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PRÓLOGO

Lola Robles
Agosto 2017

He de reconocer que antes de empezar a leer esta selección de textos que prologo yo
estaba entregada ya a la figura de Emma Goldman. Escuché hablar de ella por primera
vez cuando trabajaba en la Biblioteca de Mujeres de Madrid y tuve en mis manos
algunos de sus libros y de las biografías que se le han dedicado. Antes de llegar a la
Biblioteca, había estado un tiempo en el grupo Mujeres Libertarias, vinculado a la CGT.
En él conocí por cierto a María Bruguera Pérez (1915-1992), que había vivido en
persona la Guerra Civil; el resto éramos más jóvenes. El grupo publicaba una revista
con su mismo nombre y mucho interés y empeño. Años más tarde coincidiría con
algunas integrantes de Mujeres Libres, en este caso ligadas a la CNT. Ambos colectivos,
pequeños pero muy animosos, eran (independientemente del conflicto entre sus
sindicatos) los herederos directos de las Mujeres Libres que surgieron en nuestro país en
1936 de la mano de Amparo Poch y Gascón, Lucía Sánchez Saornil y Mercedes
Comaposada. Aquéllas anarquistas organizadas como grupo específico tenían también
una revista. Por cierto que Emma Goldman escribió en su primer número, Mujeres
Libres, donde no quiso colaborar Federica Montseny, pues la dirigente anarquista no
estaba de acuerdo con la existencia de colectivos de mujeres autónomos. A su vez,
Goldman creó su propia revista, Mother Earth (Madre Tierra, 1906-1917), lo que
confirma la importancia de este tipo de publicaciones para el activismo antes de la
aparición de Internet, ya que permitían exponer el pensamiento y actividades de cada
grupo.
Lo que sorprende es que los planteamientos de las Mujeres Libres del año 36 y los de
las Mujeres Libertarias y Libres de la España posterior a la transición tuvieran tanto en
común, no ya en sus ideas sino en los problemas a los que se enfrentaban como mujeres
y como anarquistas dentro de una organización mixta. Unas y otras seguían
comprobando la reticencia y hasta la negativa de sus compañeros hombres a aceptar sus
reivindicaciones feministas en la vida personal, doméstica y en las relaciones de pareja,
así como no comprendían la necesidad de crear un colectivo específico dentro del
sindicato. Solían ellos estar convencidos de que en una organización anarquista no era
necesario, ya que no podía haber discriminación precisamente por su ideología, aunque
día a día la realidad demostrase lo contrario. Ligado a ello se daba el problema de las
«prioridades», el cual ha sido uno de los grandes obstáculos que han tenido que superar
las militantes en partidos, sindicatos y organizaciones varias, al ver relegadas sus
propuestas y necesidades a un segundo lugar, por ser «menos importantes» o porque «ya
las resolvería la revolución».
Creo que, siendo feminista y/o anarquista, resulta difícil no sentirse fascinada por la
vida y el pensamiento de Emma Goldman, sobre todo porque una y otro mantienen una
coherencia que no se da en muchos casos. Escribió una autobiografía, bastante extensa
pero que merece la pena leer, Living my life (Viviendo mi vida, 1931). Nacida el 27 de
junio de 1869 en la localidad de Kaunas, actual Lituania, entonces perteneciente al
Imperio Ruso, su familia era judía. El padre fue un hombre violento y patriarcal, y
tampoco con la madre tuvo una buena relación. Esa experiencia de su infancia debió por
fuerza condicionarla hacia el feminismo, de la misma manera que sus relaciones con los
hombres y con otras mujeres le mostrarán a qué problemas tienen que enfrentarse ella y
sus compañeras de género. El feminismo consiste fundamentalmente en un aprendizaje
de vida, bastante inevitable. Es precisamente al tratar su padre de casarla contra su
voluntad cuando Emma decide marchar desde San Petersburgo, donde residía, hacia los
Estados Unidos, ya que allí vivía una hermana. Viaja acompañada por otra hermana
también. Parten en diciembre de 1885 y llegan a principios de 1886. Sin duda el
contraste entre ese Imperio Ruso antiguo y gigantesco al que le faltan pocos años para
derrumbarse y el país joven, la gran Meca del capitalismo, que está empezando a
despuntar, tuvo que ser fortísimo. Lo explica en su autobiografía: tanto ella como su
hermana estaban convencidas de que «encontraríamos un sitio en el generoso corazón
de América. Teníamos los ojos llenos de lágrimas y el alma llena de júbilo».
