos el Esposo, pasan a descubrir la cruz no como un escándalo ni una
locura (criterios que flotaban en el ambiente judío y griego respectivamente), sino

25
Tomás de Kempis, De la imitación de Cristo, Libro II, c. 2, De la humilde
sumisión.
48

como un paso necesario en la propia maduración espiritual y apostólica.

Ahora ven en ella un dedo de Dios que los va modelando paciente y


detalladamente. Y la aceptan en las distintas formas en que Dios se la envía: como
soledad, azotes, privaciones, traiciones, persecuciones, apedreamientos, peligros en el
mar, peligros en los caminos, peligros entre los falsos hermanos. El Espíritu Santo les
infunde valor para arrostrar la cruz con audacia y para alegrarse incluso de haber
recibido azotes por Cristo (cf H 5, 40 - 41).

Volviendo a recordar la cruz en que pendió y murió su Maestro, descubren en


ella la fuerza salvadora de Dios que les hace comprender en su verdadero valor y
autenticidad la vida y, así, los transforma en personas más completas, más humanas,
más sencillas, más alegres y más felices.

Pueden hacer suyas estas reflexiones de san León Magno (c. 400 - 461) sobre
el admirable poder de la cruz:

¡Oh admirable poder de la cruz! ¡Oh inefable gloria de la pasión! En ella


podemos admirar el tribunal del Señor, el juicio del mundo y el poder del Crucificado.

Atrajiste a todos hacia ti, Señor [...] Ahora, efectivamente, brilla con mayor
esplendor el orden de los levitas, es mayor la grandeza de los sacerdotes, más santa la
unción de los pontífices, porque tu cruz es ahora fuente de todas las bendiciones y
origen de todas las gracias: por ella los creyentes encuentran fuerza en la debilidad,
gloria en el oprobio, vida en la misma muerte.26

El Espíritu Santo forma también en los apóstoles las virtudes cardinales, sobre
todo la virtud de la prudencia y la de la fortaleza. Es consciente del precioso tesoro
que ha depositado en el vaso de barro que es el alma de cada apóstol. Por lo mismo,
los acompaña en todos sus pasos como el Espíritu de Jesús. Dirige su ruta y sus
decisiones. No permite que, en éstas, se queden cortos ni se excedan como lo vemos
cuando Pedro tiene hambre y quiere comer (H 10, 9 - 16), y cuando él mismo es
testigo de la acción de Dios entre los gentiles (H 10, 17 ss.) y exclama:
“Verdaderamente comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en
cualquier nación el que le teme y practica la justicia les es grato (H 10, 34 - 35).

La vida y el ministerio de Pablo son un ejemplo continuo de la virtud de la


fortaleza que el Espíritu Santo le infunde para emprender misiones y viajes difíciles,
con continuos peligros como los que él enumera en su segunda carta a los Corintios
(11, 21 - 33) y que deben servir para que cada discípulo de Cristo calibre la calidad de
su amor al Señor y vea a qué distancia se encuentra de este gigante de la fe, prisionero
de la causa de Cristo.

26
San León Magno, Sermón 8 sobre la pasión del Señor, 6 - 8
49

El Espíritu Santo va a fondo en su trabajo de formación de los apóstoles. Forja


también en sus corazones otra dimensión esencial del buen discípulo de Cristo: el celo
apostólico. Ya no es un salir acompañando al Señor físicamente por los caminos de
Palestina y asumiendo una responsabilidad más bien escasa, sino un lanzarse
individualmente a realizar la consigna final del Maestro: “Id por todo el mundo y
predicad el evangelio” (cf Mt 28. 16 - 20). Este lanzamiento nace de un fuego interior
que san Pablo expresa con las conocidas expresiones: “La caridad de Cristo nos urge”
(2 Co 5, 14) y: “¡Ay de mí si no evangelizare!” (1 Co 9, 16). No es un lanzamiento
alocado. Se alimenta en la oración (cf H 1, 13 - 14). Es sobrenatural en sus
aspiraciones y en sus métodos: creen en el hombre, se dejan guiar por el Espíritu
Santo en sus triunfos y en sus fracasos, en la superación de las dificultades.

Este celo se dirige a todos los hombres, sin acepción de personas. Pretende
alcanzar todas las culturas aportándoles las riquezas antropológicas y espirituales que
se derivan de la persona de Cristo y de cada página del evangelio. Busca llegar a todas
las épocas. Es perseverante y tenaz hasta morir en la raya, como lo testimoniaron
todos los apóstoles en diversos lugares del Imperio romano.

Esta verdad era muy querida por el Papa Pablo VI (1897 - 1978) y aparece en
el siguiente texto de la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, del 8 de diciembre
de 1975:

“El Espíritu Santo es el agente principal de la evangelización: Él es


quien impulsa a cada uno a anunciar el Evangelio y quien en lo hondo de las
conciencias hace aceptar y comprender la Palabra de Salvación. Pero se puede
decir igualmente que él es el término de la evangelización: solamente él suscita
la nueva creación, la humanidad nueva a la que la evangelización debe
conducir, mediante la unidad en la variedad que la misma evangelización
querría provocar en la comunidad cristiana. A través de él la evangelización
penetra en los corazones, ya que él es quien hace discernir los signos de los
tiempos, signos de Dios, que la evangelización descubre y valoriza en el
interior de la historia.” 27

También las facultades humanas quedan potenciadas por la acción del Espíritu
Santo en los apóstoles. Manifiestan, después de Pentecostés, una inteligencia despierta
y atenta a la verdad de las personas y de las situaciones que deben afrontar; una
voluntad que busca constantemente el bien, lo realiza a pesar de las dificultades
objetivas que se le presentan; una memoria fiel de las palabras y acciones del Señor
que enriquece su experiencia espiritual y la predicación del evangelio; una
sensibilidad espiritual que produce sentimientos positivos y bien encauzados,

27
PABLO VI, Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, n. 75
50

evaluados según los sentimientos de Cristo Jesús (cf Fp 2, 5). Ésta queda bien descrita
en el siguiente fragmento de Diadoco de Foticé (mediados del siglo V), obispo de
Epiro:

La sensibilidad del espíritu consiste en un gusto acertado, que nos da el


verdadero discernimiento. Del mismo modo que, por el sentido corporal del gusto,
cuando disfrutamos de buena salud, apetecemos lo agradable, discerniendo sin error
lo bueno de lo malo, así también nuestro espíritu, desde el momento en que comienza
a gozar de plena salud y a prescindir de inútiles preocupaciones, se hace capaz de
experimentar la abundancia de la consolación divina y de retener en su mente el
recuerdo de su sabor, por obra de la caridad, para distinguir y quedarse con lo mejor,
según lo que dice el Apóstol: Y ésta es mi oración: Que vuestro amor siga creciendo
más y más en penetración y en sensibilidad para apreciar los valores. 28

El resultado obtenido es una profunda transformación de los apóstoles, tal


como la sintetiza Benedicto XVI en una homilía reciente:

Desde el día de Pentecostés la luz del Señor resucitado transfiguró la vida de


los Apóstoles. Ya tenían la clara percepción de que no eran simplemente discípulos de
una doctrina nueva e interesante, sino testigos elegidos y responsables de una
revelación a la que estaba vinculada la salvación de sus contemporáneos y de todas las
generaciones futuras.

La fe pascual colmaba su corazón con un ardor y un celo extraordinario, que


los disponía a afrontar cualquier dificultad e incluso la muerte, e imprimía a sus
palabras una fuerza de persuasión irresistible. Así, un puñado de personas
desprovistas de recursos humanos, contando sólo con la fuerza de su fe, afrontó sin
miedo duras persecuciones y el martirio. El apóstol san Juan escribe: “Lo que ha
conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe” (1 Jn 5, 4).29

28
Diadoco de Foticé, Capítulos sobre la perfección espiritual, 6.26.27.30
29
BENEDICTO XVI, Homilía en Verona, 19 de octubre de 2006
51

8. LAS ACCIONES DEL DEDO DE DIOS

Avanzando en el análisis de la tarea formativa del Espíritu Santo con los


apóstoles llegamos a formularnos una ulterior pregunta: ¿Cómo va concretando el
Dulce Huésped la misión que el Señor le encomendó? ¿Qué hace el Dedo de Dios en
su trabajo con las almas?

Una primera respuesta es ésta: el Espíritu Santo elige. La suya es una elección
divina, con todas las características que le son propias: el poder omnipotente, la
previsión, la compañía perpetua y fiel.

Por aportar algún caso de esta acción concreta del Espíritu Santo, podemos
comentar brevemente la elección de Saulo y Bernabé. El Espíritu Santo, ya avanzados
los Hechos de los Apóstoles, mientras la comunidad de Antioquía se halla celebrando
el culto y ayunando, les dice:”Separadme ya a Bernabé y a Saulo para la obra a la que
los he llamado” (H 13, 2).

Es una elección como la de Moisés y la de los profetas del Antiguo


Testamento. Dios, con todo su poder, se fija en dos hombres para enviarlos a realizar
juntos una misión importante: la evangelización de los gentiles. Es una elección
preparada con la oración litúrgica, manifestada exteriormente con la imposición de las
manos de los profetas y maestros de Antioquía (H 13, 3) que de algún modo actualiza
y simplifica la unción de los elegidos por Dios en el Antiguo Testamento (cf Is 61, 1).

Esta elección divina libera verdaderamente al elegido de sus ataduras humanas,


familiares, sociales para que pueda dedicarse íntegramente a la misión encomendada:
“Donde está el Espíritu de Dios, allí está la libertad” (2 Co 3, 17). No le ahorrará
pruebas y dificultades, y éstas se convertirán en signo de la asistencia divina y en
palestra de crecimiento espiritual.

Las actitudes que corresponden a un elegido así es dejar al Espíritu Santo que
ejerza su libertad divina y concrete como desee para el elegido esa llamada inicial, no
aplazar la aceptación ni excusarse con razones fatuas. Sabiéndose uno elegido por
Dios superará también la presunción, el subjetivismo, el racionalismo, el derrotismo y
otras actitudes interiores inmaduras. Y sabrá confiar, como el elegido Saulo que
escribirá después: “Sé en quién he creído y estoy seguro” (2 Tm 1, 12).
52

La acción del Espíritu Santo va más allá: también ilumina. Él es la luz


bienaventurada que viene a llenar íntimamente los corazones de quienes creen en él,
según dice el “Veni, Sancte Spiritus” en su estrofa quinta.

Y se manifiesta así en la oración. El pasaje de la elección de Saulo y Bernabé


contiene también esta acción divina. Los dos y los demás profetas y maestros de
Antioquía se hallan celebrando el culto. Por ello es un momento muy oportuno para
que el Espíritu Santo baje a los corazones y les hable haciéndoles descubrir su plan
divino.

Ya en el Antiguo Testamento se unía la oración con la recepción del Espíritu


cuando leemos: “Invoqué y vino a mí el Espíritu de la sabiduría” (Sb 7, 7). Y según
avanzamos en la vida espiritual, vamos siendo más conscientes de que el Espíritu
Santo se manifiesta en la oración, nos habla y nos va descubriendo la Voluntad de
Dios y los pasos que debemos ir dando para aceptarla y vivirla cada día mejor. Así nos
va conduciendo “de claridad en claridad” (2 Co 3, 18).

Ilumina al individuo y a la comunidad en deliberaciones trascendentales como


en el Concilio de Jerusalén (H 15, 28). También aporta su luz en el ministerio
apostólico y en los pasos nuevos que conviene dar. Esto ocurre a Pedro antes de ir a la
casa del centurión romano Cornelio: “Y le dijo el Espíritu: Ahí tienes unos hombres
que te buscan. Baja, pues, al momento y vete con ellos sin vacilar, pues yo los he
enviado” (H 10, 19 - 20).

Trae también su luz en las pruebas particulares que él envía o permite. Así
aparece en las palabras que Ananías dirige a Saulo, ciego después de su primer
encuentro con el Señor en el camino de Damasco: “Saulo, hermano, me ha enviado a
ti el Señor... para que recobres la vista y seas lleno del Espíritu Santo” (H 9, 17).

Da la connaturalidad afectiva divina que predispone para aceptar de inmediato


las inspiraciones y luces de Dios: “Los que son según el Espíritu, perciben lo
espiritual” (Rm 8, 5). De este modo, permite penetrarlo todo, incluso la profundidad
de Dios (1 Co 2, 10).

Conviene, pues, invocar al Espíritu Santo para que encienda su luz en nuestros
corazones, venga como luz a nuestras vidas. Conviene estar atentos a las luces de
Dios, dejarnos iluminar por ellas y secundarlas con agilidad en nuestra vida espiritual,
familiar, profesional, apostólica...

Aquí entra el pedirle que ilumine de modo especial a los gobernantes, a los
legisladores, a quienes se dedican a la política, a los medios de comunicación social.
Y a los sacerdotes y consagrados, a los padres de familia y a todos los educadores.
Con la luz del Espíritu Santo todos acertarán más fácilmente en las decisiones que
53

deban tomar en la propia vida y en la vida de los demás, en las leyes que propongan,
en los programas que promuevan en los distintos órdenes de la vida humana.

Podemos hacer propia la siguiente oración de santa Edith Stein (1891 - 1942),
donde invoca al Espíritu Santo como luz que inunda y alumbra su corazón:

“¿Quién eres tú, dulce luz, que me llenas y alumbras la oscuridad de mi


corazón? Tú me guías como mano materna y me dejas libre. Tú eres el espacio
que rodea y lo encierra en sí. Si tú lo dejaras, caería en el abismo de la nada,
desde el cual tú lo elevas al ser. Tú, más cerca de mí que yo misma, y más
íntimo que mi interior, y sin embargo inabarcable e incomprensible, que haces
estallar todo nombre: ¡Espíritu Santo - Amor eterno! 30

El Espíritu Santo ora en nosotros. En efecto, nosotros no sabemos cómo orar


(Rm 8, 26). Por ello, el Espíritu Santo viene en ayuda de nuestra debilidad para poner
en nuestro corazón y en nuestros labios, en nuestros silencios y en nuestros gestos la
plegaria adecuada que suba de nuestra vida como incienso vespertino al corazón de
Dios (cf Sl 140, 2).

Los evangelios contienen abundantes ejemplos de esta acción íntima del


Espíritu Santo en cada corazón. Es él quien pone en boca del leproso una plegaria
breve y confiada: “Señor, si quieres, puedes limpiarme” (Mt 8, 2). Él inspira a los dos
ciegos la bella e intensa oración: “Ten piedad de nosotros, Hijo de David” (Mt 9, 27).
Él pone en los labios de la mujer cananea varias súplica intensas e insistentes, ejemplo
de fe y de humildad para todos: “¡Ten piedad de mí, Señor, Hijo de David! Mi hija
está malamente endemoniada [...] “¡Señor, socórreme!” Y cuando el Señor le
responde: “No está bien tomar el pan de los hijos y echarlo a los perritos”. “Sí, Señor -
repuso ella-, pero también los perritos comen de las migajas que caen de la mesa de
sus amos” (cf Mt 15, 21 - 28).

El siervo de Dios Juan Pablo II expresa así esta acción del Espíritu Santo en su
encíclica sobre el Señor y Dador de vida:

El Espíritu Santo es el don, que viene al corazón del hombre junto con la
oración. En ella se manifiesta ante todo y sobre todo como el don que « viene en
auxilio de nuestra debilidad ». [...] El Espíritu Santo no sólo hace que oremos, sino
que nos guía « interiormente » en la oración, supliendo nuestra insuficiencia y
remediando nuestra incapacidad de orar. Está presente en nuestra oración y le da una
dimensión divina. De esta manera, « el que escruta los corazones conoce cual es la
aspiración del Espíritu y que su intercesión a favor de los santos es según Dios ». La
oración por obra del Espíritu Santo llega a ser la expresión cada vez más madura del

30
SOR TERESA BENEDICTA DE LA CRUZ, Werke, XI, Druten/Friburgo-Basilea-
Viena 1987, p. 175
54

hombre nuevo, que por medio de ella participa de la vida divina.31

El Espíritu Santo, además, inflama los corazones de los elegidos. Esta acción le
corresponde por ser el Amor eterno y porque lo propio del amor es encender con su
fuego el interior de las personas. Es este fuego sagrado el que explica que los
discípulos de Emaús, después de descubrir a Cristo resucitado mientras partía el pan,
no recuerden que ya hace mucho tiempo que ha atardecido y que la luz natural ha
desaparecido del paisaje. Una luz interior incendia sus corazones que, presurosos,
regresan a Jerusalén a anunciar a los apóstoles la reciente y gozosa aparición del
Señor.

Y esa misma llama inflama los corazones de los mártires en tiempos de guerra
y persecución; los corazones de los fundadores y fundadoras al recibir de Dios la
invitación para enriquecer la Iglesia con un nuevo carisma; y los corazones de los
hombres y mujeres jóvenes que responden con generosidad al llamado de Dios a una
vida de consagración total. Son las ‘locuras’ del amor, las ‘razones del corazón que no
comprende la razón’ , en expresión de Pascal.

Así expresa san Pedro Crisólogo (finales del siglo IV - 450) en uno de sus
Sermones esta acción del Espíritu Santo que incendia tantos corazones de laicos y
consagrados a lo largo de la historia:

Pero así que la llama del amor divino prendió en los corazones humanos y
toda la ebriedad del amor de Dios se derramó sobre los humanos sentidos, [...] los
hombres comenzaron a querer contemplar a Dios con sus ojos carnales.

Pero la angosta mirada humana ¿cómo iba a poder abarcar a Dios, al que no
abarca todo el mundo creado? La exigencia del amor no atiende a lo que va a ser, o a
lo que debe o puede ser. El amor ignora el juicio, carece de razón, no conoce la
medida. El amor no se aquieta ante lo imposible, no se remedia con la dificultad.

El amor es capaz de matar al amante si no puede alcanzar lo deseado; va a


donde se siente arrastrado, no a donde debe ir.

El amor engendra el deseo, se crece con el ardor y, por el ardor, tiende a lo


inalcanzable.32

El Espíritu Santo, además, distribuye sus dones. En efecto, constatamos en el


examen personal, en la convivencia ordinaria, entre los miembros de una familia, en la
vida de la Iglesia y en la sociedad en general que no todos tenemos las mismas
cualidades. Y que no nos las dimos nosotros a nosotros mismos. Ha sido el Espíritu
Santo quien ha ido sembrando sus gracias y sus dones con la libertad y la liberalidad
31
JUAN PABLO II, Dominum et Vivificantem, n. 65
32
San Pedro Crisólogo, Sermones 147
55

propia de Dios (cf 2 Co 12, 4). Él es el protagonista en este reparto incesante de


gracias: “Todo lo realiza uno y el mismo Espíritu” (2 Co 12, 11).

Así, descubrimos distribuidos los dones en la comunidad primitiva. Pedro tiene


el don de la elección divina como piedra sobre la que el Señor edifica su Iglesia, Juan
el de ser el discípulo a quien amaba Jesús y el primero en reconocerlo, Pablo el de ser
el maestro de los gentiles, Santiago el don de ser el primer apóstol que sufre el
martirio por Cristo, Felipe el de extender el Reino por distintas ciudades de Samaria y
el de convertir a un eunuco etíope...

Y a lo largo de la historia constatamos también la liberalidad con que el


Espíritu Santo ha ido dotando a los hombres y a las mujeres que él mismo ha elegido
para una misión específica en su familia o en la Iglesia. Por lo mismo, la luz divina
brilla con distintos matices en santos como Ignacio de Antioquía, Agustín, Benito,
Gregorio Magno, Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Catalina de
Siena, Madre Teresa... y tantos otros conocidos en sus regiones y culturas como
miembros destacados de las mismas.

