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ESCUELA DE GOBIERNO Y GESTIÓN PÚBLICA

Seminario FILOSOFÍA POLÍTICA


Profesor MARIO PÁEZ LANCHEROS
Ayudante ROLANDO LLANOVARCED KAWLES
Fecha Enero 3, 2017

LA MUERTE COMO
CONCEPTO (ANTI)POLÍTICO
Las implicancias del concepto de la muerte en la comprensión de lo político

Bastián Pérez Pavez


Administración Pública, Universidad de Chile

«Todos los esfuerzos por la vida conducen a la muerte»


BYUNG CHUL HAN (2012, p. 68)

«Una buena manera de probar el calibre de una filosofía


es preguntar lo que piensa acerca de la muerte»
JOSÉ FERRATER (1956, p. 238)
INTRODUCCIÓN
LA MUERTE es un concepto fundamental en la historia del pensamiento filosófico. El mismo
Platón señalaba que «la filosofía es una meditación de la muerte» (Ferrater, 1956, p. 238),
queriendo decir con ello que ninguna reflexión profunda acerca de la realidad puede eludir
el problema de la muerte. No escapa a ello la reflexión acerca de la política. ¿Cuál es el rol
que juega la muerte en la comprensión de lo político? Es ésta la pregunta que guía este en-
sayo.
Las interpretaciones al respecto son variadas. La muerte ha sido entendida como un he-
cho ineludible del conflicto político y del ejercicio del poder. Es también interpretada como
el cimiento sobre el que se asienta un determinado poder signado por la posibilidad de quitar
la vida. Para algunos es una condición de posibilidad de un nuevo orden político y social. Y
para otros constituye un concepto antipolítico en tanto negación de la vida y la pluralidad.
No hay, por ende, una sola interpretación del concepto de la muerte en torno a lo político.
Pero sí puede decirse que de una u otra manera pensar acerca de la política lleva implícito
un cierto pensamiento acerca de la muerte, tanto por causa biológica como violenta.
La temática será abordada primero a partir del concepto de lo político de dos autores
del cánon moderno de la filosofía política: Maquiavelo y Hobbes. Luego, dado que estos equi-
paran política con poder y dominación, su visión será puesta en entredicho por la reflexión
de Arendt y Dussel, que piensan la política en términos no violentos. En tercer lugar, se
aborda la corriente de pensamiento que reflexiona acerca del tránsito que va de los regíme-
nes soberanos a la psicopolítica, para lo cual se trata la obra de Foucault, Schmitt, Agamben
y Han. En definitiva, a modo de conclusión, se esbozan algunas ideas que, tras el análisis de
los distintos autores mencionados, pueden arrojar ciertas luces acerca del vínculo normativo
entre política y muerte. Es decir, cómo debería ser y no como es.

DESARROLLO
La muerte necesaria
La muerte en ocasiones es necesaria. Es lo que diría Nicolás Maquiavelo. Se justifica en tanto
resulta ser una acción funcional tanto para la pretensión de quien busca conservar o con-
quistar el poder como también en pos de la consecución del régimen perfecto. La obra ma-
quiaveliana, en este sentido, puede leerse como un intento de ilustrar acerca de la posibili-
dad de obtener réditos políticos positivos de la violencia y el conflicto. Es por este motivo
que ha sido tildado de despiadado, amoral y cruel. Lo cierto es que su principio básico con-
siste en remitirse a los hechos, sin descuidar tampoco las enseñanzas de los antiguos, para
así extraer lecciones a futuro y delinear pautas estratégicas de acción. Le interesa ante todo
exponer sin ambages lo descarnado que puede llegar a ser el juego político, sin pensar si-
quiera en entelequias ideales cuya existencia se constriñe a la estrechez de la mente del
sujeto que las piensa.
Para Maquiavelo (1987), por ejemplo, la causa de la grandeza y libertad de Roma se halla
en los tumultos entre la plebe y el senado. La periódica contienda entre estos dos grupos
permitió a la república romana dotarse de un régimen mixto, un equilibrio tripartito entre