Aunque era joven y capaz de adaptarse, pronto descubrirá, como muchos otros
inmigrantes, que el sueño americano es una quimera para gran parte de los recién
llegados e incluso para los nacidos allí, y que el Imperio de las Finanzas se cimenta
sobre la explotación de las clases trabajadoras, que viven en la miseria y en la desdicha.
Goldman reside primero en Rochester, donde acabará por reunirse toda su familia, y
luego en Nueva York. Trabaja en el oficio textil, que ya ha realizado en su país. Al
principio se relacionará básicamente con otros inmigrantes rusos y judíos. Se casa con
uno de ellos, pero el matrimonio dura solo unos meses. Goldman comprende pronto que
no tiene interés en la vida del hogar, ni en ser esposa ni madre. No se volverá a casar
nunca. Tampoco se adapta a un trabajo de semiesclavitud. Es a partir de aquel momento
y dentro de las luchas revolucionarias que se están desarrollando en el país en esos años
cuando comienza su trayectoria como activista. Tuvo la ayuda de algunos anarquistas
varones, amigos, compañeros y amantes, como el alemán Johann Most (1846-1906) o
su compatriota Alexander Sasha Berkman (1870-1936), que la ayudaron a formarse.
Hubiera sido muy difícil que lo consiguiera gracias a otras mujeres, porque había pocas
que tuviesen esa formación para transmitírsela. No tardó mucho en convertirse en una
anarquista destacada que daba conferencias y escribía. En aquella labor viajó por todos
los Estados Unidos y luego a Europa. Su actividad también le supuso ser vigilada por la
policía, censurada, detenida y encarcelada en diversas ocasiones bajo la acusación de
agitadora social y por incitación y participación en actos violentos. En la cárcel aprendió
el trabajo de Enfermería, que completó en Viena, añadiéndole además el de comadrona.
Emma Goldman llegó a convertirse en «una de las mujeres más peligrosas de América»,
en palabras de J. Edgar Hoover, presidente de la Audiencia donde se trataba su
expulsión del país y que luego sería el primer director del FBI. Desde luego, parece que
se la consideró una especie de demonio, partidaria del terrorismo y capaz de incitar no
solo a atentados e intentos de asesinato como el del Presidente del país, el republicano
William McKinley, sino a todos los libertinajes sexuales posibles. Quien se anime a
conocer su autobiografía encontrará una mujer muy diferente de esa leyenda negra, de
joven un poco insensata como suele ser la juventud, con una capacidad intelectual fuera
de serie y una enorme clarividencia y humanidad. No pareció necesitar tampoco de un
lenguaje violento para exponer sus ideas, sin que por ello deje de resultar contundente.
Así, en diciembre de 1919, más de treinta años después de aquel invierno en que había
llegado a América, se la deportó a Rusia, donde vivirá de 1920 a 1922. Al principio se
une a la revolución bolchevique, pero no tardará en denunciar la represión, la burocracia
del nuevo régimen soviético y los trabajos forzados. De tal manera que tendrá que
marcharse nuevamente del país. Residirá en Inglaterra, Francia y finalmente en Canadá.
De hecho, cuando estalla nuestra Guerra Civil ayudará a los anarquistas españoles
recaudando fondos para ellos y difundiendo información sobre el conflicto. Vendrá a
España en los años de la guerra en tres ocasiones. Su participación le servirá de acicate
personal tras el suicidio de su amigo Alexander Berkman. Emma Goldman murió el 14
de mayo de 1940 en Toronto, Canadá. Está enterrada en Chicago, la ciudad donde
fueron condenados y ajusticiados ocho sindicalistas anarquistas por participar en la
lucha por la jornada laboral de ocho horas y en la huelga del 1 de mayo de 1886, motivo
por el cual se celebra en esa fecha el Día Internacional del Trabajo.