San Basilio el Grande ilustra del siguiente modo esta acción del Espíritu Santo:

Así el Espíritu Santo está presente en cada hombre capaz de recibirlo, como si
sólo él existiera y, no obstante, distribuye a todos gracia abundante y completa; todo
disfrutan de él en la medida en que lo requiere la naturaleza de la criatura, pero no en
la proporción con que él podría darse.

Por él los corazones se elevan a lo alto, por su mano son conducidos los
débiles, por él los que caminan tras la virtud, llegan a la perfección. Es él quien
ilumina a los que se han purificado de sus culpas y al comunicarse a ellos los vuelve
espirituales.33

El creyente que desee progresar en este punto ha de reconocer y agradecer los


dones del Espíritu Santo en su propia vida, superando la inconsciencia, la fatuidad de
pensar que esos dones son propios y que no los ha recibido de nadie, la vanagloria
ante determinados éxitos personales, los complejos que tanto frenan o desvían las
acciones e intenciones humanas. Y ha de saber desarrollarlos, comprometerlos con
serena humildad en la realización de la propia misión en la vida.

El Espíritu Santo, en su acción incesante en la Iglesia, crea la unidad en la


diversidad. Ya en la comunidad primitiva obró de esta manera, como nos indica san
Pablo en el conocido texto de su primera carta a los Corintios: “Hay diversidad de
dones, pero uno mismo es el Espíritu. Hay diversidad de ministerios, pero uno mismo
es el Señor. Hay diversidad de operaciones, pero uno mismo es Dios, que obra todas

33
San Basilio el Grande, Libro sobre el Espíritu Santo 9, 22 - 23
56

las cosas en todos. Y a cada uno se le otorga la manifestación del Espíritu para común
utilidad. A uno les es dada por el Espíritu la palabra de sabiduría; a otro, la palabra de
ciencia, según el mismo Espíritu; a otro, fe en el mismo Espíritu; a otro, don de
curaciones en el mismo Espíritu; a otro, operaciones milagrosas; a otro, profecía; a
otro, discreción de espíritus; a otro, diversidad de lenguas. Todas estas cosas las obra
el único y mismo Espíritu, que distribuye a cada uno según quiere” (1 Co 12, 4 - 11).

Esta diversidad constituye una gran riqueza espiritual y es una de las


características de la Iglesia de todos los tiempos. Así lo testimonia la variedad de
carismas de los individuos y de las formas de vida consagrada que han ido naciendo a
lo largo de los siglos.

Es oportuno ofrecer aquí la doctrina clásica sobre los carismas que nos presenta
el Catecismo:

Extraordinarios o sencillos y humildes, los carismas son gracias del Espíritu


Santo, que tienen directa o indirectamente, una utilidad eclesial; los carismas están
ordenados a la edificación de la Iglesia, al bien de los hombres y a las necesidades del
mundo.

Los carismas se han de acoger con reconocimiento por el que los recibe, y
también por todos los miembros de la Iglesia. En efecto, son una maravillosa riqueza
de gracia para la vitalidad apostólica y para la santidad de todo el Cuerpo de Cristo;
los carismas constituyen tal riqueza siempre que se trate de dones que provienen
verdaderamente del Espíritu Santo y que se ejerzan de modo plenamente conforme a
los impulsos auténticos de este mismo Espíritu, es decir, según la caridad, verdadera
medida de los carismas (cf 1 Co 13).34

Como se puede observar, esta diversidad no es, en la mente de Dios, ocasión de


lucha, de envidias o de contraposiciones internas, sino la garantía de que la
magnanimidad providente de Dios está manifestándose de modo incesante en su
Cuerpo Místico y en la historia de la humanidad. Es la respuesta divina a las
inquietudes individuales y a las necesidades colectivas que ha ido sembrando en los
corazones y en las épocas, de modo que cada persona o grupo encuentre el modo de
desarrollarse y de enriquecer su propia vida, la de la Iglesia y la de la humanidad.

Es el Espíritu quien garantiza la unidad profunda, que no significa uniformismo


monocorde ni repetición de modelos pasados, sino una creación incesante de formas
nuevas que van respondiendo a las necesidades de personas, culturas, tiempos y
lugares.

Un buen discípulo del Señor, al considerar esta acción del Espíritu Santo,

34
Catecismo de la Iglesia Católica, 799 - 800
57

admira su sabiduría, se alegra de los dones recibidos en su vida y en la vida de las


asociaciones religiosas que conoce; no boicotea ni obstaculiza sus proyectos y
realizaciones; ora por que cada persona y comunidad valore y profundice esos dones y
los distribuya a manos llenas en la vida de la Iglesia. Ésta se convierte así en una
sinfonía armoniosa para los oídos del Señor y un bálsamo oportuno para las
necesidades de la humanidad.

El Espíritu Santo, además, marca un camino. Cristo nos lo dejó como Guía
hacia la verdad completa. Y el Espíritu Santo hace lo que todo buen guía: marcar el
camino, un camino seguro y bien orientado hacia la meta.

Realiza esta tarea cuando inspira a los apóstoles en distintas circunstancias de


la misión encomendada: en el primer discurso de Pedro después de Pentecostés (H 2,
14 - 41), en el discurso de Pablo en el areópago de Atenas, caracterizado por el tino y
la audacia con que se dirige a ese pueblo culto (H 17, 22 - 31). Otro modo de marcar
el camino es cuando el Espíritu Santo ordena algo preciso a algún apóstol, como en el
caso de Pedro: “Me dijo el Espíritu que fuera con ellos” (H 11, 12). A veces también
inspira prohibiendo algo. Es el caso de Pablo y Bernabé que intentan dirigirse a
Bitinia, “pero no se lo consintió el Espíritu de Jesús” (H 16, 7). Más aún, en alguna
ocasión obliga a Saulo quien dice con verdad: “Obligado por el Espíritu Santo voy a
Jerusalén” (H 20, 22).

Así, el Espíritu Santo guía en todo momento a las almas y a las comunidades,
fiel a lo dicho por el profeta Isaías: “El Espíritu del Señor los condujo” (Is 63, 14).

De este modo el Espíritu Santo guía a la Iglesia misma, a partir del día de su
nacimiento en Pentecostés, por todas las vicisitudes de la historia. Esta convicción la
tienen los apóstoles y la expresa el siervo de Dios Juan Pablo II en el siguiente
número de su encíclica sobre el Espíritu Santo:

La era de la Iglesia empezó con la « venida », es decir, con la bajada del


Espíritu Santo sobre los apóstoles reunidos en el Cenáculo de Jerusalén junto con
María, la Madre del Señor. Dicha era empezó en el momento en que las promesas y
las profecías, que explícitamente se referían al Paráclito, el Espíritu de la verdad,
comenzaron a verificarse con toda su fuerza y evidencia sobre los apóstoles,
determinando así el nacimiento de la Iglesia. De esto hablan ampliamente y en
muchos pasajes los Hechos de los Apóstoles de los cuales resulta que, según la
conciencia de la primera comunidad , cuyas convicciones expresa Lucas, el Espíritu
Santo asumió la guía invisible —pero en cierto modo «perceptible»— de quienes,
después de la partida del Señor Jesús, sentían profundamente que habían quedado
huérfanos.35

35
JUAN PABLO II, Dominum et Vivificantem, n. 25
58

El creyente pedirá al Señor la gracia de reconocer el camino que le marca la


guía del Espíritu Santo para que, de este modo, evite todo lo que le daña, según
pedimos en la quinta estrofa del “Veni Creator”. Sabrá seguir ese camino con
obediencia humilde y constante, superando el complejo del luchador solitario que cree
poder vencer en las luchas de la vida con las propias cualidades y la experiencia
personal. Y hará todo lo posible por evitar caer en el estado espiritual de quien tiene el
corazón duro por obstinarse en seguir sus propios caminos, olvidando los caminos
divinos.

El Espíritu Santo también consuela. Su presencia en el corazón del creyente es,


así, una señal del amor de Dios que pone sobre nosotros su Espíritu (cf Mt 12, 8). Y su
consuelo es el bálsamo divino sobre nuestras heridas que él conoce y permite.

Tiene muchos motivos para consolar a los apóstoles: por la partida inminente
de Cristo que parece que los deja huérfanos (cf Jn 16, 7), por las dificultades objetivas
y subjetivas de la misión: las oposiciones, los fracasos, los abandonos, las
indiferencias, las traiciones, las limitaciones personales, los peligros de diversa índole
que deberán arrostrar en la realización de una misión compleja, lenta y agotadora.

El Espíritu Santo conoce el estado íntimo de cada corazón y actúa con la


delicadeza de quien es simultáneamente el mejor de los padres y la mejor de las
madres de la tierra. Por eso sabe consolarlos con su compañía perpetua, fiel a la
promesa del Señor: “El Padre os enviará otro Consolador para que esté con vosotros
para siempre” (Jn 14, 16). Y este consuelo se manifestará de distintas formas en la
vida de cada apóstol. Algunas de ellas son: la paz y el gozo que deja su presencia (Rm
8, 6), la alegría en el dolor (1 Ts 1, 6), los afectos espirituales de gozo y seguridad con
que enriquece al corazón fiel, los criterios de discernimiento que el Espíritu de la
Verdad (Jn 14, 7) regala abundantemente al alma, la plenitud de vida que Dios deja en
el elegido (Dt 34, 9).

El alma creyente tiene, pues, los motivos más sólidos para cerrar las puertas de
su corazón a la tristeza, al sentimiento de abandono por parte de Dios, incluso a otros
buenos consuelos humanos que en ocasiones no aparecen o no llenan las expectativas
más íntimas del propio espíritu. Y para abrir esas puertas al Espíritu Santo, buscando
en él con afán incansable más al Dios de los consuelos que los consuelos de Dios.

El Espíritu Santo transforma a quien lo acoge y lo hace partícipe de la


naturaleza divina. El ejemplo más evidente es el apóstol Pedro inmediatamente
después de Pentecostés. Antes Pedro había sido cobarde y no se había atrevido a
defender a su Maestro ante una criada y ante un pequeño grupo de soldados. Ahora,
transformado por la venida del Espíritu Santo, impone silencio a la multitud y
proclama ante ella sin ningún temor el núcleo fundamental del mensaje de Cristo: su
muerte y su resurrección salvadora. Pasa el apóstol de la forma humana del miedo, del
59

complejo, del respeto humano a la forma divina de la audacia cristiana, de la humilde


seguridad, de la pureza de intención.

El Catecismo recoge la concisa expresión con que san Atanasio (293? - 373)
alude a esta acción transformante del Espíritu Santo:

Por el Espíritu Santo participamos de Dios. Por la participación del Espíritu


venimos a ser partícipes de la naturaleza divina...Por eso, aquellos en quienes habita
el Espíritu están divinizados.36

El Espíritu Santo también compromete. Quiere encontrar en cada alma que se


le abre un corazón dispuesto a realizar de por vida una tarea inmensa y sobrenatural:
la de instaurar en el propio interior el reino de Cristo, reino de justicia, de amor y de
paz; y la de ir por la vida buscando conocer, vivir y transmitir el evangelio del amor
de Dios.

Para ello, el Espíritu Santo hace de un hombre exterior y superficial un hombre


interior (cf Ef 3, 6), le infunde una santa audacia como constatamos, entre otros
muchos, en los casos de Pedro (H 4, 8), de Pablo que todo lo puede en aquel que lo
conforta (cf Fp 4, 13). Una existencia así comprometida explica la vida y misión de
los distintos fundadores de órdenes y congregaciones religiosas a lo largo de la
historia de la Iglesia. Y la de tantos mártires que han derramado su sangre por ser
fieles a su compromiso de amor con Dios.

El creyente hará bien si en este campo cae más en la cuenta del contenido y de
la urgencia de vivir sus promesas bautismales que le llevan a renunciar a Satanás, a
creer en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo y a vivir buscando instaurar en su interior el
señoría del hombre nuevo. Por lo mismo, procurará decir no a la pasividad, al cómodo
conformismo de una vida cristiana lánguida, y sí al amor responsable que es fiel a una
palabra dada y, sobre todo, al amor de todo un Dios que lo ilumina y acompaña en
todos los momentos de su vida.

Si el discípulo es un sacerdote, hará bien en tomar en cuenta el siguiente


consejo de san Gregorio Magno (c. 540 - 604) en su Regla Pastoral sobre su
compromiso de pregonero de la Palabra de Dios:

Quien quiera, pues, que se llega al sacerdocio recibe el oficio de pregonero,


para ir dando voces antes de la venida del riguroso juez que ya se acerca. Pero, si el
sacerdote no predica, ¿por ventura no será semejante a un pregonero mudo? Por esta
razón, el Espíritu Santo quiso asentarse, ya desde el principio, en forma de lenguas
sobre los pastores; así daba a entender que de inmediato hacía predicadores de sí

36
Catecismo de la Iglesia Católica 1988 (S. Atanasio, ep. Serap. 1,24).
60

mismo a aquellos sobre los cuales había descendido.37

La acción del Espíritu Santo se manifiesta también cuando fortalece. Es


consciente de que “la vida del hombre es una milicia sobre la tierra” (Jb 7, 1). Y de
que en toda milicia prolongada caben momentos de debilidad, desfallecimientos,
deseos de abandonar el propio puesto de lucha.

La fortaleza que aporta al alma el Espíritu Santo aparece principalmente como


compañía que aporta seguridad ante las persecuciones y la prisión de Pablo (H 20, 23),
como luz para la conciencia y fuerza para la voluntad ante invitaciones que buscan
alejar de Dios: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (H 5, 29), como
firmeza en la misión de testimoniar el mensaje de Jesús (cf H 1, 8). Como conciencia
de quien sabe que no se encuentra solo ante los propios problemas, pues “el Espíritu
viene en ayuda de nuestra debilidad” (H 8, 26). Como consigna espiritual que permite
mantener una actitud de combate permanente en la propia batalla cristiana: “Embrazad
el escudo de la salvación y la espada del espíritu” (Ef 6, 17).

El Espíritu Santo también fecunda. Permite así que los sarmientos, unidos a la
Vid, den fruto abundante. Da vida a los muertos representados como huesos secos en
la conocida visión del profeta Ezequiel: “Entró en ellos el Espíritu y vivieron” (Ez 37,
10). Permite nacer según el Espíritu incluso a hombres adultos, como Cristo explica a
Nicodemo en el diálogo nocturno que le concede (cf Jn 3, 5). Hace germinar en la
Iglesia manifestaciones incesantes de vida nueva, como lo expresa esta página del
Diario de Juan XXIII (1881 - 1963):

Él es la vida de la Iglesia, hace germinar una primavera interminable,


prepara la victoria indefectible y segura a través de las penas y de las
adversidades”38

Enriquece a las almas sencillas y disponibles como la de María (cf Lc 1, 35).


Deja su fruto en los corazones, tal como lo detalla san Pablo en la carta a los Gálatas:
“El fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, afabilidad, bondad, longanimidad,
mansedumbre, fe, modestia, continencia, castidad” (cf Ga 5, 22).

Hay otros frutos con que el Espíritu Santo fecunda la vida y la acción del
creyente que se abre a la acción divina. Los ha expresado así san Basilio el Grande en
su Libro sobre el Espíritu Santo:

Como los cuerpos limpios y transparentes se vuelven brillantes cuando reciben


un rayo de sol y despiden de ellos mismos como una nueva luz, del mismo modo las
almas portadoras del Espíritu Santo se vuelven plenamente espirituales y transmiten la

37
San Gregorio Magno, Regla pastoral 2, 4
38
JUAN XXIII, Diario
61

gracia a los demás.

De esta comunión con el Espíritu procede la presciencia de lo futuro, la


penetración de los misterios, la comprensión de lo oculto, la distribución de los dones,
la vida sobrenatural, el consorcio con los ángeles; de aquí proviene aquel gozo que
nunca terminará, de aquí la permanencia en la vida divina, de aquí el ser semejantes a
Dios, de aquí, finalmente lo más sublime que se puede desear: que el hombre llegue a
ser como Dios.39

El discípulo de Cristo que es consciente de esta acción del Espíritu Santo no


basará el triunfo personal en otros apoyos humanos como pueden ser la ciencia, la
experiencia, las propias cualidades, la organización, los recursos económicos... Sabrá
emplear todos estos recursos, pero será consciente de que la fuerza y la fecundidad
vienen de lo alto, de la unión sencilla y constante con Dios, del diálogo íntimo con el
Espíritu Santo. Y pondrá todo su esfuerzo en colaborar con sinceridad y totalidad con
este gran Aliado en cualquier empresa que intente realizar.

En la vida de la Iglesia y en nuestra propia experiencia advertimos otra acción


frecuente del Espíritu Santo: nos habla y guía a través de intermediarios. Es lo que
hace con Saulo después de su encuentro con él en el camino de Damasco. La consigna
que le deja entonces Jesús, después de descubrírsele, es: “Entra en la ciudad y se te
dirá lo que debes hacer” (H 9, 6). Dios elige en este caso a un discípulo llamado
Ananías y es a él a quien descubre la misión que le encargará a Saulo: “Vete [a él],
pues éste es para mí un instrumento de elección que lleve mi nombre ante los gentiles,
los reyes y los hijos de Israel” (H 9, 15).

Así, Helí prepara a Samuel para que reconozca la voz del Señor, Natán revela a
David los designios divinos, los apóstoles conocen la primera noticia de la
resurrección a través de María Magdalena, a quien el Señor encarga esa misión.

Un representante muy importante por el que nos habla el Espíritu Santo es el


director espiritual. Esta misión es particularmente delicada, pues se trata de la
responsabilidad más difícil: guiar a las almas para que descubran los caminos del
Señor y orienten por ellos sus pasos hasta alcanzar la meta.

San Juan de la Cruz (1542 - 1591) deja estos atinados consejos a los directores
espirituales para que acierten en el enfoque y en la realización de su tarea, haciéndoles
caer en la cuenta de que el protagonista principal es el Espíritu Santo:

“Adviertan los que guían a las almas y consideren que el principal


agente y guía y movedor de las almas en este negocio no son ellos, sino el
Espíritu Santo, que nunca pierde cuidado de ellas, y que ellos sólo son

39
San Basilio el Grande, Libro sobre el Espíritu Santo 9, 22 - 23
62

instrumentos para enderezarlas en la perfección por la fe y la ley de Dios.

(...) Procuren enderezarlas siempre en mayor soledad y libertad y


tranquilidad de espíritu, dándoles anchura para que no aten el sentido corporal
y espiritual a cosa particular interior ni exterior.” 40

40
S. JUAN DE LA CRUZ, Llama de amor viva 3, 46
63

9. MÉTODOS DE SU ACTUACIÓN

Después de ver las múltiples acciones del Espíritu Santo, conviene centrar
ahora la atención en el método de este gran Maestro.

En general y en primer lugar es un método divino y no humano. Dios tiene más


y mejores recursos para lograr sus fines que los que suele emplear el mejor de los
hombres en sus propias obras. Como divino que es, resulta fuera del alcance de la
mente humana, pues, como nos dice san Pablo: “Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino
el Espíritu e Dios” (1 Co 2, 11).

El Catecismo nos alecciona a este propósito cuando nos dice:

El Señor conduce a cada persona por los caminos de la vida y de la manera


que él quiere. Cada fiel, a su vez, le responde según la determinación de su corazón y
las expresiones personales de su oración.41

Por lo mismo, es un método inesperado. La aparición del Espíritu Santo en


Pentecostés sucede de repente (H 2, 2). Y las dos formas que adopta -el viento
impetuoso y las lenguas de fuego- sorprenden también a los apóstoles, reunidos en
torno a María, la Madre de Jesús.