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monarquía, aristocracia y democracia, que para él corresponde al tipo de gobierno de mayor
estabilidad y por ende en la práctica resulta ser el mejor. Las tres formas «puras» de gobierno
mencionadas cuando se manifiestan por separado son fácilmente corruptibles y degeneran
en una versión espuria de sí misma. Este proceso de carácter cíclico se detuvo en Roma en
virtud de la creación de las instituciones del cónsul, el senado y los tribunos de la plebe, cada
una como representación de estas tres formas puras. Quienes osan criticar la desunión entre
los nobles y la plebe, considerando que de ella solo se derivó alboroto y confusión, «se fijan
más en los ruidos y gritos que nacían de esos tumultos que en los buenos efectos que pro-
dujeron» (Maquiavelo, 1987, p. 39). La violencia política que se suscitó fue así condición de
posibilidad para la optimización de la realidad romana. En los trescientos años que transcu-
rrieron entre los Tarquinos y los Gracos, aún más, pese a dicha conflictividad interna apenas
se exilió a un puñado de ciudadanos y se «ejecutó a poquísimos». La cantidad de muertos es
sin embargo secundaria. Lo relevante es el fin obtenido. La muerte pasa a ser un efecto co-
lateral en la medida en que se ciñe a un proceso de mayor relevancia en cuya ocurrencia en
definitiva se jugó la grandeza de Roma.
La muerte en cambio posee un rol capital, de primera importancia, cuando se trata de El
príncipe (1993). En esta obra el asesinato político se torna imperioso. El príncipe, en el afán
de conquistar o mantener una cierta posición de poder y dominio sobre un territorio, no
debe trepidar a la hora de utilizar incluso el más ruin de los medios a su alcance. En un con-
texto en que Italia se hallaba fragmentada en pequeñas y débiles unidades políticas que de
tanto en tanto eran invadidas, expoliadas y gobernadas por potencias extranjeras, la mayoría
Estados nacionales poderosísimos en comparación, lo de Maquiavelo era un llamado a for-
talecer la posición relativa italiana en la Europa renacentista. De ahí que se dirija a los Médici,
a la sazón una de las principales familias florentinas, para que se conviertan en líderes de
dicho movimiento.
Maquiavelo comienza señalando una distinción básica: los Estados son repúblicas o prin-
cipados. Estos últimos son hereditarios o nuevos. Los que se adquieren por herencia son más
fáciles de gobernar y conservar. Pero si se tratase en cambio de un principado nuevo enton-
ces puede llegar a ser necesaria la utilización de «medicinas fuertes» o de la crueldad contra
aquellos que desafían o complejizan el dominio del príncipe. Estas prácticas son necesario
puesto que «los hombres no pueden conservar el poder a base de padrenuestros» (Strauss,
1970, p. 53). Entre las múltiples acciones que recomienda Maquiavelo para detentar el poder
está el exterminar a la familia del príncipe anterior, para así aniquilar a potenciales enemigos
futuros. También señala que «a los hombres o bien hay que ganarlos con beneficios o des-
truirles, porque se vengan de las pequeñas ofensas y de las grandes no pueden; así que la
ofensa que se haga a un hombre debe ser tal que no dé lugar a venganza» (Maquiavelo,
1993, p. 10). El autor establece que un error muy común es evitar la guerra y permitir con

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ello que surja el desorden. Dicta también que si un príncipe se apodera de una ciudad cuya
costumbre es vivir en libertad y con sus propias leyes lo más seguro es destruirla y no esperar
a ser destruido por ella, dada la posibilidad cierta de una rebelión. Asegura además que es
mejor matar y así salvar a un mayor número y que al poder se llega incluso con «medios
criminales y nefandos», asesinando a ciudadanos, traicionando a los amigos, sin piedad ni
religión. Sugiere incluso un «buen uso de la crueldad», que es la que se asesta de golpe, de
una sola vez, para así afianzarse en la posición de poder. Mal usada en cambio es aquella
crueldad que en lugar de disminuir aumenta con el tiempo. Las ofensas ineludibles deben
realizarse así todas a la vez, pero siempre tomando en cuenta que «un príncipe no debe
preocuparse de la fama de cruel si con ello mantiene a sus súbditos unidos y leales, [pues]
es mucho más seguro ser temido que amado» (Maquiavelo, 1993, p. 67).
Lo de Maquiavelo es en suma un recetario político sustentado en el crimen y la violencia,
«que recoge todas las exigencias necesarias para una política a sangre y hierro» (Strauss,
1970, p. 57). La muerte es presentada aun como una necesidad, un acto servil a la causa de
todo eventual príncipe. Las estrategias descritas se despojan de toda vileza, moralidad y pe-
caminosidad. La realidad es y desde esa premisa impulsa a la acción. Los medios se justifican
en la consecución del fin. En el fin radica la gloria y en el saber actuar la virtud.