La pensadora y activista ruso-americana se rebeló desde muy joven primero contra la
tiranía del padre y luego contra cualquier otra forma de poder que la oprimiera. Como
inmigrante rusa y judía, obrera y pobre que casi siempre, hasta el final de su vida, tuvo
dificultades económicas, marchó a un país que no era el más propicio para movimientos
como el anarquista. Añádanse las dificultades específicas para una mujer en el momento
en que vivió. De modo que resulta difícil no mitificarla si se comparten sus ideas, igual
que la odiaron muchas personas y dirigentes de los países por los que pasó. Sin duda a
sus admiradores nos gustará recordar sus frases célebres, aunque no las dijera
exactamente así, como aquello de «Si no puedo bailar, esta no es mi revolución» o
«Pedid trabajo, si no os lo dan, pedid pan, y si no os dan ni pan ni trabajo, coged el
pan», o imaginarla gritando «Ni Dios, ni amo, ni marido ni partido». Sin embargo hay
frases menos grandiosas que me parecen de enorme validez, como cuando dice: «En
qué creo es algo más bien cambiante antes que algo irreversible. Lo definitivo es para
los dioses y los gobiernos, no para la inteligencia humana». A mí me parece, tras
haberla leído, apasionada e indomable, capaz de entregarse al activismo pero también de
disfrutar de la vida, optimista, lúcida y crítica.
Hay un peligro claro al abordar su obra: la tentación de tomar de sus escritos aquello
que nos interesa o nos da la razón en los conflictos actuales por ejemplo del feminismo.
Y es que escribió sobre muchos y diversos temas. A la vez habrá que reconocer que la
objetividad total es imposible y de esa premisa parto; yo voy a hacer de igual modo una
selección entre sus palabras desde mi interés. Al menos hay que tratar de ser consciente
de ello y no confundir su opinión con la nuestra.
Escribiendo tiene un estilo claro y enérgico. Hay una tendencia hacia las grandes frases
inflamadas de indignación o esperanza, sin caer en los vicios y estereotipos del lenguaje
activista, con tanta frecuencia panfletario. Se nota en sus textos sus numerosas lecturas
y que se documentaba bien. Leyó a Bakunin, Kropotkin, Ibsen, Nietzsche y escuchó
hablar directamente a Freud en Viena.
Uno de los aspectos más significativos de la pensadora anarquista es que si bien en
determinadas cuestiones su mentalidad fue lógicamente la de su época, sin embargo en
otras resulta tan adelantada que incluso sobrepasa a la actual. Por ejemplo en su
propuesta del amor libre y en su visión del matrimonio.
Este libro comienza abordando un tema al que por supuesto Goldman dedica buena
parte de sus escritos, el propio anarquismo, que considera la única solución
verdaderamente liberadora para la Humanidad. Trata de refutar los prejuicios que
siempre surgen en relación con esta ideología y su posible puesta en práctica, prejuicios
como vincular la anarquía con la mera agitación social y sobre todo con la violencia y el
terrorismo, o presumir que supondría puro caos o sería del todo impracticable,
quedándose pues en mera utopía.
Sobre lo que pensaba Goldman de la violencia, hay interpretaciones muy divergentes.
Se ha dicho que participó como incitadora o hasta colaboradora en acciones violentas, la
primera de ellas, el intento de asesinato por parte de su amigo Alexander Berkman de
Henry Clay Frick, un magnate que empleó hombres armados contra huelguistas,
asesinando a varios de estos, en 1892, y posteriormente el ya comentado asesinato del
Presidente William McKinley por parte de un anarquista, Leon Czolgosz, de quien se
dijo que se había «inspirado» en los escritos y conferencias de la autora. También se ha
asegurado por el contrario que era una firme partidaria del pacifismo. Pero Goldman sí
que defendió la necesidad de actos violentos en determinadas situaciones y explicó los
motivos de que estos se produjeran sobre todo frente a la violencia estatal y policial, y la
explotación laboral que había llevado a gran parte del pueblo a la miseria mientras una
minoría lograba la riqueza. Es decir, denunció la violencia que ejerce el poder
establecido y que no es considerada sin embargo terrorismo. «Creo que el anarquismo
es la única filosofía de paz, la única teoría de las relaciones sociales que valora la vida
humana por encima de todo lo demás. Sé que algunos anarquistas han cometido actos
de violencia, pero fueron las terribles desigualdades económicas y las grandes
injusticias políticas las que les llevaron hacia tales actos, no el anarquismo. Cada
institución en la actualidad se basa en la violencia; nuestro medio social está saturado
de ella. En tanto exista tal estado de las cosas, tendremos las mismas posibilidades de
parar las cataratas del Niágara que de acabar con la violencia».