Con razón escribe un autor ascético: “El trabajo que Dios hace en nosotros
raramente es el que nosotros esperamos. Casi siempre el Espíritu Santo parece actuar a
contrapelo.”42

Y un método misterioso: no hay lógica humana que lo pueda prever o planear.


En ello Dios actúa con la libertad que le es propia: “El Espíritu sopla donde quiere”,
advierte Jesús a Nicodemo, el fariseo que se acerca a él de noche por temor a los
judíos (Jn 3, 8).

Además, el método del Espíritu Santo es también normalmente interior, oculto


y decisivo, como podemos verlo en el pasaje de la Anunciación (cf Lc 1, 26 - 38). Sólo
María advierte la intervención divina en su vida en ese momento, de tanta
trascendencia para su propia existencia, para la historia de la salvación y para toda la

41
Catecismo de la Iglesia Católica, 2699
42
SANS VILA J., El juego de las ventanas, n. 61
64

humanidad. Marca un antes y un después en la vida de la humilde Nazarena y da paso


a la Encarnación del Verbo de Dios.

Se trata, por otro lado, de un método adaptado al destinatario, al momento y al


fin de la acción divina. Puede adoptar la forma de una paloma con lo que implica de
sencillez, de inocencia, de ausencia de dolo, de paz, todos ellos símbolos de Jesús,
Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Y está en consonancia con los
métodos que había empleado en el Antiguo Testamento: los tres varones que se le
aparecen a Abrahán a la salida de su tienda (Gn 18, 1 ss) o la zarza ardiente desde la
que hablará el Señor a Moisés en ese primer encuentro de su vocación (Ex 3, 1 ss).

Así resulta un método variado. A cada persona el Espíritu se le manifiesta de


un modo individual y nuevo. Y cada alma puede advertir la presencia divina y su
invitación respetuosa a una determinada acción que la asemeje más a Jesús y a los
ideales que él encarna.

Un autor anónimo del siglo IV refleja muy bien en el siguiente fragmento la


variedad de los métodos por los que el Espíritu guía a las almas. Haremos muy bien en
meditarlo y en ayudarnos de él para discernir el modo como nos va acercando Dios
hacia él para acomodarnos mejor a su adorable designio sobre nuestra vida:

Los que han llegado a ser hijos de Dios y han sido hallados dignos de renacer
de lo alto por el Espíritu Santo y poseen en sí a Cristo, que los ilumina y los crea de
nuevo, son guiados por el Espíritu de varias y diversas maneras, y sus corazones son
conducidos de manera invisible y suave por la acción de la gracia.

A veces, lloran y se lamentan por el género humano y ruegan por él con


lágrimas y llanto, encendidos de amor espiritual hacia el mismo.

Otras veces, el Espíritu Santo los inflama con una alegría y un amor tan
grandes que, si pudieran, abrazarían en su corazón a todos los hombres, sin distinción
de buenos o malos.

Otras veces, experimentan un sentimiento de humildad, que los hace rebajarse


por debajo de todos los demás hombres, teniéndose a sí mismos por los más abyectos
y despreciables.

Otras veces, el Espíritu les comunica un gozo inefable.

Otras veces, son como un hombre valeroso que, equipado con toda la
armadura regia y lanzándose al combate, pelea con valentía contra sus enemigos y los
vence. Así también el hombre espiritual, tomando las armas celestiales del Espíritu,
arremete contra el enemigo y lo somete bajo sus pies.

Otras veces, el alma descansa en un gran silencio, tranquilidad y paz, gozando


65

de un excelente optimismo y bienestar espiritual y de un sosiego inefable.

Otras veces, el Espíritu le otorga una inteligencia, una sabiduría y un


conocimiento inefables, superiores a todo lo que pueda hablarse o expresarse.

Otras veces, no experimenta nada en especial.

De este modo, el alma es conducida por la gracia a través de varios y diversos


estados, según la voluntad de Dios que así la favorece, ejercitándola de diversas
maneras, con el fin de hacerla íntegra, irreprensible y sin mancha ante el Padre
celestial.43

Es también un método respetuoso y comprometido. El compromiso le lleva a


gemir con gemidos inefables en el interior de cada corazón buscando su conversión
(cf Rm 8, 26); y el respeto le lleva a no violentar la libertad humana y a tener la
humildad de quien sabe esperar en el último rincón que ésta le deje hasta que quiera
acogerlo y pasearlo por todas las estancias interiores del alma.

Es, por otra parte, un método eficaz si el hombre colabora prestando su


pequeñez a la acción divina. Así lo expresa un autor espiritual contemporáneo
hablando de la experiencia de la propia vida:

En este afán siempre he contado con la complicidad del Espíritu Santo; de ese
Espíritu que no me necesita, pero que sé me tiene como instrumento para que se
cumplan aquellas palabras de Jeremías: “He aquí que yo pongo mis palabras en tu
boca... Este pueblo será como madera y el fuego lo devorará”. Sobre el fuego yo he
puesto el sello de mi sangre, unida a la de Jesús, en toda la medida que ha sido posible
a mi pequeñez humana. He entregado mi vida y veo el milagro extraordinario que se
ha producido; algo que no concierne sólo a mí, sino a una fecundidad invisible, a
pesar de tantos fracasos inmediatos.44

Queriendo profundizar algo más en el método del Espíritu Santo, podemos


acudir a una fuente rica de la Sagrada Escritura: las cartas que el Espíritu dirige a las
siete iglesias al principio del Apocalipsis. Estas Iglesias sintetizan a toda la comunidad
cristiana de entonces y a todos los individuos y comunidades que se han venido
sucediendo y continuarán existiendo a lo largo de la historia.

Por lo mismo, vale la pena ver cómo actúa allí el Espíritu Santo porque
podemos descubrir unos modos permanentes que, de otras formas y en otros tiempos y
lugares, irá empleando Dios con las almas y con las comunidades de creyentes.

El método que emplea el Espíritu Santo en estas cartas del Apocalipsis es un

43
Anónimo del siglo IV, Homilía 18, 7 - 11
44
Marcial Maciel, Cartas, 20 de diciembre de 1982, pár. 39
66

método realista. No cierra los ojos ante ninguna manifestación de la vida de los
destinatarios. Ve lo bueno y lo malo que han ido realizando y que ha dejado en el alma
sus huellas positivas o negativas.

Por ello ve las obras, trabajos, paciencia y sufrimiento por Dios de la Iglesia de
Éfeso (cf Ap 2, 2), la tribulación y la pobreza que sufre la Iglesia de Esmirna (cf Ap 2,
9), la fidelidad en mantener el nombre de Dios de la Iglesia de Pérgamo (cf Ap 2, 13),
la caridad, fe, paciencia y progresos de la Iglesia de Tiatira (cf Ap 2, 19), la fidelidad
de algunas personas de la Iglesia de Sardes (cf Ap 3, 4), la humidad de la Iglesia de
Filadelfia que tiene poco poder y ha guardado la palabra de Dios (cf Ap 3, 8). Resalta
el hecho de que el texto no menciona ningún dato positivo de la última de las Iglesias,
la de Laodicea (cf Ap 3, 14 - 22).

Pero, a un tiempo, menciona y valora que la Iglesia de Éfeso ha abandonado el


amor primero (cf Ap 2, 4), la de Pérgamo tolera el escándalo y la fornicación (cf Ap 2,
14), la de Tiatira permite actuar a una falsa profetisa que descarría a muchos (cf Ap 2,
20 - 23), la de Sardes tiene nombre de viva pero está muerta (cf Ap 3, 1). La situación
de la Iglesia de Laodicea es la más triste: su tibieza la ha cegado respecto a su propia
miseria, desdicha, indigencia y desnudez (cf Ap 3, 16 - 17).

El Espíritu Santo nos enseña aquí que sólo después de ver la situación real y
completa de las personas y de las instituciones corresponde dar pasos ulteriores, so
pena de precipitación, de ineficacia o incluso de empeoramiento de esas personas o
comunidades.

El método del Espíritu Santo es, además, concreto. A cada Iglesia marca unas
pautas determinadas que puede poner en práctica para seguir avanzando en el camino
de su fidelidad a Dios a través de la historia.

De allí que pida a la Iglesia de Éfeso que se arrepienta, practique las obras
primeras y se abra para oír el mensaje del Espíritu (cf Ap 2, 5 - 7). A la Iglesia de
Esmirna le dice que no tema por lo que va a sufrir y que sea fiel hasta la muerte (cf Ap
2, 10). A la de Pérgamo le pide que se arrepienta y tenga los oídos abiertos al Espíritu
(cf Ap 2, 16 - 17). A la de Tiatira, que persevere con la carga que lleva, recordándole
que el Señor no se la aumentará (cf Ap 2, 25). A la de Sardes, que esté alerta, se
acuerde de lo recibido y consolide lo que está para morir (cf Ap 3, 2 - 3). A la de
Filadelfia, que guarde bien lo que tiene porque el Señor viene pronto (cf Ap 3, 11).
Finalmente, a la de Laodicea, que compre al Señor oro, vestiduras y colirio; que sea
fervorosa y se arrepienta (cf Ap 3, 18 - 19).

Y es, también, un método motivador. Es consciente de que la voluntad humana


que él creó se decide a la acción sólo si descubre en ella bienes o males reales,
ventajas o desventajas concretas.
67

Por lo mismo, el Espíritu Santo propone de modo predominante bienes o


ventajas, aunque también presenta males o desventajas en algún caso, como queda
claro a continuación.

El bien principal que presenta el Espíritu Santo a las Iglesias es la salvación y


el premio eterno encerrado en diversas expresiones . En efecto, a la Iglesia de Éfeso le
promete darle a comer el árbol de la vida que está en el paraíso (cf Ap 2, 7). A la de
Esmirna, le promete la corona de la vida y no sufrir ningún daño de la muerte segunda
(cf Ap 2, 10 - 11). A la de Pérgamo le promete darle el maná escondido y una
piedrecita blanca con un nombre nuevo y secreto (cf Ap 2, 17). La de Tiatira escucha
otras dos promesas: poder sobre las naciones y la estrella de la mañana (cf Ap 2, 27 -
28). La Iglesia de Sardes tiene ante sí otras promesas divinas: una vestidura blanca, la
permanencia perpetua de su nombre en el libro de la vida, la confesión de su nombre
por parte de Dios ante el Padre y sus ángeles (cf Ap 2, 5). Por su parte, la Iglesia de
Filadelfia tiene ante sí otros premios: victoria sobre los enemigos y la tentación futura,
será columna perpetua en el templo de Dios, tendrá escrito el nombre de Dios y todos
reconocerán que Dios la ama (cf Ap 3, 9 - 12). Finalmente, la Iglesia de Laodicea
escucha también varias promesas: la cena íntima con Dios y el sentarse con él en su
trono divino (cf Ap 3, 20 - 21)

Los males que presenta en sus motivaciones el Espíritu Santo sobrevendrán a


las Iglesias si no se arrepienten y son éstos: “moveré tu candelero”, a la Iglesia de
Éfeso ( Ap 2, 5); “vendré y pelearé contra los nicolaítas”, a la de Pérgamo (Ap 2, 15);
“vendré como ladrón en hora desconocida”, a la de Sardes; “otro se llevará tu corona”,
a la de Filadelfia (Ap 3, 11).

Al final de la carta a la última Iglesia, la de Laodicea, revela el Espíritu Santo


el porqué de estas distintas motivaciones: “Yo reprendo y corrijo a los que amo” (Ap
3, 19; Pr 3, 12). Y enseguida: “Mira que estoy a la puerta y llamo” (Ap 3, 20).

El Catecismo nos ofrece una síntesis del método motivador del Espíritu Santo
que, en su acción en las almas, sabe apelar a las distintas facultades y experiencias de
la persona que busca un bien en cada de sus acciones:

En la vida cristiana, el Espíritu Santo realiza su obra movilizando el ser entero


incluidos sus dolores, temores y tristezas, como aparece en la agonía y la pasión del
Señor. Cuando se vive en Cristo, los sentimientos humanos pueden alcanzar su
consumación en la caridad y la bienaventuranza divina.

La perfección moral consiste en que el hombre no sea movido al bien sólo por
su voluntad sino también por su apetito sensible según estas palabras del salmo: "Mi
68

corazón y mi carne gritan de alegría hacia el Dios vivo" (Sl 84, 3).45

El alma creyente agradecerá al Espíritu Santo el empleo de todos los motivos


que él crea oportunos para corregir los propios errores y crecer y madurar en el amor.
Procurará abrirle la puerta del propio corazón con diligencia. No le pedirá cuentas de
las pruebas que permita. Sabrá rendirse ante los métodos divinos, consciente de que,
quien pierde su vida por Dios la gana para la vida eterna (cf Mt 10, 39).

Y sabrá estimularse en momentos de desfallecimiento con el gran premio que


le está prometido y que cada día se halla más cercano. Ansiará escuchar, sobre todo:
“Ven, siervo bueno y fiel, porque has sido fiel en lo poco te pondré al frente de lo
mucho. Entra en el gozo de tu Señor” (Mt 25, 23).

Es claro que en el presente el Espíritu Santo ya no escribe cartas así a las


Iglesias. Y aunque es libre para seguir empleando medios extraordinarios, y en
ocasiones obra así, más frecuentemente emplea otros métodos. Son las inspiraciones,
mociones, gracias actuales que va enviando a las almas y de las que hablaré más
ampliamente en un capítulo posterior. Con frecuencia todos advertimos con relativa
facilidad una invitación interior a guardar silencio sobre un error del prójimo, a entrar
a hacer una visita en una iglesia durante algún desplazamiento en la ciudad, a escribir
una carta, a hacer una llamada telefónica, a dar una limosna a un pobre, a visitar a un
enfermo, a consolar a un amigo por el fallecimiento de un ser querido...

Así se santificaron, entre otros: Agustín (354 - 430) cuando hizo caso al canto
cercano que escuchó y que le decía: “Toma y lee”; Martín de Tours (316 - 397) al dar
la mitad de su capa a un pobre que resultó ser Cristo en el camino de Amiens;
Francisco de Asís (1181 - 1227) cuando obedeció a la invitación de Dios de restaurar
su Iglesia; Maximiliano Kolbe (1893 - 1941) al secundar la invitación interior de
ofrecerse al fusilamiento en lugar de un padre de familia...

Sin apariciones extraordinarias, con los métodos más ordinarios y sencillos la


Sabiduría divina realiza su obra de la santificación en nuestras almas. Así el Espíritu
Santo fomenta virtudes, reprende defectos, suple carencias, logra la transformación de
nuestras almas, el reordenamiento de nuestras vidas, suscita nuevas iniciativas que
mantienen perennemente joven la vida de la Iglesia y benefician a toda la humanidad,
la perenne juventud de la Iglesia.

No los menospreciemos. Sería menospreciar la labor callada y amorosa del


Espíritu Santo. Más bien secundémoslos con prontitud y colaboremos con el Espíritu
Santo en la realización en nosotros de su anhelo más profundo: entrar en nuestra casa
y cenar con nosotros (cf Ap 3, 20).

45
Catecismo de la Iglesia Católica 1769 - 1770
69

10. OBSTÁCULOS Y DIFICULTADES

Parecería, por los capítulos anteriores, que la obra del Espíritu Santo en el alma
del creyente se realiza de modo sencillo y sin obstáculos ni dificultades. Pero bien
sabemos que no es así. Desde el pecado original de nuestros primeros padres la
realización del bien en nuestras vidas ha sido una meta elevada y de consecución
difícil.

Deseo por ello, en este capítulo, repasar algunos de los obstáculos y casos
difíciles que ha debido afrontar el Espíritu Santo en su acción en determinadas almas.
De este modo no nos extrañaremos de que nos cueste advertir su acción en nuestras y
dejarlo actuar con plena libertad, sin ponerle condiciones ni exigirle garantías ni
recompensas.

Los principales protagonistas en este capítulo son los apóstoles. Y las


dificultades que ellos debieron afrontar son las nuestras. Repasándolas, encontramos:

Turbación inicial, cuando advertimos su presencia en nuestras vidas y las


peticiones que nos va haciendo. Ocurre en casi todas las vocaciones de la Sagrada
Escritura: Moisés, Jeremías, la misma Virgen María, Pedro, Ananías ante la misión
que recibe de devolver la vista a Saulo. No es de extrañar: tras la clarividencia de la
intervención de Dios en la propia existencia, es normal que advirtamos más nuestra
propia indignidad y pobreza, y la incapacidad natural para corresponder a su llamada
contando exclusivamente con nuestras fuerzas y cualidades.

Miedo a la cruz, con sus distintas manifestaciones: no entienden la triple


profecía de Cristo sobre su pasión y muerte y temen preguntarle. Pedro, con buena
voluntad pero con una visión demasiado humana, intenta disuadir al Maestro de su
propósito de cumplir su misión redentora en el Calvario (cf Mc 8, 31 - 33). Lo
abandonan en Getsemaní (cf Mc 14.50). Pedro lo sigue de lejos, pero lo niega cuando
ve que puede peligrar si reconoce una relación cercana con Jesús cf Mc 14, 54. 66 -
72). Otro discípulo que también se aproxima al lugar de su pasión ha de huir desnudo
cuando ve que corre riesgo su vida (cf Mc 14. 51 - 52). Todos, después de la muerte
del Maestro, se refugian en el Cenáculo, cerrando sus puertas por temor a los judíos
(cf Jn 20, 19 ss).
70

Tendrá que venir el Espíritu Santo en Pentecostés para ayudarles a superar ese
inicial y universal miedo a la cruz. Lo hará robusteciendo su fe y transformando su
fragilidad en consistente fortaleza que será capaz de afrontar variadas dificultades que,
lejos de amilanarlos, los hace crecer en su talla humana y espiritual. Así lo refleja san
León Magno en el siguiente Sermón:

Esta fe, aumentada por la ascensión del Señor y fortalecida con el don del
Espíritu Santo, ya no se amilana por las cadenas, la cárcel, el destierro, el hambre, el
fuego, las fieras ni los refinados tormentos de los crueles perseguidores. Hombres y
mujeres, niños y frágiles doncellas han luchado, en todo el mundo, por esta fe, hasta
derramar su sangre. Esta fe ahuyenta a los demonios, aleja las enfermedades, resucita
a los muertos.46

Escasa fe en las dificultades. Recordemos a Pedro cuando se empieza a hundir


en medio de las olas de un mar embravecido (cf Mt 14, 28 - 31), o a los apóstoles que
despiertan a gritos al Señor mientras duerme pacíficamente sobre un cabezal en medio
de una tormenta (cf Mt 8, 23 - 27).

Lentitud en la comprensión del mensaje del Señor. Tienen un modo personal de


pensar y así proyectan lo que, según ellos, debe ser la vida del Maestro y su desenlace.
Por lo mismo, la pasión y muerte del Señor no entra en los planes ni en las previsiones
de los apóstoles. Su manera de discurrir es bastante terrena. Lo manifiestan cuando
Cristo les pide que se guarden de la levadura de los fariseos. Ellos entienden que les
habla del pan natural y no captan que el Señor se refiere a la doctrina de esos maestros
de la ley judía (cf Mc 8, 15 ss). Otro tanto ocurre con los dos discípulos de Emaús, a
quienes Jesús, sin darse aún a conocer, les reprende su lentitud para creer (cf Lc 28 24-
26).

Intenciones torcidas. Lo vemos en el caso de los hermanos Santiago y Juan,


que envían a su madre para que hable con el Maestro y les consiga lo que no se
atreven a pedir por sí mismos: sentarse a la derecha y a la izquierda del Señor cuando
esté en su trono (cf Mt 20, 20 - 23).