El miedo a la muerte
Para Thomas Hobbes (1987) el miedo a la muerte violenta es el acicate que lleva a los seres
humanos a constituirse en cuerpo político. De aquel prístino hecho surge lo que él denomina
con el nombre de Leviatán, «un hombre artificial, aunque de mayor estatura y robustez que
el natural para cuya protección y defensa fue instituido» (Hobbes, 1987, p. 3). Este Leviatán
se convierte en soberano y de su subsistencia depende también la de los sujetos que a él
dieron origen. La guerra civil supone su muerte y la ruptura del contrato social.
Lo político en Hobbes emana de la superación del estado de naturaleza. En aquel estado
son todos los individuos iguales, pues lo que se pierde en fuerza puede ganarse en sagacidad
e inteligencia. A esta igualdad de capacidad le es anexa también una igualdad de esperanza
en lo tocante a los fines que cada sujeto persigue. De ahí que dos deseen la misma cosa y
ante la imposibilidad de un disfrute compartido se vuelvan enemigos. Es así como, en pos de
asegurar su propia conservación, intenten aniquilarse o sojuzgarse el uno al otro. A ello se
ven arrastrados por sus pasiones. En el estado de naturaleza hobbesiano al carecerse de
gobierno impera la desconfianza mutua, el deseo de dominación sobre los demás para así
evitar sus potenciales amenazas y un estado de guerra constante, de todos contra todos,
miserable condición en la que nada es injusto, la ley no existe y resulta imposible cualquier
tipo de arte u oficio. Y lo «peor de todo, existe continuo temor y peligro de muerte violenta.

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(…) La vida del hombre es solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve» (Hobbes, 1987, p.
103).
La superación de este estado natural implica que cada uno por medio de pactos mutuos
ceda parte de su libertad en pos de un bien superior, para que de esta suerte se constituya
«un poder común que los atemorice a todos» (Hobbes, 1987, p. 104). Lo que cada uno trans-
fiere al soberano, que se corporeiza en la figura de un hombre o una asamblea de hombres,
es el derecho de gobernarse a sí mismo. Del cúmulo de voluntades individuales en conflicto
se hace surgir entonces una sola. Es a este Leviatán al que en suma se debe la paz y la defensa
común, dado el terror que inspira a todos los súbditos. La posibilidad de quitar la vida en
adelante se la arroga este artificio político, lo cual, aunque dista de ser ideal, es para Hobbes
deseable en relación al estado previo de guerra permanente. El impulso que sin embargo
lleva a los sujetos a constituir al Estado no surge del altruismo. «Esto significa que la sociedad
civil no tiene su origen en el resplandor o el hecho de la gloria, sino en el terror que produce
el miedo a la muerte: [fueron] unos pobres diablos muertos de miedo los fundadores de la
civilización. (…) Una vez que se ha establecido el gobierno, el miedo a la muerte se convierte
en miedo al poder» (Strauss, 1970, p. 64).

La muerte antipolítica y prepolítica


La muerte para Hannah Arendt (2003, 2006) posee un carácter antipolítico. Ello porque
atenta contra la condición humana de la acción, la pluralidad. Pero también en su pensa-
miento se halla otra vertiente al respecto, similar a la idea hobbesiana de la muerte como
impulso a la constitución de lo político. Desde esta mirada la muerte en clave arendtiana
constituye también un fenómeno prepolítico. Para entender a cabalidad estas dos ideas es
necesario esbozar algunos tópicos respecto del concepto de lo político en la reflexión de
Arendt.
Lo que la autora pretende es desentrañar el sentido de la política. Lo que la empuja a
ello es que la violencia, las guerras y revoluciones, tan propias del siglo XX, signadas por el
exponencial desarrollo de los medios de destrucción, decantaron en una desconfianza gene-
ral de las personas hacia la política. Pero para Arendt esto no es más que un malentendido
históricamente consagrado. La política entendida como responsable de todas las atrocidades
del pasado siglo constituye, en el esquema arendtiano, la negación de la política en un sen-
tido originario. Según la autora, en la época moderna «nos movemos esencialmente en el
campo de la violencia y por este motivo estamos inclinados a equiparar acción política con
acción violenta», que es asimismo la matriz en la que se hayan insertos Maquiavelo y Hobbes
(Arendt, 1997, p. 123).