No obstante, como ya he comentado, su afirmación por la paz ha sido remarcada por
algunas feministas, también porque Goldman se opuso a la intervención de los EE.UU.
en la Primera Guerra Mundial y participó en campañas contra la movilización militar de
los hombres estadounidenses, lo que por cierto le supuso ser encarcelada. Yo no
encuentro una apuesta decidida y clara por la no violencia, pues ya hemos visto cómo
ella explica las razones por las que a veces es necesaria (aunque en absoluto instigaba a
ella tampoco), y la consideraría más bien antimilitarista, en el sentido de oponerse a los
ejércitos y a la guerra («el insaciable monstruo de la guerra») que ve como
instrumentos de los Estados y gobiernos, los cuales se sirven de pretextos para defender
oscuros intereses económicos y políticos, y para mandar a los soldados a morir por
ellos.
Respecto de la guerra asimismo, afirma que esta roba a las mujeres lo que es más
preciado para ellas, sus hijos y su marido, pero añade que son ellas las que colaboran en
su existencia: «el apoyo más sólido que posee el culto de la guerra procede de la mujer.
Ella es la que inspira en sus hijos el anhelo de la conquista y del poder; ella susurra en
los oídos de sus pequeñuelos la gloria de la guerra, y cuando mece la cuna del bebé, le
duerme musitándole cantos marciales, en los que suenan los clarines y rugen los
cañones. Es la mujer la que corona a los victoriosos que regresan de los campos de
batalla». Sin embargo, realmente no son las mujeres las que deciden y ordenan los
conflictos armados. Tampoco van a combatir entregando su cuerpo a la muerte por
mandato de otros, aunque desde luego la sufren al igual que toda la población civil, y
con una violencia específica en la que su cuerpo se ve igualmente expuesto. Goldman
no distingue aquí entre lo que es ser correa de transmisión de determinadas ideologías
como la patriarcal y la militarista con estar realmente entre quienes tienen el poder para
mantener esa ideología y beneficiarse de ella.
Explica también cómo la pobreza y la desesperación llevan a los hombres a la
delincuencia y a la cárcel. El crimen está causado asimismo por una «energía mal
dirigida», cuando las personas llevan vidas que aborrecen. Y las cárceles solo sirven de
instrumentos de castigo donde los reclusos son sometidos a un trato inhumano y
degradante que en nada puede servir para transformarlos.
Esta selección de textos recoge además un buen número de opiniones de Goldman sobre
las mujeres y el feminismo. No me cabe más remedio que empezar diciendo que en
general su valoración sobre nosotras resulta bastante dura, ya lo hemos visto al referirse
a la guerra. Por ejemplo también, ella, que es atea, considera que las mujeres son las
principales sustentadoras de las deidades y las religiones, y estas últimas uno de los
métodos más eficaces para que el Estado y la Iglesia controlen las sociedades. Desde el
principio de la Humanidad, la religión ha sido un instrumento con el que las personas
hemos tratado de explicarnos el mundo y vencer nuestros miedos e inseguridades
respecto de la vida y la muerte, agarrándonos a esas creencias como a una tabla de
salvación. De modo que hemos elegido la ignorancia y la superstición en vez de
hacernos dueñas de nuestra propia existencia. Sobre todo esto les ocurre a las mujeres,
llega a afirmar, y posiblemente sin ellas ya no habría creencias religiosas.
Son muy recordadas, y con razón, sus manifestaciones acerca de la prostitución, el
matrimonio y el amor libre. Ahí es donde se muestra lo que he dicho antes, que era una
mujer de su época en determinadas opiniones y no obstante en otras más avanzada
incluso que muchas feministas y muchos anarquistas actuales. Aunque ella sigue
mirando a las prostitutas desde el estigma y como personas desgraciadas y víctimas, o
denomina a la prostitución «una plaga», piensa que hay varias causas que llevan a
acabar en ese oficio. Una de ellas es la explotación económica a la que se ven sometidas
las obreras (ya que pocas prostitutas hay en la clase media y adinerada). Al ser tan bajos
los salarios de las mujeres muy humildes que se dedican sobre todo al trabajo industrial,
las necesidades apremiantes conducen a estas a las «casas de lenocinio». El problema
está en la inferioridad económica de las mujeres. Habla del origen religioso de la
prostitución para dar una visión histórica de la misma, señalando que es a partir de la
Revolución Industrial cuando se incrementa. Y asegura que no se podrá terminar con
esta situación mientras no acaben las circunstancias económicas de necesidad y miseria
que son su causa. Añade que otro de los motivos es la ignorancia de las mujeres en
materia sexual. Pese a que el destino que se les ha adjudicado en la vida es ser esposas y
madres, sin embargo no se les educa para conocer lo que es el sexo. Y por añadidura hay
una doble moral, distinta para ellas y para los varones, consecuencia de una profunda
hipocresía puritana.