Como esa dificultad no es sólo de los apóstoles, sino de todos nosotros, mucho
bien espiritual podremos sacar meditando el siguiente capítulo del Kempis, inspirado y
concreto como siempre, sobre el corazón puro y la recta intención:

Con dos alas se levanta el hombre de las cosas terrenas, que son
sencillez y pureza. La sencillez ha de estar en la intención y la pureza en la
afición. La sencillez pone la intención en Dios; la pureza le reconoce y gusta.
Ninguna buena obra te impedirá, si interiormente estuvieres libre de todo
desordenado deseo. Si no piensas ni buscas sino el beneplácito divino y el

46
San León Magno, Sermón sobre la Ascensión del Señor 2, 1 - 4
71

provecho del prójimo, gozarás de interior libertad. Si fuese tu corazón recto,


entonces te sería toda criatura espejo de vida, y libro de santa doctrina. No hay
criatura tan baja ni pequeña, que no represente la bondad de Dios.

Si tú fueses bueno y puro en lo interior, luego verías y entenderías bien


todas las cosas sin impedimento. El corazón puro penetra al cielo y al infierno.
Cual es cada uno en lo interior, tal juzga lo de fuera. Si hay gozo en el mundo,
el hombre de puro corazón le posee. Y si en algún lugar hay tribulación y
congojas, es donde habita la mala conciencia. Así como el hierro, metido en el
fuego, pierde el orín y se pone todo resplandeciente; así el hombre que
enteramente se convierte a Dios, se desentorpece y muda en nuevo hombre. 47

Rencillas y resentimientos. A raíz del diálogo de Cristo con la madre de


Santiago y Juan y con éstos últimos, los demás discípulos se enfadan con los dos
hermanos porque se les han adelantado en algo que, presumiblemente, tenían pensado
también los demás y advertían que peligraba (cf Mt 20, 24 - 28).

Si pasamos del Evangelio a los Hechos de los Apóstoles, encontramos allí otras
dificultades que revisten también su importancia. Entre las más importantes cabe
mencionar las siguientes:

La persecución de las autoridades judías al conocer que los discípulos de Jesús,


después de la muerte de éste, predican y realizan milagros en Jerusalén (cf H 5, 17 -
42). Y advertimos que no sólo persiguen a los Apóstoles, sino también a los nuevos
seguidores del Señor, considerados como una secta que se ha desviado de la ortodoxia
judía (cf H 8, 1 ss). Es aquí donde aparece Saulo por primera vez como protagonista,
con cartas para llevar prisioneros a Jerusalén a los nuevos herejes (cf H 9, 1, ss).

La diversidad de opiniones en temas importantes de la fe y de sus exigencias


prácticas para todos los que se convertían y no eran judíos (cf H 15).

La incorrespondencia a la predicación. No bastaba con ser fieles al mensaje de


Jesús. En ese ir al mundo entero y predicar el evangelio estaba incluido también el
hecho de la incorrespondencia, tan repetida a lo largo de la historia de la Iglesia. Y
aunque Pedro, por intervención milagrosa del Espíritu Santo, logra en su primer
discurso después de Pentecostés tres mil conversiones (cf H 2, 14 - 41), Pablo fracasa
en su discurso evangelizador ante los atenienses (cf H 16, 17 - 34). Habían escuchado
con atención la cuidada intervención del apóstol de los gentiles, conocedor del griego
y formado en esa cultura, como aparece en la cita clásica que emplea en su desarrollo.
Pero cuando Pablo habla de la resurrección de los muertos, aparece el escepticismo
ateniense que se deshace del apóstol y de su mensaje diciéndole que de eso le oirían

47
Tomás de Kempis, De la Imitación de Cristo, libro 2, c. 4
72

en otra ocasión...

La oposición de los judíos a la difusión del nuevo mensaje, considerado como


una herejía del judaísmo. Por lo mismo, se encargarán en distintas ciudades de
soliviantar a los hombres y a las mujeres contra Pablo (cf, H 18, 12 - 17) de impedirles
el ingreso en las sinagogas, de darles sus escarmientos también físicos...

El intento de simonía, es decir, de comprar con dinero el poder de hacer


milagros como pretendió Simón, desvirtuando así la gratuidad y el carácter
sobrenatural de la fe y de los signos que la acompañaban (cf H 8, 18 - 24).
Las dificultades y malentendidos en el trato entre los mismos apóstoles, como
se entrevé en el caso de Saulo y Bernabé. Elegidos por el Espíritu Santo para realizar
juntos una misión, se separarán por no ponerse de acuerdo en los respectivos
acompañantes (cf H 15, 36 - 40).

Y, más profundamente, los problemas personales íntimos, -“un ángel de


Satanás”, dice Pablo-, que atormentan intensamente al apóstol y lo llevan a pedir por
tres veces a Dios que lo deje en paz (cf 2Co 12, 7 - 10). Es consciente de que no hace
el bien que quiere y de que hace el mal que no quiere (cf Rm 7, 18 - 25). Y cree, por
eso, que no le es posible continuar con la misión que le ha encomendado el Señor.

Las traiciones y abandonos de colaboradores estrechos como es el caso de


Demas (cf 2 Tm 4, 10) y Alejandro (cf 2 Tm 4, 14) , que amaron más el mundo que la
misión compartida lealmente durante algún tiempo con Pablo.

El Espíritu Santo deberá ayudar a superar estos obstáculos y otros, recordando


a los apóstoles todo lo que el Señor les había dicho. El Espíritu de la Verdad los
guiará pacientemente hasta la verdad completa, que implica reconocer y vivir la
verdad exigente y sanante del evangelio, hacer la verdad en sus propias vidas y
predicar esa verdad hasta el final.

De esta forma, los obstáculos no resultan muros insalvables, sino que son una
parte imprescindible del realismo evangélico y les sirven como rampa de lanzamiento
para alcanzar mayores alturas en su fidelidad al Señor y en la entrega a la misión por
él encomendada.

Hay, sin duda, más dificultades que aparecen en la vida de los apóstoles y en la
de los discípulos del Señor de todos los tiempos. A algunas de ellas aluden las estrofas
séptima y octava del “Veni, Sancte Spiritus”, que dicen:

“Lava lo que está manchado,


riega lo que se halla seco,
sana lo que está herido.
73

Doblega lo rígido,
calienta lo frío,
endereza lo desviado.”

El creyente puede reconocerse en alguno de estos obstáculos, o en varios al


mismo tiempo. No ha de desalentarse por ello. Es tarea del Espíritu de la Verdad, de
nuestro Guía y Abogado colaborar con nosotros en la empresa divina de nuestra
santificación y ayudarnos en la superación progresiva de las dificultades y pruebas que
debamos afrontar.

Lo importante es que vea en las contrariedades y obstáculos una parte


providencial del plan de Dios sobre su vida, haga suyas las peticiones de las estrofas
arriba citadas y ponga con constancia lo que está de su parte para triunfar en la
fidelidad a su vocación de discípulo del Señor. Los Apóstoles nos preceden y
estimulan con su ejemplo de lucha en esta tarea. Y nos ayudan desde el cielo para que
nuestro caminar hacia Dios sea siempre dirigido por el Guía divino y para que él nos
conceda la perseverancia final y sea el premio de nuestra virtud en la vida eterna,
como concluye el mismo himno “Veni, Sancte Spiritus”.

Quiero concluir este capítulo con unas atinadas reflexiones que nos deja Tomás
de Kempis sobre el provecho que debemos sacar de las dificultades y adversidades en
que el Señor permita que nos encontremos en las distintas situaciones y etapas de
nuestra vida. Mucho nos ayudará el meditarlas:

Bueno es que algunas veces nos sucedan cosas adversas, y vengan


contrariedades, porque suelen atraer al hombre a sí mismo, para que se conozca
desterrado, y no ponga su esperanza en cosa alguna del mundo.

Bueno es que padezcamos a veces contradicciones, y que sientan de nosotros


mal e imperfectamente, aunque hagamos bien y tengamos buena intención. Estas
cosas de ordinario nos ayuden a ser humildes, y nos apartan de la vanagloria.

Porque entonces mejor buscamos a Dios por testigo interior, cuando por fuera
somos despreciados de los hombres, y no nos dan crédito.

Por eso debía uno afirmarse de tal manera en Dios, que no le fuese necesario
buscar muchas consolaciones humanas.

Cuando el hombre de buena voluntad es atribulado, o tentado, o afligido con


los malos pensamientos, entonces conoce tener de Dios mayor necesidad,
experimentando que sin El no puede nada bueno.

Entonces se entristece, gime y ora a Dios por las miserias que padece.
74

Entonces le es molesta la vida larga, y desea hallar la muerte para ser desatado
de este cuerpo y estar con Cristo.

Entonces también conoce que no puede haber en el mundo perfecta seguridad


ni cumplida paz.48

11. LOS FRUTOS DE LA SIEMBRA DIVINA

Una siembra divina tan continuada y profunda en las almas de los apóstoles
produce frutos innumerables en los individuos, las familias y las sociedades.

En primer lugar, el Espíritu Santo produce y forja hombres nuevos. La prueba


principal aparece en los apóstoles después de Pentecostés. El Espíritu Santo
transforma su psicología y su alma. Advertimos en ellos una mente nueva con
criterios y juicios nuevos, un corazón nuevo asentado en el amor de Dios y de su
misión que cumplirán con heroísmo hasta su muerte, una voluntad nueva que arrostra
los sufrimientos y los trabajos de los que antes huyeron, unos sentimientos nuevos
calcados de los sentimientos de su Maestro Jesús, una entrega renovada después de la
experiencia de su propia miseria que les hizo abandonar a Cristo en Getsemaní.

También sus obras son nuevas, como sus actitudes. Se alegrarán de sufrir por el
nombre de Cristo y no desistirán de realizar su misión. Realmente, en su vida se
refleja el programa de vida que san Pablo traza para los discípulos del Señor en la
carta a los Efesios: “Dejando, pues, vuestra antigua conducta, despojados del hombre
viejo, viciado por las concupiscencias seductoras, renovaos en el espíritu de vuestra
mente y vestíos del hombre nuevo, creado según Dios en justicia y santidad
verdaderas” (Ef 4, 22 - 24). Caminan como hijos de la luz, cuyo fruto se percibe en
toda bondad, justicia y verdad, probando lo que es grato al Señor (cf Ef 5, 8 - 10).

Estos hombres nuevos abrigan nuevas aspiraciones porque el Espíritu Santo ha


resucitado y alimentado su esperanza. Advierten que estas aspiraciones no las pueden
llenar los criterios, placeres o comodidades de este mundo; que tienen una capacidad
infinita que sólo el Espíritu Santo les ha descubierto y puede satisfacer. Por ello
buscan las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios. Piensan en
las cosas de arriba, no en las de la tierra (cf Cl 3, 1- 4).

48
Tomás de Kempis, De la Imitación de Cristo, libro 1, c. 12
75

San Cirilo de Alejandría (376 - 444) comenta así este primer fruto del Espíritu
Santo en la vida y acción de los apóstoles:

Este mismo Espíritu transforma y traslada a una nueva condición de vida a los
fieles en que habita y tiene su morada. Esto puede ponerse fácilmente de manifiesto
con testimonios tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento.

Así el piadoso Samuel a Saúl: Te invadirá el Espíritu de Yahvé, y te


convertirás en otro hombre. Y San Pablo: Nosotros todos, que llevamos la cara
descubierta, reflejamos la gloria del Señor, y nos vamos transformando en su imagen
con resplandor creciente; así es como actúa el Señor, que es Espíritu.

No es difícil percibir cómo transforma el Espíritu la imagen de aquéllos en los


que habita: del amor a las cosas terrenas el Espíritu nos conduce a la esperanza de las
cosas del cielo; y de la cobardía y la timidez, a la valentía y generosa intrepidez de
espíritu. Sin duda es así como encontramos a los discípulos, animados y fortalecidos
por el Espíritu, de tal modo que no se dejaron vencer en absoluto por los ataques de
los perseguidores, sino que se adhirieron con todas sus fuerzas al amor de Cristo.49

Esta novedad de vida la aporta el Espíritu Santo con sus siete dones,
prometidos desde el Antiguo Testamento en el conocido texto del profeta Isaías: “Se
posará sobre él [el vástago de Jesé] el espíritu del Señor: espíritu de sabiduría e
inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y de temor de Dios” (Is
11, 2 - 3).

Como nos recuerda el Catecismo, los siete dones son disposiciones


permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu Santo y
completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben. 50

Todos estos dones actúan unidos en la virtud de la prudencia que se advierte en


los apóstoles después de Pentecostés. Una prudencia que es audacia pero no temeridad
y que transforma la impulsividad natural de Pedro en el sereno arrojo de quien se sabe
guiado por el Espíritu. Esta prudencia se trasluce en las palabras y en las acciones, en
los métodos de evangelización que emplean. Los mantiene atentos a las
oportunidades, cercanos al pueblo, reflexivos y sin apresuramientos en las nuevas
situaciones y en las decisiones personales o comunes, ordinarias o trascendentales.

Sabemos que la encíclica Humanae Vitae es uno de los documentos


magisteriales más importantes de Pablo VI. A propósito de esta encíclica, es conocido
lo que contó monseñor Casaroli, más tarde Secretario de Estado con Juan Pablo II.
Preguntó a Pablo VI cuándo había sentido con más fuerza la asistencia del Espíritu
49
San Cirilo de Alejandría, Comentario sobre el Evangelio de San Juan, 10
50
Cf Catecismo de la Iglesia Católica, 1830 - 1831
76

Santo y el Papa contestó sin vacilar que cuando, después de haberlo meditado mucho,
se decidió a firmar la Humanae Vitae.

Cuando el discípulo es sacerdote, bien hará en meditar las reflexiones que nos
deja el siervo de Dios Juan Pablo II en una de sus ricas Cartas a los sacerdotes.
Extraerá de ellas consignas muy valiosas para su vida espiritual y para su acción
pastoral con las almas:

Si éste es el camino hacia el que el Espíritu encauza suavemente a todo


bautizado, dispensa también una atención especial a los que han sido revestidos del
Orden sagrado para que puedan cumplir adecuadamente su exigente ministerio. Así,
con el don de la sabiduría, el Espíritu conduce al sacerdote a valorar cada cosa a la luz
del Evangelio, ayudándole a leer en los acontecimientos de su propia vida y de la
Iglesia el misterioso y amoroso designio del Padre; con el don de la inteligencia,
favorece en él una mayor profundización en la verdad revelada, impulsándolo a
proclamar con fuerza y convicción el gozoso anuncio de la salvación; con el consejo,
el Espíritu ilumina al ministro de Cristo para que sepa orientar su propia conducta
según la Providencia, sin dejarse condicionar por los juicios del mundo; con el don de
la fortaleza lo sostiene en las dificultades del ministerio, infundiéndole la necesaria «
parresía » en el anuncio del Evangelio (cf H 4, 29.31); con el don de la ciencia, lo
dispone a comprender y aceptar la relación, a veces misteriosa, de las causas segundas
con la causa primera en la realidad cósmica; con el don de piedad, reaviva en él la
relación de unión íntima con Dios y la actitud de abandono confiado en su
providencia; finalmente, con el temor de Dios, el último en la jerarquía de los dones,
el Espíritu consolida en el sacerdote la conciencia de la propia fragilidad humana y
del papel indispensable de la gracia divina, puesto que « ni el que planta es algo, ni el
que riega, sino Dios que hace crecer » (1 Co 3,7).

En algunos casos el Espíritu Santo enriquece a sus discípulos y a las


comunidades con gracias especiales o carismas. Se trata de dones particulares para
bien del individuo y, sobre todo, de la Iglesia, como nos lo recuerda el Catecismo.51
Así, de tiempo en tiempo, aparecen en el Pueblo de Dios y en la historia de la
humanidad los fundadores de órdenes y congregaciones religiosas, de movimientos y
asociaciones de laicos que aportan con una novedad contagiosa esos carismas con los
que iluminan y rejuvenecen la vida de la Iglesia.

El papa Alejandro IV, en una carta sobre san Francisco y santa Clara de Asís,
describe la oportunidad con que actúa de este modo el Espíritu Santo:

Como si el mundo envejecido estuviera oprimido por el peso de los años, se


había nublado la visión de la fe, se había hecho incierta y oscilante la conducta de
vida... Y Dios, que ama a los hombres, desde lo secreto de su misericodia proveyó a
suscitar en la Iglesia nuevas órdenes religiosas, dando por su medio un apoyo a la fe

51
Catecismo de la Iglesia Católica, 799 - 800
77

así como una norma para reformar las costumbres. No dudaría en llamar a los nuevos
fundadores, con sus verdaderos seguidores, luz del mundo, indicadores del camino,
maestros de vida.52

La novedad de vida aparece también en los frutos del Espíritu en sus almas y
en sus vidas. Son “perfecciones que forma en nosotros el Espíritu Santo como
primicias de la gloria eterna”, según nos recuerda el Catecismo.53 San Pablo los
sintetiza cuando escribe, hacia el final de su carta a los Gálatas, como quien tiene
experiencia vivida de los mismos: “El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz,
paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza” (Ga 5, 22 - 23).
Otro fruto de la acción del Espíritu Santo en las almas es la penetración
progresiva de la verdad revelada. Cristo había prometido a los apóstoles un Guía que
los conduciría “hasta la verdad completa” (Jn 16, 13). Sin duda, después de la
Ascensión, les quedaban muchos puntos algo oscuros de la doctrina y vida del Señor,
no porque él no se los hubiera explicado -incluso detalladamente y a ellos solos en
ocasiones- sino porque ellos no lo podían comprender de momento (cf Jn 16, 12).

La venida del Espíritu Santo, “Espíritu de la Verdad”, que se posa sobre cada
uno de ellos en forma de lenguas de fuego expresa de este modo la cercanía accesible
de la Verdad divina que está ahora más al alcance de los apóstoles.

Comprenderán, así, el sentido de la cruz en la vida del Señor y en la propia


vida. Sabrán encajar las páginas en las que Cristo les profetizó por varias veces su
Pasión y su Muerte. Captarán cada uno de los gestos y de las palabras del Maestro que
sufre en Getsemaní y en cada uno de los pasos siguientes hasta entregar su vida
libremente en el Calvario, aunque en su momento hayan tenido la debilidad que los
indujo a abandonarlo.

Verán en la cruz ya no una maldición, una mala suerte, un infortunio, sino un


don precioso y vivificante, como escribió san Teodoro estudita (759 - 826), una
experiencia espiritual muy elevada:

¡Oh don preciosísimo de la cruz! ¡Qué aspecto tiene más esplendoroso! No


contiene, como el árbol del paraíso, el bien y el mal entremezclados, sino que en él
todo es hermoso y atractivo tanto para la vista como para el paladar.

Es un árbol que engendra la vida, sin ocasionar la muerte; que ilumina sin
producir sombras; que introduce en el paraíso, sin expulsar a nadie de él; es un
madero al que Cristo subió, como rey que monta en su cuadriga, para derrotar al
diablo que detentaba el poder de la muerte, y librar al género humano de la esclavitud
a que la tenía sometido el diablo.

52
Fonti francescane, II, Asís 1977, pp. 2391 - 1393 passim
53
Catecismo de la Iglesia Católica, 1832
78

Este madero, en el que el Señor, cual valiente luchador en el combate, fue


herido en sus divinas manos, pies y costados, curó las huellas del pecado y las heridas
que el pernicioso dragón había infligido a nuestra naturaleza.