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La búsqueda de este sentido prístino de los conceptos políticos, en una pretensión tanto
filológica como arqueológica, le lleva a remontarse a la antigüedad clásica. Fueron los anti-
guos griegos quienes concibieron por primera vez la política. Arendt abandona la matriz mo-
derna que reduce lo político a la estatalidad, el gobierno o las leyes y razona con los concep-
tos del paradigma clásico. La primera distinción que extrae, ya esbozada anteriormente, es
que la política se halla en las antípodas de la violencia. La política es en sí misma no violenta.
Se estructura en base a la pluralidad, en el estar juntos los unos con los otros. La política se
basa en el consenso, la diversidad, el acuerdo, el discurso, en la acción en común, en el actuar
concertadamente. Los griegos se reunían en el ágora a tratar los asuntos que concernían a
todos los ciudadanos de la polis y esta forma de vida, la del ciudadano, era considerada la de
mayor excelencia. Solo participando en la deliberación común se era incluso realmente hu-
mano.
Para fundamentar este último enunciado Arendt señala la tríada que los antiguos griegos
concebían respecto de la «vida activa», el cúmulo de actividades que los seres humanos lle-
van a cabo por el simple hecho de serlo. Éstas se pueden dividir en tres: labor, trabajo y
acción. De ellas solo la acción es considerada política pues las demás se hallan sujetas a la
necesidad, carentes de libertad, y además al ámbito privado en tanto prescinden en su con-
creción de la pluralidad. Mientras el sujeto que labora es aquel que intenta paliar sus nece-
sidades biológicas más elementales, el que trabaja con sus manos produce objetos de una
cierta perdurabilidad. En esta división es la acción la actividad humana por antonomasia.
Cabe recordar, sin embargo, que en la polis griega el ciudadano, el único sujeto de la acción,
no está sometido a la necesidad en la medida en que éstas son cubiertas por todo un seg-
mento de esclavos que laboran para que así sea. La necesidad en esta lógica es propia de un
estadio prepolítico. Con ello se excluye de los asuntos públicos a toda una gama de sujetos.
El sujeto político arendtiano en la práctica deviene en una élite que puede permitirse el lujo
de no preocuparse de sus necesidades inmediatas.
La política como la entendían los antiguos no es inherente al ser humano. Existe en la
medida en que la heterogeneidad de sujetos se reúne en un espacio público a conciliar sus
antagonismos mediante la persuasión, cooperación y la armonía que se suscita por medio de
la palabra. Estos «oasis» (Arendt, 2008), como les llama la autora, pequeños milagros políti-
cos, solo se han suscitado en contadas ocasiones y durante breves momentos. «Tan poco ha
existido siempre y por doquier lo político como tal que (…) solamente unas pocas grandes
épocas lo han conocido y hecho realidad» (Arendt, 1997, p. 62). La política arendtianamente
ha surgido sobre todo luego de estallidos revolucionarios, en que los sujetos, en el fervor de
la causa que les convoca, se reunieron en asamblea para encontrarse y decidir los pasos que
habían de seguir. Este germen revolucionario sin embargo tiende a ser tan apasionado como
fugaz y no logra proyectarse más allá de la institucionalización del momento histórico. De ahí