Pero es que la autora anarquista no ve mucho mejor el matrimonio. Lo cree una
desgracia, sobre todo para las mujeres, aunque también para el hombre, y totalmente
antinatural, pues consiste en una monogamia obligada. Se trata de una forma de
esclavitud creada por la Iglesia y el Estado, y lo compara con la prostitución. Más aún,
no cree que convertirse en prostituta sea lo peor que le puede ocurrir a las mujeres
(creencia que es un elemento fundamental del estigma), y desde luego no piensa que las
casadas sean mejores y más «puras» que las prostitutas (esto por cierto tampoco lo
piensa el feminismo abolicionista, aunque se afirme lo contrario). Llega a decir que el
matrimonio es todavía peor, porque el marido mantiene a la mujer y esta se convierte en
una parásita a causa de su dependencia económica y se ata a un solo dueño por toda la
vida, perdiendo todos sus derechos sobre sí misma como persona, algo que no le ocurre
a la prostituta, que puede entregarse a quien quiera aunque esté obligada a ello. Por
supuesto ha de tenerse en cuenta que en la época en que vivió Emma Goldman el
destino de vida de las mujeres era casarse, a la vez que su única posibilidad de sustento
una vez fuera de la tutela paterna, salvo que se hiciesen monjas o prostitutas. Las
campesinas y obreras trabajaban no solo en el hogar sino en las faenas agrícolas y de
alimentación, o en la fábrica, y no obstante seguían dependiendo económicamente por
completo del esposo o ganaban mucho menos. Solo una minoría de burguesas se casaba
para ser «mantenidas» y desarrollar una vida de ocio mientras el hombre trabajaba. Y la
presión social y cultural para convertirse en esposas era desde luego muy fuerte.
Muchas feministas, en especial las radicales, creen que la institución matrimonial es un
producto del patriarcado y enuncian como pilares de este el control sobre la
reproducción humana, sobre la sexualidad, el trabajo doméstico y los cuidados.
Creo que lo más importante de los planteamientos de Goldman y lo más válido para los
tiempos que corren, es que no excusa la existencia de una situación injusta con otras, no
piensa que como hay matrimonio o explotación industrial entonces es admisible la
prostitución, o viceversa. Se opone a todas esas formas de esclavitud, al ser anarquista y
feminista, y quiere acabar con ellas.
Lo que propone como alternativa, que ella misma realizó en su vida personal, es el amor
libre. En nuestra época hemos conseguido derechos igualitarios de matrimonio para las
parejas heterosexuales y homosexuales, y se vuelve al deseo de una familia tradicional,
nuclear y biológica a través de la gestación «subrogada», todo ello sin un
cuestionamiento de instituciones como la familia y el matrimonio tradicionales. Ya no se
proponen formas verdaderamente subversivas ni siquiera por parte de las feministas y
activistas LGTBQI más supuestamente de izquierda radical, que se limitan a plantear las
decisiones, deseos y libertades individuales como validadoras de todo comportamiento
y derecho. De modo que las propuestas de Goldman siguen teniendo plena vigencia
como contrapartida. Para ella, el dinero nunca podría ser el validador de ningún vínculo.
Tales opiniones resultaron escandalosas y revulsivas entonces, y sin duda lo continúan
siendo hoy, porque la función de pensadoras como esta mujer es precisamente
escandalizar.
Llegamos ahora a un terreno un tanto resbaladizo, el de la relación de Emma Goldman
con las sufragistas, el entonces movimiento por la emancipación de la mujer que ella
misma denomina «movimiento feminista».
Resulta lógico que siendo anarquista no esté a favor de convertir el sufragio en un
objetivo fundamental para la liberación y emancipación de las mujeres tal como hacen
las sufragistas. Lógico porque ella no cree en el Estado ni en las votaciones como forma
de participación democrática, ni para las mujeres ni para los hombres. Eso sí, no niega
que ellas deben tener el mismo derecho a votar: «Innecesario sería decir que no me
opongo al sufragio femenino; en el sentido convencional de la idea pura, debería
ejercerlo. Ya que no veo por cuáles razones físicas, psicológicas y morales la mujer no
posee los mismos derechos del hombre». Pero no piensa que eso las vaya a liberar
realmente.