Si al principio un madero nos trajo la muerte, ahora otro madero nos da la


vida: entonces fuimos seducidos por el árbol: ahora por el árbol ahuyentamos la
antigua serpiente. Nuevos e inesperados cambios: en lugar de la muerte alcanzamos la
vida; en lugar de la corrupción, la incorrupción; en lugar del deshonor, la gloria.54

Esa misma penetración progresiva de la verdad revelada los llevará a


comprender y a aplicar a Cristo distintos pasajes del Antiguo Testamento, como
advertimos en el primer discurso de Pedro después de Pentecostés (cf H 2, 14 - 41).
Por ello también saldrán de Palestina para evangelizar a todas las naciones, pues “la
Promesa es para vosotros [judíos] y para vuestros hijos, y para cuantos están lejos,
para cuantos llame el Señor, Dios nuestro” (H 2, 39). Y los inducirá a decidir
acertadamente en el Concilio de Jerusalén que los conversos de fuera del judaísmo no
debían circuncidarse, ya que el vino nuevo ha de echarse en odres nuevos (cf Lc 5,
38).

Otro fruto del Espíritu Santo en las almas de los apóstoles, derivado del
anterior, es su fidelidad al mensaje del Señor. Lo que transmiten no es producto de su
cosecha personal, ni de la genialidad de sus elucubraciones, ni del ambiente -siempre
cambiante- en que se mueven. Los temores de los apóstoles no recortan el mensaje ni
sus prejuicios o limitaciones lo desfiguran.

En esta tarea el Espíritu Santo realiza lo que Cristo había prometido sobre su
misión: enseñar y recordar todo lo que el Señor les había dicho (cf Jn 14, 25). No
había que añadir ni quitar una sola tilde del mensaje evangélico. Gracias a ellos
podemos contar con ese mensaje íntegro: con las bienaventuranzas y las parábolas, los
hechos y los milagros, las páginas agradables a la naturaleza humana y las que la
contrarían.

Al disponer de varias versiones de la vida del Maestro y de las distintas cartas


apostólicas, podemos confiar en que nada esencial y ningún detalle importante se han
perdido: el Espíritu Santo recordó a los apóstoles todo lo que el Señor les había dicho
(cf Jn 14, 25). No callaron las páginas sobre la cruz que en la vida pública del Señor
no habían comprendido, ni las profecías sobre el fin del mundo que escucharon de sus
labios. Y no exageraron ni menospreciaron ninguna de las enseñanzas del Maestro.

Ven en el mensaje del Señor un tesoro que Pedro, Juan, Santiago y Pablo
defienden en sus cartas contra los falsos pastores activos entonces y en las distintas

54
San Teodoro Estudita, Sermón en la adoración de la Cruz
79

épocas de la historia de la Iglesia. Les debemos, así, una gratitud infinita.

Esta transmisión fiel del mensaje del Señor constituye el tesoro que ellos
descubren y confían a la Iglesia y constituye el depósito de la fe que han legado a los
creyentes de todos los tiempos. Por ello, san Pablo podrá resumir su vida diciendo
hacia el final de la misma lo que sin duda suscribirían todos los demás apóstoles: “He
combatido el buen combate, he corrido la carrera, he conservado la fe” (2 Tm 4, 7).

Un fruto más de la acción del Espíritu Santo es el reconocimiento de la misión


de María y su presencia benéfica en el colegio apostólico.

Durante la vida pública del Señor la habían conocido como Madre del Maestro
y así la habían respetado mostrándole su gratitud y reconocimiento. Muerto su Hijo, la
Madre acompaña a los apóstoles en el Cenáculo porque ha recibido otra misión que
sólo escucharon ella y Juan: “He ahí a tu Hijo. He ahí a tu Madre.” (Cf Jn 19, 26 - 27).
Desde ese momento y sobre todo después de Pentecostés captan los apóstoles
que en María el Señor les dejó el regalo más precioso que tenía en la tierra y cada uno
la considera en adelante como su Madre. Así ha actuado ella desde que los acompaña
en el Cenáculo.

No los ha reprendido por su pasada cobardía, no les ha echado en cara su


debilidad en la prueba suprema. Antes bien, como buena Madre, los ha alentado y se
ha convertido en el alma y sostén del colegio apostólico. Los ha edificado con su
testimonio de fidelidad y con su palabra maternal que sabe callar errores, alentar, abrir
el corazón a la esperanza, reavivar el fuego del entusiasmo en el seguimiento de
Jesús.

En ese ambiente de continuada intimidad les habrá abierto algunas páginas


íntimas de su experiencia de Dios como lo ocurrido en la Anunciación, el viaje a
Belén, el nacimiento de Cristo, la vida oculta. Gracias a esta comunicación de María
contamos con las páginas de los evangelios sinópticos que narran para todos los
creyentes esos acontecimientos de la vida de Jesús desde la perspectiva de su Madre.
Y conocemos también las actitudes interiores con que ella las vivió, la resonancia
interior que produjeron en su alma y los frutos espirituales que produjo la acción de
Dios en su vida.

Los apóstoles descubren ahora en ella, después del testimonio del Maestro, a la
Hija que cumple la voluntad del Padre, hallan en María el mejor modelo de fe en Dios,
de sabiduría divina que conoce las tácticas de Dios: “Derribó a los potentados de sus
tronos y exaltó a los humildes” (Lc 1, 52). Admiran su confianza en amorosa
Providencia divina, el amor fiel y delicado al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo; su
sumisión humilde y fiel a la Voluntad de Dios: “Aquí está la esclava del Señor: hágase
en mí según tu palabra” (Lc 1, 38).
80

Acompañará a los apóstoles en las siguientes páginas de la historia de la Iglesia


recién fundada por su Hijo. Será su confidente y su consoladora. Constituirá para ellos
una fuente inagotable de sencillez, de paz, de clarividencia sobrenatural y de fortaleza
que tanto necesitarán en las difíciles pruebas que han de afrontar al ir por todo el
mundo y predicar el evangelio.

Además, el Espíritu Santo lleva a las almas de los apóstoles por un camino de
progreso espiritual. Cercanos a María y abiertos a las inspiraciones y a las luces
divinas, los apóstoles van avanzando en su experiencia de Cristo.

Su fe va siendo más inmediata, sencilla, total. No prescinde de las experiencias


negativas que otros pueden causarles ni de los temores que humanamente pueden
sentir ante la misión, pero saben someter unas y otros a la luz y a la criba amorosa de
la Palabra y de la Voluntad de Dios.

Su confianza es más real y total. Ahora más que antes, como dijo Pedro en la
primera pesca milagrosa, lanzan sus redes en el mar del mundo “en tu nombre” (Lc 5,
5). No trabajan basados primeramente en la propia experiencia, en las cualidades
humanas con que el Señor los dotó, en las influencias que van adquiriendo en los
nuevos ambientes, en la edad... Su fuerza les viene del poder de la gracia, de la certeza
alimentada cada día de la compañía y del poder de Dios.

Su amor es más práctico. Los lleva en la práctica a “lanzar las redes” (Lc 5, 5)
diariamente en la parte del mar en que están faenando. Y este amor se manifiesta en
una obediencia más sencilla al Señor, en una entrega intensa e ininterrumpida, en un
trabajo que los saca de sí mismos para dar lo mejor que ellos tienen -la fe en Cristo- a
las personas y a los grupos humanos que van evangelizando. Aman a Dios y a los
demás con su oración y con su sacrificio. Y les demuestran el amor con el testimonio
de una vida que busca ser fiel reflejo de la de su Señor, con la palabra que extraen
cada día de su experiencia del Maestro, con la acción que consideran en cada
momento más oportuna.

Un fruto ulterior de la acción del Espíritu Santo es la fecundidad incesante en


los corazones y en la historia de la Iglesia y de la humanidad.

Este fruto es patente en el número de conversiones tras el primer discurso de


Pedro el día de Pentecostés: tres mil almas. Y lo es también en la fundación ágil de
múltiples comunidades cristianas en Palestina y en tantas ciudades griegas o de
cultura helenística: Antioquía, donde por primera vez llaman cristianos a los
seguidores de Jesús; Atenas y Roma, los principales focos del poder cultural , político
y económico de la época. Y por citar otras ciudades, las destinatarias de las siete
cartas del inicio del Apocalipsis: Éfeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardes, Filadelfia
81

y Laodicea.

Esta fecundidad incesante el Espíritu Santo es manifestación de la plenitud


divina por la que él se convierte en alma de la Iglesia naciente, infunde el
conocimiento de Dios en las almas, congrega en una misma fe a todos los creyentes,
sigue vivificando la Iglesia e inspira a todos los hombres que buscan el Reino de
Dios.55

Juan XXIII comenta así este fruto en una página de su Diario escrita en el
segundo año de su corto pontificado:

“El Espíritu Santo es la vida de la Iglesia, que no envejece nunca. Hace


germinar una primavera que no conoce el invierno y en medio de las penas y de
las adversidades realiza y prepara una victoria indefectible y segura” 56

Con el paso de los siglos esta fecundidad se manifestó primero en las distintas
regiones de Europa y del norte de África, pasó a mediados del segundo milenio a
América, y se ha extendido después por Asia y para llegar por último a Oceanía.

En muchos de estos lugares el Espíritu ha ido suscitando nuevos carismas que,


-como órdenes, congregaciones religiosas o movimientos- van dilatando a la Iglesia y
aportando a la humanidad algo de las “insondables riquezas de Cristo” (Ef 3, 8).

Ésta es una realidad muy querida por Benedicto XVI, como nos lo manifiesta
en el siguiente pasaje de una homilía reciente:

Si repasamos la historia, si contemplamos esta asamblea reunida en la plaza de


San Pedro, nos damos cuenta de que él suscita siempre nuevos dones. Vemos cuán
diversos son los órganos que crea y cómo él actúa corporalmente siempre de nuevo.
Pero en él la multiplicidad y la unidad van juntas. Él sopla donde quiere. Lo hace de
modo inesperado, en lugares inesperados y en formas nunca antes imaginadas. Y ¡con
cuánta multiformidad y corporeidad lo hace!

Y también es precisamente aquí donde la multiformidad y la unidad son


inseparables entre sí. Él quiere vuestra multiformidad y os quiere para el único
cuerpo, en la unión con los órdenes duraderos —las junturas— de la Iglesia, con los
sucesores de los Apóstoles y con el Sucesor de san Pedro. No nos evita el esfuerzo de
aprender el modo de relacionarnos mutuamente; pero nos demuestra también que él
actúa con miras al único cuerpo y a la unidad del único cuerpo. Sólo así precisamente
la unidad logra su fuerza y su belleza.57

55
Cf Prefacio de la misa de Pentecostés
56
JUAN XXIII, Diario del alma, 24 de septiembre de 1959
57
Benedicto XVI, Homilía en las Vísperas en la Vigilia de Pentecostés, 3 de junio de
2006
82
83

12. NUESTRA TAREA

Es posible que en la lectura de los capítulos anteriores se haya encendido en


nuestro interior el deseo de contar más en nuestra vida con el Espíritu Santo y de
colaborar más con este Formador divino. Aunque en distintos lugares he ido dejando
algunas sugerencias, quiero exponer de modo sintético cuál es nuestra tarea para que
la labor silenciosa del Dulce Huésped del alma alcance la meta que él le marca.

La primera reflexión que propongo es que se trata, precisamente, de una ascesis


diaria, de un ejercicio constante de distintas virtudes y actitudes. No basta desear vaga
y esporádicamente ser mejores amigos del Espíritu Santo para alcanzar este objetivo.
Más bien hemos de esforzarnos constantemente en el más noble trabajo de toda
nuestra vida. Así es como vivimos en la práctica aquella consigna evangélica: “El
Reino de los cielos padece violencia, y sólo los esforzados lo alcanzan” (Mt 11, 12).

San Juan de la Cruz, que vivió sólo cuarenta y nueve años y alcanzó muy
elevadas cimas de vida espiritual, aconseja a este respecto lo siguiente al alma que
desea llegar a intimar con el Espíritu Santo:

El alma que quiere llegar en breve al santo recogimiento, silencio espiritual,


desnudez y pobreza de espíritu, donde se goza el pacífico refrigerio del Espíritu
Santo, y se alcanza unidad con Dios, y librarse de los impedimentos de toda criatura
de este mundo, y defenderse de las astucias y engaños del demonio, y libertarse de sí
mismo, tiene necesidad de ejercitar los documentos siguientes, advirtiendo que todos
los daños que el alma recibe nacen de los enemigos ya dichos, que son: mundo,
demonio y carne.58

Para que esta ascesis diaria discurra por cauces fecundos, se hace necesaria la
atención a las inspiraciones del Espíritu Santo. El dulce Huésped del alma nunca está
inactivo. San Pablo nos recuerda que actúa en nuestros corazones derramando el amor
de Dios. El modo más común de su actuación son sus inspiraciones. Al respecto, nos
enseña el texto de san Francisco de Sales:

Llamamos inspiraciones a todos los atractivos, movimientos, reproches y


remordimientos interiores, luces y conocimientos que Dios obra en nosotros,
previniendo nuestro corazón con sus bendiciones (Sl 20, 4), por su cuidado y amor
paternal, a fin de despertarnos, movernos, empujarnos y atraernos a las santas
virtudes, al amor celestial, a las buenas resoluciones; en una palabra, a todo cuanto

58
San Juan de la Cruz, Cautelas, 1
84

nos encamina a nuestra vida eterna.59

Estas inspiraciones nos pueden venir en la oración, a través de una lectura, del
testimonio de una persona cercana (el marido, la esposa, un hijo, un amigo, un
formador...). Normalmente son interiores, silenciosas y exquisitamente respetuosas de
nuestra libertad, como lo es siempre Dios en su relación con el hombre. Nos aclaran,
motivan o refuerzan la voluntad de Dios en nuestras vidas. Nos afianzan en nuestros
hábitos virtuosos y en los buenos propósitos. Nos impulsan a la realización de una
buena obra concreta. Refuerzan la pureza de intención de nuestros actos. Así podemos
diferenciar las inspiraciones divinas de lo que es un mero sentimiento, un acto de
egoísmo, un deseo meramente humano de grandeza...

Por ser una voz tenue, puede captar los mensajes del Espíritu Santo sólo el
alma que está atenta a su interior, es decir, que tiende hacia el centro de sí misma. Esta
atención está hecha de silencio interior y exterior, que crea el mejor ambiente para
escuchar la voz del Espíritu Santo. Es esta atención silenciosa la que nos permite
apagar otras ‘emisoras’ de mensajes que nos pueden distraer de lo esencial, como son
nuestros sentimientos, preocupaciones, prejuicios, temores, actividades propias y
opiniones ajenas que nos apartan de lo esencial.

Se trata de discernir, de distinguir entre muchas la voz del Espíritu Santo y de


darle el primer lugar que le corresponde. Para ello nos aconseja santa Edith Stein:

El auténtico discernimiento es sobrenatural y se halla sólo donde reina el


Espíritu Santo, donde hay un alma que, en la entrega total, libre de impedimentos en
su impulso, atiende a la voz suave del dulce Huésped y observa su rostro. 60

Hemos de procurar que nuestra atención al Espíritu Santo sea ágil como la del
adolescente Samuel que, cuando sabe que Dios lo llama, dice de inmediato: “Habla,
Señor, que tu siervo te escucha” (1 Sm 3, 9) , superando nuestra natural tendencia a
hacer caso a propuestas más cómodas y prácticas, más tangibles y ventajosas según
nuestro reducido modo de ver.

Si nuestra atención es sincera y constante, pasaremos con agilidad e interés a


otro nivel en nuestra relación con el Espíritu Santo: el conocimiento.

Se trata de un conocimiento más experiencial y cordial que intelectual o


académico. Es el conocimiento que va surgiendo entre dos personas que empiezan a
relacionarse y a interesarse una por la otra. Más aún, es el conocimiento que el
hombre quiere tener de ese Dios interior que habita en su corazón y que desde allí

59
S. FRANCISCO DE SALES, Introducción a la vida devota, II, 18
60
SOR BENEDICTA TERESA DE LA CRUZ, Antología de pensamientos, n. 209
85

actúa constantemente buscando el bien de cada alma.

Este conocimiento interior es, en primer lugar, un don de Dios que hay que
suplicar diariamente al Espíritu Santo en la oración, y que hay que enriquecer
contemplando la acción del Consolador en la vida de Cristo según los evangelios. Y
es, también, resultado de un esfuerzo personal mediante la asidua meditación de los
dones del Espíritu Santo y de los dos himnos litúrgicos más conocidos sobre él: el
“Veni Creator” y el “Veni, Sancte Spiritus”. Conviene que sea una meditación
periódica, pausada, cordial, profunda, para que poco a poco nos vayan penetrando con
su luz las verdades y experiencias espirituales encerradas en esas dos fuentes clásicas
de la piedad cristiana.

Así iremos captando y comprendiendo mejor sus gemidos interiores inefables


que buscan orientarnos en la vida, acercarnos a él, llenarnos de sus dones y de sus
frutos. Ayuda también el estudio de la acción del Espíritu Santo en cada alma, en la
Iglesia, en la sociedad y en la humanidad.

Juan Pablo II, gran devoto del Espíritu Santo desde su juventud, nos deja el
siguiente testimonio del influjo del Consolador sobre su alma que se abría a la acción
de Dios también mediante el estudio y convertía así esta actividad en una escuela de
transformación interior progresiva:

El estudio, para ser auténticamente formativo, tiene necesidad de estar


acompañado siempre por la oración, la meditación, la súplica de los dones del Espíritu
Santo: la sabiduría, la inteligencia, el consejo, la fortaleza, la ciencia, la piedad y el
temor de Dios. Santo Tomás de Aquino explica cómo, con los dones del Espíritu
Santo, todo el organismo espiritual del hombre se hace sensible a la luz de Dios, a la
luz del conocimiento y también a la inspiración del amor. La súplica de los dones del
Espíritu Santo me ha acompañado desde mi juventud y a ella sigo siendo fiel hasta
ahora.61

La atención aquí sugerida nos lleva a un conocimiento interior del Espíritu


Santo. No es una atención predominantemente intelectual como la que puedo prestar
en una clase o en una película emocionante. Es mucho más completa. Se trata de una
atención amorosa. En ésta el interés es mucho más profundo que en los demás tipos
de atención humana porque tiende a la identificación con el Amigo.

Si lo alimentamos debidamente, este conocimiento llega a convertirse un una


auténtica amistad con el Espíritu Santo. Es el “dulce Huésped del alma”, como
decimos en el himno “Veni, Sancte Spiritus”. Ha llegado allí desde nuestro bautismo,
es nuestro mejor Amigo, nos quiere tratar de ese modo y nos lo irá manifestando a
medida que nosotros busquemos también cultivar esa amistad.

61
JUAN PABLO II, Don y misterio, BAC, Madrid 1996, p. 109
86

Esta amistad es una experiencia que no se puede describir con palabras y que
tiene sus requisitos. No se logra sólo con desearla y quererla teóricamente; y exige un
saber escuchar y un actuar fielmente, cueste lo que cueste, según le agrade al dulce
“Huésped del alma”.62

Implica un ejercicio constante de la virtudes de la fe, la esperanza y la caridad y


un ofrecerle la propia vida como la materia humana que él puede y quiere elevar
progresivamente hasta la altura de la edad de la plenitud de Cristo.

Esa amistad irá manifestándose en un cordial diálogo con el Espíritu Santo e


irá creciendo y transformándose en un auténtico amor al Espíritu Santo. Un diálogo
frecuente, íntimo, sabroso con quien sabemos que mejor nos conoce y está más
interesado en ayudarnos. Y un amor a quien sabemos que es nuestro mejor Amigo y
más nos ama. Un amor personal a quien ha recibido de Jesús la misión de
“conducirnos hasta la verdad completa” (Jn 16, 13).