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que la política haya extraviado su sentido original tras la decadencia de las ciudades-estado
griegas, confundiéndose luego con la mera administración estatal de la violencia.
Sin embargo, y como se dijo en líneas anteriores, la política para los antiguos se hallaba
en oposición a la violencia. «Ser político, vivir en una polis, significaba que todo se decía por
medio de palabras y de persuasión, y no con la fuerza y la violencia» (Arendt, 2003, p. 40).
Por ello el poder no es dominación, surge del estar juntos en un mundo común mediante
acción y discurso. Es en consecuencia el poder lo que se opone a la violencia, no así la no-
violencia. Allí donde se manifiesta la violencia ha desaparecido el fenómeno de lo político. La
actividad política, por ende, suprime la posibilidad de la muerte violenta de los otros. Asu-
miendo que la política se basa en reunirse como iguales en un espacio público, la muerte por
medio de la violencia se halla así en las antípodas de esta experiencia. La muerte en esta
lógica constituye «quizás la experiencia más antipolítica que pueda existir» (Arendt, 2006, p.
91). Mientras la muerte propia significa la desaparición del mundo, «cesar de estar entre
hombres» (Arendt, 2003, p. 22), la ajena implica un menoscabo a la pluralidad, la condición
humana de la acción en la división tripartita de la vida activa.
Pero también la muerte en clave arendtiana tiene otro sentido. La certidumbre de la
mortalidad humana, según ella, llevó a la acción política. La certeza de la muerte y la finitud
de la existencia individual indujo «a los hombres a buscar fama inmortal en hechos y palabras
y les impulsó a establecer un cuerpo político que era potencialmente inmortal» (Arendt,
2006, pp. 92-93). Vale decir, la política es una forma de escapar de la fugacidad de la vida
humana y así consagrar una unión imperecedera, que trasciende a la propia existencia. La
muerte en un sentido arendtiano se entiende entonces en dos sentidos: como negación y
como antecedente de lo político; desde una dimensión antipolítica y prepolítica, respectiva-
mente.
Una visión particular acerca del vínculo entre política y muerte, en alguna medida similar
a la de Arendt, se halla en la obra de Enrique Dussel (2006). Para él la política debe ser ga-
rantía de vida digna y plena para los sujetos insertos en un régimen que no es de cualquier
tipo sino democrático. Los grupos humanos, dice el autor, se hallan atravesados por una in-
herente voluntad de vida. Su visión de la política lleva entonces implícito un cariz arendtiano
al considerar que el poder político se expresa cuando el ciudadano participa en una lógica de
igualdad y llega a consensos discursivamente, en pos de dirigir las distintas voluntades hacia
el bien común. Es por ende un poder comunicativo. La violencia, al contrario, es «destructora
de lo político como tal» (Dussel, 2006, p. 26). Por ello aquel que manda, el representante o
delegado, debe ceñirse a una lógica obediencial. Es decir, debe mandar obedeciendo. Cuando
esa regla primaria se quebranta el poder se «fetichiza» y lo que está en juego es la vida
misma. La dominación y la muerte, en consecuencia, surgen de esta corrupción del poder.

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Este pasa a ser ejercido de modo autorreferencialmente, como si la soberanía emanara de
la autoridad elegida y no del pueblo que la elige.
Como se dijo, la política en un sentido dusseliano «es una actividad que organiza y pro-
mueve la producción, reproducción y aumento de la vida de sus miembros» (Dussel, 2006,
p. 24). La política entonces busca evitar la muerte y respetar la voluntad de vida, que a su
vez es lo que determina al poder político. Dussel está pensando sobre todo en América La-
tina. Como uno de los arquitectos de la llamada «filosofía de la liberación», cuyo objetivo es
emancipar políticamente a los pueblos del continente, intenta reflexionar a partir de otras
lógicas, poscoloniales y transcapitalistas, críticas del eurocentrismo y la modernidad. Para él
la reflexión acerca de la democracia ha estado signada por el pensamiento del «centro»:
Europa occidental y los Estados Unidos. El principal yerro de esta tradición intelectual radica
en asimilar poder con dominación y lo político con el fenómeno de la burocracia. Ello ha dado
pie para que la política, sobre todo en América Latina, se desarrolle de modo fetichizado y
corrupto. Las élites en el poder han gobernado para cumplir los intereses de las metrópolis
de turno y no los del pueblo soberano a quien deben su estatus. Una nueva forma de enten-
der la política pasa necesariamente por considerar a los de abajo, a los pobres y oprimidos,
y a aquellos actores que se hacen presentes en los lindes del sistema, en una lógica de exclu-
sión. Es por ende necesario construir una nueva teoría para los requerimientos de un conti-
nente que se halla en una profunda transformación, cuya manifestación más visible son los
movimientos sociales en diversos países americanos. Se debe pensar desde la izquierda, con
un horizonte participativo, sin vanguardismos y con respeto por las culturas milenarias.