Como otros feminismos coetáneos y posteriores, Goldman no cree que baste con la
igualdad, pues eso sería repetir las mismas estructuras e instituciones de una sociedad
represiva, injusta e insolidaria. Piensa que la situación de las mujeres, en especial las
trabajadoras, no puede cambiar si no hay una transformación global de la sociedad
desde el anarquismo. Eso no quiere decir que olvide los problemas específicos
femeninos ni los relegue a un puesto secundario, de hecho tuvo constantes dificultades
porque siempre quería hablar del tema sexual en sus conferencias y sus compañeros le
incitaban a no hacerlo y a limitarse a cuestiones generales. Así, ella considera que lo que
piden las sufragistas es un puñado de reformas y cambios que no van a beneficiar ni a
toda la población ni a todas las mujeres si no solo a un sector de estas últimas: «Pero
después de todo, también las suffragettes carecen de un concepto claro de lo que es
verdaderamente la idea de igualdad. ¿No lo ratifica ese tremendo, gigantesco esfuerzo
que están llevando a cabo para conseguir un puñado de conquistas que beneficiarán a
un grupo de mujeres propietarias, sin que nada se provea para la vasta masa de los
trabajadores?».
En ese sentido, el sufragismo sería un movimiento reformador y no revolucionario, a
diferencia del feminismo anarquista que defiende ella. Además, para Goldman el que las
mujeres llegaran a convertirse en juezas, carceleras o verdugos no supondría realmente
un avance, del mismo modo que una feminista antimilitarista no tomará como un
adelanto el que podamos acceder al ejército, aunque no niegue el derecho en sí, porque
como antimilitarista buscará la abolición de ese estamento, sea exclusivo para los
hombres o mixto. De esta postura de Goldman frente a las peticiones y objetivos del
sufragismo yo derivaría dos cuestiones importantes.
Por una parte no me atrevería a identificar sin más el feminismo sufragista como un
feminismo burgués. Si bien las mujeres que lo integraban eran casi siempre de clase
media, no hubieran podido pertenecer mayoritariamente a las clases trabajadoras por la
dificultad o imposibilidad de estas últimas para tener formación y tiempo libre que
dedicar a la lucha. Es algo que ha pasado en otros movimientos revolucionarios,
empezando por el anarquismo y comunismo. Sí que es verdad que ha existido un
feminismo más reformador, de la igualdad, institucional, que ha buscado y busca
derechos para equiparar a mujeres y hombres, sin pretender cambios más profundos en
la sociedad. Se trata de un feminismo blanco, de clase media, no migrante,
heteronormativo, algo que otros feminismos han denunciado con claridad. De hecho, es
esta tendencia aburguesada la que hace que se considere que este Movimiento busca
solo la igualdad, cuando realmente gran parte de él pelea por la libertad y por la
transformación social para todas las personas.
Otra de las ideas que me parecen más clarividentes en la autora ruso-americana es
cuando expone que si las mujeres llegan a los puestos que les han sido vetados no van a
hacer las cosas peor que los hombres, aunque tampoco mejor. La mujer no va a
«limpiar» la política: «Presumir que ella logrará purificar lo que no es susceptible de
purificación, es adjudicarle un poder sobrenatural. Desde que su mayor desgracia fue
que se la considerase un ángel o un demonio, su verdadera salvación se halla en que se
le otorgue un razonable sitio en la tierra; es decir, que se la considere un ser humano y
por ende sujeta a cometer los yerros y las locuras propios de la condición humana».
Esta idea es importante porque nos dice que el sistema no va a ser bueno o malo
dependiendo de las personas que lo ocupen (si acaso puede resultar un poco más
tolerable). Por parte de muchas feministas ha existido durante bastante tiempo la
creencia, que se ha demostrado utópica, de que la participación de mujeres (eso sí,
feministas) mejoraría las instituciones. Lamentablemente, y aunque esto no lo conoció
Goldman pues ella trabajó de manera individual y no dentro de grupos, ya en ellos se
han repetido en su funcionamiento los mismos esquemas de poder, falta de
horizontalidad, manipulación e injusticias que en cualquier colectivo mixto, aunque no
haya existido la opresión estructural específica patriarcal.