Este diálogo amoroso nos hará descubrirlo y experimentarlo íntimamente como


el Dulce Huésped de nuestra alma, el Amigo de los pobres, el Consolador de los
tristes, el Artífice de nuestra santidad, el Guía insobornable en nuestro peregrinar
hacia la patria celeste. Iremos captando mejor cuánto hace en su esfuerzo por dirigir
nuestros pasos por las sendas del bien y de la virtud, por infundirnos fortaleza y
entusiasmo en nuestras acciones. Apreciaremos también su alegría por nuestra
fidelidad y nuestro progreso y su llanto cuando advierte que menospreciamos sus
inspiraciones.

Como nos enseña Benedicto XVI comentando la acción del Espíritu Santo en
san Pablo, en este diálogo experimentaremos que “no existe una oración verdadera sin
la presencia del Espíritu Santo, [...] que es como el alma de nuestra alma, la parte más
secreta de nuestro ser, desde donde se eleva a Dios incesantemente una oración.”63

Este diálogo revela una relación de amor creciente que nos irá convirtiendo en
personas espiritualmente más sencillas y, por lo mismo, más dóciles, que no pretenden
fijarle pistas sino secundar sus más leves inspiraciones. En él lo escucharemos y le
hablaremos, pediremos y nos dará, nos pedirá y le daremos de un modo cada vez más
delicado y ágil. Haremos la experiencia más profunda de Dios, nos enriqueceremos
con las más decisivas lecciones divinas sobre nuestras vidas, la vida de la Iglesia, el
desarrollo de la historia de la humanidad. Y algún día podremos captar la verdad de un
autor de nuestra época que escribe sobre esta experiencia:

En los coloquios que de día y de noche se sostienen con Él es donde se va


62
Cf MARCIAL MACIEL, Cartas, 3 de mayo de 1986, nn. 25 y 26
63
BENEDICTO XVI, Audiencia general del 15 de noviembre de 2006
87

aprendiendo el verdadero sentido del tiempo y la eternidad, de la fidelidad en el amor,


de la vanidad de todas las cosas que no sean Dios y de la relatividad de cuanto nos
ocurre en el trato con las creaturas. Él nos enseña a amar, nos enseña a perdonar, nos
enseña a olvidar las pequeñas injurias; a buscar y hacer el bien sin esperar
recompensa; a confiar en Dios y a amarle sobre todas las cosas.

También nos sitúa en una perspectiva capaz de contemplar todo el devenir del
mundo, con la relatividad que encierra el tiempo frente a la eternidad y con la
serenidad de quien se sabe un pobre peregrino en el tiempo hacia la posesión eterna
de Dios.64

Si queremos progresar en este campo, a la atención amorosa y al diálogo en


nuestras relaciones con el Espíritu Santo hay que añadir de modo muy principal en la
vida otra actitud: la colaboración. De poco nos sirve estar atentos para identificar la
voz del Espíritu Santo en nuestra alma; de poco nos sirve dialogar con él e incluso
aprender al contacto con él verdades importantes de la vida si luego no colaboramos
con él.

Es necesario fomentar una actitud de colaboración pronta, generosa, delicada.


Ella nos llevará a dar al Espíritu Santo su lugar de principal protagonista de nuestra
santidad y del apostolado. Y nos inducirá a convertirnos y a actuar habitualmente
como amigos suyos, con madurez y responsabilidad, conscientes de nuestro papel. No
somos los principales protagonistas, pero sí debemos actuar. De este modo no caemos
en un quietismo que se cruza de brazos en espera de que el Espíritu Santo lo realice
todo en nosotros. Somos, si lo entendemos bien, personas que saben prestarse a modo
de instrumentos libres, pero secundarios y dóciles en sus manos. Aplicamos la verdad
de la segunda parte de aquella conocida sentencia: “A Dios rogando y con el mazo
dando”.

En el fondo, se trata de adoptar una actitud de disponibilidad a cuanto nos vaya


iluminando, sugiriendo o pidiendo. Y una disponibilidad como la del adolescente
Samuel, quien dijo: “Habla, Señor, porque tu siervo escucha.” (1 Sm 3, 9). O, mejor
aún, como la de María cuando pronunció la frase que más debió alegrar el corazón de
Dios en toda la historia de la humanidad: “Aquí está la servidora del Señor: hágase en
mí según tu palabra” (Lc 1, 38).

Retrasan esta colaboración nuestras incorrespondencias, siempre posibles en


esta vida terrena sobre todo cuando no vivimos unidos habitualmente a Dios y no
prestamos oído a sus inspiraciones. Un autor espiritual de renombre, Garrigou-
Lagrange, desentraña la seriedad de estas incorrespondencias en el siguiente
fragmento de su obra clásica de espiritualidad:

64
MARCIAL MACIEL, Cartas, 3 de mayo de 1986, nn. 26 - 27
88

¡Qué desgracia tan grande, que permanezcamos insensibles a las divinas


inspiraciones! Lo cierto es que no las tenemos en gran estima; preferimos los talentos
naturales, los empleos honrosos, la estima de los hombres, y nuestras menudas
comodidades y satisfacciones. ¡Terrible ilusión, de la que muchos no se desengañan
sino a la hora de la muerte!
De modo que prácticamente privamos al Espíritu Santo de la dirección de
nuestra alma; y a pesar de que la porción más elevada de ésta no fue creada sino para
Dios, nosotros colocamos a las criaturas en su lugar, con grave perjuicio para ella; en
vez de dilatarla y engrandecerla hasta el infinito, por la presencia de Dios, la vamos
empequeñeciendo haciendo que se ocupe en los miserables objetos de la nada. Por eso
nunca acabamos de llegar a la perfección.65

Las incorrespondencias se vencen con una actitud de fidelidad a las


inspiraciones del Espíritu Santo. Y de una fidelidad ágil, delicada, constante como la
que se construye día tras día entre dos buenos esposos o entre dos amigos que
compiten por ser siempre para el otro quien mejor conoce sus deseos y con más gusto
y precisión secunda su voluntad.

Esta colaboración implica también estar unido a él y depender de él, sobre todo
en decisiones y pasos importantes de nuestra vida como pueden ser la opción por el
matrimonio o la vida consagrada, la elección de carrera, la elección de la persona con
la que deseo compartir toda mi vida... En ocasiones de esta naturaleza y en otras de
mayor o menor trascendencia convendrá consultar a personas de confianza y más
experimentadas en la vida espiritual, como puede ser una alma consagrada, un
sacerdote amigo, el confesor o el director espiritual. Así nos liberaremos del
subjetivismo, de la precipitación superficial y del fácil error, pues nadie es buen juez
en su propia causa.

Esta colaboración nos aportará el principal fruto que buscamos en nuestra tarea
y en nuestras relaciones con el Espíritu Santo: la transformación interior. Iremos
asimilando progresivamente las virtudes que él nos inspira, las actitudes que nos
sugiere, los hábitos que nos inculca.

Así, el Espíritu Santo es el encargado de cambiar a nuestro “hombre viejo” en


el “hombre nuevo”. Y éste no es un ser que se transforma en ángel. Divinizado por la
acción del Espíritu Santo, permanece totalmente hombre y conserva lo mejor de su
humanidad. Esta transformación interior reviste al hombre de un espíritu nuevo. Late
en él un corazón nuevo, brotan de él un amor, unas pasiones y unos sentimientos
nuevos. Juzga con criterios nuevos que superan los prejuicios, apasionamientos,
impresiones superficiales...

Para lograr esta transformación interior procuraremos, en primer lugar, no

65
GARRIGOU - LAGRANGE R., O.P., Las tres edades de la vida interior, p. 459
89

contristar al Espíritu Santo que habita en nosotros (cf Ef 4, 30). Dejaremos de ser
personas engreídas, autosuficientes, esclavas de su comodidad y de sus caprichos,
veleidosas, incoherentes. Superaremos nuestros temores y nuestros complejos. No nos
vencerá nuestro egoísmo en sus diversas versiones: infidelidad, respeto humano,
sentimentalismo, inconstancia, superficialidad...

Tomaremos cada vez más en serio la consigna de san Pablo: “Ésta es la


voluntad de Dios: vuestra santificación” (1 Ts 4, 3). Y nosotros mismos nos
admiraremos de los cambios interiores y exteriores que se van operando en nuestro
modo de pensar, de juzgar, de querer, de hablar, de callar... Entraremos en la virtuosa
dinámica que envolvió cada vez más la vida de san Pablo cuando escribió: “Vivo yo,
pero ya no soy yo: es Cristo quien vive en mí” (Ga 2, 20).

Será verdad en nuestra vida la afirmación paulina de que somos templos del
Espíritu Santo (1 Co 3, 16; 6, 19). Y la tomaremos como una vocación y una misión
personal. Así, como templos de él, estaremos siempre abiertos a su acción, nos
dejaremos habitar por él con su gracia santificante, nos mantendremos ordenados y
limpios, nos adornaremos para él con las distintas virtudes, seremos para los demás
una invitación al recogimiento...

Con nuestra transformación vendrán los frutos de la presencia del Espíritu


Santo en nuestras almas. Aparecerá el amor cristiano, la alegría brillará en nuestras
obras, la paz inundará nuestro corazón, la paciencia será un hábito en nuestro obrar,
trataremos a todos afabilidad y bondad, actuaremos ante Dios y ante los demás con
fidelidad, mansedumbre y templanza” (cf Ga 5, 22 - 23).

Un autor espiritual del siglo XX describe así la meta a la que conduce a las
almas el gobierno transformante del Espíritu Santo:

El objeto a que debemos aspirar, después de habernos ejercitado largo tiempo


en la pureza del corazón, es estar de tal manera poseídos y gobernados por el Espíritu
Santo, que él solo dirija nuestras potencias y sentidos, regule todos nuestros
movimientos interiores y exteriores, y en él nos abandonemos enteramente por la
renuncia espiritual de nuestra voluntad y propias satisfacciones. Así no viviremos ya
en nosotros mismos, sino en Jesucristo, mediante la fiel correspondencia a las
operaciones de su divino Espíritu, y el sometimiento de todas nuestras rebeldías al
poder de la gracia.66

El último paso en nuestra tarea es la difusión de esta amistad y de sus dones. Si,
según el espíritu de un adagio latino, el amor tiende a difundirse por sí mismo, tal
verdad es mucho mayor tratándose del Espíritu Santo, el Amor con mayúscula.
Cuando el alma va experimentando los frutos del trato íntimo con el Consolador

66
Lallemant, S.I., La Doctrine Spirituelle, IV p., c. 1, a. 3
90

interior, advierte que es un don tan sublime y tan práctico, que no puede represarlo en
su corazón.

Ha de darle salida generosa y constante entre todas las personas que frecuenta y
en todas las actividades que realiza. Y lo hará con presteza, como María en su visita a
su prima Isabel. Actuará con la audacia que vemos en Pedro la mañana misma de
Pentecostés, cuando sale del Cenáculo poseído por el reciente fuego del Espíritu Santo
a predicar el Evangelio a todas las gentes, empezando por Jerusalén.

Su acción iluminará con la luz sobrenatural de la fe el ambiente en que vive y


las tareas que emprende, caldeará los corazones de quienes ven y escuchan al amigo
del Espíritu Santo, moverá las voluntades, apaciguará y encauzará las pasiones, dará
consejos prudentes, ayudará a discernir en decisiones difíciles.

De este mismo paso procede el espíritu misionero que infunde el Espíritu Santo
en el alma y que expresa así Benedicto XVI:

Su presencia [del Espíritu Santo] se demuestra finalmente también en el


impulso misionero. Quien ha encontrado algo verdadero, hermoso y bueno en su vida
—el único auténtico tesoro, la perla preciosa— corre a compartirlo por doquier, en la
familia y en el trabajo, en todos los ámbitos de su existencia. Lo hace sin temor
alguno, porque sabe que ha recibido la filiación adoptiva; sin ninguna presunción,
porque todo es don; sin desalentarse, porque el Espíritu de Dios precede a su acción
en el "corazón" de los hombres y como semilla en las culturas y religiones más
diversas. Lo hace sin confines, porque es portador de una buena nueva destinada a
todos los hombres, a todos los pueblos.67

Así transformará la vida de la propia familia y de la sociedad en que vive y su


fe unida a la de tantos otros hombres y mujeres creyentes se convertirá en la fuerza
más poderosa de transformación del mundo difundiendo en el ambiente la certeza de
que el Amor existe y busca al hombre para salvarlo, robustecerlo y elevarlo.

67
BENEDICTO XVI, Homilía en las Vísperas en la Vigilia de Pentecostés, 3 de junio de
2006
91

C. LOS RESULTADOS

“Quedaron todos llenos del Espíritu Santo” (H 2, 4)


92

13. FORMADOS POR EL ESPÍRITU SANTO

Para alentarnos en nuestra vida cristiana es oportuno, en este capítulo final,


contemplar ejemplos de fieles que nos han precedido en la escuela del Espíritu.
Pueden hallarse lejanos en el tiempo, pero son espiritualmente muy cercanos por
tratarse de hombres y mujeres normales que lucharon por vivir atentos a la voz interior
y respetuosa del Espíritu Santo.

Constataremos la verdad de aquel pensamiento de Juan XXIII: “Cada uno de


los santos es una obra maestra del Espíritu Santo.”68 De entre los innumerables
cristianos formados por el Dulce Huésped del alma he seleccionado diez de distintas
épocas, hombres y mujeres. Algunos son autores anónimos; otros, creyentes más o
menos conocidos que tomaron en serio sus vocación de alumnos del Espíritu Santo.

Ojalá su lectura y ejemplo enciendan o reaviven en nuestras almas la llama


interior que nos purifique y nos permita irradiar en nuestra vida y ambiente los frutos
de tan Dulce Maestro espiritual.

1. Autor anónimo del siglo II

Un autor anónimo del siglo II de nuestra era escribió la Carta a Diogneto, a la


que pertenece este primer fragmento seleccionado de entre los muchos alumnos
formados en esta escuela del Espíritu Santo . Nos ofrece una imagen bastante
detallada de la comunidad cristiana de los primeros siglos, presentada para defender
el estilo de vida de esos discípulos del Señor en una época en que ya tienen la
experiencia de los maltratos y de la persecución.

El Espíritu Santo, formador íntimo de las conciencias y de los corazones, va


impartiendo a los cristianos de las primeras generaciones varias lecciones
importantes por su novedad y su progresiva difusión en la sociedad de la época,
insatisfecha con la propuesta decadente de las religiones pagana. El Dulce Huésped
del alma les inspira y fortalece para vivir como ciudadanos normales que no se aíslan
del propio ambiente, sino que lo impregnan poco a poco de una nueva jerarquía de
valores. Son dignos de mención, entre otros: el desprendimiento, el respeto por la
vida concebida, la castidad conyugal, la obediencia a las leyes civiles, el amor

68
JUAN XXIII, Alocución del 5 de junio de 1960.
93

cristiano que permea toda su conducta y los convierte en auténtica “alma” del cuerpo
del mundo que alienta en su vida personal, familiar, social, política...

LOS CRISTIANOS EN EL MUNDO

Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que


viven, ni por su lenguaje, ni por sus costumbres. Ellos, en efecto, no tienen ciudades
propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un genero de vida distinto. Su sistema
doctrinal no ha sido inventado gracias al talento y especulación de hombres
estudiosos, ni profesan, como otros, una enseñanza basada en autoridad de hombres.

Viven en ciudades griegas y bárbaras, según les cupo en suerte, siguen les
costumbres de los habitantes del país, tanto en el vestir como en todo su estilo de vida
y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos,
increíble. Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo
como ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda sierra extraña es patria
para ellos, pero están en toda patria como en sierra extraña. Igual que todos, se casan y
engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en
común, pero no el lecho.

Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la sierra, pero su


ciudadanía está en el cielo. Obedecen les leyes establecidas, y con su modo de vivir
superan estas leyes. Aman a todos, y todos los persiguen. Se los condena sin
conocerlos. Se les da muerte, y con ello reciben la vida. Son pobres, y enriquecen a
muchos; carecen de todo, y abundan en todo. Sufren la deshonra, y ello les sirve de
gloria; sufren detrimento en su fama, y ello atestigua su justicia. Son maldecidos, y
bendicen; son tratados con ignominia, y ellos, a cambio, devuelven honor. Hacen el
bien, y son castigados como malhechores; y, al ser castigados a muerte, se alegran
como si se les diera la vida. Los judíos los combaten como a extraños y los gentiles
los persiguen, y, sin embargo, los mismos que los aborrecen no saben explicar el
motivo de su enemistad.

Para decirlo en pocas palabras: los cristianos son en el mundo lo que el alma es
en el cuerpo. El alma, en efecto, se halla esparcida por todos los miembros del cuerpo;
así también los cristianos se encuentran dispersos por todas les ciudades del mundo.
El alma habita en el cuerpo, pero no procede del cuerpo; los cristianos viven en el
mundo, pero no son del mundo. El alma invisible esta encerrada en la cárcel del
cuerpo visible; los cristianos viven visiblemente en el mundo, pero su religión es
invisible. La carne aborrece y combate al alma, sin haber recibido de ella agravio
alguno, sólo porque le impide disfrutar de los placeres; también el mundo aborrece a
los cristianos, sin haber recibido agravio de ellos, porque se oponen a sus placeres.
94

El alma ama al cuerpo y a sus miembros, a pesar de que este la aborrece;


también los cristianos amen a los que los odian. El alma está encerrada en el cuerpo,
pero es ella la que mantiene único al cuerpo; también los cristianos se hallan retenidos
en el mundo como en una cárcel, pero ellos son los que mantienen la trabazón del
mundo. El alma inmortal habita en una tienda mortal; también los cristianos viven
como peregrinos en moradas corruptibles mientras esperan la incorrupción celestial.
El alma se perfecciona con la mortificación en el comer y beber; también los
cristianos, constantemente mortificados, se multiplican mas y mas. Tan importante es
el puesto que Dios les ha asignado, del que no les es lícito desertar.69

2. Autor anónimo

Otro autor desconocido de la comunidad cristiana de los primeros siglos nos


dejó escrita una preciosa homilía pronunciada el Sábado Santo.

Mencionando sólo de paso los notables méritos retóricos y literarios del


fragmento, conviene centrar la atención en el mensaje tan rico y subrayar la labor
formativa del Espíritu Santo en el autor de estas páginas a partir de este texto. Una
de las tareas del Dulce Huésped del alma es orientar a los creyentes respecto a la
persona y a la obra de Cristo. Desde esta perspectiva vemos aquí con claridad la
acción redentora del Señor inmediatamente después de su muerte, el encuentro
conmovedor con nuestros primeros padres y la cálida y amplia exhortación a Adán
para que se levante y lo acompañe al trono celestial.

Resultan muy iluminadoras las reflexiones que el Espíritu Santo sugiere al


autor sagrado sobre el significado de cada uno de los pasos y de los gestos de amor
del Señor para con su creatura: la creación, la encarnación, el significado espiritual
profundo de distintos momentos de la pasión y muerte de Cristo, el trono celestial
preparado por Dios para el hombre.

EL DESCENSO DEL SEÑOR AL ABISMO

¿Qué es lo que hoy sucede? Un gran silencio envuelve la tierra; un gran


silencio porque el Rey duerme. La tierra temió sobrecogida, porque Dios se durmió en
la carne y ha despertado a los que dormían desde antiguo. Dios ha muerto en la carne
y ha puesto en conmoción al abismo.

69
Anónimo, Carta a Diogneto, 5 - 6, Funk 1, 397 - 401
95

Va a buscar a nuestro primer padre como si fuera la oveja perdida. Quiere


absolutamente visitar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte. Él, que es al
mismo tiempo Dios e Hijo de Dios, va a librar de su prisión y de sus dolores a Adán y
a Eva.