Del poder soberano a la psicopolítica


Para Michel Foucault (2001, 2007) es la muerte la que definió al poder soberano y que asi-
mismo configuró la comprensión de lo político hasta el siglo XVII. Era este un poder sobre la
muerte. Se ejercía a través del derecho a matar, de quitar la vida a quienes se hallaban bajo
su dominio, tanto por suplicio como por su utilización en la guerra. Era el poder de la espada,
que no trepidaba en actuar en tanto la vida del soberano se hallara en peligro o resultara
vulnerada. Era el derecho de hacer morir y dejar vivir. Esta forma de poder luego dio paso a
los llamados regímenes disciplinarios y más tarde a la biopolítica. No son ya poderes de
muerte, sino que poderes sobre la vida. Administran los cuerpos, los hacen dóciles y se adue-
ñan de sus fuerzas. Se trata de una «estatalización de lo biológico» (Garcés, 2005, p. 88).
El tránsito entre el poder soberano y el biopoder estará marcado por la irrupción de las
formas de producción del capitalismo industrial. Es un poder que garantiza la vida de los
sujetos en la medida en que ello permite la producción y el aumento del capital. Busca, por
lo mismo, hacer vivir y dejar morir. Sacraliza la vida y de paso oculta a la muerte. La muerte

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será confinada a espacios reducidos, cerrados. Perderá su visibilidad y fastuosidad y será re-
legada al ámbito de lo privado y secreto, a la oscuridad de la prisión, del siquiátrico o en
general de las instituciones disciplinarias. «El capitalismo absolutiza la mera vida. Su fin no es
la vida buena. Su compulsión a la acumulación y al crecimiento se dirige precisamente contra
la muerte, que se le presenta como pérdida absoluta» (Han, 2014b, p. 36). La muerte de un
sujeto conlleva una pérdida de productividad y de ahí el afán por evitarla. La salud es ensal-
zada y se crean una serie de dispositivos para preservar la vida y prolongarla.
Pero ¿cómo se explica que este poder, una «gestión calculadora de la vida», diera lugar
desde el siglo XIX a las mayores matanzas, genocidios, holocaustos y guerras que ha visto la
historia? La respuesta, según Foucault (2001), se halla en el racismo. La muerte se ciñe, a
partir de este discurso, a la supervivencia de la raza o de la población. El racismo reintroduce
la posibilidad de la muerte en tanto establece «cortes en el continuo de la especie» (Garcés,
2005, p. 89). Este entiende que la propia existencia se ve amenazada por la figura de un otro
que pretende negarla. De ahí que deba ser combatido y eventualmente exterminado.
Una variante de este argumento puede hallarse en la obra de Carl Schmitt (2009), en su
comprensión de la política fundada en la relación problemática entre «amigo» y «enemigo».
La oposición entre ambos está dada en un sentido existencial. Enemigo entonces es aquel
grupo humano que se opone combativamente al propio. Así es dable concurrir a una guerra
contra él y eventualmente matarle. La guerra, para Schmitt, es la más intensa expresión de
la rivalidad entre amigo y enemigo. Es por ende el conflicto, con la consiguiente posibilidad
de aniquilar al otro en defensa de la propia integridad, lo que da ocasión a la política. El
soberano, en este sentido, es aquel que goza del ius belli, el derecho de declarar la guerra o
de decidir quién en un determinado momento es el enemigo.
Giorgio Agamben (2005, 2006) reflexiona a partir del concepto de soberanía schmit-
teano. Este es, como se dijo, quien detenta el poder para decretar el estado de excepción. Es
de este modo, a partir de la puesta en pausa del derecho, que la vida se muestra desnuda,
como objeto de dominio sobre el que actúa el poder soberano, el mecanismo biopolítico por
antonomasia. El autor plantea que las democracias actuales están basadas en un sustrato de
excepcionalidad, pues ésta luego de un tiempo deviene en norma y además las conquistas
sociales profundizan la incardinación del poder en la vida. La democracia en sí misma torna
en biopolítica.
Agamben profundiza también en torno al homo sacer, una oscura figura del derecho
romano arcaico, que simboliza a aquella vida insacrificable, pero a la que cualquiera puede
dar muerte sin por ello recibir un castigo. En lo que constituye una aparente contradicción,
Agamben sugiere que en las democracias modernas todos los sujetos son potenciales homo
sacer. El dictamen de excepcionalidad constitucional media entre su categoría de sujeto y
objeto, entre ciudadano y nuda vida. Han (2012) plantea que la absolutización de la mera