Resulta impecable cómo plantea que el objetivo de las luchadoras por la emancipación
de las mujeres de que estas fueran independientes económicamente mediante un trabajo
remunerado podía llevar, sobre todo a las pertenecientes a las clases obreras, a la
esclavitud de la doble jornada, trabajar fuera de casa y dentro, algo que además muchas
de ellas ya estaban obligadas a hacer puesto que el salario del marido no llegaba para las
necesidades de la familia. Se trata de una doble cárcel, ya que entonces estaríamos
abocadas no solo al cuidado del hogar, el esposo, los hijos y los mayores, y a dar
satisfacción sexual al marido, sino también a trabajar fuera de casa, en un intento de ser
autónomas. Llega a hablar de la «tragedia de la emancipación de la mujer», como
veremos.
Más aún, la autora anarquista no cree ni en la dualidad ni en el enfrentamiento de los
sexos, tal como según relata lo planteaban las sufragistas. Para entender mejor esto hay
que unirlo a sus reflexiones sobre el puritanismo del país donde ha emigrado, un
puritanismo que rechaza todo lo que se relaciona con el disfrute del cuerpo y la
sexualidad, promoviendo como virtud la castidad. Por supuesto, una anarquista que
habla de la «profunda gloria del sexo», no cree en la maternidad forzosa, aboga por el
control de la natalidad y afirma el derecho que las solteras deberían tener a su
sexualidad, no podía estar sino en el polo opuesto de ese puritanismo. El problema es
que ella lo relaciona con las feministas de su época. Critica que algunas de ellas vean
como única posibilidad, para ser libres y no entrar en relaciones de opresión, el quedarse
solas, sin relaciones sexuales con hombres. Incluso llega a hablar de las feministas de
una manera bastante menospreciativa (aquí recuerda la consideración como
«sexófobas» por parte de ciertas y ciertos feministas pro regulación de la prostitución
hacia las abolicionistas, cuando en realidad esa sexofobia es totalmente inventada, salvo
casos muy excepcionales). Así cae un poco en el tópico y prejuicio contra las feministas
como solteronas amargadas, Rottenmeiers que odian a los hombres. Y no va un paso
más allá en su apuesta por la libertad sexual, considerando que esta no debe consistir en
tener necesariamente relaciones sexuales por presión social. Su alternativa a la «guerra
de sexos» no deja de tener un sesgo de idealismo utópico. Dice Goldman: «La demanda
para poseer iguales derechos en todas las profesiones de la vida contemporánea es
justa; pero, después de todo, el derecho más vital es el de poder amar y ser amada». O:
«Una sensata concepción acerca de las relaciones de los sexos no ha de admitir el
conquistado y el conquistador; no conoce más que esto: prodigarse, entregarse sin tasa
para encontrarse a sí mismo más rico, más profundo, mejor. Ello sólo podrá colmar la
vaciedad interior, y transformar la tragedia de la emancipación de la mujer, en gozosa
alegría, en dicha ilimitada». No caigamos tampoco rápidamente en la indignación por
considerar que Emma Goldman nos está hablando de lo de siempre, del amor romántico
y/o abnegado que tenemos que dar las mujeres a nuestros amantes, padres, madres,
hijos, hijas y a toda criatura viviente si es posible. No se trata de eso, voy a intentar
explicarlo enseguida.
Por cierto que esta expresión de la «tragedia de la emancipación de la mujer» ha sido
utilizada de manera bastante deleznable por algunas y algunos autores actuales,
supuestamente cercanos al anarquismo, que la han usado para desvirtuar tanto el
concepto del patriarcado como atacar al Movimiento Feminista, poniendo todo el origen
de la opresión de las mujeres en el Estado y el capitalismo, como si antes de su
aparición no hubiera existido esa opresión. Una manera bastante burda de mantener la
impunidad de los varones y no me refiero a estos en sentido biológico sino a su posición
en la sociedad, y un modo asimismo de agradarlos.
Las palabras de Goldman sobre el amor y los celos me parecen en ocasiones
hermosísimas. Al hablar de los celos los denomina «el monstruo de ojos verdes». Critica
este sentimiento por lo que supone de posesión sobre la otra persona, no le concede
ninguna condición de «naturalidad» y piensa que no tienen nada que ver con el amor,
más bien le parece un comportamiento narcisista. Es consciente de que los celos pueden
llevar incluso al asesinato. Sin embargo fue un sentimiento que ella conoció en sus
relaciones amorosas.