El Señor, teniendo en sus manos las armas vencedoras de la cruz, se acerca a


ellos. Al verlo nuestro primer padre Adán, asombrado por tan gran acontecimiento,
exclama y dice a todos: «Mi Señor esté con todos». Y Cristo, respondiendo, dice a
Adán: «Y con tu espíritu». Y tomándolo por la mano le añade: Despierta tú que
duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz.

Yo soy tu Dios, que por ti y por todos los que han de nacer de ti me he hecho tu
hijo; y ahora te digo que tengo el poder de anunciar a los que están encadenados:
«salid»; y a los que se encuentran en las tinieblas: «iluminaos»; y a los que dormís:
«levantaos».

A ti te mando: despierta tú que duermes, pues no te creé para que permanezcas


cautivo en el abismo; levántate de entre los muertos, pues yo soy la vida de los
muertos. Levántate, obra de mis manos; levántate, imagen mía, creado a mi
semejanza. Levántate, salgamos de aquí, porque tú en mí, y yo en ti, formamos una
sola e indivisible persona.

Por ti yo, tu Dios, me he hecho tu hijo; por ti yo, tu Señor, he revestido tu


condición servil; por ti yo, que estoy sobre los cielos, he venido a la tierra y he bajado
al abismo; por ti me he hecho hombre, semejante a un inválido que tiene su cama
entre los muertos; por ti, que fuiste expulsado del huerto, he sido entregado a los
judíos en el huerto, y en el huerto he sido crucificado.

Contempla los salivazos de mi cara, que he soportado para devolverte tu primer


aliento de vida; contempla los golpes de mis mejillas, que he soportado para reformar,
de acuerdo con mi imagen, tu imagen deformada; contempla los azotes en mis
espaldas, que he aceptado para aliviarte del peso de los pecados, que habían sido
cargados sobre tu espalda; contempla los clavos que me han sujetado fuertemente al
madero, pues los he aceptado por ti, que maliciosamente extendiste una mano al árbol
prohibido.

Dormí en la cruz, y la lanza atravesó mi costado, por ti, que en el paraíso


dormiste, y de tu costado diste origen a Eva. Mi costado ha curado el dolor del tuyo.
Mi sueño te saca del sueño del abismo. Mi lanza eliminó aquella espada que te
amenazaba en el paraíso.

Levántate, salgamos de aquí. El enemigo te sacó del paraíso; yo te coloco no ya


en el paraíso, sino en el trono celeste. Te prohibí que comieras del árbol de la vida,
96

que no era sino imagen del verdadero árbol; yo soy el verdadero árbol, yo, que soy la
vida y que estoy unido a ti. Coloqué un querubín que fielmente te vigilara; ahora te
concedo que el querubín, reconociendo tu dignidad, te sirva.

El trono de los querubines está preparado, los portadores atentos y preparados,


el tálamo construido, los alimentos prestos, se han embellecido los eternos
tabernáculos y moradas, han sido abiertos los tesoros de todos los bienes, y el reino de
los cielos está preparado desde toda la eternidad.70

3. San Columbano (543 ? - 615)

Misionero irlandés que, ya adulto, va con doce compañeros a evangelizar Europa y


funda varios monasterios en el noreste de Francia. Expulsado de aquí por sus críticas a la
corte borgoñona, va a fundar otro monasterio a Lombardía, desde donde continúa su audaz
e importante misión evangelizadora.

El texto elegido pertenece a una de sus Instrucciones, la que habla sobre la


compunción.
Entre los muchos méritos del texto, deseo subrayar otra de las tareas formativas del Espíritu
Santo en las almas: la sabia oportunidad con que viene en ayuda de nuestra debilidad para
enseñarnos a orar, consciente de que no sabemos hacerlo por nosotros mismos.

En esa tarea el Espíritu Santo sugiere las actitudes más propias para un cristiano que
ora, como son la humildad, el deseo de ser inflamado por el amor divino, la conciencia
sentida y urgente de ser luz evangélica para los demás en la propia vida, el deseo de
contemplar y amar a Dios en el cielo con un amor inextinguible y por encima de las aguas
torrenciales de las dificultades terrenas.

LUZ PERENNE EN EL TEMPLO DEL PONTÍFICE ETERNO

¡Cuán dichosos son los criados a quienes el Señor, al llegar, los encuentra en vela!
Feliz aquella vigilia en la cual se espera al mismo Dios y Creador del universo, que todo lo
llena y todo lo supera.

¡Ojalá se dignara el Señor despertarme del sueño de mi desidia, a mí, que, aun siendo
vil, soy su siervo! Ojalá me inflamara en el deseo de su amor inconmensurable y me
encendiera con el fuego de su divina caridad!; resplandeciente con ella, brillaría más que los
astros, y todo mi interior ardería continuamente con este divino fuego.

70
Anónimo, Homilía sobre el grande y santo Sábado, PG 43, 439. 451. 462 - 463
97

¡Ojalá mis méritos fueran tan abundantes que mi lámpara ardiera sin cesar, durante la
noche, en el templo de mi Señor e iluminara a cuantos penetran en la casa de mi Dios!
Concédeme, Señor, te lo suplico en nombre de Jesucristo, tu Hijo y mi Dios, un amor que
nunca mengüe, para que con él brille siempre mi lámpara y no se apague nunca, y sus llamas
sean para mí fuego ardiente y para los demás luz brillante.

Señor Jesucristo, dulcísimo Salvador nuestro, dígnate encender tú mismo nuestras


lámparas, para que brillen sin cesar en tu templo y de ti, que eres la luz perenne, reciban ellas
la luz indeficiente con la cual se ilumine nuestra oscuridad, y se alejen de nosotros las
tinieblas del mundo.

Te ruego, Jesús mío, que enciendas tan intensamente mi lámpara con tu resplandor
que, a la luz de una claridad tan intensa, pueda contemplar el santo de los santos que está en
el interior de aquel gran templo, en el cual tú, Pontífice eterno de los bienes eternos, has
penetrado; que allí, Señor, te contemple continuamente y pueda así desearte, amarte y
quererte solamente a ti, para que mi lámpara, en tu presencia, esté siempre luciente y
ardiente.

Te pido, Salvador amantísimo, que te manifiestes a nosotros, que llamamos a tu


puerta, para que, conociéndote, te amemos sólo a ti y únicamente a ti; que seas tú nuestro
único deseo, que día y noche meditemos sólo en ti, y en ti únicamente pensemos. Alumbra en
nosotros un amor inmenso hacia ti, cual corresponde a la caridad con la que Dios debe ser
amado y querido; que esta nuestra dilección hacia ti invada todo nuestro interior y nos
penetre totalmente, y, hasta tal punto inunde todos nuestros sentimientos, que nada podamos
ya amar fuera de ti, el único eterno. Así, por muchas que sean las aguas de la tierra y del
firmamento, nunca llegarán a extinguir en nosotros la caridad, según aquello que dice la
Escritura: Las aguas torrenciales no podrán apagar el amor.

Que esto llegue a realizarse, al menos parcialmente, por don tuyo, Señor Jesucristo, a
quien pertenece la gloria por los siglos de los siglos. Amén. 71

4. San Buenaventura (c. 1218 - 1274)

Religioso franciscano nacido en Bagnoregio, Toscana (c. 1218 - 1274), obispo y


doctor de la Iglesia, profesor y escritor de abundantes libros de filosofía y teología, ministro
general de su Orden, cardenal obispo de la diócesis de Albano.

El pasaje escogido ofrece una instantánea de la profundidad espiritual de san


Buenaventura y una rica síntesis de uno de los dones del Espíritu Santo: el de sabiduría. Por
él el Dulce Huésped del alma revela a Cristo como clave de toda la existencia, centro de

71
San Columbano, Instrucción 12, Sobre la compunción 2 - 3
98

todas las aspiraciones humanas y síntesis entre Antiguo y Nuevo Testamento. Este don centra
la experiencia espiritual del alma en la persona y vida de Cristo, orienta al hombre a
superar la mera especulación intelectual y marca un particular camino: la gracia, el deseo y
el gemido de la oración, la oscuridad y el fuego divino.

LA SABIDURÍA MISTERIOSA REVELADA POR EL ESPÍRITU SANTO

Cristo es el camino y la puerta. Cristo es la escalera; y él vehículo, él, que es la placa


de la expiación colocada sobre el arca de Dios y el misterio escondido desde el principio de
los siglos. El que mira plenamente de cara esta placa de expiación y la contempla suspendida
en la cruz, con la fe, con esperanza y caridad, con devoción, admiración, alegría,
reconocimiento, alabanza y júbilo, este tal realiza con él la pascua, esto es, el paso, ya que,
sirviéndose del bastón de la cruz, atraviesa el mar Rojo, sale de Egipto y penetra en el
desierto, donde saborea el maná escondido, y descansa con Cristo en el sepulcro, muerto en
lo exterior, pero sintiendo, en cuanto es posible en el presente estado de viadores, lo que dijo
Cristo al ladrón que estaba crucificado a su lado: Hoy estarás conmigo en el paraíso.

Para que este paso sea perfecto, hay que abandonar toda especulación de orden
intelectual y concentrar en Dios la totalidad de nuestras aspiraciones. Esto es algo misterioso
y secretísimo, que sólo puede conocer aquel que lo recibe, y nadie lo recibe sino el que lo
desea, y no lo desea sino aquel a quien inflama en lo más íntimo el fuego del Espíritu Santo,
que Cristo envió a la tierra. Por esto, dice el Apóstol que esta sabiduría misteriosa es revelada
por el Espíritu Santo.

Si quieres saber cómo se realizan estas cosas pregunta a la gracia, no al saber humano;
pregunta al deseo, no al entendimiento; pregunta al gemido expresado en la oración, no al
estudio y la lectura; pregunta al Esposo, no al Maestro; pregunta a Dios, no al hombre;
pregunta a la oscuridad, no a la claridad; no a la luz, sino al fuego que abrasa totalmente y
que transporta hacia Dios con unción suavísima y ardentísimos afectos.

Este fuego es Dios, cuyo horno, como dice el profeta, está en Jerusalén, y Cristo es
quien lo enciende con el fervor de su ardentísima pasión, fervor que sólo puede comprender
el que es capaz de decir: Preferiría morir asfixiado y la misma muerte. El que de tal modo
ama la muerte puede ver a Dios, ya que está fuera de duda aquella afirmación de la Escritura:
Nadie puede ver mi rostro y quedar con vida. Muramos, pues, y entremos en la oscuridad,
impongamos silencio a nuestras preocupaciones, deseos e imaginaciones; pasemos con Cristo
crucificado de este mundo al Padre, y así, una vez que nos haya mostrado al Padre, podremos
decir con Felipe: Eso nos basta; oigamos aquellas palabras dirigidas a Pablo: Te basta mi
gracia; alegrémonos con David, diciendo: Se consumen mi corazón y mi carne por Dios, mi
lote perpetuo. Bendito sea el Señor por siempre, y todo el pueblo diga: «¡Amén!» 72

72
San Buenaventura, Obras
99

5. Tomás de Kempis (c. 1379 - 1471)

Tomás Hemerken fue un monje agustino nacido en Kempen, Prusia, y


reconocido generalmente como autor de La Imitación de Cristo, pequeño gran libro
de profunda influencia en la espiritualidad cristiana.

A este inspirado devocionario dialogado pertenece el siguiente fragmento, que


parece un comentario a la petición conocida al Espíritu Santo: “Enciende en los
corazones el fuego de tu amor”. En efecto, cuando el Dulce Huésped visita con su
consuelo al alma, ésta se alegra interiormente porque encuentra en el Amor divino su
gloria, su esperanza, su refugio y su fortaleza. El autor describe luego la grandeza del
Amor, su capacidad para dulcificar lo amargo, elevar a lo más perfecto, liberar,
aligerar, correr y volar, superar toda medida, obedecer siempre sin queja a la
voluntad del amado, velar con diligencia, prudencia y humildad.

En síntesis: “No hay cosa más dulce que el amor; nada más fuerte, nada más alto,
nada más ancho, nada más alegre, nada más lleno, ni mejor en el cielo ni en la tierra.”

LOS EFECTOS DEL AMOR DIVINO

El Alma: 1. Te bendigo, Padre celestial, Padre de mi Señor Jesucristo, que tuviste por
bien acordarte de este pobre. ¡Oh Padre de las misericordias, y Dios de toda consolación!
Gracias te doy porque a mí, indigno de todo consuelo, algunas veces recreas con tu
consolación. Te bendigo y te glorifico siempre con tu Unigénito Hijo, con el Espíritu Santo
consolador por los siglos de los siglos. ¡Oh Señor Dios, amador santo mío! Cuando Tú
vinieres a mi corazón, se alegrarán todas mis entrañas. Tú eres mi gloria y la alegría de mi
corazón. Tú eres mi esperanza y refugio en el día de mi tribulación.

2. Mas porque soy aún flaco en el amor e imperfecto en la virtud, por eso tengo
necesidad de ser fortalecido y consolado por Ti. Por eso visítame, Señor, más veces, e
instrúyeme con santas doctrinas. Líbrame de mis malas pasiones, y sana mi corazón de todas
mis aficiones desordenadas; porque sano y buen purgado en lo interior, sea apto para amarte,
fuerte para sufrir, y firme para perseverar.

3. Gran cosa es el amor, y bien sobremanera grande; él solo hace ligero todo lo
pesado, y lleva con igualdad todo lo desigual. Pues lleva la carga sin carga, y hace dulce y
sabroso todo lo amargo. El amor noble de Jesús nos anima a hacer grandes cosas, y mueve a
desear siempre lo más perfecto. El amor quiere estar en lo más alto, y no ser detenido de
ninguna cosa baja. El amor quiere ser libre, y ajeno de toda afición mundana; porque no se
impida su vista, ni se embarace en ocupaciones de provecho temporal, o caiga por algún
daño. No hay cosa más dulce que el amor; nada más fuerte, nada más alto, nada más ancho,
100

nada más alegre, nada más lleno, ni mejor en el cielo ni en la tierra; porque el amor nació de
Dios, y no puede aquietarse con todo lo criado, sino con el mismo Dios.

4. El que ama, vuela, corre y se alegra, es libre y no embarazado. Todo lo da por todo;
y todo lo tiene en todo; porque descansa en un Sumo bien sobre todas las cosas, del cual
mana y procede todo bien. No mira a los dones, sino que se vuelve al dador sobre todos los
bienes. El amor muchas veces no guarda modo, mas se enardece sobre todo modo. El amor
no siente la carga, ni hace caso de los trabajos; desea más de lo que puede: no se queja que le
manden lo imposible; porque cree que todo lo puede y le conviene. Pues para todos es bueno,
y muchas cosas ejecuta y pone por obra, en las cuales el que no ama, desfallece y cae.

5. El amor siempre vela, y durmiendo no duerme. Fatigado no se cansa; angustiado no


se angustia; espantado no se espanta: sino, como viva llama y ardiente luz, sube a lo alto y se
remonta con seguridad. Si alguno ama, conoce lo que dice esta voz: Grande clamor es en los
oídos de Dios el abrasado afecto del alma que dice: Dios mío, amor mío, Tú todo mío, y yo
todo tuyo.

6. Dilátame en el amor, para que aprenda a gustar con la boca interior del corazón
cuán suave es amar y derretirse y nadar en el amor. Sea yo cautivo del amor, saliendo de mí
por él grande fervor y admiración. Cante yo cánticos de amor: sígate, amado mío, a lo alto, y
desfallezca mi alma en tu alabanza, alegrándome por el amor. Ámete yo más que a mí, y no
me ame a mí sino por Ti, y en Ti a todos los que de verdad te aman como manda la ley del
amor, que emana de Ti como un resplandor de tu divinidad.

7. El amor es diligente, sincero, piadoso, alegre y deleitable, fuerte, sufrido, fiel,


prudente, magnánimo, varonil y nunca se busca a sí mismo; porque cuando alguno se busca a
sí mismo, luego cae del amor. El amor es muy mirado, humilde y recto; no es regalón,
liviano, ni entiende en cosas vanas; es sombrío, casto, firme, quieto y recatado contra todos
los sentidos. El amor es sumiso y obediente a los superiores, vil y despreciado para sí; para
Dios devoto y agradecido, confiando y esperando siempre en El, aun cuando no le regala,
porque no vive ninguno en amor sin dolor.

8. El que no está dispuesto a sufrirlo todo, y a hacer la voluntad del amado, no es


digno de llamarse amante. Conviene al que ama abrazar de buena voluntad por el amado todo
lo duro y amargo, y no apartarse de El por cosa contraria que acaezca.73

6. San Francisco Javier (1506 - 1552)

Sacerdote jesuita nacido en Javier, Navarra. Se une a la Compañía de Jesús cuando

73
Tomás de Kempis, La Imitación de Cristo, libro III, c. 5
101

estudiaba en París y marcha a Oriente en 1541 para difundir el evangelio. Predicó


intensamente en la India y Japón y murió a las puertas de China.

El Espíritu Santo formó en san Francisco Javier de un modo especial el celo por las
almas y le infundió el ansia de desgastar toda su vida en las tareas de evangelización en el
Extremo Oriente.

Así lo testimonia el siguiente fragmento de una de sus Cartas, dirigida a su fundador,


san Ignacio de Loyola (1491 - 1556). El Espíritu Santo le hace comprender la urgencia del
“Id por todo el mundo y predicad el evangelio”. Le hace ver también el valor de las almas,
de cada alma, y la gravedad de la negligencia apostólica de los estudiantes de la Sorbona de
París. Surge de esta visión un amor inquieto y siempre disponible, que no mira distancias ni
trabajos y lo impulsa a bautizar y a evangelizar sin tiempo casi para rezar, comer y dormir.

¡AY DE MÍ, SI NO ANUNCIO EL EVANGELIO!

Venimos por lugares de cristianos que ahora hará ocho años que se hicieron
cristianos. En estos lugares no habitan portugueses, por ser la tierra muy estéril extremo y
paupérrima. Los cristianos de estos lugares, por no haber quien les enseñe en nuestra fe, no
saben más de ella que decir que son cristianos. No tienen quien les diga misa, ni menos quien
los enseñe el Credo, Pater noster, Ave María, ni los mandamientos.

En estos lugares, cuando llegaba, bautizaba a todos los muchachos que no eran
bautizados; de manera que bauticé una grande multitud de infantes que no sabían distinguir la
mano derecha de la izquierda. Cuando llegaba en los lugares, no me dejaban los muchachos
ni rezar mi Oficio, ni comer, ni dormir, sino que los enseñase algunas oraciones. Entonces
comencé a conocer por qué de los tales es el reino de los cielos.

Como tan santa petición no podía sino impíamente negarla, comenzando por la
confesión del Padre, Hijo y Espíritu Santo, por el Credo, Pater noster, Ave María, así los
enseñaba. Conocí en ellos grandes ingenios; y, si hubiese quien los enseñase en la santa fe,
tengo por muy cierto que serían buenos cristianos.

Muchos cristianos se dejan de hacer, en estas partes, por no haber personas que en tan
pías y santas cosas se ocupen. Muchas veces me mueven pensamientos de ir a los estudios de
esas partes, dando voces, como hombre que tiene perdido el juicio, y principalmente a la
universidad de París, diciendo en Sorbona a los que tienen más letras que voluntad, para
disponerse a fructificar con ellas: «¡Cuántas ánimas dejan de ir a la gloria y van al infierno
por la negligencia de ellos!»