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vida condujo a que la categoría de homo sacer aplique en un sentido distinto al que postula
Agamben. En el neoliberalismo «la nuda vida es en sí misma sagrada, de modo que ha de
conservarse a toda costa» (p. 47). Los sujetos del rendimiento son homini sacri en la medida
en que son absolutamente inaniquilables, la muerte deja de ser una posibilidad para el po-
der.
El musulmán, como le llamaban en Auschwitz a aquel ser idiotizado, cadáver ambulante,
víctima de la enfermedad y la desnutrición, que se hallaba entre la vida y la muerte en los
campos de concentración nazis, más muerto que vivo, es la representación extrema del
homo sacer en la modernidad, en un sentido agambeniano. Era una vida puramente bioló-
gica, reducida a los impulsos de un autómata, sometida a una situación extrema de la que
no había salida. Era rechazado por nazis y judíos, abandonado a una muerte que no tardaba
en llegar, y todos por igual eran ante su figura incapaces de mantener la vista. «El musulmán
es no solo o no tanto un límite entre la vida y la muerte; señala, más bien, el umbral entre el
hombre y el no hombre. (…) Hay, pues, un punto en el que, a pesar de mantener la apariencia
de hombre, el hombre deja de ser humano. Ese punto es el musulmán» (Agamben, 2000, p.
56).
Lo radicalmente nuevo de la figura del musulmán es su incapacidad de hablar, de testi-
moniar, su pérdida del lenguaje. Le conduce aquello a un estado de animalidad que hasta la
irrupción del totalitarismo era inconcebible. «El musulmán encarna el significado antropoló-
gico del poder absoluto de manera particularmente radical. En el acto de matar el poder se
suprime a sí mismo (…). Al someter a sus víctimas al hambre y la degradación, gana tiempo,
lo que le permite fundar un tercer reino entre la vida y la muerte» (Agamben, 2000, p. 48).
¿Qué hay de humano en aquella existencia sometida a indignidad de lo infrahumano? ¿Es
acaso un sujeto político aquel musulmán situado en el umbral de lo indecible? Hay quienes
dicen que no existe un sujeto sustraído a la cultura ni tampoco zoé pura luego de la adquisi-
ción del lenguaje. Lo cierto es que la pérdida de la política, bien como la entiende Arendt, en
oposición al totalitarismo y a la violencia, supone la aniquilación de la pluralidad e incluso la
animalidad de lo humano.
La psicopolítica y su sujeto del rendimiento también se configuran en oposición a la
muerte. Para el neoliberalismo la vida sigue jugando un rol primordial, pero a través de lógi-
cas distintas a las que operan en los regímenes biopolíticos o capitalistas. El neoliberalismo
es un poder sobre la psique de los sujetos. Mediante la creación de deseo logra que estos se
exploten a sí mismos. No es ya la explotación del amo y sobre el esclavo en sentido hegeliano.
Es una explotación voluntaria, sutil. El sujeto es su propio amo, sacraliza su vida y trabaja. La
psicopolítica consagra una vida frenética, centrada en el éxito, el ego y la individualidad. Crea
sujetos depresivos en tanto que narcisistas, incapaces a su vez de experiencias eróticas e