«Los celos son un remedio inútil para preservar el amor, pero es un medio bastante útil
para destruir el respeto hacia nosotros mismos» […] «La angustia por la pérdida de un
amor o un amor no correspondido entre la gente que es capaz de tener finos
pensamientos no volverá tosca a esa persona». [… ] «Un fuerte escudo contra las
vulgaridades de los celos es que el hombre y la mujer no son uno en cuerpo y espíritu.
Son dos seres humanos con diferentes temperamentos, sentimientos y emociones. Cada
uno es un pequeño cosmos de sí mismo, envuelto en sus propios pensamientos e ideas.
Sería glorioso y poético si estos dos mundos se fusionaran en libertad e igualdad.
Incluso si esto dura poco tiempo valdría la pena. Pero el momento en que estos dos
mundos son forzados a estar juntos, toda la belleza y fragancias no dejan más que
hojas muertas».
Así pues, Goldman nos habla del amor libre como alternativa a los vínculos existentes,
amor libre como una relación que no se base en la posesión de una persona por otra,
sobre todo de los varones sobre las mujeres (en su autobiografía dirá: «radical o
conservador, todo hombre quiere atar a la mujer a sí»), de libertad sexual, del derecho
de las mujeres a amar y ser amadas sin que ello suponga una esclavitud. Su visión del
amor no es romántica en el sentido tópico, sino en el más literal del término, el
Romanticismo rebelde que no se atiene a las normas. Ella es tal vez idealista en exceso
y para entenderla hay que comprender que creía en la bondad del ser humano, en un
amor como fraternidad y entrega de corazón, no como propiedad, obligación o contrato,
sin excluir tampoco lo pasional. Creyó en la libertad, la utopía y la esperanza.
Vivió en un momento difícil y convulso, y tuvo unas condiciones personales nada
fáciles tampoco. Sin embargo, la suya no deja de ser una época optimista, con el cambio
del siglo y los felices 20, hasta que llega la Depresión del 29 y después la Historia se
empieza a ensombrecer con la Guerra Civil española y se vuelve definitivamente
tenebrosa con la Segunda Guerra Mundial y el horror del Holocausto, que por suerte
ella no llegó a conocer.
Muy importante es cuando afirma que la libertad de la mujer debe ser interior, empezar
en su alma, pues quiere decir que no la va a lograr si ella no se siente verdaderamente
libre. Por supuesto que para Goldman la libertad no es meramente individual sino
colectiva y solidaria. Y como bien explica: «No puede existir libertad, en el amplio
sentido de la palabra, ni desarrollo armonioso, en tanto las consideraciones
mercenarias y comerciales jueguen un papel fundamental en la determinación de la
conducta personal». En estos tiempos en que hasta el feminismo y la izquierda ponen la
libertad individual por encima de casi cualquier otra consideración, prefiriendo caer en
esa trampa con tal de enmendar la plana a otro feminismo que sienten como autoridad
moral, las palabras de una revolucionaria como Goldman deberían servir para hacernos
reflexionar, si eso es posible en la era en que consideramos sacrosanta nuestra opinión y
una libertad supuestamente empoderada a través del dinero. El dinero, como el poder,
como la religión, como el Estado, no pueden ser instrumentos de liberación para una
anarquista.
Lo que lamento es que Goldman no hubiera participado más activamente en grupos,
porque me gustaría saber su opinión sobre ellos y cómo deberíamos empezar a practicar
en esos colectivos, desde el anarquismo y su apuesta por el no poder, y también desde el
feminismo, los cambios y las relaciones que buscamos para la sociedad en general y
para las mujeres.
Con sus inevitables claroscuros, la figura y la obra de Emma Goldman, Emma La Roja,
sigue siendo impresionante y todavía merece la pena leerla, porque tiene mucho que
aportarnos. Esta selección de sus escritos puede ser un comienzo. Si deja a alguien con
ganas de continuar, hay un buen número de ensayos de la autora libertaria y feminista a
su disposición, además de la voluminosa Living my life. Goldman murió a los setenta
años, ya convertida en Odo, la líder anarquista que recuerdan los personajes de una
hermosa utopía de ciencia ficción escrita por Ursula K. Le Guin en 1974 y que
protagoniza también el cuento El día anterior a la revolución, donde Odo es ya vieja y
está cansada. Claro que para mí lo importante no está en que Emma Goldman fuese una
líder, porque no me gusta ese concepto. Se trató sobre todo de una mujer libre, que
nunca se calló ni se cansó ni claudicó de la pasión por su utopía. Por eso ha logrado que
esta llegue, un siglo después, intacta hasta nosotras.

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