Y así como van estudiando en letras, si estudiasen en la cuenta que Dios, nuestro
Señor, les demandará de ellas, y del talento que les tiene dado, muchos de ellos se moverían,
tomando medios y ejercicios espirituales para conocer y sentir dentro de sus ánimas la
voluntad divina, conformándose más con ella que con sus propias afecciones, diciendo: «Aquí
102

estoy, Señor, ¿qué debo hacer? Envíame adonde quieras; y, si conviene, aun a los indios. »74

7. Santa Juana Francisca de Chantal (1572 - 1641)

Santa nacida en Dijon, Francia, y madre de seis hijos. Muerto su marido, la dirige
san Francisco de Sales, funda el Instituto de la Visitación y se dedica a servir a los pobres y
enfermos.

El Espíritu Santo refleja en ella su imagen y forma en su corazón un amor que la


lleva hasta el martirio. Por lo mismo, la santa considera que la vocación de la congregación
fundada por ella es el martirio del amor. Se trata de un martirio incruento en el que la
espada del amor divino separa al alma de todo lo que le agrada para liberarla y orientarla a
su nueva misión. Es un martirio que dura toda la vida, que no violenta la libertad de la
persona y que afronta dolores mucho más fuertes que el martirio corporal.

EL MARTIRIO DEL AMOR

Cierto día, la bienaventurada Juana dijo estas encendidas palabras, que fueron en
seguida recogidas fielmente:

«Hijas queridísimas, muchos de nuestros santos Padres columnas de la Iglesia no


sufrieron el martirio; ¿por qué creéis que ocurrió esto?»

Después de haber respondido una por una, la bienaventurada madre dijo:

«Pues yo creo que esto es debido a que hay otro martirio, el del amor, con el cual
Dios, manteniendo la vida de sus siervos y siervas, para que sigan trabajando por su gloria,
los hace, al mismo tiempo, mártires y confesores. Creo que a las Hijas de la Visitación se les
asigna este martirio, y algunas de ellas, si Dios así lo dispone, lo conseguirán si lo desean
ardientemente».

Una hermana preguntó cómo se realizaba dicho martirio. Juana contestó:

«Sed totalmente fieles a Dios, y lo experimentaréis. El amor divino hunde su espada


en los reductos más secretos e íntimos de nuestras almas, y llega hasta separarnos de nosotros
mismos. Conocí a un alma a quien el amor separó de todo lo que le agradaba, como si un tajo,
dado por la espada del tirano, hubiera separado su espíritu de su cuerpo».

Nos dimos cuenta de que estaba hablando de sí misma. Al preguntarle otra hermana

74
S. Francisco Javier, Cartas, De una carta a san Ignacio.
103

sobre la duración de este martirio, dijo:

«Desde el momento en que nos entregamos a Dios sin reservas hasta el fin de la vida.
Pero esto lo hace Dios sólo con los corazones magnánimos que, renunciando completamente
a sí mismos, son completamente fieles al amor; a los débiles e inconstantes en el amor, no les
lleva el Señor por el camino del martirio, y les deja continuar su vida mediocre, para que no
se aparten de él, pues nunca violenta a la voluntad libre».

Por último, se le preguntó, con insistencia, si este martirio de amor podría igualar al
del cuerpo. Respondió la madre Juana:

«No nos preocupemos por la igualdad. De todos modos, creo que no tiene menor
mérito, pues es fuerte el amor como la muerte, y los mártires de amor sufren dolores mil
veces más agudos en vida, para cumplir la voluntad de Dios, que si hubieran de dar mil vidas
para testimoniar su fe, su caridad y su fidelidad». 75

8. Santa María Magdalena de Pazzi (1566 - 1607)

Esta santa virgen y carmelita florentina llevó una vida oculta de oración y de
abnegación que ofreció sobre todo por la reforma de la Iglesia. Ayudó con su consejo
a muchas hermanas de religión y murió con sólo cuarenta y un años de edad.

Los fragmentos seleccionados aparecen en El Libro de las revelaciones y en El


Libro de la prueba. Constituyen una oración de súplica al Espíritu Santo para que
venga al alma y ésta halle en él cuanto anhela: su único gusto y consuelo, la fuente de
su vida, su descanso, el premio, el refrigerio, la luz, la riqueza, su tesoro y su
alimento. Asimismo, describen la venida del Espíritu Santo como suave y casi
imperceptible, penetrante, poderosa y liberadora.

¡VEN, ESPÍRITU SANTO!

Realmente eres admirable, Verbo de Dios, haciendo que el Espíritu Santo te


infunda en el alma de tal modo que ésta se una con Dios, le guste y no halle su
consuelo más que en él.

El Espíritu Santo viene al alma, sellado con el sello de la sangre del Verbo o
Cordero inmolado; más aún, la misma sangre le incita a venir, aunque el propio
Espíritu se pone en movimiento y tiene ya ese deseo.

75
Santa Juana Francisca de Chantal, De las Memorias escritas por una religiosa,
secretaria suya
104

Este Espíritu, que se pone en movimiento y es consustancial al Padre y al


Verbo, sale de la esencia del Padre y del beneplácito del Verbo, y viene al alma como
una fuente en que ésta se sumerge. A la manera que dos ríos confluyen y se
entremezclan y el más pequeño pierde su propio nombre y asume el del más grande,
también actúa así este divino Espíritu al venir al alma y hacerse una sola cosa con ella.
Pero, para ello, es necesario que el alma, que es la más pequeña, pierda su nombre,
dejándolo al Espíritu; esto lo conseguirá si se transforma en el Espíritu hasta hacerse
una sola cosa con él.

Este Espíritu, además, dispensador de los tesoros del seno del Padre y custodio
de los designios del Padre y el Hijo, se infunde en el ánimo con tal suavidad que su
irrupción resulta imperceptible, y pocos estiman su valor.

Con su peso y su ligereza se traslada a todos aquellos lugares que encuentra


dispuestos a recibirle. Se le escucha en su habla abundante y en su gran silencio;
penetra en todos los corazones por el ímpetu del amor, inmóvil y movilísimo al mismo
tiempo.

No te quedas, Espíritu Santo, en el Padre inmóvil y en el Verbo y, sin embargo,


permaneces siempre en el Padre y en el Verbo, en ti mismo y en todos los espíritus
bienaventurados, y en todas las criaturas. Eres necesario a la criatura por razón de la
sangre del Verbo unigénito, quien, debido a la vehemencia de su amor, se hizo
necesario a sus criaturas. Descansas en las criaturas que se disponen a recibir con
pureza la comunicación de tus dones y tu propia semejanza. Descansas en aquellos
que reciben los efectos de la sangre del Verbo y se hacen digna morada tuya.

Ven, Espíritu Santo. Que venga la unión del Padre, el beneplácito del Verbo.
Tú, Espíritu de la verdad, eres el premio de los santos, el refrigerio de las almas, la luz
en las tinieblas, la riqueza de los pobres, el tesoro de los amantes, la hartura de los
hambrientos, el consuelo de los peregrinos; eres, por fin, aquel en el que se contienen
todos los tesoros.

Ven, tú, el que, descendiendo sobre María, hiciste que el Verbo tomara carne;
realiza en nosotros por la gracia lo mismo que realizaste en ella por la gracia y la
naturaleza.

Ven, tú, alimento de los pensamientos castos, fuente de toda misericordia,


cúmulo de toda pureza.

Ven, y llévate de nosotros todo aquello que nos impide el ser llevados por ti. 76

76
Santa María Magdalena dei Pazzi, Del libro de las revelaciones y del libro de la
prueba
105

9. Cardenal John Henry Newman (1801 - 1890)

Uno de los guías del Movimiento de Oxford de la Iglesia anglicana que mantenía
tradiciones católicas. Intelectual de gran talla, escritor fecundo, con el tiempo se convirtió al
catolicismo y fue creado cardenal.

El pasaje seleccionado es un comentario entrañable -hecho oración- de quien ha


experimentado la misión formativa del Espíritu Santo según la segunda estrofa del “Veni
Creator”, que invoca al Consolador como fuente de amor: “Fons vivus, ignis, caritas”.
Destaca, en primer lugar, la admiración y el agradecimiento del cardenal por las distintas
acciones divinas dentro del alma y de la Iglesia.

Más en particular, el autor reconoce y admira las acciones del Espíritu Santo en
cada alma: es fuego que purifica, luz que ilumina; amor que fortalece al mártir, apoya al
confesor, enciende al predicador, resucita al pecador; inspira los actos de fe, esperanza y
caridad; guía la oración y la penitencia de los fieles.

FUENTE DE AMOR

Dios mío, te adoro como la tercera Persona de la Santísima Trinidad, bajo el nombre
de Amor que te designa. Tú eres el amor vivo en el que se aman el Padre y el Hijo, y eres el
autor del amor sobrenatural en nuestros corazones - Fons vivus, ignis, caritas. Tú has bajado
del cielo bajo la forma de fuego el día de Pentecostés; y siempre como fuego, purificas en
nuestros corazones las escorias de la vanidad y del pecado, e iluminas allí la llama pura de la
devoción y de los santos afectos. [...]

Dios mío, eterno Consolador, yo os reconozco como el autor de este don inmenso que
es el único que nos salva, el amor sobrenatural. El hombre es por naturaleza ciego y duro de
corazón en todos los temas espirituales; ¿cómo podría ganar el cielo? [...] Eres tú, Consolador
todopoderoso, quien has sido y eres la fuerza, el vigor y la resistencia del mártir en medio de
sus tormentos. Tú eres el apoyo del confesor en sus largos trabajos monótonos y humillantes.
Tú eres el fuego por el que el predicador conquista las almas, olvidándose de sí mismo en sus
tareas de misionero. Por ti nos levantamos de la muerte del pecado, para cambiar la idolatría
de la creatura por el amor puro del Creador. Por ti nosotros hacemos actos de fe, esperanza,
caridad, contrición. Por ti vivimos en la atmósfera de la tierra al abrigo de su infección. Por ti
podemos consagrarnos al sagrado ministerio y cumplir nuestros tremendos compromisos. Por
106

el fuego que tú has encendido en nosotros, oramos, meditamos y hacemos penitencia. Si tú


las abandonaras, nuestras almas ya no podrían vivir, como tampoco lo harían nuestros
cuerpos si se extinguiera el sol.77

10. Cardenal François Xavier Nguyen van Thuan (1928 - 2002)

Arzobispo vietnamita, coadjutor de Saigón en 1975. Pocos meses después es


arrestado y pasa trece años en la cárcel. Liberado le obligan a abandonar Vietnam.
Juan Pablo II lo nombra presidente del Consejo Pontificio Justicia y Paz y luego lo
crea cardenal.

Los párrafos elegidos pertenecen al libro de ejercicios espirituales predicados


al Santo Padre en el Vaticano, del 12 al 18 de marzo del año 2000. En ellos podemos
ver cómo Dios prueba a sus elegidos, los lleva hasta extremos que los dejan a un paso
de la rebelión y exigen una fidelidad heroica y tiene un momento para revelarse a
cada corazón celoso y atribulado.

Y advertimos también la tarea formativa del Espíritu Santo como una


inspiración que ilumina, acompaña, serena y consuela. Es una luz que permite
distinguir con claridad entre los bienes particulares y el Bien Supremo y da fuerzas
para anclar en éste último relativizando los primeros y desprendiéndose de ellos. Es,
además, una luz que pacifica, fortalece en la dificultad y estimula en el trabajo.

EL ESPÍRITU SOPLA DONDE QUIERE...

Durante mi larga tribulación de nueve años de aislamiento en una celda sin


ventanas, a veces bajo la luz eléctrica durante muchos días, a veces en la oscuridad,
me parecía que me ahogaba por el calor y la humedad, al límite de la locura. Era
todavía un obispo joven, con ocho años de experiencia pastoral. No podía dormir; me
atormentaba el pensamiento de tener que abandonar la diócesis, de que se
derrumbasen tantas obras que había puesto en marcha por Dios. Experimentaba como
una rebelión en todo mi ser.

Una noche, desde lo profundo del corazón, una voz me dijo: “¿Por qué te
atormentas así? Tienes que distinguir entre Dios y las obras de Dios. Todo lo que has
hecho y deseas seguir haciendo: visitas pastorales, formación de seminaristas,
religiosos, religiosas, laicos, jóvenes, construcción de escuelas, de foyers para
estudiantes, misiones para la evangelización de los no cristianos...; todo eso es una
obra excelente, son obras de Dios, ¡pero no son Dios! Si Dios quiere que abandones
77
Card. J. H. Newman, Meditaciones y plegarias
107

todo eso, hazlo enseguida, y ¡ten confianza en él! Dios hará las cosas infinitamente
mejor que tú. Él confiará sus obras a otros que son mucho más capaces que tú. ¡Tú has
elegido a Dios sólo, no sus obras!”.

Esta luz me dio una paz nueva, que cambió totalmente mi modo de pensar y me
ayudó a superar momentos físicamente casi imposibles. Desde ese momento, una
fuerza nueva llenó mi corazón y me acompañó durante trece años. Sentía mi debilidad
humana, renovaba esta elección ante las situaciones difíciles, y la paz no me faltó
nunca.

Elegir a Dios, y no las obras de Dios. Éste es el fundamento de la vida


cristiana, en todo tiempo. Y es, a la vez, la respuesta más auténtica al mundo de hoy.
Es el camino para que se realicen los designios del Padre sobre nosotros, sobre la
Iglesia, sobre la humanidad de nuestro tiempo. 78

CONCLUSIÓN

Cada santo es una obra maestra del Espíritu Santo. Usted y yo podemos y
debemos buscar ser santos. Para fortuna nuestra, no necesitamos realizar milagros ni
acciones extraordinarias con el fin de alcanzar esta meta. Lo único que precisamos es
avanzar a diario en esa dirección, colaborar constantemente y con creciente delicadeza
con el Espíritu Santo, Formador del cristiano. Un sano amor propio cristiano nos
debería inducir a formularnos la pregunta que convirtió a Agustín en san Agustín: “Si
éste y éste [han logrado ser santos], ¿por qué yo no?”

A este fin ofrezco en esta conclusión una última reflexión. Una oración al
Espíritu Santo repetida con frecuencia dice: “Llena los corazones de tus fieles y
enciende en ellos el fuego de tu amor”. Alude al amor como a un fuego. Esta imagen
se basa en la aparición del Espíritu Santo en Pentecostés, en forma de lenguas de
fuego que se posan sobre la cabeza de cada uno de los apóstoles, que se hallaban en
oración con María la Madre de Jesús.

Quiero ahora sintetizar lo expresado en los capítulos anteriores refiriéndome a


tres características importantes de ese fuego que el Espíritu Santo derrama en la vida

78
F. X. Nguyen van Thuan, Testigos de esperanza, Ciudad Nueva, pp. 54 - 55
108

de la Iglesia y en el alma y en las obras de quienes lo aceptan.

Éste es un fuego interior que arde en el corazón del creyente. Si repasamos el


pasaje de la aparición a los dos discípulos de Emaús, advertimos que, en un primer
momento, llevan apagado el fuego de la esperanza. Se les acerca el Resucitado y
empieza a explicarles lo referente a él en el Antiguo Testamento y reaviva las
inquietudes e ideales de sus corazones. La palabra divina logra que el amor a Cristo y
a su vocación vuelva a arder en sus corazones y ellos mismos son los primeros en
reconocerlo.

Lo que Cristo realiza una vez con los dos discípulos en el camino de Emaús es
la tarea incesante del Espíritu Santo a lo largo de toda la historia con los creyentes que
lo buscan y escuchan en la oración. Lo realiza por vez primera en Pentecostés y, a
partir de ese momento, en todas las etapas de la vida de la Iglesia y del creyente.
Aporta por primera vez o reaviva el ardor propio de todo amor sincero que busca con
serena intensidad corresponder al Amor divino. Y es un ardor que no apagarán las
dificultades, ni las persecuciones, ni las calumnias. Un ardor que irá alimentando el
paso de los días y de las pruebas y que se manifestará como una intimidad creciente
con el Espíritu Santo y una fidelidad delicada a sus inspiraciones en la vida personal,
familiar, comunitaria, social, apostólica.

El mismo fuego interior es también una luz que ilumina. Una luz intensa y
cálida que vence oscuridades, disipa confusiones, esclarece decisiones. Es la columna
que en el Éxodo guiaba durante la noche los pasos del pueblo elegido y la luz con la
que Cristo se identifica en el Nuevo Testamento y pide que se le siga para no caminar
las tinieblas y llegar a la vida.

Se trata de una luz que, enfocada a los avatares de la Iglesia y de la humanidad,


va marcando un camino que lleva con seguridad a la meta definitiva. Su claridad y su
poder se experimentan de modo especial en los distintos Concilios ecuménicos, en
decisiones particularmente importantes tomadas por los papas y que han afectado a la
fe y a la moral de los creyentes. Una luz que, en lo individual, orienta al discípulo
sobre el valor absoluto de la voluntad y del amor divino y sobre el valor relativo de
todas las realidades humanas. Una luz que hace que se desvanezcan del corazón las
perplejidades, responde con claridad divina a las dudas que en ocasiones azotan el
alma sobre la conducta personal, la vida familiar, las responsabilidades profesionales.

Por último, este fuego interior del Espíritu Santo alimenta el fervor de los
sentimientos y, sobre todo, de la voluntad. Se ve en el viaje de regreso a Jerusalén de
los dos discípulos de Emaús, que no reparan ni en el momento del mismo (ya de
noche), ni en la distancia que deben recorrer, ni en lo que puedan pensar los apóstoles
cuando lleguen al cenáculo. Este fervor, alimentado por el Espíritu Santo, explica que
los discípulos salgan de la prisión, después de ser azotados, contentos de haber
109

padecido algo por el nombre del Señor (cf H 5,41). Y que Pablo “sobreabunde de
gozo en medio de las tribulaciones” (2 Co 7,4).

Si abunda el fervor sensible, la barca de nuestra vida surca el mar de la


existencia con viento en popa y casi sin necesidad de utilizar los remos, el trabajo
resulta más gustoso, las dificultades se superan con agilidad e incluso con alegría. Este
fervor nos ayuda a comprender la exclamación de Pedro en el Tabor: “Maestro, ¡qué
bien se está aquí!” (Lc 9, 33), o la rapidez con que se lanza al agua al saber que en la
orilla lo espera el Señor resucitado y la agilidad con que obedece a Cristo en el mismo
pasaje, cuando éste pide a los discípulos que traigan de los peces que acaban de pescar
(Jn 21, 1-11). Pero este fervor no es el definitivo porque, según los días, aparece o
desaparece, sube o baja muchas veces sin una razón que lo explique.

Por ello, el fervor fundamental es el de la voluntad. Y es éste sobre todo el que


viene a encender el fuego interior del Espíritu Santo. Es el que busca siempre
corresponder al amor mediante la obediencia a la voluntad de Dios, fiel a la consigna
que dejó Cristo a los apóstoles en la Última Cena: “Si alguno me ama, guardará mi
palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14,23).
Se ve sobre todo en el modo de ver las pruebas y dificultades de la vida, en los
momentos de oscuridad y sequedad espiritual, en la forma de sobrellevar las
enfermedades físicas y los sufrimientos morales, en la manera de afrontar las
urgencias, proyectos y contratiempos en el propio trabajo espiritual, profesional y
apostólico.

Las páginas de este libro habrán alcanzado su objetivo si algunos corazones, en


su lectura, han empezado o reiniciado una relación más personal y transformante con
el Espíritu Santo, que ha dejado de ser para ellos “el Gran Desconocido”; si han
decidido colaborar constantemente con el más íntimo Formador del cristiano y lo van
manifestando mediante la correspondencia cada vez más fiel a sus inspiraciones; en
fin, si se han propuesto dar cada día más espacio en su existencia al Espíritu Santo y a
su fuego que arde, ilumina y alimenta el fervor de sus vidas.

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