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incluso de amar. La razón de ello se encuentra en que «la verdadera esencia del amor con-
siste en renunciar a la conciencia de sí mismo, en olvidarse de sí en otra mismidad. [El esclavo
hegeliano] no tiene capacidad de renunciar a la conciencia de sí mismo, o sea no es capaz de
morir» (Han, 2014b, p. 39). Este régimen político-económico, como se ha señalado, im-
pregna todo ámbito de cosas, incluso las más íntimas y profundas. El sujeto del rendimiento
es similar al animal laborans arendtiano, entregado por entero al trabajo y por ende despo-
litizado y superfluo, y también al musulmán, en tanto que se halla debilitado por la depresión
y afectado por trastornos neuronales, pero «con la diferencia, en todo caso, de que al con-
trario [del musulmán] está bien nutrido y no en pocas ocasiones obeso» (Han, 2012, p. 49).

CONCLUSIÓN
Para concluir, una reflexión. Una vez finalizado el análisis de las distintas comprensiones de
la muerte en torno a lo político, quisiera enfocarme no en cómo dicho vínculo es sino que en
cómo debe ser. Es decir, abordar el problema de la muerte desde un horizonte normativo.
Para ello me valdré principalmente de lo expuesto por Dussel (2006), a lo que añado también
una interpretación personal. Destaco sobre todo su noción del poder obediencial. La corrup-
ción de este principio, la fetichización del poder, genera que de tanto en tanto el pueblo se
convierta en hegemón, arrastrado a ello por una situación que le resulta intolerable, y se
manifieste como hiperpotentia.
La hiperpotentia se manifiesta cuando el pueblo ejerce el poder por sí mismo, su potentia,
en oposición a una potestas, la institucionalización del poder soberano del pueblo, que ya se
halla fetichizada. Dussel llama a esto con el nombre de «estado de rebelión» y, aunque de
rara ocurrencia en la historia, se sustenta en base a un poder soberano que difícilmente
puede ser derrotado. «Los pueblos son invencibles», señala Dussel, «o hay que asesinar a
todos sus miembros cuando tienen voluntad-de-vida consensual y eficaz, estratégica y tácti-
camente. ¡Cuando ejercen el ethos de la valentía!» (Dussel, 2006, p. 98).
Dussel cita el ejemplo de los ejércitos napoleónicos derrotados por el pueblo español,
inferior militarmente, y el del pueblo iraquí que resiste frente a Estados Unidos, la mayor
potencia militar en la historia humana. En dichos escenarios revolucionarios, que para Arendt
constituyen la esencia de lo político, la hiperpotentia le recuerda a la potestas quién en reali-
dad es la última instancia del poder. Su declamación resulta aleccionadora. De ahí que la
violencia que el pueblo como soberano ejerce contra quienes les oprimen, sus «chupasan-
gre», resulte legítima. La tensión entre política y muerte en este caso se resuelve en favor
del pueblo. El poder como potestas por ello siempre debe estar al servicio de la potentia. Un
poder que no es obediencial es en último término un poder que atenta contra la vida de la
comunidad, que vela por otros intereses, como los de la metrópoli que domina en el área

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geográfica en cuestión. La potestas no puede nunca ser un poder de muerte. No es soberano,
como equivocadamente lo entienden Maquiavelo y Hobbes, entre otros. La hiperpotentia al
contrario puede arrogarse el derecho de ser un poder de muerte contra quienes les esquil-
man. La violencia entendida de este modo puede resultar liberadora, emancipatoria, en
tanto diluye las exclusiones a que da lugar un determinado sistema político y, en decir de
Rancière, constituye nuevos repartos de lo sensible en una lógica de igualdad.
Los movimientos sociales latinoamericanos quizás llevan en su seno el germen de una
futura expresión de la hiperpotentia. El tiempo dirá. En un continente atravesado por ciertos
fenómenos políticos negativos tendenciales, como la corrupción y la pobreza, debe llegar el
momento en que el pueblo se atreva a tomar las riendas de su presente con sus propias
manos. Llegado el momento, su arrojo en pos de la causa, su entrega incluso hasta la muerte,
también puede ser entendida como una muerte política, un sacrificio político reivindicativo.
Ésta es también la esencia de la política como vocación. La entrega a una causa implica mu-
chas veces incluso hasta la disposición a dar la vida por ella. La muerte, vista de ese modo,
constituye la entrega absoluta, la más política de las muertes.

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